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La categoría genérica que nos interesa en este apartado es la de subgénero en sentido estricto, aunque empleemos el apelativo de género, más extendido y que evita confusiones, que depende de factores semánticos, pragmáticos estilísticos o formales. Su carácter es adjetivo, parcial, y su función suele ser temática; poseen una duración limitada dado que se encuentran expuestos a las variaciones del sistema literario y del canon, siendo del mismo modo que los géneros entidades históricas. Es la más definida de las categorías, hablamos de realizaciones concretas de los géneros históricos y por eso tenemos novelas (género histórico) góticas (subgénero). Todo subgénero se define por sus características referenciales que responden a la estructura de la fórmula y la determinan. De acuerdo con la interpretación que de la obra de René Wellek y Austin Warren realizaron García Berrio, A. y Huerta Calvo J. con Los géneros literarios, la novela gótica constituiría, según todos sus criterios, un género específico por presentar no solamente un asunto o temática, limitada o continua, sino también un repertorio recurrente de artificios.

 

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La necesidad de discutir el marco y las fronteras de la novela gótica es más que acuciante debido a las reflexiones generalistas que se han venido produciendo y que no tienen en cuenta la problemática del movimiento.

 

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Así lo sostiene David Roas (2003:10): «lo que se denomina específicamente "literatura fantástica" surgió a mediados del siglo XVIII con su manifestación más antigua: la novela gótica, apoyándose en el modelo cultural que se había desarrollado en Occidente hasta ese momento y en relación con la aparición del Racionalismo y de la Ilustración».

Roger Caillois defiende la misma tesis (1970: 12): «lo fantástico hace su aparición tras el triunfo de la concepción científica de un orden racional y necesita de los fenómenos después del reconocimiento de las causas y de los efectos. En una palabra, nace en el momento en que cada movimiento está más o menos persuadido de la imposibilidad de los milagros».

También Roger Bozzetto (2002: 39) entiende, al estudiar lo fantástico desde el punto de vista del efecto que produce, que el género fantástico «primero será gótico».

Más recientemente, Julia Barella (1994: 12) entiende que «no debemos olvidar que si las creaciones fantásticas van unidas desde la Antigüedad a la creación literaria y fueron adquiriendo rasgos y características propias en el período medieval, se consolidaron definitivamente como género autónomo con la explosión en el siglo XVIII de la novela gótica».

Castex se mantiene en una posición intermedia y si bien considera que «el castillo de Otranto inaugura el género, será El diablo enamorado de Cazotte (1772) la obra que suscite el nacimiento de un género mixto que, a medio camino entre el relato de hadas y el relato realista , tomará el nombre de género fantástico en el Romanticismo» (Castex 1951: 35).

 

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Este hecho ya lo adivina David Roas (2003: 15) al afirmar que «debemos tener en cuenta, sin embargo, un dato importante a veces descuidado en las historias del género fantástico: no todas las novelas góticas son fantásticas (especialmente) las conocidas novelas de Ann Radcliffe y de Clara Revee».

 

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Así, señala David Roas (2001: 15) que resulta fundamental la relación del movimiento con el contexto sociocultural porque «necesitamos contrastar el fenómeno sobrenatural con nuestra concepción de lo real para poder clasificarlo como fantástico» [...] toda representación de la realidad depende del modelo de mundo del que una cultura parte: realidad e irrealidad, posible o imposible se definen en relación con las creencias a la que el texto se refiere».

 

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L. Vax en La séduction et l'étrange considera que la literatura fantástica nace cuando el hombre ve en la superstición, en la que ha dejado de creer, un nuevo impulso de creación literaria; por eso afirma que no es «el motivo» lo que crea el relato fantástico, sino que lo fantástico se desarrolla a partir del «motivo»: un fantasma cualquiera no supondrá nada en sí mismo, es el contexto el que precisará su forma y el que conseguirá producir la impresión de horror o incertidumbre espectral en el lector.

 

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Por este motivo considera Rosie Jackson (1981: 80) que «lo fantástico es indisociable del racionalismo y de su manifestación estética, de donde se desprende su carácter de fantasía mimética y, de hecho, de construcción oximorónica».

 

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Lo señala del mismo modo Nieves Jiménez Carra (2006: 5), quien afirma que Walpole «se excusaba por haber elegido ese tema para su relato, argumentando que, ya que la historia se ambientaba en la edad media, debía también mostrar en ella las creencias (sobre todo, de tipo sobrenatural) que se atribuían a esa época, entre otras razones, porque los lectores de la Inglaterra del XVIII veían más probable la presencia de estas situaciones en las "bárbaras" épocas medievales».

 

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Es cierto, por otra parte, que no perdemos de vista que el lector del siglo XVIII, que nada tenía que ver con el lector actual, se caracterizaba por la credulidad. Lo señala el propio Roas (2004: 43): «hablamos de lectores aún crédulos, sin grandes dosis de escepticismo».

 

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En este mismo artículo de Barthes, «El efecto de la realidad» (1970: 95-101), el autor considera que es posible encontrar en los textos narrativos secuencias -esencialmente descriptivas- que no desempeñan ninguna finalidad en el ámbito de la acción sino que tienen un objetivo estético, o bien el de crear la ilusión de lo real gracias al hecho de que remiten o fingen remitir, a la realidad referencial.

Aunque Barthes apoya su teoría en los textos realistas, el realismo era, como venimos sosteniendo, la característica que busca la literatura fantástica en sus relatos. Sin realismo, sin similitud con la vida cotidiana no se produce el efecto ante la aparición del elemento sobrenatural.