Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

«Cinco horas con Mario». Veinte años después y desde fuera

Hans Jörg Neuschäfer





No faltan libros que son declarados obras maestras en las secciones literarias de los periódicos o de la televisión, y en los departamentos de relaciones públicas de las grandes editoriales.

Pero cada vez son más escasos los que un amigo nos recomienda o los que nosotros mismos encarecemos a una persona cercana de la que esperamos un eco de acuerdo, de interés o de goce.

A esta rara especie pertenece Cinco horas con Mario.

En primer lugar quiero intentar describir la obra, aparentemente sencilla, pero en realidad compleja, para los lectores que no la conozcan. No voy a decidir si Cinco horas con Mario es realmente una novela (o ¿una confesión general?, ¿un ajuste de cuentas?, ¿un monólogo?, ¿un diálogo?). De cualquier manera es, sólo parcialmente, un texto narrativo; sin duda lo es en el marco, mientras que en la parte principal muchas cosas se recuerdan narrándolas, pero la narración es siempre componente de una réplica dramática.

La obra comienza con la reproducción facsímil de una esquela como cualquier otra que pueda encontrarse en un periódico español. Se notifica el fallecimiento de don Mario Diez Collado, quien el 24 de marzo de 1966, a los 49 años de edad, descansó en el Señor confortado con los Auxilios Espirituales. Suscriben la esquela su desconsolada esposa, doña María del Carmen Sotillo; sus cinco hijos y resto de la familia doliente. Se comunica que la misa por su alma tendrá lugar al día siguiente, a las 8, y la conducción del cadáver a las 10. Este curioso comienzo es, a la vez, un registro de personas, indicación ficticia y real de tiempo (lo que sigue a continuación se desarrolla en 1966, y ha sido escrito en este 1966) y comienzo de una narración marco.

La narración marco evoca, en presente, el día que sigue a la muerte de Mario (ocurrida al amanecer). Este día se halla enmarcado, a su vez, por la conversación de medianoche entre Carmen y su mejor amiga, Valentina, llamada Valen, que había llegado la primera por la mañana y ahora se ha quedado la última para cuidar, junto con Mario II, el hijo mayor, a la visiblemente agotada esposa. Aparecen durante esta conversación, en forma de flash-backs y breves comentarios, visiones fragmentarias del día transcurrido, desde el punto de vista de Carmen: el descubrimiento del muerto, que, sin que nadie lo advirtiese, ha fallecido de un infarto; la reacción sobresaltada de su mujer, aunque no especialmente amorosa; el comportamiento de los hijos; la febril actividad que comienza después del reconocimiento médico y que va encaminada sobre todo a hacer público el acontecimiento lo más rápida y ampliamente posible: a fin de cuentas Mario no era un desconocido en la ciudad, aunque (muy a pesar de Carmen) sólo profesor de instituto, también redactor de periódico y escritor (cinco hijos obligan al pluriempleo); las visitas de condolencia; el ritual del pésame; los comentarios susurrados (los amigos de Mario, la mayoría de la inteligentsia izquierdista, ven en él una víctima de las circunstancias sociales; mientras que el clan de Carmen, predominantemente de la clase media conservadora, lo toman más bien por un protestón neurótico); la estrechez agobiante de un piso demasiado pequeño para la afluencia de visitantes (Carmen, en vida de Mario, había tratado inútilmente de conseguir uno más grande); los deberes de ama de casa vigilante de mantener la jerarquía establecida (hay que ofrecer café, pero también cuidar de que amigos subalternos del difunto, que se han mezclado impertinentemente entre los señores, sean desterrados a la cocina: «cada cual en su sitio»). Este cuadro ofrece ya un primer indicio sobre la relación entre los esposos que, a pesar de la solidez externa, no se puede calificar, evidentemente, como la mejor; del ambiente social en que se movían; pero sobre todo del lenguaje que se habla en este ambiente y que será el verdadero protagonista de la parte principal.

Esta comienza después de que Valen y el joven Mario se han retirado y abarca justamente las cinco horas del velatorio que Carmen insiste en hacer sola, es decir, las Cinco horas con Mario. Esta parte del libro, aproximadamente 240 páginas, en la que el tiempo de la narración coincide más o menos con el tiempo de lo narrado, consiste en una cascada desbordante de palabras. Carmen recorre con su marido otra vez los 23 años de su matrimonio, el noviazgo y también parte de su juventud, es decir más o menos el espacio de tiempo comprendido entre la Guerra Civil y el presente (1966). Como Mario ya no puede responder a su mujer, la disputa que Carmen entiende como diálogo (marcado por procedimientos retóricos como: «tú dirás»; «desengáñate»; «¿recuerdas?»; «entiéndelo bien»; «imagínate»; «para inter nos», etc.) es aparentemente un monólogo, monólogo que no se puede frenar por nada, y en el que Carmen -por fin- puede descargar libremente todo lo que pesa en su alma. Su locuacidad solamente es interrumpida por la separación en capítulos, 27 en total, marcados con números romanos, que articulan el texto en secuencias de una extensión similar, de 8 a 10 páginas. Cada capítulo comienza con una cita que Carmen toma de la Biblia de Mario (que está a mano sobre su mesilla de noche) en donde lee los pasajes subrayados por él. Y esa cita pone en marcha su propio discurso.

Inmediatamente uno piensa en parecidos ajustes de cuentas entre matrimonios, especialmente en el drama de Edward Albee, Who's afraid of Virginia Woolf? que, poco antes, había aparecido (1962). El principio de la libre asociación que lleva a los que disputan a irse de una cosa a mil otras se observa también en la obra de Delibes. Pero lo que impulsa la cascada de palabras de Carmen no es la provocación de un antagonista vivo, sino más bien la de un sustituto del mismo que es, en este caso, la Biblia. Esta no es un requisito casual, sino la representación póstuma del espíritu de contradicción de Mario, ante el que Carmen todavía (y ahora más que nunca) reacciona alérgicamente. Porque poseer una Biblia y además -como Mario- leerla con regularidad era en España, en la época en que se desarrolla la novela, una muestra de oposición. Nos enseña que Mario tenía una religiosidad posconciliar que encerraba una preocupación social cerca ya del socialismo. Carmen, para quien únicamente cuenta la autoridad de la iglesia establecida y la observación de los ritos tradicionales, considera una interpretación tan comprometida de la doctrina cristiana como una herejía protestante. Por lo tanto Mario no está tan callado como en un primer momento pudiera parecer: las citas de la Biblia hablan, en cierto modo, por él y dan pie a Carmen para iniciar un discurso cuyo carácter de contestación, defensa y justificación se va haciendo más claro a lo largo de su alocución. Al mismo tiempo se comprueba que el monólogo es realmente un diálogo y que en el fondo no es ella la que dirige la conversación, sino que solamente reacciona ante el desafío de Mario. Aunque siempre tiene la última palabra, evidentemente es Mario el que tiene la primera; y que su primera palabra influye en las de ella, se ve justamente en la cantidad de palabras con las que ella se defiende.

Al final del libro se retoma en las últimas 12 páginas la forma narrativa del principio y con ello se cierra el marco. Carmen que, entretanto, había sido vencida por el sueño, se despierta, al amanecer, con la llegada del joven Mario. Entonces se entabla una conversación seria entre los dos, en la que Mario intenta explicar a grandes rasgos su idea del futuro a su madre, que durante toda la noche ha estado escarbando en el pasado: un futuro más allá del «salvaje maniqueísmo» de sus padres («buenos y malos [...]; ¡los buenos a la derecha y los malos a la izquierda! Eso os enseñaron» [290]); un futuro sin la hipocresía del fariseísmo y un futuro de «ventanas abiertas» (298), por las que pueda entrar desde fuera aire fresco a chorros en «este país», que ha estado demasiado tiempo cerrado herméticamente. Pero, a pesar de que madre e hijo intentan permanecer cercanos en un mudo abrazo, no se llega a un acuerdo entre las dos generaciones.

Precisamente este pasaje remite con toda evidencia al momento histórico en que surgió el libro: el deseo ardiente de la apertura política, social y mental de España que en los años 60 no había ya manera de reprimir. Al mismo tiempo se pone aquí de manifiesto que la discusión, en cierto modo privada, entre Carmen y Mario, que en otros tiempos llamaba cariñosamente a su esposa «mi pequeña reaccionaria», adquiera un significado por encima de lo personal gracias a la narración marco. Esto se confirma drásticamente al final: después de la misa de las 8 (anunciada en la esquela) «la izquierda» y «la derecha», los partidarios de Mario y sus detractores, que entretanto inundan de nuevo el piso, se enfrentan de tal manera que llegan casi a las manos. Solamente la llegada oportuna del personal de la funeraria (son las 10) y un chasquido de lengua de Vicente, el marido de Valen, imponiendo respeto, reestablecen el silencio (se ha de decir que sólo hasta la próxima).

Ahora vamos a observar más de cerca la parte principal. Dije al principio que su protagonista era el lenguaje. En realidad nadie actúa fuera de él. Mario no está ya, naturalmente, en situación de actuar y Carmen no se mueve durante toda la noche ni una sola vez de su sitio. Son solamente las citas de la Biblia que Mario dejó subrayadas y las prolijas respuestas de Carmen a ellas, las que nos informan sobre los dos esposos, sobre la vida de cada uno de ellos, su estilo de vivir, sus pensamientos, miedos y deseos y su relación con otros.

Como aparece esto en el texto, lo mostrará una larga cita del segundo capítulo, que comienza con las palabras de la Biblia (en letra cursiva) y continúa, sin interrupción, con la réplica de Carmen:

II

En teniendo con qué alimentarnos y con qué cubrirnos, estamos con eso contentos. Los que quieren enriquecerse caen en tentaciones, en lazos y en muchas codicias locas y perniciosas que hunden a los hombres en la perdición y en la ruina, porque la raíz de todos los males es la avaricia, y por eso mismo me será muy difícil perdonarte, cariño, por mil años que viva, el que me quitases el capricho de un coche. Comprendo que a poco de casarnos eso era un lujo, pero hoy un Seiscientos lo tiene todo el mundo, Mario, hasta las porteras si me apuras, que a la vista está. Nunca lo entenderás, pero a una mujer, no sé cómo decirte, la humilla que todas sus amigas vayan en coche y ella a patita, que, te digo mi verdad, pero cada vez que Esther o Valentina o el mismo Crescente, el ultramarinero, me hablaban de su excursión del domingo me enfermaba, palabra. [...] Y eso ¿sabes lo que es, Mario? Egoísmo puro, para que te enteres, que ya sé que un catedrático de Instituto no es un millonario, ojalá, pero hay otras cosas, creo yo, que hoy en día nadie se conforma con un empleo. Ya, vas a decirme que tú tenías tus libros y «El Correo», pero si yo te digo que tus libros y tu periodicucho no nos han dado más que disgustos, a ver si miento, no me vengas ahora, hijo, líos con la censura, líos con la gente y, en sustancia, dos pesetas. Y no es que me pille de sorpresa, Mario, porque lo que yo digo ¿quién iba a leer esas cosas tristes de gentes muertas de hambre que se revuelcan en el barro como puercos? Vamos a ver, tú piensa con la cabeza, ¿quién iba a leer ese rollo de «El Castillo de Arena» donde no hablas más que de filosofías? Tú mucho con que si la tesis y el impacto y todas esas historias, pero ¿quieres decirme con qué se come eso? [...] ¡Con lo que a mí me hubiera gustado que escribieras libros de amor! Ahí tienes un tema que llega, Mario, que el amor es un tema eterno, pues porque sí, porque es muy humano, porque está al alcance de todas las mentalidades. ¡Si me hubieras hecho caso! La historia de Maximino Conde, imagínate, un hombre maduro, casado en segundas con la madre y enamorado de la hija era un argumento de película, bueno, pues ni ese gusto, que el caso es llevar siempre la contraria. [...] No nos engañemos, Mario, las cosas salen de dentro y tú, desde que te conocí, tuviste gustos proletarios [...] Es lo mismo que con Bertrán, ¿tú crees que está ni medio bien que un catedrático se deje ver en público con un bedel? Pues naturalmente que no, botarate [...] sencillamente porque son dos mundos, dos idiomas distintos.


(47-54 passim)                


Como se ve, puede uno atenerse, en realidad, exclusivamente a la réplica de Carmen, ya que las citas de la Biblia son solamente motivo para provocarla. Pero el lenguaje de Carmen lo vivimos con una intensidad realmente avasalladora. Y el que se encuentre en un estado de gran excitación y el que su discurso no esté cohibido por la presencia de testigos, la deja exteriorizar sin censura alguna lo que, en otra situación, habría suavizado o reprimido: la forma de pensar, dominada por la envidia, sobre su posición social; su desprecio por las actividades profesionales de Mario, unido al reproche de que las ejercía exclusivamente para su satisfacción egoísta; la profunda desconfianza, agudizada por su limitada cultura, hacia los intelectuales; la arraigada y no reflexionada fobia política (el odio a los rojos; la creencia en la inmovilidad de las clases sociales como voluntad divina); las típicas ideas de una Emma Bovary española formadas por novelas rosas y por el cine de Hollywood. Todo ello se irá ampliando aún con otros, en parte obsesivos y repetidos motivos, donde el tema del Seiscientos y sobre todo el de las cohibiciones y frustraciones, anhelos y deseos sexuales juegan un papel dominante. Temas que durante el tiempo de vida de Mario apenas y sólo veladamente deberían haber llegado a hablarse.

Característico para la manera de hablar de Carmen es la vivacidad y agilidad de la expresión lingüística: de la abundancia del corazón habla la boca. Pero lo que aquí surge no es, en el fondo, otra cosa que el contenido de un verdadero «Dictionnaire des idees reçues» de la España tradicional. Con una celeridad que vuela, por decirlo así, sigue a una palabra clave otra: ¿Estudio de mujeres? «A una muchacha bien, le sobra con saber pisar, saber mirar y saber sonreír y estas cosas no las enseña el mejor catedrático» (76). ¿España y el progreso técnico? «Máquinas, quizás no; pero valores espirituales y decencia, para exportan» (ib.). ¿Amistad? «En la vida vale más una buena amistad que una carrera» (168). Todas éstas son máximas que Carmen ha aprendido de sus padres. Sus propias ideas no se diferencian esencialmente de las anteriores, aún cuando en ocasiones se manifiesta sobre temas más escabrosos: ¿El noviazgo? Debe ser iniciado con una declaración romántica del hombre y sólo entonces puede la mujer dar a conocer, acaso, que corresponde a sus sentimientos. ¿La noche de bodas? Aquí el hombre no debe tener ninguna consideración. Si es delicado y vacila -como Mario- cae en la sospecha de ser un fracasado en ese campo. ¿Sexo en el matrimonio? Se rige por los preceptos de la iglesia católica. Y siguen los temas: «justicia social», «distinción de razas», «jerarquía», «luto», «Cáritas», «francomasonería». Carmen no deja escapar ninguna oportunidad de enseñar todavía al rebelde de Mario cómo «se» debe pensar sobre todo esto.

Lo que Delibes consigue aquí es un brillante logro lingüístico, con el que realiza tres cosas a la vez: hacer decir a Carmen todo lo que se piensa en su clase -clase media conservadora-; hacérselo decir de tal manera que uno cree reconocer en la que habla a una persona conocida; y además dotarla de tanto garbo que no nos cansamos de su locuacidad, e incluso sentimos cierta simpatía hacia ella, aún cuando no compartamos sus opiniones. Y es exclusivamente la autenticidad de su lenguaje la que libra a Carmen de convertirse anticipadamente en víctima de antipatías ideológicas.

Pero si Cinco horas con Mario fuese solamente una colección de «ideas recibidas» pronto dejaría de interesarnos la lectura. Sin embargo es mucho más. Lo que Carmen dice no es expresión solamente de su «bêtise», sino, a la vez, respuesta a la provocación de Mario y necesaria autodefensa. Se puede decir que el desafío de Mario impulsa a Carmen a un máximo esfuerzo lingüístico dando así lugar a que pierda la precaución y con ello se descubra a sí misma.

Este desenmascaramiento de sí misma muestra no solamente la limitación de Carmen, sino -y esto nos hace comprenderla y compadecerla a la vez- también el (casi esquizofrénico) desdoblamiento de su personalidad con lo que, en cierto modo, no resulta menos víctima de las circunstancias que el mismo Mario. El problema de Carmen, más exactamente su desgracia, consiste en que sus tendencias y deseos naturales están mucho más en conflicto con las normas sociales de lo que ella quiere o puede reconocer. Esto se muestra sobre todo en el tema de la sexualidad, que es junto con el motivo «seiscientos» el que más fuertemente domina su pensamiento. Los dos temas, por cierto, confluyen al final en una misma escena. Desde el principio tropezamos aquí con las huellas de una profunda contradicción interna. Por una parte se presenta Carmen como la encarnación de las virtudes de la mujer ibérica. Y ello significa negación y disimulo de los instintos y sometimiento a las leyes de la decencia y de la moral. Nada le parece, pues, más reprochable que la caída de su hermana, que durante la guerra civil se ha dejado seducir por un fascista italiano precisamente en la casa de sus padres de severas costumbres, donde se le había alojado. El que la hermana haya sido condenada a una existencia marginada a causa de su hijo ilegítimo, le parece a Carmen un castigo totalmente adecuado. Pero por otro lado presume, con sospechosa frecuencia, de que los hombres andan tras de ella. Así nos damos cuenta de que estos asedios -reales o imaginarios- no le disgustan. El ser eróticamente atractiva acrecienta el valor de su fidelidad y obliga a Mario a estar agradecido. Que él no se lo manifieste le hace lamentar vivamente no poder darle una merecida lección por ser mujer virtuosa. Vuelve poco a poco a sus recuerdos de juventud, y comenzamos a poder deducir que secretamente envidiaba a su hermana y a algunas de sus «desvergonzadas» amigas. En esto se ve que la decencia de Carmen es bastante artificial, que bajo la superficie de virtuosidad fermenta algo y que la indignación moral no está falta de fariseísmo (el joven Mario habla, no sin razón, de hipocresía). Verdad es que la hipocresía de Carmen no es la de un Tartufo femenino, es, en verdad, casi inocente, ya que ella misma no es consciente de ella. Pero en el fondo goza escarbando en fantasías sexuales y excitando los instintos masculinos (para al mismo tiempo negarse a su realización) como si se tratase de una sustitución (también de una venganza) por algo que le ha negado su severa educación. Incluso el día del entierro se muestra preocupada, y a la vez satisfecha, de que sus pechos, todavía de buen ver, destaquen bajo el jersey negro que le queda muy estrecho. Su ademán continuo, mejor dicho, el tic nervioso, que aparece incluso en la última frase del libro como obsesiva repetición, consiste en tirar hacia abajo del jersey que debe ocultar y resaltar a la vez.

Pero a lo profundo de su alma llegamos solamente, cuando pensamos en la historia con Paco, que -como suele ocurrir con las cosas más importantes de la psique- parece tener una importancia secundaria al principio y luego se descubre que es precisamente el hilo rojo, la causa y obsesión, en realidad, de su diálogo con Mario. El nombre de Paco aparece por vez primera en el capítulo X y solamente de paso: es un conocido de sus años juveniles que ella encuentra por casualidad en la parada del autobús y que la lleva en su elegante coche al parecer a la ciudad. (Naturalmente a Carmen le resultó humillante, cuando tuvo que confesarle que Mario ni siquiera tenía un Seiscientos). Lo que, al principio tomamos solamente como una variante del tema «coche», se convierte poco a poco en la confesión de una fuerte tentación. Gradualmente descubrimos lo atractivo que Paco se ha vuelto en este tiempo transcurrido; el mismo Paco que ella antes había despreciado por su origen modesto. ¡Qué conductor!, ¡qué virilidad en su seguro dominio del volante! Aquí se unen en la imaginación de Carmen coche y sex-appeal como en un anuncio publicitario de los años sesenta, mientras que al mismo tiempo Mario es una vez más recordado en su poco afortunada noche de bodas. Solamente al final, en el último capítulo de la parte principal, sale a la luz la verdad, al mismo tiempo que la agresiva seguridad en sí misma de Carmen se derrumba como un castillo de naipes. Se descubre que el encuentro con Paco, aparentemente inocente, terminó en realidad con una excursión al pinar, y allí Carmen sólo a duras penas se salvó de un delito, que, en su escala de valores, está aún más abajo que «la caída» de su hermana: el adulterio. El que el adulterio no se consumara se debe a la prudencia de Paco que, al igual que en otro tiempo el amante de Emma Bovary, retrocedió asustado ante las posibles consecuencias sociales y éste, además, lo hizo «a tiempo». Todo esto naturalmente no lo dice Carmen escuetamente sino con muchos rodeos pero, a pesar de ello, se hace patente que la solidez de principios de la que estaba tan orgullosa fracasó ya ante la más pequeña prueba. Por ello intenta, más desesperadamente aún, conservar la fachada de virtuosidad de la que dependen sus sentimientos de autovaloración y su prestigio. Con este fin se aferra formalmente al hecho de que el adulterio no se ha llevado hasta el final y, puesta de rodillas, suplica a Mario que acepte este último triunfo del puritanismo como una legitimación llena de valor:

Mario, anda, te lo pido de rodillas, no hubo más [...] yo puedo llevar la cabeza bien alta [...] ¡te lo juro! ¡¡te lo juro, mírame!! [...] ¡mírame o me vuelvo loca! ¡¡Anda, por favor...!!


(262 f.)                


Con esta tragicómica confesión de su propia debilidad termina Carmen el discurso que con tanta seguridad había comenzado. Lo que al principio se presenta como un ajuste de cuentas al marido que la ha desilusionado política, profesional y eróticamente, termina en una disimulada declaración de quiebra: la pretensión de una superioridad moral se cae al suelo. Sin embargo no se puede decir que Carmen, a lo largo de su discurso, haya cambiado o al menos se haya hecho un poco más comprensiva. Todo lo contrario. Justamente es la esencia de su carácter apartar de sí la comprensión y conservar las ilusiones, aún cuando en realidad están ya totalmente destruidas. Necesita el piadoso autoengaño para no ver las contradicciones que a su alrededor y en ella misma se encuentran, o por lo menos para no necesitar aceptarlas. Por ello la multitud de palabras que al principio ha producido se pueden ver, también, en función de la confesión final: ellas deben retardar lo que propiamente ha de decir y ocultar lo que pesa sobre su conciencia: deben ayudar a aligerar su opresión psíquica y moral. Es también significativo que las palabras finales no llevan a una declaración sin reserva, sino que Carmen se agarre a la afirmación de sí misma con el «aquí no pasó nada». Por lo tanto no se puede separar la agresividad contra Mario de la justificación de sí misma. Ambas cosas están estrechamente ligadas y se condicionan mutuamente, algo así como bajo el lema que el ataque es la mejor defensa y también el medio más eficaz contra la inseguridad propia. Es cierto que Carmen se desenmascara a sí misma a lo largo de su alocución, pero lo hace -en estado de excitación- involuntariamente y sólo ante el muerto (y ante el lector que secretamente acecha), no ante sí misma (aunque poco falta) y desde luego tampoco ante sus hijos y amigos que están excluidos del diálogo secreto y que sólo conocen su fachada sin mácula. Como se ve, la alocución de Carmen no sólo se basa en el principio de la libre asociación, sino también en una secreta conexión de la argumentación que obedece a la necesidad de limpiarse ante el muerto y de echarle la culpa de su poco feliz matrimonio.

Por lo que concierne a Mario, condenado a callar, los lectores, al principio, nos sentimos inclinados a protegerle precisamente porque su mujer tan duramente le ataca y él ya no puede defenderse. Aparte de las contradictorias declaraciones de los testigos en las dos partes del marco de la novela, le conocemos solamente a través de ella, y puesto que ella está muy lejos de ser objetiva tenemos el ineludible deseo de corregir su juicio. Tomemos tres ejemplos: cuando Carmen le reprocha no ser lo suficientemente flexible frente a las autoridades locales (y con ello ha echado por la burda una posición mejor y un piso más grande, que tan urgentemente necesitaban), sacamos automáticamente la conclusión de que Mario era un hombre políticamente íntegro. Cuando ella se enfada por la brusquedad con que Mario despide a los padres de los alumnos en peligro de no aprobar el curso (aunque no hacen más que seguir la costumbre tan extendida de llevar al mal pagado profesor un regalo nutritivo y en especie), enseguida deducimos: Mario era insobornable. Y cuando Carmen le desdeña a causa de sus continuas depresiones (porque, mientras duran, le considera un niño más, el sexto hijo) queremos descubrir en ello una señal de su sensibilidad. Así poco a poco se crea en nosotros una imagen ideal de Mario, a pesar de que, o precisamente porque Carmen se esfuerza en evitarla. Y como ella representa el ayer, fácilmente se está dispuesto a convertir en positivo lo que ella presenta como negativo.

Aquí desde luego no podemos caer en la misma falta que los intérpretes de la primera hora. Estos, en comprensible indignación por el estado del país, veían en Carmen sólo la encarnación de lo que rechazaban, mientras que Mario representaba lo que anhelaban. Sin embargo no se daban cuenta que con ello caían en aquel maniqueísmo contra el que el joven Mario, claramente distanciado de sus dos padres, previene tan enérgicamente. Tampoco conocemos «personalmente» a Mario (de la forma que conocemos a Carmen) y por eso no estamos en condiciones de formarnos una opinión sobre él. Sin embargo en esa falta de información se halla un atractivo especial de la obra que induce al lector de una manera consciente a especular cómo había sido Mario «realmente». De todas las maneras si bien no podemos creer la opinión de Carmen, tampoco debemos aceptar incondicionalmente lo contrario. Queda en duda, pues, si la verdad se encuentra acaso en el medio. Solamente una cosa está clara en la obra: una contradicción blanco-negro entre los dos no se puede deducir. Carmen tiene sus rasgos dignos de simpatía, sobre todo su ansia de vivir. Que no pueda saciarla, sino que tenga que esconderla y que doblegarla no solamente bajo la presión de sus padres, sino también en la vida en común con un hombre difícil, la hace digna de compasión, no antipática. Ella es, por tanto, más víctima que causante de la triste situación y tampoco está siempre falta de razón. Sacar adelante a cinco niños con un sueldo modesto y en la estrechez de un pequeño piso, no es fácil, sin duda. Ella hubiese querido limitar el número (manteniéndose, claro está, dentro de las normas de la iglesia de entonces), pero Mario, al parecer, no ha tenido en cuenta estos deseos de su mujer. Y hemos de sospechar que su compromiso idealista no estaba exento de un cierto quijotismo con el que solía postponer las exigencias de la vida, a las reivindicaciones de unos principios ideológicos. También parece estar emparentado con el misántropo de Moliere. No sólo porque se burlaba de los poetas «cortesanos» locales, sino porque también, por principio, rechazaba los compromisos como deshonrosos. Precisamente esto le diferencia asimismo del verdadero don Quijote, cuya grandeza consistía en que algunas veces podía apartarse de sus principios en favor de Sancho Panza. Por el contrario Mario parecía tan incapaz como Carmen de tal abnegación. En este sentido el escepticismo del hijo frente a sus padres es consecuente. Tal escepticismo tampoco disminuye la crítica de España de la parte principal, como en ocasiones se ha objetado. Es más bien muestra de la serena visión de un autor que aunque nunca se congració con el régimen, se guardó siempre de echar la culpa a una sola parte. El que Delibes no cierre la polémica y que abra con Mario II una perspectiva hacia el futuro más allá de los viejos frentes, relaciona Cinco horas con Mario también con el presente, en el que los nacidos después de la Guerra Civil tienen que mostrar de hecho cómo pueden vencer las contradicciones del pasado.

Cinco horas con Mario no es pues exclusivamente una obra de oposición al régimen bajo el que apareció. De todas formas reacciona muy sensiblemente, también en la forma literaria, a sus tabúes. Lo hace con la estrategia de una inocencia fingida, digna de la mejor tradición de la época ilustrada, que le permite entenderse con los lectores tras la espalda de las instancias de control. Que Delibes con su novela se refiere no sólo a un caso aislado, sino a una situación general, se deduce también del nombre de la protagonista que llamándose Carmen evoca la imagen de la España tradicional. Y ya hemos hablado de que el autor no tiene en cuenta sólo disonancias matrimoniales, sino también políticas. Por lo que vemos, la obra de Delibes fue en la época de su aparición la única en la que la mentalidad de la clase media conservadora (que ha sido la que ha apoyado esencialmente el régimen) se muestra desde dentro, es decir partiendo de sí mismo, en forma de un autorretrato lingüístico, aparentemente ingenuo. En este autorretrato tan auténtico, que además, como quien no quiere, consigue simpatías para la alternativa (personificada en Mario), reside el verdadero ingenio de esta obra en comparación con otros ejemplos de la literatura crítica contemporánea que combatían el espíritu del franquismo con formas muy herméticas o desde el exilio. En cambio, la obra de Delibes no sólo se presenta descifrable sino también difícilmente atacable: su crítico del régimen permanece mudo y sólo se expresa por mediación de una Carmen «típica», a cuya concepción del mundo el autor no hace explícitamente la menor objeción... Rara vez se ha esquivado la censura tan hábilmente como en Cinco horas con Mario.

Además de esta crítica sagaz -casi me atrevería a decir astuta- de la mentalidad «tradicionalista», hay que hablar -finalmente- de una dimensión autocrítica, llena de humor, que no es el menor atractivo de la obra. Es el magnífico juego que el autor Delibes (el cual se ha retratado acaso un poco en Mario) practica consigo mismo y con todos los de su gremio (ya sean escritores, críticos u otros intelectuales). Lo que brota de Carmen en este aspecto merecería un estudio aparte y pertenece, de todas maneras, a aquellas manifestaciones que uno, con aludir solamente a su limitada capacidad, no puede quitarse de encima. Más bien, aquí tenemos que poner a mal tiempo buena cara y aguantar «la crítica» a porrazos, que Carmen hace a modo de auto de fe de la literatura moderna, de su temática, de sus pretensiones y de su técnica, desde el punto de vista de una lectora media poco cultivada. Naturalmente aquí también hay en juego mucha falta de comprensión y por ello cierta injusticia. Pero, a veces, los ataques de Carmen tienen también algo, que le dejan a uno desarmado, y así ocurre cuando comenta el ensayo de Mario sobre «la ausencia de sentimientos en la literatura moderna», con la observación de que él mismo es un literato contemporáneo y tiene en su mano el cambiar este estado (242). Tampoco admite su queja por el descenso de interés de la lectura. Mario, según ella, escribe sin tener en cuenta la capacidad de recepción del público. Otros sin embargo no tenían que quejarse de la falta de éxito. Totalmente burlesco se vuelve el capítulo XXI, donde Carmen expresa mordazmente su opinión sobre el aspecto físico tan debilucho de su Mario, con lo que, sin saberlo, varía la imagen del Albatros que se arrastra por la playa y se convierte en la burla del ambiente deportivo:

[...] yo recuerdo en la playa, venga de tomar notas y mirar papeles debajo del toldo [...], cualquier cosa menos tumbarte al sol y broncearte, Mario, que estabas tan blanquito y luego con el meyba hasta las rodillas y las gafas, daba grima verte, la verdad, que yo, algunas veces, como si no fueras conmigo, como si no te conociera, que no debería decírtelo pero hasta vergüenza me daba. Después de todo, razón le sobra a Valen, que a los intelectuales deberían prohibirles ir a la playa, que así, tan flacos y tan eruditos, resultan antiestéticos, más inmorales que los mismos bikinis.


(223)                


¿Quién se atreverá con el colmillo retorcido a combatir a Carmen, afirmando que, una vez más, pone con ello en evidencia la estrechez mental del fascistoide en contra de los intelectuales? Más bien aquí se nota la picardía del autor Delibes que no retrocede ante la autoironía, y sólo le habremos comprendido del todo si reaccionamos a tales manifestaciones con una sonrisa autoliberadora.

Cinco horas con Mario se revela como una verdadera crítica porque une a la parodia de un carácter nacional la autocrítica desenfadada, con lo que el autor se distancia, y en forma graciosa además, tanto de la tendencia del intelectual, tan ampliamente extendida, a sobrestimarse, como de su aparición pareja: quejarse por su falta de influencia. Es de temer que este sereno equilibrio haya perjudicado la propagación de Delibes en Alemania -autor que (y en esto no le sucede como a Mario) es muy leído en España y en otras muchas naciones. Esta posición se considera en nuestro país (sobre todo por los que nunca serían capaces de lograr algo así) aún como algo que pertenece a una literatura de «segunda clase». En realidad, la obra de Delibes posee sencillez y complejidad a la vez, pudiendo ser objeto lo mismo de una «ingenua» lectura gozosa como de un «sofisticado» estudio filológico. Para mí es esto, precisamente, el signo de una «obra grande». Es hora de traducir a Delibes a nuestra lengua. Entonces, quizá, pueda haber un día una obra alemana parecida a Cinco horas con Mario. A nosotros, que con tan poca serenidad nos ocupamos de nuestras idiosincrasias (a las que pertenece también la herencia de cierto pasado), buena falta nos haría.






Bibliografía

  • Hickey, L., Cinco horas con Miguel Delibes. El hombre y el novelista, Madrid 1968.
  • Sobejano, G., Novela española de nuestro tiempo, Madrid 1970.
  • Umbral, F., Miguel Delibes, Madrid 1970.
  • Alonso de los Ríos, C., Conversaciones con Miguel Delibes, Madrid 1971.
  • Morán, F., Novela y semidesarrollo, Madrid 1971.
  • Buckley, Problemas formales en la novela española contemporánea, Barcelona 1973.
  • López Martínez, L., La novelística de Miguel Delibes, Murcia 1973.
  • Amorós, A., «Carmen y Mario: una pareja española» en Studia Hispanica in honorem R. Lapesa, tomo II, Madrid 1974.
  • Pauk, E., Miguel Delibes: desarrollo de un escritor, Madrid 1975.
  • Vanderlynden, A. A., «Cinco horas con Mario: quelques remarques: une lecture» en Les langues néolatines, 1975.
  • Rey, A., La originalidad novelística de Delibes, Santiago de Compostela 1976.
  • Del Valle Spinka, R. F., La conciencia social de Miguel Delibes, New York 1976.
  • Gil Hernández, A., «La obra literaria como integración dinámica: Cinco horas con Mario» en Bobes Naves, Crítica semiológica, Oviedo 1977.
  • Bartholomé Pons, E., Miguel Delibes y su guerra constante. Madrid 1979.
  • Rey, A., «Forma y sentido de Cinco horas con Mario» en F. Rico, Historia y crítica de la literatura española, tomo VIII, Barcelona 1980.
  • Soldevilla Durante, I., La novela desde 1936, Madrid 1980.
  • Delibes, M., Cinco horas con Mario (versión teatral), Madrid 1981.


Indice