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Arpeggione

Daniel Moyano





Y estaba también ese perro de Vinchina, un pueblo justo al lado de la cordillera, que sorprendió al maestro Fauré entrando tan campante cuando el concierto ya había comenzado y se sentó entre la tarima donde tocábamos y la primera fila de sillas, en ese espacio neutro que no es ni del público ni de los músicos sino del sonido, allí fue a posarse el señor tan seguro y orondo, sentado sobre las patas traseras y manteniendo estiradas las de adelante, cruzadas con puntillosa educación y las orejas como campanas atentísimas con sus pelos internos orientándose hacia violas y violines, pelos por cuyas puntas casi microscópicas entraban las corcheas o las fusas al interior de su cuerpo, que se henchía.

Digo que sorprendió al maestro porque en ese instante sus ojos estaban centrados en una frase musical hacia la derecha y final de la página, y el perro entró por su izquierda, de modo que el director, ante esa intrusión no carente de violencia zoológica, tuvo que desviar parte de su mirada hacia la aparición, sin abandonar la partitura, desviarla en un recorrido oblicuo donde los ojos iban dejando una alarmada estela blanca.

Albinoni era lo que tocábamos, me acuerdo, y gracias a que yo en ese momento leía en la parte alta de la página pude, siguiendo la estela y sin dejar de leer mis notas, ver entrar al perro por el centro de la sala y ocupar ese lugar reservado a las autoridades, donde la acústica acomoda sus orientes centrando lo más puro del sonido, según podía deducirse por el deleite palpable de los ojos del animal, los pelos que se le estremecían de gozo, los movimientos acompasados de su cola contra el suelo, las crispaciones de sus orejas según la altura de los sonidos, como esos aparatos reproductores de música con puntos rojos que se encienden y aumentan o disminuyen según la intensidad.

Hay que tener en cuenta que el maestro Fauré dirigía orquestas al otro lado del mar, que aquel día acababa de llegar a Buenos Aires desde Erevan o sea Armenia o sea el Asia, cuando tuvo que tomar el avión y salir para el norte casi sin poder desarmar las maletas, llegar a La Rioja unas pocas horas antes del concierto, y sin tiempo para un ensayo general, partir con nosotros en nuestro camión sinfónico y traqueteante hacia Vinchina, subir al escenario, levantar la batuta y ver con el rabillo del ojo que un perro vagabundo lleno de espinas y de abrojos entraba en la sala de conciertos, entraba en su vida, en su currículum, en sus recuerdos, entraba en sus composiciones futuras, donde su forma y su presencia se convertirían en sonidos, y que era eso lo que uno podía ver desde el atril en la estela dejada por la blancura de los ojos del maestro desviándose hacia la irrupción canina.

Interrupción para nosotros, que teníamos una idea rutinaria de los conciertos, pero no para la gente que bajando de la montaña asistía a ese tipo de funciones por primera vez, porque para ellos era novedad tanto la orquesta como el perro que la escuchaba. Y siendo ésta la primera idea que tenían de los conciertos, si hubieran podido seguir al maestro en sus giras por Europa seguramente le hubiesen preguntado por qué no había perros en los teatros de ciudades como París o Viena por ejemplo.

Viendo que las razones del perro eran puramente musicales, los ojos del maestro, borrando en su camino de regreso la estela que habían trazado, volvieron a la placidez de la partitura como si nada hubiese sucedido. Pero claro, no era así, el perro estaba allí, escuchando como cualquier persona. Escuchando más que las personas. El alcalde dijo que no nos afligiéramos, la cosa no tenía importancia y no volvería a suceder jamás de los jamases.

Pobrecito. Tiempo después aparecerían también mulas en nuestros conciertos, y a partir de entonces nuestro concepto de lo que se entiende por público se enriqueció notablemente.

Acabada la primera parte, todo el mundo salió al patio lindante para hacer pis entre los matorrales próximos y fumar su cigarrito, lo mismo que el perro, que orinó como cualquier persona culta y se entretuvo husmeando los corrillos como quien se entera de los comentarios.

Nosotros, encerrados en el aula contigua al escenario, comentábamos que había entrado por casualidad, y que si se quedó quieto todo el tiempo fue porque intuyó que si actuaba de otra manera lo sacarían a patadas. El hecho no volvería a repetirse, según comentó un clarinete amigo de la filosofía, no era un hecho causal sino casual, su irrupción en la sala tenía un significado simplemente anecdótico y era difícil que se repitiera. Seguramente ya andaría a campo traviesa, sacudiéndose el susto de la música.

Pero al iniciar la segunda parte él estaba allí, en el mismo sitio, sentadito, triangular, patas delanteras torcidas como dos paréntesis, ojos grandes como calderones, orejas en actitud de radar moviéndose nerviosas a la espera del resto del programa, qué acababa con una obra colorístico-didáctica de Benjamín Britten nada menos.

Mientras el resto del público se aburría, haciendo ruido al desenvolver los caramelos envueltos en celofán o comentando en voz baja cosas ajenas al concierto, Arpeggione, como lo bautizamos después en homenaje a Schubert, sentado sobre dos patas era el más atento de los oyentes, y no sólo porque tuviese más capacidad auditiva que sus colegas los humanos.

Seguramente había algo más, como explicó después el contrabajista, gran lector de Darwin: había llegado la hora en que otras especies también quieren erguirse como lo hicimos nosotros, y sólo cuando estos hechos se produzcan cabalmente habremos descubierto el sentido de nuestra naturaleza.

Opinión que aceptamos sin chistar, era apabullantemente categórico lo que decía, y el registro grave de su voz, idéntica a la de su instrumento, aumentaba su credibilidad. Además era tan inteligente, que resolvimos que en situaciones como ésta él pensara por todos, mientras nosotros, liberados de esa engorrosa función, ganábamos un espacio más para las alegrías de la música.

Volvimos otras veces, y antes de que el alcalde y el edil pudieran divisar en la llanura adyacente la presencia del camioncito filarmónico, el erguible melómano ya nos había olfateado y salido a nuestro encuentro, ya nos había hecho fiestas corriendo al lado del carromato entre los pedregales, ya había vuelto al pueblo y recorrido sus calles y golpeado sus puertas con alegres coletazos anunciando el próximo concierto, cuando nadie, ni siquiera el comisario, tenía idea de nuestra llegada, por estar estropeado el telégrafo.

Cada vez que volvimos, generalmente al comienzo de las estaciones del año, su aspecto había variado. Las orejas, a todas luces, se especializaban orientándose hacia un solo tipo de sonidos, los musicales; su cara, por influencias de la transformación del aparato auditivo, perdía ciertas curvas, iba tendiendo hacia una búsqueda pero no precisamente humana: se trataba de algo estrictamente perruno y muy hermoso. Al sentarse sobre las patas traseras, ahora ya no podía mantener bien apoyadas en el suelo las delanteras. Entre el piso y ellas había un espacio en aumento, la distancia inicial de un camino seguramente largo.

Fue después de estas evidencias que lo bautizamos con el nombre de la sonata de Schubert, cuyos compases iniciales tocaba siempre uno de nuestros cellos para calentar los dedos. Una melodía acaso demasiado fuerte para su corazón de perro, ya en el segundo compás lo colocaba al borde de las lágrimas.

La última vez que fuimos, unos vientos contrarios le impidieron presentir nuestra llegada. Estábamos ensayando en el aula de siempre, y él sin enterarse, perdido por esos montes o pastoreando cabras. El cello entreabrió la puerta que daba al patio y lo llamó con la sonata. Bastaron tres o cuatro compases, y ya estaba allí, traído por el viento, tiritando como si hiciera frío, y frágil como una gota de lluvia. Utilizando los sonidos como palabras, allí tuvimos una larga comunicación. Como si él fuera un extraterrestre, le pasamos como pudimos la información musical que consideramos necesaria. Él no pudo responder, claro, salvo unos temblores y ciertos brillos diferentes en sus ojos. Pero comprendió todo y guardó nuestra comunicación en la memoria de su especie, para días más venturosos.

Cuando una intervención militar de las tantas que hubo en la provincia borró nuestra orquesta de un plumazo, Arpeggione perdió toda posibilidad de alimentar su vocación. Dicen que trepaba a la cima de los cerros a ver si desde allí los vientos le traían alguna melodía, y que en el afán de captar músicas a la distancia se le deformaba el cuerpo y que las orejas se le desarrollaban desmesuradamente. Los pobladores empezaron a tenerle miedo, sobre todo cuando lo oían llorar, creyendo que lo hacía porque veía visiones, las almas de los muertos; sin darse cuenta de que el perro lloraba la ausencia de la música.

Al advertir que los vecinos, con la aprobación del alcalde, por miedo y superstición habían decidido eliminarlo, huyó hacia los montes y siguió deformándose en los lugares más solitarios del desierto. Dicen que en los últimos tiempos, oculto en los matorrales, era un monstruo auditivo, orejas desmesuradas y unos ojos donde brillaba una tristeza biológica fija. Un animal de música abandonado en ese silencio terrible de los Llanos riojanos, acosado por las víboras y husmeado por los pumas.

Al enterarnos de su situación, los músicos le enviamos al director del periódico local una carta donde opinábamos que hacer desaparecer una orquesta podía significar, en determinadas circunstancias, un atentado contra las leyes del Universo.

Pero no la publicaron. A causa del tiempo pasado ya nadie se acordaba de Arpeggione, y en consecuencia la carta carecía de sentido.

[17 de octubre de 1989]





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