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El teatro de Azorín: entre la renovación y la vanguardia

Jerónimo López Mozo





No parece que, a primera vista, el teatro estuviera entre las preferencias literarias de Azorín. Del casi centenar de títulos que integran su obra, sólo once pertenecen al género dramático. Y es curioso que, con excepción de una pieza escrita en 1901, todas correspondan al período comprendido entre los años 26 y 36. Tampoco los estudiosos han prestado, por lo general, demasiada atención a esta parcela creativa del polifacético escritor alicantino. A la profesora María Martínez del Portal no le faltaba razón cuando afirmó que la crítica acepta plenamente al Azorín ensayista, le pone trabas al novelista, ignora casi al cuentista y suele rechazar, cuando no silenciar, al dramaturgo1. Por lo que a mí respecta, confieso que, cuando daba mis primeros pasos como autor de teatro, tampoco tuve a Azorín por uno de mis dramaturgos preferidos, ni consideré que pudiera aprender demasiado de él. De modo que me limité a leer alguna de sus obras sin que aparentemente dejará, en mi escritura, huella apreciable. Tampoco recuerdo haber visto representada ninguna de sus obras. Se preguntarán ustedes, con toda razón, qué me mueve, ante tales antecedentes, a ocuparme de un escritor teatralmente tan poco apreciado.

Mi interés por él nació a raíz de un trabajo que hice recientemente en torno a las vanguardias teatrales. Trataba de demostrar que los movimientos vanguardistas habidos a lo largo del siglo en toda Europa tuvieron y tienen su reflejo en España. Si en algunos momentos tal reflejo no se percibe, es, en mi opinión, porque, mientras en los demás países han triunfado y son aceptados por amplios sectores de la sociedad, aquí suelen pasar desapercibidos. A mi juicio, la vanguardia teatral española se comporta como un Guadiana. Es decir, que unas veces discurre a la vista de todos y otras desaparece bajo tierra para reaparecer dónde y cuándo menos se espera. Siguiendo el curso de ese río, topé con Azorín y supe que, en el ámbito teatral, a su obra creativa se sumaban numerosos artículos en los que clamaba por una revolución teatral inspirada en la que ya se estaba produciendo fuera de nuestras fronteras. Tal vez esa dedicación sea insuficiente para ponerle la etiqueta de vanguardista, pero es bastante para considerarle como un autor inquieto o, como ha hecho Francisco Ruiz Ramón2, incluirle en el grupo de los que él llama innovadores y disidentes, junto a Unamuno, Jacinto Grau y Ramón Gómez de la Serna. De lo que no me cabe duda es de que, el de Azorín, es un caso representativo de las dificultades a que se enfrenta el autor español cuando intenta aventurarse por nuevos caminos.

Para entender mejor el significado del Azorín dramaturgo, parece oportuno hacer un repaso, siquiera somero, sobre la situación del teatro español en los albores del siglo, cuando, como he dicho, nuestro autor estrenó La fuerza del amor, su primera obra. Tocaba a su fin, desplazado por la tremenda fuerza del joven Benavente, el reinado que Echegaray había ejercido sobre la escena española a todo lo largo del último tercio del siglo XIX. Empezaba una nueva época en la que el artificio y ampulosidad del teatro al uso era barrido por las propuestas innovadoras del recién llegado. Convertido enseguida en dueño y señor del teatro español, pronto dio por concluidos sus afanes modernizadores, imponiendo una nueva rutina. A ella se apuntaron, o ya lo estaban, autores como Linares Rivas, Eduardo Marquina, los hermanos Álvarez Quintero, Arniches, Gregorio Martínez Sierra, Luis Fernández Ardavín y Muñoz Seca. Para ellos, que estrenaban con regularidad y hasta tenían dificultades para atender la constante demanda del medio centenar de compañías teatrales que recorrían España, el teatro vivía otro Siglo de Oro. Para prueba, estos botones. En 1928, el propio Benavente afirmaba que «nunca hubo tan buenos autores como ahora, ni tantos artistas de mérito, ni tanto ambiente de opinión, ni público tan bien dispuesto para escuchar y para ver las obras de escena»3. Muñoz Seca, por su parte, consideraba que el teatro estaba en crisis, no sólo en Europa, sino en todo el mundo, excepto en España4. Seguramente ignoraba que, desde el estreno de Ubú rey en París, en 1896, algunas cosas importantes estaban sucediendo en el teatro del viejo continente. Tampoco sabría de la existencia de un libro de Gordon Craig titulado El arte del teatro o que en París funcionaba, desde 1913, un local llamado Vieux-Colombier en el que su fundador, Jacques Copeau, daba a conocer un teatro moderno empleando las técnicas de la Commedia dell'Arte y las de Stanislavski. Más improbable aún es que a sus oídos hubiera llegado lo que un tal Meyerhold estaba haciendo en Rusia.

El hispanista Dru Dougherty ha estudiado el teatro de ese período. Su ensayo Talía convulsa: la crisis teatral de los años5, fruto de un riguroso rastreo por las páginas de la prensa de la época, nos permite comprobar que eran muchas las voces que se alzaban contra el optimismo de que hacían gala los autores en boga que copaban la cartelera teatral. En numerosos libros y en periódicos como El Sol, ABC, Heraldo de Madrid o El Imparcial, un grupo de críticos ofrecían un diagnóstico bien distinto. El teatro, afirmaban, estaba plagado de dislates y ñoñeces. Era, o chabacano, o de un empalagoso sentimentalismo6.

La responsabilidad de la situación se repartía, por lo general, entre todos: autores, empresarios, actores y público. A los primeros, se les acusaba de supeditar el arte al afán de lucro y de convertir la producción teatral en una simple industria7. Una de las consecuencias del desmesurado interés por lo económico sería la conquista de la escena por el astracán8. De ahí que Francisco Caravaca dijera que «la crisis teatral no es la crisis del teatro, sino de la literatura teatral contemporánea»9. Los otros sectores de la profesión recibían también severos varapalos. Los mayores eran para los empresarios. Frente a su empeño en demostrar que su negocio era ruinoso y que sólo los grandes éxitos les salvaba de la ruina, lo que les obligaba a programar comedias de autores consagrados, se alzaban las voces de los que les acusaban de haber convertido el teatro en un negocio propio de charlatanes sin sustancia, falsos y embusteros. Los actores, sobre todo las primeras figuras, no salían mejor librados. El citado Dru Dougherty resume así los comentarios que se les dedicaba: «[El actor] era blanco constante de censuras, las cuales ponían de relieve su tendencia a buscar el aplauso a costa del arte de su oficio, su falta de preparación profesional y, sobre todo, su resistencia a [...] integrarse en la compañía en vez de lucirse sobre los demás»10. En efecto, molestaba la vanidad de que algunos hacían gala por la influencia negativa que tenía en la organización teatral. Para Felipe Sassone, en España importaba más el actor que el personaje11. Hay quién iba más lejos y les acusaba de formar, con autores y empresarios, clanes en busca de ganancias seguras. En cuanto al público, en especial el burgués, era como era: pagaba, mandaba e imponía sus gustos. Estos consistían en que el teatro les hiciera reír y les ayudara a hacer una buena digestión, pues los quebraderos de cabeza ya los proporcionaba la propia vida12. Con el publico había, sin embargo, cierta benevolencia, pues se consideraba que su mal gusto también era atribuible a la sistemática campaña de envilecimiento a que le sometían autores, empresarios y críticos13. No se libraban estos, los críticos, de los reproches. Frente a los que ponían el dedo en la llaga sobre la situación teatral, abundaban los que juzgaban los espectáculos en función de los lazos de amistad que les unían a sus responsables, pero, sobre todo, los que faltos de una verdadera cultura teatral, se refugiaban en la simple reseña de los estrenos y eludían entrar en debates intelectuales.

Quiénes opinaban que el desarrollo teatral se había detenido, precisamente cuando otras actividades artísticas atravesaban un buen momento, dirigían su mirada a Europa14. Aquél era el espejo en que debíamos mirarnos. Allí estaba la solución que nos sacaría del estancamiento. No se clamaba por un teatro de vanguardia, sino por un teatro distinto. Aunque en el saco de lo distinto cabía, cómo no, la vanguardia.

Las soluciones que se apuntaban eran, en lo concerniente a los autores, que los consagrados apadrinaran a los noveles y proscritos que tenían dificultades para romper esa especie de cordón sanitario que les impedía acercarse a los escenarios15. También, que cultivaran con insistencia el teatro cosmopolita16 y que pusieran límites a su extraordinaria fecundidad, pues, «lejos de ser signo de vitalismo, era síntoma de anemia»17. Por su parte, Melchor Fernández Almagro pedía que se habilitaran, además de locales que acogieran la representación de los clásicos y lo mejor del teatro extranjero, otros que sirvieran, a modo de laboratorio, para experimentar corrientes nuevas y nuevos procedimientos18. Para combatir la falta de sensibilidad artística e intelectual de los empresarios, se proponía la creación de la figura del director de escena como garante de la calidad estética de la representación. Sin duda, los padres de tal idea tenían puestos los ojos en los ejemplos de Max Reinhardt, Gemier y los ya citados Gordon Craig y André Antoine19. En otro orden de cosas, se apostaba por la creación de un teatro público, a semejanza de los que ya funcionaban en otros países, y por que el Estado subvencionara a determinadas compañías comprometidas con propuestas experimentales en las que la calidad artística primara sobre el beneficio económico. Se perseguía, con ello, romper con la dependencia de la taquilla habida cuenta de que no había, en nuestro país, concurrencia intelectual suficiente para llenar los teatros20. Era necesario, pues, poner los medios para educar al público y hacerle aceptar un teatro digno, aunque algunos opinaban que no era menos importante crear un espectador nuevo no contaminado por el teatro al uso.

Este era, a grandes rasgos, el panorama que ofrecía el teatro español en tiempos de Azorín. Regresemos a nuestro autor. Ya hemos avanzado que, como hombre de teatro, estaba del lado de los que clamaban por un cambio profundo, con los que compartía la idea de que la solución estaba en seguir las pautas marcadas por las corrientes más modernas del teatro europeo. Los numerosos artículos que publicó en la prensa nacional y algunas conferencias nos permiten conocer con bastante precisión sus puntos de vista. Luego veremos como se reflejaron en su obra creativa.

Del temprano interés de nuestro autor por el teatro queda constancia en el libro Bohemia, publicado en 189721, en el que se recogen algunas piezas breves presentadas como cuentos escenificados. Pero la mejor prueba son las críticas que, en torno a los veinte años de edad, siendo estudiante en Valencia, publicó en El Mercantil Valenciano, amén de alguna referencia a la literatura teatral incluida en una conferencia pronunciada en 189322. De estos trabajos primerizos, firmados todavía por José Martínez Ruiz, no importan tanto sus juicios cargados de severidad, como lo que aportan acerca de sus inclinaciones. Entre sus autores preferidos figuran Ibsen, Hauptmann y Maeterlinck, del último de los cuales traduciría, en 1896, La intrusa23.

Los más importantes escritos de Azorín sobre teatro pertenecen al periodo comprendido entre los primeros años de nuestro siglo y los que preceden a la proclamación de la República. El lector curioso puede encontrarlos agrupados en tres volúmenes titulados La farándula24, Escena y sala25 y Ante las candilejas26. Hagamos un recorrido por sus páginas. Tal vez consigamos dibujar, con pocos trazos, el retrato de Azorín como hombre de teatro.

En diciembre de 1903, en vísperas de un estreno de Echegaray, emitió el siguiente juicio: «Cuando estas líneas se publiquen, estará muy cercano el estreno de la inevitable comedia de Echegaray. Por adelantado expresamos nuestro juicio [...] Echegaray es y será perdurablemente el mismo. Responde su espíritu a un estado de opinión -no sabemos si ya un poco anticuado- y a un ideal corriente en nuestra literatura -sospechamos que también un tanto arcaico-»27. En torno a las mismas fechas abundaba en su rechazo al autor más famoso del momento. Decía: «El señor Echegaray representa en la vida intelectual de España un estado de espíritu que es un deber de patriotismo dar por terminado definitivamente»28. Y es que a Azorín le parecía que el lirismo desenfrenado que inspiraba al que pronto recibiría el Premio Nobel de Literatura pertenecía al pasado y suponía un pesado lastre para la vida intelectual española posterior al desastre colonial.

Que las ansias de renovación de Azorín y de otras gentes de teatro apenas calaron, queda de manifiesto en la insistencia de su denuncias a lo largo de los años siguientes. Así, en 1906, acusaba a los empresarios de complacerse en presentar obras tan arcaicas y vetustas como las que se hacían en tiempos de sus abuelos29. Once años después, su discurso, no variaba. Con motivo del estreno de su obra Brandy, mucho brandy, pronunció, en marzo del 27, una conferencia en la redacción del periódico La Nación30. Estos son los términos en que se expresó: «En España nos encontramos con un periodo de transición, periodo de honda desorientación. [...] La fórmula dramática que se ha venido usando durante los últimos veinte años, y que ha producido un teatro considerable, digno de atención y de admiración, está gastada». En su opinión, había dado ya cuánto tenía que dar. Pero «los actores y los empresarios, temerosos de lo nuevo, no se arriesgan a la aventura necesaria de ir francamente [...] hacia la innovación. Y en este titubeo, en esta perplejidad, pasan los años [...], mientras ya en toda Europa son fórmulas vivas, fórmulas auténticas, fórmulas innegables aquellas que emplean los dramaturgos que obedecen a las nuevas tendencias»31.

En la citada conferencia, Azorín señalaba a actores y empresarios como freno a la renovación teatral. Algo hemos dicho de las razones de los últimos. En cuanto a los actores, un artículo publicado en el diario ABC32 ponía el dedo en la llaga sobre las verdaderas causas de su falta de entusiasmo. Les acusaba de seguir adaptados en sus maneras, movimientos, gestos, en resumen, en su sensibilidad toda, a la vieja realidad.

En los escritos de Azorín, sólo una parte del público es presentada como deseosa de respirar aires nuevos. El resto, no. En la conferencia pronunciada en La Nación, señalaba que cada cierto número de años -diez, veinte, veinticinco o treinta- se produce una nueva modalidad estética, sin que el público lo perciba. Su gusto, en ese periodo de tiempo, se estabiliza y se sistematiza. Es decir, no evoluciona. Alguien tiene que abrirle los ojos a un teatro distinto, que animarle a la disconformidad y a la heterodoxia, que decirle, en definitiva, que las herejías, en arte, son fecundas. Y ese alguien, en opinión de Azorín, no puede ser otro que el crítico. Pero está claro que, salvo excepciones, la crítica estaba lejos de cumplir esa función. Así la despachaba en un artículo publicado en 1927: «La crítica teatral ha sido en 1926 tan inepta, tan vulgar, tan chapucera, como en 1925. [...] Y en 1927 la crítica teatral será tan chapucera, inepta y vulgar como en 1926. Los críticos teatrales no tienen ni finura ni sensibilidad; les atrae, irresistiblemente, todo lo plebeyo, bajo y zafio»33.

La alternativa que proponía Azorín exigía el apartamiento de la realidad. En lugar de reproducirla, el nuevo teatro debía crear un ambiente de fantasía y de ensueño. A ese teatro le llamó superrealista. Era el que ya estaban haciendo en Europa dramaturgos que empleaban fórmulas vivas y auténticas. Aunque Azorín identificara superrealismo con surrealismo, no encontramos en su obra, ni dramática, ni ensayística, rasgos coincidentes con las ideas que, desde París, difundían los miembros del joven movimiento literario y artístico. Azorín no hablaba de André Breton, ni de Paul Eduard o de Antonin Artaud34. Los autores que él citaba con más frecuencia eran, entre otros, Pirandello, Lenormand, Pellerín, Rainer María Rilke, Giraudaux, Cocteau, Simón Gantillon, al que definió como dramaturgo de la ilusión y de las nostalgias, y el ruso Eveinov, que desarrolló en el primer tercio del siglo el concepto de «panteatralidad» y de quién tradujo a nuestro idioma, en 1928, El doctor Frégoli o la comedia de la felicidad.

No deja de llamar la atención que, a la hora de definir la nueva tendencia, reconociera que no podía hacerlo. Nadie sabía lo que era el superrealismo, ni nadie lo sabría jamás. En un artículo titulado «El superrealismo es un hecho evidente»35 afirmaba que, cuando una estética está gastada y se siente la necesidad de crear otra, lo de menos son los documentos que expresan la doctrina nueva. A Azorín, como a otros, no le fue difícil señalar los defectos del teatro al uso. Menos fácil le resultaba, lógicamente, definir el que debía sustituirle. De ahí que, del rastreo de sus escritos sobre la materia, obtengamos poca información útil para conocer de forma amplia y clara sus propuestas dramáticas.

En el citado artículo, decía que la vida actual nos impulsa a la superrealidad. ¿Y cómo era la vida actual? Así: rápida, vertiginosa, contradictoria, cambiante, compleja, múltiple... Por ello, la superrealidad, la realidad emanada de esa realidad, debía ser también rápida, tenue y contradictoria, concluía. En otros momentos abundó en estos conceptos. Por ejemplo, aconsejaba a las nuevas generaciones de autores que su teatro fuera ligero y rápido, corto y fácil, porque eso era lo que se buscaba y se deseaba36. Quizás por eso amó tan apasionadamente el cine. En el nuevo arte veía reflejado, sin duda, cuánto él soñaba para el de Talía.

Amante de lo novedoso, defendió que el teatro se beneficiara de los progresos de la técnica. En consonancia con ello, pedía que se diera entrada en la escena, como vía de renovación, a los recursos del arte cinematográfico, un invento que le parecía maravilloso. Veía en el cine un arte de espectáculo y pensaba que el teatro debía evolucionar en ese sentido, imitando su plasticidad, si no quería perecer. Confiaba en el director de escena y pedía, para él, más atribuciones de las que tenía. Esa devoción por lo novedoso no le impedía poner, en algunos casos, ciertos y curiosos reparos. El más llamativo fue con motivo de la sustitución de las candilejas por la luz eléctrica. Entendía que, para actores y espectadores, dejar la sala a oscuras durante la representación suponía un cambio demasiado brusco. Para los primeros, porque dejaban de ver al público desde el escenario. Para los segundos, porque no estaban acostumbrados a permanecer sumidos en la oscuridad. Como solución, sugería que, al menos el día del estreno, todas las luces permanecieran encendidas.

Estas preocupaciones por aspectos técnicos que afectaban a la puesta en escena demuestran un espíritu curioso por los todo lo novedoso y un interés por encontrarle algún provecho en el arte teatral. Pero Azorín era un escritor y, como tal, es en el campo de la literatura dramática donde hay que buscar sus aportaciones más personales e interesantes. Llegados a este punto, quiero abrir un breve paréntesis para comentar lo que muchos tienen por una contradicción de nuestro autor. No es la única en que incurrió a lo largo de su vida, sobre todo en sus últimos años, pero sí la más llamativa. Sorprende que de su condena del teatro al uso, se salvaran Jacinto Benavente y Muñoz Seca. Del primero llegó a decir que era un escritor culto, ameno y elegante y que sus hombres eran ingeniosos y sus mujeres, agradables. Con el segundo llegó más lejos, pues ambos escribieron en colaboración una pieza teatral titulada El clamor. Tan sorprendente resulta que algún crítico famoso de la época lo puso en duda, suponiendo que se trataba de una broma del propio Azorín37. El piropo a Benavente no sorprende tanto cuando se comprueba que se produjo en 1903, cuando el joven autor acababa de irrumpir en la escena española con el propósito de desbancar, con un teatro radicalmente innovador, a Echegaray, empeño que Azorín veía con buenos ojos. Todavía faltaban algunos años, tres o cuatro, para que, alcanzada esa meta, abandonara cualquier intento de ahondar en la renovación emprendida. En cuanto a Muñoz Seca, es muy probable que Azorín apreciara en su directo, espontáneo y primario teatro, tan del gusto del público, una espectacularidad parecida a la que ofrecía el cine.

Cerrado el paréntesis, hablemos de las referencias del propio Azorín a su escritura dramática. La apuesta del escritor era por un teatro en el que la intriga estuviera ausente y su lugar lo ocupase la imaginación38. Pero sorprendentemente, el propio escritor no fue mucho más allá a la hora de definir su teatro o de apuntar los temas que le preocupaban, fuera de que estos debían buscarse en el mundo interior, donde habitan las ideas y trabaja la imaginación. Decía, eso sí, que la herramienta del dramaturgo es el diálogo, que todo el teatro es diálogo39. No le parecía, por ejemplo, que el decorado fuera tan importante como la construcción de los diálogos. Proponía que, al escribirlos, se tuviera en cuenta que estaban destinados a ser oídos, no leídos. En su novela La voluntad, puso en boca de Yuste, uno de sus personajes, estas palabras: «Cuando voy al teatro y veo a estos hombres [...] que hablan un lenguaje que no hablamos nadie [...] me figuro que son muñecos de madera y que pasada la representación, un empleado los va guardando cuidadosamente en un estante»40. También consideraba que, en una obra de teatro perfecta, las acotaciones eran inútiles. Estaba contra ellas. Es en ese asunto en el que puso, tal vez, más énfasis. Así, decía:

«En las acotaciones, los autores, modernamente, suelen describir la psicología de los personajes. Diré que, por mi parte, cuando leo una obra de teatro, paso por alto las acotaciones. Es ridículo hacer psicología en las acotaciones; es ridículo dar en las acotaciones la descripción del lugar en que la obra ha de desenvolverse [...] En el diálogo, en lo que dicen los personajes, debe estar todo lo que el director de escena y el actor necesiten para disponer la escena o caracterizar el personaje [...] ¡Qué bien hacían los antiguos cuando, al comienzo de un acto, ponían sencillamente: bosque, o salón, o campo, o calle! Nada más, y con esto era bastante»41.



Las mismas ideas quedaban reflejadas en un breve sainete que escribió para el diario ABC. He aquí un fragmento:

«- ¿Y no describe usted el paisaje?

- Nada de paisaje. No lo necesito.

- ¿Ni la casa?

- Tampoco la casa.

- ¿Ni los personajes?

- Tampoco los personajes: ahí están delante de todos; no necesito describirlos; todo el mundo los está viendo.42»



Hizo algunas propuestas curiosas sobre la estructura y duración de las obras, fruto, tal vez, de la sui generis vena anarquista de Azorín. Así, consideraba que, en el primer acto, el autor debía plantear el problema a resolver; en el segundo, tal problema debía quedar resuelto; de ese modo, el tercero resultaba superfluo y, por tanto, era posible sustituirle, sí se quería, por otro acto distinto43. En otra ocasión, con motivo del estreno de su obra Angelita, se planteó la posibilidad de que los actores interpelaran a los espectadores para saber sí les apetecía que la representación se alargara algunos actos más44.

Digamos adiós al Azorín ensayista. Entremos ya en su obra dramática y veamos de qué manera se reflejan en ella sus proclamas innovadoras. Ya anticipaba al principio que la obra teatral de Azorín es, en relación al resto de su producción, escasa. Y lo es también si la comparamos con la de otros escritores contemporáneos suyos que abordaron distintos géneros literarios. Por otra parte, para lo que aquí nos interesa, el Azorín dramaturgo nació en 1926. Tenía cincuenta y tres años y ya era un escritor plenamente reconocido que ocupaba desde 1924 un sillón en la Real Academia de la Lengua. Su primer título, La fuerza del amor, fechado en 1901, no es más que una recuperación de los temas de capa y espada del siglo XVII, en la que se pone de manifiesto la gran erudición de su autor45.

En cuanto a aquellas piezas breves presentadas como cuentos escenificados, no guardan relación con la obra posterior de Azorín. Sólo sirven para poner de manifiesto el temprano interés del autor por el arte escénico46.

Tampoco trataremos de un drama fechado en ese año de 1926 titulado Judit47, no representado, del que Margarita Xirgu comentó: «Es una cosa muy nueva en cuanto a la manera de hacer. No sigue la técnica habitual de las comedias de hoy. Es algo distinto y extraño. Judit es una obra de abstracciones, muy complicada, con muchos cuadros, mucho movimiento y muchos personajes.48»

Old Spain! fue el primer aldabonazo que dio nuestro autor en las puertas del teatro español con la pretensión de introducir en él los aires nuevos que soplaban en Europa. La obra fue estrenada por la prestigiosa compañía de Santiago Artigas y Josefina Díaz, en Septiembre de 1926, en San Sebastián y apenas dos meses después llegó al teatro Reina Victoria, de Madrid. Tan breve espera para acceder a los escenarios y hacerlo de la mano de tales actores, hay que atribuirlo al prestigio de que gozaba Azorín como escritor. Sin embargo, las facilidades no se repitieron en los años siguientes. Azorín padeció las mismas dificultades que cualquier autor portador de un discurso nuevo y, si bien es cierto que parte de su obra subió a los escenarios, hay que decir que fue en condiciones precarias. Su paso por los teatros comerciales se saldó con escasas representaciones. De las veintiséis que alcanzó con Old Spain! pasó a trece con Brandy, mucho brandy y a diez con Comedia del arte. La excepción se produjo con El clamor, escrita en colaboración con Muñoz Seca, que llegó, quizás por la popularidad de éste, a las cincuenta y una. Otros estrenos se produjeron en escenarios reservados al teatro experimental, tal fue el caso de Lo invisible, o de fuera de Madrid49.

En Old Spain!, Azorín abre un debate entre el pasado histórico y el progreso; aquél representado por el marqués de Cilleros, que habita en un pueblo castellano; éste, por un multimillonario americano de ascendencia española. El marqués se siente espectador de la corriente de las cosas y apenas se preocupa de cualquier asunto ajeno a su mundo interior. Por contra, el multimillonario apuesta por el futuro, por la evolución como mejor forma de que la civilización progrese. El autor resuelve el enfrentamiento entre ambas filosofías sin que ninguna de ellas se imponga. El anuncio de matrimonio del multimillonario con la hija del marqués con que concluye la comedia, simboliza la fusión de la tradición y el progreso. Ante las dudas de la joven prometida, que teme perder la serenidad espiritual heredada de su padre y el dulce lazo que la liga al pasado, el que será su esposo responde: «¿Y no ganará usted nada, en cambio [...]? ¿No ganará usted fundar en el viejo tronco un árbol nuevo? La Humanidad es eso: renovación, continuación del pasado; pero añadiendo al pasado una fuerza nueva»50.

En esta primera obra ya se plantea una cuestión crucial: si un escritor falto de oficio teatral y de las características literarias de Azorín era el más adecuado para crear una obra dramática de corte vanguardista. La opinión más generalizada era, antes de conocerla, que no. Algunos iban más lejos. Se planteaban, no ya sí sería capaz de hacer un teatro nuevo, sino simplemente de escribir teatro. Tales dudas las resumió Antonio Espina en las páginas de El Sol con estas palabras: «Cuando se dijo entre las gentes de letras que Azorín iba a estrenar una comedia, a muchos se les pusieron los pelos de punta. Otros sonrieron malévolos. ¡Azorín autor dramático! [...] La cosa así, a primera vista parecía un poco absurda»51

La respuesta está en el siguiente diálogo entre Don Joaquín, que así se llama el multimillonario, y Mister Brown, un estrafalario personaje que, en esta escena del primer acto, aparece vestido de payaso:

«MISTER BROWN.-  ¡Turidu!

DON JOAQUÍN.-  "Old Spain!"  (Se abrazan canturriando. DON JOAQUÍN le pone su sombrero a MISTER BROWN. Éste le pone su montera a DON JOAQUÍN. DON JOAQUÍN le pone la montera a MISTER BROWN, y éste su sombrero a DON JOAQUÍN. Luego, se sienta cada uno en el respaldo de una silla, frente a frente, con los pies en el asiento.)  Me aburro, mister Brown.

MISTER BROWN.-  Y yo también, don Joaquín.

DON JOAQUÍN.-  La vida es triste.

MISTER BROWN.-  Donde no hay extravagancias, no hay alegría.

DON JOAQUÍN.-  La vida sin extravagancias es despreciable.

MISTER BROWN.-  ¿Quién es usted, don Joaquín?

DON JOAQUÍN.-  Yo soy un multimillonario, mister Brown.

MISTER BROWN.-  ¿Cuántos millones tiene usted, don Joaquín?

DON JOAQUÍN.-  Tengo treinta millones de dólares, mister Brown.

MISTER BROWN.-  Présteme usted dos pesetas, don Joaquín.

DON JOAQUÍN.-  "Old Spain!", mister Brown.

MISTER BROWN.-  ¡Turidu, don Joaquín!52»



Este diálogo muy bien hubiera podido firmarlo el autor que seis años después escribiría Tres sombreros de copa: Miguel Mihura. Azorín estaba en el buen camino. Díaz-Canedo fue uno de los pocos críticos que así lo entendieron y que no atribuyeron el discreto éxito del estreno a la fama que ya tenía Azorín en otras esferas literarias. Por su parte, Antonio Espina destacó que, en este experimento teatral, la acción no estaba en el movimiento o juego escénico, sino en un dinamismo íntimo destinado a producir en el auditorio un extraordinario juego de emociones53. Sin embargo, el resto de la crítica fue severa en sus juicios sobre el nuevo autor y su obra. Falta de solidez dramática en los diálogos y carencia de teatralidad en la emoción intelectual fueron las acusaciones más repetidas. Rafael Marquina, el crítico de Heraldo de Madrid, afirmó que tal carencia no desaparecía con las piruetas de modernidad realizadas por Azorín y resumió el sentir general con esta frase: «"Old Spain" o la paradoja del teatro que no es teatro»54.

En Brandy, mucho brandy, estrenada unos meses después, en 1927, Azorín no se apartó del camino iniciado. En ella también se produce un enfrentamiento. En este caso entre el deseo y la realidad. Aquél se manifiesta a través de una familia de clase media que espera algún suceso extraordinario que les saque de la estrechez en que viven. La realidad llega en forma de herencia por la muerte, en Calcuta, de un lejano y olvidado pariente. Más, para recibirla, hay que satisfacer algunas exigencias incluidas por el finado en el testamento: que su retrato presida el comedor familiar y que, una vez al año, el día en que se fugó de la casa paterna camino de la India, celebren en ese mismo lugar, vestidos de etiqueta, una cena en su honor. Un empleado de confianza del difunto velará por el cumplimiento de tales condiciones. La nueva situación creada, no trae la felicidad, sino el desasosiego familiar. El conflicto se resuelve para Laura, la hija de la familia, tras un encuentro onírico con el pariente muerto, quien comparece, primero, como anciano y, luego, como el joven que era cuando decidió marcharse lejos. Éste le dirá: la vida es una ilusión, la vida es una sucesión de deseos, que debemos realizarlos; cada deseo satisfecho es un espectáculo nuevo, es como asomarnos a un mundo desconocido; no hay que sentarse en el borde del camino para ver cómo desfila la caravana; hay que ir siempre adelante, vivir en tensión de espíritu, desafiando el peligro; sólo cuando vivimos en peligro sentimos el goce pleno de la vida. Tras estas palabras, Laura descubre que esa es la vida que quiere para ella. Decide seguir los pasos que, en el pasado, dio el pariente aventurero, lanzarse al mundo, viajar, soñar, alejarse poco a poco de lo conocido, de lo que la oprime, olvidar, gozar de la luz del Mediterráneo, llegar a Oriente... Laura parte hacia lo desconocido, aunque enseguida, apenas unos segundos después, regresa inerte y anonadada. No da ninguna explicación. Sólo oímos sus gemidos.

Esta vez las críticas fueron más ácidas. En una se pedía que el telón cayera fulminante y libertador cual guillotina de las impaciencias del público55. Algunos críticos no ocultaron que ese tono se debía al malestar causado por una reciente polémica desatada en las páginas del diario ABC por el propio Azorín en la que ellos eran el blanco. Pero, en cualquier caso, se repitieron los mismos juicios negativos emitidos con ocasión del primer estreno. Se hablaba de antiteatralidad, de monotonía en los diálogos, de reiteraciones innecesarias... Lo que, en mi opinión, era producto de la incertidumbre propia de quién se movía en el terreno de lo desconocido, tanteándolo y guiándose por intuiciones más o menos acertadas, para otros era un andar a ciegas, a tentones, en busca de efectos y novedades que Azorín no comprendía, ni conocía. No faltaron quiénes, al hilo de este fiasco teatral, consideraban que el gran problema de Azorín era que, siendo un gran prosista, carecía de las dotes de inventiva que requieren los géneros de ficción. Torrente Ballester lo sintetizó diciendo que veía mejor que imaginaba56.

Mucho debieron pesar en el ánimo de Azorín estos reproches y muy escaso consuelo debieron proporcionarle los repetidos, aunque más comedidos, elogios de Díez-Canedo para que en su tercera salida a los escenarios, a finales de aquel mismo año, retrocediera algunos pasos en su afán innovador. Si Díez-Canedo había comparado Brandy, mucho brandy con un explosivo capaz de romper el círculo de lo mediocre, no pudo decir lo mismo a propósito de Comedia del arte. La crítica progresista, aunque comprensiva, habló, sin paliativos, de claudicación, y la conservadora, por su parte, celebró la mudanza que había eliminado, del teatro de nuestro autor, el rotulo de superrealista. Azorín había apostado claramente por ir en busca del público y no de un público. Pero el público también le dio, esta vez, la espalda. Pocos espectadores tuvo ese ejercicio de teatro dentro del teatro que es Comedia del arte, en el que el autor mostraba en escena a unos actores que representaban, en una jornada campestre, un fragmento de Edipo en Colonna. Pocos fueron los que se conmovieron viendo como el protagonista se quedaba ciego de verdad y menos los que se interesaron por el juego establecido, a partir de ese momento, entre realidad y ficción y entre vida y arte, para concluir que la verdadera realidad es el arte. Se ofrecieron, como ya se ha dicho más arriba, sólo diez representaciones.

La indiferencia del público tuvo, cómo no, consecuencias. Tan deprisa como Azorín había desertado del teatro comprometido, regresó a él. Y lo hizo con renovados bríos. El fruto fue, sin duda, la muestra más acabada del teatro azoriniano. Me refiero a Lo invisible, conjunto de tres piezas breves precedidas de un prólogo escénico, con el que el autor dio la espalda a la taquilla, al confiar su puesta en escena al grupo de ensayo El Caracol, dirigido por Rivas Cherif. Ésta tuvo lugar en la recién inaugurada sala experimental Rex, en sesión única, ante un público formado por gentes de letras, entre las que no faltaban amigos del autor y simpatizantes de cuanto oliera a vanguardia.

Los títulos de las tres obras cortas, son La arañita en el espejo, El segador, que no se incluyó en la sesión de la sala Rex57, y Doctor Death, de 3 a 5. Resumamos, en cuatro palabras, sus argumentos. En todas ellas, la acción se sitúa en las fronteras de la muerte. En La arañita en el espejo, una mujer enferma espera impaciente a su esposo, que regresa de la guerra de África. Todo sugiere que el reencuentro no tendrá lugar: un mendigo adivina, en la tristeza de la joven, el reflejo de una enfermedad incurable, y la arañita en el espejo anuncia la proximidad de la muerte. Pero ésta no vendrá a llevársela, como ella supone. En realidad, a quién se ha llevado es al esposo, que nunca acudirá a la cita. Todos los personajes, excepto la esposa, conocen la fatal noticia y es que, obsesionada con su propia muerte, es incapaz de sospechar la de los demás. En El segador, la joven viuda de un labrador, madre de un niño de meses, es visitada por un matrimonio vecino que pretende comprarle sus tierras. Como ella no acepta, tratan de atemorizarla advirtiéndola de los males que sufren los niños que viven en la zona. Todos padecen enfermedades y son muchos los que han muerto en los últimos días. Llegan más lejos. Le cuentan la historia de un segador vestido de negro que anda por los contornos llamando a las puertas de las casas en que hay niños. Tras su visita, siempre nocturna, las criaturas enferman y mueren. Aquella misma noche, ya sola, suenan tres golpes en la puerta. La mujer, aterrorizada, coge al niño en sus brazos y grita y llora amargamente. En Doctor Death, de 3 a 5 se aborda el tema del tránsito de la vida a la muerte. La acción tiene lugar en la antesala desmantelada de la consulta del doctor Death, es decir, del doctor Muerte. Hasta ella llega una mujer enferma en busca de atenciones médicas. Informada de que nadie sale tras la visita al doctor, descubre con espanto que está a las puertas de la muerte. Se niega a aceptarlo, quiere creer que ha sido víctima de una pesadilla, se rebela, trata de escapar de aquel lugar y, cuando comprueba que es imposible, se resigna y, enhiesta, rígida, hierática, con la cabeza echada hacia atrás, cruza la puerta de la consulta pronunciando dos palabras: infinito y eternidad.

En el preámbulo incluido en la edición de la trilogía, Azorín rindió homenaje a Rainer-María Rilke con motivo de su reciente muerte. En las últimas líneas reconoce que Lo invisible58 es deudora de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, relato autobiográfico en el que el poeta bohemio describe su evolución espiritual y da sobradas muestras de cuánto le obsesionaba el tema de la muerte. En el prólogo escénico, una señora aborda al autor de la obra y a la actriz momentos antes de que se alce el telón. Les advierte de que no se puede jugar con cosas serias, de que los grandes misterios de la vida no pueden ser tratados a la ligera, porque resulta peligroso. Al concluir la breve escena de corte pirandeliano, la misteriosa y extravagante dama se cubre con la careta de una calavera. La muerte ha mostrado su rostro. No volverá a hacerlo. Tras hacer una gran reverencia, sale y la representación de La arañita en el espejo empieza inmediatamente.

¿Qué razones hay para que Lo invisible pueda ser considerada como una propuesta renovadora en el panorama del teatro español de los años veinte? Bastaría con una: su radical alejamiento de los planteamientos temáticos y formales del teatro al uso. Además de la reconocida influencia de Rilke, esta obra bebe en Maeterlink, como se ha puesto de manifiesto con tanta frecuencia, en concreto en su obra Interior. Pero también hay aspectos que le relacionan, de alguna manera, con el surrelismo francés, sin que tal afirmación modifique lo expresado más arriba en cuanto a la escasa vinculación de Azorín con ese movimiento vanguardista59.

Azorín introduce en los argumentos de las piezas que integran Lo invisible elementos misteriosos y siembra una relativa incertidumbre sobre lo que va a suceder. Relativa, porque el espectador sabe que la muerte, aunque invisible, aguarda a los personajes al final de la obra. Eso significa que no existe la incertidumbre suficiente para que el espectador se deje llevar por la emoción. Tampoco la proporciona el carácter simbólico que tienen los personajes, ni la sobriedad del lenguaje, muy medido y de una austeridad desconocida, entonces, en la escena española. Por eso se ha hablado, respecto al teatro de Azorín, de ausencia de tensión dramática y de conflicto y, en el caso concreto de Lo invisible, de cierta ingenuidad a la hora de plantear el tema de la muerte. Tales juicios, formulados hoy, cuando toda la literatura universal ha tratado en profundidad la cuestión, son injustos, porque no tienen en cuenta el momento en que escribía Azorín. Como también es injusto censurarle, sin más, que, en el aspecto formal, no fuera capaz de trasladar plenamente a los escenarios sus intuiciones dramáticas60. Si tenemos en cuenta el contexto en que se produjo la propuesta innovadora de Azorín, no cabe sino elogiar el entusiasmo con que asumió su papel. Si en su corta andadura teatral se observan titubeos es porque caminaba a tientas, sin otra luz que la que le llegaba, tenue, desde los escenarios extranjeros. Hechas estás matizaciones, que entiendo necesarias, veamos como fue acogida esta obra por sus contemporáneos.

Antes del estreno en la sala Rex, las piezas El segador y Doctor Death... habían sido representas en Santander por la compañía de Rosario Pino y La arañita en el espejo, en Barcelona. Ignoro que acogida tuvieron aquellas, pero de ésta sé que un crítico señaló su aire maeterlinckiano61 y «que fue del agrado del público, aún cuando una parte de éste quedó un poco desorientado»62. Un sector de la crítica madrileña, el que siempre había rechazado a Azorín como hombre de teatro, insistió en sus argumentos: ausencia de materia dramática, parlamentos prolijos y sin interés, torpeza para construir los diálogos y, como novedad, censuró que el tema fuera de lo más macabro, muy poco adecuado para personas temerosas ante el fenómeno de la muerte. El resto de la crítica, la que venía aplaudiendo la aventura teatral azoriniana, se mostró, en general, fría y prestó escaso apoyo, por no decir ninguno, a la causa del autor63. Todos elogiaron sin reservas la vocación vanguardista del nuevo grupo El Caracol, pero fueron más cautos a la hora de extender su entusiasmo a su primera producción. Hay que decir que una charla en torno al teatro moderno ofrecida por Azorín instantes antes de que se iniciara la representación resultó decepcionante por su vaguedad y escaso contenido analítico64. No creo que ello influyera en la opinión sobre el espectáculo. Me inclino a pensar que, para algunos, las posibilidades de que la renovación del teatro español llegara de la mano de Azorín empezaban a esfumarse. Se elogió la limpia expresión literaria mostrada por el autor y se apreció en Doctor Death, de 3 a 5, la pieza que mejor acogida tuvo, su hechura dramática y el soplo de misterio que contiene. Pero en ningún momento se entró a debatir sobre el pretendido carácter superrealista de la obra. Es más, se negó que la propuesta de Azorín contuviera algo novedoso. Juan G. Olmedilla apuntó que Lo invisible, de inesquivables reminiscencias maeterlinckianas, no ofrecía ninguna novedad65. Díez-Canedo, por su parte, respondía así a la pregunta ¿Teatro nuevo?: «No. Conténtese con ser teatro serio, fino, interesante»66.

En la siguiente obra estrenada, Angelita67, Azorín ahondó en un tema que le era muy querido, el del tiempo, del que ya se había ocupado en numerosas ocasiones. La protagonista vive preocupada por el transcurrir del tiempo. A veces quisiera retornar al pasado; otras abolir el tiempo para colocarse en el futuro. Al principio de la obra, dice: «¡Conocer lo futuro! ¡Saber de pronto lo que guarda para nosotros este momento de la vida que se inicia y que ha de tener en la sucesión del tiempo su desenvolvimiento!»68. Un desconocido que se hace llamar el Tiempo, hará posible que satisfaga su curiosidad. Le regala una sortija-talismán que le permitirá vencer el tiempo, hacer que no exista para ella. Girándola en el dedo, por cada vuelta, pasará un año, si bien el desconocido le advierte que no se acordará de nada de cuanto haya ocurrido, que se sentirá como si despertara de un sueño. Así sucederá cuando, avanzando dos años, se verá casada con un desconocido del que ha tenido un hijo que no reconoce como suyo.

En el prólogo a la obra, Azorín se refirió a la idea de tiempo y espacio que atormenta a los humanos, y a la angustia y obsesión que sienten ante el destino que les aguarda69. En otro lugar, respondiendo a las preguntas de un periodista, aludió, además, a la necesidad de combatir el realismo feroz e intransigente imperante con una nueva estética dramática que mostrase una realidad más sutil, más verdadera y más eterna70. Este deseo, manifestado en vísperas del estreno de Angelita en Monóvar, apenas se ve reflejado en la obra. En este auto sacramental -así lo calificó Azorín-, las aportaciones formalmente novedosas son escasas. Tampoco llevó a cabo aquél propósito, ya comentado, de establecer comunicación entre los actores y el público, quizás porque no se atreviera. A la hora de referirse a la estética de esta obra, unos hablaron de un curioso ejercicio dramático poéticamente bien aderezado y otros, menos generosos, de algo muy próximo al sainete.

Con Cervantes o la casa encantada, escrita en 1931 y no estrenada, concluye, a mi juicio, la corta aventura vanguardista de Azorín. En ella se ocupó de nuevo del tema del tiempo mediante la escenificación del delirio de un poeta enfermo. La acción se traslada al siglo XVII, a la casa de Cervantes, pero Azorín no sacó provecho de las posibilidades del argumento. Coincido con Juan Villegas en que «el caos, el desorden, las imágenes propias de los sueños y de los delirios, el lenguaje onírico y el orden asociativo no se evidencian», en que, «por el contrario, la acción es relativamente sistematizada y los diversos planos de la realidad -real y ficticia, pasado-presente- no crean mayor confusión»71.

Dos años después, en 1933, escribió Azorín Ifach, pieza que no estrenaría hasta 1942 bajo el título de Farsa docente y que ha merecido poca atención72. Con La guerrilla, estrenada en 1936, en vísperas del estallido de la Guerra Civil, concluyó la actividad de Azorín como autor dramático73. El tema era poco original: una historia de amor entre un oficial francés y una española en el marco de la guerra de la Independencia. Por otra parte, aunque sólo habían pasado seis años desde que escribiera Angelita, nada queda en esta obra postrera de sus inquietudes vanguardistas. Como prueba, estas palabras del crítico de ABC: «Huye de las antiguas modalidades de teatro cultivadas por el autor hasta aquí, para encajar perfectamente en las formas tradicionales de nuestro teatro: diálogo y acción lo más cercanos a la realidad de la vida, sin refinamientos metafísicos, ni abusos de símbolo; teatro de interés y de anécdota, no teatro de ideas ni lucubraciones, teatro de pasión y de drama, en algunos casos, demasiado teatro». El crítico se refería al abuso «de los viejos resortes del oficio teatral buscando la emoción del público», lo que consiguió en el primer acto, pero no en los siguientes, que fueron acogidos con tibieza74.

Triste final para un autor que quiso modificar el rumbo del teatro español, sin lograrlo. Emprendió su aventura en solitario, como otros dramaturgos de su tiempo, sin llegar a puerto alguno. ¿Esfuerzo inútil el suyo? No lo creo. Como tampoco lo fueron los de Unamuno, Jacinto Grau, Ramón Gómez de la Serna, Valle-Inclán o García Lorca. Si el tiempo ha hecho tardía justicia a unos y ha empujado a otros al olvido, es cuestión a la que ellos son ajenos. Asumieron su compromiso hasta dónde pudieron. Para quiénes creemos en la necesidad de las vanguardias como suministradoras de savia nueva que evita el anquilosamiento del arte y de las letras, eso basta. Hay que aceptar que Azorín, como dramaturgo, fue un fracaso. Sus ideas no triunfaron cuando hubiera sido necesario, ni encontraron seguidores. Pero dejaron huellas que otros, conscientemente o no, han pisado luego. No deja de ser curioso que algunas de las propuestas que defendió se hayan impuesto más adelante en los escenarios. No insinúo que su implantación se deba a su influencia. Lo que quiero destacar es que no debían ser tan disparatadas cuando han sido asumidas sin sobresaltos hasta por el teatro más conservador. Un paseo por el teatro español de las últimas décadas nos trae a la memoria, con alguna frecuencia, el nombre de Azorín. Así, al acercarnos al absurdo del primer Fernando Arrabal, el de El triciclo; o al recrearnos con el eficaz manejo del tiempo por parte de Buero Vallejo en obras como Madrugada o El tragaluz y de Alfonso Sastre en El cuervo o en Ana Kleiber; si de la muerte se trata, la que Alejandro Casona muestra en La dama del alba se parece bastante a la que aparece en el prólogo escénico de Lo invisible. Hurgando en mi propio teatro, he encontrado, o así me lo parece, alguna curiosa coincidencia entre la trilogía azoriniana y algunas de las obras breves que se incluyen en mis Tiempos muertos. Tales coincidencias, aunque casuales, avalan la validez de algunos de los planteamientos que, en su momento, formuló Azorín. En 1968, un año después de la muerte del escritor, Torrente Ballester escribió lo siguiente: «A la vista de varios fenómenos de la literatura contemporánea, uno no tiene más remedio que recordar a Azorín y, al recordarlo, añadir: "¿pero esto, algo como esto, y algo muchas veces mejor que esto, ya lo intentó, ya lo realizó Azorín entre 1920 y 1930"»75. Tal vez sea exagerada la afirmación de Torrente, pero de lo que no cabe duda es de que Domingo Pérez Minik tenía mucha razón cuando habló de que, la de Azorín, es una herencia aprovechable76.





 
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