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ArribaAbajo- XII -

Pasaron días, muchos días. Yo tan pronto deseaba volver a casa de Rumblar, como hacía intención de no poner más los pies en aquella casa, porque me repugnaban los artificios que hacían de las tertulias una completa representación de teatro. Durante algún tiempo no vi a lord Gray ni en la Isla ni en Cádiz, y cuando pregunté por él en su casa, el criado me negó la entrada, diciéndome que su amo no quería recibir a nadie.

Ocurrió esto el día de la bomba. ¿Saben ustedes lo que quiero decir? Pues me refiero a un día memorable porque en él cayó sobre Cádiz y junto a la torre de Tavira la primera bomba que arrojaron contra la plaza los franceses. Ha de saberse que aquel proyectil, como los que le siguieron en el mismo mes tuvo la singular gracia de no reventar; así es que lo que venía a producir dolor; llanto y muertes, produjo risas y burlas. Los muchachos sacaron de la bomba el plomo que contenía y se lo repartían llevándolo a todos lados de la ciudad. Entonces usaban las mujeres un peinado en forma de saca-corchos, cuyas ensortijadas guedejas se sostenían con plomo, y de esta moda y de las bombas francesas que proveían a las muchachas de un artículo de tocador, nació el famosísimo cantar:

  —120→  

   Con las bombas que tiran
los fanfarrones,
hacen las gaditanas
tirabuzones.



Pues como decía, el día de la bomba, después de tocar inútilmente a la puerta del noble inglés, llevome el destino segunda vez a casa de la señora doña María, disponiéndose las cosas de modo que cuando me encaminaba a casa de dona Flora, tropezase con el señor D. Diego, el cual me habló así:

-¿Vienes de casa de lord Gray? Dicen que está con la morriña. Nadie le ve por ninguna parte. Por fin, he conseguido de mi madre que no le reciba más en casa.

-¿Por qué?

-Porque es muy aficionado a las muchachas, y no me gusta verle hablar con mi novia. Mamá no quería; pero me planté, chico. «O lord Gray o yo» -dije- y no hubo más remedio.

-Según eso, le han puesto en la puerta de la calle.

-Con cortesía y disimulo. Mi mamá ha dicho que hallándose un poco enferma, suspende por ahora las tertulias.

-¿Y no salen?

-A misa van las cuatro los domingos muy temprano. Pero puedes ir a casa cuando gustes. Mamá te aprecia y siempre está preguntando por ti. Ahora precisamente, te ruego vengas conmigo para servirme de testigo.

-¿De testigo?

-Sí. Mi mamá quiere castigarme porque   —121→   le han dicho que me vieron ayer en un café. Es verdad que estaba, pero yo lo he negado, y para dar más fuerza a mis argumentos he dicho: «Pregúntele usted al Sr. D. Gabriel, y como no diga que estuvimos juntos viendo sacar agua de la noria...».

-Pues vamos allá.

Entramos, pues, y en la reja del patio, el criado nos dijo que la señora doña María había salido.

-¡Viva la libertad! -exclamó D. Diego haciendo un par de cabriolas-. Gabriel, estamos solos. Hermanillas, alegrémonos y regocijémonos.

La chillona algazara que desde los aposentos vino a mis oídos, indicome que las hembras estaban libres también de la ominosa esclavitud. Cuando entramos en la estancia de D. Diego, al punto se nos presentó D. Paco, aturdido, sofocado, balbuciente, con unas disciplinas en la mano, el vestido menos puesto en orden que de ordinario, y ostentando algunas desgreñaduras en lo alto de su peluquín.

-Señorito D. Diego -exclamó con furia semejante a la de esos perrillos que ladran mucho sin que jamás el transeúnte se detenga a mirarlos-, la señora mandó que no saliese usted de casa. Se lo diré cuando venga.

El condesito tomó un palo que frontero a la cama y en lugar medio oculto tenía, y esgrimiéndolo de un modo alarmante por las costillas del ayo, gritó:

-Canalla, pedantón... Si dices una palabra...   —122→   no te dejaré un hueso en su lugar.

-Esto no puede tolerarse -dijo D. Paco, no ya enfurecido sino lloroso-. ¡Dios eterno, y tú, Virgen Santísima del Carmen, tened compasión de mí! Este niño y sus hermanas van a quitarme los pocos días que me restan de vida. Si les permito hacer su gusto, la señora me riñe, y más quisiera ver al sol apagado que a la señora colérica. Si quiero sujetarlos, palos, rasguños, arañazos, tijeretazos y otros mil martirios espantosos... Pues sí, señor D. Dieguito: se lo diré a la señora, yo no puedo aguantar más... ¡Pues no digo nada de lo de las saliditas por las noches! Yo no puedo acallar la voz de mi conciencia que me dice: ¡Malvado!, ¡servidor desleal!, ¡traidor!... No; se lo diré a la señora, se lo diré al ama, y entre tanto, orden, silencio, obediencia, todo el mundo a su sitio.

D. Diego, ciego de enojo, enarboló el palo, y a compás con los movimientos de su brazo que apuntaban impíamente a las costillas del pobre ayo, iba diciendo:

-Orden, silencio, obediencia.

Tuve que imponerme para que no acabara con el desdichado perceptor, que aun vapuleado de aquel modo, tenía la prudencia de no gritar, porque no se enterase la vecindad del escándalo, y con voz sofocada decía llorando:

-¡Que me mata este caribe! ¡Favor, señor D. Gabriel, favor!

Huyó D. Paco por el pasillo adelante buscando refugio, y siguiendo tras él, dimos los tres en una gran pieza, desde la cual se pasaba   —123→   a otra con espaciosas rejas a la calle, donde vimos el espectáculo de la más horrenda anarquía que pueden ofrecer en el interior de una honesta casa las demasías de la libertad. Asunción, Presentación, Inés, las tres estaban allí, libres, sueltas, en posesión completa de sus gracias, donaires, iniciativa y travesura. Pero antes de deciros lo que hacían aquellos pajaritos aprisionados a quienes se permitía por un momento dar vueltas holgadamente por la jaula, voy a indicaros cómo era esta.

Varias cestas de labores y algunos bastidores de bordados indicaban que allí tenía la señora condesa el taller de educación y trabajo de sus niñas. Una pequeña pero anchísima silla, de fondo hundido por el peso constante de corpulenta humanidad, denotaba el lugar de la presidencia. También había una mesilla con libros, al parecer devotos, y en las paredes no cabían ya más estampas y láminas bordadas, entre las cuales el mayor número era una variada serie de perritos con el rabo tieso y los ojos de cuentas negras.

Un pequeño altar ostentaba mil figuras de bulto y realce, alternando con estampas que sin duda habían pertenecido a libros, y en la delantera algunos pares de candelabros de plata antigua, sostenían velas de picada y filigranada cera, adornadas con papelitos, festones y otros primores de tijera. Pomposos ramos de flores de trapo, que a cien mil leguas declaraban haber sido hechos por manos de monjas, completaban el ajuar del altarejo, juntamente con algunos pequeñísimos objetos de   —124→   plomo, representando sagrados adminículos, tales como cálices y custodias, lámparas y misales. Estos juguetes los hacían entonces los veloneros para los niños buenos y que no lloraban.

Vi asimismo objetos de un orden enteramente distinto, es decir, trajes hermosísimos de mujer, arrojados en desorden por el suelo, y también escofietas, moños, lazos, abanicos, quirotecas, zapatillas de raso y luengos encajes de aquellos finísimos y hereditarios, que eran, como los diamantes, orgullo y riqueza de las familias. Los bordados, las cestas de costura, rellenas de fastidiosas telas blancas de indiana y cotonía, pertenecían a Presentación; los libros, el altar con todo lo que en él había de místico e infantil, eran de Asunción; y los lujosos trajes y adornos eran de Inés, que los había bajado para que los viesen sus primas.

Estaban las tres vestidas según lo que entonces el vulgo, no menos galicista que ahora, llamaba un savillé. Con semejante traje, que era, por exigirlo la moda, la menos cantidad posible de traje, y lo absolutamente necesario para que las lindas personas no anduvieran desnudas, ni la madre más tolerante y descuidada habría permitido que se presentasen delante de un hombre, aunque fuese pariente cercano. Estaban las tres, como digo, graciosísimas y sin comparación más guapas que en las tertulias. La libertad permitiéndoles una alegre y bulliciosa agitación, había impreso en sus mejillas frescos y risueños colores, y   —125→   las lenguas charlatanas de las dos hermanitas llenaban con dulce y picotera música el ámbito de la estancia. La voz de Inés apenas se oía.

Os diré lo que hacían y esto es reservado, reservadísimo, pues si doña María supiese que ojos humanos habían visto a sus niñas en tales arreos, y que orejas de varón habían oído cantar seguidillas a una de ellas, reventara de pesadumbre, o se sepultaría para siempre, antes avergonzada que muerta en el sarcófago de sus mayores. Pero seamos indiscretos y contemos lo que vimos, ocultos en la estancia inmediata y sin ser vistos por ellas. Inés, en quien primeramente se fijaron mis ojos desde la puerta, estaba en la reja, como en acecho, mirando ora a la calle, ora adentro, sin duda para dar la voz de alarma en cuanto el pomposo perfil y los pomposos y temidos espejuelos de doña María volviesen la esquina de la calle Ancha. Le oí decir claramente:

-No seáis locas... que va a venir.

Presentación, la más pequeña de las dos hermanas, estaba en medio de la pieza. ¿Creerán ustedes que rezando, cosiendo u ocupada en algún otro grave menester? Nada de eso, pues no estaba sino bailando, sí, señores, bailando. ¡Y qué zorongo, qué zapateado tan hechicero! Quedeme absorto al ver cómo aquella criatura había aprendido a mover caderas, piernas y brazos con tanta sal y arte tan divino cual las más graciosas majas de Triana. Agitada por la danza, chasqueando los dedos para imitar el ruido de las castañuelas,   —126→   su vocecita sonora y dulce decía con lánguida y soñolienta música:


   Toma, niña, esta naranja
que he cogido de mi huerto,
no la partas con cuchillo
que está mi corazón dentro.



Asunción, que era la mayor, de una hermosura menos picante y graciosa que su hermana, pero más acabada, más interesante, más seria, digámoslo así, en una palabra, mucho más hermosa, se había puesto algunas de las joyas y preseas de Inés. Cogió una gran rosa de papel de las que adornaban el altar, y púsosela orgullosamente en el moño; tomó después tres varas de aquellos encajes finísimos de Brujas, de tan sutil urdimbre que parecen hechos por moscas o arañas, pálidos ya y amarilleados por el tiempo, y agitándolos en las manos, los echó hacia arriba, dejándolos caer sobre su cabeza y hombros, con tanta, con tantísima gracia, señores, cual si toda su vida hubiese estado midiendo en las tardes de primavera las baldosas de la calle Ancha, plaza de San Antonio y alameda del Carmen.

Yo estaba asombrado contemplando tales transformaciones y me sorprendía su extraordinaria belleza de la muchacha, cuando la vi realzada con los atractivos que el arte presta tan hábilmente a la hermosura. ¡Y qué bien sabía ella aplicarlos a su persona! ¡Qué singular talento el suyo para poner cada objeto en el sitio donde debía estar, y donde las leyes más rigurosas de la estética querían y mandaban que estuviese!

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Después de rodear su cabeza con las blondas, colgose de las orejitas los más hermosos pendientes que creo han salido de manos de artífice platero. Luego estuvo mirándose un rato en el vidrio que cubría cierta estampa del Purgatorio, llena toda de ánimas, diablos, llamas, culebrones, sapos, cocodrilos, ruedas, sartenes, peroles, etc..., y contempló allí su imagen confusa, por no haber en la estancia espejo, ni vidrio azogado que hiciese sus veces. Después volvió la cabeza para verse la caída de faldas por detrás, tomó un abanico, dio el meneo a las varillas, que chillaron desarrollando un vasto paisaje poblado de amorcitos, y echándose aire con él, comenzó a pasear por la habitación, riéndose de sí misma y de la risa que a las otras dos causaba.

Viendo tal profanación, escándalo y desacato, penetró el insigne D. Paco en la pieza, y exclamó:

-¿Qué alboroto es este? Asuncioncita, Presentacioncita, todo se lo contaré a mamá cuando venga, todo, todito.

Presentación cesó de cantar, y tomando al preceptor por un brazo, le dijo:

-Sr. D. Paquito mío, si no le dices nada a mamá, te doy un beso.

Y en el acto se lo dio en sus secas y arrugadas mejillas.

-A mí no se me seduce con besitos, niñas -repuso el viejo vacilando entre el rigor y la tolerancia-. Cada una a su puesto, a leer, a coser. Asuncioncita de todos los demonios, ¿qué descaro es ese?

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-Calle usted, so bruto -dijo Asunción con muchísima sal.

-Si es un animal -añadió Presentación dándole un sopapo con su suave manecita.

-Más respeto a mis canas, niñas -exclamó afligido el anciano-. Si no fuera porque las he visto nacer, porque las he criado a mis pechos, porque las he cantado el ro-ro...

Presentación haciendo gestos de delicada urbanidad, remedando a una persona que durante el paseo encuentra en la calle a un conocido, parose ante D. Paco, hizo una graciosa reverencia y le dijo:

-¡Oh! Sr. D. Protocolo, ¿usted por aquí? ¿Cómo está la señora doña Circunspecta? ¿Va usted al baile del barón de Simiringande? ¿Qué dice hoy la Gaceta de Pliquisburgo?...

-Eh... eh... -exclamó D. Paco, queriendo contener la risa que le embobaba-. Miren la mocosa cómo habla, haciéndose la señora mayor. Buena pieza tenemos en casa. ¡Qué escándalo, qué profanidad! ¿De dónde habrá sacado esta niña tales picardías?

Y luego insistiendo ella en llevar adelante el chistoso papel que estaba desempeñando, llegose a Inés, que también se moría de risa, y le dijo:

-¡Ola, madama! ¿Cómo la porta bu...? ¿Ha visto bu a la condesa? ¡Qué magnífico ha estado el concierto y la ópera de Mitrídates! ¡Oh!, madama... andiamo a tocare il forte piano... Aquí viene il maestro siñor D. Paquitini... tan, taralá, tan tin, tan.

Y se puso a bailar un minueto.

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-Vaya -exclamó D. Paco, echándosela de benévolo, pero afectando mucha seriedad- les perdono lo que ha pasado si se acaba este jaleo, y va cada una a su puesto. La señora viene.

Inés continuaba en la reja atisbando afuera, y también a ratos decía:

-¡Que va a llegar!

Presentación volvió a cantar, y luego dijo:

-Paquito de mi alma, si bailas conmigo te doy otro beso.

Y sin esperar respuesta del anciano, le tomó por los brazos, haciéndole dar rápidas vueltas.

-Que me atonta, que me mata esta condenada -exclamaba el maestro, describiendo curvas sin poderse defender, ni soltar.

-¡Ay, Paquito de mi alma y de mi vida, cuánto te quiero! -decía Presentación.

El preceptor, abandonado de los ágiles brazos de su pareja, cayó al suelo, pidiendo al cielo justicia; la muchacha le enredó una flor entre las blancas guedejas de su peluca de ala de pichón, y dijo así:

-Toma, amor mío, esta flor en memoria de lo que te quiero.

Quiso levantarse, y empujado por Asunción, cayó al suelo. Quiso tirar de él Presentación y quedose con un pedazo de solapa en la mano. Levantose al fin, y persiguiéndole las dos con risas y festejo, trató una de ellas de darle un latigazo con una varita de sacudir telas; mas lo hizo con tan mala suerte   —130→   que dando un cachiporrazo al altar, toda la máquina de santos, velas y juguetes se vino al suelo con estrépito. Mientras acudía a remediar el desperfecto, D. Paco estaba en tierra de rodillas, con los brazos en cruz y la mirada fija en el techo y con voz compungida y entrecortada, mientras gruesos lagrimones lustraban sus mejillas, decía:

-¡Señor Omnipotente y Misericordioso: que estas agonías sean en descargo de mis pecados! Mucho padeciste en la cruz; ¿pero y esto, Señor, esto no es cruz, estos no son clavos?, ¿estas no son espinas?, ¿estos no son bofetones y hiel y vinagre? Castigo es este del gran pecado que cometí ocultando a mi señora las travesuras de estas niñas, y las mil picardías que han aprendido sin que nadie se las enseñase; pero por la lanzada que te dieron, Señor, juro que seré leal y fiel con mi querida ama, y que no he de ocultarle ni tanto así de lo que pasa.

D. Diego y yo, que habíamos permanecido observando aquel espectáculo sin ser vistos, quisimos entrar; pero vimos que Inés se apartó vivamente de la reja, y en el mismo instante pasó por la calle una figura, una sombra, en quien reconocimos a lord Gray. Apenas habíamos tenido tiempo de reconocerle, cuando un objeto, entrando por la reja, vino a caer en medio de la sala. Al punto se abalanzó hacia el pequeño bulto D. Paco, y observándolo y recogiéndolo, dijo:

-¿Una cartita, eh? La ha arrojado un hombre.

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Inés, que se acercó de nuevo a la reja, exclamó con terror:

-¡Doña María, doña María viene ya!




ArribaAbajo- XIII -

Se quedaron muertas, petrificadas; pero con presteza extraordinaria las tres empezaron a ordenar los objetos, para que cada cosa estuviese en su sitio. Arreglaron el altar atropelladamente; despojose la una de los atavíos que se había puesto; compuso la otra su vestido en desorden; pero por más prisa que se daban, tales eran la confusión y desconcierto producidos allí por la anarquía, que no había medio de volverlo todo a su primitivo estado. D. Diego me dijo, al ver que las muchachas iban a ser sorprendidas antes de poder borrar las huellas de su rebelión:

-Amigo, huyamos.

-¿A dónde?

-A la Patagonia, a las Antípodas. ¿Tú no adivinas lo que va a pasar aquí?

-Quedémonos, amigo, y tal vez hagamos una buena obra defendiendo a estas infelices, si el preceptor las delata.

-¿Viste que pasó un hombre y arrojó dentro un billete?

-Era lord Gray. Veamos en qué para esto.

-Pero mi madre viene; y si te ve aquí en acecho...

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Ni esta consideración me hizo apartar de la estancia que nos servía de observatorio; pero afortunadamente doña María no entró por allí, y pasando primero a su alcoba, penetró por esta a la funesta habitación donde ocurriera el sainete que iba a terminar en tragedia. Nosotros nos pusimos en disposición de poder oírlo todo sin ser vistos, aunque también sin ver nada. Sepulcral silencio reinó por breve tiempo en la pieza, y al fin interrumpiole la condesa, diciendo con la mayor severidad:

-¿Qué desorden es este? Inés, Asunción, Presentación... ese altar destrozado, esos vestidos por el suelo... Niñas, ¿por qué estáis tan sofocadas, por qué tenéis tan encendido el rostro?... Tembláis... Vamos a ver; Sr. D. Paco, ¿qué ha pasado aquí?... ¿Pero qué veo? Señor D. Paco, señor preceptor, ¿por qué tiene usted destrozada la ropa?... ¡Pues y ese gran cardenal en el carrillo...? ¿Ha estado usted quitando telarañas con la peluca?

-Se... se... señora doña María de mi alma -dijo el ayo con voz trémula y cierto hipo producido por su gran zozobra y la lucha que diversos sentimientos sostenían sin duda entonces en su pobre alma- yo no puedo callar más... Mi conciencia no me lo permite. Yo... hace cuarenta años que co... co... como el pan de esta casa... y no puedo...

No pudiendo seguir, prorrumpió en llanto copiosísimo.

-Pero ¿a qué vienen esos lloros?... ¿Qué han hecho las niñas?

-Señora -dijo al fin D. Paco entre sollozos,   —133→   hipidos y babeos-; me han pegado, me han arrastrado, me han... Asuncioncita se puso a imitar a la gente de los paseos. Presentacioncita bailó el zorongo, el bran de Inglaterra y la zarabanda... Luego pasó por la calle un caballerito, miró adentro y les arrojó este billete.

Hubo un momento de silencio, de esos silencios angustiosos como el que precede al cañonazo, después que se ha visto la mecha próxima al cebo. Durante aquel intervalo de mudo terror, que desde la escena donde tal drama pasaba se comunicó a nosotros, haciéndonos temblar como quien aguarda un terremoto, se sintieron los tenues chasquidos de un papel que se desdobla, y luego una exclamación de sorpresa, asombro o no sé si de fiereza inaudita, que salió del tempestuoso seno de doña María.

-Esta letra es de lord Gray... -exclamó-. ¡Qué desvergonzado atrevimiento! ¿A quién de vosotras se dirige la carta? Dice: «Idolatrado amor mío: si tus promesas no son vanas...». ¡Pero una persona como yo no puede leer tales indecencias!... ¿A quién de vosotras dirige lord Gray esta esquela?

Continuó el silencio, uno de esos silencios que parecen anunciar el desplome del mundo.

-Presentación, ¿es a ti? Asunción, ¿es a ti? Inés, ¿es a ti? Responded al momento. ¡Señor misericordioso! ¡Si alguna de mis hijas, si alguien nacido de mis entrañas ha dado motivo para que un hombre le dirija estas palabras, prefiero que muera ahora mismo, y yo detrás, antes que tolerar tal deshonra!

  —134→  

La imprecación retumbó en la sala como una voz de los pasados siglos que clamaba en defensa de cien generaciones ultrajadas. Oyéronse luego llantos comprimidos y el resoplido de D. Paco, que así desfogaba los ardores de su corazón, inflamado ya por nobles impulsos de generosidad.

-Señora -dijo moqueando y babeando- perdone usía a las niñas. Eso no habrá sido nada. Tal vez un tuno que pasó por la calle. Ellas se han estado muy calladitas.

-Se me figura -dijo doña María sin perder la dignidad en su cólera- que no tendré que hacer grandes averiguaciones para saber quién ha motivado esta amorosa epístola. Tú, Inés, tú has sido. Hace tiempo que sospechaba esto...

Nuevo silencio.

-Responde -prosiguió doña María-. Yo tengo derecho a saber en qué emplea su tiempo la que va a casarse con mi hijo.

Entonces oí la voz de Inés, que claramente y no muy turbada respondía:

-Sí, señora doña María. Lord Gray escribió para mí. Perdóneme usted.

-¡De modo que tú!...

-Yo no tengo culpa... Lord Gray...

-Te ha trastornado el juicio -dijo doña María-. ¡Bonita y ejemplar conducta de una niña de tu condición, que representa una de las más principales casas de España! ¡Inés, vuelve en ti, por Dios, repara quién eres! ¿Es posible que una joven destinada?... Yo he observado que es tu natural de suyo profano a las mundanidades. Ya supieron lo que se hacían   —135→   destinándote a ser casada y a ocupar alto puesto en la corte, que si por arte del demonio hubiérante consagrado al claustro o a un decoroso celibato... ¡pobre criatura!, tiemblo de pensarlo.

La ansiedad y zozobra que yo experimentaba no me permitieron reflexionar sobre las peregrinas ideas de doña María.

-No has sido tú educada por mí -prosiguió esta- que de haberlo sido... otra sería tu conducta...

-Señora madre -dijo Asunción llorando-. Inés no volverá a faltar más.

-Calla tú, necia. Después os ajustaré a vosotras dos las cuentas, pues dijo D. Paco que habíais bailado y cantado.

-No, señora, no ha habido nada de baile ni de canto: fue broma mía -exclamó muy sofocado el pobre preceptor, cuyo espíritu se afligía con los crueles alardes de justicia de su señora.

-¿Y para qué has bajado estas ropas? -preguntó la condesa a Inés.

-Para que ellas las vieran. Las subiré, señora, y no las volveré a bajar más -repuso Inés con humildad.

-¡Qué fundamento de niña! ¿No conoces que si a ti te cuadran estos trapos y adornos, a ellas ni aun debe permitírseles el mirarlos? Tu conducta no puede ser más contraria al decoro.

-Señora doña María -dijo D. Paco- permítame usía que la diga que la señora doña Inesita en lo íntimo de su corazón deplora el disgusto que la ha dado. ¿No es verdad, señora   —136→   doña Inesita? Vaya, señora doña María, perdón al canto, y todo se acabó.

-No se meta usted en lo que no le importa, Sr. D. Paco -dijo la condesa-. Y tú, Inés, ten entendido que serás perdonada, si las cosas no siguen adelante. Y no digo más sobre el particular. Ya saben ustedes que soy benévola hasta la exageración, tolerante hasta la debilidad. Ciérrense esas rejas al punto, y vamos a trabajar y a rezar... Inés, te lo repito, respira tranquilamente. Con tal que no vuelva a repetirse...

Oyéronse voces de las muchachas, que si no de alegría y completa bonanza, indicaban que el temporal iba pasando.

D. Diego me dijo:

-Vámonos, no sea que mi madre quiera salir por aquí y nos sorprenda.

Nos apartamos de allí.

-¿Qué te parece lo que hemos oído?

-Una infamia, una alevosía, un crimen sin ejemplo -exclamé no pudiendo contener la cólera que me dominaba.

-¿Qué te parece la Inesita?... Buena pieza en verdad...

-Ese inglés de los demonios, ese monstruo que nos ha enviado aquí la Gran Bretaña es el ser más odioso, más abominable que existe en la tierra. Por mi parte, digo que le aborrezco, que le abomino; que sin piedad le mataría, que me bebería su sangre... Adiós, me voy.

-¿Te vas?

-Sí: no quiero estar más en esta casa.

  —137→  

-Pero hombre, tú estás tonto. Si te he traído aquí para que me ampares. Tú no sabes que ahora mi señora mamá, después que ponga fin a la justiciada de allá, ha de venir a emprenderla conmigo por la escapatoria de ayer tarde. ¿Olvidas, hombre ligero y frívolo, que has de atestiguar que me viste ayer ocupado en dar vueltas a la noria?

-No quiero farsas, ni falsos testimonios, ni tengo para qué ver a doña María... Adiós.

-Hombre cruel, detente. Mi madre sale.

En efecto, en el corredor atrapome la señora condesa, la cual después de mostrarse sorprendida y no muy agradablemente con mi presencia, me saludó, obligándome a pasar a la sala.

-¿Estabas aquí? -preguntó a su hijo.

-Sí, señora: Gabriel y yo estábamos en mi cuarto leyendo unos libros de aritmética, y él me enseñaba a encontrar la quinta parte por un medio nuevo; y como ayer cuando estuvimos viendo dar vueltas a la noria, yo aposté a que no podía ser tal cosa, vino hoy a demostrármelo.

-¿Conque estuvieron ustedes ayer tarde en la noria?

-Sí, señora; dando vueltas a la noria... quiero decir, viendo.

-Es un entretenimiento inofensivo...

-Sí, señora... e instructivo.

-Propio de jóvenes de cabeza sentada -dijo doña María-. Sin embargo, he oído que a la noria va mucha gente de mal vivir.

-No señora, de ninguna manera. Canónigos,   —138→   militares de coronel para arriba, señoras mayores, frailes...

-Mi hijo es algo distraído, y por eso temo... Pronto será libre y dueño de sus acciones, porque en los asuntos de un hombre casado, sobre todo si está en cierta posición, no deben entrometerse las madres.

-Exactamente. ¿Y cuándo se casa D. Diego?

-Ya no hay día seguro -respondió doña María, con firmeza.

-Y en verdad, Sr. D. Diego -dije yo volviéndome hacia mi amigo- que se lleva usted la más hermosa muchacha que hay en todo Cádiz.

-Lo que es eso... -dijo la condesa con afectación- mi hijo puede estar satisfecho de la suerte que le ha cabido en su elección, mejor dicho, en nuestra elección, pues nosotras lo hemos arreglado todo. Para que nada falte a esa muchacha, tiene hasta aquellas sutiles cualidades de ingenio y amabilidad que la harán uno de los más bellos adornos de la corte, cuando la haya. Y no se diga que a una joven mayorazga, destinada a casarse con otro mayorazgo, se la debe sujetar y comprimir para que ni hable, ni trate con personas de mundo. Eso no; eso sería ridículo, y nada hay más contrario a la alteza y sonoridad de ciertas familias que verlas representadas en la corte por una damisela encogida, vergonzosa, que se asusta de la gente y no sabe decir más que buenas tardes y buenas noches.

-Pues maldita la gracia que me hace -dijo D. Diego con desabrimiento- ver a mi novia   —139→   muy amartelada con lord Gray en este salón.

Doña María se puso encendida.

-Este joven -dije yo- no eleva su entendimiento hasta los altos principios de la educación castiza. ¿Pues acaso su mujer va a ser monja? A las que van a ser monjas o solteras, bueno que se las enseñe a no levantar los ojos del suelo; pero a las que van a casarse y a ser grandes señoras... Pero hombre, ¿está usted loco? Mi amigo es un necio, un caviloso, señora. ¿Apostamos a que por estas y otras imaginaciones ridículas va a dar en la flor de decir que no se casa?

-¡Cómo! -exclamó la dama-. Mi hijo no será capaz de tal simpleza.

-Sí, señora, sí seré capaz -dijo D. Diego sin poder contener el ímpetu de sus celos.

-¡Diego, hijo mío!

-Sí, señora, lo que dice Gabriel es verdad, no quiero casarme, al menos hasta ver...

-No puede darse necedad mayor -dije-. Porque lord Gray haya conseguido con su buena apostura, sus finos modales, su talento...

-Mi hijo no me dará tan gran pesadumbre.

La condesa, por hallarse en presencia de un extraño, no soltó la ira que a borbotones quería escapársele del pecho, al ver en su hijo la obstinada genialidad, que amenazaba echar por tierra todos sus proyectos; mas conociendo yo que aquel volcán necesitaba cumplido desahogo por el cráter de la boca y quizás por el de las manos, juzgué prudente retirarme.

-¿Se marcha usted? -me dijo-. Ya, una persona discreta no puede soportar las bachillerías   —140→   y antojos de este inconsiderado niño.

-Señora -repuse- D. Diego es un niño obediente y hará lo que su madre le mande. Beso a usted los pies.

Quiso D. Diego salir conmigo; pero la condesa le detuvo, diciendo con enojo:

-Caballerito, tenemos que hablar.

Yo anhelaba respirar fuera de aquella casa.




ArribaAbajo- XIV -

Al encontrarme en la calle miré a las rejas y las vi cerradas. Atormentado por el recuerdo de lo que había visto y oído, revolviendo en mi cabeza pensamientos de venganza, proyectos de barbarie, y no sé qué ideas impías y locas, dije para mí:

-Ya no me queda duda. Mataré a ese maldito inglés.

En las mil alternativas y vicisitudes de mi vida, bajé, subí, caí y levanteme; creí tocar con mis manos fatigadas el fondo de aquel mar de la borrascosa desventura, donde transcurrió mi niñez, y fuerzas ignoradas me sacaron de nuevo a la superficie; luché y padecí, deseé la muerte y amé la vida; grandes vaivenes y sacudidas experimenté; pero cuando subía, y bajaba, y luchaba, y vivía, y moría, jamás dejé de percibir aquella luz, encendida ante la desgracia, lejana estrella a quien consideraba   —141→   como expresión de lo divino y sobrenatural que hay en la existencia. Pero ya la luz se había apagado, y volviendo los ojos en derredor, yo no veía sino espantosas oscuridades. Lo que yo creía perfecto ya no lo era; lo que yo juzgué mío, tampoco era mío, y pensando en esto no cesaba de exclamar:

-Mataré a ese condenado lord Gray. Ahora comprendo la satisfacción de matar a un hombre.

Turbado por los celos, mi corazón, que hasta entonces había como florecido, despidiendo un sentimiento apacible y contemplativo cual el de la religión, ardía ahora con apasionado centelleo, y lo que había amado, por extraordinaria contradicción más digno de ser amado le parecía. Sentía ansia de destrucción, y mi amor propio, mi orgullo herido clamaban al cielo, haciendo a toda la creación solidaria de mi agravio. Yo creía que el universo entero estaba ofendido, y que cielo y tierra respiraban anhelo de venganza. Crucé varias calles, repitiendo:

-Mataré a ese inglés, le mataré.

Al volver una esquina creí distinguirle y apresuré el paso. Sí, era él. Dios me lo ponía delante; le vi de espaldas y corrí; mas cuando estaba junto a él y antes que me viera, pensé que no era prudente precipitar un hecho que debía tener justificación completa. Procurando serenarme, dije para mí:

-Tengo la seguridad de sorprenderle dentro de la casa. Entretanto, esperemos.

Le toqué en el hombro, y él, al volverse,   —142→   me miró impasible, sin mostrar ni alegría ni desagrado.

-Lord Gray -le dije- ha tiempo que estoy esperando la última lección de esgrima.

-Hoy no tengo humor para lecciones.

-La necesitaré pronto.

-¿Va usted a batirse? ¡Qué felicidad! ¡Hoy tengo yo un humor!... Deseo atravesar a cualquiera.

-Yo también, lord Gray.

-Amigo mío, proporcióneme usted un hombre con quien romperme el alma.

-¿Tiene usted spleen?

-Horroroso.

-Y yo. Los españoles también solemos padecer esa enfermedad.

-Es muy raro. En buena ocasión me ha salido usted hoy al encuentro.

-¿Por qué?

-Porque tenía una mala tentación. Estaba en lo más negro de la negrura del spleen, y pasó por mí la idea de pegarme un tiro o de arrojarme de cabeza al mar.

-Todo por un amor desgraciado. Cuénteme usted eso y le daré buenos consejos.

-No me hacen falta. Yo me entiendo solo.

-Yo conozco a la mujer que le trae a usted a tan lastimoso estado.

-Usted no conoce nada. Dejemos esa cuestión y no hablemos más de ella.

Aquella vez, como otras muchas, lord Gray esquivaba tratar el asunto.

-¿Con que quiere usted que le dé una lección? -me dijo después.

  —143→  

-Sí; pero tal, que con ella aprenda de una vez todo lo que encierra el noble arte de la esgrima; porque, milord, tengo que matar a uno.

-Es cosa fácil. Le matará usted.

-¿Vamos a casa de milord?

-No; vamos al ventorrillo de Poenco. Beberemos un poco. ¿Y cuándo va usted a matar a ese hombre?

-Cuando tenga la certeza de su alevosía. Hasta hoy tengo indicios que casi son datos evidentes; de los cuales resultan sospechas que casi son la misma certidumbre. Pero necesito más, porque mi alma, crédula hasta lo sumo, forja sutilezas y escrúpulos. La pícara quiere prolongar su felicidad.

Él calló y yo también. Silenciosamente llegamos a Puerta de Tierra.

Había en casa del señor Poenco gran remesa de majas y gente del bronce, y las coplas picantes, con el guitarreo y las palmadas, formaban estrepitosa música dentro y fuera de la casa.

-Entremos -me dijo lord Gray-. Esta graciosa canalla y sus costumbres me cautivan. Poenco, llévanos al cuarto de dentro.

-Aquí viene lo güeno -exclamó Poenco-. Desapartarse todo el mundo. Abran calle; calle, señores... espejen, que pasa su majestad miloro.

-Muchachos, ¡viva miloro y las cortes de la Isla! -gritó el tío Lombrijón levantándose de su asiento y saludándonos, sombrero en mano, con aquel garbo majestuoso que es tan   —144→   propio de gente andaluza-. Y en celebración del santo del día, que es la santísima libertad de la imprenta, señó Poenco, suelte usted la espita y que corra un mar de manzanilla. Todo lo que beba miloro y la compaña lo pago yo, que aquí está un caballero pa otro caballero.

El tío Lombrijón era un viejo robusto y poderoso, de voz bronca y gestos gallardos y caballerescos. Era traficante en vinos y gozaba opinión de hombre rico, así como de gran galanteador y mujeriego, a pesar de la madurez de sus años.

Lord Gray le dio las gracias, pero sin imitarle ni en el tono ni en los movimientos, diferenciándose en esto de la mayor parte de los ingleses que visitan las Andalucías, los cuales tienen empeño en hablar y vestir como la gente del país.

-Oigasté, tío Lombrijón -dijo otro a quien llamaban Vejarruco, y que era joven y curtidor en el Puerto-. A mí no me falta ningún hombre nacío.

-¿Por qué lo dices, camaraíya6, y en qué te he faltado? -dijo Lombrijón.

-Bien lo sabes, camaraíya7 -repuso Vejarruco-. En que asina que vi venir a miloro y la compañía, dije al señor Poenco: «Lo que beba miloro y la compañía, corre de mi cuenta; que aquí hay un caballero pa otro caballero».

-¡Zorongo! -exclamó Lombrijón-. Pero di, Vejarruco, ¿eso es conmigo?

-¡Cachirulo!, contigo es.

  —145→  

-Estira más esa estampa, que no te veo bien.

-Alarga el jocico pa que te tome el molde de él.

-¡Carambita! ¿Usté no sabe que cuando me pica un mosquito le desmondongo al momento?

-¡Sonsoniche! ¿Usté no sabe que cuando le pego un pezco a un hombre tiene que pedir prestaos dientes y muelas para comer?

-Basta ya, que se me van regolviendo los sentidos garrofales -dijo Lombrijón-. Señores, empiecen a cantar el requieternam por ese probesito Vejarruco.

-Alentaíto está el viejo.

-Pues allá va la lezna.

Lombrijón se llevó la mano al cinturón en ademán de sacar la navaja, y todos los presentes, principalmente las mujeres, empezaron a gritar.

-Señores, no temblar -indicó Vejarruco.

-No se batirán -me dijo lord Gray-. Todos los días hacen lo mismo y después no hay nada.

-No he traído el escarbador de dientes -dijo Lombrijón, encontrándose sin armas.

-Pues ni yo tampoco -añadió Vejarruco.

-Camaraíya8, por eso no ha de quedar. Usté está amarillo. Señores, cuando eché mano al cinturón me relucieron las uñas, y pensó que era jierro.

-¡Zorongo! Camará, usté ha escondido la lezna para que no haya compromiso.

-Tú te la habrás metío en el garguero.

  —146→  

-Yo no la traigo, por humaniá -repuso Vejarruco- porque como tengo esta mano tan pesá, se necesita mucha prudencia pa no matar caa momento.

-Vaya, déjenlo para después -dijo Poenco- y a beber.

-Lo que hace por mí, no tengo prisa... Si Vejarruco se quiere confesar antes que le endiñe...

-Lo que es por mí... cuando Lombrijón quiera el pasaporte para la secula culorum, se lo daré.

-Pelillos a la mar -dijo Poenco-; y pos que los dos han de morir, mueran amigos.

-No hay por qué ofenderse, comparito. ¿Usté se ha ofendío? -preguntó Lombrijón a su antagonista.

-¡Cachirulo! Yo no, ¿y usté?

-Tampoco.

-Pues vengan esos cinco mandamientos.

-Allá van, y vivan las Cortes y viva miloro.

-Para cortar la cuestión -dijo lord Gray- yo pagaré a todo el mundo. Poenco, sírvenos.

Las majas que allí había obsequiaron a lord Gray con sonrisas y dichos graciosos; pero el inglés no tenía humor de bromas.

-¿Ha venido María de las Nieves? -preguntó a una.

-Pesaíto está con María de las Nieves. ¿Nosotras somos aljofifas?

-Si miloro va esta noche a mi casa -dijo en voz baja otra, que era, si no me engaño,   —147→   Pepa Higadillos- verá lo bueno. Mi marío ha ido a comprar burros, y me divierto pa matar la soleá.

-A donde irá miloro esta noche es a mi casa -indicó otra que era ya matrona-. A mi casa va toda la sal del mundo, y si miloro quiere poner un par de pesetas a un caballo, no tengo comeniente... Mi casa es muy principal...

Lord Gray se apartó con hastío de aquella gente, y entramos en un cuarto, donde el tabernero recibía tan sólo a cierta clase de personas, y la mesa junto a la cual nos sentamos viose al punto cubierta del rico tributo de aquellas viñas costaneras, que no tuvieron ni tienen igual en el mundo.




ArribaAbajo- XV -

-Hoy voy a beber mucho -me dijo el inglés-. Si Dios no hubiese hecho a Jerez, ¡cuán imperfecta sería su obra! ¿En qué día lo hizo? Yo creo que debió de ser en el sétimo, antes del descanso, pues ¿cómo había de descansar tranquilo si antes no rematara su obra?

-Así debió de ser.

-No; me parece que fue en el célebre día, cuando dijo: «Hágase la luz»; porque esto es luz, amigo mío, y quien dice la luz, dice el entendimiento.

  —148→  

-Señó miloro -dijo Poenco acercándose a mi amigo para hablarle con oficioso sigilo-; María de las Nieves está ya loquita por vucencia. Se hizo todo, y ya tiene su pañolón, sus zarcillos y su basquiña. Si no hay nada que resista a ese jociquito rubio; y como vucencia siga aquí, nos vamos a quedar sin donceyas.9

-Poenco -dijo lord Gray- déjame en paz con tus doncellas, y lárgate de aquí, si no quieres que te rompa una botella en la cara.

-Pues najencia, me voy. No se enfade mi niño. Yo soy hombre discreto. Pero sabe vucencia que ofrecí dos duros a la tía Higadillos que llevó el pañolón... cétera; cétera.

Lord Gray sacó dos duros y los tiró al suelo sin mirar al tabernero, quien tomándolos, tuvo a bien dejarnos solos.

-Amigo -me dijo el inglés- ya no me queda nada por ver en las negras profundidades del vicio. Todo lo que se ve allá abajo es repugnante. Lo único que vale algo es este vivífico licor, que no engaña jamás, como proceda de buenas cepas. Su generoso fuego, encendiendo llamas de inteligencia en nuestra mente, nos sutiliza, elevándonos sobre la vulgar superficie en que vivimos.

Lord Gray bebía con arte y elegancia, idealizando el vicio como Anacreonte. Yo bebía también, inducido por él, y por primera vez en la vida, sentía aquel afán de adormecimiento, de olvido, de modificación en las ideas, que impulsa en sus incontinencias a los buenos bebedores ingleses.

  —149→  

Resonó un cañonazo en el fondo de la bahía.

-Los franceses arrecian el bombardeo -dije asomándome al ventanillo.

-Y al son de esta música los clérigos y los abogados de las Cortes se ocupan en demoler a España para levantar otra nueva. Están borrachos.

-Me parece que los borrachos son otros, milord.

-Quieren que haya igualdad. Muy bien. Lombrijón y Vejarruco serán ministros.

-Si viene la igualdad y se acaba la religión, ¿quién le impedirá a usted casarse con una española? -dije regresando junto a la mesa.

-Yo quiero que me lo impidan.

-¿Para qué?

-Para arrancarla de las garras que la sujetan; para romper las barreras que la religión y la nacionalidad ponen entre ella y yo; para reírme en las barbas de doce obispos y de cien nobles finchados, y derribar a puntapiés ocho conventos, y hacer burla de la gloriosa historia de diez y siete siglos, y restablecer el estado primitivo.

Decía esto en plena efervescencia, y no pude menos de reírme de él.

-Hermoso país es España -continuó-. Esa canalla de las Cortes lo va a echar a perder. Huí de Inglaterra para que mis paisanos no me rompieran los oídos con sus chillidos en el Parlamento, con sus pregones del precio del algodón y de la harina, y aquí encontré las   —150→   mayores delicias, porque no hay fábricas, ni fabricantes panzudos, sino graciosos majos; ni polizontes estirados, sino chusquísimos ladrones y contrabandistas; porque no había boxeadores, sino toreros; porque no hay generales de academia, sino guerrilleros; porque no hay fondas, sino conventos llenos de poesía; y en vez de lores secos y amojamados por la etiqueta, estos nobles que van a las tabernas a emborracharse con las majas; y en vez de filósofos pedantes, frailes pacíficos que no hacen nada; y en vez de amarga cerveza, vino que es fuego y luz, y sobrenatural espíritu...

»¡Oh, amigo! Yo debí nacer en España. Si yo hubiese nacido bajo este sol, habría sido guerrillero hoy y mendigo mañana, y fraile al amanecer y torero por la tarde, y majo y sacristán de conventos de monjas, abate y petimetre contrabandista y salteador de caminos... España es el país de la naturaleza desnuda, de las pasiones exageradas, de los sentimientos enérgicos, del bien y el mal sueltos y libres, de los privilegios que traen las luchas, de la guerra continua, del nunca descansar... Amo todas esas fortalezas que ha ido levantando la historia, para tener yo el placer de escalarlas; amo los caracteres tenaces y testarudos para contrariarlos; amo los peligros para acometerlos; amo lo imposible para reírme de la lógica, facilitándolo; amo todo lo que es inaccesible y abrupto en el orden moral, para vencerlo; amo las tempestades todas para lanzarme en ellas, impelido por la curiosidad de ver si salgo sano y salvo de sus mortíferos   —151→   remolinos; gusto de que me digan «de aquí no pasarás», para contestar «pasaré».

Yo sentía inusitado ardor en mi cabeza, y la sangre se me inflamaba dentro de las venas. Oyendo a lord Gray, sentime inclinado a abatir su estupendo orgullo, y con altanería le dije:

-Pues no, no pasará usted.

-¡Pues pasaré! -me contestó.

-Yo amo lo recto, lo justo, lo verdadero, y detesto los locos absurdos y las intenciones soberbias. Allí donde veo un orgulloso, le humillo; allí donde veo un ladrón, le mato; allí donde veo un intruso, le arrojo fuera.

-Amigo -me dijo el inglés- me parece que a usted se le van los humos de la manzanilla a la cabeza. Yo le digo como Lombrijón a Vejarruco: «Camaraíta, ¿eso que ha dicho es conmigo?».

-Con usted.

-¿No somos amigos?

-No: no somos ni podemos ser amigos -exclamé con la exaltación de la embriaguez-. ¡Lord Gray, le odio a usted!

-Otro traguito -dijo el inglés con socarronería-. Hoy está usted bravo. Antes de beber, habló de matar a un hombre.

-Sí, sí... Y ese hombre es usted.

-¿Por qué he de morir, amigo?

-Porque quiero, lord Gray; ahora mismo. Elija usted sitio y armas.

-¿Armas? Un vaso de Pero Jiménez.

Me levanté fuera de mí, y así una silla con resolución hostil; pero lord Gray permaneció   —152→   tan impasible, tan indiferente a mi cólera, y al mismo tiempo tan sereno y risueño, que sentime sin bríos para descargarle el golpe.

-Despacio. Nos batiremos luego -dijo rompiendo a reír con expansiva jovialidad-. Ahora voy a declarar la causa de ese repentino enfado y anhelo de matarme. ¡Pobrecito de mí!

-¿Cuál es?

-Cuestión de faldas. Una supuesta rivalidad, Sr. D. Gabriel.

-Dígalo usted todo de una vez -exclamé sintiendo que se redoblaba mi coraje.

-Usted está celoso y ofendido, porque supone que le he quitado su dama.

No le contesté.

-Pues no hay nada de eso, amigo mío. -añadió-. Respire usted tranquilo las auras del amor. Me parece haberle oído decir a Poenco que usted anda a caza de esa Mariquilla, que no de las Nieves, sino de los Fuegos debería llamarse. A usted le han dicho que yo... pues, diré como Poenco... «cétera, cétera». Amigo mío, cierto es que me gustaba esa muchacha; pero basta que un camaraíya10 haya puesto los ojos en ella para que yo no intente seguir adelante. Esto se llama generosidad; no es el primer caso que se encuentra en mi vida. En celebración de paz, acabemos esta botella.

Al frenesí que antes había yo sentido sucedió un entorpecimiento y oscuridad tal de mis facultades intelectuales, que no supe qué responder a lord Gray, ni realmente le respondí nada.

  —153→  

-Pero, amigo mío -prosiguió él, menos afectado que yo por la bebida- hemos sabido que a Mariquilla de las Nieves la corteja... ¡cortejar!, hermosa palabra que no tiene igual en ningún idioma... pues decía que la corteja un guapo de Jerez que se me figura es más afortunado que nosotros. Sin duda a ese es a quien usted quiere matar.

-¡A ese, a ese! -dije sintiendo que se me despejaban un tanto los aposentos altos.

-Cuente usted conmigo. Currito Báez, que así se llama el jerezano, es un necio presumido y matasiete, que con todo el mundo arma camorra. Deseo tener cuestión con él. Le provocaremos.

-¡Le provocaremos, sí, señor; le provocaremos!

-Le mataremos delante de toda la gente del bronce, para que vean cómo sucumbe un tonto a manos de un caballero... Pero no sabía que estuviera usted enamorado. ¿Desde cuándo?

-Desde hace mucho, mucho tiempo -respondí viendo cómo daba vueltas la habitación delante de mis ojos-. Éramos niños; ella y yo estábamos abandonados y solos en el mundo. La desgracia nos impelió a compadecernos, y compadeciéndonos, sin saber cómo, nos amamos. Padecimos juntos grandes desventuras, y fiando en Dios y en nuestro amor vencimos inmensos peligros. Llegué a considerarla como indisolublemente unida a mí por superior destino, y mi corazón fortalecido por una fe sin límites, no padeció en mucho tiempo los martirios   —154→   de celos, desconfianzas, temores ni amorosos sobresaltos.

-Hombre: eso es extraordinario. ¡Y todo por María de las Nieves!...

-Pero todo se acabó, amigo mío. El mundo se me ha caído encima. ¿No lo ve usted, no lo ve usted caer a pedazos sobre mi cabeza? ¿No ve usted estas montañas que me machacan los sesos? Mi cerebro hecho trizas salta en piltrafas mil y salpicando se esparce por las paredes... aquí... allí... más allá. ¿No lo ve usted?

-Ya lo veo... -repuso lord Gray, rematando una botella.

-El mundo se me cayó encima. Se apagó el sol... ¿No lo ve usted, hombre; no advierte las horribles tinieblas que nos rodean? Todo se oscureció, cielo y tierra, y el sol y la luna cayeron, como ascuas de un cigarro... Ella y yo nos separamos: leguas y más leguas, días y días y más días se pusieron entre nosotros; yo alargaba los brazos ansiando tocarla con mis manos; pero mis manos no tocaban sino el vacío. Ella subió y yo me quedé donde estaba. Yo miraba y no veía nada... estaba escondida: ¿dónde?, dirá usted... dentro de mi cerebro. Yo me metía las manos en la cabeza y escarbaba allí dentro; pero no la podía coger. Era una burbuja, una partícula, un átomo bullicioso y movible que me atormentaba en sueños y despierto. Quise olvidarla y no pude. De noche cruzaba los brazos y decía: «aquí la tengo; nadie me la quitará...». Cuando me dijeron que me había olvidado, no lo quería   —155→   creer. Salí a la calle y todo el mundo se reía de mí. ¡Espantosa noche! Escupí al cielo y lo dejé negro... Me metí la mano en el pecho, saqué el corazón, lo estrujé como una naranja y se lo arrojé a los perros.

-¡Qué inmenso e ideal amor! -exclamó lord Gray-. Y todo eso por Mariquilla de las Nieves... Beba usted esa copa.

-Supe que amaba a otro -añadí sintiendo que mi cerebro despedía una lumbre vagorosa y desparramada, llama de alcohol que trazaba mil figuras en el espacio con sus lenguas azules-. Amaba a otro. Una noche se me apareció. Iba de brazo con su nuevo amante. Pasaron por delante de mí y no me miraron. Yo me levanté y tomando la espada, herí en el vacío, y en el vacío surgió un manantial de sangre. La vi que se llegaba hacia mí pidiéndome perdón. La manga de su vestido tocó mi rostro, y me quemó. ¿Ve usted la quemadura, la ve usted?

-Sí, la veo, la veo. ¡Y todo por María de las Nieves!... Hombre es gracioso. A ver a qué sabe este Montilla.

-Yo quiero matar a ese hombre, o que él me mate a mí.

-No, a él, a él. ¡Pobre Currito Báez!

-Le mataré, le mataré, sí -exclamaba yo con furor, poniendo mi puño cerrado en el pecho de lord Gray-. ¿No siente usted cómo baila el mundo bajo nuestros pies? El mar entra por esa ventana. Ahoguémonos juntos y todo se concluirá.

-¿Ahogarme? No -dijo el inglés-. Yo también amo.

  —156→  

A pesar de mi lastimoso estado intelectual presté atención vivísima a sus palabras.

-Yo también amo -prosiguió-. Mi amor es secreto, misterioso y oculto, como las perlas, que además de estar dentro de una concha están en el fondo del mar. No tengo celos de nadie, porque su corazón es todo mío. No tengo celos más que de la publicidad; odio de muerte a todo el que descubra y propale mi secreto. Antes me arrancaré la lengua que pronunciar su nombre delante de otra persona. Su nombre, su casa, su familia, todo es misterioso. Yo me deslizo en la oscuridad, en oscuridad profunda que no proyecte sobra alguna, y abro mis brazos para recibirla, y los oscuros cuerpos se confunden en el negro espacio. Bullen átomos de luz, como estos que ahora nos rodean, y en las puntas de nuestros cabellos palpita con galvánica fuerza, embriagadora sensibilidad. ¿No percibe usted estas ondas que vienen del cielo, no siente usted cómo se abre la tierra y despide cien mil vidas nuevas, creadas en esta corola donde estamos, y en cuyos bordes nos movemos a impulso de la suave y embalsamada brisa?

-¡Sí, lo veo, lo veo! -respondí llevando el vaso a mis labios.

-Amigo mío, Dios hizo perfectamente al amasar este barro del mundo. Habría sido lástima que no lo hiciera. La materia vivificada por el amor es sin duda lo mejor que existe después del espíritu. Yo adoro el universo lleno de luz, pintado con lindos colores, sombreado por amorosas opacidades que cubren el   —157→   discreto amor; yo adoro la naturaleza que todo lo hizo hermoso, y detesto a los hombres corruptores del elemento donde habitan, como ensucian los sapos la laguna. Mi alma se arroja fuera de este lodazal y busca los aires puros; huye de las infectas madrigueras de la civilización, abiertas en fango pestilente y se baña en los rayos de oro que cruzan los espacios.

»Olvidaba decir a usted que para hacer más encantadora mi aventura, la historia, es decir, diez y siete siglos de guerras, de tratados de privilegios, de tiranía, de fanatismo religioso, se oponen a que sea mía. Necesito demoler las torres del orgullo, abatir los alcázares del fanatismo, burlarme de la fatuidad de cien familias que cifran su orgullo en descender de un rey asesino, D. Enrique II, y de una reina liviana, doña Urraca de Castilla; apalear cien frailes, azotar cien dueñas, profanar la casa llena de pintarreados blasones, y hasta el mismo templo lleno de sepulcros, si la refugian en él.

-¿La va usted a robar, milord? -pregunté en un instante de rápida lucidez.

-Sí; la robaré y me la llevaré a Malta, donde tengo un palacio. He pedido un barco a Inglaterra.

Sentí súbito estremecimiento, como si mi conturbada naturaleza hiciera un esfuerzo colosal para recobrar su perdido aliento.

-Lord Gray -dije- somos amigos. Soy discreto. Yo le ayudaré a usted en esa empresa, que no será fácil por desgracia.

  —158→  

-No lo será... veremos -repuso exaltado después de beber con ardiente anhelo-. Yo le ayudaré a usted a matar a Currito Báez.

-Sí, le mataré; así tuviera mil vidas. Pero permítame usted que le pague su auxilio, ofreciéndole el mío para robar a esa mujer, y burlarnos de diez y siete siglos de guerras, de tratados, de privilegios, de fanatismo, de religión, de tiranía.

-Bien, amigo Gabriel; venga esa mano. ¡Viva lo imposible! El placer de acometerlo es el único placer real.

-Yo quisiera estar en los secretos de usted, milord.

-Lo estará usted.

-Yo mataré a mi hombre.

-Y pronto. Venga esa mano.

-Ahí va.

-Ahora bajemos -dijo lord Gray en el apogeo de su delirio.

-¿A dónde?

-Al mundo.

-El mundo se ha hecho pedazos, no existe -dije yo.

-Lo compondremos. Una vez se me rompió en mil pedazos un vaso etrusco que compré en Nápoles. Yo recogí los trozos uno a uno y los pegué perfectamente... ¡Oh, amada mía! ¿Dónde estás que no te veo? Este perfume de flores, esta música me anuncian que no estás lejos. Sr. de Araceli, ¿no la oye usted?

-Sí, una música encantadora -respondí, y era verdad que creí oírla.

-Ella viene envuelta en la nube que la rodea.   —159→   ¿No advierte usted la deslumbradora claridad que entra en la pieza?

-Sí, la veo.

-Mi amada viene, Sr. de Araceli; ya entra; aquí está.

Miré a la puerta y la vi; era ella misma, rodeada de una luz dorada y pálida como la manzanilla y el Jerez que habíamos bebido. Quise levantarme; pero mi cuerpo se hizo de plomo, mi cabeza pesó más que una montaña y cayó entre mis brazos sobre la mesa, perdiendo de súbito toda noción de existencia.




ArribaAbajo- XVI -

Al recobrarla lenta y oscura, la voz del señor Poenco fue el accidente que me dio a conocer que había mundo. Lord Gray había desaparecido. Reconocime y me encontré estúpido; pero la vergüenza, motivada por el recuerdo de mi envilecimiento, vino más tarde. ¡Y qué vergüenza aquella, señores! Mucho tiempo tardé en perdonarme.

Pero echemos un velo, como dicen los historiadores, sobre el infausto suceso de mi embriaguez, y sigamos el cuento.

Desde tal día, el servicio en la Cortadura y en Matagorda me entretuvo algún tiempo, y no me fueron posibles aquellas visitas, ya tristísimas, ya alegres, que hacía a Cádiz; pero al fin, como el asedio no era penoso, disfruté   —160→   de algún vagar, y un día púseme en camino de la calle Ancha, con intento de resolver allí qué dirección tomar.

En tiempos normales era la calle Ancha el sitio donde se reunía la caterva de mentirosos, desocupados, noveleros y toda la gente curiosa, alegre y holgazana. Allí iban también de paseo a la hora de medio día en invierno y por las tardes en verano las damas a la moda y los petimetres, abates y enamorados, ocurriendo con estos mil lances y escenas de que nos ha dejado retrato muy vivo D. Juan del Castillo en sus sainetes urbanos, no menos graciosos y verdaderos que los populares y consagrados a la majeza.

Pero en 1811, y después que las Cortes se trasladaron a Cádiz, la calle Ancha, además de un paseo público, era, si se me permite el símil, el corazón de España. Allí se conocían, antes que en ninguna parte, los sucesos de la guerra, las batallas ganadas o perdidas, los proyectos legislativos, los decretos del gobierno legítimo y las disposiciones del intruso, la política toda, desde la más grande a la más menuda, y lo que después se ha llamado chismes políticos, marejada política, mar de fondo y cabildeos. Conocíanse asimismo los cambios de empleados y el movimiento de aquella administración que, con su enorme balumba de consejos, secretarías, contadurías, real sello, juntas superiores, superintendencias, real giro, real estampilla, renovación de vales, medios, arbitrios, etc., se refugió en Cádiz después de la invasión de las Andalucías. Cádiz   —161→   reventaba de oficinas y estaba atestada de legajos.

Además, la calle Ancha obtenía la primacía en la edición y propaganda de los diferentes impresos y manuscritos con que entonces se apacentaba la opinión pública; y lo mismo las rencillas de los literatos que las discordias de los políticos, lo mismo los epigramas que las diatribas, que los vejámenes, que las caricaturas, allí salieron por primera vez a la copiosa luz de la publicidad. En la calle Ancha se recitaban, pasando de boca en boca, los malignos versos de Arriaza, y las biliosas diatribas de Capmany contra Quintana.

Allí aparecieron, arrebatados de una mano a otra mano, los primeros números de aquellos periodiquitos tan inocentes, mariposillas nacidas al tibio calor de la libertad de la imprenta, en su crepúsculo matutino; aquellos periodiquitos que se llamaron El Revisor Político, El Telégrafo Americano, El Conciso, La Gaceta de la Regencia, El Robespierre Español, El Amigo de las Leyes, El Censor General, El Diario de la Tarde, La Abeja Española, El Duende de los Cafés y El Procurador general de la Nación y del Rey; algunos, absolutistas y enemigos de las reformas; los más, liberales y defensores de las nuevas leyes.

Allí se trabaron las primeras disputas de las cuales hicieron luego escandalosa síntesis los autores respectivamente de los dos célebres libros Diccionario manual y Diccionario crítico-burlesco, ambos signo claro de la gran reyerta y cachetina que en el resto de siglo   —162→   se había de armar entre los dos fanatismos que ha tiempo vienen luchando y lucharán por largo espacio todavía.

En la calle Ancha, en suma, se congregaba todo el patriotismo con todo el fanatismo de los tiempos; allí, la inocencia de aquella edad; allí, su bullicioso deseo de novedades; allí, la voluble petulancia española con el heroico espíritu, la franqueza, el donaire, la fanfarronada, y también la virtud modesta y callada. Tenía la calle Ancha mucho de lo que llamamos Salón de conferencias, de lo que hoy es Bolsa, Bolsín, Ateneo, Círculo, Tertulia, y era también un club.

Cualquiera que entonces entrase en ella por las calles de la Verónica o Novena y la atravesase en dirección a la plaza de San Antonio, habríase creído transportado a la capital de un pueblo en pleno goce del más acabado bienestar y aun de la paz más completa, si no mostrara otra cosa la multitud de uniformes militares, tan varios como alegres, que abundantemente se veían. Gastaban las damas gaditanas ostentoso lujo, no sólo por hacer alarde de tranquilidad ante las amenazas de los franceses, sino porque era Cádiz entonces ciudad de gran riqueza, guardadora de los tesoros de ambas Indias. Casi todos los petimetres y la juventud florida en masa, lo mismo de la aristocracia que del alto comercio, se habían instalado en los diferentes cuerpos de voluntarios que en Febrero de 1810 se formaron; y como en tales cuerpos ha dominado siempre, por lo común, la vanidad de lucir   —163→   uniformes y arreos de gran golpe de vista, aquello fue una bendición de Dios para el lucimiento de sastres y costureras, y los milicianos de Cádiz estaban que ni pintados.

Debo advertir que se portaron bien y con verdadero espíritu militar en todo lo muy difícil y arriesgado que durante el sitio se les confió; pero su principal triunfo estaba en la calle Ancha entre muchachas solteras, casadas y viuditas.

Llamábanse unos los guacamayos, por haber elegido el color grana para su uniforme, y estos formaban cuatro batallones de línea. Menos vistoso y deslumbrador era el vestido de los dos batallones de ligeros, a quienes llamaron cananeos, por usar cananas en vez de cartucheras. Otros, por haber aplicado profusamente a sus personas el color verde, fueron designados con el nombre de lechuguinos, si bien hay quien atribuye este apodo a la circunstancia de pertenecer los tales lechuguinos a los barrios de Puerta de Tierra y extramuros, donde se crían lechugas. Con los mozos de cuerda y trabajadores formose un regimiento de artillería, y como eligieran para decorarse el morado, el rojo y el verde, en episcopal combinación, fueron llamados los obispos, y no hubo quien les quitara el nombre durante todo el transcurso de la guerra. Otros, que militaron en la infantería, y eran modestísimos en estatura y traje, fueron designados con el mote de perejiles, y a las personas graves que habían formado una milicia urbana y exornádose con un levitón negro y cuello encarnado,   —164→   se les tituló los pavos. Todos llevaban nombre contrahecho, y hasta el cuerpo que se formó con los desertores polacos, no pudo llamarse nunca de los polacos, sino de las polacras.

Todo este inmenso, variado y pintoresco personal de guacamayos, cananeos, obispos, perejiles y pavos discurría por la calle Ancha y plaza de San Antonio, llamada entonces Golfo de las damas, en las horas que dejaba libres el servicio, menos penoso y arriesgado allí que en Zaragoza. Formaban los variados uniformes, a los cuales se añadían los nuestros y los de los ingleses, la más animada y alegre mescolanza que puede ofrecerse a la vista; y como las señoras no llevaban sus guardapiés y faldellinas de luto, sino por el contrario, de los más brillantes rasos blancos, amarillos o rosa, con mantillas quier blancas, quier negras, y cintas emblemáticas, y cucardas patrióticas a falta de flores, júzguese de cuán bonita sería aquella calle Ancha, la cual, como calle, y aun desierta y abandonada por el alegre gentío, es, con sólo el adorno de sus lindas casas, de sus balcones siempre pintados y de sus mil vidrios, lo más bonito que existe en ciudades del Mediodía.

Desde que llegué hube de encontrar muchos amigos, y comenzó el preguntar y el responder, de esta manera:

-¿Qué dice hoy El Diario Mercantil?

-Llama ladrones a todos los amigos de las reformas, y dice que llegará día en que el obispo de Orense ponga un grillete al pie a   —165→   los pícaros que le encausaron por no querer jurar.

-Pues para ser enemigo de la libertad de la imprenta, El Diario Mercantil no se muerde la lengua.

-¡Pero qué bien le contesta hoy El Conciso! Le dice que los matacandelas de toda luz de la razón, no quisieran que alumbrase al mundo más luz que la de las hogueras inquisitoriales.

-Peor les trata El Robespierre Español, que dice: «El antiguo edificio romanesco-gótico-moruno de las preocupaciones caerá, y quedaranse a la luna de Valencia tanto vampiro, cárabo y lechuzo como...

Lámparas mata y el aceite chupa».

-Pero veamos qué dice El Concisín.

Y sacaron un diminuto papel, húmedo aún como recién salido de la prensa, el cual era una especie de suplemento, hijuela y lugarteniente de El Conciso grande, y en su lenguaje figuraba un niño que venía a contarle a su papá lo que ocurría por las Cortes.

-El Concisín dice: «Después del Sr. Argüelles, que habló con tanta elocuencia como de costumbre, antojósele a Ostolaza dar al viento el repiqueteo de su voz clueca y becerril, y entre las risas de las tribunas y el alborozo del paraíso, defendió a los uñilargos y pancirrellenos que viven del arca-boba de la Iglesia».

-Hombre, los trata con demasiada benevolencia.

  —166→  

-Ellos nos llaman a nosotros herejotes y calabazones.

-Si no se puede sufrir a esa canalla. Hay que poner una horca en el Golfo de las Damas para colgar serviles, empezando por los de capilla y acabando por los de faldón.

-Deje usted que nos sacudamos a Soult, y los cananeos dejaremos a España como una balsa de aceite. ¿Y qué se sabe del lord?

-Va sobre Badajoz.

-Massena viene en retirada desde Portugal.

-Los franceses han abandonado a Campomayor.

-Pronto se unirá Castaños a Wellington.

-Señora doña Flora de Cisniega, tenga usted felices días.

-Felices, señores guacamayos. Lord Gray, felices, y usted, Sr. de Araceli, téngalos muy buenos, aunque no sea sino por lo caro que se vende.

Al mismo tiempo que doña Flora, se presentó ante mí lord Gray. Hablome la dama con cierto sonsonete reprensivo que me hizo mucha gracia. Recibía al mismo tiempo plácemes y finezas de todos los del corrillo, y cortesía va, cortesía viene, la rodeamos llevándola calle adelante como en procesión, con cola de cortesanos.

-Señores -dijo doña Flora- la libertad de la imprenta es cosa que ha de darnos muchas jaquecas. ¿No han visto ustedes cómo se atreve El Revisor Político a ocuparse de mis tertulias, y de si van o no van a ellas filósofos y   —167→   jacobinos? ¿Pues acaso entra en mi casa persona que no sea digna del mayor respeto? No se han atrevido esos pícaros diaristas a nombrarme, pero harto se conoce a quién va dirigido el dardo.

-Señora -dijo un guacamayo- la libertad de la imprenta, según dijo Argüelles en las Cortes, allí donde tiene el veneno tiene también la triaca. Pues ellos andan con alusioncitas, devolvámoselas, y no pequeñas como nueces, sino gordas como calabazas, y no rellenas de plomo frío cual las bombas de Villantroys, sino de fuego y metralla cual las nuestras.

-¿Qué quiere decir eso, amiguito?

-Que a nuestra disposición tenemos El Robespierre Español, El Duende de los Cafés y al pícaro Concisín que se encargarán de poner cual no digan dueñas a los apaga-candelas.

-La alusión, señora doña Flora -dijo un obispo- ha salido sin duda de la tertulia de Paquita Larrea, la esposa del Sr. Böhl de Faber.

-¿Qué más que escribir una sátira de la tal tertulia con mucha sal y pimienta, retratando a todos los que van a ella, y mandarla al Robespierre para que la estampe? -añadió un pavo.

-No quiero que se diga que la sátira se ha fraguado en mi casa -dijo doña Flora-. En paz con todo el mudo es mi mote, y si a mis tertulias van tantas personas honradas y discretas es por pasar el tiempo cultamente, y no para enredos e intriguillas.

  —168→  

-Es preciso defender la libertad hasta en las tertulias -dijo un obispo, o un lechuguino, que esto no lo recuerdo bien.

-En las trincheras es mejor -repuso doña Flora-. No quiero reñir con Paquita Larrea, que si ella recibe a los Valientes, Ostolazas, Teneyros, a los Morros y Borrulles, yo tengo el gusto de que vayan a mi casa los Argüelles, Torenos y Quintanas, y no porque los haya escogido en el haz de los que llaman liberales, sino porque casualmente concordaron en ideas.

-No nos prive usted del placer de hacer una letrilla al menos en honor de los tertulios de la Larrea -dijo un perejil.

-No, señor perejil -repuso ella- reprima usted sus bríos liberales, que ya voy viendo que la dichosa libertad de la imprenta es un azote de Dios, y un castigo de nuestros pecados, como dice el Sr. D. Pedro del Congosto.

Debo indicar, que doña Francisca Larrea, esposa del entendido y digno alemán Böhl de Faber, era mujer de mucho entendimiento, escritora, lo mismo que su marido a quien eran muy familiares los primores de la lengua castellana. De este matrimonio, nació Eliseo Böhl, a quien debemos las mejores y más bellas pinturas de las costumbres de Andalucía, novelista sin igual y de fama tan grande como merecida dentro y fuera de España.11

Luego que la nube de guacamayos, cananeos y demás tropa voluntaria descargó el   —169→   nublado de sus adulaciones y cortesías, doña Flora, aprovechando un claro de la conversación, me dijo:

-¡Muy bien, Sr. D. Gabriel! Días y más días sin pasar por casa. Después de aquella tremenda y borrascosa escena con D. Pedro, pocas veces has ido por allá. Y no quedó poco comprometido mi honor...

-Señora, francamente, temo que el señor D. Pedro me ensarte con su gran espadón, porque de que está celoso como un turco no me queda duda alguna. Su señoría el gran cruzado, va a tomar una venganza terrible por el grandísimo agravio que le he hecho.

Conté a lord Gray en breves palabras lo ocurrido.

-No temas nada -dijo doña Flora-. Ahora te agradeceré que vayas a casa a llevar a la señora condesa un recadito que me importa mucho.

-Con mil amores. ¿Pero está allí D. Pedro?

-¡Qué ha de estar!

-Respiro.

-Pues bien. Vas a casa al momento, y dices a Amaranta, que si quiere ver a Inés y aun hablarla, vaya a las Cortes. Ella tiene cédula para la tribuna.

-¿Qué dice usted? -exclamé con asombro-. ¿Que Inés está en las Cortes?

-Sí, se han plantado en San Felipe las tres niñas beatas. ¿Qué te parece? Hace un rato volvía yo de la secretaría de Consolidación y Contaduría general, en la plazuela de San Agustín, y me las encontré con D. Paco.   —170→   Díjome el buen preceptor, que las pobrecitas hacía dos semanas que estaban suplicando a la señora doña María que las dejase salir a dar un paseíllo por la muralla; y por último parece que los muchos ruegos y continuas lamentaciones ablandaron la roca de las terquedades de la condesa, que permitió a sus tres cautivas esparcirse un poco en el día de hoy, durante hora y media. Bajo la tutela de D. Paco, en quien tiene confianza sin límites la señora, dejolas esta salir, después de vestirlas a lo monjil en tales modos, que parece van pidiendo para la Archicofradía de los Clavos y Sagradas Espinas de Hermanas Siervitas con voto de pobreza.

»Dioles orden expresa de pasearse desde la Aduana hasta el baluarte de la Candelaria, yendo y viniendo tres veces, sin que por causa alguna infringiesen esta premática paseantil, ni traspasasen la línea indicada, ni menos se internasen en las calles de Cádiz, por donde después que están aquí las Cortes, discurren, como dice el Sr. Teneyro, todos los pecados y vicios en endemoniada procesión... Pero, ¿qué hacen mis niñas? Verás. En cuanto llegaron a la calle del Baluarte amotináronse, empeñándose en que D. Paco las había de llevar a las Cortes, porque tenían gran curiosidad, sed devoradora de ver tan bonito espectáculo; gruñó el pobre preceptor, chillaron ellas, se aferró él al programa que le trazara su ama, rebeláronse las chicas, negándose a ir a la muralla, y luego le acribillaron a pellizcos y alfilerazos. Presentación propuso a las   —171→   otras dos arrojar a D. Paco al mar, y después le quitaron el sombrero para guardarlo en rehenes y privarle de tan útil prenda, si no las llevaba al Congreso Nacional.

»Una de ellas tenía una papeleta de tribuna, que sin duda algún galán travieso le dio con el fin que puede suponerse. Antes los galanes, cuando no podían comunicarse con sus amadas, las citaban en las iglesias, donde la religiosa oscuridad protegía el trasiego de las cartitas, el apretón de manos u otro desahogo de peor especie, mientras los padres embobados contemplaban las llamaradas del cuadro de Ánimas del Purgatorio. Hoy cuando no puede haber reja ni correo, los amantes se suelen citar en la tribuna de las Cortes. Es esta una invención donosísima, ¿no es verdad, lord Gray? Sin duda está muy en boga en los parlamentos de Inglaterra, y ahora nos la introducen en España para mejoramiento de las costumbres.

Lord Gray, que había puesto atención a lo que doña Flora nos contaba, repuso con malicia:

-Señora mía, deme usted licencia para retirarme, porque tengo una ocupación, un quehacer imprescindible no lejos de aquí.

-Sí, vaya usted, vaya usted. Ahora deben estar en la discusión de los señoríos jurisdiccionales. Mucho ruido, mucho barullo en las tribunas. Usted entrará en la de los diplomáticos, que está mano a mano con la de señoras. Corra usted, adiós.

Dejome lord Gray en las garras de doña Flora, la cual continuó así:

  —172→  

-El pobre D. Paco se defendió hasta que no pudo más. ¡Pobre señor! No tuvo más remedio que bajar la cabeza ante el número y llevarlas a las Cortes. Cuando le encontré y me contó el lance, iba el pobre tan cari-entristecido, cual si lo llevaran a ajusticiar, y me dijo: «Ay de mí, si doña María llega a saber esto... ¡Malditas sean las Cortes y el perro que las inventó!».

-¿Estarán todavía allá?

-Sí; corre a avisárselo a la condesa. La pobrecita hace tiempo que está arando la tierra por ver a Inés dentro o fuera de su cárcel, y no puede conseguirlo, pues a ella no la admiten allá, y se pasan meses y meses sin que se les permita dar un paseo con el ayo. Conque ve a decírselo y tú mismo la acompañarás a San Felipe. No tardes, hijo, y en seguida a casa derechito que tengo que hablarte. ¿Comerás hoy con nosotros?

Me despedí con gran precipitación de doña Flora, dejándola en poder de los guacamayos, y me alejé de allí; pero en vez de correr hacia la calle de la Verónica, mi curiosidad, mi pasión y un afán invencible me impulsaron hacia la plaza de San Felipe, olvidando a Amaranta y a doña Flora, fija el alma y la vida toda en las tres muchachas, en D. Paco, en lord Gray, en las Cortes, en los diputados y en la discusión sobre señoríos jurisdiccionales.



  —173→  

ArribaAbajo- XVII -

Llegué, y en la pequeña plazoleta que hay a la entrada de la iglesia, entonces convertida en Congreso, había, como de costumbre, gran gentío. Extendí con avidez la vista por la multitud de caras que allí se confundían, y no vi ninguna de las que buscaba. Pensando que estarían todos arriba, traspasé la puertecilla que conducía a la escalera de las tribunas, pero en el vestíbulo, o más bien pasadizo, la gente que bajaba, tropezando con la que quería subir, formaba remolinos y marejada. Pugnaba yo por entrar cuando vi cerca de mí a Presentación, que estrujada por espaldas y hombros muy robustos, mostraba gran aflicción y pesadumbre de haberse metido en tal fregado. Las otras dos y D. Paco no estaban allí.

Al punto acudí a sacarla de apreturas, y al reconocerme se alegró mucho y me dio las gracias.

-¿Dónde están las otras dos y D. Paco? -le pregunté.

-¡Ay!, no sé... -exclamó con zozobra-. Entre el gentío, Inés y Asunción se separaron de mí. Después las vimos con lord Gray en el fondo de este pasadizo. D. Paco fue tras ellas y a ninguno veo.

  —174→  

-Pues avancemos -dije resguardándola con mis brazos-. Ya parecerán.

Despejose algo el local con la salida de una fuerte masa de gente, cansada ya de oír discursos, y entonces vi venir a D. Paco, como que bajaba de la escalera de las tribunas reservadas.

-No están -decía el pobre viejo con la mayor ansiedad-. Asuncioncita e Inesita han desaparecido. Deben de haber salido otra vez a la calle. Lord Gray se juntó a ellas. ¡Dios mío! ¿Qué nueva tribulación es esta? Señor de Araceli, ¿las ha visto usted?

-Subamos, que arriba han de estar.

-Que no están. ¡En buena nos han metido!... El santo Ángel de la Guarda me acompañe. Estas niñas me harán condenar, señor de Araceli... ¿Se habrán metido abajo en el salón de sesiones?

-Yo no he traído papeleta para las tribunas reservadas; pero subamos a la pública y desde allí veremos si están.

-Yo me muero de pena -exclamó el buen profesor con lastimosos aspavientos-. ¿Dónde estarán esas dos niñas? El gentío las separó de nosotros por casualidad... ¿qué digo casualidad? El demonio ha andado aquí.

-Yo subiré con esta madamita a la tribuna pública, y veremos si están o no están aquí.

-Yo saldré a la calle... Yo buscaré por todo el edificio; yo volveré patas arriba Cortes y procuradores, y han de parecer, aunque se hayan metido dentro de la campanilla del   —175→   presidente o en la urna donde se vota. ¡Qué aprieto, qué compromiso, qué situación!

Y el pobre viejo se echó a llorar como un chiquillo.

-Subamos, Sr. de Araceli -dijo resueltamente Presentación- que tengo mucho deseo de ver eso.

La muchacha, en su anhelo de ver las Cortes, no se cuidaba de la pérdida de sus compañeras.

-Suban ustedes a la tribuna pública -dijo D. Paco- y aguárdenme allí, que voy a preguntar a los porteros.

Presentación se aferró a mi brazo, y lejos de hacer peso en él, parecía que me impulsaba y aligeraba, según era su impaciencia y afán de subir pronto. Cuando llegamos arriba y entramos, no sin trabajo, en la tribuna, la pobre muchacha mostraba en sus asombrados ojos y en el encendido color de sus mejillas, la viva emoción que espectáculo tan nuevo para ella le produjera. Al abarcar con la vista la iglesia-salón, observé la tribuna de señoras, la de diplomáticos, y no vi a las dos muchachas ni a lord Gray. Asombrado de esto, pensé retirarme para buscar fuera; pero Presentación, arrobada y suspensa con la gravedad del Congreso y el hablar de los diputados, me dijo deteniéndome:

-D. Paco las buscará. Yo he venido aquí para ver esto, Sr. de Araceli. Acompáñeme usted un momento. Mi hermana e Inés pueden parecer cuando quieran. ¿Quién les mandó separarse?

  —176→  

-¿Pero no vio usted hacia qué parte fueron con lord Gray?

-No sé -repuso sin poder apartar su atención de lo que estaba viendo-. ¿Sabe usted, Sr. de Araceli, que esto es muy bonito? Me gusta tanto como los toros.

Traté de acomodarla en un asiento, y para esto me fue forzoso molestar a algunas personas de las que se habían instalado allí desde el principio de la sesión y asistían con devotísimo recogimiento a los debates. Gruñeron unos, murmuraron otros; pero al fin Presentación obtuvo un puesto y yo otro a su lado; pero mi inquietud y ansiedad eran tales, que me levantaba con frecuencia para alargar el cuerpo fuera de las barandillas con objeto de examinar todo el ámbito del salón y las pobladas tribunas. Fáltame decir que el gentío que nos acompañaba en la pública, era compuesto, en parte, de gente de baja esfera; y en parte, de personas graves del comercio menudo, de tenderos, periodistas y también muchos vagos de la calle Ancha y algunas mozas de diferente estofa.

La iglesia, convertida en salón, no era grande. Ocupaban los diputados el pavimento, la presidencia el presbiterio y los altares estaban cubiertos con cortinones de damasco, que los escondían, lo mismo que a las imágenes, de la vista del público, como objetos que no habían de tener aplicación por el momento. El arquitecto Prast, reformador del edificio, discurrió también sin duda que a los santos no les haría mucha gracia aquello. Algunos   —177→   han creído que los diputados subían al púlpito para hablar; pero no es cierto. Los diputados hablaban, como hoy, desde sus asientos; y los púlpitos no servían para nada más que para apolillarse. Tenía la iglesia sus tribunas laterales, que fueron destinadas a los diplomáticos, a las señoras y al público distinguido; y en los pies del edificio abriéronse dos nuevas con barandal de madera, que se dedicaron al pueblo en general, y que éste invadió desde las primeras sesiones, alborotando más de lo que parecía conveniente al decoro de su recién lograda soberanía.

Presentación no tenía ojos más que para observar la presidencia, los diputados, y muy principalmente al que hablaba; las tribunas, los ujieres, el dosel, el retrato del rey; ni tenía alma más que para atender a aquellos indefinibles bullicios, propios de todo cuerpo deliberante, y que son como el aliento de la pasión que allí por tan diferentes órganos habla, del noble entusiasmo, del vil egoísmo; el sordo mugir de las mil ideas, siempre desacordes, que hierven dentro de ese cerebro calenturiento que se llama salón de sesiones. Yo observé la estupefacción de la muchacha, y le dije:

-¿Le gusta a usted este espectáculo?

-Muchísimo. Nos habían dicho que era muy feo, pero es bonito. ¿Quién es aquel señor que está en medio del redondel?

-Es el presidente. Es el que dirige esto.

-Ya, ya... Y cuando quiera mandar una cosa, sacará el pañuelo y lo agitará en el aire.

  —178→  

-No, señora doña Presentacioncita. Así pasa en los toros; pero aquí el presidente se vale de una campanilla.

-Y el diputado que va a hablar, ¿por dónde sale? ¿Por detrás de aquella cortina o por esa puertecilla?

-El diputado no sale por ninguna parte, que aquí no hay toril ni telones. El diputado está en su asiento, y cuando quiere hablar se levanta. Vea usted: todos esos que ahí están son diputados.

La muchacha, a cada nueva conquista hecha por su inteligencia en el conocimiento de las cosas parlamentarias, más sorpresa mostraba, y no distraía su atención del Congreso sino para hacerme preguntas tan originales a veces, y a veces tan inocentes, que me era muy difícil contestarle. Carecía en absoluto de toda idea exacta respecto de lo que estaba presenciando; y aquel espectáculo la conmovía hondamente, sin que las ideas políticas tuviesen ni aun parte mínima en tal emoción, hija sólo de la fuerte impresionabilidad de una criatura educada en estrechos encierros y con ligaduras y cadenas, mas con poderosas alas para volar, si alguna12 vez rompía su esclavitud.

Era tierna, sensible, voluble, traviesa, y por efecto de la educación, disimuladora y comedianta como pocas; pero en ocasiones tan ingenua, que no había pliegue de su corazón que ocultase, ni escondrijo de su alma que no descubriese. Por esto, que era sin duda efecto de un anhelo irresistible de libertad, aparecía a veces descomedida y desenvuelta con exceso.

  —179→  

Poseía en alto grado el don de la fantasía; la falta de instrucción profana unida a aquella cualidad, la hacía incurrir en desatinos encantadores. No sólo en aquella ocasión, sino en otras varias, observé que al separarse de doña María y al sentirse libre del peso de aquella gran losa de la autoridad materna, desbordábanse en ella con desenfrenada impetuosidad, fantasía, sentimiento, ideas y deseos. Presenciando la sesión, no cabía en sí misma; tan inquieta estaba, y tan sublevados sus nervios y tan impresionados sus sentidos.

-Señor de Araceli -me dijo después que por un instante meditó- ¿y esto para qué es?

-¿El Congreso?

-Sí, eso es; quiero decir que para qué sirve el Congreso.

-Sirve para gobernar a los pueblos, juntamente con el rey.

-Comprendido, comprendido -repuso vivamente agitando su abaniquillo-. Quiere decir que todos estos caballeros vienen aquí a predicar, y así como los curas de las iglesias predican diciendo que seamos buenos, los procuradores de la nación predican otras cosas; viene la gente, los oye y nada más. Sólo que, según dicen los que van de noche a casa, los diputados predican que seamos malos, y esto es lo que no entiendo.

-Esos discursos -le contesté risueño- no son sermones, son debates.

-Efectivamente; me ha parecido que no son sermones, sino que uno dice una cosa, otro otra, y parece como que disputan.

  —180→  

-Justamente. Disputan; cada uno dice lo que cree más conveniente, y después...

-El disputar me gusta mucho. ¿Sabe usted que me estaría aquí las horas muertas oyendo esto? Pero me agradaría que hablaran fuerte y se insultaran, tirándose los bancos a la cabeza.

-Alguna vez...

-Pues yo quiero venir ese día. ¿Se anunciará por carteles en las esquinas?

-Nada de eso. La política no es una función de teatro.

-¿Y qué es la política?

-Esto.

-Ahora me parece que lo entiendo menos. Pero ¿quién es ese hombre alto, moreno y de aspecto temeroso, que está hablando ahora? Le aseguro a usted que ese modo de charlar me gusta.

-Es el Sr. García Herreros, diputado por Soria.

La atención del Congreso estaba fija en el orador, uno de los más severos y elocuentes de aquella primera fecunda hornada. Profundo silencio reinaba en el salón lo mismo que en las tribunas. Callamos Presentación y yo, y atendimos también, ambos absortos y suspensos, porque la palabra de García Herreros, enérgica y sonora, era de las que imperiosamente se hacen oír y acallan todos los rumores de una Asamblea.

Combatiendo las servidumbres, exclamaba: -«¿Qué diría de su representante aquel pueblo numantino, que por no sufrir la servidumbre   —181→   quiso ser pábulo de la hoguera? Los padres y tiernas madres que arrojaban a ellas a sus hijos, me juzgarían digno del honor de representarles, si no lo sacrificase todo al ídolo de la libertad? Aún conservo en mi pecho el calor de aquellas llamas, y él me inflama para asegurar que el pueblo numantino no reconocerá ya más señorío que el de la nación. Quiere ser libre y sabe el camino de serlo».




ArribaAbajo- XVIII -13

Ruidosos aplausos de abajo, y aplausos, patadas y gritos de arriba, ahogaron las últimas palabras del orador. Presentación me miró, y sus mejillas estaban inundadas de lágrimas.

-¡Oh, Sr. de Araceli! -me dijo-. Ese hombre me ha hecho llorar. ¡Qué hermoso es lo que ha dicho!

-Señora doña Presentacioncita, ¿no repara usted que ni su hermana, ni Inés, ni lord Gray parecen por ningún lado?

-Ya parecerán. D. Paco ha ido a buscarlas y dará con ellas... Ahora está hablando otro, y dice que aquel no tiene razón. ¿Cómo entendemos esto?

Otro orador usó de la palabra, pero por poco tiempo.

-Parece que ahora tratan de otro asunto -dijo la muchacha, observando siempre-. Y   —182→   allí se ha levantado uno que saca un papel y lo lee.

-Se me figura que ese es D. Joaquín Lorenzo Villanueva, el diputado por Valencia.

-Es clérigo. Parece que lee un papel impreso.

-Es sin duda un periódico de los que ponen como chupa de dómine a las Cortes. Aquí acostumbran leer las picardías que los papeles públicos dicen de los diputados, y las contestaciones que estos se sirven dirigirles.

En efecto: Villanueva, furioso porque El Conciso se reía de sus proyectos de ley, lo denunciaba al Congreso Nacional, y luego nos regalaba la contestación. Era esta una de las anomalías y rarezas de aquella nuestra primera Asamblea, bastante inocente para detenerse en disputar con los periódicos, dictando luego severas penas que contradecían la libertad de la imprenta.

-Parece que va a haber tumulto -me dijo Presentación-. ¡Cielos divinos! Se levanta a hablar otro predicador... Pero si es Ostolaza... ¿no le ve usted?, el mismo Ostolaza. ¿No ve usted su cara redonda y encarnada?... Si su voz parece una matraca... y ¡qué gestos, qué miradas!...

Ostolaza empezó a hablar, y con su discurso las risas y burlas, arriba y abajo, sin que el presidente pudiera acallarlas, ni el orador hacerse oír con claridad. Volviose a las tribunas y con el gesto desenfadado las despreció, y crecieron tumultos y voces, sobre todo en nuestro balcón, donde varios individuos de   —183→   sombrero gacho y marsellés no podían convencerse de que estaban en lugar muy distinto de la plaza de toros.

-Dice que nos desprecia -exclamó Presentación en voz muy baja-. Se ha puesto rojo como un tomate. Amenaza a las tribunas porque nos reímos de su facha. Sí, Sr. Ostolaza, nos reímos de usted... Miren el mamarracho, espantajo. ¿Por qué no le retiran las licencias? Si es un predicador de aldea... Insulta a los demás. ¿Usted qué sabe, so bruto? ¿Porque en casa le oímos con la boca abierta cuando nos sermonea, cree que le van a tolerar aquí?...

Un individuo de las tribunas gritó:

-¡Afuera el apaga candelas!

Y el barullo y vocerío tomaron proporciones tales que los porteros nos amenazaron con echarnos a todos a la calle.

-Sr. de Araceli -me dijo Presentación, encendida y agitada por el entusiasmo- tendría un grandísimo placer... ¿en qué creerá usted? Me regocijaría muchísimo... ¿de qué pensará usted? De que ahora se levantara de su asiento el señor presidente y le diera dos palos a Ostolaza.

-Aquí no es costumbre que el presidente apalee a los diputados.

-¿No? -exclamó con extrañeza-. Pues debiera hacerlo. Me estaría riendo hasta mañana: dos palos, sí señor, o mejor cuatro. Los merece. Aborrezco a ese hombre con todo mi corazón. Él es quien aconseja a mamá que no nos deje salir, ni hablar, ni reír, ni pestañear.   —184→   Asunción dice que es un zopenco. ¿No cree usted lo mismo?

-¡Que le den morcilla! -gritó una voz becerril en el fondo de la galería.

-Comparito -dijo otra voz dirigiéndose al orador- ¿todo ese enfao es verdá o conversasión?

-Señores -exclamó volviéndose a todos lados, un diarista almibarado, peli-crecido y amarillento- estos escándalos no son propios de un pueblo culto. Aquí se viene a oír y no a gritar.

-Camaraíta -preguntole con sorna un viejo chusco que allí cerca había- eso que osté ha dicho ¿es jabla o rebuzno?

-Sóplenme ese ojo -gritó otro.

-Señores, que el presidente nos va a echar a la calle y perderemos lo mejor de la sesión.

-Señora doña Presentacioncita -dije yo a la muchacha- bueno será que nos marchemos. La tribuna se alborota y no es prudente seguir aquí. Además los extraviados no parecen y debemos buscarlos fuera.

-Esperemos aún... En suma, Sr. D. Gabriel -me dijo con encantadora inocencia- ¿todos esos hombres para qué están aquí, para qué hablan, para qué gritan?

Le contesté lo que me parecía y no me entendió.

-Ostolaza sigue hablando. Sus brazos parecen aspas de molino... Todos se ríen de él. Veo que las Cortes, como los teatros, tienen su gracioso.

-Así es en efecto.

  —185→  

-Y el gracioso es Ostolaza14... Pues me parece que junto a él está el Sr. Teneyro... ¡Qué par! Si querrá también hablar... Dígame usted otra cosa, ¿quién es ese señor Preopinante de quien todos hablan tan mal?

-El Preopinante es el que ha hablado antes.

-Dígame usted. Y cuando tengamos rey, ¿Su Majestad vendrá también a predicar aquí?

-No lo creo.

-¿Y en qué consiste eso que dicen de que con Cortes hay libertad?

-Es una cosa difícil de explicar en pocas palabras.

-Pues yo lo entiendo de este modo... Pongo por caso... las Cortes dirán: ordeno y mando, que todos los españoles salgan a paseo por las tardes, y vayan una vez al mes al teatro, y se asomen al balcón después de haber hecho sus obligaciones... Prohíbo que las familias recen más de un rosario completo al día... Prohíbo que se case a nadie contra su voluntad y que se descase a quien quiere hacerlo... Todo el mundo puede estar alegre siempre que no ofenda al decoro...

-Las Cortes harán eso y mucho más.

-¡Oh, Sr. Araceli, yo estoy muy alegre!

-¿Por qué?

-No sé por qué. Siento deseos de reír a carcajadas. Siempre que salgo de casa, y voy a alguna parte donde puedo estar con alguna libertad, me parece que el alma quiere salírseme del cuerpo y volar bailando y saltando por el mundo; me embriaga la atmósfera y la luz   —186→   me embelesa. Todo cuanto veo me parece hermoso, cuanto oigo elocuente (menos lo de Ostolaza), todos los hombres justos y buenos, todas las mujeres guapas, y me parece que las casas, la calle, el cielo, las Cortes con su presidente y su preopinante me saludan sonriendo. ¡Oh, qué bien estoy aquí! Inés y Asunción no parecen, D. Paco tampoco. Cuanto más tarde vengan mejor. Otra cosa..., ¿por qué no ha seguido usted yendo a casa por las noches? Nosotras nos hemos reído de usted.

-¿De mí? -pregunté con turbación.

-Sí, porque se la echaba usted de devoto para agradar a mamá. ¡Qué bien hacía usted su papel! Lo mismo, lo mismito hacemos nosotras.

Me asombré de la frescura con que la infeliz niña decía claramente que engañaba a su mamá.

-Vaya usted a casa. A nosotras no nos dejaban hablar con usted, pero nos entretuvimos mirándole.

-¡Mirándome!

-Sí, sí; a todo el que va a casa le examinamos y le medimos las facciones línea por línea. Después, cuando nos quedamos solas, decimos cómo tiene el pelo, los ojos, la boca, los dientes, las orejas, y disputamos sobre cuál de las tres se acuerda mejor.

-Bonita ocupación.

-Las tres estamos siempre juntas. La señora marquesa de Leiva está muy enferma, y como mamá dice que quiere tener a Inés bajo su vigilancia, ha mandado que viva en casa.   —187→   Las tres dormimos en una misma alcoba y charlamos bajito por las noches. ¡Ah! ¿Sabe usted lo que me ha dicho Inés? Que usted está enamorado.

-¡Qué bromazo! Tal cosa no es verdad.

-Sí, nos lo dijo, y aunque no me lo dijera... Eso se conoce.

-¿Lo conoce usted?

-Al instante. En cuanto veo a una persona.

-¿Dónde ha aprendido usted eso? ¿Lee usted novelas?

-Jamás. No las leo; pero las invento.

-Eso es peor.

-Todas las noches saco de mi cabeza una distinta.

-Las novelas inventadas son peores que las leídas, señora doña Presentacioncita.

-Vuelva usted a casa por las noches.

-Volveré. Lord Gray las entretiene a ustedes bastante.

-Lord Gray no va tampoco -dijo con pena.

-¿Y si supiera doña María que usted ha venido aquí?

-Creo que nos mataría. Pero no lo sabrá. Inventaremos algo muy gordo. Diremos que venimos del Carmen, donde fray Pedro Advíncula nos entretuvo contándonos vidas de santos. Otras veces le hemos dicho esto, y luego fray Pedro Advíncula no nos ha desmentido. Es un santo varón y yo le quiero mucho. Tiene las manos blancas y finas, los ojos dulces, la voz suave, el habla graciosa;   —188→   sabe tocar el ole en un organito muy mono, y cuando no está mamá delante, habla de cosas mundanas con tanta gracia como decencia.

-¿Y fray Pedro Advíncula, va a casa de usted?

-Sí... es amigo de lord Gray. Es el que hace la preparación espiritual de Inés para el matrimonio, y de Asunción para el monjío... Se me figura (y esto es reservado) que él llevó la papeleta de la tribuna.

-Y a usted ¿no la prepara para algo?

-A mí -contestó la muchacha con profundo desconsuelo- a mí, para nada.

Yo estaba absorto, pasmado y lelo, contemplando la seductora ignorancia, la infantil malicia, la franqueza sin freno de aquella alma, a quien la falta de toda educación mundana presentaba en la desnudez de su inocencia. Como era linda de rostro, y había tal viveza en su hablar espontáneo y armonioso, me encantaba verla y oírla, y como vulgarmente se dice con respecto a los niños, me la hubiera comido. No hallo otra frase mejor para expresar la admiración que aquel raudal de gracia y travesura, de sentimiento y de dulce ingenuidad me producía. Nombré antes a los niños, y aquí repito, aunque Presentacioncita había dejado de serlo, a mí me hacía el efecto de uno de esos chiquillos sentenciosos, que con sus verdades como puños nos causan asombro y risa. Verdad es que la de Rumblar, aun haciéndome reír, me causaba al mismo tiempo tristeza.



  —189→  

ArribaAbajo- XIX -

De pronto miré a la tribuna de señoras, que estaba al lado de la Epístola, en lo que podemos llamar el proscenio de la iglesia, y creí distinguir a las dos muchachas.

-¡Allí están, allí están!... -dije a mi acompañante.

-Sí, y en la tribuna inmediata, que es la de los diplomáticos, está lord Gray. ¿No le ve usted?... Está con la cabeza entre las manos, pensativo y meditabundo.

-No habla con ellas, ni puede hablar, porque una tabla les separa. Acaban de entrar en este momento.

Llegó a la sazón D. Paco, rojo como un pimiento, y abriéndose paso por entre la apiñada muchedumbre de galerios (así llamaban a los devotos de aquella religión, y así les nombraron después en son de remoquete en el tiempo de las persecuciones), acercósenos y nos dijo:

-¡Gracias a Dios que han parecido!... Lord Gray las llevó engañadas al campanario de la iglesia... después adentro... después a la calle... ¿Hase visto infamia semejante?... ¡Estoy bramando de furor!... ¿Qué habrán hecho, señor de Araceli, qué habrán hecho?... La señora doña Inesita estaba más pálida que una   —190→   muerta, y la señora doña Asuncioncita más roja que una amapola... Vámonos, niña, vámonos de aquí.

-Sí, vámonos -repetí yo.

-Yo no me muevo de aquí, Paquito. Esto me gusta mucho. Ya han acabado de leer periódicos y papeles y vuelven los discursos... ¿Quién habla?

-Es el Sr. de Argüelles. ¡Buen pájaro está! ¡Pues bonitas cosas está oyendo la niña! -dijo D. Paco en voz más alta que la que a la respetabilidad del sitio correspondía-. Tratar de abolir las jurisdicciones, los señoríos, los fueros, el tormento y el derecho de poner la horca a la entrada del pueblo, y de nombrar jueces; quieren quitar las prestaciones y demás sabias prácticas en que consiste la grandeza de estos reinos.

-Pues que lo supriman todo -dijo Presentación con enfado-. De aquí no me muevo hasta que lo supriman todo.

-La niña no sabe lo que habla -exclamó D. Paco, suscitando los murmullos de los circunstantes con lo destemplado de su voz-. Ahora la señora doña María no podrá nombrar el alcalde de Peña-Horadada, ni cobrará tanto de fanega en el molino de Herrumblar, ni las doce gallinas de Baeza, ni podrá prohibir la pesca en el arroyo, ni los asnos de casa podrán meterse en las heredades del vecino a comerse lo que se les antoje.

-Señó abate -gritó una voz, mientras una mano pesaba con formidable empuje sobre los hombros del preceptor-; siéntese y calle.

  —191→  

-Caballero -dijo otro- ¿se podría saber quién es usted?

-Soy D. Francisco Xavier de Jindama -repuso con timidez y urbanidad el viejo.

-Lo digo porque en cuanto le vi a usted y le oí, diome olor a lechucería.

-Quiere decir que es usted de la hermandad de los bobos -añadió una moza que frontera a D. Paco estaba-. Con su voz de matraca no nos deja oír los escursos.

-Haya paz, señores -exclamó un tercero- y silencio. Aquí no se viene a lamentarse de que los asnos no puedan entrar en la heredad ajena.

-El asno será él.

-¡Orden y conveniencia! -gritó el portero-. Si no, en nombre de Su Majestad les echo a todos a la calle.

-Aquí no hay ninguna Majestad -dijo D. Paco.

-La Majestad son las Cortes, señor esparaván -afirmó con enfado un galerio.

-Es de los que vienen a aplaudir cuando rebuzna Ostolaza -dijo otro señalando a don Paco.

Viendo que la cuestión se agriaba, empeñeme en romper por medio del gentío, y esto causó nueva confusión y reconvenciones. Al mismo tiempo entre los diputados sonó rumor de disgusto por lo que pasaba en la tribuna, habló el presidente imponiendo silencio a los galerios, y acallados estos un tanto, el diputado Teneyro tomó la palabra. Como si la primera pronunciada por el buen cura de Algeciras   —192→   fuera señal convenida, desatose una tempestad de risas y demostraciones, y cuanto más el orador alzaba la voz, más la ahogaban entre su murmullo los de arriba.

Repetir el sinnúmero de dichos, agudezas y apodos que salieron como avalancha de la tribuna pública, fuera imposible. Jamás actor aborrecido o antipático recibió tan atroz silba en corrales de Madrid. Lo extraño es que siempre pasaba lo mismo. Ya se sabía: hablar Teneyro y alborotarse el pueblo soberano, eran una misma cosa. ¡Y qué ceceo el suyo, qué ademanes tan graciosos, qué ira olímpica para apostrofar a las tribunas, qué lastimoso gesto, qué cruzar de brazos, qué arrugada cara, qué singular donaire para decir disparates, ya abogando por la Inquisición, ya por una soberanía popular a la moda, representada por una especie de concilio de párrocos y guerrilleros! Vamos, francamente, era cosa de morir de risa.

El presidente sabía que sesión en la cual Teneyro hablase, era sesión perdida, por no ser posible contener a las tribunas; trabábanse disputas inevitables entre ciertos procuradores y el público, y el escándalo obligaba a despejar los altos de la iglesia.

Esto ocurrió en aquel día, cuando el Cicerón de Algeciras, volviéndose hacia arriba con ademanes descompuestos y lengua balbuciente, gritó:

-Ya sabemos que esa es gente pagada.

Al oír esto, los denuestos, los improperios que lanzó el pueblo llenaron el ámbito de la   —193→   iglesia en términos que aquello parecía una jaula de locos. Agitábanse los diputados, echándose unos a otros la culpa del alboroto; nos apostrofaban también desde abajo llamándonos canalla soez, y los porteros dieron principio a la expulsión. Aquí de los apuros. Presentación y yo queríamos salir sin poder lograrlo, por tener delante una muralla de carne humana que resistía la orden del presidente. Algunos se echaron fuera; mas no por eso se acalló el tumulto, y lo peor fue que aparecieron de súbito dos o tres personas que tomaron el partido del orador silbado contra el silbante pueblo.

-¡Que ustedes son unos servilones, mata candelas!

-¡Que ustedes son unos afrancesados!

-Que ustedes son... -imagínese el lector lo peor que haya oído en plazas, presenciado en tabernas y aprendido en garitos.

Y no paró aquí el desastre, sino que don Paco, viendo que alguien tomaba a pechos la defensa del pobre Teneyro, arriesgose, como leal amigo y contertulio, a ponerse de su parte.

-Envidia, no es más que envidia y rabia por las verdades como puños que dice -exclamó.

En mal hora lo dijera. Vimos desaparecer su enjuta figura entre una masa uniforme de brazos y manos. Presentación gritó con angustia:

-¡Que matan al pobre D. Paco!

Salió el infeliz, o lo sacaron, es decir, allá se fue todo junto, víctima y verdugos, por la   —194→   puerta afuera. Con esto se despejó un tanto la tribuna y pudimos salir de los últimos tras la oleada de gente que mal de su grado abandonaba la sesión. Quisimos auxiliar al maestro, pero no nos era posible por hallarse distante; y aunque el infeliz no recibió golpe de arma alguna, las herramientas de puños y codos le hacían mucho daño. Al fin, acosado por todos, huyó, corriendo velozmente por la escalera abajo, dando no pocos tumbos y costaladas.

Nuestra gran contrariedad consistía en que nos separaba de él una masa enorme de gente que nunca acababa de salir; así es que, cuando llegamos abajo, en vano mirábamos a todos lados. D. Paco no estaba. Hacíamos preguntas a todos, pero nadie nos daba razón satisfactoria. Quién decía; «le han llevado adentro»; quién «le han llevado afuera».

-¡Qué situación, qué compromiso! -decía la muchacha-. ¿Pero dónde está el pobre don Paco? Ahora tendré que ir a casa sola o con usted.

En la calle había también apiñado gentío, entre el cual vi a uno de esos individuos que se aparecen como llovidos en toda escena de agitación popular, dispuestos a echar el peso, no de su autoridad, sino de sus garrotes, en la balanza de las contiendas políticas. ¡Desgraciado Teneyro, desgraciado Ostolaza! ¡Qué ovación les esperaba!

La hermandad de la porra no es tan antigua como el mundo, no; pero entradilla en años es.

  —195→  

-Busquemos, busquemos a ese infeliz -me decía mi linda pareja-. De modo que tengo que ir sola a casa... ¿Y qué voy a decir?... Y mi hermana e Inés ¿dónde están?... ¡Oh, señor de Araceli, más vale que se abra la tierra y me trague!

Al fin nos dio razón del desgraciado preceptor un soldado, diciéndonos:

-Se lo llevaron entre cuatro.

-¿Pero a dónde, no se sabe a dónde?

El soldado, encogiéndose de hombros, fijó su vista en la puerta de San Felipe, por donde salían bastantes diputados. Felizmente y gracias a la intervención de D. Juan María Villavicencio, los que se disponían a obsequiar a Teneyro y Ostolaza no pasaron a vías de hecho; mas con la agudeza de sus silbidos y el mugir de sus insultos fueron dando música a ambos personajes por largo trecho de la calle.

Fue aquel lance uno de los muchos que afearon la primera época constitucional; pero no llegó a ser tan escandaloso como el ocurrido poco después con motivo del famoso incidente Lardizábal, y que puso en gran peligro la vida de D. José Pablo Valiente, diputado absolutista, el cual hubiera sido despedazado por el pueblo si Villavicencio no le librara heroicamente de las garras de aquel, embarcándole al instante.

-¡Virgen Santísima! -repetía Presentación-. ¡Y esas niñas no parecen!... Vámonos al punto de aquí. Allí sale el Sr. Ostolaza... Me va a conocer.

Marchamos por la calle de San José para   —196→   tomar la del Jardinillo: pero no nos fue posible esquivar las miradas y la persecución del Sr. Ostolaza, que llamándonos desde lejos nos obligó a detenernos.

-Señora mía -dijo el taimado clérigo- eso está muy bien... En la calle con un mozalbete... Por fuerza ha muerto la señora condesa.

-Por Dios y la Virgen -exclamó la muchacha llorando-. Sr. de Ostolaza... no diga usted nada a mamá... Yo le explicaré a usted... Salimos a paseo y como nos perdiéramos, pues... No diga usted nada a mamá. ¡Ay! Sr. de Ostolaza; usted es un buen sujeto y tendrá lástima de mí.

-En efecto; siento lástima de la señorita.

-Quiero decir... Lléveme usted a casa... Amigo -añadió esforzándose en aparecer jovial- oí su discurso y me pareció muy bonito. ¡Qué bien habla usted, qué bien!... Da gusto...

-Basta de lisonjas -dijo el clérigo; y luego mirándome añadió-: y usted, señor militar-teólogo, ¿de qué arterías se ha valido para sacar de su casa a esta señorita?

-Yo no he sacado de su casa a esta señorita -repuse-; la acompaño porque la he encontrado sola.

-A causa del gentío nos perdimos D. Paco y yo... quiero decir: se perdieron ellas.

-Comprendido, comprendido.

-¿Sabe usted, señor oficial-teólogo -me dijo con aviesa mirada- que antes de poner esto en conocimiento de doña María voy a dar parte a la justicia?

  —197→  

-¿Sabe usted -respondí- señor clerigón entrometido, que si no se me quita de delante ahora mismo, le enseñaré a ser comedido y a no meterse en camisa de once varas?

-Comprendido, comprendido -repuso poniéndose como de almagre su abominable rostro, y echándome de lleno su insolente mirada-. Sigan los pimpollitos su camino. Adiós...

Marchose a toda prisa y cuando le perdimos de vista, Presentación me dijo dando un suspiro.

-Nos llamó pimpollitos y cree que somos novios, y que nos hemos escapado... Ahora ¿qué diré a mamá cuando me vea entrar con usted? Necesito inventar algo muy ingenioso y bien urdido.

-Lo mejor es decir la verdad clara y desnuda. Esto ofenderá menos a la señora que las invenciones con que usted pretenda engañarla.

-¡La verdad!... ¿está usted loco? Yo no digo la verdad aunque me maten... Corramos... ¿Habrán llegado ya las otras dos? ¡Jesús divino! Si ellas dicen una mentira distinta de la mía...

-Por eso lo mejor es decir la verdad.

-Eso ni pensarlo. Mamá nos mataría... A ver qué le parece a usted mi proyecto. Yo entraré llorando, llorando mucho.

-Malo...

-Pues me desmayaré, diciendo que usted es un traidor que quiso robarme.

-Peor. Diga usted que se perdieron, que encontraron a lord Gray...

  —198→  

-No nombraré al inglés; eso jamás.

-¿Por qué?

-Porque ahora, nombrar en casa a lord Gray y nombrar al demonio es lo mismo.

-Yo sé la causa, lord Gray es amado por una de ustedes.

-¡Oh, qué cosas dice usted! -exclamó muy turbada-. Nosotras...

-Usted.

-No; ni mi hermana tampoco.

-Sé que la señora Inesita está loca por él.

-¡Oh! Sí... ¡loca... loca!... Dios mío ya llegamos... Estoy medio muerta.

Al entrar en la calle y acercarnos a la casa, alcé la vista y detrás del vidrio de uno de los miradores, distinguí un bulto siniestro, después dos ojos terribles separados por el curvo filo de una nariz aguileña, después un rayo de indignación que partía de aquellos ojos. Presentación vio también la fatídica imagen y estuvo a punto de desmayarse en mis brazos.

-Mi mamá nos ha visto -dijo-. Sr. de Araceli. Escápese usted, sálvese usted, pues todavía es tiempo.

-Subamos, y diciendo la verdad nos salvaremos los dos.



  —199→  

ArribaAbajo- XX -

En el corredor Presentación cayó de rodillas ante su madre que al encuentro nos salía, y exclamó con ahogada voz:

-Señora madre ¡perdón!, yo no he hecho nada.

-¡Qué horas son estas de venir a casa!... ¿Y D. Paco, y las otras dos niñas?...

-Señora madre... -continuó con aturdimiento la muchacha- íbamos por la muralla... cayó una bomba, que partió en dos pedazos a D. Paco... no, no fue tanto... pero corrimos, nos separamos, nos perdimos, yo me desmayé...

-¿Cómo es eso? -dijo la madre con furor-. Si el Sr. de Ostolaza que acaba de llegar, dice que te vio en la tribuna de las Cortes...

-Eso es... me desmayé... me llevaron a las Cortes... Después mataron a D. Paco...

-Esto debe de ser obra de alguna infame maquinación -exclamó la condesa llevándonos a la sala-. ¡Señores... ya no hay nada seguro... no pueden las personas decentes salir a la calle!

En la sala estaban Ostolaza, D. Pedro del Congosto y un joven como de treinta y cuatro años y de buena presencia, a quien yo no conocía. Mirome el primero con penetrante encono, el segundo con altanero desdén y el tercero con curiosidad.

  —200→  

-Señora -dije a la condesa- usted se ha exaltado sin razón, interpretando mal un hecho que en sí no tiene malicia alguna.

Y le conté lo ocurrido, disfrazando de un modo discreto los accidentes que pudieran ser desfavorables a las pobres niñas.

-Caballero -me contestó con acrimonia- dispénseme usted, pero no puedo darle crédito. Yo me entenderé después con estas inconsideradas y locas niñas; y en tanto no puedo menos de creer que usted y lord Gray han urdido un abominable complot para turbar la paz de mi casa. Señores, ¿no hablo con razón? Estamos en una sociedad donde se hallan indefensos y desamparados el honor de las familias y el decoro de las personas mayores. ¡No se puede vivir! Me quejaré al gobierno, a la Regencia... ¡pero a qué, si todo esto proviene de las altas regiones, donde no se alberga más que alevosía, desvergüenza, escándalo y despreocupación!

Los tres personajes, que cual tres estatuas exornaban con simétrica colocación el testero de la sala, movieron sus venerables cabezas con ademán afirmativo, y alguno de ellos golpeó con la maciza mano el brazo del sillón.

-Señor de Araceli, siento decir a usted que ya reconozco la lamentable equivocación en que incurrí respecto al carácter de usted.

-Señora, usted puede juzgarme como guste, pero en el suceso de hoy, no ha habido malicia por mi parte.

-Yo me vuelvo loca -repuso la señora-. Por todas partes asechanzas, celadas, inicuos   —201→   planes. No hay defensa posible; son inútiles las precauciones; de nada sirve el aislamiento; de nada sirve el apartarse de ese corruptor bullicio. En nuestro secreto asilo viene a buscarnos la traidora maldad que todo lo invade y hasta en lo más recóndito penetra.

Los tres personajes dieron nuevas señales de su unánime asentimiento.

-Basta de farsas -dijo Ostolaza-. La señora doña María no necesita que usted se disculpe ante ella, porque le conoce. ¿Cómo va de teología?

-Con la poca que sé -repuse- cualquier sacristán podía pronunciar en las Cortes discursos dignos de ser oídos.

-El señor es de los que van todos los días a alborotar a la tribuna. Es un oficio con el cual viven muchos.

-¡Qué aberración! ¿Y desde tal sitio y desde tales tribunas se piensa gobernar el reino?

-No quiero hacer aquí apologías de mi conducta -repuse con calma- ni las injurias de ese hombre me harán olvidar el hábito que viste y el respeto que debo a la casa en que estoy. Aquí está una persona que, si puede haber formado de mí juicio desfavorable en ciertas cuestiones, conoce muy bien mis antecedentes y mi reputación como hombre honrado. El Sr. D. Pedro del Congosto me oye, y yo apelo a su lealtad, para que doña María sepa si ha admitido en su casa a una persona indigna.

Oyendo esto D. Pedro, que indolentemente se apoyaba en el respaldo del sillón, irguiose,   —202→   atusó los largos bigotes y gravemente habló de esta manera:

-Señora, señorita y caballeros: puesto que este joven apela a mi lealtad, probada en cien ocasiones, declaro que no una, sino muchísimas veces he oído elogiar su buen comportamiento, su caballerosidad, su valor como militar, con otras distinguidas prendas de paisano que le han creado abundante número de amigos en el ejército y fuera de él.

-¡Pues qué duda tiene! -exclamó Presentación, descuidándose en manifestar sus sentimientos.

-Calla tú, necia -dijo la madre-. Tu cuenta se ajustará después.

-Nunca -continuó el estafermo- ha llegado a mis oídos noticia alguna de este joven que no le sea favorable. Bien quisto de todos, ha hecho su carrera por el mérito, no por la intriga; por el valor, no por la astucia; y como esto es verdad, y yo lo sé, y me consta, y lo afirmo y lo sostengo, y soy hombre que sabe sostener lo que dice, estoy dispuesto a defenderle contra todo agravio que en este terreno se le haga. Señora, señorita y caballeros: como hombre que ama a ese don del cielo, esa inmaculada virgen de la verdad, que es norte de los buenos, he dicho todo lo que puede favorecer a este joven; ahora voy a decir lo que le desfavorece...

Mientras D. Pedro tosía y sacaba el infinito pañuelo encarnado y azul para limpiarse boca y narices, reinó solemne silencio en la sala y todos me miraban con afanosa curiosidad.

  —203→  

-Es, pues, el caso -continuó el cruzado- que este joven, si bajo un aspecto es la misma virtud, bajo otro es un monstruo, señores, un monstruo; el mayor enemigo del sosiego doméstico, el corruptor de las familias, el terror de la pudorosa amistad...

Nueva pausa y asombro de todos. Presentación me miraba con la mitad de su alma en cada ojo.

-Sí; ¿qué otro nombre merece quien posee un arte infernal para romper lazos de muy antiguo trabados entre dos personas, y que resistieran durante veinticinco años a las asechanzas del mundo y a la persecución de los más diestros cortejos?... Permítanme los presentes que no nombre personas. Básteles saber que este joven, poniendo en juego sus malas artes amorosas, embaucó y engañó y arrastró tras sí a quien había sido la misma firmeza, el pudor mismo y la mismísima lealtad, dejando burlada la ideal adoración de un hombre que había sido el dechado de la constancia y delicadeza.

»El desairado llora en silencio su desaire, y el victorioso mozalbete goza sin reparo de las incomparables delicias que puede ofrecer aquel tesoro de hermosura. Pero ¡guay!, que no es bueno confiar en las delicias de un día; ¡guay!, que en la hora menos pensada encontrarán uno y otro criminales amantes delante de sí la aterradora imagen del hombre ofendido, que está dispuesto a vengar su afrenta... Conque díganme si el que tal ha hecho, si el que en la difícil conquista de esa humana   —204→   fortaleza, jamás antes rendida, ha probado su travesura, ¿qué no hará dirigiéndola contra inexpertas jovenzuelas? Abrirle las puertas de una casa es abrirlas a la liviandad, a la seducción, a la imprudencia. Esto es todo lo que sé acerca del Sr. de Araceli, sin quitar ni poner cosa alguna.

Presentación estaba absorta y doña María aterrada.

-Señora, señorita y caballeros -repuse yo, no disimulando la risa-. Al Sr. D. Pedro del Congosto han informado mal respecto al suceso que últimamente ha contado. Ese portento de hermosura habrá caído en las redes de otra persona, que no en las mías.

-Yo sé lo que me digo -exclamó D. Pedro con atronadora voz- y basta. Denme licencia para retirarme, que avanza la hora y esta tarde he de embarcarme con la expedición que va al Condado de Niebla a operar contra los franceses. La ociosidad me enfada y deseo hacer algo en bien de la patria oprimida. No tenemos gobierno, no tenemos generales; las Cortes entregarán maniatado el reino al pícaro francés... Sr. de Araceli, ¿va usted al Condado?

-No señor; guarneceré a Matagorda en todo el mes que viene... Pero yo también me retiro, porque la señora doña María no ve con buenos ojos que entre en su casa.

-La verdad, Sr. de Araceli, si hubiese sabido... Aprecio sus buenas prendas de militar y de caballero; pero... Presentación, retírate. ¿No te da vergüenza oír estas cosas?...   —205→   Pues, como decía, deseo aclarar el punto oscurísimo del encuentro de usted en la calle con mi hija. Aún creo que hay tribunales en España, ¿no es verdad, Sr. D. Tadeo Calomarde?

Esto lo dijo dirigiéndose al joven que antes he mencionado.

-Señora -repuso este desplegando para sonreír toda su boca, que era grandísima-; a fe de jurisconsulto diré a usted que aún puede arreglarse. Hablemos con franqueza. Estoy acostumbrado a presenciar lances muy chuscos en mi carrera y nada me asusta. ¿Ha habido noviazgo?

-¡Jesús!, qué abominación -exclamó con indecible trastorno doña María-. ¡Noviazgo!... Presentación, retírate al instante.

La muchacha no obedeció.

-Pues si ha habido noviazgo, y los dos se quieren, y han dado un paseíto juntos, y el señor es un buen militar, a qué andar con farándulas y mojigatería, lo mejor es casarlos y en paz.

Doña María, de roja que estaba volviose pálida y cerró los ojos, y respiró con fuerza, y el torbellino de su dignidad se le subió a la cabeza, y se mareó, y estuvo a punto de caer desmayada.

-No esperaba yo tales irreverencias del Sr. D. Tadeo Calomarde -dijo con voz entrecortada por la ira-. El Sr. D. Tadeo Calomarde no sabe quién soy; el Sr. D. Tadeo Calomarde recuerda los planes casamenteros que servían para hacer fortuna en los tiempos de Godoy. Mi dignidad no me permite seguir   —206→   este asunto. Ruego al Sr. D. Tadeo Calomarde y al Sr. D. Gabriel de Araceli que se sirvan abandonar mi casa.

Calomarde y yo nos levantamos. Presentación me miró, y con toda su alma en los ojos, me dijo en mudo lenguaje:

-Lléveme usted consigo.

Cuando nos retirábamos, entraron en la sala Inés y Asunción, conducidas por un fraile.

-Fray Pedro Advíncula, ¿qué es esto? -dijo doña María-. ¿Me explicará usted al fin el singular suceso de la desaparición de las niñas?

-Señora... nada más natural -repuso jovialmente el fraile, que era joven por más señas-. Una bomba... ¡Pobre D. Paco!, no se ha sabido más de él... ¡Iban por la muralla!... Las dos niñas corrieron, corrieron... pobrecitas... Las recogimos en casa... se les dio agua y vino... ¡qué susto!, pobrecillas... a la señora doña Presentacioncita no se la pudo encontrar...

-La pícara se fue a las Cortes con... ¡Justicia, cielos divinos, justicia!

No oí más porque salí de la casa. Desde aquel momento fui amigo de Calomarde. ¿Hablaré de él algún día? Creo que sí.



  —207→  

ArribaAbajo- XXI -

Pasaron días y San Lorenzo de Puntales me vio ocupado en su defensa durante un mes, en compañía de los valientes canarios de Alburquerque. Allí ni un instante de reposo, allí ni siquiera noticias de Cádiz, allí ni la compañía de lord Gray, ni cartas de Amaranta, ni mimos de doña Flora, ni amenazas de D. Pedro del Congosto.

Dentro de Cádiz, el sitio era una broma y los gaditanos se reían de las bombas. La alegre ciudad, cuyo aspecto es el de una perpetua sonrisa, miraba desde sus murallas el vuelo de aquellos mosquitos, y aunque picaran, los recibía con coplas donosas, como los bilbaínos de la presente época. Cuando el bombardeo hizo verdaderos estragos, los llantos y lágrimas perdiéronse en el bullicioso rumor de aquel hervidero de chistes. Pero eran contadas las desgracias. Una bomba mató a un inglés, y estuvo a punto de ser víctima de otra en los mismos brazos de su nodriza D. Dionisio Alcalá Galiano, hijo de D. Antonio. Fuera de estos casos y otros que no recuerdo, los efectos de la artillería enemiga eran risibles. Un proyectil penetró en cierta iglesia, arrancando las narices a un ángel de madera que sostenía la lámpara; otro destrozó el lecho de un fraile de San Juan de Dios que afortunadamente   —208→   se hallaba fuera en el instante crítico.

Cuando, después de ausencia tan larga, fui a visitar a Amaranta, la encontré desesperada, porque el aislamiento de Inés en la casa de la calle de la Amargura, había tomado el carácter de una esclavitud horrorosa. Cerrada la puerta a los extraños con rigor inquisitorial, era locura aspirar ya a burlar vigilancias, y engañar suspicacias y menos a romper la fatal clausura. La desgraciada condesa me expresó con estas palabras sus pensamientos:

-Gabriel, no puedo vivir más tiempo en esta triste soledad. La ausencia de lo que más amo en el mundo, y más que su ausencia, la consideración de su desgracia, me causan un dolor inmenso. Estoy decidida a intentar, por cualquier medio, una entrevista con mi hija, en la cual, revelándole lo que ignora, espero conseguir que ella misma rompa espontáneamente los hierros de su esclavitud y se decida a vivir, a huir conmigo. No me queda ya más recurso que el de la violencia. Yo esperé que tú me sirvieras en este negocio; pero con la necedad de tus celos no has hecho nada. ¿No sabes cuál es mi proyecto ahora? Confiarme a lord Gray, revelarle todo, suplicándole que me facilite lo que tanto deseo. Ese inglés tiene una audacia sin límites, en nada repara y será capaz de traerme aquí la casa entera con doña María dentro, cual una cotorra en su jaula. ¿No le crees tú capaz de eso?

-De eso y de mucho más.

  —209→  

-Pero lord Gray no parece. Nadie sabe su paradero. Fue a la expedición del Condado, y aunque se cree que regresó a Cádiz, no se le ve por ninguna parte. Búscamele por Dios, Gabriel, tráemele aquí o dile de mi parte que me interesa hablar con él de un asunto que es de vida o muerte para mí.

Efectivamente, nadie sabía el paradero del noble inglés, aunque se suponía que estuviese en Cádiz. Había tomado parte en la expedición que fue al condado de Niebla con objeto de hostilizar a los franceses por su ala derecha, y que, si menos célebre, no fue menos lastimosa que la de Chiclana, con su célebre batallón del Cerro de la cabeza del Puerco. Acaeció en la jornada del Condado un suceso digno de pasar a la historia, y fue que en ella descalabraron del modo más lamentable a nuestro heroico y por tantos títulos famoso D. Pedro del Congosto, quien en lo más recio de un combate que cerca de San Juan del Puerto trabaron con los nuestros los franceses, metiose denodadamente, llevando en pos a sus cruzados de rojo y amarillo, con lo cual dicen hubo gran risa en el campo francés. Trajéronlo todo molido y quebrantado a Cádiz, donde decía que por haber perdido una herradura su caballo no se ganó la batalla, pues cuando el maldito jaco tropezó, ya empezaban a huir cual bandadas de conejos los batallones franceses; y fija esta idea en su acalorada mente, no cesaba de repetir: «¡Si no me hubiese faltado la herradura!...».

Lord Gray también fue al Condado, y se   —210→   contaban de él maravillas; pero a su regreso desapareció su persona de todos los sitios públicos, y aun hubo quien le creyese muerto. Fui a su casa y el criado me dijo:

-Milord está vivo y sano, aunque no del juicio. Estuvo encerrado quince días sin querer ver a nadie. Después me mandó que reuniese a todos los mendigos de Cádiz, y cuando lo hice, juntolos en el comedor, y allí les obsequió con un banquete como para reyes. Dioles a beber los mejores vinos; los pobres, se reían unos y lloraban otros; pero todos se emborracharon. Luego fue preciso echarles a puntapiés de la casa, y trabajamos tres días para limpiarla, porque dejaron por fanegas las pulgas y otra cosa peor.

-Pero ¿dónde está en este momento milord?

-Debe andar ahora allá por el Carmen.

Dirigime hacia el Carmen Calzado, cuyo gran pórtico frontero a la Alameda, llama la atención del forastero. No es una obra maestra de los buenos tiempos de nuestra arquitectura aquella fachada, pero los mil accidentes con que lujosamente la adornó la imaginación del artista, le dan cierta belleza que el mar allí cercano parece que fantasea a su antojo. No sé por qué se me ha parecido siempre dicho frontispicio a las popas de los grandes navíos antiguos; hasta parece que se mece gallardamente impulsado por el viento y las olas. Los santos que lo adornan semejan farolones gigantescos; las hornacinas troneras, los barandajes, los nichos, las mórbidas roscas de   —211→   las columnas salomónicas, todo se me antoja como perteneciente al dominio de la antigua arquitectura naval.

Caía la tarde. Entraban mansamente los buenos frailes, como ovejas que vuelven al aprisco; los pobres árboles de la Alameda apenas sombreaban el espacio que media entre el edificio y la muralla, y el sol iluminaba el frontis, dorándolo completamente. En línea recta se extendía la pequeña pared del convento; y en su extremo una puertecilla estrecha, que servía de ingreso al claustro, estaba completamente obstruida por un regular gentío que hormigueaba allí en formas oscuras y movedizas, acompañadas de un rumor sordo o gruñido chillón, como de plebe menuda que se impacienta. Eran los pobres que esperaban la sopa boba.

En Cádiz no han abundado tanto como en otros lugares los mendigos haraposos y medio desnudos, esos escuadrones de gente llagada, sarnosa e inválida que aún hoy nos sale al encuentro en ciudades de Aragón y Castilla. Pueblo comercial de gran riqueza y cultura, Cádiz carecía de esa lastimosa hez; pero en aquellos tiempos de guerra muchos pedigüeños que pululaban en los caminos de Andalucía, refugiáronse en la improvisada corte. Para que nada faltase y fuese Cádiz en tales días compendio de la nacionalidad española, puso allí sus reales hasta la hermandad de pan y piojos, que tanto ha figurado en nuestra historia social, y tanto, tantísimo ha dado que hablar a propios y extranjeros.

  —212→  

Acerqueme a los infelices y los vi de todas clases; unos mutilados, otros entecos, demacrados y andrajosos los más, y todos chillones, desenfadados, resueltos, como si la mendicidad, más que la desgracia, fuese en ellos un oficio y gozasen a falta de rentas, del fuero inalienable y sagrado de pedir al resto del humano linaje. Salió el lego con el calderón de bazofia, y allí era de ver cómo se empujaban y revolvían unos contra otros, disputándose la vez, y con qué bríos y con qué altivo lenguaje alargaban el cazuelillo. Repartía el cogulla a diestro y siniestro golpes de cuchara, y ellos se aporreaban para quitarse la ración, y entre manotadas y coces iban logrando la parte correspondiente, para retirarse después a un rincón, donde pacíficamente se lo comían.

Yo les miraba con lástima, cuando divisé en el hueco de una puerta una figura que me hizo quedar perplejo y aturdido. No creyendo a mis ojos la miré y remiré, sin convencerme de que era realidad lo que ante mí tenía. El mendigo que así llamaba mi atención (pues mendigo era) vestía con los andrajos más desgarrados, más rotos, más desordenados y extravagantes que puede darse. Aquel vestido no era vestido, sino una informe hilacha que se deshacía al compás de los movimientos del individuo. La capa no era capa sino un mosaico de diversas y descoloridas telas; pero tan mal hilvanadas que el aire se entraba por las mil puertas, ventanas y rejas, obra de la tosca aguja. Su sombrero no era sombrero, sino   —213→   un mueble indefinido, una cosa entre plato y fuelle, entre forro y cojín vacío; y por este estilo las demás prendas de su cuerpo anunciaban el último grado de la miseria y abandono, cual si todas hubiesen sido recogidas entre aquello que la misma mendicidad arroja de sí, materias que se devuelven a la masa general de lo inorgánico, para que de nuevo tomen forma en las revoluciones del universo.

También me causó sorpresa ver el garbo con que el hi de mala mujer se terciaba la capita y echaba sobre la ceja el sombrerete y guiñaba el ojo a los compañeros, y decía donaires al buen lego. Pero ¡ay!, lo que más que traje y sombrero me asombró, dejándome lelo delante de tan esclarecido concurso, fue la cara del mendigo, sí señores, su cara; porque sepan ustedes que era la del mismísimo lord Gray.




ArribaAbajo- XXII -

Creí soñar, le miré mejor, y hasta que no me llamó saludándome, no me atreví a hablarle, temiendo padecer una equivocación.

-No sé, milord -le dije- si debo reírme o enfadarme de ver a un hombre como usted, con ese traje, y llenando su escudilla en la puerta de un convento.

-El mundo es así -me respondió-. Un día arriba y otro abajo. El hombre debe recorrer   —214→   toda la escala. Muchas veces paseando por estos sitios, me detenía a contemplar con envidia la pobre gente que me rodea. Su tranquilidad de espíritu, su carencia absoluta de cuidados, de necesidades, de relaciones, de compromisos; despertaron en mí el deseo de cambiar de estado, probando por algún tiempo la inefable satisfacción que proporciona este eclipse de la personalidad, este verdadero sueño social.

-Es verdad, milord, que tan descomunal extravagancia no la he visto jamás en ningún inglés, ni en hombre nacido.

-Parece esto una aberración -me dijo-. La aberración está en usted y en los que de ese modo piensan. Amigo, aunque parezca contradictorio, es cierto que para ponerse encima de todo lo creado, lo mejor es bajar aquí donde yo estoy... Lo explicaré mejor. Yo tenía la cabeza loca del ruido de los martillos de Londres, y venía maldiciendo la ingrata tierra en que el hombre para poder vivir necesita hacer clavos, bisagras y cacerolas. ¡Bendita tierra esta, donde el sol alimenta y donde lleva la atmósfera en su inmensa masa ignoradas sustancias!...

»Mi cuerpo se rebela hace tiempo contra los repugnantes bodrios de nuestros cocineros, inmundos envenenadores del humano linaje. Yo sentía ha tiempo profundo rencor hacia los sastres, que serían capaces de ponerle casaquín, chupa y corbata al Apolo de Fidias si se lo permitieran. Yo experimentaba profunda aversión hacia las casas y ciudades,   —215→   que, según vamos viendo en nuestra graciosa época, sólo sirven para que se luzcan y diviertan los artilleros destruyéndolas. Yo detestaba cordialmente la sociedad de los hombres de hoy compuesta de multitud de casacas que hacen cortesías, y dentro de las cuales suele haber la persona de un hombre. Me horrorizaba al oír hablar de naciones, de políticas, de diferencias religiosas, de guerras, de congresos; invenciones todas de la necedad humana que al mismo tiempo que ha establecido leyes, estados, privilegios, dogmas, ha inventado cañones y fusiles para destruirlo todo. Yo detestaba los libros que se han creado para muestra de que no hay en todo el mundo dos hombres que piensen de la misma manera, y que nacieron en manos de un artesano, como en manos de un fraile la pólvora, otra especie de libro que habla más alto, pero que tampoco dice nada que no sea confusión.

Lord Gray se expresaba con exaltado acento. Tomé su mano y advertí que quemaba.

-Vi luego este país bendito, y mi pensamiento agitado descansó contemplando esta suprema estabilidad, este profundo reposo, este sueño benéfico de la sociedad española. Mis ojos se deleitaron contemplando en la inmensidad de la tierra las siluetas de los grandes conventos, a cuyo amparo protector un pueblo, a quien todo se lo dan hecho, puede esparcir su gran fantasía por los espacios de lo soñado y buscar lo ideal en la única región donde existe; sin cuidarse de desempeñar papeles más o menos difíciles en la sociedad, sin   —216→   cuidarse de su persona, ni de los molestos accidentes del escenario humano, que se llaman posición, representación, nombre, fortuna, gloria... Quise saciar mi ardiente anhelo de conocer este beatífico estado, y aquí me tiene usted en él.

»Amigo mío, durante dos días he vivido tan lejos de la sociedad, cual si me hubiera transportado a otro planeta; he podido apreciar la rara hermosura de un día de sol, la pureza del ambiente, la profunda melancolía de la noche, mar donde el pensamiento navega a su antojo sin llegar jamás a ninguna orilla; he experimentado la indecible satisfacción de que centenares de hombres con casaca, entorchados y sombreros de distintas formas, pero todos más feos que los que en Egipto ponen al buey Apis, pasen junto a mí sin saludarme; he conocido el purísimo deleite de ver pasar los minutos, las horas, los días, cual cortejo de dulces sombras que llevan en sus suaves manos la vida, a la manera de aquellas deidades hermosísimas que pintaron los antiguos, transportando en sus brazos las almas de los justos al cielo; he saboreado las delicias de no ir a ninguna parte deliberadamente, de sentir mis hombros libres de toda obligación, de no sentir en mi pensamiento ese hierro candente cuya quemadura significamos en el lenguaje con la palabra después, y que encierra un mundo de deberes, de ocupaciones, de molestias sin fin.

Después de una breve pausa, prosiguió así:

-Esta gente que me rodea tiene las mismas   —217→   pasiones que las de allá arriba; pero no disimula nada. Es una ventaja. Prendas diversas les caracterizan, pero aquí todo es abrupto y primitivo como las rocas, donde no ha golpeado aún el martillo del hombre para labrar un camino. Los hay más crueles que Glocester, más mentirosos que Walpole, más orgullosos que Cromwell, más poetas que Shakespeare, y casi todos son ladrones. Yo me deleito con la salvaje manifestación de sus pasiones y me finjo ignorante de sus truhanerías. Aquel viejo que allí se ve haciendo cruces encima de la escudilla, me ha robado todos los doblones de oro que yo llevaba en mi bolsillo. Juntos pasábamos largas horas por las noches en la muralla. Él me contaba vidas de santos españoles; yo fingía dormitar, embelesado por los místicos encantos de su relato, y entonces metía bonitamente sus manos en mi bolsillo para sacarme el dinero. Yo lo observaba y callaba, gozándome en su avariciosa concupiscencia, como se goza viendo un abismo, una tempestad, un incendio o cualquier aparente desorden de la naturaleza. Aquellos gitanos que están allí rezando el rosario, me han entretenido dulcemente contándome sus ingeniosas maneras de robar.

»Amigo mío; aquí también hay una especie de alta sociedad, y se pasa el rato alegremente en conciertos, fiestas y representaciones. Los romances moriscos que recita aquella vieja que parece exacto traslado de la tía Fingida, y en efecto lo es, han producido en mí mayor sensación que las fanfarronadas de todos   —218→   los cómicos modernos. Hay allí una muchacha ciega, a quien llaman la Tiñosa, la cual canta el jaleo y el ole con tanto primor, que oyéndola he sentido emociones dulcísimas y me he trasportado a las últimas, a las más remotas regiones de lo ideal. Aquellos niños cojos y mancos, en cuyos grandes ojos negros parece centellear el genio del gran pueblo que guerreó durante siete siglos con los moros y descubrió, conquistó y dominó regiones y continentes hasta que ya no había más mundo para saciar su ambición, aquellos niños, digo, son la más graciosa pareja de pilletes que he visto en mi vida, y cuanta sal, ingenio y travesura ha derramado la Naturaleza en granujas de Madrid, léperos de Méjico, lazzaronis de Nápoles, lipendes de Andalucía, pilluelos de París, pic-pockets de Londres, es nada en comparación de su gran ciencia. Si les educaran, es decir, si les corrompieran torciendo el natural curso de sus instintos, yo quisiera ver dónde se quedaban Pitt, Talleyrand, Bonaparte, y todos los grandes políticos de la época.

-Amigo -le dije sin poder reprimir mi enfado- me da compasión verle a usted entre esta desgraciada gente, y más aún oírle encomiar su triste estado.

-No parece sino que nosotros somos mejores que ellos. ¡Ah! Desde que hay en España filósofos y políticos charlatanes y escritores con pujos de estadista, se ha empezado a declarar ominosa guerra a estos mis buenos amigos, lo mismo que a los salteadores de caminos,   —219→   que no son otra cosa que una protesta viva contra los privilegios de los cosecheros; a los buenos frailes que son la piedra fundamental de esta armonía envidiable, de este sistema benéfico, en que todos viven modestamente sin molestarse unos a otros.

Esto decía cuando una vieja que acababa de llenar la escudilla, llegose a nosotros y después de pedirme una limosna, que le di, puso la descarnada mano sobre el hombro del par de Inglaterra y cariñosamente le dijo:

-Niñito querido, ¡qué buenas nuevas te traigo esta tarde! Alégrate, picarón, y escupe otra moneda amarilla, otro pedazo de sol como el que ayer me diste en premio de mis desinteresados servicios.

-¿Qué me cuentas, tía Alacrana, espejo de las busconas?

-A mí no se me han de decir esos feos vocablos. ¿Pues qué? ¿Acaso en mi vida he hecho algo que tenga olor de alcahuetería? Aquí donde me ven, yo, doña Eufrasia de Hinestrosa y Membrilleja soy muy principal y mi difunto fue empleado en la renta del noveno y el excusado. Pero vamos a lo que importa.

-¿Fuiste allá, brujita mía?

-Por sétima vez. ¡Y qué buena que es mi doña María! Hemos brindado juntas muchos paternoster15, a modo de copas de vino, en esta iglesia del Carmen y en obsequio de nuestros respectivos difuntos. Señora más enseñorada no la hay en todo Cádiz. En generosidad no, pero en principalidad se monta por encima de cuanta gente conozco, que es medio mundo.   —220→   Me da algunos ochavos y lo que sobra de la olla que es (dicho sea sin incurrir en el feo vicio de la murmuración) bien poco sustanciosa. Me ha comprado algunas crucecitas de los padres mendicantes, y huesecillos benditos para hacer rosarios. Hoy le llevé mi comercio y la noble señora hizo que le contara mi historia; y como esta es de las más patéticas y conmovedoras, lloró un tantico. Después, como ella saliera de la sala para ir a sus quehaceres, quedeme sola con las tres niñas, y allí de las mías.

»En cuarenta años de piadoso ejercicio en este ajetreo de ablandar muchachas, avivar inclinaciones, y hacer el recado, ¿qué no habré aprendido, niñito mío, qué trazas no tendré, qué maquinaciones no inventaré, y qué sutilezas no me serán tan familiares como los dedos de la mano? Así es que si me hallo con bríos para pegársela al mismo Satanás, de quien estos pícaros dicen que soy sobrina carnal, ¿cómo no he de poder pegársela a doña María, que aunque principalota, se deja embobar por un credo bien rezado y por una parla sobre la gente antigua, siempre que cuide uno de adornar el rostro con dos lagrimones, de cruzar las manos y mirar al techo, diciendo: «¡Señor, líbranos de las maldades y vicios de estos modernos tiempos!»?

-Tu charlatanería me enfada, Alacrana. ¿Qué recado me traes?

-¿Qué recado? Tres días de santa conferencia he empleado, mi niño. ¿Qué ha de hacer la pobrecita? Creo que está dispuesta a echarse   —221→   fuera y huir contigo a donde quieras llevarla. Para entrar en la casa y en el sagrado tabernáculo de su alcoba, ya tienes las llavecitas que has forjado, gracias al molde de cera que te traje. ¡Oh, dichoso, mil veces dichoso niño! Ya sabes que la doña María duerme en aquella alcobaza de la derecha y las tres niñas en un cuarto interior. La sala y dos piezas más separan un dormitorio de otro: no hay peligro ninguno.

-¿Pero no te ha dado recado escrito o de palabra?

-Me lo ha dado, sí señor; a fe que es la niña poco cortés para no contestarte. En esta hoja de libro que aquí traigo, marca, apunta y especifica el día, hora y punto en que caerá en los brazos de este haraposo la más...

-Calla y dame.

-Paciencia. Hoy me ha dicho doña María que tiene un dormir tan profundo como el de los muertos. Eso prueba una conciencia tranquila. ¡Dios la bendiga!... Ahora, para darte el documento, deja caer sobre mí el rocío de esas monedas de oro que me fueron prometidas.

Lord Gray dio algunas monedas a la vieja, recogiendo luego un papel que guardó en el seno. Después se levantó, dispuesto a partir conmigo.

-Vámonos -le dije- o estrangulo a esa maldita bruja.

-Es una respetable señora esta doña Eufrasia -me contestó con ironía-. Admirable tipo que hace revivir a mi lado la incomparable   —222→   tragicomedia de Rodrigo Cota y Fernando de Rojas.

Y luego, volviéndose hacia la miserable turba, con voz entre grave y burlona, le dijo:

-Adiós España; adiós soldados de Flandes, conquistadores de Europa y América, cenizas animadas de una gente que tenía el fuego por alma y se ha quemado en su propio calor; adiós, poetas, héroes y autores del Romancero; adiós, pícaros redomados que ilustrasteis, Almadrabas de Tarifa, Triana de Sevilla, Potro de Córdoba, Vistillas de Madrid, Azoguejo de Segovia, Mantería de Valladolid, Perchel de Málaga, Zocodover de Toledo, Coso de Zaragoza, Zacatín de Granada y los demás que no recuerdo del mapa de la picaresca. Adiós, holgazanes que en un siglo habéis cansado a la historia. Adiós, mendigos, aventureros, devotos, que vestís con harapos el cuerpo y con púrpura y oro la fantasía. Vosotros habéis dado al mundo más poesía y más ideas que Inglaterra clavos, calderos, medias de lana y gorros de algodón. Adiós, gente grave y orgullosa, traviesa y jovial, fecunda en artificios y trazas, tan pronto sublime como vil, llena de imaginación, de dignidad, y con más chispa en la mollera que lumbre tiene en su masa el sol. De vuestra pasta se han hecho santos, guerreros, poetas y mil hombres eminentes. ¿Es esta una masa podrida que no sirve ya para nada? ¿Debéis desaparecer para siempre, dejando el puesto a otra cosa mejor, o sois capaces de echar fuera la levadura picaresca, oh nobles descendientes de Guzmán de Alfarache?...   —223→   Adiós, Sr. Monipodio, Celestina, Garduña, Justina, Estebanillo, Lázaro, adiós.

Indudablemente lord Gray estaba loco. Yo no pude menos de reír oyéndole, en lo cual me imitaron los pilletes a quienes se dirigía, y pensé que las ideas expresadas por él eran frecuentes entre los extranjeros que venían a España. Si eran exactas o no, mis lectores lo sabrán.

-Amigo -me dijo el lord- uno de los placeres más halagüeños de mi vida es pasar largas horas entre las ruinas.

Marchábamos despacio por la muralla adelante hacia las Barquillas de Lope, cuando encontramos a dos padres del Carmen que volvían apresuradamente a su casa.

-Adiós, Sr. Advíncula -dijo lord Gray.

-¡San Simeón bendito! -exclamó perplejo uno de los frailes-. ¡Es milord! ¡Quién le había de conocer en semejante traje!

Uno y otro carmelita rieron a carcajada tendida.

-Voy a soltar el manto real.

-Creíamos que milord se había marchado a Inglaterra.

-Y me alegré, sí señor me alegré -dijo el más joven- porque no quiero compromisos, y milord me está comprometiendo. Acabáronse las condescendencias peligrosas.

-Bueno -dijo Gray con desdén.

El más anciano preguntó:

-¿Entró al fin milord en el seno de la iglesia católica?

-¿Para qué?

  —224→  

-Ese traje -dijo fray Pedro Advíncula con sorna- indica que milord se prepara a ello con dolorosas penitencias... Veo que ahora usted se las arregla usted por sí mismo, y que no necesita amigos.

-Sr. Advíncula, ya no los necesito. ¿Sabe usted que mañana me marcho?

-¿Sí? ¿Para dónde?

-Para Malta. Nada tengo que hacer en Cádiz. Vayan al diablo los gaditanos.

-Me alegro. La señora se defiende bien. Su casa es una fortaleza a prueba de galanes. ¿Sabe usted que lo ha hecho por consejo mío?

-¡Picarón!...

-¿De veras que ya no hay nada?

-Nada.

-Es una determinación acertada. Hágase usted católico y le prometo arreglarlo todo.

-Ya es tarde.

Advíncula rió de muy buena gana, y apretando las manos al lord, ambos frailes se despidieron de él con cariñosas demostraciones,




ArribaAbajo- XXIII -

Dos horas después, lord Gray estaba en el salón de su casa, vestido como de costumbre, después de haber borrado con abundantes abluciones la huella de sus barrabasadas picarescas.

Vestido al fin con la elegancia y el lujo   —225→   que le eran comunes, mandó que pusiesen la cena, y en tanto que venían dos personas a quienes dirigió verbal invitación por conducto de sus criados, paseábase muy agitado en la larga estancia. A ratos me dirigía algunas palabras, preguntas incongruentes y sin sentido; a ratos se sentaba junto a mí como intentando hablarme, pero sin decir nada.

Como el oro improvisa maravillas en la casa del rico, la mesa (sólo había en ella cuatro cubiertos) ofrecía esplendidez portentosa. Centenares de luces brillaban en dorados candelabros, reflejándose en mil chispas de varios colores sobre los vasos tallados y los vistosos jarros llenos de flores y frutas. El mismo desorden que allí había, como en todo lo perteneciente a lord Gray, hacía más deslumbradora la extraña perspectiva del preparado festín.

Al fin, mostrando impaciencia, dijo el inglés:

-Ya no pueden tardar.

-¿Los amigos?

-Son amigas. Dos muchachas.

-¿Las que dan quehacer a la señora Alacrana?

-Araceli -dijo con inquietud- ¿usted oyó el coloquio que conmigo tuvo aquella mujer?... Es una indiscreción. Los buenos amigos cierran los oídos al susurro de lo que no les importa.

-Yo estaba tan cerca, y la señora Alacrana se cuidaba tan poco de la presencia de un extraño, que no pude cerrar los oídos. Milord, lo oí todo.

  —226→  

-Pues muy mal, muy mal -exclamó con acritud-. Todo aquel que se jacte de conocer lo que yo quiero ocultar hasta de Dios, es mi enemigo. ¿No he dicho lo mismo otra vez?

-Entonces reñiremos, lord Gray.

-Reñiremos.

-¿Por tan poca cosa? -dije afectando buen humor, pues no me convenía chocar con él en ocasión tan inoportuna-. Yo soy el más discreto y prudente de los hombres. Usted mismo me ha puesto al corriente de sus aventuras. Vamos, amigo mío, seamos francos. ¿No me dijo usted mismo que pensaba llevársela a Malta?

Lord Gray sonrió.

-Yo no he dicho eso -exclamó vacilando.

-Usted... usted mismo. Y yo prometí ayudarle en la empresa, a cambio de su auxilio para matar a mi aborrecido rival Currito Báez.

-Es verdad -dijo riendo-. Bien, amigo mío. Mataremos a Currito y robaremos a la muchacha. En caso de que necesite ayuda ¿puedo contar con usted?

-Sin duda. Sólo me falta saber para cuándo se dispone el gran golpe.

-¿Qué golpe?

-El del rapto.

Lord Gray meditó largo rato. Sin duda vacilaba en fiarse de mí.

-Para el rapto no necesito de nadie -dijo al fin-. Necesitaré sí para huir de Cádiz, lo cual no es cosa fácil.

-Yo sacaré a usted del apuro. Sepamos cuándo...

  —227→  

-¿Cuándo?

-Para ayudar a usted necesito pedir licencia con anticipación.

-Es verdad. Pues bien. Antes me arrancaré la lengua que revelarle a usted todavía el lugar y la persona...

-Ni yo quiero saberlo: lo que me importa es la hora...

-Es cierto... Bien; repito que ni lugar ni persona los sabrá usted. Diré únicamente...

Sacó un papel que reconocí como el mismo que le entregara la Alacrana, y añadió:

-Este papel fija día y hora. Será mañana por la noche.

-Basta. Es todo lo que necesito saber. Mañana por la noche.

-Lo demás no lo diré ni a mi sombra. Temo traiciones y emboscadas y desconfío hasta de mis mejores amigos.

-Ni yo quiero ser indiscreto preguntando... No me importa. Me basta saber que mañana a la noche tengo que venir a Cádiz para ponerme a disposición de un amigo a quien estimo mucho.

Yo pensé que lord Gray escondería de mis ojos el papel que tan extraños avisos traía para él, pero con gran sorpresa mía, me lo mostró. Era una hoja de un libro, en cuyo margen había algunas rayas con lápiz.

-¿Esta es la carta? A fe que no puedo entender lo que dice, ni es fácil conocer el carácter de la escritura.

-Yo lo entiendo bien... Estas rayas se refieren a determinadas letras de los renglones   —228→   impresos y con un poco de paciencia se descifra. Pero me parece que sabe usted bastante. Silencio, pues, y no se nombre más este asunto. Me mortifica, me pone nervioso y colérico el ver que hay alguien que posee una parte de mi secreto. Ahora no pensemos más que en Currito Báez. Amigo, siento deseo irresistible, anhelo profundo de matar a un hombre.

-Yo también.

-¿Cuándo le despachamos?

-Mañana por la noche se lo diré a usted.

-¿Quiere usted que le ejercite un poco en la esgrima?

-Nada más oportuno. Vengan los floretes. Espero adquirir de aquí a mañana tanta destreza como mi maestro.

Empezamos a tirar.

-¡Oh, qué fuerte está usted, amigo! -dijo al recibir una estocada medianilla.

-No estoy mal, no.

-¡Pobre Currito Báez!

-Sí. ¡Pobre Currito Báez! Mañana veremos.

Sonó en la escalera gran estrépito, suspendimos al punto el juego, permaneciendo con los floretes en la mano en actitud observadora, y he aquí que entran metiendo ruido y cual brazos de mar que todo lo arrollan e inundan delante de sí, dos mozas de lo mejor que puede criar Andalucía. ¿Las conocéis? Eran María Encarnación llamada la Churriana y Pepilla la Poenca, a quien nombraban así por ser sobrina del Sr. Poenco.

-¡Endinote! -exclamó una corriendo ligerísima hacia mi amigo-. ¿Cómo tanto tiempo   —229→   sin verte? ¿No sabías que esta probe se estaba muriendo?

-Miloro está encalabrinao por aquí dentro, y ya no quiere nada con la gente de la Viña.

-Amable canalla -dijo el inglés-, sentaos. Sentaos y cenemos.

Los cuatro tomamos asiento y no pasó después nada digno de contarse, por lo cual me abstengo de quitar espacio y atención a asuntos de mayor importancia.