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La referencia ecfrástica al cuadro de Arcimboldo El bibliotecario no puede ser más precisa, «donde un rimero de libros siluetea la imagen de un hombre [...] cuyas heladas narices son las hojas, cuyo irrisorio birrete académico es un libro abierto, en cuyo pecho sólo alienta la verdad congelada de una página tipografiada. Patética imagen del intelectual, que en su desamparo ontológico tiene un gesto de humanidad irónica: el de agarrar con sus dedos puestos por señaladores, una cortinilla que echarse sobre los desamparados lomos (naturalmente lomos de libro). Y es que leer y escribir termina helando los huesos. Cervantes decía: 'Las letras llevan los hombres al brasero y a las mujeres a la casa llana'» (Rodríguez de la Flor 1994: 56).

 

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Estos agentes narrativos son una estratagema cervantina para introducir una actividad complementaria que nos desvía la atención del relato novelesco propiamente dicho, hasta el punto de negarnos la identificación de una autoría o co-autoría definitiva. El propósito no es otro que el de insertar un discurso paralelo que discute la responsabilidad de la escritura en cada eslabón (intra)diegético (Cervantes > autor[es] de los Archivos de la Mancha > traductor morisco > Cide > segundo autor > personajes), y viene a ser una glosa del relato [p. 47] que se sitúa en otro plano de la enunciación novelesca tradicional. La incursión de este comentarista interno la advirtió G. Díaz-Migoyo (1982: 56) en las novellas lopescas (si bien en el Fénix no aparece con la multiplicidad de aquí y bajo otras leyes dialógicas entre narrador y narrataria) pero con el mismo objetivo, el de hacer emerger al «escritor intencionado del texto, producto de ese desdoblamiento del escritor en otro[s], su[s] doble[s] lector[es], para volver más eficazmente sobre su yo ficticio escritor. El escritor como creador del lector de sí mismo, como escrilector, pues». Al contrariar el principio suficiente de la diégesis desde su interior, la escritura viene a convertirse en el enunciado irónico de su condicionalidad al ser todos sus «autores» (¿incluso el empírico?) meros incidentes de la narración.

 

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Por efecto de la escrilectura, Cervantes textualiza los procesos de producción (escritura) y recepción (lectura) al representar in fraganti a la cadena de escribas en su scriptorium de cubiertas adentro en la narración, o al hacernos visibles a los narradores o personajes con sus reacciones en pleno proceso (de)codificador: la historia del caballero resulta de un circuito de lecturas y lectores -entre los cuales se cuenta el propio don Quijote- en un itinerario de intérpretes e interpretaciones de una circularidad de vértigo: de los Archivos de la Mancha donde está contenida la leyenda del caballero hasta el mismo personaje que lee sus hazañas en una reescritura posterior. Hasta aquí, podemos consentir en que el lector (los lectores) propician el Quijote. No obstante, los lectores son, al mismo tiempo, inductores de su textualización en una summa materializada en el libro-novela que todos leemos y en el libro-objeto cuya existencia le es anunciada a caballero y escudero: textos de un solo ejemplar que es el Libro Único al que don Juan Manuel, Mallarmè o Borges redujeron la existencia y lo existente, aquí consumada por la doble textualización de los universos extradiegético e intradiegético. El Quijote cumple la simbiosis medieval de ambos ejercicios (leer y escribir) asociados por la identidad de sus métodos (dictare/scribere); anota P. Zumpthor (1989: 124): «Dictare se refiere a lo que percibimos como origen del texto, de ahí el sustantivo dictamen, que designa el arte de la composición; de ahí también la metáfora de el Dios dictatior, enunciador en su Creación; y el francés dictier, referido a la obra poética terminada, el alemán Dichtung, 'poesía'. [p. 48] Scribere exige un esfuerzo muscular considerable de los dedos, la muñeca, de la vista, de la espalda; todo el cuerpo participa, incluso la lengua, pues todo, al parecer, se pronuncia». Desde esta apreciación, ¿acaso el hidalgo-caballero no está dictando la propia escritura de su metamorfosis literaria?

 

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Como explica J. Gállego (1978) en el estudio homónimo. La ruptura de identidades entre representación artística y percepción del Retablo de Maese Pedro nos devuelve a Las Meninas, emblema de la realización metanarrativa en la pintura: véase el trabajo de M. A. Zanetta (1991: 179-90), y, de entre la selva de estudios velazqueños, consúltese el estudio de S. Sebastián (1995: 232-49), donde ilustra el programa de prudencia política formulado en el retrato de «La familia de Felipe IV»: el lienzo oculto a nuestros ojos parece custodiar la clave emblemática en un teatro visual que incorpora a la infanta María Teresa y a nosotros mismos como ausentes y presentes testigos de la escena palaciega.

 

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Idéntico interés metafictivo es la del entremés de otro teatrillo, el del Retablo de las maravillas, o la del libro de aforismos o la comedia internos de los trabajos de los peregrinos en el Persiles, según estudió A. Egido («La memoria y el arte narrativo en el Persiles»), cuyos efectos palidecen ante los del entremés de la Jornada III de la comedia de enredo La entretenida, donde los criados representan un juguete dramático para solaz de los señores: con el viejo ardid del teatro en el teatro, asistimos a la escritura, al ensayo, a la escenificación, a los incidentes que se producen en ella y a los momentos posteriores de la velada teatral; Cervantes teatraliza el teatralizar en un nuevo discurso de la escritura que desborda a la escritura; esto no es todo: durante la función un alguacil y un corchete (¿actores del entremés o personajes de la comedia?) irrumpen en el tablado sobresaltados por el vocerío; además, no sólo interviene el autor de la pieza para hacer valer sus derechos de propiedad intelectual, sino que los [p. 49] propios actores exigen al público que dirima el caso amoroso escenificado: véanse, al respecto, los trabajos de J. M. Díez Borque (1972: 113-28); J. Canavaggio (1972: 53-68), y nuestras notas (1997, en prensa). La secuencia metateatral de La entretenida no fue citada en el estudio general de T. A. O'Connor (1975: 275-89).

 

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El tópico tiene amplia raíz en la tradición: para su presencia en La Galatea, véase A. Egido, «La Galatea: espacio y tiempo» (1994: 71, 74n.).

 

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«... nos andaremos por los montes, por las selvas y por los prados, cantando aquí, endechando allá [...] Daránnos con abundantísima mano de su dulcísimo fruto las encinas [...] gusto el canto, alegría el lloro, Apolo versos, el amor conceptos, con que podremos hacernos eternos y famosos...». (II, 1055)

 

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Julián Ríos (1992: 325) evoca en su novela los célebres versos del último Canto del Paraíso (XXXIII, 85-87) para atrapar en el libro el símbolo del cosmos: «Tu librorbe. No decías que ibas a encontrar el universo en un solo libro? L'universo si squaderna!»:


Nel suo profundo vidi che s'interna,
legato con amore in un volume,
ciò che per l'universo si squaderna.



 

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Para el libro como símbolo, véanse, entre otros, los trabajos de E. Garin (1958: 91-102); J. Scherer (1978: 21-24); J. M. Gellrich (1985); A. Crespo (1989: 106-107); Y. Seferis (1989: 209-215); O. Paz (1992, v: 200-213); G. Josipovici (1994), y G. R. Cardona (1994: 185-213). Para el texto como tejido (y viceversa), vid. J. Kristeva (1981: 195-213), y A. Sánchez Robayna (1989: 15-18). El tópico tiene larga fortuna en el siglo de oro: Garcilaso, Góngora, Quevedo o Gracián anidan en metáforas escriturarias, pero Lope es especialmente fecundo: véase el estudio general y su análisis en el Fénix realizado en nuestro trabajo (1996, inédito), y la bibliografía allí contenida. Para su examen en Cervantes (aunque no desde la perspectiva del Libro-Mundo), véase J. Herrero (1982: 579-584).

 

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Para otras escrituras y escritores en el Quijote, véase Egido («La memoria y el Quijote»).