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Capítulo cuarto

Convendría que la historia de España se escribiese de distinto modo que hasta aquí.

     No es mi ánimo defraudar en la parte más mínima de su gloria y mérito a los varones doctos que se han dedicado a escribir nuestra historia. Veo en ellos dos cualidades excelentísimas: la diligencia suma en investigar, y el orden, claridad y aun elegancia en disponer y expresar lo investigado. El que tenga una idea de lo que fue nuestra historia antes de los Reyes Católicos, y el que la tenga de la confusión e incertidumbre que había en los instrumentos públicos antes que el rey D. Felipe II los hiciese depositar en el archivo de Simancas, y antes que sus cronistas empezasen a dar a conocer la utilidad grande de conservar los papeles, libros y memorias antiguas, admirará con razón los trabajos de Zurita, Morales y Garibay que, hallándose, por decirlo así, dentro de un caos tenebrosísimo, sin guía, sin norte, sin luz ni senda conocida, penetraron esta región oscura, aclararon su confusión, abrieron caminos ciertos y pusieron en orden la selva enmarañada de una multitud de noticias derramadas, olvidadas y casi perdidas, creando la historia y enseñando al mismo tiempo las reglas críticas para tratarla con verdad y decoro. Florián de Ocampo, aunque celebrado con grandes elogios por su amigo Ambrosio de Morales, y recomendado imparcialmente por Garibay, desaparece puesto en parangón con los que le celebraron; porque sobre haber sospechas harto fundadas para creer que no fue más que un compilador de los materiales que había recogido su docto antecesor Lorenzo de Padilla, su crónica, ceñida en gran parte a los tiempos míticos o fabulosos, corre con descrédito en la parte histórica por haberse adherido a las patrañas de Juan Antonio de Viterbo. Así, cuanto es estimable su puntualidad en la parte geográfica, es desatendida su fe en los hechos que a la verdad son novelas, tal vez no creídas por el mismo Florián. Zurita, Morales y Garibay crearon nuestra historia, y el que negase a estos tres grandes escritores la alabanza que se debe a su estudio y capacidad, cometería una injusticia digna del ceño de los hombres de juicio.

     Ni es tampoco mi ánimo poner en descrédito la elocuente historia del doctísimo Juan de Mariana. Atendido el fin que se propuso este gran varón cuando se entregó a ordenar en buen latín las crónicas e historias castellanas de los que le habían precedido, y lo bien que desempeñó su compilación, su trabajo es digno de grandes alabanzas, por más que en muchos de los hechos que cuenta no haya siempre aquella exactitud que pide la escrupulosidad de la crítica, por más que algunas veces refiera sucesos conocidamente fabulosos y por más que algunos genios injustos o fanáticos le hayan culpado de desafecto a las cosas de su nación. Su objeto principal fue formar un compendio latino de lo que ya habían escrito y averiguado otros, para que las cosas de España fuesen conocidas de los extranjeros. Púsole después en castellano para satisfacer la curiosidad de muchos españoles que por no entender el latín, sentían carecer de aquel mapa general de nuestra historia (así llamó el mismo Mariana a la suya), que en una sola obra les presentaba sin interrupción, con excelente método y elegante estilo, lo que se hallaba esparcido en infinitos libros de diverso estilo, artificio y método. Se ve pues que su intento no fue detenerse en el examen crítico de lo que había de referir, ni hacer aquel inmenso trabajo que hicieron Zurita y Morales para afianzar la verdad de sus narraciones, sino atenerse a lo que hallaba escrito por otros, al modo que lo ejecutó Tito Livio, para que la nación no careciese de una obra tan digna y útil, dejando a otros doctos más desocupados la exacta averiguación de las noticias y la ventilación de los puntos dudosos. Culpamos muchas veces a los escritores por no querer hacernos cargo del fin que se propusieron en sus obras. Urgía a la nación una historia general. Mariana, viejo ya, y teólogo, quiso borrar la nota del descuido que padecía en esta parte nuestra nación, y haciendo con los historiadores que le habían precedido lo que Livio con los antiguos analistas de Roma, nos dio la historia que no teníamos; y con todo eso le reprendemos y criticamos ásperamente. Si Pedro Mantuano se hubiera detenido en esta consideración, sin duda hubiera moderado sus críticas, disculpando a Mariana al mismo tiempo de corregirle. Pero ésta es la suerte de los grandes hombres, lograr más reprensión por lo poco que yerran que alabanza y premio por lo mucho que aciertan. Zurita estuvo a pique de renunciar su oficio de cronista y negarse del todo a la composición de su anales, hostigado de las persecuciones que le suscitaron Santa Cruz y Padilla, viéndose obligado por ellas a andar en los tribunales con su primer tomo en la mano para disipar las frívolas objeciones que le opusieron dos censores de mala fe. La crítica mal intencionada es una de las pestes más crueles que suelen sobrevenir a la república literaria. Ahoga la aplicación y reprime los vuelos de los espíritus generosos, amortigua los deseos de adelantar las artes, y pone muchas veces a hombres grandes en la lastimosa necesidad o de servir descontentos, o de no dar de sí lo que se podía esperar de su capacidad y estudio.

     Ha poseído pues España hasta la entrada del presente siglo, historiadores no sólo iguales, pero superiores sin controversia a cuantos poseyeron por aquellos tiempos las demás naciones de Europa; el conocimiento de las humanidades y el estudio de la antigüedad inspiró el deseo de competir con los mayores hombres de Grecia y Roma. Morales, catedrático de letras humanas en Alcalá y muy docto en ellas, conociendo y quejándose del desaliño de nuestras historias, se propuso unir a la verdad la elegancia y el artificio. Los Anales de Zurita, antes de publicarse, pasaron por la corrección (que fue muy severa) del grande arzobispo de Tarragona D. Antonio Agustín Herrera, que instruidísimo en la geografía, y versado por mucho tiempo en los negocios de las cortes, supo juntar la prudencia política con la puntualidad histórica, hasta el extremo de merecer por ésta un elogio muy señalado al erudito holandés Juan Gerardo Vosio. Cuán docto fuese Mariana en la erudición antigua, lo sabe y confiesa toda Europa. D. Diego de Mendoza se propuso competir con Salustio. Solís se acercó a Curcio, pensando imitar a Livio. En los escritos de éstos y en los de algunos otros, se trasluce manifiestamente la misma emulación que tuvieron los romanos con los griegos: gravedad, pureza y nobleza en el decir; puntualidad en las descripciones; retratos bien hechos de las personas; advertimientos políticos en la varia suerte de los sucesos; enlace artificioso en la narración, exposición circunstanciada de los acaecimientos, causas de ellos y términos de las empresas, sin dejar de imitarlos hasta en las credulidades que inspira el supersticioso afecto a la religión, milagros, anuncios, apariciones, batallas en el aire y demás prodigios que repugnan al orden regular de la naturaleza. Todo esto hay en nuestras historias, porque sus autores, aspirando a restaurar y mantener el buen gusto en las letras, siguieron los pasos de la antigüedad, principal maestra en él, dejando a sus posteriores el cuidado de sobrepujarlos en aquel aire suelto y original que adquieren los entendimientos cuando, radicado ya del todo el buen gusto en una nación, rompen las trabas de la imitación mecánica y toman sendas enteramente nuevas.

     Fue desgracia para España que empezasen a decaer en ella las letras cuando empezó a florecer la filosofía en el resto de Europa. Nuestro saber cayó en un horrible pedantismo cuando las demás naciones empezaron a dar de sí hombres grandes en todas líneas. Después de los ilustres días del reinado de Luis XIV, apareció en Francia una secta de filósofos que, mirando con vista indiferente todos los establecimientos religiosos y examinando con desenvoltura los fundamentos de las instituciones políticas, mezclaron en todo lo que ellos llamaban «filosofía», y era en el fondo una independencia desenfrenada que debilitaba los vínculos más fuertes de las sociedades civiles. Las alteraciones que padeció la religión en Alemania, Inglaterra, el Norte, y parte de la Francia, no podían al fin dar de sí sino esta indiferencia de pensar, consecuencia precisa de las religiones falsas y asilo perpetuo de los que, naciendo en ellas y conociendo su falsedad y ridiculez, faltos de ánimo para abandonarlas, toman el medio de inventar ellos su religión y ajustarse sólo por ceremonia al culto de la nación en que viven. El ejemplo de los filósofos antiguos (porque al fin, de un modo o de otro hemos de imitarlos siempre) autorizó este procedimiento para con los modernos; y al tiempo de la revocación del edicto de Nantes, pasando a Holanda algunos protestantes franceses doctos en la filosofía, se vio en ellos una cosa harto extraordinaria, y fue que, dejando su patria por no ser católicos, establecidos entre los protestantes, y por no ser protestantes, se acogieron a las sectas filosóficas. Espinosa, Hobbes, Bayle, Le Clerc abrieron el camino a este género de libertad, casi desconocidas desde los tiempos en que desapareció la genuina filosofía griega, y prontamente se oyó resonar por todas partes la voz «filosofía», acudiendo a alistarse en ella cuantos vivían descontentos consigo mismos, o por fluctuar en la incertidumbre de sus principios de religión, o por carecer de reputación en la literatura; porque es una verdad comprobada con muchas y lastimosas experiencias que, así como las mudanzas de religión en Alemania e Inglaterra fueron obra de los intereses políticos de los príncipes y no del convencimiento de que fuese verdad lo que predicaba Lutero, así también el nombre y profesión de filósofo ha sido adoptado por muchos, más por vanidad de singularizarse que por amor a la verdad y deseo de enseñarla. De aquí la infinita variedad y repugnancia en las opiniones de las mismas sectas filosóficas, sucediendo en ellas lo mismo que en los que se opusieron al catolicismo. Arrogándose cada particular el derecho de interpretar a su modo las Santas Escrituras, se vieron nacer entre los protestantes tantas sectas cuantos fueron los que tuvieron habilidad para granjearse un partido; y conociendo los filósofos que no podía haber verdad donde había tanta oposición en los principios y dogmas, ateniéndose a la sola inspiración de sus entendimientos dieron en el principio por distinta senda, de suerte que si un hombre docto hiciera una «historia de las variaciones de los filósofos» semejante a la que de los protestantes hizo el célebre obispo de Meaux, se observarían en distintas opiniones unos mismos procedimientos, y se convencería demonstrativamente cuán débil es la razón humana y cuán poco a propósito para establecer la debida adoración de Dios en la tierra.

     Los protestantes filósofos se entregaron al desenfreno de la razón por una especie de despecho, los franceses católicos por una ligereza que desgraciadamente ha caracterizado en todos los siglos a aquel pueblo impetuoso. La novedad es casi siempre el alma y móvil de todas sus acciones, miran con desdén, a veces con ceño, no sólo las cosas antiguas, pero las mismas que poco tiempo antes habían merecido todo el furor de su conato y de sus aplausos. Por cosas contrarias suelen desatinarse y aun enfurecerse sólo con que el tiempo imprima en ellas el cansancio de su trascurso, o las presente con los embelesos de nuevas. Viven agitados con una serie continua de caprichos que inventan para dar pasto al ansia de no reposar en lo que poseen; inventando un capricho, se entregan a él con furioso ímpetu, llevándole hasta el punto a que puede subir; amortíguanse entonces, y olvídanle para entregarse a otro que venga a deshacer con la novedad el fastidio que ya causaba el antecedente. Este carácter no desluce las buenas propiedades que por otra parte posee la gente del lado allá de los Pirineos. Pero él es sin duda el que hace que los franceses, en lo malo y en lo bueno, se señalen siempre con gran pompa por cierto número de años. Ellos no han poseído filósofos tan profundos como Alemania e Inglaterra, varones tan universalmente eruditos ni ingenios tan fogosos y grandes como nosotros y los italianos. Pero cuando toman por su cuenta una cosa hallada en otro país, en tanto lo que dicen, hacen y escriben sobre ella; la tratan, mueven y representan de tantos modos; la pregonan, ponderan y promueven con tanto afán y por tantos caminos agradables por lo común, que al cabo de algún tiempo hacen creer (y lo que es más, ellos mismos lo creen) que aquella cosa les debió el origen y perfección, y toda Europa el conocimiento de ella, y en esto no se engañan; porque habiendo conseguido por estos medios hacer su lengua universal, tratándolo todo en sus libros, en ellos toma hoy Europa la noticia de cuanto se sabe en las regiones mismas que suministran a Francia los materiales.

     Parece esta digresión inoportuna y no ha sido sino una exposición de las causas que han dado origen a los extraordinarios progresos que ha hecho entre los franceses católicos la libertad de la filosofía. Empezaron a esparcirla los protestantes para dar un asilo a su incertidumbre, y abrazáronla aquéllos por amor a la novedad. Adoptada por ellos, la ejercieron con su acostumbrado ímpetu, y los nombres de Voltaire, Helvetius, Fréret, Toussaint, La Mettrie y otros innumerables oscurecieron bien pronto los de Espinoza, Hobbes, Bayle, Toland, Le Clerc, y de cuantos se hicieron filósofos entre los protestantes por no hacer número en las sectas del cristianismo. Empeñados en destruir la religión por su fundamento, y hallándolo firme e incontrastable, se valieron sofísticamente de los abusos de la religión para arruinarla por lo accidental en ella; y pensando hacer guerra a la verdad, hicieron más cautos y reportados a los que la profesan y administran. Empeñados también en mejorar a los hombres (según ellos decían), se hicieron jueces del poder, llamaron a su orgulloso y ridículo tribunal la conducta de los soberanos, examinaron sus leyes, cavilaron sobre sus miras y designios, y combatiendo casi siempre lo justo y bueno, dieron tal vez a conocer los defectos de algunos gobiernos, los perjuicios que trae consigo el abuso excesivo de la autoridad, las causas que embarazan la prosperidad pública, lo inútil o injusto de muchas guerras, y las relaciones recíprocas que debe haber entre los que gobiernan y los que son gobernados. No diré yo que sean laudables ni los fines que se propusieron en el examen de estos asuntos, ni el modo con que lo ejecutaron. Quisieron constituirse en oráculos del género humano, y trataban de reducirle al desenfrenado despotismo de sus ideas para atraer así la autoridad que no podían adquirir por medios legítimos. La temeridad guió por lo común sus plumas y, con ferocidad impaciente, haciendo un triste uso de su talentos, no trabajaban sino en sustituir nuevos errores a las verdades o errores que combatían. Pero a pesar de la enormidad de estos vicios no puede negarse que los asuntos que ventilaron estos filósofos suscitaron la afición a esta filosofía moral pública o de las naciones que retrata, no los hombres en singular, sino las sociedades de los hombres; no las virtudes o vicios de los individuos, sino la excelencia o defectos de los gobiernos; no las relaciones del hombre con el hombre, sino las de los estados con los estados; no la economía doméstica de una familia, sino la administración económica de una república o monarquía, ni la industria o comercio de un ciudadano, sino la industria o comercio de muchas provincias sujetas a la dirección de una suprema autoridad; no la conducta que privadamente debe observar cada individuo del estado, sino la que deben observar las comunidades que resultan de estos individuos, y por consiguiente el conocimiento de los intereses de cada una para que la suprema autoridad las dé el impulso y las modificaciones convenientes. La antigüedad (no hay duda) tuvo extenso conocimiento de estas materias, y no sólo le tuvo sino que sobre ellas creó la ciencia de la política, en cuya enseñanza emplearon tantos y tan excelentes libros Platón, Aristóteles, Jenofonte, Cicerón, Plutarco y otros innumerables, de quienes queda hoy sólo la memoria de que escribieron. En los libros que se han salvado de la persecución del tiempo y de las naciones bárbaras, vemos examinada con gran penetración la naturaleza de los gobiernos de aquellos tiempos, notados sus defectos, ponderadas sus excelencias, señalados los medios de perfeccionarlos, indicadas las causas de su engrandecimiento o ruina; y en los buenos historiadores vemos la práctica de estas especulaciones, con más o menos candor, más o menos malignidad según el genio de los escritores.

     La ruina de las letras que lo confundió todo en la barbarie escolástica de los siglos medios, oscureció por largo tiempo estas ideas de la ciencia pública o moral de las naciones, y cuando después de los días del Petrarca comenzó la restauración de la cultura y buen gusto, embebecidos casi todos los doctos en las puras humanidades, queriendo escribir, no hicieron más que copiar o imitar servilmente no tanto las cosas como el estilo de los antiguos. Se escribieron historias sembradas acá y allá de observaciones singulares, muchas veces parciales y malignas, sobre las intenciones de los príncipes, sobre la injusticia o iniquidad de los medios para ejecutarlas, sobre sus empresas, negociaciones, alianzas, guerras, paces y tratados, sobre las rebeliones de los súbditos, guerras civiles, sus causas y objetos. Pero vanamente se buscará en estas historias la exposición de las costumbres, leyes, economía, saber y estado interior de las naciones; vanamente los orígenes, progresos y alteraciones de la legislación, artes, comercio y poder o decadencia de cada una; vanamente la advertencia de los defectos o vicios de la constitución pública y sus causas; vanamente el modo de pensar de los pueblos en las épocas de que hablan, teniendo esto tanto influjo en las modificaciones que reciben los estados en distintos siglos. El orden con que se dieron las batallas, la narración puntual de los sitios, día por día, hora por hora; las marchas y contramarchas de los generales, siguiéndolos el historiador con la pluma como si fuera detrás de ellos en la campaña; los consejos de los caudillos, sus oraciones, razonamientos y diversos modos de opinar; los campamentos, escaramuzas, y demás incidentes de la guerra, referidos por menudo y circunstanciadamente, se llevan la mayor parte de los grandes cuerpos de estas historias que pudieran muy bien ponerse en parangón con los libros de caballería, tanto por la calidad de los sujetos como por el efecto que producen en los lectores. Pero no siendo las guerras otra cosa que una enfermedad de los estados, tolerable en cuanto contribuye a que estos estados logren mayor prosperidad, o no decaigan en sus intereses, es ciertamente un manifiesto error reducir las historias a la amplia y menuda narración de estas dolencias públicas, tocando muy ligeramente u olvidando del todo la narración y observación de los institutos y medios, que forman por sí la constitución general de las naciones y ocasionan su miseria o felicidad según se yerra o se acierta en ellos. La historia de un conquistador de por vida, o de una nación que se engrandece a fuerza de usurpaciones o conquistas ilegítimas, sin omitir la parte política y económica esencial en toda historia, puede y debe detenerse en referir con individualidad los progresos de las armas y las empresas de los ejércitos. Tal vez ocurren guerras que por lo extraordinario piden de justicia que se conserven circunstanciadamente en la memoria de los hombres, y son un buen ejemplo nuestras conquistas en el Nuevo Mundo. Pero atenerse a ellas con singularidad, sin manifestar las grandes mudanzas que ocasionaron en las provincias conquistadas, en las conquistadoras, y por el influjo de éstas en las circunvecinas, es más bien escribir para lucir la elocuencia con descripciones pomposas que para instruir a los hombres públicos en lo que deben saber, a fin de que conozcan el estado e intereses de su patria y de las ajenas, según conviene al desempeño de sus cargos. La historia de la religión, de la legislación, de la economía interior, de la navegación, del comercio, de las ciencias y artes, de las mudanzas y turbulencias intestinas, de las relaciones con los demás pueblos, de los usos y modo de pensar de éstos en diferentes tiempos, de las costumbres e inclinaciones de los monarcas, de sus guerras, pérdidas y conquistas, y del influjo que en diversas épocas tiene todo este cúmulo de cosas en la prosperidad o infelicidad de las sociedades civiles, es propiamente la historia de las naciones. Y atando ahora el cabo que quedó antes pendiente, es menester confesar que este género de historias no ha sido practicado en Europa desde que murió Tácito, hasta que los filósofos de estos últimos tiempos le han restaurado en las que han escrito. Hay en ellos malignidad, hay miras particulares, parcialidad, petulancia, detracción, desahogo, muchos hechos adulterados y torcidos inicuamente al apoyo de sus opiniones políticas o filosóficas; calladas o degradadas las virtudes, ponderados con demasía los vicios, denigrados reyes, si no buenos, no malos del todo, por levísimas conjeturas; los retratos de las personas célebres representados casi siempre por el reverso de la fragilidad humana. Pero en cuanto a la forma general de la historia, y a lo que en ella debe llevarse la principal atención, han dado ejemplos muy notables para que, evitando sus vicios, se escriba la historia de modo que pueda ser con verdad la escuela de los reyes y la maestra de la vida civil. Un rey o un ministro que lea las causas que engrandecieron su nación, las que la arruinaron, los medios que en todos tiempos tomaron otras naciones para debilitarla, los que tomaron sus antecesores para sostenerla, o los descuidos y errores que cometieron con pérdida de su gloria y de sus intereses; los motivos que influyeron en la legislación sucesivamente, los abusos que la ignorancia o el descuido introdujeron y autorizaron en la economía y constitución interior, sabrá sin duda qué ha de coartar, qué ha de promover, qué ha de moderar, qué ha de alterar, qué ha de corregir y a qué ha de atender dentro y fuera de sus estados. El pueblo mismo, leyendo historias de esta calidad, abrirá los ojos para lo que le conviene, y no sólo recibirá de buena gana las providencias del soberano, sino que él por sí mismo inclinará también sus costumbres hacia la parte de su utilidad. Y historias de esta especie, ¿se han escrito hasta ahora en España?

     Convengamos ante todo cosas en que los tiempos anteriores a la invasión de los godos no pueden recibir enteramente esta forma de historia. Dijo bien Ambrosio de Morales que nuestra historia del tiempo de los romanos es propiamente historia romana. Livio, Floro y Apiano, que son los que con mayor abundancia han referido lo que en aquellos siglos acaeció en nuestra península, cuentan solamente batallas, conquistas y generalatos, la fundación de algunas colonias, y las empresas particulares de algunos pueblos o caudillos. Del gobierno político de los españoles se sabe muy poco y con incertidumbre. Sin embargo, nuestra legislación, esclavizada aún en gran parte a los códigos o compilaciones romanas, hace muy precisa la investigación del estado de España en los últimos tercios del imperio; y en esta época cabe alguna más luz sin duda, aunque en nuestros historiadores no se halla tanta como se necesita para conocer el estado de las cosas públicas en aquellos tiempos. La irrupción de los septentrionales lo turbó todo; fijaron los godos su dominación en España, hicieron leyes, celebraron concilios, y siendo de necesidad absoluta saber qué restos quedan hoy en nuestras costumbres y leyes de las de aquellos tiempos, qué forma tenía entonces la disciplina eclesiástica, qué poseía el clero y qué se le permitía poseer, qué dependencia tenía España de Roma, cómo se obraba en los concilios, cómo se propagaron las Órdenes monásticas y otros puntos importantísimos cuyo conocimiento es indispensable para distinguir bien muchos abusos, autorizados aun hoy por el olvido de sus orígenes, es poquísimo lo que se halla de esto en nuestras historias, y si algo se halla es no sólo sin sistema trabado y sucesivo, pero inclinado tal vez a la parte piadosa, como si los derechos de los príncipes no se derivasen de Dios de la misma suerte que los eclesiásticos, y como si la ignorancia de siglos medio bárbaros pudiese autorizar lo que repugna a la razón y tal vez a la religión misma.

     Pero donde especialmente abundan nuestras historias en grandes cuentos de batallas y en poquísimas noticias de las cosas públicas, es en la que llaman los anticuarios «Edad Media». Entonces fue cuando Roma empezó a dar y quitar coronas, cuando su curia se apoderó de todos los derechos de la cristiandad; cuando los padres empezaron a mantener ejércitos y a hacer guerra a los príncipes; cuando los obispos mandaban las batallas, y ellos y muchos abades y priores se hicieron señores de vasallos, cuando la religión, ahogada en una multitud innumerable de abusos, logró grandes riquezas en los templos y poquísima virtud en los hombres, cuando la victoria se celebraba con la fundación de un convento, y la donación de un feudo, cuando la especie humana de Europa no se componía sino de cuatro clases, señores, esclavos, eclesiásticos y soldados; cuando cada ciudad poseía su código de leyes y las daba a los soberanos; cuando los judíos, abominados y execrados, recaudaban no obstante la hacienda de los reyes, cuidaban de su salud, y tiranizaban a los mismos cristianos que abominaban; cuando una cuestión de metafísica turbaba una nación cristiana, y entre tanto poseían los moros las ciencias y las artes prácticas; cuando se creía en la magia y los sortilegios; cuando los grandes pleitos se decidían en la lid; cuando para averiguar la inocencia o criminalidad de los acusados se acudía a pruebas milagrosas; cuando todo se creía milagro o encantamiento; cuando las cruzadas despoblaban a Europa; cuando apareció la caballería militar, y con ella los duelos, la galantería, el falso pundonor, etc... Es excusado hacer una larga enumeración de las extrañas costumbres de aquellos tiempos, supuesto que no formo aquí un plan de historia. Pero volviendo la vista a las nuestras, si se pone la consideración en el grande influjo que muchas de estas cosas han tenido en nuestro estado actual; que nuestras leyes civiles y eclesiásticas son casi todas acomodadas al estado, usos y opiniones de aquellos tiempos; que en la credulidad pública duran aun reliquias muy funestas de ellos, que nuestra economía se resiente aún por muchas partes de lo que entonces establecieron las urgencias de una edad guerrera; que nuestras ciencias no han sacudido todavía el yugo de los métodos del siglo XI; que la idea de la nobleza, derivada de aquellos tiempos caballerescos, influye aún mucho en el atraso de nuestras artes, y en la manía de eternizar los apellidos con fundaciones que fomentan y mantienen el ocio; si se pone, digo, la consideración en estas y otras muchas consecuencias que estamos todavía padeciendo, se hallará que nuestras historias nada enseñan de esto, o si enseñan algo es para autorizar en parte los abusos, si bien son dignos sus escritores de que se les trate, no sólo con indulgencia, pero con disculpa, porque en su edad se pensaba así, y era difícil desprenderse de opiniones que estaban altamente arraigadas en la misma constitución pública. Si a alguna nación de Europa le importa poseer un cuadro político de aquellos siglos de anarquía, es España indudablemente la que tiene más necesidad de él. Nos duran aún muchos restos de la Edad Media; y poniendo a la vista cómo nacieron, cómo crecieron y cómo se radicaron, tal vez se lograría desengañar a muchos que por ver lo que hoy existe y no saber cómo se originó, creen buenamente ser precisas y útiles muchas cosas cuyo establecimiento no nació de la utilidad ni de la necesidad.

     Diversas reflexiones ofrece la memorable época en que unidos los reinos de Aragón y Castilla por el matrimonio de Fernando el Católico y Doña Isabel, comenzó España a hacerse formidable a las demás potencias de Europa. La gloria de aquel príncipe no es bien vista entre los extranjeros. Táchanle de pérfido, de avaro, de ingrato, de cruel, y aun de poco político, porque se apoderó de Navarra, porque economizó sus rentas, porque retiró al Gran Capitán, y porque fundó la Inquisición y echó de España a los judíos. Pero lo cierto es que en el arte de reinar, si consiste este arte en hacer felices a los súbditos y respetable el poder, son pocos los príncipes que le han igualado. La toma de Granada, las conquistas de Nápoles y Navarra, el recobro del Rosellón, la incorporación de los maestrazgos a la Corona, el ministerio del cardenal Jiménez, el descubrimiento de América, la reducción de Cádiz, el patrimonio real, el enfreno del desmedido poder de los ricos hombres, las conquistas hechas en África, la nueva forma que recibió el arte militar por el Gran Capitán y su discípulo Pedro Navarro, sus leyes, sus negociaciones, y la mudanza sensible que bajo su gobierno hubo en las costumbres, en las ciencias y en la administración pública, obligan siempre a reconocer en aquel gran rey uno de aquéllos pocos que han nacido para fundar la grandeza y prosperidad de las monarquías. España empezó en su tiempo a dejar de ser lo que había sido en los anteriores; él abrió los surcos y echó la semilla de aquella época gloriosa que lograron sus dos sucesores Carlos y Felipe, que si supieran imitarle en la prudencia y en saberse detener en lo conveniente, hubieran hecho tal vez más durable el imperio que les dejó delineado y labrado en parte. Pocos reyes han sabido como él aumentar su autoridad para aumentar la libertad de sus súbditos. Pocas veces salieron vanos sus designios, por la elección que supo hacer de las personas que habían de ejecutarlos. Manejó diestramente el poder de los papas, ilimitado aún entonces, para sacar partidos de las opiniones de su siglo. Puso en orden su patrimonio, siempre con pretextos honestos, por no exasperar a los que le desmembraban. Fue desconfiado y doctísimo en el arte de disimular, propiedades que suelen ser virtudes en los reyes, cuando las practican con fines justos. En sus días se hizo culta España, rica, poderosa, industriosa, y respetada en todo el Occidente. Época en verdad memorable, y que entre nuestros mejores políticos merece la principal atención para enseñar a los reyes su arduo ministerio. El reinado de este príncipe debe obtener en la historia el mismo lugar que obtienen en las pinturas aquellos matices o medias tintas que dan tránsito, por una graduación delicada, para pasar de un color oscuro a otro muy vivo y resplandeciente. Su tiempo participó algo de la oscuridad y rudeza de los anteriores, y algo más de las luces y grandeza de los que le sucedieron. Después de él, hizo España el principal papel en Europa por más de un siglo, y dilató sus dominios a una extensión increíble, sin hacer más que seguir los rumbos y derroteros que dejó señalados su profunda política. Su muerte puso el cetro en las manos de una Casa extranjera, y esta Casa, asustando a Europa, y poniéndola en arma para resistir la fortuna de sus ejércitos o, como creían los demás príncipes, las pretensiones de los austríacos a la monarquía universal, produjo en el gobierno de Occidente una revolución tan notable, y al fin tan desgraciada para España, que ella por sí debe hacer un miembro separado en nuestra historia; miembro mezclado de grandeza y de miseria, de ciencia y de barbarie, de riqueza y de penuria, de religión y de superstición, de conquista y de pérdidas irreparables, de marañas políticas sostenidas con todo el arte de las cortes más tramoyeras, y de sucesos fatales para la felicidad de los pueblos por los conatos en efectuar estas mismas marañas; hasta que agotado el erario, y debilitado el reino por una serie funesta de errores y de infortunios, pasó a la Casa reinante que empezó a restaurar su prosperidad interior y su autoridad externa. Este período, pues, merece lugar separado y aun, quizá, es su conocimiento individual el que importa más a nuestros intereses presentes, por los motivos que tocaré después.

     Y volviendo ahora al objeto de este capítulo ¿dónde tiene España una historia que retrate al vivo el estado político de sus reinos en sus diversas épocas? ¿En cuál de ellas se puede aprender la constitución nacional, las varias alteraciones que ésta ha padecido, la serie de sus progresos, y las distintas formas que han ido tomando los institutos públicos con la concurrencia de causas y motivos, casuales o estudiados, que los han alterado o modificado? Hallamos en verdad en todas las fechas de los concilios y de las cortes, y los nombres de los que asistieron a estas asambleas, pero nada se reflexiona sobre los motivos que las ocasionaron, ni sobre los efectos que produjeron, vemos las épocas de nuestros códigos, pero hasta llegar a estas épocas (que se notan ligeramente, y como por modo de episodio), apenas se halla noticia que pueda contribuir al conocimiento de la administración interior, sus progresos, aumentos y mutaciones. Las costumbres, usos, comercio, artes, ciencias y demás ramos en que se echa de ver la cultura o barbarie de los pueblos, se omiten en gracia de los combates, derrotas, sitios y marchas de ejércitos que, por lo común, se refieren con gran puntualidad, colocando la gloria y el heroísmo no en los ejemplos de buen gobierno, sino en la mortandad del mayor número de hombres. Se copian donaciones de monasterios, privilegios a próceres, exenciones de señoríos, sin detenerse a indicar de qué modo influían estas cosas en la constitución pública, y qué opiniones, urgencias o caprichos las ocasionaban. Se tejen largas listas de genealogías, matrimonios, enlaces de casas, discordias y guerrillas entre los ricos-hombres, y como las historias carecen de aquel sistema de unidad que debe encaminar todas las líneas al centro común, que es la manifestación del estado de las sociedades en cada época, suelen estas cosas dar materia a una reflexión suelta, sin referirse al conocimiento del todo. Cuando nuestros historiadores escribieron, se tenía de la historia una idea muy distinta de la que se tiene hoy. Duraban aún ciertas preocupaciones sobre la gloria, el honor, la nobleza, las letras, la piedad, y no se sabía que un cuerpo histórico debe ser la copia fiel y el retrato puntual del cuerpo político de que trata el sistema completo de los gobiernos, y la pintura exacta de lo que han sido los hombres en estas grandes sociedades que se llaman repúblicas o monarquías. Tengo por muy cierto que si un Morales, un Mariana, un Herrera, hubieran alcanzado esta edad, facilitándoles materiales y auxilios en abundancia, y defendiéndolos de las persecuciones que sufre la verdad de parte de los que viven a costa del engaño o error ajeno, hubieran dado o darían historias superiores a cuantas de este género posee hoy Europa, así como se aventajaron en su tiempo a cuantos historiadores produjo ésta en los demás reinos. Es difícil, no hay duda, que sean frecuentes los talentos de esta especie; pero si a la escasez de la naturaleza en la producción de estos grandes hombres, se juntan dificultades y obstáculos para que no sen conocidos y empleados los pocos que produce, entonces puede darse por perdido el ramo en que se verifique esta complicación. Así que, si se ha de escribir la historia, es menester que haya quien la escriba con suficiente autoridad, para vivir salvo de los riesgos y persecuciones; y si se ha de escribir útilmente, es menester que, facilitando al historiador apto los materiales y auxilios convenientes, la escriba de modo que sea verdaderamente la maestra de la vida, es decir la escuela donde representados los progresos de la sociedad civil, aprendan los reyes y hombres públicos a mejorarla, y los pueblos a abrazar sus mejoras.

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