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El obispo leproso

Novela

Gabriel Miró






- I -

Palacio y colegio



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ArribaAbajoI. Pablo

Se dejó entornada la puerta de la corraliza.

¡Acababa de escaparse otra vez! Y corrió callejones de sol de siesta. Se juntó con otros chicos para quebrar y amasar obra tierna de las alfarerías de Nuestra Señora, y en la costera de San Ginés se apedrearon con los críos pringosos del arrabal.

Pablo era el más menudo de todos, y al huir de la brega buscaba el refugio del huerto de San Bartolomé, huerto fresco, bien medrado desde que don Magín gobernaba la parroquia.

La mayordoma le daba de merendar, y don Magín, sus vicarios y don Jeromillo, capellán de la Visitación, le rodeaban mirándole.

Pablo les contaba los sobresaltos de su madre, el recelo sombrío de su padre, los berrinches de tía Elvira, la vigilancia de don Cruz, de don Amancio, del padre Bellod, ayos de la casa.

-...¡Y yo casi todas las siestas me escapo por el trascorral!

-¡Te dejan que te escapes!

Y don Magín se lo llevó a la tribuna del órgano.

Se maravillaba el niño de que por mandato de sus dedos -sus dedos cogidos por los de don Magín- fuera poblándose la soledad de voces humanas, asomadas a las bóvedas, sin abrir las piedras viejecitas. Siempre era don Jeromillo el que entonaba o «manchaba», gozándose en su susto de que los grandes fuelles del órgano se lo llevasen y trajesen colgando de las sogas.

Se enterraban en la cámara del reloj para sentirse traspasados por el profundo pulso. Allí latían las sienes de Oleza. Luego, otra vez, torciéndose por la escalerilla, llegaban bajo la cigüeña de las campanas; y desde los arcos, entre aleteos de falcones y jabardillos de vencejos, veían el atardecer, que don Magín comparaba a un buen vecino que volvía, de distancia en distancia, al amor de su campanario. Toda la ciudad iba acumulándose a la redonda. Su silencio se ponía a jugar con una esquila que sonaba, tomándola y deshaciéndola en la quietud de las veredas. Golpes foscos de aperador; golpes frescos de legones; tonadas y lloros; el bramido del Segral. Arreciaba la bulla de las ranas.

-¿Las oyes, Pablo? ¡Las chafaría todas con mis pies, pero con los pies descalzos del padre Bellod, poniéndomelos como botas para andar por los fangales! Oyendo un cántico se piensa en algo que está más lejos que ese cántico. Los grillos parecen de plata. En estas noches olorosas de cosechas se sienten como rebaños que pasturan a lo lejos, como cascabeles de una diligencia que viene por todos los campos. Un grillo, sólo un grillo, vibra en muchas leguas. Pasa un pájaro, y nos abre más la tarde. En cambio, principian a croar las ranas y no vemos sino agua de balsa.

Don Jeromillo se dormía. Solía dormirse en todo reposo, en cualquier rincón apacible de un diálogo; y al despertar se atolondraba de verse súbitamente despierto.

Revolviose el párroco y con el codo tocó los bordes de la «Abuelona», la campana gorda, que se quedó exhalando un vaho de resonido.

-Deja tu mano encima y te latirá en los dedos la campana. Parece que le circule la sangre de las horas y de los toques de muchos siglos. ¿Verdad que tiene también su piel con sus callos y todo?

Pablo decía que sí, y palpaba los costados de bronce, calientes de sol. Se presentían los clamores en lo hondo de la copa enorme y sensitiva.

-Tienes miedo de que suene, y a la vez estás deseando empujarla. Todo el silencio del pueblo y de la vega es una mirada que se fija en tu mano y en tu voluntad. No nos atrevemos a remover la campana porque la tarde duerme dentro y se levantaría toda preguntándonos.

El niño miraba la «Abuelona»; se apartaba; volvía a tocarla despacito. En él se abría la curiosidad y la conciencia de las cosas bajo la palabra del capellán.

-¡Ahora vámonos a Palacio!

Con don Magín entraba en Palacio un claror de vida ancha, como si siempre acabase de venir de viajes remotos. Le rodeaban los curiales, le saludaban los fámulos, le buscaban los clérigos domésticos, le consultaban los vicarios forasteros.

Si el prelado no salía a su ventana del huerto para llamarle, o no le mandaba un paje convidándole a subir, el párroco se iba sin llegar a los aposentos del señor.

Algunas veces Su Ilustrísima le sentaba a su mesa; pero antes había de internarse don Magín por las cocinas y despensas; y, oyéndole, brincaban de gozo los galopillos, y era menester que el mayordomo se lo llevara para reprimir el bullicio.

Aprovechábase de su confianza ganando licencias, socorros, perdones y provechos para los demás. Era valedor, pero no valido, de la corte episcopal, porque no se acomodaba su desenfado ni con la disciplina del poder. El suyo no lo debía todo a la sangre que perdiera en el tumulto de la riada de San Daniel, sino principalmente a su mérito de humanidad en el corazón del obispo. Don Magín equivalía al diálogo, a salir Su Ilustrísima de sí mismo, descansándose en otro hombre. De manera que nunca pudo enojarse Su Ilustrísima de no poder enojarse, como Celio, que, harto de la mansedumbre de su cliente, tuvo que decirle: «¡Hazme la contra para que seamos dos!».

Al principio estuvo Pablo muy parado, sobrecogido del silencio del patio claustral, de la bruma de las oficinas diocesanas. Pronto llegaron a parecerle los techos de Palacio tan familiares como los de la parroquia de San Bartolomé. Se asomaba a los armarios del archivo, removía las campanillas, volcaba las salvaderas, se subía a los butacones de crin y a los estrados del sínodo. En el huerto ya le conocían los mastines, las ocas, los palomos; y hasta las mulas del faetón de Su Ilustrísima levantaban sus quijadas de los pesebres, volviéndose para mirarle.

Sus juegos y risas alborotaron todos los ámbitos. Y, una tarde, en la revuelta de un corredor, se le apareció un clérigo ordenándole respeto. Pero la voz de alguien invisible que mandaba más se interpuso protegiéndole:

-¡Dejadle que grite, que en su casa no juega!

Todo lo corrió el hijo de Paulina, desde las norias hasta la torrecilla del lucernario.

Y otro día se perdió por un pasadizo mural que acababa en tres escalones de manises, con un portalillo como los del «Olivar de Nuestro Padre». Entró, y hallose en una sala de retratos de obispos difuntos. En el fondo había otros tres peldaños y otra puertecita labrada. Pablo la empujó y fue asomándose a un dormitorio de paredes blancas. Encima del lecho colgaba un dosel morado, como el de la capilla del Descendimiento de la catedral. Vio un reclinatorio de almohadas de seda carmesí, un bufete con atril, una mesa con libros y copas de asa y cobertera, copas de enfermo; y junto a la reja, un sacerdote demacrado, con una cruz de oro en el pecho, que le sonrió llamándole.

-No me tengas miedo. Sentí que venías y esperé sin moverme para no asustarte. Desde mi ventana te miro cuando juegas en el huerto.

El niño le contemplaba las ropas de capellán humilde. Su voz era la voz del que mandó que le dejasen jugar a su antojo.

-Yo te conozco mucho. Una tarde que llovía, tarde de las Ánimas, pasabas con tu madre por la ribera. Ibais los dos llorando...

-¡Sí que es de verdad!

-Y al verme te paraste, y yo os bendije...

-¡Sí que es de verdad!

-¿Por qué llorabais?

-¡Es el obispo!

Y el hijo de Paulina ladeaba su cabeza mirándole más.

Su Ilustrísima lo llevó a la sala del trono, olvidada y obscura, con rápidos brillos envejecidos; le mostró el comedor, todo enfundado, aupándole para que alcanzase confites de los aparadores y credencias de roble; y en la biblioteca le derramó todo un cofrecillo de estampas primorosas.

Pablo las repasó y las contó sentadito en los recios esterones.

-Dime por qué llorabais.

-Yo no lo sé.

Y Pablo se encaramó al sillón de oro de la mesa prelaticia. Resbaló dulcemente, y quedose sorprendido de tener todo el asiento para él y todo el escritorio para él. En su casa, la mesa del padre le estaba vedada como un ara máxima. Tendió sus brazos con las manos muy abiertas sobre la faz pulida de la tabla. ¡Toda suya! Y se reía.

-¿Y qué os dijo tu padre viendo que llorabais?

-Yo ya no lo sé.

Miraba el sello de lacrar; se apretó en los carrillos la hoja de marfil de la plegadera para sentir el filo de frío. Alzaba los ojos al artesón, y se quedaba pensando.

-En mi casa siempre llora la mamá. Es que la mujer y el marido parecen los otros dos.

Se distrajo con un pisapapeles de cristal, lleno de iris. Poco a poco la tarde recordada por el prelado se le acercó hasta tenerla encima de su frente, como los vidrios de sus balcones donde se apoyaba muchas veces, sin ver nada, volviéndose de espaldas al aburrimiento. Todo aquel día tocaron las campanas lentas y rotas. Tarde de las Ánimas, ciega de humo de río y de lluvia. La casa se rajó de gritos del padre. Ardían las luces de aceite delante de los cuadros de los abuelos -el señor Galindo, la señora Serrallonga-, que le miraban sin haberle visto y sin haberle amado nunca. Cuando el padre y tía Elvira se fueron, las campanas sonaron más grandes. Le buscó su madre; la vio más delgada, más blanca. Se ampararon los dos en ellos mismos; y entonces las luces eran las que les miraban, crujiendo tan viejas como si las hubiesen encendido los abuelos. Después, la madre y el hijo salieron por el postigo de los trascorrales. Todo el atardecer se quejaba con la voz del río. Caminaban entre árboles mojados, rojos de otoño. Pablo agarrose a una punta del manto de la madre, prendido de llovizna como un rosal. Ella no pudo resistir su congoja, y cayó de rodillas. Una mano morada trazó la cruz entre la niebla, y ellos la sintieron descender sobre sus frentes afligidas...

Entre sus ojos largos, un pliegue adusto le rompía la dulzura infantil. Vio una estampa con orla de acero, al lado del velón. Sobre un fondo ingenuo de cipreses y lirios se reclinaba un niño; un avestruz le hincaba en la frente su pico abierto y voraz.

Su Ilustrísima le acercó el grabado.

-Es San Godefrido, un niño siempre puro, que fue obispo. ¿Le tienes miedo a ese pájaro tan alto?

-¡Yo no le tengo miedo! -Lo dijo riéndose; pero se le plegó más la frente, como si se la rasgase el pico anheloso que atormentó los pensamientos de pureza de San Godefrido-. En mi casa hay un pájaro, de grande como una paloma, y no es una paloma, es un perdigote, pero de bulto, gordo, con ojos que miran. Lo tiene tía Elvira de candelero y le pone una vela entre las alas. Y también hay un cuadro bordado de pelos de muertos, y es el nicho de abuelo y abuela que no sé quién son; y una Virgen de los Dolores con cuchillos, que está llorando; todo es de tía Elvira. ¿Quiere venir y verá?

-Yo estuve ya en tu casa del «Olivar» hace mucho tiempo.

-El «Olivar» sí que es de mi abuelo de veras, el que se murió, y mío. Tenemos una lámpara que es un barco de cristales que hacen colores, como esa bola de los papeles. A mí no me llevan al «Olivar».

De repente se le olvidó todo, complaciéndose en la graciosa anforilla del tintero de plata. Lo destapó y asomose al espejo negro y dormido.

Un familiar entró las luces; y quedose pasmado de que aquella criatura revolviese la mesa jerárquica. Y el señor, de pie, sonreía consintiéndolo todo.

Pasó por el huerto la voz de don Magín llamando al niño.

Fueron a la ventana; Pablo brincó como un cordero; y gritaba y se reía escondiéndose detrás de Su Ilustrísima.




ArribaAbajoII. Consejo de familia

Todavía de pañales el hijo, cerraron los condes de Lóriz su casa, trasladándose a Madrid. Ya podían abrirse confiadamente las celosías de don Álvaro. Su calle se internaba de nuevo en un silencio de pureza; verdadero recinto suyo. Y en abril, casi todos los años en abril, volvía esa gente con sus criados señoriles y el ama del condesito, una pasiega grande, magnífica de ropas de colores de frutas y de collares, de dijes, de abalorios y dingolondangos. Parecía un ídolo rural. Elvira la miraba desde su persiana con rencor y con asco. De seguro que en aquellos pechos, tantas veces desnudos, y en aquellos ojos dulces de becerra se escondía la deshonestidad de una mala mujer. Más tarde, la nodriza se trocó en ama seca, y a su lado principió a caminar la cigüeña de un aya, cansada de idiomas y de virtudes antiguas.

Elvira la aborreció. ¡Qué perversidades no habría detrás de sus impertinentes laicos!

Don Álvaro y sus amigos también la miraban desde la reja del escritorio. En la pared, donde colgaba un trofeo y un retrato del «señor» desterrado, se estampaba el escandaloso resol de una vidriera de los Lóriz. De allí salía, como una fuente musical, la risa de la condesa.

-¡Pero cuándo se irán! -clamaba don Álvaro.

Se iban; y la ausencia de esa gente de elegancias y claridades gozosas entornaba la vida de Oleza. Entornada y todo, la ciudad se quedaba lo mismo. Lo reconocía don Amancio (Carolus Alba-Longa), ordeñándose su barba nueva, lisa, barrosa. Lo mismo desde todos los tiempos, con su olor de naranjos, de nardos, de jazmineros, de magnolios, de acacias, de árbol del Paraíso. Olores de vestimentas, de ropas finísimas de altares, labradas por las novias de la Juventud Católica; olor de panal de los cirios encendidos; olor de cera resudada de los viejos exvotos. Olor tibio de tahona y de pastelerías. Dulces santificados, delicia del paladar y del beso; el dulce como rito prolongado de las fiestas de piedad. Especialidades de cada orden religiosa: pasteles de gloria y pellas, o manjar blanco, de las clarisas de San Gregorio; quesillos y pasteles de yema de la Visitación; crema de las agustinas; hojaldres de las verónicas, canelones, nueces y almendras rellenas de Santiago el Mayor; almíbares, meladas y limoncillos de las madres de San Jerónimo.

Dulcerías, jardines, incienso, campanas, órgano, silencio, trueno de molinos y de río; mercado de frutas; persianas cerradas; azoteas de cal y de sol; vuelos de palomos; tránsito de seminaristas con sotanilla y beca de tafetán; de colegiales con uniforme de levita y fajín azul; de niñas con bandas de grana y cabellos nazarenos; procesiones; Hijas de María; camareras del Santísimo; Horas Santas; tierra húmeda y caliente; follajes pomposos; riegos y ruiseñores; nubes de gloria; montes desnudos... Siempre lo mismo; pero quizá los tiempos fermentasen de peligros de modernidad. Palacio mostraba una indiferencia moderna. Don Magín paseaba por el pueblo como un capellán castrense. Y esos Lóriz, de origen liberal, y otros por el estilo, se ancionaban al ambiente viejo y devoto como a una golosía de sus sentidos, imaginando suyo lo que sólo era de Oleza. En cambio, todo eso que nada más era de Oleza: sus piadosas delicias, su sangre tan especiada, sus esencias de tradición, el fervor y el olor vegetal, arcaico y litúrgico, se convertían para los tibios en elementos y convites de pecado. Los años aún no descortezaban los colores legítimos de la ciudad; ¡pero las gentes...! (Don Amancio, el padre Bellod, don Cruz, don Álvaro, preveían un derrumbamiento). Las gentes, esas gentes de ahora, las nuevas; los hijos... Don Álvaro tenía un hijo: Pablo. ¡Y ese hijo...!

Pablo sentía encima de su vida la mirada de célibe y de anteojos de don Amancio; la mirada tabicada, unilateral, de tuerto, del padre Bellod; la mirada enjuta y parpadeante de don Cruz; la mirada huera del homeópata; la mirada de filo ardiente de tía Elvira; la mirada de recelo y pesadumbre de su padre. Ninguno le acusó de sus escapadas a Palacio y al huerto rectoral de don Magín, el capellán más relajado y poderoso de la diócesis. Muchas veces tuvo que recogerle la vieja criada de Gandía. Y nunca trataron de este asunto, porque no todas las desgracias pueden desnudarse. Lo pensaban mirándose; y don Cruz asumía la unanimidad del dolor elevando los ojos hacia las vigas del despacho de don Álvaro para ofrecer a Dios el sacrificio de su silencio.

No se resignaba el señor penitenciario a que un crío, y un crío hijo de don Álvaro Galindo, fuese la contradicción de todos, más fuerte que ellos, hasta impedirles la fórmula de su conciencia. Sus palabras y voluntades evitaban, como si trazaran una curva, el dominio de lo que con más títulos habrían de poseer. Esa criatura tan de ellos y tan frágil por ser el objeto de todas las complacencias de Paulina, se les resbalaba graciosamente entre sus manos. Sospechaban en la madre un escondido contento sabiendo que habían de quedar intactas las predilecciones de Pablo.

Don Cruz llegó a decir que las esposas como Paulina, por santas que fuesen, pueden ofrecer hijos a la perdición.

Reconcentrose don Álvaro bajo la sombra de su tristeza.

-No tan débil como se cree. ¡Nada tan resistente como sus lágrimas!

Don Amancio, dueño de una academia preparatoria, abría la esperanza:

-De cera son los hijos, y podemos modelados a nuestra imagen. -Y su calidad de célibe acentuaba su timbre pedagógico.

-¿Pablo de cera? -tronaba el padre Bellod-. ¡Pablo es de hierro, y el hierro se forja a martillazos!

El homeópata propuso que esa difícil crianza le fuera encomendada a don Amancio.

-Mi casa no es herrería ni escuela de párvulos. Mi casa es academia.

Y como don Cruz se volviese con reproche a Monera, Monera, no sabiendo qué hacer, abrió y cerró la tapa de su gordo reloj de oro, y le cedió su butaca, como siempre, a don Amancio. Entonces hablaron del internado en el colegio de «Jesús». La hermana de don Álvaro se compungió. Bien sabía que Pablo se encanijaba entre sus faldas. Muchas veces se confesó culpable de los resabios del sobrino. ¡Pero ya no podía más! ¡Para que Paulina siguiese viviendo en el dulce regaño de hija única, ella había de vivir en los afanes y trajines de ama y de sierva! ¡Arrancar a Pablo de la madre para encerrarle en «Jesús», imposible! Si Paulina les oyese no acabarían sus lágrimas y sus gritos de desesperación. ¡Éste era su miedo!

-¡Es usted un ángel!

Don Cruz llevaba muchos años repitiéndoselo; y se lo repetía como si le dijese: «¡Es usted de Gandía, o está usted muy flaca!».

Elvira se sofocó virginalmente.

-¡Ya no puedo más!

No podía. Nunca sosegaba. Los armarios, las cómodas, el arcón de harina, las alacenas y despensa, todo se abría, se cerraba, se contaba bajo el poder, la vigilancia y las llaves de la señorita Galindo. En los vasares enrejados, las sobras de las frutas, de las pastas, de los nuégados y arropes iban criando vello; y las dos criadas, sin postres, lo miraban.

Ese estridor de llaves y cerraduras creía sentirlo Pablo hasta con la lengua, amarga por el relumbre del agua oxidada, agua de clavos viejos, que el padre y tía Elvira le obligaban a beber para que le saliesen los colores.

Elvira se abrasaba en la desconfianza como en un amor infinito. Si una puerta se quedaba entornada, temía el acecho de unos ojos enemigos. Retorcida por una prisa insaciable y dura. Prisa siempre. Y en cambio, Paulina recostaba su alma en el recuerdo de las horas anchas y viejas del «Olivar de Nuestro Padre». Una vez quiso mitigar ese ávido gobierno; y se puso muy dolida la hermana del marido.

-¡Yo nada soy aquí! Lo sé; y me dejo llevar de mis simples arrebatos porque no tengo tu calma y tu primor. ¡Yo guardo para ese hijo vuestro! Que Álvaro te diga lo que se nos enseñó de pequeños. ¿Que se pudren y se pierden las cosas teniéndolas guardadas? Más se perderían dejándolas abiertas a todas las manos. Siento a ese hijo vuestro tan mío como de vosotros. ¡Y no me lo impediréis aunque mi mismo hermano me eche de esta casa!

Don Álvaro la tomó de los hombros, acercándosela con ansiedad devota. Elvira se acongojó y sus sollozos vibrantes la revolvían en crujidos... ¡Echar a esa hermana de supremas virtudes, la que se olvidó hasta de su recato de mujer, siguiéndole una noche, con disfraz de hombre, por guardarle de los peligros de Cara-rajada!

En presencia de don Cruz, de don Amancio, de Monera y del padre Bellod, supo Paulina el propósito de poner interno a Pablo en el colegio de Jesús.

Elvira inclinaba la frente esperando los sollozos rebeldes de la madre.

Paulina nada más pronunció:

-Pablo no ha cumplido ocho años.

Después recogiose calladamente en su dormitorio.

La cuñada se quedó escuchando.

-¡Es mi miedo, mi miedo a sus gritos, al escándalo de la desesperación!

No venía ni un grito ni un gemido. Y entonces tuvo ella que gemir y gritar; y llamó a Pablo.

Se asomó la vieja criada de Gandía.

-También se ha escapado esta tarde.

-¡Ya no puedo más!

-¡Es usted un ángel!

Y quedó acordada la clausura en «Jesús».

Anochecido llegó Pablo, y buscó en seguida a su madre para besarla. Después, en el comedor, sus ojos resistieron la mirada de tía Elvira sin esconder la luz de su felicidad, felicidad únicamente suya. Tía Elvira no pudo contenerse.

-¡Aprovéchate de los veintisiete días que te quedan, porque el 15 de septiembre se acabó el holgorio! ¡Y veintisiete días..., veintisiete días tampoco, que si quitas el de hoy y el de ingreso...!

Desde entonces, todas las noches, antes de la cena, le presentaba el arqueo de su libertad; y cada noche Pablo se acostaba aborreciéndola más...




ArribaAbajoIII. «Jesús»

Espuch y Loriga, el curioso cronista de Oleza, tío de don Amancio, dejó inéditos sus Apuntes históricos de la Fundación de los Estudios de Jesús. Yo he leído casi todo el manuscrito, y he visitado muchas veces los edificios, cantera insigne de sillares caleños fajeados de impostas, con tres pórticos: el del templo, en cuya hornacina está el Señor de caminante con su cayada; el del Internado, de columnas toscanas y recantones, donde se sientan los mendigos que piden a las familias de los colegiales, y el de la Lección, con pilastras y archivoltas de acantos, por el que pasan y salen los externos. Tiene el colegio tres claustros: el de Entrada, con hortal; el de las Cátedras, con aljibe en medio; el de los Padres, de arcos escarzanos y medallones cogidos por ángeles. Tiene huerta grande y olorosa de naranjos, monte de viña moscatel y gruta de Lourdes. Hay escalera de honor de barandal y bolas de bronce, refectorios y salas de recreación de alfarjes magníficos que resaltan en los muros blancos; capillas privadas, crujías profundas, biblioteca de nichos de yeso, y en un ángulo, una celda, cavada en cripta, prisión de frailes y novicios. De la viga cuelga el cepo, y en una losa quedan estos versos de un condenado:


«Todo es uno para mí,
esperanza o no tenella;
pues si hoy muero por vella,
mañana porque la vi».

En cuatrocientos mil ducados de oro tasa Espuch y Loriga el coste de la fábrica; y para que mejor se entienda y aprecie la suma, añade: «...que en aquel tiempo no pasaba de cinco ducados el cahíz de trigo, ni de uno un carnero, ni de dos reales el jornal de un buen operario».

Ese «aquel tiempo» es el del fundador, don Juan de Ochoa, pabordre de Oleza, que tuvo asiento en las Cortes de Monzón.

Los estudios -lo repite el cronista- se hermanaron en sus principios con los de San Ildefonso de Alcalá de Henares y los de Santo Tomás de Ávila. Como fray Francisco Ximénez de Cisneros y fray Tomás de Torquemada, don Juan de Ochoa está sepultado en su iglesia colegial. El sepulcro es de alabastro, de un venerable color de hueso; y encima de la urna, soportada por cuatro águilas negras, se tiende el pabordre, con manto y collar. A un lado tiene la espada y el báculo, y al otro los guantes de piedra.

Por la desamortización pasó el colegio del poder de los dominicos al de la mitra, que después lo cedió a la Compañía de Jesús. Era obispo de Oleza un siervo de Dios, de quien se refiere que presentándose una noche en el tinelo, vio en la estera el caballo de espadas que se le cayó a un paje al esconder la baraja. Alzó Su Ilustrísima el naipe y preguntó el asunto.

-¡Es la estampa de San Martín!

El obispo la besó devotamente, guardándola en su libro de rezos. Rezando le cogió el estruendo de la revolución; y los reverendos padres de «Jesús» partieron expulsados.

Volvieron pronto; y entre las mejoras añadidas al colegio durante la segunda época, todos encarecen la del Paraninfo o De profundis. Solemnizose la estrena con una velada. Espuch y Loriga recitó una prosa apologética; y el padre rector dio las gracias conmovidamente en lengua latina, con sintaxis de lápida. Y muchas señoras lloraron.

La ciudad se enalteció. Los sastres, los zapateros, los cereros y todos los artesanos mejoraron su oficio. Los paradores y hospederías abrieron un comedor de primera clase. El Municipio trocó el rótulo de la calle de Arriba por el de calle del Colegio. Se comparaba la fina crianza que se recibía en «Jesús» con la que se daba en el seminario y en los casones de frailes de sayal gordo. Los padres ni siquiera se embozaban en su manteo como los demás capellanes; lo traían tendido, delicadamente plegado por los codos, y asomaban sus manos juntas en una dulce quietud devota y aristocrática. Casi todos ellos habían renunciado a delicias señoriales de primogénitos: capitanes de Artillería, tenientes de Marina, herederos de las mejores fábricas de Cataluña...

Los olecenses cedían la baldosa y saludaban muy junciosos a las parejas de la floreciente comunidad que paseaban los jueves y domingos. Y antes de recogerse en casa -no decían colegio, estudios, residencia, sino sencillamente casa-, solían orar un momento en la parroquia de Nuestro Padre San Daniel, patrono de Oleza, y Oleza sentía una caricia en las entrañas de su devoción.

Otro acierto de la Compañía fue que el hermano Canalda, encargado de las compras, vistiese de seglar: americana o tobina y pantalón muy arrugado, todo negro; corbata gorda, que le brincaba por el alzacuello; sombrero duro, y zapatones de fuelles. Con hábito y fajín de jesuita, no le hubieran tocado familiarmente en los hombros los huertanos y recoveros del mercado de los lunes. Saber que era jesuita y verle vestido de hombre les hacía sentir la gustosa inocencia de que le contemplaban en ropas íntimas, casi desnudo, y que con ese pantalón y tobina se les deparaba en traje interior, como si dijesen en carne viva, toda la comunidad de «Jesús». Ni el mismo hermano Canalda pudo deshacer la quimera advirtiéndoles que los jesuitas usan, bajo la sotana, calzón corto con atadera o cenojil y chaleco de mangas.

Cuando vino de la casa provincial de Aragón el primer mandamiento de traslado, Oleza clamó rechazándolo. Todos aquellos religiosos eran exclusivamente suyos. No había más Compañía de Jesús que la del Colegio de Jesús. Los reverendos padres trasladados tuvieron que salir de noche, a pie, atravesando el monte de parrales de moscateles de casa.

Llegados los nuevos, Oleza confesó que bien podía consentir las renovaciones y mudanzas de la comunidad de «Jesús». Todos los padres y todos los hermanos semejaban mellizos; todos saludaban con la misma mesura y sonrisa; todos hacían la misma exclamación: «¡Ah! ¡Quizá sí, quizá no!». Y desde que Oleza no pudo diferenciar a la comunidad de «Jesús», la comunidad de «Jesús» diferenció a Oleza en cada momento, en cada familia y en cada persona. Ya no fue menester que las gentes le cediesen la acera. El colegio se infundía en toda la ciudad. La ciudad equivalía a un patio de «Jesús», un patio sin clausura, y los padres y hermanos lo cruzaban como si no saliesen de casa.

Eran tiempos necesitados de rigor; y el rigor había de sentirse desde la infancia de las nuevas generaciones. Todavía más en una residencia que, como la de «Jesús», estaba tan poblada de alumnos internos y externos. Cada una de estas castas escolares podía traer peligros para la otra. «Y esto por varios conceptos». Así lo afirmaban los padres. Y las familias se persuadían sin adivinar, sin pedir y sin importarles ninguno de los varios conceptos.

Un padre prefecto y un padre ministro, de algún descuido y flaqueza en la disciplina, recibieron orden de pasar a una misión de Oriente. Ya salían con su maletín de regla bajo el manteo, cuando les llegó el ruido unánime y sumiso de suelas de las brigadas que iban al refectorio. Los dos desterrados se retrajeron en un cantón de la claustra para mirar por última vez a sus colegiales. Pero los colegiales, no sabiendo su partida, temieron que se escondiesen por acecharles. Los inspectores insinuaron un leve saludo de desconocidos.

Los dos jerarcas nuevos vinieron de la misma misión de Oriente. Después de la cena, pasearon por la sala de recreo de la comunidad. Predicadores, catedráticos, consiliarios, iban y volvían, en hileras infantiles, como de «Muchú, madama, matarie, rie, rie», sin mudar de sitio, andando de espaldas los que antes fueran de frente, espejándose en los manises de pomos de frutas; los brazos cruzados, o las manos sumergidas en las mangas del balandrán; en la axila, el corte de oro de su breviario, y en el frontal, el brillo de hueso y de prudencia rebanado por el bonete corvo como una tiara.

Un padre, de los antiguos, mencionó las procedencias de los contingentes académicos: provincias de Alicante, Murcia, Albacete, Ciudad Real, Almería, Cáceres, Badajoz, Cuenca, Madrid... Los dos forasteros, que ya lo sabían, principiaron a pasmarse desde Ciudad Real hasta Madrid, exhalando un «¡Aaah!» que remataba menudito y fino.

-¿También de la corte?

-Tenemos cuatro de Madrid, hijos de títulos; dos de El Escorial y uno de Aranjuez.

-¡Aaah!

-Nunca hemos lamentado, en casa, amistades particulares entre internos, y queda así dicho que nunca las hubo entre internos y externos.

Aunque no las hubo, corrió una mueca de inquietud de boca en boca. En seguida pasó. Todo pasaba rápidamente, y todo tenía el mismo acento de trascendencia: que hubiera alumnos de Ciudad-Real, Almería, Cáceres, Badajoz, Cuenca, Madrid; que hubiera amistades particulares que nunca hubo.

Les pidieron los antiguos nuevas de los países de Oriente. En realidad, no les afanaba mucho saberlas: unos y otros irían y vendrían cuando Nuestro Señor y los superiores lo dispusieran.

Entonces, los recién llegados glosaron su travesía. Lo más doloroso era la intimidad atropellada, la promiscuidad de la vida de a bordo. (El padre prefecto siempre decía nave).

-Las señoras más honestas, los hombres más refinados, los religiosos, los niños, la marinería, todos en la nave acaban por adquirir un gesto de comarca densa y contribuyen al olor de pasaje. Olor de especie, de libertad de especie... Cada puerto va volcando en la nave los agrios de las razas, de los pecados, de las modas, que se confunden en el mismo olor... ¡Ah, ese Singapore!

-Es muy de agradecer -intervino ya el padre ministro- la solicitud de la Compañía Trasatlántica. Hace lo que puede por la decencia de las costumbres en el barco.

-Concedo. Hace lo que puede, pero puede muy poco. ¡Da pena el encogido carácter sacerdotal de los capellanes-marinos! ¡Son más marinos que capellanes!

-Claro que la oficialidad de los buques siempre acata nuestros advertimientos, y en la cámara de lujo y de primera llevamos el rosario, tenemos lecturas, pláticas, certámenes..., y así conseguimos que, poco a poco, se agravie menos a la modestia y a Dios.

El padre prefecto porfiaba:

-De todas maneras, la vida en la nave es vida de sonrojo. Y ni los nuestros pueden impedir el extravío moral de los pasajeros en las pascuas y en los carnavales. No se contienen ni delante de los camarotes de los misioneros. ¡Ah, y con frecuencia aflige el espectáculo de frailes que fuman y se sientan subiéndose el sayal, cruzando las piernas ingle contra ingle!

-En casa -le interrumpió un padre de los viejos- ya no hay colegial que ponga una pierna encima de la otra. El último que lo hacía era Lidón y Ribes -José Francisco-, que había sido externo.

El padre Martí, profesor de Matemáticas -de los dos cursos-, gordezuelo y pálido, apartó los doloridos asuntos estampándose una palmadita en la frente.

-¡Aaah, conocerán sus reverencias al señor Hugo, nuestro maestro de Gimnasia, y a don Roger, nuestro maestro de Solfa! -Y en seguida se reprimió la risa con la punta de los dedos, como un bostezo melindroso.

-¿Señor Hugo? ¡Señor Hugo! Entonces ¿será sueco y rubio?

-¡Sueco y rubio es! ¡Oh, cómo lo adivinaron!

Se alzó un coro de risas en escala. Y se deshizo la tertulia. Al recogerse en sus aposentos, cada padre soportaba en sus gafas y en su frente toda la Compañía de Jesús.

...Otro día, el prefecto y el ministro recibieron saludo del señor Hugo y de don Roger. El señor Hugo, muy encendido, muy extranjero, de facciones largas, de una longura de adolescente que estuviera creciendo, y crecidas ellas más pronto semejaban esperar la varonía; también el cuerpo alto, de recién crecido, y el pecho de un herculismo profesional. Al destocarse, se le erizaba una cresta suntuaria de pelo verdoso. Erguido y engallado, como si vistiese de frac, su frac bermejo de artista de circo. Toda su crónica estaba contenida y cifrada en su figura como en un vaso esgrafiado: el origen, en su copete rubio; el oficio, en su pecho de feria; el nomadismo, en su chalina rozagante y en su lengua de muchos acentos forrados de castellano de Oleza; y la sumisión de converso, en sus hinojos y en su andar. Como a la misma hora -diez y media- se daban en «Jesús» las clases de Gimnasia y Música, que con las de Dibujo constituían las «disciplinas de adorno», el señor Hugo llegaba al colegio con don Roger. Siempre se juntaban en la Cantonada de Lucientes.

Don Roger envidiaba con mansedumbre al señor Hugo. En «Jesús» no había más gimnasta que el sueco. Don Roger estaba sometido al padre Folguerol, maestro de capilla y compositor de fervorines, villancicos, dúos marianos, himnos académicos. En cambio, don Roger aventajaba al señor Hugo en la nómina: sueldo y adehalas por profesor de solfeo y bajo solista. Todo ancho, redondo, dulce. Cejas, nariz, bigote, boca, corbatín y arillo, manos y pies muy chiquitines. El vientre le afollaba todo el chaleco de felpa naranja con botoncitos de cuentas de vidrio; los pantalones, muy grandes, le manaban ya torrencialmente desde la orla de su gabán color de topo, desbordándole por las botas de gafas y contera. Nueve años en la ciudad, y todos creían haberle visto desde que nacieron y con las mismas prendas, como si las trajese desde su principio y para siempre. Le temblaban los carrillos y la voz rolliza, como otro carrillo. Se ponía dos dedos, el índice y el cordal, de canto en medio de los clientes; los sacaba, y por esa hendedura le salía, de un solo aliento, un fa que le duraba dos minutos.

Los padres de Oriente le probaron el rejo del fa. El prefecto le atendía mirando su reloj, mirándole la cara, que pasaba del rosa doncella al lívido cinabrio; le estallaban las bolas de los ojos; criaba espumas. Olía a regaliz, a pastillas de brea y a humo de cocina frugal.

-¡Un minuto y cuarenta y nueve segundos! Pero está bien. ¡Quizá demasiada voz!

-¡Quizá, sí! -confirmó el padre ministro.

Demasiada. Era verdad; y era la desgracia de don Roger. Un coro de bajos reventaba en la garganta del solista. En los misereres, misas, trisagios, singularmente en los misereres, la voz de don Roger parecía descuajar la iglesia de «Jesús»; estremecía la bóveda como un barreno en una cisterna. Un temblor que desolaba a su dueño. Cuando más júbilo de artista principiaba a sentir, otro escondido don Roger le avisaba: «¡Desde ahora mismo estás ya excediéndote; calla, que te retumbas!». Y la voz implacable iba envolviéndole como una placenta monstruosa. No la resistió ningún tablado ni sala; y de farándula en farándula, de catedral en catedral, paró en «Jesús». No era posible el dúo con don Roger; se quedaba solo su trueno, y él dejándolo salir de su boca de chico gordo y dócil.

Todas las mañanas se encontraban el señor Hugo y don Roger. El saludo del cantor equivalía a una topada suave, esférica, de globo. Su voz y su persona tocaban al gimnasta con un «Felices días» como un punto geométrico de su superficie curva.

El señor Hugo, todo el sueco, le correspondía con la gracia dinámica de su pirueta en el momento de una aparición en la pista, bajo la gloria de un velario con broche de banderas internacionales.

En el claustro se separaban sonriéndose. Don Roger se hundía en su aula, donde tocaban a la vez catorce colegiales en catorce pianos desgarrados. Pasaba entre hileras de atriles y de lecciones de Eslava; y de discípulo en discípulo, iba dejando el huracán de una enmienda.

Cerca de la gruta artificial de Lourdes estaba el gimnasio, umbrío como una bodega. Alumnos y hermanos inspectores aplaudían al señor Hugo. Un brinco, una flexión de paralelas, todo lo acometido por el señor Hugo parecía una temeridad. En las ascensiones a pulso por las sogas, el señor Hugo llegaba, rápido y vertical, basta la cuarta brazada. Desde allí, trenzando las rodillas, saludaba bellamente, como si sus manos esparcieran besos y flores.

Alumnos y hermanos se emocionaban viéndole muy alto, muy alto. Y el señor Hugo caía en el lecho de arena con sonrisa y elegancia de parada de minué, dando por acabados todos sus ejercicios con un ademán de tribuno que venía a significar: «¡Como esto que habéis visto pudiera yo hacerlo todo, por arriscado que fuese, y no lo hago porque yo he venido a este mundo del colegio para que lo hagáis vosotros!».

Pero, una mañana, un colegial casi párvulo se deslizó hacia arriba de las maromas, impetuoso y leve, torciéndose como uno de los lizos de cáñamo. Llegó a las argollas de las vigas y se quedó colgando. Se le sentía resollar y reír.

-¡Señor Galindo -gritó el hermano inspector-, señor Galindo y Egea: baje usted en seguida!

Las piernas de pantalón corto del señor Galindo y Egea campaneaban gozosamente; y fue su vocecita la que bajó, hincándose como un dardo en el maestro:

-¡Hermano, que suba por mí el señor Hugo!

-¡Señor Galindo, póngase de rodillas!

-¡No puedo! ¡Es que no puedo soltarme! -y comenzó a plañir.

Todos se volvieron al señor Hugo mirándole y esperándole. Y hasta el mismo señor Hugo sorprendiose de su cabriola de bolero y de Mercurio de pies alados. Dejó en el aire una linda guirnalda de besos y se precipitó a las vigas, hacia las vigas, pero se derrumbó desde la quinta brazada, una más que siempre, reventándole la camisa, temblándole los hinojos, cayéndole la garzota de su greña rubia, su ápice de gloria, como un vellón aceitado por sudores de agonía.

Detrás, el señor Galindo y Egea, el hijo de don Álvaro, descendió dulce y lento como una lámpara de júbilo.




ArribaAbajoIV. Grifol y Su Ilustrísima

Venía don Vicente Grifol de la Huerta de los Calzados, antiguo granero episcopal; y en medio de la calle de la Verónica -querencia de las sastrerías eclesiásticas, de las tiendas de ornamentos, de los obradores de cirios y chocolates- le alcanzó la voz campechana de don Magín.

Aguardose el médico. El capellán le puso su brazo robusto en los hombros viejecitos, y se lo fue llevando a Palacio.

Camino de Palacio, decía don Vicente:

-...Casi todos los recados de enfermos de ahora me cogen en la calle, como si llamaran a un lañador o un buhonero que pasa. Oleza está lo mismo que cuando llegué de Murcia, el día de la Anunciación, hace cuarenta y dos años. Pero algunos olecenses se piensan que su pueblo se ha hinchado como un Londres. ¿Usted no ha ido a Londres? Yo sí que estuve, siendo mozo, como hijo de naranjero. Fui a vender las naranjas de mi padre, naranjas amargas para la confitura. A todas las gentes de los muelles, de los almacenes y lonjas, a todas las recordaba yo a mi gusto, por la noche, en mi cuarto. Pues a mí, de comida a comida, ni siquiera me reconocían los españoles que se albergaban en mi posada. Es una felicidad la insignificancia: no ser espectáculo para los demás y serlo todos para uno. Por eso, un mocito estudiante, no reparando en mí, se abrió las venas en mi alcoba. Pero se engañó. Yo le vi torciéndose encima de la cuajada de su sangre; le remendé los cortes, se los fajé y tuvo que matarse en otro sitio... Oleza se cree tan ancha, tan crecida, que ya no me ve. O me ve, y nada. Es decir, nada sí: algunos me miran y me sonríen por si acaso yo fuese yo. Y ahora, vamos a ver...

...Hablando, hablando, hallose solo en la meseta alta de la escalera de Palacio, porque don Magín se lo dejó para prevenir a Su Ilustrísima. Grifol se puso a mirar la antecámara. Un eclesiástico descolorido escribía en su bufetillo de faldas de velludo rojo, sin sentir la presencia del médico. Lo mismo que todo el mundo.

Luego volvió don Magín, y entró a su amigo, colocándole delante del prelado.

Grifol besó una mano enguantada de seda violeta, una mano sin sortija. Y pensó: «Acabo de trastrocar mi beso de cortesía, o de reverencia, o de lo que sea; pero ya no he de enmendarlo tomándole la otra mano. ¡Y qué manos tan gordas! Debajo de los guantes no se le siente la piel, sino una blandura de hilas embebidas de aceites...».

Su Ilustrísima se desnudó las manos. Don Magín fue descogiéndole los vendajes, y apareció el metacarpo, acortezado de racimillos de vesículas; las palmas estaban limpias y tersas. Su Ilustrísima se miraba su carne llagada como si no fuese suya, y al hablar encogía apretadamente la boca.

El médico y el obispo se sonrieron con ternura de compasión y de compadecido.

-Vamos a ver: ¿y las noches? ¿Levantándose, acostándose, con un prurito de uñas, de pinchas? No acaban, no acaban esas noches, ¿verdad?

-Casi todas las noches sin sueño. Me lloran los ojos de dilatarlos. Una avidez de ojos, de oídos y hasta de pensamientos; y no es por el dolor que me quema concretamente un tejido, sino esperando que brote ese dolor en otro lado de mi cuerpo. Y me miro todo con una angustia que me hace sudar.

-Las manos. ¿Y en las rodillas, en la cintura, casi toda la cintura, y en las ingles?

-Donde usted dice; y además, entre los hombros, subiéndoseme. Pronto llegará a la nuca.

Don Vicente se quitó los anteojos, les puso su vaho, los estregó entre los pliegues de un mitón. Volviose hacia el ancho ventanal, y en sus espejuelos limpios se recogían y renovaban las miniaturas de la tarde campesina: un follaje, una yunta, un temblor del cáñamo verde, un trozo de horizonte...

Su Ilustrísima miraba a don Magín. Y, de súbito, el viejecito le dijo:

-Pero vamos a ver: esto, este mal... -Y se calló; hizo una tos pequeñita; sintió toda la mirada del obispo, y tuvo que seguir-: Este mal no aparece ahora en Su Ilustrísima...

Al obispo se le hincaron entonces los ojos de Grifol, y humilló los suyos. En seguida esforzose, y fue ya un enfermo jerárquico.

-No es de ahora mi mal. Pero ahora he principiado a estudiarme. Mi ministerio y mis aficiones me hicieron acudir a las Sagradas Escrituras. He recordado que si la piel presenta una mancha blanquecina, sin concavidades, el lucens candor, quedará el enfermo siete días en entredicho y observación. (Siete días estuve mirándome). Si persiste, se aguardará otros siete días. (Yo aguardé). Y si, pasado este plazo, se ensombreciere la piel, no será lepra... Vi el obscurior en mi carne, y dije: «¡No es lepra!».

Don Vicente respondió con una sonrisa pueril:

-¡Todo eso, todo eso era en aquel tiempo!

Tan elemental resultaba su sonrisa, que el prelado le miró con un poco de desconfianza.

-Es verdad; todo eso era en aquel tiempo, lo sé; la lepra, «diagnosticada» por Moisés en el hombre, no sería únicamente lepra; sería este mal incurable y otros padecimientos de alguna semejanza.

Y el obispo mentó los eczemas, los herpes, el impétigo, la psoriasis y más denominaciones y estudios de la nosología de la piel. Semejaba muy persuasivo en las enfermedades leves. Agotó la memoria de sus lecturas, como si quisiera que el médico se descuidara de verle y de creerle enfermo.

Pero el viejecito se le acercó diciéndole:

-Yo mismo desnudaré a Su Ilustrísima...

El prelado inclinó su cabeza. Luego sonrió, y los dos pasaron al dormitorio, gozoso de sol y de naranjos que se asomaban desde el huerto.

Quedose don Magín en la puerta, vigilando que nadie, ni el familiar de turno, viniese. Tosía; hojeaba libros con ruido para probar que no les escuchaba.



Un corro de canónigos y capellanes de la curia les esperaba en la claustra.

-Cuarenta y dos años en Oleza, y nunca había mirado la vega por el ventanal de Su Ilustrísima. ¡Me ha parecido todo el campo nuevo!

En el portal se paró el grupo del penitenciario, y destacose el homeópata Monera, preguntándole.

Don Vicente desconoció a Monera. En seguida se le precipitaron los recuerdos del padre de Monera, el sangrador de la calle del Garbillo.

-...¡Un nombre de bien, del antiguo bien, de esos hombres que van quedando muy pocos! Aunque siempre decimos lo mismo, ¿verdad? ¡De modo que siempre nos queda alguno! Siendo yo un crío, cuando mi abuelo me contaba las virtudes de un viejo de su tiempo y decía: «¡Se acabó la simiente; ya quedan muy pocos de esos hombres cabales!», yo me volvía a pensar de conocido en conocido, y me daba mucha pena haber llegado a este mundo en época tan ruin y desaborida. ¡Pero como cada tiempo es de uno! -Y adelgazando su sonrisa, se apartó de todos, del brazo de don Magín.

-¡Ni más ni menos! Uno no quiere morirse nunca, pero quiere vivir en su tiempo. Porque, vamos a ver: ¿a usted le agradaría vivir dentro de dos siglos? A mí, no. La felicidad de la vida ha de tener su carácter: el nuestro. Yo no leo libros de entretenimiento porque los hombres que por allí pasan no tienen carácter. (¡Diantre! El señor penitenciario y todos ésos se han quedado sin saber cómo sigue el enfermo). Es decir: en esos libros cada carácter está ya formado desde antes de ocurrirle nada. Eso no es una creación. Hay que crear al hombre desnudo y que él se las componga. Le confesaré que yo nunca había tratado a un obispo. Después de todo, el fámulo que le calienta el agua para rasurarse todos los días -supongo que se afeitará todos los días-, sigue siendo fámulo. Para mí, un obispo era un pectoral, un anillo con una piedra preciosa, un báculo y una mitra, todo entre cirios de un altar con los mejores manteles y floreros, o guardado y quietecito en su Palacio, que yo creí con poco sol, y no es verdad, porque los aposentos de Su Ilustrísima son magníficos de luces. Claros y limpios... Calle de la Aparecida. ¿Aún sigue usted pasando todas las mañanas por esta callejita de tapiales?

-Por esta calle y por la calle de la Verónica.

-¡Ah, calle de la Verónica! ¡Ya no es la misma doña Corazón! -Y Grifol se descabalgó los quevedos para enjugárselos.

-Yo no presencié la entrada de Su Ilustrísima en Oleza. ¡El día 7 de este mes hizo años! No la vi porque estaba injertando un limonero agrio de limonero dulce. Quise producir un carácter frutal, y no pude. No prendió el injerto. Un obispo, nuestro obispo, enfermo. ¡Tengo delante al obispo, con llagas, con costras, con dolor de una dermatitis horrible o de lo que sea! Cuando me habló de Moisés y de enfermedades, yo pensé: ¡Diantre, quiere esconderse detrás de todo eso que dice! Lo mismo que todos. Después, al desnudarse, lloraba de pureza...

Y como don Vicente subía ya el umbral de su casa, el párroco le contuvo, pidiéndole que le dijera su parecer.

-¿Mi parecer? No sé lo que tiene. Pero no se curará.

...Y el obispo mejoró. Se le fueron secando y descamando las cortezas. Ya no le quedaban sino unos rodales morenos sin rebordes, sin deformidad cutánea. Salió en coche. Hizo una visita pastoral y un viaje a Madrid.

Grifol no volvió a Palacio, y don Magín tuvo que buscarle para referírselo todo. Lo encontró adormecido en una butaca de recodaderos remendados. Tenía entre los dedos su cayada de ébano. Por el collarín se le torcía su breve corbata de luto, y le colgaban en medio de la pechera los lentes empañados.

-Aquí estoy, de día y de noche, visitándome a mí mismo. Nos engañamos sin querer. Lo digo ahora que no estoy solo, y así no me sentirá mi cuerpo de cañizo. Si se sorprendiese acostado, ya no le faltaría ni la postura para morir, y me moriría.

Le bromeó don Magín. Le dijo la mejoría de Su Ilustrísima, que se quejaba de su ausencia.

Grifol movió su cabecita afilada.

-¿Su Ilustrísima? ¡No se curará; tiene su mal en las entrañas!





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