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Política y religión

Política


Jornada de Carlos V a Túnez

Gonzalo de Illescas

(1)

     Dos hermanos había en la isla de Lesbo, en la ciudad de Mitilene, cabeza della, hijos de un hombre bien pobre, griego, turco de ley, que se llamaba el uno Horucio Berbaroja, y el otro Hariadero. Eran estos dos tan pobres y de vil suerte, queno tenían en esta vida otra hacienda más que una galerilla de a dos remos por bauda, con la cual se metieron poco a poco en el mar a robar lo que podían de pasajeros cristianos, y aun no cristianos, como gente perdida que no tenían que comer si no lo hurtaban. Y como quiera que por sí solos no bastaban a sustentarse, procuraron arrimarse a un famoso corsario que se decía Camales, para que los favoreciese y los enseñase en aquel oficio. Diéronse tan buena maña ellos a servirle, y él a favorecerlos, que en pocos días se hicieron ricos. Con lo que habían ganado, que no era poco, apartáronse de Camales para hacer cabeza por sí: y tomando en su compañía otros ladrones menores, hicieron una flota, y otros dieron el título y nombre de capitán a Horrucio Barbaroja, como a más anciano y más diestro en el oficio. Hízose en pocos días Horrucio tan poderoso con gentes que se venían a juntar, que tuvo ánimo para desviarse bien de su tierra. Y allegándose a costa de Berbería, vino a tocar en Argel a tiempo que dos hermanos traían entre sí cruel guerra sobre la sucesión de aquel reino. El uno dellos, que por sí no tenía fuerzas para poderse defender de su hermano, acudió de presto a Horrucio Barbaroja, y rogole que le favoreciese, prometiéndole una gran suma de dineros, y él holgó de hacerlo de muy buena gana. Diéronse los dos tan buen cobro, que en pocos días despojaron al otro hermano, y quedó el amigo de Barbaroja con el reino pacíficamente. Horrucio estuvo con esto algunos días en paz, yendo y viniendo a sus negocios de corsario, y recogiéndose muchas veces en Argel como en casa de su amigo, hasta que le tuvo seguro; y cuando él más descuidado estaba, hízole una tal burla, que le mató, con todos los amigos que tenía, y se levantó con el reino a devoción del gran turco Solimán, cuyo vasallo él era, como turco de nación. Ganó después el puerto de Cercello, que antiguamente se llamó Julia Cesárea, y dende el un puerto al otro alteraba toda la mar, y las costas de España y Francia hasta Venecia, que no se podía por ellas navegar sin grandísimo peligro. Puso después Horrucio cerco sobre Bugía, y hávola puesta en harto trabajo; pero fue su desgracia que con una pelota de artillería le llevaron el brazo derecho casi todo; y así, tuvo por bien de alzar el cerco para irse a curar de aquella cruel herida. Sanó muy bien, y púsose un brazo y mano de hierro con tanta destreza, que apenas sentía falta ninguna. Con él hizo cosas hazañosísimas, porque venció a Diego de Vera cerca de Argel, peleó con don Hugo de Moncada, y hízole retirar a las galeras, y por una tempestad que sobrevino hubo en su poder la mayor parte de su gente. Quitó después el reino al rey de Tremecén, amigo y tributario del Emperador. Vino desde ahí a poco sobre Orán, y allí fue vencido, y se salió huyendo, y en el alcance vino a poder de sus enemigos, y ellos le cortaron la cabeza, la cual se trajo después por muchos pueblos de España como en triunfo, con grandísimo regocijo de toda la Cristiandad, pensando que con faltar Horrucio Barbaroja quedaba la mar y la tierra segura de sus ladrocinios. Pero engáñaronse mucho, porque el otro hermano Hariadeno, ansí como le sucedió a Horrucio en el nombre, llamándose también Barbaroja, ansí también le sucedió en el reino de Argel y de Cercello, y en ser inimicísimo de cristianos; y con otro espíritu más que el de su hermano, comenzó a quererse hacer señor de toda la costa de África, teniendo por poco todo lo que el hermano le había dejado, para hartar su insaciable codicia Era temido extrañamente de los moros y alárabes, y mucho más de los insulares de Sicilia y Córcega, Cerdeña, Mallorca, y de las otras islas y costas de la Cristiandad; porque luego se le juntaron todos los cosarios de menor nombre. En todas las cosas que tomaba entre las manos era dichosísimo sobre manera: mató por acechanzas al capitán Hamete, que venía contra él con infinita multitud de alábares, y después venció otros dos capitanes, Beucades y Amidas. En la mar venció, como ya dijimos, a don Hugo de Moncada junto a Cerdeña; desbarató y mató a Portundo el año de 29 cuando se volvía de llevar al César a la coronación; tomole ocho galeras, y llevó preso al hijo a Constantinopla. Como cada día ganaba galeras, vino a tener tanto número dellas, que pudo competir con Andrea Doria, y aun le venció una vez junto a Cercello. Tomó una fortaleza que tenían españoles muchos años había cerca de Argel, y púsola por tierra. Con éstas y con otras famosas hazañas vino a ser conocido por fama del turco yendo de Viena, envió por él para hacerle capitán general de sus galeras, en lugar de Himeral, el que huyó de Andrea Doria cuando ganó a Coron. Favoreciole Habraim-basá. Holgose extrañamente Barbaroja de tan alegre embajada, y con cuarenta galeras bien armadas partió de Argel para Constantinopla. Venció y quemó en el camino ciertos navíos genoveses que iban por trigo a Sicilia, saqueó a Río y la isla Ilba, llevó consigo al rey Roscetes, de Túnez, hermano de Muleases, que había sido vencido y despojado por él, y se había encomendado a Barbaroja para que le favoreciese contra Muleases. Con este Roscetes hizo Barbaroja grande ostentación, y pudo acabar con Solimán que le diese el oficio de capitán general, para que fue llamado. Diósele juntamente el nombre de basá, para que fuesen con él los basás cuatro, que no solían antes ser más de tres. Diole Solimán de su mano las insignias de capitán general, y entregole luego ochocientos mil ducados para proveer la armada, y ochocientos genízaros para con que hiciese la guerra contra Muleases. Salió Barbaroja de Constantinopla con ochenta galeras un poco antes que Solimán se fuese a la guerra de Persia; dejó en el puerto otras doce galeras para que Amurates, su capitán, pasase en ellas el ejercicio de Solimán en Asia; tomó tierra Barbaroja en Calabria; saqueó san Lucido, adonde halló riquísimo despojo, y llevó cautivos todos los vecinos del lugar, sin dejar uno; fue a Citrario, porque le dijeron que se labraban allí galeras; no halló gente y mandó quemar la madera con que se labraban; pasó de allí a vista de Nápoles; y si saltara a tierra, no dejara de hacer harto daño, y aun por ventura pasose a la isla Prócida, y saqueó la ciudad; saltó al puerto de Gaeta, y tomó la Espulunca, pueblo allí cerca, cautivando más de mil y docientas personas. Entráronse por la tierra de noche hasta Fundi docientos turcos con intención de prender a la hermosísima Julia Gonzaga, nuera de Próspero Colona, una de las más hermosas mujeres que se han visto en el mundo en nuestros tiempos (según refiere Ariosto en su Orlando furioso, y ansí lo oí yo decir a quien la conoció), y es averiguado que volaba la fama de su extraña hermosura y graciosísimos ojos. Fue grandísima ventura poderse escapar esta señora; porque los turcos entraron la ciudad y mataron casi a todos los que dentro hallaron, profanando y destruyendo los templos y las honradas sepulturas de los coloneses, con las banderas y trofeos de sus victorias, que allí estaban. Quisiera infinitísimo Barbaroja haber a las manos a la señora Julia para hacer presente della a Solimán; pero no quiso dios que aquel bárbaro hozase de tan rara belleza. Robó después la ciudad de Terracina con la mesma crueldad que hizo Fundi. Acudieron luego a Roma con la nueva los vecinos de Piperno, al tiempo que el pontífice Clemente estaba en la cama muy al cabo de la enfermedad de que murió. Fue grandísima la turbación que se sintió en la ciudad, porque cierto ella estaba tan sola y desapercibida, que si por malos de pecados a Barbaroja le viniera gana de probar ventura, tiénese por muy cierto que pudiera saquear a Roma. Juntáronse luego a consistorio los cardenales, sacaron de la cámara y erario apostólico todo el dinero que se pudo hallar, encargose al cardenal Hipólito que tomase el cuidado de defender la patria. Hízose alguna gente, que salió en campaña; pero todos eran ladrones y gente perdida, y por doquiera que pasaban hacían más daño que hicieran los mismos turcos si por allá anduvieren. Pero al fin no fue menester, porque Barbaroja llevaba otro designio, y de presto dio consigo en África con tanta diligencia, que cuando pensaban en Roma que le tenían a cuestas, estaba él sobre Túnez a fin de tomar a Muleases de sobresalto; porque todas estas salidas que hizo en Italia las hizo por engañarle, y porque pensase que su venida no era contra él, sino contra cristianos, no embargante que siempre echó fama (y así se creyó en Túnez) que llevaba consigo a Roscetes para restituirle en su reino; aunque Muleases bien sabía que quedaba medio preso en Constantinopla, y por eso se descuidó asegurarse, porque sabía él que el mayor pertrecho que contra él podía traer Barbaroja era su hermano, porque tenía muchos amigos en Túnez, y de Lentigesia, una de sus mujeres, de nación alárabe, tan varonil y ambiciosa, que con tener Mahometes otros veinte y dos hijos, algunos mayores que Muleases, ella tuvo maneras como él fuese rey en competencia de todos sus hermanos. A Maymón, el hijo mayor, levantole Lentigesia que se había querido alzar con el reino, y tuvo manera como su padre le hizo matar, Roscetes se escapó huyendo. A todos los demás prendiolos Muleases, y mató algunos, y los demás cegolos con el artificio que usan los bárbaros de poner ante los ojos una plancha de cobre encendida. Los tres de estos ciegos, Barca, Baletes y Saytes, hallolos después su majestad en Túnez, y trájolos consigo. Mató ansimesmo Muleases todos cuantos sobrinos y parientes pudo haber, y con ellos hizo también matar a dos amigos de padre, los que por su industria habían muerto a Maymón. No los mató por otra cosa sino por no les pagar aquella fuerza se le habían de rebelar. Tuvo también Lentigesia maneras como matar casi todas las mancebas y mujeres de su marido; algunos dijeron que Muleases con su industria della hizo morir consigo a su propio padre, que así se usa entre gente tan bárbara. Todas estas tiranías publicaba Barbaroja que quería castigarlas, y restituir el reino a Roscetes; pero no era ésta su intención, sino de hacer lo que hizo. En pasando de Italia, tomó puerto en Biserta, y echó fama que Roscetes quedaba en su galera mal dispuesto, y por eso se le rindieron luego los de Viserta antes que Muleases supiese su venida. Salió de allí con sus galeras, y púsose a vista de la Goleta. No le recibieron dentro, como tenía pensado, porque los que tenían la fortaleza dijeron que pasase adelante sobre su seguro; y que ganando él la ciudad, se la darían Estaba ya la ciudad alborotadísima con pensar que Roscetes venía: Muleases era extrañamente malquisto por sus crueldades y por eso acordó de irse, y con harto trabajo pudo salirse huyendo de la ciudad, sin llevar consigo dineros ni joyas, que tenía infinitas. Como los de Túnez vieron salido de la ciudad a Muleases, tomaron la mujer y los hijos de Roscetes, y salieron con ellos muy gozosos a recibir a Barbaroja, pensando que Roscetes venía con él allí. Saltó luego Barbaroja en tierra, púsose a caballo, y tomó consigo hasta cinco mil hombres, y entró por la ciudad con una grita muy grande, apellidando todos Solimán, Solimán, Barbaroja, Barbaroja. Los de Túnez, que andaban buscando con los ojos si veían a Roscetes, como no lo hallaban, y después supieron de cierto que quedaba casi preso en Constantinopla, y vieron que Barbaroja los había engañado por alzarse con la ciudad, acudieron todos a las armas. Tomaron por su capitán al Mesuar de la ciudad, que es lo mismo que gobernador o corregidor; pusiéronse todos en un lugar alto, y comenzaron a apellidar la traición que Barbaroja usaba con ellos. Hicieron luego un correo y muchos a Muleases que volviese; y con el mismo furor que tenían contra Barbarroja, acometieron a los turcos y mataron muchos dellos. Muleases volvió luego, porque aún no había pasado de los huertos donde los rabastenios que son ciertos caballeros cristianos que viven en su ley, y hacen guarda a la persona del rey de Túnez por antigua costumbre. Los turcos, como vieron el pleito mal parado, fuéronse retrayendo hasta la fortaleza. Recibiéronlos bien los de dentro y luego acudió el Mesuar a cercarlos con tanta furia, que si no fuera por un renegado que se llamaba Baeza, la entraran. Este Baeza hizo subir de presto a la torre una culebrina, y disparáronla con tanta furia, que puso en los de la ciudad grandísimo temor y espanto, y aflojaron un poco, hasta que llegaron Muleases y Doray, un tío suyo, hermano de Lentigesia, que pusieron en grandísimo peligro y trabajo a Barbaroja. Y no sabiendo qué medio tomar, fue a él un renegado español, natural de Málaga, que había sido soldado de Pedro Navarro, y se llamaba Halis y aconsejole que saliese animosamente a pelear, porque los moros eran gente vil y para poco, y no sufrirían la furia de los turcos. Hízolo ansí Barbaroja, y con tan buen ánimo, que en el primer acometimiento mató al Mesuar y más de tres mil ciudadanos y los hizo a todos retirar en sus casas con más de seis mil dellos heridos, y tan amedrentados, que no osaron más tomar armas contra él. Muleases hubo de salirse huyendo de la ciudad, y fuese con Doray a Constantina, allá dentro en África, adonde se estuvo quedo hasta que pasó a Túnez el Emperador. Otro día de mañana movieron los ciudadanos trato de paz con Barbaroja, y de bueno a bueno le recibieron por su rey en nombre de Solimán y a su devoción; con que les prometió y les dio muy buenas esperanzas de que el gran turco Solimán algún día, y bien presto, daría el reino a Roscetes, a quien ellos tanto querían: con lo cual Barbaroja fue sin contradicción ninguna reconocido y llamado rey en Túnez y en todas las ciudades y pueblos del reino. Donde allí prosiguió su oficio de corsario, y cada día hacia en las islas y costas de la Cristiandad infinitos saltos y correrías. Con que no nos dejaba cosa segura.

     En el estado que acabo de decir estaban las cosas de Hariadeno Barbaroja, cuando el emperador Carlos V, por espantar a sus enemigos y defender la causa común de la Cristiandad, comenzó a ponerse a punto para la jornada de Túnez, porque sabía que Barbaroja ponía la orden muy grande armada para ir sobre Nápoles, o lo menos apoderarse de Sicilia. Era esta guerra que el Emperador comenzaba honestísima y de muy buen sonido, porque en ellas se habían de asegurar las costas a la Cristiandad: cumplía mucho Su Majestad con esta tan santa y pía jornada con su reputación y fama de cristianísimo y celoso de la honra de la fe católica, y parecía que quería ya mostrar sus fuerzas y felicidad contra infieles, como hasta aquí las más de las veces las había mostrado contra cristianos; y tomar él solo y a su costa por su misma persona esta común empresa, disminuía el crédito de sus émulos, y parecía que les causaba confusión, pues siendo el negocio de todos, le hacía a tanta costa de sus negocios; y mientras los otros se estaban descansando en sus casas, dejaba él sus regalos y su propia casa y hijos, y se iba a poner en los peligros y trabajos que la mar y la guerra suelen traer consigo. El papa Paulo, cuando supo la determinación de Su Majestad, alabó mucho su santo celo, y ofreciose de ayudarle con doce galeras armadas a su costa, y luego hizo capitán dellas a Virginio Ursino, dándole por compañero y colega a Paulo Justiniano, persona muy diestra y ejercitada en las cosas de la mar. Y porque el Emperador pudiese con más facilidad proveerse de dineros para la guerra, concediole Paulo subsidio sobre los bienes eclesiásticos de sus reinos de España, aunque se sintió mucho el César de ver que concedió también Paulo al subsidio al rey Francisco sin haber de hacer guerra contra infieles, pareciéndole que aquel provecho de su émulo había después de redundar en daño suyo. Mandó Su Majestad aparejar con toda brevedad, así en España como en Italia, todas las cosas necesarias para la guerra; y cuando supo que ya estaba todo a punto, partiose de Castilla para la ciudad de Barcelona. Los señores y repúblicas de Italia todos acudieron con sus socorros, teniéndose por seguros de sus cosas con ver que la guerra se hacía contra infieles. Solos los venecianos se estuvieron quedos, porqué no osaron quebrantar la tregua que tenían con Solimán treinta años había, desde que se capituló la paz con Bayaceto. Estaba en Barcelona el príncipe Doria con treinta galeras, y la una dellas de cuarenta remos, la más hermosa y bien artillada, y entoldada de paños ricos, que jamás se vio, para que en ella pasase la persona de Su Majestad: los galeotes que remaban en ella iban vestidos de raso, y los soldados de seda y de recamados muy costosos. Envió el Pontífice, por honrarle, al príncipe Duna un breve lleno de favores, y un estoque bendito, con la empuñadura sembrada de piedras de inestimable valor, la vaina esmaltada y las guarniciones de oro, con un riquísimo cinto de lo mismo, y un bonete de felpa con muy muchas perlas; que todas éstas son insignias que los pontífices suelen enviarlas a los grandes príncipes cuando comienzan alguna guerra de propósito contra infieles. El marqués del Vasto, por orden de Su Majestad, puso en Génova todas las compañías de gente española, italianos y tudescos, de que él era capitán general. Antonio de Leiba no fue en esta jornada por sus muchas enfermedades, y también porque convenía que en Lombardía quedase una persona de recaudo que mirase por lo de Milán, si acaso el Rey se quisiese mover entre tanto que Su Majestad estaba ocupado en esta guerra. Con Antonio de Leiba mandó el César que quedasen en Italia los soldados viejos que le pareció que bastaban. Escribiéronse cinco mil italianos más de los ordinarios, cuyos capitanes fueron el conde de Sarno, Federico Carrecto y Augustino Espínola. De Alemania trajo Maximiliano Eberstenio hasta ocho mil tudescos, con los cuales y con la demás gente partió el marqués de Génova en doce galeras de Antonio Doria y en otros treinta navíos de carga. Siguió la vía de Sicilia para recoger de camino las galeras del Papa y las de Nápoles. Tomó puesto en Civita Vieja, adonde el papa Paulo le estaba esperando para ver la gente y echarles a todos la bendición. Allí dio de su mano el Pontífice con las ceremonias acostumbradas, a Virginio Ursino las insignias de capitán general. Partiose el Marqués con Virginio para Nápoles, adonde el virey don Pedro de Toledo, marqués de Villafranca, y los príncipes de Salerno y Bisignano, Espineto, Garrufa y Hernando Alarcón tenían puestas en orden cada sendas galeras armadas a su costa, y otras siete, sin éstas, a costa de todo el reino; con todas se fueron al puerto de Palermo, en Sicilia. El Emperador tenía juntos ya en Barcelona ocho mil infantes y setecientos caballos de sus guardias ordinarias, que, conforme a la costumbre antigua, se pagan en estos reinos para su seguridad, sin otros algunos con que sirvieron los señores de Castilla. Estaban ansimesmo con Su Majestad otros muchos señores y caballeros, que no quisieron quedar ellos holgando y en sus casas, viendo ir a su rey en una demanda tan justa. Destos eran los duques de Alba y Nájera, el conde de Benavente, el marqués de Aguilar, el conde de Niebla, don Luis de Ávila, don Fadrique de Toledo, comendador mayor de Alcántara, y don Fadrique de Acuña, que después fue conde de Buendía, y otras muchas personas de calidad. Vino también allí el infante don Luis de Portugal, hermano de la Emperatriz nuestra señora, con veinte y cinco carabelas y con un galeno, el mayor y más bien armado que hasta entonces se había visto en la mar: en estas carabelas iban hasta dos mil infantes. Estaban también con Su Majestad sesenta navíos gruesos de Flandes, con mucha gente y con remeros de los condenados por justicia, para suplir las galeras si alguno faltase. Partieron casi a un tiempo Su Majestad de Barcelona y el marqués del Vasto de Palermo, y viniéronse a juntar en el puerto de Cáller, en Cerdeña. Allí se esperó hasta que llegasen las galeras de España; y como llegaron, luego el Emperador se dio a la vela, y fue a tomar puerto en Útica, ciudad de Berbería. En la entrada deste puerto encalló la galera capitana, donde iba la persona imperial, y no dejó de correr algún peligro; pero acudió de presto el príncipe Doria, y hizo cargar toda la gente al borde, y con esto vino a tomar agua y salió adelante. No dejó de dar a todos cuidado este caso, porque sabían que el rey don Filipe, su padre del César, se había visto en otro semejante inconveniente en los bancos Flandes, viniendo a España. Saliose presto Su Majestad de Útica, y fuese a poner a vista de Túnez, adonde estaba el corsario Barbaroja, el cual quedó atónito de ver tanta multitud de velas, que pasaban, entre grandes y pequeñas, de más de setecientas; pero lo que más espanto le puso fue saber que venía allí el Emperador en persona; cosa que nunca él pensó que fuera posible; y porque Aloisio Presenda, cautivo genovés, le había dicho que el Emperador no había de ir con la armada, sino sólo Andrea Doria, y no con tanto aparato como allí había; mandole luego cortar la cabeza, diciendo que le había engañado. Llamó a consejo sus capitanes: díjoles que no había qué temer, pues el tiempo era tan caluroso, la tierra herviente y arenosa, y los enemigos no acostumbrados a tan excesivos calores; y que si la guerra duraba, necesariamente, pues eran tantos, les habían de faltar mantenimientos; que todo el negocio consistía en defender la Goleta, por ser aquélla la principal fuerza de la ciudad y aun del reino. Diéronle todos muy buena respuesta, prometiéndole de morir o defender la Goleta. Estaban con Barbaroja tres o cuatro famosos corsarios; los principales eran, Sinán, judío; Haydino Cachadiablo, Saleco y Tabaques. En llegando nuestra flota a la torre que llaman del Agua, mandó el César que todos comenzasen a saltar en tierra, tomando al largo la costa, porque saliesen a un mesmo tiempo. Hízose con tan buena orden, disparando artillería contra los moros y turcos que asomaban, que sin resistencia ninguna se puso en pocas horas el ejército en tierra. Tomó el Marqués lugar seguro para los alojamientos y mandó que nadie se moviese hasta que los caballos y artillería se desembarcasen. La tienda imperial púsola el Marqués entre las dos torres que se llaman del Agua y de las Salinas. Enviáronse luego corredores a calar el sitio y asiento de la ciudad, y la calidad de la tierra; topáronse con algunos alárabes bien diestros y para mucho, los cuales mataron algunos de los corredores, y entre ellos murieron dos personas bien señaladas, Frederico Carrecto y Hierónimo Espínola, genovés. Con todo eso, algunas veces salía Su Majestad a correr el campo, con harto peligro de su persona, y tanto, que algunos lo tenían a temeridad; como quiera que en la guerra el Capitán General, mayormente siendo rey o emperador, el principal cuidado que ha de tener es guardar su salud, porque della pende la de todo el ejército que lleva. Íbase cada día ganando tierra con los alojamientos hacia la Goleta, llevando delante sus trincheas y reparos para seguridad; trabajaban todos en hacerlas, porque siempre andaba Su Majestad entre los gastadores, que no le faltaba más de tomar el azadón. Cada día se trataban escaramuzas bien reñidas con los corsarios que salían de la Goleta. Un día salió Saleco con buena parte de tu gente, y dio en un bastión donde tenía su estancia el conde Sarno con sus italianos. Saliole al encuentro el Conde, y el turco, por engañarle y desviarle de su gente, fingió que huía; y cuando le tuvo cerca de una emboscada, revolvió sobre el Conde con tanta furia, que le mató a él y a cuantos con él se hallaron, que apenas quedó ninguno; y si alguno huyó, tampoco pudo escapar, porque los turcos siguieron su alcance hasta volver a nuestro campo; y los españoles, según se dice, aunque pudieran, no los quisieron socorrer, porque tenían desabrimiento de que los italianos hubiesen tomado aquel lugar, por más peligroso y honrado, en competencia de los mesmos españoles. Llevó Saleco a Barbaroja la cabeza y la mano derecha del Conde, y hicieron con ella gran fiesta los turcos; de que Su Majestad sintió grandísimo dolor, porque el Conde era muy buen caballero. No se gozaron mucho los españoles, si acaso les plugo, con la desgracia de los italianos, porque luego otro día salió de la Goleta Tabaques, y dio tan repentinamente en el cuartel de los españoles, que mató muchos en la trinchea y en el foso, y ganó una bandera de don Francisco Sarmiento, y mató al capitán Méndez, que de muy grueso no pudo huir. Fue tanto el peligro en que se vieron, que hubo de acudir Su Majestad a remediarlo y a castigar de palabra el descuido que habían tenido. Holgáronse mucho deste desmán los italianos; y como por la mayor parte todos eran bisoños, y los españoles soldados viejos, dábanles grita burlando dellos porque siendo tan cursados en la guerra se habían tanto descuidado, sabiendo que lo habían con gente arrebatada y que no peleaban sino como ladrones, de sobresalto. Riñó muy de veras el Marqués a los capitanes y sargentos españoles este daño, y rogoles que procurasen con alguna hazaña notable enmendar el avieso y cobrar la reputación como quien ellos eran. Prometiéronselo todos, y cumpliéronlo muy bien; porque otro día, saliendo Jafer con sus genízaros y gran multitud de alárabes y moros en medio del día, subió con grandísima osadía sobre las trincheas, y comenzó a disparar de sus arcabuces, con tanta destreza, que si no estuvieran los nuestros sobre aviso, les hiciera mucho daño. Acudió de presto el Marqués con arcabuceros a pie y a caballo, puso los escuadrones en orden, y comenzose una muy hermosa escaramuza, la cual duró grandísimo rato en peso, hasta que Jafer cayó muerto, y los suyos comenzaron a huir. Siguiose el alcance hasta las puertas de la Goleta con tanto ímpetu, que no tuvieron los que huían tiempo de entrar por la puerta principal. Muchos se quedaron fuera, y otros se escaparon por caminos secretos. Al retirar deste alcance se tuvo grandísimo trabajo, porque Sinán el judío, disparó muchas piezas de artillería donde la Goleta, con que mató muchos de los nuestros, y principalmente al alférez Diego de Ávila, y Rodrigo de Ripalta salió mal herido.

     Con este próspero suceso cobraron los españoles nuevo ánimo y los enemigos se comenzaron a encoger. Su Majestad que no quería gastar el tiempo en cosas de poca importancia, como vio que los suyos estaban contentos y con buena gana de pelear, determinó dar una batería fuerte a la Goleta, temiendo no les viniese a los cercados algún socorro, o recreciese en los suyos alguna enfermedad, porque de día hacía excesivos calores, y de noche frigidísimas rociadas. Batiose la Goleta por mar y por tierra con grandísima furia, en 12 días del mes de julio del año de 1535. Duró la batería donde la mañana hasta pasado mediodía; parecía que se hundía el cielo y la tierra, tanto, que del gran ruido se alteró la mar, que parecía estaba en tormenta: pusieron por tierra una torre con tus barbacanas; todos las troneras donde los turcos tenían su artillería vinieron el suelo con los mesmos artilleros, y quedó tan abierto el muro, que fácilmente se pudo dar el asalto. Cuando hubieron de arremeter salió delante un fraile con un crucifijo en las manos, animando a los soldados a la pelea, y lo mesmo hacia Su Majestad, que andaba de uno en otro, esforzando a todos. Fue tan animoso el acometimiento, que Sinán y los suyos no osaron esperar, y se salieron huyendo por una puerta trasera, y se fueron a meter en la ciudad. Ganose con esto fácilmente la Goleta, y juntamente se ganaron casi todas las galeras de Barbaroja, que las había él sacado y puesto en seco. Fue increíble el contentamiento del Emperador cuando vio que al tirano se le habían quitado los instrumentos de sus latrocinios; y por el contrario, quedó desesperadísimo Barbaroja de veras de galeras: dijo a Sinán muchas palabras injuriosas porque se había venido huyendo, y respondiole con mucha paciencia: Yo te digo, Señor, que si yo hubiera de pelear con hombres, que no huyera; mas no me pareció cordura tomarme con Satanás, y por eso me quise guardar para mejor tiempo. Con esto se asosegó Barbaroja un poco, y comenzó a dar orden en aparejar todas las cosas necesarias para sufrir el cerco que esperaba. Poco después de ganada la Goleta, llegó a nuestro campo el rey Muleases, acompañado de sus parientes y amigos, y él llegó a besar la mano al Emperador, el cual le mandó sentar, y hízolo él en un tapiz a su modo. Habló muy discreta y concertadamente, dando a Su Majestad las gracias por vengar sus injurias, castigando la crueldad y tiranía de aquel ladrón, enemigo del género humano, y por la intención que en su clemencia conocía de que le había de restituir en el reino de su padre. Ofreciose, en reconocimiento desto, de ser siempre muy leal amigo y vasallo, y de acudir con el tributo que Su Majestad fuese servido de mandarle pagar. Diólo el Emperador agradable respuesta, diciendo que su principal motivo no era otro sino el deseo de vengar las injurias que de aquel tirano diversas gentes, ansí cristianos como de otra opinión, habían recibido, y que su intención era quitar del mundo aquellos ladrones, gente perniciosísima para todos: por tanto, tenía esperanza en Jesucristo, su Dios, que como había comenzado al favorecerlo, lo llevaría adelante, y le daría cumplida vitoria de sus enemigos; y que cuando se la hubiese dado, entonces le prometía muy de veras de hacer de manera que no se pudiese quejar, sin que jamás le pasase a él por pensamiento de recelarse de su ingratitud; porque para creer del que sería grato y reconocería la buena obra que entendía hacer, le bastaba ser el rey noble y de casta de reyes; cuanto más que cuando en él no hubiese la fidelidad necesaria, no habían de faltar armas con que le castigar después, como no faltaban al presente contra Barbaroja. Húbose Muleases en todas las cosas como persona de valor y que representaba su real estado, sin mostrar en cosa ninguna bajeza ni pusilanimidad; y junto con eso, en todo lo que allí estuvo en nuestro campo, le vieron y probaron ser un hombre muy discreto y bien entendido, muy gentil filósofo y matemático, y buen astrólogo, y no menos diestro en menear un caballo y jugar en él de una lanza y de todas armas con muy buena gracia y desenvoltura. Diole por huésped Su Majestad al marqués del Vasto, el cual le trató espléndidamente, como a quien él era. Comunicábanse con él todas las cosas de la guerra, porque en todas tenía muy buen voto; dio muchos y muy importantes avisos, y casi en ninguna cosa de las que dijo que habían de suceder se engañó. Súpose dél la calidad de la tierra, el asiento y fuerzas de la ciudad, los pozos y cisternas que había, y de donde se habían de proveer de agua para el campo el día que se quisiesen allegar con él a la ciudad; dio particular cuenta de los olivares, adonde llegaban, y cómo se habían de cortar para desviarse de alguna celada; dijo qué tantas eran las fuerzas de los enemigos; y considerando lo que dentro de la ciudad había, y las inexpugnables fuerzas de nuestro campo, vio lo que había de suceder, ni más ni menos de como después acaeció, porque entendió que Barbaroja no esperaría dentro de la ciudad batería ni asalto, sino que saldría con sus gentes al campo, dejando la ciudad a sus espaldas. Dijo que, por ostentación y por parecer que hacía algo, asentaría sus escuadrones, pondría por avanguardia la chusma de alárabes y moros que tenía consigo, y él con los genízaros se quedaría junto a las puertas de la ciudad en retaguardia; y que a los primeros encuentros, si viese que los suyos vencían apretaría con los genízaros de veras, y si no, volvería las espaldas y se pondría en cobro. Últimamente avisó al Emperador que ningún trabajo mayor había de tener, cuando quisiese hacer el último acometimiento, cuanto lo sería la sed que los suyos habían de pasar; porque en todo lo que había dende el alojamiento hasta la ciudad no había sino cisternas, que para beber en ellas se había necesariamente de desordenar el campo. Para remediar esto se aconsejó a todos que llevasen sus botas o calabazas en las cintas, o algunas bestias cargadas de agua. Importaron tanto estas cosas, que sin ellas apenas se pudiera conseguir el fin deseado. Diéronse los capitanes, por orden de Su Majestad, toda la priesa posible por ir ganando tierra hacia la ciudad, llevando sus trincheas adelante, según orden militar, por ir más al seguro, con intención de allegarse a tiro de culebrina, pare poder batir el muro y dar los asaltos necesarios. Entre tanto no dejaba cada día de ofrecerse ocasión de escaramuzar, y aun alguna vez se encendió el negocio tan de veras, que por poco se peleara de poder a poder. Aquel día fue mal herido Garcilaso de la Vega, elegante poeta español, y aun matáranle si no le socorriera Frederico Garrafa, napolitano, y fue menester que Su Majestad en persona saliese con sus hombres de armas al socorro; y aun es averiguado que peleando el mesmo César valentísimamente, sacó de entre los pies de los moros a un Andrés Ponce, caballero andaluz, que le habían muerto el caballo, y él estaba caído en tierra. Salieron de ahí a dos o tres días hasta treinta mil moros a tomar una torre que tenían ganada los nuestros en un cerro alto, donde antiguamente fue la famosa ciudad de Cartago. Llevaban los moros delante de sí un sacerdote o alfaquí, el cual iba derramando muchas cedulillas de conjuros y maldiciones contra los nuestros, pensando dañarlos con aquello. Acudió Su Majestad con algunas banderas de caballos en socorro de los de la torre; dio en los moros con grandísima furia, matando muy muchos, y entre los primeros murió el hechicero alfaquí que los guiaba; puso los demás en huida, y aun afirmaba después Su Majestad que si llevara consigo una sola banda de ballesteros a caballo, que hiciera aquel día una jornada importantísima; y propuso de hacer de manera que de allí adelante se usasen en la guerra estos ballesteros, porque para muchas cosas venían a ser menester. Eran tan diestros los alárabes y moros en el pelear a caballo, y tenían a los nuestros tan conocida ventaja en el saberse menear, y en sufrir el calor y los otros trabajos de aquella calurosísima tierra, que se conocía bien que viniendo a batalla campal, se había de tener harto trabajo en la vitoria y tan de veras se imprimió en algunos esta imaginación, que no faltó quien pusiese en plática que sería bien dar la vuelta para España, sin proceder más adelante en la guerra, diciendo que Su Majestad se podía contentar con lo hecho, y cumplir con su reputación con haber ganado la Goleta y las galeras del enemigo, pues aquélla era su principal fuerza y las armas con que solía castigar el mundo, dejado aparte que cada día se morían en nuestro campo muchos de flujo de vientre. Vino esto a oídos del César, y sintió dello gran desabrimiento, pesándole mucho de que hubiese en el campo gente de tan poco ánimo. Para sacarlos de la duda que tenían de la vitoria, hízoles a todos un grande razonamiento, reprehendiendo a los que tal plática como ésta osaban mover, porque en ella mostraban tener harto más cuidado de la vida que no del honor. Díjoles que si algunos inconvenientes hallaban en la empresa, los debieran advertir en España, antes que se pusieran a lo que se habían puesto, y no cuando ya no se podía dejar sin gran vergüenza; que bien veían todos cuán a su gusto pudiere él estarse en su casa con su mujer y con sus dulcísimos hijos, si hubiera querido pasar en disimulación, como otros reyes, las injurias de toda la Cristiandad; y que pues todos sabían cuán urgentes eran las causas que allí le habían llevado, no tratase nadie de pensar que había de alzar la mano de aquel negocio hasta poner en él el fin deseado, o a lo menos morir honradamente, como cualquier hombre valeroso lo debe procurar; finalmente, vino a decir que se aparejasen para la batalla, que luego la quería dar si se topase con el enemigo, o si no, batir el muro y darle asalto dentro de la ciudad. Con esta plática quedaron en resolución de que se había de llevar al cabo el intento de la empresa que tenían comenzada, y sin otra dilación luego se comenzó a poner a punto la partida para la ciudad de Túnez en orden de batalla formada. Púsose en el castillo de la Goleta el recaudo conveniente, aderzose el artillería en sus carros y de la manera que con más facilidad se pusiese llevar. El marqués del Vasto quiso Su Majestad del Emperador que aquel día hiciese el oficio de capitán general; y ansí acetó el cargo que el César le dio, tomando para sí la avanguardia con los italianos a la mano izquierda y con los españoles a la derecha. En medio iban los tudescos, adonde también iba el duque de Alba, don Hernando de Toledo. Su Majestad andaba sobresaliente, animando a todos, aunque su propio lugar era la batalla, adonde iba el estandarte imperial con el infante don Luis, su cuñado. El principal coronel de los italianos era el príncipe de Salerno, de los españoles el señor Alarcón, y de los tudescos Maximiliano Eberstenio. Poníales el Emperador delante a todos el premio de la vitoria, que habían de ser los despojos de aquella riquísima ciudad; traíales a la memoria sus muchas hazañas y lo que en su servicio habían hecho en las guerras de Italia; prometíales el descanso tras aquellos trabajos, y todo esto con tan alegre rostro y tan lleno de confianza, que todos a su voz le prometieron de darle en las manos la vitoria, y aun de seguirle, si les quería llevar, hasta la Casa Santa, Barbaroja, que supo de sus corredores cómo nuestro campo se le acercaba, hizo del suyo lo que Muleases tenía ya dicho que haría. Salió al campo y púsose en orden de pelear, echando delante la gente vil de poco precio, y quedose con la mayor en la retaguardia. Cuando los nuestros llegaron a las cisternas, como el calor era ardentísimo, y la sed tanta, que no bastaba el agua que se llevaba en botas, tanto, que alguno hubo que dio por un jarro della dos escudos; acudieron tantos y tan desvalidos al agua, que se desordenaron algunos escuadrones con harto peligro; y si los enemigos acudieran entonces, se pudiera recibir algún notable daño; pero ellos no vinieron, y Su Majestad y los otros capitanes acudieron a echar a palos la gente de sobre el agua; y así, se volvió toda a su orden. Tenía Barbaroja bien cien mil hombres, y cuando los nuestros llegaron a vista de su campo, comenzó a disparar de su artillería, pero sin fruto ninguno. Venía más atrás la nuestra, y por eso se pudo jugar; y porque el camino era arenoso, y la llevaban en carros o en hombros de esclavos, no se podía mover con diligencia. Era tanta la gana que los cristianos mostraban de verse ya envueltos con los enemigos, que cada momento de dilación se les hacia un año. A esta causa le pareció al Marqués que no debía dilatar más el rompimiento, ni servirse aquel día de las culebrinas, sino arremeter luego, porque los suyos no se enfriasen, o los ruscos cobrasen ánimo con penar que los nuestros se detenían de miedo. Con esta determinación acudió el Marqués a Su Majestad, que andaba entre los delanteros, discurriendo de una parte a otra, exhortando y animando a todos, y díjole estas palabras: «Si a vuestra majestad le pareciese, yo no esperaría hoy artillería, sino tocaría luego arma». Respondió entonces el César: «También me parece a mí eso, más yo no lo puedo mandar; vos, que podéis, hacedlo, pues es hoy vuestro día». Respondió el Marqués con rostro alegre: «Bien me parece, Señor, que haya Vuestra Majestad querido echarme a cuestas esta carga. Y pues ansí es, yo quiero usar mi oficio; y ante todas cosas mando a Vuestra Majestad que luego se vaya a su puesto, y se ponga en su batalla con el estandarte, no sea nuestra mala suerte que se desmande algún arcabuz, y peligre vuestra persona para total perdición del mundo». Hinchose el César de alegría cuando oyó tan cortesanas palabras, y volvió luego las riendas al caballo, diciendo: «Pláceme por cierto de obedecer lo que mandáis, aunque no había de qué temer; que pues nunca emperador murió tal muerte como ésa, no es de creer que la moriré yo». No hubo bien Su Majestad llegado a su puesto, cuando luego sin más detenimiento se dio señal de arremeter. Fue tanta la priesa y el ánimo con que se hizo el primer acometimiento, que aunque don Hernando de Gonzaga con una banda de caballos ligeros fue el primero que vino a las manos con el enemigo, y mató un capitán y trescientos o cuatrocientos moros, casi a la par llegaron los escuadrones de la infantería. Fue tal el primer acometimiento, que los alárabes volvieron luego las espaldas, y Barbaroja con sus siete mil turcos se metió huyendo dentro de la cuidad, y cerró las puertas a gran priesa. El César, como vio tan presto desembarazado el campo, fue a ponerse gentes, con propósito de batir el muro y ganar la ciudad por fuerza. Luego en entrando en la ciudad, Barbaroja, como iba rabiando y medio loco de coraje, dijo que le trajesen todos los cautivos cristianos que estaban en las mazmorras de la fortaleza, que los quería muy grande matar a quien no podía ofender. Supusieron esta determinación de Barbaroja dos renegados cristianos, Francisco Catario, que se llamaba Yafaraguas, y Francisco de Medillín, español, que se decía Memín. Estos dos, que, con ser renegados, no tenían olvidado el amor de su ley, avisaron a los cautivos, que pasaban de seis mil, de lo que pasaba, y de cómo se trataba de maltratarnos; y con las llaves que pudieron hallar abrieron las mazmorras, y ayudaron a quebrar de las prisiones, y los sacaron a todos fuera desnudos y maltratados, Así como estaban abrieron las puertas de la fortaleza, y con piedras y palos y con lo que pusieron hallar a mano mataron algunos turcos; tornáronse luego a meter en la fortaleza, y con la mesma furia acudieron a la sala de las armas, y en un momento se armaron todos, y se pusieron en orden, y comenzaron de hacer ahumadas en señal de la vitoria, para que los nuestros supiesen que estaba por ellos la fortaleza. El Emperador y todos, aunque veían las ahumadas, no entendían qué podría ser, hasta que de algunos que se salían de la ciudad y se pasaban al campo de Muleases se vino a saber la verdad. Barbaroja, como vio la fortaleza perdida, quiso matar a Sinán, porque no le dejó hacer lo que quería de los cautivos. Acudió a la fortaleza, pensando que por halagos y buenas razones le abrirán, y respondiéronle con piedras y lanzas. Con lo cual acabó de perder de todo punto la esperanza de poderse defender; tomando consigo todos los turcos, dio con ellos y con todo lo que pudo llevar de sus tesoros en bona, porque allí tenía catorce galeras de respeto para si se viese en alguna necesidad. No fue bien salido de la ciudad Barbaroja, cuando salieron della los magistrados con el Mesuar a entregar a Su Majestad las llaves, suplicándole no permitiese que fuesen saqueados, pues se venían a dar de su buena voluntad lo más presto que habían podido; pedía lo mesmo con grande instancia Muleases. Bien quisiera Su Majestad poderlo hacer sin que su gente se resabiara; pero no se osó determinar a prometerlo, porque, no sin razón, se receló de algún notable desabrimiento, y también porque los de Túnez no merecían que se usase con ellos de tanta humanidad, pues no habían acudido a tiempo, sino cuando ya no tenían remedio ninguno más que rendirse. El primero que entró en la ciudad fue el marqués del Vasto: acudió a la fortaleza a regocijarse con los cautivos; halló entre otros despojos hasta treinta mil ducados, que Barbaroja no pudo llevarlos consigo. Éstos se le dieron al Marqués por el trabajo de aquel día como capitán general. Los cautivos fueron los que comenzaron el saco de la ciudad, y tras ellos entraron todos los demás soldados, que no hubo orden de detenerlos: pusiéronse algunos moros en resistencia, y matáronlos luego. Después atendieron todos a robar, aunque los tudescos no se hartaban de matar en aquellos infieles, hasta que las lágrimas y alaridos de los niños y mujeres movieron a piedad al César, y mandó que nadie matase a quien no se defendiese con armas. Cautiváronse con todo eso muchas mujeres hermosas y niños que vimos después en España muchos dellos. Otros muchos se rescataron, y aún dicen que rescató el rey Muleases una de sus mujeres por solos dos ducados, porque el que la vendía no la conoció. Su Majestad fuese derecho al alcázar; agradeció mucho a los cautivos lo que habían hecho por él; mandolos vestir y proveer, para que se pudiesen cada uno ir a su tierra. La razón por que en Túnez había tantos cristianos era porque aquella ciudad había sido la manada y receptáculo de todos los corsarios, los cuales pagaban al rey de Túnez, porque les diese allí puertos seguro, una cierta parte de todas las presas que hacía, así de ropa y dineros como de personas. Valía tanto esto al rey de Túnez, que apenas tenía renta mayor ni de más provecho en todo su reino. Favoreció mucho de palabra y de obra el César a los renegados Memín y Jafer, porque se tornaron luego a su ley. Supo de ellos Su Magestad muchos secretos de Barbaroja fue este saco de Túnez harto rico, y apenas hubo nadie a quien no le cupiese buena parte de provecho. El que más perdió en él de todos los ciudadanos fue el mesmo rey Muleases; porque dejada aparte toda su recámara y alhajas, que fueron muchas y de gran valor las que le saquearon, solas tres cosas le destruyeron, que decía él que no las diera por las tres mejores ciudades que tenía: la primera fue una cámara llena de pinturas y colores, como son brasiles, grana, pastel y azules, y otras semejantes, en grandísima cantidad; la otra fue una pieza llena de olores, ámbar, cibeto, almizque, mosquetes y de todas otras suertes odoríferas, después de costar la vida, porque siempre andaba lleno de olores, y casi no comía sino enlardada con cosas olorosas; la tercera y última cosa que allí perdió y la que más él quería fue una de las más copiosas y ricas librerías del mundo, adonde exquisitísmos libros en arábigo de todas las ciencias matemáticas, que las sabia él consumadísimamente y solía decir muchas veces que a quien le diese otros tantos y tales libros le daría por ellos una ciudad. Las cosas de armas que allí perdió Muleases eran de grandísimo precio, pero de todo aquello hacía él poco caso. Halláronse en su armería muchos arneses y piezas dellos, de lo que allí dejaron antiguamente los franceses en el cerco que tuvo el santo rey Luis sobre Túnez, adonde murió. Mientras los nuestros se ocupaban en el saco, tubo Barbaroja tiempo para irse a su placer a Bona. A la pasada del río Bragada dicen que se puso a beber Haidino Cachadiablo, el famoso corsario, y que bebió tanto con la gran sed que llevaba, que rebentó por los ijares. En Bona se detuvo Barbaroja dos días enteros poniendo a punto las galeras que allí tenía, para irse en ellas a meter en Argel. Consoló a los suyos, y ellos a él, prometiéndose de enmendar aquella desgracia otro día en alguna buena ocasión. Fortaleciose de trincheas y de todo lo necesario para entre tanto que sacaba las galeras, que las había mandado hundir para mejor esconderlas. Envió el príncipe Doria en busca de Barbaroja a un sobrino suyo, Adán Centurión y diose tan ruin maña que se volvió sin acometerle. Importaba infinito ganarle aquellas galeras, porque no pudiera huir por mar y por tierra era imposible que se escapara. Acudió luego a Bona el príncipe Doria, y fue tarde, que ya él era salido y se había metido en Argel. Tomose la fortaleza de Bona; puso Su Majestad en ella por teniente a don Alvar Gómez, y después pareció cosa impertinente quererla sustentar, y púsose por tierra. Fuera cumplida de todo punto esta insigne victoria si se pudiera haber a las manos el tirano; pero no quiso Dios sino que viviese para castigarnos de su mano con otras mil injurias que nos dio por todo lo que le duró la vida, que fueron otros once o doce años. Luego que la ciudad se aseguró del saco, se comenzó a tratar el negocio de Muleases: usó con él Su Majestad de la clemencia y magnanimidad suya ordinaria restituyéndole libremente en su reino. Las condiciones que le puso fueron harto livianas y bien tolerables: que pagase cada año en reconocimiento de vasallaje y tributo, dos caballos y dos halcones y que sustentase de todo lo necesario y del sueldo conveniente a mil hombres que quedaban de guarnición en la Goleta; que fuese obligado a mostrarse nuestro amigo en todas las cosas, y enemigo de Solimán; que diese libertad a todos los cautivos cristianos que se hallasen en su reino, y que de allí adelante no permitiese que ningún cristiano fuese maltratado y preso en su tierra; que pudiesen entrar y salir, y morar, comprar y vender, y contratar cristianos en Túnez, tener iglesias, decir misa públicamente y hacer lo que según ley eran obligados; que no consintiese renegados en su tierra ni admitiese corsarios en su puerto; y últimamente, que si alguna plaza se conquistase en la costa de Berbería, que fuese para el César. Con lo cual Muleases quedó contentísimo y puesto en el trono de su reino, y Su Majestad se partió alegre y contento, con propósito de cercar la ciudad de África en la misma costa; pero no hubo lugar de hacerse por entonces porque los tiempos corrieron contrarios, y no se pudo pasar con la armada de Sicilia. Desembarcó Su Majestad en Palermo, y acudiéronle toda la isla con servicios y congratulaciones de la victoria. Y habiendo descansado allí algunos días, pasó el estrecho a Ríjoles, y por tierras del príncipe de Salerno caminó hasta su gran ciudad de Nápoles. Entrose Túnez por el Emperador a 20 de julio de 1535, habiéndose detenido Su Majestad en toda esta guerra solos veinte y seis días.




1.       ILLESCAS G. de. Jornada de Carlos V a Túnez. Madrid : edicion esteriotípica, 1804, 41pp.



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