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ArribaAbajoParte IV


ArribaAbajoCapítulo I

El 16 de agosto


Once días después de los acontecimientos anteriores, es decir, el 16 de agosto, el destino de Buenos Aires estaba sobre un monte de sombras donde la vista humana se extraviaba y se asustaba ante su perspectiva.

Eran apenas las cinco de la mañana de aquel día. No se veía un solo astro sobre el firmamento; y el oriente, envuelto en el espeso manto de la noche, no quería levantar aún las ligeras puntas del velo nacarado del alba.

Tres bultos, semejantes a otras tantas visiones de la imaginación de Hoffmann, parecían de cuando en cuando rarificarse sobre el muro y las ventanas que separaban las habitaciones de la joven viuda de Barracas del gran patio de la quinta, cortado por una verja de fierro, como se sabe, y cuya puerta estaba abierta en aquel momento, cosa que jamás había acontecido a tales horas, después de la tristísima noche con que empezamos la exposición de esta historia.

-Si no hay nadie. Aunque su merced se esté hasta mañana, no ha de ver luz, ni a ninguno -dijo, sin el misterio que parecía requerir aquella hora, una voz chillona de mujer.

-¿Pero cuándo, dónde se han ido? -exclamó con un acento de impaciencia y rabia la persona a quien se había dirigido la mujer.

-Ya le he dicho a su merced que se han ido antiyer, y que han de estar por ahí no más. Y los vi salir. Doña Amalia montó en el coche llevando de cochero al viejo Pedro, y de lacayo al mulato que la servía. Junto con Doña Amalia subió la muchacha Luisa. Y después se bajó del coche Doña Amalia, abrió las piezas y volvió a salir y subir al coche trayendo dos jaulas de pajaritos. Nada han llevado; y aquí no hay sino los negros viejos que están durmiendo en la quinta.

Restablecióse el silencio y uno de aquellos tres misteriosos personajes volvió a correr de puerta en puerta, de ventana en ventana, a ver si descubría alguna luz, si percibía algún ruido que le indicase la existencia de alguien en aquella mansión desierta y misteriosa.

Pero todo era en vano: él no oía sino el eco de sus propios pasos, y el murmullo de los grandes álamos de la quinta, mecidos por la recia brisa de aquella noche de invierno oscura y fría.

Por un momento esa especie de fantasma alzó su mano en actitud de descargar un golpe sobre los cristales de una de las ventanas de la alcoba de Amalia, pero la bajó y volvió al lugar en que estaba su compañero, y la persona que les había dado los informes que se conocen.

-Señor comandante, sabe Usía que la escolta marcha hoy muy temprano, y ya es la madrugada.

-Bien, teniente, vámonos. Usted me ha acompañado como un amigo, y no quiero incomodarlo más. Vámonos y marche a su cuartel.

-Señor de Mariño, mire su merced que lo que me ha dado lo he gastado todo en la llave falsa, y no tengo nada que darles a los de casa.

-Bien, mañana.

-Pero, ¿cómo mañana?

-Vamos, toma y déjame en paz.

-¿Y cuánto es esto?

-No sé. Pero no debe ser poco.

-Cuando más, cinco pesos -dijo la mujer de la llave falsa, marchando delante del comandante Mariño, y teniente del escuadrón escolta; y pasando por la verja de fierro, cuya puerta cerró Mariño, guardándose luego la llave en el bolsillo.

Un momento después esos dos personajes de la Federación dejaban a su colega por ella en la pulpería contigua a la casa de Amalia, satisfecha de ver que, aunque negra como era, prestaba servicios de importancia a la santa causa de pobres y ricos. Y comandante y teniente tomaban el galope para la ciudad; dirigiéndose, el primero a su cuartel de serenos, y el otro al de la escolta de Su Excelencia.




ArribaAbajo- II -

Apenas allá en el horizonte del gran río se veía una ligerísima claridad sobre las olas, como una leve sonrisa de la esperanza entre la densa noche del infortunio. La mañana venía.

Todo, menos el hombre, iba a armonizarse allí con ese lazo etéreo entre la Naturaleza y su creador, que se llama la luz. Los arrogantes potros de nuestra Pampa sacudirían en aquel momento su altanera cabeza, haciendo estremecer la soledad con su relincho salvaje. Nuestro indomable toro correría, arqueando su potente cuello, a apagar su sed, nunca saciada, en las aguas casi heladas de nuestros arroyos. Nuestros pájaros meridionales, menos brillantes que los del trópico, pero más poderosos unos y más tiernos otros, saltarían desde el nido a la copa de nuestros viejos ombúes, o de nuestros erizados espinillos, a saludar los albores primitivos del día; y nuestras humildes margaritas, perdidas entre el trébol y la alfalfa esmaltada con las gotas nevosas de la noche, empezarían a abrir sus blancas, punzoes y amarillas hojas, por tener el gusto, como la virtud, de contemplarse a sí mismas a la luz del cielo, porque la luz de la tierra no alcanza, ni a las unas, ni a la otra. ¡Toda la Naturaleza, sí, menos el hombre! ¡Porque llegado era el momento en que la luz del sol no servía en la infeliz Buenos Aires, sino para hacer más visible la lóbrega y terrible noche de su vida, bajo cuyas sombras se revolvían en caos las esperanzas y el desengaño, la virtud y el crimen, el sufrimiento y la desesperación!...

El silencio era sepulcral en la ciudad.

El monótono ruido de nuestras pesadas carretas dirigiéndose a los mercados públicos, el paso del trabajador, el canto del lechero, la campanilla del aguador, el martilleo del pan entre las árganas; todos estos ruidos especiales y característicos de la ciudad de Buenos Aires, al venir el día, hacía ya cuatro o cinco que no se escuchaban. Era una ciudad desierta; un cementerio de vivos cuyas almas estaban, unas en el cielo de la esperanza aguardando el triunfo de Lavalle; otras en el infierno del crimen esperando el de Rosas.

Sólo en el camino de San José de Flores, que arranca de la ciudad; en aquel célebre camino, gloria de la Federación, y vergüenza de los porteños, mandado construir por Rosas en honor del general Quiroga; sólo en él, decíamos, sonaba el ruido de las pisadas de algunos caballos. Era don Juan Manuel Rosas que marchaba a encerrarse en su acampamento de Santos Lugares, en la madrugada del 16 de agosto de 1840: saliendo de la ciudad oculto entre las sombras de la noche, calculando, sin embargo, el poder llegar de día a la presencia de sus soldados, a quienes por la primera vez de su vida iba a poder decirles compañeros.

Su escolta tenía orden de marchar una hora después.

Nada más lúgubre, nada más dramático, nada más indeciso y violento que el cuadro político que representaban los sucesos en ese momento, en todo el horizonte revolucionado de la República Argentina.

Era un duelo a muerte entre la libertad y el despotismo, entre la civilización y la barbarie; y estaban ya sobre el campo los dos rivales con la espada en mano prontos a atravesarse el corazón, teniendo por testigos de su terrible combate a la humanidad y la posteridad.

La mirada de todos estaba fija sobre la inmensa arena del combate. ¿En qué lugar? Sobre la república entera.

El general Paz marchaba a Corrientes, a ese Anteo de la libertad argentina, que ha estado cayendo y levantando, luchando brazo a brazo con la dictadura de Rosas, y que entonces victoreaba la libertad y recibía a la noble hechura de Belgrano.

La Madrid, ese mosquetero de Luis XIII, resucitado en la República Argentina en el siglo XIX, bajaba sobre Córdoba a extender la poderosa Liga del Norte.

Lavalle, nuestro caballero del siglo XI, nuestro Tancredo, el Cruzado argentino, en fin, marchaba sobre la ciudad de Buenos Aires, al frente de sus tres mil legionarios, valientes como el acero, ardientes como la libertad, entusiastas como la poesía, y nobles como la causa santa por que abandonaron la patria, dejando en ella la voluptuosidad y el lujo, para volver a ella con la privación y la roída casaca del soldado.

Ejército compuesto de la parte más culta y distinguida de la juventud argentina, comandado por lo más selecto de nuestra milicia; ejército que representa en sí solo toda la poesía dramática y melancólica de la época. Soldados imberbes que tomaban el fusil, no como una carrera, sino como un sacerdocio. Que partían a la guerra, hablando de los peligros y de la muerte, no con la poesía de la imaginación, sino con la expresión de su conciencia en estado de pureza; que hablaban del martirio como del homenaje debido a la sombra de nuestros viejos padres y a la libertad futura de la patria.

Isla de la Libertad, agosto 31 de 1839.

Mi querida mamá: he derramado lágrimas al leer su carta tan llena de amor maternal. Devuelvo a usted esos tiernos sentimientos que me manifiesta, con todo mi corazón. Confío en que el cielo presidirá nuestros destinos y que yo tendré el gusto de abrazar a usted y a mis queridas hermanas en el seno de nuestra patria adorada. Diez años han durado nuestros sufrimientos, y la esperanza de terminarlos me llena de ardor y entusiasmo. Deseche toda idea triste: Dios regla el destino del hombre, Si muero, le pido su perdón, y su olvido...

Eduardo Álvarez.



¡Soldados así, como ese joven de diez y nueve años, hijo de uno de nuestros viejos generales, que se despedía de su madre para ir a morir por la libertad de su patria, y que murió por ella en la jornada del Sauce Grande, después de haberse cubierto de gloria en el Yeruá y Don Cristóbal; cayendo al expirar en los brazos de su hermano, enviándole un beso a su madre y haciendo jurar a ese hermano que no dejaría la espada sino con la libertad argentina, o con su muerte!

De parte de la tiranía, Echagüe en Entre Ríos, López en Santa Fe, Aldao en Mendoza y Rosas en Buenos Aires, formaban las cuatro columnas de resistencia al ataque de la libertad.

En el exterior, por parte de la Francia sólo había la novedad del nombramiento del vicealmirante Baudin para el comando de una expedición militar al Plata, que parecía haberse resuelto con el fin de poner término a los asuntos pendientes. Y por parte del Estado Oriental, el general Rivera, entretenido en bailar y dar convites en su cuartel general en San José del Uruguay, divertido con versos del comandante Pacheco, contribuía con brindis a la cruzada argentina; bebiendo «porque la República Argentina anonadando al tirano que la ensangrienta, siga nuestro ejemplo, y comprenda que la única base de la felicidad de los pueblos es la que se funda en leyes justas y análogas a sus necesidades»; y en la de tener gobiernos morales, previsores y activos, le faltó decir al presidente Rivera.

En cuanto al pueblo de Buenos Aires, él tenía una fisonomía especial en ese momento: la fisonomía especial de la angustia; la fisonomía de la ansiedad. Cada minuto pesaba horriblemente sobre el espíritu.

Lavalle marchaba sobre la ciudad.

Rosas delegaba el gobierno en Don Felipe Arana, y salía a esperar a Lavalle, o más bien, huía de la ciudad a su acampamento de Santos Lugares, distante dos leguas.

El batallón de Maza, el de Revelo, el N.º 1 de caballería, los dos escuadrones de abastecedores, el escuadrón escolta, y algunas divisiones que anteriormente se encontraban allí, componían, en número de 5.000 hombres, el ejército de Rosas en Santos Lugares, especie de inmenso reducto zanjeado y artillado por todas partes.

La ciudad era guardada de otro modo.

En el fuerte estaba acuartelada la mitad del cuerpo de serenos; y de noche se reunían allí la plana mayor activa y la inactiva; los jueces de paz, los alcaldes y sus tenientes, componiendo un total de 400 a 500 hombres.

En su cuartel del Retiro estaba el coronel Rolón con 250 veteranos.

El coronel Ramírez mandando 80 negros viejos e inválidos.

Y el cuarto batallón de patricios estaba mandado accidentalmente por Don Pedro Ximeno.

El coronel Vidal mandaba también alguna fuerza pequeña.

Los pocos ciudadanos que quedaban en Buenos Aires no estaban organizados, ni alistados siquiera.

El cuerpo de la Mashorca, compuesto de 80 a 100 facinerosos, se distribuía desde las oraciones en partidas de 6 y de 8 hombres, que recorrían toda la noche la ciudad; sin hacer otra cosa hasta esos días, sin embargo, que registrar escrupulosamente a los que hallaban en la calle; llevarlos a la presencia de Salomón si tenían armas, o insultarlos groseramente si no iban con gran divisa o con papeleta de Socio Popular Restaurador.

El inspector, general Pinedo, hacía los nombramientos de jefe de día, cargo que recaía siempre en alguno de los generales que sin destino permanecían en la ciudad.

Y esos jefes, acompañados de algunos ayudantes, recorrían la ciudad toda la noche, visitando los cuarteles para ver si se observaban las órdenes expedidas.

Pero época alguna de la Federación hizo más tolerantes a sus hijos, que estos días que estamos describiendo; es decir, aquellos en que el general Lavalle marchaba, aproximándose a la ciudad.

La Mashorca no hacía uso de sus armas, como hemos dicho.

Los jefes de día, en el curso de sus paseos nocturnos, solían llamar a alguna que otra puerta anatematizada desde mucho tiempo; y preguntaban con el mayor esmero: si algo se ofrecía, si había alguna novedad; o aseguraban que no había nada que temer, etc.

El gobernador delegado mandaba indirectamente ciertos avisos a ciertas casas sobre seguridades, sobre garantías no conocidas nunca.

En los cuarteles, los acérrimos entusiastas en el tiempo de las parroquiales se demostraban mutuamente, con una lógica concluyente, lo terrible que era el no poder vivir en paz y tener que pelear con sus hermanos... ¡Ah!, Lavalle, Lavalle, por qué no mandasteis un escuadrón a gritar: ¡Viva la patria! en la plaza de la Victoria.

Pero sigamos.

De otro lado, las familias de los enemigos del tirano, es decir, las cuatro quintas partes de la sociedad culta y moral, esperaban y temblaban, querían reír, y sentían el corazón oprimido; Lavalle se acercaba, pero cada una de ellas tenía un hijo, un hermano, un esposo en las filas de los libertadores, y una bala enemiga podía abrirse paso por su pecho; Lavalle se acercaba, pero el puñal de la Mashorca estaba más cerca de ellas que la espada de sus amigos.

Encerradas en sus aposentos, las jóvenes tejían coronas, bordaban cintas, buscaban en el fondo de sus gavetas algún traje celeste, escondido por muchos años, para recibir a los libertadores; y las madres querían esconder dentro de sí mismas a los hijos que les quedaban aún en Buenos Aires, para que no fuesen arrebatados de las calles por las levas de la Mashorca.

Cada familia, cada individuo, era en fin la imagen viva y palpitante de la ansiedad, de la más penosa y terrible incertidumbre.

Tal era el inmenso cuadro que apenas bosquejamos, al fin de la primera mitad de agosto; tiempo también en que vamos a encontrarnos de nuevo con los personajes de esta historia.

El corazón de los patriotas latía de temor y de esperanza. El de los héroes de las parroquiales de miedo y de miedo.

Pero antes de cerrar este capítulo, vamos a explicar esa voz parroquial, con que en este libro se ha determinado a menudo una época a que no se ha dado todavía un nombre especial.




ArribaAbajo- III -

Al anochecer del 27 de junio de 1839 fue asesinado en las antesalas de la Cámara de Representantes el presidente de ella, Don Manuel Vicente Maza.

Dejemos la palabra a los documentos, porque ellos de suyo han de reflejar sobre la conciencia del lector todo lo que hay de horrible y de repugnante en los hechos que fijamos como antecedentes de esa bacanal pública, que se llamó fiestas de las parroquias.

En Buenos Aires, a 27 de junio de 1839, a las seis y media de la noche, se presentó en la casa habitación del señor vicepresidente 1.º de la Honorable Sala, ciudadano general Don Agustín Pinedo, el ordenanza de dicha sala Anastasio Ramírez, y anunció al referido vicepresidente que acababa de ser violentamente muerto el señor presidente de la Honorable Sala, doctor Don Manuel Vicente Maza, cuyo cadáver había encontrado el exponente en la sala de la presidencia.



La comisión permanente se reunió. Se hizo el reconocimiento facultativo del cadáver; y encontraron en él dos heridas hechas con cuchillo o daga.

La Sala se reunió al día siguiente; ¿se reunió para deliberar sobre el hecho inaudito que acababa de cometerse en su recinto? No: se reunió para oír un discurso del diputado Garrigós. He aquí un pequeño fragmento de ese discurso:

...Se ha querido contrastar la acrisolada fidelidad de nuestra tropa. Pero por todas partes, señores, ha encontrado el vicio la resistencia que le ofrece la virtud. Estos leales federales, que detestan al bando unitario, y mucho más aún a los traidores que desertan de la causa de la Confederación Argentina, volaron presurosos a participar al gobierno aquel inicuo atentado, exhibiendo al mismo tiempo comprobantes inequívocos de la certeza de su aserto. Pues bien, señores, el autor principal del crimen tan execrable era el hijo de nuestro presidente; y sin duda alguna, datos muy exactos y antecedentes muy fundados comprobaban la connivencia del padre en el complot del hijo: estos graves cargos, que gravitaban contra el ex presidente, desparramados en la población, cundieron con una rapidez eléctrica: los ciudadanos de todas clases miraron con horror tan inaudito crimen y se apresuraron entonces a dirigirse a esta Honorable Legislatura ejerciendo el derecho de petición. Al efecto prepararon una solicitud con el objeto de que se separase del elevado puesto de presidente de la representación de la provincia, y aun del seno de la Legislatura, a un ciudadano, contra quien pesaban graves cargos y contra quien la opinión pública se había ya manifestado del modo más severo: y que por consiguiente debía quedar fuera del amparo de esta posición para que el fallo de la ley se pronunciase contra su conducta. Aún no fue esto todo, señores; pendiente este paso, la animadversión pública se explicó más palpablemente. La casa del presidente fue agredida la noche del jueves de un modo que se conoció que el pueblo estaba en oposición a la permanencia del presidente en su puesto, que aún esa mañana ocupó. Tales antecedentes decidieron al presidente a hacer su renuncia, no tan sólo del cargo que ocupaba en este recinto, sino también de la presidencia del tribunal de justicia. Recién entonces se apercibió que debía alejarse de esta tierra, y no poner a prueba tan difícil la irritación del pueblo, y la justificación del jefe ilustre del Estado, que fluctuaría entre el severo deber de la justicia, y el cruel recuerdo de una antigua amistad

...En tal estado, señores, ¿qué cosa resta a la honorable sala, que dar cuenta de este trágico suceso al P. E. acompañándole todos los antecedentes de la materia, para que en su vista dicte las medidas que su sabiduría le aconseje?



Al día siguiente, es decir, el día 28, en que tuvo lugar la sesión, el hijo del presidente de la Sala, teniente coronel Don Ramón Maza, fue fusilado en la cárcel.

El cadáver del anciano estaba en la puerta, en un carro de la basura; y allí se le reunió el cadáver de su hijo, y juntos fueron echados a la zanja del cementerio.

Tras este horrendo asesinato del presidente de la legislatura y del tribunal de justicia, ¿qué aconteció en el pueblo de Buenos Aires? Aconteció que una voz unánime se levantó en derredor a Rosas, de todas las corporaciones y empleados públicos, dando el parabién al asesino. «En virtud del descubrimiento del feroz, inicuo y salvaje plan de asesinato premeditado por los parricidas, reos de lesa América, traidores Manuel Vicente y su hijo espúreo Ramón Maza, vendidos al inmundo oro francés», decía uno. Otro le hacía coro, repitiendo: «Esté bien convencido Vuecelencia, que el Dios de los ejércitos protege la causa de la justicia, poniendo en descubierto los planes infernales de los traidores sobornados por un vil interés, como sucede con el traidor sucio, inmundo y feroz Manuel Vicente Maza y su hijo bastardo».

Las felicitaciones, vaciadas todas en el molde de las anteriores, se desgranaban de la inmensa mazorca de la Federación, y centenares de páginas no podían abrazar en sus millones de tipos todo el palabreo inmundo de esa época, y fue preciso abrir válvulas en cada parroquia de la ciudad, para que el entusiasmo popular no hiciese reventar el pecho de los federales; y de aquí las fiestas parroquiales, cuya bacanal debía celebrarse en los templos.

El asesino fue deificado, y el asesinato bendecido, no sólo en la ciudad, sino en la campaña.

Del día del delito, se decía en la cátedra del Espíritu Santo:

Yo no haré otra cosa en esta mi breve alocución que exhortaros con las palabras del profeta real a establecer este día hasta el cornijal del altar. Constituite diem solemnem in condensis usque ad cornu altaris. Solemne llamo este día por el feliz descubrimiento de la trama horrorosa contra la vida de nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes; solemne llamo a este día, por el escarmiento público, que la divina Providencia hizo de los enemigos de nuestra libertad e independencia... La divina Providencia... ella quiso que este público a la verdad, Dios vela sobre los buenos y sobre los malos; sobre los buenos para darles a su tiempo el premio en el cielo, sobre los malos para darles a su tiempo el condigno castigo.



El juez de paz de cada parroquia citaba a los vecinos y previamente le sacaba a cada uno lo que podía, o no podía dar, para la suscripción de la fiesta. Luego se nombraba la comisión, se señalaba el día, y se invitaba por los periódicos.

La parroquia entera se vestía de federal y..., pero que hablen los documentos.

La cuadra de la iglesia estaba toda adornada de olivo y lindas banderas, las cuales fueron tomadas por los vecinos y de golpe las rindieron al pasar el retrato, hincando la rodilla, causando un espectáculo verdaderamente imponente el repique de las campanas, cohetes de todas clases y vivas del inmenso pueblo que había allí reunido; al llegar al atrio tomaron el señor juez de paz y el señor maestre el retrato, y entraron con él a la iglesia en cuya puerta el señor cura y seis sacerdotes de sobrepelliz acompañaron el retrato hasta que se colocó en el lugar destinado, y como se retirase la comitiva por no empezarse la función de iglesia, se dejaron dos tenientes alcaldes uno a cada lado del retrato haciéndole guardia hasta que concluida la función tomó asiento el acompañamiento esperando al señor cura y demás sacerdotes que de sobrepelliz salieron a acompañar el retrato que fue sacado hasta el atrio, donde lo recibió el señor juez de 1ª instancia, Don Lucas González Peña...

Gran porción de vecinos se reunió en la casa contigua a la del juez de paz, donde fue servida con abundancia carne con cuero; concluida la comida se formó del contento general la más federal y republicana danza en el patio de la casa del señor juez de paz, adoptando nuestra alegre media caña por baile, la que era tocada por la música restauradora: en esta danza aceptada únicamente por todos, no quedó nadie sin bailar, pues todos entreverados no se conoció distinción. La señorita Doña Manuelita de Rosas, digna hija de nuestro Ilustre Restaurador, y la respetable familia de Su Excelencia dieron realce con su presencia, etc.3



Los documentos de la época van más adelante todavía: veneros inagotables de la más desesperante filosofía sobre la debilidad de la raza humana cuando gravita sobre ella la pesada mano del despotismo, en cada página, en cada día de esa época funesta, enseñan en progreso la degradación del pueblo sometido a Rosas. Las inspiraciones de éste eran las que daban impulso a las acciones: obraban obedeciendo; pero era tan perfectamente disfrazada la imposición, que a los diez años, el escritor se halla en conflicto para saber dónde comenzaba esa imposición, y dónde terminaba la acción espontánea, en conciencias que el miedo había pervertido.

La descripción de la fiesta de San Miguel, publicada en el número 4891 de la Gaceta, brilla todavía con mayor lujo de degradación, de prostitución, de escarnio.

Más todavía, la fiesta de la catedral que describe la Gaceta 4.866; he aquí un fragmento:

En la entrada del templo se agolpaba un numeroso gentío, y saliendo a la puerta el senado del clero fue introducido al templo el retrato de Su Excelencia por los mismos generales que lo habían recibido, etc. La función fue celebrada con majestuosa solemnidad. Nuestro venerable y digno compatriota, el ilustrísimo obispo diocesano de Buenos Aires, doctor Don Mariano Medrano, rodeado de todo el esplendor y pompa con que se ostenta el culto de la Iglesia católica en sus augustas fiestas, ofició en tan importante acción de gracias. Una magnífica orquesta acompañaba el canto de algunos profesores y aficionados. Concluida la misa se entonó el Te Deum por el ilustrísimo prelado, que se anunció al público por repiques de campanas y una salva de artillería en los baluartes de la fortaleza. En seguida fue reconducido el retrato de Su Excelencia al carro. La caballería formó en columna, etc.

Luego que el señor inspector general dispuso la retirada del retrato empezó la marcha en el mismo orden, siguiendo la columna por el expresado arco principal, y de éste por la calle de la Reconquista hasta la casa de Su Excelencia. Al salir de la fortaleza el acompañamiento, se empeñaron las señoras en conducir el retrato de Su Excelencia, tirando del carro que alternativamente habían tomado los generales y jefes de la comitiva al conducirlo al templo. Las señoras mostraron el más delicado y vivo entusiasmo, y vimos con inmenso placer a las distinguidas señoras Doña..., etc., etc.4



Como se ve, pues, estas célebres fiestas tuvieron por origen un crimen; y dignas sucesoras de esa causa, ellas en sí mismas eran un crimen, y fueron más tarde madre de mil crímenes.

En el estado normal de las sociedades, en toda reunión pública, e trata de poner en competencia la cultura o el talento, la elegancia o el lujo.

En toda reunión pública, o se trata de agradar, o se trata de moralizar.

En las famosas fiestas parroquiales, todo era a la inversa, porque el ser moral de la sociedad estaba ya invertido.

Cada parroquial era un inmenso certamen de barbarismo, de grosería, de vulgaridad y de inmoralidad, de patricidio y de herejía.

A la profanación del templo seguía la profanación del buen gusto, de las conveniencias, de las maneras, del lenguaje, y hasta de la mujer, en lo que llamaban el ambigú federal, cuya mesa se colocaba ora en la sacristía, a veces en algún corredor, bajo algún claustro, y alguna vez también en la casa del juez de paz de la parroquia.

El primer asiento era reservado a Manuela, y como si esta pobre criatura fuese el conductor eléctrico que debiera llevar a su padre los pensamientos de cuantos allí había, cada uno empleaba todo el poder de la oratoria especial de la época, para mostrarse a los ojos de la hija, fuerte y potente defensor del padre.

La oratoria de la época tenía su vigor, su brillo, su sello federal en la abundancia de los adjetivos más extravagantes, más cínicos, más bárbaros.

El enemigo debía ser inmundo, sucio, asqueroso, chancho, mulato, vendido, asesino, traidor, salvaje. Y el héroe de la Federación, en boca de los aseados federales, para quienes el oro francés era inmundo, pero el oro argentino muy limpio y muy pulido, para dejar de robárselo a manos llenas, era ilustre, grande, héroe; como ilustres, grandes y héroes eran todos ellos en la prostitución y el vicio que allí representaban.

En pos de la borrachera federal venía la danza federal. Y la joven inocente y casta, llevada allí por el miedo o la degradación de su padre; la esposa honrada, conducida muchas veces a esas orgías pestíferas con las lágrimas en los ojos, tenían luego que rozarse, que tocarse, que abrazarse en la danza con lo más degradado y criminal de la Mashorca.

Estas escenas fueron interrumpidas momentáneamente por la Revolución del Sur, en octubre del mismo año de 1839, pero continuadas tan pronto como fue sofocado aquel heroico movimiento. Y en ellas fue donde debía engendrarse la época de sangre que debía comenzar en 1840. Porque si la cabeza de Zelarrallán, de Castelli y otros había dado ya ocupación al cuchillo, todo eso no era, sin embargo, sino los preludios de las ejecuciones en masa que debían cometerse más tarde.

El terror fue graduado, fría y sistemáticamente, por el dictador.

Las personerías.

Los azotes.

Los moños de cinta, pegados con brea en la cabeza de las señoras.

Este y el otro asesinato, de tiempo en tiempo, fueron escalones sucesivos por los que Rosas fue arrastrando el espíritu individual y el espíritu público al abismo de la desesperación y del miedo, a cuyo fondo insondable debía empujarlos con mano de demonio en la San Bartolomé de 1840.

Así la sociedad a esta época se hallaba dividida en víctimas y asesinos. Y estos últimos, que desde muy atrás traían sus títulos de tales; valientes con el puñal sobre la víctima indefensa; héroes en la ostentación de su cinismo, temblaban, sin embargo, cuando la pisada del Ejército Libertador hacía vibrar la tierra de Buenos Aires, en la última quincena de agosto de 1840, a cuyos días hemos llegado en esta historia; mientras que la parte oprimida del pueblo sufría también la incertidumbre penosa por el éxito próximo de la cruzada.

Y es para poder fijar con claridad la filosofía de esta conclusión, que la novela ha tenido que historiar brevemente los antecedentes que se han leído.






ArribaAbajoCapítulo II

El gobernador delegado


Pasado el zaguán que conducía del primero al segundo patio en la casa de Don Felipe Arana, calle de Representantes, núm. 153, se hallaba a mano izquierda una pieza cuadrada, con una gran mesa de escribir en el centro, otra más pequeña en uno de los ángulos, y un estante conteniendo muchas obras teológicas, las Partidas, un diccionario de la lengua, edición de 1764; un grabado representando a San Antonio; un botellón de agua; unas tazas de loza y un damero: nada más tenía el estante del señor Don Felipe; pues acabamos de conocer el gabinete del señor ministro, ascendido al alto rango de gobernador delegado.

En la pequeña mesa copiaba un largo oficio nuestro distinguido amigo el señor Don Cándido Rodríguez. Y delante de la gran mesa en que figuraban gallardamente muchos legajos, muchos sobres de cartas y de oficios y un gran tintero de estaño, sentados estaban Don Felipe Arana y el ministro de Su Majestad Británica, caballero Enrique Mandeville, y nuestro entrometido Daniel.

-Pero si no ha habido declaración de guerra, señor Mandeville -decía el señor Don Felipe a tiempo que nos entramos con el lector a su gabinete. Y eso decía con sus manos cruzadas sobre el estómago, como las tienen habitualmente las señoras cuando se hallan en estado de esperanzas.

-Así es, no ha habido declaración de guerra -contestó el señor Mandeville, jugando con la punta de sus rosados dedos.

-Y usted ve, señor ministro -prosiguió Don Felipe-, que según el derecho de gentes y la práctica de las naciones cultas y civilizadas, no se puede hacer la guerra, sin que a ese acto preceda una declaración solemne y motivada.

-¡Pues!

-Y como el derecho de gentes nos comprende a nosotros también, ¿digo bien, señor Bello?

-Perfectamente, señor ministro.

-Luego, si nos comprende a nosotros el derecho de gentes -prosiguió Don Felipe-, teníamos derecho a que la Francia nos declarase la guerra antes de mandar una expedición. Y puesto que no lo hace así, la Inglaterra debía estorbarle el envío de la antedicha expedición; porque conquistado el país por la Francia, la Inglaterra pierde todos sus privilegios en la Confederación. Y es por esto que concluyo, repitiendo al señor ministro, a quien tengo el honor de hablar, que la Inglaterra debe oponerse al tránsito por mar de la susodicha expedición, que debe salir de Francia, o estar ya en camino por el mar.

-Yo transmitiré a mi gobierno las poderosas observaciones del señor gobernador delegado -contestó el señor Mandeville, cuyo espíritu, no estando avasallado por Don Felipe como lo estaba por Rosas, podía medir a su antojo la diplomacia y la elocuencia del antiguo campanillero de la Hermandad del Rosario.

-Si fuera dable que yo tomase parte en este asunto, yo diría al señor gobernador cuál es en mi opinión la política que ha creído conveniente seguir en los negocios del Plata el gabinete de San James -dijo Daniel con un tono tan humilde y tan comedido que acabó de encantar a Don Felipe, que no deseaba otra cosa sino que alguien hablase cuando él tenía que hacerlo.

-Las opiniones de un joven tan aventajado como el señor Bello deben ser oídas siempre.

-Mil gracias, señor Arana.

El señor Mandeville fijó sus ojos en la fisonomía de aquel joven cuyo nombre le era conocido; y se dispuso con toda su atención a escucharlo.

-Es muy probable que a la fecha en que estamos, el señor Palmerston esté en posesión de un documento muy grave de la actualidad: me refiero al protocolo de una conferencia tenida el 22 de junio de este año entre la Comisión Argentina y el señor Martigny. ¿El señor Mandeville sabe algo de este documento?

-Nada absolutamente -contestó el ministro inglés-, y dudo que mi gobierno lo tenga desde que no ha ido por mi conducto.

-Entonces me cabe la dicha de haber hecho las veces del señor ministro.

-¿Es posible?

-Sí, señor, el 22 de junio se firmó ese documento, y el 26 marchaba para Londres, enviado por mí al vizconde Palmerston. Tiene hoy, pues, cincuenta y dos días de viaje.

-¿Pero ese documento?... -dijo el señor Mandeville algo intrigado.

-Helo aquí, señor ministro. Leámoslo y después observemos -dijo Daniel sacando de su cartera un pliego de papel muy fino en que leyó:

Protocolo

De una conferencia entre el señor Bouchet Martigny, Cónsul General,

Encargado de Negocios y Plenipotenciario de Su Majestad el Rey de los Franceses, y la Comisión Argentina, establecida en Montevideo, con el objeto de fijar algunos hechos relativos a la cuestión pendiente en el Río de la Plata.

Los sucesos que han tenido lugar en el Río de la Plata, desde el 28 de marzo de 1838, en que las fuerzas navales de Su Majestad el Rey de los Franceses establecieron el bloqueo del litoral argentino, produjeron una alianza de hecho, entre los jefes de las expresadas fuerzas, y los agentes de Su Majestad por una parte, y las provincias y ciudadanos argentinos, armados contra su tirano, el actual gobernador de Buenos Aires, por la otra.

Esta alianza se hizo más estrecha, y adquirió alguna más regularidad, desde que el señor general Lavalle, en julio de 1839, se puso de acuerdo con dichos jefes y agentes, para organizar en la isla de Martín García la primera fuerza argentina, destinada a obrar contra el gobernador de Buenos Aires; y desde que el gobierno de la provincia de Corrientes abrió comunicaciones con ellos en octubre del propio año.

Desde entonces los señores agentes diplomáticos, y los jefes de las fuerzas navales francesas, han prestado reiterados servicios a la causa de los argentinos, donde quiera que se han armado contra su tirano, y han recibido a su vez pruebas de sinceras simpatías hacia la Francia, donde quiera que no ha dominado la influencia de aquél. Todo esto había estrechado más cada día la expresada alianza de hecho.

Actualmente, los últimos periódicos de Francia, que acaban de recibirse en esta capital, han dado a conocer el discurso, pronunciado en la Cámara de diputados el 27 de abril último, por el señor Thiers, presidente del consejo de ministros de Su Majestad; y en el cual Su Excelencia reconoció pública y solemnemente, como aliados de la Francia, a las provincias y ciudadanos de la República Argentina, armados contra el tirano de Buenos Aires; dando así una especie de sanción a la alianza, que sólo de hecho existía.

Esta circunstancia ha dado lugar a que las partes interesadas en el negocio creyesen, como realmente creen, llegado el momento de fijar algunos puntos, que den a la alianza toda la regularidad posible, y establezcan al mismo tiempo sus más naturales consecuencias.

Por este efecto, los abajo firmados, a saber:

Por una parte, el señor Claudio Justo Enrique Bouchet Martigny, Cónsul general, encargado de negocios, y ministro plenipotenciario de Su Majestad el Rey de los Franceses.

Y por otra, los señores Dr. Don Julián Segundo de Agüero, Dr. Don Juan José Cernadas, Don Gregorio Gómez, Dr. Don Ireneo Portela, Dr. Don Valentín Alsina, Dr. Don Florencio Varela, miembros que componen la Comisión Argentina, establecida en Montevideo, por especial delegación del señor general Lavalle, que como jefe de todas las fuerzas argentinas dirigidas contra el dictador Rosas, representa de hecho los intereses y negocios de la provincia de Buenos Aires, cuya representación delegó en dicha Comisión.

Se han reunido, hoy día de la fecha, en la casa habitación del señor Bouchet Martigny; y después de dar a este negocio su más seria atención, han reconocido, de común acuerdo, que es de la mayor importancia que la desavenencia entre la Francia y Buenos Aires, a que han dado lugar las crueldades, y actos arbitrarios ejercidos por el actual gobernador de esta provincia, contra diversos ciudadanos franceses, y el bloqueo que ha sido su consecuencia, cesen en el instante mismo en que haya desaparecido la autoridad del dicho gobierno y haya sido reemplazada por otra, conforme a los deseos del país, como las circunstancias dan lugar a esperarlo.

Y, creyendo necesario entenderse de antemano, respecto de los medios mejores que deben emplearse para obtener ese resultado de un modo igualmente honroso para ambos países, han discutido maduramente el negocio, y han convenido, por fin, en lo siguiente:

Tan luego como se haya instalado en Buenos Aires una nueva administración, en lugar del despotismo que allí domina actualmente, anunciará ella misma este suceso al señor Bouchet Martigny, instándole a trasladarse cerca de ella. El señor Bouchet Martigny se prestará inmediatamente a esta invitación, y se presentará a la nueva administración en calidad de Cónsul general, encargado de negocios y plenipotenciario de Francia.

Su primer acto, en respuesta a la nota que se le haya dirigido, será el de hacer a la nueva administración una declaración al efecto siguiente:

El bloqueo establecido en el litoral de Buenos Aires, y los actos hostiles que le han acompañado, jamás han sido dirigidos contra los ciudadanos de la República Argentina; lo que más de una vez han mostrado las medidas tomadas en favor de los mismos ciudadanos argentinos, por los agentes de Su Majestad, y por los comandantes de las fuerzas navales francesas en el Plata. Esos actos ningún otro objeto han tenido que el de compeler al tirano, bajo cuyo yugo gemía la república, a poner término a sus crueldades contra los ciudadanos franceses, a conceder justas indemnizaciones a aquellos que las habían ya sufrido, y a respetar la cosa juzgada. Vivamente ha sentido el gobierno del Rey verse obligado a echar mano de medidas que debían producir grandes males para el pueblo argentino; pues jamás ha creído que ese pueblo haya tenido parte alguna en semejantes excesos; o los haya aprobado.

Hoy, pues, que ha desaparecido el monstruoso poder, contra el cual se dirigían determinadamente las hostilidades de la Francia, y que el pueblo argentino ha recobrado el ejercicio de sus derechos y de su libertad, no hay ya motivo alguno para que continúe la desavenencia entre los dos países, ni el bloqueo a que había dado lugar; contando positivamente el gobierno de Su Majestad, y el infrascrito, con la disposición del pueblo argentino, y de la administración que acaba de establecerse en Buenos Aires, a hacer justicia a la nación francesa, y acceder a sus justas reclamaciones.

En consecuencia, el señor Bouchet Martigny va a apresurarse a escribir al contraalmirante, comandante de las fuerzas navales francesas en el Plata, para darle noticia de los acontecimientos y para rogarle que declare levantado el bloqueo del Río de la Plata, y dé las órdenes necesarias, a fin de que las fuerzas francesas, que se hallan en la isla de Martín García, se retiren; y, al dejarla, entreguen al jefe militar, y a la guarnición que, a efecto de relevarlas, mande el gobierno de Buenos Aires, la artillería y todos los otros objetos, que existían en la isla, antes de su ocupación por los franceses.

En cambio de esta nota, la nueva administración de Buenos Aires trasmitirá al señor Bouchet Martigny una declaración concebida, poco más o menos, en los términos siguientes, la cual llevará fecha seis u ocho días después:

El gobierno provisorio de Buenos Aires, deseando corresponder a la generosidad de la declaración que con fecha le ha sido hecha por el señor encargado de negocios y plenipotenciario de la Francia, deseando también dar a esta nación una prueba de su amistad, y de su reconocimiento, por los eficaces servicios que en estas últimas circunstancias ha prestado a la causa argentina.

Considerando igualmente la justicia con que el gobierno de Su Majestad el Rey de los Franceses ha reclamado indemnizaciones, en favor de aquellos de sus nacionales, que hayan sido víctimas de actos crueles y arbitrarios del tirano de Buenos Aires Don Juan Manuel Rosas:

Ha decretado lo que sigue:

Art. 1.º- Hasta la conclusión de una conversación de amistad, comercio y navegación, entre Su Majestad el Rey de los Franceses y la provincia de Buenos Aires, los ciudadanos franceses establecidos en el territorio de la provincia serán tratados, respecto de sus personas y propiedades, como lo son los de la nación más favorecida.

Art. 2.º- Se reconoce el principio de las indemnizaciones, reclamadas por Su Majestad el Rey de los Franceses, en favor de aquellos de sus nacionales que hayan sufrido antes o después de establecido el bloqueo, por medidas inicuas y arbitrarias del último gobernador de Buenos Aires Don Juan Manuel Rosas, o sus delegados.

Invitará este gobierno al señor Bouchet Martigny a que se entienda con él, para hacer determinar, en un plazo breve, el monto de esas indemnizaciones, por árbitros elegidos por ambas partes, en igual número; y que en caso de empate, tendrán la facultad de asociarse un tercero en discordia, nombrado por ellos a mayoría de votos.

Se reconoce también el principio del crédito del señor Despuy contra el gobierno de Buenos Aires. Los mismos árbitros fijarán su monto por documentos auténticos.

El señor Martigny, en respuesta a la notificación que reciba de esta resolución, dará las gracias al gobierno de Buenos Aires, por este testimonio de amistad y de justicia, y lo aceptará en nombre del gobierno de Su Majestad.

Los señores miembros de la Comisión Argentina, reconocidos a los servicios que la Francia ha hecho a su república, en la lucha que sostiene contra su tirano, se comprometen del modo más formal, tanto en su nombre, como en el del general Lavalle, de quien son delegados, a emplear todos sus esfuerzos y usar de toda su influencia, para que el nuevo gobierno de Buenos Aires, legalmente constituido, concluya sin demora, con el encargado de negocios y plenipotenciario de Francia, una convención de amistad, comercio y navegación, en los mismos términos de la que se firmó en Montevideo el 8 de abril de 1836, entre la Francia y la República Oriental del Uruguay; lo que será también una nueva prueba de la moderación e intenciones de la Francia; pues que nada más pide, ni desea de la República Argentina, sino lo mismo que propuso, en medio de la paz y la amistad, al Estado Oriental del Uruguay.

Terminado así el objeto de la presente conferencia, se formó este protocolo, que quedará secreto, y que firmaron todos los miembros de ella, en dos ejemplares, en francés el uno, y el otro en castellano, en Montevideo, a 22 de junio de 1840.

(Firmado)

Bouchet Martigny.

Julián S. De Agüero.

Juan J. Cernadas.

Gregorio Gómez.

Valentín Alsina.

Ireneo Portela.

Florencio Varela.



El señor Mandeville estaba absorto.

Por la cabeza de Arana no pasó sino la idea que la dominaba siempre, y bajo su inspiración dijo:

-¿Pero qué dirá el Señor Gobernador cuando sepa que ese documento ha existido en manos de usted por tanto tiempo, sin él saberlo?

-El Señor Gobernador conoce ese documento desde el mismo día en que llegó a mis manos.

-¡Ah!

-Sí, señor Arana; lo conoce porque era de mi deber enseñárselo, primero, para probarle mi celo por nuestra causa; y segundo, para que no declinase de su heroica resistencia contra las pretensiones francesas.

-Es un prodigio este joven -dijo Don Felipe mirando a Mandeville; mientras Don Cándido se persignaba, creyendo que Daniel había hecho pacto con el diablo, y que él se encontraba en la asociación.

-Bien, pues -continuó Daniel-, a primera vista esta alianza debería inspirar recelos al gabinete británico, sobre la influencia comercial que adquiriría la Francia en estos países, en el caso de que los unitarios triunfasen. Pero éstos hacen desaparecer esos temores con una política que no deja de ser hábil y conducente. Ellos hacen entender que las concesiones hechas a la Francia no son una especialidad, sino un programa general que establecen para lo futuro en sus relaciones políticas y comerciales para con los demás estados. Que su sistema de orden y de garantías se extenderá a todos los extranjeros que residan en la república. Anuncian la libre navegación de los ríos interiores. Proclaman la emigración europea como una necesidad de estos países; y distraen los intereses políticos, con las perspectivas comerciales que ofrecen en ellos una vez que triunfe su partido.

-¡Traición es todo eso! -exclamó Don Felipe, que no entendía una palabra de cuanto acababa de oír.

-Prosiga usted -dijo Mandeville, interesado profundamente en las palabras de Daniel.

-En presencia de tal programa -prosiguió el joven-, el ministerio inglés toma en cuenta, de una parte, los inconvenientes de una hostilidad directa a la Francia en su cuestión en el Plata; y por otra, las ventajas que puede reservarse para lo futuro, con sólo que la Inglaterra se mantenga neutral en una cuestión cuyo resultado puede ser el triunfo de un partido que establece un programa político, todo él de ventajas de comercio, al capital y a la emigración europea, y cuya amistad quizá convendrá más tarde adquirirse a todo trance para equilibrar la influencia que la Francia haya establecido en sus relaciones anteriores.

-¡Pero es una picardía! -exclamó el señor Don Felipe-, una traición, un ataque a la independencia y soberanía nacional.

-Por supuesto que lo es -dijo Daniel-, es una completa picardía de los unitarios. Pero eso no obsta a que puedan alucinarse con ella en Inglaterra; y toda nuestra esperanza, en este caso, se funda en la habilidad de usted, señor Arana, para hacer entender al señor Mandeville todo lo que tiene de traidor a los intereses americanos y europeos el pensamiento de los unitarios.

-Ya... sí... pues... yo he de hablar con el señor Mandeville.

-Sí, hemos de hablar -contestó el ministro inglés cambiando una mirada significativa con Daniel, en quien había descubierto todo cuanto a Don Felipe le faltaba.

-¿Y me podría usted facilitar una copia de ese documento? -continuó Mandeville dirigiéndose a Daniel.

-Desgraciadamente no puedo -contestó el joven haciendo al mismo tiempo una seña de afirmativa a Mandeville, que fue comprendida en el acto.

-No puedo -prosiguió Daniel-, porque le entregué una copia de él al Señor Gobernador, que se manifestó muy disgustado de que su ministro de Relaciones Exteriores no supiese nada de este negocio.

-¡Pero si nada sabía! -exclamó Don Felipe abriendo tamaños ojos.

-De eso se trata; de que no supiera usted nada; y si usted le habla alguna vez de este asunto, conocerá cuán disgustado está Su Excelencia por aquella ignorancia.

-Oh, yo no hablo jamás al Señor Gobernador sino de los asuntos que él me promueve.

-En eso se conoce el talento de usted, señor Arana.

-Y de este asunto me guardaré bien de decirle una palabra.

-Bien hecho, ¿no le parece a usted, señor Mandeville?

-Soy de la misma opinión del señor Bello.

-¡Oh! Nosotros todos nos entendemos perfectamente -dijo Arana arrellanándose en la silla.

-¿Y podríamos entendernos sobre el asunto que me ha traído a saludar a Vuestra Excelencia? -preguntó Mandeville.

-¿Sobre la reclamación del súbdito inglés?

-Justamente.

-Sí, podríamos, pero...

-¿Pero qué, señor? Es un asunto muy fácil.

-Pero como el Señor Gobernador no está...

-Pero Vuestra Excelencia es el gobernador delegado, y en un asunto tan sencillo...

-Sí, señor, pero yo no puedo sin consultarlo...

-Pero si esto no es de política; es un asunto civil; se trata de volver a un súbdito de Su Majestad una propiedad que le ha tomado un juez de paz.

-Lo consultaré.

-¡Válgame Dios!

-Lo consultaré.

-Haga el señor Arana lo que quiera.

-Lo consultaré, en la primera oportunidad.

-Bien, señor -dijo Mandeville levantándose y tomando el sombrero.

-¿Se va usted ya?

-Sí, señor ministro.

-¿Y usted también, señor Bello?

-A pesar mío.

-¿Pero volverá usted a verme?

-A cada momento, siempre que no incomode al señor gobernador delegado.

-¡Incomodarme! Por el contrario, tengo muchas cosas que consultar con usted.

-Siempre estoy pronto y contento de ser honrado de ese modo.

-¡Vaya, pues! ¡Vayan con Dios!

Y el señor Mandeville y Daniel salieron juntos riéndose y compadeciendo ambos interiormente aquel pobre hombre titulado ministro y gobernador delegado.

-¿Quiere usted que tomemos un vaso de vino en mi casa, señor Bello? -preguntó el ministro inglés al llegar al coche.

-Con mucho gusto -contestó Daniel-, y los dos subieron al carruaje, a tiempo que doblaban la calle, en dirección a lo de Arana, Victorica por una vereda, y el cura Gaete por otra.

Llegados que fueron aquéllos a la hermosa quinta del ministro británico, la conversación giró de nuevo sobre el documento que acaban de conocer nuestros lectores.

Esa pieza histórica tiene en sí misma el sello de dos verdades innegables, que más tarde serán temas de largas meditaciones en el historiador de estos países, como le servirá también de comprobante para justificar la lealtad y la moral de los emigrados argentinos, tantas veces acusados de vender y sacrificar los intereses y los derechos de su país, en sus relaciones con el extranjero.

Estudiando ese documento, no se puede menos que compadecer ese santo infortunio de la emigración, de cuyos tristes efectos no es el menos notable, ni el menos desgraciado, el alucinamiento a que da ocasión, aun en los espíritus más serios.

Parece increíble que hombres de la altura de Agüero y de Varela llegasen a creer que el protocolo que firmaban en 22 de junio de 1840 pudiera nunca servir a uno de los dos objetos que se proponían con ese paso, y que sin duda era el más importante para ellos.

Con una candidez pasmosa, la Comisión Argentina creyó arribar con ese convenio al logro de una obligación perfecta, de una alianza formal entre la Francia y los enemigos de Rosas.

La firma de la Comisión Argentina, los compromisos que ella hubiese contraído, podrían haber sido, sin duda, atendibles y respetados por el nuevo gobierno que sucediese al de Rosas en Buenos Aires. Pero si la Francia se negaba a respetar la alianza de hecho, sellada con las libaciones de la sangre, ¿cómo esperar que respetase un compromiso extraoficial, contraído con un agente suyo, por una entidad moral, que no representaba absolutamente nada, ni en derecho público, ni en poder, ni en consecuencias ulteriores, una vez que fuese vencido por Rosas el partido armado que esa entidad representaba? ¿Con qué carácter, dónde, ni cómo, se reclamaría de la Francia el cumplimiento de los deberes que la alianza imponía, si la Francia cortaba la cuestión, como la cortó, o daba a su política en el Plata cualquiera otro sesgo que le conviniese?

Entretanto, si el general Lavalle triunfaba de Rosas, la revolución no podía dejar de llevarlo al puesto del gobierno, y la Comisión Argentina, por la calidad de sus miembros, debía hallarse también en las altas regiones del poder; y las promesas del 22 de junio, si bien no eran de una obligación perfecta para Buenos Aires, lo eran para aquellos que las firmaron, y que, colocados en actitud de llenarlas, no hubieran querido ni podido prescindir de cumplirlas. Viniendo a resultar que aquel convenio era todo una realidad para la Francia, y todo una ilusión para la Comisión Argentina.

Pero ésta tuvo también otro objeto en aquel paso, y si por ventura no entró en sus consejos, debemos felicitarnos, sin embargo, de que aparezca como tal.

La alianza con el extranjero era el caballo de batalla de Don Juan Manuel Rosas, y de su partido, para estigmatizar a sus contrarios; y mucho tiempo después de aquel a que está circunscrita esta obra, ha continuado siendo el tema favorito de las más punzantes recriminaciones, de las más infundadas y arbitrarias sospechas.

Pero en materias tan graves, en que la historia no está menos interesada que el honor de los individuos y los Partidos, no se discute sino sobre los hechos y los documentos.

Para acusar a Rosas y la parte activa de su partido, a cada momento les hacemos su proceso con las piezas oficiales de ellos mismos, y con la exposición de hechos que han estado bajo el imperio de los ojos o que existen daguerreotipados en la memoria de cien mil testigos.

Para acusar a la emigración argentina, de haber sacrificado uno solo de los derechos permanentes de su país, de haber pospuesto una sola de sus conveniencias presentes o futuras, en política o en comercio, en territorio u obligaciones de cualquier género; para acusar a uno solo de los miembros espectables de esa emigración de haber recibido del extranjero un solo peso, una sola ventaja, una sola promesa a cambio de la mínima condescendencia, no han de hallar un solo documento ni un solo testigo, los más encarnizados perseguidores de esa emigración. Y si hallasen algún documento, ha de ser de la naturaleza y de los términos del que aquí se conoce.

Cuanto allí se le ofrecía a la Francia, no era una línea más que lo que ella había exigido desde el comenzamiento del bloqueo. Pero se le ofrecía mucho menos que lo que Rosas debía darle más tarde en la Convención de 29 de octubre, después de haber hecho sufrir y humillar al país, por el largo período del primer bloqueo.




ArribaAbajoCapítulo III

De cómo era y no era gobernador delegado don Felipe


Por más que apresuró sus pasos el cura Gaete para entrar a casa de Arana antes que el jefe de policía, no pudo desgraciadamente conseguirlo; y este último atravesó el patio y llegó al gabinete del gobernador delegado, mientras el cura de la Piedad, que tenía sus motivos para no querer hablar con Arana delante de Victorica, entró al salón a hacer sus cumplimientos federales a la señora Doña Pascuala Arana, señora sencilla y buena, que no entendía una palabra de las cosas públicas y que era federal porque su marido lo era.

-¿Qué novedades hay, señor Victorica? -preguntó Arana al jefe de policía después de haberse ambos cambiado los cumplimientos de estilo, y de haber hecho señas a Don Cándido para que continuase escribiendo; pues nuestro amigo había dejado pluma y silla y se deshacía en cortesías a Victorica.

-Ninguna en la ciudad, señor Don Felipe -contestó Victorica sacando y armando un cigarrillo de papel, cuidándose poco de los respetos debidos al Excelentísimo Señor Gobernador delegado.

-Y ¿qué le parece a usted Lavalle?

-¿A mí?

-¡Pues! ¿Qué le parece a usted cómo viene para adelante?

-Lo extraño sería que fuese para atrás, señor Don Felipe.

-¿Pero que no ve ese hombre de Dios, que va a conmover todo el país?

-A eso ha venido.

-¿Pero qué mal le hemos hecho? ¿No ha vivido tranquilo en la Banda Oriental sin que jamás hayamos ido a incomodarlo? ¿Cree usted que una obra como la suya tenga perdón de Dios?

-No sé, señor Don Felipe; pero en todo caso yo preferiría que no lo tuviese de los hombres, porque Dios está muy lejos, y Lavalle está muy cerca.

-Sí, más cerca de lo que debiera estar. ¿Conoce usted el diario de las marchas que ha hecho ya?

-No, señor.

-A ver, señor Don Cándido, ¿sacó usted copia del diario de marchas?

-Ya está lista, Excelentísimo Señor Gobernador delegado -contestó el secretario privado haciendo una profunda reverencia.

-Léalo usted.

Don Cándido se echó para atrás en su silla, alzó un papel a la altura de sus ojos, y leyó:

Marcha del ejército de los traidores inmundos unitarios desde el día 11 del corriente.

Día 11. Marchó todo el ejército hacia los Arrecifes, y llegamos a la estancia de Dávila a las tres y media de la tarde, donde campamos y carneó el ejército.

Día 12. A las ocho y cuarto de la mañana empezamos a marchar, y campamos a las doce y cuarto de la misma en la estancia de Sosa. A las cuatro de la tarde, hora en que se acabó de carnear y comer, marchamos hasta las ocho de la noche que campamos. Este día y los anteriores se presentaron cerca de ciento cincuenta personas de aquellos lugares para unirse voluntariamente al ejército.

Día 13. A las nueve y media de la mañana marchamos y campamos en la estación de Pérez Millán, donde carneó el ejército. Este día se unió Sotelo al ejército, con ciento cuarenta vecinos de Arrecifes, que venían a servir en el mismo.

Día 14. A las cinco de la tarde marchamos, y campamos a las siete y media de la noche en otra estancia de Pérez Millán.



-¿Usted ve ese hombre lo que está haciendo? -dijo Don Felipe, dirigiéndose a Victorica y cruzando sus manos sobre el estómago, como era su costumbre.

-Sí, señor, veo con placer que no marcha tan recto ni tan pronto como le convendría.

-Pero marcha, y el día menos pensado se viene hasta la ciudad.

-Y ¿qué hemos de hacer? -contestó Victorica riéndose interiormente del miedo que percibía en Don Felipe.

-¿Qué hemos de hacer? Hace tres noches que no duermo, señor Victorica, y, en los momentos que concilio el sueño, suspiro mucho, según me dice Pascualita.

-Estará usted enfermo, señor Don Felipe.

-De cuerpo no, gracias a Dios, porque yo hago una vida muy arreglada; pero estoy enfermo del ánimo.

-¡Ah, del ánimo!

-¡Pues! Estas cosas no son para mí. Es verdad que yo no he hecho mal a nadie.

-No dicen eso los unitarios.

-Es decir, yo no he mandado fusilar a ninguno. Sé que si son justos me dejarían vivir en paz. Porque yo lo que quiero es vivir cristianamente educando a mis hijos, y acabar la obra sobre la Virgen del Rosario que comencé en 1804, y que después mis ocupaciones no me han dejado concluir. Así es, que si Lavalle es justo, no tendrá por qué ensañarse conmigo, y...

-Dispense usted, señor Don Felipe, pero me parece que está usted ofendiendo al Ilustre Restaurador y a todos los defensores de la Federación.

-¿Yo?

-Me parece que sí.

-¿Qué dice usted, señor Don Bernardo?

-Digo que es ofender al Restaurador y a los federales el suponer que el cabecilla Lavalle pueda triunfar.

-Y ¿quién dice que no puede triunfar?

-Lo dice Su Excelencia el Restaurador de las Leyes.

-¡Ah, lo dice!

-Y no me parece que debe desmentirlo el gobernador delegado.

-¡Qué desmentirlo, hombre de Dios! Al contrario, si yo sé muy bien que Lavalle va a encontrar su tumba. Era que me ponía en el caso solamente...

-¿De que triunfase?

-¿Pues?

-Ah, eso es otra cosa -dijo Victorica, que realmente se estaba divirtiendo, aun cuando su seco y bilioso temperamento no se prestaba fácilmente a esas comedias.

-Eso es, eso es; así es como se entienden los hombres.

-Y si fuera posible que nos entendiéramos también sobre algunos asuntos de servicio, habría llenado el objeto de esta visita.

-Hable usted, señor Don Bernardo.

-El comisario de la tercera sección está gravemente enfermo, y necesito saber si puede desempeñar interinamente su cargo el comisario de la segunda.

-¿Qué más, señor Victorica?

-La Sociedad Popular despacha patrullas armadas todas las noches, sin conocimiento de la policía.

-Apunte usted todo eso, señor don Cándido.

-En el momento, Excelentísimo Señor Gobernador delegado -contestó el secretario.

-Esas patrullas no toman el santo en la policía, y todas las noches hay conflictos entre ellas y las que salen del departamento.

-Anote usted esa circunstancia, señor Don Cándido.

-Inmediatamente, señor Excelentísimo.

-Una de las patrullas de la Sociedad Popular ha arrestado anoche dos vigilantes de policía, porque no llevaban papeletas de socios restauradores.

-Que no se olvide esto, señor Don Cándido.

-De ningún modo, respetable y Excelentísimo Señor.

-Cuatro panaderos se han presentado a mi oficina, anunciando que no podrán continuar la elaboración del pan, si no se les permite reducir su peso por cuanto están pagando sueldos crecidísimos a peones extranjeros, porque los hijos del país han sido llevados de leva.

-Que hagan el pan más grande, y multa si no trabajan.

-La señora Doña María Josefa Ezcurra solicita que se haga un nuevo registro en una casa que ya fue visitada en Barracas, y cuya dueña no está allí hace algunos días.

-¿Lo pide por orden del Señor Gobernador?

-No, señor. Por orden suya.

-Déjese, entonces, de hacer registros. ¡Qué gana de indisponerse con todo el mundo! Basta de compromisos, que demasiados tenemos, señor Don Bernardo. No siendo por orden del Señor Gobernador, no haga usted nada.

-Sin embargo, hay sospechas sobre un pariente de la dueña de esa casa.

-¿Quién es el pariente?

-Don Daniel Bello.

-¡Jesús! ¿Qué está usted diciendo?

-Yo las tengo.

-No diga usted disparates. Yo respondo por él como por la Virgen del Rosario. No sabe usted, ni Doña María Josefa, todo lo que la Federación debe a ese joven. Intriga, calumnia. Nada, nada contra Bello, si no es por orden del Señor Gobernador.

-Yo haré lo que el señor Arana me ordene, pues que no tengo órdenes especiales de Su Excelencia, pero no perderé de vista a ese mozo.

-¿Hay más?

-Nada más.

-¿Está usted despachado entonces?

-Aún no, señor Don Felipe.

-¿Y que más hay?

-Hay el que no me ha contestado usted, ni me ha autorizado para lo de las patrullas, ni para contener los avances de la Sociedad Popular que pone presos a los empleados de la policía.

-Consultaré.

-¿Pero no es usted el gobernador delegado?

-Lo soy.

-¿Y entonces?

-No importa, lo consultaré con el Señor Gobernador.

-Pero el Señor Gobernador no está hoy para ocuparse de asuntos de servicio interior.

-No importa; lo consultaré.

-¡Válgame Dios, señor Don Felipe! ¡Si usted es el gobernador delegado, y no sé que lo que pido esté fuera de sus atribuciones!

-Sí, hombre, sí, soy el gobernador delegado; pero es por forma, ¿entiende usted?

-Creo que entiendo -contestó Victorica, que bien lo sabía, pero que hubo pensado poder sacar algo que lo garantiese de la Mashorca.

-Por forma -continuó Don Felipe-, para que los unitarios no digan que marchamos sin las formas, pero nada más.

-Ya.

-Esto es para entre nosotros ¿eh?

-Sin embargo, el secreto lo saben todos.

-¿Qué secreto?

-El de la forma.

-Y...

-Y se ríen malignamente los unitarios.

-¡Traidores!

-Y dicen que usted es y no es gobernador delegado.

-¡Vendidos!

-Y dicen también que tiene usted miedo.

-¿Yo?

-Sí, eso dicen.

-¿Pero miedo de quién?

-Del Señor Gobernador, si hace usted algo que no le agrade; y de Lavalle, si hace algo del gusto del Señor Gobernador.

-Eso dicen, ¿eh?

-Eso.

-¿Y usted qué hace, señor jefe de policía?

-Sí, usted.

-Nada.

-Pues mal hecho, porque esos difamadores debían estar en la cárcel.

-¿Pero no me decía usted hace poco que hartos compromisos teníamos, para andar persiguiendo a otros?

-Sí, pero no a los que nos difaman.

-No haga usted caso.

-Créame usted que estoy deseando dejar el ministerio, señor Don Bernardo.

-Se lo creo; y pasar a vivir a su estancia, ¿no es eso?

-¡Qué estancia, hombre, si está arruinada!

-Pues no dicen eso los unitarios.

-¡Qué!, ¿hablan hasta de mi estancia?

-De las estancias.

-¡Jesús, señor! ¿Yo, estancias?

-Y que están muy pobladas; y que todo eso ha sido mal adquirido; y que todas se las han de quitar a usted, por haber sido compradas con fondos del Estado; ¡qué sé yo cuántas cosas dicen!

-Pero es preciso que vayan a la cárcel.

-¿Quiénes?

-Los que eso dicen.

-¿Pero si lo dicen en Montevideo, señor Arana?

-¡Ah, en Montevideo!

-Pues.

-¡Traidores!

-Por supuesto.

-Vea usted: hasta un crucifijo de plata que me regaló el padre guardián de San Francisco después de la entrada de los ingleses, es decir, después que se fueron, se lo he tenido que dar al almacenero Rejas, a cuenta del gasto que le hago.

-Ya.

-Esas son mis estancias, ¡traidores!

-¿De manera que no me autoriza usted para contener los avances de la Sociedad Popular?

-No tengo mi cabeza para esas cosas. Otro día, consultaré.

-Bien; yo le escribiré al Señor Gobernador -dijo Victorica levantándose, bien decidido a no escribir de eso una palabra a Rosas; quería asustar más al pobre Don Felipe, de quien acababa de vengarse a su satisfacción.

-¿Se va usted?

-Sí, señor.

-¿De modo que ya va usted autorizado?

-¡Autorizado! ¿Para qué?

-Para lo del pan.

-¡Ah, no me acordaba!

-Que lo hagan grande.

-¿Aunque pierdan los panaderos?

-Aunque pierdan.

-Muy bien.

-Y de harina de flor, como lo trabajan las monjas.

-Buenos días, señor Don Felipe.

-Diosse los dé buenos, señor Victorica. Consúlteme todo cuanto ocurra.

-¡Oh!, no dejaré de hacerlo. ¡Es usted el gobernador delegado!

-Aunque rabien los unitarios. Lo soy; sí, señor, lo soy.

-Buenos días.

Y Victorica salió echando a los diablos al gobernador delegado.

Entre las muchas preciosidades curiosas que ofrece a la crítica el sistema de Don Juan Manuel Rosas, o más bien, su época, es la laboriosa ficción de todos cuantos representaban un papel en el inmenso escenario de la política. Cada personaje era un actor teatral: rey a los ojos de los espectadores, y pobre diablo ante la realidad de las cosas.

Un ministro de Estado, un jefe de oficina, un diputado, un juez, un general en jefe, todo eran, menos ministro de Estado, juez, diputado, o general; pero hacían maravillosamente su papel de tales. Es a decir: hacían su papel para los demás; pero ante los mismos no había uno que no supiese que su corona era de cartón dorado, y su cesáreo manto, de franela.

Lujosos, porque jamás la plata les faltaba, al golpear la puerta de un magnate de Rosas, ya se tocaba en efecto a la casa de un ministro, de un general, de un alto magistrado, etc.

Se llegaba a la presencia del magnate, y ya la cara estaba diciendo a uno con quién hablaba.

Un ministro, un favorecido del héroe, debía ser por fuerza un hombre serio, grave, adusto, representante fiel de la más seria de las causas.

Como todos se vestían de diablo, el color de llamas de que estaban cubiertos dábales cierto aire más imponente, que luego sus términos llenos de mesuras y de reticencias acababan por solemnizar.

Mientras se trataba de lugares comunes, todo era flores para ellos. Por aquí o por allí, la conversación había de rodar por fuerza sobre Su Excelencia y Manuelita, con quienes indefectiblemente se había hablado el día antes, o hacía dos días cuando más.

Cada palabra de los labios federales era a los ojos del que la vertía una especie de onza de oro, con el busto del Restaurador, que debía recogérsela y metérsela en el bolsillo el que estaba escuchando sus relaciones con la sacra familia, por lo cual debía estar admirando el poder y la influencia del personaje, ministro, o juez, o diputado, etc.

Pero la mano de la providencia estaba allí cerquita, y en cuanto la conversación caía sobre algún asunto especial que debía girar entre las atribuciones oficiales del personaje, le daba entonces de chicotazos en la conciencia, haciéndole avergonzarse de sí mismo, o haciéndole comprender que era un pobre gusano que pisaba Rosas; un pobre cómico que representaba un papel, que no servía sino para hacerle comprender que estaba vestido de jergas oropeladas.

Ninguno de ellos se atrevía a confesar su situación, a decir que de su rango no conservaban sino el título, y que toda jurisdicción, toda acción, pertenecía al autor de la comedia que representaba, pero no a la pobre compañía, contratada por veinte años, sin más regalías que su sueldo, sus vestidos de príncipes y reyes, y un beneficio de vez en cuando, con la obligación de no enojarse cuando la posteridad los apedrease.




ArribaAbajoCapítulo IV

De cómo Don Felipe Arana explicaba los fenómenos del magnetismo


No bien atravesó el patio el señor jefe de policía, cuando el cura Gaete, que lo vio por entre los cristales de la puerta del salón, se despidió de las señoras y se fue derecho al gabinete del ministro gobernador, que por un principio de republicanismo recibía a todo el que se entraba hasta él, sin ceremonias ni edecanes.

La cabeza de Medusa, o la aparición del alma de su padre, no habrían producido en nuestro Don Cándido Rodríguez: la impresión que la cara del cura Gaete; pues su espíritu, tan abrumado de impresiones desgraciadas después de algún tiempo, sufrió una revolución tal, que estuvo el hombre por dar vuelta a la silla y ponerse de espalda al gobernador y al cura de la Piedad.

Pero entre el caos de ideas que surgió en su cabeza, de aquella malhadada aparición, adoptó por fin la de bajar la frente hasta tocar con el papel, y escribir con una rapidez asombrosa; aunque, en obsequio de la verdad, es necesario decir que no escribía, sino que rasgueaba sobre el papel.

Don Felipe Arana era amigo de todos los hombres de iglesia; pero con el cura Gaete existía en Don Felipe otro vínculo no menos atrayente, o quizá más atrayente, que el de la amistad y todos cuantos ligan los corazones humanos, por cuanto ese vínculo era el miedo; un miedo abrumador que sentía, tanto por la lengua difamadora de Gaete, cuanto por sus íntimas relaciones con la Mashorca.

Así fue que al verlo entrar salió a su encuentro con las dos manos estiradas, cual si fuese a tropezar con él, más bien que a saludarle. Pues que por un resultado necesario del sistema de Rosas, sus mejores servidores estuvieron siempre temblando recíprocamente unos de otros; y todos juntos, del mismo hombre a quien servían y sostenían.

-¡Qué milagro, padre, qué milagro! -exclamó Don Felipe sentándose a su lado; pero desgraciadamente el cura Gaete vino a quedar frente a frente con Don Cándido.

-Vengo a dos cosas.

-Hable, padre. Sabe que yo soy uno de sus más antiguos amigos.

-Eso lo hemos de ver hoy.

-Hable, hable no más.

-La primera cosa a que vengo, es a felicitarlo.

-Gracias, muchas gracias. ¡Qué quiere usted, todos debemos prestarnos a lo que manda el Señor Gobernador!

-Cabal. Al fin, nosotros nos quedamos aquí mientras él va a darles de firme a esos traidores.

-¿Y la segunda cosa, padre?

-La segunda es una orden que quiero me dé usted para que prendan a unos impíos unitarios que me han ofendido.

-¡Hola!

-Y a toda la Federación.

-¿Sí?

-Y hasta al mismo Restaurador.

-¿También?

-A todos.

-¡Qué insolencia!

-He estado más de diez veces a ver al Gobernador antes de irse, pero no he podido hablarle.

-¡Ha estado tan ocupado estos últimos días!

-Pero Victorica no está ocupado, y sin embargo, no ha querido prender a los que le he dicho, porque dice que no tiene órdenes.

-Pero si es caso extraordinario, debe hacerlo.

-No lo hace porque nunca ha querido hacer nada de lo que yo, o los demás socios, le decimos.

-Sus deberes quizá...

-No, señor, ¡qué deberes, ni qué deberes! No lo hace porque no es tan federal como nosotros.

-Vaya hombre, vaya, calma.

-No quiero calma, no, señor. Y si usted no me da la orden, yo no respondo de lo que puede suceder.

-¿Pero qué es lo que hay? -preguntó Don Felipe, que maldecía el momento en que le había entrado tal visita.

-¿Qué es lo que hay?

-Sí, vamos a ver, que si es cosa que merece la pena...

-Y verá usted si merece. Oigame usted, señor Don Felipe.

-Diga usted, pero con calma.

-Oiga usted: tengo por el barrio de la Residencia unas antiguas amigas mías que me cuidan la ropa. Fui una noche a verlas, hará como dos meses; levanté el picaporte, entré y volví a cerrar la puerta. El zaguán estaba oscuro, y...

Y el cura Gaete se levantó, entrecerró la puerta del gabinete que daba al zaguán, y dirigiéndose a Don Cándido le dijo:

-Venga, paisano; póngase aquí -señalando un lugar cerca de la puerta.

Don Cándido temblaba de pies a cabeza, la palabra se le había atragantado, y perdida la elasticidad de los músculos de su cuello, no volvía la cabeza a ningún lado.

-¡Eh! Con usted hablo -continuó Gaete, venga, hágame el favor de pararse aquí, que no es un perro el que se lo pide.

-Vaya usted, Don Cándido, vaya usted -dijo Arana.

Don Cándido se levanto y marchó, duro y derecho, hasta el lugar que indicaba Gaete, ni más ni menos que como el Convidado de Piedra.

-Bueno, ahí -dijo Gaete. Yo entré, pues, al zaguán que estaba oscuro, y ¡tras!, tropecé con un hombre.

Y Gaete caminó hacia Don Cándido y se dio contra él.

-En el momento saqué mi puñal; este puñal federal, señor Arana -dijo Gaete sacando un gran cuchillo de su cintura-, que me ha dado la patria como a todos sus hijos para defender su santa causa. ¿Quién está ahí?, pregunté, y yo le puse la punta del puñal sobre el pecho.

Y Gaete la puso en efecto sobre el pecho de Don Cándido.

-Me respondió que era un amigo; pero yo, que no entiendo de amigos en zaguanes a oscuras, me le fui encima y lo cacé del pescuezo.

Y Gaete se prendió de la corbata de Don Cándido con su mano izquierda.

Don Cándido fue a hablar, pero se contuvo; pues todo lo que más le importaba era no hablar; y tuvo que resignarse a sufrir en silencio la pantomima de Gaete, jurando en su interior que ese sería el último día de su residencia en Buenos Aires, si tenía la dicha de que no fuese el último de su existencia en el mundo.

Gaete continuó:

-Pero a tiempo que le iba a encajar, se me cayó el cuchillo. Fui a alzarlo, y a tiempo que me agachaba, otro hombre se echa sobre mí y me pone una pistola en la sien; y allí desarmado yo, y con la muerte en la cabeza, se pone a insultarme, y a insultar al Restaurador y a la Federación. Y después de decir cuanto se le vino a la boca, me metieron a la sala entre los dos hombres, me encerraron, porque casualmente las mujeres habían salido, y después se mandaron mudar.

-¡Oh, es una insolencia inaudita! -exclamó Don Felipe.

-¿No se lo decía, pues?

-¿Y quiénes eran?

-Ahí está la cosa. No pude saber nada, porque se habían entrado con llave falsa a esperarme, cuando vieron que las señoras habían salido, pero después he dado con uno; lo he conocido por la voz.

-¿Ha oído usted una cosa más original, señor Don Cándido?

Don Cándido hizo una mueca como diciendo: ¡Asombrosa!

-¿Pero qué tiene usted, hombre? Está usted como un muerto.

Don Cándido llevó la mano a la cabeza y se golpeó la frente.

-¿Ah, le duele a usted la cabeza?

Don Cándido contestó afirmativamente.

-Bien, apunte usted la queja del señor cura Gaete, retírese entonces.

Don Cándido volvió a la mesa y se puso a escribir.

Gaete prosiguió:

-Este suceso casi me costó la vida, porque me levantaba de dormir la siesta después de haber estado de comida con cuatro amigos, y esa noche casi tuve una apoplejía.

-¡Oh, si ha sido una cosa terrible!

-Pero ya he conocido a uno como he dicho a usted, y si nadie me hace justicia, aquí está quien me la ha de hacer -dijo Gaete señalando el lugar de la cintura en que acababa de guardar su cuchillo, bajo un enorme chaleco colorado.

-¿Y quién es?

-No, señor. Déseme la orden de prisión con el nombre en blanco, que yo lo pondré.

-¡Pero hombre!

-Eso es lo que yo quiero.

-¿Acabó usted, señor Don Cándido? -dijo Don Felipe, que no sabía por dónde salir de aquel laberinto.

Don Cándido contestó afirmativamente.

-A ver, léaselo usted al señor cura Gaete.

Don Cándido hesitaba.

-Lea usted, hombre de Dios, lea usted lo que ha escrito.

Don Cándido elevó su pensamiento a Dios, tomó el papel y leyó:

-«Queja elevada al Excelentísimo Señor Gobernador delegado por el muy digno y respetable, esclarecido patriota federal, Reverendo..».

-¡Che! -exclamó Gaete, abriendo tamaños ojos y extendiendo el brazo hacia Don Cándido.

-¿Qué hay? -preguntó Arana.

-Este es el otro.

-¿Quién?

-Éste, éste. Este es el otro del zaguán.

-¿Está usted en su juicio? -exclamó Arana.

-Ya están los dos -dijo Gaete frotándose las manos.

-¡Pero hombre!

-Sí, señor Don Felipe. Éste, éste es el otro.

-¿Yo? ¿Yo querer asesinar al muy digno y respetable cura de la Piedad? -exclamó Don Cándido revistiéndose de una entereza que él habría llamado asombrosa, descomunal, inaudita.

-¡Toma! Hable otro poquito.

-Está usted en error, mi apreciable y estimado señor. El acaloramiento, la irritación...

-¿Cómo se llama usted?

-Cándido Rodríguez para servir a usted y a. toda su respetable familia.

-¿Familia? ¡El mismo! Ya están los dos.

-Señor cura Gaete, siéntese usted -dijo Don Felipe-. Aquí debe haber alguna cosa extraordinaria.

-Claro está, Excelentísimo Señor -dijo Don Cándido, cobrando ánimo-, yo estoy por creer que este respetable cura ha tenido algún sueño sugerido por el enemigo malo.

-¡Yo le he de dar sueño!

-Despacio, señor Gaete. Este señor es un hombre anciano, de cuya probidad y juicio tengo repetidísimas pruebas.

-Sí, está bueno.

-Oiga usted: la palabra sueño que acaba de pronunciar mi secretario me inspira una luminosa idea.

-No entiendo de ideas, señor Don Felipe. Este es uno y el otro es quien yo sé.

-Oiga usted, hombre, oiga usted.

-Vamos a ver, oigo.

-¿Usted comió con unos amigos ese día?

-Sí, señor, comí.

-¿Durmió usted la siesta?

-Dormí la siesta.

-Entonces no sería nada de extraño que todo cuanto usted refiere haya sido una escena de sonambulismo.

-¿Y qué diablos es eso?

-Yo se lo explicaré a usted: el sonambulismo es una cosa descubierta modernamente, no recuerdo por quién. Pero se ha probado que hay muchas personas que conversan dormidas, que se levantan, se visten; montan a caballo, pasean, y todo esto dormidas; que sostienen conversaciones, que ven y hablan con personas que no están delante, y hasta hay algunos que se han batido y dado contra las paredes, creyendo que brigaban con sus enemigos; y a todo esto se le da el nombre de sonambulismo, o magnetismo.

-Dice muy bien el Excelentísimo Señor Gobernador. Y es en Alemania donde se trabaja con más perseverancia por descubrir esos fenómenos íntimos, secretos, misteriosos del espíritu humano. Y es en las dignas personas como la del respetable señor cura Gaete, de temperamento nervioso, ardiente, impresionable, en quienes se obran con más frecuencia esos portentosos prodigios de la Naturaleza. De lo cual la ilustración del Excelentísimo Señor Gobernador deduce con mucha propiedad, que el estimable señor cura Gaete ha pasado por algún momento de sonambulismo.

-¿Usted se quiere jugar conmigo?

-¿Yo, mi respetable señor?

-Señor Don Felipe, ¿usted no es el gobernador delegado?

-Sí, hombre, sí, pero para este caso...

-Para este caso usted me hará justicia, y si no hace prender a ese hombre y a quien yo sé, yo me voy mañana a Santos Lugares a poner la queja al Restaurador.

-Haga usted lo que quiera, pero yo no puedo hacer prender a nadie sin orden de su Excelencia.

-¿Ni a este hombre tampoco?

-Menos. Déme usted pruebas, señor Gaete, pruebas.

-Pero si es el mismo.

-¿Lo vio usted?

-No, pero lo oí.

-Sueño, sonambulismo, mi querido señor -dijo Don Cándido.

-Yo lo he de hacer dormir a usted, pero por toda la vida.

-¡Pero, señor Gaete, un sacerdote! -dijo Arana-, ¡un hombre de las condiciones de usted, hacer así acusaciones sin pruebas; querer así distraer la atención del gobierno en momentos en que todos estamos ocupadísimos con la invasión del cabecilla Lavalle!

-¿Sí? Pues yo también estoy ocupadísimo con la invasión que me hizo este hombre y su compañero.

-No ha sido este hombre, no puede ser, no fue.

-Él fue, señor ministro Arana.

-No fui yo, señor cura de la Piedad -dijo Don Cándido alzando la voz por primera vez, al verse bajo la poderosa protección del gobernador delegado.

-Usted fue, en su cara se lo digo.

-No.

-Usted.

-Repito que no; y protesto una y tres veces contra la ofensa que me hace el poder eclesiástico, gratuita, humillante y calumniosa.

-Despacio, paz, paz -dijo Don Felipe.

-En la calle le he de decir yo que me alce la voz -continuó Gaete, echando una mirada aterradora a Don Cándido.

-No acepto ese desafío, pero nos mediremos cuerpo a cuerpo en el campo de los tribunales.

-¡Paz, por amor de Dios, Paz! -exclamaba Don Felipe.

-Señor ministro, yo me voy, y he de ver al Señor Gobernador.

-Haga usted lo que quiera.

-Hasta más ver, señor mío -dijo Gaete mirando a Don Cándido y dando la mano a Don Felipe.

-Vaya usted, hombre sonámbulo.

-Sondiablo lo he de hacer yo a usted.

-Vaya usted, visionario.

-A que...

-Vamos, retírese, padre, retírese.

Y empujando suavemente a Gaete lo sacó Don Felipe fuera del gabinete, mientras Don Cándido no cabía dentro de su levitón blanco, después del heroísmo con que acababa de portarse.

-Ese hombre es un energúmeno, Excelentísimo Señor -dijo Don Cándido al ver entrar a Don Felipe-. Doy a Vuecelencia las más rendidas gracias, Excelentísimo Señor, por la noble y justísima defensa con que ha honrado la causa del más leal y sumiso de sus servidores.

-¡Qué! ¿Sabe lo que hay en plata, Don Cándido?

-El talento innato, profundo y cultivado de Vuecelencia me ilustrará.

-Lo que hay en plata es, que este cura Gaete, que no es tan metódico como debiera serlo, tomó demasiado vino con los amigos a que se ha referido, y después tuvo alguna pelotera por ahí; no se acuerda con quién se peleó, y se le ha puesto que es usted.

-¡Oh, cómo admiro y venero el talento de Vuecelencia, que encuentra siempre y con tanta facilidad las causas ocultas de los fenómenos visibles!

-El hábito, mi amigo, el hábito de tratar con tanta gente.

-No; el talento, el genio.

-Algo puede haber de eso, pero no tanto como me atribuyen -dijo Don Felipe bajando humildemente los ojos.

-¡Justicia al mérito!

Además, estamos en una época de tolerancia y de olvido con los errores pasados, y yo quiero que mi gobierno delegado sea inspirado por una política de fina benevolencia para con todos. Mañana pueden quizá cambiar los acontecimientos, y yo quiero que se recuerde con placer el programa de mi pasajero gobierno.

-¡Sublime programa!

-Cristiano, que es lo que yo quiero que sea. Pero ahora es preciso que se vaya usted a ver las monjitas y haga lo que le encargué.

-¿Ahora mismo?

-Sí, no se debe perder tiempo.

-¿Y no cree Vuecelencia que este cura desnaturalizado me está esperando en la bocacalle?

-No lo creo porque sería un grande desacato. Pero en todo caso tome usted sus precauciones.

-¡Oh, las tomaré! Mis ojos se multiplicarán, no tenga cuidado Vuecelencia.

-No quiero que haya sangre.

-¡Sangre! Yo le juro a Vuecelencia que haré todo cuanto de mí dependa para que no corra una gota.

-Bien, eso es lo que yo quiero. Váyase usted a ver las monjas, y vuelva a la noche.

-¿A la noche?

-Sí.

-Es la hora del crimen, Excelentísimo Señor.

-No, no ha de haber nada, vaya no más, que me voy a recostar un rato, antes que Pascualita haga poner la comida.




ArribaAbajoCapítulo V

Así fue


En el cataclismo a que habían caído, arrojados por la mano de Rosas, todos los principios de la constitución moral, social y política del cuerpo argentino, la religión no podía librarse del sacudimiento universal, porque sus representantes en la tierra son hechos, por desgracia, de la misma cera modificativa que los profanos.

Exhaustas las fuentes purísimas del cristianismo, la justicia, la paz, la fraternidad, la tolerancia, la religión divina no encontró en Buenos Aires otros hijos dignos de su severo apostolado, que los padres de la Compañía de Jesús.

Desenfrenadas las pasiones innobles en el corazón de una plebe ignorante, al soplo instigador del tirano; subvertida la moral; perdido el equilibrio de las clases; rotos los diques, en fin, al desborde de los malos instintos de una multitud sin creencias, educada por aquel fanatismo español que abría los ojos del cuerpo a la superstición por el fraile, y cerraba los del alma a la adoración ingenua de la divinidad, y a la comprensión de la más ilustrada de las religiones, la Federación vio sin dolor la profanación de los templos, la prostitución del clero, y el insulto cometido a los altares y a la cátedra de la predicación evangélica, sin sentir en su conciencia el torcedor secreto de su crimen.

Rosas quiso despojar a la conciencia de los hombres que lo sostenían en el mando, de toda creencia que no fuese la de su poder; de otro temor que a su persona; de esperanza alguna que no fuese la que su labio prometía; de otro consuelo que el que ofrece al crimen la repetición del crimen. Y para eso era preciso insultar a Dios, la religión, y la práctica de ella, a los ojos de esa multitud fanática y apasionada, cuyos sentimientos rudos explotaba.

Sacerdotes indignos de su misión evangélica se prestaron al plan rebelde del apóstata, y comenzaron en las famosas parroquiales sus primeros insultos a Dios, a Cristo, y a su sacra casa.

Cuando el emperador Teodosio, bañado en la sangre de la degollación de Tesalónica, quiso entrar al templo, San Ambrosio salió a la puerta, y extendiendo su mano le dijo: «Aquí no entra el delito, id a lavaros, y volved limpio».

Pero en Buenos Aires no hubo quien velase la santidad del templo.

En los brazos de los federales, de los federales dignificados con la casaca de nuestros generales, o con el bastón de nuestros magistrados, pero plebeyos y corrompidos de corazón, el retrato del dictador fue conducido hasta los templos, y recibido en la puerta de ellos por los sacerdotes en sobrepelliz; paseado por entre las naves bajo el santo palio, y colocado en el altar al lado del Dios crucificado por los hombres...

En la tribuna del Espíritu Santo se alzaba al mismo tiempo la voz del misionero apóstata de la santa ley del evangelio, y buscando la inspiración de su palabra, no en el sagrado tabernáculo donde se encierra la primera ofrenda, que hace al alma el legado sublime del catolicismo, sino en la imagen ensangrentada del renegado de su Dios y de sus doctrinas en la tierra, trasmitía al pueblo ignorante y ciego que cuajaba el templo, no esa predicación de amor y de paz, de abnegación y de virtud, de sacrificio y de hermandad que le dictó el hombre-Dios desde el Calvario, sino el odio de Caín, y la mofa sangrienta del que presentaba el vinagre y la hiel al que pedía desde la cruz una gota de agua para sus labios abrasados...

Sobre las losas de esos templos, en sus atrios, los mashorqueros, inflamados por la palabra de sus predicadores, agitaban su cuchillo y juraban mellarlo sobre la garganta de los unitarios.

El confesionario estaba convertido en otro púlpito de propaganda federal, donde se extraviaba la conciencia del penitente, pintándole a Rosas como el protegido de Dios sobre la tierra, y mostrando a los unitarios como los condenados por Dios a la persecución de los cristianos...

Y este escándalo, llevado al grado de propaganda diaria, caminaba, como una epidemia, por el aire, e iba a infestar y corromper el clero y las nociones de la moral y de lo santo, hasta en los últimos confines de la República.

Uno de los bizarros cuerpos de la cruzada libertadora es deshecho y acuchillado por las fuerzas federales. A su espalda tiene la muerte en el cuchillo de Rosas. A su frente tiene la muerte entre las nieves de los Andes.

Esta invasión a la Naturaleza, en la estación de sus enojos, cuando el hombre no tiene entre los hielos más amparo que Dios, que parece a veces castigarle por su insensata vanidad, que arrastra al pie mortal donde parece que solo el rayo del sol y las alas del aire pueden llegar, ofrecía un espectáculo pasmoso.

Nuestros valientes, sin embargo, atropellan las nieves.

Infinitos de ellos perecen en su lucha terrible con la Naturaleza. Quedan sepultados para siempre bajo enormes hielos que se desploman sobre sus cabezas. ¡Y cuando el aire, la luz, el hielo y la gigante mole guardaban quizá el silencio de la admiración, en presencia de esa magnífica osadía, de ese terrible infortunio, al pie de los Andes, las provincias de Cuyo rugían, haciendo eco a la voz del obispo, José Manuel Eufrasio, que levantaba su báculo, incitando a los pueblos a la persecución de aquellos desgraciados, predicando su muerte y su exterminio en la persecución!

Y Rosas, contento el bárbaro de ver a su sistema dando los resultados calculados, escribía al obispo de Cuyo:

Descargando Vuestra Señoría Ilustrísima un anatema justo contra los salvajes unitarios, impíos enemigos de Dios y de los hombres, ofrece un lucido ejemplo eminente. Resalta la verdadera caridad cristiana, que enérgica y sublime por el bien de los pueblos, desea el exterminio de un bando sacrílego, feroz, bárbaro... Altamente complacido el infrascrito por los espléndidos triunfos con que la divina providencia se ha dignado enlucir las armas de nuestra libertad y honor, quedando exterminados los feroces salvajes unitarios, siente una satisfacción pura en retornar a Vuestra Señoría Ilustrísima sus benévolas congratulaciones.

Juan Manuel de Rosas5.



Así: el clero se prostituía.

El sentimiento religioso se pervertía en la sociedad.

La niñez abría los ojos ante un culto de sangre.

Y Rosas, hijo de la Federación, y jefe de ella, sostenía este escándalo, y se sostenía con él, al mismo tiempo.

Sí. ¡En este nombre de la Federación está sellada la tradición de toda cuanta desgracia puede azotar el nombre y el destino de todo un pueblo!

No hay jerarquía de delitos, no hay género de criminales que no haya surgido de los centros que aceptaron por nombre esa palabra Federación.

Quiroga, ese bandido que algún día se creerá una creación de la fábula de nuestras tradiciones; Quiroga, que prendía fuego a la ciudad de su nacimiento; que pasaba como un cometa de sangre y crímenes sobre la frente de los pueblos; que desde la profanación de la virgen, hasta el degüello del anciano y el niño, muestra en su vida una gradería indefinible de delitos; que para escarnio de Dios, cansado ya de escarnecer los hombres, inscribía sobre un pendón negro: ¡Religión o muerte!; Quiroga, decíamos, se llamaba federal; y a nombre de la Federación dejó a la posterioridad una historia inaudita de delitos.

López, cuya vida era el robo y la falsía del salvaje.

Ibarra, que entregaba a sus amigos arrancándolos del techo de su casa que los cubría, para pasarlos a manos del verdugo que se los pedía.

Aldao, el fraile Aldao, que tenía celos de la vida criminal de Quiroga, y en una ambición febriciente de delitos se empeñaba en sobrepasarle y eclipsarle el nombre.

Rosas, que reasumió todas las inspiraciones de esos otros, y sistematizó con ellas su gobierno basado en el crimen, nutrido por él, dirigido a él: todos tomaron su bautismo público en esa charca de sangre que se ha llamado Federación en la república.

La historia argentina no enseñará esa palabra sino como la representación de algún delincuente, como el signo convencional de alguna rebelión, de algún partido, de algún golpe preparado al progreso y a la libertad del país.

La Federación, como sistema, jamás ha sido practicada en la república, ni los pueblos la exigieron nunca. Una sola vez fueron consultados, y fue cuando aceptaron la constitución unitaria...

«Los unitarios son demasiado ilustrados, relativamente a nuestros pueblos», decían los federales en tiempo del debate constitucional; «y no pueden mandarlos, porque los pueblos no entenderían su civilización».

Pero los federales al mismo tiempo pedían que esos pueblos se gobernasen y legislasen por sí solos...

¡Como si el pueblo, atrasado para comprender la ilustración ajena, pudiera a la vez ser bastante civilizado para darse lo más difícil de la existencia pública: su legislación, y sus principios de gobierno!

La Federación no ha sido jamás en la república, sino el vicio orgánico que quisieron introducir en ella los caudillos, alzados a la sombra de la ignorancia general... Y ahí está la tradición entera de ese pueblo. Desde 1811, las guerras civiles, el crimen oficial, el atraso, la estagnación de los elementos de progreso que tenía el país, su ruina en una palabra, todo es debido a los que han levantado la bandera de federación. Y cuanta tradición honrosa tiene la república, en armas, en constitucionalismo, en moral, en ciencia, en literatura, está inherente a los nombres de los que han constituido el martirologio argentino bajo el puñal de los federales.

Cuanto más se aleja la historia de la vida desenfrenada de los caudillos de la Federación; cuanto más se acerca a nuestro primer día político, el pensamiento unitario refleja más sobre la frente de nuestros primeros patriotas.

Moreno era unitario; quería un centro de poder genérico en la república.

Belgrano era más que unitario: era monarquista. Recibió la República como un hecho que se establecía al empuje de los acontecimientos; la sostuvo con su espada; la propagó en el continente; pero en sus convicciones de hombre, la monarquía constitucional irritaba los deseos más vivos de su corazón. La monarquía, único gobierno para que nos dejó preparados la metrópoli. La constitución, última expresión de la revolución americana.

Muchos otros la querían también.

Ellos sabían que no era la emancipación del principio monárquico lo que requerían las necesidades sociales de los pueblos de América. Estos necesitaban, para cumplir la grandeza de su destino en el mundo, quebrar los lazos seculares que los ataban a una monarquía extranjera y atrasada. Pero esas necesidades no pedían el divorcio del principio monárquico y los pueblos.

La raza, la educación, los hábitos, los intentos y el estado social, todo clamaba por la conservación de aquel principio. La geografía, el suelo mismo, coordinaban sus voces con los pueblos.

Pero la revolución degeneró, se extravió, y al derrocar al trono ibérico, dio un hachazo también sobre la raíz monárquica, y, de la superficie de la tierra, se alzó, sin raíces, pero fascinadora y seductiva, esa bella imagen de la poesía política, que se llama república.

Todavía un medio quedaba de reconquistar algo de la gran pérdida de aquel principio, y ese medio era la unidad de régimen en la República.

La unidad, sin embargo, fue hecha pedazos por los Atilas argentinos, que, salidos del fondo de nuestros desiertos bárbaros, vinieron a romper con el casco de sus potros las tablas de ese occidente americano, en que empezaban a inscribirse las primeras palabras de nuestra revolución social.

Tomaron el nombre de los pueblos. Entendieron que Federación era hacer cada uno lo que le diera la gana; y cada uno hizo lo que Artigas, López, Bustos, Ibarra, Aldao, Quiroga y Rosas.

Y entre todo lo que hicieron, pocos de ellos dejaron de convertir la religión en instrumento de su ambición personal.

Rosas fue el último de todos que se valió de ella, pero el primero, sin disputa, en la grandeza de su crimen.

Los jesuitas fueron los únicos sacerdotes que osaron oponer la entereza del justo, la fortaleza del que cumple en la tierra una misión de sacrificio y de virtud, a la profanación que hizo al altar la enceguecida pretensión del tirano.

El templo de San Ignacio, fundado por ellos durante la dominación española, y de donde fueron expulsados después, fue velado por ellos en 1839, y cerradas sus puertas a la profana imagen con que se intentaba escarnecer el altar. Ellos le pagaron más tarde al dictador esta resistencia digna de los propagadores mártires del cristianismo en la América, pero ellos recibieron el premio en su conciencia; y más tarde lo recibirán en el cielo.

¿Qué tenía que ver el templo y los sacerdotes de Cristo con los triunfos políticos de Rosas, ni con la imagen de un profano la casa de las imágenes celestes? «Determinado está por Jesucristo el fin de la misión eclesiástica, y trazado el círculo de sus funciones. Encargada de apacentar y conducir el rebaño que está de camino para la vida eterna, conductora de peregrinos, y ella misma peregrina, no puede cuidarse más, ni necesita más, que el permiso del tránsito para viajar por tierra extraña».

Pero fuera de los padres de la Compañía de Jesús, la religión se vio escarnecida por sus mismos intérpretes en la tierra.

Las comunidades de Santo Domingo, San Francisco, y monjas Catalinas y Capuchinas hicieron exposiciones políticas completamente opuestas al espíritu de caridad, al sentimiento de paz y fraternidad, que debe abrasar a los que se cubren con un sayal para vivir lejos de las pasiones del mundo.

La victoria del Sauce Grande fue victoreada por esos frailes y esas monjas; y era la sangre de hermanos, la sangre de Abel la que había corrido en esa lucha...

Jesucristo no se entrometió jamás en los negocios políticos de la Judea; y ninguna tradición revela que los apóstoles felicitasen en calidad de tales a ninguno de los césares romanos por sus victorias sobre los otros pueblos. Y esos frailes y esas religiosas se las tributaban por la prensa al más impío y sanguinario de los tiranos. Sus labios sacrílegos ofrecían elevar a Dios sus plegarias por sus continuos triunfos sobre los unitarios.

«Tienen miedo», decían para disculparlos. ¡Miedo! El que viste el santo hábito del religioso no conoce ese sentimiento. Cuando siente que la fortaleza de su alma se desmaya, él se arrodilla en el templo, o bajo la bóveda eterna de los cielos, y pide a Dios la inspiración divina que imprimió la resignación en el espíritu de su hijo. El miedo es un crimen en el varón apostólico, cuando se trata de defender la religión y la moral; cuando se trata de resistir al crimen o a la tentación del demonio. El hijo de la Iglesia debe morir antes que claudicar de los santos principios que profesa. Cuando le falta el valor a la carne, la inspiración del Altísimo lo infiltra en la conciencia, si ella se lleva hasta él en estado de santidad y de ruego. En Cochinchina, en el Tibet, en los desiertos del África, en los bosques de la India, entre sus boas y sus reptiles, el sacerdote de Cristo no conoce el miedo. Allí van diez, y vuelve uno contando que sus demás hermanos perecieron, y otros diez y otros cien siguen tras ellos, a llevar en su palabra, en su resignación y en su martirio, la propaganda santa que el curso de diez y nueve siglos no ha cortado.

Al nuevo mundo, levantado en la mano de Colón y presentado a la luz de la civilización del viejo mundo, ni vino antes que ésta la luz pura y clarísima del Cristianismo, a invadir los páramos solitarios y en tinieblas de la conciencia del rudo habitador de los desiertos. Y el misionero apostólico, estableciendo su púlpito y su predicación donde encontraba cuatro hombres que le oyesen, sentía por su oído el silbo de la flecha, se deslumbraban sus ojos con el brillo de la hoguera, y, levantando el corazón a Dios, seguía hablando la palabra de Cristo, muchas veces cortada en sus labios por la muerte, y hablaba y moría sin conocer el miedo. Porque la vida terrenal, la vida de la carne, no es la vida del sacerdote de la cruz. Su vida es el espíritu, su mundo el cielo, su reino la eternidad, su misión el martirio, su premio la prosternación de su alma ante el rostro de su Creador, bañado en la inefable sonrisa del que recibe con amor al hijo digno de su precioso aliento...

No, no es el miedo una justificación de esos sacerdotes impíos. No es el miedo quien puede justificarlos ante Dios de su predicación de sangre, de sus apoteosis mentidas al asesino de un pueblo, al profanador de los altares, al rebelde a la justicia, a la fraternidad y a la paz, inspiraciones purísimas del Omnipotente, puestas en los divinos labios del Redentor del mundo.

¡Si había miedo, era porque no había fe, porque no había la conciencia de su apostolado en la tierra; y había esto, porque la prostitución de la época, que filtraba sus gotas de veneno por los viejos muros de nuestros conventos, inficionaba el aire y corrompía las conciencias...!

¡Y mañana cuando la revolución o la naturaleza tumbe la frente del tirano, y el pueblo, sin cadenas, se levante, ¡oh!, no toquéis entonces su conciencia; no le miréis el alma, si queréis bajar a la tumba con una ilusión y una esperanza!

Veinte años no pasan sin dejar huella en el alma de las generaciones jóvenes. Y donde no se ha visto sino el escándalo y el crimen, el vicio, la apostasía, y la prostitución de todas las nociones del bien, que envuelve la palabra y la práctica del evangelio, en tan largo, en tan pesado tiempo, allí no encontraréis ni la religión, ni la moral; allí será precisa una propaganda y una acción sostenida por no menos tiempo, en sentido inverso de la que arrulló en la cuna y desenvolvió los instintos y el espíritu de un pueblo nuevo. Y cuando el ángel bueno de la patria vierta una lágrima al lado del pueblo, dormido sobre la almohada de sus pasiones solamente, sin que la fe y la creencia refresquen sus sienes con la imagen dulcísima de Dios, el nombre de la Federación y de Rosas brillará fosfórico en el aire que circunda al Plata.

Porque ellos serán para Dios y para la historia la causa generatriz que hizo desenvolver tanto germen de inmoralidad y de escándalo; tanta semilla cuyos frutos amargos no son para nosotros solamente, sino también para nuestros hijos.




ArribaAbajoCapítulo VI

Sor Marta del Rosario


En un pequeño banco de piedra, en el centro de un bosque de naranjos de Tucumán, sentada estaba Sor Marta del Rosario, abadesa de las Capuchinas, y Sor María del Pilar; mientras otras monjas paseaban por el jardín cercano al muro del convento, que da a la calle del Tacuarí.

Sor María del Pilar leía con mucha atención un papel: y, concluida que fue su lectura, dijo a la madre abadesa:

-Está como de mano, Sor Marta.

-Dios nos ilumina, Sor María, cuando tenemos que cumplir su voluntad -contestó la madre abadesa-. Pero quiero que lo lea fuerte. Puede ser que se me haya olvidado alguna cosa.

Sor María volvió a desdoblar el papel y leyó:

Jesús

Excelentísimo Señor.

Demos gloria al Soberano Dios de los ejércitos cuyo brazo poderoso sostiene y vigoriza las huestes de Vuecelencia para que reporte tan repetidos triunfos: en nombre de este nuestro buen Dios y de la Santa Comunidad, doy a Vuecelencia mil enhorabuenas, y quedamos con nuevo empeño rogando a nuestro Señor dé a Vuecelencia la investidura de sus soberanos atributos de bondad, equidad y misericordia, para consuelo de este pueblo que tanto lo ama, y para que la gloria de Vuecelencia sea eterna en compañía de los Santos y del mismo Dios.

Deseo que Vuecelencia disfrute perfecta salud, y tan abrasado en su divino amor, como se lo suplica de continuo esta su más humilde y afectísima hija en este monasterio de Nuestra Señora del Pilar y Pobres Capuchinas, en Buenos Aires, a 31 de julio de 1840.

Sor Marta del Rosario,
Indigna Abadesa6.



-No creo que falte nada -dijo Sor María después de concluida la lectura.

-Lo he pesado y consultado con mi conciencia por muchos días -contestó la madre abadesa.

-¿Y cree Su Reverencia que toda la comunidad piense del mismo modo?

-La comunidad debe pensar como su abadesa; porque de lo contrario, no sólo sería faltarme al respeto, sino una ingratitud, una herejía el desconocer los servicios que debemos al Señor Restaurador. El nos ha regalado la reja de fierro que tiene el atrio del templo. A él debemos que se haya arreglado nuestro asunto con el síndico; y de él y su familia estamos todos los días recibiendo obsequios; ¿qué sería de nosotras si él faltase? Además, las comunidades de Santo Domingo, de San Francisco y las monjas Catalinas nos han dado el ejemplo, y si nosotras no pasamos esta felicitación, infaliblemente caeremos en el enojo de Su Excelencia. Así, pues, en esta felicitación por la batalla del Sauce Grande, aunque va a ir después de tanto tiempo y con fecha atrasada, nos ponemos a cubierto del disgusto de Su Excelencia. Pero en otra cosa nos vamos a anticipar a todos los demás, y es en otra comunicación que vamos a dirigirle, y cuyo borrador lo ha de ver primero Don Felipe.

-Me parece muy bien pensado, porque nadie es capaz de darnos mejores consejos que ese santo varón.

-Una persona ha de venir dentro de un momento, y con ella he de mandarle a Don Felipe lo que quiero que vea.

Sor Marta del Rosario acababa estas palabras, cuando sonó la campana de la portería, y una monja llegó al jardín a anunciar que preguntaban por la madre abadesa.

Esta se levantó en el acto y fue al torno.

Era el señor Don Cándido Rodríguez, quien después de la introducción de forma, Ave María, etc., dijo a la abadesa:

-El Excelentísimo Señor Gobernador delegado, Camarista, Doctor Don Felipe Arana, me manda saludar en su nombre a Su Reverencia, madre abadesa, y a toda la santa comunidad del convento, y preguntar por la salud de Su Reverencia y toda la santa comunidad.

-Por la bondad de Dios todas gozamos de completa salud, y estamos rogando por la del señor Don Felipe y todos los que se hallan en gracia del Espíritu Santo -contestó Sor Marta, que por estatutos de su orden sólo podía hacerlo por el torno, en la parte interior del locutorio de recepción.

-El Excelentísimo Señor Gobernador delegado me ha ordenado el dar a Su Reverencia las más finas y benévolas gracias por las empanadas y el dulce de toronja.

-No salieron muy buenas las empanadas.

-He oído al Excelentísimo Señor que estaban muy buenas, y que se comió tres.

-Mañana le hemos de mandar al señor Don Felipe unas tortas.

-Tortas es lo que más come el Excelentísimo Señor.

-Y también le hemos de mandar a usted una; ¿usted vive en casa del señor Don Felipe?

-No, madre abadesa. Yo vivo en mi casa. Soy indigno secretario del señor Don Felipe. Pero en vez de la torta, yo viviría más eternamente agradecido a Su Reverencia y a toda la santa comunidad, si se dignaran elevar a Dios sus piadosos ruegos por la seguridad y tranquilidad de mi vida, en este caos de trastornos por que estamos atravesando.

-¿Pero usted no es federal y secretario de Su Excelencia?

-Sí, madre, lo soy, pero temo las intrigas de los enemigos de Dios y de los hombres; y sobre todo, madre abadesa, temo mucho las equivocaciones.

-No tenga usted cuidado, lo hemos de hacer; ¿cómo se llama usted, hermano?

-Cándido Rodríguez, natural de Buenos Aires, de edad de cuarenta y cinco años, soltero, actualmente secretario privado de Su Excelencia el gobernador delegado, humilde siervo de Dios, y criado de Su Reverencia y de toda la santa comunidad.

-¿Y el señor Don Felipe no le ha hecho a usted otro encargo, señor Don Cándido?

-Sí, madre abadesa. Me ha encargado reciba de Su Reverencia una carta para Su Excelencia el Restaurador de todas las Leyes, héroe de todos los desiertos y de la Federación, y el borrador de otra que habrá de dirigirle Su Reverencia a su nombre y al de toda la comunidad.

-Eso es; ya está todo pronto. Ahí va la carta -dijo la abadesa haciendo girar el torno con una carta que Don Cándido tomó, diciendo:

-Ya está en mis manos, madre abadesa.

-Muy bien, ahí va el borrador de la otra.

-Ya lo tengo también.

-Recomiéndele usted mucho al señor Don Felipe que lea el borrador con toda atención y haga en él las alteraciones que crea convenientes.

-Muy pocas tendrá que hacer, madre abadesa, porque las obras de Su Reverencia deben ser completas, acabadas, perfectas.

-¿Si usted quiere leer el borrador?...

-Con el mayor placer, madre abadesa.

-Pero léalo fuerte; me gusta mucho oír leer lo que yo escribo.

-Esa es propensión de todos los sabios y sabias de este mundo -dijo Don Cándido desdoblando el papel, en el cual leyó en seguida:

Jesús.

Excelentísimo Señor.

Rogamos al Dios del cielo y de la tierra, Soberano Rey que da rigor al brazo victorioso de Vuecelencia, para que reporte nuevos triunfos sobre sus encarnizados enemigos que acaban de invadir el país, y para que sean pulverizados por Vuecelencia bajo la protección de la divina Providencia.

En todas nuestras oraciones elevamos votos al Ser Supremo porque se consumen todas las glorias de Vuecelencia sin peligro de su vida, ni de su importante y preciosa salud. Y que, abrasado en el divino amor en que arde, viva eternamente para la felicidad de sus pueblos.

Estos son los votos que a nombre de toda la comunidad de las pobres Capuchinas, hace al cielo y los trasmite a Vuecelencia en Buenos Aires, a de agosto de 1840.

Sor Marta del Rosario,
Indigna Abadesa.



-¡Magnífico está, madre abadesa!

-¿Lo halla usted bueno?

-No lo haría mejor el señor Don Felipe, a pesar de su inmensa sabiduría y elocuencia.

-Vaya, pues, muchas gracias, señor Don Cándido.

-¿Entonces no ordena Su Reverencia nada más?

-Nada más.

-Luego que el señor gobernador delegado haya impuéstose de este santo documento, yo mismo se lo traeré a Su Reverencia para que lo haga poner en limpio.

-Eso es.

-Pero entre tanto, yo vuelvo a pedir a Su Reverencia, que no me eche en olvido en sus santas oraciones.

-Pierda usted cuidado.

-Entonces, me despido de Su Reverencia y de toda la santa comunidad.

-Dios vaya con usted, hermano

-Sí, madre, Dios venga conmigo en todas partes -dijo Don Cándido, y salió del convento meditabundo y paso a paso.