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El sabor de la tierruca


José María de Pereda


[Nota preliminar: Edición digital a partir de la de OO. CC., Madrid, Impta. y Fundición de Tello, 1889, t. X y cotejada con la edición crítica de Anthony H. Clarke (OO. CC., Santander, Tantín, 1992, t. V, pp. 66-134).]




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- I -

El escenario


La cajiga aquella era un soberbio ejemplar de su especie: grueso, duro y sano como una peña el tronco, de retorcida veta, como la filástica de un cable; ramas horizontales, rígidas y potentes, con abundantes y entretejidos ramos; bien picadas y casi negras las espesas hojas; luego otras ramas, y más arriba otras, y cuanto más altas más cortas, hasta concluir en débil horquilla, que era la clave de aquella rumorosa y oscilante bóveda.

Ordinariamente, la cajiga (roble) es el personaje bravío de la selva montañesa, indómito y desaliñado. Nace donde menos se le espera: entre zarzales, en la grieta de un peñasco, a la orilla del río, en la sierra calva, en la loma del cerro, en el fondo de la cañada... en cualquier parte.

Crece con mucha lentitud; y como si la inacción le aburriera, estira y retuerce los brazos, bosteza y se esparranca, y llega a viejo dislocado y con jorobas; y entonces se echa el ropaje a un lado y deja el otro medio desnudo. Jamás se acicala ni se peina; y sólo se muda el vestido viejo, cuando la primavera se le arranca en harapos para adornarle con el nuevo; le nacen zarzas en los pies, supuraciones corrosivas en el tronco, musgo y yesca en los brazos; y se deja invadir por la yedra, que le oprime y le chupa la savia. Esta incuria le cuesta la enfermedad de algún miembro, que, al fin, se le cae seco a pedazos, o se le amputa con el hacha el leñador; y en las cicatrices, donde la madera se convierte en húmedo polvo, queda un seno profundo, y allí crecen el muérdago y el helecho, si no le eligen las abejas por morada para elaborar ricos panales de miel que nadie saborea. Es, en suma, la cajiga, un verdadero salvaje entre el haya ostentosa, el argentino abedul, atildado y geométrico, y el rozagante aliso, con su cohorte de rizados acebos, finas y olorosas retamas, y espléndidos algortos.

Pero el ejemplar de mi cuento era de lo mejorcito de la casta; y como si hubiera pasado la vida mirándose en el espejo de su pariente la encina, parecíase mucho a ella en lo fornido del cuerpo y en el corte del ropaje.

Alzábase majestuoso en la falda de una suavísima ladera, al Mediodía, y servíale de cortejo espesa legión de sus congéneres, enanos y contrahechos, que se extendían por uno y otro lado, como cenefa de la falda, asomando sus jorobas mal vestidas y sus miembros sarmentosos, entre marañas de escajos y zarzamora.

Más fino lo gastaba el gigante, pues asentaba los pies en verde y florido césped, y aun los refrescaba en el caudal, siempre abundante y cristalino, de una fuente que a su sombra nacía, y que el ingenio campesino había encajonado en tres grandes lastras, dejando abierto el lado opuesto al que formaba la natural inclinación del terreno, para que saliera el agua sobrante y entraran los cacharros a llenarse de la que necesitaban.

Al otro lado del tronco, no más distante de él que la fuente, habíase cavado ancho y cómodo peldaño, capaz de seis personas, que la fertilidad natural del suelo revistió bien pronto de verde y mullido tapiz. Desde aquel asiento, lo mismo que desde la fuente, podía la vista recrearse en la contemplación de un hermoso panorama; pues, como si de propio intento fuese hecho, la faja de arbustos se interrumpía en aquel sitio, es decir, frente de la cajiga, de la fuente y del asiento, un gran espacio.

En primer término, una extensa vega de praderas y maizales, surcada de regatos y senderos; aquéllos arrastrándose escondidos por las húmedas hondonadas; éstos buscando siempre lo firme en los secos altozanos. Por límite de la vega, de Este a Oeste, una ancha zona de oteros y sierras calvas; más allá, altos y silvosos montes con grandes manchas verdes y sombrías barrancas; después montañas azuladas; y todavía más lejos, y allá arriba, picos y dientes plomizos recortando el fondo diáfano del horizonte.

Subiendo sin fatiga por la ladera, y a poco más de cincuenta varas de la fuente, de la cajiga y del asiento, se llega al borde de una amplísima meseta, sobre la cual se desparrama un pueblo, entre grupos de frutales, cercas de fragante seto vivo, redes de camberones, paredes y callejas; pueblo de labradores montañeses, con sus casitas bajas, de anchos aleros y hondo soportal; la iglesia en lo más alto, y tal cual casona, de gente acomodada o de abolengo, de larga solana, recia portalada y huerta de altos muros.

A su tiempo sabrá el lector cuanto le importe saber de este pueblo, que se llama Cumbrales. Entre tanto, hágame el obsequio de subir conmigo al campanario, en la seguridad de que no ha de pesarle la subida. Y pues acepta la invitación, vamos andando.

Ya estamos en el porche de la iglesia. ¿Te llama la atención el pórtico? Es bizantino: hay muchos como él en la Montaña. Lo restante del templo es trasmerano puro, y a retazos y por obra de misericordia. Entremos en él. Pobreza como afuera, y el mal gusto propio de la rustiquez de estas gentes. La Virgen con bata, lazos y papalina; un Santo Cristo, no mala escultura, con zaragüelles; los soldados de la pasión, con botas y gregüescos; junto al Sagrario, ramos de papel dorado; y en las columnas de los altares, no malos ciertamente, litografías colgadas. (La intención ve Dios más que las obras). Un coro postizo, labrado a hachazos, y una mala escalera para subir a él; desde el coro, otra, de dos tramos y al aire, para subir al campanario. Valor... ¡y arriba! Ya llegamos.

La altura del observatorio nos permite examinar el paisaje en todas direcciones. ¡Hermoso cuadro, en verdad! La meseta llega, por el Oeste, a la zona de sierras, y con ellas se funde cerrando la vega por este lado. En el recodo mismo que forman la meseta y la sierra al unirse, hay otro pueblo, recostado en la vertiente y estribando con los pies en aquel extremo de la vega.

El nombre le cae a maravilla: Rinconeda.

Le envuelven por los flancos y la espalda espesos cajigales y castañeras, que hacia la parte de Cumbrales se desvanecen en la faja de arbustos ya descrita. Al Este, mengua la meseta, declina suavemente; y cargada de caseríos, huertos y solares, se agazapa y desaparece en el llano de la vega, la cual continúa en rápida curva hacia el Noroeste, con su barrera de montañas, bajas y redondas desde Oriente a Norte. Entre las barriadas de Cumbrales, llosas abrigadas; en el suave declive occidental de la meseta, brañas, turbas y junqueras; y en la llanura, otra vez prados y maizales, y el río, que, corriendo de Poniente a Levante, los recorta y hace en el valle un caprichoso tijereteo, mientras se bebe en un solo caño los varios regatos que vimos deslizarse al otro lado de la vega. Más allá del río y de las mieses, sierras y bosques; entre ellos y sobre los cerros cultivados, pueblecillos medio ocultos, en alegre anfiteatro, y caseríos dispersos; y por límite de este conjunto pintoresco y risueño, las montañas que vuelven a crecer y cierran la vasta circunferencia al Oeste, donde se alzan, en último término, gigantes de granito coronados de nieve eterna, como diamante colosal de este inmenso anillo.

A la parte de allá de la sierra que domina y asombra a Rinconeda, está la villa, de la cual se surten los pueblos que vemos, de lo que no sacan del propio terruño. En frente, es decir, a este otro lado y allende las montañas, está la ciudad. Hay más de seis leguas entre ésta y la villa. Por último, detrás de esa gran muralla del Norte se estrecha el Cantábrico, camino de la desdicha para la mitad de la juventud de esos pueblos, tocada de la manía del oro, que se imagina a montones al otro lado de los mares.

En la aldea en que nos hallamos abundan los viejos, anochece más tarde y amanece más temprano que en el resto de la comarca. Hay alguna razón física que explica lo primero por las mismas causas de lo segundo; es decir, por lo elevado de la situación del pueblo. Pero es el caso que los naturales de él han querido hacer de estas ventajas un título preeminente, así como de ser sus mozas excelentes cantadoras, y sus mozos, amén de apuestos, incansables bailadores, y diestros, sobre toda ponderación, en tocar las tarrañuelas; y como acontece que en el pueblo que está situado en el rincón de la vega, entre ésta, la sierra y la vertiente de la meseta, anochece a media tarde, menudean las tercianas, cantan las mozas como jilgueros y son los mozos grandes jugadores de bolos y muy capaces de alumbrar una paliza al lucero del alba, cátate que las dos aldeas vecinas viven siempre como el gato y el perro, en perpetuo desafío, en constante provocación y en continua burla. Porque, para colmo de contrariedades, las campanas de arriba son grandes y sonoras, al paso que las de abajo son chicas y están rajadas; en el pueblo en que nos hallamos hay dos casas de señores pudientes; en el otro no hay una siquiera; las mieses de Cumbrales son extensas, ricas y bien soleadas; las de Rinconeda frías y pequeñas; Cumbrales se administra por sí mismo, y tiene su alcalde, sus regidores, su juez municipal y su escuela pública, en toda regla; Rinconeda no tiene más que un pedáneo, porque es pobre fracción de un municipio cuya capital está dos leguas de lejos; su cabaña, si no ha de salir en verano del término propio, va cuando la llaman y adonde la llevan los que mandan en la confederación: al paso que la de arriba tiene su puerto, sus pastores, su toro y sus perros, y va y vuelve en días y horas fijos. ¡Y cómo va y cómo vuelve! Rozando casi las barbas de los vecinos de abajo, silbando los pastores, latiendo los perros y cencerreando el ganado, de intento voceado y apaleado entonces para que las reses corran y se atropellen, y de este modo sacudan de lo lindo los cencerros. Tómanlo a provocación los de Rinconeda, y vénganse propalando la especie de que ese lujo y otros tales hacen gastar al pueblo autónomo lo que no tiene, y vivir en perpetua trampa, como señor de pocas rentas y mucha fantasía.

Como Cumbrales está tan alto, no bien el ábrego (viento del Sur) arrecia, andan las tejas por las nubes y las chimeneas por los suelos, mientras los vecinos de Rinconeda, amparados del viento por la sierra, dicen (según la fama) sobándose las manos y pensando en los de arriba: -«¡Hoy sí que vuelan aquéllos!». Pero cesa el Sur, y comienza a llover a mares, y son verdaderas cascadas las laderas de la meseta y de la sierra, con lo cual cada calleja del otro pueblo es un torrente, y una isla cada casa; y dice la gente de arriba, acordándose del dicho tradicional y malicioso de los de abajo: -«¡Esta vez los barre el agua, por peces que sean!».

Así anda todo encontrado y a testerazos en estas dos aldeas vecinas, llenas, por lo demás, de gentes honradísimas, trabajadoras y apreciables. Pero si entre los inquilinos de una misma casa hay puntillos y rivalidades que encienden a menudo las iras y los odios, ¿qué mucho que suceda esto mismo y algo más entre dos pueblos montañeses que viven, como quien dice, en la misma escalera, y son de un mismo oficio y de la propia casta, y sólo se diferencian en que el uno tiene un palmo más de tela que el otro en el faldón de la camisa?

Y con esto, descendamos del campanario, pues he dicho bastante más de lo que pensaba y hace falta en el presente capítulo, y volvamos a la cajiga, que no a humo de pajas comencé por ella el relato; mas no sin advertir que se la llama en Cumbrales la Cajigona, lo mismo que al sitio que ocupa, que a la fuente y que al asiento a ella cercanos; es decir, que «agua de la Cajigona» se llama a la de aquel manantial; «vamos a la Cajigona» dicen los que se encaminan a sentarse a la sombra de ella, y «prados de la Cajigona» se denominan los que la circundan.




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- II -

A modo de sinfonía


Comenzaba el mes de octubre; parecía el fresco retoño de la vega tapiz de terciopelo, y las ya amarillas panojas se oreaban en los maíces despuntados, dentro de la seca envoltura, que chasqueaba y crujía, como estrujado papel, al secar sobre ella el calor del sol el rocío de la noche. Andaba rayano el mediodía; inmóvil estaba el follaje mustio, mal adherido a las ramas; podían contarse los árboles en el monte, por lo cercanos que los fingía la vista, y el ciclo, como barrido de nubes en lo alto, las tenía amontonadas hacia el horizonte, revueltas las blancas con las negras, las nacaradas y las rojas.

Las témporas de San Mateo habían quedado de sur; y según el almanaque montañés, así debía seguir el tiempo hasta las de Navidad; lo cual vendría de perlas para secar el maíz y las castañas, y asegurar una excelente pación a los ganados al derrotarse las mieses. Y el pronóstico se iba cumpliendo hasta entonces. Estaba, pues, el día como de sur en calma: bochornoso y pesado. No es de extrañar que a aquellas horas gustara la sombra como en el mes de agosto.

Tomábanla con notoria complacencia, sentados en el banco de la Cajigona, dos sujetos: mozo el uno, en la flor de la juventud; sombreado el rostro lozano por un bigotillo negro y brillante, con el pelo de su cabeza, a la sazón descubierta, también negro y recio y corto; la frente angosta y no mal delineada; la boca fresca y no grande; los dientes blanquísimos y apretados; los ojos un tanto asombradizos y curiosos, como de persona impresionable que se estima en poco. Correspondía a la cabeza el cuerpo gallardo, y había soltura y gracia en todos sus ademanes y movimientos. Vestía un traje holgado, no cortado seguramente por el sastre de la aldea; y como el calor le molestaba, había deshecho el leve nudo de la corbata y soltado el botón del cuello de la camisa, por cuya abertura se entreveía su rollizo y blanco pescuezo, sin barruntos de nuez ni asomo de costurones.

El otro personaje no se le parecía en nada. Estaba marchito y ajado, más que por la edad, por la incuria y el desaseo, que se echaban de ver en su barba mal afeitada, en su ropa sucia, en sus uñas negras, en su camisa deshilada y en sus dedos chamuscados por el cigarro. No era su rostro desagradable; pero se reflejaba en él un espíritu dormilón y perezoso.

Este tal, quedándose con la apagada colilla del cigarro entre los labios, llegó a decir al joven, que recorría con los ojos cielo, montes y campiña:

-¿Conque, al fin, ahorcaste los libros?

-Sospecho que sí, -respondió el mozo, recostándose en el campestre respaldo sobre el lado izquierdo, y poniéndose a arrancar con la diestra yerbas y flores maquinalmente.

-Has obrado como un verdadero sabio, -añadió el otro.

-¿Por qué?

-Porque nada hay que estorbe tanto como el saber.

-¡Caramba!, me parece mucho decir eso.

-Pues es la verdad pura. No concibo el ansia de saber por mera curiosidad.

-¡Oh!, pues yo sí.

-¡Mucho!... ¡Y has arrojado los libros por la ventana!

-No tanto, señor don Baldomero.

-¡Cosa que más se le parezca!...

-Dejar los estudios, no es tomarlos en aborrecimiento.

-Tampoco en estimación, amigo Pablo.

-Pero como dice usted que el saber estorba...

-Y lo repito, y aun te añado que el deseo de saber no es otra cosa, en mi concepto, que un afán que hay en las gentes de meterse en lo que no les importa.

Asombrose el joven; miró al nombrado don Baldomero, y atreviose a responderle, no muy seguro de tener razón, pero sí de decir lo que sentía:

-No creo yo, ni creeré nunca, que el saber sea un estorbo: antes admiro y reverencio a los hombres que saben; pero me conozco ¿está usted? Y porque me conozco, sé que no he nacido para sabio ni para mucho menos.

-Luego te estorban los libros.

-No, señor: me estorban los que me daban en la Universidad; me estorba la Universidad misma, porque cada hombre nace con sus inclinaciones, y las mías no van hacia ese lado. Por lo demás, yo he estudiado mucho, créame usted, don Baldomero, ¡muchísimo! Me he pasado noches en claro y semanas en vilo, porque, al cabo, tiene uno amor propio; y, gracias a estas faenas, no he perdido el tiempo, es decir, he ganado todos los cursos; pero esto no es estudiar ni aprender, ni siquiera aprovechar el tiempo.

-Ergo la borrica tiene sabañones.

-Ni asomo de ellos, señor don Baldomero... digo, créolo yo así; y verá usted por qué. Yo tenía condiscípulos que parecían cortados para aquella carrera: sueltos de palabra, finos de entendimiento... ¡me embobaba escuchándolos, y me aturdía viéndolos bullir y revolverse y cautivar los ánimos! Serán grandes jurisconsultos; brillarán en el foro; escribirán libros; irán a las Cortes... Y hasta serán ministros, sí, señor, porque lo valen y lo merecen; pero estas prendas las da Dios, y a mí no me alcanzó ninguna de ellas en el reparto; y no alcanzándome, me gusta que las luzca el que las tiene; y, aunque las admiro, no las envidio, por lo mismo que me conozco... Mire usted, hombre, no es vanidad; pero creo que no se me altera el pulso si me hallo cara a cara con el lobo en un callejo del monte; y entro en cátedra, y tiemblo delante del profesor; colgado de la última rama con una mano, y con el hacha en la otra, desmocho una cajiga, si es preciso, sin que me asuste la altura ni el trabajo me fatigue; y entre mis compañeros de clase soy torpe, encogido y flojo; en las calles tropiezo con los transeúntes y los coches, y el ruido y el movimiento me marean, y las casas enfiladas me entristecen; en el teatro me duermo y en la posada me ahogo; y en la posada, y en la calle, y en el teatro, y en la cátedra, yo no pienso en otra cosa que en Cumbrales, y en cuanto hay en Cumbrales, y en esta cajiga, y en este banco, y en esta sombra, y en esta fuente...

-Justo: en la vita bona.

-¡Le digo a usted que no! Lo que sucede es que esta cajiga, y este banco, y esta fuente y cuanto los ojos ven desde aquí y pueden abarcar desde lo alto del campanario, lo tengo yo metido en el alma, con la rara condición de que cuanto más me alejo de ello, más hermoso lo veo... En fin, hombre, hasta oigo las campanas de la iglesia, y huelo el hinojo de estas regatadas. ¿Quiere usted más?

-¡Coplas, coplas, hojarasca... poesía huera!

-¡Si parece mentira lo que se ve desde lejos, mirando hacia la tierruca con los ojos del corazón! Si es en abril y mayo, jurara que veo a mis convecinos arando en la vega, o moliendo los terrones con los cuños del rastro, o cubriendo los surcos después de la siembra; si es en junio, cuando ya verdeguea el maíz sobre el fondo negro de la heredad, que oigo los cantares de las salladoras, y que las veo en largas filas, con el sombrero de paja, la saya de color y en mangas de camisa. ¡Pues dígote en agosto! Los maíces con pendones ya; y entre maizal y maizal, los segadores tendiendo la yerba del prado, con sus colodras a la cintura, y las obreras deshaciendo el lombío con el mango de la rastrilla, o atropando con ella la yerba oreada, y amontonándola en hacinas... Y luego entrar el carro con sus horcas y dobles teleras; y horconada va y horconada viene; la moza de arriba, acalda que te acalda; y otras, desde abajo, peina que te peina la carga con la rastrilla; y la carga, sube que sube y crece que crece, hasta que debajo de ella no se ven ni el carro ni los bueyes; y eche usted las tres cordadas, y arrímese al testuz de las bestias, ahijada en mano, y lléveme a pulso aquella balumba por cuestas y callejones sin entornarla; y empáyemela usted con aquella porfía entre el que descarga la yerba y el hormiguero de gente que la toma al boquerón del pajar, y la lleva hacia dentro y la acalda, sin que pelo quede de una horconada al boquerón cuando otra nueva viene del carro; porque ignominia fuera para los que empayan, no dar abasto al descargador. Pues que avanza octubre y se coge el maíz; y déme usted las deshojas, y tómate la siega del retoño, y el derrotar las mieses... ¡como si lo tuviera delante, don Baldomero; lo mismo que si lo tocara con las manos, veo yo todo esto y mucho más en cuanto me alejo de aquí! Lo veo, lo palpo... Y lo huelo; porque no me negará usted que, en punto a olores, éstos del campo de Cumbrales parece que vienen de la gloria.

-¡Echa, hijo, echa, que ya te vas enmendando! Túvete antes por poeta, y ahora me pareces loco, si es que ambas cosas no andan siempre en una pieza.

-¡Poeta y loco por lo que le cuento a usted!

-¿Y qué es lo que me cuentas ¡oh Pablo amigo!, sino lo que se lee en copias y romances de gentes desocupadas y soñadoras?

-Será que no me he explicado yo bien. ¡Si uno supiera decir todo lo que siente y del modo que lo siente!

-¡Para el demonio que te escuchara entonces! Desengáñate, Pablo: por muchas vueltas que des a esas pinturas, no pasan de hojarasca, y, en substancia, haraganería pura.

-¡Cáspita! Eso sí que no..., digo, paréceme a mí. Andaría usted cerca de la verdad, si todas esas cosas me entusiasmaran a ratos, o en los libros, o vistas desde mi casa, muy arrellanado en el sillón; pero usted sabe muy bien que no hay faena de labranza ni entretenimiento honrado aquí, en que yo no tome parte como lo pueda remediar, y que tengo cinco dedos en cada mano como el labrador más guapo de Cumbrales; y ha de saber desde ahora, si antes no lo ha presumido, que quisiera perder el poco respeto que tengo a la levita de la casta, para hacer muchas cosas que hoy no hago por el qué dirán las gentes. Si esto es afán de holganza, holgazán soy sin propósito de enmienda; pero sea lo que fuere, esto es lo que me gusta y para ello me creo nacido; con lo cual vuelvo al tema de antes: que no me estorban los sabios. Ni ellos sirven para la vida del campo, ni yo para la del estudio; porque Dios no ha querido que todos sirvamos para todo. Cada cual a su oficio, pues no le hay que, siendo honrado, no sea útil; y útiles y honrados podemos ser, ellos en el mundo con la pluma y la palabra, y yo en Cumbrales con mis tierras y ganados... Y en Cumbrales me quedo; porque mi padre, que nunca quiso hacerme sabio a la fuerza, piensa como yo, tiene amor a sus haciendas, y no le pesa que otro se encargue de administrarlas bien cuando él no pueda atenderlas... Y aquí tiene usted todo lo que hay acerca del particular.

Calló el joven, dicho esto; y cuando ya no había al alcance de su mano derecha flores ni yerbas que arrancar, cambió de postura en el asiento; recogió vega y horizontes con la vista, y comenzó a golpear con las rodillas, estiradas las piernas, las manos y el sombrero que metió entre ellas. No había hablado para porfiar ni para convencer, sino para decir lo que sentía, y le tenía sin cuidado lo que pudiera replicarle don Baldomero.

El cual, después de rascarse la cabeza por debajo del sombrero, que quedó ladeado, lanzó de un soplido la colilla que saboreaba rato hacía entre sus labios, tendiose sobre la nuca después de envolverla en sus manos entrelazadas, y exclamó:

-¡Música celestial!

Pablo se encogió de hombros, y continuó devorando con los ojos cielo, montes y llanuras.

-Y nada más que música -continuó el otro-; porque si admito que te animan propósitos de trabajo y no de holganza, y te cambio el apodo de poeta por el de guapo chico, lejos de probarme, en cuanto has dicho, que el saber vale para algo, has demostrado lo contrario con lo que has hecho.

-Pues no sé explicarme mejor, -dijo Pablo.

-No lo haces del todo mal para los años que tienes -replicó don Baldomero-. La dificultad está en la cosa misma, que por sí es indefendible. Y si no, dime, ¿qué demonios de tajada saca el mundo con que un sabio le diga, después de estarse despistojando veinte años, encorvado detrás de un telescopio: «Yo veo en el cielo una estrellita más que ustedes?...». Pues a mí me sobran más de la mitad de las que hay en él a la vista... Y a ti también, Pablo. Que va a aparecer un cometa el mes que viene... Pues ya le veremos cuando aparezca; y si no hemos de verle, ¿de qué sirve el anuncio? Que el sol pesa tantos millones de quintales... Pues dele usted memorias. Que si Aristóteles dijo o Platón sostuvo, o que si el pensamiento antes o si la palabra después, o viceversa; y allá van pareceres, y disputas... Y linternazos... ¿No es esto sandio, y ridículo y estúpido? Pues vengamos a lo práctico, a lo que se llama ciencias de primera necesidad: la física, la química, la mecánica... ¡Afán, como te dije al principio, de meternos en todo lo que no nos importa! Que se acostumbre el hombre a vivir con lo que tiene a sus alcances, y verás como no se le da una higa por toda esa batahola de conquistas científicas con que tanto se pavonea el presente siglo.

-¿De manera que usted está por el tapa-rabo? -dijo Pablo.

-Lo que estoy es cada día más satisfecho de no conocer el tormento de la curiosidad; y bien sabes que predico con la fe de la experiencia. Mi padre, que todo lo funda en la ley del progreso porque estuvo en Luchana con Espartero, tuvo el mal acuerdo de gastar su paga de retirado y las rentas de su hacienda, en darme la carrera de abogado, porque tenía gran empeño en hacerme hombre de pluma y de palabra para luchar por la causa de la libertad en el campo de las ideas, después de haber vencido él a la tiranía en el de la batalla; pues no hay quien le saque de que entre el Duque y él, solitos, vencieron al «perjuro». En vano le dije lo mismo que te he dicho a ti, y hasta le rogué que no me sacara de estos andurriales para meterme en aventuras que no cuadraban con mi carácter. Tuve que obedecerle; y a rempujones y de mala gana, llegué a tener el título de abogado: como si me hubieran dado una copla a dos cuartos. Si las causas eran feas, no me encargaba de ellas por repugnancia; si eran dudosas, porque no quería calentarme los cascos buscando una razón que no me importaba dos cominos; y si el derecho estaba claro, proponía un arreglo entre las partes para ahorrarnos tiempo, desvelos, honorarios y disgustos. Con este sistema me desacredité en un año: borréme de la matrícula por falta de negocios, y diéronme, a ruegos de mi padre, la secretaría de este ayuntamiento. Tampoco debí de hacerlo muy bien en este cargo, porque a los diez y ocho meses me le quitaron, so pretexto, no mal fundado, de que no había en los libros municipales una sola acta escrita desde que estas cosas corrían de mi cuenta. ¡Si vieras, Pablo, qué feliz soy desde entonces, es decir, desde que, libre de todo cuidado, como el ollón patrimonial, y visto y fumo con lo poco que le sobra en su bolsa verde al héroe de Luchana! Y como éste se ha convencido de que yo no nací para otra cosa, y le acompaño sin serle muy gravoso, déjame vivir así, «ni envidioso ni envidiado», como dicen que dijo un fraile poeta.

-Corriente; pero usted se halla bien así porque ese es su genio, y otros, porque le tienen distinto, no podrían con la vida que usted trae.

-Pues eso es, Pablo amigo, lo que yo no comprendo; es decir, que el no hacer nada ni pensar en nada ni apurarse por nada, pueda ser incómodo a ninguna persona que tenga sentido común. Ahí tenemos ahora, a dos pasos de nosotros, las partidas carlistas: gentes hay en este pueblo que aseguran haber oído los tiros a la parte de allá del monte, y acaso tengan razón. Que vienen, que no vienen; que pasarán o que no pasarán por aquí; que son muchos, que son pocos; que cobardes, que valientes; que buenos, que malos; que si triunfan, que si corren; y todo se vuelve indagar y preguntar; y aquí temores, y allá esperanzas, y acullá porfías, y en todas partes la curiosidad y el ansia. ¿Y para qué, señor? Españoles somos todos, y a quien Dios se la diere, San Pedro se la bendiga. Que gane Juan o que gane Diego, de mí no se ha de acordar nadie para sentarme a la mesa. Pues dejemos rodar la bola; y cuando pare, ella, por la cuenta que le tiene, nos dirá en dónde. ¿A quién aprovecha la saliva que se gasta en disputas y el sueño que roban miedos y desazones? ¡Pues dígote mi padre! ¡Qué vida la suya, Dios eterno, desde que se armó de nuevo la guerra civil! ¡Qué invocar al Duque y a los manes de Riego y del Empecinado! ¡Qué bruñir el espadón de Luchana, y soñar con tajos y mandobles al perjuro, y renegar de los años que le amarran al hogar cuando la patria peligra y el faccioso bravea! ¡Y qué de ponerme a mí de mal hijo y de mal patriota porque me río de sus afanes y me duermo tan tranquilo al son de los cañonazos! Ahora le ha dado por revolver el pueblo para ponerle en armas, por si el caso llega. Hoy anda hecho una pólvora con las bolas que han corrido. ¡El demonio es el entusiasmo de la curiosidad!

En esto se oyó la campana mayor de la iglesia.

-Al mediodía tocan ya, -dijo Pablo levantándose.

-Pues cata a mi padre volcando la puchera, -respondió don Baldomero, sacudiendo su pereza y poniéndose de pie.

Y ambos, jugueteando Pablo con el sombrero y dándose aire con él, y don Baldomero, con el suyo echado sobre una oreja y las dos manos hundidas hasta cerca de los codos en los rasgados bolsillos del pantalón, tomaron el sendero cuesta arriba. A la mitad de ella se dividía éste en dos, formando una Y.

En el vértice del ángulo dijo Pablo, que iba delante, volviendo un poco la cara hacia don Baldomero:

-Que aproveche.

-Lo mismo digo, -respondió el otro.

Y Pablo tomó por el lado derecho, y don Baldomero por el izquierdo, porque sus respectivas casas estaban en opuestos extremos de un mismo barrio del lugar.




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- III -

Algo del asunto


Alzábase la iglesia de Cumbrales sobre un tumor del terreno, o montículo de roca viva, mal cubierto de menuda y fragante vegetación, que, a modo de manta de pobre, roída y desgarrada a trechos, por los agujeros y desgarraduras dejaba asomar las que pudieran llamarse coyunturas del peñasco. Era éste de suave y bien entendido acceso por todas partes, y ocupaba el centro de una llanura, especie de plaza circundante, cruzada de camberas y senderos que partían el rústico suelo en caprichosas porciones geométricas. De éstas, unas estaban pobladas de árboles, no muy corpulentos, pero de ancha copa; otras, las de mayor relieve, adornadas de espesas cenefas de zarzas y saúco, y todas ellas tapizadas de fino y apretado césped, sobre el cual descollaban, aquí y allá, la menta silvestre, el enano poleo, la malva bienhechora y el desabrido cardo. Hubiera sido este pintoresco espacio algo como lo que hoy se llama un parque a la inglesa, con caminos menos ásperos y pedregosos, y sin las ortigas y jaramagos que hacían ingrato y peligroso al tacto lo que seducía y enamoraba a los ojos.

Ocupaba parte de uno de los lados menores de esta plaza, que tendía a la forma rectangular y se llamaba en Cumbrales Campo de la Iglesia, la taberna, con su corro de bolos a la trasera, encajado entre cuatro paradillas que se saltaban de un brinco, y éstas y el corro encerrados en sendas hileras de añosos álamos que amparaban del sol en verano a los jugadores, y no los privaban de su dulce calor en las breves tardes del invierno. Otro lado, de los mayores, al mediodía, le formaban, aunque con muchas sobras de terreno, las casas consistoriales y la escuela pública, y los dos restantes, al Saliente y al Norte, huertos y corrales de la barriada principal, que tenía tres salidas a la plaza por este último lado.

Por una de estas callejas, la de en medio, entró Pablo. Anduvo muy buen trecho entre muros y vallados, aquéllos entretejidos de yedra, y éstos erizados de bardales, y llegó a desembocar en un campuco, a modo de plazoleta, cuyos dos frentes estaban ocupados por sendas portaladas que parecían gemelas: tan idénticas eran entre sí. Cada una de estas portaladas daba ingreso a un corral espacioso, en el que se alzaba una casa grande, de larga solana y amplísimo soportal de grueso poste en el centro; cuadras adyacentes, cobertizos inmediatos, huerta al costado, y todo lo de rigor y carácter en estas viviendas de ricos de aldea, tantas veces descritas por esta pluma pecadora.

Pablo se acercó a la portalada de la derecha, cerca de la cual desembocaba la calleja que había seguido; y antes de poner la mano en el contrahecho barril del picaporte, abriose el postigo y apareció en el hueco una muchacha como unas perlas. Negros eran sus ojos, dulces e insinuantes; la tez morena; el rostro oval y un tanto aguileño; la frente sin flequillos ni otros pingajos de la moda, tersa y bien delineada, perdíase en lo más alto entre flotantes ondas lustrosas de una cabellera tan negra como los ojos y las pulidas cejas; los labios, húmedos, un poco gruesos y no tan apretados que no dejasen entrever dos filas de dientes blanquísimos y menudos. Sobre los hombros redondos llevaba una pañoleta roja, de largos flecos, prendida sobre el curvo seno con un broche que a la vez aprisionaba un manojito de malvas de olor y pencas de albahaca. Una sencillísima bata de percal de largos pliegues la envolvía el gallardo cuerpo sin oprimirle ni desfigurarle.

Asombrose Pablo al verla, y exclamó, mirándola de hito en hito:

-¡Ana!... ¿Qué milagro es éste?

-¿Dónde está el milagro? -respondió Ana mirando a Pablo también y remedando su asombro con un expresivo gesto entre risueño y burlón.

-En andar tú por aquí -repuso el mozo con la sinceridad inocentona que le era peculiar; y añadió con la misma-: ¡Si te viera tu padre!...

-¡Pues atúrdete, Pablo! -exclamó Ana con picaresca solemnidad-: de su parte vine.

-¿De su parte?

-Como te lo digo.

-Pero ¿a qué viniste?

-¿A qué venía otras veces? A ver a mi padrino, a ver a tu madre, a ver a María... y a verte a ti, simplón, -añadió Ana, tirándole a la cara una hoja de malva, que había tenido entre sus labios, después de quitarle el rabillo con los dientes.

Pablo no hizo más caso de la hoja que de los mosquitos que zumbaban en el aire. Verdad es que tampoco Ana tomó a pechos la indolencia de Pablo.

-No te creo -insistió éste.- Cuando ha habido monos entre tu padre y el mío, jamás han acabado de repente.

-Y ¿quién ha dicho que hayan acabado así esta vez?

-Tú, cuando vienes a vernos de parte de tu padre.

-Es verdad que vengo; pero con su cuenta y razón, hijo.

-Eso es otra cosa.

-¡Vaya si lo es!... Y en prueba de ello, escucha. Esta mañana me dijo mi padre, paseándose a lo largo de la sala: «¡Estos genios, Ana, estos genios!...». Y como yo sé, por experiencia, que por ahí comienza él siempre a reconocer las flaquezas del suyo y a buscar la paz... ¿Sabes tú, Pablo, por qué había guerra ahora entre tu padre y el mío?

-No por cierto, Ana.

-Pues tampoco yo. ¡Como estos nublados vienen tan a menudo, tan de repente y tan sin motivo!... Siempre que trata de explicármelos, me dice lo mismo: que tu padre es duro de frase, que le contraría, que le acosa y que, por conclusión, le injuria... ¡A él, que va siempre con el compás en la lengua y el corazón en la mano!... No te diré que en lo primero no yerre; pero puedo jurar que en lo segundo dice la pura verdad. Ello es que el buen señor toma estos lances como cuestión de honra; que los toma cada quince días, y que siendo capaz de dejarse desollar vivo por el bien de todos y cada uno de vosotros, se aísla, se encierra, no come, no duerme, y hasta la sombra de esta casa le estorba como el mayor enemigo... Y lo peor del caso es que yo tengo que seguirle el humor. Fortuna que ya todos nos conocemos, porque la maña es tan vieja como tu padre y el mío... ¿En qué estábamos antes, Pablo?

-En que mi padrino te dijo esta mañana...

-Es verdad. Me dijo: «¡Estos genios, Ana, estos genios!...». Hay que advertir que, tres días hace, tuvo carta del marqués de la Cuérniga, el cual señor no suele escribirle sino cuando le necesita; y es también de saberse que después de recibir la carta ha hablado dos veces con Asaduras, señales todas, Pablo, de nuevas borrascas, pero también de que a mi padre le convenía intentar una reconciliación con el tuyo. Ello es que con esta sospecha y las palabras que le oí, apretando, apretando, obliguele a declarar que estaba dispuesto a hacer las paces de cualquier manera, y que quería verse con tu padre, si éste se prestaba a recibirle. Tomé el asunto a mi cargo, vine aquí, hablé con tu padre, abracé a María y a tu madre, charlé con ellas hasta quedarme sin saliva en la boca... en fin, hombre, viví en una hora lo que había penado en quince días.

-¿Y mi padre?

-Tu padre, diciéndome: «pues por mí no ha de quedar», tomó el sombrero y se fue a mi casa.

-¿Y en qué paró la entrevista?

-Eso es lo que yo no sé, porque mi padrino no ha vuelto todavía, y hace más de dos horas que está con el tuyo.

-¡Siempre lo habrán puesto peor que estaba!

-Me lo voy temiendo; y por eso me largo a enmendarlo en lo que pueda. ¡Ay, qué genios, Pablo! No, pues yo te aseguro que de hoy en adelante no he de pagar culpas ajenas. ¿Riñen? Que riñan. Vosotros y yo tan amigos como siempre. ¿No es cierto? A buena cuenta, ya tengo el desahogo que acabo de darme. ¡Ay, Pablo!, no me cabía ya más en el corazón... Porque yo le doy esta cruz al más valiente, y a ver cómo la lleva.

-La verdad es, Ana, que no se creerían esas cosas a no verlas. ¡Dos familias que tanto se quieren, vivir en perpetua enemistad por un quítame esas pajas! Malo por lo que a uno le duele, malo por el bien que no se hace, y peor por el escándalo que se da.

-¡Los genios, Pablo, los genios!

-Dí el genio, Ana... porque el de tu padre es insufrible por quisquilloso y aprensivo.

-¡Ingrato! ¡Bien haya lo que te quiere!

-Y bien sabe Dios cómo se lo pago. Por eso me duelen tanto estas cosas, Ana.

-¡Pues qué diré yo de mí, Pablo? Tú, al fin, cuando vienen estas borrascas, esparces al aire libre la parte que te toca de ellas, y dentro de tu casa tienes con quién hablar, con quién reír... Yo no tengo nada de eso; ni siquiera el recurso de disculparos, porque se toman las disculpas a parcialidad, y lo pongo peor. Hay que dejar la tormenta que se desahogue por sí o por obra de una casualidad que a veces tarda un mes en presentarse; y, en tanto, soledad y cárcel... Y paciencia; porque, al cabo, él es quien es, y bueno y cariñoso hasta tal extremo, que yo no sé qué le atormenta más en sus arrechuchos, si el dolor de la supuesta ofensa, o la pesadumbre de vivir sin trato con los que le han ofendido. ¿No te parece, Pablo, que debiéramos conjurarnos todos contra esa mala costumbre?... Que se alborotan ellos... Pues nosotros como si tal cosa: yo a vuestra casa, y vosotros a la mía.

-Ya se ha intentado ese medio alguna vez.

-Pero sin arte, Pablo, y sin resolución: al primer bufido de mi padre, no se os ha vuelto a ver por allá.

-Ni a ti por acá, Ana.

-Porque me dejáis sola enfrente del enemigo, ¡caramba! Pero ayudadme un poco y veréis cómo le venzo y hasta hago imposibles esas guerras que me acaban... ¡Me acaban, Pablo! Por eso quiero que ésta sea la última; y lo será, o perezco en ella... Conque hazme el favor de no entretenerme, y déjame pasar, que estoy perdiendo un tiempo precioso.

-Pues rato hace, Ana, que tienes despejado el camino; y por donde te agarro yo, el diablo me lleve.

Mirole Ana por debajo de las cejas, fruncidas por efecto de una sonrisa burlona en que envolvió toda su hermosa y picaresca faz, y le tiró con otra hoja de malva que había arrancado poco antes del ramillete del pecho.

-Hijo, ¡qué peste eres también..., a tu modo! -dijo al mismo tiempo.

Y recogió los pliegues delanteros de su falda con ambas manos; y ágil y esbelta, partió hacia su casa, atravesando el campuco como diz que se deslizan las ninfas sobre las ondas del lago.

Pablo, sin darse por entendido de este hecho ni de aquel dicho, entró en el corral y cerró la portalada. De modo que cuando Ana llegó a la suya no tuvo en qué satisfacer la curiosidad que le hizo volver la cabeza hacia la portalada de enfrente, y quedaron allí perdidas, por falta de recibo, una mirada y una sonrisa que se hubieran disputado a estocadas los galanes de Lope y Calderón.

Como su padre andaba aún fuera de casa, Pablo, antes de subir a ella, quiso darse una vuelta por las cuadras, a la sazón punto menos que vacías. Sólo dos parejas de bueyes y algunos ternerillos había al pesebre. El resto del ganado, pocos días antes llegado del puerto, andaba al pasto en el monte al cuidado del pastor del lugar, que lo recogía por la mañana y lo entregaba al anochecer. La disposición de aquellas cuadras era obra del magín de Pablo, y acuerdo suyo también el régimen a que estaba sometido el ganado. Natural era la satisfacción que el mozo sentía, viéndole tan gordo y lozano, en pasarle la mano por el lomo, en llamar a cada bestia por su nombre, en increpar duramente a la que no comía hasta limpiar el pesebre, y en confundirla con el ejemplo de la que no dejaba en el fondo ni la grana. Pues, ¿y los becerrillos? Horas se pasaba con ellos rascándoles el testuz y dándoles palmaditas en la cara. ¡Y cómo se arrimaban ellos a él, y le miraban con sus ojazos bonachones, y se iban adormeciendo poco a poco con el cosquilleo y presentando la cerviz para que también se la rascara; y después las orejas, y luego el pescuezo, y vuelta al testuz y a la cara! Y cuando se cansaba Pablo, la mimosa bestezuela le golpeaba suavemente con la cabeza, le lamía las manos y tornaba a presentarle la cerviz. Lo cierto es que, fuera del corderillo, no hay otro animal de faz más atractiva ni que más se haga querer.

Mientras nuestro mozo se entregaba a estos entretenimientos, arriba aguardaban su madre y su hermana, con la mesa puesta y haciendo labor cerca de ella, el resultado de la entrevista de los dos compadres; lance que las tenía sumidas en graves aprensiones, bien reflejadas en el desasosiego de que ambas estaban poseídas.

Sentábale a maravilla esta inquietud a la joven, cuyo nombre ya conocemos por boca de Ana; pues daba viveza y grande expresión a su fisonomía, de ordinario, aunque bella por lo correcta y frescachona, mansa y serena, como esas noches de verano sin rumores, sin frío ni calor, que se contemplan con gusto, pero en perfecto reposo del espíritu y del cuerpo. Sus ojos negros, más meditabundos que habladores, brillando a la sazón con vivo fuego sobre el rosado cutis, y sus labios húmedos, graciosamente contraídos, pregonaban interiores batallas, señal de que en aquel lago apacible también cabían agitaciones y tempestades. Representaba la edad de Ana, y con la sencillez de ésta vestía, aunque no con tanto donaire, porque éste no es obra de las perfecciones plásticas y esculturales que abundaban en María acaso más que en Ana, sino de un misterioso equilibrio de proporciones y de sensibilidad entre el alma y el cuerpo, don de la naturaleza que no se adquiere por conquista.

Cuanto puede parecerse una rama al tronco de que procede, se parecía nuestra joven a su madre, señora de aldea, sana y bien conservada, sin afeites ni aliños exagerados; antes bien, peinada y vestida con tal sencillez y modestia, que sólo en lo pulido de su cutis, señal de que éste andaba lejos de las injurias del trabajo al aire libre, revelaba la jerarquía. Verdad es ésta de la sencillez y modestia en el ordinario arreo, propia no sólo de las señoras de labradores ricos montañeses, sino también de las damas empingorotadas y linajudas, si son muy apegadas al terruño solar. Digámoslo en honra de la Montaña y de las montañesas.

Poco hablaban madre e hija, y eso poco en frases breves entre largos espacios de silencio, para apuntar una sospecha o fundar una esperanza. El tema era siempre el mismo: lo que tardaba el ausente y lo que podía significar la tardanza.

Al cabo, se oyeron pasos en la escalera y apareció Pablo en la sala, y poco después, su padre. Representaba éste, y yo sé que los tenía, más de cincuenta años; no era muy alto, pero fornido y sano; de rostro abierto y noble; limpio y frescote y bien afeitada la espesa y recia barba; corto, áspero y muy apretado aún el pelo gris de su cabeza; lento y bien aplomado en el andar; los brazos un tanto arqueados; las manos anchas, musculosas y entreabiertas; la voz sonora, varonil y bien entonada; el traje holgado, de buen género, pero de modesto corte.

-Vamos a comer, que harto habéis aguardado, -dijo al entrar, mientras su mujer y su hija se levantaban a recibirle. Y no dijo más por entonces, ni en su semblante pudieron leer nada las curiosas miradas de su familia.

Se sirvió la sopa; sentose el patriarca a la mesa; bendíjola, según costumbre, después de ocupar cada cual su puesto; y andábase muy cerca ya del clásico estofado, cuando aquél refirió en compendio lo que el curioso lector hallará más adelante con los debidos pormenores.




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- IV -

Pelos y señales


Pedro Mortera y Juan de Prezanes, vástagos de las dos familias más ricas y antiguas de Cumbrales, ligadas siempre por amistoso vínculo ¡caso raro en este país de quisquillas y reconcomios! Juan de Prezanes, repito, y Pedro Mortera, eran inseparables camaradas. Pero Juan era suspicaz, impetuoso y avinagrado de genio, y Pedro cachazudo y reflexivo. Éste, en sus juegos infantiles, gustaba de lo seguro y fuerte; aquél de lo más fácil, siempre que fuera nuevo, breve y vario; el uno era muy inclinado a los trabajos rústicos y a los esparcimientos campestres; el otro a fisgonear murmuraciones y a comentar dichos de las gentes: Pedro era todo observación y método; Juan sentimiento, nervios y palabra. Sólo se parecían ambos muchachos en la bondad del corazón y en estar siempre dispuestos a dar la pelleja el uno por el otro; así es que jamás hubo avenio entre ellos en cuestiones de gusto, y se pasaron lo mejor de la infancia refunfuñando, cuando no a la greña, pero queriéndose mucho.

Juntos fueron después a estudiar a la ciudad; juntos vivieron en ella, y al mismo estudio se dedicaron. Pedro se cansó de los libros a los dos años, y se volvió a su pueblo. Juan continuó los estudios, y fue a la Universidad y llegó a ser abogado. Pedro, en Cumbrales, se consagró a la labranza con verdadera afición, y mejoró mucho la hacienda que, ya mozo, heredó de su padre.

Juan, huérfano también poco después de volver de la Universidad, y sin las aficiones de su amigo, puso en renta las tierras que cultivaba su padre, y en aparcería los ganados que halló en las cuadras (parte mínima de los bienes que heredó), y abrió en Cumbrales su estudio, por no aburrirse.

Fuera de los de la villa, no había otro abogado que él en toda la comarca; de manera que bien pronto le sobraron los negocios y las desazones. Las desazones, porque cada contrariedad le producía una mayúscula; y las contrariedades, verdaderos gajes de su oficio, menudeaban a maravilla, y su carácter, lejos de mejorar con los años, cada día era más vidrioso y quebradizo.

Por la índole misma de su profesión, se puso en contacto con nuevas gentes y nuevas cosas; y como sus ímpetus geniales le llevaban siempre mucho más allá de sus propósitos, necesitando ancho terreno y fuertes aliados para vencer en los grandes apuros de sus batallas, dejose arrastrar fácilmente de los que le brindaron con aquellas ventajas, y que, en rigor, iban buscando su legítimo influjo en la comarca, al precio de unas cuantas lisonjas bien aderezadas.

De este modo llegó a ser don Juan de Prezanes un cacique de gran empuje en el distrito, y un enredador de dos mil demonios; pues, conocido el flaco de su carácter, no solamente lograron los seductores interesarle con alma y vida en todo linaje de intrigas, sino hacerle creer que era capitán y bandera a la vez, cuando, en substancia, no pasaba de ser la mano del gato, menos que soldado de filas en aquella tropa de polillas del bien público.

Que estas cosas y otras de parecido jaez sacaban de quicio a su verdadero y único amigo, no hay para qué decirlo; ni son de mencionar tampoco las tempestades que las cuerdas advertencias de don Pedro Mortera producían en el ánimo del impetuoso don Juan de Prezanes. Era éste, como todos los hombres irreflexivos y apasionados, enemigo mortal de la verdad cuando la hallaba enfrente de sus flaquezas; no por ser la verdad, sino por ser obstáculo. Los temperamentos como el del abogado de Cumbrales, desbordados torrentes, embravecidos huracanes, no se detienen con frenos ni con barreras. El halago y las contemplaciones los calman alguna vez; la resistencia los espolea siempre. Son una enfermedad que tiene sus manifestaciones en esa forma necesaria y fatal; y esa enfermedad no ha de curarla el enfermo, sino los que le tratan. En el ordinario comercio de la vida creen poner una pica en Flandes los que hallan una fórmula, a modo de la ley social, por la que deben regirse los hombres que quieran tener derecho al pomposo título de gentes de buena educación. ¡Qué sandez tan triste! ¡Como si todos los hombres hubiéramos sido moldeados en una misma turquesa y con el barro en iguales dosis y calidades! ¡Como si el alfilerazo que apenas ensangrienta la epidermis de uno, no fuera en otro puñalada que penetra hasta el corazón!

Métome sin permiso del lector en estas honduras fisiológicas, porque en ellas andaba muy a menudo don Juan de Prezanes buscando la razón y la justicia, o, cuando menos, la disculpa de sus arrebatos geniales, y al mismo tiempo la sinrazón, y hasta la falta de caridad con que su amigo don Pedro Mortera le contrariaba; en lo cual don Juan de Prezanes se equivocaba en más de la mitad, porque su amigo nunca le contrarió sin grave causa ni por el vano afán de que valiera la suya a todo trance; pero era demasiado crudo en sus verdades, terco en sostenerlas, socarrón aliquando y mordaz en ocasiones; y en esto no eran infundadas las quejas del irascible jurisconsulto.

Con notorios intentos de asegurarle mejor y de chupar sus caudales, lograron sus conmilitones de allende hacerle el favor (¡el único que lo fue de veras!) de una señorita pobre, que por casualidad salió buena y honrada y hacendosa, y hasta supo, durante dos años de matrimonio, dulcificar las acritudes ingénitas de su marido, y hacerle placentera la vida del hogar. No duró más su dicha, porque Dios se llevó a mejor destino la causa de ella, dejando en cambio al triste viudo una niña, que recibió el nombre de Ana de su padrino don Pedro Mortera. Dos meses antes se había bautizado un hijo de éste (cuyas bodas anduvieron muy cercanas a las de su amigo) con el nombre de Pablo, siendo padrino don Juan de Prezanes.

Tan diversa como sus genios fue la suerte de ambos amigos en el matrimonio, pues cuando el del abogado se deshacía con la muerte del único ser capaz de regir y dominar aquel carácter desdichado, el de don Pedro Mortera era bendecido con un nuevo fruto. Pero Dios, que da la llaga, da también la medicina; y Ana, la niña huérfana, tuvo una madre cariñosa en la madre de Pablo y de María, y en estos niños dos hermanos con quienes vivía más que con su padre. Cuanto a éste, confundió en un solo amor, pues había para todos en su corazón de fuego, a Ana y a la familia de su amigo. Pero sus tempestades nerviosas menudeaban a medida que se dilataba el radio de sus afectos íntimos; porque, como él decía, «cada punto de contacto me produce una desolladura; y cuanto más cordiales son los unos, más dolorosas son las otras».

Años andando, fueron Ana y María a un colegio, y Pablo, a quien don Juan amaba como a un hijo, comenzó a estudiar también; con lo cual el nervioso jurisconsulto se vio tan contrariado, solo y aburrido, que cerró el bufete para no abrirle más. ¡Ni el demonio podía aguantarle entonces! Pues, para ayuda de males, su alianza con los trapisondistas de marras fue estrecha como nunca, y el campo de sus batallas vasto y revuelto a maravilla, porque los públicos acontecimientos así lo dispusieron.

Pesaba la influencia de don Pedro Mortera, por hacienda y méritos personales de éste, sobre media comarca, es decir, tanto como la de don Juan de Prezanes y sus auxiliares juntos; pero, hombre sesudo y de buen temple, veía con honda pesadumbre el uso que hacía su amigo de las huestes que por necesidad le seguían al combate, y a qué móviles obedecía, y ociosos fueron cuantos esfuerzos se tantearon para obligarle a él a que tomara parte en las batallas que iban poco a poco desorganizando y corrompiendo la comarca.

-Contigo -decía el testarudo labrador a don Juan de Prezanes-, contigo y para hacer el bien de este pueblo, cuando quieras y adonde quieras. Con esos vividores intrigantes, que te están chupando hasta la honra, jamás.

Entre los llamados «vividores intrigantes» contaba don Pedro Mortera a un señor de la villa, que había sido siempre muy amigo suyo; el cual señor, por hinchazones de vanidad, no tuvo reparo en ser allí delegado perpetuo de todos los poderes para sostener, de cualquier modo, la causa de los que le servían en tres leguas a la redonda, por lo que don Pedro Mortera no quiso más tratos con él, pues creía, y con fundamento, que son peores que los tunos sus cómplices y encubridores.

Pues hasta este señor, don Rodrigo Calderetas (por lo demás, gran persona y muy caballero), descendió de su Olimpo en la crítica ocasión atrás citada, y cuando nada habían podido conseguir ruegos ni huracanes del jurisconsulto para tratar de sacar a don Pedro Mortera de su desesperante retraimiento, «del cual podía depender hasta la suerte de la patria». ¡A buena parte iba la «gran persona» con sensiblerías cursis! Don Pedro no cambió de actitud. Don Juan de Prezanes tocó el cielo con las manos, y el caballero de la villa le sopló al oído que su amigo y compadre era un desafecto a la situación, retrógrado, obscurantista... y sospechoso. Ya por entonces era moda en España tener por sospechoso a todo hombre formal apegado a la tranquilidad y al sosiego. Apoyó el dictamen de la «gran persona» todo su estado mayor, y don Juan de Prezanes, que en su sano juicio se pagaba muy poco de matices políticos, en la fiebre del despecho tragó la insinuación maliciosa, y no negó la posibilidad del pecado. En honor de la verdad, no por ello dejó de querer entrañablemente a su amigo, ni volvió a hablarle más del asunto de la alianza; pero la actitud impasible de don Pedro, y la repulsa consabida, causa fueron, aunque sorda y disimulada, de muchas y muy repetidas desavenencias entre los dos amigos, provocadas por las vidriosidades del jurisconsulto.

Pasó así mucho tiempo, y al cabo de él volvieron a Cumbrales Ana y María hechas dos señoritas primorosas. Desde entonces, el genio abierto y animoso de la primera fue el bálsamo que calmó, ya que no llegara a curar, los desabrimientos y esquiveces de su padre, y el mejor lazo de unión entre las dos familias, tan a menudo aflojado por las intemperancias nerviosas de don Juan de Prezanes. Pablo, cuando se hallaba en el pueblo, contribuía en gran parte a aquellas reconciliaciones; pues con su sencilla bondad, sabía llegar al alma de su padrino sin lastimarle, en lo cual consiste el secreto resorte con que se rigen y gobiernan esos temperamentos desdichados.

Y ahora tenga el lector la bondad de pasar al capítulo siguiente, en el cual acabará de conocer, tratándolos de cerca, a estos dos personajes, y sabrá lo que ocurrió en la entrevista que, en compendio, refirió en la mesa don Pedro Mortera.




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- V -

Entre compadres


Alto, enjuto, largo de brazos, afilados los dedos, pequeña la cabeza, el pelo escaso y rubio, los ojos azules y sombreados por largas cejas, nariz puntiaguda, labios delgados y pálidos, y sobre el superior un bigote cerdoso, entrecano y sin guías, por estar escrupulosamente recortado encima de aquel contorno de la boca. Tal era, en lo físico, don Juan de Prezanes. Pulquérrimo en el vestir, jamás se hallaba una mancha en su traje, siempre negro y fino, escotado el chaleco, blanquísima y tersa la pechera de la camisa, de cuello derecho y cerrado bajo la barbilla, y de largos faldones la desceñida levita; traje que se ponía al levantarse de la cama y no se quitaba hasta el momento de acostarse.

En tal guisa se paseaba, cuando fue su amigo a verle, desde su gabinete (dormitorio y despacho a la vez, como lo demostraban una cama y avíos de limpieza en el fondo de la alcoba, y afuera una regular librería, mesa de escribir, sillones, etc.) hasta el extremo opuesto del contiguo salón, espacioso, limpio y decorosamente amueblado.

No esperaba a su amigo, y se inmutó al verle allí. Don Pedro, como si nada hubiese pasado entre los dos, díjole con su aire campechano:

-Te agradezco en el alma tu deseo de verme, y aquí estoy para servirte, Juan.

Este, sin dejar de pasearse, respondió con voz poco segura:

-Acto es, Pedro, que me obliga y te honra; pero, la verdad ante todo: yo no te he llamado a mi casa: te pedí una entrevista donde tú quisieras.

-¿Te pesa que haya venido?

Detúvose en su paseo el hombre que era un manojo de nervios, miró a su amigo y compadre con ojos que echaban chispas, y dijo, ronco y tembloroso, dándose una manotada sobre el angosto pecho:

-¡Te juro que no!

-Pues entonces, sobran los reparos, Juan, y, si un poco me apuras, toda explicación entre nosotros; porque donde habla el corazón, calle la boca.

Y en esto, don Pedro, con los brazos entreabiertos, cortaba el camino y seguía con la vista a su amigo, que había vuelto a sus agitados paseos.

-Entiendo tu deseo y ardo en el mismo -repuso éste desviándose y esquivando las miradas y los brazos de su compadre-; pero no es tiempo todavía.

-Pues si el corazón lo pide y Dios lo manda, ¿qué te detiene? -respondió don Pedro, dejando caer los brazos, desalentado y triste. Luego añadió con honda amargura-: ¡Parece mentira, Juan, que cosas tan leves nos conduzcan a situaciones tan graves!

-Nada es leve para el amor propio ofendido... Somos de esa hechura, y no por culpa nuestra.

-Pero tenemos una razón para domar las demasías del carácter.

-Prueba es de ello que te he propuesto una reconciliación... Y por cierto que no se te ha ocurrido a ti otro tanto.

-De mi casa huiste sin haberte ofendido nadie en ella; te encerraste en la tuya y te negaste a toda comunicación con nosotros, que te queremos... que os queremos más que a la propia sangre.

-Toda la vida hemos andado así, Pedro.

-Pues esa triste experiencia me ha enseñado que el mejor remedio contra tus arrechuchos es dejar que se te pasen. Por pasado di el último cuando me llamaste, y a tu lado vine con los brazos abiertos. ¿Por qué me niegas los tuyos?

-Porque los reservo para después que hablemos y nos entendamos.

-¿Dudas de la lealtad de mi corazón?

-Dudara antes de la del mío, Pedro; mas entra en mis intentos que esta avenencia que hoy deseo y te propongo, se afirme en algo más que en el olvido de las pequeñeces pasadas... Ven, y sentémonos.

Entraron los dos compadres en el gabinete; sentáronse frente a frente con la mesa entre ambos, y dijo así don Juan, manoseando al mismo tiempo una plegadera de boj que halló a sus alcances:

-Sin ciertas diferencias que nos dividen y nos separan a cada momento, tú y yo, en perfecta y cabal armonía, pudiéramos hacer grandes beneficios a Cumbrales.

-Ese es el tema de mi eterno pleito contigo, Juan.

-Sí; pero no se trata ahora de puntillos del carácter, de la cual dolencia todos padecemos algo, Pedro amigo, aunque no lo creamos así, sino de puntos de mayor alcance y entidad; puntos en los que pudiéramos ir tú y yo muy acordes aun dentro de nuestras continuas desavenencias, verdaderas nubes de verano.

-Sospecho adónde vas a parar con ese preámbulo; y si las sospechas no mienten, el asunto es ya viejo entre los dos. De todas maneras, déjate de rodeos y dime en crudo qué es lo que pretendes de mí.

-Viejo es, en efecto, entre nosotros dos el asunto de que voy a hablarte, y del cual no te he hablado años hace por respetos que te son notorios; pero de poco tiempo acá, ofrece el caso aspectos de gravedad que antes no ofrecía, y esto me obliga a quebrantar mis propósitos. A la vista está que de día en día crece el encono entre los bandos en que están divididos este pueblo y los limítrofes.

-Lo que a la vista salta, Juan, es que se detestan y se persiguen a muerte los capitanes de esos bandos. Los pobres soldados no hacen otra cosa que lo que se les manda o les exige el deber... o la triste necesidad.

-Lo mismo da lo uno que lo otro.

-Precisamente es todo lo contrario, puesto que el día en que los jefes dejen de ser enemigos, volverán los subalternos a ser hermanos.

-A ese fin quiero yo ir a parar, Pedro.

-¿Por qué camino, Juan?

-Por el más breve y llano. Ayúdame con todas tus fuerzas en la batalla electoral que se prepara, y el triunfo es nuestro en todo el distrito.

-¿Y después?

-¡Después!... ¿Quién ignora lo que sucede después de un triunfo en tales condiciones?

-Tú lo ignoras, Juan, pese a tu larga experiencia.

-Gracias por la lisonja.

-Pues es el mejor piropo que puedo echarte en este momento. Si te dijera yo que el verdadero botín de esas batallas era el cebo que te llevaba a ellas, no creyera, como creo, que en esto, cual en otras muchas cosas, la pasión te ciega y el corazón te engaña.

-¿A mí?

-Sí, y además te vende. Y en prueba de que no me equivoco, voy a decirte lo que verdaderamente hoy te apura y acongoja. Desde que candorosamente te pusiste al servicio de ciertos amigotes de campanillas, tomando sus adulaciones y embustes por sinceridades, has luchado a su favor en esta comarca con varia fortuna, según que los intrigantes de por acá te han ayudado o te han combatido. Las últimas campañas han sido terminadas muy a tu gusto, porque no te han faltado auxiliares de fama y de empuje, fuera y dentro de este municipio. No conozco al pormenor la actitud en que hoy se hallan tus aliados forasteros; pero me consta que tu vecino Asaduras, el enredador electoral más sin vergüenza de la comarca, se ha pasado al enemigo con armas y bagajes; y te has dicho, como en parecidas ocasiones: «Si Pedro me ayudara con todas sus fuerzas, mi triunfo era infalible; y triunfando yo, no solamente conseguiría el objetivo principal de la batalla, sino que ponía el pie en el pescuezo a ese pícaro desleal»

-Y ¿qué mal habría en ello? -exclamó aquí con voz airada don Juan, doblando como un espadín la plegadera entre sus dedos convulsos.

-Ninguno, ciertamente -replicó don Pedro con entereza.- El mal está en que las cosas hayan venido a parar ahí; en que tú, hombre honrado, independiente, bueno y generoso, pactaras alianzas con esa canalla, y que entre todos hayáis convertido a Cumbrales en feudo desdichado de dos aventureros.

-¡Pedro!... ¡Pedro! -gritó aquí don Juan de Prezanes, incorporándose lívido en el sillón y haciendo crujir la plegadera- ¡No empecemos ya! ¡De ésos a quienes llamas aventureros, el uno siquiera, por amigo mío, merece tu respeto!

-¡Amigo tuyo!... ¡Merecedor de mi respeto! ¡El marqués de la Cuérniga, ayer traficante en reses de matadero, concursado cien veces, marrullero y tramposo, y de la noche a la mañana, y Dios sabe por qué, título de Castilla y diputado a Cortes!...

-¡Pedro!... ¡Pedro!...

-¡Amigo tuyo... Porque te escribe y te adula cuando te necesita, como te escribía y te adulaba también el otro personaje de alquimia, el barón de Siete-Suelas, su digno competidor en el distrito, hoy amparado por el pillastre Asaduras!... ¡Amigo tuyo!... ¿En qué lo ha demostrado? ¿Qué favores te ha hecho?

-Cuantos le he pedido, ¡vive Dios!

-Es verdad: obra de su poder y de tu deseo son las crueles venganzas consumadas aquí en infelices campesinos que, al seros desleales en la lucha, acaso les iba en ello el pan de sus familias; favores suyos son también las ratas que habéis metido en la administración municipal, y los esfuerzos que aún se hacen para echar a presidio lo único honrado que en ella nos queda.

-¡Voto a tal -rugió aquí don Juan de Prezanes (y le echó redondo) haciendo crujir la plegadera- que esto ya pasa la raya de todas las conveniencias!

-A los hombres como tú, Juan -añadió don Pedro imperturbable,- y a los niños, hay que decirles la verdad desnuda; y tú eres un niño tesonudo y obcecado, porque la sensibilidad te roba el entendimiento, y la pasión te deslumbra. Tú no harías el daño que haces, pues eres bueno y honrado, si no tuvieras quien te azuzara y pusiera las armas en tus manos. Ni siquiera te excusa la ignorancia o la perversidad de los caciques del otro tiranuelo, que a su vez hacen lo mismo. ¡Lo mismo, Juan! Porque en estos desdichados lugares, las venganzas y las tropelías se cometen por riguroso turno; y éste es el favor que debe Cumbrales a sus representantes. Ellos son los toros de la fábula; el distrito, el charco de pelea; y nuestros pobres convecinos, las ranas despachurradas. Y ¿para qué esos sacrificios incesantes? Para provecho y regalo de dos farsantes vividores, caídos aquí como en tierra de conquista. ¿Cuáles son sus títulos para representarnos en Cortes? ¿Quién los ha llamado? ¿Quién los conoce en el distrito sino por la huella desastrosa que dejan a su paso por él? ¡Y quieres que yo te ayude en esta obra de iniquidad! ¡Y eso lo pretendes cuando la nación entera arde en guerras y escisiones, y hay un campo de batalla a las puertas de nuestros pobres hogares! ¡Nunca, Juan, nunca!

Ya comprenderá el lector que con mucho menos que esta andanada, soltada a quema-ropa y en mitad del pecho, había sobrado para que echara chispas el hombre más cachazudo, cuanto más el irritable y eléctrico don Juan de Prezanes. El cual, trémulo y desencajado, antes que su amigo dijera la última palabra, ya había convertido en hilachas la plegadera entre sus manos. Sudaba hieles y parecía una pila de rescoldo. No le cabía en la estancia; al revolverse en ella nervioso y desatentado como fiera enjaulada, tumbaba sillas a puntapiés, y con el aire de sus faldones agitados, volaban los papeles sueltos de la mesa. Rugió, golpeose las caderas con los puños cerrados, mesose el ralo cabello con las uñas, amagó apóstrofes fulminantes, injurias... hasta blasfemias, y ¡caso inaudito en él!, ni a una sola palabra, de la tempestad de frases iracundas que bramaba en su pecho, dieron salida sus labios. Devorábalas a medida que a borbotones acudían a su boca; y aquella plenitud de furia comprimida denunciábanla sus ojos inyectados de sangre y el temblor de todas sus fibras. Causaba espanto el bueno don Juan de Prezanes. Felizmente no duró mucho tiempo la peligrosa crisis; porque también obra milagros la voluntad; y la del letrado de Cumbrales fue en aquella ocasión heroica sobremanera.

Cuando, después de este triunfo, logró algún dominio sobre sus nervios desconcertados en la batalla, arrojó por la ventana la plegadera hecha una pelota; se enjugó el sudor con el pañuelo; dio algunas vueltas, relativamente sosegadas, en el gabinete, y, por último, se dejó caer en el sillón, apoyando los codos sobre la mesa y la cabeza entre las manos. Momentos después se encaró con su amigo, que no apartaba los ojos de él, y le dijo con voz enronquecida, pero no destemplada:

-Has venido a esta casa en busca de una reconciliación intentada por mí, y juro a Dios que no he de darte hoy motivos de nuevas desavenencias, como tú no los busques. Pero conste, y muy recio, que si las antiguas quedan en pie, no es por culpa de tu irascible, irreconciliable y rencoroso amigo, sino por la tuya, manso, razonable y dulcísimo Pedro.

-Por mi culpa no, Juan, puesto que no me niego ni me he negado jamás a una estrecha alianza contigo.

-¡Si pensarás que han pecado de turbias tus recientes palabras?

-El que yo me niegue a ser instrumento de cuatro intrigantes, no es resistirme a ayudarte con alma y vida a hacer algo bueno por el pueblo en que nacimos. Mas para esto es indispensable que, en lugar de ir yo a tu terreno, vengas tú al mío.

-¡Y cata ahí el puntillo montañés! -replicó don Juan con nerviosa sonrisa- ¡Ay, Pedro, qué ciego es quien no ve por tela de cedazo!

-Juzga lo que quieras, Juan, de mis intenciones: a mí me basta saber que son honradas; pero entiende que no lucharé jamás a tu lado, sino para exterminar de Cumbrales a esos intrusos tiranuelos; empresa tan fácil como necesaria y benéfica. Cien veces te lo he dicho: unámonos para arrancar la administración de este pueblo de las manos en que anda años hace; entreguémosla a los hombres de bien; hagamos por que no lleguen a pleito las cuestiones del lugar, y fállense en terreno adonde no alcance la mano del Estado ni se dejen sentir influjos de la política; guerra a muerte a los caciques, si alguno queda rezagado entre nosotros; y cuando por este camino llegue Cumbrales a ser dueño absoluto de lo que en justicia le pertenece, yo mismo abriré sus puertas a los merodeadores. La posesión de sí mismos hace cautos a los hombres; y si alguno es tan inocente que aun con los ojos abiertos cae en las redes tendidas, quéjese de su torpeza, pero no de su desamparo. Muy necio tiene que ser el que desconozca que le engaña quien se le brinda con el remedio de todos sus males, como charlatán de feria, para desempeñar un cargo que, ejercido a conciencia, más es cruz de suplicio que ocasión de prosperidades. ¿Crees, Juan, que, pensando así, puedo rechazar tus planes por la pueril satisfacción de que tú aceptes los míos?

-Puedo creer... creo, que te ciega una pasión, como tú crees que otra me ciega a mí. ¡Vaya usted a saber quién de los dos es el más apasionado!

-Aunque así sea y no valgan nada las razones que me has oído, mi ceguedad no daña a nadie.

-Lo cual quiere decir que la mía es muy nociva.

-Te he demostrado que sí.

-¡Mira, Pedro, que no se dispone dos veces de la paciencia!

-No he sacado yo a relucir este asunto malhadado. Tú me has impuesto mi complicidad en vuestros planes, como condición de nuestras paces alteradas por una chapucería. Yo no he hecho otra cosa que responderte.

-¡Hiriéndome en lo más vivo!

-Así se receta contra las malas costumbres, Juan; y ésa en que estás encenagado por una aberración de tu buen sentido, es causa perenne de grandes desdichas para cuantos te rodean. Mi deber es decirte la verdad, y te la digo.

Por algo decía don Juan de Prezanes que no se dispone de la paciencia dos veces seguidas. Yo soy de su parecer, y además creo que a los hombres del temperamento del abogado de Cumbrales, no les conviene tragar la ira cuando esta mala pasión forcejea en sus pechos y busca las válvulas de escape; porque no hay ejemplo de que esta metralla haya llegado a digerirse en ningún estómago, por recio que sea; y puesto que es de necesidad el desahogo, preferible es que éste ocurra a tiempo y sazón, a que acontezca fuera de toda oportunidad, como en el presente caso. El irascible jurisconsulto, que había conseguido dominar la furia de su temperamento irritado cuando su compadre le puso a bajar de un burro, perdió los estribos y dio en los mayores extremos de insensatez, por una bagatela; por aquello de las «malas costumbres».

Oyolo el desdichado, clavando las uñas en el tablero de la mesa y los ojos chispeantes en los impávidos de su compadre, que bien pudiera no haber pegado tan fuerte.

-¡Malas costumbres!... ¡Encenagado en ellas! -repetía don Juan con voz cavernosa, los pelos de punta y la faz desencajada- ¡Y, sin embargo, yo soy el díscolo, y el procaz, y el quisquilloso, y el descomedido!... ¡Y tú el varón justo y prudente y sabio..., el caballero sin tacha! ¡Ira de Dios! ¡Malas costumbres! ¡Encenagado en ellas! -tornó a repetir, entre roncos bramidos, mientras se incorporaba derribando el sillón, y se hacía pedazos en el suelo una salvadera de vidrio- ¡Y eso me lo vienes a decir a mi casa, cuando te brindo en ella con la paz!... Y ¿quién eres tú? ¿Qué títulos, qué poderes son los que tienes para atreverte a tanto, hipócrita, mal amigo? Si lo que te propongo no te agrada, confórmate con no aceptarlo; ¡pero no me injuries, no me hieras! ¿O tienen razón los que me dicen que eres de la cepa de los tiranos?... ¡Sí, vive Dios! Cuando late en el pecho un corazón honrado y se sienten en él los dolores ajenos, no se dan las puñaladas, no se ultraja a nadie a sangre fría, como tú me has herido y ultrajado hoy... Y ayer, y siempre... ¡Bárbaro! ¡Y quieres paz y buscas la armonía! ¿Cómo han de ser duraderas entre nosotros, si los más nobles impulsos de mi corazón se estrellan siempre contra tu intolerancia brutal? Porque me odias, porque me detestas. Y me odias y detestas porque soy mejor que tú, porque valgo más que tú; y valgo más que tú, ¡porque en una sola fibra de mi corazón hay más nobleza que en todo tu ser, henchido de soberbia, de vanidad y de hipocresía!

Ni una palabra dura respondió don Pedro Mortera a esta primera explosión de ira de su compadre; pero éste nunca se colocaba en tales alturas sin despeñarse después, ciego y loco, entre torbellinos de improperios y desvergüenzas. ¡Qué cosas dijo a su impasible amigo! Porque, una vez enredado en aquella infernal batalla, ya no reñía sólo por el punto en cuestión: en la mente volcánica del jurisconsulto fueron eslabonándose recuerdos de supuestos agravios, hasta los más remotos del tiempo de su niñez; y caldeados al fuego de su ira diabólica, arrojábalos en palabras, como lava de un cráter, y en testimonio de una vida de abnegaciones y martirios.

Trazas llevaba de no cesar la erupción en todo el día, cuando se presentó Ana despavorida y presurosa porque había oído las voces desde el corral. ¡Empresa peliaguda fue para la joven hacerse oír de su padre, desconcertado, lloroso y balbuciente! Pero lo consiguió al fin. Dueña de aquella brecha, minó con el arte de su larga y triste experiencia, y supo llegar hasta el corazón del pobre hombre, que acabó de rendir todos sus bríos a los halagos de su hija.

Entonces volvió don Pedro a ofrecerle sus brazos.

-Si te ofendieron -le dijo- algunas de mis palabras, sin tal intento salidas de mis labios, harto te han vengado las que después me has dirigido. De todas suertes, yo te las perdono con todo mi corazón. Jamás de él te he arrojado; en él vives; lee en el tuyo, Juan, y acábense de una vez para siempre estas reyertas que nos matan.

Don Juan de Prezanes, desfogadas ya sus iras, estaba más para sentir que para hablar; y tal vez a esta excusa se agarró su genio quisquilloso para no dar el brazo a torcer todavía, aunque Dios sabe si en el fondo del alma lo deseaba.

Así lo comprendió Ana; y mientras su padre se sentaba desfallecido y pálido, hizo una seña a su padrino, y díjole al mismo tiempo en voz alta:

-Este asunto corre ya de mi cuenta; y bien sabe mi padre que yo nunca dejo las cosas a medio hacer.

Con esto, se volvió a consolar al atribulado, y salió don Pedro Mortera, harto más pesaroso que complacido.




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- VI -

Don Valentín


La casa a que llegó don Baldomero después de separarse de Pablo, estaba situada en lo más desabrigado, al vendaval de la barriada de la Iglesia. Era grande y vieja, sin portalada; con una accesoria, que en mejores tiempos había cumplido altos destinos, a un costado; al opuesto, un nogal medio podrido, y en la trasera un huerto lóbrego.

¡Qué tristes son en una aldea esos viejos testimonios de fenecidas prosperidades campestres! Tristes, porque al contemplarlos los ojos del sentimiento, más que las piezas herrumbrosas y dislocadas que tienen delante, ven la máquina activa que ya no existe. ¡Cuánto más alegre la miserable choza entre laureles y zarzas, con el becerrillo atado al tosco pesebre y una pollada picoteando en las goteras del corral, que el silencioso palación de abolengo, con las cuadras enjutas y encanecidas por desuso, y el pajar en esqueleto! La primera es la vida risueña, que no está reñida con la pobreza; el segundo es la muerte, o, cuando menos, la decrepitud con todos sus achaques, tristezas y desalientos.

Tal aspecto ofrecía la casa de que vamos hablando.

Abrió don Baldomero el entornado portón del estragal, y tomó escalera arriba por una de peldaños que yesca parecían por lo carcomidos y esponjosos. Ya en el piso, entró en un salón de negro tillo de viejísimo castaño abarquillado y con jibas; el techo era de viguetería pintada de barro amarillo, y de las no muy blancas paredes pendían un retrato de Espartero, en lugar preferente, y en los secundarios una Virgen de las Caldas y un plano de Jerusalén; todas estas estampas en marcos con chapa de caoba, deslucida por el polvo de los años y la incuria de sus dueños.

A lo largo de aquel salón, gesticulando y hablando solo al mismo tiempo, paseábase un hombre no muy alto, seco, moreno, verdoso y algo encorvado; pero ágil todavía, a pesar de sus muchos años. Comenzando a describirle por la cúspide, pues no había un punto en todo él de desperdicio para el dibujante, digo que la tenía coronada por un sombrero de copa alta, con funda de hule negro; seguía al sombrero una cara pequeñita y rugosa, cuyos detalles más notables eran los ojos verdes y chispeantes, como los del gato; las cejas blancas y erizadas; la nariz un poco remangada y gruesa, y debajo, a plomo de las ventanillas, sobre una boca desdentada, dos mechas cerdosas, separadas entre sí, formando lo que se llama, vulgar y gráficamente, bigote de pábilos. Las quijadas y la barbilla sustentábanse en las duras láminas de un corbatín militar de terciopelo raído, dentro de las que se movía el flácido pescuezo, como el del grillo entre su coraza. Vestía el singular personaje pantalón de color de hoja seca, corto y angosto de perneras y con pretina de trampa; chaleco azul, cerrado, por una fila de botones de metal amarillo, hasta la garganta, y, por último, casaquín de cuello derecho, con narices en los arranques de las aletas traseras, o faldones rudimentarios, prenda que fue muy usada, hasta no ha mucho tiempo, en la Montaña, por los señores de aldea. El de quien vamos hablando no se la quitaba de encima jamás, acaso por los vislumbres marciales que despedía, combinada con estudio con el chaleco cerrado, el corbatín de terciopelo y el sombrero con funda.

Ya habrá adivinado el lector que se trata del héroe de Luchana, don Valentín Gutiérrez de la Pernía, de quien nos ha dado algunas noticias su hijo don Baldomero, en el banco de la Cajigona.

No se cruzó un triste saludo, y estoy por asegurar que ni una mirada, entre uno y otro personaje; pero movidos ambos de un mismo pensamiento, acercáronse a una mesa que estaba arrimada a la pared y con una de sus alas levantada. Sobre el menguado y no limpio mantel, tendido encima, había una botella, dos vasos, otros tantos platos con los correspondientes cubiertos (de peltre, si no mentían las apariencias), una escudilla sobre cada plato, un cuchillo de mango negro, y como dos libras de pan en media hogaza, no de flor ni del día. Ni don Valentín se quitó el sombrero forrado de hule, ni su hijo el hongo roñoso; y no había cesado aún el clamoroso crujir de las sillas arrastradas sobre el áspero suelo, cuando se llegó a la mesa, a mucho andar, una mocetona desgreñada y en soletos, con una tartera de barro entre las manos, y en la tartera la olla humeante y lacrimosa.

Arrimándose la moza a don Valentín, acomodó la cobertera de modo que no quedara más que un resquicio en la boca del ollón; entornole sobre la escudilla, y la llenó de caldo, soplando al mismo tiempo y sin cesar la escanciadora, para que torcieran su rumbo los cálidos vapores que subían en espesa columna vertical. Cuando hubo hecho lo mismo al lado de don Baldomero, puso la olla sobre la tartera en el centro de la mesa, y se largó a buen paso hacia la cocina, como diciendo: -Ahí queda eso, y allá os las compongáis.

Y no se las compusieron del todo mal los dos comensales. Por de pronto, partieron sendas rebanadas de pan; luego las subdividieron en transparentes lonjas que remojaron en el caldo de las escudillas, y, por último, se tomaron la sopa resultante, que a néctar debió saberles, por lo que la pulsearon antes de paladearla. Tras este refuerzo al desmayado estómago, un trago de vino y dos castañeteos de lengua, don Valentín volcó la olla en la tartera, que encogollada quedó de potaje, sobre el cual cayeron, en las tres últimas y acompasadas sacudidas que al cacharro dio el héroe, sabedor de lo que dentro había y no acababa de salir, dos piltrafas de carne y una buena ración de tocino. Sirviéronse y engulleron abundosa cantidad de bazofia, y, tras ella, casi todo el tocino. De carne no quedó hebra.

Ni una palabra se había cruzado todavía entre el padre y el hijo, hasta que, limpios los respectivos platos y apurados por tercera vez los vasos, dijo don Valentín, tras un par de chupetones a los pábilos del bigote, y arrojando sobre la mesa una llave que guardaba en el bolsillo de su chaleco:

-Sácalo tú.

Y con ella en la mano, fuese don Baldomero a una alacena que en el mismo salón había, embutida en la pared, y tomó de sus negras entrañas un plato desportillado que contenía como hasta tres cuarterones de queso pasiego, duro y con ojos, señal de que ni era fresco ni era bueno.

Antes de hincar en él las mandíbulas (pues es averiguado que, desde mucho atrás, no quedaban en ella ni raigones), exclamó el veterano, entre iracundo y Plañidero, y como si continuara una serie no interrumpida de graves meditaciones:

-En verdad te digo que el hombre degenera de día en día, y que se acaban por instantes aquellas virtudes que hicieron del español, en otros tiempos, el modelo de los caballeros sin tacha. Ya no hay fe en los principios, ni verdadero amor a la patria, ni entusiasmo por la libertad.

Don Baldomero tragaba y sorbía, y nada respondió a su padre. ¡Estaba tan hecho a oírle cantar aquella sonata!

Don Valentín, mientras paladeaba el primer trozo de queso que se había llevado a la boca en la punta del cuchillo, continuó así:

-Digo y sostengo que no es de liberales de buena casta regalarse el cuerpo como nosotros, ni comer pan a manteles, mientras el faccioso tremola en el campo el negro pendón de la tiranía. ¿No es esto el evangelio?

-Bien podrá ser -respondió el otro, mascando a dos carrillos;- pero paréceme a mí que tendría más fuerza de verdad predicado antes de comer.

-¿Quieres decirme -saltó don Valentín-, que también yo me duermo en las delicias de Capua? ¿Quieres darme a entender, hombre sin vigor ni patriotismo, que no sé predicar con el ejemplo? Pues chasco te llevas, que, aunque viejo, todavía arde en mis venas la sangre que triunfó en Luchana; y bien sabes tú que si esta mano rugosa no esgrime el hierro centelleante en el campo del honor, no es culpa mía, sino de la raza afeminada y cobarde que me rodea y me oye, y se encoge de hombros, y se ríe de mi ardimiento, y se burla de los ayes de la patria roída por el cáncer del absolutismo.

Aquí don Valentín, devorando el último de los pedazos en que había dividido su ración de queso, arrastró hacia el centro de la mesa el plato que tenía delante; y después de beber de un sorbo, temblándole una mano y la barbilla, el tinto que en su vaso quedaba, y de plantarle vacío y con estruendo sobre el mantel, continuó de este modo, llevando la diestra al bolsillo interior del casaquín:

-Pero yo no he de faltar a mi deber, aunque el mundo entero prevarique y toda carne corrompa su camino; yo he de insistir, mientras aliento tenga, en que cada cual ocupe su puesto y lleve su ofrenda al templo de la libertad. Soy hijo del siglo; he bebido su esencia; me he amamantado en sus progresos (al hablar así reapareció su diestra empuñando una petaca de sucia y un rollo de hojas de maíz); y si hay hombres a quienes ofende la luz de nuestras conquistas y seduce la parsimonia estúpida de los viejos procedimientos, yo no soy de esos hombres.

No afirmaré que lo hiciera en demostración de su aserto; pero es la verdad que, mientras tales cosas decía, raspaba con su cortaplumas una de las hojas de maíz por ambas caras, y la recortaba cuidadosamente hasta dejarla reducida al tamaño de un papel de cigarro. Púsose a liar uno, y en tanto, seguía declamando de esta suerte:

-No hay modo de convencer a estos zafios destripaterrones, de que la ley del progreso impone deberes, lo mismo que la ley de Dios... Y el progreso es fruto natural de la libertad, y la libertad padece persecuciones en el presente momento histórico... Y el honor de los padres es el honor de los hijos; y donde padece la libertad, sufre el progreso; y si muere la una, acábase el otro... Pero la libertad es inmortal, porque Dios puso el sentimiento de ella en el corazón de los hombres; y siendo la libertad inmortal, el progreso no puede morir; pero pueden padecer... padecen ¡vive Dios!, padecen; y padecen desdoro, porque el perjuro, el vencido en Luchana, los combate otra vez; y por el solo hecho de combatirlos, los afrenta... Y el campo de batalla está a las puertas de nuestros hogares indefensos; indefensos, porque no hay patriotismo en ellos; y porque no le hay, se desoye mi voz que le invoca a cada instante, y sin cesar llama a la lid contra el pérfido... Pero yo no cejaré en mi empresa; yo levantaré el honor de Cumbrales peleando solo contra el tirano, si solo me dejan al frente de él, cuando profane este suelo con su planta inmunda. La muerte de un hombre libre lava la ignominia de un pueblo de esclavos. ¡infelices! Ignoran que, en las corrientes del progreso, quien no va con ellas es arrollado y deshecho. Por eso mi voz es desoída aquí... por eso, en cuanto a los más, costra grosera del pobre terruño; y en cuanto a los menos, ¿qué excusa podrá salvarlos cuando la patria les pida cuenta de su conducta sospechosa? Sospechosa, sí, porque no todo es trigo limpio en Cumbrales, ¡vive el invicto Duque! Aquí también hay fósiles de los tiempos bárbaros; seres incomprensibles para quienes el tiempo no pasa, ni instruye, ni reforma, ni inventa, ni demuele. ¿En qué se conocería que vivimos en el siglo de la luz y del progreso, si ellos fueran los llamados a dirigir las corrientes de las ideas; si junto a esa raza obscurantista y retrógrada, no se alzara la de los hombres como yo?

Cuando hubo dicho esto y liado el cigarro, púsole en la boca, restregose las palmas de las manos para sacudir el polvillo del tabaco adherido a ellas, y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

-¡Sidora!..., ¡la chofeta!

Y Sidora acudió con la única que debía quedar en el siglo; venerable joya de metal de velones, con sus dos mangos torneados, tintos en almazarrón.

Dejó la moza el braserillo clásico sobre la mesa, y marchose, llevándose la olla vacía y la tartera con las sobras del potaje; y como ya no había qué comer ni qué beber a sus alcances, don Baldomero cogió la petaca de su padre, tomó de ella el tabaco necesario, y sin replicar ni siquiera prestar atención a lo que el veterano iba diciendo, hizo un cigarro con papel de su propio librillo, encendiole en las ascuas mortecinas de la chofeta, y comenzó a fumarle muy sosegadamente, entre eructos y carraspeos.

Don Valentín continuó un buen rato todavía declamando contra la poca fe liberal de los tiempos, hasta que reparó en su hijo, de quien se había olvidado en el calor de su fiebre patriótica; y al verle dormilento y distraído, alzose de la silla, y díjole en tono admirativo y corajudo:

-¡Hombre, parece mentira que seas sangre de mi sangre, y que no se te despierte ese espíritu holgazán... por respeto siquiera al nombre que llevas y que, en mal hora, te pusieron en la pila, en memoria del héroe ilustre con quien vencí en Luchana! ¡Sorda y ciega sea esta imagen de él que nos preside; que a trueque de que no vea lo que eres ni oiga lo que te digo, consiento en que ignore la fe que le guardo y el altar que tiene en mi corazón!

Por toda réplica, y mientras don Valentín miraba al retrato, descubriéndose la cabeza calva, su hijo hundió los brazos en los bolsillos del pantalón, estiró las piernas debajo de la mesa, cargó el tronco sobre el respaldo hasta dar con éste y con la nuca en la pared, y así se quedó, arrojando por las narices el humo de la colilla que tenía entre los labios.

El veterano le miró con ira despreciativa; volvió a cubrirse la cabeza, y salió a cumplir con lo que él llamaba su deber, después de empuñar un grueso roten, que estaba arrimado a la pared en un rincón de la sala.

Momentos después roncaba don Baldomero con la apagada punta del cigarro pegada al labio inferior.




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- VII -

Más actores


De una persona que tiene estrabismo, dicen las gentes aldeanas de por acá que enguirla los ojos, o simplemente que enguirla; y se llama la acción y efecto de enguilar, enguirle. Ahora bien: Juan Garojos, hombre bien acomodado, trabajador, de sanas y honradas costumbres, alegre de genio y con sus puntas de socarrón, era un poco bizco; y como en esta tierra, lo mismo que en otras muchas, no bien se columbra el defecto en una persona, ya tiene ésta el mote encima, a Juan, desde que andaba a la escuela, dieron en llamarle Juan Enguirla: algunos, Juan Enguirle, y todos, al cabo de los años, Juanguirle, con el cual nombre se quedó por todos los días de su vida.

Pues este Juanguirle, un poco bizco, bien acomodado, honradote, chancero y socarrón, más cercano a los sesenta que al medio siglo, y alcalde de Cumbrales al ocurrir los sucesos que vamos relatando, hallábase en el portal de su casa, de las mejores del lugar entre las de labranza, con cercado solar enfrente, para lo tocante a forrajes y legumbres en las correspondientes estaciones, sin perjuicio de la cosecha del maíz a su tiempo (pues a todo se presta la tierra bien administrada, máxime si amparan sus frutos contra las injurias y demasías del procomún, cercados firmes y el ojo del amo, alerta y vigilante); bien provisto el corral de rozo y junco para las camas, y de matas y tueros para el hogar la socarreña accesoria, capaz también del carro y su armadura de quita y pon, la sarzuela y los adrales, un tosco banco de carpintería, el rastro y el ariego, y muchos trastos más del oficio, que no quiero apuntar porque no digan que peco de minucioso, aunque tengo para mí que, en esto de pintar con verdad, y, por ende, con arte, no debe omitirse detalle que no huelgue, por lo cual he de añadir, aunque añadiéndolo quebrante aquel propósito, que debajo de la pértiga dormitaba un perrazo de los llamados de pastor, blanco con grandes manchas negras, y que en el corral andaba desparramado un copioso averío, buscándose la vida a picotazos sobre el terreno que escarbaba.

Volviendo a Juanguirle, añado que estaba en mangas de camisa, canturriando unas seguidillas a media voz, pero desentonada, mientras pulía el asta que acababa de echar a un dalle; obra de prueba que pocos labradores son capaces de ejecutar debidamente. Raspaba el hombre con su navaja donde quiera que sus ojos veían una veta sobresaliendo, y luego aproximaba a sus ojos la más cercana extremidad del asta; y tocando el pie del dalle en el suelo, enfilaba una visual por los dos puntos extremos; y vuelta después a raspar, y vuelta a las visuales, y vuelta también a probar su obra, empuñando las manillas y haciendo que segaba.

Cuando se convenció de que el asta no tenía pero, echó una seguidilla casi por todo lo alto; y acabándola estaba en un calderón mal sostenido, cuando el perro comenzó a gruñir sin levantarse, y se le presentó delante don Valentín Gutiérrez de la Pernía. Saludó al alcalde en pocas palabras, y en otras tantas, pero regocijadas y en solfa, fue respondido.

-Le esperaba a usted hoy, señor don Valentín, -díjole en seguida Juanguirle, volviendo a retocar el asta aquí y allá con la navaja.

-Eso quiere decir que llego a tiempo -contestó el otro.- Y ¿por qué me esperabas hoy?

-Porque, salva la comparanza, es usted como el rayo; tan aína truena, ya está él encima.

-Luego, ¿ha tronado hoy, a tu entender?

-Y recio, ¡voto al chápiro verde!, y muy recio, señor don Valentín; ¡tan recio como no ha tronado en todo el año! Desde que me levanté, y fue antes que el sol, no he oído otra cosa en todo el santo día... Como que si uno fuera a creerlo según suena, cosa era de encomendarse a Dios. El menistro (con perdón de usted) que fue con un oficio mío a Praducos, por lo resultante de los ultrajes de ellos en el monte de acá, entendió que le cortaban el andar; y, por venirse por atajos y despeñaderos, llegó sin resuello y aticuenta que pidiendo la unción. De la pasiega no se diga, que hasta el cuévano trajo esta mañana encogollado de supuestos al respetive; y entre ésta y el otro, y el de aquí y el de allá, que lo corren y avientan, y que dale y que tumba y que así ha de ser, hasta los pájaros delaire cantan hoy la mesma solfa. De modo y manera que yo me dije: o don Valentín es sordo, o no tarda en darse una vuelta por acá, al auto de lo de costumbre.

-En efecto -respondió don Valentín:- en día estamos de grandes noticias; y esto me hace creer que no te hallaré, como otras veces, mano sobre mano.

-¡Mano sobre mano, voto a briosbaco y balillo!... Y ¿esto que tengo entre ellas? ¿Parécele a usted muestra de gandulería? Antayer era castaño de pie, que se curaba en el sarzo del desván: hoy está donde usted le ve, con el pulimento del caso. ¡Y que vengan los más amañantes del lugar y le pongan peros! Esto no es echar cambas, señor don Valentín, a golpe de mazo y corte usted por donde quiera: esto es obra fina, de espiga y mortaja... Y punto menos que sin herramienta, porque de un clavijón hice un vedano a fuerza de puño.

-Ya sé que te pintas solo para lo tocante al oficio; pero yo no vengo hoy a visitar a Juan Garojos, sino al señor alcalde de Cumbrales, para preguntarle qué medidas ha tomado en vista de las noticias que corren.

-Pues el alcalde de Cumbrales, señor don Valentín, cumple con su deber.

-¿De qué modo?

-Dejando esas cosas como Dios las dispone, y no metiéndose en andaduras que pueden costarle al pueblo muchos coscorrones. Ya sabe usted que es viejo mi pensar al respective.

-Pues para ese viaje no necesitábamos alforjas, mira.

-En las que yo le he pedido a usted me ajoguen, señor don Valentín. Y por último, usted, que no piensa en otra cosa, debe de saber lo que hay que hacer, lo que puede hacerse, y hasta cómo se hace.

-¡Eso pido, Juan, eso pido! Pero ¿quién me oye? ¿Quién me ayuda? ¿Quién me sigue?

-Pare usted, y vamos por partes, ¿qué es lo que teme?

-¡Que vengan!..., ¡que entren!

-¡Que vengan!..., ¡que entren! Pues tal día hará un año. ¡Vea usted que ajogo! Por aquí entrarán y por allí saldrán... o viste-berza.

-¡Bravo, señor alcalde! ¿Y el honor? ¿Y el deber?

-El honor y el deber a salvo quedan, señor don Valentín; que nadie está obligado a imposibles que rayan en locuras; y locura fuera, y hasta tentar a Dios, lo que usted pretende. Dejándolos venir, cuestión será de quitarles el hambre y abrirles el pajar para que se tiendan y maten el cansancio; pero cerrarles el paso es abrirnos todos la sepultura en los escombros del lugar. Conque tonto será quien al escoger se engañe.

-¡Que así se exprese la primera autoridad del pueblo!..., ¡el representante del gobierno constituido!

-La primera autoridad del pueblo ha cumplido con la ley dando los hombres que se le han pedido. Allá está la flor y nata de Cumbrales; parte de ella no volverá. Al rey serví en su día; y si hoy tengo el hijo en casa, buen por qué me cuesta. ¿Qué más quieren? ¿Qué más debo? ¿Mando, por si acaso, en alguna plaza fuerte? ¿Son quiénes cuatro viejos y un puñado de mozos que los amparan por deber natural, y sin más armas que el horcón y las trentes, para hacer cara a quien tiene la guerra por oficio?

-Cuando la libertad peligra, señor alcalde, no se cuentan los enemigos... ¡Numancia!... ¡Zaragoza!

-Mire usted, don Valentín, no entiendo mayormente de historias; pero en lo tocante a tener o no cada uno el alma en su lugar, que venga el moro o que vuelva el francés... Y hablaremos. Hoy por hoy, en saldo y finiquito, hermanos somos todos; la mesma lengua hablamos; a un mesmo Dios tememos...

-Juan, no están tus entendederas en armonía con la gravedad de los acontecimientos ni con el valor de mis advertencias patrióticas; pero hablándote en el único lenguaje que penetras, te diré que al son que me toquen he de bailar; como os portéis conmigo ahora, he de portarme con vosotros mañana. No tardará en presentarse una ocasión en que el parecer de uno solo valga más que la conformidad de todos los restantes del pueblo. Ese parecer puede ser el mío: acuérdate del año pasado. Asaduras fue el causante del conflicto, que, al cabo, se conjuró; pero yo no soy Asaduras, ni estoy, como él, suspendido a nadie que me obligue a desdecirme cuando una vez empeño mi palabra.

-¿Lo dice usted por el caso de la derrota?

-Por eso mismo.

-¡Bah!, señor don Valentín, usted no tiene punto de comparanza con Asaduras, y no se meterá usted donde él se metió sin qué ni para qué. Además, usted no es labrador ni ganadero.

-Pero lo son mis aparceros y colonos.

-No es igual; pero aunque lo fuera, ya nos entenderíamos, que usted no es hombre que intente el daño del vecino sólo por el aquel de hacerle.

-¡Verás qué chasco te llevas, Juan!

-Que no me le llevo, señor don Valentín. ¡Si le conoceré yo a usted! Además, en lo tocante a lo solicitado por usted, todo lo respondido por mí es pura chanza y fantesía de palabra... Si esa libertad llega a verse aquí en trance de muerte, ya sabremos sacarla avante. Para eso nos bastamos usted y yo, y, a todo tirar, Asaduras y Resquemín. Uno en este portillo, dos en el de más allá y el otro en el campanario... ¡Pin!, ¡pan!, ¡pun!, cuatro tiros hacia aquí, cuatro hacia allí, boca abajo el faccioso... Y se acabó la guerra.

Como si le hubiera picado un tábano, salió corralada afuera don Valentín al oír estas palabras de Juanguirle. Celebró éste con fuertes risotadas el efecto de su chanza, y continuó raspando el asta del dalle.

En esto salió del cuarto del portal, pieza de carácter en las casas montañesas, un mozo como un trinquete: recién peinado, bien vestido, aunque no de gala, y con los zapatos, sobre medias de color, ajustados al empeine con cordones verdes. No tenía tacha el mancebo, en lo tocante a lo físico: buena estatura, hermosa cabeza y artística corrección en las demás partes de su cuerpo; pero en el modo de llevar el sombrero, en lo artificioso del peinado y en la forzada rigidez de sus miembros al moverse dentro del vestido, del cual parecía esclavo más que dueño, muestras daba de ser, con exceso, presumido y fachendoso.

-No hay como tú, Nisco -díjole Juanguirle-. Hoy domingo, mañana fiesta: ¡buena vida es ésta!

-Gana de hablar es, padre, cuando sabe usté que a la hora presente tengo bien cumplida mi obligación. La ceba dejo en el pesebre, y las camas listas para cuando venga del monte el ganao. De leña picá, está el rincón de bote en bote.

-No lo dije por tanto, hombre; sino que, como te veo tan dao al zapato nuevo y al pelo reluciente de un tiempo acá, en días de entre semana...

-Voy con Pablo al cierro del monte.

-Por eso creía yo que sobraba la fantesía del vestir. ¡Para los tábanos que han de mirarte allá!...

-Pero entro antes en su casa... Y ya ve usté...

-Antes y después, Nisco. Lléveme el diablo si no vives más en ella que en la tuya. Pero, en fin, si aprendes de lo que no sabes y ensalza el valer de la persona... ¡Mira qué alhaja, hombre!

Dijo, y al mismo tiempo puso el dalle en manos del mancebo. Este echó sobre el asta varias visuales, hizo también como que segaba, y, por último, arrimó el trasto a la pared, con la guadaña en lo alto. Marcó un punto con el callo sin mover el asta, y haciendo centro con el extremo inferior de ésta, describió un arco hacia la derecha. La punta del dalle pasó entonces por la marca hecha con el callo.

-¡En lo justo, Nisco, en lo justo! Bien visto lo tengo.

-Ni menos ni más, -respondió solemnemente Nisco, entregando el dalle a su padre con todos los honores debidos al mérito de la obra.

-Ahora -añadió el alcalde, -voy a picarle, y luego a segar un garrote de verde; y si no me le siega el dalle de por sí solo, te digo que no vale mi sudor dos anfileres.

Con lo cual se marchó Nisco a casa de Pablo; y momentos después, medio tendido en el suelo, sobre las melenas de uncir los bueyes; apoyado el tronco sobre el codo del brazo izquierdo; el extremo del asta sobre la rodilla levantada, y el filo del dalle deslizándose, al suave empuje de la mano izquierda, por encima del yunque clavado en tierra, canturriaba una copla el bueno de Juanguirle, al compás del tic, tic, de su martillo, sin acordarse más del cargo que ejercía en el pueblo ni de la visita de don Valentín, que del día en que le llevaron a bautizar.




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- VIII -

Égloga


Caminando Nisco de su casa a la de Pablo, como las callejas eran angostas y sombrías y convidaban a meditar, andando, andando, meditaba y acicalábase el mozo, pues a ambas cosas era dado, como soñador y presumido que era; y ¡vaya usted a saber por dónde volaba su imaginación mientras se atusaba el pelo con la mano y observaba la caída de las perneras sobre los zapatos, y estudiaba aires y posturas, sonrisas y ademanes!

A lo más angosto de la calleja llegaba, punto extremo de la parte recta de ella, paso a paso, mira que te mira el propio andar y soba que te soba el pelo, cuando topó cara a cara con Catalina, la moza más apuesta y codiciada de Cumbrales. Pareja tan gallarda como aquélla, no podía hallarse en diez leguas a la redonda. Si él era el tipo de la gentileza varonil y rústica, ella era el modelo correcto de la zagala ideal de la égloga realista. Y, sin embargo, a Nisco no le gustó el encuentro, y hasta le salió a la cara el desagrado en gestos que devoraron los negros y punzantes ojos de Catalina.

Con voz no tan firme como la mirada, dijo al mozo, cuando le vio delante de ella vacilando entre echarse a un lado para dejar el paso libre, o detenerse para cumplir con la ley de cortesía:

-Si fuera la calleja tan ancha como el tu deseo, bien sé que los mis ojos te perdieran de vista ahora.

-Supuestos son esos, Catalina -respondió Nisco de mala gana- que pueden venir... o no venir al caso.

-Hijo, lo que a la cara salta, de corrido se lee.

-Si a ese libro vamos, de ti pudiera yo decir lo mesmo, Catalina.

-Abierto le llevo, es verdad, pero no leerás en él cosa que me afrente.

-Ninguna ventaja me sacas al auto.

-Eso va en conciencias.

-La mía está como los ampos de la nieve.

-Entonces ¡Virgen santa! -exclamó Catalina llevándose hasta la boca las manos entrelazadas-, ¿qué color tienen los corazones falsos y traidores?

-Si por el mío lo preguntas, cuenta que te equivocas, -respondió Nisco fingiendo mal el aplomo que le faltaba.

-¿Conque me equivoco? ¿Conque tu corazón no es falso? ¿Conque no se apartó del mío de la noche a la mañana?

-Ninguna escritura habíamos firmao tú y yo.

-¿De cuándo acá necesita escrituras el querer con alma y vida, trapacero y engañoso? ¿Qué más escritura que el sentir de la persona? Desde que sé pensar, para ti ha sido día y noche el mi pensamiento; cortejantes me rondaron sin punto de sosiego... bien sabes tú que ninguno fue capaz de quebrantar la mi firmeza; y si la cara me lavaron a menudo por vistosa, por ser yo prenda tuya no tomé a embuste las alabanzas. Bienes tiene mi padre que han de ser míos: no dirás que por cubicia de los tuyos te perseguí. Señor fuiste de mi voluntad; y con serlo y todo, nunca en mi querer vistes obra que no fuera honrada y en ley de Dios... ¿Qué mejor escritura de mi parte? Y si no me engañabas cuando tanta firmeza me prometías, ¿por qué hace tiempo que de mí te escondes?, y si para mirarme a mí te puso Dios los ojos en la cara, como tantas veces me dijistes, ¿por qué no cegaron desde que no me miran? Si para mí eras en el porte la gala de Cumbrales, ¿para quién son ahora las prendas con que te emperejilas hasta para ir al monte?

Agobiado parecía Nisco bajo este capítulo de cargos; y, sin duda por no tener su causa buena defensa, sólo pudo contestar, atarugado y de muy mala gana, estas palabras:

-Hay mucho que hablar al auto, Catalina.

-¡Mucho que hablar! -repuso Catalina entre admirada y afligida- ¿Para cuándo lo dejas, falso? ¿Qué menos consuelo has de darme que la razón de lo que has hecho?

-Ahora voy muy de prisa... Mañana o el otro...

-Sí, vete, fachendoso; vete a tomar aires de señorío, que han de caerte como arracada en oreja de mulo. ¡Ay, Nisco! No le pido a Dios más sino que sea verdad lo que se corre.

-¿Qué se corre? -preguntó Nisco más colorado que un tomate.

-No quiero decírtelo, porque no te acabe de sofocar el sonrojo, que ya cerca te anda.

-¡Yo no tengo nada que me abichorne, sepástelo!

-Si tienes o no, el tiempo lo dirá, y allá te espero.

-Pues vete asentándote ya.

-¡Sube, sube, que chimeneas más altas han caído!

-Valiérate más mirar por lo tuyo, Catalina, que meterte en la hacienda del excusao... Y ya que me haces hablar, direte que bien poco había que fiar de tus quereres, cuando, por volver yo la espalda, estás dando cara a otro... Y de Rinconeda, para mayor inominia.

-Es verdad; uno de allá me pretende desde que tú me dejaste, y hasta sé que va a pedirme.

-Pues dile que sí, y con eso tendrás todo lo que necesitas. Yo no he de ponerte para, que fenecida eres por lo que me toca.

Este brutal alarde de desdén produjo en Catalina el efecto de una puñalada.

-Lo que yo necesito, Nisco, para mi venganza -contestó, con los ojos arrasados en lágrimas,- son dos corazones, o no haber querido nunca con el que tengo.

Y como, al hablar así, la ahogaran los sollozos, se llevó el delantal a la cara y apoyó el hermoso busto contra la pared.

Nisco intentó decir algunas palabras en disculpa de lo que tan mal efecto produjo en Catalina; pero no acertando a coordinar una mala frase de consuelo, cortó por lo sano largándose a buen andar.

No se sabe, a punto fijo, adónde iba Catalina cuando se encontró con Nisco; pero está fuera de duda que, no bien le perdió de vista en la solemne ocasión mencionada, retrocedió presurosa, y, andando, andando, llegó a una casita, punto más que choza, baja, muy baja, pobre, muy pobre, arrimada, como de misericordia, al paredón más alto de unas ruinas antiquísimas, sin dueño conocido, que poco a poco se iban desmoronando, hacia el extremo occidental de Cumbrales.

Fuera de la casuca, junto a su puerta entreabierta, y sentada en un canto arrimado a la pared, estaba una vieja, flaca y apergaminada, acabando de remendar, a duras penas, por falta de vista y de pulso, un refajo negro con hilo blanco teñido en el sarro de una sartén que en el suelo yacía boca abajo.

En uno de mis libros he dicho yo que no hay en la Montaña una aldea sin su correspondiente bruja. Pues la vieja de quien voy hablando era la bruja de Cumbrales. Temida de los más y aborrecida de muchos, raro era el día sin quebranto para la pobre mujer: unas veces porque con sus artes no hacía los imposibles que se le pedían; otras porque se la creía causante de todo lo malo que acontecía en el lugar. Así es que vivía de milagro, porque lo era, y grande, vivir, como ella, de limosna, con semejante fama, tantos años encima y tales tratamientos. ¡Qué diferente vida la que pasó con su marido! Entonces trabajaban unas tierras, tenían una vaca y moraban en buena casa en el mejor de los barrios. Alternaban en todo trato lícito y honrado con sus convecinos, y hasta eran, él por lo diestro en encambar carros, y ella por lo famosa en preparar el lino, muy solicitados y bien retribuidos de las gentes. Pero, a lo mejor de la vida, acabose la del hombre, de la noche a la mañana; y ya bien entrada en años la mujer, sola y sin valimiento, tuvo que dejar la poca labranza que trabajaba y buscar un agujero en qué albergar el achacoso cuerpo, hasta que la última enfermedad le abriera la sepultura. Halló la casuca solitaria que la muerte de otro pobre, tan pobre y desvalido como ella, había dejado abandonada; y allí se metió con el mísero ajuar que le quedaba. Mientras pudo trabajar, como obrera ganaba la borona que comía; pero agobiáronla los achaques, y tuvo que vivir de limosna. En la Montaña no se muere nadie de hambre: esto es sabido y probado, porque el más miserable parte un mendrugo con el vecino que carece de él; pero ni en la Montaña ni en región alguna del mundo, engorda la limosna a quien de ella vive, por abundante que sea. Hay siempre en el corazón humano fibras indómitas a prueba de virtudes, y raro es el bollo regalado que no produce un coscorrón al hambriento.

Como según el tiempo iba pasando íbase la buena mujer enflaqueciendo, y sólo se la veía en el lugar para pedir limosna en casa de don Pedro Mortera o en la de don Juan Prezanes, para ir a misa cada día de fiesta, o de paso para la villa, adonde hacía también sus excursiones a menudo, y como no se concibe entre las gentes campesinas una mujer vieja, flaca y encorvada, sola, pobre y taciturna, sin tratos con el demonio, cata a la de mi cuento, de la noche a la mañana, bruja con todas sus consecuencias, sin lo que el supuesto no tendría maldita la gracia. Dieron en morirse muchas gallinas en aquel entonces y en faltar otras del gallinero; alguien vio plumas junto a la choza de la pobre mujer; y esto bastó para que, creyendo a la bruja aficionada al averío, la llamaran las gentes de Cumbrales la Rámila; el cual mote le quedó por nombre... también con todas sus consecuencias.

No era Catalina de las más supersticiosas del lugar, ni, en su opinión, tan mala la bruja como las gentes creían: sobraba entendimiento a la buena moza para no tragar los absurdos vulgares como pan bendito; pero faltábale instrucción y era aldeana, y, por ende, llegaba hasta dejar las cosas en «veremos», lo cual era rayar muy alto en la materia. Quiero decir con esto que al acercarse a la Rámila, impávida y resuelta, iba tan lejos de tenerla por santa, como por confidente del demonio.

Llevábala a casa de la bruja no la reflexión, sino un vértigo del espíritu, obra del reciente choque de su pasión generosa con el desdén brutal de Nisco. Sentía el dolor de la herida en lo más hondo del corazón, y buscaba algo que debía de haber para calmarle, aunque fuera el triste placer de la venganza. Sospechaba, pero no conocía, la verdadera causa del desvío de su novio, e ignoraba qué le dolía más, si el recelo de que otra mujer se le llevara, o el temor de perderle ella; qué era lo que con mayor urgencia necesitaba, si reconquistar el bien perdido, o hacer que la otra no le adquiriera para sí. En cualquiera de estos casos, ¿cómo, cuándo y por qué camino, si no tenía otra luz para orientarse en el abismo en que se hallaba que el notorio desvío del ingrato? Filtros, adivinaciones, sortilegios, hechicerías por arte del diablo, noticias ciertas, consejos sanos por modo lícito y natural, y, en último extremo, ocasión de desahogo del pecho acongojado, casi en el secreto de la confesión... Todo esto, o mucho o algo de ello, podía encontrarse en la choza de la Rámila; y por eso iba Catalina al antro de la bruja; y por eso, cuando se halló delante de ella, no supo explicar lo que quería. Al último, refirió la historia de sus desventuras, que es por donde debió de haber empezado. Lloró mucho, y la Rámila la dejó llorar hasta que ya no hubo lágrimas en sus ojos ni quejidos en su pecho.




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- IX -

Las primeras chispas


Quien haya visto el mar después de un temporal deshecho, tenderse en la playa, rumoroso y ondulante, lamiendo manso lo que antes azotó iracundo, y trocados en arrullos sus bramidos, tendrá una idea del estado de don Juan de Prezanes, horas después de la borrasca que el lector presenció. En el fondo de aquella alma, transparente como el más limpio cristal, no se descubría un solo rencor. Remordimientos y heridas, sí. Remordimientos, porque su buen sentido, libre de las cadenas de la pasión, decíale que para defender su derecho no había necesidad de enfurecerse como él se enfurecía, dando con ello monstruosas proporciones a lo que de suyo era, en sus comienzos, pequeño y baladí, y rebajando lastimosamente el nivel de su propia dignidad. Hasta concedía cierto derecho a su amigo para desaprobar sus viejas alianzas con determinadas gentes, por que a la vista estaban los muchos males que habían producido al pueblo, y los grandes disgustos que a él le habían acarreado, sin un solo beneficio; pero nada más que cierto derecho: no en la amplitud en que su compadre se le tomaba y comprendía. Y por aquí andaba el punto doloroso. Grabadas estaban en su memoria palabras de acero que, en el calor de la disputa, se le habían lanzado al corazón, sin respeto alguno a la honradez de sus intenciones ni a la enfermedad de su temperamento, causa eficiente de los arrebatos a que de continuo se entregaba, contra sus deseos y propósitos.

Apenábale el dolor de estas heridas, hechas sobre frescas cicatrices, y, por lo mismo, doblemente dolorosas; pero curábalas con la reflexión de que otras tales había causado él en la batalla: con el bálsamo del perdón implorado por su contendiente, y con la esperanza de que la reciente reyerta sería la última entre él y el amigo a quien más quería en el mundo. Pero, hecha entre los dos la definitiva liquidación de agravios, y vuelto cada cual a su tienda, que no se le obligara a él a dar el primer paso en la nueva y edificante vida que ambos habían de hacer en adelante. Era él el más desgraciado, el más solo y el más ofendido de los dos, y no podía arraigar la reconciliación en el fondo del alma, si se cimentaba en tan palmaria injusticia. En cambio, si, libre y espontáneamente, su amigo, o cualquiera de la familia de su amigo, diera ese paso decisivo, ¡con qué ansia le saldría al encuentro y le recibiría en sus brazos, y firmaría entre ellos, con el olvido de todos los agravios, eternas y venturosas paces!

Así pensaba, arrimado a la mesa de su despacho, y en la palma de la mano reclinada la descolorida frente, mientras Ana, sentada a su lado y leyéndole los pensamientos (porque los hombres como don Juan de Prezanes, no solamente son niños toda la vida por su afición a las cosas pequeñas, sino por su propensión a meditar a voces), le prometía lo que él deseaba, y mucho más.

-Por si te equivocas -llegó a responder su padre-, bueno será que hagas el sacrificio de acompañarme esta tarde. La soledad es mala consejera, hija mía.

Lo que en rigor buscaba don Juan al tener a Ana toda la tarde a su lado, era el convencimiento de que si alguno de la otra casa iba a visitarle, lo haría por iniciativa propia, no por sugestiones, y quizá ruegos, de su hija, quien, hablando en rigor de verdad, en lo tocante a que se cumplieran sus promesas, no las tenía todas consigo.

En eso apareció Pablo en el corral, y a don Juan de Prezanes, al verle, se le escapó del pecho un rugido de gozo.

-¿Lo ve usted? -le dijo Ana sin disimular el grandísimo que ella sintió al mismo tiempo.

No podía, en aquella ocasión, enviarse al abogado de Cumbrales emisario más de su gusto. Sin embargo, recibió al mozo con estudiada seriedad. ¡Hasta en los menores detalles son niños los hombres quisquillosos!

-¡Ya es hora de que le veamos a usted por acá, señor don Pablo! -dijo, respondiendo al saludo cordial del joven.

-¡Como, a veces, no sabe uno en qué peca más!... -replicó éste.

-Como andaban ustedes de monos -añadió Ana-, habrá creído Pablo que no estaba el horno para rosquillas.

-Cabalmente, -dijo Pablo con la mayor sinceridad.

-¿Es decir -repuso don Juan con mal disimulada vehemencia-, que, por tu gusto, me hubieras visitado alguna vez?

-Pues como de costumbre: todos los días.

-¿De manera que al verte hoy a mi lado, sin miedo de que este ogro te devore, debo suponer que, en tu concepto, esos monos ya no existen?

-Justo y cabal.

-Y ¿quién se lo ha dicho a usted, caballerito? -preguntó aquí don Juan de Prezanes, dejando traslucir, en la mal fingida dureza de la pregunta, el propósito que ésta envolvía.

-¿Quién podía decírmelo sino mi padre? -contestó Pablo sencillamente, mientras Ana iba con anhelante mirada del uno al otro interlocutor.

-¿Luego su señor padre de usted -continuó don Juan-, no se opone a que se me haga esta visita?

-Como que traigo el encargo de brindarle a usted a tomar chocolate con él... digo, si no le queda a usted algún resentimiento...

-¡Qué cosas tiene tu padre, hombre! -exclamó el nervioso abogado, llenando todo su pecho de aquella especie de aura bienhechora que esparcía en la estancia el recado de su amigo- Yo no tengo resentimientos con nadie, y mucho menos con vosotros... ¡Vayan al diablo, si es preciso, esas cosas que no me interesan dos cominos y tan malos ratos me dan! Armonía con todos y sosiego en el hogar, Pablo: esto es vivir; que no está uno contento de sí mismo mientras se halle en guerra con los demás. Conque raya por debajo, y no volvamos a hablar del asunto.

Así comenzó a entregarse don Juan de Prezanes a la pasión de regocijo que le solicitaba rato hacía, creyendo a salvo ya todos los fueros de su amor propio. ¡Cuántas veces se había hallado en idéntica situación!

Preguntó a Pablo muchísimas cosas, sin orden ni concierto, mientras se paseaba a lo largo de la estancia; y su ahijado, muy cerquita de Ana, tan pronto contemplaba la labor que ésta tenía entre manos, como miraba las nubes por la ventana abierta. Llegando a preguntarle por la vida que traía, respondió el mozo en breves palabras, porque era escasa la materia y a la vista estaba en todo el lugar. A lo que dijo don Juan de Prezanes:

-Pues mira, hombre: si he de decirte lo que siento, tratándose de un muchacho de tus condiciones, no me gusta ese modo de vivir. Bueno que tomes apego a las faenas del campo; bueno, en fin, que trates de ser un labrador hecho y derecho, pues que en eso has de venir a parar, según las trazas; pero en lo demás... en lo demás, Pablo, deseara yo que anduvieras con mucho tiento. Quiero decir que guardaras las distancias un poco más de lo que las guardas. Estás llamado a ser, por tu posición, la persona principal de Cumbrales, y esta circunstancia te impone ciertos deberes. Conviene que estas gentes te vean, pero a tiempo y no a todas horas y en todas partes; que te traten, pero que no te manoseen, si mañana han de tenerte en algo y ha de aprovecharles tu importancia; que los aventajes en todo lo bueno, pero que no intentes igualarlos en lo que pueda desautorizarte a sus ojos. Natural es que juegues a los bolos cada día de fiesta con los mozos de tu edad; pero no lo es tanto que bailes a su lado con las mozas en las romerías, y mucho menos que te agregues de noche a sus rondas y parranderas. Bien sé yo que a los años hay que darles lo que es suyo, y que aquí no se halla otra cosa mejor que eso para lo que pide la mocedad; pero considera que hay que estar a las duras y a las maduras, y que las duras de esos pasatiempos pueden ser muy graves para ti, sobre todo si tratas de buscar el desquite. Cuando menos, esas costumbres tienen de malo el que su centro natural es la taberna; y en la taberna, Pablo, siempre hace un desdichado papel la levita.

Ana atajó aquí a su padre, temerosa de que el mozo se resintiera de la homilía que le estaban enderezando, y dijo a éste, en el tono zumbón que tan bien sentaba a la traviesa joven:

-No dirás, Pablo, que, para improvisado, es malo el sermón de tu padrino.

-¡Sermón no! -saltó don Juan, apresurado- ¡Líbreme Dios de meterme en esas honduras!... ¡Y cuando aún me rasco los coscorrones de uno muy amargo! No, hijo mío; no te predico ni trato de molestarte: digo sencillamente lo que siento, porque te quiero mucho y ha venido a pelo. Y con esta advertencia, y ya que lo tengo entre los labios, he de decirte, para concluir, que no me disgusta Nisco, el hijo del alcalde: es mozo de juicio, aunque pudiera ser menos presumido y valdría más; pero ¿por qué es tan amigo tuyo? De un tiempo acá, no os separáis. Ya sé que sois camaradas de la infancia; pero me parece demasiada intimidad la que os une para lo diversas que son vuestras educaciones. Lo probable es que se te pegue a ti su tosquedad, y no a él tu cultura.

-Pues ¡vea usted lo que son los juicios humanos! -respondió Pablo mientras Ana atendía al diálogo con vivísima curiosidad, particularmente desde que su padre había nombrado al hijo de Juanguirle-. Precisamente porque se le pegue eso que usted ha llamado mi cultura, anda Nisco tan cerca de mí un tiempo hace.

-Asegúranlo por ahí -dijo Ana con malicia-; y es raro el caso.

-Pues yo lo encuentro lo más natural del mundo -replicó Pablo.- Nisco es un mozo trabajador y muy despierto; harto más inteligente en su oficio que la cáfila de zopencos que le critican. Acompañábame al cierro del monte; me enseñaba lo que yo no sabía, y me ayudaba, y me ayuda, con su inteligencia y hasta con sus brazos, en aquellas faenas que están a mi cuidado exclusivo desde que el cierro se roturó. Escribía mal y leía peor, porque no le enseñaron otra cosa. Andando en mi casa y descansando en mi cuarto muy a menudo, vio libros sobre la mesa y quiso que le leyera algunos. Eran cuentos agradables; gustáronle y deseó saber leerlos como yo se los leía, para penetrarlos mejor; después deseó también soltarse en la escritura, y comencé a darle lecciones de uno y de otro con mucho gusto, porque yo observaba el muy grande con que él las recibía. Y así estamos. No llegará a ser nunca gran pendolista ni un lector de nota, porque el oficio que trae es incompatible con esos primores; pero adelanta, se sujeta mucho, despiértanse en él aficiones y gustos superiores a su condición, y esto es muy recomendable; y, sobre todo, padrino, Nisco es lo mejor del pueblo para los fines que usted me predica, y a Nisco me agarro.

-¡Bien vuelta, muchacho! -contestó don Juan hecho unas castañuelas-; lo cual no quita que el pobre mozo, por el camino que va, se queda tan lejos de ser hombre culto, como de las labranzas de su padre; y ¡entonces sí que le tocó la lotería! De modo que tampoco es Nisco lo que te conviene para mucho tiempo.

-Pues usted dirá, -repuso Pablo, con una formalidad tan noblota, que hizo reír a don Juan y a su hija.

-¿Es cosa resuelta -preguntó el primero-, que abandones la carrera que seguías en la Universidad?

-Resuelta.

-Pues entonces ¿qué demonio te diré yo, hombre? Si has de vivir perpetuamente en Cumbrales; si a la edad que tienes no sacas de ti mismo recursos para hacer la vida entretenida y llevadera, sin necesidad de tocar los extremos peligrosos de que antes te hablé; y si, a pesar de estos inconvenientes, has de ocupar con el decoro debido el puesto que aquí te corresponde, sólo veo un medio de conseguirlo: cásate.

¡Cosa rara! Ana, que seguía con la vista a su padre mientras hablaba así, no bien oyó su última palabra, se puso roja como una amapola, bajó la cabeza sobre la labor, y no encontraba postura cómoda en la silla. Cuanto a Pablo, sin duda porque no había otra mujer que Ana allí, volvió los ojos hacia ella... Y rojo se puso también al choque de su mirada curiosa con la turbada y eléctrica de la hermosa joven. ¡Singular efecto de una palabra vulgar y prosaica! Ni siquiera tuvo el color de la malicia, puesto que don Juan de Prezanes, cuando la pronunció, estaba arrimado a la ventana y mirando maquinalmente las nubes del horizonte.

Al volverse luego hacia Pablo en demanda de su respuesta, ya era éste dueño de sí.

-Con ¿qué te parece mi proposición? -dijo al mozo.

-Que tiene mucho que estudiar... y que se estudiará, padrino, -respondió Pablo con singular firmeza.

-Así me gustas, ahijado; y de tal modo, que si te decides por la afirmativa, me brindo a ser tu padrino de boda... Entre tanto, basta, si os parece, de conversación, y vamos a tomar ese chocolate que me ofrecen en tu casa. Créeme que tengo grandísimos deseos de ver a tu madre y a tu hermana, pobres víctimas inocentes de nuestras majaderías.

Dispúsose Ana a complacer a su padre; y con tal apresuramiento y tan de buena gana, por lo visto, que al recoger los avíos de costura en su primorosa canastilla, por cada cosa que guardaba ¡ella a quien jamás igualaron prestidigitadores en destreza y agilidad!, dejaba caer media docena. Mas allí estaba Pablo, que se desvivía con desusado afán por recogerlas en el aire y ponerlas en las blancas y finas, pero desatinadas manos de la azorada joven.




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- X -

Los humos de Nisco


Nisco llegó a casa de Pablo después que éste había entrado en la de don Juan de Prezanes. Subió el hijo de Juanguirle sin llamar, como era su costumbre, derecho al cuarto de su amigo. Al pasar por delante de la puerta de la sala, oyó que le decían desde el fondo de ella:

-Pablo ha salido.

Era la voz de María. Conociola el mozo, retrocedió dos pasos y se colocó en el hueco de la puerta, sombrero en mano, enfrente de la joven que cosía sentada cerca del balcón.

-En ese caso -dijo Nisco algo atarugado y después de hacer una exagerada reverencia-, me marcharé.

-Si no quieres esperarle... -añadió María, respondiendo a la reverencia con una sonrisa.

-Pues le esperaré, ya que usted se empeña, -replicó Nisco. Y se sentó, con mucho tiento y grave parsimonia, en la silla más cercana.

María volvió a sonreírse, y continuó cosiendo.

Nisco, con el sombrero en la diestra y ésta sobre la rodilla, atusándose el pelo con la otra mano... no tuvo por entonces más que decir; pero, en cambio, clavó la vista de sus ojos negros, un tanto dormilones, en María; y largo rato estuvo como hechizado, viendo aquellas manos, blancas y rollizas, pasar y repasar la aguja, y estirar la seda para afirmar la puntada; el brillo de aquel abundoso pelo negro; la transparencia de aquel cutis de rosa; la luz de aquellos ojos húmedos, y, en suma, el palpitar, apenas perceptible, de toda aquella riqueza escultural, a cada movimiento del ágil brazo.

Digo yo que todas estas cosas contemplaría Nisco, porque, según la expresión que brillaba en sus ojos, más bien parecía sorber con ellos a la joven que mirarla. De vez en cuando echaba ésta una ojeada firme y serena al mozo; y entonces el hijo del alcalde de Cumbrales no cabía en la silla.

Iban así corriendo los minutos, y Pablo no venía ni se marchaba Nisco, ni entre éste y María se cruzaba una palabra. Don Pedro estaba en el portal en plática con don Valentín, que había ido a visitarle «por un motivo muy urgente», al decir del veterano; y su señora andaba disponiendo el agasajo con que habían de celebrarse las paces consabidas, si don Juan aceptaba la invitación que se le había hecho. De manera que los actores de la sala no podían esperar de afuera incidentes que rompieran la monotonía de la escena: tenían que romperla ellos mismos, si no la hallaban muy divertida.

Quizá pensando así, dijo, al cabo, María mientras examinaba el largo pespunte que acababa de hacer, deslizando la tela entre los dedos de sus manos:

-Y ¿cómo vamos de lecciones, Nisco? ¿Adelantas mucho?

Ya ve el lector que no podía decirse menos que esto tras un espacio tan largo de silencio.

-No tanto como yo quisiera, -respondió Nisco mal y a trompicones, por lo mismo que tenía empeño en responder al caso y con voz bien afinada. Faltábale el hábito de hablar con señoras y bajo cielo-raso, y esto ofrece gravísimas dificultades cuando se trata de soltar de pronto la voz, una voz ajustada al diapasón de la naturaleza agreste, en un centro reducido y sonoro y delante de una dama a quien se desea agradar.

María, sin fijarse gran cosa en los desentonos de Nisco, volvió a decirle:

-Es algo rara esa afición que te ha entrando de pronto a esas cosas.

-Rara ¿eh? -contestó el mozo, más atrevido ya y menos desplomado- ¿Cree usted que es rara? Pues quizaes lo sea, si bien se mira... Y quizaes no, por otra parte.

-Ahora sí que no lo entiendo, Nisco, -díjole María riéndose muy de veras.

-Pues yo le diré a usted -añadió el mozo muy animado con la regocijada actitud de su interlocutora.- Para el oficio que traigo, no es mayormente al auto el pulimento que deseo en el porte y genial de la persona, si uno ha de estar de sol a luna, fijo en la brega del campo, sin más aquél de cubicia que lo que tiene a la vera; pero si, pinto el caso, al hombre, por su luz natural o roce con quien la tenga, no le basta eso solo..., y quiere, es un decir, quiere..., vamos, valer algo más de lo que vale, bien séase por la fantesía del valer o por tomar alas con qué volar un poco... porque sienta allá dentro... vamos, quien se lo mande, como el otro que dice... en fin, señorita, el saber no ocupa lugar; y yo quisiera, si no ofendo, saber algo más de lo que sé, por valer algo más de lo que valgo.

-Bien pensado está todo eso -replicó María muy afable;- pero algún motivo especial habrá para que tan de repente te haya entrado ese deseo.

-Pues ya se lo he dicho a usted; y si es cierto el refrán de «no con quien naces, sino con quien paces...».

-¿Luego, tu frecuente trato con Pablo es la causa de todo?

-Puede que lo sea, -respondió Nisco, contoneándose en la silla y atusándose mucho el pelo.

-Pero ¿cómo ese deseo no te ha asaltado hasta ahora, siendo así que a mi hermano le tratas desde niño?

Con esta pregunta le entró al mozo tal hormigueo, que en un buen rato no le dejó sosegar.

-Consiste eso, señorita -logró responder al fin, aunque a tropezones,- en que los tiempos, al respetive que corren, van cambeando... y, por otra parte, los ojos de la cara no lo ven todo de un golpe.

-¿Es decir que los tuyos han visto, de poco acá, algo que no habían visto antes?

-¡Cátalo ahí! -exclamó Nisco, sudando de congoja y medio turulato.

-Pues a eso quería yo venir a parar -añadió la joven, como si se gozara en la angustia del aldeano.- Es decir que porque ahora ves algo que antes no has visto, deseas valer más de lo que valías?

-¡Eso, eso! -grito aquí el mocetón, rojo, cárdeno y amarillo, todo a la vez.

-Pues mira tú cómo la gente se equivoca en la mitad de lo que piensa -añadió María, esgrimiendo ya con verdadera saña, contra el acorralado galán, las armas de su travesura, que aunque no eran muchas, en el desapercibido e inerme muchachón causaban heridas tremendas:- yo te creía el mozo más feliz de Cumbrales, con una novia tan hermosa como Catalina; tan conveniente para ti...

Estas palabras fueron para Nisco un golpe en mitad de la nuca. Tardó en volver del atolondramiento en que cayó; pero volvió al fin, remilgose y dijo:

-Relative a este punto, crea usted que hay sus mases y sus menos.

-Ya lo supongo por lo que has hecho; pero precisamente en eso que has hecho está lo que no se comprende. Catalina es la mejor moza de la comarca.

-Esa fama tiene, -respondió Nisco con desdén.

-Y bien merecida. Cuéntanla muy enamorada de ti.

-Bien pudiera ser, -dijo el rústico galán, con una sonrisilla vanidosa en que se pintaba la alta idea que de su propio valer tenía el hijo de Juanguirle.

Sonriose también María, y continuó:

-Es rica entre las de su clase.

-No diré que no lo sea.

-Tiénenla por hacendosa.

-Pshe...

-Y es lista y de mucho juicio.

-Podrá ser.

-Pues si todo eso es Catalina, ¿dónde puedes haber visto tú cosa que más valga ni que más te convenga?

Otro golpe en la nuca para Nisco.

-Onde está quien más vale que Catalina -logró decir el mozo,- bien lo sé yo. Si me conviene o no me conviene más que la otra, también lo sé... Si se me dirá que sí o se me dirá que no... ahí está el ite de la cosa; porque, hablando en verdá, si la merezco o no la merezco, caso es de pleitearse mucho.

-Eso prueba, Nisco, que has puesto los ojos muy en alto.

-Confieso que sí; pero sin culpa mía, porque los ojos se van detrás de lo que apetecen, sin pedirle al hombre su parecer. Lo que decir puedo es que, desde que vi eso tan alto, ando buscando el modo de subir allá, siquiera para decir «aquí estoy», en la solfa en que debe decirse; cosa que al presente no sé... ¡Que si lo supiera!...

Interesábale tanto a la joven la conversación en que se había empeñado con el bueno de Nisco, que ya no cosía. Apoyando sus brazos en la almohadilla que sobre sus rodillas tenía, jugueteaba con la tijera y mordía una hebrita de seda, cuyo extremo suelto asomaba húmedo entre sus labios frescos y rojos; miraba al mozo con no disimulada curiosidad, y estudiaba en él las impresiones que iba causándole el interrogatorio a que le tenía sometido; interrogatorio que acaso no hallen del todo verosímil las damas del mundo elegante (si entre ellas las hay con el mal gusto de leerme), la crítica superficial, y cuantos desconocen el modo de ser de estas gentes montañesas. En pueblos como Cumbrales, se sabe en cada casa lo que ocurre en las demás; y en salones como el de don Pedro Mortera, donde la familia cose y habla y reza, muy a menudo se oyen relatos harto más insubstanciales y pesados que la amorosa cuita del hijo del alcalde; porque allí van los pobres a llorar las suyas; los atropellados a pedir consejos... y más de una vecina a remendar la saya o a que le corten una chaqueta o le escriban una carta para el hijo ausente. Además, los unos son colonos de la casa, otros han servido en ella, y todos se codean en la iglesia, en la calle o en el concejo. De esta mancomunidad de intereses y de afectos, nace la íntima cohesión, algo patriarcal, que existe entre todas las jerarquías de un mismo pueblo; cohesión que, no por ser fecunda en ingratitudes, rencillas y disgustos, deja de existir en lo principal, afirmada en el inquebrantable respeto de los de abajo a los de arriba, y en la cordial estimación de éstos a los de abajo. Así se explica que María, con su genio parado, poco expansiva, y corta y desconfiada en su trato con gentes extrañas y de su esfera, aún sin el estímulo de la segunda intención que algún malicioso pudiera suponer en ella, se mostrase tan animosa y confiada con Nisco, a quien, además, estaba viendo en su casa desde que éste era muchacho.

Volviendo ahora al interrumpido diálogo, sépase que a la vehemente, apasionada y casi dramática exclamación del romántico hijo de Juanguirle, contestó María, mirándole de hito en hito:

-También ese propósito es juicioso y no deja de favorecerte mucho; y tanto podías estirarte tú, que a poco que ella se bajara...

-¿Cree usted que se bajaría? -preguntó Nisco anheloso, corriéndose una silla más hacia la joven.

-Hombre, de todo se ha visto en el mundo -contestó María, parándole con el fulgor de sus ojos rasgados-. Pero se me figura a mí que para que ella se baje todo lo que es necesario, y por mucho que lo desee, hay un inconveniente muy grande y muy difícil de vencer para ti. Puede creer esa persona que te llevan hacia ella miras interesadas. Esto, por de pronto. Después... y aquí está lo grave, Nisco: si dejaste de la noche a la mañana a Catalina, que tanto vale y tanto te quería, ¿cómo haces creer a..., esa otra persona que la quieres más que a Catalina?

Aplanó al mozo este argumento. Meditó unos instantes, y replicó:

-La verdá es que si no se me cree por mi palabra o no se me mandan los imposibles, para que, haciéndolos yo, se vea la buena ley del querer...

Sonriose María y atajó al mozo de esta manera:

-Te advierto, Nisco, que nos hemos colocado en el peor de los casos imaginables. Bien pudiera ella no reparar en tales tropiezos; y eso nadie lo sabrá mejor que tú que la conoces. Todo depende del carácter y de los humos que tenga esa señora..., porque yo creo que es una señora, por la altura en que la has puesto.

-¡Vaya si lo es, caramba! -exclamó Nisco, con una delectación indescriptible.

-Y..., ¿la has hablado alguna vez? -preguntó María con un poquillo de cortedad.

Aquí le entró a Nisco el hormigueo de otras veces; volvió a ponerse tricolor, volteó el sombrero entre las manos, se atusó luego el pelo, carraspeó mucho, y dijo al fin, con voz ronquilla y destemplada, porque el corazón le daba en el pecho cada porrazo que le aturdía:

-¿Que si la he hablado?... Muchas veces... Miento: ninguna..., es decir, para que el diablo no se ría de la mentira: hablarla de veras, una sola.

-Pues mira, ya es algo eso. Y ¿qué cara te puso cuando la hablaste de veras?

-¡Como el sol de los cielos, porque así es la suya!

-¿Dijístele algo de lo que deseabas?

-Yo creo que sí..., o puede que no, aunque pretender, pretendilo; pero le entran a uno en esos trances tales congojas y malenconías, y unos trasudores, y siéntense unas ansias en el pecho, y pónense unas telas en los ojos, que por aquí va el hombre con la palabra, y por allá va el su pensamiento.

-Con tal que ella te entendiera... ¿Sabes tú si te ha entendido?

Trocose en fuego la timidez de Nisco, y respondió impetuoso:

-Diera este brazo por saber que sí; que tal me miraron sus ojos y tal me habló con su boca, que luceros de la noche y sinfonías de la gloria me parecieron. ¡Qué señales fueran mejores de que lo alto se abajaba!

-¿Conózcola yo, Nisco?

-¡Como al mesmo personal de usted!

-Pues, hombre, para lo poco que falta ya dime quién es.

Quedose aquí Nisco como quien ve visiones, con los ojos encandilados, la boca abierta, cárdeno el semblante y creo que hasta sin pulsos.

En esto se oyó ruido en el corredor, y Ana y Pablo entraron en la sala un instante después. Ana llegó a ver la escena tal como quedó a la última palabra de María. Pablo, al reparar en su amigo, le preguntó:

-¿Me esperabas, eh?

-No... sí... digo, creo que no... es decir, puede que sí, -respondió Nisco.

-¡Hombre, parece que estás atolondrado! Pues mira -añadió Pablo mientras Ana y María se abrazaban y salían juntas al balcón-, perdona por esta tarde, que estoy muy ocupado, y vuélvete a la noche un rato, como de costumbre... si quieres.

Nisco, que necesitaba aire fresco, despidiose y salió de la sala hecho un palomino. Junto a la escalera halló a don Juan de Prezanes que subía con su compadre, el cual llamaba a su mujer a voces para avisarle la llegada del amigo. Cerca de la portalada alcanzó el mozo a don Valentín, que iba a salir también. El veterano, mientras zarandeaba el casaquín y se sonaba las narices con ímpetu, gruñía y murmuraba. Nisco le oyó decir con ira, mientras levantaba el picaporte del postigo:

-¡Sabandijas!... ¡Servilones!...

No fue Nisco en derechura a su casa: estuvo oreándose la cabeza y los pensamientos largo rato por brañas y callejos. Pasando por una encrucijada, vio venir a Catalina. Irguiose altivo al emparejar con ella, y observó que traía la cara más risueña y el andar más resuelto que horas antes.

Y díjole la moza al cruzarse con él:

-¡Híspete; pavo, que ya te pelarán!

A lo que respondió Nisco, mirándola por encima del hombro:

-Taday... ¡Probeza!...




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- XI -

Apuntes para un cuadro


Bien corrida era ya la media tarde cuando despertó don Baldomero, porque fue Sidora a levantar la mesa y le dio en la cara con el mantel al echársele debajo del brazo. Incorporose el hombre lentamente, bostezando mucho y con grande clamoreo; se desperezó a sus anchas, lió un cigarro y le encendió sin dejar de estremecerse ni de bostezar entre chupada y chupada. Salió después del casarón, y, paso a paso, llegó a la taberna, café de los holgazanes desidiosos de aldea.

Junto a la enrejada ventana, por donde el tabernero despachaba a los parroquianos vergonzosos, había una mesa de basto tablero, y alrededor de ella, sentados, hasta tres personajes que voy a presentar al lector, porque debe conocerlos. Vestía el uno un traje entre andaluz y de la tierra (ancha faja de estambre negro a la cintura, calañés, chaleco desceñido, y en mangas de camisa); andaría rayando con los treinta y cinco años; y como aún era mozo soltero, presumía de apuesto sin serlo cosa mayor; ostentaba en la cara anchas patillas negras; miraba gacho y hablaba ceceoso y lento, más por alarde que por natural disposición. Había estado, de mozo, en Andalucía, como tantos otros conterráneos suyos; y era casi el único resto del antiguo jándalo, de los que volvían a caballo, entre rumbo y alamares, escupiendo por el colmillo y, a creer lo que ellos mismos aseguraban, sembrando el camino real de pañuelos de seda y onzas de oro.

No le dio a éste gran cosa la vanidad por ese lado: en cambio, su boca era una carnicería, hablando, mientras acariciaba con la mano el cabo de una navaja que siempre llevaba asomando por el ceñidor, de la gente que él había despachado al otro mundo, no más que por tocarle con el codo al pasar, o por no dejarle la acera libre, o por mirar dos veces seguidas a la mujer que por él se moría. Con esto, con no trabajar nada, con frecuentar demasiado la taberna y con amenazar en voz sorda, marcando mucho la sonrisa, al lucero del alba a cada paso, llegó a hacerse temible en Cumbrales, aunque no hay memoria de que nadie le viera cumplir una pizca de lo mucho que ofreció en su vida, ni siquiera tomar parte en las serias contiendas de que fueron causa sus baladronadas impertinentes, en corros y romerías. Pretendió a todas las buenas mozas de Cumbrales, y de todas recibió calabazas; apechugó después con lo que quedaba, y ocurriole lo mismo. Desde entonces se hizo protector de las mozas de Rinconeda, y esto acabó de desacreditarle en su pueblo. Llamábanle el Sevillano, y nadie le podía ver en Cumbrales, pero ninguno se atrevía a decírselo a la cara.

El personaje que estaba enfrente de él en la mesa era un mocetón hercúleo, de mucha y enmarañada greña, y sobre ella, tirado de cualquier modo, un sombrero negro de anchas alas. Estaba despechugado y dejaba ver un cuello robusto, unido al abovedado pecho por un istmo de pelos cerdosos, entre músculos como cables. No era fea su cara, pero tampoco atractiva, aunque risueña. Pecaba algo de sucia, y no eran sus ojos garzos todo lo grandes ni todo lo pulcros que fuera de desear. La barba, no muy bien afeitada, y el pelo, tenían un color mal determinado, entre rubio y negro; matiz que daba una feísima entonación al rostro; el cual, sin haber en él reflejo alguno de maldad, acusaba cierta grosería de instintos que repugnaba. Pues este mocetón, también en mangas de camisa y con la chaqueta al hombro, era el famoso Chiscón el de Rinconeda, gran amigo del Sevillano de Cumbrales, y pretendiente de Catalina desde que Nisco la había dejado. Tenía algunos bienes, y era trabajador cuando quería; pero mucho más dado a zambras y bureos, y un apaleador de gran fama.

El tercer personaje era un pobre hombre, de edad incalculable a la simple vista, anguloso y acartonado, encogido y bisunto.

Aunque cargado de familia, tenía horror al trabajo duro del campo, y se había propuesto hacerse rico de sopetón; para lo cual contaba con dos elementos importantísimos: su ingenio y la manía de las herencias gordas de la otra banda. De su ingenio eran producto multitud de artefactos, para los que había pedido, con mal éxito, privilegio de invención o cincuenta mil duros al Estado. El más ingenioso de sus inventos, y por el que revolvió la provincia entera hasta conseguir que el ministro de Fomento examinara el prodigio, fue un cepo para cazar topos en el instante en que estos minadores sempiternos arrojan la tierra sobre el prado; pero se tocó el inconveniente de que era preciso adivinar dónde iba a formarse la topera para colocar allí el aparato y juzgar de su utilidad, y no hubo ocasión de tratar del punto secundario que se mencionaba en la breve memoria del autor, o sea el millón y medio que éste pedía por el invento, aunque con la obligación de construir uno a sus expensas para las necesidades del Gobierno de la nación. En estos ensayos empleaba la mayor parte del tiempo que pasaba en casa, serrando listones y tabletería que atrapaba aquí y allí, aviniendo y combinando pedazos, fuerzas y resistencias. Diéronle, por esto, el nombre de Tablucas, y con él se le llamaba y a él respondía, casi olvidado ya del verdadero.

No por estas atenciones descuidaba el asunto de las herencias, que todos los días le daba no poco que hacer. Siempre tenía una o dos entre manos. Referían los periódicos que un archimillonario había muerto en el Japón, supongamos; contábanselo a él los que ya le conocían el flaco, o lo inventaban, o llegaba un pobre a la puerta y le decía: -Y ello ¿habrá algo de cierto en eso que se corre al auto de unos treinta millones que están depositaos en el Gubierno de arriba, por no conocerse a los herederos del montañés que los dejó al morir en el Pirul, de Padre Santo, rey..., o cosa así?». En cualquiera de los casos preguntaba Tablucas: ¿Está ese pueblo en la otra banda?». Contestábanle siempre que sí; y ya no necesitaba saber más.

Hubo en su familia un individuo que sobre el año 20 pasó a las Américas y de cuyo paradero no volvió a saberse nunca; y en todos los ricos, muertos abintestato en la otra banda, es decir, en América, en la China..., en cualquier punto remoto de la tierra, llamárase aquél como se llamara, veía Tablucas a su pariente, rebuscando su genealogía, cotejando fechas y acumulando supuestos e imaginaciones. Colocado ya sobre el rastro del asunto, como él decía, consultábale con los licurgos callejeros de Cumbrales; después con los abogados de veras; luego con el cónsul de la nación en que había muerto el pariente, y, por último, trataba de entenderse con el ministro de Estado. A todo esto, llenándose los bolsillos de papelucos con nombres de personajes, respuestas vagas de este agente o del otro alcalde, y de fes de bautismo, sin que faltara la del ignorado pariente, y arreglando en su imaginación la historia de tal modo, que el más sutil se quedaba perplejo al oírla. Todo esto le costaba dinero, viajes y molestias sin número; pero vendía gustoso el mendrugo de su familia, y jamás le cansaban las idas y venidas, ni le desalentaban desengaños ni malas razones. Así, hasta que se moría otro millonario, y dejaba, por seguir a éste, el rastro del anterior, exclamando al emprender la nueva campaña, alegre y regocijado: -¡Bien dije yo siempre que por este lado había de venir la herencia!».

Por lo demás, aunque frecuentaba mucho la taberna, no era gran bebedor, y rara vez se emborrachaba. Hablar de sus maquinas y enseñar los papeles referentes a la millonada que estaba para caerle, era su pasión predominante fuera de casa.

Detrás del mostrador estaba, llenándole de cuentas con tiza, Resquemín, el tabernero, hombre bien engrasado, algo viejo y de áspero y avinagrado humor.

Sobre la mesa, entre los tres personajes descritos, había, además de un jarro con su correspondiente vaso, una ociosa baraja, algo parecida, por lo resobada y maltrecha, a aquélla con que Pedro Rincón y Diego Cortado ganaron al arriero de la venta del Molinillo doce reales y veintidós maravedís, si no me engaña la memoria.

Ociosa, como he dicho, estaba la baraja, acaso porque faltaba un pie para un partido a la flor de cuarenta; pero no lo estaba tanto el vaso, que a menudo andaba de mano en mano y de boca en boca, colmado del tinto que oportunamente escanciaba Chiscón, quien, por las trazas, era el que convidaba allí.

Andaba éste en tentaciones de pedir a Catalina a la hora menos pensada; visitábala por las noches en presencia de toda la familia, pues este favor no se niega jamás en ninguna cocina montañesa, y gustábale mostrarse rumboso ante la gente de Cumbrales, por lo que esto pudiera servirle de recomendación a los ojos de su novia, que, dicho sea de paso, no se los ponía de resistencia, aunque sólo con el disculpable propósito de encender resquemores en el pecho de Nisco. Tomaba Chiscón la buena acogida por donde más le halagaba, y proponíase abreviar los procedimientos, por lo que pudiera ocurrir. De esto se había hablado algo aquella tarde entre él y el Sevillano, que con sus consejos y protección le ayudaba, y hasta acababa de brindarse al de Rinconeda para limpiarle de estorbos el camino, si por estorbo tenía a Nisco todavía. Cabalmente había sido el hijo de Juanguirle el causante de que Catalina no le diera cara cuando él la pretendió. Y bien sabe Dios que si Nisco le hizo desalojar la calleja más que a paso, fue porque él no llevaba encima la herramienta, y el otro comenzó a ventear el garrote. ¡Si le tendría ganas el Sevillano! Agradeciole el brindis Chiscón, pero desechó el servicio por innecesario.

En esto llegó Tablucas, que no habló de sus máquinas ni sacó los papeles de su pleito. Traíale últimamente muy preocupado y absorto otro asunto harto excepcional y perentorio; y por esta herida respiraba solamente, y de esto hablaba en todas partes, y de esto habló allí entonces tan pronto como se sentó y le pellizcaron la lengua Resquemín y el Sevillano, que ya conocían el conflicto.

-De lejos todos somos valientes- decía el hombre de los inventos y de las herencias, respondiendo a las chanzas de los otros;- pero allí vos quisiera yo ver, ¡corcia!, allí, en la soledá de la noche, clamando la familia aterecía de espanto; y tamborilazo va y tamborilazo viene a la puerta. ¡Vos digo que aquello levanta en vilo!...

Aquí estaba el asunto cuando entró en la taberna don Baldomero. Arrimose al lado libre de la mesa, sentose perezosamente, y dijo, después de dar entre dientes las buenas tardes:

-Resquemín..., la sosiega.

El tabernero tiró de pronto la tiza contra la pared, púsose en jarras, y moviendo a uno y otro lado la cabeza, sin apartar de don Baldomero los ojos de gato irritado, comenzó a decir con su voz atiplada:

-Me paece a mí ¡jinojo!, que el día menos pensao le va a resquemar a alguno el mote en la asadura; porque ¡jinojo!, si piensan que yo soy guitarra para dejarme tocar de todo chafandín que a bien lo tenga, ya estáis aviaos... ¡Porque ¡jinojo!, cuando a mí se me sube el tufo a la cabeza, soy tan hombre como el que más!... ¡Y no digo más!... ¡Y ésta y no más!... ¡Pues no faltaba más!... ¡Jinojo!

-¡Ingrato! ¡Mal tabernero!... ¿Después que te lo digo para adularte, me riñes todavía?

A esta chanza socarrona del impasible don Baldomero, replicó Resquemín hecho una lumbre:

-¡Yo no necesito las adulaciones de usté ni de nadie, jinojo!... Yo me futro en ellas ahora y siempre; y en usted..., y en todos los presentes..., y en el mundo entero ¡jinojo!, que no estoy aquí para recreo de nadie, sino por el mío ¡jinojo!... Y el día que me dé la gana, dejo el oficio ¡andando!, que para eso tengo posibles... Y si me da el real antojo, echo todos estos trastos a la calleja, ¡rejinojo!... Y si me apuran un poco, lo hago ahora mismo... ¿Ve usted este vaso? ¿Le ve usted bien? Pues éste es el caso que hago yo de este vaso... -(Y no le rompió)- ¿Ve usted esta botella? ¿La ve usted bien? Pues éste es el caso que hago yo de esta botella. -(Y la dejó donde estaba)- ¡A mí con esas, jinojo! ¡Si soy yo más hombre!... ¡Con burlas a mí!... Valiérales más a algunos pagar a menudo las cuentas; que a fe que la hay con más renglones que la letanía de los Santos, ¡jinojo!, y no digo de quién, porque no me da la gana: por eso... ¡Y no hay más que eso!... ¡Y sobra con eso!... ¡Jinojo!...

Después abrió los bastidores de un armarillo, y volvió a cerrarlos, y tornó a abrirlos, y al cabo cogió un vaso pequeño, le llenó de aguardiente y se lo llevó a don Baldomero.

-Aquí está la sosiega -dijo plantando el cortadillo en la mesa-. ¡Jinojo! -continuó- nadie se extrañe de que el hombre se remonte un poco a lo mejor..., porque no es uno de peña, ¡jinojo!... Y buenas son las chanzas; pero no tanto que ofendan. Tanto me estimas, tanto te aprecio. ¿No está esto en ley?... ¡Pues vívase en ley!... ¡Ésa es la ley..., jinojo!

Así era aquel hombre.

Chiscón y el Sevillano, sin hacerle maldito el caso, seguían comentando, medio en serio y medio en broma, los relatos de Tablucas.

-La primera vez -dijo éste, cuando calló Resquemín, pensé que era algún vecino que llamaba con apuro. Salí corriendo, abrí la puerta... Y ná, por más que miré aquí y allí. Pregunté a la viuda... Desde aquí se ve, enfilá con el esconce de la iglesia: tal como aquí está ella, y pegante por la derecha la de la viuda de Pedro Jelechos; en un mesmo portal..., puerta con puerta, vamos. Pregunté a la viuda, y díjome que ni ella había llamado ni había oído porrazo alguno. Un bardalón tremendo rodea por detrás las dos casas... Por allí no puede saltar nadie a los huertos, ni tiempo tuvo de esconderse en ellos después de llamar, porque yo abrí tan aína como oí los golpes, y el corral no tiene más salida que la portalada; las tapias son muy altas, y en el corral no se vio alma viviente, ¡y eso que la luna alumbraba de firme! Bueno. A la otra noche, estábamos cenando, y ¡plun!, de repente, ¡zas!, a la puerta. ¡Cristo mío, qué tamborilazos! ¡Nadie probó más bocao allí! En esto se oye una voz, como de alma en pena, que dice por el ojo mesmo de la llave: «¡El que salga a fuera en toda la noche, o quiera saber quién llama, perece!...». Quedéme patifuso, y entendí que la mujer y los hijos fenecían de temblor. ¡Cómo no saliéramos, corcia!...

-Y ¿a la otra noche? -preguntó el Sevillano, que no apartaba la vista de los ojos de Tablucas.

-A la otra noche -continuó éste-, ná, porque arreció el ábrego... ¡Y esto me da a mí mucho que cavilar! ¿Hay juriacán o negrura? Ni un soplo se oye allí. ¿Hay sosiego y luna clara? Pus ¡leña a la puerta! De modo y manera que, por unas o por otras, de mi casa no sale una mosca tan aína como anochece... Y esta vida traigo dos semanas hace... ¡Decime vusotros, corcia, si tal vida se puede aguantar!

Don Baldomero, en tanto, fumaba, sorbía alguna que otra vez, y parecía no dar la menor importancia al relato de Tablucas.

Preguntole Chiscón si sospechaba de alguien, y respondió el atribulado personaje:

-¡Corcia, si sospecho!... Y no lo digo por la viuda, aunque mujer es de laberientos y tapujos y de un vivir como es público y notorio desde que le faltó el marido y paece que le cayeron las Indias en casa, según lo que se peripone y redondea, cuando, en pura equidá debiera andar a la limosna, sola y sin bienes como se ve... Más poder tiene que ella y que todo hombre nacido quien la mi puerta aporrea sin fegura corporal como nusotros. Lo que con ese ultraje se busca en mi casa, no lo sé a la presente; pero tocante a quién me le hace... ¡Corcia si lo sé! Y lo sé, porque lo he visto... ¡Lo he visto con estos mesmos ojos!... Y al auto de ello, vos diré que en una de las noches de los tamborilazos, no teniendo pecho para abrir la puerta, subime al sobrao, y por un ujero de la ventana miré hacia el Campo de la Iglesia, por si descubría a alguno que corriera hacia acá, cuando veo encima de ese muro viejo que pega con el mi corral, y mira que mira hacia mí, un perrazo blanco y negro, que no miento si digo que era tan grande como el toro de la cabaña. A la otra noche, el mesmo perro en el mesmo sitio... Y siempre que hay garrotazos en la mi puerta, el perro en el murio. ¿Qué hace allí ese perro, corcia? ¿Qué perro puede ser ése? ¿Qué ha de ser ese perro sino ella mesma?

-Y ¿quién es ella mesma? -preguntáronle.

-¡Pus la Rámila, corcia..., la Rámila! Pondría las dos orejas a que es ella. Y si miento o no miento, ha de saberse pronto, porque tengo en el magín una idea..., que se verá en su día... Y no digo más ¡corcia!

Apuró don Baldomero el último trago de la sosiega, y dijo a Tablucas:

-Pues yo te daría un consejo... Si estás en tus cabales cuando oyes los linternazos a la puerta y ves el perro en el murio.

-Lo oigo y lo veo como a usted a la presente; y lo oyen y lo ven la mujer y los hijos. ¡Ojalá no lo viéramos ni lo oyéramos pizca!

-Pues mi consejo es que hables poco de ello y que sigáis cerrando la puerta al anochecer..., por si acaso te baldan de un garrotazo. Por de pronto -añadió don Baldomero cogiendo la baraja que estaba sobre la mesa-, vamos tú y yo a meter mano a estos dos valientes, en un partido a la flor; y eso te distraerá un poco.

-Hasta el anochecer y no más, ¡Corcia! -replicó Tablucas-; porque en cerrando la noche, no será el hijo de mi padre quien pase junto al murio.

-Yo te aseguro que estando conmigo -díjole don Baldomero,- nada malo han de hacerte las brujas: soy un puro amuleto de los pies a la cabeza.

Aceptose de buena gana el desafío por el Sevillano y Chiscón, a quienes tenía muy suspensos el relato de Tablucas, y se dio comienzo a la partida.

Es cosa averiguada que aquella noche, por indicación del jándalo, en lugar de ir el de Rinconeda a casa de Catalina por la calleja contigua al murio, como de costumbre, se dieron ambos un paso, para tomar el aire, por la barriada opuesta; y desde allí, rodeando mucho, llegó a su casa el Sevillano, admirado, por primera vez en su vida, de lo que ladraban los perros en Cumbrales en cuanto anochecía, y siguió Chiscón, solo y relinchando, en busca del norte de sus pensamientos.



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