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Cultura

Notas históricas


Cultismos en el léxico de Garcilaso de la Vega

Eugenio de Bustos



A José Manuel Blecua



     Cuando me enfrenté con la siempre incierta, faena de elegir el objeto concreto de mi comunicación a las nobles tareas que nos han convocado en nombre del «exercicio» común y el amistad, tras un rápido repaso de la ya ingente bibliografía garcilasiana, me encontré ante buena copia de temas posibles y redescubrí hasta qué punto -pese a la abundancia y calidad de lo publicado- quedan por estudiar no pocos aspectos de la obra de nuestro poeta. Pero recordando la naturaleza de las Academias renacentistas, pensé que esta IV reunión podía ser momento propicio para intentar el asedio a dos cuestiones de diversa índole. Por un lado, para resolver una personal perplejidad ante la obra del caballero toledano; por otro, replantear un problema filológico de carácter general, que concierne a la reconstrucción de la lectura de nuestros clásicos en el Siglo de Oro y a la que hoy hacemos desde supuestos culturales distintos.

     Debo confesar de antemano que no he logrado conquistar tan codiciadas cuanto inexpugnables fortalezas. Mi perplejidad inicial sólo ha ganado en profundidad y las cuestiones filológicas se han complicado aún más de lo que ya lo eran al comenzar mi estudio. Sólo puedo ofrecer, pues, una gavilla de reflexiones hechas al hilo de la vuelta a unos textos que para mí son entrañables desde que los descubriera por un camino análogo al seguido por Sâ de Miranda. Si el poeta lusitano llegó a su conocimiento gracias al manuscrito que le regaló su fraternal amigo Antonio Pereira, mi fortuna vino de manos de quien, en las aulas del Instituto de Almería, entregaba su afán diario a descubrirnos no ya sólo la belleza sino la hondura humana que le da sentido y la hace más amable. Profesor salmanticense yo ahora -y sé bien cuánto debe mi vocación a aquellas lejanas clases- quisiera hacer, como era tradición en nuestro Estudio, una relectio de Garcilaso desde la concreta perspectiva lingüística de mi oficio académico.

     Es de todos bien sabido que Garcilaso constituye el paradigma poético de aquel «escribir como se habla» de Juan de Valdés que se considera eje diamantino de la norma o canon de la lengua literaria en el Renacimiento español. El propio poeta, en el prólogo a la traducción de Il Cortigiano hecha por Boscán, confirma el principio de la naturalidad y de la sencillez al destacar que uno de los grandes valores de aquella prosa consistía en «huir de la afetación sin dar consigo en ninguna sequedad, y con gran limpieza de estilo usó de términos muy cortesanos, y muy admitidos de los buenos oídos, y no nuevos ni al parecer desusados de la gente». Tal impresión ha sido comprobada -con la minuciosidad y rigor que caracterizan a sus trabajos- por Margherita Morreale demostrando que Boscán evita cuanto puede el latinismo y que su obra puede considerarse no sólo como una reacción frente a la lengua literaria del siglo XV sino como «un capítulo negativo en la historia del cultismo». Y no menos conocido es que, en el seno de la poesía de los Siglos de Oro, la obra de Garcilaso es considerada como dechado definitivo de tan difícil perfección y, aún más, como remedio -vacuna y antídoto- contra las -oscuridades barrocas. Remedio que, a las veces, se convierte en arma arrojadiza en la guerra que enfrenta a Quevedo con Góngora: el claro aroma garcilasiano aseguraba la victoria frente al hedor de Soledades y Polifemo.

     Sería ocioso detenerse en señalar cómo la crítica -con, alguna excepción más o menos interesada a la que aludiremos enseguida- ha venido repitiendo, sin ponerla en duda, tal afirmación, convertida ya en tópico tanto de manuales como de trabajos de investigación. Sin embargo -y aquí, la raíz de mi perplejidad- tal estereotipo estaba en contradicción con un hecho evidente. Si los poemas de Garcilaso de la Vega eran tan sencillos, tan diáfanos, tan inteligibles para el común de sus lectores, ¿cómo explicar que el Brocense publicase en vida cinco ediciones anotadas (1574, 1577, 1581, 1599 y 1800) y que Fernando de Herrera sintiese la necesidad de enmendar la plana al maestro salmanticense con sus Anotaciones de 1580? Y, aparte del número de ediciones -lo que es un indicio nada desdeñable-, ¿cómo explicar la ironía de que hace gala Cervantes al decir que, cuando el licenciado Vidriera parte para Italia, llevaba consigo un «Garcilaso sin comento»?. La única respuesta coherente que a tales interrogantes cabe dar es que los poemas garcilasianos presentaban no pocas dificultades; que los textos encerraban tantas complejidades que incitaban a maestro tan docto como el autor de la Minerva -autor también, no se olvide, de unos importantes comentarios al «oscuro» Juan de Mena que venían a desarrollar, ampliar, y profundizar la Glosa de las Trezientas del Comendador Griego, Hernán Núñez, publicadas en 1499- para poner todo su saber al servicio de una acabada comprensión de los textos. Y desde entonces... hasta los magistrales trabajos últimos de Elías Rivers y de Alberto Blecua, cuyo saber no he de ponderar porque hemos tenido ocasión de oirles en esta misma Academia.

     Claro está que las dificultades que presenta una lectura acabada de Garcilaso son de muy diverso tipo. Algunas corresponden al plano superficial de la mera fijación del texto escrito y de las cuales sólo mencionaré tres de diversa especie, resueltas por el Brocense. La primera, de simple separación de palabras y lectura de una letra confusa en el «ejemplar de mano que poseía: Así el verso 1582 de la Égloga II se transforma del texto erróneo del manuscrito «y contra aquella armada» en «y contra aquel la armaba»; error que me recordaba el de un opositor que confundió acaballo «acabarlo» con la locución adverbial a caballo con lo que resultaba imposible la comprensión de un famoso soneto clásico. Bien es verdad que esta anotación (B-210) era ociosa .para el lector de la primera edición --a acabada a 22 de marzo de 1543 «en la officina de Carles Amorós» de Barcelona- en cuyo fol. CCXXIIII encontramos «y contra aquel la armaba».

     La segunda se refiere también a la Égloga II cuyo verso 299, en el texto que el Brocense manejaba ofrecía la lectura «no aprovechaba alcanzar la cautela de muy difícil -por no decir imposible- aceptabilidad semántica en su contexto. En este caso, la lectura de la primera edición tampoco podía considerarse correcta: «no aprovechaba a lanar la cautela. De ahí el acierto del maestro Sánchez al afirmar en su nota 148: «Enmendé: al ánsar la cautelas. Y las Musas me sean adversas si no lo enmendé de ingenio, sin ayuda ni aviso de otra cosa. Después lo hallé en Sannazaro en la citada Prosa 8... Parece aludir a la historia del Capitolio Romano, cuando los ánsares descubrieron, que entraban los enemigos». No hay que decir hasta qué punto la corrección era exacta pues, además, devolvía al endecasílabo su sonoridad al recuperar el acento principal en sexta, sílaba.

     Por último, en ocasiones se trata sólo de añadir una letra olvidada tanto en el manuscrito del Brocense como en, la primera edición basándose en la fuente latina. Así acontece con el verso 1700 de la misma Égloga 11 que da motivo a la nota 219: «Y los grandes tropheos, y repuestos». Enmendé: Ya repuestos, como se dice en latín: Repositis trophaeis. Antes no se entendía este lugar por falta de una sola letra.

     Pero no debo detenerme en problemas de fijación del texto, ya resueltos en su inmensa mayoría -aunque todavía queden algunas dudas y discrepancias- y sobre los cuales he querido llamar la atención por dos razones. Para recordar, por una parte, que los textos que leían los españoles del siglo XVI no eran exactamente los mismos que hoy, tras ese proceso de depuración, podemos leer nosotros. Para advertir una vez más, por otra parte, sobre la ligereza con que, en ocasiones, todavía hoy se editan los textos clásicos haciendo oscuro lo que, con mayor cuidado crítico, era transparente.

     Quisiera, en cambio, dedicar el tiempo de que disponemos a llamar la atención de Vds. sobre algunos aspectos de las dificultades léxicas que los poemas de Garcilaso presentan. Acabo de recordar las palabras con que Garcilaso pondera que Boscán empleara «términos muy cortesanos, y muy admitidos de los buenos oídos, y no nuevos ni al parecer desusados de la gente, valoración que encaja perfectamente con el tópico valdesiano de raigambre horaciana de la claridad y la llaneza y la consiguiente consideración negativa de los cultismos. Y, sin embargo, no es menos cierto que Fernando de Herrera se fundamentaba en el comportamiento lingüístico del mismo Garcilaso para defender el cultismo como fuente creadora del nuevo léxico castellano:

    «Osó Garci-Lasso entremeter en la lengua y plática española muchas voces latinas, italianas y nuevas, y sucedióle bien esta osadía; y ¿temeremos nosotros traer al uso y ministerio de ella otras voces extrañas y nuevas, siendo limpias, propias, significantes, convenientes, magníficas, numerosas y de buen sonido y que sin ellas no se declara el pensamiento con una sola palabra? Apártese este rústico miedo de nuestro ánimo; sigamos el ejemplo de aquellos antiguos varones que enriquecieron el sermón romano con las voces griegas y peregrinas y con las bárbaras mismas; no seamos inicuos jueces contra nosotros, padeciendo pobreza de la habla» (1).

     No podemos detenernos ahora en subrayar que la contradicción entre Herrera y Valdés es más aparente que real; ni en las consecuencias de la doctrina que el poeta sevillano formula cuyos ecos resuenan siglos más tarde como en Feijoo. Nos ceñiremos al objeto estricto de esta «osadía» garcilasiana que presenta un entramado bastante más complejo del que normalmente se actualiza cuando empleamos el término cultismo. Como es imposible que en este momento les presente una teoría general acompañada de una coherente tipología de los cultismos, he seleccionado para el presente estudio tres clases concretas -bien conocidas por otro lado- que me parecen de especial relevancia para nuestro actual propósito.



Los cultismos léxicos

     El significado más superficial -y también el más tradicional de nuestros estudios- de la voz cultismo es de naturaleza diacrónica. Desde esta perspectiva, se consideran cultismos aquellos términos del léxico español que no han experimentado los cambios fonéticos propios de la evolución de nuestra lengua. Confía en que no se ofendan si recuerdo un ejemplo banal de esta acepción del vocablo: filial es cultismo frente al tradicional o popular hijo porque los cambios no se han producido en el primero, cosa que si ha ocurrido en el segundo. Mucho habría que decir sobre esta concepción, sobre todo si -como suele ser frecuente- se correlaciona con una oposición entre transmisión escrita frente a transmisión oral. Y tampoco sería ocioso hacer una serie de precisiones en torno a las relaciones entre tal comportamiento evolutivo y el análisis socio-cultural del uso en un momento histórico determinado. Aunque existe una coincidencia global, no faltan las contradicciones, ejemplo de las cuales tendríamos con la valoración actual de la palabra, raudo frente al testimonio de Juan de Valdés. Pero, para un primer acercamiento, me permitirán partir de esta consideración a la que, provisionalmente, especificaré con el sintagma cultismo léxico.

     Gracias a las inapreciables Concordancias de las obras poéticas en castellano de Garcilaso de la Vega recogidas por Eduardo Sarmiento sobre la edición de E. Rivers -libro que me parece no ha sido todo lo aprovechado que debiera-, podemos formular algunas precisiones que creo significativas a ese muchas voces de que hablaba Herrera. Si mis recuentos son exactos -y espero que, en todo caso, las diferencias posibles sean mínimas- aparecen en las concordancias 1430 entradas de estos cultismos léxicos que corresponden a 525 lexemas distintos tras agrupar no sólo las variantes gráficas sino las puramente morfológicas. En una primera estimación -necesitada, sin embargo de un ajuste ulterior que elimine las partículas gramaticales- el léxico culto representa -insisto en que sólo aproximadamente- entre un 20 y un 25% del total, índice cuyo valor significativo no podrá precisarse hasta que no poseamos recuentos, estadísticas y porcentajes semejantes de otros autores coetáneos, objetivo que espero no tarde demasiado tiempo en lograrse.

     Pero sí podemos hacer, y ello me parece relativamente importante, el estudio de la distribución de estos cultismos léxicos pues, indirectamente, ayudarían a aclarar las dudas que aún subsisten sobre la datación de algunos poemas, y, sobre todo, para penetrar en la dinámica interna del propio léxico de Garcilaso. Aunque los valores numéricos absolutos de las frecuencias deben manejarse siempre con precaución ya que en la presencia o ausencia, de determinados vocablos influyen factores de difícil control como son, por citar sólo dos ejemplos, el género del poema y el contenido semántico del mismo; pese a todo, creo que tiene un cierto valor mostrativo señalar que esas 1430 entradas se distribuyen, atendiendo al género de los poemas, del siguiente modo:

           Coplas 8          
Sonetos 177
Canciones 118
Elegías 215
Epístola a Boscán 24
Églogas 888

     Naturalmente tales cifras han de ser puestas en relación de modo inmediato con la extensión de los textos correspondientes. Si tenemos en cuenta el coeficiente que proporciona su relación con el número de versos -que es una magnitud de más fácil cálculo que el de las palabras-obtendremos los siguientes valores que expresan el número de cultismos por verso:

            Coplas 0'0930      
Sonetos 0'3160
Canciones 0'2460
Elegías 0'4300
Epístola a Boscán 0'2823
Églogas 0,3310

     Si precisamos un poco más los datos dentro de cada grupo genérico podemos llegar a algunos resultados no desdeñables. Dentro de los sonetos, por ejemplo, el conjunto formado por los que llevan los números 21 a 25 nos ofrece el coeficiente más alto de toda la obra garcilasiana con un valor de 0'5571; en cambio, el valor más bajo -menos de la mitad de la cifra anterior pues no alcanza sino al 0'2285- corresponde a los cinco primeros sonetos que son, precisamente, los de redacción más temprana. Dentro de las canciones, se destaca por su baja cota, la II -con un valor de 0'0684, que es inferior incluso a la media de las coplas-, en tanto que la V se sitúa en el 0'3909. Las dos elegías, en cambio, nos presentan una gran homogeneidad en el uso de los cultismos: 0'4104 la I y 0'4811 la II. Y, por fin, en el conjunto de las églogas, la de coeficiente más elevado es la II, con un valor análogo al de las elegías (0'4308), mientras que la I, -con un índice de 0'3087- se aproxima a la media de los sonetos. Debo añadir sin embargo, que en el seno de la ampia égloga II se pueden observar notables diferencias. A falta, de algunas correcciones y ajustes, puede afirmarse que el denominado «panegírico de la Casa de Alba» (vrs. 1154-1828) ofrece- el, coeficiente más elevado hecho que me parece en indudable relación con la heterogeneidad del contenido -ya destacada por Fernando de Herrera- y arguye en favor de la hipótesis formulada por Lapesa sobre el proceso de gestación de la obra. Pero de ello hablaremos en otra ocasión.

     Si consigo que Vds. me perdonen este intempestivo chaparrón de cifras, me gustaría invitarles a que relacionásemos estos coeficientes parciales con la cronología de los poemas, tema en el que las incertidumbres son aún numerosas. A pesar de las dudas, lo que hasta ahora sabemos permite afirmar, con rigor, que los coeficientes más altos corresponden al período comprendido entre 1533 y 1538. Dicho de otro modo: estamos en condiciones de asegurar que Garcilaso de la Vega fue intensificando el uso de los cultismos léxicos a lo largo de su producción literaria; y aún me atrevería a añadir que el punto de inflexión lo constituye la llegada a Nápoles, tras el destierro en la isla del Danubio a que hace referencia la Canción III. Para estimular la rica memoria, y sólo para eso, de quienes han frecuentado los estudios de Ma. Rosa Lida, de Oreste Macrí, de Dámaso Alonso... ¿no ocurre algo análogo -no idéntico, por supuesto- en la poesía de Juan de Mena, de Herrera, de Medrano y en la de Góngora? Prometo mostrar en otra ocasión cómo la evolución de sus léxicos cultos respectivos es estructuralmente semejante. Porque en Mena, en Herrera, en Medrano, en Góngora y tantos otros, nos encontrarnos ante procesos de acendramiento de sus personales lenguas poéticas.

     Pero quisiera atender también al plano de la lectura; esto es, al de la recepción que en su época tuvo esa lengua poética garcilasiana. Y ello me obliga a retomar el tema desde otro ángulo. No se me oculta -y mucho menos a Vds.- que, como hemos partido de un concepto superficial y exclusivamente historicista del cultismo, a estos datos no puede concedérseles sino un relativo valor -sólo muestran una tendencia-, en tanto no se realicen algunas matizaciones cualitativas. Tal tarea supone una depuración específicamente lingüística, de los datos numéricos anteriores que, a la altura de nuestros actuales conocimientos sobre la historia del léxico español, ha de ser necesariamente provisional. En este sentido, me parece absolutamente inexcusable tener en cuenta, en primer lugar, el concepto de «cultismo patrimonial o tradicional», acuñado por Yakov Malkiel, relativo a ciertos cultismos que aparecen ya incorporados a nuestra lengua desde fecha muy temprana. Porque, entre otras cosas, acontece efectivamente que estos cultismos patrimoniales alcanzan índices de frecuencia muy elevados análogos en muchos casos al de las palabras «populares». Y ello afecta de modo importante a la lectura de los textos.

     Por lo que atañe al casó concreto de los cultismos garcilasianos, me limitaré a señalar que de los veinte lexemas con una frecuencia superior a lo entradas en el corpus total, diecisiete son patrimoniales, atestiguados al menos desde el siglo XIII. Las tres excepciones son furor, miserable y ninfas. Según Corominas-Pascual, el primero de estos vocablos está atestiguado en Santillana y los otros dos en El Corbacho del Arcipreste de Talavera. Yo añadiría, por lo que luego diré, que Nebrija sólo recoge miserable, en tanto que los tres están recogidos por Alonso de Palencia en su Universal Vocabulario como puede comprobarse merced al «registro» de Hill, del que me gustaría recordar una advertencia muchas veces olvidada: «A veces, debido al método empleado por Palencia, resulta algo difícil precisar si emplea la voz como española o latina. De las aquí registradas muchas no son sino voces latinas vueltas al español, y bien se puede dudar que jamás hayan conseguido una existencia propia en el léxico español». Aunque no es éste el caso de las tres palabras mencionadas sí nos explica la distinta actitud entre nuestros dos primeros lexicógrafos. Valga una simple muestra: vulto, documentado en Mena, latinismo crudo entonces, aparece nada menos que en seis entradas del Universal Vocabulario; no aparece, en cambio, en el Vocabulario Español Latino, tampoco en Garcilaso.

     Pero no quiero cansarles llevando hasta sus últimos pormenores el análisis cuantitativo -provisional, insisto- de tales cultismos porque me parece preferible ahora destacar otro aspecto menos conocido del problema. Se trata, sencillamente, de que la frecuencia de estos vocablos está en muy estrecha relación con la presencia o carencia de connotaciones metalingüísticas. Me ceñiré a formular el principio -o, mejor, hipótesis- de que las connotaciones de este tipo están en relación directa con dos factores, familiares a quienes hayan trabajado en estadísticas lingüísticas: la frecuencia absoluta y el coeficiente de dispersión; esto es, la connotación es directamente proporcional a la frecuencia e inversa a la distribución. Valga un ejemplo ilustrador de lo que quiero decir tomado del léxico del propio Garcilaso. Para el lector actual resulta, imposible percibir connotaciones poéticas en la palabra progreso, generalizada merced al lenguaje político del siglo XIX, a través del cual -dicho sea de paso- ha adquirido el estereotipo positivo con el que hoy la empleamos. Pero esto no era así para un lector del siglo XVI: progresso -no registrado por Palencia ni por Nebrija- se documenta por primera vez en el verso 80 de la Elegía I, testimonio que no recogen Corominas-Pascual quienes sitúan la primera datación en 1580, con Herrera y Aldana. Y, curiosamente, el testimonio de Herrera -como ya recogía el Diccionario de Autoridades- aparece en, las Anotaciones a Garcilaso. Pues bien, aunque nadie ignora que toda primera documentación léxica debe llevar como atenuante un «que sepamos hasta ahora», no juzgo arriesgado afirmar que en la primera mitad del siglo XVI -al menos- progreso era un vocablo de estricto uso poético. Les ahorraré las contrapruebas que he encontrado de tal connotación -y aún de alguna otra- pues bien sé de la enfadosa prolijidad de las documentaciones léxicas. En todo caso me preguntaré con Vds. ¿no cambia sustancialmente la lectura de un texto cuando cambian las connotaciones metalingüísticas?

     En tanto no dispongamos de un mejor conocimiento del léxico español preclásico, el punto de partida obligado de nuestros análisis tienen que ser el Vocabulario Español Latino de Nebrija (conferido con su Diccionario Latino-español) y el Universal Vocabulario de Alonso de Palencia entre los que existen notables diferencias respecto a la recepción de los cultismos como señalé en mi comunicación del año pasado y he recordado hoy. Reduciéndome al primero de ellos para no agotar su paciencia, tendré el atrevimiento de ofrecerles algún dato numérico más. Si descontamos los nombres propios -que no aparecen incluidos por sistema- en el Vocabulario Español-Latino y que en Garcilaso presentan el especial problema estadístico de que a los no documentados habría que añadir las no pocas perífrasis que emplea como sinónimos -resulta que de los 465 cultismos léxicos documentados en Garcilaso, 195 (esto es, un 41'93 %) no aparecen en Nebrija. Un rápido muestreo permite afirmar que buena parte de los que faltan en Nebrija están -atestiguados en el siglo XV, preferentemente en Mena, Santillana, Arcipreste de Talavera o La Celestina y, lo que resulta aun más llamativo, de los 195 ausentes en Nebrija, 107 aparecen en el «registro» de Palencia (es decir, el porcentaje se reduce ahora al 18'92 %) en un rápido recuento que quizás sea preciso confirmar aunque no alterará lo esencial de los datos. Desde esta perspectiva, podrían establecerse las «novedades léxicas» que aporta la poesía de Garcilaso, asunto al que aludiré después; ahora quisiera insistir en la fuerte connotación de voces no documentadas antes, que sepamos, como destino, inexorable, mirto, pío y otros numerosos ejemplos que podrían citarse.

     Quisiera añadir, además, que la simple documentación anterior de buena parte de estos cultismos no es prueba suficiente para presumir que habían alcanzado difusión, perdiendo con ella su valor connotativo para un lector del siglo XVI. Permítaseme aducir un solo ejemplo fundado en los comentaristas clásicos de Garcilaso que escriben, no lo olvidemos, para un público culto. Aunque la palabra ebúrnea ya está documentada en Mena y en La Celestina, el Brocense consideró conveniente explicar su significado al señalar la fuente virgiliana -y en definitiva homérica del sintagma ebúrnea puerta del verso 117 de la Égloga II: «Ebúrnea es de marfil» (B-118). Y Fernando de Herrera, no del todo satisfecho por tan lacónica explicación, y quizás también con ansias de emulación, amplía las noticias sobre las fuentes literaria del texto y precisa el contenido semántico del vocablo -«ebúrnea que es de marfil denso y frágil» (H-512)- para aclarar el valor simbólico del sintagma en cuestión. Contraprueba segura de lo que afirmo me parece un dato al que no se ha prestado toda la atención que merecían las estimulantes observaciones de Dámaso Alonso. Así, por ejemplo, de las 41 voces cultas que Barahona de Soto utiliza como palabras «clave» -esto es, cargadas de la máxima connotación- en su conocido soneto «contra un poeta que usaba mucho de estas voces», 20 están documentadas en Garcilaso y otras 4 ofrecen variantes morfosemánticas.

     Para terminar este ya largo excurso sobre los cultismos léxicos, les invitaría a que se preguntaran conmigo hasta qué punto estos valores connotativos contribuyeron a la introducción de tales neologismos.



Los cultismos semánticos

     A todas estas innovaciones léxicas es necesario añadir un no pequeño ni irrelevante conjunto de formas a las que solemos referirnos bajo la rúbrica de cultismos semánticos, denominación acaso preferible a la de cultismos de acepción que utilizó nuestro común maestro en su Lengua poética de Góngora, raíz de todos los estudios sobre el cultismo literario en español.

     Como nadie ignora -ya aparecen aludidos, en 1851, por el carmelita descalzo Fr. Gerónimo de San José dentro de los recursos neológicos de la lengua- tales cultismos son resultados de un particular proceso de calco semántico: una palabra -quizás mejor, un significante- de un idioma adquiere un significado nuevo por influencia de la polisemia del vocablo correspondiente en otra lengua. En el caso concreto que nos ocupa, se trata de recobrar una acepción que poseía el étimo de la voz española y que ésta no había conservado. Desde esta consideración, Rafael Lapesa, en diversos trabajos, ha recogido un buen número de ellos empleados por Garcilaso: «animoso viento», «impetuoso», (ya anotado por el Brocense con el sentido de «soplador», de origen virgiliano); «verso numeroso», «armónico»; «importuno dolor», «penoso, grave»; diverso «separado, apartado»; grave, «pesado»; declinar, «descender», etc... Alvar y Mariner han contribuido a la lista, con algunos ejemplos y, en fin, los modernos editores- anotadores de Garcilaso -especialmente Elías Rivers -nos ofrecen frecuentes y- valiosas observaciones: estudio, «empeño, dedicación»; curiosidad «artificio»; distinta, «adornada», etc, etc... Con todo, quedan no pocos casos por señalar y, sobre todo, el propio concepto reclama una revisión en la que quisiera detenerme unos momentos.

     En todos estos trabaos, y aun en otros sobre autores de los siglos XV y XVI que podrían aducirse, nos encontramos ante observaciones aisladas, no sistemáticas, que obvian en cierta medida el fondo del problema. Entiéndase que no formulo una crítica fácil -a la que, en cualquier caso, me sentiría sometido- porque todos sabemos hasta qué punto no se ha prestado suficiente atención al plano semántico en nuestros estudios lingüísticos. Si, como he señalado antes, todavía queda muchísimo por hacer en cuanto a la recogida y datación del léxico, la tarea pendiente en el estudio de la historia particular y relativa de las diversas acepciones de las voces es realmente inmensa, apenas está iniciada. En dirección a ese objetivo, tal vez sólo podamos avanzar, por ahora, con un humilde acarreo de datos concretos, cuya acumulación permita elaborar estudios de conjunto.

     Como contribución a ese deseable desarrollo quisiera invitarles a que consideren la insuficiencia del concepto de cultismo semántico -un tanto mecanicista, por otro dado- que venimos manejando. Concepto que me parece excesivamente pobre, en principio por dos clases de razones de distinta índole: histórico-cultural, una; teórica, la otra.

     Por un lado, la realidad lingüística que denominamos latín es extraordinariamente compleja y los préstamos, tanto léxicos como semánticos, que de él ha tomado el español así lo reflejan, en ocasiones. Ya María Rosa Lida señaló ejemplarmente la necesidad de discernir entre los préstamos tomados del latín clásico y los procedentes de sus varios usos medievales: científico, eclesiástico o cancilleresco. Pero aun dentro del mismo latín clásico, también, conviene distinguir niveles diferentes. Pues bien, la mayoría de los cultismos semánticos que hemos podido documentar en Garcilaso proceden de la lengua poética -Virgilio, Horacio y Ovidio sobre todos- entendida como un todo homogéneo y ejemplar. Perspectiva entre cuyas consecuencias destacaremos ahora solamente dos:

     a) El mero hecho de que una palabra apareciera en los modelos clásico le otorgaba la condición de poética aun cuando, en una consideración más estricta y dentro del propio latín, no tuviese tal naturaleza y se tratase de uno de los arcaísmos, vulgarismos o rusticismos que no faltan en los poetas latinos.

     b) Buena parte de los cultismos semánticos nos remiten a usos figurados, sobre todo metafóricos, de las voces latinas. Y ello acontece no sólo con los casos de mera «recuperación» de un significado olvidado; también lo podemos documentar en la distribución de las acepciones-de un cultismo léxico. Permítanme que aduzca un solo ejemplo de cada tipo.

     La voz avena, en el sentido de «planta o grano de un cereal determinado» se encuentra documentada, al menos desde Berceo, y así es recogida por nuestros primeros lexicógrafos: Nebrija, A. de Palencia y los autores incluídos en el Tesoro Lexicográfico de S. Gili Gaya. Próximo a esta acepción es la de «avena loca» o «ballueca» documentada en la Edad Media -aparece en el Arcipreste de Hita que recuerde en este momento- que encontramos actualizada en el v. 301 de la Égloga I de Garcilaso: «la infelice avena. Pero en el v. 1159 de la Égloga II -ni el avena / ni la çampoña suena»- aparece en el contexto de una invocación a ninfas, faunos, sátiros y silvanos en el que sólo puede ser entendida como Instrumento musical rústico pastoril («flauta» precisa el Diccionario de Autoridades en relación con un texto de Villamedianal que tuvo uso propio en la poesía posterior. Macrí y Kossoff la recogen para Herrera: Fr. Luis de León la emplea en su traducción de la Ecl. VII de Virgilio, en el verso 38 que Menéndez Pelayo calificaba de «muy bien traducido, en contexto en el que también aparece zampoña. Y, en fin pues no pretendo agotar las documentaciones, también la encontramos en Góngora. No debo callar, sin embargo, que aun cuando este empleo metonímico está claramente documentado como poético en latín (Virgilio, Tibulo, Propercio y Ovidio), también lo encontramos en italiano con el mismo carácter; esto es, que posiblemente nos encontramos -aunque no aluda a ella Terlingen- ante la influencia conjunta de los poetas latinos e italianos -entre los que sólo mencionaré a Sannazaro como autor en que se puede registrar la misma acepción- que constituían los modelos imitados en la lengua poética, de nuestros escritores renacentistas.

     Algo más complejo es el caso del cultismo léxico acerbo introducido en el primer tercio del siglo XV de manos de Don Enrique de Villena; procede del latín acerbus que poseía dos significados básicos: uno que gira en torno a «agrio, áspero, amargo» referido preferentemente al sabor de las frutas (y por extensión, «inacabado», «inmaduro»), y otro al parecer de origen metafórico «cruel, riguroso, implacable» que se aplicaba a la esfera de lo humano. Ahora bien, si examinamos la documentación que nos ofrece el Diccionario Histórico de la Real Academia, esta segunda acepción aparece -durante los siglos XV y XVI- siempre en textos poéticos (Santillana, Cancionero General de 1511, Garcilaso, Herrera...), en tanto que la primera -algo más tardía en su introducción- es propia de la prosa científica: Lobera de Avila, Andrés Laguna, Juanelo Turriano... Añadiré que el vocablo no aparece en Nebrija, ni en Alonso de Palencia, ni los lexicógrafos reunidos por Gili Gaya en su Tesoro Lexicográfico, salvo Franciosini, aluden a la acepción metafórica; Covarrubias (s. v. azedo) incluye sólo el sentido «recto» de «agrio».

     Pero, una vez más, junto al posible latinismo semántico es preciso tener en cuenta la concurrencia del italiano. En el sentido figurado del vocablo la documentación italiana es abundantísima: Dante, Petrarca, Boccaccio, Alberti, Giovanni Calvacanti, Lorenzo de Medici, Poliziano, Miguel Ángel, Guicciardini, Tasso, Bandello, etc., entre la que no parece ocioso destacar un ejemplo de Petrarca -«tua morte acerbo»- porque actualiza dos sentidos «cruel» y «prematura», con los que jugará Góngora («su fin ya que no acerbo, no maduro», ed. Foulché-Delbosc, II, 352). Como es natural, las tres ocurrencias del vocablo en Garcilaso (Égloga II, vv. 679, 1249 y 1489) pertenecen al plano del uso figurado y califican, respectivamente, a dolor, hado y a la mano del lugarteniente de Atila, Julio o Giula, tirano ejecutor de Santa Ursula, según la noticia que nos da Herrera en su anotación 707.

     Parece, pues, conveniente que, cuando hablemos de cultismos semánticos, nos esforcemos por precisar el nivel de uso en que se produce el fenómeno. Acerbo distribuye sus acepciones en los siglos XVI-XVII -al menos de modo general -en un cultismo semántico literario y otro científico que pueden tener orígenes distintos, cosa que en este caso concreto me parece algo más que probable. Me inclino a pensar que el uso literario, poético, procede del italiano en tanto que el científico arranca del latín -recuérdese la persistencia de éste como lengua de la ciencia-; pero no puede excluir la posible concurrencia de los dos modelos.

     En efecto, al estudiar los cultismos semánticos de la lengua literaria renacentista, es muy difícil discernir (al menos lo es para mí) si se trata de calcos del latín o del italiano, lengua en la que se habían conservado acepciones perdidas en castellano. En algunos casos, lo que sucede es que el italiano del Renacimiento se anticipa al español en un mismo proceso de calco a partir de una fuente latina común. Un problema análogo ya ha sido formulado en torno a los cultismos léxicos y morfológicos -entre otros por mi fraternal compañero J. A. Pascual- pero adquiere especial complejidad en el caso de los cultismos semánticos porque no se trata sólo -como veremos enseguida- de la presencia o ausencia de acepciones más o menos emparentadas, sino de la articulación de rasgos semánticos que se ordenan o jerarquizan a partir de valores culturales. Lo que quisiera proponerles ahora es que ampliemos el concepto de cultismo incluyendo en él los préstamos o calcos del italiano cuando nos referimos a la lengua literaria del siglo XVI y, en parte, también de los siglos XV y XVII.

     El otro aspecto en que el concepto resulta insuficiente atañe a la teoría semántica que subyace a su definición más común. Sucede, en efecto, que reduce la complejidad del significado a un sólo plano -todo lo importante que se quiera, pero sólo uno-, el de la denotación e ignora o deja al margen otros no menos relevantes como el del estereotipo y el de la connotación. No voy a detenerme en subrayar la importancia de las funciones apelativa y expresiva tienen para la lengua literaria en general y para la de Garcilaso en particular. Todos Vds. conocen sobradamente cómo el Renacimiento supone un nuevo sistema axiológico y una nueva visión del mundo que se expresan y transmiten, precisamente, gracias a esas dos funciones generales del lenguaje. Una mínima coherencia científica nos obliga, pues, a postular que junto a los cultismos semánticos denotativos -a los que propiamente correspondería la expresión «cultismos de acepción»- existen los cultismos de estereotipo y los cultismos connotativos. Ignorar su existencia -a veces íntimamente asociada a la denotación y, en ocasiones, causa de los cambios que en ella se producen- supone, además, renunciar a un más cabal entendimiento y a una más ajustada explicación de los hechos.

     Una vez más tendré que pedirles licencia para detenerme en la ejemplificación, tanto más necesaria cuanto puede resultar novedoso el postulado que acabo de formular. Por lo que concierne al plano de la función apelativa o pragmática, a los valores que los estereotipos transmiten, me gustaría mostrar una tipología lo más completa posible. Obvias razones de tiempo me obligan a señalar sólo alguno de ellos.

     Verdad repetida hasta la saciedad es la afirmación, de que el Renacimiento propone a la sociedad española del quinientos un nuevo arquetipo humano que tiene su formulación más explícita en El Cortesano de Castiglione. No parece preciso entretenerse en la historia de este italianismo exhaustivamente analizado por Margherita Morreale ni en la ulterior depreciación del término. Ahora bien, una de las cualidades propias del nuevo canon fue expresada con la palabra ingenio, cuya historia puede ilustrar bien uno de los tipos de cultismo pragmático o de estereotipo.

     El español medieval conocía las formas popular engeño y semiculta, engenio que, con algunas variantes gráficas, podemos documentar en dos acepciones distintas: una referente al mundo intelectual y otra a ciertas máquinas de guerra. En el primer sentido, las formas aparecen ya en el siglo XIII con cierta frecuencia: Calila, Primera Crónica General [«salió muy fremoso de cuerpo et de cara et de muy buen engenno», c. 817], Poema de Aiexandre, Libro de Buen Amor, Lucanor, etc... A partir de la segunda mitad del siglo XV, estas formas coexisten con ingenio que tardará un siglo en imponerse. El Vocabulario Español-Latino de Nebrija recoge las dos familias de formas e iguala engeño «naturaleza» con ingenio «fuerza natural» y engeñoso con ingenioso; en cambio Alonso de Palencia, más proclive al latinismo, sólo registra ingenio. Pero todavía Juan de Valdés [Diálogo, ed. Castalia, p. 122] señala que algunos emplean el arcaísmo, al que califica de voz grossera, y su preferencia por ingenio.

     Ahora bien, esta preferencia por la forma culta, y la consiguiente eliminación de las formas medievales, está ligada a una modificación semántica que, en principio, no atañe estrictamente a la denotación aunque acabe influyendo en ella también. Efectivamente, ya en los textos de la Crónica General o del Alexandre aparece con la denotación de «fuera natural» o «natural sabidoria» que constituye el núcleo de las definiciones dadas por Alonso de Palencia y Nebrija y que reencontramos en Herrera y aun en el Tesoro de Covarrubias. Lo que verdaderamente cambia es el valor que al ingenio se le da dentro de ese ideal humano renacentista y consiguientemente al término que lo expresa dentro del campo de la valoración intelectual, que en el caso de Garcilaso no coincide exactamente con el estudiado por Ramón Trujillo para el período 1500-1700, bien es verdad que nuestro amigo confiesa no haber atendido suficientemente la etapa 1500-1550. Valor positivo muy superior al que hoy le otorgamos que condiciona su combinatoria contextual y que explica tanto la extraordinaria frecuencia del vocablo en el siglo XVI -de «asombrosa» la califica Trujillo- cuanto la aparición de las anotaciones 628 y 629 de Herrera a los versos 948-9 de la Égloga II cuyo sentido, a primera y aun a segunda lectura, se escapa al lector moderno. En ellas Herrera contrapone ingenio a genio entendiendo éste en el estricto sentido que tenía el latín genius -«dios particular de cada hombre que velaba por él desde su nacimiento»- aunque nuestro docto sevillano lo pone en relación, además, con el pensamiento agente de Aristóteles igualado aquí con el genio platónico. Pero todavía muy lejos de su sentido y valor actual, extendido en español por influencia francesa a partir de fines del siglo XVIII que ha contribuido a la depreciación de ingenio.

     En Garcilaso de la Vega, ingenio es el término más frecuente del campo, con diez ocurrencias que se documentan en textos posteriores a 1533 -recordemos, período en el que se acentúa el uso de cultismos léxicos- y aparecen, lo que es más significativo aún, en contextos en los que es patente la valoración positiva de la cualidad. Así ocurre en la dedicatoria de la Égloga III a Da. María Ossorio de quien quiere «celebrar tu hermosura, tu ingenio, tu valor», o en la ponderación de las cualidades innatas del joven Fernando Álvarez de Toledo (v. 1306 de la Égloga II). Creo importante añadir que esta capacidad o habilidad innata «por la qual somos dispuestos a las operaciones peregrinas y a la noticia sotil de las cosas altas», como dice Herrera, se manifiesta con tres notas destacables. Por un lado, una restricción a esas «cosas altas» pues según la advertencia de López de Gómara en su Historia General de las Indias -que indirectamente corrobora, Covarrubias- aún los hombres más agudos y curiosos «no pueden llegar con su ingenio y propio entendimiento a las obras maravillosas que la sabiduría divina misteriosamente hizo»; esto es, el ingenio se mueve en el mundo estrictamente humano, laico. Por otro, el vocablo aparece en inmediata relación con el dominio de la lengua en el hablar y en el escribir: bien sea por la obligación que el poeta siente, como todo «ingenio peregrino», de «celebrar lo digno de memoria» (Egl. I, 29-42) ; bien de confortar con sus palabras al amigo entristecido por la muerte de su hermano: «provar si me bastasse / el ingenio a escrivirte algún consuelo» (Elegía, I, v. 8) ; bien se trate del mantenimiento de la capacidad expresiva, discursiva, a pesar de la locura en que ha caído Albanio: «El curso acostumbrado del ingenio / aunque le falte el genio que lo mueva, / con la fuga que lleva, corre un poco...» (Egl. II, 948-50); o bien al encanto del lenguaje de fray Severo, de ingenio tanto que la ribera del Tormes «nunca se harta d'escuchar su canto» (Egl. II, 1059-el). Capacidad y competencia idiomática que no consiste ni en la modalidad coloquial burlesca que parece sugerir Alonso de Palencia unidas a cortesano y cortesanía, ni tampoco en la elocuencia retórica -aprendida por arte, y de ahí artificiosa- sino en le, naturalidad y llaneza del decir: «más a las veces son mejor oýdos / el puro ingenio y lengua casi muda / ... que la curiosidad del eloqüente» (Egl. III. vv. 45 y ss). Por último, anotaré que esta sencillez en la expresión lingüística se produce en un contexto de situación particularmente propicio. Si Juan Ruiz ya había tomado de boca de «un philosopho» la sentencia «pesar y tristeza el engeño enbota» (estr. 1518 b), Garcilaso añade que tampoco el placer lo favorece. Pero entre ambos extremos,

«a vezes sigo un agradable medio
honesto y reposado, en que el discurso
del gusto y del ingenio se exercita»
Epístola a Boscán, w. 25-7).

     Esto es, en los momentos más plenamente horacianos de la vida de un cortesano aparece el ingenio ejercitándose en una reflexión sobre la amistad que unía a nuestros dos primeros poetas renacentistas. Me pregunto -sólo me pregunto- hasta qué punto esta valoración y cultivo del ingenio no está en la raíz última de la que brota, como género literario nuevo, el diálogo renacentista. En cualquier caso, espero haberles mostrado que el estereotipo de ingenio, de origen culto en la época del emperador Carlos, es claramente distinto del que tenía en la Edad Media y distinto también -pero su estudio sería otra historia- del que tiene en nuestros días.

     En algunos casos acontece que la palabra conserva su estereotipo tradicional, pero en coexistencia alternativa, con otro de origen culto que parece ser propio del lenguaje literario. Tal estereotipo culto determina una específica combinatoria contextual que puede sorprendernos en un momento determinado aunque quiero curarme en salud recordando lo fragmentario e incompleto que todavía es nuestro conocimiento del léxico medieval, y clásico, sobre todo en estos aspectos del significado. Con esta cautela, cabe señalar que el verbo sufrir -documentado desde el Poema de Mio Çid y Berceo- posee en la lengua general un estereotipo negativo responsable de que su complemento directo haya de pertenecer -salvo usos irónicos- a la clase de lo no deseable (calamidades, daños, penas, castigos, enfermedades, dificultades, incomodidades, etc.) y así aparece recogido en das definiciones del Diccionario de Autoridades. Aunque en el léxico medieval podamos encontrar algún caso de estereotipo neutro (por ej. en Çid, 1786: «La tienda dos tendales la sufren») lo cierto es que domina absolutamente el valor negativo, que también es patente en las formas derivadas. De los nueve casos que podemos documentar en Garcilaso, siete conservan tal carácter, en los otros dos no aparece. Así en el texto de la Égloga II v. 144.

«...verdad es esso
quando el mal sufre cura, mi Salicio,
mas éste a penetrado hasta el huesso».

sufrir aparece combinado con un término positivamente marcado. En Égloga I, 345 nos encontramos con la combinación con un término neutro en un endecasílabo que acumula los cultismos semánticos:

«el desigual dolor no suffre modo; no me podrán quitar el dolorido
sentir si ya del todo
primero no me quitan el sentido».

en el que desigual responde al sentido de «excesivo» que Rivers señala en Jorge Manrique y Kossoff en Herrera (o bien «cruel, malévola» por antonimia con igual «benévolo, favorable», documentado por Mª. Rosa Lida en Mena y por Macrí y Kossoff en Herrera, de raigambre virgiliana) y modo es «medida» o «límite». Lo que nos llevaría a corregir las interpretaciones de Navarro Tomás («Dolor tan grande que no puede soportarse en modo alguno»), Rivers («El dolor, siendo más fuerte que cualquier freno moral, no permite modulación [modo] alguno») o la más reciente de Labandeira («el dolor desproporcionado a mis fuerzas no permite la moderación») por otra que me parece más sencilla y congruente con el contenido de los versos siguientes: «el excesivo dolor no tiene (o admite) límite». En ambos textos parece claro que, como ocurría en latín, la restricción selectiva sobre el complemento de sufrir no exigía la presencia de un estereotipo negativo. Lo curioso es que, como sucede con tantos otros aspectos del cultismo, el fenómeno se intensifica notablemente en la poesía de Herrera: de las 152 ocurrencias de sufrir recogidas por Kossoff en su Vocabulario, 138 presentan el mismo carácter y, por consiguiente, están más cerca de «admitir», «permitir» que de «padecer» como puede comprobarse en «no sufre la fortuna nuestra / que intente tanto bien» (Elegía I, 85).

     Terreno no menos movedizo es el de las connotaciones, tanto por la imprecisión del concepto en sí dentro de la lingüística cuanto porque en ellas se implican aspectos subjetivos, individuales, que responden a una particular experiencia del mundo, con otros no menos subjetivos si se quiere pero interpersonales o colectivos. No es éste el momento para esbozar una teoría de la connotación y para nuestro propósito bastará, de momento, con que coincidamos en que el conjunto de experiencias que una comunidad tiene del mundo -entre las cuales está el uso del propio idioma- y la evocación de las mismas a través del lenguaje constituye uno de los factores básicos de la cultura de un pueblo. Si ello es así, se entenderá que la plena asimilación del Renacimiento supone, entre otros efectos, la adquisición de una muy extensa serie de connotaciones que respondían a la cultura latina -y aún a la italiana- y no a la española. Desde esta perspectiva tal vez se comprenda mejor una de las diferencias fundamentales entre la lengua literaria -y más concretamente poética del siglo XV- y la que Garcilaso representa. Incluso tengo la sospecha -ya que no certidumbre- de que a la adopción de estereotipos -valores- y connotaciones -experiencias- de tradición clásica, se debe la difusión de no pocos cultismos léxicos considerados «innecesarios» por una lexicografía casi exclusivamente denotativa. Pero el examen de tan sugestivos temas nos alejaría de nuestro propósito y debo limitarme a señalar cómo en la poesía de Garcilaso encontramos con relativa frecuencia palabras españolas cargadas de connotaciones propias del latín y no del castellano; es decir, abundan relativamente en ella los cultismos connotativos.

     Es bien conocida la pobreza que el campo léxico de las flores tiene en la lengua poética, de nuestro autor, pobreza tanto más llamativa si la comparamos con la abundancia que encontramos en Fernando de Herrera, por citar sólo un ejemplo inmediato. Tres son las voces que el toledano emplea: açucena, rosa y viola; aludiré del modo más breve que me sea posible a las dos últimas.

     Aunque Corominas-Pascual consideran que se trata de un semicultismo por la no diptongación de la o breve, pienso que rosa es voz tradicional, documentada desde Berceo en quien alguna vez aparece, en pareja, con lilio como paradigma de belleza: «Non quiero otra. suegra sinon la Gloriosa / Que más fermosa fue que nin lilio nin rosa» (Soria, 28 d). En Garcilaso encontramos también un valor paradigmático análogo pues la belleza de la tez viene dada por la conjunción de rosa y açucena en las tres ocasiones en que aparece esta última voz. Pero ahora nos interesan en particular las connotaciones que rosa tiene en sus poemas de modo más específico: dos de ellas parecen tener especial relieve.

     Una corresponde al campo del color y temo rozar la impertinencia aludiendo a que las rosas ofrecen una varia gama en la que el tono más frecuente es el rosa como Pero Grullo enseña y los lexicógrafos corroboran recogiendo dos acepciones correspondientes al nombre de la flor y al nombre del color. Sin embargo, en la poesía garcilasiana -en los casos en que el color es pertinente- las connotaciones cromáticas de la palabra se reducen a una sola de las posibles que, además, es puesta de relieve por medio de la anteposición del adjetivo: colorada rosa (Égloga I, 103) y purpúreas rosas (Égloga III 222), adjetivo éste que tanto éxito había de tener en la poesía posterior. A estos dos ejemplos puede añadirse el de Elegía I, 122 por la tonalidad que el contexto presupone: «...no está acompañada / de la color de rosa que solía / con la blanca açucena ser mesclada / porque'l calor templado que encendía / la blanca, nieve de tu rostro puro, / robado ya la muerte te lo avía». Frente a ellos sólo encontramos unas rosas blancas -ahora con adjetivo pospuesto- que, enseguida, se «tornavan con su sangre coloradas» (Égloga III, 183-4). Pienso que este último pasaje nos orienta de modo inequívoco hacia la fuente concreta de tal connotación, pues como observan el Brocense y Herrera (B-75 y 241, H-805), la rosa es flor consagrada a Venus cuyo color rojo alude a la historia de sus amores con Adonis, muerto por los celos de Marte disfrazado de jabalí. Aunque la mayoría de las versiones del mito coinciden en que las rosas blancas se tiñeron de rojo con la sangre de Venus, herida en el pie por las espinas, Garcilaso atribuye el nuevo color a la sangre de Adonis siguiendo, en opinión de Herrera, el Idilio 23 de Teócrito. Sea ésta u otra la versión inspiradora del texto garcilasiano, el hecho de que a la rosa se le atribuya color rojo (colorada, purpúrea y aun encendida) de modo paradigmático -esto es, excluyendo otras posibilidades- responde a una clara influencia del mito clásico. En el que no faltan, además, connotaciones secundarias muy apropiadas al lenguaje lírica que no examinaremos ahora aunque no falta alguna alusión en Covarrubias.

     Otra connotación de rosa que puede sorprender al lector de nuestros días es la que actualiza Garcilaso al escribir a labor que entreteje la ninfa Nise en a Égloga III: la rosa y las exequias funerales. Como Vds. recuerdan, aparecen en el tapiz unas diosas silvestres con «cestillos blancos de purpúreas rosas / las quales esparziendo derramaran / sobre una nympha muerta que lloravan». Garcilaso no hace sino trasponer a las poéticas exequias de Elisa una antigua costumbre clásica que llegó a institucionalizarse e incluso alcanzó manifestación específica en el léxico latino en el que encontramos formas como Rosalía (neutro plural) «fiesta en que se colocaban rosas sobre las tumbas» y rosatio «acción de echar flores sobre las tumbas». Costumbre a la que no aluden ni Herrera ni el Brocense, pero sí Tamayo de Vargas en su nota 158 repleta de erudición. A la vista de ello no me parece aventurado sospechar que no es casual ni semánticamente irrelevante el hecho de que en las descripciones de las muertes de don Bernaldino de Toledo (Elegía 1) y de su padre don García (Égloga 1) estén presentes las rosas marcando en su color la huida de la vida. Pero no se le oculta tampoco a nadie que en esa presencia se entrecruzan otros factores como, por citar sólo uno, el que ambos miembros de la familia amiga murieran en plena juventud.

     He seleccionado estas dos connotaciones, como ejemplos de hasta qué extremo la asimilación de la cultura clásica se manifiesta en la lengua de Garcilaso. Pero claro está que rosa ofrece en el español renacentista otras varias connotaciones. Algunas de ellas también fíe origen culto como ha mostrado Me. Rosa. Lida a propósito de lecho de rosas en que rosa llega a convertirse en sinónimo de placer. Otras rastreables desde la literatura medieval como la ya aludida a propósito de su asociación con lirio o azucena. Pero aun en este sentido debe notarse que en Garcilaso el referente de su conjunción es tanto la tez masculina como la femenina y ello no deja de ser singular en nuestra tradición idiomática.

     La segunda de las voces qué quería analizar presenta, sin duda, problemas más complejos porque en el uso de viola se entrecruzan aspectos muy heterogéneos. Recordaré el único contexto en que la palabra aparece: Garcilaso explica a Da. Violante Sanseverino el triste estado en que se encuentra su amigo el capitán Galeota:

«y cómo por tí sola,
por tu gran valor y hermosura,
convertido en viola,
llora su desventura
el miserable amante en tu figura»

     Como, ya señal El Brocense, el uso de viola, parece motivado por el nombre no mencionado de la «blanda musa», gracias a una mera asociación fonética (Violante-viola) que adquiere consistencia semántica, en virtud de la emblemática -nótese el significado de figura «emblema» apuntado por Wilson- característica de fines de la Edad Media que perdura en el siglo XVI, tantas veces basada en el juego etimológico con los significantes de los nombres propios: si hemos de creer a Covarrubias, Violante sería un compuesto de origen griego «flor de la viola». Un mecanismo análogo encontramos en la estrofa siguiente: el apellido del enamorado capitán aparece asociado con galeote (bien que de Venus) al decir Garcilaso que «está muriendo vivo, / al remo condenado, / en la concha de Venus amarrado». Y aun habría que añadir el mismo título latino de esta canción V, Ode ad florem Gnidi, en que nuestro poeta juega con la semejanza acústica entre el nombre del elegante barrio napolitano («il seggio di Gnido», según el Brocense, o de Nido en opinión de Herrera) y el de la ciudad de Gnido, consagrada a la diosa Venus como testimonian, entre otros, Horacio en la Oda XXX del Lib. I («¡O Venus poderosa / de Gnido y de Papho reina esclarecida» en la versión de Fr. Luis de León) y Plinio en el cap. 5 del Lib. XXXVII de su Historia Natural. En el templo de Gnido se encontraba la famosísima Afrodita de Praxiteles, tan admirada por Plinio, una de cuyas copias romanas más conocidas había colocado Julio II no hacía mucho tiempo en el Museo Vaticano. Y todo ello enmarcado en el topos mitológico de los desdenes de Venus y los celos de Marte.

     Sin duda, el mero juego con los significantes -«conjetura muy flaca, y de poco fundamento» para Herrera-, añadido al valor emblemático sería mas que suficiente para explicar la presencia de viola en este poema aunque a algún anotador le haya despistado la homonimia con viola «vihuela» en su interpretación del v. 28. Pero el estudio del vocablo ofrece otros aspectos semánticos que tal vez no deban ser ignorados si pretendemos apurar nuestro conocimiento del texto.

     En primer lugar señalaremos que, como ocurre con frecuencia en las nomenclaturas de las flores, la denotación del lat. viola era bastante imprecisa y más que a una especie concreta parece designar a un género de plantas y flores, imprecisión que se encuentra también en el italiano renacentista. Algo semejante debía ocurrir en castellano a pesar de que Nebrija y Alonso de Palencia establecen la equivalencia entre el lat. viola y el galicismo violeta, introducido en el siglo XIV. Por lo que al color concierne, como rasgo identificador, las flores del género viola, y aun las mismas violetas, ofrecen tres tonos distintos como ya señalaba Polibio (purpúreas, amarillas y blancas) y, en parte, repite Alonso de Palencia («528 d. Viola. violeta, es yerua de suaue olor y hay dellas tres linaies colorada quermesí y blanquezina»). No parece posible, pues, aceptar la opinión de Wilson sobre la incompatibilidad del pallor horaciano con la viola que le impulsó -apoyado en algún diccionario al que podría añadirse el latino de Oxford- a interpretar viola como «alhelí», opinión compartida por Kossoff. Pienso que no merece la pena esforzarse ahora por la identificación, del referente concreto de viola. No importa tanto saber si Garcilaso se refiere a la violeta, el pensamiento (viola tricolor, it. viola del pensiero), el alhelí o incluso el jazmín amarillo pues no estamos frente a un texto botánico. En realidad nos encontramos ante un fenómeno semejante al que hemos apuntado a propósito de rosa, intensificando en este caso por la ambigüedad de la denotación, ambigüedad que coloca, en el primer plano significativo a las connotaciones de viola.

     Como ha mostrado Antonio Vilanova, el vocablo viola, a través de una larga tradición, había adquirido en la poesía greco-latina unas connotaciones específicas en que lo amoroso y lo cromático se entrecruzan. Lo mismo acontece en la literatura italiana, al menos desde Petrarca. En cambio, tal entramado no es observable en los escasos ejemplos que de viola y violeta hemos podido documentar en nuestra lengua con anterioridad a Garcilaso. Dentro de esa tradición clásica, e italiana, dos valores significativos distintos parecen corresponder a viola según el color con que aparezca, especificada. Por no ser pertinente para nuestro texto dejaremos al margen el valor de viola negra que tiene posible origen en Teócrito, fuente latina más inmediata en Virgilio. (Égloga X, en un verso que, curiosamente, no tradujo fr. Luis de León: «Et nigrae violae sunt, et vaccinia nigra») y que encontramos en España en el Polifemo de Góngora, precisamente en un contexto en que viola, Gnido y la entrega amorosa de Acis y Galatea se encuentran reunidos. Para lo que a nuestro texto importa, recordaremos que en su anotación 50 el Brocense ya aludió como fuente de este pasaje de la canción V al verso horaciano «Nec tinctus viola pallor amantium» (Oda 10 del Lib. 3) al que el maestro salmantino añadía el texto de Sannazaro «Quivi viole tinte di amorosa pallideza». Efectivamente el verso de Horacio dejó abundantes ecos en la poesía italiana y Vilanova ha mostrado ejemplos de Petrarca tan claros como «s'un pallor di viola e d'amor tinto» (Canz., CCXXIV) o «amorosette e pallide viole» (Id. CLXXII). Claro está que pueden multiplicare las referencias clásicas e italianas en que viola y palidez del amante están íntimamente asociadas pero no he de acumular erudición de fácil acceso. Espero que Vds. compartan conmigo la idea de que viola tiene un valor esencialmente connotativo en el texto de Garcilaso y que tal valor, adquirido en la tradición poética, clásico-renacentista, consistía en la recíproca evocación del amante pálido y el pálido color de la flor.

     Sin pretensión alguna de elevar a categoría lo que por ahora no es más que un reducido conjunto de hechos circunscritos a una época concreta, permítaseme expresar la sospecha de que ciertos cambios semánticos tienen su origen en alteraciones de la estructura interna del significado de los vocablos en que se producen; esto es, en las relaciones establecidas entre denotación, connotación y estereotipo. Concedo que viola nos ofrece un caso extremo por su ya señalada ambigüedad denotativa que coloca en un primer plano a las connotaciones, condición que permite explicar -al menos en parte no despreciable- el uso exclusivamente literario del vocablo, cosa que no sucede con violeta. Pero en otros muchos casos de los que me ocuparé más adelante, las connotaciones adquiridas en la tradición poética clásica dan origen a nuevas denotaciones, a valores simbólicos incluso, y constituyen la raíz de una imaginería verbal cuyo desconocimiento es un pesado lastre para alcanzar una acabada lectura de nuestros clásicos. Sin duda por eso mismo la destrucción del lenguaje renacentista se efectúa, en ocasiones, dentro de la literatura barroca mediante la sustitución de las connotaciones propias de la tradición artística por las que la palabra tiene en el uso más coloquial o familiar.

     Frente a los dos tipos que acabamos de estudiare, los cultismos denotativos, o si se quiere de acepción, presentan menores dificultades en cuanto a su reconocimiento y estudio. En una lectura medianamente atenta se descubren con cierta facilidad algunas asociaciones sintagmáticas insólitas que nos obligan a suponer que uno de los términos en juego está empleado con una acepción nueva, no deducible de las que usualmente tiene. Normalmente basta con la comprobación inmediata de si en latín o en italiano existía un sentido semejante para caracterizarlo como cultismo semántico. Tal es el punto de partida de no pocos de los «comentos» que los textos de Garcilaso han recibido desde el Brocense hasta nuestros días por lo que sólo mencionaré algunos casos que han escapado a la curiosidad diligente de los anotadores o que han sido no bien interpretados en mi opinión.

     En espuma cana (Egl. II, 1637) Garcilaso inaugura un uso poético que tendrá gran éxito en la poesía posterior: el empleo de cano «blanco brillante», referido a cosas, que era normal en latín y que no se encuentra en los ejemplos que conocemos hasta ahora de la lengua medieval. En infelice avena «ballueca» de la Egl. I, 301, el adjetivo está usado con la acepción de «esteril, improductiva» que era frecuente en latín. Al comienzo de la Epístola a Boscán, Garcilaso señala que gracias a su estrecha amistad no «será menester buscar estilo / presto, distinto d'ornamento puro / tal cual a culta epístola conviene» (v.v. 5-7), pasaje que ha suscitado varias anotaciones, algunas de ellas contradictorias. La interpretación parece sencilla si tenemos en cuenta que, por un lado, si bien Garcilaso emplea presto normalmente con el sentido de «rápido», «fácil» como anota Rivers aquí tiene el sentido no desconocido en latín de «distinguido, aventajado, elevado,

superior», conservado en el español culto prestancia y, por otro que distinto vale tanto como «engalanado, adornado, matizado» (cf. la estambre... distinta de Égloga III, 113 que Labandeira lee «desteñida») con claro antecedente en el distinctus sermo de Ovidio o en el ciceroniano pocula gemmis distincta. De ahí que leamos «no será menester buscar estilo elevado, engalanado de ornamento puro ....» búsqueda a la que el propio poeta denomina «curiosa pesadumbre» en el verso 11. D. García de Toledo aparece luchando en la trágica jornada de Gelves que se relata en la Égloga II, y en medio de la lucha, el guerrero «dañava la tardança floxa, inerte» (v. 1235) en que encontramos la acepción «condenar, criticar, maldecir» del latín damnare; y, poco más adelante, la bravura de tan «fiero moço» (con un epíteto propio de Marte) causa estragos en los enemigos que le cercan: «Unos en bruto lago de su sangre /.../ la cabeca partida rebolcavan» (vv. 1242-44) que remite bruto a una de sus acepciones italianas («maléfico, horroroso») como el bruto vicio (Égloga II, 1854) recuerda «vil, vergonzoso», acepciones ambas no documentadas antes en castellano ni, al parecer, posibles en latín. Los ejemplos pueden multiplicarse pero no me detendré en ellos porque quisiera reclamar su atención sobre un par de aspectos que creo dignos de consideración.

     El primero de ellos se refiere a la frecuencia con que las nuevas acepciones se introducen en sintagmas más o menos consagrados por el uso literario que nuestros renacentistas toman como modelo. En este sentido debo señalar que, si extremásemos el rigor de nuestro atenimiento a los hechos, tal vez tendríamos que hablar de la existencia de un muy amplio grupo de cultismos sintagmáticos -o de consociaciones cultas si adoptamos un término de Sperber para evitar confusiones- que no son, sino fragmentos del discurso poético clásico o renacentista, en parte de los cuales se puede documentar un calco semántico del latín o del italiano. Quiero decir con ello que el sintagma robusta encina (Égloga II, 53), en la que no hay ningún cultismo semántico pero secuencia tópica de la literatura latina e italiana que ya notó el Brocense, no me parece menos culta que diversos montes (Son. XV) que el mismo maestro salmantino corrigió en desiertos montes por no ver el sentido latino de «lejanos, alejados del lugar donde se producen las «quexas y lamentos», o que reduzir a la memoria (Son. XXXIII, 5) con reducir «volver a traer» (cf. lat. reducere in memoriam) o que llama licenciosa -con cambio en la posición del adjetivo-, pero tomado del Orlando de Ariosto: licenziosa fiamma desata las alabanzas de Herrera, tan pacato en otras ocasiones, sobre el adjetivo: «voz alta, sinificante, rotunda, armoniosa, propria, bien compuesta, de buen assiento i de sonido eroico, i dina de ser mui usada...» (Anot. 185).

     El segundo concierne primordialmente a la difusión de los cultismos y, en consecuencia, a la valoración del lector actual. Con relativa frecuencia acontece que la evolución lingüística ulterior a la introducción de un vocablo ha popularizado o generalizado algunas de sus acepciones en tanto que otras han quedado relegadas al plano de lo literario o han desaparecido casi por completo. Seleccionaré solo un caso capaz de mostrar la complejidad semántica que puede alcanzar la adopción por vía culta de estas voces polisémicas.

     Confieso que en mi primer recuento de los cultismos léxicos de Garcilaso se me escapó la palabra modo introducida a fines de la Edad Media (no aparece en Nebrija, sí en Alonso de Palencia y aun antes en el Arcipreste de Talavera) que rápidamente se generalizó en la 4ª de las acepciones del Diccionario de la Academia: «forma», «manera». En Garcilaso la palabra ofrece nueve documentaciones, todas ellas en las Églogas I y II -una y ocho respectivamente- de las que solo cinco corresponden inequívocamente a tal acepción. Como ya hemos indicado antes, en el caso del verso 348 de la Égloga I significa «medida, límite» y es curioso que Garcilaso lo emplee así en una de sus odas latinas. En Egl. II, 1158 tiene el sentido de «melodía», propio del latín, que se había mantenido como tecnicismo en la terminología musical: «modos... pastoriles» son, pues, «melodías bucólicas» si no queremos perder el específico valor que pastoril tiene en las Églogas de Garcilaso. En Egl. II, 1450 («la fama... le sinificava en modo y gesto») puede entenderse bien como «voz», bien como «música» si atendemos a la representación plástica, -tan frecuente por otro lado en Garcilaso- de la fama que advierte al Gran Duque de Alba (y al propio Garcilaso su compañero en ese momento) la conveniencia de apresurarse en su viaje a Ratisbona. Y, en fin, el verso 1385 de Egl. Il, («con atentados modos se movía») acepta, el significado más común y también el de «movimiento» como ha sugerido Echenique.



Los cultismos semiológicos

     Me permito proponerles el empleo de esta denominación para referirme a una extensa y varia clase de hechos lingüísticos cuyo rasgo común y definidor consiste en que las relaciones entre los signos (simples o complejos) y sus referentes han sido establecidas dentro de la cultura clásica. Sólo instalándose en ella se descubren las motivaciones semánticas de tales signos y, con ellas, las claves que nos permiten interpretar sus significados y valores. No se trata, pues, de la adopción de un vocablo latino aun cuando, a veces, se produzca. tal hecho también; ni de un calco semántico en sentido estricto, aunque pueda aparecer acompañando al fenómeno que nos interesa. En unos casos afecta a las relaciones internas entre los componentes del signo lingüístico; en otras, a su articulación en unidades superiores de sentido inteligible; en ciertos casos, a las significaciones «segundas» que las palabras transmiten porque las entidades a las que se refieren han adquirido valor simbólico merced a su uso social; en todos, a la perspectiva desde la que una comunidad idiomática efectúa la acción de significar.

     Tal vez un ejemplo concreto de nuestra propia historia lingüística ayude a concretar lo que quiero decir. Todos recordamos la abundante tinta que no pocos cervantófilos han consumido en aclarar el significado de los tan traídos y llevados duelos y quebrantos que don Quijote comía los sábados. Pero quizás no se haya llamado la atención suficientemente sobre el valor semiológico que semejante comida en tan determinado día tenía cuando Cervantes escribe la epopeya de su héroe. Sólo desde la perspectiva de una sociedad dominada por la obsesión de la limpieza de sangre, por el prejuicio sospechoso contra los cristianos nuevos, tal expresión adquiere pleno y exacto sentido. La misma obsesión, que llevó a la voz marrano a significar «judío» y a Quevedo a defender sus versos de la mordacidad -nunca más etimológico su sentido- de Góngora untándonos con tocino. Pero no acabaríamos nunca, si nos entretuviéramos en sólo enumerar ejemplos concretos de las consecuencias lingüísticas de este factor de la cultura -o incultura- española de los siglos XVI y XVII. Espero que los mencionados sean bastantes para precisar el sentido en que empleo «semiológico» como adjetivo especificador de «cultismo».

     No es necesario advertir que la cultura española se ha constituido, en medida sustancial, sobre la clásica por lo que en ella permanecen, con mayor o menor transparencia, valores semiológicos acuñados en latín, lengua que, por otra parte, ha coexistido con el castellano durante siglos gozando de un especial prestigio socio-cultural. Sin embargo, pocos españoles que no sean filólogos reconocerán de modo inmediato la presencia de la diosa del amor y de la belleza en viernes o en venera. De ahí que cuando nuestros médicos humanistas llamaron venérea a una enfermedad tabú por su proceso normal de propagación, adoptan un cultismo semiológico que motiva semánticamente al vocablo nuevo. Desde este particular enfoque, la recuperación de la cultura greco-latina es un proceso lento, gradual en un doble sentido. Por un lado, parece iniciarse en la lengua literaria desde donde se extiende con ritmo acelerado -en parte gracias a la aparición y desarrollo de la imprenta- a otros ámbitos lingüísticos. Por otro, dentro de la misma literatura se puede observar una progresiva asimilación: comienza en el siglo XV como mera reproducción de formas expresivas latinas -consideradas superiores por el simple hecho de serlo- pero empleadas desde un sistema de valores que todavía es medieval en sus ejes fundamentales y no culmina plenamente hasta la segunda mitad del XVI. Baste comparar la versión del Beatus ille horaciano en la Comedieta de Ponça del Marqués con la que entona Salicio en la Égloga II y con la definitiva asunción y recreación del tema en la hondura humana que representa la oda A la vida retirada de fr. Luis de León.

     Las manifestaciones que estos cultismos tienen en las poesías de Garcilaso son de muy diverso tipo. Sin pretensión alguna de establecer un catálogo exhaustivo de sus formas, señalaré sólo las que presentan una mayor frecuencia o tienen algún, relieve particular desde el punto de vista que hemos adoptado. Pero sí quisiera advertir que se trata de una primera aproximación al tema y que abundan los casos en que unos tipos se imbrican en otros.

     1) La forma más simple, sin duda, consiste en la transformación en apelativos de nombres propios de personajes históricos o mitológicos de la Antigüedad. Normalmente el proceso se inicia a través de una antonomasia de tipo bien conocido: «ser otro Marte en guerra, en corte Phebo» (Egl. II, 1190) pasándose después al pleno valor sustantivo como ocurre en Egl. II, 911-2 en que Phebo significa, «el sol»: «assí Phebo nunca, tus frescas ondas escaliente», uso que ya encontramos con anterioridad, por ejemplo en Juan de Mena, Laberinto, 169 a, 268 a.

     Como era lógico suponer, gran parte de estas transformaciones se habían producido ya en latín, o en griego, y la única huella que de ello queda en el texto castellano es el empleo de la mayúscula o del género gramatical. Así sucede con Filomena «ruiseñor» (Egl. I, 231 y II, 235 y 1147) ya empleada como apelativo poético por Virgilio y cuyo mito narra Ovidio en. el lib. VI de las Metamorfosis si bien es verdad que de él hay distintas versiones en parte recogidas por Herrera en su Anotación 474. No deja de ser curioso que la fábula de Terco, violador de su casta cuñada Philomela esté aludida en la copla 7 de la Coronación y en la estrofa 103 del Laberinto de Mena aunque desde la perspectiva de la terrible venganza que la ofendida y su hermana Prone tomaron del rey de Tracia y no se mencione la conversión de ambas en ruiseñor y golondrina respectivamente.

     Un caso curioso y relativamente frecuente nos ofrece el sustantivo eco que Corominas-Pascual derivan del lat. echo (gr. ´if). A la vista de la documentación que hasta ahora conocemos resulta evidente que el étimo del neologismo castellano del XVI es el nombre de la ninfa enamorada de Narciso cuya historia cuenta Ovidio en el lib. III de las Metamorfosis. Ahora bien, como quiera que en griego este nombre procede del sust. ´if y del verbo ´igf (cosa ya señalada por Herrera y repetida por Covarrubias) nos encontraríamos ante un proceso del tipo nombre apelativo -> propio -> apelativo que, por otro lado, se repite en otros casos como el de cisne y Cygno. En Garcilaso encontramos el nombre propio de la ninfa en una referencia contextual al propio mito: «Ecco sola me muestra ser piadosa; / respondiéndome, prueva conortarme / como quien conoció mal tar importuno» (Egl. II, 598).

     Pero no siempre el proceso se ha consolidado, ni siquiera en la lengua literaria como sucede en el caso de Filomena. Para referirse al Polo Norte poseía el latín dos helenismos: Arctos «la Osa Mayor el norte» y Callisto nombre de la bellísima (que eso quiere decir como recuerda Covarrubias) hija de Lycaón transformada en osa por odio de Juno y colocada en el cielo por Júpiter. De acuerdo con la anotación 82 del Brocense, el último verso de la Elegía I procede directamente de Ariosto (Canto 3, XVII, 6) y en él se juega con los dos helenismos mencionados: «desde'l Antártico a Calisto». Que sepamos apenas hay restos de este uso: sólo encontramos un ejemplo en Pérez del Castillo, recogido en el Diccionario Histórico de la Real Academia abandonado tras la guerra civil; Covarrubias recoge la voz pero sin aludir a su significado castellano.

     2) Un segundo tipo nos lo proporcionan aquellos sustantivos que adoptan un nuevo significado por vía connotativa al aparecer asociado su referente con un suceso histórico o mítico. Adquieren entonces un valor simbólico que hoy puede resultar más o menos transparente en función de la popularidad que haya alcanzado el mito.

     Bien conocido es el amplio desarrollo que tienen los valores simbólicos atribuidos a las plantas por esta causa y la complejidad extraordinaria que en algunos casos ofrecen al entrecruzarse bien porque la misma planta aparece vinculada con más de un mito, bien porque a un mismo personaje se asocian varias plantas. Esta semiología llegó a difundirse de tal modo que Covarrubias en su Tesoro incluye numerosísimas referencias a ella, hasta el punto de que estoy persuadido de que manejó fructuosamente los comentos del Brocense y Herrera. Así, por ej., s.v. arrayán menciona las relaciones encina-Júpiter, laurel- Apolo, oliva -Minerva, álamo- Hercules y también las hermanas de Faetón, yedra- Baco, arrayán- Venus y ciprés Plutón. Y recuérdese, en otro plano, la importancia que este mundo vegetal tiene en los Emblemas de Alciato.

     Por lo que a nuestro poeta concierne, recordaré sólo la conocida octava de Tirreno (Égloga 111, 353-60), traducción casi exacta de los v.v. 61-64 de la Égloga VII de Virgilio que también cita en parte Covarrubias en el lugar antes mencionado. No podemos detenernos en las eruditas disquisiciones botánicas de Herrera sobre la más exacta traducción del virgiliano populus. Recordaré tan sólo que este álamo de Alcides era también símbolo del amor fraterno pues las Eliades, en ellos convertidas, lloraban la muerte de Faetón a orillas del Erídano. Garcilaso da por consabidos mito y símbolo en dos lugares distintos: en el Soneto XII, v. 13 «aquellas plantas conocidas» no son sino estos álamos y en la Elegía I (v.v. 44-53) donde el III Duque de Alba llora la muerte de su hermano repitiendo su nombre por la ribera de Trápana «no de otra manera» que Lampetia.

     Laurel tiene un larga tradición mantenida a lo largo de la Edad Media como símbolo de la victoria. Pero el Renacimiento aporta algún matiz específico dentro de su desarrollo como el que encontramos en el v. 1698 de la Égloga II: Las galeras en que vuelve Fernando Álvarez de Toledo de la jornada de Viena llegan a Barcelona «con coronas de lauro» según la antigua costumbre reflejada en Virgilio, Ovidio y Propercio como recuerda Herrera (Anot. 744). Por otro lado, a través del mito de Dafne y Apolo -al que ya había aludido Mena en la copla 49 de la Coronación- que Garcilaso recoge en el soneto XIII y en la Égloga III laurel adquiere un doble valor simbólico. Uno correspondiente a la poesía de que Apolo es Dios si bien Herrera (Anot. 430) especifica que el laurel es propio de la poesía heroica en tanto que la hiedra lo es de la pastoril. Observación que no es impertinente porque el propio Garcilaso emplea la distinción en la dedicatoria de la Égloga I a D. Pedro de Toledo su protector y amigo: «el árbol de victoria... dé lugar a la yedra» es tanto como «sustituyamos ahora la poesía heroica por la pastoril». Y otro valor simbólico, mucho más raro, referido al desdén femenino del que Dafne -otra vez la motivación del nombre propio pues en griego laurel es daphne- es paradigma.

     Aunque el predominio de las alusiones mitológicas es absoluto, no faltan otras que tienen su origen en el mundo de lo real, de lo cotidiano si bien es verdad que llegan a nuestros poetas a través de su formulación literaria clásica. Citaré tan sólo el caso de dos símbolos amorosos: el de la parra abrazada al olmo y el de la hiedra trepadora que Garcilaso recoge de la poesía latina, sobre todo Virgilio como prueba de modo concluyente Herrera (Anotación 455). Garcilaso-Salicio emplea tales símbolos para expresar el dolor que siente al saber casada a Isabel-Galatea: «viendo mi amada, yedra, / de mi arrancada, en otro muro asida, / y mi parra en otro olmo entretexida» (Égloga I, 135-7).

     3) En el tercer tipo incluimos las perífrasis fundadas en referencias al mundo clásico. En una primera aproximación, creemos posible distribuir tales referencias en tres grupos.

     a) Referencias a nombres propios de persona basadas en alguna circunstancia de su biografía, literaria. Son, sin duda, las más frecuentes y no pocas de ellas tienen claros precedentes en la poesía culta del siglo XV. Se destacan por su número las correspondientes a las Musas: las Piérides (Egl. I, 236), «las moradoras de Pindo» (Elegia I, 14), «aquellas nueve lumbres» (Egl. II, 1285), «Apolo y las hermanas todas nueve» (Egl. III, 29) y aún podría añadirse el denominar a una docta dama -Da. María de Cardona- «décima moradora del Parnaso» (Soneto XXIV, 2) siguiendo una costumbre clásica que anotan el Brocense (27), Fernando de Herrera (139) y Tamayo de Vargas (28).

     Una de las fórmulas más sencillas, repetida hasta la saciedad, es la referencia a Cupido a través de su presentación iconográfica. El tópico se renueva en cierta medida por la contraposición que el poeta establece entre él mismo, guerrero en la plenitud de su vida, armado y prevenido, y el niño ciego y desnudo al que se rinde. De este modo da noticia, a Boscán de su desconocido amor napolitano en el Soneto XXVIII:

«Sabed que'en mi perfetta edad y armado,
con mis ojos abiertos, m'he rendido
al niño que sabéys, ciego y desnudo».

     Otras perífrasis responden al desarrollo interno de fábulas muy difundidas como las de Orfeo, de karo, de Faetón, tan conocidas que el Brocense «por ser vulgares no las cuento» (B-141). Hoy resultan tan ininteligibles para la mayoría de nuestros estudiantes que es preciso aclararles textos como la referencia a Icaro en la perífrasis del Soneto XII: «aquel que con las alas derretidas, / cayendo, fama y nombre el mar a dado». Y no digamos nada de la sorpresa con que descubren el juego etimológico que Garcilaso utiliza con cisne - Cygno a través de la fábula de Faetón en la Égloga II, 302-4:

«ni al blanco cisne qu'en las aguas mora
por no morir como Phaetón en fuego,
del qual el triste caso canta, y llora».

     No faltan tampoco las perífrasis referentes a autores clásicos del tipo «el mantuano Tytero» (Egl. I, 173-4) basada en la identificación entre Virgilio y el pastor principal de su primera Égloga; identificación que era ya tópica en época, latina y que en Italia había renovado Sannazaro.

     b) Respecto de los topónimos es bien conocida la identificación Nápoles-Parténope que se desarrolla perifrásticamente al comienzo de la Elegia II -en relación con el soneto XII- al comunicar a Boscán «D'aquí iremos a ver de la Serena / la patria, que bien muestra ayer- ya sido / de ocio y d'amor antiguamente llena». Este aquí tiene como antecedente la ciudad de Trápani, nombrada también con otra perífrasis más compleja: «donde del buen troyano / Anchises con eterno nombre y vida / conserva la ceniza el Mantuano», a la que dedica Herrera su extensa Anotación 356.

     Aunque no tenga origen clásico sino cristiano y se inspire -como en tantas ocasiones- en la pintura, no menos culta nos parece, y por ello digna de ser mencionada, la extensa perífrasis con que Garcilaso se refiere a la ciudad de Colonia (Égloga II, v.v. 1481-1490) a través del martirio de Santa Ursula del que hace breve resumen Herrera en su nota 705.

     c) Menos frecuentes y quizás por ello más llamativas son las perífrasis que sustituyen a sustantivos comunes. Así, por citar sólo un ejemplo, parto es substituido por «el duro trance de Lucina» (Egl. I, 371), perífrasis a la que Herrera dedica su anotación 492 buscando la concreta determinación mitológica de Lucina aunque el contexto indica muy claramente que Garcilaso la identifica con Diana.

     Aun más raro es encontrar perífrasis referentes a una realidad del presente histórico por medio de alusiones de carácter mitológico. Así acontece en el soneto XVI donde el ruido de la artillería, y los arcabuces es aquel fiero rüydo contraecho / d'aquel que para Júpiter fue hecho / por manos de Vulcano artificiosas cuyas posibles fuentes italianas señalan el Brocense y Herrera el cual la califica, de «hermosa perífrasis».

     4) También tiene raigambre clásica la articulación de numerosos sintagmas cuya aceptabilidad y comprensión presupone una atribución de cualidades que, a primera vista, parecen insólitas en la cultura española. Mencionaré sólo tres casos que se encuentran acumulados en los vs. 296-307 de la Égloga II, al final de la extensa serie de tercetos venatorios de Albanio. Se trata de cuatro aves a una de las cuales -el cisne- ya me he referido hace poco. Las otras tres son

     la grulla «con su mano aleada / haziendo la noturna centinela» secuencia explicada por Herrera (Anotación 538) sobre la, base de las noticias que encuentra en Eliano y Polibio acerca de la costumbre que tales aves tienen de coger una pedrezuela con una de sus patas de modo que el ruido producido al caer ésta las despertase en el caso de ser vencidas por el sueño.

     Más concretamente ahincada en la historia legendaria de Roma es la referencia a los ánsares identificados con las ocas capitolinas:

«No aprovechava al ánsar la cautela
ni ser siempre sagaz descubridora
de noturnos engaños con su vela»

terceto al que dedican sendas y eruditas notas Sánchez de las Brozas, Herrera y Tamayo de Vargas.

     Y aun más sorprendente resultará la pregunta retórica que Albanio dirige a la «perdiz cuytada»:

«¿piensas luego
que en huyendo del techo estás segura?»

cuyo sentido nos aclaran el Brocense (149) y Herrera (541) recurriendo a la fábula contada en las Metamorfosis de Ovidio del criado de Dédalo que descubrió la sierra «y Dédalo, de imbidia de tan buena invención, le echó de una torre abaxo; y agora las perdizes, por miedo de la cada, hazen nido en el suelo, huyendo de los techos».

     5) Señalaremos, por último, la frecuente documentación que nos ofrecen las referencias a los adagia clásicos que el humanismo renacentista había valorado hasta, el extremo y, con ello, nuestro propio refranero tradicional considerado como modelo de buen castellano por Juan de Valdés. Quizás por esta razón; entre otras, no faltan en Garcilaso alusiones a refranes hispánicos como el que encontramos en Egl. II, 355: «un amigo... que ha llegado / de bien acuchillado a ser maestro» o el mencionado en II, 383: «que no es malo / tener al pie del palo [horca] quien se duela / del mal», debidamente anotados por el Brocense y el último de los cuales merece un duro juicio de Herrera: «metáfora sacada de lugar umilde i odioso» (Anotación 550).

     Claro está que a veces los anotadores extreman su diligencia y atribuyen a modelos latinos alusiones que pueden tener como origen un adagio o un refrán. Así nos parece que ocurre con «como d'un dolor otro s'empieza» (Égloga II, 494) que el maestro Sánchez relaciona con «Malis mala succedunt» y «Bien vengas mal, si vienes solo» (B-159) en tanto que Herrera. (Anot. 563) solo menciona el epigrama 72 de Marcial.

     Hay casos sin, embargo, en que se da una general coincidencia al afirmar la fuente latina del dicho. Citaré solo el vaso de la facilidad con que el hombre sano da consejos al doliente (Egl. III, 398-400) cuya fuente terenciana viene señalándose desde el Brocense a Lapesa: «facile omnes quum valemus, recta consilia aegrotis damus» (Andria, II, i, a). En otros, en fin, la identidad léxica es tan patente que no deja la menor duda sobre su origen. Así el clásico «ne digitum quidem» se refleja en dos pasajes garcilasianos: «no puedo... / acumular en la miseria un dedo» (Elegía II, 114), y «no puedo... / mover el paso un dedo» (Égloga II, 368).

     No ignoro que no acaban aquí los cultismos semiológicos de Garcilaso; he mencionado sólo aquellos tipos que más directamente están relacionados con el plano de la lingüística. Pero no tengo la menor duda de que el mismo tipo de análisis puede aplicarse a elementos cuyo estudio excede a mi limitada competencia y conciernen de forma más directa al campo literario, aun cuado los límites entre ambos dominios, como sucede casi siempre, sean más fluidos y permeables de lo que nuestra deformación profesional permite reconocer con demasiada frecuencia. Espero que compartan la idea de que también es un cultismo semiológico el tipo de /pastor/ en el que se encarnan las diversas voces del propio Garcilaso de la Vega. Y que también es cultismo la adopción del canto amebeo en todo el final de la Égloga III. Y que es cultismo el recurso y la estructura de la descripción de la urna del sacro y viejo Tormes en la que fr. Severo ve esculpidas las glorias de la Casa de Alba. Y que es cultismo, en fin, presentar a Fernando Alvarez de Toledo llorando la muerte de su hermano por las riberas de Trápana... Clara conciencia de ello tenían los comentadores clásicos en cuyas anotaciones -en buena parte de ellas- está implícita, cuando no expresa, esta idea.

     Aunque me he esforzado en destacar la importancia que el cultismo tiene en la lengua poética de Garcilaso de la Vega, mucho me temo no haberles convencido del todo. Sospecho que Vds., no sin buenas razones, estarán repitiendo en su interior la frase que la tradición atribuye a Galileo en situación mucho más grave y comprometida: Eppur si muove. Con gusto les confesaré que también yo me la he repetido es más de una ocasión a lo largo de las horas de vigilia que he dedicado a su estudio porque mi oficio de filólogo todavía -dejadme esta esperanza- no ha llegado a deformarme hasta el extremo de hacerme olvidar del todo mi anterior y primaria condición de lector. ¿Cómo explicar la contradicción entre la impresión del lector y la convicción del filólogo, patente desde el Brocense y Herrera?

     Creo que a tal interrogante puede darse una respuesta cumplida; si no absolutamente satisfactoria, al menos razonable. La aparente naturalidad y sencillez de esta lengua poética obedece a dos clases de razones, en buena parte complementarias aunque de diversa índole. Unas conciernen a la perspectiva del lector; otras, a la del autor.

     A falta de más científicas y alquitaradas razones, recordaré el elemental principio de que la sencillez o la dificultad está en íntima relación con el nivel de exigencia desde el que nos situamos frente al texto. Hay poemas y autores -Garcilaso es ejemplar modelo de ello- en que es posible una lectura superficial porque, en principio, podemos dar un sentido plausible -por elemental que sea- a su discurso poético sin necesidad de detenernos en una reflexión de índole metalingüística. Las razones de que así ocurra son muy heterogéneas y de complejidad diversa; no haremos aquí su catálogo aunque me referiré enseguida a algunas. Ahora quiero llamar la atención sobre el hecho de que tales lecturas se autosatisfacen con un contenido genérico, impreciso, aproximado del contenido semántico que el texto posee. Permítaseme un elemental ejemplo que he podido contrastar empíricamente: muy pocos lectores actuales tropiezan con el vocablo rueda que, al parecer, no plantea ningún problema de comprensión. Pues bien, ninguna de las cuatro ocurrencias que la palabra tiene en los poemas de Garcilaso corresponde a la significación más mostrenca, común y genérica. En la Égloga I (v. 400) equivale a «esfera» y, especificada por el ordinal «la tercera rueda», no es sino «la esfera celeste consagrada a Venus» (Cfr. Herrera, Anotación 496), trasposición que encontramos antes en Juan de Mena (Laberinto, estr. 100-115) aunque el cielo en que Nemoroso sueña pasear con Elisa poco tenga que ver con el círculo dantesco del cordobés. En la Canción V (v. 17) y en la Égloga II (v. 1684), rueda es metonimia por «carros triunfales» y, en fin, las altas ruedas de la Égloga III (v. 216) son las azudas o norias que elevaban las aguas del Tajo. Tras la palabra rueda «no nueva ni al parecer desusada de la gente», ¡cuánta novedad semántica que escapa al lector desprevenido!

     Pero quizás sea más interesante para nuestro propósito la segunda de las clases enunciadas. La aparente naturalidad y sencillez, entendida con Marichal como una «voluntad de estilo», responde a una muy depurada técnica, estilística con la que se manejan estos cultismos léxicos, semánticos y semiológicos. Recordaré y completaré algún recurso ya señalado y apuntaré otros menos conocidos que, en mi opinión, forman parte importante de tal técnica.

     Sin duda alguna, el más conocido es el de la parsimonia con que Garcilaso emplea los cultismos en contraste con la acumulación o repetición excesiva en otros escritores como todos sabemos desde que Dámaso Alonso señaló la intensificación propia de la poesía gongorina. Pero no será inconveniente que maticemos esta afirmación general, al menos en dos aspectos. Por un lado y recogiendo algo ya mencionado, que el empleo de los cultismos de las tres clases señaladas aumenta progresivamente y alcanza su mayor frecuencia en los últimos tres años de la vida del poeta. Anteriormente he sugerido que ello obedecía a un proceso de acendramiento de la lengua poética personal, proceso que podemos encontrar en no pocos de nuestros autores clásicos. Quizás debamos completar nuestra aseveración buscando algunas de las causas específicas que tiene en el caso de Garcilaso. Me aventuraré a decir que una de ellas se encuentra en la crisis interior del guerrero desterrado que acusan la canción III y la segunda de las odas latinas, y alcanza su máxima expresión tras la gloriosa jornada de Túnez, en las elegías I y II. En lugar del esperable júbilo del vencedor, nos encontramos con que Garcilaso se distancia de las ambiciones de sus compañeros de armas y aun siente la tentación crítica: «que a sátira me voy mi passo a passo» (Elegía II, 23) para acabar preguntándose ante la muerte del amigo:

¿Qué se saca de aquesto? ¿Alguna gloria?
¿Algunos premios o agradecimiento?
Sabrálo quien leyere nuestra historia»
Elegía I, vs. 91-98).

     Lapesa ha apuntado que este cansancio lleva a Garcilaso a «refugiarse en el arte y me atrevería a completar tan exacta observación añadiendo, también en la amistad». En la corte renacentista de don Pedro de Toledo, Garcilaso se acoge a los dulces amigos humanistas y poetas: fr. Gerónimo Seripando, Antonio Telesio, Plácido di Sangro, Escipión Capece, los Galeota,... y, sin duda, el también desengañado Juan de Valdés. Son ellos los inmediatos lectores -cuando no los destinatarios- de unos poemas cuya lengua no podía presentarles dificultades por numerosos y complejos que fueran los cultismos que en ella se empleaban.

     Por otro lado, la parsimonia consiste en un dosificado uso de los cultismos léxicos equilibrándolos con el empleo de otros recursos expresivos de origen culto y con su armónica adecuación al contenido poético. El análisis de este aspecto nos llevaría en definitiva, al complejísimo problema de las relaciones entre forma de contenido y forma de la expresión. Quizás sea suficiente ahora recordar sólo la relativa abundancia de cultismos en las referencias o alusiones a los mitos clásicos y en los pasajes o poemas de contenido heroico, sobre todo cuando se narran o describen de modo indirecto, a través de representaciones plásticas, como en las telas tejidas por las ninfas de la Égloga III o los relieves de la urna de la Égloga II en contraste con la casi absoluta ausencia en el diálogo directo y cortado como ocurre en el de Nemoroso, Salicio y Albanio en el momento de la enajenación de éste.

     Un segundo recurso técnico -herencia de la lengua literaria del siglo XV frecuente todavía en la lengua cancilleresca y cortesana de la época del Emperador- es el empleo de parejas de términos sinónimos o casi sinónimos. Garcilaso da variedad nueva al uso de las parejas presentándolas bien del modo tradicional -(a y b) o (a o b), bien interpolando otro elemento de la frase entre los dos términos, en especial cuando se trata de adjetivos, con un discreto hipérbaton de disyunción: «con espedida lengua, y rigurosa». Pues bien, con notable frecuencia los cultismos léxicos y semánticos aparecen en los textos formando pareja, con el vocablo tradicional que, parcialmente al menos, podemos considerar sinónimo. Entre los innumerables ejemplos que podrían aducirse citaré solo uno que muestra la diferencia existente entre los usos del XV y la maestría garcilasiana. El latinismo poético coruscar, corruscar aparece ya en las Coplas contra los siete pecados mortales (copl. 46) y el Laberinto (60) de Juan de Mena en forma adjetiva, en este último texto dentro de un sintagma que responde a uno de los tipos de cultismo semiológico mencionados anteriormente: «aquel que los fuegos coruscos esgrime», «Júpiter», que no hace sino dificultar aun más la comprensión del neologismo. En cambio Garcilaso utiliza el lexema emparejándolo con voz tradicional: «corrusca y resplandece» y añadiendo, por si nos quedaba alguna duda «y tan claro parece... / como en ora noturna la cometa» (Egl. II, 1770-1).

     Añadiré que, en ocasiones, este procedimiento nos proporciona toda una serie de sinónimos tradicionales emparejados alternativamente can el cultismo. Así acontece con el lexema afligido / affligido / aflito -documentado ya can relativa frecuencia en el XV pero no adaptado del todo como muestran las variantes morfológicas y ortográficas- del cual encontramos en Garcilaso siete ocurrencias, cinco de las cuales se producen en pareja con cansado, cuytado, miserable, mísero y triste. Y ello sin contar las confirmaciones que el lexema verbal proporciona en otra pareja: «m'aflige y m'atormenta» (Elegía II, 71) o a través de contextos como «mas la fortuna, de mi mal no harta, / me aflige y d'un trabajo en otro lleva» (Égloga III, 17-18).

     Tampoco pretendo descubrir ningún Mediterráneo si recuerdo que también, del siglo XV procede -no entraré ahora en el problema de su uso literario- el frecuente empleo del adjetivo antepuesto, del epíteto ornans, que expresa una cualidad inherente, o considerada como tal, al sustantivo. De ahí que cuando encontramos secuencias del tipo grave hierro, grave yugo, en las que se documenta el cultismo semántico grave «pesado», su compresión se encuentra facilitada, en buena medida por la condición de epíteto, a veces incluso reforzada por el contexto: «la grave carga / que oprime mi cerviz enflaquecida» (Elegía II, 170-1).

     En ocasiones, esta orientación semántica que el contexto proporciona puede ser más compleja que el ejemplo recién mencionado. Así ocurre con animoso viento «impetuoso, furioso» que encontramos en la Canción V y en la Égloga III. En el primer caso, «la ira del animoso viento», el sustantivo ira, núcleo semántico del sintagma, restringe las posibles atribuciones de sentido que demos a animoso al campo de la violencia. En el segundo, la particular estructura semántica del canto amebeo que cierna la Égloga establece una contraposición antonímica entre este animoso viento que aparece en boca del Alzino, y el «Favonio y Zéphiro soplando» de que habla Tirreno. Además, la correcta interpretación está explicitada en el contexto de los versos 329-334: «el furor del animoso viento, / embravecido en la fragosa sierra» que «atierra» centenares de antiguos robles y pinos altísimos y, no contento con ello, «al espantoso mar mueve 1a guerra».

     Por último, pues ya es hora de acabar, aludiré a los casos en que el reconocimiento semántico del cultismo está favorecido por aparecer incluido en una estructura antonímica más o menos compleja. Así sucede con el italianismo semántico fortuna «borrasca o tempestad» que aparece en el soneto IV contrapuesto al también italianismo bonança en un esquema bimembre propio de frases proverbiales cuya tradición arranca del latín por lo que las fuentes que aducen comentadores clásicos y contemporáneos sean múltiples aunque en la mayoría de los casos no sean sino lugares comunes e ignoren la concreta formulación que en Garcilaso tiene: «que tras fortuna suele ayer bonança» (v. 8).

     Algo más compleja es la transformación de los cuasi sinónimos rumor-ruido en una contraposición sin rumor / con rüido que ayuda al reconocimiento semántico del primer término, palabra que, de momento, no hemos podido documentar con anterioridad a Garcilaso más que en Santillana y Alonso de Palencia. Así en la Égloga II, Albanio recuerda el tiempo feliz en que gozaba de la compañía de Camila cazando con red: «aquel valle atajávamos / muy sin rumor, con passo quieto»; sigilo para tender la red contrapuesto al alboroto que permite levantar la caza y empujarla hacia la trampa levantada: «los árboles y matas sacudiendo, / turbávamos el valle con rüido» (vv. 209-217).

     Quisiera sustentar la esperanza de mis ya excesivas y prolijas observaciones hayan contribuido, en parte al menos, a despejar las dos incógnitas con que nos enfrentamos al comienzo. La importancia que los cultismos tienen en la lengua poética de Garcilaso, ya señalada por Fernando de Herrera, y las razones por las que pudo ser propuesto como modelo de naturalidad y sencillez.

     Desde las orillas del sacro y viejo Tormes he querido escuchar, agradecido, el ruego que el buen caballero hizo a los vecinos del río hermano y amado: «que cada dia cantaréys mi muerte, / vosotros, los del Tajo, en su ribera». Pero como ni podía, ni sabía, templar mis palabras en «versos numerosos» de «modos pastoriles», fiel a mi condición universitaria, he debido conformarme con el intento de recobrar algo en la voz a tí debida.

1.       .Anotaciones, § 597. Sigo en mis citas la ed. de Antonio Gallego Morell, Madrid, Gredos, p. 525.



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