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ArribaAbajoOchocentistas


ArribaAbajoLectura y corro

Domingo por la tarde, leía Sigüenza hojas del Epistolario Español, parándose y volviendo a principiar con un poco de desgana.

«...añado lo que pasó el día del Corpus en la procesión, a poca distancia de la plaza de Santa María, de donde sale. Salió de entre la demás gente un labrador, y rompiendo por todos y por la guardia, dijo: "¡Atrás; por la muerte vengo!". Llegó a los pies de S. M. e hincado de rodillas, dijo que desde el Rey Wamba hasta ahora no había habido peor Gobierno, ni estado peor el reino. «Mire V. M., añadió, lo que se hace; que le espera cerca la muerte». Asustose S. M., y estando cerca el duque de Pastrana (que nos contó esto), le dio con la vela en la cabeza, y quiso la guardia pasar adelante, si bien el Rey dijo que le dejasen, y se fue. Y consultado el Consejo de Castilla si le prenderían, resolvieron que no, porque haber dicho S. M. "dejadle" fue librarle de toda molestia. No obstante esto, se ha mentido que le prendieron, que le dieron mil tormentos, y que murió de ellos...».

(Es de una carta de Cristóbal Pérez, en Madrid y junio 22 de 1637, al P. Rafael Pereyra, de la Compañía de Jesús, en Sevilla.)

Descogió Sigüenza algunas páginas.

«...El miércoles pasado quemaron a dos por aritméticos; eran hombres principales: el uno se llamaba D. Sebastián de Mendizábal y el otro D. Pedro Mendieta. El concurso fue excesivo, porque era muy conocido el Mendizábal.

Ayer ahorcaron a cuatro y degollaron a uno por capeadores y homicidas escaladores de casas. El degollado era caballero de Ciudad Real y noble. Llamábase D. Jerónimo de Loaysa y Treviño; sus deudos alcanzaron le diesen esta muerte por merced, que el delito no la merecía sino como la de los compañeros. Tenía solos veintidós años, sin pelo de barba, sino bozo, de la mejor cara y disposición que V. R. ha visto. Causó grande lástima; todos fueron muy bien dispuestos, y uno dellos había sido novicio de la Compañía pocos años ha, al cual despidieron por ser recio de natural, pues siendo cocinero, riñó con otro Hermano y le dio un sartenazo, por lo cual pareció no era a propósito para la Compañía, y vino a tenerla después con capeadores». (De otra carta de S. González, en Madrid y enero 27 de 1637, al mismo Reverendo Padre.)

Aquí, Sigüenza se quedó pensando en Loaysa. No entendía el privilegio y merced de degollado. Siendo chico Sigüenza, estuvo en Ciudad Real. Se puso a recordar sus calles: calle de la Azucena, calle del Camarín, calle de Toledo, de la Ciruela, callejón de Alarcos. ¿De qué casa blanca, hidalga y labradora, coronada de vencejos, saldría para la perdición el joven caballero D. Jerónimo? De brinco en brinco de mala mocedad, se derriba al pie del tajo del verdugo.

Pero ¿y D. Sebastián de Mendizábal y D. Pedro Mendieta? ¿Quemados por aritméticos? ¿Aritméticos o aritmánticos?

Muy conocido el Sr. Mendizábal. De tarde, cuando se recogiese para tomar su colación y seguir sus estudios, todos los vecinos y muchos artesanos y letrados y hasta dueñas y comendadores, le harían sus comedimientos: «Adiós vaya el señor don Sebastián». También D. Pedro recibiría halagos y saludos, quizá por referencia de D. Sebastián. «No alcanza todavía a Mendizábal, pero es gran supuesto Mendieta». Del aposento de sus números y cavilaciones, a la sala de juicio y a la leña de la plaza. ¿Han de morir, por aritméticos, a esas toras tan tiernas, tan transparentes de un día de enero (a esas horas se tendería el sol en los folios de su mesa), han de morir entre la grita, en medio de la lumbre?... Pues sí que han de morir. Ya pasan por el humo unas voces bien conocidas, de los que se quedan: «¡Adiós, Sr. D. Sebastián!». Y a lo último: «¡Y Sr. D. Pedro...!».

Le parecen a Sigüenza muy familiares, como si muchas veces se hubiera ladeado dejándoles la baldosa.

Más adelante, en la misma carta, le dicen al P. Rafael Pereyra: «De Segovia escriben que el hombre que tenían preso en el Alcázar, con las aguas fuertes que le daban para hacer el oro, se ha hecho muchas llagas maliciosamente, con que se ha visto que es un embelecador, y por orden del Consejo ha sido llevado a la cárcel, donde se procederá contra él. Ha hecho grande gasto, pues fuera de los materiales que le daban, estaba aguardando a un secretario del Rey que había de ir a verle, y le regalaban mucho, con las esperanzas del oro».

Vienen después unos datos de las Noticias de Madrid, refiriendo apuros de algunos alquimistas y los enojos del Rey y del Conde-Duque. «Un holandés a quien apenas apuntan las barbas había prometido a S. E. sacar de un marco de plata y otro de cobre dos marcos de plata; habiéndole sido mandado que hiciera la experiencia delante de un teatino, de D. Francisco de Calatayud y de los plateros, el primer día que se juntaron para este efecto, que fue vano, dijo el mozuelo que lo había errado; y tornando al día siguiente a hacer otra prueba, no se consiguió nada, porque lo que era plata había quedado plata, y el cobre, cobre. A D. Vicente Lupati le tienen todavía preso en Segovia, habiéndole señalado término limitado para que haga la plata, que decía saber hacer; y no lo sabiendo, le ahorcarán por haber puesto a S. M. en grandes gastos y haber engañado a S. E.».

Su Majestad y su excelencia, queriendo trocar el cobre en plata por todas las artes ocultas, y D. Sebastián de Mendizábal y D. Pedro Mendieta, hombres principales, quemados vivos por aritméticos...

Dejó Sigüenza la lectura.

...Domingos y fiestas de precepto venían a merendar en pimientos y «sangacho» o vientre de caballa en salpresa. Delante de una mesa chiquita, como el celemín volcado de los judíos, sumergen el pan y los dedos, también como los judíos, en el adobo de un olor encendido.

Estaban los dos hermanos Busco: Busco el Grande, campesino y hornero; con la nariz y un anca lisiadas de haberle arrastrado su mulo por un breñal, su mulo Dolor, al que para agarrarlo del cabestro había de hundirle su faca en la gola. Un enorme sombrero le cercenaba torcidamente el cráneo, como un anillo de Saturno, de fieltro de Alcoy. Busco el Menor, colorado, rollizo, y alegre como un marinero holandés.

Llegó el Baldat, un viejo ferreño y corvo, cabrero y saludador. Después, Laureano, mozo jornalero, el que cuenta, desde una legua de la parroquia, los pájaros de la torre. Y Mincho, el yerno de Francisco Bresquilla, de la heredad de Sigüenza.

Siempre baja Sigüenza para ver la merienda. Beben el vino con los ojos entornados, en un caño combo desde la canilla de la calabaza o de la catalana de vidrio. No rompen el pan; lo rebanan con la navaja de injertar, que le deja el frescor de corteza de árbol; y luego cortan la rebanada con tan primorosa complacencia que, los más pobres, al comer pan solo, le dicen pan y navaja, porque cortándolo le añaden el unto de un regodeo sabroso de companaje. Pan y vino de domingo. A la redonda, la tarde de fiesta, inmóvil, ancha, callada. Todavía el domingo, allí, no es un día como todos los días; tiene más creación parada encima. Los horizontes hacen pensar en otros lugares donde estuvimos una vez, hace mucho tiempo.

Pero el pan, el vino y la tarde de fiesta son más de los Busco, del Baldat y Bresquilla, que de Mincho y de Laureano, el que cuenta de lejos los pardales de la veleta. Los dos jóvenes; en agosto se marchan a segar arroz en la ribera de Valencia; allí se juntan con hombres que emigran a Buenos Aires, y saben inglés agrario y ferroviario de los Estados Unidos. Algunos pasaron muchos años en la emigración; enviaban dineros; y se volverán con sus mujeres y con sus hijos. Lo mismo pueden hacer Mincho y Laureano.

Baldat trae el antiguo pañuelo atado a la frente. Todo el cabrero es de una talla precisa, pulgada por pulgada, de piel y de osamenta. Su apodo lo heredó de un abuelo tullido. Sale al amanecer con su ganado y su atadijo de esparto, del que toma y tuerce las hebras; y atardecido está en las cumbres de Aitana hilando soga. Toda su figurita se recorta en la inmensidad. A distancia se le conoce; y le buscan desde una aldea, desde un molino, desde una masía, para que remedie una criatura, un macho, una gallina enferma.

-Baldat, ¿se sabe el mal que tiene una bestia?

-Mejor se sabe el de un macho que el de un crío. Se sabe por el mirar y el pulso.

-Baldat, ¿cómo se pulsa a un macho? El saludador se ríe calladamente; y Busco el Menor lo dice:

-Llega el Baldat al pesebre; entra debajo de la bestia; pone sus hombros viejecitos en la comba de la barriga, y desdoblándose, levanta todo el animal encima como si fuese un hombre blando y dócil a cuestas; las cuatro patas colgando, como cuatro brazos de manos débiles; lo pulsa de las dos delanteras; y las palmas de las del Baldat botan de la calentura.

Corno está a merendando en el portal de Francisco Bresquilla, Francisco Bresquilla lo sabe todo mejor. Por eso aparta al otro, y cuenta la cura de un nene de pecho:

-La molinera de Chirles criaba un rapaz de los que echan en el Asilo. Un día se dejó a la criatura en el safarich donde se enjugaba el trigo, y bajó a lavar los pañales en la balsa. Desde allí sintió el lloro; y ella gritó: «¡Ya subo, ya subo con la teta gorda!» No paraba el berrinche. Y subió la molinera, y quedose espantada. Se había soltado un gorrín de la corraliza y estaba rosigando una oreja del crío. Clamó la mujer, acudió el marido, y el cerdo se relamía y se empinaba buscando más. Trajeron al Baldat. El Baldat se persignó y se puso a chupar la mordedura hasta que paró la sangre. Todos los días; de mañana y de tarde, le adobaba la llaga con la gracia que tiene en la cruz de su paladar. No falta de la oreja del chico más de un frisuelo de carne.

Mincho y Laureano se ríen, y el saludador les chafa la risa con las aristas azules de sus ojos menudos. Pero los mozos le dicen que cada tiempo trae lo que le corresponde. Cuando muera el Baldat, se acabaron los milagros de estrellería. Ya no queda otro, y si no nacen otros con esa virtud, es que ahora no será menester.

Busco el Grande les mira con recelosa compasión.

-¡Este tiempo ya no es de nosotros! -y levanta la catalana y desde arriba le cae doblándose el chorro, que le gorgotea en los gañiles-. En el tiempo de nosotros salía uno con su macho y en seguida nos encontrábamos a solas en el mundo. Salir era ponerse a la ventura. Había que palparse bien a sí mismo para sentir que iba uno todo encima de uno. Entonces se era más uno mismo que ahora. Dios proveería. Ahora, el mundo es una calle. Y yo, en aquellos tiempos y en los de hogaño, siempre lo mismo.

-¿Por qué siempre lo mismo?

Busco el Grande se recalienta con otra ronda de la calabaza de vino.

-Yo sería la campana gorda de aquí; ¡pero cada uno trae a cuestas su perdición!

La suya está en la enfermedad de su mujer, que todos los años huye loca por los barrancos, vive desnuda, se alimenta de hierba y de muladares. Busco ha desamparado su casa y su horno; atraviesa las sierras siempre escondido, preguntando a pastores y leñadores. El espanto es encontrarla. Ha de acometerla y atarla. Viene el suplicio de vivir juntos. De noche, los dos con los ojos abiertos; él, tentando la cuerda entre los jergones; y la mujer, acechándolo para mutilarlo. Y cuando se le pasa el mal, llora de sonrojo. Así desde la juventud. Conoce todos los abismos, todos los carcavones y rinconadas; todo lo escudriño, cueva por cueva, mata por mata. Muchas veces le salieron los hombres de aquel tiempo, los que vivían de su retaco, perseguidos por la justicia.

Claro que a esos hombres bravos los han visto también el saludador y Francisco Bresquilla, singularmente Francisco Bresquilla. Ya no quedan de su casta. Cada pueblo tenía el suyo: Castell de Castells, a Mitjana; Evo, al Destralet Finestrat, a Pinet; Benimantell, al Bou.

Principió Sigüenza la tarde de domingo con una lectura desganada, y el rolde de lugareños tejía sus asuntos en el paño viejo del Epistolario.




ArribaAbajoLos bravos roders

Dos castas ochocentistas de la comarca: los bravos rurales y los grandes señores. Aquéllos reciben de su pueblo el apellido de consagración, Mitjana de Castell de Castells, Destralet de Evo. De día van a sus aventuras por las sierras. De noche se acogen a una masía señorial y toman el recapte o avío para su persona y su carabina. Si un gran señor les dio asilo, puede su familia viajar por las soledades, en las jamugas de sus mulas, con poco cortejo de criados, mansos como demandaderos de monjas, porque a escondidas la guarda el lobo con lealtad de mastín.

La primera empresa de Mitjana de Castell de Castells fue matar a dos en una sola jornada. A uno en el cantón de la plaza. En seguida cargó y cebó el retaco y dijo: «A ése me lo hago al vuelo». Disparó otra vez; y desde el andamio, donde estaba subido su enemigo remendando el campanar, comenzó a caer muerto, en un remolino, como un pichón. A los muchos años y muertes, le sorprende la Guardia civil. Pudo matar a la pareja; pero quiere ser generoso, y nada más les quiebra a tiros las rodillas. Sale viejo de presidio; y ya se recoge en su casa del pueblo. Se sienta patriarcalmente al sol de su portal. Una tarde, un mozo se le pone delante y grita con bulla: «¿Y éste es el Mitjana?». Y le restrega por la cara una melva podrida. El arrepentido levanta los ojos cansados y le dice: «Apártate, hijo, que eres tierno para Mitjana». Otra vez siente el pescado hediondo en su boca. Y todavía riéndose se tambalea el mozo con la faca del viejo hincada, temblándole el pomo, en la tetilla. Mitjana es el único aventurero que muere en su cama, tranquilo y oleado, entre las luces del Viático.

Destralet de Evo no tuvo su ancha presencia. Su catadura y sus fechorías son ágiles, buidas, resbaladizas como su apodo. Invisible y súbito. Vista de ave flaca; oído y olfato de chacal. Mata sin que se le sienta. Toma encargos de muertes. Para encomendárselas no le dirán: «Mata a ése», sino: «Asústalo». Y es un susto fugacísimo, y en el lugar elegido de la persona señalada.

-A Bautista, un susto en el garguero.

Bautista es mercader de las cosechas de los labrantines. Las junta en la entrada de su casa; las vende en buen hora. Cuelga el candil de la viga. Bajo, pone la mesa. Se sientan a cenar Bautista y su mujer. Empuña la catalana, levanta la boca, le cae el tallo de vino espeso, y le entra la luz, el vino y la bala de Destralet en medio del galillo. En la calle, de cantonada en cantonada, y después, en el campo, de tronco en tronco, se va derritiendo una sombra plegadiza.

Todas las tardes viene al pueblo Llinasa, un viejo pastor. El rebujal es suyo, y en aquellos años bien valdría nueve mil reales. Es viudo, con tres hijos carboneros. Siempre se para el viejo en la fuente para ver a la hija del menescal lavar y llenar los cántaros, una moza morena que se le estremecen las carnes rotundas cuando vuelve ella la faz mojada y colorada y mira galopa halconeando al viejo. Cuando se marcha la mujer, baja el pastor y bebe donde ella sumergió los brazos de color de cebada. Pronto dicen por el pueblo que se casarán. Entonces los hijos, los tres carboneros, buscan al Destralet y le piden: -«Pregúntale al abuelo si se quiere casar; y si es de verdad, dale un susto».

A mediodía el pastor pasa con su ganado en busca de las carrascas; y arriba, en el filo de la cumbre, se le aparece el Destralet y le llama: -«Abuelo: ¿es verdad que se casa?»-. El pastor se queda mirándole. En el silencio y sol de la sierra, el grito de ese hombre le da inmensidad y rabia a su gozo. Se calla para guardarse toda la promesa de mujer joven. Las cabras se van parando, rodeándole, y levantan los ojos blancos y la cuerna hacia el Destralet... -«¿Y es de veras lo del casamiento? ¿Mujer nueva y entera para un abuelo?»-. Y el pastor le dice: -«¡Y a tú qué te importa!». -«¿Pero es de verdad?». -«Pues de verdad es; ¡y a tú qué te importa!» -Y se desgarra un tiro; tiemblan las esquilas; y el pastor cae con los brazos abiertos en medio del ganado inmóvil.

Los Busco, el Baldat, Bresquilla, no acaban sus memorias de ferocidades, de secuestros, de bregas, de ejecuciones en los «treatos» de las bóreas. Fuman, beben y se quedan como mirando con golosía sus años.

Mincho y Laureano, riéndose, le vuelven la espalda a esa edad antigua tan inmediata; y con palabra vieja dan la visión de lo nuevo.

-Esos, ahora, no harían ya rogle. ¡Gandules sin faena!

-¿Y si ahora tampoco la tuviesen? -les dice Bresquilla.

-Ahora hay más vapores que van a los Estados Unidos.

Sigüenza se marcha de la disputa. Las carreteras han acercado el mar. Todavía es casi joven Sigüenza, y no recelaba la modernidad del concepto de ausentarse que trocó la vida lugareña.

Y al despedirse les pregunta:

-¿No quedará ninguno de esos hombres con quien hablar, aunque sea muy viejo?

No; ya no queda ninguno. Bien podía internarse solo por los campos, de día y de noche, sin más armas que su cayada, su cayada de color de pan tostado.

Ya lo sabía Sigüenza; y lo hacía. Por las sierras, por los hortales, por los caminos, por los sembrados, con la americana en su brazo desnudo, hundiendo la curva de su bastón en la hierba para untarlo de olores frescos. La menos solitaria de las soledades, por la posibilidad de que deje de serlo, la carretera, de noche, era el único paraje receloso, precisamente el único que nunca habían pisado los difuntos aventureros. Por la carretera, por estas carreteras todavía de escaso tránsito, caminaban los pordioseros nómadas, las tribus de gitanos caldereros y lañadores, cuyas mujeres vibrantes, finas y pringosas, miran con más ferocidad que sus machos.

Pero Sigüenza, en esta tarde ya cerrada de domingo, no iba por la carretera, sino por el camino aldeano de Chirles. Los bordes cortados de las colinas, que lo ahondaban, eran de una carne fría, casi blanca; el tejido de su corteza, de una piel olorosa, prieta y áspera de tomillos, aliagas y brezos, con rodales calvos de pedregal.

Subió Sigüenza por la falda de una loma. Desde lo alto se vio solo, en medio de las espaldas de las grandes serranías. Enfrente y hondo, el mar descolorido, de una palidez arcaica. Y los racimos de los pueblos, de un tono maduro, viejecito, dentro de la soledad de domingo de todos los tiempos, de cuando no se deseaba salir en emigración. Hasta Sigüenza se sentía muy distante, retrocedido, en aquel mismo lugar que le rodeaba. Lejos y solo. Nadie.

Atravesaba lentamente la loma; y desde lo último veía el perfil recostado sobre los follajes del olivar de Ponoch, piedra por piedra, algunas redondas, lívidas, como cabezas de degollados. Y de súbito uno de los cráneos se removió un poco. Sigüenza creyose invitado a meditar: «Esa piedra estaría desgajándose años y años. Hormigueros, gusanillos de humedad, lluvias, raíces de tomillares irían excavándola. Quizá principiaron a estremecerla sensitivamente cuando él pasó en sus mocedades por aquel camino de Chirles; y hoy, al mirarla él, se desprendía la pobre piedra trocando la faz del alcor...».

Y tornó a su paseo. Bajaban sombras de los montes, que tenían un tacto de paño. Se enfriaba el mar, duro y blanco como un horizonte de sal. En el collado de Tárbena la ceniza de una nube palpitaba de relámpagos de otros paisajes. Volviose y dijo: «Ya no sé dónde estuvo incorporada la piedra». Y fue su pensamiento como una invocación de brujería, porque la piedra emergió, y se quedó en su sitio, quieta y mirándole.

«Me está mirando». Y avanzó; pero el cráneo de peña escondiose rápidamente. Estaba escondido; si se acercara, lo vería inclinado, esperando que él se volviese de espalda para asomarse. No imaginaba un hombre, sino una cabeza de desenterrado. Todo lo pensaba pronunciándoselo, y le golpeaba hinchadamente el corazón. ¡En realidad, él ya se iba! ¡No se iría! Seguiría su paseo sosegado, colgándole la cayada con un dulce descuido.

Desde el cielo comenzaron a mirarle las estrellas; a él nada más. Llegó a la otra ladera. De seguro que intentaba escapar, recatándose de sí mismo. Pero no se escaparía. Allí habría de derrumbarse, por márgenes y hondones. Aunque fuese muy andariego, le alcanzaría rebotando la cabeza, porque la ruta era más larga, quebrada y más desconocida. Y se puso a espiarse a sí mismo: «Veríamos qué haría Sigüenza en este trance».

Rodeó la loma y bajó al camino de Chirles. Sintió sus pisadas. Llegaba a la revuelta, donde estaban esperándole. He aquí los tiempos viejos de aventuras. Quedaba una, la última, para Sigüenza. Ya no le acechaba un cráneo, sino un hombre. Y lo vio inmóvil, en la orilla del camino, y en la obscuridad blanqueó su dentadura de bestia cerril. Sigüenza le saludó, y el otro también, pero con voz balbuciente, entrecortada, la voz del que se encoge para embestir.

Sigüenza se paró. Un impulso de temeridad. Tendió su brazo y dijo:

-¡Delante de mí!

Y el aparecido se puso delante con una obediencia socarrona de oso domado. Pero en seguida se detuvo.

Sigüenza le puso en la nuca, sin hincárselo, el regatón de la cayada, como si empuñase una lanza:

-¡Andando!... ¡Esa mano, esa mano fuera de la faja!

En la faja escondería sus pistolas. Y el hombre dejó colgando sus brazos. Un oso. Era un oso grande, flaco, hambriento.

Le daba lástima; y se arrancó la lástima. Iba a entregarlo. Ejercía de cuadrillero; pero también remataba a un monstruo, como un David, con cayada y sin honda, como un San Miguel, como un San Jorge...

Su firmeza y facilidad en la victoria le dieron un deseo de elegancia. No lo llevaría al pueblo, sino a la heredad, dejándolo en poder de las buenas gentes que le prometían el descuidado goce de los campos.

Adivinó su vereda entre los almendros. Se colocó junto al hombre, guiándolo por el atajo. El hombre le miró. Veía la mirada como si la recibiese en la claridad; su mirada y su sonrisa horrenda.

Non tinga po! (¡No me tenga miedo!)

-¡No, no! ¡Yo no le tengo miedo! ¡Pero siga, sin revolverse, sin mirarme!

Ya se oían las voces de las gentes labradoras, los gritos de los nietos del matrimonio que cuidaban el casalicio de Sigüenza.

Entonces el cautivo quiso huir. Pero Sigüenza lo agarró de los brazos, y así lo entró bajo los parrales.

Sacaron los candiles. Todos acudieron. Los chicos les rodeaban brincando, y decían:

¡Es Peret, de Chirles! ¡El bobo de Chirles y el siñor Sigüenza!




ArribaAbajoGrandes señores

Ya no quedan grandes señores en la comarca.

Los del tiempo viejo -le refieren a Sigüenza los labradores recordando el suyo- eran cada uno señor de veras: señor de los montes, de las aguas, de los caminos, de las alcabalas, del bien y del mal. Desde su heredad sabían lo que pasaba en Madrid. Los únicos que lo sabían. Su palabra era la voz del mundo. Sagasta y Cánovas se lo consentían todo. Sagasta y Cánovas lejanos, invisibles y eternos.

-¿Ustedes vieron a Sagasta y Cánovas?

-¿Nosotros? Nosotros, no, señor; aquí nadie sino aquellos señores. ¿Y usted?

-¿Yo? Yo, tampoco.

Pero, Sagasta había pasado por tierras de la provincia. Lo llevó D. Trinitario Ruiz Capdepón a Orihuela. Allí le sentaron a un banquete de cuatrocientos, de quinientos comensales. Le sirvieron todas las suculencias, gollerías y frutas orí oían as; todos los primores de las pastelerías monásticas. Un cronista de la época dice que D. Práxedes nada más comió sopas de ajo y puchero de enfermo. No pudo ni quiso dormir en Orihuela. Todos se lo rogaban con ternura; y para persuadirle lo pasaron al dormitorio y le mostraron la cama, una cama de difíciles magnificencias españolas: trono, tálamo y cátedra. El señorío de Orihuela la había contemplado y tocado. -¡Quédese, D. Práxedes; acuéstese! ¡Mire que se la hicieron nuestros concejales!

Y D. Práxedes no se acostó. Todavía con el sabor de las sopas de ajo, se le derrumbó encima la perdición del 98, y dijo: -¡Que hablen los cañones!-. Entonces profetizó Moret: -¡España no perderá ni una pulgada de su territorio!-. El ministro de la Guerra, escuálido de calentura, se puso delante para exclamar: -¡No hay que alarmarse porque perdamos algún barco! ¡Ojalá no tuviésemos ninguno, y les diríamos a los Estados Unidos: aquí nos tienen! ¡Vengan ustedes cuando quieran!-. Don Trinitario se internó en su despacho de ministro de la Gobernación. Estuvo rascándose su calva sudada y bondadosa y escribió a sus amigos de Orihuela: -¡Vamos a pasar las de Caín!-. Sus postreras glorias oriolanas fueron un banquete de cuatrocientos, de quinientos cubiertos y un discurso de mantenedor de Juegos florales.

Desde Orihuela se cruzaban pactos y alianzas con los señores encerrados en la Marina y en los valles de sierras abruptas.

Pero, Capdepón residía en la corte; y los grandes señores han de vivir en la comarca; solitarios, tendiendo lejanamente sus raíces.

Más familiar era el nombre de Pío IX y el de León XIII que el de Sagasta y el de Cánovas, y más todavía el de D. Emilio Castelar.

Castelar camina campos y pueblos de Alicante. En casi todos queda un sitio escogido, que se llamará siempre «Balcón de D. Emilio». Desde allí contemplaba inspiradamente los almendros como rosales, las colinas de viñedos, el Mediterráneo palpitando de lumbre... Allí, D. Emilio, recordaba su niñez; tenía júbilos y lágrimas; prometía la felicidad; comía y merendaba; y los hacendados y jornaleros le miraban, pasmándose de que comiese como ellos y más que ellos, siendo quien era. Participaban de él participando del mismo pan, del mismo arroz, de los mismos manteles, en un festín rural y mesiánico.

En cambio, de Cánovas, por ejemplo, se desconocía su manera de comer y de vestir, su ademán, su catadura, su voz. Lo sabía únicamente el señor que estuvo en Madrid dos o cuatro veces en toda su vida. El señor, la «campana gorda»: en la vall de Guadalest, del Algar, de Gallinera... el señor Torres Orduña; en la plana de la Marina, desde Denia a Villajoyosa, el señor Thous. Como la campana gorda de la parroquia, que cuando se remueve la sienten las aves, los ganados, los leñadores..., así el señor trastornaba las gentes de la costa, de la besana y del monte, cuando pedía su mulo de camino. Las soledades se comunicaban de la ansiedad humana. Artesanos y labriegos dejaban su faena para vestirse las ropas de domingo. Amanecía domingo aunque no lo fuese. La víspera principiaba el trajín en la cocina, en las despensas, en el amasador, en las salas, en los desvanes, en los pesebres; guisando, escogiendo, amasando, revolviendo arcones y cómodas, sacando lienzos finos y olorosos, levitas frisadas, pantalones de tacto de terciopelo, chisteras felpudas, chalecos de realce, cofres de piel, mantas de Alcoy y jamugas de zaleas con que aparejar el macho de viaje.

Los poyos de la fachada se trocaban en muelles. Las argollas del muro crujían de ronzales de las cabalgaduras de los hidalgos y segundones que iban de cortejo del señor hasta dejarle en la diligencia. De guion y zaga, los guardas-jurados -lo menos cuatro- con sus carabinas de fulminante y sus placas de azófar en las bandoleras. Y al pasar por masías y aldeas se arremolinaban las familias labradoras, los perros, las ovejas, las lluecadas, los palomos...

De noche, después del rosario y de la cena, en los caseríos tan dentro de los cielos estrellados, tan recogidos sin el mandato ni nueva del señor -la voz de «él», la voz del mundo-, los hombres se miraban, preguntándose: «¿Dónde estará ya?».

Y en el horizonte de su frente, Madrid se ufanaba recibiendo al señor, carne de la comarca.


...Ya no quedaban de aquellos señores. Los de después, siempre están en la corte. Nada más aparecen en verano. Tienen máquinas de escribir. Escriben muchas cartas. Las reciben y las leen muchos en los pueblos y en los campos. Democracia epistolar. En aquel tiempo, no. Las cartas, es decir, la carta de Sagasta o de Cánovas la recibía el señor. Sus dedos, los únicos dedos que podían quebrantar la sangre de la oblea. El señor leía, bulléndole la boca. Los demás le miraban al rostro. Se levantaba; se encerraba en su escritorio a cavilar. Salía su grito. Iba uno a servirle de escribano. Le dictaba tropezando; en cada tropiezo reventaba el enojo del señor. Fuera, todos callaban. De repente, el amo se aburre; abre la puertecita de su alcoba y desaparece, diciendo: «Sigue ya tú solo». El escriba se queda escuchando los relojes del casalicio, y se le atiranta la frente hacia la adivinación de la voluntad del poderoso, acostado y dormido.

Los relojes del señor: el suyo, rebultado de oro; el alto, recto, de pesas; el de la consola con fanal y candeleros... Las mismas horas para todos. En el valle, en los collados, en la Marina, se sabe cuándo come, duerme, reza y tiene tertulia el señor. A distancia se le siente vivir en la vida de cada uno.


...Al lado de dos labradores cronistas de aquellos años, sube Sigüenza por las veredas para mirar, de lejos, los casales vacíos.

-¡A usted sí que le hubiera agradado vivir en aquel antiguor!

¡Aquel antiguor! Aquellos años que de pronto echan a correr detrás de las cumbres. Se aúpa Sigüenza para verlos, y ellos escapan detrás de otros montes. En cada confín inmediato al suyo se paran desnudos aquellos tiempos encima de un mapa viejecito de escuela de párvulos.

-A lo último, en lo hondo, todo estaba negro de pinar y carrascas; después, un secano, fresco como una huerta; un camino de cipreses y la masía del señor... ¡Allí venía Milá el del globo!...

¡El globo de Milá! Plaza de toros de Alicante. En medio, el globo engordando blandamente de humo, atado con sogas que se enrollaban unos hombres del puerto a su cintura... Cajas, barriles, mástiles, banderas... Una estampa de Julio Verne. Milá, vestido de marinero blanco, como un niño de primera comunión, corre todo el ruedo brincando, agitando el sombrerito de hule. Ya se mueve el globo, dulce, sensitivo y lleno. Tocándolo con la mirada, resuena tirantemente. Milá cruza sus brazos y los mozallones de las cuerdas grita: -¡Sííí!-. -Pues dejadlo ir-. Y va saliendo el enorme calabazón, apagando la plaza. Aun saluda el marinerito: -¡Adiós!-. Y de una cabriola se coge al trapecio, a las anillas, y se llena de azul y de sol en el cielo silencioso y virgen. Tiembla un palomar de pañuelos despidiéndole. Uno era de Sigüenza. Otros, de la familia del señor de aquella heredad de los cipreses. La familia monta en su galera para seguir y recoger a Milá. Se lo lleva; lo agasaja. En regocijos va desgarrándose la hacienda del señor. Vende los pinares, las bodegas... Las hijas se casan con sus pastores y jornaleros. Y, ahora, sobre sus frentes, torradas por el sol de la pobreza, pasa todos los días el estruendo de los aviones de la línea «Rabat-Tolosa».



El señor Thous está siempre en su masía de porches morenos y rudos de sol, de aires salados de la mar. Vienen amistades y regidores de los pueblos con recados y confidencias. Les sale el mayordomo, muy malhumorado porque los albaricoques predilectos del señor, albaricoques de olor y carne de rosas, se rajan, se pudren y caen sin madurar. Sube a la sala, y aguarda que el señor acabe de mirar con el catalejo una goleta que se ha parado delante de Benidorm.

El mayordomo le dice los nombres y apodos de los forasteros. Cada uno evoca un lugar y un itinerario de muchas leguas de barrancales, de sobraqueras, de labradas, de costas... Todo está lejos de todo en aquellos años.

De improviso, el señor Thous le interrumpe:

-¿Hoy es lunes? ¡Pues que vuelvan el jueves!

La soledad caliente y luminosa resuena de herraduras de la caravana. Y Thous vuelve a mirar la aparición del barco, blanco, fresco, gozoso, en el azul de las aguas.

Otra vez acude el mayordomo, porque hay un recadero que no quiere marcharse. Trajo el aviso de que han encarcelado sesenta hombres de audacia y rejo, que se dejarían desollar por el señor.

Thous es liberal. Cabalga en su mula; se precipita en las cárceles. Sigue camino de Madrid. Con las ropas y el vaho de la masía se presenta a la reina y le pide la libertad de los suyos. Dice la reina que no puede otorgársela. Thous se resigna. Doña Isabel se pasma de su mansedumbre.

Es que Thous soltó a los sesenta cautivos antes de venir.

Además de liberal, es creyente. Ya viejo, un ansia piadosa le quema su costado. No sabiendo qué hacer, le envía a Pío IX setenta arrobas de peladillas de Alcoy.



...El señor Torres Orduña es, topográficamente, el señor de los señores. En los peñones y escombros del Castell de Guadalest tiene todavía su casa. Las bardas de la corraliza son de almenas. Allí se solean sus mastines, blancos como dos osos polares. Para llegar al portal hay que sumirse por la cripta de un túnel.

Orduña, señor del paisaje. Orduña lo ama y lo guarda, según ha sido siempre; según lo ha visto y caminado toda su vida. Ese valle de Guadalest suyo, pastoril, frutal roto y despeñado entre las sierras Aitana y Serrella, ha de permanecer en su inocencia agrícola, en su clausura geológica. No consentirá el señor que traigan carreteras, las carreteras que abren y allanan las curiosidades democráticas. Más quiere la villanía del arriero que la elegancia de dril del turista; la rondalla de hostal que el orfeón de merienda de forasteros endomingados. Desde su roca, el señor pasa su rosario y otea los que vienen de la Marina. Los caminantes, las reatas, los ganados van creciendo por los senderitos, entre los pinares de una negror gruesa y antigua en la lumbre jovial de la viña, que se expansiona de llencas en llencas, en los verdes tiernos de las huertas íntimas, estruendosas de las fuentes que se rompen por los ramblizos...

...El señor Thous, el señor Torres Orduña, ya difuntos. La heredad, donde estuvo Milá, ya caída; y sus dueñas, tan mozas y galanas, se trocaron en viejas que van a jornal...


¿Qué se hicieron las damas
sus tocados, sus vestidos,
sus colores?




Vengamos a lo de ayer.

Ese ayer es el XIX. La sensibilidad de Sigüenza se abrió en el filo de dos vertientes; por la de la umbría caen los últimos veinte años del ochocientos; por la solana rebullen los primeros veinte años del novecientos.

Internarse en un siglo es seguir un camino de andadura conocida y apacible. Pero acabar y principiar una época sorprende y contradice nuestra conciencia, nuestros conceptos.

Cuando Sigüenza salía de su ciudad al campo, el tránsito de todo su sentir era rápido y puro hasta en su atmósfera interior. La vida rural de entonces, sus soledades, su silencio, su calma, su olor, sus gentes, correspondían al concepto prometido. Alicante era una ciudad de terrados blancos, con palomos que iban y volvían en el azul. Todas sus casas, con sensación de escollera, de faro, de haber sido mar y de tenerlo bajo de la piedra. Arrabales marineros; barcas volcadas en el portal, como el labrador deja el carro en el suyo. Clima de invierno diáfano y caliente. En el puerto, tan íntimo y viejecito, sin Junta de Obras, sin palacios argelinos, los veleros barrocos, los vapores rollizos tenían de ayo a un barco de guerra, un galeón de ruedas de aspas en sus costados, como dos norias inmóviles que criaban cortezas de musgos, de ovas con nervios de acantos. Los señores principales iban en tartanas, en galeras, en cabriolés a sus huertas románticas. Había un brigadier repolludo, de gabán de manteo y pantalones flojos; sobre su vientre de siesta sudada le caía una onza de Fernando VI. Todas las tardes jugaba en el Casino su partida de tresillo, tosiendo y congestionándose bondadosamente. De seis y media a siete, un ordenanza del Gobierno militar dejaba en manos del portero del Casino un bastón de ébano con puño redondo de moneda de marfil, y recogía la sombrilla del brigadier. Entonces, por el ámbito de la escalera subía un silbo de lechuza: el aviso del tubo acústico -no había teléfono-, y por ese cañuto le decía el portero al fámulo de sala: -Que acaban de traerle el bastón al general-. El criado llegábase de puntillas a la butaca de velludo, color frambuesa, donde el brigadier se sumergía en las bascas de su tos y de su vientre, en el afán de su abanico de naipes, del cordoncillo de los anteojos, que se le resbalaban en los sudores; y todos los tresillistas se esperaban, diciéndose: «Acaban de traer el bastón del general».

Este buen sosiego nos hará creer que si viajábamos en una diligencia de entonces -arrancaban a mediodía del portal de Correos, y a media noche del parador de la Balseta-, los campos, los pueblecitos interiores y costaneros seguirían siendo una prolongación de la vida parada de aquel Alicante. Y no lo eran. Allí nos sentíamos en la soledad de la naturaleza y de la aldea; más naturaleza y más aldea antaño que ahora. Desde allí, el Alicante del XIX semejaba remoto; y ahora se tarda emocionalmente menos desde Madrid a los campos. Porque el paisaje tiene, a veces, el olor de Madrid, de Alicante, de todas las ciudades, el mismo rastro de bullanga y prisa. En una revuelta aparece un mesón con máscara y letrero de bar. Entre los chopos sensitivos, emocionados de ruiseñores, puede salir la laringe de un gramófono. Los campos van trocándose en afueras. Los cables de una central eléctrica traspasan el cielo de un olivar de plata. En un confín suben las antenas de una estación radiotelegrafía. Sirven de vallado de una josa en flor los anuncios de una marca de conservas, de abonos químicos, de academias preparatorias, con la dirección de la calle y el número del teléfono.

Sigüenza se apresura a sentir una repugnancia de conciencia estética y de idioma que no sintió delante de los postes y tornapuntas del telégrafo y de los carriles del tren. Los nuevos paisajistas inician la acomodación de las presencias urbanas a su lírica. Y las antenas radiotelegrafías, las chimeneas industriales adquieren para sus ojos una dulzura de vigilancia civilizadora en los desamparos de la llanura, con exactitudes y categorías de imágenes literarias.






ArribaAbajoAgua de pueblo


ArribaAbajoEl cantarero y la fuente

¿Quién recogió las aguas entre sus brazos como una túnica?

Únicamente Dios. Ya lo sabe Sigüenza.

Sigüenza y muchos quisieran gozar del agua, cogiéndola, ciñéndola, modelándola como una ropa dócil a nuestros dedos. Se lo hace decir a Salomón en sus Proverbios que sea el agua tan infinita en sí misma, tan incorpórea en su cuerpo, y la codicia de tenerla y de romperla en su unidad fugaz y perdurable.

Si ve, Sigüenza, bullir el agua en la sierra o en la vera, la sentirá con los ojos, con las manos, con la boca, con el pecho, aspirándola desde la superficie al fondo. Si pasa Sigüenza por los secanos, se incorporará su carne la sed de los terrones. Y en la sed se le aparece el agua en todas sus imágenes: agua de hontaneda, delgada y virgen; agua despedazada por los berrocales; agua de rambla, con guijas tibias de sol y adelfos rojos; agua celeste de albercón; agua de pozo, que siempre está esperando nuestra mirada; agua de surtidor, que sube soltándose entera en cada gota, cada gota cerrada con luz y júbilo de ser ella hacía el cielo, y arriba se dobla el tallo de toda el agua y cada gota vuelve a ser agua lisa de balsa; agua hacendosa de molino; agua que se aprieta en los alcorques, calando las cepas y los troncos; agua de lluvia; agua cogida viva dentro de la mano; agua de la peña a la boca como una miel mordida en la bresca y como una fruta en la rama; agua recién nacida, que se arranca con cantarillo de lo más profundo del origen, que todavía sale con el helor duro de la piedra, y viene sin sol, sin cielo, sin campo encima y dentro de ella; agua afilada y desnuda; agua de roca... ¡Quién la recogerá y torcerá como un paño precioso!

Dios.

Pero, además de Dios, ¿no cae también en poder de los hombres que la uncen como un buey a todos los trabajos y servicios, y la ciegan en cañutos de plomo y de cemento, y la cuentan, la miden y la envuelven en fojas de escrituras de propiedad? Esta es el agua urbana; y el agua es creación y corazón que estremece lo creado, espejándolo y comprendiéndolo todo; tierra, firmamento, aire, soledades. Agua en la inocencia y la gracia antes de los primeros hombres de empresas hidráulicas.

¿No es esa misma agua la del cantarero de las casas levantinas? Esa, pero de cada pueblo. El primitivo lar se ha trocado en cantarero, y la brasa en frescor. Un poyo de yeso y de manises, o de madera de pino y chopo, siempre recién fregada. Arriba, la leja donde están los tazones redondos, con un poncil encima, los vasos tallados, con geranios, albahacas y mirtos, las copas con un clavel, con una biznaga de jazmines que llevó la hija de la casa entre sus dedos o entre su pecho, y se le ha quedado el olor de virgen que hace pensar en la muerte. Cuelgan del muro los platos de Valencia y Murcia, de orlas azules, y, en medio, un pájaro, un pez, un ciervo, un pomo de flores o de frutas, un pescador, un cazador, todo balbuciente, como pintura de niño rural de esta comarca. Plateras y lebrillos, con sus bordes de rizo de una cerámica de ágatas; picheles de reflejos de lumbres antiguas; lo mejor de la loza y del vidrio que trajo la mujer el día de la boda. Y en los ruedos de los poyos, o encima de la piedra, de pie, se levantan los cántaros, de un blancor rubio y tierno, de caderas finas y húmedas, y las asas como unos hombros y codos redondos que parecen de pasta de candeal. Siempre llenos. Se les siente siempre llenos, cerrados con limones grandes, olorosos. Pero hay, por lo menos, dos cántaros que tienen en su boca la magnolia de la jarra, el bernegal de labios ondulados como un follaje de arcilla dulce. También siempre llenas las jarras; con tapa de respiraderos, porque el agua ha de respirar y mirar para que no se duerma o se quede encantada; y el agua se siente a sí misma. En ella está todo el campo, el campo del pueblo del que recibe su nombre; allí quietecito en el cantarero. Y aunque no tengamos sed cogemos la jarra de las dos asas y bebemos despacio, mirándonos los ojos en el guardado corazón del agua. En seguida nos circula una claridad de inocencia rebrotada, una intimidad de viejas memorias con las vigas del techo, un reposo de principio de tiempo que ha de durar mucho. La familia se acordará de otro forastero que también bebía y se sentaba como nosotros y que ya no sabe por dónde camina, ni si camina siquiera.

El agua del bernegal nos hace sentir al lado toda la fuente del pueblo; la de la cuesta con el ruido de los once chorros dentro del ruido alto de los grandes follajes de los álamos. Manan los caños en la pila morena y larga del abrevadero y lavadero. Vienen y vuelven las mozas con los cántaros acostados o rectos sobre su frente nazarena; niñas en filas, con los cántaros cogidos de la mano como criaturas; mujeres de luto con el cántaro en los ijares, mendigos, ovejas, jumentos de aguador, mulos con el arado en el lomo y al aire el filo de la reja untado de madre de bancal.

Suenan más puros y más frescos los caños en el atardecer. Hora bíblica y de romance, hora vieja de humanidad, como en todas las fuentes del mundo; como siempre. Olor íntimo del agua que toca las raíces profundas en la tierra tan tierna como un fruto descortezado; olor del agua desde el tiempo. Como en todas partes; es verdad; pero en cada pueblo, su olor. El de la fuente del pueblo donde está Sigüenza, el suyo, el mismo que recogió Sigüenza en otros años, que era el mismo de siempre; el aliento de aquel lugar desde su principio. Allí en esa eternidad y fugacidad del agua se quedaba el tiempo inmóvil y solo.

Agua de pueblo, de este pueblo, que Sigüenza bebió hace veinte años. Tiene un dulzor de dejo amargo, pero de verdad química, que todavía es más verdad lírica. Bebiéndola se le aparece en la lengua el mismo sabor preciso del agua y de su sed de entonces. En aquella sed estaban contenidas todas las promesas de las claridades de un agua lejana para todas sus avideces. Desde aquella sed, junto a la pila de esta fuente, ¡cuánto mundo, Señor, cuánto mundo se le deparaba entre el arco de sus sienes! Y, ahora, todos esos años, los veinte años venían dóciles como corderos y se paraban a beber y mirarse en la pila viejecita donde cabía temblando el firmamento.

-¡Como esta agua no habrá catado ninguna! -le dicen las gentes-. ¡Ya es usted otro hombre desde que llegó de Madrid y bebe de nuestra agua! ¡Un hombre nuevo! ¡El hombre nuevo a costa del hombre de antes, como el de las Sagradas Escrituras!




ArribaAbajoLeyenda

Un aliento de atardecer, de casa rociada, todo ya limpio; un aire conmovido del agua que resalta y se calla y vuelve a sentirse entre los árboles húmedos. Olor y temblor del agua que deja la emoción de jardines, de lejanías, de espacio, de todo lo que no es agua. Y, además, los conceptos de abundancia y de salud.

Recuerda Sigüenza el poder sugestivo de un anuncio de agua mineral, con estampa del campo donde nace el agua milagrosa. Desde la mesita de a bordo, del hotel, del vagón-restaurant, el viajero -mejor el viajero al lado o enfrente de una mujer bella y desconocida, que también bebe de la misma agua embotellada- participa de un imaginado paisaje y de una gustosa sencillez, como si ese paisaje y esa sencillez fueran obra de su merecimiento y hacienda de su voluntad. Con pagar el importe de la botella y el impuesto del sello para el fisco nos hemos comunicado de la gracia de la comarca, y de un fondo de naturaleza dentro del comedor; y en paz.

Pero la abundancia y salud de las fuentes de un pueblo son bienes vecinales. Para que se adobe el forastero canijo y desganado han de condescender los vecinos. Todos los lugareños serán sus bienhechores, y más que todos los que no se aprovechan del fino incentivo de comer que aviva el agua, porque ellos no han de comer sino siempre lo mismo: pan de semana y companaje.

Tan femenina es el agua que luego nos arrebata el placer de poseerla. Que sea para nosotros. Ese grupo de familias o de zahora, que trae la cesta o hatillo de la merienda y descansa en los herbazales del manantial equivale, para Sigüenza, al grupo nómada que en tiempos antiguos descansó de su camino al borde de un agua viva, y allí principió a criar un pueblo. Y cuando un pueblo no tuvo abuelos que se cuidaran de escoger el solar con fuente, será pueblo de pozo, de riegos alquilados, y se queda a merced de los dones del agua ajena, y nunca sentirá sus fundamentos en la verdad de la Naturaleza; y así, hay pueblos que se cuajan del todo en el campo y salen de su tierra como árboles, y otros que se añaden a un erial y siempre son pegadizos y precarios.

Este pueblecito moreno creció junto al agua. Todas las fuentes saltan de los algarrobales y olivares plantados por los moros; todas han recibido la gracia de un nombre y no falta la que se llama de la Salud.

«Hombre nuevo y bienlogrado» Sigüenza, desde que llegó de Madrid. Y los lugareños le sonreían generosos, permitiéndole que se llevara dentro de su sangre una porción de los beneficios de sus fuentes. Sigüenza también les sonreía como si a él más que a nadie le perteneciese la abundancia.

Vierten los caños en la cuesta de la entrada del pueblo; allí manan en la intimidad de los viejos follajes aldeanos; pero los nacimientos aparecen en la rambla del casal donde Sigüenza reside. Y Sigüenza se duerme, se despierta, trabaja, come y reposa, oyendo siempre el agua recién nacida. La conciencia de su vida se clarifica y tiembla dentro del tránsito delicioso de la conciencia del agua.

Sigüenza ha tocado los frutales, las mieses, las calabaceras, la vid de la heredad para recoger en sus dedos, fuera de la planta, incorporado a su carne, el olor vegetal. Posesión por el olfato de lo que no puede pertenecerle siendo naturaleza. Porque de todos los campos en los que a su antojo hizo suyas las heredades que a lo lejos se le iban presentando, de todos, éste suyo de alquiler, árbol por árbol, terrón por terrón, brizna por brizna, éste es concretamente el ajeno; pero desde las lindes ya todo le pertenece en la infinita propiedad de la contemplación. Y en la linde nace el agua.

«¿Quién recogerá el agua entre sus brazos como una vestidura?». Dios; y, además de Dios, Sigüenza.

Vienen las aguas destilando de las altitudes sin dueño; y se esparcen regando tuertos y moviendo molinos, que ya pierden para Sigüenza todo concepto jurídico y económico de propiedad, significando paisaje, que es de todos, es decir, del que lo quiere y lo goza.

-Esta es el agua que se reparte por el término; y la de la acequia más ancha y obrada es la de beber, que cae por los caños del repecho.

Se lo dice el labrador del casalicio; y Sigüenza le responde: que bueno, que sí, que vaya el agua por el brazal obrado y que salga por los caños. Desde los caños puede ser de la gente. Desde los caños era agua de pueblo, y de ella bebió en los cantareros familiares; pero, en la rambla era suya. Y él baja a los hontanares, y le agrada ver los jornaleros de algunas casas, que vienen a buscar el agua en toda su pureza, antes de correr abierta y desnuda para todos. Llenan los cántaros; los cargan en las aguaderas de los jumentos y mulos que se han quedado inmóviles, mirándose estremecidos en la lumbre azul de la fuente; y después, el mozo va calando en cada cántaro un junco tierno, de medula blanca y gustosa como el palmito; porque dicen que el junco sumergido contiene el agua y no la deja saltar y desbordarse, aunque la acémila precipite su andadura. Ese junco verde, afilado, nacido junto al manantial, atraviesa el agua cerrada en el cántaro y la hechiza, como el agujón del cuento que traspasa la cabecita rubia de la hija del rey encantada.

A la postre, por muy rural que se crea y sea Sigüenza, procede de la ciudad; y los de la ciudad suelen apetecer las legendas y tradiciones aldeanas para recrearse en oírlas y rechazarlas.

Aguijan los mozos a las cabalgaduras; resuenan frescas y joviales las angarillas, y de la boca de cada cántaro surge la punta trémula del junco; y el agua palpita, pero no se cae.

Sigüenza se promete probarlo al otro día, que es domingo, con un cántaro suyo y un junco que arrancará con sus manos de la mata.

Madruga Sigüenza. Está ya entre los juncales de la rambla, con su cántaro y su jumento.

¿Para qué? ¿Qué alcanzará tocando con la duda las llagas de la verdad? Aunque se rebele la sabiduría o la malicia del hombre, ¿no será el prodigio lo más lógico de nuestra vida?

Pero, colma su cántaro; le hunde el junco de la conseja.

¿No lo llena demasiado? Y pone su boca en los bordes dulces de barro para beber agua matinal. Todavía le parece muy lleno; y lo va decantando.

En aquel momento se para un automóvil bajo los parrales.

Llaman a Sigüenza.

Sigüenza se ha quedado entre la leyenda y la comprobación de la verdad...




ArribaAbajoRealidad

Era una familia de Alicante; amistad lejana de la familia de Sigüenza. Se apartó Sigüenza a otras ciudades. Pasó el tiempo encima. Y ahora, con hijos ya criados, se abrazan a la sombra de la vid del portal. Ve Sigüenza el antaño desde su principio. Le parece sentir sus zapatos de párvulo que crujen en la grava del patio del colegio.

-Era un patio blanco, duro, entre paredes con ventanitas de cocinas, de despensas, de alcobas. Junto a un pozo salobre subían dos palmeras lisas, solteronas, muy altas, muy altas, para llenar sus copas de sol, sol de invierno que se quedaba en los palomares, en el espinazo de los tejados. «¿Te acuerdas de las dos palmeras encerradas?». Arriba no paraba el alboroto de los gorriones; abajo casi siempre había un chico pequeño de rodillas, de cara al pozo amargo, y se consolaba cogiendo hormigas de los troncos de las palmeras inmóviles. Las dos palmeras, las losas del pozo, las ventanitas con pañales tendidos, el sol muy pálido, muy cansado; las palomas, el cielo...

El amigo le dice que aun siguen las palmeras tan flacas, la querencia de los gorriones, el bullicio de los párvulos...

-Todo, todo lo mismo, menos nosotros...

Y, conversando, salen por el camino; suben el recuesto de los chorros; se sientan a fumar en los escalones del pórtico de la parroquia.

Las mujeres y los abuelos de los portales; un leñador que sale de la tahona; el alguacil con gorra y blusa de domingo; el menescal recién rapado; el barbero que vuelca en la calle las cortezas de jabón y barbas de la hacía; una mujer de locura mansa que entra en la iglesia devorando hierba y pan de cebada; dos jornaleros; todos les saludan. Y Sigüenza les corresponde añadiendo el nombre o el apodo. ¿No se congraciaba César con los senadores probándoles, al recibir su saludo, que se acordaba del nombre y del linaje de todos? A su lado César tenía un siervo nomenclátor de buena memoria. Sigüenza, no. Y, además, Sigüenza le pregunta a cada vecino por la viña, por la oveja parida, por el peral que se desgajó del peso del esquilmo, por la mula resabiada, por algo que muestre el recuerdo exacto, adjetivo, de cada casa. Así se gradúa, delante del amigo forastero, de su conocimiento y campechanía con las gentes.

-Todos te querrán ya como antiguos vecinos tuyos y hasta como si fuesen labradores tuyos.

-¡Sí que es verdad! Todos, todos me quieren.

-¡Te respetarán mucho!

-¡También; mucho; es verdad! Y hasta me creen rico y todo. Venir de Madrid para recostarme en un ribazo, empinarme a los oteros que se asoman a la mar, correr las montañas, brincar por las torrenteras, ponerme de bruces en una fuente, todos estos ímpetus y calmas les parecen antojos de millonario aburrido. Aquí hay hacendados que dejan yermas la mitad de sus tierras por ahorrar jornales. Llevan en la sangre el mandato del ahorro. ¡Por eso yo que no ahorro soy rico! ¡El respeto al rico!

Y Sigüenza soltaba su risa de muchacho.



Por la tarde bajaron las dos familias a la rambla de los manantiales. Dos mozas les traían en rubios canastillos magdalenas y mantecados, cocidos en el horno de casa, para merendar a la vera del agua. Esas pastas dulces, fluidas y sabrosas encienden y califican la sed. Sed placentera, refinada, delante del agua viva, libre y fría. Crece por la delicia del manjar. Se nos difunde complejamente. Nos anticipamos la imagen de la sensación de la sed saciada. Y nos decimos: «Aguardaremos un poco. Todavía no beberé. Así sobreviene un nuevo motivo gustoso de apetecer el agua. Acude toda la fuente a mi sed; parece que emane sólo para mi boca; y no bebo. Nada me lo impide, sino que todo me solicita a beber; y no bebo. Claro que beberé cuando yo quiera. Ahora quiero, y yo mismo no me lo consiento. Es la delicia de contenerse en la delicia. La sed y el agua, tan cerca la una de la otra, aceptándose, resistida y codiciada, adquieren categoría de otras ansiedades que no hemos podido saciar... Las mejillas, los dientes, la lengua, la garganta, reciben una claridad, un goce, una inocencia de infancia fugazmente recuperada y, a la vez, nos penetra un viejo dolor humano. Nos sentimos pasar dentro de la hermosura del agua tan eterna. La copa que derramamos antes de probarla, la jarra que alcanzamos con lentitud, llenas y frías, talladas en lumbre de la tarde, glorifican nuestra vida...».

Y entonces -fue precisamente entonces-, y encima del ruedo familiar tan gozoso, tan penetrado de las armonías de los manantiales, principiaron a caer gritos afilados y duros como piedras de río.

Arriba, en los márgenes de la rambla, se amontonaban los lugareños, mirándolos.

-¡Gritan contra nosotros!

-¿Contra nosotros? -Lo rechazaba Sigüenza.

Pero allí, en lo hondo del cauce, el azul tan lejos, las cabezas ávidas, desgreñadas por el viento de las labranzas y de las huertas con sal del Mediterráneo, allí Sigüenza se sentía en una cárcava, murado, acometido de furor. Y pensó: «Nos miran y nos esperan para holgarse con lo que digamos. No perderán de nosotros ni un ademán, ni una palabra. Todos los ojos encima de mí. Ahora soy como una rata cuando la ahogan dentro de un cubo los muchachos». En seguida se avergonzó de sus recelosos pensamientos y dijo:

-Están ahí por nosotros, por vernos; pero no contra nosotros. ¡Ni por qué había de ser contra nosotros! -y se inclinó confiadamente para coger más agua.

Y sí que era contra ellos. Mozos y mujeres soltaban la honda de la lengua y volvieron a rebotar las burlas.

Nombre por nombre, apodos, rasgos y recuerdos de la crónica familiar de cada uno iba pronunciando Sigüenza, según reconocía la voz de aquellos gañiles encendidos y roncos que les acusaban de palpar, de enturbiar y pringar el agua, el agua tan amada de Sigüenza y de los suyos.

Se precipitó por el ribazo. ¡Esas gentes se engañaban; esas gentes lo desconocían! Era menester mostrarse bien entre ellas y hablarles... Llegó muy pálido. Se le arremolinaron las mujeres, los mozallones, los chicos, gritándole su condición de forastero.

...Ya de noche, y solo en su aposento, va recordando Sigüenza todo aquello de -«¿Te respetarán mucho?- ¡Mucho, es verdad! Aquí llevan en la sangre el mandato del ahorro. Por eso, yo que no ahorro soy rico. ¡El respeto al rico!» -Y a las pocas horas le caían las injurias como pedradas.

Otra vez se rio como un chico, aunque su risa tuviese un dejillo y dobladura de socarronería. No era como en otro tiempo. En otro tiempo fue siempre gozosamente Sigüenza. Ahora había de serlo aun sin querer.

Ser Sigüenza del todo y hasta sin querer. ¿Pero acaso lo es en verdad? ¿No irá siendo la suma de sí mismo? Nos valdremos de la cronología: ¿Es ya verdaderamente Sigüenza? Hasta los veinte o veinticinco años, toda nuestra vida es nuestra, toda, porque la de los demás no adquiere valor si no se relaciona con nosotros siquiera sea como espectáculo. Los demás parecen creados por nuestro antojo y para nuestro servicio y complacencia. Si no les exigimos servidumbre es porque no es menester, porque no nos importan. Todo es nuestro, o para nosotros, o para nada. Nuestro pasado -si tuviéramos alguno- todavía es matinal, tierno y ligero, y se reclina con dulzura en nuestra frente. No nos importa morir. ¿Podríamos morir entonces? Morir, no; aunque se muera un amigo de nuestra edad... Es «él» el que se muere.

Treinta años; treinta y cinco... Podemos morir; pero no moriremos. Nos acercamos a la plenitud. Horizontes sembrados. ¿Y los demás? ¿Los demás? Los demás, bueno, también. Y tropezamos un poco con los demás. Si les Lacemos daño no es nuestra la culpa. Sentimos demasiada prisa -comienza el procedimiento recóndito de la justificación-, demasiada prisa para detenernos en justificarnos. Obra prometida; la vida que nos prometíamos... Van a cumplirse -es forzoso que se cumplan- los tiempos esperados.

Cuarenta, cuarenta y tantos años... El pasado se nos estampa con sol de poniente, de sombras muy tendidas en el horizonte del amanecer. Un día leemos un fragmento de los Anales de un Rey asirio: «...Yo he pasado la montaña de Kashiari, avancé hacia Kinabu, fortaleza de Hulai. Me precipitaba sobre los pueblos como una tempestad. Pasé a cuchillo seiscientos hombres; arrojé a las hogueras tres mil prisioneros; cogí vivo con mis manos al caudillo de Hulai, lo descortecé, y tendí su piel entera en la muralla. Rasgué en trozos menudos los muertos. Derribé la ciudad y la incendié. He conquistado Mariru. Degollé cincuenta guerreros; quemé en un horno doscientos cautivos; destrocé a trescientos treinta y dos hombres del país de Nirbu. Llegué a Tela, ciudad poderosa. No salieron sus gentes a postrárseme, y yo la asalté. Acuchillé trescientos soldados; una multitud quedó cautiva: a unos les rebané las manos, a otros les corté nada más que los dedos, a otros la nariz, a otros las orejas, a otros les arranqué los ojos, a muchos los degollé y dejé atadas sus cabezas en las cepas de las viñas que rodean la ciudad. A los mancebos y doncellas los arrojé a las llamas...». No dan aquellos príncipes ni aquellos tiempos un motivo, una justificación, un comentario siquiera de la variedad de los procedimientos en el suplicio. Ellos tenían razón entonces, y no era menester decirla ni probarla. Si nosotros hubiéramos tenido razón para hacer derramar, no una gota de sangre, sino una gota de sudor de angustia, una lágrima de congoja, lo proclamaremos austeramente. ¿Hemos tenido razón para el daño, para la dureza? Pues hasta debemos dar gracias a Dios y regodearnos. Si después nos pesa, con razón y todo, nos reconciliaremos con nosotros mismos por el arrepentimiento, por el remordimiento; el remordimiento que nos sube a la máxima virtud de un propósito de enmienda, un propósito de ser mejores y todo.

...En otro tiempo fue gozosamente Sigüenza. Ahora había de serlo hasta sin querer. Pero, ¿es que lo era de verdad?

Se queda escuchando el agua de los hontanares, el agua glacial y ajena. Ajena porque él es un extraño, y el agua tan gozosamente poseída por su sensibilidad, el agua no era allí agua de la Creación, ni siquiera agua de pueblo, sino concretamente agua «del» pueblo.

«¿Quién recogió el agua entre sus brazos como una vestidura?».

Dios. Ya lo sabe Sigüenza. Y, además de Dios, cada pueblo cuya es la fuente, cada pueblo que no sólo la recoge, sino que se la tuerce y se la ciñe a sus riñones.






ArribaAbajoCaminos y lugares


ArribaAbajoBolulla

Camino nuevo en los montes cerrados. Esta era la comarca de los pueblos escondidos. El camino sigue nuevo. El frescor de la sierra no le deja criar polvo. A los lados, las matas de madroños, de sabinas, de aulagas y enebros; la salvia, el brezo, el romero, las pimpolladas de pinar, aun tienen su verde intacto. Porque nada rae y encallece el paisaje en el paisaje como las carreteras. La carretera es gente y arrabal, aunque esté solitaria. La carretera ya no es distancia, sino la medida de las distancias. Suprime un concepto de silencio, de clausura, de pureza que tenía cada rodal, cada instante del campo, siendo como era, guardado en sí mismo. Un tren interrumpe menos y promete más. Los carriles traspasan los campos con prisa y sutilidad. Brota la hierba, más dulce junto a las vías. Cuando el tren desaparece deja una emoción de países remotos. Es como una leyenda de civilizaciones, de Hermosuras, que se comunica de cualidades agrestes. Después se queda el campo más hondo, más callado, más estático. La carretera siempre es la misma; es vecindad, y nada más promete el pueblo inmediato. De modo que para Sigüenza, ese ruralismo de las carreteras con automóviles quita la intimidad de los lugares que vio, en otros tiempos, sin carretera.

Pero este camino sigue tan virgen, con su misma piel de piedra de monte, como si todavía fuese campo, el mismo campo primitivo y tierno, que dócilmente se aviene a que lo pisen los zapatones del automóvil donde Sigüenza va de jornada. Ni descarnaduras, ni atolladeros de carros y camiones. Señales de recuas trajineras, de pezuñas de ganados; camino de herradura y azagador como entonces. No parece que lo trazó el ingeniero, sino el dedo de una moza. Brinca, se revuelve y se ensortija como un zarcillo de calabazar. En fin, cree Sigüenza que el único coche que puede pasar ese camino es el suyo; y aunque el Sigüenza de antaño le tire un poco de la conciencia, todavía se tiene por andariego.

¡Bolulla! Se aparta Sigüenza del pueblo sin verlo. Ya lo ve desde arriba, en un recodo. Moreno de sol de peñascal, estremecido de vaho, viejecito entre una circulación tierna de follajes. Las gentes, figuritas de colores vegetales, salen al raso de las eras para mirar el automóvil que resuella hundiéndose y apareciéndose infantilmente por el torreón de los pretiles.

Ya no queda de Bolulla más que una corteza rota. Detrás, en la serranía, suben los humos verticales de las carboneras. El pueblo vive de quemar su monte oloroso.

Muchas veces ha oído Sigüenza en su casa:

-Han traído carbón de Bolulla.

Todas las fuerzas, las umbrías, los estruendos, las esencias, el sol y la química de un pinar, de un encinar, todo un bosque calladamente reducido, atado y apretado.

«¡Cómo será Bolulla!». «¡Cuando yo vaya a Bolulla!». Y tocaba y aspiraba los gordos serones de ese carbón elemental y honrado, meollo del paisaje, que se ofrecería como un fruto. Su criadero está en la luminosidad desnuda de los montes de levante, el levante abrupto, sin caminos; allí, en lo profundo de la lumbre tostada, entre panales carboníferos, Bolulla, de color de cera de capilla milagrosa, siente en la calma la ascensión del humo de los hornos verdes. ¡Cómo sería Bolulla!

Pues ahora acababa de pasar por Bolulla, sin verlo, en automóvil, y está ya más alto que los cremaderos de la sierra.




ArribaAbajoTárbena

Cada vez más agrias las laderas, más exaltados los filos de las montañas. El hondo y el horizonte, caminados trozo a trozo, aparecen articulándose en finas encarnaciones y coincidencias universales. Instantes eternos del estado de gracia de los panoramas. Los ojos del paisajista no pueden reprimir un prurito de adivinanzas y apuestas de cómo serán y se quedarán los fragmentos del paisaje que se le aparecen y descogen según se acerca. Dos cipreses de bronce, una grada de cultivos, una acumulación de losas, un breñal torvo, un pueblo saliendo jugosamente de los sembrados. Cada rasgo, cada culminación de paisaje ha estado esperándonos. En seguida se nos queda a la espalda, trocándose y estampándose en un viejo conjunto, en un pasado del espacio que nunca podrá pertenecernos.

Persuadido está Sigüenza de que volver a un lugar es buscarnos de memoria a nosotros mismos; y entonces se oye más el viento a lo ancho del yermo, como si antes hubiese venido alguien que ahora ya no lo tenemos a nuestro lado. Porque el paisaje no nos espera más que una vez: cuando es inesperado para nuestros ojos, presintiéndolo nuestra sensibilidad. Contemplar es despedirse de lo que ya no será como es. La paz, el júbilo, la conciencia evocadora, la internación en el paisaje, son estados reveladores que se disuelven dentro del tiempo como las nubes, el aliento del agua, el temblor de una fronda en el azul.

Y se revuelve Sigüenza para ver Tárbena. No se le escapara como Bolulla.

Lirio del campanario. Una calle larga de sol, ahogándose de frutales y de mieses granadas.

Tárbena, encima de los macizos de las sierras; tan alta, que en los huertos apacibles y calientes de abajo, en los valles con aires de mar, se pronuncia Tárbena levantando mucho los ojos.

También Sigüenza ha subido la frente siempre que ha pensado en este pueblo. Allí nunca llegaría él. A cumbres remotas, a torres excelsas, a misterios azules, colgando de alas de las más estupendas invenciones y aves, es posible que haya confiado y apetecido llegar. A Tárbena, no. Tárbena, tan humilde y tan ceñido por el cielo geográfico de la provincia. ¿Para qué había de ir a Tárbena?

Y Tárbena acababa de ponerse jovialmente a su vera. Sigüenza tuvo que sonreírle. Ahora se daba cuenta de la feminidad del nombre y de la imagen que siempre le inspiró este pueblo; y lo cotejaba y lo hallaba dentro de la palabra Tárbena de antaño, que le producía un cóncavo abejeo de caracol marino.

Mujer; pueblo-mujer hacendosa, firme, limpia, prieta del frío y del sol de cimas y quebradas. Tárbena, sentada delante de manteles ásperos y blancos, picando y embutiendo carne de cerdo; colmando sus orzas de tasajos alcorzados de la enjundia derretida que los mantiene tiernos; adobando o confitando, según dicen allí, los gordos jamones de color de rosa.

Olores y sabores de embutidos de Tárbena y de frutas de los hortales altos de Tárbena. Así se representa del todo la imagen de esta mujer de mapa comarcano y estadístico. Sana, fuerte, graciosa como de la casa de Ulises y del caballero del Verde Gabán. Entre tinajas de suculencias, bajo una viga de perniles curados; en el fondo de la pared de cal, una ventana de azul de cumbre, con una greca de ramajes frescos que se doblan de tanta fruta, fruta de carne apretada: albaricoques, cerezas, peras, bergamotas, pomas fragantes, cristalizadas. Claridad bien tajada. Claridad de elevación. Desnudez y anchura diáfana de enero en el bochorno del verano. Brillo de helor, contornos exactos. Árboles pastosos, lujuriantes, con las raíces hundidas en tierra gruesa, y la copa en la lumbre mediterránea. Altitudes y lejanías de porcelanas prolijas.

Y todo entrevisto con celeridad; todo eso que, en otro tiempo, únicamente podría verse subiendo muy despacio por una vereda de leñadores. Le costaba dolor esa contradicción de los lugares imaginados en lo inmutable.

Y la carretera no paraba de subir, lisa, encarnada, gozosa, sorprendiendo los grandes árboles de las masías solitarias, árboles de una vejez y hermosura tantos años guardadas en la ladera sin tránsito y que, de pronto, habían perdido la intimidad de su crónica, quedándose al borde de la carretera, de una carretera reciente, sin tradición, sin siglo XIX de diligencias, de arrieros-cosarios, de anécdotas de hostales con lladres y aparecidos...




ArribaAbajoEcos vírgenes

Tajos y gollizos; la soledad donde nada más llegaba el pastoreo. Lo último del puerto de Coll de Rates, Y la otra vertiente; el otro corte de luz; los otros confines; todo el viejo marquesado de Denia; sus valles de viña y olivar; sus ramblas como canteras de pasta de alfarero con umbrías de cactos, de mirtos, de adelfos, de higueras; sus arrozales, sus costas, sus faros...; a lo último, el Mongó redondo y clásico, y después, toda la creación del mar.

Era preciso pararse. El silencio. Zumbido de haber callado todo, y la revelación de los ecos que estuvieron vírgenes hasta la estrena del camino.

Entonces, Sigüenza, por un furor de burla contra el fracaso de sus memorias, se puso a buscar palabras atroces, que precisamente por serlo harían resaltar la pureza de las resonancias y de los lugares. Y las gritó de dos silabas:

-¡Cha-rol! ¡U-jier! ¡Cuen-ta! ¡Sport-man!

En seguida de tres sílabas:

-¡Dic-ta-men! ¡Mé-to-do! ¡Viz-con-de! ¡De-fi-nir!

Luego de cuatro:

¡Pro-vi-sio-nal! ¡Di-pu-ta-do! ¡Dis-tin-gui-do!

Y hasta fórmulas de cortesía, como:

-¡Muy-se-ñor-mío!

La voz de Sigüenza, desincorporada, cada vez más lejos, esparcía desde sus máscaras, con inocencia y exactitud: Viz-con-de... Pro-vi-sio-nal... Muy-se-ñor-mío...; revelando y esparciendo los pobres conceptos en el aire inmóvil, diáfano, rasgado únicamente por las alas de los halcones.

Principió Sigüenza a bajar, andando; y el coche le seguía, mirándole con sus faroles de sol.

Se detuvo; y el auto también. Estuvieron contemplándose y como recordándose a través de una pasada amistad: Sigüenza, con veinte años menos, y el coche, con piel gorda, peluda, y un ruido de quijales roznando la grama de la ladera. Aquí, en el Carrascal, hacía veinte años, pasó Sigüenza toda una mañana tendido; y a su lado, su borriquillo de alquiler pacía y le miraba. Desde aquí vio el afán de unos hombrecitos que iban creciendo de bancal en bancal. Llegaron resollando. Eran guardas y confidentes de la Ronda de la Tabacalera que buscaban matas de tabaco para arrancarlas. Descubrieron un plantel en una llenca escondida. No era el tabaco de hojas recias, carnales, gomosas, que al tocarlas se adhieren a los dedos con una vida tibia de circulación de zumo, sino plantas canijas y desaromadas. Y al querer agarrarlas surgió el dueño, un leproso de Parcent. Se puso delante. Les mostró su dolor; la más horrenda la tenía en su boca; y con la podre hirviente de la saliva defendió su tabaco.

Miraba Sigüenza la gran sierra: la bronquedad de las carrascas y aliagas, los berruecos de plomo, los pinares negrales, inclinados, entre los que suben pinos donceles de copa jovial y fina; el olivar que exhala en su contorno inmóvil un vaho de plata nueva... Y, ahora, Sigüenza no atinaba ni con el lugar de la aparición del leproso. Lejos, en la planicie, el pueblo roído de lepra, donde él residió algún tiempo, internado en edades bíblicas. Parcent, ya no le esperaba, como entonces, desde su recogida humildad. Parcent se había esparcido por la viña y los almendrales, con casas leves de verano y jardincitos juveniles. La tierra del valle sí que era la misma, tierra tostada, felpuda de colores agrarios, de un arcaísmo precioso, como esos pañolones con que se cruzan los pechos las labradoras del país, esos pañuelos que parecen cocidos en las muflas venerables del reino de Valencia. Allí, en el hondo, a la izquierda de Parcent, había un huerto y un riurau de una doncellita leprosa que cantaba entre sus naranjos y rosales, y al sentir pisadas en la senda, se cubría con un lenzuelo su cara podrida como si se velara la de su cadáver. Sigüenza la espió, arrastrándose para verla; y ella no lo supo. Ya estaba muchos años derretida en la tierra encarnada y feraz. Era a la izquierda del pueblo. Veía su hortalillo en sus ojos, y no lo encontraba en el valle...

Aquella mañana de entonces, del mismo olor que ahora, olor de semillas calientes y maduras, creyose recostado en el silencio y soledad de toda una comarca. Al otro lado del monte no quedaba nadie. Bien sabía que estaba Tárbena. Tárbena callada, con sus frutales tardanos y sus piaras al sol de los rastrojos; pero sus gentes no podrían venir por los derrumbaderos de Coll de Rates. La altitud desamparada, yerma; helechos, erizos vegetales. Paso de águilas y grajos. Los ecos vírgenes; un balbuceo de esquilas y balidos, un grito de ave grande... Y Sigüenza acababa de trasponer muellemente el collado, poblando las claridades con palabras de un pobre urbanismo, de dos, de tres, de cuatro sílabas. Las dejó hincadas en la eternidad del azul, repetidas por las piedras como los niños pronuncian lo que les dictan. Se sonrojó; y volviose corriendo al principio de la cumbre; y para lavar el cielo de las huellas de sus voces: ujier, sportman, diputado, provisional, muy señor mío..., comenzó a gritar: ¡á-gui-la... cam-pa-na... ca-mi-nan-te... Tár-be-na!...

Y después, oteando los pueblecitos del valle, y reconociéndolos, los llamaba uno a uno: Parcent, Benichembla, Senija, Alcalalí, Sagra, Orba...

A lo ancho, hasta muy profundo, el día se multiplicó de lenguas claras, gozosas...




ArribaAbajoToponimia

Bajaba la cuesta, y el auto le seguía, y ya iba diciendo más nombres de lugares de su provincia, escuchados en sí mismo, fuera de las resonancias de la serranía:

-Ibi, Tibi, Famorca, Benisa, Jávea...

No hay onomástico de pueblos como en su comarca. En otras habrá nombres más literarios, más ortológicamente puros y significativos para todas las lenguas: son como esas hermosuras o personalidades que pasan a nuestro lado; las miramos y seguimos conversando de otros asuntos. Éstos, no. Los nombres de los pueblos suyos son concretamente ellos en su profundidad; profundidad máxima, que es la del lenguaje. Estos nombres equivalen en su fonética y evocación, a ese alguien -hombre o mujer- tan intensamente él o ella que no dejamos de mirarle hasta muy lejos, y siempre queremos saber quién será y cómo será; es un recuerdo, una inquietud que se nos esconde dentro de nosotros mismos. Un nombre de lugar demasiado histórico y celebrado es un bien de todos; es decir, demasiado ajeno. Todos lo pronunciamos lo mismo con prosodia mental, y en último término podemos consentirnos que degenere en poder de la gloria. Pero no los de la comarca de Sigüenza. Se contienen, con plenitud, en los límites de raza y tierra. Por eso le conmueve oírlos a las gentes del país. Y vuelve a recordar más diciéndolos él solo y dotándolos de sus memorias: Agres, Ondara, Alcalalí... ¿Es la delicia de la palabra por ella misma? Pero es que la palabra no sería deliciosa si no significase una calidad. Y estos nombres rurales en boca de sus gentes dejan un sabor de fruta, que emite la de todo el árbol con sus raíces y su pellón de tierra, y el aire, y el sol y el agua que lo tocan y calan; fruta que, aunque la lleven otros terrenos, no es como la del frutal propio. Allí, sólo allí se puede pronunciar íntegramente el nombre de cada pueblo. Fonética valenciana de Alicante. El valenciano de estos nombres se ha quedado recogido y apretado en ellos como su sangre, y en los campos del contorno, como su geología. Es tan suyo, que los lugareños quieren hablar con el forastero en castellano, traducido rígidamente, para no desjugar y desvalorizar su lengua. Lengua suya, por complacencia posesiva, genealógica y de densidad por ser suya y ser como fue siempre, correspondiendo a su vida y a su paisaje. Si, por ejemplo, se pronuncia Famorca con la «o» cerrada y breve de Castilla, Famorca no significa más de una noticia de diccionario geográfico. Pero con la «o» grande, rotunda, la «o» exacta y verdaderamente central y valenciana, Famorca adquiere una legítima arquitectura silábica, y con ella una plasticidad topográfica y agraria; de manera que si llegásemos delante de Famorca, oyendo esa palabra prorrumpiría en nosotros la evidencia de que ese pueblo sólo así puede llamarse y pronunciarse.

Demasiado sabe Sigüenza que lo que va diciéndose del placer de los nombres comarcanos es anticientífico y todo; pero ese placer no es sólo acústico, sino que se esparce a muy nobles sentidos, penetrando en la conciencia del lenguaje. Lo que pensó de Famorca puede derivarlo de todos los pueblos suyos, y según los nombra siente un contacto humano con los primeros que los nombraron, con los que criaron allí un vínculo antropológico, que le emociona como si echara raíz en lo profundo de la tierra más vieja de esos lugares. Alcalalí, sin pensar en etimologías, Alcalalí, pequeñito y agudo como un esquilón. Agres, umbrío y ermitaño. Ya junta la imagen con la palabra, cumpliéndose en sí mismo que sus nombres, como los de los dioses para Platón, aunque no los comprendamos, son sin duda, «la exacta expresión de la verdad».

Y con aquellas parcelas filológicas, tan locales, fue llegando Sigüenza a Parcent.




ArribaAbajoSigüenza y Sigüenza

Entró Sigüenza en Parcent.

Todo desconocido; hasta el camposanto era nuevo; tierra encarnada y fértil; tapiales nítidos, cipreses infantiles. En aquel tiempo de su primer viaje, la noche de la llegada salió con su posadero y supo -me valdré de las mismas palabras de entonces- que «los leprosos no se arrastraban por las callejas, no clamaban, no hervían como gusanos; habitaban en las más retraídas; y en la última del pueblo, en la más honda, se habían espesado...» (Del Vivir).

Ahora iba buscando las mismas gentes, las mismas casas, los mismos motivos y rasgos esenciales de devoción, de ardor, de juventud de aquellos años. Y no recordaba ni hallaba nada ni nadie.

Llamó a una abuelita y le preguntó por los enfermos.

-¿Los enfermos? ¿De qué enfermos dice?

-Los leprosos, los del mal.

-¿Los del mal? Ya no están; ya no los tenemos. Se los llevaron a la Leprosería de Fontilles. Si alguno queda por el valle, será de buena casa, o de los que se amagan para no dejar lo suyo.

La abuelita se apartó, enjugándose los lagrimales y la boca con sus dedos duros y torcidos, como si se persignara.

¡Nadie del Parcent de entonces; ni leprosos! Había visto Parcent delante de su juventud. Lo veía ya detrás de un pasado que no le pertenecía. Y volviose a su coche con prisa de seguir la jornada.

Apareció Alcalalí. Alcalalí apretado y moreno. Alcalalí, «pequeñito y agudo como un esquilón». Subía como un ciprés el campanario, y en la cornisa colgaba el balconcillo de su reloj parroquial.

Pasaba el camino por la plaza del pueblo, y estaba vallada. Cada esquina era una talanquera de coso. En las rejas, en los porches y desvanes, en los arcos de las campanas y en un cadalso de troncos, se amontonaban los lugareños, los labradores, y hasta capellanes de la vecindad, para ver la lidia de un toro.

Allegose Sigüenza a un hombre sumido en un fosco portal. Y el hombre solitario le dijo:

-De balde se aguardará. Hoy no tiene más carretera que la rambla.

Pero Sigüenza participaba del encendimiento dinámico del automóvil, con todas las prendas y disciplina y añadiduras de la civilización.

Y se puso a tocar la bocina con un insaciable furor de ciudadanía, reclamando carretera libre. Un perro aldeano, que sesteaba en un umbral, se levantó cojeando y se arrinconó más lejos.

Alcalalí no reparaba en Sigüenza. Alcalalí, todo Alcalalí encima de la plaza, albercón de sol y de bulla, y en medio, un toro negro, magro, de cuerna rota.

Sigüenza gritaba.

El toro embistió desesperadamente contra un vallado; mordió la corteza de los maderos. Se encogió, le vibró el espinazo, se le aplastaron las pezuñas, dio un brinco y escapose por las callejas que bajan a la rambla.

Alcalalí tembló de gentes despavoridas y de estrépito de puertas.

Sigüenza se refugió en el portalillo del hombre solitario, y al cerrarlo, semejó encajar una losa de silencio y de tiempo. En la tiniebla se palpaba un aire pegajoso de enfermedad. Quiso el claror del patio, y el hombre le siguió. Tenía los pies gordos de andrajos; las manos, roídas; la boca, de postema; la nariz abierta, destapada y vacía, y los ojos oblicuos, tirantes y calvos.

Se juntaron las miradas, y se dijeron a la vez mirándose:

-¡Estoy leproso!

-¡Estás leproso!

Lo mismo se habían dicho en otro tiempo él y muchos enfermos del mal. Y entonces, Sigüenza se les acercaba.

Ahora Sigüenza miró su reloj; abrió el postigo, montó en el automóvil y se precipitó por la rambla.

Desde lejos volvía los ojos al pueblecito lleno de sol poniente. Parecía buscar a Sigüenza en toda la tarde, al otro Sigüenza del pasado, ese pasado que ya no le pertenecía.






ArribaAbajoEl lugar hallado

«Acabo de descubrir un lugar delicioso dormido entre los años. Ha sido sin querer, como algunos grandes hombres descubren lo que concretamente no esperaban descubrir; pero, al descubrirlo, sienten la legítima alegría de haber acertado con toda su voluntad iluminada. Así yo acerté por la gracia de la revelación. Esa gracia no se recibe sin capacidad de sentir y aprovechar sus efectos, y entonces tan claramente nos pertenece lo hallado que bien podemos decir que se origina de toda nuestra conciencia...».

Todo eso casi lo pronunciaba Sigüenza asomándose de puntillas a un jardín de escombros. Nadie. El silencio con el aliento de todo. Cuando llegó, se escaparon los ruiseñores, las golondrinas, los mirlos. Se sentía caer los jazmines, crujir los finos nervios de las plantas, esconderse los grandes lagartos de piel deslumbradora y glacial como una seda húmeda y bordada.

Poco a poco volvieron los pájaros; se asomaron las salamandras al sol verdoso de las piedras; se recalentaron las cigarras; las golondrinas se pusieron a espulgarse en un ciprés seco, y en cada jazmín sonó una abeja... Todo, todo lo mismo que cuando vino el forastero. El cual miraba el huerto como si fuese suyo, no por dineros, sino por antigua posesión de linaje y de pensamientos. Lo habría heredado desde mucha distancia de años, desde que todo aquello comenzó a caerse; y ahora visitaba su herencia doliéndose y agradándole el abandono en que dejó lo suyo.

Siete cipreses en hilera, pero nada más quedaban dos con follaje macizo; los otros estaban descarnados en su leña. Era menester arrancarlos, y de sus troncos se labraría Sigüenza una mesa, un ropero y un arcón.

Frente al portal, dos adelfos que arriba se juntaban en un techado de hojas duras y de flores rojas. Dentro de la sombra da un poco de angustia; nuestra piel se comunica de la amargura que hincha las cortezas del baladre.

Un jazminero cegaba las rejas y la mitad del muro. Lo plantarían cuando edificaran la casa, hace setenta, noventa, cien años... Hace mucho tiempo también que se derrumbó del peso de sus sarmientos y biznagas, y sigue verde y tierno. Es una masa torrencial, inmóvil, de olores virginales. Toda la tierra del contorno está mullida de nieve de la flor. El aire se cuaja de un perfume de novia, muy bueno, pero tanto que la novia se multiplica en un palomar de doncellas que nos ahoga de suavidad. Las sienes y los párpados de Sigüenza se le traspasaban de olor. Se le precipitó la disnea de beber ese olor sensual de castidad.

Otro viejo elemento de hermosura de aquel recinto era un laurel.

Sigüenza se recostó en el tronco liso del laurel. Le parecía tocarlo íntimamente en cada frutilla, en cada arista de hoja, brote por brote. Todo su conjunto le latía en su vida, fresco, tierno, definitivo y eterno. Laurel con todos sus méritos de belleza para que un dios lo haga suyo, pero laurel del todo vegetal, sin predestinaciones a temas mitológicos y alegóricos. Árbol con todas las virtudes, antes de servir de símbolo de las demás, antes de servir para nada y sin cuidado de que aproveche a nadie. Se ha criado libre, puro y bello, sin que se espere de él más que eso: que viva grande, hermoso y recogido. Y este laurel no es sólo su tronco y su copa que tienden un paño húmedo y azulado de umbría, sino que es también su retoñar a borbollones que hiende la tierra y sale por la escombra y revienta por el tapial, multiplicándose barrocamente la planta sin perder su unidad clásica. Está en sí mismo y traspasando las losas y trasfundiendo su tono de serenidad en la convivencia de los cipreses, de los adelfos, del jazminero, y en un bancal escalonado de naranjos con lindes de parras y rosales. Todo había de acoger en medio, como fondo suyo, una casa lisa y blanca. Allí tiene Sigüenza la casa, con sus poyos, pero ya morena de sol y de años, cerrada y muda. Levántase Sigüenza necesitando tocarla para sentir el tiempo en sus sillares. Se promete derribarla y obrarse otra; pero guardará para la nueva las rejas, el herraje de la cerradura y el aldaboncillo de figura de dragón con las orejitas tiesas como si escuchara siempre resonar en lo profundo su propio repique.

Es posible que Sigüenza haya pensado en la granja de Horacio, tan codiciada por los contemporáneos del poeta, y desde entonces por todos los poetas del mundo.

Refiere Capmartín de Chaupy que descubrió la casa horaciana parándose, volviéndose, contradiciéndose en su ruta, saliéndose del camino real, internándose espontáneamente por atajos y senderos íntimos. Pues lo mismo Sigüenza. Lo mismo, pero sin buscar, sin indagar, sin proponerse ninguna docta pesquisa.

Sigüenza iba por la carretera que atraviesa rinconadas, planteles y josas, y, de improviso, pásase del suelo apacible a la quebrada. Surgen también entre los oteros las encendidas apariciones del Mediterráneo. Y se le presentó una vereda que se escondía de un brinco y que del ocio criaba hierba. La siguió, y la dejó por otra más abrupta. Subió unos escalones de hortal con muros rotos. En el fondo estaba ese jardín de familia tan abandonado, tan suyo. Nadie.

Pero de repente crujió la seroja que empastaba el suelo, y entre los pilares caídos donde hubo una verja mostrose un labrador con su azada en el hombro, que le sonrió a Sigüenza saludándole con su nombre. ¿Le conocía? Y Sigüenza también le sonrió. En presencia de las realidades que interrumpen la suya, Sigüenza siempre sonríe un poco por si acaso...

-¿Usted es quizá el amo de este huerto que yo acababa de descubrir?

-¿El amor? Yo soy el jornalero.

Cansado y humilde habría visto dormirse los años al amor de aquellos árboles. Bien se acomodaría de jornalero con Sigüenza.

-¿El amo? El amo de ahora ni viene ni se acuerda de que todo esto sea suyo. ¡Así se va secando y perdiendo todo! El amo, el de verdad, murió. Hombre de los antiguos que nunca salió de la comarca, ni era menester. Tanta hacienda tenía que caminaba siempre pisando tierra suya. Se encorvaba para recoger un grano de cebada o de trigo que viese en una linde o en una losa del patio, y subía las escaleras para dejarlo en el granero. Se le hundió el desván del peso de muchos quintales de tornillos, de clavos, de bisagras y cerrojos viejos y de herraduras rotas que cogía en las veredas. Buen hombre. A él acudíamos por dinero para ir a segar arroz en la Albufera. Con veinte reales nos bastaba para el camino, y se los pedíamos a él. «¿Quieres un duro? -decía-. ¿Un duro? Aguarda que lo busque». Y encendía el velón de cuatro llumeneras, abría el escritorio, y del fondo sacaba el cartucho de veinte reales y nos lo daba con mucha ceremonia. Con la misma lo recibía, lo contaba y guardaba cuando se lo devolvíamos recién llegados del arrozal. Pues una vez no pude yo traérselo, y a la otra siega le pedí otro duro. «¿Que quieres un duro? ¿Un duro? Aguarda que lo busque...». Y encendió su velón y estuvo mirando en su escritorio. Se puso las antiparras, se santiguó, besando la cruz de sus dos manos juntas. Sobaba las esportillas de sus gavetas, me miraba muy pasmado, y por último me dijo: «¡No está, no está el duro que pides! ¿Es que no me lo devolverías cuando llegaste de la Albufera, y por eso no estará?». Y ya nunca me lo dio... Este huerto lo tenía para pasar los lutos y las fiestas de la Virgen de Agosto y las de San Francisco, en octubre. La señora de tan gruesa semejaba baldada y no podía subir a sus heredades de la sierra. Aquí llegaba en una borrica muy mansa, con silla y almohadón, y aquí venían las familias principales del pueblo; los domingos de mayo tomaban fresas y cogían rosas, y los domingos de invierno, chocolate con pastas de candeal que amasaba mi madre, y también cogían rosas. Siempre había rosas. Buen amo y buen ama, que rezaban con nosotros. Han muerto muy viejos. Todavía los recordará usted.

¿Yo?

-Los recordará usted, porque hace muchos años, cuando no había carretera, usted vino aquí una tarde, por una senda, entre las bancaladas...

-¿Yo estuve aquí una tarde? -Y Sigüenza se vuelve hacia sí mismo preguntándoselo y mirándose con recelo.

Se sosegó diciéndose que, a la postre, había hallado, creado y poseído el lugar que otros no sabían poseer. Pero, de todos modos, Sigüenza no había descubierto nada, como algunos grandes hombres.




ArribaAbajoUna familia de luto

Venía entonces del pueblo un caminito entre la viña, entre los olivares; bajaba y subía por los barrancos, se perdía en una revuelta y, de pronto, otra vez la alegría tan buena del camino. Si no fuese por el agua, pero, además, por los caminos, por los senderos, el campo tendría una inmovilidad y una confinación de angustia impasible de tullido. ¡Lo que promete una senda para los que viven en las soledades, aunque no hayan de caminarla, y quizá por eso! Aquel caminito pasaba el otero del pinar, y antes de precipitarse se quedaba parado. Ya no está. Se lo llevó el río de polvo de la carretera. Pues por allí apareció él una tarde, en un caballo blanco. Llevaba la cabeza desnuda; era muy rubio y el sol le encendía sus cabellos, alborotados por el viento que entraba del mar. ¡Cuántos años! Ellas lo veían desde ese viejo balcón. Y la madre les dijo a sus hijas: -¡Es rubio como vosotras; va de luto; parece vuestro hermano que viene de vacaciones!

Sigüenza la escuchaba emblandecido, mirando el arco del mar que se tendía desde el alcor de los pinos rojos del poniente a la Sierra Helada, de un rosa húmedo, que interna en las aguas la blancura diminuta de un faro. Allí, en el faro, parecía que acudiese, como imantada, toda la sensibilidad del paisaje y de la marina, y toda la emoción de un mundo maravilloso y de las ansiedades de la juventud de Sigüenza. Un barco de vela. Lejos, un vapor. No sabiendo qué decir, dijo:

-¿Y ya iban ustedes de luto?

-Ya llevábamos luto; entonces principiábamos. Nos recuerda usted, ¿verdad?

No; no las recordaba Sigüenza; pero el dulce Hablar de la señora le hace consentir en los recuerdos. La señora le habla ese castellano cuidadoso de extranjera que reside mucho tiempo en nuestro país, ese castellano de conjugaciones infantiles que se han quedado ya pulidas en su prosodia.

El horizonte, la costa, el pinar y las labranzas se quemaban en una luz de miel.

La señora es lisa, frágil, muy blanca. Pureza de blancura de las que han sido muy rubias y hermosas y trasparentan la vida del azul tierno de las venas. De luto señoril, con alpargatas. El sol de la viña, de los almendros y naranjos no ha podido tostar sus mejillas y sus manos de madre vieja, de sangre extranjera con hijos levantinos.

-¡Usted dice que se acuerda de nosotros, y entonces no nos hablamos!

Sigüenza tuvo que removerse del ocio de su voluntad y de su memoria. Debía ya incorporarse en presencia de sí mismo y del pasado. Pero es que en aquel tiempo atravesó esta comarca entre la animación y camaradería de los ingenieros jóvenes que venían a trazar los caminos y calcular las obras. Gozo de banderas y miras de las nivelaciones. Trípodes de teodolitos resplandecientes. Bullicio y obediencia de braceros, de operarios. Caravana de equipajes. Traían la promesa de una felicidad de mundo para los hidalgos y labradores de estos lugares escondidos. Todos les agasajaban y celebraban. Huertos y casas de señorío, donde les ofrecían frutas y refrigerios; viejas Parroquias con sus capellanes pobres en el pórtico, que les invitaban a ver todo lo mejor, tan guardado para todos; balcones y solanas con cactos y rosales, donde se asomaban las señoras, las hijas, las criadas para mirar a los forasteros... Todo lo recuerda Sigüenza, pero sin ahínco en los rasgos, como si aquello de realidades tranquilas del siglo XIX hubiera sucedido aturdidamente. Sigüenza tenía diez y seis años. ¡Diez y seis años en lo último del siglo XIX! ¡Lo que aun habría de ver, tener y gozar! ¡Qué exaltada confianza en sí mismo, es decir, en todo! Un caballo blanco. Sí que era verdad. Ese caballo blanco se lo enviaba, todas las tardes, un señor que se le había perdido un hijo, el único hijo. Nunca se supo su paradero. Sigüenza se alejaba para sentirse extraviado y sobrecogido en las soledades. Un atardecer le salió un pordiosero. «¡Será el hijo que vuelve!». Y se detuvo esperándolo. El caminante huyó brincando por una rambla.

...La señora se inclinó invitándole a pasar. Casón monástico y rudo. La bodega de criptas hondas con sus colosos murales, los combos toneles que dan su resonancia íntima y pausada, los lagares todavía morados, el olor seco de los racimos. Escaleras enyesadas, pasadizos y alcobas con el sol tendido en la desnudez. Casa grande, como convenía a tierras tan anchas que llegan a los montes lejanos. Casa de labor parada, sin gentes.

-Tengo un hijo bachiller que a veces ha de labrar y regar, y no puede; en seguida viene con un cansancio que se le oye el corazón. Se necesitan jornales, muchos jornales para esta heredad. Nos devora la finca. Todo lo que se ve desde los balcones es de nosotros, y todavía nos encogemos más mirándolo. Será menester venderla. Pero hemos ido conteniéndonos hasta que viniese la hija casada que se marchó al Senegal y ya llega pronto.

Habían pasado por todas las salas. Los muebles se quedaban muy solos y precarios en recintos tan grandes como en un muelle de estación. Imaginaba Sigüenza que de un momento a otro los amontonarían en un carro viejo, y la señora de luto y sus hijos, después de mirar toda la casona, entregarían las llaves a un comprador forastero, ya impaciente de que se marchasen. ¿Y no creerán que este hombre forastero pueda ser él, Sigüenza?

Ya principia Sigüenza a sentirse deseado y aborrecido por toda la familia de luto. Nadie más que la señora le va dando compañía, le cuenta los cultivos, las hanegadas de viña, de olivar y de almendros, las horas de riego... De seguro que los hijos se han refugiado en el comedor y están acechándole por los resquicios de la puerta entornada. Se les siente respirar junto a esa puerta recia, noble y labrada como un ropero arcaico.

La señora se la indica con un dedo pálido, casi azul.

-Pase usted. Está la enferma. Nos ha oído ya. Su pensamiento nos habrá seguido por toda la casa. Fue la primera en verle. Le dará usted compañía nada más un momento, porque se ahoga si habla mucho, y si no habla se aflige de que la compadezcan. -Y su dedo exangüe se tocó el corazón como un puñal en el costado de Nuestra Señora ya viejecita.

La hija enferma estaba postrada en un sillón largo, de rejilla, zancudo como una langosta descomunal. Los balcones, abiertos, tirantes de tan abiertos, para respirar con ansia. Sigüenza respiró muy de prisa. Ella se irguió sofocándose; luego se fue reclinando en sus almohadas blancas. Un temblor de párpados azulosos, una profundidad de ojos amargos y apasionados, mejillas huesudas, encendidas a ráfagas.

«¡Debe haber sido muy hermosa!». Y en seguida que lo pensó Sigüenza se dijo: «Lo mismo, lo mismo que si me refiriese a una mujer de un pasado ya remoto». Hay que referirse a un pasado en una criatura que casi no lo tiene. No habrá cumplido veinte años ni ya los cumplirá. Sabe que ha sido hermosa, y encima de la llama de la calentura le pasa el rubor sensitivo de su belleza devorada por la demacración y el rubor de estar enferma. Blancura planchada de cabezales, ropas negras sin gracia de pliegues, duras encima de la dureza de los huesos, como vendajes. Toda su feminidad le latía en la mirada de emoción de virgen y en sus cabellos, que semejaban vibrar en trenzas retorcidas.

-¿Qué trenzas tan negras, verdad? -sonríe la madre-. Todos rubios menos ella.

Ella levantó su mano, tocando primorosamente su cabellera, como si quisiese destrenzarla y desbordársela y envolverse en su sombra nazarena.

Los tres se sonrieron, y la enferma habló muy despacito, viéndosele su ahogo como si cada palabra le vendase la boca.

-Mi hermana Teresa, la que está en el Senegal, es la más rubia de todos: alta, muy hermosa, llena de salud. Más de cinco años sin vernos. Pero viene ya pronto.

La señora tendió su mano sobre la faz del paisaje que penetraba por los balcones, y su mano le pedía que se sosegara; le prometía que todo lo sabría Sigüenza sin que ella sufriese.

Y todo lo fue diciendo la señora con mucha dulzura, como si fuera feliz.



Su marido viajó mucho por el extranjero negociando sus vinos, los vinos gruesos, apretados y calientes de su tierra. Era corpulento y rojo, con unas manos muy grandes, que parecían crear el pan que partía y el idioma que pronunciaba a pedazos.

Los visitaba con frecuencia en Postchiawo.

-¡Mediodía, y no hay más claridad que la de la nieve! ¡Parecemos de piedra blanca hasta por dentro!

Encendida la lámpara familiar, se doraba la blancura del frío. El mercader español sentía una pueril animación. Su voz, su fortaleza, su risa, sus ademanes, soltaban el vaho de su comarca, tan ancha, llena de fruta y de sol.

La señora calló un momento.

-...Éramos tres hermanas. Casi siempre se casan antes la mayor y la pequeña. Yo no sé porqué tarda más la segundona. Me gustaba sentirme en medio de las dos. La mayor hacía de madre en la casa; la menor, de hija de todos. Pero mi padre siempre acudía a mí, la mediana, para todo lo suyo. Y yo fui la elegida del viajero.

Y a los pocos días de la boda apresuró él sus asuntos de vinos para volver a la casa levantina.

A ella le parecieron estos campos demasiado abiertos y alucinantes. Adquiría otros conceptos de la soledad y de la intimidad. Muchas leguas sin nadie y creía que la miraban desde todo el mundo.

-¡Aquellos olivares son nuestros; toda aquella planicie de almendros y el hondo segado, de nosotros, y la viña, toda la viña, hasta la ladera de las montañas, toda de nosotros! -se lo decía su marido gritando, un grito rojo, y con un ímpetu dominador de su brazo, su brazo que removía y cortaba la claridad como si lo estampase ruidosamente en la faz de un astro tierno.

Le costó mirarlo todo muchas veces para sentirse dueña de esas distancias. En su país la vista estaba dotada para las sensibilidades de las nieves prismáticas, del bosque tenebroso, del prado en zumo. Planos y masas verticales. Aquí sus ojos miraban como a través de piedras preciosas. Inmensidad cincelada. Lo primero que sintió fue miedo. «Debe de ser horrible sentirse aquí desgraciada». Y su marido se reía con tanto estrépito que ella se estremeció, y dijo, ya como una mujer española: «¡Que Dios no nos castigue!».

-Cada bancal es una cantera maciza. Mis jornaleros van murándolos con piedras que parecen de oro. Completamos la obra de Dios con voluntad, con faena y con dinero. Esta finca, plantada y mejorada por mí; esta finca, con su casalicio y sus bodegas, bien vale cincuenta mil duros, y no costó diez mil. ¡Ya tiene más de doce mil duros cada hijo!

...Los capítulos de la desgracia los pronunció la señora muy de prisa: la perdición del viñedo, la muerte del esposo, la muerte de una hija en la ciudad, muy cerca de la casa de Sigüenza... Todo lo decía tan suavemente, que Sigüenza se inclinaba mirándola más para adivinarla.

Luego se animó refiriendo la boda de Teresa con un ingeniero francés; su viaje al Senegal... Allí vive como una diosa. Blanca, muy rubia. La llevan en andas seis gigantes negros, desnudos. Así atraviesa las selvas olorosas, los lagos azules con los grandes lotos en flor. A veces se ha creído morir de la delicia de aquellos perfumes y se ha sentido contemplada por los ojos de las fieras. Es la diosa blanca. Traerá su lecho de pieles, sus cofres desbordando de plumajes, de semillas y aromas, de frutos con los viejos sabores del Paraíso, y amuletos y marfiles, todo para esta hermana. Seis años allí hundida. Faltan diez y nueve días para verla.

La hija enferma tuvo una tos pequeñita que le nacía en medio del pecho, y dijo con exactitud:

-Faltan diez y nueve días para llegar a Marsella, y veinticinco para tenerla. A la siguiente mañana cumplirá veintiséis años. Ya estará muchas horas contándolo todo y abriendo cajas y arquillas de su equipaje.

Sigüenza recogió sus palabras muy gozoso, como si le ofreciese el parabién de su felicidad. Los sufrimientos han ido trocándola en niña, y la vida, con dolor y todo, es tan buena, que le trae a la hermana después de seis años de peligros, y la hermana le feriará el mundo magnífico de aquellos países tan recónditos.

Hablaba la señora blanda, infantil, y así infantilizaba más a la enferma. Había que mitigarle la emoción de mujer postrada. Y si enmendaba o afirmaba lo que decía la madre, después sentíase su anhelo como si tuviese presencia corporal y los tres, ellas y Sigüenza, lo mirasen aguardando que pasara.

Sigüenza creía contemplar y escuchar este interior desde lejos. Desde lejos de sí mismo. Le acogían y se lo contaban todo por ser el que se apareció en el camino viejecito. Se veía con la conciencia de lo que había sentido sin sentirlo entonces. Actuaba proyectándose hacia atrás, precisamente cuando no lo supo. Se recordaba sin recuerdos. Era una contradicción de su lírica sustancial. Le faltaba coincidir consigo mismo. No asistir, no pertenecer al propio pasado, es una ausencia, un síncope de alma, imperdonable en Sigüenza, que vive a costa de la continuidad de su modelación íntima.

Claro que con haberse creído otro, en paz. Pero ¿en paz con otro, siendo y habiendo sido únicamente él?

Esforzose por atraerse alguna memoria de la que pudiese participar. Y preguntó:

-¿Me conocía la hija que murió en la ciudad, cerca de mi casa? ¿Supo ella dónde estaba mi casa?

Dobló la frente la señora. Semejaba que no quisiera regresar a esos días, pero que lo aceptara por obediencia y, arrepentido, Sigüenza le dijo:

-Es saber únicamente dónde vivió ella. Lo recordaré todo en seguida.

-¡Lo recordará en seguida! -repitió la madre-. Se la llevó un hermano de mi esposo que se llamaba Alejandro. Su casa era la última de una calle de las afueras, encima de una hondonada de almendros, frente al mar. Alejandro iba de luto, con pantalón ceñido, americana de terciopelo y junco de jinete.

Se iluminó en Sigüenza el recuerdo de ese hombre.

-Moreno, casi cetrino, corpulento, con unos ojos ardientes, que empujaban a quien le mirase. ¡Don Alejandro! ¡Es verdad: don Alejandro!

La señora se apresuró a decir:

-Y una vez aquella hija nos escribió (guarda Teresa sus cartas). «El hermanito rubio pasa muchas tardes bajo nuestros balcones, hacia la playa. Hoy le decía a un amigo que llevaba lentes de estudioso: "El bastón que siempre trae mi padre es de madera de violeta". El amigo se reía; y él porfió: "De violeta, de laurel-violeta. ¡Deja olor riquísimo en la mano!". Yo le sonreí, y él me vio y se sofocó mucho». Ya no nos habló más de usted.

Sigüenza se había quedado inmóvil, dentro de ese episodio tan diáfano, con la tristeza de no haberse apoderado de su fugacidad. Le acudieron unas palabras del Diario de Amiel: «En el jardín del alma cada sentimiento tiene un instante único de floración de gracia bien abierta. Cada astro, de noche, pasa una vez por el meridiano, sobre nosotros, y no brilla en ese lugar sino un momento. Sólo hay un instante cenital para cada pensamiento. Fijemos nuestro sentir en ese punto preciso y fugitivo...».

Se le apareció una espalda vestida de luto y una trenza rubia, lisa, como una luz que se enfriase. Dejaba en la boca y en los ojos de los vecinos una intención cuya perversidad le resaltó ahora:

-¡Aunque lleve todavía trenza..., Dios sabe!...

Se transparentaba el temblor de la vida de esa criatura. Y a su lado, siempre, aquel nombre, agitanado y ecuestre, de ojos llameantes y duros, de manos vigorosas, que crujían como si llevasen guantes de hierro, de sienes ya como la hoja del olivo. Tenía una mueca de dolor enfurecido. Las mujeres murmuraban:

-Pronto será ya viejo; y ella, ella, si no fuese por él sería un crío, y como está enferma aun parece menor...

Su piel, de una blancura de flores frágiles. Belleza quebradiza; el cabello de sol trenzado. Siempre de negro. En sus ojos, de un azul de lucecitas verdes, estaba él, y la encerrada con él. Los dos solos en aquella casa de las afueras, con el mar exaltando, de noche, su silencio. Salía cogida de la mano de don Alejandro, que no la dejaba de mirar; luego su brazo se le cenia vibrantemente a la cintura de virgen... Un vecino baldado siempre decía:

-¡La deshará!

Desde la Purísima ya no salió. Día de Reyes, muy temprano, fue su entierro. Detrás del coche iba ese hombre solo. Sus botas de jinete semejaban chafar la carcasa del mundo. Apareció la cabeza del tullido por una vidriera del cancel:

-¿Ataúd blanco? ¡Esa gente se piensa que nosotros...!

No había ya más gente que don Alejandro y el ataúd. Y aquella noche el caballero se acostó en la cama, todavía con las ropas estrujadas por la muerta; las recogió; se las subió; se las envolvió, y contemplándose en el espejo de ella se disparó una pistola en el paladar...

Sigüenza estuvo poseído por las imágenes de aquellos dos muertos. Siempre juntos. Los dos de luto: ella, con su trenza de luz descolorida; él, devorado por la brasa de su sangre. En aquellos días de entonces Sigüenza y sus amigos se sintieron traspasados de dolor y de ansiedad de pasión. Sigüenza se paraba junto a la casa, ya sin nadie. Y decía: «Entraban y se quedaban solos: sus únicos pasos, sus únicas voces, los únicos ruidos de sus ropas, sus únicas respiraciones ahí dentro. Ahí dentro nadie los ha visto sino después de morir. Nadie presintió su muerte. No la presentíamos por nuestra vida de apacible vulgaridad. Ellos iban rectamente y densamente a morir...». Sigüenza se recuerda acercándose al portal cerrado. Cogió el aldabón y llamó. La calle, solitaria, tenía un aire rojo desprendido de un crepúsculo de vendaval. Apareció la cabeza flácida del baldado, acechándole y riéndose. Sigüenza recostose en el quicio, como si aguardase que le abriesen, y llamó más. Ya no se burlaba el tullido. Se le hinchaban los ojos de recelo y de susto, y sin poder contenerse, derribándose, le avisó:

-¡No llame; no están! Mire la puerta sellada por el juez. No la toque. Los dos han caído el mismo día; él ha ido deshaciéndola. ¡Y yo aquí, sintiéndolo todo, clavado en mi estera! ¡No llame!

Y Sigüenza llamó otra vez. Así la casa resonaba a Sigüenza con ellos, con el último aliento de ellos, antes de que vinieran otros y pasaran por encima. Pero ese paralítico que la había deseado en la inmovilidad de su estera tenía razón: ya no estaban.

...Ahora Sigüenza miraba los muros enyesados, las viejas puertas labradas, una fotografía de la casita del químico entre los abetos de Postchiawo... Todo lo habría mirado la muerta.

La señora, la hija enferma; la heredad tan callada, el campo ya dormido, y en la costa se cerraba y se abría la lucecita fresca del faro.

Sigüenza prometió volver cuando Teresa llegase del Senegal.

-¡Nada más quedan diez y nueve días!

-Diez y nueve días, no. Diez y nueve para desembarcar en Marsella; veinticinco para tenerla ya con nosotros...




ArribaAbajoBardells y la familia de luto

Iban en un cochecito amarillo, de dos ruedas finas, hiladas, como dos arañas; un calesín o cabriolé que rebotaba por el trote de una yegua torda.

Sigüenza le dijo al amo:

-¡Casi tiene usted más fuerza que su yegua!

Bardells sonrió agradecido, pero no aceptó del todo la alabanza.

-Tiene más fuerza la yegua que yo. Yo le llevo la ventaja de las ramaleras. Y esto no es quejarme de mis brazos. Yo manejo mis mulas. Tengo cuatro carros; cada carro de tres mulas; dos camiones, tres heredades y la almazara y la tienda. Yo estudiaba medicina y colgué los libros.

Para fumar encomendó los ramales a Sigüenza, que, empuñándolos, también se creyó poderoso como Bardells y como uno de los héroes de las odas de Píndaro.

-¡Se le para la jaca y usted no lo siente!

-No lo sentía mirando aquel casón.

-¿El de la familia de luto?

-¿Es que usted la conoce?

-¿Que si yo la conozco?

Le cogió las riendas a Sigüenza y se despertó la yegua con un brinco jovial de campanillas. El humo del polvo los envolvió como la nube a los dioses de Homero.

-Me creo que llegaremos tarde al Ifach. Ese monte Ifach se vendió por cinco o seis mil reales. ¡No saberlo yo! ¡Bien pudo ser mío!

-¡Y mío!

Y se alborotó en Sigüenza toda su capacidad de propietario agreste.

Bardells arreó a la jaca.

-¿Dice usted que si conozco a esa familia? Estuve más de seis años entrando en aquella casa como un hijo. ¡Lo mismo era yo que un hijo!

La lumbre de la marina se derretía como un unto azul en la piel de la frente de Bardells. Gordo, rapado, con una dentadura tan recia, que toda semejaba de colmillos. Chaqueta grande de hilo moreno de sábana tejida en casa y pantalones de pana de color de miel. Mucho sol encima. Todo bien claro en este hombre: salud, voluntad, limitación. Consultó su reloj de plata. El cristal tenía una rajadura entre las XI y las V. No lo hubiera sospechado Sigüenza. Le parecía que había sorprendido un secreto de fragilidad.

-¡No sé por qué le pasma tanto el cristal roto de mi reloj! -y se lo puso en la palma de la mano, mirándolo mucho.

-Déjelo, Bardells; ¡ya no hay remedio!

-¿Que no hay remedio? ¿Y un vidrio nuevo?

-No, no; fíjese: si me hubiesen dicho: ¿Conoce usted a Bardells? Yo hubiera respondido en seguida: ¿A Bardells? Ya lo creo: grueso, afeitado, fuerte, con americana de hilo antiguo y pantalón de pana. Lo que usted me diga, lo que de usted puedan decirme y aun lo que yo piense de usted, quedaría todo contenido en esos trazos personales proyectados a su hacienda: carros de tres mulas, camiones, heredades, almazara. Y, de improviso, saca usted su reloj, ¡y el reloj tiene el cristal roto! ¡Ahora se le va parando la jaca y usted no lo siente!

-¡Sí que lo siento! ¡Es que no entiendo eso del cristal!

-Ni yo tampoco. Eso nunca nos lo explicamos, ni es menester. Es como una contradicción o una modificación de un concepto que ya estaba cuajado, y de repente...

-¿De repente qué? ¡Señor! Usted decía que Bardells, que yo, estaba como de par en par a sus ojos: robusto, afeitado, con americana de hilo viejo... Bueno: pues todo eso y el cristal del reloj roto.

-No; he aquí la diferencia: grueso, afeitado, con chaqueta de hilo antiguo, pantalón de pana... Ya estaba todo. Pero sacó su reloj, ¡y tenía el cristal rajado!

De súbito, Bardells le preguntó a Sigüenza:

-¿Lo del reloj se lo han dicho a usted en casa de la familia de luto?

-¿Allí? ¿Por qué habían de decírmelo? Si me lo hubiesen dicho, se me habría olvidado por la insignificancia de la noticia. Y ahora, al verlo, no me importaría.

-Es que el cristal se me rompió allí...

Le pesó y enfrió a Sigüenza el tránsito de lo sutil a lo concreto de la anécdota.

-Usted ha entrado en la casa y habrá visto una hija enferma. Está enferma del corazón. Ya de pequeños éramos amigos, de amigos principiamos a querernos de novios, y después ya fuimos novios para casarnos. Yo siempre le decía: «En siendo médico, yo te curaré». Pero me dejé los estudios. La tienda de mi padre es la mejor de toda la vall. De la tienda a la heredad de mi novia. Yo todo lo sabía. La viña se encanijó. La viña daba la renta más grande. ¿Reparó usted en la bodega? Había años que tocaban treinta y cuarenta mil pesetas de vino. (Para ese verbo de tocar, coger, palpar dineros, tan de Levante y tan de Francia, la gente siempre estrega o frota el pulgar y el índice, y entonces les relumbran los ojos.)

Sigüenza miraba esos dos dedos de Bardells, expertos y recios, y a escondidas remedó el mismo ademán; pero su pulgar y su índice no parecía que contasen o recogiesen dineros, sino que los soltasen o desmigasen pan a un choto.

-La viña se remató. Murió el padre; murió de hipo. En la ciudad murió una hija tísica. Todo iba mal. El chico dejó los libros por el legón y el arado. Pero ni es labrador ni estudiante. Yo no le preguntaba a mi novia: «¿Cuándo te pondrás bien?». Ni ella ni nadie podía saberlo. Lo que sí podía saber era sentirse a sí misma. Muchas veces y casi horas seguidas se lo pregunté: «Quiero saber cómo estás, cómo crees que estás de veras, de veras». Y ella me miraba muy callada. Me desesperé. Una mañana le tomé el pulso con el reloj delante. Ella adivinó el miedo que me daba su latido, y me sonreía. Entonces fue cuando crujió, quebrándose la tapa. Yo siempre buscaba a la madre, preguntándole sin que la hija nos sintiese. La madre me decía: «Está mejor», o «Anoche durmió más tranquila», o «El lunes comió con gusto». ¡No era eso! Y se lo dije: «No es eso. Lo que quiero yo saber es cómo está de veras, de veras; cómo cree ella que está». Y la madre me miraba casi lo mismo que la enferma. Y un día me pidió: «No me lo preguntes más, ni a ella tampoco». Pasaba tiempo, y ella siempre enferma. Yo tenía que averiguar la verdad. La verdad me la dijo un médico que se llama don Jesús Yáñez: «Tu novia no tiene remedio». «Pues yo -le contesté-, yo quiero casarme». Y él se me revolvió, furioso: «Es que la matarías». ¿Y yo, qué? Yo no podía vivir de esa manera, ¡yo no podía más! ¿Usted conoce a Bautista, que le dicen de apodo el Pañero? ¿No lo conoce? Pues yo me casé con la hija de Bautista el Pañero, hija única.

Como era tarde para seguir la jornada prometida, quiso Bardells descansar en su casa hasta el siguiente día.

Cuando entraron le advirtió a Sigüenza:

-¡Cada escalón me ha costado nueve duros! ¡Nueve duros!

Y Sigüenza parpadeó de estupor, como si le rebotase estrepitosamente todo el peldaño en calderilla, y fue subiendo los ojos para calcular el dinero de la escalera.

Mucho mármol, estuco, maderas relucientes de barnices, cristalería toda biselada, dorados agrios. Macetones de hortensias, calendarios con estampas industriales, jaulas de pardillos, otras de ruiseñores mudos que comen pasta de corazones de aves. Un patio de plantas duras: la mata de la cera, la pluma de Santa Teresa, macizos de bellvert. Vuela a brincos un gorrión doméstico, suelto y gordo, con el buche mojado de alimento. A ratos se junta con los demás gorriones de la aldea, merodeando por los rastrojales. Aparentará que pasa los mismos riesgos y aventuras de todos los pájaros; pero se les aparta y, cuando no le ven, se vuelve y come en la cocina de Bardells y duerme en una viga del cobertizo de la colada. Sin embargo, le acechaba siempre un peligro: la hija de Bardells, una niña delgada, que se le atraviesan los ojos, quedándole entre las cejas un pliegue vertical, casi azul. Toda de blanco, con una cinta rosa, de lujo de pueblo, en su cabellera de esparto. Le asoma un estremecimiento de sus nervios, un extravío de su sangre, una obscura fragilidad.

-Así está desde la meningitis -suspiró la mujer de Bardells-. Y, según los médicos, cuando llegue a grande seguirá como una criatura. ¡Pero es que ahora tampoco es como una criatura!

El marido la interrumpió:

-Ya lo creo que lo es. ¡Todo lo rompe! ¡Mire lo único que se va salvando! -y Bardells buscaba debajo de las butacas, de las mecedoras; salió al patio, y desde allí vino empujando a puntapiés un bulto empedernido y helado que rebotaba huesudamente.

Una tortuga. Su joroba de asta se quedó inmóvil en el suelo de mármol, y los fuelles roñosos de su piel principiaron a hincharse y vaciarse con un latido de susto. De repente le asomó la cabezuela pelada; un ojo diminuto de tinta contemplaba el universo del zaguán de Bardells con viejo dolor humano; el otro estaba hundido bajo una costra de sangre.

La mujer les dijo:

-¡Ni esto se salva de sus manos! Hoy ha roto la tortuga.

Sigüenza la tomó, y la volvía entre sus manos. La tortuga se desesperaba; poco a poco se paró, colgándole las cortezas de pellejos seniles.

-No lo pudimos remediar. Cuando quisimos arrancársela ya tenía la cabeza del animal entre los dientes. ¡Yo sentí el crujido del reventón del ojo, y se lo tragó!

El ojo que le quedaba se entornó, blando y húmedo. La tortuga, tuerta, tenía un silencio horrible. De su órbita mordida, entre la sangre dura, le bajaba un hilo tierno de carmín.

Sigüenza la soltó, y ella se fue cojeando, abriendo sus patas de percebes con rodilleras.

Bardells se llevó a Sigüenza para que viese sus bancales que rodean la casa. Todos secanos, pero secanos criadores y frescos: maíz, pimientos, calabazas, membrillos, limoneros, habichuelas de vaina de hoz, habichuelas anchas, lisas, mantecosas.

-¡Mejor que en los huertos, y aquí sin agua, aquí nada más cielo y tierra, tierra blanca!

Después todo estaba plantado de vides moscateles. Paisaje alto, ancho, de oteros y colinas de curvas suaves hasta el mar. Casas blancas como santuarios, con cipreses en los portales. Bardells y Sigüenza caminan a brincos, entre pámpanos y sarmientos, tiernos, zumosos. A veces se paraban mirando las cepas. Al abrigo de las socas se apretaban los racimos, descansando y doblándose en los terrones. Sigüenza los tocaba, sopesándolos y dejándolos en su mismo huello, dormidos en la misma postura. Gloria de horizontes. Los últimos rescoldos de la tarde en las rocas moradas del Ifach.

Estaban reunidos los elementos clásicos de la alegría del campo: anchura de tierras, onduladas y graciosas; casales infantiles; la viña y el mar... Y, diciéndoselo, se desjuga un poco el corazón de Sigüenza. La alegría le parece deducida de otro tiempo, de otros hombres, y ha envejecido en el mundo. En el confín del mar se palpa ya con los ojos un frío de noche de soledades; el cielo, sin azul, se ha quedado ciego; cielo de eternidad...

...Al regresar a la casa, la hija les acoge aullando y riéndose con los ojos oblicuos. La tortuga va caminando con una vela encendida pegada en su concha.

Vino la mujer del pastor muy llorosa. Su marido no podía encerrar el ganado. Estaba en la heredad de la familia de luto, toda trastornada por la desgracia. La hija casada en el Senegal había muerto de calenturas la víspera de embarcarse; la hermana que había de feriar a la hermanita enferma con las maravillas de un mundo recóndito.

Humeaba la cena en los manteles limpios. Bardells sacó su reloj:

-¡De lo que me ha librado el cristal roto! Ya se lo dije; yo no puedo quejarme: ¡mi casa, mis campos, mis mulas, mis camiones, mi almazara y salud! ¡Porque, después de todo, este crío no siente!


ArribaAbajoEl barranco. Ifach

Llegaban al collado de Calpe, que se desgarra verticalmente en el barranco del Mascarat. Se desploman la luz y el silencio que pasan por el filo de los montes. Aunque se interne allí la carretera, la más vieja de la provincia, por un puente fino, alto, como un ventanal, entre dos túneles, y aunque ahora cuelgue como un avión aplastado el viaducto de un ferrocarril lugareño, el silencio y la luz tienen una calidad de civilizaciones antiguas, sumergidas en la inocencia del mar, que aparece entre los cortes de losas, en el sosiego de una cala.

Quiso Sigüenza parar y bajar. Bardells se quedó en el calesín.

Las dos mitades desgajadas del collado son tan exactamente la una de la otra, que siempre se espera que vayan a encarnarse en su unidad geológica.

Inmóvil, asomado a la hoz, miraba Sigüenza el hondo, miraba las agujas de las cúspides. Después, lo primero que pensó, lo primero que quiso fue soltar una piedra. Soltar una piedra desde el borde de aquel puente resulta una acción definitiva. Además del tiempo que tarda en caer, además de sus retumbos, de sus chasquidos contra los cantales, de las inesperadas parábolas que traza ella sola, chocando y desviándose en un plano, en los cortes de peña; además, y antes de todo, la piedra todavía entre los dedos, en el momento de desprenderse, atrae nuestra vida con boca que oprime, que aspira la mano que la tuvo, y desde que principia a bajar y nos encogemos nosotros mirándola resulta de una trascendencia emocional tan delirante como si en vez de caer al azul del abismo prorrumpiese al azul de lo alto. Sigüenza siente su corazón y sus pulsos en cada roca. La piedra elegida por su mano estaba en una hendedura de la inmensidad. ¿Cuánto tiempo? Siglos. Todo el tiempo que pensara Sigüenza. Y cuando caiga, y llegue, y se articule a su fondo, se habrá enmendado para nuestra sensibilidad la arquitectura de estas desolaciones. Y Sigüenza contempló sus dedos y el paisaje cavado que se enfila en una exaltación como si siempre acabara de rasgarse y de quedarse inmóvil.

Si pudiese bajar y recoger la piedra la dejaría en su antiguo alvéolo. Pero esto ya no tiene remedio. Y lo pronunció: «No tiene remedio, no tiene remedio». Esas palabras, tan lisas en la desgarradura del monte, sin concepto, sin referencia de humanidad, adquirían un valor objetivo de fatalidad y eternidad.

Bardells le gritó:

-¡Un suicidio aquí sería terrible!

Es verdad. También lo imaginó Sigüenza. Pero un suicidio allí ya sería lo anecdótico, desrelacionado del ámbito abrupto y tremendo. El suicida cabalgaría en los pretiles, se estamparía en el aire colgado, se chafaría en los peñones. La violencia, la convulsión de la figura no es de allí. Aquel lugar admite únicamente al hombre contenido, palpitante en su serenidad, sintiendo la avidez de los montes abiertos hacia lo obscuro y hacia el sol. Hombre y piedra en un contacto desnudo de creación solitaria; de creación solitaria aunque pase una carretera encima de un puente, entre dos túneles, y aunque haya un viaducto de alas de hierro. Todo eso significa la medida del tiempo, la presencia fugaz de nosotros, y todo quedó incorporado a los roquedales y poseído en reposo por la soledad.

Los dos túneles. No son los túneles ferroviarios, ahogados, recremados y negros, sino de carretera levantina. Por fuera, la roca caliente, de color de león, alzándose apasionada, de pie, al cielo; por dentro, la roca pálida, huesuda, como antes de que los barrenos rasgasen su virginidad. Cada túnel abre una mirada fresca de mar y otra de campo torrado, y el confín marinero y el horizonte labrador se concentran en las dos lentes de piedra.

En otro tiempo Sigüenza pasó en diligencia el collado de Calpe. La diligencia venía de Alicante. Muchas horas de camino, de humo, de polvo, de sol, de revueltas, entre almendros y viñas, de huertos galileos, de pueblos diáfanos con cúpulas azules, aparecidos en la costa... Poco a poco comenzaba a salir en el cielo la geometría del monte roto. Atardecido, los contornos ya se acercaban en una culminación de rosa, y después, de un dorado viejo de retablo. La diligencia llegaba, humilde y sobrecogida, al primer túnel. El azul que entraba del mar refrescaba los peñascales estrujados. Iba deshilándose el silencio virgen de las altitudes; se sentía subir el silencio del fondo como un vaho. Puente blanco y cerrado, en una vejez cósmica. Las mulas lo pasaban despacito con un cabeceo de esquilas dulces. Muchos viajeros se inclinaban, persignándose. Y ya dentro del túnel, el monte se llenaba de un estruendo de viaje recóndito; los faroles rociaban de amarillo la cripta; las sombras del coche, de las bestias, del mayoral, se embestían, astillándose por los muros, y fuera se quedaba esperando la quietud de la noche grande, desnuda.

Con un bramido enhebró un automóvil los dos túneles.

-Para ésos el collado no ha sido más que un episodio de su velocidad.

Bardells le dijo a Sigüenza:

-¿Es que usted viviría siempre en ese barranco?

Gemía el cabriolé por una cuesta de cal; los riñones de la jaca criaban espuma entre los aparejos.

De las heredades subían los humos de los estercoleros quemados.

-Ya lo sé que no viviría siempre allí, aunque ahora le dé pena marcharse. Así yo con la familia de luto. Es un dolor suyo, de su sangre.

Y tendió la fusta señalando a Calpe.

Este pueblo tan embebido de lumbre no tiene alegría. Se siente frágil en el borde azul del viento y de las aguas. Calpe...

Pero la mirada de Sigüenza saltó en seguida de la claridad húmeda de Calpe a los filos calientes del Ifach.

Bardells, sonriendo, exclamó:

-¡Cómo se quedaría Calpe si le arrancásemos el peñón de Ifach!

-Pero no se lo arrancaremos nunca. Se ha de ser de un sitio concreto, y la belleza lo es.

Sigüenza va recordando. «Yo no sabía nada del Ifach. Lo veía salir del mar cuando yo iba, hace muchos años, a Valencia y Barcelona en uno de esos vapores costaneros, gordos, alterosos, cuarentones, de comidas familiares presididas por un capitán velludo, siempre de boina y bufanda, malhumorado y bueno. -Algunas veces hubiese querido ser sobrino de ese hombre-. Me sentaba en las maromas mojadas de sal y de cielo. Tenía conciencia de mi emoción, sin atribuirle a esa felicidad de sentirme a mí mismo ninguna categoría lírica; toda se guardaba en la delicia de mis ojos y de alguna palabra derretida en mi paladar y en mi lengua; quizá por la palabra se me diese la plenitud de la contemplación. Este mar viejo -para mí tan recién creado siempre-, mar de inocentes blancuras de barcas, tan de niños y cuentos, no por ámbito de bellezas mitológicas ni por concepciones humanistas, sino por fondo radiante de mi niñez silenciosa; este mar no está hecho sólo de agua, de rumbos, de distancias náuticas, sino, a la vez, de pueblos, de paisajes, de gentes de la orilla. Mar humano. El idioma de los marineros tiene sabores agrarios. Sus soledades no son las oceánicas, aguas y cielos de eternidad, de segundo día bíblico; soledades sin concepto de nosotros. La soledad mediterránea es la nuestra, la del hombre, relacionada con nosotros, con los barcos que se llegan frente a la costa y saludan su casa; faros nítidos como heredades que se internan a vigilar las aguas y proyectan sensación de familia. Gentes de todos los tiempos que han arado la besana azul; soledades llenas del pensamiento de nuestra vida...».

¡Aquel Sigüenza de entonces, solo, recostado en las adujas de sogas húmedas de relentes...! Bien pudo sentarse en un banco, en un sillón plegadizo de la toldilla de cámara; pero, junto a la borda, en las cuerdas enrolladas, creía navegar hacia países desconocidos. A países desconocidos sintiendo su raíz tirante desde su provincia marítima. Miraba los contornos de su tierra: Puigcampana, como un loto rosado; la comba de Aitana, como un párpado azul estremecido; la mitra del collado de Calpe, y, de súbito, el Ifach salía de las aguas como si el día iluminase por primera vez sus hermosuras. Suelto, desgajado de la costa, solo en el mar. Peñas de lumbres, de iris húmedos. Era suyo, de su comarca; ya lo tendría; pero no entonces; entonces todo lo demás le estaba prometido; lo guardaba para después...

Y había llegado ya después. ¡He aquí el instante de después, Sigüenza!



«¡Aquí tienes el Ifach, Sigüenza, en el tiempo prometido! Ahora ha de ser cuando lo comprendas y lo goces». Y en seguida se vale del irresistible y engañoso prurito de las comparaciones. De tan hermoso, debió de ser ya monte escogido y ensalzado por los antiguos, como el monte Erix, de Sicilia. Tendría su templo, con cipreses y mirtos, como Erix tuvo el de Venus, orificado de palomos. Los marineros fenicios, griegos, etruscos, romanos, invocarían a la diosa en sus adversidades. En las vertientes irían amontonándose los vasos y ánforas de las libaciones. Atraída por las delicias en la soledad, una reina fundó allí su baño de placer. Alrededor de Venus Ericina había centenares de mujeres, cuyas gracias consolaban a los navegantes. Venus ha seguido amadrinando a las mujeres de Erix, perpetuándoles su belleza clásica, hasta el punto que un viajero árabe se arrebata y dice: «¡Que Dios las haga cautivas de los musulmanes!». De toda la felicidad de los sentidos y del ingenio fue dotado Erix por salir de las aguas; y no prorrumpía del mar; y el Ifach, sí. Erix se abre, se descoge en laderas, contrafuertes y prados. Ifach se levanta de improviso. Erix, de tan hermoso en su forma, se le cree muy alto, no siéndolo. A Ifach también. Para el buen obispo Miedes, es el monte más excelso de España. Marineo Sículo lo sube «a la media región del aire». Una vieja crónica refiere que Ifach «es la más larga y segura atalaja, por estar tan metido en los mares, que sólo deja una entrada para la subida del monte, la cual es tan fragosa, que no se deja hallar si no es trepando por sogas que apostadas cuelgan desde la cima, y las dan los guardas de arriba a los que gustan de admitir. Por ser tan grande la distancia de tierra y de mar que desde lo alto se otea, principian allí los avisos de fuego que se dan para seguridad de la costa, al levante y al poniente. En todo el año es un ramo de flores y hierbas medicinales, y produce cañas fístulas de color y tamaño del junco que en Valencia empuña el almotacén. Lleva asimismo hinojo de mar y matas doradas». Añade la crónica que, «confederados el Rey Siphax de Numidia y los Escipiones contra Cartago, cuando se batía el cobre por ambas partes, envió dicho Rey sus embajadores para hacer los asientos de la liga, los cuales tomaron puerto en el seno illicitano, cerca de este monte, donde había muchos númidas que peleaban con los cartagineses; pero los enviados les quitaron de su devoción, pasándolos a la de los romanos. Allí se fundó un lugar, que le dieron nombre de Siphax por el honor a su Rey. Allí hay una cueva, que se llamó de los palomos por los muchos que sus rocas criaban...». Una vez al año la Venus de Erix volaba entre la dulce gloria de su palomar a los bosques y costas de África. La diosa y los palomos del Ifach han volado para siempre.

Todas estas noticias ha ido diciéndoselas Sigüenza como si repasara una lección de Baedeker que hubiera de guiarle.

Bajan del calesín en las hoyadas de arenales y salinas. Camino blando de sobraqueras encima del agua. A lo último, el Ifach, desprendido, solo, encantado. Dentro de las calmas y del batido profundo del mar se sumergen, se tienden, se tuercen, se doblan y encogen los rosas, los granas, los verdes, los morados, todos los colores tiernos y viejos del Ifach. Ifach es de paños preciosos, de bronces ardientes, de piedras de gloria. Rocas encendidas, talladas por el filo del viento. Ábside con pecho de bergantín que corta inmóvilmente las aguas. Animación y gracia de escultura; torso y rodillas vibrando de luz marina bajo los pliegues dóciles y las escarpas verticales de la peña; ímpetu contenido por la orla de la falda, cogida tirantemente a la costa. Silencio y retumbo de frescura salada. Silencio exaltado, como un grito de la cincelación de la luz.

-Todo eso -le repite Bardells-, todo eso lo ha comprado un millonario por seis mil reales. ¡Con seis mil reales no se paga la leña de la otra banda del monte!

Monte de mar. A la redonda, el azul. Viento de navegación, y en los pies, el tacto de la tierra labradora.

Ifach crecía según lo caminaba Sigüenza. Se volvía Sigüenza, contemplando la comarca interior, que abría sus brazos, ofreciéndose en sus culminaciones, suavemente empastadas en el cielo. Le traen la memoria óptica de las veredas, de los caseríos, de los rediles, de las fuentes deseadas, de sus ansias de la cima, para ver desde allí el mar... Y ahora tiene el mismo cansancio gozoso, el mismo batir del corazón, que se le hincha y le resuena en el costado -la punta afilada del corazón casi le parte ya la corteza del pecho-; los mismos cimbalillos huecos de las sienes, tan sudadas y frías de altitud; todo lo mismo para ver la tierra, que sale desde el fondo en un cuerpo de gracia. Montañas recónditas donde se acuestan los valles. Planos, resaltos, hondos; alcores, requejos, arboledas, sembradíos, desnudeces traspasadas de vaho; limpias revelaciones geométricas; todo mostrándose, coordinándose y resolviéndose para venir coralmente a la mar.

...Monte Erix, obispo Miedes, Marineo Sículo, el Rey Siphax de Numidia..., todo su Baedeker se había deshojado. Ifach, para Sigüenza, era siempre el recién aparecido, contemplado desde un vapor viejo, calmoso; aquel Ifach, pero caminándolo, tocándolo, tragando su aliento. Sigüenza se acogía confiadamente a los años en que se reveló a sus ojos y a su sensibilidad la forma de belleza que ahora puede alcanzar en su definición: el Ifach de su juventud fue la promesa de la tierra, de su después; y ahora, el Ifach hacia el horizonte marino, por donde él pasó, con el azulado de los fondos primitivos. El Ifach de Sigüenza de otros tiempos a través de Sigüenza de ahora.

Y siguió subiendo el costado del monte. Bancales hasta tocar el hueso vivo del alto peñón de tormos abruptos por donde caían las sogas de los guardas, y más tarde, las sogas para descolgar los contrabandistas sus alijos. Bancales de huerto de aficionado, todavía de esquejes y mugrones, con algunos cactos, higueras y girasoles; riegos por arcaduces nuevecitos; aljibes y balsas de pordand; casa flamante de los dueños con torres almenadas de cemento; camino recién obrado, con entono de carretera oficial, desarrollándose en triangulaciones prudentes. En cada revuelta un hervidero de mar hondo; calas de mar celeste, donde se mecen las pechugas de las barcas de Calpe, con las redes y nasas al sol, tendidas en los husos de los mástiles...

A lo último, la roca encendida muraba el cielo, y allí hay una puerta ferrada. Abrió un labrador con una llave vieja, de portón de trascorrales. Obscuridad de túnel.

-¡Un túnel con puertas y todo! -dice Bardells-. ¡La obra ha costado miles y miles de duros!

Principia el verdadero Ifach, bronco, delirante y eterno de cara al mar libre. Madroñal, carrascas, pinares, toda la breña tendida, rebanada por la hoz del viento, toda verdeazul, crujiendo de infinito. Altitud firme de rocas tiernas, con estruendo vegetal y marino. Azules gloriosos. He aquí la vieja virginidad del mundo. Vieja virginidad recién comprada por seis mil reales. Su amo le pone puertas al cielo, al campo y al mar.

El clavario aguarda que los forasteros se marchen de la cumbre para cerrar el espacio con su llave oxidada.

Sigüenza se revuelve con agravios de desposeído. ¡Lo que pudo ser suyo es suyo, debe ser suyo! En seguida de decírselo se lo va imaginando todo: manda derribar la casa de cemento, y se labra otra de piedra legítima en la cumbre del peñón; arranca las puertas aborrecidas. «Attollite portas!». ¡Y por el túnel abierto se precipitará torrencialmente la belleza y la gloria! Levanta las puertas, las quita de allí y las pone mucho más abajo, en el principio del camino de la finca, y las cierra y él se queda dentro, ¡todavía más amo que el de los seis mil reales!