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ArribaAbajoHomenaje a Ricardo Gullón

Pedro Ortiz Armengol



I. Su recuerdo en la «Asociación de Amigos de Pérez Galdós»

Durante la celebración en las Palmas de Gran Canaria, del V Congreso, tuvimos la fortuna de conocer el esperado epistolario de Galdós, dirigido a su amiga, y amante, doña Teodosia, colección que ha publicado el veterano galdosista, profesor Sebastián de la Nuez con el título, El último gran amor de Galdós, y que recoge casi 260 cartas, en su casi totalidad dirigidas por don Benito, desde su veraneo en su Santander, a la vecina de Madrid, entre los años 1907 y 1915. Unas cuantas de estas misivas son invernales, enviadas desde Madrid mismo por quien se hallaba enfermo o convaleciente para acercarse a su amante, Teodosia, y unas pocas, poquísimas, atañen a Timoteo Gandarias, un hermano de ella. No hay que encarecer la importancia de estos dos centenares y medio de cartas, algunas de las cuales ya habían sido publicadas, entre 1970 y 1989, por el biógrafo santanderino de Galdós, don Benito Madariaga de la Campa, por el propio profesor De la Nuez, y por las páginas literarias del periódico Diario 16, de Madrid, del 22 de junio de 1986; en total, medio centenar de ellas. La recopilación recién publicada está encabezada por unos párrafos en los que Ricardo Gullón se refirió, hace algunos años, a lo que entonces se conocía de doña Teodosia, a la que definía en aquella ocasión como «la menos conocida de las amantes de Galdós» y como «primera lectora de los textos de Galdós escritos en la década final de la creatividad de éste». Señalaba Gullón, a la vista de las pocas docenas de cartas a Teodosia entonces conocidas, que se muestra que la corresponsal «opina con discreción, aconseja con tino» y que aquella mujer conforta al ya cansado escritor cuando éste necesitaba «ánimo y consuelo». En suma, fue inteligente, culta y enamorada «para quien ya se sabía amenazado por la sombra».

Ricardo Gullón podría haber ampliado ahora este comentario a la vista de ese epistolario galdosiano que ahora se nos muestra crecido considerablemente, pero la muerte de don Ricardo, ahora hace poco más de cuatro años, se lo ha impedido, al haber sido él mismo alcanzado por la sombra» que apaga las vidas humanas. Sea este homenaje de Anales Galdosianos un lugar para evocar el magisterio que, de Gullón, tuvimos ocasión de recibir y vamos a referirnos expresamente a su empeño en que existiese en Madrid un grupo activo, interesado en la memoria y el estudio de Galdós.

Cuando, hacia finales de 1988, unas pocas personas coincidieron en ese interés y creyeron en la conveniencia de reunirse periódicamente con aquel propósito, Ricardo Gullón las encabezó desde el primer momento. Su firma es la primera que aparece en la lista de asistentes en la página primera del cuaderno que abrimos el 28 de febrero de 1989 los diez iniciadores, en una reunión preparatoria. El lugar del encuentro era el Círculo de Bellas Artes, de Madrid, por deferencia de la directiva del mismo, su presidente el escultor canario, señor Martín Chirino, entonces, la señora Fanny Rubio, y otros. En aquella ocasión -sin formalidades de actas, sino simplemente con actos- comenzó un   —22→   cuaderno de tapas duras a registrar las sucesivas reuniones mensuales con una breve referencia a lo que unos u otros iban refiriendo o proponiendo, mientras el grupo crecía poco a poco y allegaba personas y noticias, ecos de comentarios o de publicaciones, de traducciones o de conferencias. La firma de Ricardo Gullón, sin rúbrica, de letra verticalizada y picuda, queda señera en la primera página, cuando empezaron los pequeños trabajos de distribuirse los papeles a desempeñar y los pequeños deberes que cada uno asumía. Asistió también Gullón a la siguiente reunión, el 28 de marzo de aquel mismo año, donde se acordó dar noticia de la constitución del Grupo a los organismos y entidades pertinentes, invitar a participar a cuantos interesados hubiera, y se decidió tratar de mantener un modesto boletín informativo de carácter regular, en principio trimestral. También se dio cuenta, al Grupo, de una infructuosa visita a un importante Banco, para obtener una mínima aportación para sostener dicho boletín, visita que había realizado Gullón, con otros dos miembros que le acompañamos...

En la tercera reunión, 28 de abril, nos dio cuenta Gullón de un próximo desplazamiento que había de efectuar a provincias -uno de los muchos que le ocupaban para impartir cursos o dar conferencias- pero volvió a estar presente en la reunión del mes de mayo. Pero con la interrupción veraniega y la llegada del otoño alguna ausencia se produjo, mientras el Grupo proseguía el montaje del pequeño tinglado que establecía contactos aquí y allá y daba cuenta de ello en la reunión mensual de cada día 28 (o día antecedente o sucesivo, si el 28 era festivo). En la del mes de diciembre el profesor Francisco Ynduráin, muy pronto incorporado al Grupo, felicitó a Gullón en nombre de todos por su reciente elección como miembro de la Real Academia de la Lengua, lo que agradeció el elegido. En mis anotaciones de ese día veo que don Ricardo propuso que el Grupo se constituyese legalmente como una Fundación, lo que consolidaría su permanencia, idea que fue retenida para ser considerada, y que concurría con otras para estabilizar nuestro funcionamiento. La obtención de pequeñas aportaciones económicas nos permitió publicar, con fecha del 1º de julio de 1990, un boletín manufacturado con el título de Omnibus Galdosiano, en recuerdo del periódico de parecido título donde el muy joven Galdós iniciara su actividad periodística impresa. Ricardo Gullón, desde su retiro veraniego en Asturias, había felicitado a quienes lo habían hecho.

El 22 de octubre del año 90 el nuevo académico leyó su discurso de ingreso en la Real Academia, donde le escuchamos su referencia a «Juan Ramón Jiménez; año de gracia de 1903», un estudio de lo que hacía en un año crucial el poeta de Moguer. De aquella entrada en la Academia y de su evocación al poeta andaluz pudimos dar cuenta en el número 3 -que llevaba la fecha de febrero de 1991- de nuestro manufacturado Omnibus Galdosiano. Nadie podía imaginarse entonces que en el número 4, junio del mismo año, tendríamos que dar cuenta del repentino fallecimiento de Ricardo Gullón, en sus 83 años siempre animosos y tensos. Poco tiempo antes me hablaba del proyecto de una editorial -que a poco desaparecería, absorbida- de hacer unas verdaderas Obras completas de Galdós, proyecto del que iba a encargarse, si bien aquella editorial lo difería porque antes deseaba hacer otras Obras completas de dos escritores contemporáneos. Gullón me invitó a que me interesase por el proyecto galdosista. La fatalidad lo cortó de cuajo y quedaba para nosotros el recuerdo de lo que por la comprensión de don Benito había hecho Ricardo Gullón durante muchos años, con libros fundamentales. Quedaba, para todos, el recuerdo de lo que -con palabras juanramonianas- era su «lugar conseguido», su lugar logrado.

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Para mí, en el terreno personal, la evocación de Juan Ramón Jiménez en su discurso de la Academia me traía el recuerdo de que había conocido a Ricardo Gullón en Puerto Rico el año 1955, cuando él formaba parte de aquella Universidad y, quien esto escribe se incorporaba entonces a la representación consular de España en aquella isla. Hasta entonces Ricardo Gullón era simplemente el nombre de un escritor español conocido. Aunque, entonces, en Puerto Rico, el entorno de un profesor en Río Piedras era tan distinto del que me correspondía -y que yo aceptaba- mi relación con Ricardo Gullón fue normal desde el principio, y, después de correcta, amistosa. Testigos de ello fueron el propio Juan Ramón, siempre en su ínsula, la siempre afectuosa Zenobia con mi mujer y conmigo, el profesor Manuel García Pelayo, además del sobrino del poeta, mi amigo de entonces, y para siempre, Paco Hernández Pinzón.

Recuerdo algunas conversaciones con Gullón, en ocasionales encuentros por el viejo San Juan: sus puntos de vista sobre la zarzuela española, alguna experiencia vivida años atrás en Alemania, su valoración de la poesía de Unamuno y de A. Machado -donde estaban mis anclas desde mucho tiempo atrás- y sobre las cartas de amor de don Antonio a «Guiomar», recién publicadas en España, incompletas, en todo lo cual era obvia la autoridad de Gullón, y un «diletantismo» de simple lector.

En recuerdo de ello, e invitado por Anales Galdosianos a participar en el homenaje a Ricardo Gullón, tomo pie en el comentario arriba transcrito acerca de Teodosia Gandarias y -amor grande y secreto, por amor secreto y grande, de uno y otro amador secreto- adelanto algunos comentarios al reciente epistolario publicado por Sebastián de la Nuez.




II. Unos comentarios al reciente epistolario Galdós-Teodosia Gandarias, con noticias inéditas de ésta

Al cual hay que agradecer, y felicitar, por haber puesto a disposición de los interesados una «radiografía» tan interesante, hasta ahora conocida solamente en pequeña parte. De la Nuez ordena las doscientas cincuenta y tantas cartas, fecha las que necesitaban este requisito, escribe una «Introducción y estudio preliminar» muy pormenorizado, y añade 239 notas, a algunas de las cuales habremos de referirnos.

En nuestro comentario incluiremos aquí -por primera vez bajo forma escrita- datos biográficos acerca de doña Teodosia, de algunos de los cuales dimos cuenta, en forma oral, en un conferencia pronunciada en el Centro Cultural Galileo, de Madrid, el 31 de marzo de 1993, bajo el título «Amores de Galdós en Chamberí». Otros fueron aludidos en los debates públicos durante la celebración del curso «Galdós a los 150 años», de los Cursos de la Universidad Complutense (Almería, julio de 1993), pero no han sido publicados hasta ahora.

Doña Teodosia Gandarias Landete había nacido en Guernica, Vizcaya, en 1863 o en 1873, pues ambas fechas se citan en declaraciones diferentes y será más prudente retener la primera como la más probable. Cuando, hacia 1906, aparece ya como amiga íntima del escritor, éste navega por sus 63 años, ella por sus 43. La Gandarias era viuda de un señor nacido en un pueblo de la provincia de Huesca, llamado don Ramón Periel y Lavedán, que le había dejado una pensión de 103 pesetas al mes, pensión evidentemente oficial, pero   —24→   que no figura en el Archivo General de la Administración del Estado. Ello orienta nuestras sospechas hacia la burocracia militar, y se acentúa nuestra sospecha al leer en una de las cartas ahora publicadas que doña Teodosia en vida de Periel había dado instrucción primaria «a un asistente» de su marido. Don Ramón había sido, probablemente, suboficial o militar de escasa graduación. Se ha supuesto, con fundamento, que doña Teodosia ejercía la profesión de maestra de niños, pues don Benito la ensalza hasta las nubes por sus aptitudes pedagógicas, su ferviente dedicación a ellas, sus méritos ilimitados en este terreno. Se ha señalado, con lógica, que Galdós mitifica en estos años la figura de las maestras de primera enseñanza -en sus novelas El caballero encantado (1909), La Primera República (1911) y La razón de la sinrazón (1915)- lo que reforzaba la idea de que su «adoradísima» amante era una de ellas. Pero existen datos importantes en contra; el primero es que, doña Teodosia, después de tanto oír a Galdós que era una excepcional o genial maestra, pidió a su amigo, tan influyente en esferas políticas y ministeriales, le obtuviera una credencial para ejercer en el Magisterio. Galdós no oculta el escándalo que ello le produce: «Pero, mi cielo querido ¿en qué estás pensando? ¿Cómo ha podido ocurrírsete que yo te iba a colocar de maestra? Esto no concuerda bien con tu soberana inteligencia» (Carta desde Santander, del 2 de septiembre de 1907, publicada por De la Nuez en 1989, y ahora en su libro, página 83). Es una petición que desconcierta a Galdós, quien vuelve a manifestar su sorpresa una y otra vez en cartas sucesivas, y que había quedado «turulato y perplejo» por la petición (84-86). Por otro lado, a la vista de este epistolario íntimo en el que tantas veces se alude a la solitaria vida de Teodosia, a su casi continua reclusión voluntaria en su domicilio, nada permite suponer otras actividades de maestra que las de dar clases al hijo de la portera, a una criadita y a una sobrinita, ocasionalmente, y en el propio domicilio. Nos parece concluyente que el nombre de esta mujer no figure en el Magisterio, según nos comunicó hace tiempo el Archivo General de la Administración de Alcalá de Henares, al que consultamos. Dejemos en pie, no obstante, los entusiastas elogios de don Benito a los méritos como pedagoga de su amiga, la cual podría haber tenido alguna dedicación a la enseñanza de párvulos o de menores, privadamente, en algún momento de su vida. Habría vivido en diferentes destinos, siguiendo a su marido Periel, de quien no había tenido hijos.

En Madrid residía desde 1902, aproximadamente. ¿Por qué, en su viudedad, no regresó a Guernica, donde vivirían algunos de sus hermanos y parientes? ¿Qué la había atado a Madrid y su piso en pleno barrio popular de Chamberí? No nos consta que conociera a Galdós antes del año 1906. ¿Fue antes de este momento cuando dio clases primarias, en precariedad o interinidad, en una barriada populosa, de vecindario nuevo «progresista» y menestral? Hemos de situarla en su escenario; la casa, entonces moderna, del paseo de Santa Engracia, que durante varias décadas tuvo el número 53, y actualmente figura con el número 51. Está a medio centenar de pasos de la plaza de Chamberí, entre las calles de Raimundo Lulio y Santa Feliciana, según se sube hacia Cuatro Caminos por la acera de los impares. Barrio bien «galdosiano», muy presente en varias novelas anteriores de Galdós -Fortunata y Jacinta, Realidad, Tristana- donde está caracterizado a finales del siglo XIX como suburbio propio para gabinetes de citas y viviendas equívocas, carácter que ya no le caracterizaba al comenzar el siglo XX, cuando Baroja define a Chamberí como sede de imprentas, pequeñas industrias artesanales, obrerismo activo.

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Pues hasta el año 1920 el nido amoroso de estos dos amantes se mantuvo -en acelerada decadencia desde 1915- y lo cerró la muerte de ambos en el año indicado. Doña Teodosia ocupaba el piso primero, izquierda, de esa casa de vecinos, de tres pisos a la calle, con cinco balcones en cada piso, un portal que divide simétricamente los dos huecos comerciales, entonces una barbería y una tienda de ultramarinos, y actualmente, 1995, un modesto supermercado y otro establecimiento. Desde la acera de enfrente puede verse el sotabanco -o piso abuhardillado y retranqueado- que remata la típica vivienda madrileña de antaño. La casa era entonces la de más amplia planta en toda la manzana, y en su fondo figuraba un terreno vago, no edificado, que don Benito quería suponer era un espacio vegetal, grato para el descanso de la inquilina del primero en las tardes del verano («Ten cuidado de no enfriarte en la huertecilla que te sirve de Academia o Universidad», agosto de 1909; 156), espacio hoy ocupado por las trastiendas de los dos comercios actuales.

En sus cartas de amor, ya desde el principio, el escritor se refiere a la frecuentación de ese piso como lugar de encuentro de los amantes y a la necesidad de comprar muebles (97) y acondicionarlo. Dos años más tarde aún las cartas se refieren a la instalación de un gabinete de trabajo, práctico, y con estufa eléctrica, donde poder trabajar los amantes en dramas y novelas, ya que ella va a ser colaboradora (!). El escritor rechaza la idea de Teodosia de instalar comedor y gabinete de «visitas», por innecesarios (186). Se explica que estos arreglos y mejoras de la modesta vivienda, tan frecuentada por una figura conocidísima en Madrid -por las muchas fotografías en la prensa y las continuas referencias en los periódicos- fueran admitidos por unos, y causaran escándalo en otros, en un vecindario eminentemente popular y populoso, en el que había de ser figura principal la conspicua portera, la señora Carmen Vallecruz Taeño. Esta fue, sin duda, una de las contrariadas, precisamente por su función porteril, y ello la enfrentó con la inquilina, a la que procuró amargar la vida todo lo que pudo, al mismo tiempo que por ello la obligaba a pagar un precio. Son numerosas las cartas, y penosas, en las que el gran escritor ha de pasar por esa situación, recriminando amargamente a la incómoda portera (34, 99, 125, 143, entre otras páginas) con la que hay que transigir, por desgracia: «¡Pero qué bribona! Avisar al casero. En fin, que lo que has hecho está bien. Pero debes procurar no indisponerte en absoluto con ella. Y me figuro (esa gente es así) que el mejor día subirá a pedirte perdón. Ese día debes darle algo» (20 de agosto de 1908; 124).

Dar algo y aún algos, porque los intentos pecuniarios de apaciguamiento se suceden, y la señora Carmen atribula y obsesiona a la señora Teodosia, lo que enfada repetidamente a don Benito, que no comprende la importancia que su amante atribuye a la guardiana del portal, que resulta ser así figura de peso en este epistolario. La Gandarias, en el verano del año 8, decide aplacar más y más a su cancerbero femenino dando clases gratuitas a su hijo. Don Benito entiende, al principio, que el alumno es un niño: «La lección que das al chiquillo ése tiene un mérito extraordinario. ¡Qué mujer eres! Otra andaría de callejeo, compuesta y emperifollada, sin pensar más que en sí misma. Pero, lo que yo digo: en el mundo no hay más que una Teo, una sola» (124).

La ceguera creciente del anciano no era solamente ocular, sino psíquica. Su amante debió de aclararle, en la respuesta, que no se trataba de un chiquillo sino de un hombre joven. En efecto, los censos municipales de 1910 y 1915 nos dicen que la Vallecruz, de 68 años de edad el año 10, tenía un hijo de 21, así como tres sobrinos. Sin duda por   —26→   evitar chismes de vecindario, doña Teodosia daba las clases en el tabuco de la portería: «Lo que tú haces con esa familia es verdaderamente heroico. Yo no he visto otro caso ni creo que lo haya... ¡Mira que descender diariamente hasta debajo de la escalera y estar allí largos ratos, horas, desbastando a un pobre chico en estado primitivo! Esto no lo hace nadie, Teo» (15 de julio [?] de 1909; 148).

Pronto hubo que ocuparse de colocar al alumno desbastado, Francisco, en el Ayuntamiento, y el disminuido don Benito lo toma a pecho y pide la plaza al alcalde, con ahínco e insistencia, y se indigna porque el munícipe no le complace con rapidez: «Tuve carta del Alcalde confirmando su promesa del destinillo para el hijo de la portera y diciéndome que esperemos un poco más; sin duda que será pronto un hecho (22 de julio de 1909; 151). En una carta anterior don Benito había reconocido la fuerza y el poder de la portera, por sus extravagancias y groserías para con la inquilina. Si la señora Carmen quería «endiosar» a su hijo, «pues lo endiosaremos. Empezará por modesto funcionario del Ayuntamiento, luego lo llevaremos al horroroso [sic. ¿honroso?] cuerpo de correos, y de allí a donde él quiera; y después le haremos archipámpano o lo que él quiera ser» (1909; 148). ¿Colocó don Benito al gaznápiro, ante la presión del influyente diputado? Hemos de suponer que sí, aunque no era el único ganapán al que el senil escritor recomendaba y protegía mediante influencias. Otros le resultaban más caros, como Timoteo Gandarias, un hermano de Teodosia, diecisiete años más joven que ésta, a quien, además, el escritor pasaba una cantidad mensual. De los otros hermanos (Wenceslao, Cruz, Florencia, Antonio), no sabemos nada. Timoteo, casado con una riojana, padre de una hija, resultó ser un aprovechado. Exigía traslados de destinos en Correos, y mejoras que el anciano sometido a servidumbre amorosa había de procurarle. Una más de las muchas servidumbres a las que vivía sujeto.

Denso, interesantísimo epistolario éste que ahora publica De la Nuez, en el que nos entristecen aspectos sórdidos como algunos de los que hemos apuntado, pero que iluminan las glorias y las miserias humanas de quien, por extremos, conocía con profundidad la sociedad humana y los corazones de las personas que la componen. Estos dos centenares de cartas, inéditas hasta ahora, levantan también una punta del velo que cubría las sorprendentes e ignotas relaciones entre Galdós y sus dos hermanas mayores, con las que compartía domicilio. Estas cartas nos dicen mucho también de los achaques físicos y psíquicos del anciano, prematuramente muy envejecido ya en los años 1906-1915. Nos dan un retrato profundo de la extraña mujer que fuera Teodosia Gandarias, veinte años más joven que su amante y sujeta al erotismo agudo de quien el doctor Marañón -que le conocía bien- describió como «superviril».1 Aunque no se conocen las cartas de Teodosia que dan la réplica a éstas de Galdós, por las que aquí leemos vemos a la amante como inteligente, discreta y bastante cultivada y teniendo en mucho su íntima amistad con la gloria nacional» que era su protector, con quien la dominación erótica era mutua. Se nos revela, a través de las cartas del escritor, como una mujer socialmente muy tímida, atemorizada por su entorno, muy oculta en su casa, solitaria, con actitudes latentes de curiosidad y de lecturas, que Galdós despertó en ella, con capacidad de comunicación -descontadas las descomunales hipérboles de su caballero encantado y enamorado- y aceptando sin empacho la protección económica de su adinerado protector (para ella y para Timoteo, el hermano declaradamente gorrón). En el censo municipal hemos visto su firma «Teodosia Gandarias», con perfectas mayúsculas nítidamente dibujadas, sus   —27→   caligráficas letras redondillas, su discreta y sobria rúbrica, reveladora de cultivo y pulcritud. (En el casillero dedicado al estado civil, «olvidó» declarar que era viuda, pero alguien, con lápiz, añadió una «V» mayúscula, quizá el funcionario que recogía las hojas del empadronamiento. Sus actividades eran las del caso: «Sus labores»)

El epistolario, en sus párrafos más gratos y menos comprometedores, muestran el entendimiento de los amantes en su afición y amor a los animales, no sólo los habituales perros, gatos y aves canoras, sino cabras, golondrinas y un galápago, que don Benito protegía en su finca de Santander. (Años adelante, la Gandarias guardaría en su pisito de Madrid, con atenciones domésticas, un conejo.) Amor, también común, a los árboles y a las plantas, cada cual según sus medios: árboles y huerta y jardín en la finca montañesa del escritor; flores y pensiles en la modesta vivienda chamberilera de doña Teodosia. Amor general del hacendado por la Naturaleza: los cielos estrellados, las tormentas y lluvias, vistas desde su alta propiedad; amores supuestos, pero no expresos, en la guerniquesa Teodosia. No carecen de interés las opiniones políticas y religiosas manifestadas en estas cartas, opiniones muchas veces extremistas, como dichas con precipitación, y muy distantas a las muchas que, con agudeza y perspicacia, el escritor colocaba en muchas de sus obras de madurez. Innumerables comentarios y apostillas surgen, y son posibles, alrededor de este retrato interior, altamente indiscreto, que Galdós nos da aquí de sí mismo y que es una formidable brecha en su cerrado secretismo de siempre. Se nos dan aquí hasta unas líricas consideraciones -quizá únicas en tan arriscado solterón- acerca de la sospecha, que su amante le comunica, de que pueden esperar un hijo, que concluyen con dos reveladoras líneas: «¿Con que tendremos canario de alcoba? Así sea. Pero contengamos nuestro fervoroso anhelo hasta que el tiempo confirme la esperanza» (21 de julio de 1907; 72). La esperanza no se confirmó: la mujer próxima a sus 45 años la disipó días después.

Hemos de incluir aquí algo en relación con esa metáfora del «canario de alcoba» que no llegó a nacer de Teodosia en 1908. Cuando tres años más tarde, en septiembre de 1911, el secretario y amanuense de Galdós escribe a doña Teodosia -por encargo del patrón, que no puede hacerlo por la reciente operación de los ojos, que le impide la visión- le pregunta a la señora, en una postdata: «¿Y el canario chiquitín, cómo está?» No se trata aquí de ninguna metáfora ni hubo vástago «canario» entre los amantes. Nada autoriza a pensar que tal ocurriera, porque hecho tan importante hubiera tenido eco en la correspondencia que ahora se publica, y no digamos en la vivienda de la calle de Santa Engracia número 51, donde los cimientos y el vecindario se hubieran conmovido (el censo municipal de 1915 tampoco registra la existencia de un niño en la casa.) La explicación del «canario chiquitín» está en este mismo epistolario: el canario o jilguero de doña Teodosia -ave canora que aparece media docena de veces en estas cartas con el nombre jocoso de «don Procopio»- había tenido reciente coyunda feliz en su jaula, y se esperaba fuera pronto padre. Lo fue a finales de ese mes de septiembre: «Ganas tengo de ver a don Procopio y de oír sus tinos sonoros, ensalzando los goces de la familia» en carta de 25 de septiembre, de amanuense, que continúa la del 20 del mismo mes que firma éste y en la que pregunta por el estado del «canario chiquitín» (acerca de «don Procopio», véanse las páginas 108, 202-03, 216, 241 y 246).

Mucha tela de fondo, muchas interioridades de un hombre eminente, y de una mujer, y de la sociedad en la que estaban encuadrados figuran en el libro ahora revelado, páginas no siempre enaltecedoras, en nuestra opinión. En fin, estaban destinadas al   —28→   silencio eterno, y a ser secreto definitivo. Pero falló algo que el amante escribió a la amada, la «adoradísima», el 27 de agosto de 1913, próximo a sus 70 años: «Lo que tú me escribes a mí y lo que yo a ti te escribo permanece y permanecerá siempre en el mayor secreto. No seas cavilosa, ni presumas que esta íntima correspondencia pueda salir de entre nosotros» (307). Pero fue el caso de que salieron, al menos en una mitad, y han obtenido la posteridad, quizá apoyando indirectamente la opinión de personas respetables, y respetuosas, que argumentan que no todo lo referente a un gran artista ha de ser publicado, por no ser moralmente publicable. Necesitaríamos -y hemos de resignarnos a no tenerlas- explicaciones acerca de estas cartas. Seguramente están definitivamente perdidas las respuestas de la amada, «en los amarillos papeles» -que el propio Galdós le suministraba en cantidad- cuyo contenido el amado elogia como obras maestras de gracia, profundidad, discreción, sabiduría, concisión, claridad. Hemos de resignaros a conjeturas acerca de las trayectorias de estos y de aquellos papeles, y esas conjeturas van a continuación.

Las cartas de él serían guardadas por ella, cosa evidente, dado el secreto que a ambos interesaba. Cesó esta correspondencia el año 1915, según vemos, pero la amistad siguió inalterada hasta el 31 de diciembre del año 19, cuando ella -visitante habitual, en los últimos años, de la casa familiar de Galdós, al apenas poder salir de ella el inválido don Benito- falleció en esa San Silvestre. ¿Las conservaba aún, en vida, doña Teodosia, o el muy cauteloso varón las habría recuperado, entre 1915, y 1919, por simple petición a la poseedora, o mediante discreta gestión de Paco Menéndez, el criado incondicional? O -simple conjetura posible- ¿las recogería el fiel Paco, por su iniciativa o por haber recibido órdenes anteriores de su amo, en el sentido de borrar rastros? Recordemos que el fiel Paco recibiría en el testamento de Galdós un espléndido legado; mientras el, ya alejado, Victoriano Moreno, su escudero de tantos años, no fue recordado en él.

¿Recogería esas cartas Paco Menéndez -habitual mensajero de confianza entre los decrépitos amantes- en el hogar mortuorio de ella? O, halladas las cartas por Timoteo en el citado hogar de Teodosia, ¿las tómo para sí al comprender el valor que tenían, y que eran materia negociable? Ello podría dilucidarse a la vista de cómo se adquirió esa correspondencia.

Segundo punto: las cartas en papel amarillo, que podrían haber ofrecido una inapreciable «radiografía» de doña Teodosia ¿adónde fueron a parar? Sabida es la devoción descomunal que el anciano sentía por ellas, y es de suponer el interés que tendría en guardarlas. Con menos motivaciones amorosas conservó cuidadosamente otros epistolarios femeninos, apenas disimulados bajo iniciales o seudónimos. En este caso ¿destruyó don Benito las cartas de su amada, cuando ya su ceguera le impedía leerlas? ¿Las destruyó algún familiar de Galdós, por sí o por órdenes recibidas, sacándolas del rico archivo epistolar que tanto cuidó el escritor? (¿Indignará a algún lector, o lectora, el hecho de que el «superviril» amador escribía, en aquellos años, cartas de amor, y mantenía entrevistas secretas, en Madrid y en Santander, con una joven actriz, según las pruebas?)

El gran urdidor de urdimbres novelísticas, el gran compositor de panoramas sociales, el atrevido contertulio, en suma, de la casa número 51 de la calle de Santa Engracia, tendría noticia directa de sus convecinos en ella, de la vieja portera, aficionada al vino, y cuyo lenguaje ultrapopular le interesaba, y así se lo hizo saber a ella (173, 309, y otras páginas). También le interesaría el médico, con un hijo relojero, y el jornalero con familia,   —29→   que habitaban en el bajo izquierda y en el bajo derecha, el cesante del principal, y la señora Fernández Lego, su vecina, el matrimonio con seis hijos, vecinos inmediatos de Teodosia en la misma planta o andar, el «curial» Pérez Pérez, del 20 derecha, y el farmacéutico del derecha, que tenía un hijo presbítero. En lo más alto, otro cesante, y don Leoncio, éstos últimos con los más modestos alquileres de toda la casa, excepto el de doña Teodosia, que por lo minúsculo del cuarto primero izquierda que ocupaba, pagaba una renta mensual de 11 pesetas con 25 céntimos.

Madrid




Obra citada

  • Nuez Caballero, Sebastián de la. El último gran amor de Galdós. Cartas a Teodosia Gandarias desde Santander (1907-1915). Santander: 1993.




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