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El «Quijote», letra y música

Daniel Moyano





Una de las suertes que tuve en esta vida ha sido poder leer dos Quijotes diferentes. El primero fue cuando a mis catorce años se lo leía a mi abuelo materno, italiano de Forlí (en español, claro), noche a noche, en un pueblo de la Córdoba argentina. Antes le había leído el Tenorio, que le gustó muchísimo. Como él era músico y tenía buen oído, memorizó, tras una sola audición, todos los pasajes donde interviene don Gonzalo de Ulloa, personaje con el que se identificaba éticamente y por razones de edad.

La lectura del Quijote duró las cuatro estaciones del año. Varias veces estuve a punto de interrumpirla, debido a la amargura que me daba el único comentario que se le ocurría a mi abuelo al final de cada lectura: «sí, está bien, pero son cosas de un loco y nada más». El abuelo, que apenas veía, era un hombre muy simple y ésta era, a sus setenta años, su primera experiencia literaria, salvo la previsible ojeada adolescente que habría hecho a Los novios de Manzoni en su Italia natal.

Hacia la mitad del invierno, una noche en que agravó el sentido hiriente de sus palabras llevándose un dedo a la sien, le dije: «Si vuelves a decir eso, nono, interrumpo la lectura y no vuelvo a leerte un libro nunca más».

Estábamos a principios de agosto, que por ser el mes más frío parece el más largo. Un refrán de allá dice: «Largo y angosto como el mes de agosto». Probablemente pensó que pasarse ese mes interminable sin distracciones nocturnas era demasiado duro. Entonces me dijo: «Está bien, no lo diré más; pero por favor continúa leyéndome la historia de ese pobre loco».

Nuestra casa, al pie de una montaña que solía amanecer nevada, era pequeña y con un tejado de chapas de zinc donde se oía la llovizna. Por la noche llevábamos las brasas del fogón a la sala, y mientras nos calentábamos, leíamos. No teníamos ni televisión, ni radio, ni luz eléctrica. La débil luz del quinqué de petróleo apenas iluminaba las páginas del libro, mis manos y las barbas del abuelo; el resto de la familia escuchaba desde la penumbra. Sólo cuando reavivábamos las brasas sus rostros se dibujaban un instante, rojizos; luego desparecían. En la oscuridad, las palabras son más puras, y por aquellos tiempos eran las verdaderas protagonistas.

Había acabado agosto (aunque no el frío), también las brasas, y, por el poco bulto que hacían esa noche las páginas que quedaban por leer, al día siguiente se nos terminaría también el libro. A esas alturas todos estábamos pendientes de lo que sucedería y temíamos lo peor.

Como no pude aguantar la espera, lo leí para mí solo por la mañana. Esa noche apenas me salía la voz: no podía soportar que don Quijote se hubiera muerto, y para colmo cuerdo. Apenas acabada la lectura cerré el libro como con rabia y oí que el abuelo, también con un hilo de voz, decía: «y, son cosas de un loco y nada más», mientras se restregaba los ojos y aprovechando la penumbra intentaba disimular unas lágrimas muy cómplices.

Al otro Quijote lo leí en Madrid. Llevábamos como diez años en España y un día mi hijo, que es músico como el nono, me dice: «Leer otra vez el Quijote, pero aquí, es una experiencia musical muy importante. No parece el mismo libro».

Claro que era un libro diferente. Según lo leía (esta vez no en voz alta porque se me había acabado el abuelo), el texto me sonaba adentro, con los mismos acentos que escuchaba todos los días en la calle en el habla de la gente. Y me sentí sumergido en ese pasado, en esa tradición que José María Valverde define no como un conjunto de tradiciones o creencias sino como un fondo de colores de palabras, melodías, ritmos, tonos y giros retóricos que resuenan desde lejos.

Cuando lo leíamos allá, a nuestros oídos, vírgenes de español entonces, sonaba con acento argentino; y al no tener su verdadero sonido, una parte muy importante de su belleza permanecía oculta. Después, tras diez años de práctica auditiva del español peninsular, el Quijote nos entregó por fin el milagro de su música, sin la cual su comprensión es limitada. Sólo ahora, al leerlo, estábamos escuchando, en esos tonos y melodías, la verdadera voz de Cervantes; la otra era apenas una traducción.

Sólo ahora, aunque nunca haya podido aclararse qué son realmente los «duelos y quebrantos» que come don Alonso Quijano, podíamos, gracias a su sonido, intuir su naturaleza. El Quijote que leí allá era la letra de la canción; el de aquí, la mera música, como diría don Juan Rulfo.

Un día me dije: ¿Y si llevo esta experiencia más allá? ¿Y si intento leerlo en otro idioma, en inglés por ejemplo, para reforzar, por contraste, la música original de Cervantes? Pero no pasé más allá del primer párrafo. Como «duelos y quebrantos» es casi sólo sonido, el traductor inglés, no hallándole sentido, puso en su lugar «huevos y bacon». En fin, «cosas de un traductor loco y nada más», como hubiera dicho el nono.





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