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En busca del hueso perdido

Tratado de Paraguayología

Helio Vera



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A mi comadre Teresa, por todo.




ArribaAbajoPrólogo

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Confieso que mi conocimiento de Helio Vera no pasa de ciertos episodios espasmódicos que me tironean de nuestro toedium vitae a intempestivos chubascos de ingenio y de luz, como cuando me propinó su impagable y primerizo cuento de ANGOLA. Y ahora -desde la más pura estirpe del SATIRICÓN-, una obra de mayor aliento, si cabe el término; en que el aguijón malevolente y jaranero de las tiradas de Helio se ceba en lo sacrosanto de aquella «paraguayidad» tan trajinada por una ideología todavía en boga cuando él tuvo a bien sentarse a discutir sobre las tumefacciones de nuestras más recurrentes falsedades y, acaso por ello mismo, de nuestra más acendrada identidad.

También confieso que alguna vez me sacaron de quicio sus sesgos zumbones cuando más apropiados parecían los truenos de Jeremías ante el cuadro desolador de la así llamada cultura paraguaya. Aunque, ya repuesto de sus aspersiones cáusticas, recordaba aquella otra sátira implacable de León Cadogan -fuente inagotable de todas nuestras epopeyas-, o en otro plano, la elaborada y barroca en su conceptismo, de uno de nuestros más geniales autoexiliados: Juan Santiago Dávalos. Helio es pariente de ambos, en cuanto esgrime la ironía como método para remover con escalpelo de cirujano los tejidos adiposos que encubren las tumoraciones profundas. Pero les lleva en ventaja proceder de esa extraña atmósfera de los círculos guaireños en que el humanismo más empinado arrastra la polvareda del entorno rural, como en las impagables alegóricas de otro vecino de Helio, Carlos Martínez Gamba, tan díscolo como él, y como él ahincado en encarnizado amor al terruño. Porque ambos, entiendo, alcanzan proyección universal en cuanto se remiten a lo cotidiano del mundillo guaireño lanzado a escala de paradigmas que arrojan inusitada luz sobre un campo más confuso -por lo ideologizado- de la «paraguayología», feliz neologismo que a la vez   —8→   pone en solfa todos los alardeos pedantescos de aproximación a escala platónica.

Porque de eso se trata, en su impagable estilo de escribir a dos manos: por una, una festiva e interminable sátira demoledora de cuanto lugar común nos queda en tantos años de acumular enjambres de mitos y de inflarlos como globos cautivos a la venta en nuestras ferias y academias.

Por otra, un discurrir a ritmo de peatón curioso -pero siempre alerta y crítico- por los atajos y callejones de la cultura paraguaya, entendida ya aquí en su sesgo antropológico, como formas de vida que se afirman en un grupo humano y desafían los embates del cambio. Es precisamente a este nivel del «ensayo» -otra palabra que divierte a nuestro autor- en que se afirma el texto en un mensaje que trasciende la broma y nos aproxima a una realidad bastante persuasiva por lo concreta y coherente.

Ni tan apologeta, como Manuel Domínguez, ni tan negador, como Cecilio Báez -en algún trabajo de hace tiempo asimilaba a aquellos y a su generación con los «Hijos del trueno», por su tremendismo-. En Helio se da una extraña contemplación estética del tema-objeto; más hacia la vena de un Cervantes, con irremediable amor y amplitud de miras.

¿Que su ensayo ofrece flancos desguarnecidos a los mandobles que podrá recibir? -Con paraguayísima sagacidad, él se acoge ya de antemano al Recurso del método, donde nos convida en un rondó caprichoso a la fiesta, con abundancia entrecomillada de citas sobre el alcance y rigor del género por él cultivado. Extraña ironía de quien, en largas entregas periodísticas, hacía mofa de los que acuñan epítetos para lo «paraguayo»; y ahora, por fuerza de su genio -no de su ingenio-, aporta la más redonda aproximación al hombre paraguayo que en sus anteriores artículos parecía cuestionar, un poco en la mira de un humanismo universal.

Si mi prólogo tiene el mérito cuando menos de remitir al lector al libro que ahora sale a luz, ya tendría suficiente justificación. En cuanto a mí, prometo ser su primer y asiduo consumidor, individual y   —9→   grupal. (A nuestro estilo pirata, en la Universidad, hace tiempo que su Ensayo sobre la paraguayología figura en mis catálogos bibliográficos, por arte de las impúdicas fotocopias).

Ramiro Domínguez

Asunción, 14 de marzo de 1990



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ArribaAbajoIntroducción del autor

Muchos lúcidos ensayistas escriben para enseñar. Otros, para ordenar sus pensamientos sobre temas que los intrigan o confunden. Un compatriota -Eligio Ayala- dijo haber escrito un libro con el humilde objeto de aprender. Bajo todos estos fundamentos sospecho un motivo común: la tentación de derrotar a la muerte mediante la anhelada gloria de la letra impresa que, imaginaria o realmente, supervivirá a su autor.

Declaro haber comenzado este ensayo con una preocupación más trivial, que poco tiene que ver con la inmortalidad y sí con un objetivo bien efímero: divertirme. Por eso desautorizo al lector que busque el elevado signo de la sabiduría, de la penetración científica o de la solidez pedagógica en las desordenadas páginas que siguen a continuación.

Rehúso pontificar, y dictar cátedra sobre nada. Me limitaré a recoger observaciones mías y ajenas, en un contubernio caótico que podría causar un patatús a un científico de pelo en pecho. Quien tenga el coraje de llegar hasta el final advertirá que sólo traté de reunir elementos de juicio para que todos podamos divertirnos. Para que ahuyentemos brevemente a la argelería, ese rasgo del carácter que, según algunos detractores, forma parte ostensible de la psicología colectiva paraguaya.

Este libro requiere de algunas explicaciones. Comencemos por el título, que podría sugerir falsamente que me estoy aventurando en la paleontología. Pero no es así. El doctor Rengger cuenta que cierta vez el Dictador Francia le pidió que hiciese la autopsia de un paraguayo. Debía haber, en algún sitio todavía no descubierto, un hueso de más. Allí estaría la explicación de por qué el paraguayo no habla recio y no mira de frente cuando está ante otra persona. Esta anécdota explica el título de la obra. La preocupación por encontrar el hueso escondido preside esta obra. En el título, el lector culto adivinará además, y no   —12→   estará equivocado, un parafraseo -forma elegante del plagio- de la voluminosa obra de Proust, la cual, para escándalo de teoretas y sabihondos, sigue sin poderme conmover.

Otra explicación. Este libro fue escrito durante una época de la que prefiero no acordarme. Fue pensado, escrito y entregado a un concurso de ensayos durante el Gobierno del intrépido cadete de Boquerón, quien, según sus entusiastas biógrafos, remangó -él solo-al enemigo hasta la cordillera de los Andes. Suerte que lo hayan frenado, que si no, llegaba hasta el Amazonas. La época en la que el ensayo fue parido explica, como lo notará quien lo lea, muchas de las cosas que en él se dicen, así como la manera en que se dicen.

Es imprescindible otro detalle. El texto original, ganador del premio, sufrió severas modificaciones. No es lo mismo escribir para un jurado que escribir para el público. Por eso me vi obligado a agregarle notas y capítulos y transformar profundamente su estructura. La obra engordó escandalosamente, como un dirigente político catapultado a un opulento cargo público.

Y ahora hablemos brevemente del objetivo de este texto: reflexionar irresponsablemente, para mi exclusivo solaz, sobre el tema de la identidad nacional. La primera pregunta sería eso mismo: ¿Existe la identidad cultural paraguaya? El paraguayo cree que sí. Algunas expresiones del imaginario colectivo local insisten en ello: Paraguay ndoguevíri (el paraguayo no retrocede); paraguay ndokuarúiva ha'eño (el paraguayo no micciona sólo); «más paraguayo que la mandioca»; «el alma de la raza»; «el mejor soldado del mundo»; paraguayo ikasõ petei ha ikuña mokõi (el paraguayo tiene un sólo pantalón y dos mujeres), etcétera. Es decir, ciertos rasgos nos diferenciarían de los demás pueblos del mundo y nos autorizarían a postular un objeto de análisis: «La paraguayidad» o, más simplemente, «la identidad nacional».

Se han dicho ya tantas tonterías sobre la identidad nacional que ésta, que suscribo, no tendría siquiera el mérito de la novedad. Será, a lo sumo, una más. Pero no desdeñemos a la tontería. Ortega se preguntaba por qué nunca se había escrito un ensayo sobre ella. Creo   —13→   que el maestro no estaba bien informado. Buena parte de lo que se ha escrito en la historia del pensamiento debe ser clasificado, sin pudor, como tontería. Ella, sobre todo en su forma radical -la estupidez-, llena inmensas bibliotecas y ha producido acontecimientos descollantes en el itinerario del género humano. Ha sobrevivido -como lo prueba Tabori en su venenosa Historia de la Estupidez Humana- a millones de impactos directos. Ninguno ha logrado marchitar su lozanía ni su capacidad de producir hechos retumbantes.

No cualquiera, por más que lo intente, logra ser estúpido en serio.

Ello exige esfuerzo, fe, dedicación, coraje disciplina, sistema y metodología. Políticos eminentes, científicos de alto coturno, artistas encumbrados han fracasado por vacilar en el último segundo. Muchas obras no lo logran, a pesar de intentarlo con toda seriedad. Temo que ésta, que pongo en manos del lector, pese a sus buenas intenciones en ese sentido, no haya logrado alcanzar la privilegiada meta de la estupidez.

Si el lector juzga que no he llegado al podio, le ruego acepte mis humildes excusas. Me servirá de consuelo el lema de las Olimpiadas: lo importante es competir. Quedaré decepcionado mas no humillado. Sólo rogaré que la acepte como una modesta pero sincera aunque fallida contribución al vyroreí (la tontería), quehacer al que los paraguayos consagramos tiempo, talento y constancia, y que todavía no ha recibido el homenaje que se merece.

Asunción, diciembre de 1989





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ArribaAbajo- I -

En donde se habla de las escuálidas pretensiones de este ensayo y se describe el esfuerzo realizado en su perpetración


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El objetivo confeso de este ensayo es perpetrar un módico y audaz tratado de paraguayología. Ciencia inexistente, impugnarán airadamente los escépticos profesionales, eternos negadores de las glorias patrias, mercenarios contumaces al servicio del oro extranjero. Ciencia que declaro fundada en este mismo acto, replico yo. Fundada al único efecto de contribuir a la exploración de un territorio apasionante, poco o mal conocido, pero que ha intrigado a encumbrados talentos de todas las épocas, desde San Ignacio de Loyola hasta Graham Green, desde Voltaire hasta Carlyle.

Alivia descubrir que estamos aquí ante el desafío de escribir un ensayo y no una monografía científica. El ensayo permite concesiones y libertades que serían repudiadas en una monografía. Podríamos decir que el género cobija, maternalmente, a la improvisación. Y también a la renuencia al rigorismo y a la escualidez metodológica. El que estoy comenzando rehúsa, por eso, enmarcarse dentro de ninguna disciplina: ni Antropología Social ni Sociología ni Psicología Social ni Sicología ni Ecología Social. Este ensayo las contiene a todas y a ninguna en particular.

El origen histórico del género puede aclarar cualquier equívoco a quienes se sientan asaltados por la curiosidad o la duda. Se sabe que lo inventó el barón de Montaigne en el siglo XVI para asentar sus ocurrencias más diversas sobre simples incidentes de la vida cotidiana. Lo hacía con expresa exclusión de método alguno y bajo el signo de la duda, motor fundamental del pensamiento. Su insistente pregunta: ¿Que sais je? (¿Qué sé yo?) y sus preocupaciones sobre el arte de vivir lo convirtieron en uno de los más notables abogados del escepticismo.

Escribir un ensayo permite pues, discurrir alegremente, con tenaz irresponsabilidad, sobre cualquier tópico elegido al azar. Se trata de   —18→   una ventaja indudable porque evita la navegación en alta mar al modo de las grandes aventuras del intelecto. Sólo promete al lector un manso viaje fluvial en la lenta estructura de una jangada o de un cachiveo. Itinerario sin sobresaltos, apacible y seguro, con la siempre amigable cercanía de la tierra, pródiga en promesas de techo, pan y abrigo.


ArribaAbajoUna definición autorizada

La misma definición de «ensayo» nos exime de mayores titubeos. Según el servicial Diccionario de Literatura Española, de la Revista de Occidente, es nada más -y nada menos- que la siguiente:

«Escrito que trata de un tema, por lo general brevemente, sin pretensión de agotarlo ni de aducir en su integridad las fuentes y las justificaciones. El ensayo es la ciencia, menos la prueba explícita, ha dicho Ortega..., tiene una aplicación insustituible como instrumento intelectual de urgencia para anticipar verdades cuya formulación rigurosamente científica no es posible de momento por razones personales o históricas: con fines de orientación e incitación para señalar un tema importante que podría ser explorado en detalle por otros y para estudiar cuestiones marginales y limitadas fuera del torso general de una disciplina»1

. El comentario que antecede lleva la firma de Julián Marías, cuya autoridad hace ociosas más explicaciones. Es suficiente para otorgar una coartada favorable a este trabajo. La paraguayología, como ciencia de reciente creación -tiene apenas un par de páginas de existencia-, no podría ser abordada de otro modo que mediante un ensayo.




ArribaAbajoLa desconfianza de Gog

Estoy, desde luego, eximido de acudir al socorro que pueda prestar la ciencia. No está de más aclararlo. Dejémosla a la gente docta que ha comenzado a invadir nuestro país como los hongos después de la lluvia. A ella se debe el fanático esfuerzo por imponer en nuestra   —19→   patria esa superstición que creíamos un castigo divino reservado a otras latitudes. Esta cruzada indeseable expone a nuestro pueblo a los rigores de una pavorosa contaminación, de imprevisibles consecuencias.

Todo el mundo sabe que el prestigio de la ciencia se ha visto deteriorado en el siglo XX. Se ha comprobado que sus conclusiones no son tan inexpugnables como se pensaba y que en su nombre se han cometido muchas aberraciones. Está agotado el ingenuo optimismo del movimiento positivista del siglo XIX, que se empeñó en convertirla en poco menos que un objeto de culto. Grave e irreparable error que condujo a la realización de no pocas tonterías. Unamuno desautorizaba con desdén a los sacerdotes de la verdad científica con estas punzantes palabras: «Créame, señor, que por terribles que sean las ortodoxias religiosas son mucho más terribles las ortodoxias científicas»2.

Son cada vez más quienes la miran con creciente desconfianza. Giovanni Papini, por ejemplo, nos advierte contra ella en su penetrante Gog, invitándonos a acercarnos a su territorio con numerosas y acentuadas prevenciones. En uno de los relatos de esta obra, su personaje realiza una visita al célebre Thomas Alva Edison, prócer norteamericano de los inventores. El sabio, ya anciano, se despacha en una virulenta invectiva contra la ciencia, que el atribulado Gog escucha estupefacto. Al despedirse, no deja de rogarle hipócritamente: «No cuente usted a nadie que Edison en persona le ha confirmado la bancarrota de la ciencia»3.




ArribaAbajoNo romper los sellos celestes

La ciencia, desde luego, no es cosa que deba ser puesta en manos de cualquiera. Abrazada sin tino, puede destruir irreparablemente cerebros limpios de malicia, vírgenes de angustias existenciales, sumergidos como están en esa brutalidad primitiva tan admirada por Rousseau y Montaigne. Sus propietarios, hoscos y primitivos individuos -aunque se cubran la cabeza con una chistera-, son los últimos reductos de la pureza primigenia del Jardín del Edén. Libres, por consiguiente, de las miserias morales de la civilización. Paradigmas de   —20→   la bestialidad químicamente pura y merecedores, por eso, de la protección generosa de los organismos internacionales, de las universidades, de las fundaciones, de los filántropos aburridos y de las actrices veteranas.

«Además -como advertía el gran Roger Bacon- no siempre los secretos de la ciencia deben estar al alcance de todos, porque algunos podrían utilizarlos para cosas malas. A menudo el sabio debe hacer que pasen por mágicos libros que en absoluto lo son, que sólo contienen ciencia, para protegerlos de miradas indiscretas»4.

Estas cosas estaban muy claras en la Edad Media. La sabiduría era cosa de los sabios, quienes por nada del mundo la transmitían a nadie. Pero vino la Revolución Francesa y convirtió en religión la tontería de que todos somos iguales y con derecho a penetrar en el palacio de la sabiduría, cuyo puente levadizo jamás estuvo antes habilitado «para todo público».

Además, la gente común merece la protección de los genuinos sabios, quienes deben clausurarle el acceso a los grandes problemas del conocimiento humano. Son incontables los casos de estrés, de histerismo, de neurosis y de angustia existencial que fueron provocados por una malsana y repentina curiosidad intelectual. «Porque a veces es bueno que los secretos sigan protegidos por discursos oscuros...» Dice Aristóteles en el libro de los secretos que «cuando se comunican demasiados arcanos de la naturaleza y del arte se rompe un sello celeste, y que ello puede ser causa de no pocos males»5.




ArribaAbajoEl fetichismo del método

Un atributo indispensable de la ciencia -que la caracteriza fielmente, distinguiéndola de cualquier otro tipo de conocimiento- es el método. Objetivo de la metodología es acumular, con ansiedad de avaro, el arsenal de pruebas con el que se otorgará a una tesis la respetada facha de la seriedad. Las pruebas son la pesadilla de todos los que incursionan en las ramas del frondoso árbol de la ciencia. Hacer ciencia es probar. Lo importante es que la probanza haya sido realizada   —21→   con un método insospechable. La verdad a que se llegue importa menos que el camino para alcanzarla haya sido recorrido con un método correcto.

La verdad lograda será siempre provisional y susceptible de ser revisada más adelante. Pero el método no debe acusar ninguna debilidad: o es científico o no lo es. No habrá retórica capaz de disfrazar carencias profundas en este aspecto. Convoquemos al filósofo inglés Karl Popper a participar de esta discusión. Para él, la verdad no se descubre; se inventa. Sólo tendrá vigencia hasta que sea substituida -«falseada», dice explícitamente- por otra verdad. «Falsear» no es desnaturalizar a la verdad; en el vocabulario de Popper, significa substituirla por otra verdad. Hasta que se produzca la irrupción de una nueva teoría que desplace a la anterior, esta será todopoderosa.




ArribaAbajoLa verdad bajo sospecha

No hay verdad que esté segura para siempre. Estará siempre bajo sospecha, pasible de ser cuestionada. Tarde o temprano alguien podrá impugnarla radicalmente. Ahora bien, la libertad para ejercer esa impugnación -el derecho a la crítica- es fundamental para que se produzca el progreso humano. Sin esa libertad -«sin la libertad de falsear»- el conocimiento se estancará irremediablemente. La facultad de ejercer la crítica es inseparable de la posibilidad de progresar indefinidamente, meta suprema de la civilización occidental.

Vargas Llosa, comentando a Popper, nos dice que «si la verdad, si todas las verdades no están sujetas al examen del juicio y el error, y si no existe una libertad que permita a los hombres cuestionar y compulsar la validez de todas las teorías que pretenden dar respuesta a los problemas que enfrenten, la mecánica del conocimiento se ve trabada y este puede ser pervertido. Entonces, en lugar de verdades racionales, se entronizan mitos, actos de fe, magia. El reino de lo irracional, del dogma y el tabú, recobra sus fueros, como antaño, cuando el hombre no era todavía un individuo racional y libre, sino ente gregario y esclavo, apenas una parte de la tribu»6.   —22→  

La presunción de tener la verdad al alcance de la mano irrevocablemente es, con seguridad, una de las petulancias más estrepitosas de la humanidad. Esa presunción ha desatado las atrocidades colectivas más impresionantes de la historia del hombre sobre la tierra. No hay nadie más peligroso que quien cree estar en posesión de la verdad y la ha inscripto, bajo su nombre, en el Registro General de la Propiedad.

Poncio Pilatos, inseguro de lo que estaba haciendo bajo la intolerable presión del populacho, preguntó angustiado a Jesús: «¿Qué es la verdad?». Sólo tuvo el silencio por toda respuesta. Dicen que el peso de aquella interrogación lo sumió en una depresión tan profunda de la que sólo pudo salir mediante el suicidio. Pilatos era un romano. Tenía, seguramente, formación filosófica. Por eso dudaba.




ArribaAbajoPensar enferma; no olvide vacunarse

Oscar Wilde, un incorregible irlandés heterodoxo que cultivó el ostensible oficio de escandalizar a la sociedad victoriana, dividía los libros en tres categorías. La primera está formada por los libros que hay que leer; la segunda, por los hay que releer. Y la tercera, por los que no hay que leer nunca que son, seguramente, la gran mayoría. Entre estos últimos se encuentran «todos los libros de argumentación y todos aquellos en que se intenta probar algo»7.

Este ensayo tiene como finalidad última la de convertirse en un libro. Por eso huye de la argumentación como de la peste. Es la única posibilidad que tiene de aproximarse, siquiera a razonable distancia, a la primera de las tres categorías enunciadas por Wilde. Es decir, a la privilegiada nómina de los libros que hay que leer. Si el resultado es negativo, será porque habré desatendido tan atinados consejos.

Ni siquiera me propongo arrojar reflexiones al aire para que alguien las recoja y se ponga a cavilar sobre ellas. El mismo Wilde es muy claro en ello. Promover el pensamiento es una aberración, y no seré yo quien la cometa. Sigo en esto la recomendación del autor: «Pensar es la cosa más malsana que hay en el mundo, y la gente   —23→   muere de ello como de cualquier enfermedad. Por fortuna, al menos en Inglaterra el pensamiento no es contagioso. Debemos a nuestra estupidez nacional el ser un pueblo físicamente magnífico... Incluso los que son incapaces de aprender se han dedicado a la enseñanza»8. Esta actitud ha dejado escuela. Hoy se dice con facundia: el que sabe, sabe; el que no sabe, profesor.




ArribaAbajoPedagogía contundente

Esta epidemia -Alá es misericordioso- no ha llegado aún a nuestras tierras. No es, todavía, un problema para la salud pública. Pensar es una actividad insalubre y tan contagiosa como el virus más activo. Se conoce que puede deparar serias dificultades al normal desenvolvimiento de la sociedad. Por suerte, la terapéutica universal ha desarrollado, con infinitas variaciones, una solución eficaz: el «palo de amasar ideologías» de que nos hablaba Mafalda, habitante de cierta historieta que se parece demasiado a la historia.

El garrote, instrumento pedagógico por excelencia, aporta sus contundentes argumentos para desalentar a quienes quieren difundir el malsano hábito que hemos objetado anteriormente. Para que logre su noble objetivo, debe ser dirigido directamente a la cabeza, depósito de los sentimientos, asiento de las ideas, albergue del espíritu. Convenientemente ablandada con esta esforzada labor docente, la cabeza quedará habilitada para recibir influencias más benéficas. Así podrá cumplir su misión altruista al servicio de la comunidad.

En la matemática gradación de las influencias de las barajas del truco, el as de bastos -símbolo del garrote- es el segundo en importancia. Sólo cede en fuerza al as de espadas, lo cual es comprensible. Pero, como medio de persuasión, el garrote tiene un poder infinitamente superior al de la mejor campaña publicitaria de la Thompson & Williams. Ya lo explicó un descollante diputado -el doctor Vera Valenzano- hace muy poco tiempo: «Antes ganábamos las asambleas estudiantiles a garrotazos; después ya no hubo falta».

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Como ciencia en formación, la paraguayología requerirá de la cooperación de este antiguo material pedagógico para asegurar la adhesión colectiva. Acepto que, hasta este exacto instante, la paraguayología carece de leales y ruidosos profetas que la proclamen como una insobornable verdad; hombres barbados y fanáticos que ahoguen bajo su inmenso clamor las dudas de agnósticos, herejes, linyeras, heterodoxos, escépticos, vagos, badulaques y mequetrefes; hombres poseídos de la febril devoción a tan elevada idea y que sepan emplear, con piadoso e imparcial rigor, la persuasión material.

No será la primera ciencia en emplear métodos tan seguros como éste. En el vecino Brasil alcanzó casi el papel de religión del Estado a fines del siglo XIX, cuando los militares la abrazaron masivamente. En la Unión Soviética, ciertos investigadores en Biología que transitaron por senderos ajenos a la sagrada dialéctica, lo pagaron muy caro. Como no coincidieron con la Biología oficial, cuyo archimandrita era un tal doctor Michurín, fueron condenados a recorrer al trote toda la línea ferroviaria del interminable Transiberiano, hasta la gélida Vladivostok.




ArribaAbajoEn los dominios de la semiciencia

En el mejor de los casos, tendríamos que refugiarnos bajo la sombra amigable de la semiciencia, pariente pobre de la ciencia -lo admito apresuradamente- pero pariente al fin. Este ensayo constituiría así una especie de ejercicio intelectual dentro de esa disciplina poco ortodoxa. Territorio brumoso que se encuentra en las orillas de la ciencia pero dentro del cual, desde Pitágoras en adelante, se han realizado notables contribuciones al enriquecimiento del espíritu.

Como en toda semiciencia que se respete, encontraremos aquí un poco de todo, como en las boticas de antes. La Biología se sentará al lado de la Astrología; la Rabdomancia se paseará del brazo de la Química; la Cartomancia departirá cortésmente con la Física; la Quiromancia tomará el té con las Matemáticas. Estos contubernios deberán ser aceptados no sólo como inevitables, sino además como   —25→   inocultablemente lógicos a la luz del género dentro del cual nos estamos moviendo.

Permaneceremos pues, dentro de los dominios de la semiciencia, una especie de ciencia de medio pelo. Acepto que aquella no goza de muchas simpatías en los cerrados círculos del intelecto. Pero la intrepidez, virtud capital de este ensayo, provee de fuerzas suficientes para hacer caso omiso de las diatribas que pudiesen brotar, inspiradas, con toda seguridad, por fines inconfesables.

La semiciencia no goza de mucha comprensión. Para Unamuno, por ejemplo, la semiciencia, «que no es sino una semignorancia, es la que ha creado el cientificismo. Los cientificistas -no hay que confundirlos con los científicos, lo repito una vez más- apenas sospechan el mar de desconocido que se extiende por todas partes en torno al islote de la ciencia, y no sospechan que a medida que ascendemos por la montaña que corona al islote, ese mar crece y se ensancha a nuestros ojos, que por cada problema resuelto surgen veinte problemas por resolver y que, en fin, como dijo brevemente Leopardi:


«...todo es igual y descubriendo
solo la nada crece»9




ArribaAbajoEl esfuerzo de Julio Correa

Debo hacer aun más aclaraciones. No pretendo invocar el esfuerzo realizado para cometer esta obra como su mejor justificación, vanidad o coartada de muchos autores. Se afanan también el ladrón de gallinas, el cuatrero, el «gigolo», el coimero, el vendedor de influencias, el demagogo, el estafador. Pero nadie en su sano juicio pensaría en colgarles del cuello la condecoración de la Orden Nacional del Mérito.

Acerca del esfuerzo como elemento de legitimación de una tarea, es oportuno relatar seguidamente una inolvidable anécdota que se atribuye a Julio Correa. Para quienes no recuerden su nombre, diré simplemente que se le debe la creación de la Escuela Municipal de   —26→   Arte Escénico, institución de la que salieron las figuras más conocidas del teatro paraguayo.

Escuchaba Correa, con visible e indisimulada displicencia, los comentarios elogiosos que se hacían sobre una obra de teatro que se acababa de estrenar. Cada nuevo argumento era recibido con un silencioso gesto impugnador: un significativo meneo de cabeza. Finalmente, como suprema razón, alguien dijo que la puesta en escena merecía el aplauso porque había requerido de un considerable esfuerzo.

Correa, impaciente, no se contuvo más. Con un guaraní sonoro y directo, que trataré de suavizar en su versión castellana, replicó con estas palabras:

-Mirá, Fulano, yo voy al retrete todos los días. Y cada vez hago allí un considerable esfuerzo. ¿Y que creés que sale de todo eso...?




ArribaAbajoSe confirma una sospecha

Debo aclarar, tras todas las salvedades anteriores, que no es mi propósito buscar la difusión ni el tonto entusiasmo de las multitudes. Sería, desde luego, muy difícil, ya que la lectura no es, por suerte, una de las pasiones privadas más notorias de los paraguayos. Por consiguiente, si el resultado alcanza alguna efímera popularidad o es rozado por el escándalo, es porque algo habrá salido mal. Seré el primer sorprendido, ya que tengo justificadas prevenciones contra muchas de las cosas que están contenidas en estas páginas. Esa circunstancia me impondrá la penosa confirmación de una sospecha que he venido alimentando desde hace varios años: el analfabetismo seguiría ejerciendo su negra influencia en el Paraguay, a despecho de famélicos maestros y de gordas estadísticas.

Hechas todas estas aclaraciones y justificaciones, espero la benevolencia del lector hacia la paciente y religiosa compilación que tiene lugar en estas páginas. Y también con el compilador que asienta en silencio sus dubitativas reflexiones en este torturado texto. Sólo espero que la palabra «ensayo», con cuya definición comienza esta obra, desaliente al lector de buscar aquello que esta no pretende ofrecer. Sólo   —27→   hallará aquí intuiciones. Verdades provisorias. Sugerencias. La ciencia menos la prueba. Carencia de metodología. Rechazo de toda disciplina científica conocida. Material precario y frágil. No más. Pero que, tal vez, ambiciona sustentar construcciones más elevadas y seguras.

¿Cómo escandalizarse entonces ante estas páginas cometidas con tan dignas justificaciones y antecedentes? Lo peor que podría ocurrirles es que vayan a parar en el hospitalario y fraterno cesto de basura. O, mejor aún, en la pira expiatoria, como la que levantaron el cura y el barbero para convertir en cenizas todas las obras disparatadas que enloquecieron a Don Quijote y que lo llevaron a cometer tantas tonterías. El fuego -ya lo sabían los antiguos- tiene un decoroso sentido de purificación, a veces indispensable para expurgar el orden cósmico de pecados y tilinguerías.





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ArribaAbajo- II -

Donde el doctor Francia busca un hueso sin encontrarlo


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¿Existe el paraguayo, categoría abstracta invocada como objeto de este ensayo? No tengo inconveniente en aceptar que tal categoría es desconocida sobre este inundo. Sólo existe dentro del territorio de este ensayo. Hablo apenas del habitante efímero de estas páginas urdidas apresuradamente. En realidad, hay muchas clases de paraguayos. Hay paraguayos del campo y de la ciudad. Hay paraguayos «gente» y paraguayos koygua (campesino oculto). Hay paraguayos «arrieros» y paraguayos «conchavados». Hay paraguayos «valle» y paraguayos «loma», como propone la tipología de Ramiro Domínguez. Hay paraguayos de origen europeo y paraguayos mestizos, en cuya sangre duermen antiguos genes nativos. Y también, paraguayos indígenas: Chamacoco, Mbya Apyteré, Nivakle, Toba, Sanapaná, Moro y de varias otras parcialidades. Hay paraguayos de tipos de sangre A, B, C y quién sabe de cuántos otros.

Hay paraguayos blancos, albinos, rubios, trigueños, morenos, overos y amarillos. Este último color proviene algunas veces de la ictericia. O, lo que es más común, cuando una persona nacida en algún remoto y laborioso país oriental ha sido fraternalmente munida -previo pago de una generosa cantidad de dolares, off course- de una irreprochable documentación. Estos papeles convierten al oriental en más paraguayo que el montonero José Gill, que el alférez Ñandua o que Jacaré Valija. Esta mágica transmutación ha tenido entusiastas y destacados propulsores, uno de los cuales adquirió, no sé por qué oculto motivo, la denominación de «el hombre de los seis millones de dólares». Malevolencia de la gente, que no sabe apreciar en esta clase de acciones la pura caridad cristiana, el eco de la milenaria doctrina del maestro de Asís, el gesto solidario de los traperos de Emaús.

Por último, como es muy notorio, hay paraguayos de primera y de segunda categorías. Para distinguir a los primeros no hace falta leer un tratado de antropometría sino verificar el contenido de una   —32→   credencial de forma rectangular. Sus poseedores tienen acceso al piso superior de la república. Allí se adquiere el privilegio del consumo racionado de vaca'i en las multitudinarias concentraciones cívicas; el derecho a lanzar al aire el pipu de reglamento al escucharse la polca «número 1», seguida invariablemente de la «número 2»; conchavo seguro y abuso libre en la función pública, además de otras minucias. Los segundos deben contentarse con la planta baja, recinto generalmente húmedo, expuesto a los fríos vientos antárticos y a los agobiantes soplos del Norte cuando no al incómodo y oscuro subsuelo en inacabable plática con arañas, lauchas y cucarachas.


ArribaAbajoEl «tipo ideal»

Ahora bien, si existen tantas variables, ¿por qué, en nombre de qué, hablamos entonces del paraguayo? Podría despistar a los curiosos refugiándome en la metodología de Max Weber, con su interesante esquema del «tipo ideal». Esta categoría resume, en un supremo acto de abstracción teórica, los elementos más notorios de un grupo humano en una época determinada.

«Se obtiene un ideal-tipo -dice Weber- al acentuar unilateralmente uno o varios puntos de vista y encadenar una multitud de fenómenos aislados, difusos y discretos, que se encuentran en grande o pequeño número y que se ordenan según los precedentes puntos de vista elegidos unilateralmente para formar un cuadro de pensamiento homogéneo»10.

Se supone que el tipo-ideal es construido por el investigador como un instrumento de trabajo. Se trata, obviamente de un acto arbitrario: el de aislar un segmento de la realidad a partir de ciertos puntos de vista, eligiendo algunos aspectos que consideramos jerárquicamente más relevantes que otros para elaborar un modelo. En él brillarán los rasgos más significativos de ese segmento elegido. Los criterios pueden ser muy variados: desde los niveles de ingreso hasta los grupos etarios, pasando por el color de los cabellos y el tipo de bebidas que prefieren para emborracharse.

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¿En qué consiste realmente el «tipo ideal»? No es un modelo axiológico ni una guía para la acción. Ni debe ser identificado como el reflejo de la realidad, aunque se proponga conocerla de manera fragmentaria, seleccionando algunos aspectos que son coherentes entre sí y que nos darán la deseada imagen de conjunto. El ideal-tipo no tiene la pretensión de ser la pura esencia de la realidad, como en un sistema platónico. Por el contrario, se confiesa irreal pero para poder aprehender mejor la realidad. En este caso, el conjunto de rasgos que hemos seleccionado permite construir, con la tenacidad de un escultor, el tipo medio del paraguayo. Como en la escultura, el trabajo no consiste en dibujar una imagen en la piedra sino en extraer de ella todo lo que estorba.




ArribaAbajoEl paraguayo: ¿un hueso de más?

¿Estamos los paraguayos -como lo sugería, entre sorbo y sorbo de pausado fernet, un maligno teoreta de cafetín, ya fallecido gloriosamente emancipados de las tenaces leyes de la sociología y de la antropología? ¿Se encuentran realmente cerradas herméticamente las puertas y las ventanas de la nación, con abuso de trancas y cerrojos, a los periódicos ventarrones de la historia?

¿Somos en verdad un inexplicable pero vigente subgénero del homo sapiens, a medio camino entre el penúltimo troglodita y el poderoso Golem, creación ominosa de la Cábala hebrea? Cunde, desde luego, la tentadora sospecha de que podríamos constituir una colectividad con algunas características poco comunes. Estas nos distinguirían estrepitosamente de los demás pueblos que habitan el cansado «globo de la tierra y el agua».

Sería un asunto inédito para una época como la nuestra, cargada de escepticismo y de racionalismo. Época en la que, suponiéndose descubiertos todos los arcanos de la especie humana, etnológicamente hablando, se buscan objetos más lejanos para la pesquisa científica: las ignotas estrellas, las intimidades de los átomos, las misteriosas fuentes de la vida.

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La sospecha de nuestra singularidad no es nueva. El Dictador Francia fue de los primeros en aventurar esa hipótesis. Rengger anota en su obra: «...le gusta (al dictador) que le miren a la cara cuando le hablan y que se le responda pronta y positivamente. Un día me encargó con este objeto que me asegurase, haciendo autopsia de un paraguayo, si sus compatriotas no tenían un hueso de más en el cuello, que les impedía levantar la cabeza y hablar recio»11.

De tener esta hipótesis alguna base firme, nos hallaríamos ante un grave desafío: los paraguayos poseeríamos el carácter de rara avis en la monótona y prolífica especie de los bípedos implumes. Esta tesis tiene dos vertientes totalmente opuestas entre sí, que se combaten con religioso fervor. La primera postula que somos simplemente un pueblo de cretinos, infradotados a fuerza de palos recibidos con secular rutina. La segunda proclama orgullosamente que constituimos una virtuosa especie de superdotados.

Las consecuencias serán diversas según el punto de vista que se adopte en esta cuestión. Entre ellas, una que puede pasar desapercibida al observador más superficial: comprender a los paraguayos escaparía a la sapiencia de las disciplinas conocidas. Exigiría un conocimiento especializado al que sólo tendrían acceso ciertos especialistas. Pocos, pero cargados de luengos años y de abrumadora sabiduría. Grupo selecto, es cierto, pero reticente a compartir sus secretos con gente cargosa e ignorante.




ArribaAbajoUn paseo por la eternidad

No faltan elementos de juicio que fortalecen la posibilidad de que, por algún impenetrable designio celeste, estemos desvinculados de las crasas limitaciones que abruman a los seres humanos comunes. Recordemos, solamente de paso, expresiones conocidas, tales como «El Paraguay eterno», el «Ser nacional» y algunos otros eternos que circulan, como moneda obligada, en el invariable discurso local. Estas expresiones comparten el mismo discurso, se hallan en amigable connubio, habitan una misma cosmovisión.

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Al ilustrado lector no escapará que palabras como «eternidad», «ser» y otras parecidas designan categorías que no están dentro de los límites de los aburridos asuntos humanos. Se encuentran mas cómodas dentro de los elevados dominios de la metafísica, ubicados, según están contestes afamados teólogos y filósofos, entre las lejanas nubes del cielo.

La eternidad, sobre todo, reconoce más familiaridad con los negocios de la divinidad que con los de su más famosa creación. Obra ésta hecha a imagen y semejanza de su creador, según explica el sacro relato bíblico. Sólo que me permito agregar que la versión actual del Génesis habría omitido -parece que debido a la torpeza o a la piedad de ciertos copistas del siglo II- un versículo fundamental. En él se aclara de manera irrefutable que la copia no se hizo del original sino de la imagen proyectada en un espejo cóncavo. Por añadidura, este fue roto de una pedrada maleva durante la frustrada subversión de los ángeles, capitaneada por el conocido agitador y demagogo Luzbel.

Perdóneseme la digresión anterior, que no será la última. Lo que interesa aquí es que cosas como las comentadas nos inducirían a pensar que el Paraguay no sería una categoría histórica y, por tanto, instalada en el tiempo y en el espacio, sino algo más trascendente: una pura y delicada esencia flotando airosamente en el universo. Sus habitantes tendrían prendas tan singulares que quedarían apartados de las influencias y condicionamientos que fatigan a los demás pueblos de la tierra.

Es probable que esta tesis sea recibida con un unánime murmullo de escepticismo. Es que todo lo que escapa al conocimiento directo, a lo que se considera «normal» dentro de una cultura recibirá un inmediato rechazo de los sacerdotes de la medianía. Esto no es nuevo en la historia.

En la medieval universidad de La Sorbona, a los cuatro doctores más ancianos de la casa se les encargaba una grave misión: oponerse a toda novedad. Los cuatro eran llamados, seguramente por lo encumbrado de su cometido, nada menos que «señores». Todo conocimiento que pudiese excitar la curiosidad o la extrañeza era   —36→   recibido por estos truhanes con un ruidoso portazo en las narices. Gente de la misma calaña acorraló a Galileo Galilei, llevó a Servet a la hoguera, arrojó a Marco Polo a un calabozo y trató de loco a Cristóbal Colón.

La existencia de extrañas razas sobre la tierra, inclasificables desde todo punto de vista, se halla plenamente avalada por testimonios concordantes. De ellos surge la convicción de que efectivamente existen algunas muy especiales: entre ellas, el friolento «yeti», del Himalaya, a quien alguien que no se habrá mirado en el espejo arrojó el infame mote de «abominable»; los gigantes que vio el cronista Pigafetta durante el viaje de Magallanes. ¿Cómo espantarse entonces ante la simple afirmación de que los paraguayos somos seres fuera de los patrones habituales de las ciencias conocidas?




ArribaAbajoLa gripe y el coqueluche

No incurramos en la hierática precipitación de desautorizar de entrada esta venerable doctrina nacional. Al fin de cuentas, ha quedado constancia indubitable de la existencia de pueblos e individuos estrafalarios. Humanos, en última instancia, pero con algunos rasgos que concedían a sus razas una identidad singular e irrepetible. Los documentos y testimonios acumulados a lo largo de siglos no nos permiten dudarlo.

La descripción de estos grupos se halla dispersa en una vasta y sorprendente bibliografía en todos los idiomas de la tierra. De ella surge la convicción, que me apresuro a suscribir, de que no tenemos derecho a extrañarnos ante la postulación de razas excepcionales: comunidades de bichos raros, pero reales. Como lo son hoy en el mundo de la zoología el ornitorrinco o el facocero. O como el gruñón tagua de la sabana chaqueña y el celacanto de las profundidades del Índico; especies arribas que todos creían extinguidas hace milenios, pero que siguen tan campantes, como diría el slogan de una conocida marca de whisky.

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América fue hábitat preferido por muchos de estos grupos. Así lo informaron los primeros europeos que llegaron a estas tierras y que asentaron sus maravilladas observaciones en páginas inolvidables. Ellos nos hablan, por ejemplo, de individuos con orejas tan grandes que podían acostarse sobre ellas en verano, como si fuesen el más mullido colchón; en invierno les servían de mantas, con las ventajas térmicas que son de imaginar.

Se dirá que no hay vestigio de estos pueblos en la actualidad. Pero es bien sabido que los nativos de América perecieron masivamente víctimas de enfermedades traídas por los europeos, para las cuales sus sistemas inmunológicos carecían de defensa alguna. Bien pudiera ser que plagas difundidas por cepas importadas hayan exterminado a las colectividades fuera de serie de las que estamos hablando.

«Se calcula -corrobora Darcy Ribeiro- que en el primer siglo la mortalidad fue de factor 25. Quiere decir que donde existían 25 personas quedó una. Estas pestes fueron la viruela, el sarampión, la malaria, la tuberculosis, la neumonía, la gripe, las paperas, el coqueluche, las caries dentales, la gonorrea, la sífilis, etcétera»12 .




ArribaAbajoMal gálico: contribución americana

Ribeiro incluye, al parecer equivocadamente, a la sífilis entre las enfermedades importadas. Parece, no obstante, que este mal fue una contribución americana a la patología médica mundial. Era lo menos que se podía hacer: pagar a los recién llegados con una moneda parecida a la que estos difundieron tan desaprensivamente por estas comarcas.

Fue así como el «mal gálico» o «mal de Nápoles» (los franceses decían que venía de Nápoles; los italianos, que venía de Francia) hizo estragos entre los conquistadores. Estos tardaron bien pronto en comprender que la imprudente promulgación de la ley del gallo iba a tener un precio muy alto. Las víctimas se sucedieron de Norte a Sur y de Este a Oeste. Una de las primeras fue el primer adelantado del   —38→   Río de la Plata, don Pedro de Mendoza. La enfermedad debería ser llamada más apropiadamente «mar gállico».

El venenoso Voltaire nos sugiere el tema al hacerle decir a Pangloss, en su Cándido, que el primer europeo en contraer esta enfermedad fue el propio Cristóbal Colon. «Si no hubiera pegado a Colón en una isla de América este mal que envenena el manantial de la generación, y que a veces estorba la misma generación, y manifiestamente se opone al principio, blanco de naturaleza, no tuviéramos ni chocolate ni cochinilla, y se ha de notar que hasta el día de hoy es peculiar de nosotros esta dolencia en este continente, no menos que la teología escolástica»13.

Advertía Voltaire agudamente que hasta entonces el mal no había llegado a Turquía, la India, Persia, China, Siam y Japón, «pero razón hay suficiente para que lo padezcan dentro de algunos siglos»14. No hubo que esperar tanto. No pasó mucho tiempo para que su vaticinio se cumpliese con exactitud. Las guerras y el comercio -soldadesca y marinería mediante- se encargaron de convertir al mal de Nápoles en patrimonio universal.

Lo que importa es que las enfermedades traídas por los europeos acabaron con gran parte de los nativos del Nuevo Mundo. Entre ellos, tal vez más vulnerables, a las razas sui generis. En represalia, la sífilis diezmó a los europeos sin que pudiesen estos combatirla eficazmente con la pobre medicina de la época. Humillantes lavativas y repugnantes brebajes sólo contribuían a hacer más penoso el previsible final.




ArribaAbajoEsquipodos y sirenas

Herodoto, el padre de la historia, anota la existencia de los misteriosos neuros, que se convertían en lobos por lo menos una vez por año aunque, también es cierto, por pocos días. «Es posible que esos neuros sean magos»15 arriesga el padre de los historiadores. Son igualmente persuasivos los relatos sobre el delicado chapoteo de las sirenas, hermosas mujeres cuyas largas cabelleras cubrían las partes que los hombres de mar juzgaban más interesantes. Más de un   —39→   atropellado pescador se habrá llevado una sorpresa mayúscula cuando, al apartar de un ardiente manotazo el tupido bosque de cabellos, encontró una cola fría y escamosa cerrando el paso a todo pensamiento deshonesto.

No olvidemos a los cíclopes, violentos gigantes con un único ojo, enorme como un escudo, brillando en medio de la frente. Ulises los ubica en una isla del Mediterráneo, donde pasó muy malos momentos con sus compañeros. Debemos creerle y restar relevancia a la malévola especie voceada por su intratable suegra por toda Ítaca: que toda la Odisea era un puro cuento, inventado por el pícaro de Ulises para explicar diez años de jarana fuera del hogar. Con el mismo derecho deberíamos rechazar la versión de Penélope, de que se pasó tejiendo una bufanda interminable durante una década, lapso durante el cual los pretendientes se limitaron a comer las gallinas de la casa, desdeñando púdicamente los opulentos encantos de su anfitriona.

Llamaré a Cristóbal Colón a testificar a favor de Ulises. En su Diario de Navegación, nada más al llegar a América en 1492, recoge un informe de lo naturales acerca de la existencia de hombres con un solo ojo en las tierras recién descubiertas. El propio Herodoto cita a los arimaspos, con idéntica característica. Los lamas del Tibet, por el contrario, saben que hay individuos no con un ojo sino con tres. El tercero sirve para mirar el futuro. Es la desesperación de los oftalmólogos.

Antiguas crónicas proponen a los esquípodos, precursores del resorte, quienes andaban a los saltos -en esto no fueron nada originales- sobre un único pie. Este les servía además para guarecerse de la lluvia o del sol, a manera de paraguas o sombrilla, según fuese el capricho del tiempo en ese momento.

Hay constancia de los astómatas de Grecia, que carecían de boca y se alimentaban del aire, virtud que, debidamente actualizada, podría ser aplicada hoy para hacer frente a los agobios de la inflación y del aumento del costo de la vida. Nuevamente nos encontramos con que los astómatas no eran únicos en su género. Rabelais asegura, en su inmortal Gargantúa y Pantagruel, que la reina Entelequia «sólo se   —40→   alimentaba de ciertas categorías, abstracciones, especies, apariencias, pensamientos, signos, segundas intenciones, antítesis, metempsicosis y objeciones trascendentales»16.




ArribaAbajoLos onocentauros

El ya citado Herodoto oyó hablar de hombres con pies de cabra. La mitología griega es abundante en estas hibrideces que hacen temblar de envidia a los actuales ingenieros en genética. La más famosa de estas creaciones debe ser la de los lúbricos faunos, que andaban por ahí tocando la flauta, empinando el codo y persiguiendo a doncellas a la orilla de los arroyos. Son no menos conocidos los centauros -mitad hombres y mitad caballos-, entre los que descolló el sabio Quirón, maestro de Aquiles y de Esculapio; se hizo tan famoso que Dante lo incluyó en el canto XII del Infierno. De los egipcios, mejor no hablar. Mezclaban a la especie humana hasta con pájaros y cocodrilos. Eran el colmo.

Es sin, embargo menos popular la nación de los onocentauros, mitad hombres y mitad asnos. Queda en quien esto escribe, y sin aclararse, una abismal duda: cuál era la porción del cuerpo onocentáurico reservada a la rebuznante naturaleza asnal. Si era la ubicada de la cintura para arriba, ello explicaría muchas cosas que originan hoy estériles y bizantinas polémicas. Entre ellas, las que tienen por objeto descifrar el extraño comportamiento de personajes instalados en las posiciones más encumbradas.

Tal vez los onocentauros hayan sido simples seres híbridos que quedaron a medio camino en la mutación hacia su forma definitiva. Según Apuleyo, en relato que podría proporcionarnos una pista, un asno asumió identidad humana luego de comerse un ramo de rosas. Quizá los onocentauros no comieron la ración suficiente y quedaron con la personalidad eternamente dividida. La parte humana se detuvo a medio camino y no pudo ser completada. Unos perfectos esquizofrénicos.

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Mencionemos, finalmente, el exacto testimonio de Wells quien, en su documentada obra La máquina del tiempo, nos ofrece una estremecedora descripción de los morlocks, horribles especímenes humanoides del futuro; ciegos a fuerza de vivir durante milenios en la oscuridad de malolientes y hondas cavernas. «Estirpe subterránea de los proletarios»17, los describió Borges con repugnancia, en un comentario sobre estos habitantes de futuros pero presentidos subsuelos.




ArribaAbajoNi Jauja ni Mborelandia

Hasta aquí el relevamiento de estas comunidades de extraños individuos, pacientemente documentadas por los cronistas. Ellas nos rehúsan el derecho de asombrarnos ante lo que, a primera vista, parecería desafiar al conocimiento académico, siempre pagado de sí mismo y reacio a aceptar todo lo que escape a su comprensión.

Una vez despojados de nuestras anteojeras, podremos abordar el tema con más confianza en nosotros mismos. Pero antes debemos desdeñar los cantos de sirena de quienes se han instalado en la vereda de enfrente, allí donde se enarbola el dogma del rasero y el igualitarismo. En ese lugar nos encontraremos con la impugnación constante de nuestra singularidad, y con la idea de que nada nos distingue de los demás pueblos de la tierra. Ya sea repitiendo el credo positivista, el Corán del liberalismo o los sacros códices marxistas leídos en folletines para escolares, se nos propone la otra cara de la moneda: si no somos algo fuera de los cánones rutinarios de la especie humana, forzoso es concluir que nada nos distingue de ella, como insectos que somos del mismo hormiguero. No somos -para los insomnes profetas de la uniformidad- ni los habitantes del país de Jauja, donde los árboles dan chorizos en vez de frutas ni la resaca de Mborelandia, como vituperaba al Paraguay nuestro teoreta de cafetín, luego de la décima copa de fernet, bebida que nunca se regateaba.

Bastaría, según esta repudiable herejía que Dios se complacerá en desbaratar, con aplicar a la realidad paraguaya cualquiera de los   —42→   libros sagrados del credo elegido por el analista para encontrar las respuestas a todas las interrogaciones. El mismo esquema funcionaría en una toldería de fieltro del desierto de Gobi y en la isla de Manhattan. En Mozambique como en Tinfunque. Sólo se tendrán que leer las páginas adecuadas y aplicar, con la paciente aplicación del copista medieval, las indicaciones precisas.

Deberemos movernos entre ambas corrientes -el fundamentalismo de la uniformidad y el fundamentalismo de la singularidad- para emprender la alocada búsqueda de la verdad, si es que esta existe en alguna parte. Francisco Delich decía que el Paraguay es «el cementerio de las teorías». Quizá no lo sea exactamente y sólo pueda definírselo como una especie de refrigerador de teorías, donde se las guarda para que luego puedan ser aplicadas a la realidad con mayor puntería. El territorio de la paraguayología nos ofrece, mientras tanto, el desconcertante atractivo de los arcanos, el misterio de lo remoto, la paradoja de ser más desconocido cuanto más cerca esté de nuestros ojos.





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ArribaAbajo- III -

Dos países en uno


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No autorizo al lector a dejarse amilanar por el ominoso recuento anterior de citas y autores. Fue un pretexto para entrar en tema, una treta para despistar a los intelectuales. Lo que interesa es que, sobre tan impresionante cimiento social e histórico, podemos comenzar a buscar el perfil de la cultura paraguaya, cuya existencia acepto sin discutir. Y esto es una constatación y no la confección de un certificado de nacimiento.

Esta cultura tiene particularidades que la identifican claramente. No son tan asombrosas como para que nos creamos una especie de extraterrestres, capaces de volar en bicicleta, como el bondadoso y cuellilargo personaje E. T. de la película de Steven Spielberg. Ni tampoco para que nos creamos habitantes del ombligo del mundo, como los Pái Tavyterã de las selvas del Amambay, cuyo afamado Yvypyte es el mismísimo centro de la tierra. Pero son suficientes para que podamos adentrarnos en los dominios de la flamante paraguayología.

Hay otro corolario de la constatación anterior: la impugnación a quienes creen que los seres humanos, estén donde estén, actuarán de la misma manera, pensarán lo mismo, responderán de igual forma a los mismos estímulos y ordenarán sus sentimientos y sus creencias siguiendo un aburrido y monocorde patrón único. Es decir que, en el Polo Norte y a orillas del Paraná responderán de modo semejante y se hermanarán estadísticamente en los tests de proyección de personalidad, -a veces inexplicablemente manchados de tinta- y en los acuciosos surveys de opinión. Los paraguayos, de acuerdo esta corriente, serán idénticos a los beduinos y a los bosquimanos cuando sean puestos ante los mismos desafíos.

A esta altura del ensayo, el lector docto comenzará a arrugar la nariz y a fruncir el ceño. Aquí se habla ya de un montón de cosas, pero resplandece la ausencia de una definición de cultura. El acusador   —46→   dedo índice se detendrá ante las páginas amontonadas y las recusará con desprecio. Por eso, con el rabo entre las piernas, contrito y apabullado, me veré obligado a complacerlo y detener su entusiasmo inquisidor antes de que caiga en la tentación de cortarme el cuello.

Pedro Henríquez Ureña decía que la cultura es «la síntesis del tesoro heredado y lo que el hombre y su comunidad contemporánea crean dentro de ese cuadro preexistente»18. Ralph Linton se limitaría a pontificar «herencia social», con avezado espíritu anglosajón, siempre preocupado por la síntesis. Cultura es lo que el hombre agrega a la naturaleza: un zapato, un himno ceremonial, el cuadro de La Gioconda, la batería de un automóvil, la obra completa de Beethoven y también los botones de su camisa. Cada generación recibe la herencia cultural de la anterior y le agrega alguna pizca de aporte propio. La cultura es, entonces, el resumen de muchas influencias, y no, un producto autónomo y autosuficiente, como surgido de un mágico fiat lux en la penumbra cósmica infinita.

Si la cultura paraguaya de veras existe, se podrán establecer diferencias y, por eso mismo, puntos de contacto con otras culturas. Será necesario después aislar algunos de sus elementos constitutivos y codificar sus normas más relevantes. De todo ello surgirá un cuadro ambicioso aunque seguramente desordenado ya que quien esto escribe no tiene otra relación con la antropología social que la lectura de un par de textos. Pero, así como en las pinturas del ácrata Núñez Soler, pintor de brocha gorda y artista plástico, en la mezcolanza no dejarán de aparecer unas que otras facetas sobresalientes.


ArribaAbajoBacteria y microscopio

Para pintar este cuadro, el método -es una manera de decir- ha sido meterme resueltamente dentro de la piel del paraguayo. Mirar el mundo con sus ojos. Pensar con sus neuronas. Sentir el viento Norte con su propia epidermis. Caminar con sus pasos. Y formular, desde dentro de su caparazón cultural, una perspectiva del universo, de la sociedad y de los hombres. No es poca cosa.

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Como se advertirá inmediatamente, este método -hablar de método aquí es, desde luego, un eufemismo, pero que he decidido no omitir por comodidad de lenguaje- propone un problema insoluble: el autor de este mamotreto es un paraguayo. Y, por consiguiente, todo lo que estas páginas contienen cabalga sobre una contradicción fundamental: la que existe entre el sujeto observador y el objeto observado; entre el juez y el acusado.

Están aquí los puntos de vista encontrados de quienes se encuentran en los dos extremos de una relación: la miserable bacteria y el biólogo que la contempla plácidamente con el microscopio; el polvoriento asteroide que recorre el cosmos y el astrónomo desvelado que lo persigue desde un observatorio; los dos amantes sumergidos en ardientes cabriolas, creyéndose en la intimidad, y el ávido «voyeurista» que los escudriña a través de una indiscreta celosía. La situación es, pues, ambivalente y, en consecuencia, tramposa.

Es algo así como que una persona se disfrace con su propia indumentaria. Para ocultar su rostro, se pone encima una careta que lo reproduce con exactitud. Se argüirá que es absurdo engañar a los demás disfrazándose de sí mismo. Pero todo el mundo se disfraza de algo: de patriota, de leal, de sabio, de sincero, de puntual, de místico, de pundonoroso, de corajudo, de espléndido, de filántropo. Dentro de esta alegre comedia humana, no está de más que alguien ensaye algo distinto: disfrazarse con su propia cara.




ArribaAbajoEl país de gua'u y el país teete

Debo proponer ahora una pregunta que resultará candorosa: ¿Dónde buscar la cultura paraguaya? Y, por consiguiente, ¿dónde investigar sus mecanismos de funcionamiento? ¿Dónde escudriñar sus secretas claves? Las preguntas son pertinentes porque son alimentadas por esta realidad: no hay un solo Paraguay sino dos, culturalmente hablando. Coexisten dentro de la misma geografía, como hermanos siameses, sin que uno pueda ser comprendido sin tomar al otro en consideración.

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En primer lugar, rutilante de luces y banderas, en sitio bien visible, anunciado por tambores y trompetas, se encuentra el Paraguay de gua'u, palabra guaraní que designa lo que es simulado, regido por la ficción, falso, trucado, mentiroso. En segundo lugar, ya en la semi penumbra, agazapado como un ladrón, humilde como un mendigo, pero vital y vigilante, se encuentra el Paraguay teete otra eficiente palabra guaraní empleada para nombrar a lo que es real, auténtico, genuino, prístino, puro.

Son dos países, bien distintos uno del otro. Viven sobre la misma geografía, como animales de distintas especies disputando un único cazadero. Pero ambos se encuentran en estrecha e inseparable vinculación. El uno envuelve al otro como la cáscara a la pulpa de una fruta, como la piel a la musculatura. Son el anverso y el reverso de una sola medalla y no pueden ser comprendidos separadamente.

El Paraguay de gua'u es una concesión de la cortesía. Y ésta, ya se sabe, es una virtud paraguaya por excelencia, en lo cual están contestes todos los que estudiaron el asunto. En este caso, la cortesía tiene como blanco al mundo exterior. Exterior al país, se entiende. Me refiero al vasto y misterioso mundo de los pytagua (extranjero), que se extiende más allá de nuestras fronteras, hacia los cuatro puntos cardinales. Un mundo al que, desde nuestro aislamiento, siempre hemos visto como peligroso y hostil, capaz de imprevisibles comportamientos.

El Paraguay de gua'u es como la fachada de una casa nueva, cuyos adornos y firuletes tienen como finalidad cultivar la admiración de quienes pasan por la calle. Sólo que quienes viven dentro de la casa no pueden ver los afeites que le han puesto a su parte externa. Les está vedado. Pero pueden imaginarla, suponer sus líneas, soñar su diseño y construirla interiormente, alta y deslumbrante, erguida y limpia bajo el sol.



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ArribaAbajoMarco Polo al revés

El Paraguay de gua'u es el resultado de un sistemático proceso imaginativo, una producción de la infatigable capacidad fabuladora del hombre. Se trata de una creación parecida a la que -según la parodia que Italo Calvino hace de las crónicas de Marco Polo- realiza el comerciante veneciano para regocijo del poderoso Kublai Khan. En Calvino, el momento estelar del juego ocurre cuando el emperador mongol de la China, aceptando las reglas de la fabulación, comienza a su vez a inventar ciudades y pide a Polo que las busque en sus viajes.

El escritor Donald Barthelme nos invita a un ejercicio parecido. En un cuento corto, llamado precisamente «Paraguay», lleno de citas de pie de página, nos describe pacientemente un paisaje que no tiene nada que ver con el que conocemos como nuestro. La descripción corresponde, en realidad, al Tibet, con sus abismos vertiginosos y sus escarpadas montañas. El Paraguay de gua'u es como el cuento de Barthelme: describe un paisaje, sus habitantes, su compendio de virtudes y pecados, sus ritos y sus fobias. Pero ningún paraguayo los reconocerá como propios.

El Paraguay de gua'u es, como dirían los cariocas con aviesa socarronería, «so para inglés ver». Sólo para que lo vean los ingleses. O sea, para que lo vean los extranjeros, turistas, viajeros ocasionales, personajes recién llegados. Una guía ilustrada con mapas y direcciones de sitios de interés, con monumentos y restaurantes, con palacios y parques arbolados.

Pero si el turista toma en serio la guía y se empeña en encontrarlos, será abrumado por insalvables dificultades. Lo desconcertarán inesperados callejones sin salida, lo detendrán repentinos abismos. Lo incomodará una fuente de agua donde debía haber una plaza; una comisaría en vez de un hospital; un caserón, señalado por un inequívoco farol rojo, donde se suponía un héroe ecuestre apuntando al cielo con una espada de granito.



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ArribaAbajo«Puro petáculo»

El país instalado en la guía es tan irreal como Disneylandia, con sus dinosaurios, sus cuevas y sus fantasmas de utilería; tan imposible como el «país del nunca jamás» que frecuentaba Peter Pan y en el cual estaba a salvo del malvado pirata capitán Garfio; como el país de las maravillas que diseñó cariñosamente Lewis Carrol para que Alicia pudiese corretear en sus privilegiados sueños detrás de un conejo galerudo y de naipes charlatanes.

Se muestra a la gente lo que esta quiere ver. Es lo que hacen las bailarinas de parrillada que ofrecen a los parroquianos la famosa danza de la botella, en su versión grotesca, ofrecida como la quintaesencia del folklore nacional: con siete botellas equilibrándose malamente sobre la cabeza. Danza tan paraguaya como la que realizan los sioux en las temporadas de sequía para reclamar la lluvia sobre sus calcinados cultivos, o la que bailan los massai para garantizar una buena cacería. Pero al turista le gusta. ¡Qué le vamos a hacer!

Esto es parecido a la abigarrada indumentaria que emplean en el exterior los músicos paraguayos, en sus presentaciones ante el público. Botas blancas, pantalones blancos con flecos, camisas bordadas con pájaros, cascadas, rosas y montañas. Vestimenta que tiene más familiaridad con la que usan los kalmukos y los jíbaros que con la que cubre normalmente a nuestros conciudadanos, en las calles y en los mercados.

Esto me lleva a recordar una anécdota. Un pésimo arpista aporreaba furiosamente su instrumento, en el interior humoso y triste de una parrillada. Le pregunté después el motivo del inmisericorde barullo, que no tenía ningún parentesco, ni siquiera lejano y bastardo, con la música. Su respuesta fue: «Eto e sólo petáculo. La gente pide. Y por la plata baila el mono». El Paraguay de gua'u es exactamente eso: «puro petáculo». El auditorio es la comunidad internacional de la que somos miembros y que recibe de nosotros lo que quiere ver. El paraguayo no tiene boleto de entrada en ese club pero, por las dudas, trata de congeniar con sus socios con una muestra de sana cortesía.

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La bien aprendida urbanidad nos impone atiborrar al género humano con inspectores, elecciones generales, urnas y cuartos oscuros, multas, adustos magistrados, floripondios, constituciones, reglamentos, noticias en los periódicos, edictos, solemnidades, discursos en los días patrios y en las ceremonias de graduación, garantías legales, juegos florales, tambores, pabellones, leyes, sentencias, medallas y monumentos. Only for turists.




ArribaAbajoUna posta para repasar lugares comunes

Allí encontraremos el barullento desfile de los lugares comunes que fatigan el discurso local, inevitable pero sugerente, que pulula en la periferia de la cultura nacional. Agucemos el oído y dejémoslo recoger el torrente de voces y sonidos de ese código imprescindible pero omnipresente en la voluminosa guía del Paraguay de utilería.

Allí estarán el río epónimo, los límites arcifinios, la tríplice hidra, la diagonal de sangre, Asunción madre de ciudades y cuna de la libertad de América, los manes de la patria, amparo y reparo de la conquista, la muy grande y muy ilustre, los mancebos de la tierra, la provincia gigante de las Indias, el alma de la raza, el solar guaraní, el dulce idioma nativo, corazón de América, los sagrados mármoles de la patria, la tricolor bandera, los contrafuertes andinos, ni más acá ni más allá del Parapití, desde Pitiantuta hasta Charagua, único país bilingüe del continente, con la cruz y con la espada, la mansedumbre nativa, los melodiosos arpegios del arpa guaraní.

No faltarán el primer grito de la libertad americana, la amalgama hispano-guaraní, el mejor clima del mundo, el hidrodólar, tierra de polcas y guaranias, relatar el hilo de la historia, los cuatro buenos paraguayos de Itaipú, la proverbial hospitalidad guaraní, el cadete de Boquerón, el rubio centauro de Ybycuí, el viborezno de piel rugosa y encallecida pero siempre venenoso, la unidad granítica, el que no está con nosotros está contra nosotros, el legionarismo apátrida, sin pactos ni componendas, viejo roble partidario, la época de la llanura, la mocedad republicana, el malón líbero-franco-comunista de   —52→   Concepción, las carpas de Clorinda, la prédica subversiva que busca dividir a la familia paraguaya, la memorable gesta rectificadora, el plebiscito armado, tierra de mitos y leyendas.

Pero si queremos conocer la cultura paraguaya, tendremos que seguir avanzando, dirigiéndonos hacia el Paraguay teete, sólidamente instalado en la realidad. Pasemos de largo frente al país de gua'u, con su estructura de ciudad del Oeste hollywoodense, con casas ostentosas pero cuyas fachadas son simples decorados sostenidos por tablones detrás de los cuales no hay nada. En el Paraguay de gua'u no nos detendremos sino el tiempo indispensable para reponer el combustible del motor del vehículo, verificar la presión en las cuatro ruedas y, si la vejiga se pone cargosa, aprovechar el lapso para buscar el matorral más cercano. En total, la parada no habrá durado más de diez minutos.

Luego tendremos que seguir viaje, porque solamente en el país teete encontraremos la cultura paraguaya, aquella que rige las actitudes, el pensamiento y la conducta de los paraguayos. Si queremos hacer paraguayología en serio, es allá donde encontraremos los elementos de juicio para cumplir dicho cometido. Desde luego, sólo un ingenuo o alguien con un humor desbordante, podría aproximarse a la cultura paraguaya limitándose a otear las instituciones y las solemnidades del país de gua'u.

En cambio, sólo un inconsciente o un subversivo ignoraría al país real para reglar su conducta. Tropezaría al instante con majestuosos tabúes, rígidamente asentados en los códigos verdaderos, los que realmente funcionan. Se expondría al peligro de ser pisoteado por un tropel de enfurecidos elefantes blancos. Y es de público conocimiento que los elefantes son muy pesados, sobre todo cuando son blancos.




ArribaAbajoLa bibliografía

Aquí nos encontramos con el eterno problema que quita el sueño a los investigadores de todos los tiempos: el del minucioso acopio de bibliografía, la docta relación de documentos que otorga respetabilidad   —53→   a un texto y que ofrece el testimonio del despilfarro de neuronas en que ha incurrido el autor. Todo buen manual de investigación científica exige el cumplimiento de este ritual aritmético que establece una relación proporcional entre la longitud de la bibliografía y la seriedad de una investigación.

Pero el caso que nos ocupa tiene una característica principal: no existe una bibliografía suficiente, capaz de justificar las graves páginas que se agregan al final de los libros o de los capítulos, según se prefiera. Las obras que ofrecen aportes rescatables pueden contarse con los dedos de una mano o de las dos, si se siente uno animado de optimismo. Pero de ninguna manera autorizo a incluir los dedos de los pies porque sería una exageración.

En un recuento apresurado, no podrán ser omitidos libros tales como «Folklore del Paraguay» de Carvalho Neto, brasileño que, tal vez por indagar demasiado, fue despedido de nuestro país y tuvo que editar su obra en el Ecuador; El Valle y la loma de Ramiro Domínguez; las contribuciones de León Cadogan y de Branka Susnik a la antropología social; ciertas intuiciones de Justo Pastor Benítez; algunas observaciones de Eligio Ayala; pocos artículos dispersos en dos o tres revistas especializadas; dos o tres monografías redactadas por científicos extranjeros; las dos constituciones de Toto Acosta, aunque lamentablemente desprovistas de las esclarecedoras concordancias y fuentes doctrinarias, y pocas obras más que, por cerril ignorancia, omito anotar.

En realidad, muchos libros consagrados aparentemente al tema son solamente alegatos históricos, políticos o ideológicos. Su objetivo central es la búsqueda o la invención de elementos de juicio que sustenten las tesis que en ellos se dicen. Son proclamas; libelos, en todo caso. Algunos brillantemente escritos, pero que no resisten el análisis del investigador desprejuiciado. Su contribución al conocimiento del Paraguay teete es, pues, poco significativa.

En cambio, el Paraguay de gua'u ostenta una paquidérmica bibliografía que haría las delicias de los eruditos. Para albergar tanto derroche de sabiduría tendría que disponerse del piadoso hospedaje   —54→   de una alta torre de cemento y acero con panzudos ficheros y el incesante trajín de decenas de bibliotecarios moviéndose con destreza entre los oscuros y siniestros anaqueles.

Bastaría con evocar los pavorosos tomos que contienen los debates de la Convención Nacional Constituyente de 1967 para tener una idea aproximada de lo que puede representar, en peso y en tamaño, toda esa sapiencia. ¿Podría cualquiera de sus páginas servirnos de sextante, brújula, astrolabio, horqueta de rabdomante, bola de cristal, periscopio o radar para internarnos en el Paraguay teete? El lector coincidirá con mis razonables dudas.





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ArribaAbajo- IV -

Abominación fanática de la palabra escrita y reivindicación de los versitos del truco


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¿Por dónde comenzar? ¿Qué hacer ante el páramo de la limitada bibliografía? El número de obras que pueden servirnos de punto de partida para hacer paraguayología es bien limitado. Admitiré sin retaceos que la lista que he propuesto puede estar condenada por algunas gruesas omisiones. Pero no serán muy numerosas, estoy persuadido de ello. Aun admitiéndolas en un recuento posterior más exigente, todavía los cimientos de papel de la paraguayología seguirán siendo endebles. El edificio quedaría siempre expuesto a tempestades y terremotos.

Tal vez debiéramos consolarnos con un hecho irrefutable: la palabra escrita se halla muy desprestigiada en nuestro tiempo. Tras varios siglos de indiscutido reinado -Gargantúa, en carta a su hijo Pantagruel, atribuye a inspiración divina la invención de los «modernos tipos de imprenta», en comparación con la artillería, emanada de la influencia del demonio- han brotado iconoclastas por todas partes. El descrédito se alza donde antes sólo existía admiración. Por algo Ortega y Gasset hablaba de la necesidad de «recuperar la dignidad de la palabra». De la palabra escrita, para comenzar. Y después de la hablada, que todavía es problema menor, aunque la incontenible difusión de los medios electrónicos me hace temer lo contrario.

Ya se sabe que con la palabra escrita y, en consecuencia, con los libros se puede decir, demostrar y hacer cualquier cosa. Con todo el respeto que merece Napoleón Bonaparte, estos tienen hasta una ventaja final sobre las bayonetas: es posible sentarse encima y hasta acostarse sobre ellos, según la necesidad. Sirven para todo. Aun para un barrido y un fregado, literalmente hablando. Hasta -quién lo creería- se puede decir la verdad a través de ellos. No hay, pues, motivo para que nos dejemos guiar ciegamente por lo que dicen ni para sentirnos amargados por la carencia de la venerada sustentación libresca.

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Para que el cuadro sea aún más completo, debemos contabilizar los efectos funestos que provienen de las campañas de alfabetización. Como no dejó de notarlo el escritor Emilio Pérez Chaves, estas campañas han caído en una trágica perversión: muchos han quedado persuadidos de que la sociedad requería no sólo de personas capaces de leer sino también de escribir. A estas campañas debemos -se alarma justificadamente Pérez Chaves- la inundación de escritores que padece el Paraguay.

Por otra parte, se sabe que los libros muerden. Lo confirma una augusta tradición nacional. No sólo muerden. También arañan, propinan codazos y puntapiés, aplican llaves de judo y de jiujitsu. Por suerte, con su notorio olfato, los paraguayos han hecho muy poco caso de la palabra escrita y de quienes la cultivan. Los poetas y novelistas más importantes han escrito y publicado en el exterior. Algunos -los menos- lo hicieron por razones económicas. Otros -los más-, por razones obvias.


ArribaAbajoLos malos ejemplos

La educación formal, en general, tuvo siempre una atención escuálida en todas las épocas. Durante la colonia, la Corona española se cuidó muy bien de rechazar toda petición de instalar una universidad en el Paraguay. Es que los monarcas sabían lo que hacían. No iban a dejar que sus amados súbditos fuesen víctimas de los aires malsanos que suelen desatar estas instituciones. Ya durante la independencia, el Dictador Francia limitó la educación al nivel primario. No hacía falta más. Suprimió el único centro de estudios superiores que, en realidad, era una fábrica de teoretas ociosos. Los presos políticos del Dictador, persuadidos de esta misma doctrina, convirtieron en barajas las hojas de los libros para matar el tiempo dentro de sus celdas. Con toda seguridad, fue el mejor destino que se les pudo dar.

Los escritores en particular y los intelectuales, en general, no tuvieron mucha suerte, según puede colegirse de una rápida lectura de nuestra historia. Realicemos un repaso aleccionador. De Facundo   —59→   Machaín, formado en la Argentina, abogado y joven, se decía que era uno de los mejores talentos de su época. Electo presidente de la República por la Convención Constituyente de 1870, fue derrocado antes de cumplirse 24 horas de su designación. No hubo en la historia otro mandatario que más fugazmente se hubiese ceñido la banda presidencial. En cambio, la mediocridad parece ser garantía de una larga permanencia en el poder.

Machaín acabó mal. En 1877, durante un motín de presos políticos en la cárcel pública, fue asesinado alevosamente. Dicen que trató de salvar el pellejo quedándose en la celda, en paños menores, mientras se desarrollaba el motín. Craso error. Cuando la intentona fue sofocada, el primer sitio al que se dirigieron los encargados de la represión fue su celda, al grito de ¡Jaha doctor Machaímpe! (¡Vamos al doctor Machaín!). Este, abogado al fin, trató de detenerlos con argumentos, pero estos fueron contraproducentes. Les dijo que todavía podría ser muy útil a la patria. Le fue peor. Ahí nomás le acribillaron a balazos y le cosieron a puñaladas.

José Segundo Decoud, una de las figuras civiles más descollantes de la postguerra del 70, terminó sus días suicidándose con un matarratas: «Verde de París». Se sintió frustrado, inútil y abandonado por sus amigos. Había sido varias veces ministro y figura principal en sucesivos gobiernos. Al final de su carrera, era tan pobre como en sus comienzos, ejemplo que los hombres públicos de su posteridad no dejaron de contemplar con horror. Tan seriamente tomaron el hecho que todo indica que se juramentaron solemnemente no imitarlo. En lo de la pobreza, se entiende.

Concluyó, con la desaparición de Decoud, una vida consagrada al servicio de los mejores intereses nacionales.

Pocos años después, la escena fue ocupada por Eligio Ayala, adversario político de Decoud. Poseedor de una gran cultura -había completado su formación en Europa- tenía, sin embargo, un humor tan pequeño como su estatura; a la menor provocación, echaba mano a su pistola. Mientras se encontraba en Suiza, escribió un venenoso libelo intitulado Migraciones, en el que desnudó muchos de los males de la   —60→   vida social y política del Paraguay de su tiempo. Dejó también allí constancia de cuán poco importaba el mérito intelectual en aquella época convulsionada.

Ayala, un intelectual nato, guardó celosamente el borrador, ocultándolo a la vista de sus conciudadanos. Sólo años después de su muerte, sus amigos entregaron a la imprenta -en 1941- las hojas garrapateadas secretamente por el intratable don Eligio. Es explicable. Si su ensayo hubiese visto la luz mientras él vivía, no hubiera llegado, como llegó, a la presidencia de la República. Murió en un oscuro episodio, en casa de su amante, tiroteándose con un rival. Su permanencia en Europa no le transfirió la tolerancia a la infidelidad que, según se cree, suele ser propia de las sociedades más civilizadas.

Otros intelectuales que incursionaron en la vida pública tuvieron menos suerte. En general, debieron renunciar antes de concluir los períodos constitucionales para los cuales fueron electos. Es lo que le ocurrió dos veces a Manuel Gondra, acaso el paraguayo más ilustrado de su tiempo, dando lugar al conocido dicho popular taguapy sapy'aitemi Góndraicha (me voy a sentar un ratito, a lo Gondra).




ArribaAbajoCon el verso y la música a otra parte

Si esto le ocurrió a Gondra, liberal, en un partido de tradición civilista, es de imaginarse lo que pudo haberle pasado a Natalicio González, colorado, en uno de más firmes raíces militares. González, ideólogo de su partido, agudo ensayista y literato, tuvo suerte parecida a la de su contendor: el rápido desalojo de la silla presidencial. Ambos, liberal uno y colorado el otro, renunciaron bajo la persuasiva presión de los fusiles y con general complacencia; o aunque sea con la complacencia de los generales. O de los coroneles, que da lo mismo desde el punto de vista práctico.

En literatura pueden citarse casos menos violentos pero igualmente significativos. Eloy Fariña Núñez, el célebre autor del Canto secular, escribió lo mejor de su obra en la Argentina. De Fariña Núñez dijo un crítico este suficiente panegírico: «El poeta de reconocimiento unánime   —61→   en nuestra literatura... una de las vidas paraguayas más intensas, reflexivas y de más elevado valor moral»19.

Treinta años después, otro poeta pasó por experiencia parecida, luego de huir de su patria a pata de buen caballo. Se llamó Herib Campos Cervera y debió publicar su Ceniza redimida en Buenos Aires. De su obra dijo otro crítico que fue «un acontecimiento capital en la historia de la poesía paraguaya moderna...»20. Murió en Buenos Aires en 19153, dicen que de la mordedura de un gato rabioso, y su muerte privó al Paraguay de sus grandes voces poéticas y de una personalidad fundamental en el desarrollo de la cultura moderna del país»21.

Augusto Roa Bastos, el principal novelista paraguayo, escribió todas sus obras en el exterior. Cuando quiso volver, no pasaron sino pocos días para que fuese puesto en la vecina Clorinda sin más trámites. Benigno Casaccia Bibolini hizo lo mismo. Los dos creadores musicales más importantes -José Asunción Flores y Herminio Giménez- pasaron por parecida experiencia, y no son los únicos en el género. El primero falleció en la Argentina. Ni siquiera sus cenizas pudieron volver al Paraguay. Orden superior.

Agustín Barrios fue uno de los principales creadores de música para guitarra del mundo. Murió en San Salvador. En el Paraguay, para hablar con propiedad, nadie le había dado pelota. En América Central y el Caribe se codeaba con presidentes y magnates. Si hubiese permanecido en su patria, su destino habría sido el que preside a los guitarristas de parrillada: paupérrimo. Teodoro S. Mongelós, uno de los poetas más importantes en guaraní, corrió igual suerte. Vivió exiliado en el Brasil, dicen que llevando consigo una bolsita que contenía tierra de Asunción. Murió en el exilio, sin que hayan servido sus versos para conmover a nadie. Tampoco se permitió el retorno de sus restos.




ArribaAbajoLos peligrosos «letrados»

Los ejemplos pueden multiplicarse para apuntalar la misma cosa: los paraguayos no son profetas en su tierra. Tal vez en el fondo de todo esto haya una gran desconfianza hacia el hombre de letras -chicas o   —62→   grandes- en el subconsciente colectivo. De allí vendría la cazurra expresión libro guasú ha letra sa'i (libro grande pero de letras chicas) que se aplica a todo aquel que tenga sospechosa fama de intelectual. Hay más. La palabra «letrado», que en español quiere decir «docto, instruido», tiene en el castellano paraguayo otra aplicación: pícaro, taimado. Situación bastante parecida a la que aplica el mote del iformal ko tipo (éste es un individuo de cuidado) para calificar a un hombre peligroso, de quien debe desconfiarse.

Penetrada de esa tradición, la Policía incluye siempre el comiso de los libros cuando realiza algún allanamiento. Allí van, «para averiguaciones», todos estos objetos mágicos, deparadores del mal de ojo. La Policía sabe que los libros, leídos con imprudencia, pueden distorsionar severamente la visión normal del mundo y de la vida. Por eso despoja definitivamente de ellos a quienes son detenidos, librándolos de tan maléficas influencias.

Por eso mismo, tal vez, es siempre motivo de elogio la sabiduría popular, sintetizada en la conocida expresión arandu ka'aty (sabiduría selvícola). Es la sabiduría del indio, maestro de la supervivencia en un medio hostil, compendio de sagacidad, dueño del fino olfato del jaguar y de la vista larga del karakara. Quien la posee es blanco de elogios y envidias; se lo supone una especie de taumataurgo, capaz de manejarse con pericia en medio de las mayores dificultades.

Algún avezado lingüista me dirá, con el ceño fruncido, que la connotación local de la palabra no se vincula con la que tiene en el Diccionario de la Academia. No lo creo. Estoy seguro de que todos conocen (o sospechan) su verdadero significado. El letrado, vinculado a la ley -o sea, a una entelequia-, suele ser hombre avezado en trapacerías sin cuento. ¿Por qué no extender este significado visible a todos los pícaros de la tierra?

Esta misma sorda inquina podemos rastrearla hasta en la poesía popular. Por ejemplo, Emiliano R. Fernández, la voz más encumbrada del género, descarga un violento arandu tavy (sabio imbécil) para fustigar a los intelectuales que se coaligaban para conspirar contra el poder público. Empleó el descalificante rótulo en un poema dedicado,   —63→   por cierto, a cantar loas a quienes tenían, en ese momento, la sartén por el mango.




ArribaAbajoNo hacen falta los libros

La desconfianza hacia las letras no es -no es necesario recordarlo- un invento paraguayo. En otros países tenemos sobrados ejemplos de cómo el conocimiento merece la inquina de encumbrados personajes. Todos ellos coinciden en que los libros no son los adoquines sobre los cuales se puede caminar para llegar al palacio de la sabiduría. Suponen, tal vez con razón, que provocan el extravío de la mente, el desasosiego de los espíritus, el desatino de los hombres. Esta creencia está suficientemente documentada en la historia como para que nos creamos obligados a añadir excesivas probanzas.

La primera destrucción masiva de libros que se recuerda ocurrió en Alejandría, en el año 646 de nuestra era. La justificación fue inobjetable: «No hacen falta libros que no sean el Libro». Es decir, el Corán. La orden fue dada por el califa Omar, quien se había opuesto piadosamente a que los musulmanes escribiesen nada. Era muy lógico: ya estaba todo escrito. Me falta una explicación que hará más verosímil este relato. Omar era un musulmán recién convertido y su fanatismo sobrepujaba de lejos al de los antiguos devotos. Bien sabemos hoy lo peligroso que es el fanatismo del converso.

Al producirse la conquista de América, los sacerdotes quemaron prolijamente todos los libros de las civilizaciones maya, azteca e inca. Al fuego fueron entregados, acompañados de copiosas bendiciones para aniquilar al demonio que se guarecía en ellos. Un cronista, desconcertado, anotó que los mayas lloraban desconsoladamente al ver que el fuego convertía en cenizas la memoria colectiva de su pueblo. Sorpresa de un sacerdote español. Mire que lloran los infieles. Habían resultado ser unos flojos. En lugar de sentirse agradecidos.

El libro occidental es también un material desdeñable y vil. «Criatura frágil -confirma Umberto Eco-, se desgasta con el tiempo, teme a los roedores, resiste mal a la intemperie y sufre cuando cae en   —64→   manos inexpertas»22. No puede ser, por razones que saltan a la vista, el objeto de la torpe idolatría humana. Ni mucho menos la fuente indubitable y única del saber. Por algo el peronismo cerril de los años del segundo Gobierno de su líder acuñó la célebre frase: «¡Alpargatas sí, libros no!».

El gordinflón Hermann Goering, prohombre del Tercer Reich, había barbotado, con admirable síntesis teutónica, este exabrupto kantiano: «Cuando escucho la palabra cultura, hecho mano a mi pistola». Y Millán de Astray, en incidente que pasó a la historia, interrumpió una conferencia de don Miguel de Unamuno en la universidad de Salamanca al grito de «¡Muera la inteligencia, viva la muerte!», mientras manoteaba su pistola. Unamuno debió interrumpir sus palabras y abandonar el local, no sin antes proferir algunas despreciativas observaciones sobre lo que había escuchado, concluyendo: «¡Venceréis pero no convenceréis!». Era la guerra civil española. Unamuno murió poco después. El franquismo venció, pero no se preocupó mucho de convencer a nadie; el que no estuvo de acuerdo fue fusilado.

Recordemos a Borges -el cegatón Jorge de Burgos que custodia la biblioteca del monasterio medieval en el que transcurre la acción de El nombre de la rosa de Eco-, quien vivió siempre rodeado de libros, hasta el extremo de que su única visión del mundo le vino a través de las páginas impresas. Citémoslo, porque un ensayo en el que no se cite a Borges acusará de inmediato la indeseable impronta de la ignorancia: «Afirman los impíos que el disparate es normal en la biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es casi una milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de la biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira»23.




ArribaAbajoLa sabiduría y la confianza

Con tan respetables antecedentes, no es de extrañar que el paraguayo mantenga una saludable dosis de reticencia ante la sabiduría   —65→   libresca y los «letrados» que la producen. Desconfianza que no es odio ni revanchismo y que tiene un cierto olor de precaución, de cautela, de mesura, para evitar las trampas que dejan las letras, con su inagotable capacidad de producir extraños desvaríos en la mente. Por algo Cervantes, con inocultada pena, comentaba de su creación -Don Quijote- que «del mucho leer y del poco dormir se le secó el cerebro».

Al acopio de citas y anécdotas debo agregar una contribución genuinamente paraguaya, que puede engrosar esta universal corriente tan finamente representada por Goering y Millán de Astray. Con menos poesía y más brutalidad, el aporte paraguayo no deja de ofrecer aristas admirables por su contenido de picardía criolla. El testimonio puede ser resumido en pocas palabras. Se discutía animadamente en un alto conciliábulo castrense el eventual pase a retiro de un oficial de reconocidos méritos: una especie de genio uniformado. Hubo quien trató de evitar que le bajasen el hacha con el argumento de que se trataba de un hombre con demasiada formación como para que pudiese ser puesto de patitas en la calle como cualquier hijo de vecino. Uno de los que tenían que decidir inclinó decididamente la balanza en favor del despido con estas insuperables palabras:

-Ore noroikotevéi arandu. Roikotevé confianza. Aga roikotevê ha'ára arandu, rohenóine. (Nosotros no necesitamos de sabios; necesitamos gente de confianza. Cuando necesitemos de sabios, los llamaremos).

Magistral retórica, digna de un Demóstenes y de un Cicerón. Supongo que será innecesario agregar que el oficial concluyó abruptamente su carrera y fue a la calle. Quien selló su suerte tuvo una larga y venturosa vigencia en la institución, coronada por la sólida y perdurable prosperidad que suele ser el merecido premio de quienes se desvelan por la patria.




ArribaAbajoEl material de investigación

Para hacer paraguayología, ya lo hemos visto, no harán falta sino pocos y justificados libros. No es de lamentar la vasta ausencia del   —66→   papelerío, por todo lo que hemos explicado anteriormente. Por este tratado debe muy poco al papel y sí a otras fuentes que parecen más convincentes.

¿Cuáles serán esos materiales que harán prescindibles los libros, ese gris fetiche de los intelectuales? Muchos. Veamos algunos: los lugares comunes; los marcantes (apodos); la interminable cantera de los ñe`enga (aforismos populares); los desafiantes versitos y frases rituales del truco; las «relaciones» del pericón; los «compuestos»; la canción popular; la tradición oral; las glosas que los «cantores» de lotería dedican a los números que van saliendo del bolillero; las entrelíneas de la información periodística; la conducta cotidiana de la gente; el paralenguaje que se agazapa siempre en la trastienda de palabras y gestos, de actos y silencios; el mucho palabrerío que, aunque no denota nada, connota mucho.

En todo este material hay suficientes rastros de la paraguayidad. Las pistas comienzan a aparecer por todas partes y no hace falta ser un Sherlock Holmes para seguirlas con la paciencia de un sabueso. Estas pistas nos conducen de lleno a los dominios de la «raza», como solemos autodesignarnos, aunque la palabra no deja de tener cierto retintín que el investigador no dejará pasar por alto. La connotación peyorativa puede ser tan notoria que un periódico de Asunción comenzó a publicar hace un poco un Diccionario (sic) de la raza, ubicándolo -¿en qué otro lugar podría estar mejor?- en su página humorística.

Agreguemos los desaparecidos Monólogos de José Luis Appleyard, el purahéi jahe`o (canto-lamentación); los insultantes graffiti de baños y muros; el airado regateo de las mercaderas del mercado de Pettirossi; los juegos y sus normas. En esta rica cantera se encontrará mucho más sobre la paraguayidad que en la babélica biblioteca del Paraguay de gua'u que mencionábamos con menguante veneración.



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ArribaAbajoArandu ka'aty

Es en el mundo del arandu ka'aty (sabiduría selvícola) donde se encuentran todas estas pistas, de las cuales podremos extraer los elementos medulares de la cosmovisión del paraguayo. La sabiduría popular no cuenta -lo sabemos- con entusiastas adeptos. Los lectores de catecismos tronarán airadamente contra este tímido intento de escudriñar su bullente y contradictorio interior. No faltará quien me eche encima la inevitable cita de Gramsci, extraída del texto en el que este menoscabó a la sabiduría popular.

«La filosofía del sentido común -nos dice el pensador-, la filosofía de los no filósofos, es decir, la concepción del mundo absorbida acríticamente por los diversos ambientes sociales y culturales en que se desarrolla la individualidad moral del hombre medio. El sentido común no es una concepción única, idéntica en el tiempo y en el espacio, es el folklore de la filosofía y, al igual que ésta, se presenta en innumerables formas. Su rasgo fundamental y más característico es el de ser una concepción (incluso en cada cerebro individual), disgregada, incoherente, inconsecuente, conforme a la posición social de las multitudes de las que constituye la filosofía»24.

Luego de una cita tan coqueta como la anterior, uno debería quedar abrumado, sin atreverse a insistir. Pero la intrepidez nacional, que no se deja apabullar ante los relumbrones del conocimiento, obliga a persistir con la irresponsabilidad de la ignorancia. Mientras los propietarios de la sabiduría siguen acopiando citas, me permitirán insistir en aferrarme a la sabiduría selvícola. Y, con el perdón del Sanedrín y de los libros sagrados, seguiré durmiendo con la cabeza orientada hacia el Norte; invocaré a Santa Rita, como la mejor «abogada» para acometer empresas imposibles; dejaré invariablemente abierta toda puerta por la que pase; consideraré la micción como un acto social y no como el cumplimiento de una necesidad fisiológica individual; confiaré en que el destino ya tiene señalado el itinerario de cada uno sobre la tierra.





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ArribaAbajo- V -

Con la ayuda de doña Petrona se realiza una decidida incursión en el terreno de la gastronomía folclórica


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Todos los años, el 12 de octubre, se repite en el Paraguay una ceremonia dedicada al Día de la Raza. Hay actos en las escuelas, cantos alusivos, ramos de flores, banderas y discursos. No suele faltar el embajador de España. El arduo despilfarro de emociones tiene como populoso objeto a la «raza americana»: ¿Qué raza? Un antropólogo quedaría perplejo al recibir semejante pregunta de sopetón. Porque lo más difícil para él sería referirse al 12 de octubre como punto de partida de la aparición de una nueva raza sobre la tierra.

Las razas -si podemos referirnos así a los grupos humanos que poblaban el continente antes de la llegada de los europeos- eran muy distintas unas de otras. Tenían culturas diferentes, hablaban distintos idiomas. Sus rasgos físicos no tenían mucho en común salvo los que se repiten fatigosamente en la especie humana: dos ojos, una nariz, cabellos, cejas, dos extremidades superiores y dos inferiores, etcétera. Pero, por lo demás, no se ve qué argumento podría encontrarse para sostener que el Quechua peruano, el Guayakí del Alto Paraná, el Apache del Sur de los Estados Unidos, el Ona del extremo continental o el Mbayá-Guaikurú del río Apa eran, técnicamente hablando, razas.

Lo que hoy es el Paraguay estaba poblado en la época precolombina por «razas» -si así podemos llamarlas- muy distintas, empeñadas en rabiosas guerras de mutuo aniquilamiento. En toda América los europeos aprovecharon esta implacable división para exterminarlas a todas prolijamente, arrojando a unas contra otras y forjando alianzas de fugaz duración. Los ingleses, sobre todo, exhibieron cualidades ejemplares en este esfuerzo. Tuvieron que pasar siglos para que Hitler pudiese realizar una labor masiva de parecida prolijidad.

Aun hoy, subsisten en el Paraguay nada menos que 17 parcialidades que se subdividen en cinco troncos lingüísticos   —72→   absolutamente distintos unos de otros. Un Mbya-Apytere de Caaguazú tiene tanto en común con un Maká chaqueño como podría tenerlo un árabe del desierto con un esquimal que se congela dentro de su iglú. En cuanto a los guaraníes, mayoritarios en la región Oriental, sólo estaban unidos por la lengua y por algunos rasgos culturales. Pero étnicamente no respondían muy exactamente a un patrón único.


ArribaAbajoLa raza guaraní

Bartomeu Meliá no vacila en decir: «Dado el proceso histórico social del Paraguay, y en el que se ha dado la fusión de diversos elementos étnicos -sobre todo europeos-, el concepto de raza carece absolutamente de significación. No es de ninguna manera la llamada raza guaraní un elemento definidor del ser nacional»25.

¿Quiénes eran los guaraníes? Se ha escrito tanto sobre ellos que una sola palabra más sería un abuso. Parece que no constituían propiamente una raza sino más bien un vasto tronco lingüístico. El guaraní era como el antiguo latín: permitía entenderse entre sí a un conglomerado de pueblos que habitaba buena parte del litoral Atlántico, desde el Amazonas hasta el río Uruguay, penetrando como una flecha hasta el centro del continente. El Paraguay era, tal vez, la punta de la flecha.

Delante se encontraba el Chaco, con sus tribus nómadas, enemigas ancestrales y cuya ferocidad infundía un justificado pavor. Más al fondo se hallaba el imperio incaico, cuyas fronteras orientales fueron saqueadas más de una vez por algunas avanzadas guaraníes que lograron atravesar la llanura chaqueña. Allí quedaron los descendientes de los invasores, los actuales chiriguanos. De todos modos, la relación con los chaqueños fue siempre belicosa, con resultados generalmente adversos a los guaraníes. Cabeza de Vaca apuntó este sentimiento con asombradas palabras:

«Los indios guaraníes que consigo traía el gobernador [él mismo] se morían de miedo de ellos y nunca pudo acabar con ellos que acometiesen a los enemigos (...) estaban cantando [los guaikurúes] y   —73→   llamando a todas las naciones, diciendo que viniesen a ellos, porque ellos eran pocos y más valientes que todas las otras naciones de la tierra»26. Los guaraníes, neolíticos al fin, eran más numerosos; compensaban en cantidad lo que seguramente les faltaba en bravura. La mandioca y el maíz permitían asegurar el sustento a una población demográficamente más numerosa que la de los cazadores-recolectores chaqueños.

Los chaqueños eran gente de enorme estatura, a veces morenos; algunos grupos acostumbraban pintarse el cuerpo. Eran, en general, singularmente feroces. No sería una experiencia risueña encontrarse con un grupo de ellos, en tren de guerra, en un descampado. Hasta hoy podemos apreciar su envergadura y sus facciones inamistosas, talladas a hachazos en el rostro oscuro, en los Maká que venden chucherías en el centro de Asunción. Los Guaikurú, es cierto, pertenecían a otra nación, distinta de la de los Maká, racial, cultural y lingüísticamente hablando. Pero parece que no les iban en zaga en altura, lo que debió impresionar a los pequeños y retacones guaraníes. Poseían, además, una destreza intranquilizadora: de un solo golpe de quijada de piraña, a guisa de navaja, sabían degollar, como quien corta un queso, a los pequeños guaraníes. «Les quitan la cabeza y se llevan en la mano asida por los cabellos»27, comenta Cabeza de Vaca entre admirado y horrorizado.

Estos pámpidos entendieron pronto que el caballo era una de las ventajas más visibles que tenían los españoles para la guerra. Lo adoptaron muy pronto, y extendieron su influencia hasta el extremo de tener en jaque, ya no sólo a los guaraníes, sino también a toda la colonia española. Los malones Guaikurú detuvieron bastante tiempo la ocupación del Norte y, peor aún, llevaron el terror hasta bien dentro de la región de los asentamientos hispánicos con epicentro en Asunción.




ArribaAbajoEl acicalamiento nativo

Para hablar de los guaraníes es preciso separar la realidad del delirio. Los jesuitas urdieron una versión oficial, con fines proselitistas,   —74→   que todavía se repite hoy como el non plus ultra de la sabiduría. Los libros de lectura escolar concedieron devota hospitalidad a esta larga novela. Nuestros personajes son presentados como monoteístas, y con los creyentes en el cielo y en el infierno y en el alma inmortal. Los acicalaron de tal modo, que lograron afianzar una imagen completamente distorsionada de su cultura, maquillándola sabiamente para una triunfal presentación en sociedad.

Dos siglos después, desde otra vertiente filosófica, Moisés Bertoni, sabio suizo radicado en el Paraguay, fue aún más lejos y se ocupó de cantar epinicios a los antiguos guaraníes, asegurándonos que fueron creadores de toda una civilización. Les adjudicó populosas ciudades que habrían quedado escondidas en la selva, una escritura lapidaria, un sistema democrático, una confederación y hasta cierta conexión remota con la Atlántida, el misterioso continente perdido.

Vio tan perfectos a los guaraníes que no vaciló en absolverlos del cargo de antropofagia que les endilgaron los europeos de la época de la conquista. Bertoni niega que el «prisionero a la brochette» haya pertenecido al menú de los guaraníes. Y lo endilga, a renglón seguido, a la gastronomía de los karaive (caribes), unos primos lejanos, pero de un pelaje inferior. Los parientes, es sabido, no se eligen.

No le interesó mucho el testimonio de Cabeza de Vaca, quien proporciona una breve relación de la dieta de los guaraníes: «Son labradores, que siembran dos veces al año maíz, y asimismo siembran cazabi [mandioca], crían gallinas a la manera de nuestra España, y patos; tienen en sus casas muchos papagayos, y tienen ocupada muy gran tierra, y todo es una lengua, [tienen un solo idioma], los cuales comen carne humana, así de indios sus enemigos, con quien tienen guerra, como de cristianos, y aun ellos mismos se comen unos a otros»28.




ArribaAbajoLa aristocracia «ava»

Bertoni afirma que «entre todos los pueblos guaraníes había uno que, como he dicho, constituía el núcleo de ese grupo étnico [los guaraníes] y que pudiera considerarse como la aristocracia entre los   —75→   diversos pueblos guaranianos. Este grupo lo constituían los pueblos que habitaban el Norte y el Centro del Paraguay, partes del centro y el Sur del Mato Grosso, parte de la cuenca del Amazonas y varias partes de la costa del Atlántico y del Brasil. Estaba formado, sobre todo, por los chiripa, en cuyo nombre envuelvo a las tribus que habitaban el Guairá, en la época de la conquista y durante la dominación de los jesuitas; los itatines que habitaban el Sur del Mato Grosso, una parte del Norte del Paraguay y que fueron traídos por los jesuitas a las Misiones del Sur del Paraguay, donde en varias ocasiones han penetrado; los tobatines y tarumaes que habitaban la parte central del Paraguay; varios pueblos de la costa y partes centrales del Brasil; los omoguas, la nación más importante de la región del Amazonas... y los guananíes o guaraníes, que habitaban el bajo Amazonas, de los cuales me ocuparé más adelante al hablar de la civilización de los guaraníes, porque, según prueba evidente, la civilización que poseían era la que más alto grado rayaba»29.

Bertoni, anarquista al fin, se entusiasma y les atribuye un sistema social, político y económico. «La constitución política de los guaraníes es la democracia pura. El gobierno era popular... El guaraní es comunista y comunista hasta el punto extremo... El comunismo no solamente preexistió en las tribus que hayan pertenecido a las Misiones sino que era general en todos los guaranianos y, con pocas excepciones, en tiempos más o menos antiguos, general en todos los pueblos del tronco mongólico, cuando menos entre los americanos... Solamente los guaraníes han sabido hacer de esta bella teoría una realidad. Lo que fue y aun es una utopía entre los pueblos muy civilizados, pero desgraciadamente impregnados de egoísmo personal, ha llegado a ser un hecho entre los pueblos más modestos, gracias a dos grandes virtudes: el sentimiento altruístico y la dignidad personal»30.




ArribaAbajoLa cosecha de mujeres

Cuando llegaron los europeos a nuestro actual territorio, comenzaron a mezclarse activamente con el primer pueblo con el que entraron en contacto: los Karió, ocupantes de lo que es actualmente   —76→   Asunción y su zona de influencia. Claro que previamente debieron correr a los nativos a arcabuzazos, en un combate tan breve como decisivo en Lambaré. Los indígenas se dieron cuenta de su inferioridad militar y optaron por la negociación entregando lo único que entusiasmaba a sus vencedores: las mujeres.

El asunto fue iniciado por el propio Juan de Ayolas, quien recibió seis mujeres indígenas, como obsequio, en prueba de amistad; «la mayor, de diez y ocho años»31, comenta con inocultada envidia Schmidl. Es que entregar una mujer era obsequio que, para los Kari'ó, creaba vínculos de segura y firme alianza. El padre Lozano dice que «el agasajo principal de los caciques a las personas de respeto era enviarles una o dos de sus mujeres»32.

Cuando Irala hizo las paces con un cacique, éste le entregó su hija, con todas las prerrogativas imaginables sobre ella. El conquistador no tenía tiempo que perder y tomó inmediata posesión de la doncella. Mientras se consumaba el acto, unos ochenta indígenas hacían afuera una bulla infernal, con acompañamiento de tambores, celebrando la formalización del convenio. El deporte se volvió tan tupido que el arcediano Martín Barco de Centenera elevó al cielo, tiempo después, una angustiada plegaria: ante sus pías narices se estaba organizando nada menos que una sucursal del Paraíso de Mahoma. Una calamidad.

Schmidl confiesa haberse sumado después, activamente, a la competencia, poniendo en ello seguramente su intransigente disciplina teutónica. Cuenta de ciertas Jaurúes, del norte del río Paraguay -probablemente pertenecientes a las aguerridas etnias pámpidas-, con la suficiencia de quien ya tiene buen conocimiento de causa, que eran «muy lindas y grandes amantes y afectuosas y muy ardientes de cuerpo...»33. En esto no hay discrepancia con Alvar Núñez Cabeza de Vaca, quien conviene en que, desde luego, las nativas no eran reacias a estos comercios, ya que «de costumbre no son escasas de sus personas y tienen por gran afrenta negarlo a nadie que se lo pida y dicen que para qué le dieron sino para aquello»34. Los españoles no fueron descorteses. Había que hacer honor a la tradición de hidalguía castellana.



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ArribaAbajoUn cóctel importado

¿Y los españoles? ¿Quiénes eran los que constituían el otro extremo del ovillo? Las crónicas revelan a andaluces y extremeños en su mayoría, pero no faltaban vascos ni castellanos. Se les sumaron años después catalanes, valencianos, malagueños; en fin, todos los pueblos que habitaban España y que hasta hoy conservan celosamente todo aquello que los diferencia. Han mostrado ser tan tercos en esto que ni siquiera pudieron ser disuadidos por el patriótico esfuerzo uniformador -exterminio mediante- practicado por el Generalísimo Franco. Y conste que tuvo a su favor la indiscutible gracia de Dios y la celestial cooperación de los ángeles. Fue inútil. Las distinciones permanecen hasta hoy.

Entre los primeros expedicionarios había, además de representantes de varias de las «razas» españolas, lansquenetes alemanes como Ulrico Schmidl e ingleses como Colman; y probablemente más de un moro y judío conversos, prestos a santiguarse cuarenta veces por día para desorientar a los espías de la Inquisición. Schmidl nos dejó una sabrosa crónica sobre el descubrimiento y conquista del Río de la Plata, que sigue siendo una obra de gran interés. En cuanto a Colman, de quien dicen que había perdido un brazo en una refriega, no habrá sido manco totalmente porque sus descendientes se multiplicaron por todo el territorio.

Ya estaba el primer núcleo de conquistadores instalado en Asunción cuando arribó un importante grupo de italianos -Aquino, Centurión, Rizo, Troche y otros- al naufragar la nave de León Pancaldo, cargada de mercancías. Los italianos debieron vender sus productos a los conquistadores, recibiendo a cambio promesas de pago -eso sí, debidamente formalizadas ante escribano-, a las resultas del oro que estos iban a traer del Candiré. Jamás nadie vio un cobre. Pero también esta sangre se mezcló con el torrente general, regido por la mescolanza y la lubricidad.

Los italianos entregaron sus mercancías -arcabuces, rodelas, paños, etcétera- y se quedaron con pomposos y robustos documentos   —78→   en los cuales los conquistadores se comprometieron a pagar la deuda «del oro o plata y otras riquezas que en esta Provincia del Río de la Plata o en las doscientas leguas de costa del Mar del Sur que les pertenecen de esta conquista que hubieren habido y hubiere de que se haga repartimiento o repartimientos a los conquistadores de esta conquista puestos y pagados en cualquier parte o lugar de esta conquista y provincia» (carta obligación de Juan de Sotelo y Vicente de Mendoza a favor de León Pancaldo)35.

Rafael Eladio Velázquez asegura que «no sería aventurado afirmar que el número de españoles que participaron activamente del mestizaje habría oscilado entre 1.000 y 1.200»36. Todos ellos se sumergieron en el mar de nativas «muy ardientes de cuerpo» con el frenesí de quien sabe estar cumpliendo una elevada misión histórica. En el apresuramiento, alguno hasta habrá olvidado quitarse los hierros que le cubrían. Trágica habrá sido la situación de aquellos a quienes la humedad del trópico inutilizó las bisagras y tuvieron que dejar encerrado el furor reproductor dentro de tanta coraza inútil.




ArribaAbajoSegunda mano de pintura

Con ambas «razas» se produjo el intenso proceso de mestizaje que nunca olvidan mencionar los historiadores. En lo que suelen discrepar es en cuanto a la mayor o menor influencia de unos u otros ancestros. Bertoni, por ejemplo, pone énfasis en nuestros ancestros indígenas. Pero, para no ser perfecto, añade algunas cosas de su propia cosecha. Trata de desvalorizar el estereotipo del guaraní, presentado por la iconografía colonialista como un ser de aspecto brutal, de labios gruesos y de mirada torva. Por el contrario, asegura: «En la cruza de guaraníes con españoles sucede frecuentemente que los descendientes parezcan en su mayoría españoles. Es debido sobre todo a que del lado guaraní ha habido un tipo que por su desarrollo físico ya presentaba cierto parecido con las razas europeas, y esto ha sucedido con frecuencia, tanto más cuanto los españoles daban naturalmente la preferencia a los tipos más hermosos»37.

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Luego de este blanqueo que por poco nos convierte en vikingos, no puede extrañar el entusiasmo de Manuel Domínguez, quien echa encima del cuadro de Bertoni una justiciera segunda mano, con la energía de un flamante artista de brocha gorda. «El Paraguay fue colonizado por la más alta nobleza de España. Por la mejor gente, del mejor tiempo, por vascos y castellanos, sobre todo... El noble fuerte mezcló su sangre con la del guaraní que era sufrido y nació el mestizo que no era el de otras partes. Aquel mestizo en la cruza sucesiva se fue haciendo blanco, a su manera, porque se aprende en historia natural que el tipo superior reaparece en la quinta generación; blanco sui géneris en quien hay mucho de español, bastante del indígena y algo que no se encuentra o no se ve ni en el uno ni en el otro, separados...»38.

Domínguez acumula cita tras cita para defender su tesis, en su empeño por descubrir «el no sé qué del paraguayo»39. Y, más adelante, insiste con indeclinable fe: «Este pueblo es blanco, casi netamente blanco»40, explicando seguidamente sus virtudes como resultados del medio físico. Lo cual, recapitulando sobre sus fuentes -Azara, Demersay, Du Graty- le permiten concluir: «¡Más blancos, más altos, más inteligentes, más hospitalarios y menos sanguinarios que los otros!»41.

Sus fuentes, generalmente extranjeras, parecen insospechables. Leyendo, por ejemplo, a Demersay, nos echa encima la talla media de nuestra gente: 1,72 m. Dato tremendo comparado con la talla promedio de la especie humana, que tampoco olvida citar Domínguez: 1,62 m. No se sabe a qué paraguayos conoció Demersay, para haberlos visto tan altos. Una de dos: o Demersay era un enano o habrá entrado en un estadio de basketboll. Alguien, más juicioso, pensaría que el francés habrá tomado las medidas en algún cuartel, tal vez el de la escolta del presidente, que sólo admitía a reclutas gigantescos.

El animoso Domínguez no titubea en postular que el paraguayo era «un blanco sui géneris, bravo, fuerte» y superior -«como raza»- a los que lo invadieron en el siglo XIX y «por el medio físico en que se desarrolló su raza y en las energías que derivan de esta causa en   —80→   sobriedad, agilidad, en ser infatigable, sufrido, ¡muy sufrido! hasta el límite a donde puede llegar la naturaleza humana.




ArribaAbajoUna pizca de canela

A este conglomerado se sumaron los esclavos negros. Y cualquiera sabe que lo negro es solo un pigmento de la piel y no una raza, ya que razas había de todas clases en África y para todos los gustos imaginables. Diferían en estatura, en grado de civilización, en color, en rasgos faciales y en medidas antropométricas. Desde el Watusi hasta el Pigmeo, pasando por el Zulú y el Angola, tenemos allí todos los grupos humanos -«razas»- imaginables.

A fines del siglo XVIII, la relación de Juan F. de Aguirre establece en 10.840 el número de «pardos», sobre una población total de 96.630. ¡Más del 10%! Azara proporciona un revelador informe sobre los negros en el Paraguay en la época colonial. Explica que en el Paraguay de aquel tiempo había tres clases de hombres muy diferentes: Indios, europeos o blancos y africanos o negros. Las tres se mezclan francamente resultando los individuos de que voy a hablar llamados con el nombre general de pardos aunque bajo el mismo incluyen a los negros»42.

El hijo de indio -explica Azara- y blanco es un mestizo; el hijo de africano con blanco indio es un mulato; si el hijo mulato de negro y blanco se junta con un blanco, tenemos un cuarterón, por tener solo cuarta parte de negro; si, por el contrario, la unión del mulato es con un negro, aparecerá un cuarto atrás, porque sale con tres cuartos de negro»43.

Azara es muy generoso con los paraguayos, pero juzga que el mulato resultante de europeo y africano es superior, en vigor, talento y viveza, que el mulato resultante de indio y negro. Pero en cuanto a lo moral, «noto muy poca diferencia entre mestizos y mulatos, pues aunque entre ellos los hay muy honrados, lo más general es ser inclinados a la embriaguez, al juego de naipes y a las raterías»44.

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En la Guerra Grande hubo muchos combatientes negros y mulatos. Hasta llegó a formarse una unidad con ellos: el batallón Nambi'i. El sargento Cándido Silva, el trompa que anunció la victoria de Curupayty, era negro. Negra era Doña Calí, de aplaudida memoria por sus inolvidables chipas. De notorios negros y mulatos está llena nuestra historia. Aun hoy la sonoridad de lustrosos apellidos patricios apenas logra disimular la inconfundible piel canela, los labios gruesos y los delatores cabellos ensortijados que proclaman largas genealogías africanas. Expurgadas, como corresponde, del árbol genealógico familiar.

Para cooperar, con este color de antigua solera, debemos contabilizar prudentemente la gran cantidad de violaciones que habrá realizado la soldadesca brasileña, en la que menudeaban los esclavos negros. Cuarenta y cinco negros por cada blanco, dice Chiavenatto. Fueron parte del usurario precio pagado por el Paraguay a la Triple Alianza. Precio que sus soldados, ocupantes armados de nuestro suelo, no se habrán demorado mucho en cobrar. El asunto es fácil imaginarlo. Al fin de cuentas, aquella era una cruzada «civilizadora», y no era cosa de tomarla en solfa. Había que hacer las cosas en forma o no hacerlas. ¡Qué embromar!




ArribaAbajoEl aluvión de la posguerra

Todavía no concluía la guerra contra la Triple Alianza cuando llegaron nuevas oleadas de inmigrantes. Asunción, ocupada por los aliados -la ocupación se realizó en los primeros días de enero de 1869 y la guerra terminó en marzo de 1870-, recibió un fuerte contingente de italianos. Su primera contribución a la cultura nacional fue la quema de un diario -La Regeneración- que los atribuyó, parece que injustamente, no sé qué delito. Sin contar los brasileños -Chaves, Pereira, Piris, Da Silva, Da Rosa, Da Costa, Mendes y muchos otros además de vivanderos, pícaros, mercachifles, tahures, vividores, aventureros, soñadores, «madamas», prófugos o simples desatinados traídos por la oleada de la Alianza y que terminaron instalándose en el Paraguay.

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En general, la inmigración acumulada entre 1881 y 1921 -faltan los datos de 1869 a 1881- fue de 22.305 registrados. Cifra nada despreciable considerando que la población paraguaya, según la corrección de José Jacquet al censo de 1886, llegaría a poco más de 329.645.

Para complicar las cosas, la guerra contra la Triple Alianza redujo drásticamente la población masculina. El censo de 1886, ya citado, muestra esta realidad entre los grupos de edades: hombres de 15 a 20, 10.641; mujeres de 15 a 20, 13.478. Hombres de 21 a 30, 22.586; mujeres de 21 a 30, 31.900. Hombres de 31 a 40, 6.420; mujeres de 31 a 40, 18.697 (el triple). Hombres de 41 a 50, 3.497; mujeres de 41 a 50, 12.124 (el triple). Hombres de 51 a 70, 2.652; mujeres de 51 a 70, 9.285 (el cuádruple y más).

En fin, uno puede imaginarse todo lo que pasó -y cómo- al concluir la guerra. El paraíso de Mahoma de la lejana época de Irala habrá quedado reducido a la altura de un poroto. Un periódico anarquista de comienzos de siglo, dirigido por Leopoldo Ramos Giménez, apuntó malignamente al general Caballero y a monseñor Bogarín por haber asumido la tarea patriótica de repoblar al Paraguay. El primero fue, como se sabe, fundador de uno de los partidos tradicionales del Paraguay. El segundo, primer arzobispo de Asunción. Claro que a los anarquistas no hay que tomarlos nunca al pie de la letra.




ArribaAbajoEl mejor pedigree

Por aquella misma época Cecilio Báez tronaba a favor de la tesis del cretinismo nacional. La nefasta experiencia histórica habría producido -decía- un producto degenerado. Habría en ello, quizá, el eco asordinado de las palabras del doctor Francia -«país de pura gente idiota» decía el Supremo-, en agria carta dirigida a uno de sus comandantes de frontera. Se quejaba el Dictador de que sobre sus agobiados hombros caía todo el peso del gobierno, ya que nadie sabía hacer nada. Sólo él.

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Como la raza paraguaya, según esta teoría, era una calamidad, había que mejorarla con sangre europea a raudales. Quizá así habría alguna esperanza de redención. Pero esta actitud no era un lunar en el hemisferio. Era la versión local del aluvión positivista que invadió a América como la peste. Parte del discurso positivista consistía en proclamar que los americanos eran, racialmente hablando, un desastre. Con el buen ojo del cuidador de caballos, los positivistas aseguraban que el mejor pedigree lo tenían los hombres rubios y de ojos azules. Era tal la admiración americana hacia estos dechados de perfección que el subconsciente colectivo no ha dejado de registrarla. De ahí viene el dicho popular ñandejara rire, gringo (después de Dios, el gringo).

No hay discurso político de fines del siglo XIX y comienzos del XX que no esté repleto de ardientes llamadas a la inmigración europea «para mejorar la raza». Una digresión sobre una actitud pintoresca: la mujer de evidente origen europeo es aclamada por virtudes que resultarían extrañas en el Viejo Mundo. Hague'ipa ningo (está llena de vellos) se enternecerá un paraguayo, como máxima expresión de admiración a una mujer deseada. Y no como un reclamo de inmediata depilación, por razones estéticas e higiénicas, sino como admiración ante uno de los signos visibles de la belleza femenina.

Ese sentimiento era moneda común en la intelectualidad latinoamericana de la época. La competencia era feroz. Era cuestión de ver quien arrojaba mayor cantidad de estiércol sobre su propio pueblo. Sarmiento hizo maravillas para descollar en esta cruzada. Arguedas, el boliviano, pasó después al frente, por una cabeza, con su magistral obra Pueblo enfermo. Se refería al suyo. ¿Cuál otro podría ser? En el Brasil, José Veríssimo intelectual de nota, se preguntaba: «O que se pode esperar de un povo feito do conluio de selvagens inferiores, indolentes e grosseiros, de colonizadores oriundos da gente mais vil da metropole -calcetas, assasinos, barregoes- e de negros bocais e degenerados?»45.

Era la época en que se suponía que Buenos Aires era un barrio de París y que allí iba el porteño cuando moría y no al cielo. El porteño,   —84→   ya se dijo, es un francés honorario. Bogotá sollozaba cuando se le cantaba esta ardiente endecha: Atenas sudamericana. Todo lo bueno de estos lugares tenía un motivo: su esencia europea. Lo demás era despreciable.

El brasileño Joaquím Nabuco, en su autobiografía, escrita allá por el 1900, nos pinta un cuadro exacto de esa difundida tilinguería: «O sentimiento em nos e brasileiro; a imaginaçao, europeia. As paisagens todas do Novo Mundo, a floresta amazónica, ou as pampas argentinos nao valem para mim un trecho da vía Appia, una volta da estrada de Salerno a Amalfi, un pedaço do cais do Sena a sombro do Velho Louvre»46. ¿Por qué ensañarnos con los pinitos de Cecilio Báez?




ArribaAbajoUna receta de doña Petrona

¿Qué somos entonces, étnicamente hablando? Nada y todo. Si quisiéramos hacer una receta, podríamos proponer la siguiente: ponga seis partes de indígena, mayoritariamente guaraníes de la región central, sin desdeñar alguno que otro Payaguá, Guayaquí, Guaikurú, Toba, Moro, Chamacoco, etcétera. Agregue dos partes de andaluz y extremeño, y algo de vasco. Ponga una pizca de inglés, alemán, italiano y alguno que otro moro o judío de riguroso incógnito. No olvide dejar caer algo de negro, pero con generosidad.

No se impaciente y espere el paso de un par de siglos para echar otra parte de italianos y alemanes, en igual proporción. Espere un poco y espolvoree árabes, franceses, croatas, servios, montenegrinos, polacos, rusos y ucranianos. Revuelva con fuerza. No se precipite, porque necesitará arrojar algunos armenios, escandinavos e irlandeses. Haga una pausa y respire profundamente para tomar fuerzas, pero no crea que ha concluido porque antes de sacar el pastel del horno tendrá que agregar con idéntica largueza, japoneses, chinos y coreanos. Déjelo todo al baño María.

No se preocupe con las apariencias que distinguen a unos ingredientes de otros. Sólo tendrá que armarse de paciencia porque   —85→   sólo el tiempo le permitirá acudir nuevamente al horno para extraer de allí el resultado final.





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