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ArribaAbajoWonderland

W

Todo retrato que se pinta con sentimiento es un retrato del artista, no del modelo. El modelo es simplemente el accidente, la ocasión. No es a él a quien revela el pintor; es en realidad el pintor quien se revela a sí mismo en el lienzo coloreado. El motivo de no exponer este cuadro es que temo haber desvelado el secreto de mi alma.


O. Wilde, El retrato de Dorian Gray.                


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Wonderland, si queremos pisar tierra firme; o Wilwaring, si deseamos viajar por el espacio, son algunos de los lugares a los que nos puede llevar la conjunción de un binomio fantástico: los maravillosos -wonderful- autores clásicos juveniles y el poder de seducción de la voz, de tu voz.

Se nos acaba el abecedario, y a punto hemos estado de olvidarnos del País de las Maravillas. En algún lugar, bajo tierra, se encuentra este país habitado por una baraja de naipes y otras extrañas criaturas. Se puede llegar a sus dominios por una madriguera de conejos. Es cierto que el camino es angosto, y que no a todos les es posible llegar. Pero si eres osado y la fortuna te sonríe, caerás y caerás, en un pozo profundo, mientras una sensación embriagadora recorre todo tu cuerpo. Un estrépito de palos rotos y de hojas secas pondrá fin a esta primera parte del trayecto. Continúa por el estrecho pasadizo hasta llegar a un vestíbulo. En él encontrarás varias puertas. Ya nada te puede detener. Sobre una mesa de cristal, espera una llavecita de oro.

Mil mundos te aguardan. Giras la llavecita... y se abre un libro. Se ha producido el milagro. «Surgen en tu mente señores y hermosas damas, un castillo, un admirable parque poblado de estatuas y extraños animales. Allí tienen lugar historias palpitantes, cómicas o conmovedoras, de tal manera que hasta tienes dificultades para retener tus escalofríos, tus risas o tus lágrimas» (M. Tournier).

Alguien te mostró un día el camino, te ayudó a encontrar la llavecita de oro, que te permitió el acceso a un mundo fascinante. «Kristin me leía cuentos del   —166→   gigante Bam-Bam y del hada Viribunda y hacía vibrar mi alma de una forma, que aún hoy noto algo de ello. El milagro se produjo en una cocina pequeña y pobre, que ya no existe, pero desde aquel día no hay otra cocina para mí en todo el mundo» (A. Lindgren).

Desde estas páginas, te proponemos que continúes la cadena, que olvides proyectos curriculares, planes ministeriales, programaciones, rendimientos académicos. Contagia tu fiebre lectora, tu locura. Toma en tus manos tus libros más queridos, los cuentos que no olvidarás jamás, los poemas que te emocionan; y lee en voz alta. Nada más; y nada menos.

Habrás observado que ya casi no se lee en voz alta -en voz baja, tampoco mucho-. Se hacía en las viejas escuelas, y quedó desprestigiada, por razones bien diversas. Ahora, la escuela se conforma con enseñar la mecánica de la lectura. En los hogares, la televisión ha sustituido a las veladas en torno a la lumbre, y los sonidos de las radios y las cadenas musicales están dando al traste con la capacidad de oír de los niños; las imágenes convulsas y aceleradas de la pequeña pantalla empobrecen hasta niveles alarmantes nuestra capacidad de escucha. Vivimos inmersos en un mundo de ruidos.

Te proponemos luchar contracorriente. Para recuperar el valor del silencio; para apreciar los matices de la voz humana y del gesto. La lectura en voz alta contribuye a animar a los niños a leer; pero también -y quizá más importante- a educar su sensibilidad. Porque, como escribe Rodari, en el acto de leer en voz alta para alguien se dan cita elementos tan importantes como la propia historia: «... en la voz, en sus matices, volúmenes, modulaciones, en su música que comunica ternura, que suelta los nudos de la inquietud, que hace desvanecer los fantasmas del miedo».

Es necesario enseñar, pues, a escuchar, a dejarse seducir por la materia de que están hechas las palabras, por su sonido, por su cadencia; hasta caer rendidos a sus pies.

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Y aquí debería acabar nuestra propuesta. Pero, como habrás advertido, falta el segundo término del binomio. Se trata de los clásicos.

Wendy

Habitualmente, los niños leen en el colegio y en sus casas libros que les resultan amenos, sencillos, fácilmente comprensibles. El Poema de mío Cid, La Celestina o el Quijote, por mucho que nos empeñemos, se les caen de las manos. Son lecturas áridas y difíciles, que sólo los grandes lectores llegan a degustar un día. Los profesores no sabemos cómo ayudarle a salvar al niño el abismo que se abre entre las lecturas sencillas a que están acostumbrados y los clásicos.

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No existen demasiadas alternativas. Si eres un lector apasionado -de lo que no cabe duda, pues de otra forma no habrías llegado hasta la W-, intenta que la lectura tenga un tiempo en tus clases, y que éste sea distendido y placentero. Echa mano de aquellos autores que te gustan y muéstraselos con mimo a tus alumnos.

Aparca por un momento razonamientos y disquisiciones en torno a los libros y los grandes beneficios que reportan; no insistas de nuevo con eso de que la cultura le abrirá un futuro esplendoroso. La lectura es un virus -tú lo sabes bien-; y sólo se transmite por contagio.

Lee en voz alta. Transmíteles el placer que sientes. Que vean cómo paladeas cada palabra; que sientan envidia al observar cómo degustas cada verso, cómo acaricias cada palabra. De entre tus lecturas favoritas, selecciona aquellas que te parezcan más próximas a sus experiencias vitales, aquellas que puedan tender puentes entre los libros que ellos leen y los que te gustaría que llegaran a leer. Pero despacio, que no se rompa el frágil hilo que les une al libro.

Para abrir boca, puedes leer algunos cuentos cortos:

-Un cuento de Reyes, de I. Aldecoa.

-Mañu descubre la grandeza del mundo, de C. Alegría.

-La isla a mediodía, de J. Cortázar.

-El hombre lobo, de D. Faulkner.

-Relato de un náufrago, de G. García Márquez.

-El fuego de la hoguera, de J. London.

-Los chicos, de A. M.ª Matute.

-El gato negro, de E. A. Poe.

-Anaconda, de H. Quiroga.

-El huésped de las nieves, de R. Sánchez Ferlosio.

Y como estamos en la W, no olvides algún cuento de Oscar Wilde y algún relato realista de Ursula Wölfel. También puedes seleccionar algunos fragmentos   —169→   especialmente atractivos de los clásicos juveniles. Quizá los chavales no se atreven aún con ellos. Pero los buenos lectores quizá se animen a probar si alguien les hace ver que no son tan áridos como aparentan. Seguro que se te ocurren un montón. La isla del tesoro, de Stevenson; Las aventuras de Arthur Gordon Pym, de Poe; Robinson Crusoe, de Defoe: Las aventuras de Tom Sawyer, o Huckleberry Finn, de Twain; Colmillo blanco, de London; Viaje al centro de la Tierra, de Verne; La isla del doctor Moreau, de Wells.

Quien ha viajado a bordo de la goleta Hispaniola y ha sentido con Jim Hawkins el miedo cuando se le acercaba el cocinero de a bordo; quien ha temblado con Tom Sawyer y Becky Thatcher en la cueva; quien ha llorado con el tío Tom; quien ha descendido por las aguas del Misisipí en la balsa de Huckleberry Finn... se sentirá irremisiblemente atrapado en la tela de araña de la lectura. Los dioses le tienen reservados manjares aún más deliciosos. Paladeará un día los clásicos, si eso es lo que te preocupa.

No disertes sobre el autor o la obra; deja que hable el libro a través de tu voz. Se trata sólo de allanar el camino, de tumbar dificultades al paso del niño entre los libros. Anímales a asomarse al abismo, a sentir el vértigo maravilloso de la caída en el pozo sin fondo de la lectura.

Pero no te tomes la lectura en voz alta como una obligación. Si es así, la cosa no funciona; porque el oyente capta de inmediato el desamor que provoca la rutina, los estragos que causa la tarea impuesta. Por eso, lee únicamente cuando te apetezca, cuando te sientas realmente a gusto. Sólo entonces se abre la puerta del País de las Maravillas.

Y una vez acabada la lectura, no lo estropees con comentarios y disecciones varias. ¿Para qué extraerle todas las enseñanzas al libro? El fin es el libro mismo. Lo hemos cerrado y, aunque se ha apagado el fuego, dejemos que el niño remueva las cenizas para disfrutar al calor de los postreros rescoldos.



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ArribaAbajoX

X

Aquel que sabe convocar a los espíritus de sus antepasados sobre el piano de su casa es hombre sabio. Aquel que es hombre sabio enseña a tocar el piano a los espíritus de sus antepasados, por si acaso. Ya lo dijo un misterioso sobrino de Lao-Tse hace veinticinco siglos.


Inés Xistente, Didáctica de lo inverosímil.                


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X en Matemáticas se despeja; en nuestro abecedario designa el misterio que tienen que desvelar los detectives en las novelas policíacas, el terror ante lo desconocido o la aventura con enigmas. Es también la clave del gusto por la lectura que queremos fomentar con esos libros tan misteriosos.

Ya lo dijo un insigne psicoanalista (al que respetuosamente se llamaba Don Bruno): «El terror (literario, por supuesto) es recomendable para la buena educación imaginativa y emocional del niño». Bajo su advocación tres conocidos autores españoles en busca de personaje estaban citados en una fría posada castellana, reclamados por una insólita carta recibida en sus casas, en la que se les comunicaba el lugar de la cita y se les enviaba un mensaje. El primero en llegar (al que llamaremos Nathaniel Maris, pues éste era el nombre que utilizaba en sus viajes) había recibido las siguientes palabras como invitación:

«Confieso franca y abiertamente que el motor real que me mueve a escribir es el placer que encuentro en el juego libre e ilimitado de mi imaginación. Con cada nuevo libro, me embarco en un viaje hacia un destino desconocido, en una aventura que me pone unos obstáculos que hasta entonces nunca había encontrado, que me hace superar unas experiencias, pensamientos e ideas antes desconocidos para mí; una aventura que, finalmente, hace de mí un hombre diferente del que era al principio. Esta clase de juego sólo puede jugarse sin ningún objetivo en la mente, ya que conocer o planear anticipadamente el lugar adónde   —174→   nos llevará la aventura equivale a evitar que ocurra».


El segundo de ellos (al que llamaremos Flanagan) había podido leer con esfuerzo en su nota lo siguiente:

«Humor es ese marco mental que nos permite admitir, sin ninguna amargura, nuestra incapacidad; aportar luz sobre nosotros mismos y contemplar con una sonrisa las incapacidades de los demás. El humor siempre es humano y amistoso. Humor no es lo mismo que sensatez, aunque ambos estén estrechamente relacionados».


El tercero (más conocido por su apodo de Renco) tenía entre sus papeles unas terribles frases nada misteriosas y sí muy reales:

«Al principio el hombre era un ser torpe y supersticioso. Creía que el mundo que le rodeaba estaba habitado por seres misteriosos -duendes, hadas, enanos...-. Pensaba que los seres divinos habitaban entre las estrellas y bajo ellas; los reverenciaba y les rezaba. Creía que tenía una deuda con la Madre Tierra por todo lo que le daba. Pero, sobre todo, estaba seguro de poseer un alma inmortal. Hoy sabemos que todo esto, por emotivo que pueda parecernos, es un puro absurdo. Incluso el ser humano no es más que la suma de todos los procesos electroquímicos que tienen lugar en el cerebro y en el sistema nervioso. Es, precisamente, esta mentalidad clara, sin prejuicios, la que nos ha permitido poner a la naturaleza bajo nuestro dominio y convertirla en nuestro abyecto esclavo. Y, suponiendo que la humanidad, con sus bombas atómicas, no dé fin prematuramente a su vida en este amasijo de materia llamado Tierra, el sistema seguirá existiendo algunos millones o billones de años».


En una esquina, presidida por la cabeza de un jabalí de los navajeros, de lo que pomposamente se llamaba   —175→   «Mesón Real» esperaban tres asientos de madera presididos por tres láminas con las siguientes frases:

-«Leer es jugar».

-«El oxígeno de las palabras sólo lo da la literatura».

-«En la naturaleza humana está la fascinación ante lo misterioso, el instinto de exploración, el reto y el impulso de avanzar siempre hacia lo desconocido, la relativización de riesgos y peligros...».

Xun

Flanagan asumió ser el autor de la primera; Renco, de la segunda; y Nathaniel Maris, de la tercera. Los tres se sentaron y descubrieron una pequeña invitación bajo   —176→   cada lámina, en la que se les emplazaba a las once en punto, solo diez minutos después de haberse encontrado bajo el jabalí, en la bodega de la posada. El extraño personaje convocante, autor de tres mensajes diferentes, iba a conocerles, se iba a presentar ante ellos.

Aquí podemos cortar la narración para desvelar el nombre de los tres escritores españoles de los que venimos hablando; por si no se han adivinado son Joan Manuel Gisbert en el papel de Nathaniel Maris (uno de sus personajes investigadores preferidos), Andreu Martín como Flanagan (su personaje estrella) y Emili Teixidor como Renco (otro personaje buscador de emociones).

Lo mejor que puede ocurrir con los libros de misterio es que se lean desde pequeños, que se disfruten y que se comenten. Autores como los citados lo cultivan con asiduidad y son obras que gustan y encantan, aunque existen pocas para primeros lectores. Para los mayores se podrá crear un Taller del Misterio (al estilo de otros talleres posibles) o todo un repertorio de secretos y claves, útiles como actividad para diversos currículos y momentos.

Pero queda por desvelar quien es el extraño convocante, un escritor y autor internacional de conocidos libros, del que no vamos a escribir su nombre, pero para los poco iniciados daremos una gran pista: en la letra H se puede leer una opinión suya sobre el humor aquí recogida.



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