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«En virtud de la materia»: nuevas consideraciones sobre el subtexto andino de los «Comentarios Reales»1

José Antonio Mazzotti




Introducción

Verdad es que tocan [los escriptores Españoles] muchas cosas de las muy grandes que aquella republica [de los Incas] tuuo, pero escriuen las tan cortamente, q~ aun las muy notorias para mi (de la manera que las dizen) las entiendo mal.


(«Proemio al Lector»», Primera Parte, f. s/n, énfasis agregado)                


Las líneas que siguen sólo apuntan a suscitar una reflexión sobre una de las muchas (aunque, seguramente, de las más escondidas) lecturas que ofrece la obra mayor del Inca Garcilaso. Como se sabe, los aportes de los últimos años, tanto en el plano del análisis literario como de la información biográfica, han llevado a afirmar una imagen cada vez más completa del autor y del sujeto (multiforme y, por eso mismo, polémico) que aparece como enunciante dentro de una historia que fue considerada durante casi tres siglos la historia de los incas y de la conquista del Perú por excelencia. No vale la pena entrar en detalles sobre el derrocamiento que han sufrido los Comentarios Reales desde fines del siglo XIX con respecto a su autoridad histórica y a su positivistamente reclamada «objetividad». Se trata de un caso bien sabido y bastante documentado2. Nos limitaremos a recordar que las ediciones de Jiménez de la Espada de El Señorío de los Incas, de Pedro de Cieza de León (en 1880), de la Suma y narración de los Incas, de Juan Diez de Betanzos (también en 1880), de la Relación de antigüedades deste reyno del Pirú, de Joan de Santacruz Pachacuti Yamqui Salcamaygua (1879), y sobre todo, el descubrimiento por Piettschmann en 1908 del manuscrito de la Nueva coronica de Waman Puma en la Biblioteca Real de Copenhague, con su posterior edición en 1936 por Paul Rivet, abrieron horizontes inesperados para el conocimiento del pasado andino y para evaluaciones alternativas del régimen cuzqueño. Sin mencionar, naturalmente, los estudios arqueológicos, antropológicos y lingüísticos que durante el presente siglo han brindado evidencia irrefutable sobre ciertos aspectos de la expansión incaica y sobre rituales y categorías de pensamiento mucho más complejas y variadas de las que los Comentarios parecen ofrecer a simple vista.

La obra ha venido así a ser evaluada por sus virtudes literarias de acuerdo con lo que los propios estudios sobre el Renacimiento se han ido enriqueciendo en las últimas décadas. La veracidad de la información contenida en sus páginas ha sido objeto de disputas que van desde los extremos hispanistas hasta los indigenistas dentro y fuera de la intelectualidad peruana, y muchas veces a partir de conceptos -y proyectos- de nación que surgen de determinadas maneras de caracterizar al siempre resbaloso mestizo, entidad que surge del entrecruzamiento de las figuras biográfica (léase inclusive genética) y literaria, sin mayor cuidado en discernir un plano del otro y, sobre todo, sin preguntarse sobre qué texto exactamente es el que se está leyendo.

Al titular el presente artículo con el nombre de «En virtud de la materia» queremos lograr un efecto que trascienda el simple juego de palabras que se encierra en la plantilla verbal. Nuestro punto de partida será un texto inexistente, o, si se quiere, un texto aún por existir: el que va de la edición princeps de los Comentarios (Lisboa: 1609, para la Primera Parte, y Córdoba: 1617, para la Segunda) a una edición crítica que, según parece, se hará esperar todavía hasta el próximo milenio. Y no porque desestimemos las virtudes de las ediciones modernas, sino porque no sirven a nuestros propósitos y porque en la mayoría de los casos anulan aspectos del sujeto de escritura que guardan profundas y casi secretas relaciones con una forma de historizar que no es precisamente la que más se ha estudiado en los Comentarios: aspectos que contienen resonancias aún audibles de un tipo de oralidad cuzqueña cortesana y evocaciones de una simbología incaica hasta donde ha podido ser reconstruida por los estudios contemporáneos.

Dentro de los muchos géneros de escritura que se ofrecen expuestos en la obra (narración histórica, descripción etnográfica, relato autobiográfico, comentario, traducción, análisis filológico, etc., etc.) se percibe una multiplicidad en las posiciones del sujeto enunciante que permite plantearse la pregunta sobre aquellos géneros (y aquellas posiciones del sujeto) que no son registrables desde el canon prestigioso del Renacimiento tardío. A esta estrategia implícita, ajena a las lecturas que sólo consideran una tradición sin duda presente en la obra (la de la formación que el Garcilaso autor adquirió y maduró durante su larga permanencia en Andalucía desde 1560 hasta su muerte en 1616), es a lo que vamos a referirnos con el nombre de «subtexto». Y en la medida en que este subtexto (que no es en el fondo sino el producto de una lectura potencial tan válida como otras) despierte sentidos congruentes con una modalidad de narración y un saber andinos es que vamos a desarrollar algunos aspectos que han pasado generalmente desapercibidos.

Veremos así que, más allá de la consideración de la obra como pieza literaria o como documento histórico (criterios que no tienen por qué excluirse, y menos para una época en que la retórica era, como decía fray Jerónimo Román, «el alma de la historia»), lo que resultará del análisis de algunos pasajes de la obra en su primera edición según anotaciones que servirían para una edición crítica es la descripción de un sujeto de escritura multiposicional y de una complejidad discursiva que en otro lugar hemos llamado «coral» (Mazzotti 1994). Conviene por eso partir de este concepto considerando que la lectura potencial que aquí señalaremos no se basa en el simple criterio historicista de una recepción real del texto en su momento dentro del contexto andino (capítulo aún por escribirse dentro del garcilacismo), sino de las relaciones internas de significado que encontremos en la misma obra. Así, la «coralidad» de los Comentarios se entenderá en todo momento como una suerte de polifonía en que la superposición de planos de discurso andinos y renacentistas dará como resultado una hermenéutica del texto preocupada por señalar cómo ciertas formas narrativas hasta hoy sólo concebidas según las referencias europeas del tardío XVI son también explicables desde un nivel de significaciones y resonancias propiamente cuzqueñas, más aún si consideramos el carácter aural que ciertos rasgos de su estilo contendrían. No bastará entonces referirnos a la historiografía renacentista, la concepción neoplatónica, el saber filológico, la tradición agustiniana, la literatura de los anticuarios venecianos, las alusiones bíblicas y la tradición utópica3, como evidencia «hipotextual» (Genette 1982). Por el contrario, brindaremos algunos elementos de juicio para evaluar en qué consiste, según nuestro criterio, el carácter mestizo de la obra, sin apelar a la temible falacia biográfica ni a fórmulas voluntaristas acerca de una supuesta armonía que, según veremos, resulta poco menos que problemática.

Para ello expliquemos algo sobre el proceso de escritura de la obra y luego acudamos a ella -en el relato sobre la fundación del Cuzco (I, I, XV-XVII)- a los elementos del subtexto que más nos interesen. Hemos escogido este pasaje por su importancia como plantilla narrativa a lo largo de la Primera Parte y por los elementos que ofrece para un entendimiento de la unidad de las dos Partes como una sola historia de los incas (asimilando la presencia española) que pretende resolverse en una alternativa política cargadamente etnocentrista, aristocratizante y divergente del posterior proyecto republicano criollo del XIX, en buena medida fruto de la Ilustración. Con ello prevendremos cualquier afán «peruanista» que se quiera atribuir a esta lectura, que no pretende sino situar la obra dentro de su específico universo cultural y dentro de las enormes posibilidades de entendimiento que aún ofrece.






Las etapas de escritura

Para fines de nuestra propuesta es importante recordar una de las ideas anotadas por José Durand (1955) que han sido sintomáticamente olvidadas por la crítica posterior. El conocido estudioso se refiere al proceso de composición de los Comentarios como uno que se fue modificando con el tiempo y cuyo producto final (estilos diferentes, interés desigual en el ritmo narrativo) podría explicarse por el hecho de que Garcilaso añadió en la Primera Parte de la obra los capítulos correspondientes a las guerras y la expansión de los incas después de haber concebido y empezado a escribir aquellas partes correspondientes a la organización de la sociedad incaica durante la paz. En otras palabras, el relato diacrónico y la descripción sincrónica difieren no sólo en contenido, sino también en estilo y en tiempo de composición. Así, las partes «guerreras» a las que se refiere Durand habrían sido añadidas sólo en los últimos años de elaboración de los Comentarios, y no parecen, como decíamos, haber estado incluidas en el plan original de la obra4.

Pero curiosamente, tales partes parecen corresponder a una idea del relato que bien podía haber estado evocando el sistema de repeticiones y el presumible tono formulaico de la fuente recitada original (los hipotéticos poemas históricos cortesanos cuzqueños y los relatos familiares en los cuales el narrador insiste en amparar su autoridad), fuente sobre la cual no hay una certeza absoluta de que no existiera verdaderamente, más allá de todos los recursos literarios de la época (a lo Cide Hamete Benengeli) con los que podría coincidir. Así, examinaremos en primer lugar la pertinencia de este acercamiento en función de la autoridad discursiva que se pretendería lograr frente a un potencial público que contara como referencia cultural familiar un tipo de narración semejante sobre la historia de los incas.

Para ello, conviene referirse brevemente a la naturaleza de la narración histórica incaica más prestigiosa a fin de derivar de ella algunos rasgos pertinentes a nuestra lectura. Hasta donde se sabe, los poemas históricos ordenados desde la corte incaica con fines de alabanza e ilustración de los gobernantes pasados contenían recuentos sobre hazañas y conquistas que servían para conservar la memoria de lo logrado por cada uno de los gobernantes que presidían las diferentes panaka o grupos familiares dirigentes dentro de la aristocracia cuzqueña. No entraremos en detalles sobre la naturaleza de tales poemas por la precariedad de la evidencia existente, ya que, en pocas palabras, no tenemos el texto completo y fidedigno de ninguno de tales poemas5. En realidad, de todos los rasgos atribuibles a tal género oral nos interesa solamente destacar dos: el uso de fórmulas organizativas y la distribución paralelística de complementariedad sintáctico/semántica, común a buena parte de la poesía quechua conservada en otros géneros que podríamos eurocentristamente calificar como «líricos». El tema de los cantares históricos incaicos ha sido tratado por Vansina ([1961]1965: 155), Lienhard (1989: 223-229), Lisi (1990), y Florián (1990), entre otros, y es rastreable desde fuentes primarias como Betanzos (Suma... I, Cap. XVII), Cieza de León (El Señorío..., Caps. XI y XII), Bartolomé de las Casas (Apologética historia, Cap. CCXLIX, t. 2: 391, y Cap. CCLIX, t. 2: 422), Jerónimo Román («República de las Indias Occidentales», Libro III, Cap. IX, en su Repúblicas del Mundo) y el mismo Garcilaso (Comentarios I, VI, V), que aluden a él delineando algunas de sus características.

Ahora bien, para un recuento histórico que no partía necesariamente de un poema oral, aunque muy posiblemente apoyaba su organización de los eventos relatados en un sistema pre-alfabético de notación (Goody: 91), los nudos y cuerdas de quipus (rasgo atribuible también al género de la «épica» incaica, según los cronistas citados), existe de hecho la evidencia de una organización formulaica en el relato que presentaron en mayo de 1569 ante las autoridades españolas en el Cuzco veintidós descendientes directos de Tupaq Inka Yupanqi. Allí trataban de probar su pertenencia al ayllu real opanaka de este inca para reclamar tierras y exenciones tributarias dado el estado de clamorosa indigencia en que se encontraban debido a la masacre practicada en sus padres y parientes por las tropas de Ataw Wallpa durante su toma del Cuzco. El documento o «Memoria» es examinado por John Rowe (1985), y contiene una lista de los descendientes, un recuento de las tierras y fortalezas conquistadas por Tupaq Inka Yupanqi y una declaración de diez testigos que se criaron en tiempos prehispánicos. Rowe identifica la organización del relato sobre las conquistas del inca según un orden que se habría apoyado en quipus o cuerdas con nudos que servían como ayuda mnemotécnica para la narración oral. Sostiene que «gran parte del texto en la Memoria se compone de fórmulas o frases estereotípicas que conectan o explican los nombres» (Rowe 1985: 198). Asimismo, el recuento se organiza de acuerdo con una enumeración de los lugares conquistados por el inca que habría derivado de la lectura vertical y transversal de las cuerdas del quipu, que normalmente cuelgan de una cuerda mayor a la cual están atadas. Tal lectura vertical y transversal del quipu-fuente permite entender repeticiones de lugares así como aparición de tierras más cercanas al Cuzco después de haber nombrado algunas más lejanas en la misma dirección.

La «Memoria» o Probanza examinada por Rowe sirve como pista valiosa para imaginar la que habría podido ser la organización interna del relato que habría servido de fuente o, por lo menos, estar siendo evocado o simulado en los capítulos de la Primera Parte de los Comentarios reales sobre las conquistas incaicas6. Aunque muy lejos estamos de afirmar que tales cantares fueron la fuente directa de dichos capítulos (tarea por demás dudosa dada la distancia geográfica y cronológica, aliviada, sin embargo, por las cartas de los excondiscípulos, v. I, I, XIX), lo que vale la pena considerar es que la específica conformación escrita de tales capítulos permite encontrar resonancias y estrategias semejantes a las que se puede pensar que los cantares tuvieron. Al margen de las semejanzas de contenido que los Comentarios puedan tener con otros de sus «hipotextos, como las historias escritas por Acosta o Román, por ejemplo, nos referiremos a la «manera» en que la narración garcilasiana se diferencia de sus fuentes europeas, según el sentido que se le otorga en el «Proemio al lector» citado al inicio de este trabajo.

Aunque dejaremos, por la tiranía del espacio, el desarrollo del formulismo de los Comentarios para otra oportunidad (v. Ortega: 114-115 y Mazzotti 1993: Cap. 2, III, para un desarrollo inicial del tema), sí señalaremos algo sobre la organización paralelística de la poesía quechua prehispánica y su relación con algunos pasajes de la obra. Para ello, es importante detenerse en la edición lisboeta de la Primera Parte y compararla con las versiones modernas que se han hecho de ella, a fin de encontrar cómo los capítulos «guerreros» o añadidos a los que Durand alude guardan una conformación legible también desde la lectura potencial andina del subtexto.

Por lo pronto, recordemos que las modernizaciones ortográficas y de puntuación que se han practicado en la obra durante nuestro siglo obedecen a la intención, por cierto legítima, de facilitar su lectura masiva. Así, se prolongan las frases, se colocan comillas, se eliminan comas y se crean párrafos, de manera que la recepción visual puede hacerse sin la incómoda y peculiar puntuación de la edición príncipe y sin la ortografía del XVII que, por otro lado, incluye en tal edición de los Comentarios numerosas erratas dentro del mismo uso de la época, pese a lo relativa que resulta la idea por la ausencia de un sistema de estandarización como el de la Academia de la Lengua, creada solamente en el XVIII.

Por eso mismo, conviene volver a la edición original, y examinar en ella el sentido que pudo haber tenido según como aparece y no como pensamos que debería ser hoy, casi cuatrocientos años después. Naturalmente, no pretendemos aquí invalidar los esfuerzos y aportes de autoridades como las de Rosenblat, Sáenz de Santa María y Araníbar, por nombrar sólo tres casos preeminentes de estudiosos que han brindado al público lector de España e Hispanoamérica sendas ediciones altamente confiables de los Comentarios: Rosenblat en Buenos Aires, 1943-44; Sáenz en Madrid, 1960; y Araníbar en Lima y México, 1991. Sin embargo, para fines de una investigación que considere, sobre todo, la específica conformación de la obra en su momento, no queda más recurso que remitirse a la edición de 1609, dada la carencia de una edición crítica que respete cada coma, cada mayúscula y cada punto de los originales o que, si los modifica, explique al menos el sentido que para la interpretación de la obra ofrecen los cambios operados. En los originales, como veremos, la puntuación puede resultar tan extraña a nuestra vista, que es fácil pensar en errores de copiado o de tipografía, especialmente si lo que se busca ejercer es solamente una lectura que atienda a los contenidos. Pero aun así, estos mismos contenidos pueden verse en buena medida afectados según se consideren el formato en que la obra apareció a principios del XVII y la dicción dual que aquí pretendemos recuperar.

De ahí que muchas de las modernizaciones deban volver a ser discutidas. Más aún si consideramos en sus posibles consecuencias el hecho de que Garcilaso, que empezó a escribir la Primera Parte de los Comentarios, según se calcula, en la década de 1590, y siguió hasta los primeros años del siglo XVII (una de las últimas fechas nombradas es «principio deste año de seiscientos y quatro», I, VIII, XL), al parecer dictó una parte de la obra a su hijo natural Diego de Vargas7.

Ahora bien, con respecto a la composición de la Primera Parte se sabe poco, pero es posible suponer que Diego de Vargas (nacido alrededor de 1580) tenía edad suficiente para servir de «pendolista» en el momento de estarse escribiendo las últimas etapas de la obra, es decir, las referidas a las conquistas y expansiones de los incas, presumiblemente en los primeros años del XVII. Pudo haber copiado de manuscritos corregidos y tachonados, es cierto, como pudo haber copiado directamente de una emisión oral. De cualquier manera, importa por lo menos insinuar esta última posibilidad, debido a que, si realmente toda o buena parte de la obra en sus dos Partes fue dictada, ello supondría un número elevado de pausas respiratorias en la emisión oral, que muy probablemente el copista transcribió. Pero aun en el caso de que tal dictado no se hubiera producido, lo que es evidente en las ediciones princeps de los Comentarios es que los periodos sintácticos son mucho más cortos que en las ediciones modernas, y por lo tanto la prosodia que se deriva de una lectura en voz alta tendrá numerosos silencios y constantes divisiones de frase marcadas al interior de cada oración. De esta manera, conviene considerar el sentido literal del «recitado» que Cusi Huallpa proclama haber hecho al final de su relato sobre la fundación del Cuzco (Comentarios I, I, XVII). Sobre todo porque tal recitado, tal como se le evoca en Córdoba (lugar de composición de la obra) después de más de cuarenta años, contiene una serie de rasgos de estilo que permiten sospechar la existencia de una elocuencia significativa también desde el punto de vista de una recepción potencial andina, complementando así el «eco de Tucídides» señalado anteriormente por Zamora (45) y Garcés (135-138), entre otros, como rasgo notorio de la cita oral garcilasiana.




Rasgos de una oralidad cuzqueña en el relato fundacional

Vayamos a las pruebas. Si comparamos, por ejemplo, el pasaje sobre la decisión del Sol de enviar a sus hijos Manco Capac y Mama Ocllo Huaco a civilizar a los hombres, según aparece en la edición de 1609, con el mismo pasaje según aparece en la edición de Rosenblat de 1943 (una de las más famosas y que han servido como guía para muchos estudios posteriores sobre Garcilaso), tendremos que existen grandes diferencias en la puntuación y en el uso de mayúsculas y minúsculas. Veamos en detalle cada fragmento, para pasar luego a su somero (aunque revelador) análisis:

a) Edición princeps de 1609, Libro I, Capítulo XV, f. 14v.:

nuestro padre el Sol, víendo los hombres tales como te he dícho, se apíado y huuo lastima dellos, y embío del cielo a la tierra vn hijo, y vna hija de los suyos, paraque los doctrinassen en el conoscimiento de nuestro padre el Sol, paraque lo adorassen, y tuuiesen por su dios; y para que les diessen preceptos y leyes en que viuíessen como hombres en razon, y vrbanidad, para que habitassen en cajas, y pueblos poblados, supiessen labrar las tierras, cultiuar las plãtas y miesses, criar los ganados, y gozar dellos, y de los frutos de la tierra como hombres racionales, y no como bestias.


b) Edición de Rosenblat de 1943, vol. I, p. 41:

-Nuestro Padre el Sol, viendo los hombres tales como te he dicho, se apiadó y huvo lástima dellos y embió del cielo a la tierra un hijo y una hija de los suyos para que los doctrinasen en el conoscimiento de Nuestro Padre el Sol, para que lo adorassen y tuviessen por su Dios y para que les diessen preceptos y leyes en que viviessen como hombres en razón y urbanidad, para que habitassen en casas y pueblos poblados, supiessen labrar las tierras, cultivar las plantas y miesses, criar los ganados y gozar dellos y de los frutos de la tierra como hombres racionales y no como bestias.


Resulta obvio que ha habido una serie de modificaciones que alteran sustancialmente el ritmo de lectura. Si solamente observamos los periodos encerrados entre comas y otros signos de puntuación en la edición de 1609, llegaremos a la cifra de dieciocho periodos sintácticos expresamente marcados con signos gráficos. Esto, naturalmente, implica una lectura mucho más pausada del original, lo que permite agrupar dichos periodos en grupos paralelos según no sólo su semejanza sintáctica, sino su complementariedad semántica. Mientras tanto, la posibilidad de lograr esta resonancia pausada resulta una tarea que requiere de mucha imaginación a partir de la lectura de la edición de Rosenblat: en ella la eliminación de comas y otros signos deja un saldo de sólo ocho periodos sintácticos expresamente marcados. Inclusive, dos de ellos agrupan cadenas sonoras de más de cuarenta sílabas a partir de la fusión de grupos de diez, siete, cuatro o dieciséis en la versión original. Esto -se dirá- no impide la división en pausas para el texto de Rosenblat, atendiendo al sentido de los sintagmas según su naturaleza nominal, verbal o adverbial. Pero -cabría replicar- ésta es una tarea a la que el texto no contribuye, pues la lectura visual tiende a privilegiar periodos largos, cuya sonoridad pasa a segundo plano en función del desarrollo de la trama o las enumeraciones8.

Así, habíamos dicho que a partir de la división en dieciocho periodos sintácticos expresamente marcados en la versión de 1609, es posible agrupar algunos de estos en pares o tríos que por su semejanza interna podrían representar alguna evocación de los llamados «pares o dobletes semántico/sintácticos» estudiados por Ángel María Garibay para la literatura nahua, y comentados por Tedlock (1983: Cap. 8) en relación con un estudio más general sobre la poesía oral indígena americana. Dice Tedlock (219) que «en el lado formal de la poética mesoamericana y andina, hay una fuerte tendencia al paralelismo cuantificado en la forma del doblete semántico y/o sintáctico» (trad. mía). No desarrollaremos por ahora el planteamiento de Tedlock, complementado por el de Hymes (1981) sobre el uso de fórmulas de apertura y cierre en emisiones de poesía oral, aunque sí conviene ensayar algunas de esas agrupaciones para explicarnos por qué aparecen pausas como las señaladas en los Comentarios precisamente en lugares en que no hay ninguna obligación sintáctica ni gramatical para ello9.

Por ejemplo, podríamos formar parejas de periodos que se complementan por un añadido final, dada la tendencia en los Comentarios a crear pausa en las enumeraciones antes de casi cada conjunción copulativa. Tendríamos entonces, grupos como «y embío del cielo a la tierra vn hijo, / y vna hija de los suyos» [...] «para que lo adorassen, / y tuuiessen por su dios» [...] «para que habitassen en casas, / y pueblos poblados»; o agrupaciones de hasta cuatro elementos (señaladas por Tedlock -id.: 230- como posibilidad también para el verso maya): «supiessen labrar las tierras, / cultiuar las plãtas y miesses, / criar los ganados, / y gozar dellos». El «recitado» de Cusi Huallpa empieza a adquirir, entonces, una apariencia versal, cuya estructura no tenía que darse solamente en función del «Arte» europeo de la época, sino que podía representar una reelaboración de un ritmo sonoro-sintáctico de acuerdo con el sentido de los llamados pares (o tríos o cuadrillas) semánticos10.

Por eso, conviene mencionar que para el género prehispánico de los llamados cantares históricos, Florián (106) llama la atención sobre el único pasaje que se conoce, aunque traducido, de tal Corpus. Se trata justamente del testimonio de Cieza de León, quien en El Señorío de los Incas (Cap. XII), pone en boca de «tres o cuatro ancianos», los harawiq o juglares oficiales, las siguientes palabras, que debían recitar cuando un nuevo inca asumía el poder, luego de muerto su antecesor: «¡Oh, Inca grande y poderoso, el Sol y la Luna, la Tierra, los montes y los árboles, las piedras y tus padres te guarden de infortunio y hagan próspero, dichoso y bienaventurado sobre todos cuantos nacieron! Sábete que las cosas que sucedieron a tu antecesor son éstas...» (Cieza [1552?] 1985: 57)

Lamentando, no sin razón, que el poema anunciado por los harawiq no aparezca tras el anuncio citado, Florián propone dividir los sintagmas en versos que de alguna manera podrían re-crear el carácter versal del original quechua:


¡Oh, Inca grande y poderoso,
El Sol y la Luna,
[Y] la Tierra,
Los montes y los árboles,
Las piedras y tus padres,  5
Te guarden de infortunio
Y [te] hagan próspero,
Dichoso y bienaventurado
Sobre todos
Cuantos nacieron...!  10
¡Sábete que las cosas
Que sucedieron
A tu antecesor
Son éstas...!


(Florián: id.)                


Lo que habría que añadir a la propuesta de Florián es que los versos 2 y 3 constituyen unidades de paralelismo interior que bien podrían provenir de un doblete sintáctico/semántico en que la oposición alto/bajo es la más obvia. Y lo mismo ocurriría con los versos 4 y 5 («los montes y los árboles / las piedras y tus padres») y los versos 6 y 7 («te guarden de infortunio / y [te] hagan próspero»). De modo que la estructura dual del verso prehispánico de alguna manera sobrevive en la traducción y prosificación de Cieza.

Volviendo a los Comentarios, es interesante anotar que muchos pasajes del relato de Cusi Huallpa son pasibles de un análisis de este tipo, como en el caso del discurso del Sol a sus hijos (en el mismo Capítulo XV), o la continuación de la historia sobre lo que vieron los «primeros saluages» que Manco Capac y Mama Ocllo civilizaron (Comentarios I, I, XVI, f. 15-15v.). Redistribuyendo espacialmente en este último pasaje los periodos claramente discernibles por las marcas de puntuación que los separan, tendríamos:


Estas cosas y otras semejantes dixeron nuestros Reyes a los primeros saluages,
q~ por estas sierras y montes hallaron,
los quales viendo aquellas dos personas vestidas,
y adornadas con los ornamentos que nuestro padre el Sol les hauia dado,
(abito muy diferente del que ellos trayan)  5
y las orejas horadadas y tan abiertas,
como sus descendientes las traemos,
y que en sus palabras y rostro mostrauan ser hijos del Sol,
y que venían a los hombres para darles pueblos en que viuiessen,
y mantenimientos que comiessen,  10
maravillados por vna parte de lo q~ veyan,
y por otra maravillados de las promesas que les hazían,
les dieron entero credito,
a todo lo que les dixeron,
y los adoraron y reuerenciaron como a hijos del Sol,  15
y obedecieron como a Reyes:
y conuocandose los mismos saluages vnos a otros,
y refiriendo las marauillas q~ auían visto y oydo,
se juntaron en gran numero de hombres,
y mugeres [,]  20
y salieron con nuestros Reyes para los seguir donde ellos quisiessen lleuarlos11.


Naturalmente, muy lejos estamos de afirmar que de esta manera debió haber sido la fuente evocada, salvando las distancias idiomáticas, por cierto. No hay casi ninguna evidencia de que los llamados cantares incaicos de corte histórico tuvieran una conformación semejante. La carencia de manuscritos en ese sentido dificulta la tarea de un cotejo filológico más fundamentado12, pero al menos no impide encontrar en los mismos Comentarios la posibilidad de organizar los periodos sintácticos por grupos de sentido paralelo o complementario (como en los periodos 9-10, 11-12 y 15-16, por ejemplo) que coinciden con el pausado que se les indica en el original de 1609.

De esta manera, los Comentarios estarían fusionando en su propia conformación verbal niveles de significación que escapan a un lector únicamente familiarizado con la tradición historiográfica europea o que ejerce una lectura de la obra a partir de las ediciones modernas que se encargan, precisamente, de silenciar o desfigurar la especificidad prosódica del texto. Veamos un ejemplo más, en el que resulta claro que la voz narrativa central también asume una estrategia de organización paralelística cuando cuenta en su propia voz el relato de algún acto fundacional. Dividiendo los grupos prosódicos al principio del Capítulo XXI del Libro I, en relación con uno de los primeros actos expansivos de Manco Capac, tenemos:


El Inca Manco Capac,
yendo poblando sus pueblos,
juntamente con enseñar a cultiuar la tierra a sus vasallos,
y labrar las casas y sacar acequias,
y hazer las demas cosas necessarias para la vida humana,  5
les iua instruyendo en la vrbanidad,
compañia,
y ermandad,
que vnos a otros se auian de hazer,
conforme a lo que la razon y ley natural les enseñaua,  10
persuadiendoles con mucha eficacia,
que para que entre ellos huuiesse perpetua paz y concordia,
y no nasciessen enojos y passiones,
hiziessen con todos,
lo que quissieran que todos hizieran con ellos;  15
porque no se permitia querer una ley para si,
y otra para los otros.


(Comentarios, f. 19v.)                


Las diecisiete unidades prosódicas expresamente marcadas en el texto de 1609 se ven reducidas a las siguientes nueve en la modernización practicada por Rosenblat:

El Inca Manco Cápac,
yendo poblando sus pueblos juntamente con enseñar a cultivar la tierra a sus vasallos y
labrar las casas y sacar acequias y hacer las demás cosas necesarias para la vida
humana,
les iva instruyendo en la urbanidad,
compañía y hermandad que unos a otros se havían de hazer,
conforme a lo que la razón y ley natural les enseñava,
persuadiéndoles con mucha eficacia que,
para que entre ellos huviesse perpetua paz y concordia y no nasciessen enojos y passiones,
hiziessen con todos lo que quissieran que todos hizieran con ellos,
porque no se permitía querer una cosa para sí y otra para los otros.


(Comentarios, edición de Rosenblat 1943: 51)                


Resulta obvio que con una prosificación de este tipo resultará muy difícil captar las resonancias paralelísticas que pueden percibirse en las unidades prosódicas 3-4-5, 6-7-8, 12-13, 14-15 y 16-17 del original de 160913. Si bien, insistimos, no se trata de argumentar que tales unidades son traducciones de versos quechuas recordados por el autor durante el proceso de composición de la obra, sí es importante dar cuenta de su conformación original para una lectura que encuentre en ellos resonancias (simuladas, si se quiere) de un discurso épico recitado en su primera existencia como «hipotexto» de la obra. Así, la autoridad de ésta se enriquecería al convertirse la voz narrativa central implícitamente en la imitación evocada de un historiador/recitador incaico oficial, que utiliza rasgos de una oralidad «residual» (Zumthor: 37) y se esconde bajo la impecable voz de uno de los más audaces y originales historiadores del Renacimiento tardío.

Pero recordemos que la reconstrucción etnopoética de las fuentes indígenas supuestas de los Comentarios escapa a la intención central de este trabajo. Ya hemos dicho que lo que aquí interesa es la capacidad de la obra de transformar diversas tradiciones a fin de ofrecer un discurso autorizado desde distintas lecturas potenciales que consideren la familiaridad con tales tradiciones. Por eso, cualquier cotejo que se haga entre las ediciones de 1609 y 1617 y las ediciones modernas, arrojará un saldo de comas y pausas mucho mayor en favor de los originales. Y esto es aplicable a muchos otros pasajes en que la narración histórica resulta el referente de la voz narrativa central de la obra. De modo que no es posible reducir este tipo de pausado sólo a las intervenciones de Cusi Huallpa, según mostramos páginas atrás, sino que resulta hasta aconsejable aplicar el mismo ritmo de lectura a las otras intervenciones del narrador principal a lo largo de los Comentarios. No siempre habrá la posibilidad de encontrar pares o tríos semánticos por la misma necesidad del texto de discurrir por conceptos cuyo seguimiento se vería desviado frente a la presencia de tales paralelismos. Pero al menos sí se podría percibir una prosodia entrecortada semejante a la de la respiración de un hombre que cuenta/canta sus recuerdos de infancia y las historias escuchadas durante su adolescencia. Aun si éste no fuera el caso, la evocación imitativa de tales narraciones bastaría para encontrar sentido (ciertamente no el único, aunque sí a considerar) a la abundancia de pausas y a la prosodia continuamente interrumpida que presentan numerosos pasajes de los Comentarios en las ediciones príncipe.

En suma, cabe esperar celosamente una edición crítica de los Comentarios que considere las particularidades anotadas dentro de un sistema de composición en el que las «convergencias discursivas» (Bakhtin: 180) y la multiplicidad de tradiciones culturales formen parte de un producto final que no es ni puede ser equivalente al que se nos presenta en las versiones más modernas y reconocidas, por no hablar de muchas otras.




Las edades espirituales y la simbología incaica

Para abundar sobre el pasaje relativo a la fundación del Cuzco, pasemos ahora al examen del sistema tropológico implícito en él, a fin de examinar los campos semánticos subyacentes que despiertan, en el plano simbólico, resonancias también incaicas.

Una de las comprobaciones más frecuentes de la crítica garcilacista consiste en la descripción de las edades espirituales del mundo andino esbozada en el Libro I de la Primera Parte de la obra como una mera adaptación de los esquemas agustinianos y como una actualización del tópico de praeparatio evangelica. Ambos modelos conceptuales y formas de autorización discursiva, presentes en los Comentarios, ciertamente, aparecen así empleados para resumir los grandes ciclos culturales por los que las poblaciones indígenas habrían pasado.

En este sentido, las propuestas de Duviols (1964), Ilgen (1974) y Zamora (1988: Cap. V), a las que me referiré inicialmente, no resultan del todo desacertadas, pues las relaciones entre el esquema de los Comentarios y las fuentes a las que tales críticos aluden permiten ejercer una escritura cuya autoridad se ampara en el uso de textos ampliamente aceptados dentro del canon europeo. Sin embargo, la complejidad del tema y la necesidad de cubrir algunos vacíos derivados de dichos acercamientos me obligan a apartarme de su línea de estudio. Por eso, más que resumir los planteamientos de los críticos nombrados, me dedicaré principalmente al ejercicio de una lectura alternativa considerando aspectos simbólicos cuya correspondencia con el saber incaico no deja de ser sospechosa y al mismo tiempo útil para la propuesta general de este trabajo.

Por ello, lo que aquí importa resaltar es la posibilidad de un empleo de la imagen solar a la que alude el pasaje de los Comentarios en función de una tradición no solamente europea14. Y lo mismo puede decirse sobre las otras imágenes empleadas en la obra. El pasaje que resume las edades espirituales aparece al principio del Capítulo XV del Libro I de la Primera Parte, luego de una descripción (Capítulos IX a XIV) del estado de «behetría» o barbarie anterior a la aparición de los incas, es decir, la «edad primera»15.

El Capítulo XV se inicia, entonces, resumiendo los anteriores y precediendo al relato posterior en boca de Cusi Huallpa. Vale la pena citar el conocido fragmento para detenernos luego en el análisis de algunos de sus componentes:

Viuiendo, o muriendo aquellas gentes de la manera que hemos visto, permitio Dios nuestro Señor, que dellos mismos saliesse vn luzero del alua, que en aquellas escuríssimas tinieblas les diesse alguna noticia de la ley natural, y de la vrbanidad y respetos, que los hombres deuian tenerse vnos a otros, y que los descendientes de aquel, procediendo de bien en mejor, cultiuassen aquellas fieras, y las conuirtiessen en hombres, haziendoles capaces de razon, y de qualquiera buena dotrína: para q~ quando esse mismo Dios, sol de justicia tuuiesse por bien de enuiar la luz de sus divinos rayos a aquellos idolatras, los hallasse no tan saluajes, sino mas dociles para recebir la fe Catholica, y la enseñança, y doctrina de nuestra sancta madre Yglesia Romana [...].


(f. 13v.)                


Tenemos, entonces, que las tres edades son comparadas con fenómenos naturales que poseen una antigua significación dentro del imaginario europeo de la época. William Ilgen (41-42) ha señalado, por ejemplo, que la imagen del «luzero del alua» que serían los incas tiene su fuente en el «Apocalipsis (II, 28) donde Cristo se promete, a manera de premio, precisamente bajo este título de lucero del alba, a todos aquellos que hagan su voluntad y le sean fieles hasta el fin de los tiempos». A este argumento podríamos agregar el ya mencionado de la praeparatio evangelica16 y el del providencialismo que subyace a esta descripción de los incas como antecesores espirituales de los europeos, sin mencionar el simple hecho de que una narración basada en metáforas de este tipo ofrece sin duda un carácter ilustrativo mucho más eficaz que el de una argumentación puramente conceptual.

Las «escurissimas tinieblas», el «luzero del alua» y el «sol de justicia» no son de ninguna manera, entonces, metáforas ajenas a la tradición más prestigiosa de la época, menos aún cuando la intención explícita del texto es resaltar la superioridad moral de la doctrina cristiana. Al argumento de Ilgen hay que añadir que la imagen de un «lucero de la mañana» es usada también por Pedro de Rivadeneira (2.ª Parte, Cap. V: 526) para describir la virtud de la justicia inherente al príncipe cristiano, y ésta es quizá una fuente más cercana todavía al proceso de composición de los Comentarios, dadas las contradicciones que la fuente bíblica desencadena, como más adelante veremos.

A esto se suma que la imagen de las «tinieblas oscurísimas» es planteada también en la Historia Natural y Moral de José de Acosta (Prólogo a los Libros V, VI y VII: 215) para referirse a la «infidelidad» de los indígenas antes de su evangelización. Y por si esto fuera poco, debemos recordar que el «Sol de Justicia» fue una imagen que tuvo cierta fortuna durante el siglo XVII, pues la usa Antonio de la Calancha para su Crónica moralizada (1639), al referir ante un dibujo del sol en el lado inferior derecho de la anteportada de la obra la frase «Sol Justitiae Xpus Deus Noster». El término tuvo acogida, pues en 1685 Thomas de Ballesteros incluye en el impreso frontal de su Tomo Primero de las Ordenanzas del Perú un poema dedicado al virrey Toledo en que se usa la misma expresión como referencia al cristianismo que el célebre virrey ayudó a consolidar. Y casi al final del siglo, el célebre «Doctor Lunarejo», Juan de Espinosa Medrano, alude a Cristo numerosas veces como «Sol de Justicia» a lo largo de los sermones reunidos en La Nouena Maravilla (cf. Espinosa Medrano 1695: ff. 10 y 172, por ejemplo). Es posible que en estos tres últimos casos la línea se sumerja en una antiquísima tradición y haya partido de una fuente anterior a los Comentarios. Panofsky (100) señala que uno de los primeros grabados del Sol Iustitiae es el que hace Alberto Durero en 1498. Representa la imagen de un hombre con rostro solar sentado sobre un león y con una espada en alto. Según la astrología antigua, la casa del sol era la constelación de Leo, que coincide con el mes de julio en el hemisferio norte, cuando el sol está allí en su cenit luego del solsticio de verano. Ahora bien, la imagen verbal de Cristo como «Sol de Justicia» proviene de un versículo de Malaquías, y de algunos manuales teológicos que la revitalizaron durante el Renacimiento, como el Repertorium morale de Petrus Berchorius, que según Panofsky (id.) Durero conoció.

Sin embargo, el Sol Iustitiae ya había sido empleado por la Iglesia durante la Edad Media para remplazar el poder del pagano Sol Invictus del Imperio Romano. La imagen del Sol como símbolo del poder divino de los reyes cristianos medievales sobrevivió dentro de la teología política europea y los grabados y tratados del Renacimiento no hicieron sino revitalizarlo. Según Kantorowicz (101), el «Sol de Justicia» fue durante la Edad Media «el título profético de Cristo» (trad. mía). La imagen se proyectó en el espacio andino hasta el siglo XIX, en que se usó como símbolo sincrético de algunas figuras egregias de las nacientes repúblicas, como el mismo Simón Bolívar, según estudia Platt en 1993. De todos modos, no es totalmente descartable que una identificación del «Sol de Justicia» con los valores cristianos y sus representantes europeos provenga en los casos de Calancha y Ballesteros también de la lectura de la obra de Garcilaso, dado el éxito de los Comentarios como historia canónica sobre los incas y la conquista hasta ya entrado el siglo XIX17.

Vemos, pues, que hay numerosos antecedentes y referentes de origen europeo para las imágenes utilizadas en la descripción de las edades espirituales del mundo andino. Sin embargo, ¿por qué no preguntarse qué resonancia podía tener tal procedimiento tropológico dentro de un imaginario familiarizado con la tradición incaica? Y más aún, ¿sería posible desarrollar a partir del pasaje en cuestión una lectura cuyos postulados finales difieran de aquel aceptado comúnmente como el único válido en los Comentarios?

Para responder a estas inquietudes y entrar a desarrollar nuestra lectura alternativa, empecemos por referirnos a la imagen a la que Ilgen alude en su comparación con el Apocalipsis. Llevada a sus últimas consecuencias, la relación entre el «luzero del alua» equivalente a los incas y el «lucero del alba» equivalente a Jesucristo supone una identificación que lleva como corolario inmediato la idea de presentar a Manco Capac y los incas posteriores como objeto del martirio, pasión y muerte de Jesucristo, lo que en un primer momento obstaculiza la supuesta cristalinidad del pasaje, pues se estaría estableciendo una de las siguientes sucesiones: a) la llegada de los europeos supone un crimen semejante al cometido por fariseos y romanos contra Jesús; b) la llegada de los europeos supone el reino de la vida eterna que Cristo anunciaba; o c) la llegada de los europeos equivale al Apocalipsis mismo, dentro del cual habrá de surgir nuevamente el «lucero del alba» a fin de rescatar a la humanidad conocida (la muerta y la supérstite).

En cualquiera de las tres sucesiones se estaría estableciendo el prestigio de la edad de los incas, y sólo en la opción b) (los europeos como la representación del reino de los cielos en la tierra) se estaría siguiendo el valor ascendente de la sucesión inicial tinieblas-lucero-sol, aunque sabemos que una exaltación absoluta e incondicional del orden colonial como ésta es precisamente lo más ajeno a una obra como los Comentarios reales18. Nos quedarían entonces las opciones a) y c), en las cuales la equivalencia entre incas y Cristo supondría un anuncio velado de un orden posterior o una cuarta edad, en la cual la verdadera redención superaría la destrucción realizada por los sujetos de la tercera edad sobre el Cristo-Inca de la segunda edad.

Como puede verse, una lectura de este tipo nos llevaría a límites no sólo muy irónicos, sino también válidos dentro de sus propios postulados. Hasta podría buscarse un andamiaje argumentativo que apoyara la interpretación, tal como ocurre con el pasaje sobre la habitabilidad de las cuatro zonas de la tierra, en que subyace la posibilidad de una vida equivalente a la europea dentro de la zona tórrida (Comentarios I, I, I) o en las constantes recriminaciones a los españoles acerca de su poco entendimiento y cuidado en conservar los logros conseguidos por los incas, por medio de distintas actualizaciones de los tópicos del beatus ille... y el ubi sunt?19, y otros más, que revelan un claro nivel de sub-versión en el texto.

No vale la pena desarrollar la idea, puesto que estaríamos logrando -aunque el proyecto me parece no sólo viable, sino también provocativo- una lectura totalmente contradictoria de lo que los Comentarios proponen en una primera instancia: la importancia de la evangelización y la aceptación de ciertos elementos y personajes de la cultura europea dentro de su visión trágica de la historia andina20. Por eso, creo no sólo necesaria sino respetuosa del texto dentro de su génesis histórica y cultural una lectura que ofrezca otras alternativas fuera de las exclusivamente europeas y literarias, proponiéndolas como posibilidades de sentido que den cuenta de una complejidad discursiva mucho mayor que la consuetudinariamente anotada por la crítica garcilacista más frecuente.

De esta manera, resulta imprescindible referirse a la triada tinieblas-lucero-sol como elementos que tienen también una correspondencia con el panteón incaico. Así, la multiplicidad significativa de la obra se irá haciendo más evidente, y el discurso en sí, histórico y literario al mismo tiempo, podrá ser mejor entendido dentro del contexto de la búsqueda por expresar -y ejercer en la escritura- una específica subjetividad. Y esto sin desarrollar por ahora las resonancias que la pareja primordial de Manco Capac y Mama Ocllo ofrece de los relatos de fundaciones por parejas o seres andróginos a partir de las paqarina o lugares sagrados, tan propios de la tradición mítica andina, más allá de los modelos del Génesis y de la Utopía de Moro, que distan mucho de agotar la riqueza significativa del pasaje (v. Garcés: 134).

Veamos en primer lugar las resonancias que presentan el «luzero del alua» y el «sol de justicia». En términos astronómicos, y refrescando la memoria, el lucero no es otro que el planeta Venus, cuyas apariciones en el horizonte durante los crepúsculos de la tarde y la mañana le otorgan un carácter dual, cada uno de cuyos aspectos resultan precedentes de la noche o el día, respectivamente. En términos simbólicos dentro del imaginario incaico, el lucero constituía una de las múltiples manifestaciones del dios animador u ordenador andino o uno de sus adjuntos, y su movimiento inconstante y notorio le daba un rango de autonomía mayor que el de cualquiera de las estrellas (quyllur) de la bóveda celeste. Sin embargo, su figura resulta problemática, pues las fuentes primarias que lo mencionan más clara y extensamente (Joan de Santacruz Pachacuti, Waman Puma y el Jesuita Anónimo o Blas Valera, por ejemplo) le asignan distintas funciones y géneros, que describiré brevemente para señalar las posibilidades de interpretación que el pasaje de los Comentarios nos ofrece.

En el caso de la Relación de antigüedades... de Joan de Santacruz Pachacuti, el lucero aparece en su condición dual dentro del célebre altar del Qurikancha o Templo del Sol que se dibuja en la obra y es atribuido al inca Mayta Qhapaq. Dicho altar es supuestamente la imagen del dios Wiraqucha Pachayachachiq («que quiere dezir hazedor del cielo y tierra», 257), y revela, ciertamente, una identidad polimórfica de la antigua divinidad andina, cuya importancia y evolución como dios oficial incaico no cabe aquí discutir, aunque resulta obvio por numerosas otras fuentes su carácter fundamental dentro de las creencias religiosas de la corte cuzqueña21. El primer lucero del altar se encuentra situado inmediatamente debajo de la imagen del sol, sobre el lado derecho del conjunto, y adquiere por ello carácter masculino, como lo tiene supuestamente todo el campo derecho. Su nombre específico es «chasca coyllur achachi ururió», y se le asigna explícitamente su condición de «luzero de la mañana». Como contrapartida, en el campo izquierdo o femenino de la imagen, aparece «choqui chinchay o apachi orori», designado como «luzero de la tarde». Ch'aska se sitúa también dentro del verano o estación seca y Chuki Chinchay aparece ligado al invierno o estación húmeda. Las identificaciones de género, masculino para Ch'aska y femenino para Chuki Chinchay, corresponden, entonces, a los géneros asignados a cada campo y a las imágenes, Inti (sol) y killa (luna), que los presiden. Por otro lado, tanto Ch'aska como Chuki Chinchay se ubican en el cuadrante superior del Chinchaysuyu, y constituyen su «punto de referencia» (Aliaga: 115) identificatorio.

Por su lado, el Jesuita Anónimo (identificado por Porras y Francisco A. Loayza como Blas Valera) en su Relación de las costumbres antiguas de los naturales del Pirú propone una versión ligeramente distinta de Ch'aska. Luego de comenzar su descripción de las creencias andinas bajo el común denominador de un dios superior llamado Illa Tecce («que quiere decir Luz Eterna», -135), al que «los modernos añadieron otro nombre, ques Viracocha ( id., y que el Sol y la Luna eran hermanos e hijos de tal dios, señala que:

A la aurora, que era diosa de las doncellas y de las princesas y autora de las flores del campo, y señora de la madrugada y de los crepúsculos y celajes, y que echaba el rocío a la tierra cuando sacudía sus cabellos, [...] la llamaban Chasca.


(136)                


Tenemos entonces que Ch'aska, para Valera, es un personaje femenino, identificable con todo el fenómeno del crepúsculo y no sólo con el lucero. Por otro lado, sólo se hace explícita la ubicación de Ch'aska en la madrugada y no en el atardecer (si bien la palabra «crepúsculo» puede resultar ambigua), como instancia intermedia entre la noche y el día, es decir, entre la Luna y el Sol. Además, si Ch'aska para Valera «echaba el rocío á la tierra cuando sacudía los cabellos», debía tener algún elemento portador de fecundidad (el agua, en general, se identifica simbólicamente como un elemento reproductivo y como origen de vida dentro del mundo andino -Uhle: 50), cuyo contacto posterior con el Sol facilitaría la renovación del mundo natural22. De ahí que fuera también «autora de las flores», que, como se sabe, son el antecedente natural de los frutos.

Sin embargo, es útil recordar que no se ha llegado a una certeza cabal y definitiva sobre el panteón incaico debido a las versiones contradictorias de los cronistas (incluyendo la de Garcilaso) y a las interpretaciones que a partir de ellas han desarrollado con mayor o menor brillo los estudiosos modernos. Por eso será provechoso considerar una fuente más, con la simple intención de establecer la importancia del lucero como marca de sentido ineludible en un somero examen -como el que venimos haciendo- del imaginario incaico. La fuente a la que aludo es la famosa Nueva Coránica... de Waman Puma, en la que se hace referencia a las «armas propias» de los incas a través de un dibujo heráldico y una breve descripción (62). En el campo inferior derecho del escudo se presenta una figura con forma de estrella, a la que se denomina, sin embargo, «choqui ylla uillca». El nombre Chula Illa no nos es desconocido, pues aparece en numerosos mitos de formación recogidos por los cronistas, quienes suelen asociarlo a la divinidad colla Tunupa, una de cuyas manifestaciones habría sido, precisamente, Chuki Illa o el rayo. Así aparece, además, en el retablo de Pachacuti. Aliaga (115) propone como significado de «choqui ylla uillca» la noción de «resplandeciente como el rayo», que calza adecuadamente, según él, con el brillo de Venus sobre el horizonte. Urioste, en sus notas a la edición crítica de la Nueva coránica... (1980) propone las alternativas de «el noble del rayo o de oro» (63) y «el noble del amuleto de oro» (1080), sugiriendo que Chuki Illa podría ser el planeta Marte. Waman Puma (239), en efecto, diferencia a «Chuqui Ylla» de «Chasca cuyllor», pues los nombra como hijos diferentes de Killa (la Luna). Por otro lado, historiadores como Urteaga (148) han señalado el significado de «Chuqui illa» como «literalmente, lanza de luz (chuqui = lanza, illa = luz)», si bien lo identifican con el rayo y con el tótem familiar de la panaka de Pachakutiq Inka Yupanqi, el gran reformador del estado incaico.

Al margen de las discrepancias sobre el significado de «choqui ylla uillca» que presenta Waman Puma (willka, dicho sea de paso, equivale a sagrado o grandioso), lo que interesa subrayar ahora es la identidad establecida por el cronista entre tal nombre (pasible de ser entendido en sus aspectos meramente luminosos, como hemos visto) y la estrella de dieciséis puntas que aparece graficada como símbolo importante, aunque menor, dentro de la heráldica incaica. Por otro lado, y según sostiene Aliaga siguiendo con la idea de que la estrella del escudo es Venus, los elementos del escudo real incaico de Waman Puma corresponden a los de un calendario en el que el lucero cumplía una función determinante: «aparentemente, a esta estrella la tenían en cuenta para anticipar y precisar la fecha exacta de los solsticios y también la de los meses del año» (Aliaga: 115) . Así, la estrella-planeta aparece vinculada a una función anticipatoria del devenir temporal, que es al mismo tiempo el devenir cósmico que regulará los cambios climáticos y agrícolas.

Pero volviendo a lo señalado por Aliaga, Ch'aska o Chuki Illa, según se le quiera llamar, aparece presidiendo un periodo de tránsito, florecimiento y fecundidad, que en términos del día correspondería a la madrugada y en términos del año a la primavera. Su posición en el Chinchaysuyu del dibujo de Pachacuti revela al mismo tiempo su pertenencia al conjunto de divinidades del hanaq pacha o «mundo de arriba», aunque su cercanía con el kay pacha o mundo terrenal permite pensar en un vínculo mayor con la naturaleza a la que preside en su función fecundadora. De ahí que fuera «autora de las flores», según Valera, y «diosa de las doncellas». Pero se trate de un personaje perteneciente a la corte del Sol o al séquito de la Luna, su conexión lógica y complementariedad cosmogónica y fertilizante con la figura inmediatamente posterior del Sol tuvo sin duda una significación cultural muy clara dentro del mundo andino y específicamente incaico, en que la actividad económica y social por excelencia era la agraria. Las resonancias culturales de estos símbolos no debían haber pasado necesariamente inadvertidas para un autor como Garcilaso, que se transmutaba en un sujeto de escritura pretendidamente diferenciado de los «escriptores» españoles en los que también se amparaba.

Siguiendo con la idea, veamos entonces la importancia del Sol y la complejidad interna que esta figura aporta en sí misma. Será para ello necesario volver sobre otras fuentes y establecer algunas bases que puedan derivar en conclusiones complementarias a las anteriores.

El Sol ha sido considerado como la divinidad principal del estado incaico, aceptándose sin mayor examen su preeminencia sobre cualquier otra divinidad y su carácter simbólico fundamental como figura paternal de los incas en su función gobernante. Uno de los títulos frecuentes del inca era, precisamente, el de intip churin o «hijo del sol», con lo cual se afirmaba su ascendencia divina. Pero en los Comentarios, por otro lado, se coincide con la afirmación de Valera acerca de la importancia del sol como representación material de una fuerza superior e invisible (Illa Tecce en Valera, Pachacamac, en Garcilaso) que le infunde su propia fuerza y calor y le asigna su función encargada de la vida sobre la tierra, muy átono con el tópico del «dios ignoto» de Diógenes Laercio. Sin embargo, este carácter subordinado del Sol no impide que aparezca en los Comentarios y otras crónicas (v. Durand 1990) como la causa inmediata de la labor civilizadora de Manco Capac y Mama Ocllo o como elemento cuyo origen se ubica también en el lago Titicaca. Aunque en los Comentarios se afirma cuidadosamente que se trata de una entre otras «fábulas» (sin duda por problemas de censura y de una necesaria distancia para evitar acusaciones suspicaces), el origen solar de los incas y su imperio es uno de los ejes semánticos «pero no el único» sobre los que gira la argumentación de la obra acerca de la legítima autoridad de los incas sobre el resto de la población andina.

Como se sabe, la ciudad del Cuzco se encuentra situada a una latitud sur de 13 grados y 30 minutos, en una posición geográfica que resulta pertinente recordar por su importancia para la explicación de ciertos ritos e imágenes religiosas recogidas en los mitos. El 21 de diciembre, día del solsticio de verano en el hemisferio sur, el sol aparece en el horizonte al sureste, en una dirección que se proyecta hacia el lago Titicaca, lugar indicado en los Comentarios (así como en Molina, Segovia, Cobo, Betanzos, Sarmiento, Acosta, Cieza y otros cronistas, aunque con algunas variantes) como un lugar de origen solar o incaico por excelencia. En términos históricos, Urteaga (Caps. 1-5) y más recientemente Zuidema ([1967] 1989: 193-218) y Lumbreras (99), han establecido la conexión con el imperio Wari-Tiwanaku como lejano antecedente cultural de los incas. Tiwanaku, como se sabe, se desarrolló en la región del Collao, y uno de sus centros urbanos más importantes, aún visible, se encuentra en las cercanías del lago Titicaca, en el actual territorio de Bolivia.

En dicho lago, por lo demás, era conocida la existencia del culto al sol, que al parecer los incas renovaron durante su expansión posterior y «civilizadora». Siendo el Cuzco el centro político y administrativo del creciente imperio, era lógico suponer, como señala Demarest (74), que se asumiera una figura divina de identidad nacional como antecedente justificatorio del dominio sobre otras etnias. Sin embargo, «a diferencia de los modelos paganos clásicos de los cronistas, las religiones precolombinas enfatizaban los movimientos y transformaciones de fenómenos astronómicos, no meramente la deificación de específicos modelos celestiales» ( Demarest: 72, trad. mía, énfasis en el original). Así, el carácter divino del sol no consistía realmente en una mera idolatría de un cuerpo celeste perteneciente a la naturaleza, sino en un seguimiento religioso de sus funciones, movimientos y posiciones durante el año, pues era precisamente de ellos que dependían la economía y los ciclos de la vida social de la humanidad conocida. El día del solsticio de verano era, precisamente, el día de la celebración de una de las mayores fiestas oficiales incaicas, el Qhapaq Raymi, que coincidía con el punto de mayor esplendor y quietud del astro en su aparente movimiento hacia el sur, y con el inmediato inicio de su viaje hacia el norte, renovando una vez más el ciclo anual de las estaciones y presidiendo la estación de las lluvias que se dan sobre la sierra andina durante los meses circundantes.

Ahora bien, es sabido que el sol recibía distintos nombres y hasta era representado como distintas personalidades durante los varios rituales a él dedicados. Zuidema (1976), notando la diferencia entre la fiesta citada del Qhapaq Raymi y la celebrada durante el solsticio de invierno, el Inti Raymi, a partir de las informaciones de Molina, «el Cuzqueño», señala que ambas festividades habrían tenido como imágenes no a un mismo sol indiferenciado, sino a dos aspectos solares identificables con distintas instancias de la vida social. Así, si según Molina el Qhapaq Raymi estaba dedicado al Apu Inti o sol mayor, el Inti Raymi lo estaba a Churi Inti o sol menor. El primero resultaba identificable con la divinidad Wiraqucha en una de sus manifestaciones más resplandecientes, mientras que el segundo correspondía a P'unchaw, y su regreso hacia el sur era celebrado como un nuevo nacimiento que permitía esperar su crecimiento y transformación en Apu Inti durante el próximo solsticio de verano. De este modo, el sol no era un solo «Sol», sino que se desdoblaba según la necesidad de enfatizar el inicio o el fin de determinadas actividades agrícolas23.

Demarest (13-15), a partir del examen de Bernabé Cobo, propone también que este sol múltiple adquiría hasta tres representaciones como parte de la gran triada Creador-Sol-Trueno del panteón superior incaico. Cosa semejante se destaca en los Comentarios (I, II, VI, f. 13v.), cuando se cita a Valera respecto de la interpretación equivocada de algunos españoles que «aplicarõ en las historias del Cozco a la Trinidad las tres estatuas del Sol, que dizen que auia en su templo, y las del trueno y rayo». A ello hay que añadir que Calancha y Torres ([1653] 1972: Libro I, Cap. II), describen tres representaciones del Sol en el santuario del lago Titicaca: «Estas tres estatuas unidas eran muy parecidas las unas a las otras; nombrábanlas con aquellos tres nombres: Apuynti, que es lo mismo que padre y señor Sol; Churipynti, el hijo del Sol; Intipguauqui, el hermano del Sol».

La idea de representar la tripartición solar incluyendo una imagen que simbolizara el poder de los incas (como en el caso de Inti-Guauqui o «hermano del sol», que contenía las cenizas de los incas pasados) hace más problemática aún la descripción. Pero el hecho de que los incas se asumieran como «hijos del sol» y que elevaran esta deidad a los niveles de emblema nacional no oscurece la evidencia de que existía un culto a otras entidades. Asimismo, la simplificación trinitaria en la que pudo haber incurrido Cobo (según reconoce el mismo Demarest: 15) no implica necesariamente que las agrupaciones no pudieran ser cuaternarias o de otro tipo. Lo que sí parece ser cierto es que existe la tendencia de éste y otros cronistas a concebir dentro de sus esquemas catequizadores a todos estos elementos e ídolos como representaciones o intermediarios de una entidad invisible y mayor.

Ahora bien, y volviendo a los Comentarios, recordemos que el dios cristiano, que había permitido que «dellos mismos [los salvajes] saliesse un luzero del alua», envió más tarde «la luz de sus diuinos rayos a aquellos idolatras». «Esse mismo Dios, sol de justicia», pues, es presentado como el autor real de la llegada del Evangelio, aunque también como agente pasivo del surgimiento de los incas, pues simplemente «permitió» «y no ejecutó» la aparición de éstos. Al ser establecida cierta autonomía de acción en los sujetos de la segunda edad, cabe preguntarse si la lectura del «sol de justicia» no podría ser desarrollada con análoga autonomía. Pues, ¿con cuál de los soles incaicos -Apu inti, P'unchaw o Inti Wawqi- podría establecerse la identificación dentro de nuestra lectura?

Ya hemos dicho que la palabra «sol» como traducción de una divinidad dentro del panteón incaico no es unívoca, pese a que su naturaleza dentro del texto se presenta como tal. Así, en un contexto de decodificación a partir de referentes culturales andinos, la operación de búsqueda de sentidos se hace sumamente complicada. Y ello debido a que si seguimos con la alegoría temporal, sabremos que la llegada del Evangelio correspondería al tiempo de la mañana luego del alba, es decir, al tiempo presidido por un sol aún joven, que no ha llegado a su mayor esplendor. Podría pensarse, entonces, en la identificación con P'unchaw, más aún si consideramos que la representación incaica de este aspecto solar se daba a través de una imagen netamente figurativa del sol, es decir, a través de un disco redondo de oro, representando un rostro con rayos despidiéndose de él (Cobo 1890-93: XIII, 5). Esto aportaría la posibilidad de dejar abierta la alternativa de una entidad mayor, el intip inti o sol de soles, es decir, Apu Inti como manifestación equivalente al dios animador, Apu Kun Tiqsi Wiraqucha Pachayachachiq Pachakamaq (según era denominado con sus diversos títulos) para dar coherencia andina y responsabilidad autorial al devenir temporal. Es decir, el dios superior o Wiraqucha-Pachakamaq (identificado en los Comentarios con el dios cristiano) sería en última instancia la «causa primera» de la «tercera edad», cuyo agente sería el sol de la mañana.

Sin embargo, el posible entendimiento del «sol de justicia» como P'unchaw (versión débil de un Sol mayor), pese a su validez en el texto, no elimina otras lecturas dentro de la misma tradición andina. Pues, si recordamos también que el sol en general estaba vinculado a la estación seca y masculina (como en el retablo de Joan de Santacruz Pachacuti) y el lucero de algún modo a la primavera (según se desprende del mismo retablo y de Blas Valera), es posible suponer que la sucesión se daría en el orden previsto para las estaciones del año, es decir, el sol constituiría la entidad que preside el solsticio de verano y su identificación sería entonces con Apu Inti. Pero con esta operación interpretativa el caso se torna más problemático aún, pues no debe olvidarse el hecho de que los ciclos estacionales como tales se dan en las alturas andinas, en razón de su misma ecología altiplánica, con una diferencia de tres meses en relación con la costa. Es decir que, en rigor, los meses de diciembre a febrero no son considerados exactamente un verano o época de cosecha, sino una primavera, por darse en ellos los primeros brotes de las siembras y por el hecho de que las lluvias todavía irrigan los cultivos. El verano en sí se dará durante los meses de marzo a mayo (v. Aliaga: 112), en que las grandes cosechas son realizadas, lo que coincide con las fiestas que en los tiempos incaicos se celebraban por la cosecha del maíz (v. Morales 33-34). Luego de repartida la cosecha, la tierra se «cerraba» para descansar hasta el inicio de nuevo periodo agrícola, con las siembras de agosto y septiembre (v. Zuidema 1982: 204-211). Así, una lectura apoyada solamente en los ciclos estacionales no funcionaría dentro de la realidad andina con la misma coherencia que una lectura basada en la sucesión del día. Sin embargo, permite también concebir la sucesión de las edades espirituales en una linealidad que llevaría inevitablemente a una «cuarta edad» de maduración verdadera en la cual la «tercera edad» (la invasión europea, el Sol mayor, la época de lluvias) sería asimilada y superada. Esta cuarta edad o verano en términos andinos traería la abundancia y el reposo que el tiempo de las lluvias habría contribuido a forjar.

Por eso, no creo excesivo afirmar que la metáfora del «sol de justicia» se ofrece como un indicio textual que, engarzado con el de «luzero del alua», puede arrojar sentidos coherentes con otras instancias de los Comentarios, considerando su significación dentro del imaginario incaico. Pese a que, en realidad, la imagen alude no al sol astronómico sino al dios cristiano cuyo carácter justiciero constituye el sentido explícito del texto, de algún modo queda latente la idea de un sol instrumental que constituiría sólo una manifestación de una entidad creadora mayor. De hecho, si consideramos el paralelismo con la tradición cristiana, el «sol de justicia» era, según Berchorius [1489], Dios hijo, es decir, Cristo, juzgando a la humanidad en el día del Juicio Final (v. Panofsky: 100 y Kantorowicz: 101).

De esta manera, como otra de las instancias inmediatas, nos queda examinar el carácter de la «primera edad» y su imagen de «escurissimas tinieblas». No deja de ser útil para ello hacer alusión al discutido «diluvio» que muchos cronistas incluyen en sus versiones de los mitos andinos24. Imposición del tópico bíblico o no, la edad anterior a la humanidad conocida aparece arrasada por el «unu pachacuti» (Sarmiento: Cap. 6) o destrucción del mundo por agua, y luego de él es que alguna divinidad (Wiraqucha en la mayoría de los casos) establece el orden y vuelve a crear a los seres humanos (cf. también Pease 1973: Cap. 1). Las variantes del mito son múltiples, y resulta oneroso desarrollarlas ahora. Sin embargo, este periodo primigenio tiene relación con una sucesión de divinidades que Zuidema (1989: 230-232) resume en una serie de edades andinas, presididas por los dioses Wiraqucha, Tunupa, e Inti (dios-creador, dios-trueno y dios-sol) a los cuales seguiría nuevamente el Caos que significa la destrucción del orden incaico por la guerra civil entre Waskhar y Ataw Wallpa y la llegada de los españoles.

Las «escurissimas tinieblas» de los Comentarios, por otro lado, encajan muy bien con la ausencia de la «luz natural» que los incas habrían aportado sobre los «salvajes». Dado el carácter indiferenciado de los elementos existentes bajo una completa oscuridad material, es evidente que la oscuridad moral a la que el texto alude coincide con las versiones sobre cierto tipo de bárbaros al uso en la historiografía de la época. Pero ello no implica que la imagen no tuviera alguna resonancia coherente con la concepción andina del devenir cósmico desde el punto de vista incaico, tan cargadamente etnocéntrico y autojustificatorio, que se pretende representar. Es posible colegir que si se establece una identificación entre incas y «luzero del alua», y por extensión con el tiempo de la madrugada, la identificación entre él salvajismo anterior y la noche («escuríssimas tinieblas») también sea válida. Por eso, si la palabra que designa a la noche en quechua es tuta, nada más sintomático para la comparación establecida que la palabra que designa a la madrugada sea tutamanta. Su significado literal y etimológico es «lo que proviene de la noche» o «desde la noche». Los incas, al ser identificados con el tiempo de la madrugada, no podían ser sino la consecuencia natural y necesaria de un supuesto estado de barbarie anterior. Éste quedaría cualitativamente disminuido frente al tiempo de los incas por el simple hecho de precederlo25.

Sin embargo, lejos estaríamos de explotar algunos de los sentidos del pasaje si no volviéramos a la idea del Caos como etapa que sucede al ciclo presidido por el dios-sol. Resumiendo las ideas de Zuidema sobre la sucesión de los dioses andinos y su relación con las dinastías cuzqueñas, podemos establecer que la relación entre Venus y el Sol es una relación efectiva en términos simbólicos e históricos. Zuidema establece, a partir de un cotejo de mitos incaicos y de la región de San Damián, que son discernibles las siguientes edades desde una perspectiva andina interna: «[...] primero, Viracocha, el dios-creador; segundo, el dios-trueno; tercero, el dios-sol y finalmente el Caos, como expresión de tiempos primordiales y del presente» (Zuidema 1989: 230). Viracocha representaría un mundo externo y oscuro, y un tiempo de los orígenes; el dios-trueno, las fronteras y un tiempo de tránsito, y se relacionaría con Venus, el astro más importante en los crepúsculos; el dios-sol, por su lado, representaría el centro y el día; y el caos, la destrucción de ese orden por la guerra civil entre Waskhar y Ataw Wallpa y la llegada de los españoles (Zuidema: id.).

En tal relación de continuidad y circularidad, los españoles cumplen básicamente un papel posterior y destructivo, que, sin embargo, dentro de la descripción de las edades en los Comentarios, es encubierta por la exaltación que se hace del Evangelio como etapa superior a las anteriores.

Así, si la llegada del Evangelio es la presencia del «sol de justicia» en tierras andinas, la sucesión de dioses ensayada por Zuidema encajaría relativamente con la sucesión de imágenes de la naturaleza establecida en los Comentarios como representación de los periodos espirituales. Si Wayna Qhapaq (el duodécimo inca según los Comentarios) estableció el culto al sol como religión oficial del estado, de acuerdo con el planteamiento de Zuidema, la fusión entre la sabiduría de este inca y la gracia divina que aportó la llegada de los primeros españoles quedaría de alguna manera implícita.

Pero recordemos que estamos hablando aquí de los primeros españoles, y nuestra obra data de un momento algo tardío (1609) en relación con ese suceso histórico. Harto conocidas son las críticas que aparecen en los Comentarios a la figura del Virrey Toledo (v. I, VII, XVII, por ejemplo), no sólo por su decisión de eliminar al último inca, Tupaq Amaru I en 1572, sino posiblemente por su política de reducciones indígenas en centros urbanos para su mejor control tributario y de servicios. Araníbar (857-858) propone que, en consonancia con algunos sectores de la orden jesuita, en los Comentarios la actitud hacia Toledo pudo haber derivado de una oposición a tal sistema organizativo de la sociedad colonial26. De este modo, y dado el carácter paradigmático de algunos conquistadores en los Comentarios, según se aprecia especialmente en la Segunda Parte, en contraste con el carácter tortuoso de algunos administradores coloniales, ¿representarían los conquistadores iniciales y los sacerdotes la plenitud del «sol» y los oficiales de la administración el Caos consiguiente?

La pregunta calza bien con una manera de leer los Comentarios ya adelantada en parte por Valcárcel en 1939 y Brading en 1986. Al parecer, la simpatía por un sistema de colonización principalmente eclesiástica, por el respeto a la sucesión incaica y por los derechos de los conquistadores en cuanto a sus riquezas y poderes políticos es un tema que no siempre aparece velado y que sirve para explicar algunos pasajes de los Comentarios en el sentido de una re-facción histórica como la que venimos señalando. Tal re-facción implicaría el favorecimiento de la posibilidad de desarrollo y articulación social del sector de los mestizos, en una gran mayoría hijos de madres indígenas y padres españoles. Así, Ch'aska (asumida como femenina «o, en todo caso, feminizada» e indígena) y el «sol» (asumido como masculino y español) quedarían armonizados en el texto como imagen ideal y primigenia de la propuesta general de la obra. Y esto se condice con el dualismo hanan (arriba)/urin (abajo), identificables como elementos simbólicamente masculino y femenino, respectivamente (cf. Classen: 118 y ss.), y como unidades temporales sucesivas, al aplicarse el término hanan a los grupos más nuevos frente a los urin, ya instalados en menor altitud (más cerca de un valle o un río, por ejemplo) dentro de determinado espacio agrario, según ocurre inclusive en nuestros días en numerosas comunidades andinas.

Resumamos, entonces. Tenemos, por un lado, que el «sol de justicia» equivaldría a la entidad superior que envía «la luz de sus divinos rayos» (evangelizadores y conquistadores iniciales) para mejorar la vida de los pueblos indígenas, hasta entonces sólo iluminados por el «luzero del alua» (los incas). Sin embargo, se puede considerar también la posibilidad de identificar al «sol de justicia» con P'unchaw y no con Apu Inti o sol mayor. En este caso, el periodo de verano, esplendor o cosecha que simbólicamente representaría Apu Inti quedaría diferido para un tiempo ignoto, que se ve remplazado por la sucesión de lluvias y elementos generativos que P'unchaw anuncia, aunque no preside. Añadido a las virtudes reproductivas contenidas también en la figura de Ch'aska, el punto cronológico y espiritual del encuentro español e incaico se convertiría entonces en la imagen primordial y superior de la alegoría. Al mismo tiempo, y considerando al Caos como posibilidad final de la sucesión lucero-sol, quedaría sugerida la idea de una renovación de los ciclos cósmicos a partir de la superación del caos colonial (cuarta edad) en una latente y no nombrada «quinta edad»27. Una idea incipiente del «progreso» tal como sería desarrollada bajo la Ilustración mucho tiempo después resulta, en este sentido, un elemento atener en cuenta, como señala Araníbar (827). La apuesta por esta última alternativa (aunque se trate de un proceso derivado de una vuelta cósmica del caos originario) no aparece en el texto, pero sí en el subtexto, y de ahí que sea importante subrayarla también como posibilidad de lectura.

Sin negar, entonces, las evidentes vinculaciones de la obra con la tradición europea de la que bebió y se empapó el autor, una interpretación de este tipo puede llenar los vacíos y complementar las propuestas que, al aplicar únicamente las influencias textuales de la época, no permiten dar cuenta de la totalidad discursiva mediante la que se configuran los Comentarios.






A modo de conclusión

Aunque hubiéramos querido extendernos hacia otros ejemplos en que el subtexto andino contradice o modifica la significación (y la lectura) netamente europea de los Comentarios, deberemos dejar la exposición de casos para pasar a la sumaria evaluación de lo que ellos significan en términos de cómo describir al sujeto de escritura mestizo que surge del discurso y que a la vez lo determina. Habíamos dicho que plantear la hipótesis de una escritura coral como herramienta de análisis constituye a la vez una interpretación misma de la obra. Dentro de esta perspectiva, desvirtuar las ideas sobre el carácter «aculturado» del mestizo que se identifica como sujeto del discurso de los Comentarios resulta una tarea imprescindible de cualquier aproximación que pretenda desligarse del facilismo biografista en que generalmente se incurre al considerar la larga permanencia del autor en España, y que pretenda complementar las múltiples referencias a la cultura y la literatura europeas del momento que aparecen en la obra. Si bien este último tipo de lectura ha brindado hasta hoy aportes fundamentales para el mejor conocimiento de la complejidad de los Comentarios, no llega a dar cuenta de un problema mayor, que trasciende el ya de por sí amplio marco de las referencias literarias e historiográficas. Tal problema se reformula al examinarse pasajes del subtexto como los presentados en páginas anteriores, y se proyecta hacia el esclarecimiento de un sujeto cognitivo que se reafirma y se contradice constantemente al tratar de conciliar los elementos culturales que se le ofrecen en la memoria de un espacio de identidad en permanente reconstrucción verbal.

Al aludir al problema de los mestizos no queremos ampararnos en las meras declaraciones que aparecen en la obra en tal sentido, ni en las múltiples circunstancias que sufrió ese grupo social durante las primeras décadas de la administración colonial en los Andes. Lo que nos interesa es plantear desde una perspectiva interna al texto cómo el discurso de un sujeto pendular u «oscilante» (Wey-Gómez 1991) logra formas de autoridad por su manejo subtextual («inconsciente» sería una palabra tentadora, aunque inadecuada) de referencias y tonalidades familiares con una tradición narrativa y simbólica ajena a la europea. Naturalmente, tal discurso no resulta necesariamente representativo de todo un grupo social (sólo contamos con un Inca Garcilaso entre decenas de mestizos de la primera generación), pero sí llega a dar cuenta de una posibilidad expresiva que indudablemente modifica el canon consagrado del historiador blanco, sabio y europeo considerado en la época el paradigma de la autoridad historial (v. Rabasa 1994). Ahora bien, si de autoridad se trata, fuera de confirmar la enorme y prolongada que los Comentarios lograron desde su publicación en el mundo europeo, conviene recordar la autoridad que desde este lado del Atlántico la obra ofrecía por su hábil empleo de modalidades narrativas de significación cultural propiamente andina, y por las posiciones que gracias a un sutil manejo del palimpsesto oral permitían identificar al sujeto de escritura como un emisor propio y autorizado de cierto tipo de sujeto colonial dominado (siguiendo la denominación de Adorno en 1988). Más allá, como decíamos, de las declaraciones explícitas que en tal sentido aparecen en la obra, y que sirven, en realidad, para un conocimiento sólo parcial y denotativo del discurso.

En el largo y no concluido proceso de unificación cultural dentro del sujeto colonial dominado, los Comentarios juegan un papel protagonice que conviene considerar, sin embargo, dentro de su perspectiva de conciliación aristocrática (encomenderos y nobleza cuzqueña, especialmente en los Libros IV y V de la Segunda Parte), en oposición al proyecto centralista, burocrático y metropolitano que terminó imponiéndose a partir de la administración toledana (1569-1581). La idea de un «Sacro Imperio Incaico» mencionada por Brading (22) como eje central del discurso de los Comentarios, sirve para insistir en un tipo de afirmación cultural que transcurre en la obra y que se hace más obvia al desentrañar las referencias y los mecanismos narrativos incaicos a partir de la lectura potencial que el discurso coral aquí vislumbrado llega a ofrecer.

Al mismo tiempo, al haber echado mano durante la exposición anterior de herramientas que provienen de distintas disciplinas (especialmente la etnohistoria, la lingüística, los estudios literarios coloniales y la antropología andina), hemos tratado de reconstruir en parte un universo cultural dentro del cual el discurso garcilasiano también se desenvuelve. Tal discurso, a su vez, propone un claro intento de re-facción histórica y de proyección (aunque en la práctica frustrada) de una jerarquización cultural y un lugar social dentro de los cuales el sujeto mestizo se sitúa en posición legal y dirigente. Pese a su carácter letrado y, por lo tanto, elitista, el discurso mestizo de la obra resuelve mediante la escritura el no pequeño dilema de optar por preferencias culturales virtual y factualmente opuestas, creando sentidos dispersos y hasta contradictorios que no por falta de documentación historiográfica acerca de su recepción andina dejan de existir. Por otro lado, las posibles divergencias del discurso con la condición dominada -y a veces colaboradora- de la mayoría de mestizos y descendientes de la nobleza cuzqueña tampoco invalidan su potencial significativo, sino que constituyen preocupaciones sólo complementarias para el excavamiento arqueológico de nuestro subtexto. Bastará recordar, si de recepciones hablamos, que en el siglo siguiente los Comentarios jugarán un papel sustancial en la formación del llamado «nacionalismo inca» (v. Rowe [1954]1976 y Buntinx y Wuffarden 1991) y en la Gran Rebelión de Tupaq Amaru II (v. Durand 1989), lo que motivaría su tajante prohibición por parte de las autoridades virreinales28.

Esperamos, así, que sirvan las consideraciones anteriores «y otras que en el tintero quedan» para una lectura más abarcadora de una obra que sigue requiriendo de una edición con correcciones y comentarios más integrales que los generalmente ofrecidos.




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