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ArribaAbajo- XXIV -

D. Diego de Rumblar fue a despertarme a mi alojamiento en la tarde del siguiente día. No habiendo podido dormir en la noche, había pasado en calenturientos sueños parte del día, y me hallaba al despertar afectado de gran postración. Mi alma llena de tristeza se abatía, incapaz del menor vuelo, y encontrándose inferior a sí misma, hasta parecía perder aquella antigua pena que le producían sus propias faltas, y se adormecía en torpe indiferencia. Tolerante con los errores, con los extravíos, con el mismo vicio, iba degradándose de hora en hora. D. Diego me dijo:

-Te participo que el sábado de esta semana tendrán lugar en casa dos acontecimientos. Yo me caso y mi hermana entrará de novicia en las Capuchinas de Cádiz.

-Lo celebro.

  —230→  

-Ya he perdido aquellos escrúpulos, hijos de una delicadeza excesiva y ridícula. Mi mamá me dice que soy un asno si al punto no me decido.

-Tiene razón.

-Además, chico, has de saber que mi mamá me ha sitiado por hambre.

-¡Por hambre!

-Sí, hombre. Asegura que nuestra fortuna está por los suelos a causa de la guerra, y luego añade: «Como no te cases, hijo, ¡no sé cómo podremos vivir!». A todas estas ni un real para mis gastos. Eminente joven, gloria de la patria, si le prestaras cuatro duros al señor conde de Rumblar, Europa entera te lo agradecería.

Le di los cuatro duros.

-Gracias, gracias, benemérito soldado. Te los pagaré cuando me case. Dime, ¿no te parece que hago bien en desechar vanos escrúpulos?

-¿Eso qué duda tiene?

-Lord Gray no ha vuelto por casa; nadie sabe dónde está, y es probable, que haya marchado a Inglaterra.

-Creo que en efecto se ha marchado a su país.

-Te advierto que mi novia no me puede ver ni pintado; pero eso no hace al caso. Mi madre me ha bloqueado por mar y tierra, y yo me rindo, chico, me rindo a discreción. Con mi señora mamá no hay burlas, amiguito. Si vieras qué coscorrones me da... He tenido que hacer llaves nuevas para poder salir de   —231→   noche. Pues ¿y mis hermanitas y mi novia? Hace lo menos dos meses que no saben de qué color es la calle. Ni siquiera salen a misa; en paseos no hay que pensar. Han sido clavados por dentro los cristales de los balcones, y no se les permite que tengan a la mano papel, tinta ni plumas. Las tres infelices están que da lástima verlas de marchitas y acongojadas, y de seguro preferirían la peor vida del mundo a la que ahora llevan, aguantando con gusto palos de marido o rigores de abadesa, con tal de abandonar las sombrías mazmorras de mi casa. No ven a otros hombres que a mí y a D. Paco. ¿Te parece que estarán divertidas?

-¿Usted sale por las noches de su casa?

-Sí; ¿no sabes que ahora voy todas las noches a una reunión de hombres solos donde se trata de política? ¡Encantadora, deliciosa es la política! Pues te diré: nos juntamos en una casa de la calle de la Santísima Trinidad y allí estamos horas y más horas hablando de la democracia y del servilismo, diciendo perrerías de los frailes escribiendo a trozos el graciosísimo papel satírico que se llama el Duende de los Cafés. Nos ocupamos de la vida y milagros de todo quisque, y criticamos sin piedad. Pero lo más salado es aquella parte en la cual con mucho donaire nos burlamos de los clérigos, de la Inquisición, del Papa, de la santa Iglesia y del Concilio de Trento. Átame esa mosca...

-Por fuerza anda en ese lío el gran Gallardo.

-Si mi madre supiera esto, me colgaría del techo de la sala, ya que no tenemos almenas   —232→   en que hacer conmigo un escarmiento. Vamos ahora a la tertulia. También nos reunimos de día. Hoy van a leer un folleto que ha escrito uno en contestación al Diccionario manual para inteligencia de ciertos escritores que por equivocación han nacido en España. ¿Conoces ese librito? Es una sarta de necedades. Ostolaza lo ha llevado a casa, y por las noches él, el Sr. Teneyro y mamá lo leen y celebran mucho sus sandios chistes y groserías. Verás el que va a salir en contestación.

-Por pasar el rato iremos allá -dije disponiéndome a salir.

-Esta noche -añadió- iremos a casa de Poenco. Te convido a echar unas copas...

-Magnífica idea. Cuando la señora doña María duerma sale usted, se mete la llave en el bolsillo, y a casa de Poenco... Pasaremos una buena noche. Sé que estarán allí María Encarnación y Pepilla y la Poenca.

-Me chupo los dedos, amigo Araceli, con la noticia. Allá voy de cabeza. Mi señora madre duerme como una piedra, y no advierte mis escapatorias.

-Pero lo advertirán las hermanitas.

-Ellas lo saben, y me impulsan a salir para que les cuente lo que ocurre por ahí durante la noche. También voy al teatro. Las pobrecitas llevan una vida... Como duermen juntas las tres en una misma alcoba, se entretienen de noche contándose historias en voz baja.

Llegamos a la calle de la Santísima Trinidad y en un cuarto bajo, oscuro y humildísimo,   —233→   había hasta dos docenas de personas de diferentes edades, aunque abundaban más que los viejos los jóvenes, todos alegres y bulliciosos, como grey estudiantil, vestidos de voluntarios los unos y con sotana un par de ellos, si no estoy trascordado. Describir la confusión y bulla que allí reinaba fuera imposible; pintar la variedad de sus fachas, la movilidad de sus gestos y la comezón de hablar y reír que les poseía, fuera prolijo. Unos se sentaban en desvencijadas sillas, otros de pie sobre las mesas haciendo de estas tribuna, se adiestraban en el ejercicio parlamentario; algunos disputaban furiosamente en los rincones, y no faltaba quien en las rodillas o sobre el breve espacio de mesa que dejaban libre los pies de los oradores, emborronaba cuartillas. Era aquello un nido, una hechura de políticos, de periodistas, de tribunos, de agitadores, de ministros, y daba gusto ver con cuánto donaire rompían el cascarón los traviesos polluelos.

Aquello era club incipiente, redacción de periódico, academia parlamentaria, todo esto, y algo más. ¡Qué hervidero! ¡Cuántas pasiones, cuántas crisis, cuántas revoluciones, cuánta historia, en fin, bullían dentro da16 aquel pastel que acababa de ponerse al fuego! Los huevecillos que deposita la mariposa para dar vida al gusano no se abren, no echan fuera la diminuta criatura, ni esta se desarrolla con más presteza al calor de la primavera que aquellos inocentes embriones de gente política. Su precocidad asombraba, y oyéndoles   —234→   hablar, se les creía capaces de dar guerra al universo entero.

Al punto D. Diego y yo fuimos tratados como antiguos amigos.

-Ahora va a venir ese insigne bibliotecario de las Cortes -dijo uno- y nos acabará de leer su obra.

-Ya veo cómo tiemblan los frailes panzudos y los rollizos canónigos. Yo he dicho que debe grabarse letra por letra con oro y plata en las esquinas de las calles.

-¡Aquí está, aquí está el insigne Gallardo!

Era altísimo, flaco, desgarbado, amarillento, siendo de notar en su rostro la viveza de los ojos así como la regular longitud de las abanicadas orejas. ¡Singular hombre! Cincuenta años después le habéis visto en las calles de Madrid desfigurado por el medio siglo; pero siempre distinguiéndose muy bien por la prolongación longitudinal de su persona; le habréis visto siempre flaco, siempre amarillo, pero antes atrabiliario que jovial, marchando aprisa con los bolsillos de un como redingot17 gris llenos de libros viejos, con su sombrero de hule hecho a las injurias de aguas y soles; y si por acaso dirigisteis vuestros pasos a la Alberquilla, dehesa próxima a Toledo, le veríais allí sepultado en una biblioteca, donde le devoraba, como a D. Quijote la caballería, la estupenda locura de los apuntes; le veríais encerrado semanas enteras, sin tomar otro alimento que el modestísimo de una diaria ración de sopas de leche. Algo había en aquella cabeza, para ofrecer el fenómeno de que   —235→   sabiendo cuanto había que saber en materia de libros, y siendo el almacén de apuntes y datos y noticias más colosal que ha existido en el mundo, jamás hiciese cosa de provecho.

Pero ustedes no conocieron a Gallardo como yo le conocí, en la plenitud de su frenesí clerofóbico; ustedes no le oyeron leer como yo las célebres páginas del Diccionario burlesco, el libro más atroz y más insolente que contra la religión y los religiosos se había escrito en España. Estaba poseído de un estro impío, y fue la primera musa de esa gárrula poesía progresista que durante muchos años atontó a la juventud, persuadiéndola de que la libertad consiste en matar curas.

-¡A leer, a leer! -gritaron seis o siete voces.

-¿Has acabado el párrafo del cristianismo?

-Calma y no me vuelvan loco -dijo Gallardo sacando unos papelotes-. No se puede ir tan aprisa.

-Si estás a la mitad, insigne bibliotecario, habrás llegado al parrafillo de la Inquisición que caerá en la I.

-No, porque pongo la Inquisición en la y griega.

Grandes y estrepitosas y retumbantes risas.

-Atended un poco. A ver qué os parece esto de la Constitución -dijo sentándose, mientras se formaba corrillo en torno suyo-. Ya sabéis que el asno hilvanador del Diccionario manual decía que la Constitución será una taracea de párrafos de Condillac cosidos   —236→   con hilo gordo... Pero mirad antes cómo defino el Cristianismo. Digo así: «Amor ardiente a las rentas, honores y mandos de la Iglesia de Cristo. Los que poseen este amor saben unir todos los extremos y atar todos los cabos, y son tan diestros que a fuerza de amor a la esposa de Jesucristo, han logrado tener a su disposición dos tesorerías, que son las del arca-boba de la corte de España y la de los tesoreros de las gracias de la corte de Roma». Ya veis que he parafraseado lo que dijo el Manual en el párrafo del Patriotismo.

-Bartolillo -preguntó uno-, ¿y no le has contestado nada a aquello de que el alma es un huesecillo o ternilla que hay en el celebro, o según otros en el diafragma, colocado así como el palitroquillo que se pone dentro de los violines?

-Paciencia. Allá va lo que pongo a la voz Fanatismo... «Enfermedad físico-moral, cruel y desesperada, porque los que la padecen aborrecen más la medicina que la enfermedad. Es una como rabia canina que abrasa las entrañas, especialmente a los que arrastran holapandas18. Los síntomas son bascas, convulsión, delirio, frenesí; en su último período degenera en licantropía y misantropía, en cuyo estado el enfermo se siente con arranques de hacer una gran hoguera para quemar a medio linaje humano».

-Eso está bien dicho; pero algo frío, Bartolo.

-Duro, más duro en ellos. Veamos cómo te desenvuelves en la voz Fraile.

  —237→  

-Frailes... Atención -continuó el lector-. Una especie de animales viles y despreciables que viven en la sociedad a costa de los sudores del vecino en una especie de café-fonda, donde se entregan a todo género de placeres y deleites, sin más que hacer que rascarse la barriga.

Aquí no pudieron contener los mozalbetes su entusiasmo, y fue tal la algazara y el jaleo de pies y manos, que los transeúntes se detenían en la calle sorprendidos por el estentóreo ruido.

-Vaya, señores, que no leo más -dijo Gallardo guardando sus papeles con orgullo-. Esto va a perder la novedad cuando se publique.

-Bartolo, echa el Obispo.

-Bartolo, léenos el Papa.

-Eso se quedará para mañana.

-Ya andan por ahí los Zampatortas con la cabeza inclinada como higo maduro desde que saben va a salir tu Diccionario.

-Bartolo, ¿escribes hoy algo contra Lardizábal?

Lardizábal, individuo de la Regencia que había dejado de funcionar el año anterior, publicó en aquellos días un tremendo folleto contra las Cortes.

-¿Yo? Jamás le he echado paja ni cebada al señor Lardizábal.

-Hombre, defendamos la soberanía de la nación.

-Si no tiene más enemigos que Lardizábal... Sopla, y vivo te lo doy...

  —238→  

-Mañana saldrá bueno nuestro Duende.

-Cuando sea diputado -dijo uno que por lo enteco parecía sietemesino- pediré que todos los frailes que hay en España sean destinados a dar vueltas a las norias para sacar agua.

-De ese modo se regará muy bien la Mancha.

-Señores, no olvidarse de que mañana habla Ostolaza y quizás D. José Pablo Valiente.

-Hay que ir a la tribuna.

-Yo esperaré en la calle para ver la función de salida.

-Eh... Antonio, échanos un discurso.

-Un discurso como el de anoche, y sobre el mismo tema de la democracia.

-Pero no digas, como el Diccionario manual, que la democracia «es una especie de guarda-ropa en donde se amontonan confusamente medias, polainas, botas, zapatos, calzones y chupas, con fraques, levitas y chaquetas, casacas, sortúes y capotes ridículos, sombreros redondos y tricornios, manteos y unos monstruos de la naturaleza que se llaman abates».

-De ese modo ha querido pintar a las Cortes.

-La democracia -dijo otro mozalbete con voz elocuente, aunque ceceosa- es aquella forma de gobierno en que el pueblo, en uso de su soberanía, se rige por sí mismo, siendo todos los ciudadanos tan iguales ante la ley que ellos se imponen, como lo somos los desterrados hijos de Eva a los ojos de Dios.

-Hombre, repíteme eso que es muy bonito,   —239→   y quiero aprenderlo de memoria para decírselo a mi papá esta noche al tiempo de cenar. A mi papá, que es muy liberal, le gustan estas cosas.

Yo me aburría entre aquella gente, sin poder sacar sustancia de tan inaguantable confusión de voces diversas, ni de aquel laberinto de opiniones, de insensateces, de puerilidades, manifestadas en coro inarmónico, cuyo susurro hubiera enloquecido la cabeza más fuerte. Dije a D. Diego, que me marchaba, y él se empeñó en que le acompañase hasta el fin.

-Yo oigo atentamente todo lo que hablan -me dijo- para aprendérmelo de memoria y soltarlo después en los cafés y en los ventorrillos. De este modo voy adquiriendo fama de gran político, y cuando me acerco a la mesa del café, todos me dicen: «a ver, D. Diego, qué piensa usted de la sesión de hoy».

Nos detuvimos un poco más; pero al fin pude sacarle con grandes esfuerzos de allí, y nos marchamos a tomar el fresco a la muralla.

-¿Qué diría doña María -le pregunté- si ahora me presentase yo en la casa?

-Hombre, se me figura que mi señora madre no te juzga del todo mal. Ostolaza dice de ti mil herejías; pero mamá se opone a que hablen mal de nadie delante de ella... Sin embargo, tienes en casa fama de ser un terrible conquistador de hermosuras. Más vale que no vayas allá. ¡Ah, pícaro!, ya sé que te gusta mi hermanita Presentación. Todos los días me pregunta por ti... Por mi parte si la quieres... yo sé que eres un hombre honrado.

  —240→  

-En efecto, me agrada.

-Como que te la llevaste a las Cortes una tarde... Sí, cuando salieron y cayó la bomba, y les dio auxilio el padre Pedro de Advíncula... El pobre D. Paco estuvo enfermo cinco días... volvió a casa lleno de bizmas, porque el estallido de la bomba, ¡asómbrate, chico!, le molió como si le hubieran dado una paliza.

-¡Desgraciado preceptor!... No olvide usted, amiguito, que esta noche hemos de ir a casa de Poenco.

-Sí; a olvidarme iba. Las carnes me tiemblan ya del gusto. ¿Dices que va Pepilla la Poenca?

-Y toda la flor de la majeza.

-Me parece que no ha de llegar el momento en que mi señora mamá cierre los ojos.

-Aguardo en Puerta de Tierra.

-Puerta del Cielo debía llamarse. ¿Irá también la Churriana?

-También.

-Pues aunque supiera que mi mamá estaba en vela toda la noche... adiós... me voy a cenar y a rezar el rosario. Dentro de hora y media estaré allá... Tunante, diré a Presentación que te he visto. ¡Qué contenta se va a poner!

Cuando nos separamos visité de nuevo a lord Gray, y como le encontrara dispuesto a salir a la calle, le dije:

-Milord, la señora condesa (Amaranta) me encargó ayer que rogase a usted pasase a verla.

-Ahora mismo marcharé allá... ¿Está usted libre esta noche?

-Libre, y a la orden de usted.

  —241→  

-Será algo tarde cuando yo necesite de su auxilio. ¿Dónde nos encontraremos?

-No es preciso fijar sitio -repuse-. Yo tengo la seguridad de que nos encontraremos. Una súplica tengo que hacer a usted. Mi espada no es buena. ¿Quiere usted prestarme esa magnífica hoja toledana que está en la panoplia?

-Con mil amores: ahí va.

Diómela, y cambié su arma por la mía.

-¡Pobre Currito Báez! -dijo riendo-. Han fijado ustedes el duelo para esta noche. Pero, amigo mío, yo no puedo estar en todas partes. Esta noche no podré asistir a la muerte de ese hombre.

-¿Pues no ha de poder? Hay tiempo para todo.

-Fijemos horas.

-No es preciso. Ya nos encontraremos. Adiós.

-Pues adiós.

Era de noche y corrí al ventorrillo. Don Diego tardó mucho; pasó una hora, pasaron dos y yo no cabía en mí de ansiedad y afán. Por fin le vi aparecer y calmose mi febril impaciencia con su llegada.

-Poenco -gritó dando manotadas sobre la mesa- trae manzanilla. ¿Hay algo de pescado para hacer sed?... Querido Gabriel, hombre benévolo y caritativo, pongo en tu conocimiento que ahora al pasar por la calle del Burro me dieron ganas de entrar en casa de Pepe Caifás, y allí perdí los cuatro duros que me diste esta tarde. ¿Llevarías tu longanimidad   —242→   hasta el extremo de darme otros cuatro? Ya sabes que me caso pronto.

Le di lo que me pedía.

-Señor Poenco, ¿dónde está Pepilla?

-Ha ido a confesar y está haciendo penitencia.

-¡A confesar! ¿Tu hija se confiesa? No la dejes acercarse a ningún fraile. Ya sabes que los frailes son unos animales viles y despreciables que viven en la ociosidad y holganza en una especie de café-fondas donde se entregan a todo género de placeres...

-Todo lo que gastemos lo pago yo, tío Poenco -dije-. Venga Jerez.

-Gracias, gracias, valiente soldado. Siempre has sido generoso. De modo que podré emborracharme... Poenquillo, ¿me sabrás decir dónde se puede ver esta noche a María Encarnación?

-Señorito D. Diego -dijo el pícaro- no me comprometeré yo a decirle dónde está, manque me diera esos cuatro soles de plata mejicana, porque María Encarnación salió de aquí con Currito Báez, y tomando hacia la calle del Torno de Santa María... cétera, cétera.

Entraron varios majos ya de nosotros conocidos, y D. Diego les convidó a beber, lo cual lejos de molestarles les causó muchísimo agrado.

-¿Vienes de las Cortes, Vejarruco? -preguntó D. Diego a uno de ellos.

-Sí... y qué borrasca han armado allí con el papé de Lardizábal.

-Toos, toos son unos pillos -exclamó Lombrijón-.   —243→   ¡Qué gomitaeras tenía aquel diputao alto, berrendo, querencioso, y qué cosas les dijo cuando le dio aquel súpito, engrimpolándose too!...

-¿Qué entiendes tú de eso, Lombrijón?... Si lo que dijo fue que el puebro...

-En las orejas tengo el voquible, Vejarruco. Fue lo de la mococrasia...

-Apostad a cuál es más bruto -dijo don Diego con pedantería-. La democracia, y no la mococrasia es aquella forma de gobierno en que el pueblo, en uso de su soberanía se rige por sí mismo, siendo todos los ciudadanos iguales ante la ley...

-Justo y cabal. ¡Qué bien parla este angelito! Si en mi poder estuviera, mañana sería diputado.

-Algún día me votaréis, amigos Vejarruco y Lombrijón -dijo mi amigo sintiendo ya en su cabeza con los vapores del generoso licor el humo de la vana ambición.

-¡Viva el puebro soberano! -gritó Vejarruco.

-¡Vivan las Cortes! -gruñó Lombrijón batiendo palmas con el ritmo de la malagueña-. Lo que igo es que un ruedo de muchachas bailando, con un par de guitarras y otros tantos mozos güenos y un tonel de lo de Trebujena que dé güelta a la reonda, me gustan más que las Cortes, donde no hay otra música que la del cencerro que toca el presiente y el romrom de los escursos.

-Que vengan las muchachas, que vengan las guitarras -gritó el de Rumblar, dueño   —244→   ya tan sólo de la mitad de su corto entendimiento.

-Poenco, si las traes te hacemos...

-Te hacemos diputao...

-¿Qué es eso? ¡Menistro! ¡Viva la libertad de la imprenta y el menistro señó Poenco!

Mientras de este modo se enardecía el espíritu y se exaltaban los sentidos de aquellos bárbaros, iba pasando mucho tiempo, más tiempo del que yo quería que pasase sin poner en ejecución mi pensamiento. Habían sonado las nueve, las diez, casi las once.

Más fuerte que si tuviera algo dentro, la cabeza de mi amigo D. Diego resistía a frecuentes trasiegos del ardiente líquido; pero cuando vinieron las mozas y comenzó la música, el noble vástago perdió los estribos y dio con su alma y su cuerpo en el torbellino de la más grosera orgía que ventorrillo andaluz puede ofrecer al sibaritismo. Bailó, cantó, pronunció discursos políticos sobre una mesa, imitó el pavo y el cerdo, y por último, ya muy tarde, cuando el afán me devoraba y la impaciencia me tenía nervioso y aturdido, dio con su noble cuerpo en tierra, cayendo inerte, como un pellejo de vino. Las mozas formaban elegantes parejas con Vejarruco y Lombrijón; los guitarristas se divertían por su cuenta en otro extremo de la taberna, roncaba como una bestia enferma el gran Poenco y la ocasión era propicia para mí. Tomé las dos llaves que el durmiente D. Diego llevaba en su bolsillo, y corrí como un insensato fuera de la taberna.

  —245→  

La repugnante zambra habíase alargado bastante, porque eran ya casi las doce.




ArribaAbajo- XXV -

Yo no corría, volaba, y en poco tiempo llegué a la calle de la Amargura, mortificado por el recelo de acudir tarde. Un hombre que se lanza desesperado al crimen no experimenta en el instante de perpetrar su primer robo, su primer asesinato, emoción tan viva como la que yo experimenté cuando introduje la llave, cuando le di vueltas poco a poco para evitar todo ruido, cuando empujando la puerta ya abierta, esta cedió ante mí sin rechinar, merced a las precauciones que con este fin había tomado D. Diego. Entré, y por un rato halleme desorientado en la profunda oscuridad del zaguán; pero a tientas y cuidadosamente pude llegar al patio, donde la claridad del cielo que por la cubierta de vidrios entraba, me permitió marchar con pie más seguro. Abriendo la segunda puerta que daba paso a la escalera, subí muy despacio asido al barandal.

El corazón me latía con loca presteza, pareciéndome tan desmesuradamente ensanchado, que experimenté la sensación de llevar dentro del pecho un objeto mayor que la casa en que estaba. Me tenté la espada, por ver si estaba en mi cintura, y probé si salía con holgura   —246→   de la vaina. En las sombras que me rodeaban, creía ver a cada instante la imagen de lord Gray y otra imagen, corriendo ambas fuera de la casa profanada. Verdaderamente, señores, discurriendo con serenidad, no podía darme cuenta del objeto de mi arriesgada expedición allí dentro. ¿Iba a satisfacer en la persona de lord Gray mi anhelo de venganza, iba a gozarme en mi propio desaire o a impedir la violenta determinación de los locos amantes? Yo no lo sabía. En mi pecho bullían ardientes furores, y se quemaba mi frente circundada por anillo de candente hierro. Los celos me llevaban en sus alas negras llenas de agudas uñas que desgarran el pecho, y dejándome arrastrar, no podía prever cuál sería el término de mi viaje.

Al llegar al corredor de cristales que daba vuelta a todo el patio, percibí con claridad los objetos, por la mucha luz de la luna que allí penetraba. Entonces medité, y formulando vagamente un plan, dije:

-Aquí buscaré un sitio donde ocultarme. Lord Gray no puede haber llegado todavía. Le espero, y cuando venga le saldré al paso.

Puse atento el oído, y creí sentir un rumor vago. Parecíame ruido de faldas y pasos muy tenues. Aguardando un rato, al cabo distinguí una forma de mujer que salía al corredor por la puerta menos próxima al sitio donde yo me encontraba. Había allí un alto, pesado y negro ropero que proyectaba sombra muy oscura sobre sus costados, y junto a él me guarecí. Atisbé la figura que se acercaba,   —247→   y al punto la reconocí. Era Inés. Acercábase más, y al fin pasó por delante de mí. Yo me aplasté contra la pared: hubiera querido ser de papel para ocupar el menor espacio posible.

A la escasa luz pude advertir en ella una gran confusión. Inés iba hacia la escalera, volvía, tornaba a adelantar, retrocediendo después. Sus ademanes indicaban zozobra vivísima, más que zozobra, desesperación. Exhalaba hondos suspiros, miraba al cielo como implorando misericordia, reflexionaba después con la barba apoyada en la mano, y al fin volvía a sus anteriores inquietudes.

-Es que le espera -dije para mí-. Lord Gray no ha venido.

Inés entró de repente en las habitaciones y salió al poco rato con un largo mantón negro sobre la cabeza. Andaba con gran cautela, y sus delicados pies parecía que apenas esfloraban los ladrillos del piso. Volvió a pasar junto a mí, dirigiéndose a la escalera, pero retrocedió otra vez.

-Está loca -pensé- se dispone a salir sola. Sin duda él le espera en la calle.

La muchacha descendió dos o tres peldaños, y tornó a subir. Entonces observé claramente su rostro; estaba muy inmutada. Balbucía o ceceaba, y su soliloquio, en que se le escapaban voces articuladas, era de los que indican una gran agitación del alma. Algunas voces tenues y confusas que salían de sus labios, llegaron a mi oído y percibí con toda claridad estas dos palabras: «Tengo miedo».

  —248→  

Al pasar cerca de mí, no sé si sintió mi respiración o el roce de mi cuerpo contra la pared, porque me era imposible permanecer en absoluta quietud. Estremeciose toda, miró al rincón, y de seguro me vio, es decir, vio un bulto, un fantasma, un ladrón, cualquiera de esos vestigios o imaginarios duendes de la noche, que asustan a los niños y a las muchachas tímidas. En el paroxismo de su miedo, tuvo, sin embargo, bastante presencia de ánimo para no gritar; quiso correr, mas le faltaron las fuerzas. Maquinalmente salí de mi escondite, dando algunos pasos hacia ella, la vi temblorosa con los ojos desencajados y las manos abiertas, acerqueme más, y le dije en voz muy baja:

-Soy yo; ¿no me conoces?

-Gabriel -dijo como quien despierta de un mal sueño-. ¿Cómo has entrado aquí? ¿Qué buscas?

-No me esperabas sin duda.

Su acento de profunda sorpresa no indicaba pesadumbre ni contrariedad. Después añadió:

-No parece sino que te ha enviado Dios en socorro mío. Acompáñame: tengo que salir a la calle.

-¡A la calle! -exclamé más desconcertado aún.

-Sí -dijo recobrando19 la zozobra que al principio había advertido en ella-; quiero traerla aunque sea arrastrada por los cabellos... ¡Ay! Gabriel, estoy tan angustiada que no sé cómo contarte lo que me pasa. Pero vamos, acompáñame.   —249→   No me atrevía a salir sola a estas horas.

Diciendo esto tomaba mi brazo, y con impulso convulsivo me empujaba hacia la escalera.

-Esta casa está deshonrada... ¡Qué vergüenza! Si mañana despierta doña María y no la encuentra aquí... Vamos, vamos. Yo espero que me obedecerá.

-¿Quién?

-Asunción. Voy a buscarla.

-¿En dónde está?

-Se ha marchado... Ha huido... Vino lord Gray... En la calle te contaré...

Hablábamos tan bajo que nos decíamos las palabras en el oído. En un instante y andando con toda la prisa que permitía la oscuridad de la casa, bajamos, abrimos las puertas y nos encontramos en la calle.

-¡Ay! -exclamó al ver cerrar por fuera la puerta-. En mi atolondramiento se me olvidaba, al querer salir, que no tenía llaves para abrir la puerta.

-Pero ¿a dónde vas tú, a dónde vamos?

-Corramos -dijo aferrándose a mi brazo.

-¿A dónde?

-A la casa de lord Gray.

Aquel nombre encendió de nuevo mi sangre, y pregunté con desabrimiento:

-¿Y a qué?

-A buscar a Asunción. Tal vez lleguemos a tiempo para impedir su fuga de Cádiz... Está loca esa muchacha, loca, loca, loca... Gabriel, ¿con qué objeto entrabas esta noche en   —250→   la casa? ¿Ibas a buscarme?... ¿Ibas de parte de mi prima?

-Pero lord Gray... Explícame eso.

-Lord Gray entró esta noche. Asunción le esperaba... levantose callandito de su cama y se vistió. Yo desperté también... Asunción se llega a mi cama cuando iba a partir, y besándome, en voz muy bajita me dijo: «Inés de mi corazón, adiós, me voy de esta casa». Yo salté de mi cama, quise detenerla, pero la pícara lo tenía todo muy bien dispuesto y salió con gran ligereza. Quise gritar, pero tuve miedo... La idea de que despertase doña María en aquel instante me hacía temblar... Se fueron muy despacito, y cuando me quedé sola... ¡Ay! La insensatez de esa muchacha, a quien todos tienen por santa, me enardecía la sangre. Lord Gray la ha engañado; lord Gray la abandonará... Vamos, vamos pronto.

-¡Me parece que estoy soñando! De modo que Asunción... ¿Pero qué vamos a hacer, qué vamos a decir a Asunción y a lord Gray?

-¿Y eso dice un hombre, un caballero, un militar que lleva una espada? Cuando les vi salir sentí un impulso de cólera... quise correr tras ellos... luego me ocurrió llamar a los de la casa... pero después, pensando que lo mejor sería impedir la fuga de Asunción, discurrí si podría traerla de nuevo a casa, con lo cual la condesa no se enterará de nada... Yo pedí auxilio al cielo y dije: «Dios mío, ¿qué puede hacer una mujer, una pobre y desvalida mujer, contra la perfidia, la astucia y la fuerza de ese maldito inglés? Dios poderoso, ayúdame   —251→   en esta empresa». Cuando yo decía esto te me presentaste tú.

-¿Y cuál es tu intención?

-Yo dudaba si salir o no. Era una locura salir... ¿Qué hubiera podido lograr sola? Nada. Ahora es distinto. Me presentaré en casa de ese bandido; procuraré convencer a esa desgraciada de la miserable suerte que le espera. ¡Oh!, nunca la creí capaz de acto tan abominable... Haré lo posible por traérmela conmigo. Un hombre me acompaña, no temo a lord Gray, y veremos si persiste en sus viles proyectos delante de mí.

-No persistirá. Lo que está pasando es un plan admirable de la Providencia.

-La pobre Asunción es una tonta. Su fondo es bueno, pero con la santidad, con el encierro y con lord Gray se le ha convertido la imaginación en un hervidero. Nos queremos mucho. Varias veces he conseguido de ella con mis cariñosas amonestaciones más que su madre con el rigor y toda la Iglesia católica con sus santidades... Volverá, volverá con nosotros... ¡Qué peligroso paso!... ¡Ella y yo fuera de casa!... Corramos, corramos. La casa de ese hombre está en el fin del mundo.

-Lord Gray abandonará su presa. Ya pronto llegamos. Lord Gray tendrá el castigo que merece.

-¡Así te oyera Dios! ¡Pobre Asunción! ¡Pobre amiga! ¡Tan buena y tan loca! Se me parte el corazón al considerarla deshonrada y perdida para siempre. La arrancaremos de manos de su seductor... No, no huirá de Cádiz...   —252→   Aún faltan muchas horas para el día... Vamos, corramos pronto.




ArribaAbajo- XXVI -

Por fin llegamos a casa de lord Gray. Toqué fuertemente a la puerta y un criado soñoliento y malhumorado bajó a abrirnos.

-El señor no está -nos dijo.

Creyendo que nos engañaba, empujé puerta y portero para abrir paso, y entramos diciendo:

-Sí está. Me consta que está.

Como la casa de lord Gray era centro de aventuras, y allí entraban con frecuencia hombres y mujeres a distintas horas del día y de la noche, el criado no puso obstáculo a que invadiéramos imperiosamente la casa, y guiándonos a la sala, encendió luces, sin cesar de repetir:

-El señor no está, el señor no ha venido esta noche.

Inés, desfallecida, dejose caer en un sillón. Yo recorrí la casa toda, y en efecto, lord Gray no estaba. Después de mis pesquisas Inés y yo nos miramos con angustiosa perplejidad, confundidos ante la inutilidad del arriesgado paso que habíamos dado.

-No están, Inés. Lord Gray ha tomado sus precauciones y es inútil pensar en impedir la fuga.

  —253→  

-¡Inútil! -exclamó con dolor-. No sé qué pensar. Llévame otra vez a mi casa. ¡Dios mío santísimo, si me sienten llegar contigo!... ¡Si doña María se levanta y ve que Asunción y yo no estamos allí!... ¡Esto ha sido una locura! ¡Desgraciada Asunción! ¡Tan buena y tan loca!

Inés lloraba con vivo dolor la pérdida de su amiga.

-Para mí es como si hubiera muerto -añadió-. ¡Que Dios la perdone!

-Engañado por su aparente santidad, jamás creí que tuviera tan ciega pasión por un hombre.

-Su hipocresía es superior a todo lo que puede concebirse. Ha aprendido a disimular con tal arte sus sentimientos, que todos se engañan respecto a ella.

-Para decírtelo todo de una vez, Inés, yo creí que la que amaba a lord Gray eras tú. Todos, incluso Amaranta, creían lo mismo.

-Ya lo sé. Yo misma tengo la culpa de esto, porque deseando evitar a mi amiga las crueles reprensiones y castigos de su madre, callaba y sufría siempre, y las sospechas caían sobre mí. Conmigo tenían cierta tolerancia, y como sólo se trataba de cartitas y tonterías, dejé correr el engaño, pasando por casquivana... Algunas veces me apropiaba deliberadamente las faltas de Asunción, por el beneficio que me traían... ¿no entiendes? Mi mayor gusto era ver rabiar a D. Diego, diciendo que no se casaría nunca conmigo.

-Él espera que pronto le darás tu mano.

  —254→  

Por primera vez en aquella noche la vi reír.

-Yo sabía -añadió después- que todas las sospechas caían sobre mí, y callaba. Jamás hubiera delatado a la pobre Asunción. Esperaba arrancarle de la cabeza esa locura, y en una ocasión creí conseguirlo. Lord Gray ponía en juego mil ingeniosas estratagemas... ¿Tú sabes todo lo que pasó el día que fuimos a las Cortes?... ¡Hombre más original!... Yo esperaba que siguieras yendo a casa por la noche... te hubiera informado de todo... Pasaron días y meses, y entretanto, sola y abandonada de todos, necesitaba valerme de mis propios esfuerzos para ir prolongando, prolongando mi situación, con la esperanza de verme libre algún día... Pero marchemos al punto de aquí. ¡Dios mío, qué tarde!

-Inés, te he recobrado, te he reconquistado después de creerte perdida para siempre -afirmé olvidando la situación en que nos encontrábamos-. Has resucitado para mí. ¡Querida mía, imitemos la conducta de Asunción y lord Gray, y vámonos por esos mundos!

Me miró con severidad.

-¿Deseas volver a aquella horrible prisión, más cerrada y más sombría que la casa de los Requejos? -le dije con exaltación, estrujando sus manecitas entre las mías.

-Más vale esperar -me contestó-. Llévame a mi casa.

-¡Otra vez allá! -exclamé deteniéndola en su marcha con la barrera de mis brazos, que hubieran querido ser muralla indestructible   —255→   para separarla del resto del mundo-. ¡Otra vez allá! Ya no te volveré a ver más. Se cerrarán las puertas de ese purgatorio presidido por doña María, y adiós para siempre. Querida mía, vamos a casa de la condesa; allí te convenceremos. Sabrás lo que importa más que nada en el mundo.

Inés demostraba gran impaciencia.

-¡Pero un momento más, un momento! Pasan meses sin verte. Sabe Dios hasta cuándo no nos veremos. ¿No sabes lo que me pasa? El gobierno ha dispuesto que salga una expedición para desembarcar en Cartagena y socorrer a las partidas de Castilla. Me han designado para formar parte de ella. Pobre soldado, tengo que obedecer. ¿Cuándo nos volveremos a ver? Nunca. No te separes de mí esta noche. Salgamos de aquí, y te llevaré al lado de la condesa, tu prima.

-¡No, a casa, a casa!

-La puerta de aquella mansión me parece que es la losa de tu sepulcro. Cuando se cierre, dejándote dentro, todo se acabó.

-No, yo no quiero salir como Asunción, acechando el sueño de su madre para escapar. Yo no quiero salir así de mi encierro, sino en pleno día, con las puertas abiertas y a la vista de todos. Vámonos. ¡Qué locura he hecho esta noche, Dios mío! Asunción, ¿dónde estás? ¿Has muerto ya para mí y para los demás?... No puedo estar aquí ni un instante más. Me parece que siento la voz de doña María llamándome, y los cabellos se me erizan de espanto.

Inés se dirigió a la salida. En el mismo   —256→   instante oímos ruido de un coche en la calle. Aguardamos, sintiendo que alguien subía, y por fin abriose la puerta de la sala, y apareció lord Gray. Estaba sombrío, fosco, agitado, nervioso.

Nos miró con asombro, quiso reír, pero su colérico semblante no echaba de sí más que rayos. Temblaba de ira, iba de un lado para otro de la sala, como un tigre en su jaula, nos miraba, nos decía algo inconexo, risible, estúpido, y luego hablaba consigo mismo en monosílabos incomprensibles, mezclando la lengua inglesa con la española.

-Sr. de Araceli, buenas noches... Y usted, niña, ¿qué hace aquí? ¡Ah!, ya... Mi casa sirve de refugio a los amantes... Son ustedes más afortunados que yo... ¡Condenación eterna para las niñas mojigatas!... Un hombre como yo... No debí acceder... ¡Por San Jorge y San Patricio!...

-Lord Gray -dije- hemos venido a esta casa con móvil muy distinto del que usted supone.

-¿En dónde está Asunción? -exclamó Inés con vehemencia-. No, no saldrán ustedes de Cádiz. Voy a alborotar toda la ciudad.

-¿Asunción? -repuso el inglés pateando con cólera y elevando el puño-. He sido un necio... pero mañana veremos... El demonio me lleve si cedo... ¿Qué decía usted? Asunción... es una niña honradita y formalita... ¡Maldito bigotism!... Mucho lloro, mucho hipo, mucho suspirito... ¡Mala peste!... ¿Qué   —257→   decía usted?... Perdone usted... Estoy nervioso... despido fuego y electricidad... Pues como decía, Asunción...

-¡Sí!, ¿dónde está? Es usted un malvado.

-La pobrecita niña está ya de vuelta en casa rezando el Confiteor con las manecitas cruzadas delante del altarejo... ¡Malditas sean las niñas piadosas!... Parece que su voluntad ha de ser de roca, y es cera de iglesia. Están buenas para sacristanes... Pues sí. En su casa está ya de vuelta. El seráfico arcangelillo se asustó al verse solo conmigo en lugar extraño... ¡No les gusta más que la sacristía!... Lloró, rabió, quiso matarse, escandalizó la casa de aquella ilustre doña Mónica a donde la llevé... Jamás me ha pasado otra como esta... ¡Pobre gatita, cómo mayaba! ¡Qué lastimeros ayes! ¡Qué gritos para clamar por su honor!... Nada; es preciso ser fraile o sacristán... En fin, ya está otra vez en su casa, a donde acabo de llevarla sigilosamente, lo mismo que la saqué... Señora doña Inesita, veo que es usted mujer resuelta... Usted se ha echado a la calle con este insigne mancebo... No hay que hacer aspavientos de honor y demás bambolla... La señora condesa me lo ha contado todo esta tarde desde la cruz a la fecha... Ella quería que yo me comprometiese a librarla a usted de su cautiverio, y convine en ello... Pero ustedes lo han sabido arreglar. Así se hace... Esta noche las contrariedades y las desdichas son para mí... Pero mañana... tomaré precauciones... O hizo Lucifer a las mojigatas para reírse de los enamorados, o las hizo Dios para castigarlos...   —258→   Recapacitemos; ¡las hizo Dios, Dios, Dios!...

-Salgamos al instante de aquí -dijo Inés-. Este hombre está loco. Si es cierto que la infeliz ha vuelto a casa, pronto lo sabremos.

Impulsado por una determinación súbita, dije al inglés:

-Milord, ¿me presta usted su coche?

-Está a la puerta.

-Pues vamos.

Bajamos. Cogí a Inés en mis brazos, y subiéndola en la alta carroza (una de las singularidades del Cádiz de entonces, introducida por lord Gray) dije al cochero:

-A casa de la señora de Cisniega, en la calle de la Verónica.




ArribaAbajo- XXVII -

-¿A dónde me llevas? -exclamó Inés con espanto cuando me senté junto a ella dentro del coche que empezó a rodar pesadamente.

-Ya lo has oído. No me preguntes por qué. Allá lo sabrás. He tomado esta resolución y no hay fuerza humana que me aparte de ella. No es una calaverada; es un deber.

-¡Qué dices! Yo salí para salvar a mi amiga de la deshonra, y la deshonrada soy yo.

-Inés, oye lo que te digo. ¿Estás decidida a casarte con D. Diego?

-Déjate de simplezas.

-Pues entonces calla y resígnate a ir a   —259→   donde yo te lleve. Una serie de acontecimientos providenciales te ha puesto en mi poder y creería cometer un crimen si te llevara de nuevo a aquel aborrecido encierro, donde al fin serías víctima del egoísmo fanático y de la insoportable autoridad de quien no tiene ningún derecho a martirizarte... Pobrecilla, graba en tu memoria lo que te estoy diciendo y más tarde bendecirás esta locura mía. No, no volverás allá. No pienses más en doña María. Confía en mí. Dime: ¿te he engañado alguna vez? Desde que nos conocimos ¿no has sido para mí una criatura venerada a quien de ningún modo se puede ofender? ¿No has visto siempre en mí, junto con el cariño más vivo que jamas se tuvo hacia persona alguna, un respeto, un culto superior a todas las debilidades humanas? Inés, tú eres víctima de un gran error. ¿Temes a doña María, temes a la de Leiva, temes a esas siniestras y medrosas figuras que constantemente te están vigilando con sus ojos terribles? Pues bien; esas dos personas no son para ti otra cosa que dos figurones como los que asustan a los chicos. Acércate, tócalos y verás cómo son cartón puro.

-No sé qué quieres decir.

-Quiero decir -continué hablando con tanta vehemencia como rapidez- que te has forjado respetos de familia, consideraciones e ideas que son hijas de un error. Te han engañado, están abusando de tu bondad, de tu dulzura para fines execrables, y no pudiendo amoldar tu hermosa condición a la suya, te corrompen por grados, falsificándote, querida   —260→   mía, con la escuela del disimulo. No hagas caso, no pienses en ellas, considérate libre. Vivirás al amparo de la única persona que tiene derecho a mandar en ti; serás libre, disfrutarás de los goces inocentes, de los nobles placeres de la Naturaleza; podrás mirar al cielo, admirar las obras de Dios, podrás ser buena sin hipocresía, alegre sin desenfado, vivir rodeada de personas que te adoren, y con la conciencia en paz y tranquila. No interrumpirá tu sueño la cavilación de los fingimientos que tendrás que hacer al día siguiente para que no te castiguen. No te verás en el doloroso caso de mentir; no te aterrará la idea de desposarte con un hombre aborrecido; no estarás expuesta a la alternativa de que peligre tu virtud o seas desgraciada, desgraciadísima y digna de lástima en esta breve vida y luego condenada en la eternidad de la otra.

-Gabriel -me dijo ella bañado el rostro en lágrimas- no entiendo lo que me dices. No puedo creer que tú seas capaz de engañarme. ¿Lo que dices es una locura o qué es...? ¿A dónde me llevas...? Por Dios, no hagas una locura. Cochero, cochero, a la calle de la Amargura.

-El cochero irá donde yo le mande -exclamé alzando la voz, porque el ruido del carruaje nos obligaba a hablar a gritos-. Regocíjate, Inés, alégrate, amiguita. El aspecto de tu existencia va a cambiar desde esta noche. ¡Cuántas penas, pobrecita, cuántas alternativas y vaivenes en tan pocos años! Por un lado   —261→   tú, por otro yo. Ambos sujetos a mil fatigas, mecidos y arrastrados por este oleaje terrible que ya nos sube, ya nos baja, ya nos junta, ya nos separa...

-Es verdad, es verdad.

-¡Pobre amiga mía! ¡Quién había de decirte que en tu grandeza serías tan desgraciada como en tu miseria!

-Sí, es verdad, es verdad... Pero me dejo arrastrar por tu demencia. ¡Llévame a mi casa, por Dios! Después concertaremos...

-Ya está concertado...

-Pero mi familia... Yo tengo nombre y familia...

-A eso voy.

-No, no puedo consentirlo. Es imposible que me engañes... ¡A casa, a casa! ¡Qué dirán de mí! ¡Virgen Santísima!

-No dirán nada.

-Yo tengo imaginado un gran plan...

-Este plan es el mejor... Tu prima acabará de dártelo a conocer. Al diablo doña María y la de Leiva.

-Es el jefe de la familia. Ella manda.

-Ahora mando yo, Inés. Obedece y calla. ¿No recuerdas que en todos los instantes supremos de tu vida has necesitado de mi ayuda? Ahora es lo mismo. Hace tiempo que buscaba esta ocasión... te atisbaba con vigilante mirada... quería robarte, como te robé en casa de los Requejos, y al fin lo he conseguido... Que venga acá doña María a arrancarte de mi poder. Lo demás te lo dirá tu prima. Ya llegamos.

  —262→  

Fuera que confiaba en mí entonces como en otras ocasiones de su vida, abandonándose a aquel destino suyo, de que yo había sido tantas veces celoso ejecutor; fuera que un vago presentimiento la inclinaba a aprobar mi conducta, lo cierto es que no hizo esfuerzo para resistir cuando entré con ella en la casa y la conduje arriba, despertando con el estruendo de mi llegada a todos los habitantes de la casa. Gran susto tuvo Amaranta al sentir tan a deshora los golpes y voces con que yo me anuncié. Al salir a mi encuentro, doña Flora y la condesa estaban aturdidas de puro asombradas.

-¿Qué es esto? ¿Cómo has salido de la casa? -exclamó la condesa, besándola con ternura-. A Gabriel debemos sin duda esta buena obra.

-Qué placer es estar junto a usted, querida primita -dijo Inés sentándose en el sofá de la sala tan cerca de Amaranta, que casi estaba sobre sus rodillas-. Me olvido de la falta que he cometido huyendo de mi casa, y los gritos de mi conciencia son ahogados por la gran felicidad que ahora siento. Estaré un ratito, un ratito nada más.

-Gabriel -dijo Amaranta con el rostro inundado de lágrimas- ¿cuándo sale la expedición? Yo pediré permiso para marchar en ella y nos llevaremos a Inés.

-¡Huir! -exclamó la muchacha con terror-. Yo apareceré a los ojos de todos como una criatura sin pudor que deshonra y envilece a su familia... Volveré a casa de doña María.

  —263→  

-¡Fuera engañosas apariencias! -grité yo-. Por más que vuelvas a todos lados la vista, no encontrarás más familia que la que en estos momentos te rodea.

La condesa con su mirada penetrante quiso imponerme silencio; pero yo no podía callar, y los pensamientos que se agitaban con febril empuje en mi cerebro, afluían precipitadamente a mis labios, dándome una locuacidad que no podía contener.

-El entrañable amor que te ha manifestado siempre la persona en cuyos brazos estás, ¿no te dice nada, Inés? Cuando pasaste de la humildad de tu niñez a la grandeza de tu juventud, ¿qué brazos te estrecharon con cariño? ¿Qué voz te consoló? ¿Qué corazón respondió al tuyo? ¿Quién te hizo llevadera la soledad de tu nobleza? Seguramente has comprendido que entre ella y tú existían lazos de parentesco más estrechos que los que reconoce el mundo. Tú lo conoces, tú lo sabes, tu corazón no puede haberse engañado en esto. ¿Necesito decírtelo más claro? La voz de la Naturaleza antes de ahora, en todas ocasiones, y más que nunca ahora mismo clamará dentro de ti para declarártelo. Señora condesa, abrácela usted, porque nadie vendrá a arrancarla de manos de su verdadero dueño. Inés, descansa tranquila en ese seno, que no encierra egoísmo ni intrigas contra ti, sino sólo amor. Ella es para ti lo más santo, lo más noble, lo más querido, porque es tu madre.

Diciendo esto callé; descansé como Dios después de haber hecho el mundo. Estaba tan   —264→   satisfecho de haber hablado, que las lágrimas, la turbación, la emoción silenciosa y profunda de las dos mujeres, abrazadas y oprimidas una contra otra como queriendo formar una sola persona, me halagaban más que al orador elocuente los aplausos de la multitud y el delirio del triunfo. Las últimas palabras las solté como se echa fuera algo que nos ahoga.




ArribaAbajo- XXVIII -20

Mientras madre e hija espaciaban a sus anchas y a solas los sentimientos y ternezas de su corazón, yo me encontraba (seis horas después de lo contado, y ya muy entrado el día) frente a frente de mi señora doña Flora, separada su persona de la mía tan sólo por la breve superficie de una mesa, donde dos regulares tazones de chocolate nos servían de almuerzo. Hablamos un rato del acontecimiento que mis lectores conocen, y después, arrimando con arte la conversación hacia asunto más de su gusto, me dijo:

-Amaranta me asegura que no miras con malos ojos a esa jovenzuela que nos trajiste anoche. ¡Bonita formalidad es la tuya! ¿Y qué dirán de un chiquillo que en vez de inclinarse a buscar apoyo para sus inexperiencias en la compañía de personas mayores, se enloquece con las niñas de su misma edad?... Vuelve en   —265→   ti, hombre... oye la voz de la razón... penétrate bien de...

-Vuelvo, oigo y penetro, señora doña Flora. Estoy arrepentido de mi locura... Tentome el demonio, y... Pero siento pasos, que se me figura son los del Sr. D. Pedro del Congosto.

-Jesús, María y José... ¡Y tú ahí tan serio tomando chocolate conmigo!... Pero hombre, ¿y el pudor y la decencia?

No pudo continuar porque entró D. Pedro, todo lleno de bizmas y parches, fruto amarguísimo de la brillante campaña del Condado. Levantose azorada doña Flora, y dijo:

-Sr. D. Pedro... es una casualidad, créalo usted, que se encuentre aquí este mozuelo... Nunca está una libre de calumnias... Este chico es tan loco, tan imprudente...

Congosto me miró con ira, y tomando asiento, habló así:

-Dejemos a un lado esa cuestión. A su tiempo será tratada... Ahora vengo a decir a usted que se prepare a recibir a la señora condesa de Rumblar, que viene seguida de respetables personas para que le sirvan de testigos.

-¡Dios mío! ¡La justicia en mi casa!

-Parece que lord Gray robó anoche a la señora doña Inesita, depositándola aquí.

-¡Es un error! ¿Pero de veras viene doña María? Yo estoy temblando... Alguien ha entrado en la casa.

No había acabado de decirlo cuando sintiose gran ruido abajo y arriba gran conmoción.   —266→   Apareció Amaranta, apareció Inés, emitiéronse distintos pareceres, pero prevaleció el de que se recibiese decorosamente a la de Rumblar, contestando a sus cargos en el terreno legal, si ella en el mismo los hacía.

Todos menos Inés nos reunimos en la sala, y a poco entró el lúgubre cortejo, presidido por doña María, con una pompa y severa majestad que le habrían envidiado reinas y emperatrices. Profundo silencio reinó en la sala por un instante, mas rompiolo al fin, sin gastar tiempo en saludos, doña María, no pudiendo contener el volcán que bramaba dentro de las cavidades de su pecho.

-Señora condesa -dijo- venimos a casa de usted en busca de una doncella puesta a mi cuidado, la cual ha sido robada esta noche de mi casa por un hombre que se supone sea lord Gray.

-Aquí está, sí, señora -repuso Amaranta-. Es Inés. Si estaba puesta al cuidado de personas extrañas, yo la reclamo porque es mi hija.

-Señora -dijo doña María temblando de cólera- ciertas supercherías no producen efecto ante la declaración categórica de la ley. La ley no la reconoce a usted por madre de esa joven.

-Pues yo me reconozco y declaro aquí delante de los que me escuchan, para que conste con arreglo a derecho. Si usted alega una ley, yo alego otra, y entretanto mi hija no saldrá de mi casa, porque a ella ha venido espontáneamente y por su propia voluntad, no seducida   —267→   por un cortejo, sino con deliberado propósito de vivir a mi lado, como hija obediente y cariñosa.

-No me sorprende la conducta de lord Gray -dijo doña María-. Los nobles de Inglaterra suelen corresponder de este modo a la hospitalidad que se les da en las casas honradas... Pero no debo culpar tan sólo a él, hombre de mundo, privado de ideas religiosas y ciego ante la luz de la verdadera y única Iglesia, no. ¿Qué ha de hacer el ciego sino tropezar? A quien principalmente acuso es a ella; lo que más que nada me asombra es la liviandad de esa muchacha casquivana... Verdaderamente, señora condesa, voy creyendo que tiene usted razón en llamarla su hija. Árbol y fruto con iguales propiedades se distinguen.

-Señora doña María -replicó Amaranta con la voz tan temblorosa, a causa de la cólera, que apenas se entendían sus palabras- no vino mi hija seducida por lord Gray. Vino acompañada por él o por otro, que esto no hace al caso, y movida de propia inspiración y deseo. Me congratulo de ello, porque así la persona que más amo en el mundo estará libre de corromperse con el mal ejemplo de dos conocidas niñas mojigatas, que esconden a sus novios bajo las faldas de brocado de los santos que tienen en los altares de su casa.

Doña María se levantó como si el sillón en que estaba sentada se sacudiera repelido por subterránea explosión. Sus ojos fulminaban rayos, su curva nariz, afilándose y tiñéndose de un verde lívido, parecía el cortante pico   —268→   del águila majestuosa: moviose convulsivamente su barba picuda, reliquia de la antigua casta celtíbera a que pertenecía, hizo ademán de querer hablar; mas con gesto majestuoso semejante al de las reinas de la dinastía goda cuando mandaban hacer alguna gran justicia, señaló a la otra condesa, y desdeñosamente dijo:

-Vámonos de aquí. No es este mi lugar. Me he equivocado. Señora condesa, quise que no se agriara esta cuestión; quise evitar a usted la visita de los emisarios de la ley. Pero usted no merece otra cosa, y no seré yo quien desempeñe en esta casa el papel que corresponde a alguaciles y polizontes.

-Como experta en pleitos -repuso Amaranta- y conocedora de tal laya de gente, puede usted buscar en la familia de estos una esposa para su digno hijo el señor conde, varón insigne en las tabernas y garitos de Madrid. Jugando al monte podrá restablecer el mermado patrimonio, sin verse en el caso de solicitar un enlace violento con una joven mayorazga.

-Salgamos de aquí, señores; son ustedes testigos de lo que aquí ha pasado -dijo doña María dirigiéndose a la puerta.

Y sin esperar a más, resueltamente y bramando de ira, que expresaba con olímpico fruncimiento de cejas, salió de la sala y de la casa, seguida de los mismos que le habían acompañado, a cuya cola iba D. Paco.

Por largo rato reinó profundo silencio en la sala. Amaranta, después de desahogar las antiguas cóleras de su pecho, estaba meditabunda   —269→   y aun diré que arrepentida de todo lo que había dicho, doña Flora preocupada, y Congosto, con los ojos fijos en el suelo, revolvía sin duda en su cabeza altos y caballerescos pensamientos. Sacó a todos de su perplejidad una visita que nadie esperaba, y que causara general asombro. En la sala se presentó de improviso lord Gray.

Advertí en su fisonomía las huellas de la agitación de la pasada noche, y lo turbado de su hablar indicaba que aquel singular espíritu no había recobrado su asiento.

-En mal hora viene milord -le dijo secamente D. Pedro-. Ahora acaba de salir de aquí doña María, cuyo enojo por las picardías de usted es tan fuerte como justo.

-La he visto salir -repuso el inglés-. Por eso he entrado. Deseo saber... ¿Se sospecha de mí, señora condesa, se me acusa?...

-¡Pues no se le ha de acusar, hombre de Dios!... -dijo D. Pedro-. Pues a fe que echó requiebros la señora doña María... y con mucha razón por cierto. Pues qué, robar a la señora doña Inesita, aun con consentimiento de la que se llama su madre...

-Vamos, estoy tranquilo -dijo lord Gray-. Veo que me imputan las hazañas de este pícaro Araceli, dejando en el olvido las mías propias. Desvaneceré el engaño, aunque en realidad, yo acepto todas las glorias de esta clase que me quieran adjudicar... La señora condesa estará ya contenta.

Amaranta no contestó.

-Disimule usted -dijo D. Pedro-. Eche   —270→   usted sobre el prójimo sus abominables culpas.

-Veo con dolor -repuso lord Gray jovialmente- que en el rostro de usted, Sr. de Congosto, están escritas con parches y ungüentos las gloriosas páginas de la expedición al Condado.

-Milord -exclamó el héroe con ira-, no es propio de un caballero zaherir desgracias motivadas por la casualidad. Antes que hacer tal cosa examinaría yo mi conciencia por ver si está libre de faltas. La mía no me acusa de haber cometido en ningún tiempo bellaquerías como la de anoche.

-¿Cuál?

-Ya lo sabe usted. Acabamos de oír a la señora de Rumblar -añadió la estantigua enfureciéndose gradualmente-. Digo y repito que es una gran bellaquería.

-Eso va con usted, Araceli.

-No, con usted, con usted, lord Gray. Usted es quien ha sacado a esa joven de aquella honesta casa, morada augusta de los buenos principios; usted quien la ha quitado de la protección y amparo de doña María, cuya santidad y nobleza engrandecen cuanto a su alcance se halla.

-¿Con que es una gran bellaquería? -repitió lord Gray burlonamente-. Eso quiere decir que soy un gran bellaco.

-¡Sí señor, un grandísimo bellaco! -repitió don Pedro, poniéndose tan encendido que las arrugas de su rostro semejaban los pliegues y abolladuras de un pimiento riojano-. Y aquí está D. Pedro del Congosto, para sostener   —271→   lo que ha dicho, aquí y fuera de aquí en la forma y manera que usted lo crea conveniente.

-¡Oh, Sr. D. Pedro! -exclamó lord Gray con júbilo-. ¡Qué gran placer me proporciona usted! Desde que por primera vez visité esta noble tierra, he buscado ansiosamente al gran D. Quijote de la Mancha; yo quería verle, yo quería hablarle, yo quería medir la fuerza de mi brazo con la del suyo, pero ¡ay!, hasta ahora lo he buscado en vano. He revuelto media península buscando a D. Quijote, y D. Quijote no parecía por ninguna parte. Yo creí que tan noble tipo se había extinguido, disipándose en la corruptora sociedad de los modernos tiempos; pero no, aquí está, al fin le encuentro con idéntico traje y rostro, un Quijote algo degenerado en verdad, pero Quijote al fin, que no se encuentra ni puede encontrarse más que en España.

-Si usted bromea, señor lord, yo soy hombre serio -repuso D. Pedro-. Yo tomo a mi cargo la defensa de esa ultrajada señora que acaba de salir; yo desharé su agravio y me tomo a pechos el castigar esta gran injuria que ha recibido limpiando con la sangre del traidor la infame mancha. Esto digo sin nada de quijotería. Ya se ve... en esta casa no me entienden. Es indudable que han entrado aquí las ideas filosóficas, ateas y masónicas, según las cuales ya se acabó el honor y la grandeza, lo noble y lo justo, para que no haya más que pillería, liberalismo, libertad de la imprenta, igualdad y demás corruptelas... Lo dicho, dicho.   —272→   Este traje que visto prueba que he tomado a mi cargo la defensa de los principios en cuyo nombre se ha levantado la nación contra Bonaparte. ¡Oh, si todos me imitaran!... ¡Si todos empezando por el traje acabaran por las obras!... Pero basta de palabras. Elija usted hora y sitio. Acción tan aleve no puede quedar sin castigo.

-D. Quijote, sí, es él mismo -dijo el inglés-. D. Quijote degenerado y nacido de cruzamientos, pero que algo conserva de la generosa sangre del padre, como el mulo lleva en sí un poco de la dignidad y nobleza del caballo.

-¡Cómo! ¿Llama usted mulo a un hombre como yo? -exclamó Congosto requiriendo coléricamente la espada.

-No, caballero insigne; decía que el quijotismo español de hoy se parece al antiguo, como se parece el mulo al caballo. Por lo demás acepto el reto de usted y nos batiremos a la jineta, a pie, con sable, espada, lanza, honda, ballesta, arcabuz, o como usted quiera. Pronto partiré de Cádiz, quizás mañana mismo. Disponga usted de mí cuando guste.

-¿De verás se marcha usted? -dijo Amaranta saliendo de su atonía.

-Sí, señora, estoy decidido... Vendré a despedirme de usted... Conque Sr. D. Pedro...

-Lo dicho, dicho. Enviaré mi padrino.

-Lo dicho, dicho. Enviaré el mío.

D. Pedro salió mirándonos con altanera soberbia, que nos hizo sonreír a todos menos a doña Flora, la que reprendió al inglés su deseo   —273→   de sujetar a nuevas pruebas la quebrantada osamenta del héroe del Condado. Después la condesa, que no participaba de nuestro humor festivo por la escena cómica que había seguido a la trágica, cual ordinariamente ocurre en el mundo, llevome aparte, y con aflicción me dijo:

-Temo haberme dejado arrastrar demasiado lejos por la ira que me produjo la presencia de aquella mujer. Le dije cosas demasiado duras, y cada palabra me pesa sobre la conciencia. Exasperada por lo que le dije, tomará venganza de mí, y si acude a la ley, no creo que la ley me sea favorable. Yo no tomé precaución alguna cuando se verificó el reconocimiento de Inés.

-Venceremos esas y otras dificultades, señora.

-Yo transigiría con ella y con mi tía, con tal que me dejaran a Inés. Creo que cediendo a doña María parte de mis derechos mayorazguiles, sería fácil aplacar esa furia. La de Leiva no es ni con mucho tan inconquistable.

-¿Quiere usted que lo proponga a la señora doña María?... Nada se pierde... No sé si me recibirá; pero intentaré hablarla. Me favorece el que no sospecha nada de mí en el suceso de anoche.

-Es una buena idea. Sí... tampoco sería malo que yo me mostrase arrepentida de las atrocidades que le dije... no... ¡Oh, qué confusión, Dios mío! No sé qué hacer...

-Cualquiera de esos actos me parece aceptable.

  —274→  

-¿Te parece que debo ir allá?

-Hoy no es conveniente. Se reanudaría al punto la reyerta, porque aquel volcán en erupción estará echando fuego, humo y lava por algún tiempo. Será prudente que yo me anticipe e indique a doña María esa idea de transacción que usted le propone, con tal que no la priven de su hija.

-Sí, hazlo tú primero. Yo me arriesgaré a tratar con mi tía, que es el jefe de la familia, pero antes conviene tantear a la de Rumblar, a ver qué tal se presenta.

-Ante todo debo indicar prudentemente a doña María que usted reconoce haber estado algo dura en la entrevista.

-Sí... lo encomiendo a tu habilidad, y me quedo tranquila... Si te recibe mal, no te importe. Con tal que te deje hablar, aguanta desprecios y desaires.

Hago mención de este diálogo que tuvimos la condesa y yo, para que comprenda el lector la razón de la extraña visita que hice a doña María un día después de aquel de tanto ruido en que ocurrió lo que acabo de contar.




ArribaAbajo- XXIX -

En efecto, traslademe a hora que me pareció oportuna a casa de doña María, recelando no ser recibido, pero con el firme propósito de no salir de allí sin intentar por todos los medios   —275→   ver y hablar a la orgullosa dama. Encontré a D. Diego, quien, contra mi creencia, recibiome muy bien y me dijo:

-Ya sabrás los escándalos de esta casa. Lord Gray es un canalla. Cuando yo dormía en casa de Poenco, fue allá y me sacó las llaves del bolsillo... No podía haber sido otro. ¿Le viste tú entrar?

-Sr. D. Diego, quiero ver a la señora condesa para hablarle de un asunto que a esta familia, lo mismo que a la de Leiva, importa mucho. ¿Tendrá la señora la bondad de recibirme?

Madre e hijo conferenciaron a solas un rato allá dentro, y por fin la señora se dignó ordenar que me llevaran a su presencia. Estaba la de Rumblar en la sala acompañada de sus dos hijas. La madre tenía en el altanero semblante la huella de la gran pesadumbre y borrasca del día anterior, y la penosa impresión se traslucía en una especie de repentino envejecimiento. De las dos muchachas, Presentación revelaba al verme cierta alegría infantil, que ni aun la proximidad de su madre podía domar, y Asunción una tristeza, una decadencia, una languidez taciturna y sombría, señal propia de los muy místicos o muy apasionados.

La señora de Rumblar, después de ordenar a Presentación que se alejase, me recibió con un exordio severísimo, y luego añadió:

-No debía ocuparme de nada que se refiera a aquella casa donde ayer por mi desgracia estuve; pero la cortesía me obliga a oírle a usted,   —276→   nada más que a oírle por breve tiempo.

-Señora -dije- yo me marcharé pronto. Recuerdo que usted me rogó que no volviese más a su casa. Hoy me trae un deber, un deseo vehemente de restablecer la paz y armonía entre personas de una misma familia, y...

-¿Y a usted quién le mete en tales asuntos?

-Señora, aunque extraño a la casa, me ha afectado tan profundamente el agravio recibido por esta augusta familia, a quien respeto y admiro (aunque mis enemigos calumniadores hayan hecho creer a usted lo contrario) que me sentí vivamente inclinado a terciar de parte de usted. Señora doña María, vengo a decir a usted que la condesa se muestra hoy arrepentida de las duras palabras...

-¿Arrepentimientos?... Yo no lo creo, caballero. Suplico a usted que no me hable de esa señora. Si es eso lo que usted quería decirme... La justicia está ya encargada de esto y de devolver a Inés al jefe de la familia.

Asunción alzó la vista y miró a su madre. Parecía deseosa de hablarle, pero con tanto miedo como deseo. Al fin, cobrando valor, se expresó de este modo con voz quejosa y tristísima, que producía en mí extraña sensación.

-Señora madre, ¿me permite usted que hable una palabra?

-Hija mía, ¿qué vas a decir? Tú no entiendes de esto.

-Señora madre, déjeme usted decirle una cosa que pienso.

-Está delante una persona extraña y no puedo negártelo. Habla.

  —277→  

-Pues yo pienso, señora, que Inés es inocente.

-He aquí, Sr. D. Gabriel, lo que es la limpieza de corazón. Esta tierna y piadosa criatura, a quien una celestial ignorancia de las maldades de la tierra eleva sobre el vulgo de los mortales, es incapaz de comprender que haya ruines pasiones en la sociedad. Hija mía, bendita sea tu ignorancia.

-Inés es inocente, lo repito -afirmó Asunción-. Lord Gray no puede haberla sacado de esta casa, porque lord Gray no la quiere.

-No la quiere porque no te lo ha dicho... ¿Qué sabes tú de eso, hija mía? ¿Tienes acaso idea de los ardides, de la perfidia, de los disimulos y malignas artes que usa la seducción?

-Inés es inocente -repitió cruzando las manos-. Algún otro motivo la habrá impulsado a abandonarnos, pero no el amor de lord Gray. No, lord Gray no la ama. ¿Cree usted en los Evangelios? Pues tan verdad como los Evangelios es esto que estoy diciendo.

-En otra ocasión me enfadaría -dijo la madre- al ver la exageración de tu benevolencia. Hoy mi espíritu está quebrantado: anhelo la tranquilidad y te perdono.

-¿No me deja usted decir otra cosita que me falta?

-Acaba de una vez.

-Yo quiero ver a Inés.

-¡Verla! -exclamó con enfado doña María-. Mis hijas no estiman sin duda su dignidad.

-Señora, yo quiero verla y hablarla -prosiguió Asunción con suplicante acento-. Si   —278→   hay en ella pecado, estoy segura de que me lo confesará. Si no le hay, como creo, tendré la dicha de descubrir la verdadera causa de su fuga, y reconciliarla con la familia.

-No pienses en eso. Que cada cual se entienda con su conciencia. Si tú a fuerza de devoción y reconcentración, y gracias también al rigor de mi prudente autoridad has logrado elevar tu alma a cierto grado de beatitud, concedido a pocos, no te achiques empeñándote en disculpar a los demás. La perfecta virtud anda muy escasa por el mundo. Si en algunas honestas moradas, inaccesibles a las profanidades de hoy, se conserva encerrada como el más precioso tesoro, no debe contaminarse con el roce de la desenvoltura. En infausta hora vino Inés a mi casa. Renuncia a verla y a hablar con ella, mientras esté fuera de aquí. Tu sublimada virtud debe quedar satisfecha con perdonarla.

-No, yo quiero verla, yo quiero ir allá -exclamó la joven derramando de súbito un torrente de lágrimas-. Yo quiero verla. Inés es una buena alma. Estamos engañados. Ella no puede haber cometido ninguna mala acción. Señora, lord Gray no la ama ni puede amarla. Quien lo dijese es un infame que merece arder en el infierno por toda la eternidad, traspasada la lengua con un hierro candente.

-Asunción, sosiégate -dijo la madre con menos severidad, al notar que la infeliz muchacha padecía una febril excitación, semejante a los primeros síntomas de una enfermedad grave-. ¿A qué tanto empeño? Siempre eres   —279→   lo mismo... Tus manos arden... los ojos se te quieren saltar de la cara; estás lívida... Hija, tu piedad exaltada de algún tiempo a esta parte te hace mucho daño, y es preciso no olvidar la salud del cuerpo. Tus largos insomnios cavilando en las cosas santas, tus meditaciones sin fin, la viva pasión que te consume por lo religioso, te han marchitado en pocos días.

Y luego, dirigiéndose a mí, añadió:

-Yo no quisiera que se extremara tanto en sus devociones; pero no se la puede contener. Su alma es muy vehemente, y una vez que logré dirigirla al santo fin que me proponía, hase inflamado en una piedad estupenda. Es un fuego abrasador su espíritu, no un vano soplo, y la creo capaz de grandes cosas en la esfera de la vida mística que tan celosamente ha abrazado.

-Por Dios y todos los santos, ruego a usted, señora, que me permita ver a Inés. Es mi amiga, mi hermana. Yo tengo orgullo en su virtud, yo me siento ofendida y lastimada por la mala opinión que hoy se tiene de ella en esta casa. Quiero hacer una buena obra y volverle su honor. ¿Por qué ha de intervenir en esto la justicia, si yo confío en que la traeré a casa? La justicia es el escándalo... Yo quiero ver a Inés, y conseguiré de ella con una palabra más que toda la curia con una montaña de papeles. Señora madre, esto que digo es inspiración de Dios, me salen estas palabras del fondo del alma, siento dentro de mí un blando susurro, como si la voz de un ángel me las   —280→   dictara. No se oponga usted a esta divina voluntad, pues voluntad divina es en este momento la mía.

La señora de Rumblar reflexionó, miró al techo, después a mí, luego a su hija, y al fin exhalando un hondo suspiro, dijo:

-La dignidad y entereza tienen su límite, y la razón no puede a veces resistir a las súplicas del sentimiento y la piedad reunidos. Asunción, puedes ir a ver a Inés. Te llevará D. Paco.

La muchacha corrió ligera a vestirse.

-Pues como indiqué a usted, señora condesa... -dije, reanudando mi interrumpida conferencia diplomática.

-Haga usted cuenta de que no ha indicado nada, caballero. Todo es inútil. Si el objeto de su visita es traerme recados o proposiciones de la condesa, puede usted retirarse.

-La señora condesa se apresura a conceder a usted...

-No quiero que me conceda nada. El jefe de la familia es la señora marquesa de Leiva, y a estas horas ha tomado todas las providencias necesarias para que todo vuelva a su lugar. Nada me corresponde hacer.

-¡La señora condesa está tan arrepentida de aquellas palabras!

-Que Dios la perdone... Mi responsabilidad está a cubierto... ¿Pero a qué estos artificios, Sr. de Araceli? ¿Cree usted que no le comprendo?

-Señora, no hay artificio en lo que digo.

-Vamos, que a mí no se me engaña fácilmente.   —281→   ¿Me faltará entendimiento para comprender que todos esos supuestos recados de la condesa, son pretexto que usted toma para entrar aquí y ver a mi hija Presentación, de quien está tan enamorado?

-Señora, la verdad, no había pensado...

-Un ardid amoroso... en efecto, no es ningún crimen. Pero ha de saber usted que he destinado a mi hija al celibato. Ella no quiere casarse... Además, aunque de mis repetidos informes resulta que no es usted mala persona, no basta... porque, veamos, ¿quién es usted?... ¿de dónde ha salido usted?

-Creo que del vientre de mi madre.

-Bueno será, pues, que renuncie a sus locas esperanzas.

-Señora, usted padece una equivocación.

-Yo sé lo que digo. Ruego a usted que se retire.

-Pero... si me permitiera usted que acabara de exponerle...

-Ruego a usted que se retire -repitió con grave acento.

Me retiré, pues, y en el corredor, una puerta se entreabrió para dejarme ver el lindo rostro de Presentación y una blanca manecita que me saludaba.




ArribaAbajo- XXX -

Poco después entraba en casa de doña Flora.   —282→   Después de enterar a la condesa del resultado de mi visita, dije a Inés:

-Asunción vendrá aquí. Ahora salía con D. Paco.

Un momento después, Asunción entró y las dos amigas se abrazaban llorando. Salimos del gabinete Amaranta y yo, dejándolas solas para que hablaran a su gusto; pero la condesa apostándose tras de la puerta, me dijo con malicioso acento:

-Yo me quedo aquí para oírlo todo. Será curioso lo que hablen. Ya sabes que en palacio he realizado grandes cosas escuchando detrás de las cortinas.

-No es ningún negocio de Estado lo que van a tratar. Yo me voy.

-Quédate, necio, y oye... Por no querer oír rompimos las amistades en el Escorial... Considera que han de hablar algo de ti...

Verdad es que si la delicadeza me ordenaba cerrar los oídos, la curiosidad me impulsaba a abrirlos. Venció la curiosidad, mejor dicho, venció la pícara Amaranta, que no podía dejar de ser cortesana. Las muchachas hablaban en alto y lo oímos todo, y aun veíamos algo.

-No quería mamá que te viera, Inés -exclamó Asunción-. ¡Qué raro acontecimiento! Yo me despedí creyendo no verte más... y ahora yo estoy en casa y tú fuera. Hipócrita, tan preparado lo tenías, y no me habías dicho nada.

-Te equivocas -repuso Inés- yo no he salido como tú... Pero no quiero acusarte ahora,   —283→   puesto que arrepentida de tu gran falta, volviste a casa de tu madre. ¿Has conocido tu error, has abierto los ojos comprendiendo el abismo de perdición en que ibas a caer, en que quizás has caído ya?

-No sé lo que me pasa -exclamó Asunción apretando las manos de su amiga-. Estoy horrorizada de lo que hice. Me volví loca, se me encendieron en la imaginación unas llamas que no me dejaban vivir, y conociendo el mal me era imposible evitarlo. Lord Gray ha tiempo que quería sacarme de la casa; yo me resistía; mas al fin tanto pensé en ello, tanto discurrí sobre aquel gran pecado a que él me quería inducir, que se me clavó dentro de la cabeza la idea de cometerle, y sin saber cómo lo cometí. ¿Por qué no te echaste en mis brazos para impedirme salir? Ahora vengo a que me fortalezcas. Yo no puedo vivir lejos de ti; y si desde mucho antes no caí en el lazo, lo debo a tu buena amistad. ¿Nos separaremos ahora? Entonces voy a ser muy desgraciada, querida mía. Vuelve a casa, por Dios, y yo te juro que lucharé con todas las fuerzas de mi alma para olvidar a lord Gray, como tú deseas.

-Yo no podré lograr ahora lo que antes no logré -repuso Inés-. Asunción, entra en el convento mañana mismo. Cuando traspases la puerta de la santa casa, deja fuera todos los pensamientos de este mundo, pide a Dios que te libre de la gran enfermedad que padece tu alma, procura formarte de nuevo y ser otra mujer diferente de la que hoy eres.

-¡Ay! - exclamó la otra con dolor, arrodillándose   —284→   delante de su amiga-. Todo eso lo he intentado; pero cuanto más he querido no pensar en él, más he pensado. ¿De qué me vale rezar, si no puedo representarme imagen ninguna de Dios ni de santo que sea distinta de la suya?... ¡Ay, Inés! Tú sabes muy bien la vida que llevamos en casa de mi madre; tú sabes muy bien la espantosa soledad, tristeza y fastidio de nuestra vida. Tú sabes muy bien que allí quiere una rezar y no puede, quiere una trabajar y no puede, quiere una ser buena y no puede. Obligadas por el rigor de mi madre, trabajan las manos, pero no el entendimiento; reza la boca, pero no el alma; se ciegan y abaten los ojos, pero no el espíritu... Las mil prohibiciones que por todas partes nos entorpecen, despiertan en nuestro pecho ardientes curiosidades. Ya sabes que todo lo queremos saber, todo lo averiguamos y de todo hacemos un objeto de afanes e inquietudes. Como sabemos disimular, vivimos en realidad con dos vidas, una para mamá y otra para nosotras mismas; una vida, acá para una sola, y que tiene sus pesares y sus delicias... Como nos apartan del mundo, nosotras nos hacemos un mundito a nuestro modo, y echando fuego, mucho fuego al horno de la imaginación, allí forjamos todo lo que nos hace falta. Ya lo ves, amiga. ¿Tengo yo la culpa? Si no lo podemos remediar, si se nos ha metido dentro un demonio, un demonio grandísimo, Inés, al cual no es posible echar fuera.

-Tú y tu hermana seréis muy desgraciadas.

  —285→  

-Sí; desde que éramos chiquitas, mamá nos asignó a cada una el puesto que habíamos de tener en la sociedad: yo monja, mi hermana nada. A mí me educaron para el claustro; a mi hermana la criaron para no ser nada. Nuestro entendimiento, nuestra voluntad, no podía apartarse ni tanto así del camino que se les había trazado; a mí el camino del monjío, a Presentación el camino de no ser nada. ¡Ay, qué niñez tan triste! No nos atrevíamos a decir, ni a desear, ni siquiera a pensar cosa alguna que antes no estuviera previsto e indicado por mamá. No respirábamos en su presencia, y nos infundían tanto, tanto pavor sus mandatos y reprimendas, que nos era imposible vivir. ¡Ay, para poder vivir nos fue preciso engañarla, y la engañamos!... Dios, o no sé quien, nos inspiraba un día y otro mil ingeniosidades, y se desarrolló en las dos un talento superior para el engaño. Yo me esforzaba, sin embargo, en tener devoción, y pedía a Dios que me diera fuerzas para no mentir y que me hiciera santa; yo se lo pedía todas las noches cuando me quedaba sola y podía rezar con el corazón. Delante de mamá no rezaba sino con los labios... Pues bien; en cierta época de mi vida llegué a conseguir lo que a Dios pedía; llegué a aficionarme a las cosas santas; llegué a sentir un entusiasmo, una exaltación religiosa semejante a la que ahora siento por muy distinto objeto. Me consideraba feliz y pedía a la Virgen que conservara en mí tan agradable estado. Entonces me perfeccioné por algún tiempo, se   —286→   acabaron los disimulos y tuve la gran satisfacción de hablar repetidas veces con mi madre sin decir cosa alguna que no saliese de mi corazón. Raudales de verdad, de fe, de amor apacible y místico a los santos y santas brotaban de él. Yo dije: «¡Qué fortuna he tenido en que me destinaran al claustro!». Mis insomnios eran dulces y placenteros, y mi imaginación era como un celaje poblado de angelitos. Cerraba los ojos y veía a Dios... sí, a Dios, no te rías; a Dios mismo, con su barba blanca y su capa... pues, como le pintan...

-Todo eso duró hasta que viste a lord Gray con su pelo rubio y su capa negra... pues, como es -dijo Inés.

-Me lo has quitado de la boca -prosiguió Asunción, siempre de rodillas y con los brazos apoyados en los de su amiga-. Lord Gray fue a casa; yo le miré y dije para mí que se parecía a un San Miguel que está pintado en mi devocionario. Le dijeron que yo era muy piadosa y él hizo demostraciones de gran admiración. Después, en las noches sucesivas, empezó a contar las maravillosas aventuras de sus viajes, y yo le oía con más religiosidad que si fuera el primer predicador del mundo narrando las hermosuras del cielo. En aquellas noches yo no veía alrededor de mí más que tigres del África, cataratas de América, pirámides de Egipto y lagunas de Venecia. Estaba encantada y bendecía a Dios por haber creado tantas cosas bellas, incluso a lord Gray.

»¡Oh! Lord Gray no se apartaba de mi   —287→   imaginación. Al sentir sus pasos me era difícil disimular la alegría; si tardaba me ponía triste; si hablaba con vosotras, y no conmigo, me moría de rabia... Le decían siempre que yo era muy piadosa; ya recordarás que él me alababa mucho por esto. Mamá nos permitía a las tres que habláramos con él. Con el pretexto de la piedad, me decía mil cosas sobre asuntos de religión delante de vosotras. Una noche que pudo hablarme a solas me dijo que me amaba... Yo sentí un sacudimiento; me pareció que el mundo se había abierto en dos pedazos debajo de nosotras. Le miré y él clavaba los ojos en mí. Estaba fascinada y no acertaba a contestarle... Todas las noches hablaba, como sabes, de cosas santas; con dificultad me decía algunas palabras a solas; me preguntó durante tres noches seguidas si le amaba, y a la tercera noche le contesté que sí... Tú sabes muy bien cómo nos entendíamos. Lord Gray me dijo: «Yo hablaré con Inés cerca de ti. Pon atención a lo que le diga y haz cuenta de que te lo digo a ti. Habla tú con tu hermano y procura contestarme con palabras dirigidas a él...».

»Teníamos además mil señales. Tú eras tan buena que te conformaste con tu papel. Ojalá no hubieras sido tan condescendiente. Cuando lord Gray me arrojaba cartas por la ventana y tú te apropiabas la culpa para librarme de las crueles reprensiones, lejos de detenerme en la pendiente me hacías precipitar más por ella. Nada conoció ni ha conocido mamá; ¡ojalá lo conociera, aunque me hubiese matado!...   —288→   ¿Te acuerdas del día en que fui con ella al convento del Carmen, convidadas por fray Pedro Advíncula para ver desde una tribuna la función de la Virgen? ¡Ay! Después de la función, un lego nos llevó a ver la sala de capítulo. No sé cómo, ni por qué causa me encontré separada de los demás en una celdita sombría. Tuve miedo... de repente se me presentó lord Gray, quien me estrechó en sus brazos repitiéndome con ardientes palabras que me quería mucho. Fue un segundo y nada más, pero en aquel segundo lord Gray me dijo que me era forzoso partir con él, porque si no moriría de desesperación...

-Nada de eso me habías dicho.

-Te tenía miedo. Verás lo demás. Me reuní al instante con mi madre y con el lego. Aquella súplica, o más bien que súplica mandato de huir con él, se me clavó en el pensamiento como una espina. No dormía, no vivía, no pensaba más que en aquello. Me parecía un delito horroroso: echaba de mí esta idea y cuando me encontraba sin ella salía volando a buscarla, porque sin ella no podía vivir... No creas que aborrecí la devoción, al contrario. La meditación era mi delicia y meditando era feliz... ¡Ay! Lord Gray en todas partes; lord Gray en los altares de la iglesia, en el de mi casa; lord Gray en el breve espacio de calle y de mundo que se nos permitía ver desde nuestro cuarto; lord Gray en mis rezos, en mi libro de oraciones, en la oscuridad, en la luz, en el bullicio y en el silencio. Las campanas tocando a misa me hablaban de él. La noche se llenaba   —289→   toda con él. ¡Oh, Inés de mi corazón! ¡Cuán desgraciada soy! ¡Tener esta enfermedad en el espíritu y no poderla desechar, tener esta fragua de pensamientos en el cerebro y no poder echarle agua para que se apague...!

Breve rato permanecieron las dos amigas en silencio y después Asunción prosiguió de este modo:

-Nos comunicábamos al fin por un medio que tú no conociste ni llegaste a sospechar. Parece imposible que por tanto tiempo pueda guardarse secreto tan peligroso sin que por nadie sea descubierto. Yo le había dicho que si por indiscreción o vanidad suya alguna persona, cualquiera que fuese, llegaba a conocer nuestro secreto, le aborrecería... Después del día en que hablé con él en las Cortes, cuando se empeñó en que le habíamos de seguir a bordo de no sé qué barco, y al fin nos envió a casa con fray Pedro Advíncula; después de aquel día, digo, no le había vuelto a ver... Mi madre sospechaba de ti y le había prohibido entrar en casa. ¿Recuerdas aquella anciana pordiosera que iba a casa a vender rosarios? Pues ella me traía sus recados y le llevaba los míos. Yo le escribía poniendo ciertos signos con lápiz en una hoja arrancada de la Guía de Pecadores o del Tratado de la tribulación; de modo que el gran fray Luis de Granada y el padre Rivadeneyra21 han sido nuestras estafetas.

»Él me decía cosas hermosísimas y apasionadas que más me arrebataban y confundían.   —290→   Me pintaba su infelicidad lejos de mí y las grandes dichas que Dios nos tenía reservadas. Por algún tiempo dudé. Yo creo que viéndole, hablándole, o distrayendo con el trato de diversas gentes mi espíritu, se habría aplacado la efervescencia, el bullicio, la borrasca que yo sentía dentro de mí; pero ¡ay!, el largo encierro, la soledad, la idea de sepultarme para siempre en el claustro me perdieron... Inés, figúrate que el corazón se destroza y se oprime, que con la opresión de la naturaleza toda, alma y cuerpo estallan; figúrate que se siente por dentro una iluminación, una inquietud no comparable a las demás inquietudes, porque es la sed del espíritu que quiere saciarse, una quemazón que crece por grados, un mareo que desfigura todo cuando nos rodea, un impulso, un frenesí, una necesidad, porque necesidad es la de romper el cerco de hierro que nos estrecha; figúrate esto, y me comprenderás y me disculparás...

»Yo decía: «Sí, Dios mío, me marcharé con él, me marcharé». Momentos de alegría loca sucedían a otros de tristeza más negra que el purgatorio. Glorias e infiernos se sucedían rápidamente unos tras otros dentro de mi pecho. Dudaba, deseaba y temía, hasta que un día dije: «Sé que me condenaré, pero no me importa condenarme...», y después me ponía a llorar pensando en la deshonra de mi familia. Por último, pudo más mi amor que todas las consideraciones y me decidí. Lord Gray por unos moldes de cera que le envié, falsificó las llaves de la casa, le escribí fijando hora,   —291→   fue... salí... Pero ¡ay!, al verme fuera de casa, parece que se me cayó el cielo encima con todas sus estrellas... lord Gray me llevó a una casa que está muy cerca de la nuestra, en la calle de la Novena... No era aquella su vivienda. Salió una señora de edad a recibirnos. Yo me sentí acongojada y aturdida, empecé a llorar y pedí ardientemente a lord Gray que me llevase otra vez a mi casa.

»Quiso consolarme; el sentimiento del honor se encendió en mí con inusitada fuerza, y la vergüenza me inflamaba el alma como momentos antes la pasión. Deseé la muerte y busqué un arma para extinguir mi vida; lord Gray fingió enojarse o se enojó realmente. Díjome algunas palabras duras. Prometí amarle con más vivo cariño si me volvía a mi casa. Viendo que no accedía a mis súplicas, grité, acudió la señora anciana, diciendo que la vecindad se había alarmado y que nos fuéramos a otra parte. Irritose lord Gray y amenazó a aquella señora con ahorcarla. Después pareció conformarse con mi deseo, y dándome mil quejas llevome sin dilación a mi casa. Por el camino me aseguró que partiría pronto para Inglaterra y que le concediera otra entrevista fuera de casa. Yo se lo prometí, porque al paso que me aterraba la idea de mi deshonor, me hacía muchísimo daño su determinación de partir para Inglaterra... ¡Ay, Inés qué noche! Entré en casa llena de miedo. Me parecía ver a mi madre esperándome en la escalera con una espada de fuego... subí temblando... Tardé más de una hora en volver a mi cuarto,   —292→   porque no andaba, sino que me arrastraba lentamente para no hacer ruido. Al fin, llegando a la alcoba, corrí a tu cama para confesártelo todo y no estabas allí. Figúrate cuál sería mi confusión.

-Yo desperté -dijo la otra-. Creí sentir pasos dentro de la casa. Te vi salir, y por un instante el temor no me permitió hacer ningún movimiento ni tomar resolución alguna. Quise después correr tras de ti; yo sabía que tenía poder bastante para destruir tu alucinación, y fiaba en el cariño que nos profesábamos, en lo que me debes, en la deuda que tienes conmigo por haberte librado de las sospechas de tu madre. La idea de tu deshonor me volvía loca... Salí en busca tuya. Lo demás no necesitas saberlo. Yo no soy esclava de la autoridad de doña María como lo eres tú; aquella casa no es la mía; mi casa es esta. Asunción, querida amiga y hermana mía, nos separamos hoy quizás para siempre.

-No te separes de mí -exclamó Asunción abrazando a su amiga y besándola con ardiente cariño-. Si te separas, no sé qué será de mí. Recuerda lo que hice anoche... Inés, no me dejes. Vuelve a mi casa, y prometo no hacer cosa alguna sin tu permiso, esclavizando mi pensamiento al tuyo, y lograré adquirir una parte al menos de la santa serenidad que te distingue. He venido sólo a rogarte que vuelvas a mi casa. Prométeme que volverás.

-Por distintos caminos nos lleva Dios a ti y a mí, Asunción. Por de pronto no admitas cartas, ni avisos, ni recados de lord Gray. Levántate   —293→   a la altura de tu dignidad, abraza con resignación la vida del claustro, y dentro de algún tiempo te verás libre de ese gran peso.

-No, no puedo. La vida del claustro me aterra. ¿Sabes por qué? Porque tengo la seguridad de que en el convento he de amarle más, mucho más. Lo sé por experiencia, sí: la soledad, el mucho rezar, las penitencias, las meditaciones, las vueltas y revueltas y dolorosos giros del pensamiento, más y más avivan en mí la pasión que me quema. Lo sé muy bien, lo veo, lo toco. Yo he amado a lord Gray porque en mis solitarias devociones se ha apoderado de mi espíritu como el demonio tentador... No, no iré al claustro, porque sé que lo tendré siempre delante, mezclado con aquella dulce poesía del coro y el altar. ¡Ay, amiga mía! ¿Creerás esto que te digo? ¿Creerás esta profanación horrible? Pues sí, es verdad. En la iglesia ha tomado cuerpo esta insensata inclinación. Tal efecto hace en mi espíritu turbado todo lo que se refiere a devociones y piedades, que siempre que escucho el son de un órgano, tiemblo de emoción; las campanas de la iglesia hacen palpitar mi pecho con ardiente viveza; la oscuridad de los templos me marea, y Jesucristo crucificado no puede serme amable si no me lo presento con el mismo rostro que veo en todas partes... Esto espanta, ¿no es verdad? Pero no puedo remediarlo. Yo creo que esto es una enfermedad. ¿Tendré yo un mal incurable? Ojalá me muera mañana de él. Así descansaría...

»No, no quiero claustro. Quiero distraerme   —294→   con el trato de multitud de gentes, ver diversidad de espectáculos, visitar el mundo, la sociedad, asistir a tertulias donde se hable de muchas cosas que no sean lord Gray: quiero que mi pensamiento se enrede aquí y allí, se desparrame pasando y repasando por distintos caminos, para dejarse un vellón de lana en cada flor, en cada espina. Lo que me ha de curar es el mundo, amiga querida, es el mundo con todo lo bueno que encierra, la sociedad, la amistad, las artes, el viajar, el mucho ver y el mucho oír; que verdaderamente, aunque mi madre crea lo contrario, la mayor parte de lo que se ve y oye en el mundo es honrado, lícito y provechoso... Apártenme de la soledad, que es causa de mi perdición; apártenme de las meditaciones, del cavilar, de este perenne volteo y constante rodar sobre el eje de una sola idea. Si he de curarme, no me curarán los conventos. Querida amiga, segura estoy de que si entro en él, amaré más locamente a lord Gray, porque no habrá cosa alguna que lo aparte de los vigilantes y calenturientos ojos de mi espíritu; y si ese hombre se empeña en perseguirme aun en la casa de Dios, como sabe hacerlo, no podré guardar la santidad de mis juramentos, y rompiendo rejas y votos, me asiré a la primera cuerda que ponga en la ventana de mi celda para arrojarme a la calle. Yo me conozco, querida mía; sé leer claramente en este oscuro libro de mi alma, y no me equivoco, no.

Oyendo estas palabras en boca de la infeliz joven, al paso que compadecía su desventurada   —295→   pasión, admiraba la gran perspicacia de su entendimiento.

-Pues ten valor. Di a tu madre que no quieres ser monja -indicó Inés.

-Ayudada por tu amistad, podría hacerlo. Sola no me atrevo. Ella considerará esto como una deshonra, y entonces tendré el claustro en casa, porque me encerrará para siempre.

-Todo eso puede vencerse. Principia por rechazar a lord Gray.

-Lo haré si no le veo, si no me persigue...

Asunción pronunciaba estas palabras, cuando sentimos los pasos de lord Gray.

-¡Es él! -dijo con terror.

-Ocúltate y sal de la casa.

Amaranta hizo pasar a lord Gray a una estancia inmediata y al instante me llamó a su lado. El inglés afectaba tranquilidad; mas la condesa adivinando sus propósitos, le desconcertó al momento.

-Ya sé a que viene usted -le dijo-. Sabe que Asunción ha entrado en mi casa... Por Dios, lord Gray, retírese usted. No quiero tener nuevas ocasiones de disgusto con doña María.

-Discreta amiga mía -repuso él con vehemencia-. Usted me juzgue mal. ¿Impedirá usted que me despida de ella? Dos palabras nada más. ¿Saben que me voy esta noche?

-¿Es de veras?

-Tan cierto como que nos alumbra el sol... ¡Pobrecita Asunción!... También ella se alegrará de verme... Vamos, no salgo de aquí sin decirle adiós...

  —296→  

-Francamente, milord -indicó Amaranta-. No creo en su partida.

-Señora, aseguro a usted que partiré de madrugada. Me ha detenido tan sólo la broma que pensamos dar a Congosto... Sea testigo Araceli de lo que digo.

La condesa sin aguardar más, abrió la mampara, y las dos muchachas aparecieron ante nosotros.

Asunción no podía ocultar la angustia que la dominaba y quiso retirarse.

-¿Se marcha usted porque estoy aquí? -dijo secamente lord Gray-. Pronto saldré de Cádiz y de España, para no pisar más esta tierra de la ingratitud. Los desengaños que aquí he padecido me impelen con fuerza a huir, aunque mi corazón no ha de encontrar ya reposo en ninguna parte.

-Asunción no puede detenerse para oírle a usted -dijo Inés-. Tiene que marcharse a su casa.

-¿No merezco ya ni dos minutos de atención? -afirmó con amargura el noble lord-. ¿Ya no se me concede ni el favor de una palabra?... Está bien, no me quejo.

-Ahora parece indudable que parte -dijo Amaranta.

-Señora, adiós -exclamó lord Gray con emoción profunda, verdadera o fingida-. Araceli, adiós; Inés, amigos míos, procuren olvidar a este miserable. Y usted, Asunción, a quien sin duda debo haber ofendido, según el encono con que me mira, adiós también.

  —297→  

La infeliz se deshacía en lágrimas.

-Había solicitado de usted el último favor, una entrevista para despedirme de la que tanto he amado, pero no espero conseguirlo. He sido un insensato... Ha hecho usted bien en cobrarme de pronto ese aborrecimiento que me están revelando sus bellos ojos... ¡Miserable de mí, he aspirado a lo que me era tan superior! En mi demencia juzgué posible apartar esta noble alma de la piedad a que desde el nacer se inclina; aspiré a lo imposible, a luchar con Dios, único amante que cabe en la inconmensurable grandeza de ese corazón... Adiós, vuelva usted a sus santidades, remóntese usted a aquellas celestiales alturas, de donde este infame quiso hacerla descender. Entre usted en el claustro... entre usted... Perdóneme Dios mis arrebatados pensamientos... cada cual a su puesto. Ángeles al cielo, miseria y debilidad a la tierra... Antes amor, locura, ardientes arrebatos; ahora respeto, culto. Mañana, como ayer, vivirá usted en mi corazón; pero ahora, santa mujer, está usted dentro de él canonizada... Adiós, adiós.

Y apretando calurosamente las manos de la joven, partió con tales modos, que todos le creíamos con el corazón despedazado y tuvimos lástima de él.

Poco después Asunción, acompañada de su ayo, salió a la calle, y la santa imagen, entrando en la casa materna, volvió a su altar.

Mis lectores creerán, juzgando a lord Gray por las palabras arriba reproducidas, que el   —298→   astuto seductor partía realmente renunciando a la empresa frustrada en la célebre noche. ¡Qué error! Sigan leyendo un poco más, y verán que aquella despedida, admirable y hábil recurso estratégico empleado contra la alucinada muchacha, sirviole de preparación para el hecho (catástrofe podemos llamarlo) consumado aquella misma noche, y con el cual da fin la curiosa aventura que estoy contando.




ArribaAbajo- XXXI -

Narraré punto por punto. Aconteció, pues, que cerca ya del oscurecer en el siguiente día entraba yo con toda tranquilidad en casa de doña Flora, cuando esta, Amaranta y su hija saliéronme al encuentro con gran sobresalto y alarma.

-¿No sabes lo que ocurre? -dijo doña Flora-. El bribón de lord Gray ha cargado con la santa y la limosna. La Asuncioncita ha desaparecido anoche de la casa.

-Pero ha sido violentamente -dijo Inés- porque D. Paco apareció atado al barandal de la escalera. Ella debió de resistir... A sus gritos despertose doña María, pero cuando salieron ya estaban fuera. Esta mañana, Presentación, hostigada por su madre, hizo confesión de los amores de su hermana.

-No me digan a mí que ha resistido -objetó   —299→   doña Flora-; lord Gray es muy galán y muy lindo mozo... ¿A qué vienen con hipocresías?... La niña se marchó con él porque le dio la gana.

-Doña María estará satisfecha de la formalidad de las niñas... -dijo Amaranta riendo-. Ahora repetirá su muletilla: «Yo educo a mis hijas como me educaron a mí».

-¿Pero se ha marchado lord Gray con ella? -pregunté.

-Se dispone a partir.

-Ahora acaba de estar aquí un capitán de navío, el cual me ha dicho que milord ha fletado el bergantín inglés Deucalión, que sale mañana.

-¿Pero no corremos a impedirlo? -dijo Inés con gran zozobra-. Aún es tiempo.

-Eso será de cuenta de doña María.

-Pero será forzoso avisarle que el Deucalión sale esta noche y que lo ha fletado lord Gray.

-Sí, es preciso avisárselo -repitió Inés con energía-. Iré yo misma.

-Gabriel irá al momento.

-¿Por qué no? Aunque doña María me arrojó ayer de su casa, no tengo inconveniente en prestarle este servicio.

-Pero no pierdas tiempo... Yo me muero de impaciencia -indicó Inés.

-Ve pronto, que la niña se impacienta.

-Allá voy... De veras no creí volver a poner los pies en aquella casa... ¿Conque el Deucalión?... Un bergantín inglés... Me parece que no les atraparán.

  —300→  

Corrí a la casa de Rumblar, y desde que entré todo me indicó que reinaba allí la consternación más profunda. D. Diego y D. Paco estaban sentados en el corredor, el uno frente al otro, mirándose como dos esfinges de la tristeza, y en las manos del último los verdes cardenales indicaban el suplicio de que había sido víctima. El infeliz anciano a ratos hendía los aires con la ráfaga de sus fuertes suspiros, que habrían hecho navegar de largo a un navío de línea. Cuando entré, levantáronse los dos, y el ayo dijo:

-Vamos a ver si la encontramos ahora. Es el sétimo viaje...

La condesa de Rumblar y su hija menor estaban escondiendo su dolor y vergüenza en un gabinete inmediato a la sala, y en ésta la marquesa de Leiva, atada por el reuma a un sillón portátil; Ostolaza, Calomarde y Valiente sostenían viva polémica sobre el gran suceso. Cuando oí la voz de la de Leiva, lleno de recelo, aunque sin arredrarme, dije para mí:

-Ahora va a ser la tuya, Gabriel. La marquesa te conocerá, con lo cual, hijo, has hecho tu suerte.

Entré, sin embargo, resueltamente.

-De modo -decía la marquesa- que un inglés se puede burlar impunemente de toda España...

-En la embajada -indicó Valiente- rieron mucho cuando les conté lo ocurrido, y dijeron: «Cosas de lord Gray».

-Yo he afirmado siempre -dijo Ostolaza   —301→   con petulancia- que la alianza con los ingleses sería a España muy funesta.

Yo corté de súbito el coloquio, diciendo:

-Traigo noticias de lord Gray.

La marquesa examinome de pies a cabeza, y luego, señalándome impertinentemente con la muleta que sus doloridas piernas le obligaban a usar, preguntó:

-¿Usted?... ¿Y usted quién es?

-Es el Sr. de Araceli -dijo Ostolaza con sonsonete desdeñoso.

-Ya... ya conozco a este caballero -dijo la de Leiva con malicia-. ¿Sigue usted al servicio de mi sobrina?

-Me honro en ello.

-¿Viene usted de allá? ¿Inés está ya dispuesta a volver a su casa? Ya sabrá que el gobernador de Cádiz va esta noche misma por ella...

-No saben nada -repuse tan desconcertado como sorprendido.

-Creo que bajo el punto legal, la cosa no ofrecerá dificultad alguna, ¿no es verdad, señor de Calomarde?

-Absolutamente ninguna. La niña volverá a casa de usted, que es el jefe de la familia, y cuantas sutilezas se aleguen en contrario no tienen fuerza de derecho.

-Tal vez la señora condesa -dije- alegue algún motivo que no esté previsto.

-Todo está previsto; Sr. Calomarde, ¿no es verdad? Y agradézcame mi sobrina que no he solicitado se dicte auto de prisión contra ella... Pero a esta fecha no nos ha dicho usted   —302→   lo que anunciaba con respecto a lord Gray. ¿En qué piensa usted, señor de... de qué?

-De Araceli -repitió Ostolaza con el mismo sonsonete.

Muy brevemente les dije lo que sabía.

-Pues hay que avisar a la Comandancia de Marina -replicó la de Leiva con viveza-. Plumas, papel...

En aquel instante entró en la sala un personaje grave, al cual saludaron todos con el mayor respeto. Era D. Juan María Villavicencio, gobernador de la ciudad, varón estimabilísimo, buen patriota, instruido, algo filósofo y hábil por demás en el conocimiento y trato de las gentes.

-Ya tenemos datos, Sr. Villavicencio -dijo la marquesa, contándole lo del Deucalión.

-En este negocio, señora -respondió el funcionario bajando la voz- hay que andar con prudencia... Antes de ocuparme de lord Gray voy a cumplir el acto legal, en cuya virtud la Inesita volverá esta noche a su casa.

El alma se me partió al oír esto.

-Pronto, pronto, amigo mío -dijo la reumática-. También temo que se me escapen. La gente de esta casa se marcha por el escotillón, y esto parece escenario de un teatro... Y creímos que había sido robada por lord Gray. La pícara se marchó sola...

-En cuanto a lord Gray -dijo Villavicencio en tono dubitativo y con cierto embarazo- me parece que no podemos hacer nada contra él... La Asuncioncita volverá al lado   —303→   de su madre o a donde la quieran llevar; pero eso de prender y castigar a milord...

-Pero...

-Señora, no podemos chocar con la embajada... Ya conoce usted las circunstancias; Wellesley es quisquilloso... la alianza...

-¡Maldita sea la alianza!

-¡Y esto lo dice una dama española -exclamó Villavicencio con entusiasmo- el día en que nos llega la noticia de una gloriosa batalla, de esa gran victoria, señores, ganada por españoles, ingleses y portugueses en los campos de Albuera!

-¡Otra batalla! -exclamó la marquesa con hastío-. Siempre batallas, y la guerra no se acaba nunca.

-Creo que ha sido muy sangrienta -dijo Calomarde.

-Como todas las que damos -repuso con orgullo Villavicencio-. Hemos perdido cinco mil hombres y matado a los franceses más de diez mil... ¡Precioso resultado!... Han muerto dos generales franceses, dos ingleses, y de los nuestros han quedado heridos D. Carlos España y el insigne Blake.

-De todo eso se deduce que no podemos hacer nada contra Gray -dijo con disgusto la de Leiva.

-Nada, señora... Se va a erigir un monumento a Jorge III... La embajada inglesa... Wellesley... ¡Oh!, esta batalla de la Albuera estrechará más aún las relaciones entre ambos países.

-¡Gran victoria! -dijo Valiente-. En Extremadura   —304→   nos envalentonamos un poco.

-Pero está muy mal de la parte del Ebro. Tortosa ha caído ya en poder del enemigo...

-Traición, pura traición del conde de Alacha.

-También se han apoderado los franceses del fuerte de San Felipe en el Coll de Balaguer.

-Pero aún resiste Tarragona.

-Y resistirá más todavía.

-Y de Manresa, ¿qué se ha dicho hoy?

-Ya es seguro que ha sido incendiada.

-Nada de eso nos importa por ahora -dijo la marquesa, interrumpiendo la chispeante conversación patriótica-. En suma, Sr. Villavicencio, si milord se escapa...

-¡Qué le hemos de hacer! Nadie sabe dónde está.

-Creo que esta noche se le podrá ver -dijo Valiente- porque a las diez se verificará, según he oído, entre lord Gray y D. Pedro del Congosto una especie de desafío quijotesco con que espera reírse mucho la gente.

-Bobadas... En fin, señora marquesa, Wellesley me ha prometido que la muchacha volverá, pero hay que dejar en paz a lord Gray... Señora marquesa, me llama mucho la atención este extraño caso. Soy experto en ciertos asuntos, y creo que en el lance de que nos ocupamos juega alguna persona que no es lord Gray.

-¿Lo cree usted? Yo opino que Inés se ha marchado sola.

-Pues yo creo que no.

  —305→  

-O con lord Gray. Ese señor inglés se propone desocupar mi casa.

-Algún otro pájaro, señora, algún otro pájaro ha enredado aquí, y no pararé hasta averiguar quién es... Los dos raptos tienen entre sí íntima conexión.

-Busque usted, pues -dijo la marquesa- a ese cómplice desconocido, y haga caer sobre él todo el peso de la ley, si es que nada puede hacerse contra lord Gray.

-Espero sacar mucho partido de mis averiguaciones esta noche.

-Verdaderamente -dijo Calomarde- si ha de haber un choque con la embajada inglesa, lo mejor es dar fuerte sobre el pobre cómplice si se descubre, y decir: «aquí que no peco».

-Así anda la justicia en España -objetó la de Leiva.

-Veremos lo que saco en limpio -dijo Villavicencio-. Vaya, señora mía, me voy a hacer una visita de cumplido a la calle de la Verónica. Creo que bastará mi autoridad...

De pronto presentose D. Paco en la sala sofocado y jadeante, y exclamó:

-¡Ahí está, ahí está ya!... al fin la encontramos.

-¿Quién?

-La señora doña Asuncioncita... ¡Pobre niña de mi alma!... Está en la escalera... No quiere subir... ¡parece medio muerta la pobrecita!...



  —306→  

ArribaAbajo- XXXII -

Reinó sepulcral silencio, y miramos todos a la puerta del fondo por donde apareció doña María. Con decoroso silencio, que no con lágrimas, mostraba esta señora su honda pena. El color blanco de su cara habíase convertido en una palidez pergaminosa; su frente estaba surcada de repentinas arrugas, y los secos ojos tan pronto irradiaban el fulgor de la ira como se abatían amortiguados. Pero otro incidente llamó la atención más que el grave silencio y la amarillez y las arrugas, y fue que sus cabellos, entrecanos algunos días antes, estaban enteramente blancos.

-¡Está ahí! -repitió un sordo murmullo.

-¿Te negarás a recibirla? -dijo con emoción la marquesa, adivinando los pensamientos de doña María.

-No... que venga aquí -repuso la madre con energía-. Veré a la que ha sido mi hija... ¿La encontró usted? ¿Estaba sola?

-Sola, señora -exclamó llorando D. Paco-. ¡Y en qué triste y lastimoso estado! Los vestidos están rotos, en su preciosa cabecita tiene varias heridas, y en su voz y ademanes demuestra el más grande arrepentimiento. No ha querido subir, y yace exánime y sin fuerzas en la escalera.

-Que entre -dijo la de Leiva-. La infeliz empieza a expiar su culpa. María, pasó la ocasión del rigor y ha llegado el momento de la   —307→   benevolencia. Recibe a tu hija, y si acabó para el mundo, no acabe para ti.

-Retirémonos para evitarle la vergüenza de verse delante de nosotros -dijo Valiente.

-No, queden todos aquí.

-Sr. D. Francisco -dijo doña María al ayo- traiga usted a Asunción.

El ayo salió determinando fuertes corrientes atmosféricas con la violencia de sus suspiros.

Bien pronto oímos la voz de Asunción que gritaba:

-Mátenme, que me maten: no quiero que mi madre me vea.

Por D. Diego y el ayo conducida, a intervalos suavemente arrastrada, casi traída a cuestas, entró la infeliz muchacha en la sala. En la puerta arrojose al suelo, y sus cabellos en desorden sueltos, le cubrían la cara. Todos acudimos a ella, la levantamos, la consolamos con palabras cariñosas; pero ella clamaba sin cesar:

-Mátenme de una vez. No quiero vivir.

-La señora doña María la perdonará a usted -le dijimos.

-No, mi madre no me perdonará. Estoy condenada para siempre.

Doña María, por largo tiempo llena de entereza y superioridad, comenzó a declinar y su grande ánimo se abatió ante espectáculo tan lamentable. Después de mucho luchar con la sensibilidad y el cariño materno, pugnó por sobreponerse a este, y resueltamente exclamó:

  —308→  

-¿He dicho que la traigan aquí? No, me equivoqué. No quiero verla, no es mi hija. Váyase a los lugares de donde ha venido. Mi hija ha muerto.

-Señora -exclamó D. Paco poniéndose de rodillas- si la señora doña Asuncioncita no se queda en la casa, usted se condenará. ¿Pues qué ha hecho? Salir a dar un paseo. ¿Verdad, niña mía?

-No; ¡mi madre no me perdona! -gritó con desesperación la muchacha-. Llévenme fuera de aquí. No merezco pisar esta casa... Mi madre no me perdona. Vale más que me maten de una vez.

-Sosiégate, hija mía -dijo la de Leiva-. Grande es tu culpa; pero si no puedes reconquistar el cariño de tu madre y la estimación de todos, no serás abandonada a tu dolor. Levántate. ¿Dónde está lord Gray?

-No sé.

-¿Vino a buscarte con conocimiento y consentimiento tuyo?

La desgraciada se cubría el rostro con las manos.

-Habla, hija mía, es preciso saber la verdad -dijo la de Leiva-. Tal vez tu culpa no sea tan grande como parece. ¿Saliste de buen grado?

La presencia de doña María se conocía por su respiración que era como un sordo mugido. Luego oímos distintamente estas palabras que parecían salir de la cavernosa garganta de una leona:

-Sí... de grado... de grado.

  —309→  

-Lord Gray -dijo Asunción- me juró que al día siguiente abrazaría el catolicismo.

-Y que se casaría contigo, ¡pobrecita! -dijo con benevolencia la marquesa.

-Lo de siempre... historia vieja -balbuceó Calomarde a mi oído.

-Señores -dijo Villavicencio- retirémonos. Estamos aumentando con nuestra presencia la confusión de esta desgraciada niña.

-Repito que se queden todos -dijo la de Rumblar con fúnebre acento-. Quiero que asistan a los funerales del honor de mi casa. Asunción, si quieres, no que te perdone, sino que tolere tu presencia aquí, confiesa todo.

-Me prometió abrazar el catolicismo... me dijo que marcharía de Cádiz para siempre, si no... Yo creí...

-Basta -exclamó Villavicencio-. Que se retire a buscar algún reposo esta criatura.

-Pero ese infame hombre la ha abandonado...

-La ha arrojado de su casa -dijo D. Paco.

Múltiple exclamación de horror resonó en la sala.

-Esta mañana -añadió Asunción sacando difícilmente de su pecho el aliento necesario para hablar- lord Gray salió dejándome sola en la casa. Yo temblaba de zozobra... Entraron luego unas mujeres, unas mujerzuelas... ¡qué horrible gente!... Con sus gritos me desvanecieron y con sus manos me maltrataron. Todas se reían de mí y me desgarraron los vestidos, diciéndome palabras ignominiosas... Bebían y comían en una mesa que el criado   —310→   de milord les dispuso... disputaban unas con otras sobre cuál de ellas era más amada por él... Entonces comprendí el abismo en que había caído... Lord Gray volvió... Le increpé por su vil conducta... Estaba taciturno y sombrío... Tomó una chinela y con ella les azotó la cara a aquellas viles mujeres... Me colmó de cuidados. Me dijo que me iba a llevar a Malta... Yo me negué a ello y empecé a llorar amargamente invocando el nombre de Jesús... Volvieron las mujeres acompañadas de hombres soeces; uno de ellos quiso ultrajarme. Lord Gray le rompió la cabeza con una silla... Corrió la sangre... ¡Dios mío, qué horror!...

Deteníase a cada rato, y luego con gran esfuerzo seguía:

-Lord Gray me dijo después que él no podía hacerse católico, y que se alegraba de que yo entrase en el convento para robarme. Quise salir y el criado anunció la llegada de una señora... ¡Oh! Entró una señora principal que le llamó ingrato... La señora se reía de mí... ¡Qué hora, Dios mío, qué hora!... La señora dijo que yo era la más piadosa y devota señorita de todo Cádiz, y luego me rogó que encomendase a lord Gray a Dios en mis oraciones... La vergüenza me inflamaba, y busqué un cuchillo para matarme... Después...

Estábamos todos conmovidos y aterrados con la patética relación de la desgraciada niña, digna de mejor suerte.

-Después... entraron unos hombres; ¡qué hombres! Vestían de cruzados como don   —311→   Pedro del Congosto, y venían a recordar a lord Gray que este le había desafiado... Entraron los amigos de lord Gray y todos se rieron mucho del desafío con D. Pedro. Luego... milord me rogó de nuevo que partiese con él a Malta... Yo le decía que me hiciese el favor de matarme... Reíase a carcajadas y jugando con un puñal hacía como que me quería matar... Me inspiraba tal horror que huí de su lado... Yo corrí por la casa dando gritos... él se reía... un criado me dijo: «milord me ha mandado que la acompañe a usted a su casa». Salimos a la calle y en la puerta añadió: «No tengo ganas de ir tan lejos: vaya usted sola», y cerró la puerta... Di algunos pasos... una mujer frenética que dijo haber perdido por mí los favores de lord Gray, quiso castigarme... ¡Ay!, yo estaba medio muerta y me dejé castigar... Libre al fin recorrí varias calles... me perdí... yo buscaba la muralla para arrojarme al mar... al fin después de dar mil vueltas volví junto a la casa de lord Gray... Encontráronme D. Paco y mi hermano... yo no quería venir aquí... pero me trajeron al fin a mi casa de donde salí culpable, y a donde vuelvo castigada, pues las penas todas del purgatorio y el infierno no son superiores a las que yo he padecido hoy... Aun así no merezco perdón. Mi falta es grande... No merezco más que la muerte, y pido a Dios que me la conceda esta noche misma, para que ni un día más soporte la vergüenza y el deshonor que han caído sobre mí. ¡Señora madre mía, adiós! ¡Hermana mía, adiós! ¡No quiero vivir!

  —312→  

No dijo más y cayó desmayada en el pavimento.

Conmovidos y aterrados, contemplamos el semblante de doña María, que reclinada en el sillón, con la barba apoyada en la mano, silenciosa, ceñuda primero como una sibila de Miguel Ángel, y conmovida después, pues también las montañas se quebrantan al sacudimiento del rayo, derramó lágrimas abundantes. Parecía que su rostro se quemaba. Su llanto era metal derretido.

-Hija mía -dijo la marquesa-, retírate a descansar... Sr. D. Francisco, o tú, Diego, llévala a su cuarto.

El conmovedor espectáculo de la infeliz Asunción desapareció de nuestra vista.

-Señoras -dijo Villavicencio- tengo el alma despedazada, y me retiro.

-Siento mucho... pues... -murmuró Ostolaza, y se retiró también.

-He tenido un verdadero sentimiento... -dijo Valiente, marchándose tras el anterior.

-Por mi parte... -indicó Calomarde saludando-. Si es preciso entablar recurso...

Se fueron todos. Yo me quedé, porque una fuerza irresistible me clavaba en aquella sala, y no podía apartar el pensamiento del desolado cuadro que había visto. Delante de mí estaba la de Rumblar en la misma actitud en que antes la he descrito. El fenómeno de su llanto me llenaba de asombro. A mi lado la marquesa de Leiva lloraba también.

Pero no estábamos solos los tres. Acababa de entrar una figura estrambótica, un mamarracho   —313→   de los antiguos tiempos, una caricatura de la caballería, de la nobleza, de la dignidad, del valor español de otras edades. Mirando aquella figura de sainete que se presentaba tan inoportunamente, dije para mí:

-¿Qué vendrá a hacer aquí D. Pedro del Congosto? ¿Si creerá que sus caballerías ridículas sirven de alguna cosa en estas circunstancias?

La de Leiva abrió los ojos, vio al estafermo, y como si no diera importancia alguna a su persona, volviose a mí y me dijo:

-¿Qué piensa usted de lord Gray?

-Que es un infame, señora.

-¿Quedará sin castigo?

-No quedará -exclamé arrebatado por la ira.

D. Pedro del Congosto dio algunos pasos, púsose delante de doña María, y alzando el brazo, con voz y gesto que al mismo tiempo parecían trágicos y cómicos, habló así:

-Señora doña María... ¡esta noche!... ¡a las once!... ¡en la Caleta!

-¡Oh! ¡Gracias a Dios! -exclamó la noble señora levantándose con ímpetu-. Gracias a Dios que hay en España un caballero... Cuatro personas han presenciado el lastimoso cuadro de la deshonra de mi hija, y a ninguno se le ha ocurrido tomar por su cuenta el castigo de ese miserable.

-Señora -dijo Congosto con voz hueca, que antes que risa, como otras veces, me produjo un espanto indefinible-. Señora, lord Gray morirá.

Aquellas palabras retumbaron en mi cerebro.   —314→   Miré a D. Pedro y me pareció trasfigurado. Aquel espantajo, recuerdo de los heroicos tiempos, dejó de ser a mis ojos una caricatura desde el momento en que me lo representé como providencial brazo de la justicia.

-No es usted, D. Pedro -dijo con incredulidad la de Leiva- quien ha de arreglar esto.

-Señora doña María -repitió el estafermo sublimado por una alta idea de su propio papel, por la idea de la hidalguía, del honor, de la justicia- ¡esta noche!... ¡a las once!... ¡en la Caleta! Todo está dispuesto.

-¡Oh! Bendita sea mil veces la única voz que ha sonado en mi defensa en esta sociedad indiferente. Abominables tiempos, aún hay dentro de vosotros algo noble y sublime.

Esto que en otras circunstancias hubiera sido ridículo, tratándose de D. Pedro, en aquellas me hacía estremecer.

-Bendito sea mil veces -continuó doña María- el único brazo que se ha alzado para vengar mi ultraje en esta generación corrompida, incapaz de un sentimiento elevado.

-Señora -dijo D. Pedro- adiós... voy a prepararme.

Y partió rápidamente de la sala.

-María -dijo la de Leiva a su parienta- sosiégate; debes procurar dormir...

-No puedo sosegar -repuso la dama-. No puedo dormir... ¡Oh Dios mío! Si permites que el miserable quede sin castigo... Si vieras, mujer... siento una salvaje complacencia al recordar aquellas palabras «esta noche... a las once... en la Caleta».

  —315→  

-No esperes de D. Pedro más que ridiculeces... Sosiégate... Han dicho aquí que el desafío de D. Pedro con lord Gray era una función quijotesca. ¿No es verdad, caballero?

-Sí, señora -repuse-. Son ya las diez... Soy amigo de lord Gray y no puedo faltar.

Respetuosamente me despedí de ellas y salí. Detúvome en la escalera D. Diego, que a toda prisa y muy sofocado subía, y me dijo:

-Gabriel, ahí me traen otra vez a la buena alhaja de doña Inesita.

-¿Quién?

-El gobernador. Esta noche todas las ovejas descarriadas vuelven al redil... Vengo de allá... si vieras. La condesa ha llorado mucho y se ha puesto de rodillas delante de Villavicencio; pero no pudo conseguir nada. La ley y siempre la ley. Si es lo que yo digo: la ley... Por supuesto, chico, no puedo negarte que me dio lástima de la pobre condesa. Lloraba tanto... Inés estaba más serena y se conformaba. Aguárdate y la verás llegar. Sin embargo, más vale que no parezcas en tu vida por aquí. Villavicencio quiso averiguar el cómo y cuándo de la fuga de Inés, y allá le dijeron que la sacaste tú de la casa. Te anda buscando porque no te conoce. Dice que eres cómplice de lord Gray y el verdadero criminal. Calumnia, pura calumnia; pero no te metas en vindicar tu honra mancillada y echa a correr, que Villavicencio tiene malas pulgas, y aunque te escuda el fuero militar... Conque en marcha y no vuelvas a Cádiz en tres meses.

-Pues sí; yo fui quien la sacó de casa.

  —316→  

-¡Tú! -exclamó con tanto asombro como cólera-. Ya no me acordaba que eres servidor de mi famosa parienta la condesa. ¿Conque la sacaste tú?

-Y la volveré a sacar.

-Tú bromeas... no pienses que me apuro mucho... ¿Crees que insisto en casarme con ella?... Pues ahora de mejores veras debes poner los pies en polvorosa, porque voy a contarle a mamá tu hazaña... Francamente, yo creí que era una calumnia. Ahora me explico el furor de Villavicencio contra ti. ¿Pues no dice que tú eres el autor de todo y que es preciso sentarte la mano?

-¿A mí?

-Y disculpaba a lord Gray... Se me figura que quieren hacer justicia en tu persona sin molestar para nada al señor milord. Ándate con cuidado, pues se le ha puesto en la cabeza que tú eres cómplice del maldito inglés y le ayudaste en esta gran bribonada que nos ha hecho.

-¿Ha visto usted a lord Gray? -le pregunté-. ¿Dónde se le podrá encontrar?

-Ahora mismo me han dicho que le acaban de ver paseando solo por la muralla. ¡Maldito inglés! Las pagará todas juntas... Hace poco la Inesita me llamó vil y cobarde por dejar sin castigo esto de anoche, y aseguraba que si ella fuera hombre... estaba furiosa la niña. Por supuesto, yo pienso buscar a lord Gray, y cuando le vea le he de decir «so tunante...», pues... conque márchate... tú también eres buena pieza. Adiós.

  —317→  

No me podía detener a contestar sus majaderías, porque un pensamiento fijo me atormentaba, y dirigida mi voluntad a un punto invariable con arrebatadora fuerza; nada podía apartarme de aquella corriente por donde se precipitaba impetuosamente todo mi ser.




ArribaAbajo- XXXIII -

Un cuarto de hora después tropezaba en la muralla, frente al Carmen, con lord Gray, el cual, deteniendo la velocidad de su paso, me habló así:

-¡Oh, Sr. de Araceli... gracias a Dios que viene alguien a hacerme compañía!... He dado siete vueltas a Cádiz corriendo todo lo largo de la muralla... ¡Aburrimiento y desesperación!... Mi destino es dar vueltas... dar vueltas a la noria.

-¿Está usted triste?

-Mi alma está negra... más negra que la noche -repuso con alucinación-. Camino sin cesar buscando la claridad, y no hago más que dar vueltas recorriendo un círculo fatal. Cádiz es una cárcel redonda, cuya pared circular gira alrededor de nuestro cerebro... Me muero aquí.

-¡Tan feliz ayer y tan desgraciado hoy! -le dije-. ¡Cuán limitada es la creación que está a nuestro alcance! ¡Cuán pobre es el universo!... El Omnipotente se ha reservado para sí lo mejor, dejándonos la escoria... No podemos salir de este maldito círculo... no hay escape   —318→   por la tangente... El ansia de lo infinito quema nuestra alma, y no es posible dar un paso en busca de alivio... Vueltas y más vueltas... ¡Mula de noria... arre!... Otro circulito y otro y otro...

-Lord Gray, Dios le ha dado a usted todo y usted malgasta y arroja las riquezas de su alma haciéndose infortunado sin deber serlo.

-Amigo -me dijo apretándome la mano tan fuertemente que creí me la deshacía- soy muy desgraciado. Tenga usted lástima de mí.

-Si eso es desgracia, ¿qué nombre daremos a la horrenda agonía de una criatura, a quien usted acaba de precipitar en la mayor deshonra y vergüenza?

-¿Usted la ha visto?... ¡Infeliz muchacha!... Le he rogado que vaya conmigo a Malta y no quiere.

-Y hace bien.

-¡Pobre santita! Cuando la vi, más que su hermosura que es mucha, más que su talento que es grande, me cautivó su piedad... Todos decían que era perfecta, todos decían que merecía ser venerada en los altares... Esto me inflamaba más. Penetrar los misterios de aquella arca santa; ver lo que existía dentro de aquel venerable estuche de recogimiento, de piedad, de silencio, de modestia, de santa unción; acercarme y coger con mis manos aquella imagen celestial de mujer canonizable; alzarle el velo y mirar si había algo de humano tras los celajes místicos que la envolvían; coger para mí lo que no estaba destinado a ningún hombre y apropiarme lo que todos habían convenido en   —319→   que fuese para Dios... ¡Qué inefable delicia, qué sublime encanto!... ¡Ay!, fingí, engañé, burlé... Maldita familia... Luchar con ella es luchar con toda una nación... Para atacarla toda la inteligencia y la astucia toda no bastan... Mil veces sea condenada la historia que crea estas fortalezas inexpugnables.

-La audacia y la despreocupación de un hombre son más fuertes que la historia.

-Pero cómo se desvanece todo... Aquello que ayer aún valía, hoy no vale nada y su encanto desaparece como el humo, como la nave, como la sombra... El hermoso misterio se disipó... La realidad todo lo mata... ¡Ay! Yo buscaba algo extraordinario, profundamente grandioso y sublime en aquella encarnación del principio religioso que caía en mis brazos; yo esperaba un tesoro de ideales delicias para mi alma, abrasada en sed inextinguible; yo esperaba recibir una impresión celeste que transportara mi alma a la esfera de las más altas concepciones; pero ¡maldita Naturaleza!, la criatura seráfica que yo soñaba rodeada de nubes y de angelitos en sobrenatural beatitud, se deshizo, se disipó, se descompuso, como una imagen de máquina óptica cuya luz sopla el bárbaro titiritero diciendo: «buenas noches...». Todo desapareció... Las alas de ángel agitándose zumbaban en mi oído, pero yo me desencajaba los ojos mirando y no veía nada, absolutamente nada más que una mujer... una mujer como otra cualquiera, como la de ayer, como la de anteayer...

-Hay que conformarse con lo que Dios nos   —320→   ha dado y no aspirar a más. En resumen: usted sacó a Asunción de su casa, jurándole que abrazaría el catolicismo y se casaría con ella.

-Es verdad.

-Y lo cumplirá usted.

-No pienso casarme.

-Entonces...

-Ya le he dicho que venga conmigo a Malta.

-Ella no irá.

-Pues yo sí.

-Milord -dije dando a mis palabras toda la serenidad posible- usted debajo de ese humor melancólico, debajo de los oropeles de su imaginación tan brillante como loca, guarda sin duda un profundo sentido y un corazón de legítimo oro, no de vil metal sobredorado como sus acciones.

-¿Qué quiere usted decirme?

-Que una persona honrada como usted sabrá reparar la más reciente y la más grave de sus faltas.

-Araceli -me dijo con mucha sequedad- es usted impertinente. ¿Acaso es usted hermano, esposo o cortejo de la persona ofendida?

-Lo mismo que si lo fuera -repuse, obligándole a detenerse en su marcha febril.

-¿Qué sentimiento le impulsa a usted a meterse en lo que no le importa? Quijotismo, puro quijotismo.

-Un sentimiento que no sé definir y que me mueve a dar este paso con fuerza extraordinaria -repuse-. Un sentimiento que creo encierra algo de amor a la sociedad en que vivo   —321→   y amor a la justicia que adoro... No le puedo contener ni sofocar. Quizás me equivoque; pero creo que usted es una peligrosa, aunque hermosa bestia, a quien es preciso perseguir y castigar.

-¿Es usted doña María? -me dijo con los ojos extraviados y la faz descompuesta- ¿es usted doña María que toma forma varonil para ponérseme delante? Sólo a ella debo dar cuentas de mis acciones.

-Yo soy quien soy. Por lo demás, si parte de la responsabilidad corresponde a la madre de la víctima, eso no aminora la culpa de usted... Pero no es una sola víctima; las víctimas somos varias. La salvaje pasión de una furia loca y desenfrenada para quien no hay en el mundo ni ley, ni sentimiento, ni costumbre respetables, alcanza en sus estragos a cuanto la rodea. Por la acción de usted personas inocentes están expuestas a ser mortificadas y perseguidas, y yo mismo aparezco responsable de faltas que no he cometido.

-En fin, Araceli, ¿en qué viene a parar toda esa música? -dijo con tono y modales que me recordaban el día de la borrachera en casa de Poenco.

-Esto viene a parar -repuse con vehemencia- en que usted se me ha hecho profundamente aborrecible, en que me mortifica verle a usted delante de mí, en que le odio a usted, lord Gray, y no necesito decir más.

Yo sentía inusitado fuego circulando por mis venas. No me explicaba aquello. Deseaba sofocar aquel sentimiento exterminador y sanguinario;   —322→   pero el recuerdo de la infeliz muchacha a quien poco antes había visto, me hacía crispar los nervios, apretar los puños, y el corazón se me quería saltar del pecho. No había cálculo en mí. Todo lo que determinaba mi existencia en aquel momento era pasión pura.

-Araceli -añadió respirando con fuerza-, esta noche no estoy para bromas. ¿Crees que soy Currito Báez?

-Lord Gray -repuse- tampoco yo estoy para bromas.

-Todavía -dijo con amargo desdén- no he gustado el placer de matar a un deshacedor de agravios propios y amparador de doncellas ajenas.

-Maldito sea yo, si no es noble y nuevo lo que inflama mi espíritu en este instante.

-¡Araceli! -exclamó con súbita furia- ¿quieres que te mate? Deseo acabar con alguien.

-Estoy dispuesto a darle a usted ese gusto.

-¿Cuándo?

-Ahora mismo.

-¡Ah! -dijo riendo a carcajadas-. Tiene la preferencia el Sr. D. Quijote de la Mancha. España, me despido de ti luchando con tu héroe.

-No importa. Después de las burlas pueden venir las veras.

-Nos batiremos... ¿Quiere usted antes recibir las últimas lecciones de esgrima?

-Gracias, ya sé lo bastante.

-¡Pobre niño!... ¡Le mataré a usted!... Pero son las diez y media... mis amigos me esperan...

  —323→  

-A la Caleta.

-¿Nombramos padrinos?

-No nos faltarán amigos para elegir.

-Vamos pronto.

-Ahora mismo.

-Creí -dijo con espontánea fruición-, que no había en Cádiz más Quijote que D. Pedro del Congosto... ¡Oh, España! ¡Delicioso país!




ArribaAbajo- XXXIV -

La noche era oscura y serena. Al acercarnos a la puerta de la Caleta vimos de lejos la iluminación que había en la plazuela de las Barquillas, junto al teatro y en las barracas. Inmensa multitud se apiñaba en aquellos improvisados sitios de recreo, y oíanse los gritos y vivas con que se celebraba el gran suceso de la Albuera.

Aguardamos largo rato. Los amigos de lord Gray y D. Pedro esperaban en la muralla en dos grupos distintos.

-¿Se han traído los garrotes? -preguntó sigilosamente uno de los de lord Gray.

-Sí... son vergajos de cuero para que pueda ser vapuleado sin recibir golpes mortales...

-¿Y las hachas de viento?

-¿Y los cohetes?

-Todo está -dijo uno sin poder disimular su gozo-. El figurón vestido de todas armas a la antigua que ha de presentarse en lugar de lord Gray aguarda en aquella casa. Mamarracho igual no le ha visto Cádiz.

  —324→  

-Pero D. Pedro no parece...

-Allá viene... sus amigos los cruzados le rodean.

-Todo ha de hacerse como lo he dispuesto yo... -indicó lord Gray- quiero despedirme de Cádiz con buen bromazo.

-Lástima que esto no pudiera hacerse en el escenario del teatro.

-Señores, se acerca la hora. ¿Baja usted... Araceli?

-Al instante voy.

Bajaron todos, y me detuve deseando aislarme por breve rato para recoger mi espíritu y dar alas a mi pensamiento. Habíame paseado un poco entre la puerta y la plataforma de Capuchinos, cuando vi en la muralla una persona, un bulto negro, cuya forma y figura no podía distinguirse bien, y que se volvía hacia la playa, siguiendo con la vista a los espectadores y héroes del burlesco desafío. Picábame la curiosidad por saber quién era; mas teniendo prisa, no me detuve y bajé al instante.

Dos grandes grupos se formaron en la playa, y los de uno y otro bando, excepto algunos bobalicones que vestían el traje de cruzados, estaban en el ajo. Entre los de lord Gray, vi un figurón armado de pies a cabeza, con peto y espaldar de latón, celada de encaje, rodela y con tantas plumas en la cabeza que más que guerrero parecía salvaje de América. Dábanle instrucciones los demás y él decía:

-Ya sé lo que tengo que hacer. Triste cosa es dejarse matar, manque sea de mentirijiyas22...   —325→   23 Yo le diré que me pongo en guardia, luego hablaré inglés así: «Pliquis miquis...», y después daré un berrido, cétera, cétera...

-Haz todo lo posible por imitar mis modales y mi voz -le dijo lord Gray.

-Descuide miloro.

Uno de los presentes acercose al otro grupo y dijo en voz alta:

-Su excelencia lord Gray, duque de Gray, está dispuesto. Vamos a partir el sol; pero como no hay sol, se partirán las estrellas... Hagamos una raya en la arena.

-Por mi parte, pronto estoy -dijo D. Pedro, viendo avanzar hacia el ruedo la espantable figura del caballero armado-. Me parece que tiembla usted, lord Gray.

Y en efecto, el supuesto lord temblaba.

-Dios venga en mi ayuda -exclamó huecamente Congosto- y que este brazo, pronto a defender la justicia y a vengar un vergonzoso ultraje, sea más fuerte que el del Cid... ¿Lord Gray, reconoce usted su error y se dispone a reparar la afrenta que ha causado?

El Sr. Poenco (pues no era otro) creyó prudente contestar en inglés de esta manera:

-Pliquis miquis... ¡ay!, ¡ooo!... Esperpentis Congosto... ¡Nooo!

-¡Pues sea! -dijo D Pedro sacando la espada- y a quien Dios se la dé...

Cruzáronse los terribles aceros; daba don Pedro unos mandobles que habrían hendido en dos mitades al Sr. Poenco, si este con prudencia suma no se retirara dando saltos hacia atrás. Los presentes aguantaban con gran   —326→   trabajo la risa, porque el desafío era una especie de baile, en el cual veíase a don Pedro saltando de aquí para allí para atrapar bajo el filo de su espada al supuesto lord Gray. Por fin, después de repetidas vueltas y revueltas, este exhaló un rugido y cayó en tierra, diciendo:

-Muerto soy.

Al punto D. Pedro viose rodeado por un lado y otro. Multitud de vergajos cayeron sobre sus lomos, y con loco estrépito repetían los circunstantes:

-¡Viva el gran D. Pedro del Congosto, el más valiente caballero de España!

Las hachas de viento se encendieron y comenzó una especie de escena infernal. Este le empujaba de un lado, aquel del otro, querían llevarle en vilo; pero fue preciso arrastrarle, y en tanto llovían los palos sobre el infeliz caballero y los dos o tres cruzados que salieron en su defensa.

-¡Viva el valiente, el invencible D. Pedro del Congosto, que ha matado a lord Gray!

-¡Atrás canalla! -gritaba defendiéndose el estafermo-. Si le maté a él, haré lo mismo con vosotros, gentuza vengativa y desvergonzada.

Y apaleado, pinchado, empujado, arrastrado, fue conducido hacia la puerta como en grotesco triunfo, hasta que condolidos de tanta crueldad, le cargaron a cuestas, llevándole procesionalmente a la ciudad. Unos tocaban cuernos, otros golpeaban sartenes y cacharros, otros sonaban cencerros y esquilas, y con el ruido de tales instrumentos y el fulgor de las hachas, aquel cuadro parecía escena de   —327→   brujas o fantástica asonada del tiempo en que había encantadores en el mundo. Ya en lo alto de la muralla, dejaron de mortificar al héroe, y llevado en hombros, su paseo por delante de las barracas fue un verdadero triunfo. La espada de D. Pedro quedó abandonada en el suelo. Era según antes he dicho, la espada de Francisco Pizarro. A tal estado habían venido a parar las grandezas heroicas de España.

Lord Gray y yo con otros dos, nos habíamos quedado en la playa.

-¿Una segunda broma? -preguntó Figueroa, que era uno de los padrinos, sobre el terreno nombrados.

-Acabemos de una vez -dijo lord Gray con impaciencia-. Tengo que arreglar mi viaje.

-Dense explicaciones -dijo el otro- y se evitará un lance desagradable.

-Araceli es quien tiene que darlas, no yo -afirmó el inglés.

-A lord Gray corresponde hablar, sincerándose de su vil conducta.

-En guardia -exclamó él con frenesí-. Me despido de Cádiz matando a un amigo.

-En guardia -exclamé yo sacando la espada.

Los preliminares duraron poco y los dos aceros culebrearon con luz de plata en la oscuridad de la noche.

De pronto uno de los padrinos dijo:

-Alto, alguien nos ve... Por allí avanza una persona.

  —328→  

-Un bulto negro... Maldito sea el curioso.

-Si será Villavicencio, que ha tenido noticia de la broma y creyendo venir a impedirla, sorprende las veras...

-Parece una mujer.

-Más bien parece un hombre. Se detiene allí... nos observa.

-Adelante -dijo lord Gray-. Que venga el mundo entero a observarnos.

-Adelante.

Volvieron a cruzarse los aceros. Yo me sentía fuerte en la segunda embestida; lord Gray era habilísimo tirador; pero estaba agitado, mientras que yo conservaba bastante serenidad. De pronto mi mano avanzó con rápido empuje; sintiose el chirrido de un acero al resbalar contra el otro, y lord Gray articulando una exclamación, cayó en tierra.

-Muero -dijo, llevándose la mano al pecho-. Araceli... buen discípulo... honra a su maestro.




Arriba- XXXV -

Arrojando la espada, mi primer impulso fue correr hacia el herido y auxiliarle; pero Figueroa lleno de turbación, me dijo:

-Esto es hecho... Araceli, huye... no pierdas tiempo. El gobernador... la embajada... Wellesley.

Comprendiendo lo arriesgado de mi situación, corrí hacia la muralla. Turbado y hondamente impresionado y conmovido andaba   —329→   hacia la puerta, cuando me detuvo una persona que avanzaba resueltamente hacia el lugar de la catástrofe.

-¡El gobernador Villavicencio! -dije en el primer momento antes de distinguir con claridad el bulto de aquel extraño espectador del duelo.

Mas reconociendo a la persona al acercarme a ella, exclamé con asombro:

-Señora doña María... ¡Usted aquí a esta hora!

-Ha caído -dijo mirando con viva atención hacia donde estaba lord Gray-. Acertó la marquesa al asegurar que no era D. Pedro hombre a propósito para llevar adelante esta grande empresa. Usted...

-Señora -dije bruscamente- no alabe usted mi hazaña... Quiero olvidarla, quiera olvidar que esta mano...

-Ha castigado usted la infamia de un malvado, y el alto principio del honor ha quedado triunfante.

-Lo dudo mucho, señora. El orgullo de mi hazaña es una llama que me quema el corazón.

-Quiero verlo -dijo bruscamente la señora.

-¿A quién?

-A lord Gray.

-Yo no -exclamé con espanto, deseando alejarme de allí.

Doña María se acercó al cuerpo y lo examinó.

-Una venda -dijo uno.

Doña María arrojó un pañuelo sobre el cuerpo, y quitándose luego un chal negro que   —330→   bajo el manto traía, hízolo jirones y lo tiró sobre la arena.

Lord Gray abriendo los ojos, con voz débil habló así:

-¡Doña María! ¿Por qué tomaste la figura de este amigo?... Si tu hija entra en el convento, la sacaré.

La condesa de Rumblar se alejó con presteza de allí.

Movido de un sentimiento compasivo, acerqueme a lord Gray. Aquella hermosa figura, arrojada en tierra, aquel semblante descolorido y cadavérico me inspiraba profundo dolor. El herido se incorporó al verme, y alzando su mano me dijo algunas palabras que resonaron en mi cerebro con eco que no pude nunca olvidar; ¡extrañas palabras!

Aparteme rápidamente de allí y entraba por la puerta de la Caleta, cuando la de Rumblar, andando a buen paso tras de mí, me detuvo.

-Lléveme usted a mi casa. Si es preciso ocultarle a usted, yo me encargo. Villavicencio quiere prenderle a usted; pero no permito que tan buen caballero caiga en manos de la justicia.

Ofrecile el brazo y anduvimos despacio. Yo no decía nada.

-Caballero -prosiguió-. ¡Oh, cuánto me complazco en dar a usted este nombre! La hermosa palabra rarísima vez tiene aplicación en esta corrompida sociedad.

No le contesté. Seguimos andando, y por dos o tres veces me prodigó los mismos elogios.   —331→   Yo principiaba a cobrar aborrecimiento a mi estupenda caballerosidad. La sangre de lord Gray corría en surtidor espantoso delante de mis ojos.

-Desde hoy, valeroso joven, ha adquirido usted el último grado en mi estimación, y le daré una prueba de ello.

Tampoco dije nada.

-Cuando mi hija se presentó en casa en el lastimoso estado en que usted pudo verla, invoqué a Dios, pidiéndole el castigo de ese verdugo de nuestra honra. Me indignaba ver que de tantos hombres como en casa se reunieron, ni uno solo comprendió los deberes que el honor impone a un caballero... Cuando vi al buen Congosto dispuesto a vengar mi ultraje, creí firmemente que Dios le había hecho ejecutor de su justicia. Dicen que D. Pedro es ridículo; pero ¡ay!, como la hidalguía, la nobleza y la elevación de sentimientos son una excepción en esta sociedad, las gentes llaman ridículo al que discrepa de su nauseabunda vulgaridad... Yo, no sé por qué confiaba en el éxito del valor de Congosto... Anhelaba ser hombre, y me consumía en mi profundo dolor. Yo creía que la armonía del mundo no podía existir mientras lord Gray viviera, y una curiosidad intensa devoraba mi alma... No podía dormir, el velar me hacía daño... no se apartaba de mi pensamiento la escena que después he presenciado aquí, y cada minuto que pasaba sin saber el resultado de una contienda que yo creí seria, me parecía un siglo...

-Señora doña María -dije procurando   —332→   echar fuera el gran peso que tenía sobre mi alma- el varonil espíritu de usted me asombra. Pero si vuelve usted a nacer y vuelve a tener hijas...

-Ya sé lo que me quiere usted decir, sí... que las tenga más sujetas, que no les permita ni siquiera mirar a un hombre. He sido demasiado tolerante... Pero apartémonos de aquí... el ruido de esa canalla me hace daño.

-Son los patriotas que celebran la victoria de Albuera y la Constitución que se ha leído hoy a las Cortes.

Detúvose un instante ante las barracas y al andar de nuevo, habló así lúgubremente:

-Yo he muerto, he muerto ya. El mundo acabó para mí. Le dejo entregado a los charlatanes. Al dirigirle la última mirada, mi espíritu se recoge en sí mismo, se alimenta de sí mismo, y no necesita más... Siento haber nacido en esta infame época. Yo no soy de esta época, no... Desde esta noche mi casa se cerrará como un sepulcro... Valeroso joven, al despedirme de usted para siempre, quiero darle una prueba de mi gratitud.

Tampoco dije nada... Lord Gray continuaba delante de mí.

-Usted -prosiguió- se presenta desde este instante a mis ojos rodeado de una aureola. Usted ha respondido a mis ideas como responde el brazo al pensamiento.

-Maldita aureola -exclamé para mí- maldito brazo y maldito pensamiento.

-Le premiaré a usted del modo siguiente.   —333→   Ya sé que usted ama a la estudianta... me lo ha dicho la de Leiva.

-¿Quién es la estudianta, señora?

-La estudianta es Inés, hija como usted sabe... dejémonos de misterios... hija de la buena pieza de mi parienta la condesa y de un estudiantillo llamado D. Luis. He querido sacar algún partido de esa infeliz; pero no es posible. Su liviana condición la hace incapaz de toda enmienda. Vale bien poco. ¿Es cierto que la sacó usted de casa?

-Sí, señora. La saqué para llevarla al lado de su madre. Me vanaglorio de esta acción más que de la que usted acaba de presenciar.

-¿Y la ama usted?

-Sí, señora.

-Es una lástima. La estudianta es indigna de usted. Yo se la regalo. Puede usted divertirse con ella... Será como su madre... le han dado una educación lamentable, y criada entre gente humildísima, tuvo tiempo de aprender toda clase de malicias.

Oí tales palabras con indignación, pero callé.

-Me asombro de mi necedad. ¡Oh! Mi hijo no puede casarse con tal chiquilla... La condesa la reclama, la llama su hija, desbarata la admirable trama de la familia para asegurar el porvenir de la hija y poner un velo al deshonor de la madre. La condesa la reclama... ¿Qué nombre llevará? Desde este momento Inés es una desgraciada criatura espúrea, a quien ningún caballero podrá ofrecer dignamente su mano.

  —334→  

Continué en silencio. Mi entendimiento estaba como paralizado y entumecido por el estupor.

-Sí -prosiguió-. Todo ha concluido. Pleitearé... porque el mayorazgo me corresponde. La casa de Leiva no tiene sucesión... Supongo que usted no será capaz de dar su nombre a una... Llévesela usted, llévesela pronto. No quiero tener en casa esa deshonra... Una muchacha sin nombre... una infeliz espúrea. ¡Qué horrible espectáculo para mi pobrecita Presentación, para mi única hija!...

Doña María exhaló un suspiro en que parecía haberse desprendido de la mitad de su alma, y no dijo más por el camino. Yo tampoco hablé una palabra.

Llegamos a la casa, donde con impaciencia y zozobra esperaba a su ama D. Paco. Subimos en silencio, aguardé un instante en la sala, y doña María después de pequeña ausencia apareció trayendo a Inés de la mano, y me dijo:

-Ahí la tiene usted... Puede usted llevársela, huir de Cádiz... divertirse, sí, divertirse con ella. Le aseguro a usted que vale poco... Después de la declaración de su madre, yo aseguro que ni la marquesa de Leiva ni yo haremos nada por recobrarla.

-Vamos, Inés -exclamé- huyamos de aquí, huyamos para siempre de esta casa y de Cádiz.

-¿Van ustedes a Malta? -me preguntó doña María con una sonrisa, de cuya expresión   —335→   espantosa no puedo dar idea con las palabras de nuestra lengua.

-¿No me deja usted -dijo Inés llorando- entrar en el cuarto donde está encerrada Asunción, para despedirme de ella?

Doña María por única contestación nos señaló la puerta. Salimos y bajamos. Cuando la condesa de Rumblar se apartó de nuestra vista; cuando la claridad de la lámpara que ella misma sostenía en alto, dejó de iluminar su rostro, me pareció que aquella figura se había borrado de un lienzo, que había desaparecido, como desaparece la viñeta pintada en la hoja, al cerrarse bruscamente el libro que la contiene.

-Huyamos, querida mía, huyamos de esta maldita casa y de Cádiz y de la Caleta -dije estrechando con mi brazo la mano de Inés.

-¿Y lord Gray? -me preguntó.

-Calla... no me preguntes nada -exclamé con zozobra-. Apártate de mí. Mis manos están manchadas de sangre.

-Ya entiendo -dijo ella con viva emoción-. La infame conducta de ese hombre ha sido castigada... Ha muerto lord Gray.

-No me preguntes nada -repetí avivando el paso-. Lord Gray... Yo tuve más suerte que él en el duelo. Mañana dirán que el honor... pues... me pondrán por las nubes... ¡Infeliz de mí!... El desgraciado cayó bañado en sangre; acerqueme a él y me dijo: «¿Crees que he muerto? ¡Ilusión!... yo no muero... yo no puedo morir... yo soy inmortal...».

  —336→  

-¿De modo que no ha muerto?

-Huyamos... no te detengas... yo estoy loco. ¿Esa figura que ha pasado delante de nosotros no es la de lord Gray?

Inés estrechándose más contra mí, añadió:

-Huyamos, sí... quizás te persigan... Mi madre y yo te esconderemos y huiremos contigo.




 
 
FIN
 
 


Septiembre-Octubre, 1874.