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ArribaUn mundo de palabras habitado por el hombre

Reflexiones en torno a una propuesta de lectura construida con padres, niños y maestros


Yolanda Reyes11

El lenguaje nos precede.

En el principio es la palabra y la palabra es amor...

Desde antes que el vientre crezca, anunciando la presencia de un nuevo ser, las madres se atreven a pronunciar palabras secretas para saludar a la vida que comienza. Poco se sabe, a ciencia cierta, del efecto de esas palabras primeras. Para la madre son inevitables porque, al fin y al cabo, contamos fundamentalmente con palabras para traducir lo que sentimos. Para el hijo quizá empieza, desde entonces, desde sensación inequívoca del hogar, de la pertenencia.

El lenguaje, que nos precede, nos da la bienvenida al mundo, en un incesante y enigmático parloteo. Es la madre, con su alternancia de presencias y ausencias, quien imprime un sentido primitivo al caos de sensaciones que constituye la experiencia del recién nacido. Es ella quien se opone a ese caos configurando los dos territorios y operando la primera diferenciación: lo que es ella y lo que no es ella.

Pero ese otro materno que aparece y desaparece misteriosamente es un ser de lenguaje; alguien que además de calor y comida, se vuelca en palabras. Y no se conforma sólo con anunciarlas ella misma sino que también se las atribuye al hijo: «Llora porque tiene hambre» o «debe ser que tiene frío» -dice-, y así imprime sentido en los gritos de quien aún no tiene palabras.

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Il. de Arcadio Lobato, para Cuaderno de una espera, de Lourdes Huanqui. Barcelona: Aura Comunicación, 1991, p. 14.

Empezamos a ser leídos, en tanto que somos descifrados por el «otro materno». Así también empezamos a leer. A interpretar matices de la voz, a reconocer distintos códigos: los que juegan, los que arrullan, los que demandan, los que regañan; las voces conocidas y desconocidas, los gestos que las acompañan y los contextos en las que se tejen.
Son tiempos de balbuceos y de silencios. Silencios poblados de descubrimientos, de incorporación de experiencias de lenguaje que se van estructurando paulatinamente para surgir, de repente, en la forma de las «primeras palabras». Sin embargo, para que se desencadene este proceso, que a simple vista parece intempestivo, ha sido necesario un cuidadoso proceso de apropiación de la estructura del lenguaje; una permanente «lectura» de sus leyes de funcionamiento que implica no sólo establecer relaciones asiladas entre significantes y significados, sino también asignar valores a los signos dependiendo de su posición en la cadena lingüística y de los contextos en que se enuncian.

Este mundo de palabras que aflora, se nutre en el ámbito familiar y lo nutre, a su vez, con un sinnúmero de voces a media lengua que pasarán a formar parte de los códigos secretos de la casa. El lenguaje familiar, que es el primer texto de lectura del niño, ofrece una amplia gama de matices afectivos; una enorme diversidad de contextos y de situaciones en la que, por encima de la función informativa, se manifiesta la función expresiva del lenguaje, con toda su carga de connotaciones.

En ese lenguaje habitado enteramente por los sujetos que lo enuncian, el niño teje sus significantes primordiales, que durante toda la vida estarán ligados a esa historia particular en la que se gestaron. De ahí la trascendencia de   —29→   esos primeros años de lectura no alfabética en la formación de los futuros lectores de signos escritos.

Quizá nunca como en la primera infancia estemos tan cerca de la poesía. Porque la palabra, despojada por ese afán adulto de objetividad, encierra magia. Porque podemos pronunciarla una y mil veces y quedarnos maravillados con sus ritmos. Porque está ligada a sentimientos y a voces amadas. Porque conjura los peligros y abre las puertas del misterio. Porque nunca está fija sino que fluye y se construye cotidianamente en la conversación diaria.

Pero la palabra canto, la palabra juego, la palabra cuento, es condenada al olvido en los bancos de la escuela. El proceso de alfabetización es aún entendido, por desgracia, como un proceso de «pavimentación» de ese lenguaje familiar, para hacerlo encajar en los rigurosos patrones formales de «lo correcto», del buen decir y del leer bien: vocalizando y con buena entonación. Resulta entonces conveniente que, ante todo, el niño se haga entender, que salude a su maestro con la misma frase que pronuncian todos, que aumente su vocabulario según los patrones y la secuencia establecida, que repita en coro las frases del tablero y que lea de corrido sencillos pensamientos del tipo «Susi pisó a mi oso» o «Tomasa amasa la masa».imagen

Il. anónima para Cuadros y semblanzas infantiles en prosa y verso, de Carlos Frontaura. Madrid: Librería de la Viuda de Hernando, 1887, p. 5.

Afuera de las páginas de la cartilla se queda el mundo. Los juegos del recreo, los   —30→   cuentos de ogros y princesas, los códigos secretos de media lengua y el fluir de la conversación cotidiana, en el que sí se vale improvisar permanentemente. Así se va estableciendo, de manera irremediable, la frontera entre la palabra permitida y aquella infantil que sólo sirve para jugar (pero que nos pertenece). Las estructuras complejas y los significados del diccionario se vuelven más importantes por el hecho de estar impresos. No sólo se pierde entonces esa fascinación por la poesía cotidiana. Se gana también la sensación de que lo propio, aquello irrepetible que tenemos para decir, no encaja en el cuaderno nuevo de escritura.

Más allá de la lectura alfabética.

Si consideramos a la lectura, más allá del acto de decodificar signos, como una compleja relación entre sujetos mediada por el lenguaje, relación en la que cada cual asume una posición particular frente a la estructura dada de ese lenguaje, tenemos que considerar también dos hipótesis. En primer lugar, que se lee desde los inicios mismos de la vida, en la medida en que se descifra y se es descifrado, lo cual implica establecer relaciones entre los signos y entrar en sus contextos connotativos. En segundo lugar, que el texto escrito no es estático, a pesar de su aparente inmutabilidad en el papel, ya que será el lector -o mejor, el «coautor»- quien lo actualice permanentemente, de acuerdo con su particularidad de sujeto inmerso en una historia personal y social, también dinámica y cambiante.

La concepción de lectura planteada aquí, contrapone a la tradicional ruptura entre lo alfabético y lo no alfabético o entre la «prelectura» y la lectura propiamente dicha, una continuidad fundada en la experiencia de la palabra que viene de la primera infancia. En este sentido, puede hablarse de muchas lecturas. De la lectura rítmica de las canciones de cuna, de la lectura de las narraciones orales que presuponen un situarse en la sucesión temporal, de la lectura de gestos y matices implícitos en la conversación cotidiana, de la cultura oral que aún fluye por nuestros pueblos y, obviamente también, de la lectura de imágenes y señales que conforman el entramado de la comunicación audiovisual en la que está inmerso el niño de nuestro tiempo.

El reto para la escuela será, pues, el de mantener viva una experiencia de lenguaje que ha surgido fundamentalmente como experiencia vital. De ahí   —31→   que la literatura, que es también lenguaje habitado por el sujeto, en tanto que él imprime a la experiencia particular una vigencia universal, se constituya en texto privilegiado de lectura, en virtud de su carácter expresivo, polisémico y abierto, tan cercano por ello al lenguaje familiar, entrecruzado de afectos y subjetividades, del que hablaba antes.

Fomentar la lectura, más allá de transmitir la técnica de la alfabetización, implica crear espacios para que el sujeto se sitúe, desde su particularidad, frente a los hechos del lenguaje, transformándolos y siendo transformado por ellos simultáneamente, en un permanente juego de perspectivas. Fomentar la lectura tiene que ver con proponer al lector textos con fisuras, no con límites, para que pueda adentrarse por sus intersticios en una continua búsqueda de sentidos, de interrogantes, de interpretaciones. Pensar, entonces, en la palabra escrita como una posibilidad de expresión humana y no como un simple instrumento de homogeneización del discurso, implica un replanteamiento de la escuela y de las situaciones del lenguaje que implícita o explícitamente ofrece a sus lectores.imagen

Il. de Francesc Rovira, para la cubierta de Pegando brincos por ahí. Madrid: S. M., 1989.

El repertorio de lectura escolares debe, pues, trascender   —32→   las páginas cerradas de la cartilla, los límites del aula e incluso los estantes de la biblioteca, para ir al encuentro de la cultura oral, inscrita aún en la memoria de los pueblos; para rescatar viejas formas de lectura en la naturaleza; para situarse también, en el aquí y el ahora, frente a la red de significantes audiovisuales que invaden las casas de los niños sin otorgarles un espacio para que se sitúen, críticos, frente a ellos.

«Todos los usos de palabras para todos. No para que todos seamos artistas sino para que ninguno sea esclavo». Esta frase de Gianni Rodari, en su prólogo a la Gramática de la Fantasía, debería ser la inscripción de una escuela que transmita, con el proceso de la lectura, la invitación a todo ser humano, como hacedor y transformador de las palabras.

El trabajo con los adultos.

Los maestros actuales y los que ahora se forman, los bibliotecarios y los padres de familia, a quienes corresponde la tarea de acercar a los niños a la lectura, son también sujetos de lenguaje, inmersos en una historia particular, en la que han construido sus redes significantes. De nada vale, entonces, proponerles una capacitación teórica frente a los libros y la literatura que desconozca su experiencia personal y vital frente al lenguaje.

Por lo tanto, la tarea de capacitación, si aún así puede llamarse, debe partir de una recuperación de la propia palabra, lo cual implica también una búsqueda del placer que ésta comporta, tan alejado con frecuencia de lenguaje del adulto.

Y es que, bajo el lema de la eficiencia, hemos sido educados para ser «hombres de pocas palabras», para seguir e impartir instrucciones precisas sin pérdida de tiempo y sin riegos de equívocos. El lenguaje se nos ha ido convirtiendo así en mero instrumento para obligarnos a decir lo que todos dicen; en lugar común que prescinde de lo subjetivo, en máscara que nos oculta y no en experiencia que nos revela frente a los otros.

Poblar el lenguaje adulto con los sujetos que lo habitan, tiene que ver con remontarse a una infancia en la que el lenguaje era juego, eco, ritmo, canto y cuento: aventura llena de misterios y conquista cotidiana, al alcance de nuestras manos. Sin lugar a dudas, la literatura tiene mucho que decir al respecto en tanto que no se resigna a volverse inmutable y trabaja con los significantes para   —33→   que sigan hablándonos, con voces siempre distintas, desde su universo de papel y tinta.

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Il. anónima para «Nené traviesa», de José Martí, en rev. La Edad de Oro, núm. 2, agosto, 1889. (Reprod.: Ciudad de La Habana: Gente Nueva, 1978, p. 88).

En el texto literario, que nos acoge como lectores, con todos nuestros dramas, sueños y contradicciones, queda siempre un espacio para enunciarnos y reconocernos como sujetos de lenguaje. En última instancia, leer tiene mucho más que ver con descifrarse en otro, que con recorrer, a grandes velocidades, la página impresa, en busca de las ideas principales.

Es más difícil pensar en la lectura desde esta perspectiva. No hay cronómetros ni estadísticas ni patrones metodológicos que puedan medir sus   —34→   avances. Pero donde quiera que haya un niño sentado en las rodillas de su madre siguiendo, con los ojos muy abiertos, las peripecias de un héroe de papel, existe una promesa de lectura. Y cuando a cada maestro, en su aula de clase, se le empañe la mirada o se le quiebre la voz compartiendo con sus alumnos un poema que los hace sentir como en su propia casa, empezarán a sobrar todas estas palabras que se escriben sobre el fomento y la «promoción» de la lectura.

(Publicado en la revista El animador, Colombia, 1993, pp. 22-25).