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ArribaAbajo La reificación de la palabra en el Quijote

José Manuel Martín Morán



Universidad del Piamonte Oriental

Don Quixote subverts the codes of representation of the world. The parody of the books of chivalry leads to reification of the word, an extreme form of selfreferentiality. On many occasions the narrative produces a textual referent, a synchronic cut, a narrative icon that has its dénouement inscribed within it. This happens in the case of the different versions of the neverending story (that of the shepherdess Torralba, Cardenio’s story, Don Quixote’s adventures), where the word is materialized in its pragmatic energy, or even in a manuscript, or in the continuation of his adventures. It happens too in the interpolated narratives, almost all preceded by the appearance of a strangely dressed character whose function is to explain how he ended up that way; his costume thus becomes the tattoo of his own story; the narration of his ups and downs leads to his obtaining some material benefit: Cardenio hopes to be cured of his madness, Dorotea solves her amorous problem, the captive meets his brother, etc. If we may use an anachronistic term, Cervantes seems to follow a hypertextual method of organizing his narrative, based on the iconographic condensation of stories which he then gives the necessary space for their development.


El Quijote instaura una nueva relación entre la literatura y la vida, entre el texto y la realidad, entre la palabra y la cosa. La intención declarada de acabar con el asiento que en el vulgo tienen los libros de caballerías se transforma en una implacable acción de desmantelamiento de los códigos de representación al uso. La palabra ha dejado de referirse a algo exterior al texto, para volverse sobre sí misma como única realidad significante. El mundo de las semejanzas y las analogías ha muerto. El Quijote inaugura la nueva era del pensamiento que concede la misma autonomía a las palabras y a las cosas. Pero no se alarmen; no voy a sostener tamaña idea, digna de más ilustres valedores, pues, como bien saben los aquí presentes, para todo un M. Foucault estaba guardada1. Me limitaré a rastrear en el texto los signos de esa autonomía significante, y más concretamente de lo que he dado en llamar la reificación de la palabra.

El cuento de nunca acabar.

El prototipo de relato sin más referente que sí mismo podría ser el cuento tradicional de nunca acabar, del que tenemos un buen   —25→   ejemplo en el cuento de la pastora Torralba, narrado por Sancho a don Quijote en la aventura de los batanes [I, 20]2. Como se recordará, la narración se interrumpe porque don Quijote no sabe responder a la pregunta de cuántas de las cabras de la pastora han atravesado el río hasta aquel momento3. La falta de colaboración del interlocutor hace que el cuento se suspenda, porque lo importante para su narrador, como para cualquier narrador oral, no es la historia contada, sino el sentido de comunidad que su enunciación desarrolla entre los asistentes4. También Cardenio interrumpe su relato por falta de colaboración de don Quijote, el cual, en esta circunstancia, no puede por menos de recordar el cuento de su escudero [I, 24, 246]. Sancho cuenta un cuento tradicional que prevé la participación activa del oidor para constituir la unidad de sentido del cuento de nunca acabar; Cardenio, en cambio, prepara el resorte de la interrupción de una historia demasiado larga. Sancho pide la actividad del interlocutor y Cardenio su pasividad; para los dos el contrato con el espectador forma parte del cuento, la situación se entremezcla con lo narrado.

Cada una de las cabras de la Torralba lleva en sí la inscripción de la historia anterior a ella y su continuación en la siguiente cabra5, en cuanto componente de una serie cohesionada por la solidaridad estructural de sus elementos. La lista, en efecto, es un factor de generación del relato, como muy bien saben los narradores orales6, que construyen sus narraciones apoyándose en series preordenadas (los dedos de la mano, los días del calendario, etc.) y relacionando cada uno de los episodios con los diferentes elementos de la serie, con tan fuerte cohesión que, si alteráramos el orden de éstos, el narrador   —26→   sería incapaz de proseguir su discurso7. En el cuento de nunca acabar, además de la solidaridad estructural entre los elementos de una serie y los episodios potenciales encerrados en ella, se exige la cooperación del oyente en el reconocimiento de esa solidaridad, en la constatación de la arbitrariedad de la relación, es decir de la rotura del pacto de representación que postula la adherencia perfecta entre la palabra y la cosa, entre el discurso y el mundo; narrador y narratario se convierten en cómplices de la creación del nuevo orden verbal donde la palabra remite a otras palabras, con un vínculo necesario, objetualizándose, reificándose, en un universo hecho de códigos compartidos por sus dos creadores.

Para Sancho las palabras son actos y no la figuración simbólica del mundo, y en cuanto tales exigen la colaboración del auditorio8; por eso, cuando se percata de la falta de colaboración de don Quijote, cuando constata su descreimiento en el universo verbal que él le propone, hecho de palabras que son movimiento, que son acción compartida, detiene inexorablemente el acto creador de la narración. Para Cardenio, en cambio, la palabra es la cosa9; la continuación de su relato está en la lógica del mismo; la palabra sucesiva se apoya en la anterior; por eso no se le puede interrumpir. Cardenio se sirve del orden de su discurso para poner orden en su mente descabalada; de ahí que exija la colaboración del oyente en términos de abstención, para que el flujo ordenado de la historia pueda seguir lubrificando los resortes de la máquina de la razón. La interrupción de su relato equivale a una nueva reclusión en las mazmorras del dolor y la enajenación; devolver a las palabras su dimensión pragmática supone interrumpir el orden de cosas instituido por las palabras y por consiguiente el descabalamiento del sistema:

-Esta prevención que hago es porque querría pasar brevemente por el cuento de mis desgracias; que el traerlas a la memoria no me sirve de otra cosa que añadir otras de nuevo, y mientras menos me preguntáredes, más presto acabaré yo de decillas, puesto que no dejaré por contar cosa alguna que sea de importancia para no satisfacer del todo a vuestro deseo.


[I, 24, 246]                


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Participar en un relato equivale a salirse del mundo, evadirse, tomar parte en la creación de un mundo nuevo. De esa experiencia se sale necesariamente transformados; bien lo sabe Cardenio, que recurre a la narración de su historia como método de autoanálisis. El relato impone una lógica que no tiene nada que ver con la de la realidad; al espectador que quiera tomar parte en ese mundo no le quedará más remedio que aceptar la autoridad omnímoda del narrador y la lógica de su relato. En el caso del cuento de nunca acabar, esa lógica prevé la relación necesaria y no arbitraria entre la palabra y la cosa, entre el relato y la historia10; y lo hace del único modo posible: negándole a la palabra el referente externo y convirtiéndola en autorreferencial, cosificándola; el acto de enunciación se transforma en acto de pura performatividad. La participación del oyente es la única prueba de todo ello; cuando deja de participar, el cuento se termina, porque la magia del vínculo necesario se ha roto.

El relato de 1605 de la historia de don Quijote es, a su modo, un cuento de nunca acabar. La sustracción de crédito final a manos de su propio narrador le priva del anhelado contacto con el referente externo y lo encierra en los límites del mamotreto de Cide Hamete:

El cual autor no pide a los que la leyeren, en premio del inmenso trabajo que le costó inquerir y buscar todos los archivos manchegos, por sacarla a luz, sino que le den el mesmo crédito que suelen dar los discretos a los libros de caballerías, que tan validos andan en el mundo; que con esto se tendrá por bien pagado y satisfecho.


[I, 52, 558]                


La lógica del relato se ha cosificado en el manuscrito que la contiene, de tal modo que cuando se acaba el manuscrito, se acaba la historia. Tanto en el cuento de la pastora Torralba, como en el relato de Cardenio, como en la historia global de don Quijote se ha de cumplir un requisito específico para que la narración pueda continuar; en el momento en que deja de verificarse, el relato se interrumpe, aun a costa de decepcionar las expectativas del espectador, revelando en el acto su condición material, en la que la palabra se identifica con el acto.

En el caso de la historia de don Quijote la materialización de la palabra se hace patente en las referencias al manuscrito de Cide Hamete, los comentarios al margen del puño de su autor, las expurgaciones del traductor y las intervenciones del narrador que aducen   —28→   el libro como testimonio de lo que va narrando («dice la historia...», «en el propio original desta historia se lee...»). De este modo el narrador va apoyando su discurso en una base documental, que es la que le ofrece el cartapacio arábigo; lo que dice ha de ser verdad, puesto que está escrito, salvo en el final negar fiabilidad a la obra de Cide Hamete, con lo que el único apoyo documental que le queda es precisamente el hecho de que esas palabras estén contenidas en un libro, aunque éste no cuente hechos reales.

Para el lector, la decepción de sus expectativas no constituye una novedad; el narrador ya se había divertido en quitarle la miel de la boca en la batalla contra el vizcaíno, cuando «con las espadas altas y desnudas, en guisa de descargar dos furibundos fendientes» [I, 9, 98], había interrumpido su relato, porque ahí se interrumpía el manuscrito que estaba consultando. En ese momento el discurso se congela en un estatismo absoluto, mientras otro autor intenta restaurar el pacto con las fuentes, el cual, antes de reanudar el cortado hilo, deja constancia de su congelación con una imagen fija, la del frontispicio del primer cartapacio de Cide Hamete, que retrata a don Quijote y su contrincante en su éxtasis batallero:

Estaba en el primero cartapacio pintada muy al natural la batalla de don Quijote con el vizcaíno, puestos en la mesma postura que la historia cuenta, levantadas las espadas, el uno cubierto de su rodela, el otro de la almohada, y la mula del vizcaíno tan al vivo, que estaba mostrando ser de alquiler a tiro de ballesta. Tenía a los pies escrito el vizcaíno un título que decía: Don Sancho de Azpeitia, que, sin duda, debía de ser su nombre, y a los pies de Rocinante estaba otro que decía: Don Quijote. Estaba Rocinante maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y flaco, con tanto espinazo, tan hético confirmado, que mostraba bien al descubierto con cuánta advertencia y propriedad se le había puesto el nombre de Rocinante. Junto a él estaba Sancho Panza, que tenía del cabestro a su asno, a los pies del cual estaba otro rétulo que decía: Sancho Zancas, y debía de ser que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto y las zancas largas, y por esto se le debió de poner nombre de Panza y de Zancas; que con estos dos sobrenombres le llama algunas veces la historia .


[I, 9, 102]                


El discurso ha generado el icono de sí mismo, su propio referente, que explica y contiene todas sus características. Y en efecto, en esa misma imagen aparecen Sancho y su burro y Rocinante, con sus correspondientes rótulos explicativos, en los que se contienen, necesariamente, los atributos de los que ha de nacer toda la historia. A   —29→   partir de entonces, simplemente habrá que hojear el manuscrito, que condensa la portada del cartapacio, para desplegar ordenadamente toda la historia de don Quijote. El manuscrito de Cide Hamete obtiene así un doble estatuto, por un lado es el documento fehaciente de la historia de don Quijote y por el otro el locus de la memoria del segundo autor; efecto y causa del relato; conmemoración y semilla de la palabra escrita. Y como conmemoración de sus hazañas debía entender Sancho los frescos tabernarios que evoca hacia el final de la II parte:

-Yo apostaré -dijo Sancho- que antes de mucho tiempo no ha de haber bodegón, venta ni mesón, o tienda de barbero, donde no ande pintada la historia de nuestras hazañas.


[II, 71, 1120]                


Celebración y efecto de sus aventuras contenidos en el locus de la memoria pública, prestas a ser descifradas por quien conozca su relato. Una función análoga es la que recubre en el Persiles el lienzo con las aventuras de Periandro, exhibido de vez en cuando a modo de recordatorio de las acciones principales, y como catalizador de su relato11.

En el Ad Herennium su anónimo autor explica el procedimiento mnemotécnico de los loci, por el que nos servimos de un espacio imaginario para almacenar los conceptos que queremos recordar, sirviéndose de la metáfora de la escritura y la lectura:

Los lugares son símiles a tablas de cera o papiro, las imágenes a letras, la colocación y la disposición de las imágenes a la escritura, y el pronunciar un discurso a la lectura12.


El lienzo de Persiles y el frontispicio del mamotreto de Cide Hamete albergan la escritura, simbólica o alfabética, de la historia de los protagonistas. El narrador de ambos se convierte así en un lector, un intérprete del código de localización de los significados; en el caso del Quijote los descodificadores tienen que ser dos, porque, a diferencia del Persiles, no interviene su primer codificador, Cide Hamete. La narración de la historia de don Quijote no es más que la lectura,   —30→   previa traducción y comento del segundo autor, de los signos inscritos en el cartapacio arábigo.

Las historias tatuadas.

Los personajes errantes del Quijote llevan inscrita en su persona su propia historia. El atuendo estrafalario que por lo general les caracteriza es el locus que alberga la memoria de sus desventuras. Los vestidos con los que se presentan tatúan en su figura sus vicisitudes: los harapos de Cardenio le conquistan el sobrenombre de «El Roto», porque rota lleva la razón; el exotismo de los trajes del cautivo y Zoraida y de Ana Félix escriben sobre sus cuerpos historias exóticas y lejanas; los pastores literarios de la historia de Grisóstomo y Marcela y los de la de Leandra proclaman su condición de enamorados en el bucolismo de sus pellizas; la infinidad de personajes que encubren su rostro han asimilado en su persona una historia en la que el capricho o la violencia ajenos les han negado la identidad, y es el caso de Dorotea, Luscinda, Ricote, Maese Pedro, y otros; la escritura de su historia en el propio rostro ha cancelado los rasgos que los hacían reconocibles en cuanto individuos.

La curiosidad de los personajes que encuentran en su camino obliga a los disfrazados a hacer una lectura pública de la escritura que llevan sobre sí, es decir, a relatar los sucesos que les han obligado a vestir tan extravagante indumentaria. Afortunadamente para ellos, el tatuaje de su historia en su figura no es indeleble; pueden, por su parte, cancelar los signos ominosos con el relato de su adquisición. Curiosamente, casi todos, antes de comenzar a narrar, se quitan la prenda que borra su identidad: Dorotea se destoca y muestra una abundantísima cabellera; a Luscinda y don Fernando se les cae el antifaz de viaje; el narrador echa una mirada bajo el parche del ojo de Maese Pedro antes de contar la transformación de Ginés de Pasamonte, etc. El desvelamiento de la propia identidad bajo la apariencia engañosa del disfraz va acompañado del desnudamiento, y éste precede brevemente a la narración de su esencia. El striptease de los personajes conlleva la lectura de los signos de la máscara que se quitan. No siempre necesitan desnudarse para revelar su esencia; pero siempre han de tomar distancia del disfraz que les cubre para que se produzca la agnición; es decir, han de alejar de sí el soporte material de la escritura de su historia -el elemento que esconde su identidad-, para poder leerlo y contar sus vicisitudes hasta aquel momento y así ser reconocidos en su esencia.

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La llegada de un personaje vestido de modo extraño produce un hiato en el relato principal y la interpolación de su historia; la imagen estrambótica con que se da a conocer a los presentes es el producto de un corte temporal en el decurso de sus vicisitudes, que presenta in medias res el objeto visual generado por los hechos aún no narrados -lo mismo sucedía, lo hemos visto, con la portada del mamotreto de Cide Hamete-, y posibilita el relato analéptico que satisface la curiosidad de los presentes. El desvelamiento del proceso de producción de la imagen provoca un avance, una transformación de la historia. Lo intuye el harapiento Cardenio que usa a todos los que encuentra como improvisados psicoanalistas; y se lo revela crípticamente Dorotea a don Quijote:

-Quienquiera que os dijo, valeroso caballero de la Triste Figura, que yo me había mudado y trocado de mi ser, no os dijo lo cierto, porque la misma que ayer fui me soy hoy. Verdad es que alguna mudanza han hecho en mí ciertos acaecimientos de buena ventura, que me la han dado, la mejor que yo pudiera desearme; pero no por eso he dejado de ser la que antes.


[I, 37, 413]                


Lo sabe Luscinda, cuando soluciona sus problemas con la narración pública de los sucesos que la han llevado a viajar enmascarada, y Ana Félix, que no sólo se salva de la horca contando su historia, sino que además mueve al auditorio a rescatar a su amado Gregorio, cautivo en Berbería. El de la primera parte, Ruy Pérez de Viedma, había dado con su hermano, tras mucho vagar, gracias a la glosa narrativa de su atuendo moro y al desvelamiento de su identidad. El relato se confunde con su resultado; el narrador secundario recupera su pasado, hecho no más que de palabras en el momento en que lo cuenta, bajo forma de bien material del presente.

La imagen fija, los vestidos inusuales, el objeto visual obtenido por la narración, congela momentáneamente el relato, para dar tiempo a que se produzca la agnición, y con ella la epifanía de la energía diegética, encerrada hasta entonces en la seductora ocultación de sí misma tras la máscara; enseguida la misma imagen provoca el desenlace de la trama, merced a su transcodificación verbal en el discurso -el paralelo con el manuscrito de Cide Hamete sigue siendo válido-, de la mano de unos espectadores excepcionalmente colaborativos. En cierto sentido, se podría decir que la imagen fija que irrumpe prepotentemente en la narración genera el relato; o mejor, condensa y ordena los hechos de la historia transcurridos hasta entonces y origina y estructura el desenlace de la misma. La cooperación de los oyentes resulta fundamental en la creación de las   —32→   nuevas circunstancias de la historia; sin la aportación del cura y don Quijote no resolverían Cardenio y Dorotea sus casos de amor, ni Ana Félix el suyo sin la del virrey de Barcelona, ni el cautivo Ruy Pérez de Viedma habría encontrado a su hermano sin la ayuda del cura. El espectador del relato ha de dejarse involucrar plenamente en su lógica, olvidarse de su propio mundo, para que el del relato tenga plena validez; el paralelo con el mecanismo pragmático del cuento de nunca acabar resulta evidente.

Cosificación de la palabra.

Casi todas las narraciones secundarias del Quijote -es decir, los relatos en los que el narrador es uno de los personajes de la novela- parecen tener siempre una finalidad concreta; van encaminadas a conseguir un bien material, o cuando menos, aunque no sea ésta su intención declarada, terminan igualmente por conseguirlo. El propio don Quijote, también él aprendiz de narrador intradiegético, aspiraba probablemente a la obtención de la gloria material, cuando daba inicio a la narración de sus hechos, con estas palabras:

-¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, desta manera?: «Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos [...], cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel».


[I, 2, 41]                


Palabras prontamente avaladas por el sabio que las escribió, cuando, a renglón seguido, corrobora el dato referente al campo de Montiel con un lacónico «y era la verdad que por él caminaba», dando así materialidad textual al relato oral del personaje, con lo que, en cuanto oidor que participa de su narración, coopera para realizar el objetivo del caballero, que es el de alcanzar tal fama como caballero andante que sus «famosos fechos» merezcan la gloria de la imprenta. Es más, al igual que sucede con los personajes narradores de las historias secundarias, también don Quijote puede gozar del objeto material obtenido con su narración desde dentro del relato, cuando en la II parte se entera de que la I ha sido publicada. También en este caso podemos decir que es la condensación en una imagen fija, la del libro impreso, la que genera la prosecución del relato, si interpretamos la II parte de las aventuras de don Quijote como el   —33→   resultado de la difusión de la I en el mundo. El mundo quijotizado de la II parte es otro de los efectos de la reificación del relato. La narración no sólo produce objetos, sino que además los hace propios, los engloba, casi como si quisiera completar el mundo que nos va presentando con los resultados de sí misma.

Conclusión.

Cervantes parece tener una concepción gráfica, visual, podríamos decir, de la narración, en la que va introduciendo iconografías del relato, para luego irlas vivificando, después de haber presentado su lado estático, hasta llegar a su transformación, a su negación. Usando términos de nuestra impenitente postmodernidad, podríamos definir la técnica narrativa de Cervantes como interactiva, o hipertextual, e imaginar, inspirándonos en el método ucrónico propuesto por M. Molho13, una explicación de la estrategia cervantina de integración de nuevos relatos en la trama principal por medio de la condensación iconográfica en una imagen más o menos fija, que posteriormente se expande en una narración completa a petición de los personajes presentes; podemos, decía, atribuir esta estrategia al conocimiento de Cervantes de las modernas técnicas informáticas de distribución de los significados en un texto. Pero no es necesario forzar la mano en la transliteración actual del arte cervantino; basta con extender nuestro punto de vista a los géneros contemporáneos de Cervantes, para percatarnos de que hay en esta forma de organización textual evidentes ecos de las técnicas de la narración oral, con su uso de los loci de la tradición retórica y de su estrategia de archivación y reactualización de los significados, y de las técnicas teatrales de generación de nuevas escenas a partir de la llegada de un personaje, con su personal bagaje diegético. El golpe de efecto, la creación del suspense en el espectador mediante la interrupción momentánea de la acción o el aparato de la entrada en escena de un personaje, son todos efectos buscados tanto por el narrador oral, como por el autor teatral, y, según acabamos de ver, también por Cervantes en su obra maestra.

Tanto la interrupción abrupta del relato, como la interpolación de una narración secundaria, pasan por la fase de éxtasis narrativo, de exaltación de la situación que se viene a crear mediante su congelación en una imagen fija. El relato, en los dos casos, genera un   —34→   objeto textual transitorio -como la ilustración que presenta a don Quijote y el vizcaíno en plena batalla, o el manuscrito de Cide Hamete, o los vestidos aparatosos de los personajes vagabundos-; ese nuevo referente textual14 está destinado a sobrevivir como icono de un estado diegético anterior solamente el tiempo que dure el contencioso entre el emisor del relato, así sea secundario, y el receptor del mismo, o el propio texto, por el establecimiento de una nueva forma de cooperación que los involucre a ambos en la lógica del relato que ha de transformar el desequilibrio actual en el equilibrio futuro.

La narración va generando sus propios referentes, pero sólo con la finalidad de ir negándolos inmediatamente. La realidad cambiante, sometida al perspectivismo, puede ser alterada en el relato, pero no las palabras para contarla. No es importante que los referentes textuales cambien; ésa es la base, por otro lado, sobre la que se asienta la parodia de la pretensión de veracidad de los libros de caballerías. Lo que no puede variar son las palabras. Los descuidos demuestran que, pudiendo hacerlo, Cervantes no vuelve atrás para alterar el texto. El texto es fiel a sus propias palabras y las toma como motor de nuevos episodios y, en definitiva, de nuevos referentes textuales. El discurso vuelve continuamente sobre sus propias palabras, las reactualiza bajo forma de diálogos entre don Quijote y Sancho, en los que ordenan en nuevas cadenas de significados los episodios vividos, o bien el narrador recoge una alusión a un suceso y la amplía en todo un episodio15. La autorreferencialidad del Quijote se percibe también en este continuo pliegue del tejido textual siguiendo la línea del presente, para hacer coincidir los varios momentos del pasado con el presente de su recuerdo en la conversación de los dos caminantes.

El lector del Quijote no se puede llamar a engaño acerca de la autorreferencialidad de lo narrado: ya desde la presentación de la historia de Cide Hamete Benengeli, el segundo autor le había desvelado el trampantojo de la historia del moro:

Si a ésta se le puede poner alguna objeción cerca de su verdad, no podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos.


[I, 9, 102]                


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Y en el final de la primera parte repite el concepto, por si alguien no se hubiera dado por enterado:

El cual autor no pide a los que la leyeren, en premio del inmenso trabajo que le costó inquerir y buscar todos los archivos manchegos, por sacarla a luz, sino que le den el mesmo crédito que suelen dar los discretos a los libros de caballerías, que tan validos andan en el mundo.


[I, 52, 558]                


Y ya sabemos cuál es el crédito que dan los discretos a los libros de caballerías, por más que en ellos se le incite a dárselo por entero en cuanto narración verídica de hechos acaecidos. El pacto narrativo entre el lector y el autor de las fábulas caballerescas, independientemente de que el primero fuera o no fuera discreto, estipulaba una consideración para el relato como si de un acto constativo se tratara, aun cuando a todos les resultara evidente su cualidad performativa16, de acto que se cumple en sí mismo, sin más referente que la propia enunciación. Cervantes denuncia ese tipo de pacto narrativo y desvela la cualidad performativa de su discurso; lo lanza hacia el lector como un arma arrojadiza, para «deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías», sirviéndose de la fuerza perlocutiva de la parodia. La diferencia entre Cervantes y los autores caballerescos estriba en que éstos fingen no ser conscientes de que cumplen un acto de habla, mientras Cervantes lo declara a los cuatro vientos; ellos simulan no ser más que cronistas, enunciadores de un acto ilocutivo que constata la realidad tal y como sucedió; nuestro autor niega el acto constativo y reivindica el poder perlocutivo de seducir a su lector -quiere que deje de leer libros inútiles-, para empezar a cumplir con su cometido.

La única realidad tangible del Quijote a la que referir las palabras del narrador es la del texto escrito; el lector no está legitimado a buscar en el Quijote más lógica consecuencial, ni más imitación, que la que le consienta la tiranía de la palabra ficticia; infringir el mandamiento equivale a situarse fuera de la zona de significados del texto, invadir campos semiológicos que no figuran en su interior; el intrépido lector que quiera afrontar la travesía de tan proceloso mar hermenéutico deberá hacerlo en solitario, sin la guía del narrador.

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Quien esto escribe, temeroso de haber decepcionado con su cuento de nunca acabar a la ilustre tripulación de esta sala, da el siguiente aviso tardío a los mareantes: con barcos de tan escaso calado como el mío no se puede surcar más que el apacible, pero inconmensurable, lago de la superficie textual. Y ahora sin más avisos ni más preámbulos, pliego las velas de tan ligera embarcación.