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Capítulo segundo

Un cuerpo o sociedad literaria no es a propósito para escribir bien la historia



     Denique sit quodvis simplex duntaxat, et unum.
Horat. Ad Pis.


     La importancia grande de la historia, y la dificultad de reducir sus preceptos individuales a la escasez con que se ha tratado ordinariamente el arte de decir, inspiró en los hombres de letras la conveniencia o la precisión de enseñar separadamente «el modo de escribir la historia», dando a este arte la amplitud que corresponde a la utilidad y dignidad de su materia. Los antiguos maestros de elocuencia, ambiciosísimos de arrogar a su profesión el magisterio universal de cuanto conoce y alcanza el entendimiento, se apropiaron también el artificio histórico, pero ocupados en dictar los preceptos que convenían para los ejercicios usuales y comunes a que en aquellos tiempos se aplicaba principalmente la oratoria, omitieron los documentos que con especialidad pertenecían a aquel artificio, y la historia se escribió casi hasta nuestros días más por talento que por arte, muy al revés de lo que sucedió en la lógica, en la elocuencia y en la poesía, instrumentos también del entendimiento y de la palabra. Luciano, enfadado (según su costumbre) con el prurito de escribir historias que observó en los pedantes de su siglo, quiso advertirlos de su ineptitud poniéndoles a la vista las extravagancias en que habían caído y los documentos que no supieron observar; su tratado sobre el modo de escribir la historia corre con alabanza entre los eruditos; yo, empero, no puedo menos de compararle con la epístola que Horacio dirigió a los Pisones. En uno y otro escrito se logran preceptos admirables para no delirar en las obras históricas y poéticas, pero no me atreveré a darles el nombre de artes o métodos sistemáticos para desempeñar con acierto todo género de historias y de poemas. Son más bien una colección tumultuaria de preceptos que un género o instrumento ordenado científicamente. Prescriben lo que se debe hacer sin pararse en la confusión con que lo prescriben, ni en señalar las causas y razones que afianzan la verdad y seguridad de sus documentos.

     Las artes todas han debido su formación a la práctica anticipada de los talentos grandes. Homero, Herodoto, Eurípides y Menandro fueron anteriores a los preceptos escritos de la poesía. En Atenas había oradores con representación pública mucho antes que Fisias, Corax e Isócrates profesasen el magisterio de la elocuencia. Las disputas de los filósofos dieron ocasión al padre de la escuela Megárica para observar los sofismas con que procuraban enredarse unos a otros; y de aquí resultó el descubrimiento de las reglas del buen raciocinio. Entonces no estaba aun corrompido el entendimiento humano con la multitud de opiniones, errores, sistemas, cavilaciones, preocupaciones y absurdos portentosos que han acumulado a las ciencias el trabajo sucesivo de los hombres en el discurso de veinte o más siglos. Presupuestos los fines que se proponían según la necesidad o la conveniencia, investigaban los medios de lograrlo y, practicándolos con acierto, daban a las obras la perfección que convenía a la especie de cada una, siguiendo las instrucciones de la razón. Reducidos estos aciertos a reglas generales por el estudio y observación de los filósofos, y distribuidos en clases separadas, facilitaron a la posteridad el camino de la sabiduría, beneficio que no sabemos agradecer bastantemente por el ningún trabajo que nos ha costado su posesión. La historia sola quedó al arbitrio de los que la trataban, cuando las demás artes instrumentales estaban ya, no sólo apuradas, pero cargadas de superfluidades y ofuscadas excesivamente con la variedad de opiniones, disputas y sistemas; y sin embargo Grecia y Roma dieron de sí historias excelentísimas sin que sus autores tuviesen otra guía que las luces de sus entendimientos cultivados con educación docta. ¿De dónde pues nació que se descuidasen tanto los preceptos de la historia? Nació lo primero de que su artificio se consideraba parte de la elocuencia, y lo segundo de que las historias dignas de este nombre las escribieron hombres eminentes en letras y capacidad, aquéllos que nacen no para sujetarse a preceptos sino para dictar ejemplos en que éstos se funden. Atarse servilmente a las reglas pertenece sólo a los entendimientos medianos o limitados. Los superiores y de primera esfera procuran sólo no quebrantar las reglas para no caer en delirios, pero las bellezas y excelencias las producen por sí, sin fatigarse en buscar en el arte el precepto o regla que les prescribe.

     Los siglos más inmediatos al nuestro cayeron en la cuenta de que para escribir bien la historia no bastan los preceptos vulgares de la elocuencia, y examinando las de los historiadores antiguos con la misma rigidez y desmenuzamiento que examinó Dionisio de Halicarnaso la de Tucidides, juntaron buen número de observaciones que formaron por fin un arte cabal; y quizá le hubieran formado perfecto si, así como fueron humanistas, hubieran sido filósofos los que más trabajaron en ordenarle. Detuviéronse principalmente en las partes y en el estilo, sin acertar a mi modo de entender con la forma que corresponde especialmente a toda obra que resulta de un arte instrumental o de imitación. La varia ejecución, giro y estructura de las historias que examinaron para deducir las reglas, les

suministró el conocimiento de las bellezas parciales o singulares que deben usarse en cada clase de narraciones según la diversidad de sus caracteres. Supieron hallar y prescribir los medios para construir un todo agradable, útil, proporcionado, en una palabra, bello. Pero como en este todo debe residir un alma, un espíritu, un móvil que anime todas sus partes y que sea como el centro o punto de apoyo que sostenga todo su mecanismo, al señalar este espíritu, móvil, punto, centro (o como quiera llamarse) procedieron con tal incertidumbre y perplejidad que apenas han sabido decirnos cuál es el fin de la historia; y no por otra razón sino porque examinaron los historiadores antiguos más como gramáticos que como filósofos. La poética padecería la misma indeterminación en su fundamento principal si su formación no hubiera caído en manos de Aristóteles. Antes de enseñar los medios de hacer un poema bello, indagó el centro íntimo a donde debían ir dirigidas todas las partes y bellezas de su composición, y de aquí resultó aquella máxima en la poesía, a saber que todo poema debe constituir no sólo un todo sino una unidad completa en lo posible: todo y unidad juntamente porque hay todos que no forman unidad sino cúmulo y ésta es la gran diferencia que yo hallo entre el arte histórico y el poético, por la diversa instrucción que ha habido en los que han formado uno y otro. Los historiadores antiguos entendieron admirablemente esta máxima que es común a todas las artes de imitación, a la poesía, a la elocuencia, a la pintura, a la escultura, a la música, y por conseguiente a la historia, la cual no es más que una pintura escrita; y esta máxima, entendida y practicada excelentemente por Herodoto, Tucidides, Jenofonte, Plutarco, Salustio, Livio, Tácito y los demás grandes historiadores, es cabalmente la que se escapó a la perspicacia de los que formaron el arte histórico, naciendo de aquí que sus reglas se dirigían a formar cúmulos y no unidades, siendo así que las historias mismas que les suministraron las reglas eran unidades dispuestas y trabajadas con la misma atención que usan el buen poeta y pintor en la composición de sus obras; en la exposición de lo verdadero caben las mismas reglas que en la ficción y expresión de lo verosímil. El encadenamiento y dependencia que tienen los hombres entre sí hace que las acciones de muchos de ellos vayan de ordinario encaminadas a un solo fin, y he aquí el oficio de la historia, investigar el fin que puso en movimiento las acciones de muchos hombres y hacerle el alma de su narración de la misma suerte que lo fue de las acciones; y entonces resultará la unidad en la estructura si el escritor se ata precisamente a lo conexo con tal fin. En resolución las sociedades civiles son una especie de poemas reales y fábulas verdaderas, ya se consideren en el todo, ya en sus partes. Cada una de las cuales puede considerarse como una especie de poema subalterno que depende del principal, y siendo el oficio de la historia retratar estas sociedades, ya en el todo, ya en sus partes, sólo con que el historiador sepa copiar bien producirá unidades históricas que podrían competir en el artificio con las mejores fábulas de la poesía.

     Juan Joviano Portano no halló más diferencia entre las historias y los poemas que escribirse aquéllas en locución suelta, y éstos en locuciones atadas a número. En las demás calidades consideró iguales al poeta y al historiador, o a lo menos semejantísimos. Uno y otro deben exponer las causas y los antecedentes de sus acciones, uno y otro describen personas, gentes, lugares, sucesos; unos y otros exponen las leyes, costumbres, usos, establecimientos y estados de los hombres unidos en sociedad política o disueltos de ella. Uno y otro imprimen a su estilo un cierto carácter de grandeza que se aparta de la expresión ordinaria. Esta comparación sería muy propia y puntual si, considerando que una historia de cualquiera especie que sea es una verdadera copia, se hubiera puesto la semejanza primero en el todo, y después en las partes y accidentes. Un poema consta de fábula, esto es de una narración verosímil, que no se diferencia de la verdad sino en que no ha existido lo que contiene. Una historia consta de una narración cierta que no se diferencia de la fábula sino en que realmente existió lo que cuenta. La fábula poética es una, por el fin o centro a que debe dirigirse todo lo comprendido en ella. La narración histórica debe igualmente ser una por el fin u objeto a que se dirigen todos los sucesos, acciones y operaciones que abraza. El poeta da a su poema la forma, orden, constitución y economía que corresponde a la calidad del asunto y clase de obra que elige. Igual obligación corre al historiador, y tanto que de este requisito pende principalmente la mayor o menor belleza, la deformidad o medianía árida que se observa en las historias de todas las naciones y tiempos. El poeta expresa los caracteres de los hombres del modo que éstos obrarían supuesto en ellos tal genio, tal inclinación, tal situación, tal estado. El historiador retrata la verdad de estos caracteres representándolos del modo que obraron en el estado, situación, genio e inclinación que concurrieron en tales y tales hombres. En el mover las pasiones, en la energía del escribir, en los episodios, en las costumbres, en las sentencias y en las demás circunstancias accidentales que sirven a la mayor belleza de los escritos imitativos, son iguales el poeta y el historiador, porque del mismo modo debe deleitar la historia que la poesía y con los mismos medios deben una y otra hacer amable la enseñanza para que se reciba con gusto y se hagan apetecibles sus documentos. En resolución, una historia escrita del modo que conviene, es una de las obras más admirables del entendimiento humano. En ella han de trabajar con igual robustez el ingenio, la imaginación, el juicio y la facundia. El ingenio para ordenar y disponer la materia de modo que resulte un todo perfecto y acabado en su clase, donde todas las cosas vayan conexas, claras y bien distribuidas. La imaginación para pintar los hechos, los hombres, las naciones, los seres que tengan enlace necesario, conveniente u oportuno con el sujeto de la historia. El juicio para elegir, pesar, ponderar y dar a cada cosa la sazón que le corresponde. La facundia para que en la expresión de las locuciones aparezcan los objetos con la misma fuerza y verdad que los concibe la fantasía. Sin estas cualidades no hay grandes historias y, por ser estas cualidades tan raras y tan difíciles de desempeñar, son poquísimas las historias que merecen la estimación de los doctos y el premio de la celebridad durable.

     De lo dicho hasta aquí se infiere naturalmente que entre una historia y una compilación de hechos hay la misma diferencia que entre un edificio y los materiales de este mismo edificio dispuestos con separación para ejecutar la fábrica, y es fácil asimismo inferir que si la perfección de las obras de un arte resulta de la grandeza y fuerza particular con que dotó la naturaleza al talento del artífice, es casi imposible que la concurrencia de muchos pueda producir una historia que no sea desigual, desproporcionada y monstruosa en las cosas, en el orden y en el estilo. Si como han pretendido algunos la composición de una historia hubiera de reducirse a una simple y desnuda compilación de hechos, adoptando un plan cronológico, y poseyendo los materiales correspondientes, pudiera sin duda y a sociedad formar una historia que no fuese demasiadamente desigual en sus partes. Aun así el estilo no sería uniforme y dejaría entrever la diferencia de las manos. Tal pedazo sería florido, tal seco y descarnado, tal severo y conciso, tal gracioso y encantador, y tal también desabrido y tosco: porque, al fin, es difícil que los individuos de una sociedad sean todos grandes talentos y es todavía más difícil que los que no lo son quieran someterse a la corrección y lima de los mejores. Los grandes ejemplos de historias excelentes que se nos ofrecen continuamente a la vista, nos han habituado a buscar en la historia algo más que hechos desnudos. Los nombres de Tucidides y de Salustio, de Herodoto y Livio, de Polibio y Tácito, de Plutarco y César, etc., en la misma diversidad de sus estilos y modos de exponer y representar las cosas, nos han obligado como por fuerza a pedir a lo menos en la historia los ornamentos más admirables de la elocución, la penetración más profunda en las materias políticas y el conocimiento más puntual del interior del hombre. Queremos que el historiador imite al poeta en el modo de expresar con novedad hechos que no puede fingir, y que le imite también en el arte difícil de retratar con propiedad y excelencia los caracteres de las personas; queremos que se iguale al político en la averiguación y explicación de las causas de los hechos que cuenta; queremos que se convierta en filósofo para reflexionar y deducir documentos útiles sobre estos mismos hechos; y lo que es sobre todo arduo, queremos que sin afectar elegancia, política ni filosofía, sea elegante, sea político y sea filosófico, o cuando menos parezca que lo es. Los hombres, que hacen por lo común poco caso de su racionalidad, la aman excesivamente en los frutos y producciones de ella, y cuanto más racionales son estos frutos tanto más los aman. No se funda en otra razón el grande aplauso que en todos los siglos han merecido los hombres de ingenio. Las obras de éstos son partos no de un trabajo mecánico y hacinado, sino del vigor del talento que hecho, dueño de la naturaleza, o la retrata o la mejora con las combinaciones de su imaginación y novedad enérgica de su estilo. Sin grandísimo vigor en el entendimiento, no puede haber grandes poetas, oradores ni historiadores; y las obras de éstos en tanto son admirables en cuanto participan más de la sublime fuerza de aquel vigor grandísimo.

     Una historia de hechos simples y descarnados puede muy bien ser útil para saber las cosas sucedidas, al modo que lo eran las primeras historias de los romanos, pero la nación en que no haya más que esta especie de historia no será célebre en este ramo del saber, como no lo era Roma cuando no poseía más que meros analistas. Aun diré más: las glorias de un pueblo no harán gran papel en el teatro de las naciones, y la serie de sus sucesos será sabida de muy pocos y por consiguiente no se sacará de ellos la utilidad a que se dirige su estudio. El común de los hombres no lee para instruirse; así como en todo buscan también el recreo con la lectura. Las naciones extrañas leen sólo por la opinión y fama de los grandes nombres. Para leer obras vulgares son pocos los que quieren tomarse el trabajo de aprender una lengua extranjera. Sólo por entender el Quijote se han dedicado muchos literatos de Europa a estudiar la lengua en que está escrito. Muchas novelas francesas del siglo pasado fueron compuestas sobre hechos ciertos de nuestras historias que eran entonces leídas en aquellas naciones; y llegó esto a tal extremo que hubo extranjero que calificó de novelas nuestras historias antiguas por la grandeza de los hechos y hazañas. Nuestras comedias, a pesar de su desarreglo, suministraban los asuntos y aun las escenas a los dramáticos franceses. Sabía entonces Francia menos que nosotros; nuestros ingenios (que fueron en gran número y fecundísimos) embelesaban a toda Europa porque eran los mejores que entonces se conocían. Diéronse las naciones a escribir, y produjeron grandes escritos en aquellas artes que mezclan el recreo con la utilidad; nos aventajaron y, ayudando también nuestro descuido, sea por fatalidad, sea por defecto de la constitución pública, no sólo perdimos la superioridad literaria, sino que andando el tiempo hemos sido mirados como bárbaros. Para mí es un hecho cierto que entre otras muchas causas que concurrieron a esta miserable decadencia, fue una de las más principales el desprecio en que cayeron las letras humanas y por consiguiente la falta total del buen gusto y de aquellas obras que inmortalizan a los pueblos y hacen célebres sus idiomas.

     Cicerón dijo muchas veces y no se cansaba de repetirlo, que el cargo de historiador era propio de hombres elocuentísimos. «¿Veis (dice a Antonio en el libro II del Orador) cuán propio y peculiar sea de un orador escribir la historia?» A la verdad, considerando la corriente de la oración y la variedad de las cosas, estoy por decir que es la mayor ocupación suya. Sin embargo, aun no he visto que los preceptos de la historia hayan sido enseñados en los libros retóricos. Cierto es que parecen llanos, y que se ocurren a cualquiera a primera vista. Porque ¿quién ignora que la primera ley de la historia es no atreverse a decir cosas falsas, y la segunda no omitir las verdades, juntando a ellas una entera y noble imparcialidad? Estos, que son los fundamentos, son sabidos de todos, mas la gran dificultad está en la construcción, la cual consiste en el modo con que se disponen las cosas y las palabras. El orden de las cosas requiere distinción en los tiempos y descripciones de los lugares; requiere que, por cuanto en las cosas grandes y dignas de memoria se consideran en primer lugar los consejos, después los hechos y últimamente los éxitos, resultas o consecuencias, exprese el historiador qué es lo que aprueba o reprueba en los primeros, declare en los segundos lo que pasó y se habló, y explique en los últimos todas las causas y motivos, y si procedieron de la prudencia de los hombres, de su temeridad o de alguna calamidad; y tratando de los mismos hombres está obligado no sólo a referir sus hechos por mayor, sino a contar la vida, genio y costumbres de los que más se señalaron en gloria y fama. En lo que mira el orden de las palabras y modo de decir, requiere la historia un estilo copioso, no interrumpido, que corra con suavidad igual, sin la aspereza judicial y sin las agudezas de las sentencias forenses. Si una historia no se escribe así, si se limita sólo a la simple exposición de los hechos, será leída de corto número de estudiosos que, como en todo, cebarán su curiosidad en los sucesos de las naciones, pero su lectura no será general ni entre naturales ni entre extranjeros, y resultarán de aquí dos daños gravísimos: primero, que despreciada la elocuencia en las obras que más la exigen, no sean buscados los libros de la nación en que se escriba así; segundo, que no hallando en la lectura el cebo del deleite, caigan en descrédito libros útiles en la sustancia e ignore un pueblo su misma historia, ignorando por consiguiente las causas de sus miserias o prosperidades, los motivos que le engrandecieron o debilitaron, y el conocimiento puntual de sus errores o aciertos en la guerra, en la política, en la economía, en la religión y en el saber.

     Si es útil, pues, según estas reflexiones, que la historia se escriba con profundidad, sagacidad y elocuencia, desde luego se deja conocer que una sociedad considerada como tal es de ningún modo a propósito para desempeñar una historia dotada de aquellas cualidades. Los hombres son desemejantes en todo, ora se atienda al cuerpo, ora al espíritu; ni todos son aptos para todo. Habrá quien escribirá un excelente alegato y no podrá escribir cuatro líneas de una oración fúnebre. En un mismo arte se ve que según los genios sobresalen más unos que otros en distintas especies. Tal poeta domina en el epigrama, tal en la tragedia, tal en la sátira, y en saliendo de aquí caen en la medianía. Nace esto de la mayor o menor fertilidad del talento, del dominio que con los entendimientos logran unas potencias sobre otras; y el que lea con atención el excelente libro de nuestro Huarte (más conocido entre los extranjeros que entre nosotros), sabrá qué es lo que debe emprender el hombre en quien domine el juicio, qué aquél en quien reine la imaginación, qué aquél en quien sobresalga el ingenio, la memoria, etc. De aquí procede la infinita variedad que se nota en concebir y expresar las cosas entre los hombres, y esta variedad infinita hace que siendo entre sí desemejantes los talentos, no pueda haber jamás uniformidad en las obras que proceden de muchos, y que en las que penden principalmente de una cierta disposición del entendimiento para desempeñarla en la debida perfección, no logre cabida la mancomunidad sin peligro de producir un monstruo o por mejor decir un tejido de diversas telas, tintas y labores.

     El diseño o plan de una obra de ingenio podía sin duda ser formado por muchos, corregido, mejorado y perfeccionado, pero la debida ejecución no es don de muchos, y esto está comprobado con la experiencia de lo que han ejecutado los hombres más célebres en las artes. No hay dos historiadores, dos poetas, dos oradores, dos pintores, dos escultores que se parezcan enteramente entre sí, ni en la sustancia ni en los accidentes. Si esto sucede entre los mismos que se reputan por eminentes en las artes, ¿qué se debe esperar de un cuerpo académico donde es difícil que sean eminentes todos los individuos, ya porque los talentos grandes son raros, ya porque aunque fueran en mayor número de lo que son, no siempre son admitidos todos en las academias?

     Convencida tal vez la Real Academia de la Historia del conocimiento de estas verdades, se propuso en los estudios de su fundación dedicarse toda a la formación de unos Anales, y a la de un Diccionario histórico universal de España, deducido del índice que resultase de aquéllos con el fin de aclarar lo cierto en los hechos dudosos, purgar de fábulas nuestras antigüedades, fijar las épocas, desentrañar las genealogías y sucesiones, formar descripciones exactas de las provincias, así antiguas como modernas, y en suma dar seguridad a la historia con la varia e inmensa muchedumbre de sus objetos. La Real Academia adoptó sabiamente la ocupación que en estos asuntos puede desempeñar ventajosamente una sociedad de eruditos. Artículos separados, disertaciones, memorias, investigaciones singulares, adquisición, ilustración y publicación de documentos de todas especies, distinciones de puntos dudosos, son propiamente las obras y ministerios en que puede ocuparse una congregación para que, purificados en ella los materiales, pasen al que ha de labrar con ellos el edificio de la historia. Esta es la gran utilidad de estas academias, y ciertamente utilidad muy superior a cuanto se pueda ponderar. La falta de academias hizo las historias de los tiempos pasados inciertas y contradictorias en muchos puntos; obligados los cronistas a averiguar y escribir solos sin otros auxilios que su inteligencia en las cosas dudosas, formaban sistemas probables, se atenían a conjeturas no del todo seguras, y el trabajo de averiguar y de adivinar fue poco favorable muchas veces a la economía y belleza de la composición: Mariana, que no hizo más que copiar lo que halló impreso, formó una historia excelente en cuanto a la disposición, la reflexión y el estilo. Morales y Zurita, que se vieron precisados a juntar las materias buscando noticias dispersas en infinitos libros, registrando archivos, copiando y recogiendo monumentos, aunque fueron altamente doctos en las letras humanas, este mismo trabajo les embarazó mucho para atender a aquellas bellezas del arte o del genio que pide la delicadeza de los inteligentes, contando más bien los hechos de los hombres que retratando sus costumbres. La obligación que en la antigua Roma tenían los pontífices de escribir los anales, excusando a Livio en gran parte del trabajo de las investigaciones, le dejó todo el vigor necesario para producir una historia perfecta. Cuando el historiador halla a la mano los materiales que necesita, corre como en un campo abierto, y desembarazada la pluma, labra el edificio con mayor fuerza y celeridad. En España son poquísimas las colecciones que se han publicado de documentos respecto a la inmensa muchedumbre que yace escondida en los archivos. Una academia puede y debe atender a esta empresa, que no puede ser ejecutada sino por muchos y autorizados para este fin.

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