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ArribaAbajo- III -

El cuerpo humano en el «Corpus hippocraticum»


Dos conceptos elaborados por los filósofos presocráticos, el de phýsis (naturaleza) y -conexo con él- el de tékhnē (arte, técnica), dieron fundamento intelectual a la obra médica de los autores del Corpus hippocraticum; y aunque la intención últimamente pragmática de su saber -el conocimiento y la curación de las enfermedades- orientase de ordinario hacia la tékhnē iatrikē o arte de curar la expresión de su antropología, no dejaron de utilizar y desarrollar otras ideas generales de la physiología presocrática. Más aún: algunos, como el autor del escrito Sobre la naturaleza del hombre, piensan que son los médicos y no los filósofos quienes en verdad pueden opinar acerca de ella, y otros -dice el de Sobre la medicina antigua- hasta se han apartado de la tékhnē iatrikē para lanzarse a la especulación filosófica. Pero, movidos casi siempre por su oficio, su saber antropológico fue ante todo iatrocéntrico, centrado por la medicina. Salvo en un reducido número de escritos, como Sobre las carnes y -sólo en parte- Sobre la naturaleza del hombre, la colección hipocrática es obra de médicos y para médicos, no de filósofos de la naturaleza. La íntegra recepción y el ulterior desarrollo de la physiología presocrática con mente estrictamente filosófica quedaba reservada a Platón y Aristóteles, a éste muy en primer término.

Dando convencional unidad sistemática a los saberes anatomofisiológicos contenidos en los escritos de la colección hipocrática, expondré sinópticamente lo que a mi juicio constituye su torso5. Cinco temas principales deben ser discernidos:

  • Génesis;
  • Condición microcósmica;
  • Estequiología;
  • Morfología; y,
  • Dinámica.

ArribaAbajoA) Génesis de la phýsis humana

Como en esbozo lo había sido la presocrática, la antropología hipocrática es el capítulo antropológico de una biología comparada; por tanto, el conocimiento de la phýsis humana dentro de la physiología de los seres vivientes y de ésta dentro de la physiología general o cosmología. Y puesto que la nota más radical y significativa del término phýsis es su referencia al nacer y el crecer, a la génesis, las ideas acerca de ésta deberán iniciar la exposición sistemática de lo que sobre el cuerpo humano, manifestación primaria de la phýsis del hombre, pensaron los médicos hipocráticos.

Sólo en dos escritos de la colección, Sobre la dieta y Sobre las carnes, se alude explícitamente a la formación del cuerpo humano en el proceso de la phýsis universal. Lo poco que aquél dice es un sumarísimo compendio sincrético de las ideas de Empédocles y Anaxágoras. Como las restantes formas animales, la forma humana (anthrōpinē idea) sería el resultado de una combinación de elementos movidos a impulsos de la divina forzosidad (anánkē theíē) que gobierna los movimientos cósmicos. Más pormenorizada y extensa es la descripción de Sobre las carnes. Apoyado en Heráclito, y tal vez en Arquelao y Empédocles, su autor explica a su modo la génesis de los primeros seres vivientes. Bajo la acción del calor, la mezcla de los elementos sufrió «putrefacciones» (sēpedonas) que dieron lugar a la producción de «lo grasiento» (tò liparón) y «lo coloideo» (tò kollōdes), y como consecuencia a la formación de «membranas» o «cubiertas» (khitōnas). Tal sería el punto de partida de la doctrina morfogenética de este autor en la cual, como bien se advierte, osadamente se mezclaron la imaginación y el esquematismo.

Con mayor frecuencia aparecen en el Corpus hippocraticum ideas acerca de la ontogénesis, procedentes de las que ya habían elaborado los pensadores presocráticos o suscitadas por la reflexión acerca de los datos que la experiencia médica ofreciera.

Origen netamente presocrático tiene la concepción hipocrática de la espermatogénesis y la fecundación. La teoría encéfalo-mielógena puede entreverse en los escritos Sobre los aires, las aguas y los lugares (L. II, 78) y Sobre la generación (L. VII, 472), pero es mucho más clara y frecuente la apelación a la doctrina de la pangénesis; así en Sobre los aires, las aguas y los lugares (L. II, 60), Sobre la enfermedad sagrada (L. VI, 364) y Sobre la generación (L. VII, 470, 474 y 496). La teoría hematógena no parece haber sido conocida o aceptada por los médicos hipocráticos.

De uno u otro modo formadas, las semillas masculina y femenina se mezclan entre sí en el coito fecundante y dan lugar al embrión (Sobre la dieta, L. VI, 480, y Sobre la generación, L. VII, 476 y 486). En el conjunto unitario que forman este último escrito y Sobre la naturaleza del niño es tratado con cierta amplitud y sobra de imaginación el proceso de la embriogénesis, cuyo punto de partida sería la llegada de aire a la mezcla de las dos semillas -a ello proveería la respiración de la madre- y la formación del neuma, por obra del calor uterino, en el seno de aquélla. El crecimiento por asimilación de lo semejante, el endurecimiento por obra del calor y la tendencia a la ramificación -los miembros se formarían como las ramas de los árboles- son para este autor los mecanismos esenciales de la embriogénesis; y la observación de la realidad -examen de huevos incubados, germinación de las semillas vegetales-, la práctica de algún tosco experimento y la osada referencia analógica de lo observado a lo que acontece en el seno del organismo, los principales recursos metódicos para la descripción del proceso embriogenético.

Procedencia presocrática tienen también la explicación hipocrática de la determinación del sexo (el antes mencionado «mecanismo de la epikráteia»), la atribución del carácter masculino al lado derecho y de carácter femenino al izquierdo y las ideas acerca de la transmisión de los caracteres hereditarios.




ArribaAbajoB) Macrocosmos y microcosmos

En el apartado precedente consigné el papel del escrito Sobre las hebdómadas en la helenización de la idea microcósmica del cuerpo humano, e hice ver las líneas esenciales de su difusión en el seno de la cultura griega. A través de ésta, la visión del hombre como microcosmos será nota casi constante de la antropología occidental. Pero, puesto que el modo de entender la semejanza entre el macrocosmos y el microcosmos no ha sido siempre el mismo, no será inoportuno exponer el cuadro de las diversas líneas esquemáticas en la interpretación de esa semejanza. Helo aquí.


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1. Paralelismo configurativo entre el macrocosmos y el microcosmos:

  1. Paralelismo en la configuración estática: el microcosmos imita la figura visible del macrocosmos;
  2. Paralelismo en la configuración dinámica: el curso temporal de los movimientos del microcosmos es copia o efecto del curso temporal de los movimientos del macrocosmos;
  3. Paralelismo cruzado: el número de ciertas partes del cuerpo humano (huesos, músculos, cubiertas, etc.) equivale al número que mide un determinado ciclo en el movimiento del universo.



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2. Paralelismo entitativo entre el macrocosmos y el microcosmos:

  1. Simultánea presencia en el microcosmos de todos los modos de ser existentes en el macrocosmos; simultaneidad que puede darse por asunción ontológica (el modo de ser del animal asume los modos de ser inferiores, el vegetal y el mineral: antropología de Aristóteles) o por mera superposición (coexistencia estratificada de los distintos modos de ser: antropología de Bichat).
  2. Presencia sucesiva en el microcosmos de todos los modos de ser existentes en el macrocosmos (la ontogenia como recapitulación de la cosmogenia y la filogenia: antropología del evolucionismo haeckeliano).

El paralelismo macrocosmos-microcosmos expuesto en Sobre las hebdómadas es preponderantemente configurativo: la piel copia al firmamento, el calor corporal al Sol, el diafragma a la Luna, el neuma al aire, los huesos, la carne, el cerebro y la médula, a la tierra. Aún es más clara la relación figural en la correspondencia que ese escrito establece entre las regiones del orbe próximas al autor (el Peloponeso. el Istmo, el Bósforo, la costa jónica) y diversas partes del cuerpo. Mas también carácter dinámico posee el paralelismo: vigencia universal del número siete, ritmo de las estaciones y de la vida orgánica (L. VIII, 639 y sigs.).

Más compleja es la renovada visión del cuerpo humano como apomímēsis tou hólou o «copia del todo» que ofrece el escrito Sobre la dieta (L. VI, 474 y sigs.). Quien sepa contemplar el mundo con los ojos y la inteligencia, dice su autor, entenderá la correspondencia entre las partes del cosmos y las del cuerpo (firmamento-piel, mar-vientre, tierra-estómago y pulmón, etc.) y descubrirá que la dinámica universal del fuego está sometida a tres circuitos o revoluciones (períodoi) concéntricamente ordenados, uno exterior (piel-astros), otro intermedio (Sol-corazón) y otro interior (¿Luna-peritoneo, como propone Kranz, o Luna-diafragma, como sugiere Joly?). La versión de la doctrina del microcosmos que ofrece Sobre la dieta acentúa, pues, el carácter dinámico del paralelismo: lo verdaderamente esencial de éste sería la correspondencia entre los ritmos del universo y los del cuerpo, presididos ambos por la ley del número.

Sería un error, sin embargo, pensar que sólo esos dos escritos del Corpus manifiestan la adscripción de los médicos hipocráticos a la concepción microcósmica del cuerpo humano. Una lectura atenta de la colección hace ver que multitud de las ideas en ella expuestas, tanto las de orden fisiológico como las de carácter clínico y patológico, en esa doctrina tienen su origen. No cabe la duda: explícita o implícitamente, la antropología del Corpus hippocraticum se halla traspasada por la visión microcósmica del hombre.






ArribaAbajoC) Estequiología

Como el resto de los sabios griegos, desde los presocráticos hasta Galeno, los médicos hipocráticos no distinguieron entre la ciencia de la estructura del cuerpo (nuestra anatomía) y la de su actividad funcional (nuestra fisiología). Para todos ellos, la realidad física del hombre, su phýsis, a la cual pertenecen tanto su sōma como su psykhē, se manifestaría unitaria y simultáneamente en su eidos, en su figura externa e interna y en las acciones (energéiai) que resultan de la actualización de las dynámeis o potencias de aquélla. Él estómago es estómago, valga este ejemplo, poniendo en acto su capacidad para digerir (su dýnamis propia) conforme a lo que pide la peculiaridad de su eidos (su figura y su estructura). Ello, sin embargo, no es obstáculo para estudiar la idea hipocrática del cuerpo humano distinguiendo convencional y metódicamente su composición elemental, su figura visible y su actividad funcional.

Aun cuando la palabra stoikheion, «elemento», sólo una vez, y no con sentido cosmológico, aparece en el Corpus hippocraticum (L. VIII, 444), en él hay, diversamente configurada, una estequiología del cuerpo humano tácita o expresamente fundada en la estequiología cosmológica de los presocráticos y enderezada, como ella, a la resolución de un grave problema intelectual: la necesidad de conciliar la diversa apariencia de las partes del cuerpo humano -la piel, el ojo, el corazón, etc.- con el carácter fundamental y unitario de la phýsis, tanto la universal (koinē phýsis apántōn, naturaleza común de todas las cosas), como la propia de cada cosa particular (idíē phýsis ekastou), según la sentencia del autor de Sobre las epidemias I (L. II, 670). Pues bien: siguiendo la enseñanza y el proceder mental de los physiológoi, los autores hipocráticos resolvieron ese problema aceptando de vario modo la realidad de los stoikheia o «elementos primarios» de la cosmología presocrática y añadiendo a ellos los «elementos secundarios» o biológicos -stoikheia llamará Galeno a los humores- que inmediatamente constituyen la phýsis animal.

Fieles a la serie cuaternaria de Empédocles -agua, aire, tierra y fuego- o reduciendo a dos o a uno el número de los elementos que la componen, a ella es a la que más frecuentemente recurren los autores hipocráticos. Pero no se entendería acabadamente el pensamiento de su conjunto si no se advirtiese que algunos de ellos consideran como elemento primario o cosmológico no la elemental realidad material de la tierra o el fuego, tal y como Empédocles la entiende, sino las dynámeis elementales -lo caliente, lo húmedo, etc.- que rigen la actividad del cuerpo viviente. Por lo menos, sólo a ellas aluden de manera expresa. Junto a una estequiología material, en el Corpus hippocraticum hay una estequiología dinámica, una visión del cuerpo en el que el stoikheion es la dýnamis elemental.

Designados con nombres distintos (khymós, zumo; ta éonta, los entes, las cosas que son; tò hygrón, lo húmedo, lo líquido; ikmás, la humedad; ikhōr, líquido claro, o hydōr, líquido, agua), los elementos secundarios de que con más frecuencia se habla en el Corpus hippocraticum son los humores. Es cierto que en él hay autores adscritos a una estequiología neumática y solidista, como el de Sobre las carnes y el de Sobre las ventosidades, y que en consecuencia ven el cuerpo como una masa sólida o semisólida perforada por los canales (póroi) que sirven de cauce al neuma; pero, expuesta con extensión y precisión muy diversas, la concepción humoral de la estequiología es la dominante entre los médicos hipocráticos, sean coicos o cnidios, y la que, sistematizada por Galeno, de modo más influyente va a pasar a la medicina medieval. Los escritos Sobre la naturaleza del hombre y Sobre los humores son los que con mayor claridad y mejor sistema exponen la primitiva doctrina humoral.

Hipocráticamente entendido, un humor es una sustancia fluida o semisólida, compuesta por la mezcla en varia proporción de los elementos primarios, capaz de mezclarse, a su vez, con los restantes humores, y nunca descompuesta -al menos, cuando no son patológicos los procesos orgánicos- en los elementos primarios que la constituyen. Tal es la razón por la cual Galeno llamará stoikheia a los humores. La mezcla de ellos (krásis) y la distinta proporción de cada uno son el fundamento de la peculiaridad anatómica y funcional del cuerpo en su conjunto y de cada una de sus partes; y es así porque en el humor se ve el sustrato material de las dynámeis que resulta de combinarse y unificarse las cualidades de los elementos primarios que lo componen: la sangre es caliente y húmeda, la pituita, húmeda y fría, la bilis amarilla, caliente y seca, y la bilis negra, seca y fría, porque en ellas predominan de diverso modo o son de modo diverso deficientes el agua, el fuego, el aire y la tierra.

Sería craso error confundir el humor-elemento con alguno de los líquidos orgánicos empíricamente observables. La sangre que brota de una vena al incidirla es un líquido orgánico complejo, en cuya composición entran los cuatro humores elementales, aunque con notorio predominio de la sangre-elemento; y otro tanto debe decirse de la pituita que fluye de la nariz, de la bilis amarilla que contiene la vesícula biliar y de la bilis negra almacenada en el interior del bazo. Así podrían explicarse de manera racional las diferencias existentes entre los varios aspectos con que al médico se presentan la sangre venosa, la pituita nasal y las dos especies de la bilis empíricamente observables.

Según la enumeración canónica, más tarde consagrada por la tradición, los humores del cuerpo animal son los cuatro antes mencionados, sangre (haima), pituita (phlégma), bilis amarilla (xanthē kholē) y bilis negra o melancolía (mélaina kholē); mas, como ya apunté, varios de los escritos que siguen la doctrina humoral nombran sólo tres (pituita, bilis y sangre) o sólo dos (pituita y bilis) de los que figuran en esa serie cuaternaria, e incluso hay otros en los cuales el humor bilis negra es sustituido por el agua, entendida ahora como humor elemental. Diversidad esta que tal vez deba ser diacrónicamente interpretada: a un primitivo esquema diádico (bilis amarilla y pituita) se habrían añadido sucesivamente la sangre y la bilis negra.

Discrepan las opiniones en cuanto al origen de la teoría humoral. ¿Procedía ésta de la observación directa de la realidad, como sugieren los muchos textos en que son descritas la coagulación y las alteraciones patológicas de la sangre, entre ellas la crusta philogistica, y como tan taxativamente se afirma en Sobre la naturaleza del hombre? ¿Debe ser vista como un calco humoral de los cuatro elementos de Empédocles, como supuso Fredrich? ¿Fue la configuración helénica de un primitivo arquetipo cosmológico indoeuropeo, raíz asimismo de la doctrina india de los tres dhâtu y los tres dosa? La cuestión no está definitivamente resuelta. Tal vez todas estas hipótesis tengan una parte de verdad.




ArribaAbajoD) Eidología

Llamo ahora eidología al conocimiento científico de la forma humana, en cuanto ésta es aprehendida por la visión directa del cuerpo en su conjunto y de sus partes externas e internas.


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1. A diferencia de los griegos homéricos, que veían con sus ojos la totalidad del cuerpo, pero no la percibían mentalmente, los physiológoi presocráticos y los médicos hipocráticos vieron, percibieron y expresaron esa al parecer no tan obvia totalidad. Las referencias a ella se hacen patentes en diversas y muy frecuentes expresiones de los escritos del Corpus: holon tò sōma, pan tò sōma, amphi tò sōma; lo cual no es sólo consecuencia de la necesidad diagnóstica y terapéutica de integrar en el todo del cuerpo lo que se observa en alguna de sus partes, es también expresión de una conceptuación filosófico-natural del cuerpo humano, en tanto que cuerpo viviente (L. VI, 276). Hasta un curioso neologismo, holomeliēs, «totimembridad», posesión integral de los diversos miembros, nació de tal necesidad intelectual (L. VIII, 556 y 560, y IX, 106).

En la visión del cuerpo como un todo tiene su fundamento empírico la biotipología hipocrática: la más o menos metódica distinción de las distintas formas típicas que presenta la figura del hombre -y por tanto su phýsis- según los sexos, las edades, los tipos temperamentales y las razas. La teoría humoral -o la concepción solidista y neumática de la estequiologia, en los escritos que a ella recurren- fue el instrumento mental con que se intentó dar razón científica de esa tipificación.

La varia interpretación de la diferencia entre los dos sexos -calidez y humedad mayores o menores en uno y en otro- aparece en varios escritos: Sobre las glándulas, Enfermedades de las mujeres I, Sobre la naturaleza del niño, Sobre la dieta. En cualquier caso esa diferencia no fue para los hipocráticos absoluta y tajante; humoralmente hablando, no habría «varones puros» y «hembras puras», sino individuos en que predomina la condición viril o la condición femenina (L. VII, 478; y VI, 500). Acerca de la biotipología de las razas puede leerse un significativo apunte en Sobre los aires, las aguas y los lugares. La diferencia somática y temperamental entre los «europeos» y los «asiáticos» se transmite, desde luego, por herencia, pero es principalmente debida, piensa el autor del escrito, a la doble influencia del medio físico y del régimen político: phýsis, la naturaleza del medio, y nómos, el conjunto de los hábitos políticos y sociales, colaborarían en la producción del tipo étnico.

Más importante y más influyente fue la contribución de los médicos hipocráticos a la biotipología de los temperamentos. Como en tantos temas sucede, la disparidad de los escritos acerca de la tipificación empírica (gordos y flacos, fuertes y débiles, piel tensa y seca o laxa y húmeda, etc.) y de la interpretación «fisiológica» (atenimiento a uno u otro esquema de la teoría humoral, referencia exclusiva a la diferencia en las dynámeis o cualidades) es claramente perceptible. Pero sea cual sea la orientación mental del descriptor, en ninguno de los escritos del Corpus puede encontrarse una clasificación tan precisa y acabada de los tipos temperamentales como la que, apoyado en ellos, siglos más tarde ofrecerá Galeno.

Un examen detenido y metódico de la colección hipocrática ha permitido a H. L. Dittmer recoger en su vario conjunto alusiones o descripciones relativas a cinco biotipos: el flemático, el bilioso, el sanguíneo, el melancólico y el esplénico, más o menos precisamente diferenciados por la constitución somática, la actividad corporal, el psiquismo y la propensión mayor o menor al padecimiento de algunas enfermedades. La disparidad entre los diferentes autores es evidente; pero con su respectiva peculiaridad, sus notorias deficiencias y, en ocasiones, su abusiva tendencia a la especulación, los tratados hipocráticos constituyen el primer testimonio histórico de la floreciente disciplina científica que hoy llamamos biotipología.

Al paulatino cambio en el predominio de las cualidades (calidez, sequedad, frialdad y humedad) y a la subyacente mutación en la composición humoral del organismo es referida, también con disparidad, la diferencia entre las varias edades del hombre; siete, cuatro, tres o dos, según los distintos opinantes.




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2. Una y varia en su eidos, la phýsis humana se realiza y manifiesta en las diversas partes (khōrion, lugar; méros, parte; moira, porción; tópos, lugar; splánkhnon, víscera; órganon, órgano; son los nombres de que hacen uso los autores hipocráticos) en que su radical unidad se diversifica. Sería inútil buscar en el Corpus hippocraticum, ni en el conjunto de sus escritos, ni en el que lleva el título de peri anatomēs, «Sobre la anatomía»6, una descripción sistemática de la anatomía humana. Pero, movidos por la necesidad médica de conocer la composición anatómica del cuerpo, casi todos los autores del Corpus han dejado en sus páginas muy abundantes noticias acerca de ella.

Las fuentes del saber anatómico de los hipocráticos fueron la práctica médica y la observación de huesos humanos y cadáveres animales; tal saber «más procede de la tienda del carnicero que de la sala de disección», dice gráficamente R. von Töply. No hay ningún documento que nos permita afirmar la práctica de la disección de cadáveres humanos7. Con todo, la excelente utilización de esas fuentes -con las limitaciones inherentes a ellas y con un empleo apresurado del razonamiento por analogía y de la inferencia inmediata; por ejemplo: admitir la existencia de una comunicación directa entre el intestino y la vejiga urinaria para explicar la poliuria- les permitió dar un paso muy importante hacia la edificación de una anatomía descriptiva.

En mi opinión, los conceptos descriptivos de carácter general quedan reducidos al de skhēma, tal y como aparece en Sobre la medicina antigua. En el sentido que tenía para el griego culto de los siglos V y IV, la palabra skhēma aparece con cierta frecuencia en los textos quirúrgicos para designar la figura exterior o la posición de un miembro fracturado. Pero el autor de ese escrito eleva su dignidad y hace de ella un concepto anatomofisiológico de carácter general: «Llamo skhēmata -escribe- a las (configuraciones) de los (órganos del hombre)»; órganos huecos y anchos, órganos sólidos y redondos, órganos esponjosos y laxos. La función del órgano dependería, por tanto, de la dýnamis correspondiente a su complexión humoral y de la índole de su skhēma (L. I, 630). No parece excesivo ver en este texto la primera piedra de una posible anatomía funcional8.

Poniendo en mi exposición un orden que sería inútil buscar en la colección hipocrática, mostraré sumariamente el saber anatómico en ella contenido:

  • Osteología y artrología.- La estructura de los huesos del cráneo y el trazado de las suturas craneales son bastante bien descritos. Son mencionados los senos frontales, y nombrados o aludidos los huesos de la nariz, el etmoides, el maxilar superior, con su articulación zigomática, y el maxilar inferior, con una sínfisis en el mentón y vasos para los dientes. Es muy sumaria la descripción del raquis, y diversos y erróneos los datos acerca del número de las vértebras, de cuya figura se nombran el cuerpo vertebral y las apófisis espinosas. Se habla de siete costillas verdaderas y varias falsas. La extremidad acromial de la clavícula es concebida como un hueco independiente. Se distinguen varias formas de la articulación: la artrodia, el gínglimo y la sínfisis. Fue conocido el líquido sino vial.
  • Miología.- El músculo (mys) y las partes blandas o «carnes» (sarka) no son siempre bien distinguidos. Son nombrados o sumariamente descritos los músculos temporales, los maseteros, «los del húmero», el deltoides, el pectoral mayor, los flexores de la mano y los dedos, el psoas, los glúteos, el bíceps femoral, los tendones peroneos, el tendón de Aquiles y -sin mayores detalles- los músculos del raquis. El término neuron significa casi siempre tendón y, con menor frecuencia, tubo hueco.
  • Esplancnología.- Difieren considerablemente las descripciones del tubo digestivo. Habría en él dos cavidades o vientres (koilíai), uno para recibir alimentos y otro para expulsar sus residuos (Sobre el arte). Más prolijo es el autor de Sobre la anatomía (vaga distinción entre el intestino delgado, el colon y el recto). En otros escritos son nombrados el yeyuno (néstis), el mesenterio (mesentéron) y el peritoneo (peritónaion), y se habla del hígado, en el que se ve el origen de la sangre, y de la vena porta y el bazo. Sobre las glándulas menciona las amígdalas y los ganglios linfáticos del cuello y del mesenterio.
    • La epiglotis, la tráquea (arteriē) y los bronquios son aceptablemente descritos, aunque la tráquea no sea siempre bien distinguida del esófago, y en los escritos cnidíos -salvo en Enfermedades IV- se afirma que a pesar de la epiglotis va a los órganos torácicos, para refrescarlos, una parte de los líquidos ingeridos. De los pulmones se dice que tienen cinco lóbulos y estructura esponjosa. La conexión vascular entre el corazón y los pulmones es mencionada en Sobre la enfermedad sagrada. El corazón es sumariamente descrito en Sobre la anatomía, y con más detalle en Sobre el corazón. La disposición y la función de las válvulas semilunares quedan muy precisamente consignadas.
    • Menos satisfactorias son las noticias relativas a los vasos (phlébes). El término arteriē, con el que originariamente fueron designados la tráquea y los bronquios, pasó más tarde a nombrar los vasos sanguíneos arteriales. Tres etapas pueden ser discernidas (Littré) en la angiología de los antiguos griegos: la prehipocrática (todos los vasos procederían de la cabeza), la hipocrática (diversa en su configuración y más minuciosa que la anterior, pero llena de graves errores) y, más próxima ya a la realidad, la aristotélica. Los escritos Sobre la enfermedad sagrada, Sobre la naturaleza del hombre y Sobre la naturaleza de los huesos, muy discrepantes entre sí, son los que con más detalle hablan de la configuración del sistema vascular.
    • Del aparato urogenital son nombrados los riñones, la vejiga, los uréteres, las vesículas seminales y los conductos deferentes; y en los escritos ginecológicos, los genitales externos de la mujer, el útero, al que se atribuye figura bicorne, y los ligamentos uterinos.
  • Neurología.- La visión hipocrática del sistema nervioso es deficiente y contradictoria. Fueron conocidas las meninges, una gruesa y otra delgada. La división del cerebro en dos hemisferios es mencionada en Sobre la enfermedad sagrada, cuyo autor, aunque sin nombrar a Alcmeón de Crotona, afirma con energía la visión del cerebro como órgano de la vida anímica. De la médula espinal se sabe que nace del encéfalo y que la rodean membranas. Los nervios son ordinariamente confundidos con los tendones y los vasos; pero cuando se habla de nervios en sentido estricto, el término tonos es preferido a neuron. Hubo algún vago conocimiento de los nervios óptico, acústico, trigémino, cubital y ciático, así como del plexo braquial.
    • En el ojo son distinguidas tres cubiertas, la esclerótica (lo blanco del ojo, tò leukón), la córnea y otra más fina, a la que se da el nombre de aracnoides (tò arakhnoeidés). Fueron conocidos el humor vítreo, y acaso el cristalino. De la pupila se dice que parece negra porque está situada sobre fondo oscuro.
  • Psicología.- Puesto que los hipocráticos nunca dejaron de ver en la psykhē una realidad material, su inclusión en la descripción del cuerpo parece obligada. Moira sōmatos, parte del cuerpo, la llama el autor de Sobre la dieta (L. VI, 480); parte carente, es cierto, de figura visible, pero no de localización espacial y de movimiento.

Aunque los hipocráticos afirmaron con frecuencia y energía el precepto de atenerse a lo que de hecho se ve, no pocas veces incurrieron en dar por real lo que como visible se imagina. Acabamos de comprobarlo. Pero, en lo tocante al saber anatómico, tanto sus aciertos como sus errores procedían del fecundo aserto doctrinal consignado en Sobre los lugares en el hombre: que la phýsis del cuerpo debe ser para el médico el principio del saber.






ArribaAbajoE) Dinámica

Para los hipocráticos, la phýsis del hombre se realiza y manifiesta de un modo simultáneamente figural (el eidos del cuerpo, del cual sería parte no figural la psykhē) y operativo y dinámico (la actualización funcional de sus diversas dynámeis, diversificaciones de una dýnamis fundamental y básica: la capacidad de vivir humanamente). Limitándome convencional y metódicamente al eidos de la phýsis humana, en las páginas precedentes he expuesto de manera sinóptica el saber anatómico contenido en la colección hipocrática. Procediendo del mismo modo, expondré ahora cómo en ella se ve la actualización de las dynámeis en que se diversifica la actividad de vivir humanamente.


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1. Como todos los griegos, los médicos hipocráticos distinguieron entre: zōē, vida biológica; y, bíos, la vida que hace el hombre en el mundo. Según la zōē, el todo del cuerpo vive creciendo desde la masa embrionaria y pasando de una edad a otra, hasta su muerte. Según el bíos, el cuerpo humano vive conduciéndose social y políticamente -por ejemplo, practicando una determinada tékhnē: la del médico, la del arquitecto o la del alfarero- y construyendo así una determinada biografía. Varias páginas dedica el autor de Sobre la dieta a explicar la armoniosa relación entre el macrocosmos, la vida social y el microcosmos, éste en cuanto configuración de la phýsis del hombre (L. VI, 486-496).

En el cuerpo humano alcanza su más alta perfección visible la phýsis universal; pero esta suma perfección suya se halla sometida a una doble forzosidad (anánkē o moira): padecer enfermedades, unas veces por decreto inexorable de la misma phýsis (kat'anánkēn) y otras por obra del azar (katà tykhēn), y morir. La vulnerabilidad y la mortalidad pertenecen a la esencia de nuestra naturaleza. La mezcla de nuestros humores es lábil, y en consecuencia puede ser morbosamente alterada por diversas causas; y si la enfermedad es mortal, el alma se separa del cuerpo (L. VI, 148, y VII, 236 y 262") y los humores y las cualidades elementales vuelven al cosmos. Tal es, en esencia, la explicación fisiológica de la muerte en Sobre las hebdómadas (L. VIII, 672) y en Sobre la naturaleza del hombre (L. VI, 38).

En tanto que zōē, la vida normal -la mezcla adecuada de los humores y las cualidades, el buen orden de las partes y por tanto la armonía en el eidos y en la dinámica de la totalidad del cuerpo- es sostenida por la acción concurrente de dos agentes, uno interno y congénito, el «calor implantado» o «innato» y otro externo y adventicio, el alimento. Como exhalación de ese calor explica Sobre las hebdómadas el proceso biológico de la muerte.

Animada desde dentro por el calor implantado (émphyton thermón, sýmphyton thermón, pyr syntrophon, oikeion thálpos, émphyton pyr; con toda probabilidad, el principio que Epidemias VI llama tà hormonta, lo que mueve, lo que anima), la phýsis humana realiza su vida; mas para ello necesita estar en constante relación dinámica con el cosmos que la envuelve y de que es parte, y entre la varias actividades que esa relación lleva consigo, dos son para el hipocrático las esenciales, el movimiento (kínēsis) y la alimentación (trophé). Tesis que nos obliga a pasar de fisiología general, en el sentido que el término «fisiología» posee para nosotros, a la fisiología especial.




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2. Tres son los géneros del alimento:

  • La comida (siton);
  • La bebida (potón); y,
  • El soplo o hálito (pneuma).

Comencemos por éste.


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a) Las principales funciones del pneuma -aēr cuando está fuera del cuerpo- son cuatro: alimenta, impulsa (él es, por ejemplo, el que hace salir el esperma en la eyaculación), refresca (así actúa sobre el calor implantado) y anima o vivifica. Múltiples e importantes actividades que obligaron a varios autores hipocráticos a especular acerca del movimiento y el destino del neuma en el interior del organismo.

El aire entra en el cuerpo, para convertirse en neuma, por la boca y la nariz, mas también por toda la superficie del cuerpo (diapnoē, anapnoē). La porción que penetra por la nariz y la boca, dice Sobre la enfermedad sagrada, va en primer lugar al encéfalo (por el etmoides) y después al vientre y al pulmón. En el cerebro, el neuma produce la inteligencia (phrónēsis, xýnesis): «Los ojos, los oídos, la lengua, las manos y los pies obran en cuanto que el cerebro conoce»; y en todo el cuerpo se produce inteligencia, en la medida en que recibe el neuma (L. VI, 390). La vieja idea de localizar la vida psíquica en las phrénes es formalmente refutada.

Mezclado con la sangre, el neuma pasa al pulmón y al corazón, al que alimenta y refresca. Mas no sólo en el vientre, el pulmón y el corazón tiene su paradero el neuma; a través de las venas llega a todas las partes del cuerpo para que éstas sean capaces de ejecutar con inteligencia sus respectivos movimientos (L. VI, 372).

A la función impulsiva del neuma se debe la fonación: «El hombre habla a causa del neuma... Expulsado hacia fuera produce un sonido, porque la cabeza resuena». Articulado por los movimientos de la lengua, ese sonido se convierte en palabra hablada (L. VIII, 606-608, y VII, 606).




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b) La deglución hace pasar los alimentos líquidos al interior del cuerpo; pero acerca de su distribución en él no son concordes las opiniones. Entre los médicos de Cnido fue casi común la idea de que una parte de los líquidos bebidos pasa por la tráquea al pulmón, para refrescarlo, y de allí al resto del cuerpo; hasta experimentalmente pensó haberlo demostrado el autor de Sobre el corazón. Sólo los sensatos razonamientos aducidos en Enfermedades IV -entre los cuales descuella el relativo a la función oclusiva de la epiglotis- acabarán con esa peregrina y difundida convicción (L. VII, 604-608).




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c) Una vez masticados y deglutidos, los alimentos sólidos pasan al vientre, y en él experimentan la «cocción» o digestión (pépsis). Dos son, para los hipocráticos, los principios básicos a que el proceso de la digestión se halla sometido:

  1. La ley de la epikráteia o del predominio: para que la digestión se realice, es preciso que la dýnamis de los órganos digestivos sea más poderosa que la de los alimentos. De ahí la necesidad de una recta proporción (metríōn) en la cantidad y en la calidad de los que se ingieren.
  2. La ley de la asimilación (homoiōsis): incorporado el alimento al organismo, lo semejante va a lo semejante para incrementar y vigorizar adecuadamente sus diversas partes; lo cual sucede en virtud de la atracción específica (hélkein) que cada parte ejercita sobre lo que más conviene a su estructura y su función. La porción utilizable del alimento queda así separada (diákrisis) de la no utilizable, y ésta es luego expulsada o eliminada (apókrisis).

Los datos acerca del mecanismo de la digestión y la nutrición son bastante dispares. La descripción más precisa es la contenida en Epidemias IV. Realizada en el vientre la diákrisis de los humores, cada uno es atraído hacia el órgano que constituye su respectiva fuente: la cabeza para la pituita, el corazón para la sangre, el hígado y la vesícula biliar para la bilis. Desde ellas se efectuaría la nutrición de las diversas partes del cuerpo, y en cada una la eliminación de los correspondientes residuos (heces, orina, sudor, cerumen, sangre menstrual). Algo hay en lo que casi todos los autores parecen coincidir: la idea de que los elementos primarios (agua y fuego, en Sobre la dieta) y los elementos secundarios (los humores) conservan en el cuerpo sus dynámeis propias, no obstante la mezcla o krásis que forman.






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3. Procedente de la alimentación, la sangre -acerca de cuya génesis no hay opinión explícita entre los hipocráticos- pasa a las venas y se mueve en el cuerpo. ¿Cómo lo hace? ¿Conoció la circulación de la sangre alguno de los autores del Corpus hippocraticum? Apoyado ante todo en un pasaje de Sobre la naturaleza de los huesos, donde se habla del círculo (kýklos) que forman las venas (L. IX, 182), Littré pensó que los hipocráticos la conocieron. Fredrich, Gossen y, en fecha más reciente, R. Kapferer, G. Sticker y J. Wiberg, han sostenido la misma opinión. Pero la fina y documentada réplica fisiológica y filológica de P. Diepgen y H. Diller la ha desmentido, al parecer definitivamente. No; los médicos hipocráticos no conocieron el movimiento circular de la sangre.




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4. A la concepción hipocrática de la phýsis humana pertenece, en fin, el saber que nosotros llamamos psicología. Como antes apunté, la psykhē es para el autor de Sobre la dieta «una parte del cuerpo», y puesta la actividad psíquica en conexión con el fuego (Sobre la dieta), con el neuma y el cerebro (Sobre la enfermedad sagrada), con la sangre (Sobre las ventosidades) o con el corazón (Sobre el corazón, Sobre la naturaleza de los huesos), todos los hipocráticos habrían suscrito esa tesis.

Actividades de la psykhē humana son el movimiento, la sensación, la estimativa y el pensamiento. Vagamente expresada en Sobre la dieta y Sobre la enfermedad sagrada, explícita en Sobre el alimento -la dýnamis del hombre, afirma este escrito, se diversifica en una dýnamis para la vida y otra para la sensación (L. IX, 110)-, la distinción entre la vida vegetativa y la vida sensitiva del animal, netamente especificadas en el animal humano, aparece en el Corpus hippocraticum. Como parte sutilísima e invisible del organismo, la psykhē crece a lo largo de la vida (L. VI, 480) y «visita las partes del cuerpo» (L. VI, 478); de tal manera que la reflexión, dice ingeniosamente el autor de Epidemias VI, viene a ser «un paseo del alma», psykhēs peripatos.








ArribaAbajo- IV -

El cuerpo humano en la obra de Platón


En dos sentidos de algún modo contrapuestos es importante la consideración platónica del cuerpo humano: la hostilidad que contra él, movido por su idea de la inmortalidad del alma, manifiesta el filósofo en el Fedón, diálogo de su madurez, y la descripción científica que de él ofrece en otro de sus diálogos, éste de senectud y acaso el más comentado de todos los suyos, el Timeo. Estudiaré sucesivamente la expresión concreta de esas dos actitudes, y trataré de situarlas dentro de la historia de la idea helénica de nuestro cuerpo.


ArribaAbajoA) El cuerpo humano en el Fedón

Fedón, discípulo fiel de Sócrates, cuenta a Equécrates, un pitagórico de Flionte, cómo murió su maestro y cómo conversó con quienes ese día le acompañaban. De éstos, sólo Critón, Fedón, Cebes y Simmias intervienen en el relato; muy principalmente los dos últimos, porque con ellos va a sostener Sócrates el diálogo acerca de la inmortalidad del alma que con el nombre de su testigo y relator ha pasado a la posteridad.

Ante su próxima muerte, Sócrates no está triste y angustiado, más bien está sereno y alegre. ¿Por qué? Porque, muriendo él, su alma inmortal va a quedar separada del cuerpo corruptible, y en el Hades de los bienaventurados podrá consagrarse sin trabas a la actividad suprema del hombre y meta permanente de quien realmente quiera vivir en la filosofía: el conocimiento de la verdad, la aspiración a una visión cabal de lo que es (Fedón 65 c).

La muerte, en efecto, es la separación del cuerpo y el alma. Con la muerte, uno y otra quedan entregados a lo que por sí mismos son; el cuerpo para corromperse y disolverse en la materia cósmica, el alma para gozar perpetuamente de la bienaventuranza, si al trance de la muerte ha llegado purificada mediante la mortificación del cuerpo y el ejercicio de la filosofía, o para vagar como un fantasma en torno a las tumbas, en espera de encarnarse de nuevo, si al separarse del cuerpo se hallaba manchada por las pasiones de la corporeidad (80 e-81 e).

La contraposición entre el cuerpo y el alma, así en lo tocante a su realidad como en lo relativo a su destino, no puede ser más tajante. El alma es en el hombre lo divino, lo invisible, lo inmortal, lo puro, lo que permite la contemplación de las ideas y por naturaleza debe en él imperar. El cuerpo, en cambio, es lo terreo, lo visible, lo mortal, lo impuro, lo que con sus afecciones y movimientos perturba el conocimiento de la verdad, la belleza y la justicia, lo que por naturaleza debe en él obedecer. Y puesto que el alma tiene su esencia propia, y las determinaciones de esta esencia son de índole moral, atañen al discernimiento del bien y el mal, la acción del alma sobre el cuerpo es y debe ser de carácter moral, y no de carácter físico o mecánico, como los physiológoi presocráticos habían afirmado (93 ab).

Por boca de Sócrates, Platón declara que llegó a este modo de entender la filosofía y el hombre a lo largo de un largo proceso mental. En su juventud le deslumbraron las explicaciones de los pensadores peri physeōs, los physiológoi: el orden de la naturaleza estaría regido por los movimientos y las causas observables en el cosmos. Luego le atrajo Anaxágoras, con su idea del papel rector de la mente, del nous. Pero viendo que el clazomeniense trata de explicar la acción del nous mediante causas puramente físicas -aire, éter, agua, etc.-, Platón se siente defraudado, porque las causas que a él le importan son las que permiten entender por qué algo es bueno o es malo; en el caso de Sócrates, por qué a los jueces que le han condenado les ha parecido justa la sentencia y por qué lo mejor para Sócrates ha sido someterse a ella con gusto. Sólo la idea del cuerpo y el alma antes apuntada permitiría entender cómo la elección de lo mejor puede ser causa de las acciones humanas (96 c-99 b); sólo una doble y complementaria creencia, que el alma de cada hombre existía antes de su concepción y perdura después de su muerte, puede dar término satisfactorio a esa reflexión.

De ahí -esto lo que ahora importa- la idea y la estimación del cuerpo que propone el Fedón. Para quien, como el filósofo, quiera moverse por el camino de la verdad y el bien, el cuerpo es prisión del alma -tumba del alma, sōma sēma, la llamaban los órficos-, y por tanto «cosa mala» en la que el alma está como amasada (66 b), «intruso» que perturba (66 d), «demencia» de la que hay que liberarse o sólo usar cuando su empleo es de rigurosa necesidad (67 a). Frente a las pasiones de los que aman las riquezas, los honores o el poder -en último término, amigos del cuerpo, philosōmatoi-, que se irritan o se angustian ante la muerte, la eminencia pertenece a los que por ser amigos del saber (philomatheís), son capaces de ver con alegre serenidad el hecho de morir (68 c), trance, sin el cual no podría el alma ejercitar con plenitud y pureza aquello para que está hecha: pensar y contemplar la verdad. La existencia ideal consiste, pues, en habituarse a vivir al margen del cuerpo, en «lograr que el alma se repliegue sobre sí misma desde cada uno de los puntos del cuerpo, [...] en vivir en el estado a que se llega cuando se está muerto» (67 ce). Lo cual no quiere decir que el filósofo -y, como él, quien aspire a vivir según la vía de la razón- deba quitarse voluntariamente la vida. De la prisión en que vivimos son los dioses los que deben sacarnos (62 b); nuestro deber es tan sólo prepararnos adecuadamente para esa definitiva liberación9.

La hostilidad contra el cuerpo que el Fedón tan abierta y enérgicamente afirma no era nueva en el pensamiento helénico; existía ya entre los pitagóricos y los órficos10. Mas no por ello dejaba de hallarse en notoria discordancia con la alta estimación del cuerpo humano y de la vida según el cuerpo que prevaleció en la sociedad de la Grecia clásica. Por otra parte, ¿cómo explicar el hecho de que el alma sea algo tan entera y radicalmente opuesto al cuerpo, y a la vez principio y causa de la vida corporal?

De varios modos -libro IV de la República, Timeo, Fedro, libro X de las Leyes- trata Platón de dar respuesta a ese ineludible problema11. La tarea de exponerlos es ajena a mi actual propósito. Lo que ahora importa es advertir que esa hostilidad, acaso deliberadamente extremada en el Fedón, para magnificar la noble y serena actitud de Sócrates ante la muerte, va a quedar considerablemente matizada en otros diálogos platónicos.




ArribaAbajoB) Del Fedón al Filebo

El ideal ético que propone el Fedón es la purificación (kátharsis) del alma mediante la metódica negación del cuerpo. «Purificarse es -dice el filósofo- [...] habituar al alma a dejar la envoltura corporal [...] y a vivir tanto como ella pueda, así en las circunstancias actuales como en las venideras, sola consigo misma, desatada de los lazos del cuerpo, como si éstos fueran sus cadenas» (67 cd). Placeres puros sólo serán, en consecuencia, los que ofrece el ejercicio del pensamiento. El resto de los goces que depara la vida -la comida, el amor corporal, la fruición que pueda brindar el aspecto de las cosas- son necesariamente placeres impuros, afecciones que apartan al hombre de su fin más propio y exigen purificación.

Pero, ¿sólo la contemplación intelectual y extracorpórea de la belleza y la verdad -la visión de una y otra en tanto que ideas- puede engendrar un placer puro? Las páginas del Filebo, diálogo de senectud, dan una respuesta harto más sutil y matizada -a la postre, más humana- que los alegatos del Fedón. Es placer puro, se nos dice ahora, aquel «cuya ausencia no es penosa ni sensible, y cuya presencia nos produce plenitudes sentidas, gratas y exentas de dolor» (51 b). Los placeres puros no llevan consigo un punto de dolor, como lo lleva el placer impuro de rascarse donde a uno le pica12, y son dignos de pertenecer a una vida humana verdaderamente pura o limpia. El vario gozo que procuran los colores que llamamos bellos, las formas que nos deleitan, los perfumes y los sonidos gratos (51 bd) y el sentimiento de la buena salud, en cuanto que percepción de una armonía natural (63 e) es, pues, un placer incontestablemente puro.

En suma: hay goces corporales no menesterosos de purificación. El cuerpo en cuanto tal no mancha o impurifica al alma; y así, hasta en los placeres impuros o «mezclados» -ni siquiera el sublime placer del conocimiento científico deja de serlo, porque la sed de saber y el dolor de olvidar lo que antaño se supo ponen en él una veta de ansiedad penosa (52 a)-, hasta en ellos es posible advertir la existencia de algo que no es impureza y causa de desorden. Digámoslo con la nueva y brillante fórmula del mejor Platón: la regla de la vida perfecta es «una suerte de ordenanza incorpórea para el gobierno de un cuerpo bellamente animado» (64 b). La pureza, enseña ahora el filósofo, no consiste en el menosprecio del cuerpo y en el cuidado de sí mismo en desdeñosa soledad (Fedón, 69 cd y 115 b); es más bien la divinización del hombre (Teet. 176 ab) a través de una esforzada y armoniosa vida de su alma y su cuerpo en la verdad y en la belleza. De ahí que la corrección punitiva y la palabra educadora -la palabra que por una parte demuestra y convence, y por otra encanta y persuade- sean, según el Sofista (229 d-230 d), los dos máximos recursos para la purificación del alma.

Con la antropología subyacente a varios de los diálogos de su senectud, el Filebo, el Sofista, el Timeo, Platón vuelve a una estimación del cuerpo humano que coincide con la general entre sus compatriotas. Veamos cómo se expresa anatomofisiológicamente en el tercero de esos tres diálogos, único en que el filósofo se digna regresar a los temas que, según él, le habían seducido en su juventud.




ArribaAbajoC) El cuerpo humano en el Timeo

En su espléndido fresco La Escuela de Atenas, Rafael pinta a Platón con el texto del Timeo en su mano y -en contraposición con la figura de Aristóteles, que reflexivamente mira hacia el suelo- con la vista fija en la bóveda celeste. Lo cual no es enteramente acertado, porque, como vamos a ver, no sólo hacia el cielo miraba Platón cuando compuso ese diálogo.

Lo que ante todo se propuso Platón con el Timeo fue la edificación de una teoría del mundo desde una idea de la divinidad. «Viviente visible que envuelve todos los vivientes visibles, dios sensible formado a semejanza del dios inteligible, máximo, óptimo, hermosísimo y perfectísimo, así ha nacido el mundo», dicen las últimas palabras del diálogo (92 c). No puede extrañar, pues, que tras exponer el origen de Atenas, el mito de la Atlántida, los dos modelos del mundo y de la divinidad, la doctrina del alma del mundo, la visión platónica de la astronomía y la teoría del lugar, la necesidad, los elementos y los meteoros, Platón dé fin a su empeño estudiando el ente en que la realidad del mundo visible llega a su máxima perfección, el hombre, tanto en lo relativo a su constitución -alma y cuerpo- como en lo tocante a su conservación y sus alteraciones: higiene, patología y terapéutica.

Creado por la bondad del demiurgo, el mundo tiene un alma y un cuerpo, aquélla anterior a éste. El cuerpo del mundo -el universo visible- se halla formado por elementos. En su estequiología cosmológica Platón combina originalmente ideas de Empédocles (doctrina de los cuatro elementos: fuego, tierra, aire y agua), Demócrito (el atomismo, porque los elementos serían corpúsculos) y el pitagoreísmo (matematización de la figura de los corpúsculos elementales según los cinco poliedros regulares y de la relación entre ellos). La identificación platónica del quinto de los poliedros regulares, el dodecaedro, con un quinto elemento (quinta essentia, éter), viene sugerida en el Timeo (55 c) y fue explícitamente apuntada como doctrina del maestro por sus discípulos más inmediatos (Jenócrates). Salvo la tierra, más estable, los elementos podrían transformarse unos en otros. Con los elementos, en la constitución del hombre intervienen tres almas, una inmortal, creada por el demiurgo mismo, cuya sede es el cerebro (tò logistikón, en otros diálogos), y dos mortales: la que luego llamarán irascible (tò thymoeidēs), localizada en el tórax, y la apetitiva o concupiscible (to epithymētikón), animadora de las vísceras abdominales. Cabe pensar que Platón admite la existencia de una cuarta alma -alma genital-, cuya misión sería presidir «el amor de la conjunción erótica» (91 a). La creación de las almas mortales no fue obra del demiurgo, quedó relegada a los «dioses subalternos».

Las almas fueron infundidas en la materia cósmica y dieron a ésta el orden racional de que por sí misma carecía. El que muestran el cuerpo en su conjunto, en tanto que vehículo (ókhema) del alma racional (42 e y 69 d), y las partes que le componen, en cuanto órganos de las distintas almas inferiores, sería la primera y más inmediata expresión de la racionalidad y la armonía del mundo. En efecto: para que el alma racional estuviese en lo más alto, y puesto que los hombres no somos plantas terrestres, sino celestes (90 ab), el demiurgo nos dio la posición erecta; para que el alma inmortal no se mezclase con las almas mortales, la situó en la cabeza e hizo a ésta esférica como el mundo (reminiscencia de la concepción arcaica del microcosmos); para que, sin embargo, pudiese comunicarse con ellas, creó el «istmo» del cuello (69 e); para que el alma irascible estuviese separada de la concupiscible, ideó el diafragma, y para que la separación entre ellas no excluyese la comunicación, fabricó el sistema vascular que une la cavidad torácica con la abdominal. Tosca o sutilmente ejercitada, una rigurosa mentalidad teleológica -entendida como necesidad de las causas finales y esencialmente superior a la necesidad de las causas eficientes o mecánicas; Aristóteles heredará esta idea- rige toda la anatomofisiología de Platón. Los humores -sangre, pituita, bilis- son repetidamente nombrados al hablar de las causas y el mecanismo de las enfermedades (82 a-86 a), pero no como elementos biológicos, a la manera hipocrática, sino como partes del organismo empíricamente perceptibles.

El orden descriptivo con que el saber anatomofisiológico viene expuesto en el Timeo es fiel consecuencia de esa básica actitud mental. Después de haber aludido a la función del cuerpo como vehículo del alma inmortal y a la localización de ésta en la cabeza, Platón nombra y sumariamente describe el corazón, el pulmón, el hígado, el bazo y el tubo digestivo; vuelve, por las razones que diré, al cerebro y la médula, y termina mencionando la carne, los huesos, los tendones, la boca, los dientes, la piel del cráneo, los cabellos y las uñas.

Los «lazos de la vida» (tou biou desmoí, 73 b) -el lugar del cuerpo donde el alma inmortal «echa el ancla»- tienen su sede primaria en la médula (myelós), término y concepto que engloba el cerebro, la médula espinal y la médula ósea. El cerebro es, pues, la porción de la médula que más directamente ha recibido «la semilla divina», como suelo donde el alma fue sembrada. La médula espinal, la médula ósea y las vísceras correspondientes serían los órganos centrales de las almas inferiores.

El corazón es el nudo central de los vasos, la fuente de la sangre y la sede y el punto de origen de la vida irascible, que desde él llega a todo el organismo. Con su consistencia esponjosa, el pulmón recibe el aire y una parte de los líquidos bebidos -perdura en el Timeo la arcaica y falsa idea de algunos autores hipocráticos-, refresca así el corazón y le sirve de cojín protector en sus movimientos violentos. La idea que del árbol vascular ofrece Platón es tan deficiente como oscura. Al hígado, del que son mencionados el lugar que ocupa, su consistencia, su superficie lisa y brillante, su cualidad entre dulce y amarga, el «lóbulo» y las vías biliares, se le atribuye una virtualidad mántica, adivinatoria: el sonido de las palabras iría del oído al cerebro, del cerebro a la sangre, y de la sangre al hígado (67 b), para despertar en éste sentimientos oscuros y fantasmas que en determinados individuos y en determinadas circunstancias dan lugar a la adivinación de algo que es o que será (71 a-73 c)13. El bazo, muy brevemente descrito, cumple la misión de limpiar de residuos al hígado. El tubo intestinal es tan largo y está tan arrollado para que el tránsito de los alimentos sea lento, quede así distanciada en el tiempo la ingestión de ellos y sea el hombre capaz de ejercitar lo que como tal hombre más le distingue, el comercio con las Musas (73 a).

La conexión funcional entre la respiración, la nutrición y la hematogénesis es concebida por Platón de un modo sumamente artificioso. En la respiración, cuya utilidad consiste en regular la dinámica del aire y el fuego en el cuerpo animado, lo primario no es la inspiración, sino la espiración. En la espiración salen al exterior del aire y el fuego del organismo, y por obra del horror vacui dan lugar a que el aire y el fuego del medio ambiente penetren en el interior del cuerpo, tanto por la nariz y la boca, mediante la inspiración, como por toda la superficie cutánea del cuerpo. Piensa Platón que la comunicación entre el interior del cuerpo y la cabeza se realiza a través de dos pares de conductos, uno visible, fibroso y membranoso, formado por la faringe y la tráquea, y otro invisible, compuesto de aire y fuego, que a manera de red rodea a los anteriores. El fuego que llega al abdomen es el agente de la digestión: los alimentos son descompuestos en sus elementos, agua, tierra, aire y fuego. El fuego y el aire salen al exterior por obra de la espiración y a través de las partes blandas, e incluso de los huesos, y el agua y la tierra son transformados en sangre. «Por la sangre -escribe Platón- todas las partes del cuerpo son irrigadas y pueden reparar los vacíos que en ellas se forman. Ahora bien, el mecanismo del vaciamiento y la reparación es el mismo que el que da nacimiento a todo movimiento en el universo... Así las partes sanguíneas, diseminadas en nuestro interior y contenidas en la estructura de cada ser viviente, que para ellas es como el cielo, se ven forzadas a imitar el movimiento del universo» (81 a). ¿Autoriza este texto a pensar que Platón tuvo una vaga idea de la circulación de la sangre, como algunos pretenden? No lo creo. Pienso más bien que el movimiento circular del microcosmos de que se habla en el Timeo es el de los elementos -el fuego y el aire, muy en primer término- a que se refiere la idea platónica de la respiración.

La peculiar composición de su materia, exquisitamente preparada por el demiurgo, hace idónea a la médula para ofrecer su sede primaria a las tres almas del animal humano, a la inmortal en el cerebro, a las dos mortales en la médula espinal; y defendida aquélla por los huesos craneales, protegidas éstas por la columna vertebral, las tres expanden su acción a través de los nervios, que «a manera de anclas, son en el cuerpo entero los lazos del alma» (73 d). Así entendida, la médula sería genéticamente anterior a los órganos en que las dos almas mortales tienen su centro, el corazón y el hígado.

Mezclada con tierra pura y homogénea, sometida luego a la acción sucesiva del fuego y el agua, la médula queda revestida de una cubierta dura. Así se forman los huesos; de tal manera que unos tienen más médula -«más alma» (74 e)-, así los del cráneo, y otros menos, como la pelvis y el fémur. Para mantener constante la temperatura del cuerpo, mediante el sudor, y para proteger a modo de cojín las articulaciones y los huesos, el demiurgo fabricó los tendones (neura) y las partes blandas o carnes (sárka). A una mezcla bien proporcionada de agua, fuego y tierra, el demiurgo añadió una levadura formada de sal y ácido; con lo cual, como a su función conviene, las carnes son blandas y jugosas. Los tendones resultaron de mezclar hueso y carne privada de levadura. La envoltura blanda de los huesos es tanto más abundante cuanto menos alma -menos médula- contienen14.

Platón expone a continuación cómo entiende la génesis de la boca, de la piel, del cráneo, de las suturas craneales, de los cabellos y las uñas. En la formación de la boca se aúnan la ley de la necesidad y la ley de lo mejor; aquélla, en cuanto que la boca es órgano de la nutrición, porque necesario es que los alimentos entren en el cuerpo, y esta otra en cuanto que la cavidad oral es órgano de la fonación, porque «la fuente que brota hacia afuera para servir a la mente es la más bella y la mejor de todas las fuentes» (75 e). Menos hermosa, pero no menos adecuada a sus fines, es la génesis de la piel, los cabellos y las uñas.

Tal es en esencia la visión del cuerpo humano que Platón, physiólogos a lo divino, tras haberse desengañado de su entusiasmo juvenil por la physiología, ofrece en la etapa final de su vida. Pesa sobre su pensamiento la influencia de los pitagóricos, Anaxágoras, Empédocles, Demócrito y otros presocráticos; pero a la recepción de ese legado la preside y configura el genio inventivo del autor del Timeo.

Desde los más inmediatos discípulos y sucesores de Platón, durante siglos se ha visto en el Timeo la obra maestra del filósofo. El concepto de alma del mundo, el mito de la Atlántida, la concepción cualitativa y geométrica de los elementos y no pocas partes más de su cosmología han hecho de ese diálogo perdurable objeto de discusión y comentario. No puede decirse lo mismo de la fracción anatomofisiológica de su antropología.

Es cierto, sí, que Galeno glosa una parte de ella en su largo escrito De placitis Hippocratis et Platonis. Platón es para Galeno «el primero de todos los filósofos» (K. V, 319), y llenas de veneración hacia él y hacia Hipócrates, «inventor de todos los bienes», compuso ese escrito. Pero un examen atento de él permite advertir: por una parte, que la reiterada mención del pensamiento platónico tiene como objeto principal la defensa del gran filósofo frente a Crisipo, especialmente en lo relativo a la doctrina de las tres almas y a la localización de ellas en el cuerpo, e incluso frente a Aristóteles, cuya idea de la función del cerebro no admite Galeno, y frente a los aristotélicos y Posidonio, para quienes el alma es única, aunque posea tres facultades (K. V, 515-516); por otro lado, que, discrepando de Platón, como luego veremos, en cuanto a la inmortalidad y la asomaticidad del alma racional, su más amplio comentario y su máxima aquiescencia atañen a la psicología platónica de las pasiones y los movimientos del ánimo15; por otra parte, en fin, que no vacila en rechazar abiertamente -«erró Platón, que no quiso seguir a Hipócrates», escribe a este respecto (K. V, 710)- la idea de la respiración expuesta en el Timeo16. No puede extrañar, pues, que salvo en lo tocante a la errónea concepción aristotélica de la fisiología del cerebro, casi inconcebible después de Alcmeón y del escrito hipocrático Sobre la enfermedad sagrada, fuese la biología de Aristóteles la que prevalece en Oriente y Occidente, hasta que Vesalio, Fabrizi d'Acquapendente y Harvey inicien la anatomía y la biología modernas.






ArribaAbajo- V -

El cuerpo humano en la obra de Aristóteles


Hijo de médico y ayudante de su padre en su juventud, Aristóteles conoció, sin duda, lo que acerca del cuerpo humano sabían los aclepíadas de su época; pero cuando más tarde hable científicamente de él, no lo hará de manera directa y particular -esto es: no describirá el cuerpo humano en cuanto tal-, sino conforme a lo que personalmente quiso ser y fue: un filósofo que como parte de su filosofía supo iniciar la biología general en sus cuatro capítulos fundamentales: una teoría de la vida orgánica y una morfología, una embriología y una fisiología generales y comparadas. Según estas líneas cardinales del pensamiento biológico, veamos cómo Aristóteles entendió la realidad del cuerpo del hombre.


ArribaAbajoA) El cuerpo y la vida humana

Para Aristóteles, ¿qué fue la vida orgánica? Responderé con sus propias palabras: «Entre los cuerpos naturales, unos tienen y otros no tienen vida (zōē). Nosotros llamamos vida al hecho de alimentarse, crecer y decrecer por sí mismo» (De an. II, 1, 411 a 13). Pero esta definición no agota el pensamiento aristotélico; porque, para Aristóteles, la nutrición del ser vivo por sí mismo, proceso en el que primariamente se realiza la vida orgánica, no puede ser bien entendida sin tener en cuenta lo que en él hace que ese proceso se cumpla: la psykhē, el alma, en tanto que principio constitutivo y causa propia de la actividad de vivir. «La psykhē -afirma textualmente- es el principio y la causa del cuerpo del viviente» (De an. II, 4, 415 b 8). Como teórico de la vida, Aristóteles es vitalista, aun cuando no lo sea al modo de los que siglos más tarde serán llamados así. Tal es el sentido de otra de las fórmulas, más formalmente metafísica, con que Aristóteles define el alma: es, dice, «la entelequia primera de un cuerpo orgánico que tiene vida en potencia» (De an. II, 1,412 a 27). Es decir: la actividad propia de un cuerpo que ejecuta sin impedimento exterior la función de vivir, porque tiene en sí mismo todo lo que para ella es necesario.

Como se ve, Aristóteles concibe la vida orgánica recurriendo a las ideas centrales de su pensamiento metafísico: acto y potencia, materia y forma, doctrina de la causación y teoría del movimiento. Un rápido examen de su idea de la vida según todos estos puntos de vista, nos permitirá entender con la debida precisión lo que para Aristóteles fue el cuerpo del hombre.

La vida es la actividad (entelékheia) en que se está cumpliendo la causa final (télos) de la realidad activa, aquello hacia lo cual ésta tiende, y por tanto lo que ella puede ser. La actividad del cuerpo humano tiene, pues, un «de qué» y un «para qué» propios. ¿De qué es la actividad, en este caso? De un cuerpo material y orgánico cuya potencia propia, su «poder ser» (dýnamis), consiste en su capacidad para ejecutar las funciones que a su naturaleza específica corresponden: nutrirse y moverse por sí mismo, sentir y pensar. En todo acto vital del hombre, digerir o desear, se funden unitariamente el poder hacerlo, la dýnamis propia del cuerpo humano, y la ejecución efectiva de él, la actualización en presente -en presente sucesivo, porque la vida humana es proceso; no, como la divina, acto puro- de algo que el hombre puede hacer. Primera determinación aristotélica del cuerpo humano: éste es lo que hace posible la actividad de vivir y las diversas acciones concretas en que la vida humana se realiza.

Pero el hombre es sustancia, realidad sustancial, y por tanto un compuesto unitario de materia y forma, entendidas una y otra como Aristóteles las entendió. Materia (hýlē) no como cosa material, sino como aquello de que la realidad en cuestión está hecha; en el caso del hombre -diríamos nosotros-, la totalidad energético-material de las moléculas de su cuerpo. Forma (eidos, morphē), no sólo como configuración externa e interna, también, y más ampliamente, como lo que en todos los sentidos está siendo la cosa de que se trata; en el caso del hombre, el cambiante aspecto, según lo que en sus diversos modos es cambiar, de lo que en su integridad y en cada una de sus partes es el cuerpo humano. En cuanto cuerpo humanamente vivo, el del hombre es, en suma, el conjunto unitario de su materia orgánica y la forma -en este caso, un alma, una psykhē- que le hace ser lo que es y como es.

La distinción entre cuerpo y alma cobra así, respecto de lo que para los filósofos presocráticos y los médicos hipocráticos había sido, un carácter enteramente nuevo. Para unos y otros, la psykhē sería una materia más sutil que la del cuerpo visible, pero no menos perteneciente a la totalidad que nombra el término sōma. Aristóteles, en cambio, no es materialista; la psykhē no es una fina realidad material alojada en el cuerpo y separable de él, sino, en el sentido que el término eidos posee en su filosofía, la forma del cuerpo, separable de la materia por obra de la abstracción intelectual, pero realmente inseparable de ella. La idea de un «alma separada», concebida al modo platónico o alejandrino, al modo escolástico -el alma, espíritu inmaterial y forma separable- o al modo cartesiano -el alma, «cosa pensante»-, es ajena al pensamiento aristotélico.

Algo hay en él, sin embargo, que complica y oscurece las cosas: la distinción entre los dos modos del nous o intelecto, el nous pathētikós (intelecto pasivo o paciente) y el nous poiētikós (intelecto activo o agente).

Como principio y causa de la vida del hombre, la psykhē humana ejecuta, indisolublemente unida al cuerpo, la nutrición y el crecimiento, la reproducción, la sensación, el movimiento local y el pensamiento, éste en cuanto receptor y unificador de las especies que los sentidos elaboran; por tanto, como intelecto pasivo. Pero cuando la intelección llega a ser actividad cognoscitiva propiamente dicha, operación del intelecto agente, ¿actúa la psykhē en conexión con el cuerpo? Aristóteles lo niega. El nous, la parte «más divina» del alma, viene al embrión «desde fuera», afirma un célebre texto de Sobre la generación de los animales (736 b 27 y 737 ab), y es, dice el filósofo en otro lugar, separable de toda materia, inmutable, no mezclado y por esencia capaz de actualidad pura (De an. III, 5, 430 a 18); en consecuencia, lo que más acerca a la realidad simplicísima de Dios la compleja realidad del hombre.

Quiere esto decir que la muerte separa al intelecto agente del cuerpo perecedero y corruptible. «Sólo cuando el (nous poiētikós) se separa -sigue diciendo ese texto-, es lo que por esencia es, y sólo él es inmortal y eterno. Sin embargo, no conserva recuerdo alguno (alusión polémica a la concepción platónica de la inmortalidad del alma y del conocimiento como reminiscencia), porque esta parte (del alma) es impasible, al paso que el intelecto pasivo es perecedero; pero sin él nada puede pensar el alma» (430 a 23). ¿En qué consiste la realidad de ese nous inmortal y separado del cuerpo? ¿Cómo se compadece el carácter divino del nous humano (lo divino en la realidad del hombre) con la total trascendencia de Dios que tan temáticamente afirma la Metafísica? ¿De qué modo puede entenderse que la psykhē sea forma del cuerpo en cuanto que ella no es nous poiētikós, y no lo sea en cuanto que lo es? Si Aristóteles supo dar respuesta satisfactoria a estas interrogaciones, la letra de sus escritos no nos permite alcanzarla17.

En resumen: el cuerpo es potencia (dýnamis) del acto de vivir (enérgeia, entelékheia) y materia (hyle) de la forma (eidos, morphē) que da actualidad y figura a la sustancia unitaria que llamamos hombre. Mas para entender científicamente esos asertos hay que explanarlos mediante la doctrina aristotélica de las causas y del movimiento.

Para que una cosa llegue a existir en acto, enseña Aristóteles, es preciso que concurran cuatro modos de la causación, cuatro causas: la eficiente (lo que la hace existir), la material (de qué está hecha la cosa en cuestión), la formal (lo que es y cómo es la cosa) y al final (la finalidad en vista de la cual existe la cosa). El paso del bloque de mármol a estatua acabada es el más tópico ejemplo para ilustrar la idea aristotélica de la causalidad. Pues bien: ¿cómo según ella puede entenderse la realidad del cuerpo viviente del hombre? ¿De qué modo, en el caso del hombre, se especifican y concretan esos cuatro momentos de la causación?

La causa eficiente de la embriogénesis humana es, por supuesto, la psykhē que aparece al fundirse sustancialmente el esperma masculino y el femenino; operación en la cual el esperma masculino aporta la forma y el femenino la materia. El calor es el instrumento inmediato de la psykhē en la embriogénesis, y de modo orgánico lo seguirá siendo cuando aparezca el corazón, víscera central, para Aristóteles, en la economía térmica del organismo. La actividad que es la vida humana tendría su más temprana causa material en el esperma femenino, luego en la aportación de la madre al desarrollo del embrión, y ulteriormente en la materia resultante de la digestión del alimento ingerido. Causa formal del cuerpo viviente del hombre es, según lo dicho, la psykhē, en cuya virtud la totalidad del hombre es sustancia separada. Causa final de la sustancia humana, en fin, es el papel específico de la naturaleza del hombre en la naturaleza universal, lo que el hombre tiene que hacer y hace en ella por ser lo que es.

Siendo las cuatro causas modos de operación de la psykhē, del alma, puede decirse que las causas formal y final de la sustancia humana son más neta y eminentemente anímicas que las causas eficiente y material.

El tema de la causa final del cuerpo del hombre -la explícita y vigorosa orientación teleológica de la biología aristotélica- merece algún desarrollo complementario; pero éste no debe hacerse sin examinar brevemente los aspectos biológicos y antropológicos de la concepción aristotélica del movimiento.

Para Aristóteles, movimiento es cambio; y salvo Dios, motor inmóvil, todo cambia en el universo, todo se mueve. Los entes del mundo supralunar, los astros, lo hacen con sólo una especie del movimiento, el de traslación, que en su caso es circular. Los entes del mundo sublunar, las cosas de la Tierra, se mueven según las cuatro especies de él: el movimiento local o de traslación (phorá), el de generación (génnēsis) y corrupción (phthorá), porque todas las cosas terrestres, vivientes o no, tienen comienzo y fin, el cuantitativo, en el sentido del crecimiento (aúxēsis) o del decrecimiento (phthísis), y el cualitativo o de alteración (alloiōsis). Según estos cuatro modos del movimiento cambia el cuerpo humano. Muévese localmente, en tanto que tal cuerpo humano, en los desplazamientos voluntarios de su totalidad o de alguna de sus partes. Es generación su movimiento en el llegar a ser que para él es su concepción, y es corrupción en el dejar de ser en que consiste su muerte. Movimientos cuantitativos son en su caso el crecimiento de la embriogénesis, la infancia y la juventud y el decrecimiento de la vejez18; y son movimientos cualitativos los procesos orgánicos en que de un modo u otro se altera su estado. En la estructura real de todos esos movimientos del cuerpo humano se articulan unitariamente la causalidad eficiente, la material, la formal y la final, y lo hacen según el modo de la necesidad y el modo del azar.

Humano o no humano, el movimiento del cuerpo viviente se realiza según la necesidad (anánkē) y según el azar (tykhē). Pero la necesidad del movimiento vital no es mecánica, sino teleológica. Contra lo que, cada uno a su modo, habían afirmado Empédocles y los atomistas, esa necesidad no consiste en que el término del movimiento sea el que es porque de tal y tal modo se ha producido, sino al contrario: el término del movimiento es el que es -es télos, en los dos sentidos de esta palabra, conclusión y finalidad- porque para que fuese así ha sido como de hecho ha sido el proceso de su génesis. La figura del cuerpo, valga este ejemplo, no es la consecuencia necesaria de tales y tales procesos materiales, sino el principio desde el cual son necesariamente ordenados los movimientos que hacia ella conducen. En los cuerpos vivientes, la causa final es anterior -si no en el curso del tiempo, sí en la prelación ontológica- a los movimientos que dan lugar a su configuración. La naturaleza hace siempre lo más adecuado a sus fines, y éste es el modo de la necesidad en la génesis de los entes que la componen. Procede, en suma, como el arquitecto, para el cual es la figura de la casa lo que determina el modo de su construcción. Tal es el sentido de la concepción del arte como mimēsis o imitación de la naturaleza; en rigor, el arquitecto es quien actúa como la naturaleza, y no al revés, aunque el ejemplo de su proceder sirva para hacer más comprensible el proceder de la naturaleza.

La necesidad del movimiento vital se halla condicionada, piensa Aristóteles, por la multiplicidad de las posibilidades que según los casos ofrece la materia. En el mundo sublunar, el orden procesal de la naturaleza no está absolutamente determinado, como luego pensarán los estoicos; a los movimientos terrestres «les es en gran medida inherente la naturaleza de lo indeterminado» (Metaf. 1010 a 3), y así acontece que «sólo por lo general» son constantes (Metaf. 1026 b 30)19. La necesidad sublunar, y más en los procesos biológicos, no es absoluta, sino condicionada o, como dice Aristóteles, ex hypothéseōs. Sólo así podría explicarse la aparición de los monstruos y de los órganos rudimentarios.

Acontece además que en los movimientos de la naturaleza no hay sólo necesidad; hay también, en ocasiones, azar (tykhē). La tykhē es definida como «la causa por accidente de hechos susceptibles de ser fines, cuando estos hechos denotan elección» (Fis. 197 a 5). Pero un examen más detenido de la concepción aristotélica del azar hace ver que en él hay dos modos cualitativamente diferentes: el propio de los eventos de la vida humana (por ejemplo: encontrarse casualmente con un conocido) y otro más general, más cosmológico, el de los hechos naturales que acaecen sin causa aparente, «porque sí» (por ejemplo, que un trípode se caiga, aunque con su caída pueda servir de asiento). Sólo al primero de esos modos conviene el nombre de tykhē (suerte, fortuna); el segundo debe ser llamado autómaton (lo que se produce espontáneamente o por sí mismo). Volveremos a encontrarnos con estos conceptos al estudiar la idea aristotélica de la morfogénesis.

En conclusión: la actividad de cuerpo del hombre es obra de la psykhē humana, en la cual se funden unitariamente virtualidades vegetativas (nutrición y reproducción), sensibles o animales (sensibilidad y motilidad) e intelectivas (pensamiento); con su sōma y su psykhē, el hombre es la cima de la naturaleza sublunar y se muestra al filósofo como un microcosmos esencial, no meramente figurativo, de todos los modos de ser de esa naturaleza: pesa, se nutre, se reproduce, siente, se mueve y piensa; el cuerpo humano, en fin, no es por sí mismo divino, porque en sí mismo no es acto puro, pero sí la condición necesaria para que efectivamente entre en actividad lo que en un hombre es en verdad divino, el intelecto agente. Por la parte de nous poiētikós que hay en ella, la psykhē del hombre tiene algo común con la realidad de Dios, acto puro por excelencia.




ArribaAbajoB) La morfología

El eidos del cuerpo humano, piensa Aristóteles, debe ser científica y filosóficamente descrito viendo en él lo que en su composición es general y lo que en su figura le asemeja a otros seres vivientes o le diferencia de ellos. El cumplimiento de tal programa hará de Aristóteles el creador de dos importantes disciplinas biológicas: la anatomía general y la anatomía comparada.


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1. La anatomía general aristotélica reposa sobre tres conceptos fundamentales: elemento, parte similar y parte disimilar u orgánica. Aristóteles usa alguna vez -sobre todo, en su Historia de los animales- el término «humor» (khymós), pero más en el sentido general de líquido orgánico que en el de elemento biológico. No en tanto que componentes biológicamente elementales, sino en cuanto líquidos empíricamente perceptibles en el organismo animal, los humores de que había hablado la estequiología hipocrática quedan incluidos entre las partes similares. Pronto lo veremos.

Siguiendo a los presocráticos, el Estagirita llama elementos (stoikheia) tanto a los de carácter material como a los de índole dinámica. En cuanto a los primeros, se atiene a la serie tetrádica de Empédocles: agua, aire, tierra y fuego; respecto de los segundos, se limita a las ya canónicas contraposiciones cualitativas de lo caliente y lo frío, lo seco y lo húmedo. Los elementos materiales serían el sustrato operativo de los elementos dinámicos: el agua-elemento es fría y húmeda, el aire-elemento, caliente y húmedo, la tierra-elemento, fría y seca, y el fuego-elemento, caliente y seco. Con otras palabras: el frío es corpóreamente real siendo frío acuoso o frío terreo, y el agua elemento y la tierra elemento son corpóreamente reales siendo frías y actuando en consecuencia. Hasta el nacimiento de la química moderna y la creación del concepto de elemento químico, ése ha sido en Occidente el esquema tópico de la estequiología cosmológica.

Los elementos pueden transformarse unos en otros (De gen. et corr. 331 a 13), pero no resolverse en una materia más elemental que ellos. La materia primera (photē hýlē), concepto con el que Aristóteles da razón física y metafísica de la radical unidad de la phýsis universal, se realiza de modo irresoluble en los elementos, y no puede mostrarse más que a través de ellos, físicamente realizada en ellos; y así, la destrucción de un elemento supone necesariamente el nacimiento de otro. De otra parte, los elementos no existen nunca en estado puro: el agua que vemos y bebemos no es el agua-elemento; en cantidad mayor o menor, en ella hay tierra, fuego y aire. El modo como los elementos se hacen empíricamente observables, la mixtión (migma), no debe ser confundido con la mezcla mecánica, porque en ella los elementos no subsisten en acto, sino en potencia. No parece ilícito pensar que la migma aristotélica podría ser equiparada a lo que nosotros llamamos combinación química. Hablando en términos aristotélicos, en potencia y no en acto están en la molécula los átomos que la componen. En potencia y no en acto es cloro gaseoso el cloro combinado del cloruro sódico.

A la mixtión de los elementos debe ser referida la constitución de la parte similar, segunda de las nociones estequiológicas de la biología de Aristóteles. Llama Aristóteles «partes similares» (tà homoiemerē mória) a las porciones del cuerpo animal de apariencia y contenido homogéneos y en los que, por consiguiente, el nombre de la parte en su conjunto puede ser aplicado a cualquier porción de ella; la piel, por ejemplo, es llamada así cualesquiera que sean la extensión superficial del fragmento que se considere y la región del cuerpo de que proceda. No ofrece Aristóteles una enumeración sistemática de las partes similares. En distintos lugares de su obra menciona la sangre, el suero, la grasa, el sebo, la médula, el esperma, la bilis, la leche, la carne, el hueso, la piel, el tendón, la vena (De part. an. 647 a), la flema o pituita (Metaf. 1044 a 18) y la bilis negra o melancolía (Problem. XXX 954 a 955 b). No como elementos biológicos, sino como líquidos orgánicos empíricamente perceptibles, los humores de que habían hablado los autores hipocráticos -sangre, pituita, bilis amarilla y bilis negra- quedan incluidos entre las partes similares. La clasificación de éstas en blandas y húmedas (sangre, médula, esperma, etc.) y duras y secas (hueso, tendón, etc.), y la consiguiente diferencia entre las cualidades elementales de unas y otras (partes más cálidas o más frías, más húmedas o más secas), eran punto menos que obligadas, dado el fundamento de su estequiología, en la anatomía general de Aristóteles.

La combinación de las partes similares en el cuerpo animal da lugar a las partes disimilares u orgánicas (tà anomoiomerē mória): la cara, la mano, el ojo, el corazón, el cerebro el hígado, etc. Una fracción de ellas no puede ser nombrada con la misma palabra que el todo a que pertenece (un fragmento del ojo no es designable con la palabra «ojo»); y desde un punto de vista no morfológico, sino funcional, a ellas pertenece la ejecución de las operaciones o funciones (érga) y las acciones (práxeis) del animal (De part. an. 646 a). En las partes similares se actualizan potencias elementales (calor o humedad, blandura o dureza, extensibilidad o retractilidad, etc.), y en las partes disimilares, funciones y acciones (cerrar la mano y aprehender con ella, digerir y eliminar, etc.). Cuando la función es única (érgon, páthos), la correspondiente parte disimilar recibe el nombre de órganon, órgano; cuando es múltiple (las práxeis o acciones propiamente dichas), el de mélos, miembro. Al exponer la fisiología aristotélica reaparecerá el tema.




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2. Con Aristóteles nace, por otra parte, la anatomía comparada: la descripción y la intelección de las partes disimilares del animal comparando metódicamente la figura que presentan en las múltiples especies en que la animalidad se realiza.

De tres modos se asemejan los animales entre sí: según el género (katà genōs), según la especie (kat'eidos) y según la analogía (kat'analogían). El concepto de género no se halla muy precisamente definido en la biología aristotélica; géneros son tanto el supremo de «animal» como el menos amplio de «pájaro». Pero, entendido con una extensión o con otra, en algo se parecen entre sí todos los géneros animales y todas las especies de pájaros. Más acusada que en el género es la semejanza en la especie, y más aplicable a ella la idea de que las diferencias entre los individuos que la componen son cuantitativas, «de más o de menos».

Con sus conceptos de género y especie, Aristóteles se limita a precisar en mayor o menor medida nociones ya existentes en la biología de los presocráticos y Platón; con su idea de la semejanza por analogía, además de ser rigurosamente original, introduce en el saber biológico el concepto básico de la futura anatomía comparada. No puede así extrañar que el Darwin adulto viera en Linneo y Cuvier, «que para mí -dice- habían sido dos dioses», dos meros discípulos de Aristóteles.

Llama Aristóteles analogía a la semejanza entre las partes disimilares de individuos pertenecientes a distintos géneros o distintas especies, cuando tal semejanza no concierne a la forma externa de ellas, sino a la índole de la función que ejecutan, aunque ésta difiera en su apariencia. Son, pues, análogos el brazo del hombre, la pata anterior del cuadrúpedo y el ala del ave, el hueso del vertebrado superior y la espina del pez, la pluma y la escama, la boca de los animales y la raíz de las plantas, etc. (Hist. an. 486 a 14 b 22 y 427 b 6-13, De part. an. 644 a-b). La analogía de que habla Aristóteles tiene fundamento teórico en la resuelta teleología de su pensamiento biológico (De part. an. 639 a), y esto hace que el ulterior concepto de la homología, el que en el siglo XIX acuñará Owen, se halle confusamente subsumido en ella; pero una lectura atenta de los tratados biológicos del filósofo permite advertir la existencia de una analogía basada en consideraciones de orden estructural; por ejemplo, cuando afirma que la naturaleza sitúa a los órganos en la parte que necesariamente corresponde a lo que en el cuerpo son, y ésta es la razón por la cual el corazón ocupa homólogamente (homólogōs) el centro del cuerpo de los distintos animales que lo poseen.

Tales son los principios que rigen la clasificación y la descripción de los animales en los tratados zoológicos de Aristóteles. Veremos cómo se aplican en lo tocante al cuerpo del hombre al estudiar conjuntamente su anatomía descriptiva y su fisiología.






ArribaAbajoC) La embriología

General y comparada es también la embriología aristotélica: general, porque algo en ella se refiere a todos los seres vivos, e incluso a todos los entes naturales, que no otro es el designio del tratado Sobre la generación y la corrupción; comparada, porque comparativamente es descrito y entendido el proceso generativo de las distintas especies animales, incluida la humana. Tratado de embriología comparada podría titularse hoy el aristotélico Sobre la generación de los animales.

La embriología de Aristóteles hereda, discute, aristoteliza y perfecciona la de los filósofos presocráticos y los médicos hipocráticos. Así nos lo hará ver una breve exposición sinóptica de sus puntos fundamentales.


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1. Génesis de la semilla. No pocas páginas dedica Aristóteles a refutar la doctrina hipocrática de la pangénesis. La idea de que el esperma proceda de todas las partes del cuerpo la considera inadmisible, tanto en el orden del pensamiento como en el de los hechos. La transmisión hereditaria de peculiaridades que, como la voz y el modo de andar, no son partes morfológicas, y la herencia por salto atrás, impiden la aceptación de esa doctrina. No: ni el esperma del varón, ni el menstruo de la mujer proceden de todo el cuerpo: ambos son una finísima materia excedente de la digestión (perittōma) y tienen su origen inmediato en la sangre, humor en el cual la transformación del alimento alcanza su calidad máxima. Así lo exige la alta función biológica del esperma: procurar a las especies la eviternidad (aidíon) de que no pueden gozar los individuos que las componen.

Movida por el calor, la sangre se convierte en licor seminal viril en los órganos sexuales del varón y se vierte como menstruo -esperma femenino no suficientemente elaborado (De gen. an. 728 a)- a través del útero. En el coito fecundante, el esperma viril se funde con el menstruo ya elaborado (el esperma femenino), y de esa fusión resulta la semilla20.




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2. Papel de los progenitores. La embriología de Aristóteles aristoteliza las tesis presocráticas e hipocráticas acerca del papel de los progenitores en la formación del embrión. La tópica idea de la superioridad biológica del varón sobre la hembra es concebida ahora en términos de forma y materia y de causa eficiente y causa material. Merced a la ingénita preeminencia del calor viril sobre el calor femenino -para la physiología helénica, la mujer es más fría y húmeda que el varón-, en el esperma masculino tiene a un tiempo causa eficiente (arkhē tēs kinéseōs) y forma (eidos) la génesis del embrión, y en el menstruo, en tanto que esperma femenino, su materia (De gen. an. 729 a); una aplicación más de la doctrina de la epikráteia. La forma del nuevo ser y, por tanto, la formación de su psykhē, dependen en primer término del varón, pero sólo en primer término. Aunque Aristóteles tantas veces y de modo tan tajante afirma que el esperma viril actúa como causa eficiente y causa formal del embrión, otras veces atribuye a su escaso vigor, y por tanto a un relativo predominio configurativo del menstruo femenino, el hecho de que en el fruto de la concepción prevalezcan los caracteres de la madre; lo cual no sería posible si la semilla femenina sólo materia aportase al nuevo ser. La materia del esperma viril no contribuye materialmente a la génesis del embrión; es de naturaleza húmeda y acuosa y se evapora tan pronto como entra en contacto fecundante con el esperma femenino (De gen. an. 131 a 11); pero la materia de éste posee en potencia capacidad para formar las partes por las cuales la mujer se distingue del varón (De gen. et corr., 737 a 27).




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3. La morfogénesis y su proceso. No procedentes de todas las partes del cuerpo (apó pantos), pero sí orientados hacia todas ellas, prós ápan (De gen. an. 725 a 23), el esperma viril y el esperma femenino se funden en la semilla21, dan lugar al embrión (kýema) y en éste comienzan a poner en acto lo que en cada uno de ellos estaba en potencia; el esperma masculino, su condición de principio motor y formativo; el esperma femenino -con las salvedades antes señaladas- su condición de principio material. Comienza así el proceso de la morfogénesis, y por tanto la sucesiva configuración orgánica de una materia inicialmente homogénea.

Lo esencial del pensamiento aristotélico acerca de la morfogénesis puede ser reducido a los siguientes puntos:


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a) La configuración de las partes en la materia del embrión -día a día incrementada, a partir de la concepción, por el alimento que suministra la madre- es paulatina; en términos actuales, epigenética. El preformacionismo de Anaxágoras, Demócrito y algunos autores hipocráticos es formal y enérgicamente rechazado por Aristóteles. Con el calor y el frío como instrumentos, el principio motor, primero como alma nutritiva, luego como alma sensitiva, comienza por dar forma al órgano en que la actividad vital tiene primacía y prioridad, el corazón, después a los dos vasos mayores (la arteria aorta y la vena cava), al pulmón y a las restantes partes del cuerpo; las cuales no aparecen desde las que cronológicamente las precedieron (el pulmón, por ejemplo, no procede del corazón), sino como consecuencia de la acción configurativa del principio masculino (acción a un tiempo eficiente, formal y final) sobre el todo de la materia embrionaria. Totum in partes distribuitur, dirá el aristotélico Harvey.

En cuanto que esencialmente determinado, el orden en la formación de las partes tiene una razón de ser a la vez funcional y estructural: fórmanse antes las partes funcionalmente más importantes -más importantes según la esencia; la inspiración aristotélica de la embriología de K. E. von Baer salta a la vista-, y antes las supradiafragmáticas que las infradiafragmáticas. «Lo superior» tiene una dignidad ontológica y biológica más alta que lo «inferior», y así lo hace ver la figura del feto humano22.

El principio motor va siendo sucesivamente, tanto en la configuración como en la función, alma vegetativa, alma sensitiva y alma intelectiva. Mas para Aristóteles, ya lo indiqué, este último paso no sería posible si el nous, el intelecto, lo divino del hombre, no llegase al cuerpo «desde fuera» de él. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Cuál es la consistencia real del nous, en tanto que parte del alma equiparable al «elemento astral» (De gen. an. 737 a 1)? Tales son los grandes enigmas y tal es la íntima crux de la antropología aristotélica y de las que a su sombra se han constituido.




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b) La diferenciación de los sexos, el hecho de que unos embriones se configuren como machos y otros como hembras, la explica Aristóteles recurriendo una vez más a la tradicional doctrina de la epikráteia. La tesis de Empédocles -que en los úteros cálidos se forman machos, y hembras en los úteros fríos- y la de Demócrito -que el esperma procede de la parte por la cual se caracterizan en el organismo adulto el macho o la hembra-, son ampliamente refutadas. Apoyado en su modo de entender la función respectiva de los dos progenitores, Aristóteles ve la diferenciación sexual del embrión como un resultado del variable predominio de la potencia del esperma masculino sobre la del esperma femenino. Si aquélla es más fuerte, impone su forma a la materia del esperma femenino y nace un varón; si no lo es, se transforma en su contrario y nace una hembra (De gen. an. 765 a-766 b). Así lo demostraría el hecho de que los varones en la fuerza de su edad engendren más frecuentemente varones que los muy jóvenes y los muy viejos. Mas para que la cópula resulte fecunda es preciso que la diferencia entre la respectiva potencia de los progenitores no sea excesiva, que exista entre una y otra la proporción, la armonía del justo medio (De gen. an. 767 a 14).




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c) En esta misma línea se halla la explicación aristotélica de la herencia biológica: el hecho de que los descendientes se parezcan más o menos a uno de sus progenitores o ascendientes.

El descendiente puede asemejarse al padre y a la madre, sólo al padre, sólo a la madre o a un antepasado, o no pasar de mostrar forma humana, o carecer de ella, ser un monstruo. ¿Por qué sucede esto? Lo normal es que el hijo se parezca al padre, porque en el esperma masculino reside el principio motor de la generación; pero la potencia de éste es variable, y así sucede que el hijo pueda en tantas ocasiones parecerse más a la madre o a tal o cual antepasado. Y puesto que el carácter específico lo llevan individualmente consigo todos los hombres, podrá ocurrir -levísimo primer grado de la monstruosidad (De gen. an. 161 ab)- que la apariencia del vástago, sin el menor parecido con la de sus progenitores, sea tan sólo la genéricamente humana.




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d) La aparición de monstruos -animales u hombres en los cuales una o varias de sus partes no son las correspondientes a su forma específica- es explicada por Aristóteles mediante una fina distinción entre los dos modos de la necesidad observables en la materia viva: la necesidad teleológica, esencial o «en vista de» (la que determina que la configuración de cada parte vaya siendo la correspondiente a su finalidad, a lo que en la vida del animal tiene que hacer: anankaion pros tēn éneka tou) y la necesidad automática, accidental o «como consecuencia de» (la que, a causa de una ocasional anomalía de la mezcla material sobre que actúa el principio motor, da lugar a una alteración del proceso morfogenético: katà symbebēkós anankaion) (De gen. an. 767 b). El monstruo sería, si vale decirlo así, el resultado de un anómalo predominio de las causas eficiente y material sobre las causas formal y final de la morfogénesis. Por tanto, terrible y enigmática cosa, una señal de que la naturaleza puede equivocarse.

Entre la franca monstruosidad y la entera normalidad se hallarían los órganos rudimentarios, interpretados por Aristóteles como «signos» (sēmeia) de una intención morfogenética normal que no ha llegado a realizarse plenamente (De part. an. 669 b 29, 670 b 12, 689 b 5)23.








ArribaAbajoD) Anatomía y fisiología especiales

La anatomía y la fisiología del cuerpo humano son expuestas por Aristóteles con estricta fidelidad a dos básicos presupuestos de su ciencia biológica: el carácter general, por tanto comparado, de esa ciencia (las partes son descritas teniendo en cuenta su analogía morfológica-funcional en todos los animales que las poseen) y la unidad esencial entre la forma y la función (el hecho de que las partes se han configurado y son como son para hacer lo que hacen). Tales son los principios que presiden el contenido de los dos tratados más directamente anatomofisiológicos del filósofo de Estagira: Historia de los animales y Sobre las partes de los animales.

Tácitamente atenido a esa doble orientación mental, el orden de las descripciones anatomofisiológicas de Aristóteles -y por tanto, la idea descriptiva latente en el segundo de esos dos tratados- refleja muy bien la estructura de una de las grandes creaciones biológicas de Aristóteles: la concepción general de la anatomía. Son descritas en primer lugar las partes similares (homoimerē mória), porque en ellas tiene su fundamento estructural, funcional y genético la realidad del cuerpo animal. A continuación vienen las partes orgánicas o disimilares (anomoiomerē mória), en tanto que instrumentos inmediatos de la nutrición, la generación, la sensación y la locomoción, funciones básicas de la vida zoológica24. Y en la descripción comparativa y analógica de ellas, el término de referencia es siempre la forma animal más digna y perfecta: la del cuerpo humano. Orden sólo observado en sus grandes líneas, porque Aristóteles, acaso movido por un propósito didáctico, repite o intercala, alternando la ordenación temática del texto, ideas y descripciones que se apartan de ella. Valga un solo ejemplo: la descripción del cerebro, parte orgánica, aparece entre la de la médula -entendida como parte similar25- y la de la carne.

El tratado De partibus animalium no contiene una enumeración sistemática y completa de las partes similares. Para hacerla -recuérdese lo dicho- habría que tener en cuenta que Aristóteles considera partes similares, y no humores elementales, como los autores humoralistas del Corpus hippocraticum, la sangre, la pituita, la bilis amarilla y la bilis negra. Como tales partes similares son nombradas y descritas la sangre y la bilis amarilla en De partibus animalium, y la pituita y la bilis negra en la Metafísica. En cualquier caso, el tratado Sobre las partes estudia con extensión variable la sangre, el suero, la grasa, el sebo, la médula, la carne, el hueso, la vena, el cartílago, y -uniendo la consideración anatómico-comparativa a la anatómico-general- menciona las uñas, las pezuñas, los cuernos, los picos, la piel, las membranas, los pelos, el esperma y la leche.

Desde un punto de vista funcional, las partes similares tienen las propiedades físicas correspondientes a los elementos de que están compuestas (en primer término: tierra y agua, calor y frialdad) y otra común a varias de ellas, aunque muy especialmente realizada en la carne (la sensibilidad); razón por la cual es la carne la parte que en grado más eminente ejercita la básica función vital de las partes similares: hacer que el animal se sienta bien o mal (De part. an. 647 b 15), contribuir a que la vida, además de ser nutrición, sea también bienestar, eu zēn (De part. an. 655 b 6).

Diversamente compuestas por las partes similares, las partes disimilares u orgánicas ejecutan las funciones y acciones (érga kai práxeis) propias de la esencia (por tanto, de la especie) de cada animal; y, como antes indiqué, el orden con que ahora se las estudia es, con las obvias modificaciones que impone la concepción analógica de la morfología y la fisiología, la correspondiente a la peculiaridad del cuerpo del hombre, animal en el que más acabadamente se hace bienestar (o malestar) la sensibilidad, y único en el cual «las partes naturales se hallan dispuestas en el orden natural»: lo alto del cuerpo dirigido hacia lo alto del universo (De part. an. 656 a 11-13). La posición erecta del hombre tiene para Aristóteles -y seguirá teniendo en toda la Antigüedad- una razón de ser en cierto modo sacral: el paralelismo entre el microcosmos y el macrocosmos.

En esta consideración se apoya Aristóteles para comenzar por la cabeza su descripción de las partes orgánicas; no porque él vea en el cerebro la sede de la vida psíquica, sino porque, para cumplir óptimamente su función, en la cabeza han de estar situados los órganos de los sentidos; así el ojo puede ver y el oído puede oír del modo más adecuado a la naturaleza del hombre. Contra lo que descubrió Alcmeón y afirmaron luego los hipocráticos, Aristóteles, más arcaico que ellos, piensa como Homero que «el principio de las sensaciones es la región que rodea al corazón» (De part. an. 656 a 28) y atribuye al húmedo y frío cerebro una función puramente termorreguladora: atemperar, mediante su conexión hemática con el corazón, el calor y la ebullición que en éste reinan (De part. an. 652 b 27). Pese a sus disecciones, Aristóteles no vio, y en consecuencia negó, la conexión o continuidad (synékheia) entre el cerebro y los órganos de los sentidos (De part. an. 652 b 3).

Tras haber expuesto las razones por las cuales la cabeza no es carnosa, Aristóteles describe sumariamente y con criterio a la vez teleológico y comparativo su idea de la vista, el oído, los párpados, las pestañas, la nariz, los labios, la lengua, los dientes, la boca, el rostro, el cuello; y en éste, la tráquea, la faringe, la epiglotis y el esófago.

La adecuación de la parte a su finalidad biológica, obvia en algunos casos (por ejemplo: la epiglotis es como es y está donde está para que los alimentos no pasen a la tráquea) y artificiosamente afirmada en otros (por ejemplo: los ojos están donde están no sólo para ver lo que está delante, también porque su condición acuosa hace que sea conveniente su proximidad a la humedad del cerebro), es el nervio conceptual de las descripciones biológicas de Aristóteles, porque es en la causa final donde primariamente se realiza la esencia de cada especie viviente. La esencial finalidad de las formas biológicas, sean animales o vegetales, se hace manifiesta a los ojos y a la inteligencia del naturalista cuando éste sabe atenerse a los datos y los principios siguientes:

  1. Lo que la observación directa y la disección hacen ver; por tanto, la inicial consideración de los datos tocantes a la posición, la forma y el tamaño de la parte descrita. Pero el tan declarado y justificado entusiasmo del filósofo por la experiencia sensorial no le libra de caer en graves y a veces burdos errores. La excesiva confianza en su razón y en la validez de sus presupuestos interpretativos hace que Aristóteles, como todos los sabios antiguos, falsee sin proponérselo los datos de experiencia.
  2. El principio de la simetría. Puesto que el cuerpo humano tiene un lado derecho y otro izquierdo, el orden natural exige que los órganos internos sean dobles y en cierto modo simétricos: los ojos, los oídos, el cerebro, el pulmón y los riñones de modo evidente; el corazón, porque está internamente dividido en dos mitades; el hígado, porque simétrico y complementario de él es el bazo.
  3. El principio de la compensación. Para que se cumpla la regla de la excelencia del justo medio -no sólo ética, también biológica-, es necesario que junto a lo que parece extremo haya algo que compense su aparente extremosidad: la frialdad del cerebro equilibra la calidez del corazón y de la médula espinal.
  4. El principio de la economía. Puesto que la cantidad del alimento es limitada, el buen orden de la phýsis exige que se distribuya proporcionalmente y que, como consecuencia, no puedan crecer mucho las partes situadas junto a las que por naturaleza deben ser grandes. «La naturaleza -dice Aristóteles- no puede conceder el mismo excedente a todos los puntos a la vez» (De part. an. 655 a 27-28)26.

Muy clara y eminentemente cumple el corazón esta serie de exigencias. Por su esencial relación con la sangre -«el corazón es el principio y la fuente de la sangre» (De part. an. 665 b 7-8), afirma el filósofo-, la víscera cardíaca es la sede del calor animal y el lugar de origen de los vasos sanguíneos. Y puesto que también es centro y principio de las sensaciones y de los movimientos, sean éstos voluntarios o involuntarios, es decir, órgano inmediato del alma, su lugar natural no puede ser otro que el punto medio del cuerpo (De part. an. 665 b 20-21 y 666 a 150; Hist. an. 405 b 4 sigs. y 506 b-507 a). Yerran, pues, tanto los que afirman que los vasos sanguíneos proceden de la cabeza, como los que ponen en el hígado su origen.

Cuatro son, en definitiva, las funciones principales del corazón: producir y distribuir la sangre, ser la sede de dos principios innatos, el calor y el pneuma, suscitar los movimientos y servir de centro a las sensaciones.

Para llevar a cabo su función hematopoyética, el corazón recibe el alimento preparado en el estómago; y para ejecutar su función nutricia, envía la sangre a todas las partes del cuerpo por los dos vasos que salen de él, la «gran vena» (megálē phleps) y la arteria aorta27. A tal actividad se adaptan sabiamente las paredes y las cavidades del corazón, que en los animales superiores y en el hombre serían tres.

Los movimientos locales los ejecutan los tendones (neura), no los músculos propiamente dichos; es curioso que Aristóteles sólo emplee una vez (Problem. 885 a 37-38) el término mys, «músculo». Pero son suscitados por la psykhē, por intermedio del corazón. En su manera de entenderlos, Aristóteles se atiene a su metódica distinción entre el motor inmóvil (en este caso: el bien que el animal busca), lo que es movido y mueve (el concreto deseo del animal) y lo movido (el miembro articulado). Neura y huesos son los instrumentos inmediatos del movimiento local, en el que los neura actúan como los cables tensores de las catapultas (De motu an. 701 b 9-10; De anima 433 b 13). El corazón, acrópolis del organismo (De part. an. 670 a 25) y «como un animal dentro del animal» (De part. an. 666 b 16), no sólo es primum vivens en la embriogénesis, es también primum movens y motor movido, puesto que desde él actúa el deseo del alma, en la dinámica del movimiento animal. Las sensaciones promoverían ese deseo.

Tres son, según Aristóteles, los movimientos del corazón, esencialmente distintos de los movimientos neuroóseos: la palpitación (el choque del corazón contra la pared torácica), el pulso (la constante sucesión de la diástole y la sístole) y la respiración, cuya conexión funcional con la víscera cardíaca es así afirmada. La diástole sería debida a una suerte de ebullición de la sangre intracardíaca (De resp. 479 b 30), causada a su vez por la acción del calor innato sobre el líquido procedente de la digestión. Veinte siglos más tarde, Descartes heredará y elaborará esta idea.

El corazón, en fin, es el principio y la sede del calor innato, arkhē tēs thermóthētos y del neuma implantado, symphyton pneuma (De part. an. 670 a 24). Aquél sería un fuego divino, estelar, análogo al éter cósmico (de cáelo 270 b 24); y, a través de los principios generativos (spérmata), éste garantizaría la eviternidad de las especies animales. J. B. Meyer y W. Jaeger han visto una contradicción física en el hecho de que el calor y el soplo tengan la misma sede orgánica.

Con esta mezcla de aciertos de observación, errores de mayor o menor cuantía e interpretaciones morfológicas y funcionales, certeras unas veces, artificiosas otras, y siempre regidas por la visión teleológica de la realidad viviente, Aristóteles va describiendo el pulmón, el hígado, el bazo, los riñones, la vejiga, el diafragma -cuya actividad en la risa es descrita como nota distintiva de la especie humana: «El hombre es el único animal que ríe», y por consiguiente «el único animal cosquilloso» (De part. an. 673 a 7-10)-, el estómago, el intestino, el epiplón, el mesenterio. Referidas al hombre cuantas veces ha lugar, las descripciones anatomofisiológicas de Aristóteles se basan sobre la observación comparativa de unas 400 especies animales.

Descritos los órganos internos, Aristóteles vuelve su mirada hacia el cuerpo animal en su conjunto y expone sumariamente la teleología de la posición erecta -cuyas consecuencias morfológicas y funcionales son varias, pero cuyo último fundamento es sacral: el hombre es el único animal erecto porque «su naturaleza y su esencia son divinas» (De part. an. 686 a 27-28)-, de la cabeza y el cuello, de los miembros superiores y el tronco, del abdomen, de las partes sexuales y de las extremidades inferiores.

Los niños y los cuadrúpedos son como hombres adultos enanos, porque en ellos la parte superior o la parte anterior del cuerpo es grande en relación con la inferior o la posterior: su alma «es incapaz de soportar su peso» (686 b 1). Poco a poco, el niño se hace bipedestante y comienza a utilizar sus manos. ¿Quiere esto decir que el hombre es el más inteligente de los animales porque tiene manos, como Anaxágoras había afirmado, o que, por el contrario, tiene manos porque es el animal más inteligente? Ésta es la tesis de Aristóteles, que él fundamenta con argumentación teleológica. El ser más inteligente es el más capaz de utilizar rectamente el mayor número de instrumentos, y así la mano, «instrumento de instrumentos» (687 a 21), es como anatómicamente es para que el hombre pueda existir y vivir con arreglo a su naturaleza específica.

A la descripción anatómica de la mano, el pecho, el abdomen y los órganos sexuales sigue la de la pierna y el pie, cuya configuración humana -existencia de nalgas, carnosidad del muslo y la pantorrilla, tamaño y forma del pie- es explicada por Aristóteles con su invariable mentalidad teleológica.

Aristóteles, en suma, no legó a la posteridad una ciencia del cuerpo humano formal y metódicamente elaborada. Ni se lo propuso, ni, carente de la necesaria experiencia disectiva, hubiese podido construirla. Recogiendo buena parte de su herencia, aunque discrepando de él en puntos importantes, Galeno la construirá.






ArribaAbajo- VI -

De Aristóteles a Galeno


No menos de medio milenio transcurrirá hasta que el legado hipocrático y aristotélico fructifique en una ciencia del cuerpo humano realmente merecedora de ese nombre. Mas para que tal posibilidad se cumpliese era necesaria la obra sucesiva de los médicos que en la Grecia helenística enriquecieron el saber anatómico. Diocles de Caristo, Praxágoras de Cos y los anatomistas alejandrinos son, entre ellos, los más dignos de consideración.


ArribaAbajoA) Diocles de Caristo y Praxágoras de Cos

El magisterio de Aristóteles en el Liceo tuvo expresión médica en Diocles de Caristo (fl. 320-310 a. de C.). «Segundo Hipócrates», se le llamó, seguramente por la variedad y el valor de sus escritos médicos. No los conocemos, y en consecuencia no podemos juzgar si fue o no fue desmedida esa estimación. En cualquier caso, su obra anatómica -Diocles fue, según Galeno, el primero en componer un tratado especialmente dedicado a la anatomía- no parece que recogiera la rica herencia intelectual de su maestro. Por lo que de él conocemos, su saber anatómico se basó en consideraciones analógicas -por ejemplo: sigue considerando bicorne la figura del útero- y tuvo el carácter aplicado, iatrocéntrico, que por lo general muestran las descripciones morfológicas del Corpus hippocraticum. Con todo, hay que consignar en su haber algunas precisiones en la descripción de los grandes vasos sanguíneos y un intento de periodización semanal del desarrollo embrionario del cuerpo humano.

Poco posterior a Diocles fue Praxágoras de Cos (fl. 300 a. de C.), jefe de la escuela coica y, como tratadista, también secuaz de Aristóteles. Es muy probable que compusiese un tratado de anatomía. En cualquier caso, los fragmentos de contenido anatómico que de él conservamos nos permiten afirmar que disecó animales, pero no cadáveres humanos, y que la orientación de su saber no rebasó la condición pragmática y utilitaria de la anatomía que venían exponiendo los médicos.

Como hombre de Cos, Praxágoras fue humoralista; pero su estequiología no se conforma con la enumeración ya casi tradicional de los cuatro humores que menciona el escrito hipocrático Sobre la naturaleza del hombre -él distingue, por lo menos, once, acaso siguiendo a Aristóteles- y no se limita a la esquematización de las dýnameis elementales en los pares caliente-frío y húmedo-seco. Volviendo a la originaria propuesta de Alcmeón y anticipándose a Paracelso y los iatroquímicos, a esas cualidades táctiles añade las gustativas: ácido, alcalino, salado y amargo.

Sus descripciones mejoran notablemente el conocimiento anatomofisiológico de la faringe, la laringe y la tráquea, y enriquecen con nombres nuevos la onómatología anatómica griega. Fue Praxágoras, según todas las apariencias, el primero en distinguir netamente las arterias y las venas; aquéllas pulsátiles y, para él, vacías (de aquí el nombre que dio a la arteria phleps koilē, vaso hueco), éstas llenas de sangre y no pulsátiles. Pero, a juicio de Galeno, que sin duda conoció en su integridad la obra de Praxágoras, su saber anatómico fue confuso y en no pocos puntos erróneo.




ArribaAbajoB) Los anatomistas alejandrinos

A lo largo de varios siglos -desde el III a. de C. hasta el II d. de C.- la investigación anatómica de los médicos de Alejandría va a ser decisiva para la edificación de la ciencia del cuerpo humano que desde los presocráticos postulaba el pensamiento médico y antropológico de los griegos.

Una nueva ambición y un nuevo recurso metódico van a surgir entre los médicos alejandrinos. A partir de la muerte de Aristóteles se debilita, es cierto, el formidable brío especulativo que desde los primeros presocráticos había animado el pensamiento griego28, pero, como compensando esa deficiencia, son brillantemente cultivadas no pocas disciplinas científicas, la geografía (Dicearco, Eratóstenes, Posidonio, Estrabón), la matemática, la astronomía y la física (Herón, Diofanto, Euclides, Arquímedes, Apolonio, Aristarco, Hiparco, Ptolomeo), la historiografía (Polibio), la biología (Teofrasto, Ptolomeo, Filadelfo) y, por supuesto, la filología y la gramática. A tal fin sirvieron las dos máximas instituciones culturales de la recién fundada Alejandría, la Biblioteca y el Mouseion, y dentro de ese marco intelectual realizaron su obra anatómica los médicos alejandrinos.

Con García Ballester, creo conveniente estudiar la anatomía alejandrina distinguiendo en su historia dos períodos netamente distintos entre sí: uno más creador, que alcanza su cima en el siglo ni a. de C., y otro más recopilador y comentador -más «alejandrino», en el más tópico sentido de esta palabra-, que se extiende desde Rufo de Éfeso hasta los escritos anatomofisiológicos de Galeno.


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1. Dos grandes nombres descuellan en el primero de esos dos períodos: Herófilo y Erasístrato. Ellos son los médicos que con mayor eminencia representan la nueva ambición y el nuevo método de que acabo de hablar.

En lo tocante al conocimiento científico del cuerpo, descuella la decisiva novedad que constituyó la disección de cadáveres humanos y -terrible hazaña, sin ulterior prosecución- la vivisección de criminales condenados a muerte. En la génesis de tal novedad acaso influyera el hecho de que en Egipto no fuesen incinerados los cadáveres humanos, como en Grecia acontecía, sino sometidos a las prácticas exigidas por la momificación; abrir un cadáver no era profanarlo, sino prepararlo para la inmortalidad. Pero mucho más determinante debió de ser la acción conjunta de otros dos motivos: el ansia de experiencia sensorial, ya tan fuerte en Aristóteles, y la resuelta actitud desmitificadora de la sociedad helenística y alejandrina ante muchos viejos tabúes; entre ellos la sacralidad del cuerpo muerto. En lo tocante al saber científico, bien claramente mostraron la eficacia de esa conjunción de causas los disectores alejandrinos; y en cuanto a la actividad artística, no menos demostrativo fue un suceso que cuenta Séneca: el pintor Parrasio compró uno de los prisioneros en la batalla de Olinto para utilizarlo como modelo viviente -agonizante, más bien- de su Prometeo desgarrado por el buitre.

Hasta 600 cuerpos vivientes fueron disecados en Alejandría, según la cuenta de Tertuliano. Celso, por su parte, relata el orden de la disección: era en primer lugar abierto el abdomen, y, desde él, previa sección del diafragma, se accedía a la cavidad torácica para ver cómo al morir pierde el hombre el alma. Pero, naturalmente, no fue la vivisección, sino la disección de cadáveres, la que ante todo dio lugar a los numerosos hallazgos anatómicos de Herófilo y Erasístrato.

Discípulo de Praxágoras de Cos y del cnidio Crisipo, heredero, por tanto, de las dos más importantes tradiciones del período hipocrático de la medicina griega, y seguramente influido por el Aristóteles naturalista, con su precepto de dar primacía metódica a la observación sensorial de la realidad, Herófilo pasa por ser el máximo de los anatomistas griegos anteriores a Galeno. Sus hallazgos empíricos conciernen a todas las regiones del cuerpo. En el encéfalo describió el cerebelo, las meninges, los plexos coroideos, los senos venosos, y en ellos la formación que solemos llamar «prensa de Herófilo», los tres ventrículos cerebrales y el cuarto ventrículo, cuya superficie inferior comparó con una pluma (kálamos, calamus scriptorius). Rompiendo abiertamente con el arcaico cardiocentrismo de Aristóteles, en el cuarto ventrículo situó Herófilo la sede del alma. Mencionó siete pares de nervios craneales y, aunque confundiendo todavía el neuron nervio con el neuron ligamento o tendón, sentó las bases para la distinción entre los nervios sensitivos y los motores. Especial fama le dio su descripción del ojo: el cuerpo vítreo, la membrana coroidea y una «piel reticular» (amphiblēs-troeidēs), denominación que no sabemos si se refiere a la retina o a la cápsula del humor vítreo, fueron mencionados por él. En el tubo digestivo dio nombre al duodeno (dyodekadáktylon), y acaso entrevio los vasos quilíferos: «Del intestino brotan vasos -dice uno de sus fragmentos- que, a diferencia de los restantes, no desembocan en la vena porta, sino en ciertos cuerpos glandulosos». Es bastante precisa su descripción de la superficie del hígado. Distinguió las arterias y las venas por el grosor de sus respectivas paredes, e introdujo los nombres de «vena arteriosa» y «arteria venosa» para designar la arteria y la vena pulmonares. Nombró y sumariamente describió la próstata, el epidídimo, las vesículas seminales y el cordón espermático en el aparato genital masculino, y los ovarios y acaso las trompas en el femenino. Merece asimismo recuerdo su idea de la animación del cuerpo humano. Para Herófilo, la vida del hombre se hallaría regida por una psykhē dotada de cuatro dynámeis: una nutritiva, con su centro en el hígado, otra calefactiva, con el corazón como sede, otra intelectiva, situada en el encéfalo, y otra sensitiva, localizada en los nervios.

Aunque menos rica en hallazgos anatómicos, tan importante como la de Herófilo, o acaso más, es la obra de su coetáneo Erasístrato en la historia del conocimiento del cuerpo humano. Erasístrato confirmó las ideas del autor hipocrático de Enfermedades IV acerca de la función oclusiva de la epiglotis, conoció las arterias bronquiales, describió las válvulas cardíacas aurículo-ventriculares y les dio el nombre que recogió Galeno y hoy llevan, vio los vasos quilíferos en el abdomen de la cabra, mejoró el conocimiento del cerebro y del cerebelo, al que consideró sede del alma, y, rectificando un error de su juventud, situó en la sustancia cerebral y no en la dura madre el origen de los nervios craneales.

Pero la influencia de Erasístrato sobre el ulterior saber anatomofisiológico se debe sobre todo a tres concepciones suyas, una de carácter morfogenético, otra anatómico-general y otra fisiológica.

Las partes orgánicas, afirma Erasístrato, se forman según dos líneas diferentes: unas, las «partes espermáticas» o «fibrosas» -tubo digestivo, corazón, vejiga, útero-, proceden de la sustancia primaria del embrión; otras, las «partes parenquimatosas» -hígado, bazo, pulmón, riñón, cerebro- se van formando por la paulatina transformación de la sangre alimentaría en la sustancia propia de cada una29. El término parénkhyma, neologismo de Erasístrato, se deriva del verbo parenkhýein, diseminar o distribuir. Las partes parenquimatosas mantienen su forma y su estructura gracias a la trama fibrosa que hay en su masa.

Esa trama se hallaría compuesta por el entrelazamiento de una vénula, una arteriola y un nervio: la estructura anatómica general que Erasístrato denominó triplokía, predominante en las partes espermáticas y central en las parenquimatosas. No serán pocos los médicos y los biólogos que en los siglos subsiguientes -en rigor, hasta bien entrado el Renacimiento- hagan suyos estos conceptos morfológicos.

Hasta Galeno, e incluso hasta Harvey, pese al general galenismo de los médicos medievales y renacentistas, tuvieron vigencia las ideas de Erasístrato acerca de la relación entre las arterias y las venas. Con la tradición griega, Erasístrato pensaba que las arterias no contienen sangre, sino neuma; así lo demostraría su vacuidad post mortem. Pero la observación directa de las heridas de los miembros hace ver que en ellas sangran las arterias, y no sólo las venas. ¿Cómo entender tal hecho? La explicación de Erasístrato fue ingeniosa y sutil: en su porción distal, las venas y las arterias se comunican entre sí por una red de pequeños vasos (synanastomóseis), cerrados en la vida normal y abiertos cuando el organismo queda alterado por una afección morbosa general, como la fiebre, o local, como las heridas. Producida una herida, se escapa el neuma de las arterias y la sangre venosa pasa a ellas por las synanastomóseis, impulsada por el horror vacui. Los irrefutables argumentos de Harvey serán necesarios para el definitivo abandono de esta artificiosa hipótesis.




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2. El nivel de la anatomía alejandrina decreció rápidamente tras la muerte de Herófilo y Erasístrato. En sus respectivas escuelas, la pura secuacidad prevaleció sobre el interés por la investigación. Se abandonó la disección de cadáveres humanos -acaso ya con anterioridad a la batalla de Accio; con toda seguridad después de ella, porque la legislación romana la prohibía-, y el afán de saber fue cediendo ante el pragmatismo de los dominadores. En lo tocante a los saberes médicos, sólo con la fuerte y genial personalidad de Galeno, griego en Roma, será posible que entre los romanos se manifieste el espíritu pesquisidor del pueblo helénico.

No todo, sin embargo, fue estancamiento y silencio. La investigación reciente (M. Michler) ha hecho ver que entre los cirujanos alejandrinos siguió siendo muy aceptable la formación anatómica. Y como preludio de la gigantesca obra galénica, Rufo de Éfeso y Marino y su escuela reavivaron en los siglos I y II d. de C. el interés por la anatomía.

Rufo de Éfeso ganó notoriedad con un escrito acerca de la denominación de las partes del cuerpo humano (Peri onomasías tōn tou anthrōpou moríōn), típica muestra del carácter más erudito que creador de la cultura griega de su época. Mayor valor intrínseco poseen los hallazgos que se le atribuyen: el entrecruzamiento de los nervios ópticos, la cápsula del cristalino (hymēn phakoeidēs, membrana facoidea), el curso intratorácico del vago y una aguda clasificación de los nervios (neura, nombre con el que todavía eran designados los nervios propiamente dichos y los ligamentos y tendones). Los neura procedentes del cerebro y la médula son órganos de la sensación y del movimiento y gobiernan toda la actividad (pasa praxis) del cuerpo animal; los neura ligamentosos, en cambio, sólo tienen una función mecánica. Por añadidura, Rufo afirmó, contra la tesis de Erasístrato, que las arterias y el ventrículo izquierdo contienen sangre, además de neuma, y mencionó la glándula parótida y el timo.

Por su parte, Marino compuso un tratado anatómico que sólo conocemos por la noticia que de él ofrece Galeno -el más antiguo, sin duda, en la historia del saber anatómico-, y mejoró considerablemente el conocimiento del sistema muscular. No parece ilícito pensar que sin la obra de Marino no hubiera sido posible el tratado galénico De anatomicis administrationibus.

Discípulo directo de Marino fue Quintus (Kointus), que residió en Roma poco antes de la llegada de Galeno; y discípulos directos o indirectos, todos los que, además de Quintus, cultivaron y enseñaron la anatomía en las ciudades helenísticas donde Galeno se formó: el macedonio Lico (Lykos), Pelops de Esmirna, Sátiro de Pérgamo, Numisiano de Corinto, Juliano. Poco o mucho, todos ellos contribuyeron a que en los siglos postreros de la Antigüedad surgiese la primera exposición sistemática de una ciencia anatómica propiamente dicha.

Por vez primera, en efecto, el conocimiento del cuerpo humano iba a cumplir en medida suficiente los tres requisitos -el teorético, el sistemático y el metódico- que elevan a ciencia el modo de saber.