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Guillermo, nuestro último duque de Guiena, padre de Leonor, que cedió el ducado a las casas reales de Francia e Inglaterra, llevó por penitencia los diez o doce últimos años de su vida una coraza bajo el hábito de religioso. Foulques, conde de Anjou, fue a Jerusalén, y cuando se encontraba en los santos lugares hizo que dos criados le azotasen, con la cuerda al cuello, ante el sepulcro de Nuestro Señor. Pero, ¿qué más? ¿no vemos hoy mismo el día de viernes santo, en diversos pueblos, un gran número de hombres y mujeres que se atormentan hasta desgarrarse la carne y   —211→   dejar los huesos al descubierto? Yo lo he visto muchas veces sin placer. Y he oído asegurar que hay quien, mediante cierta cantidad, garantiza la religión de otro, desdeñando así el dolor con tal valor, que más les aguijonea la devoción que la codicia. Quinto Máximo enterró a su hijo, que era ya cónsul; Marco Catón al suyo, a quien habían elegido pretor, y Lucio Paulo a dos de los suyos en pocos días, todos con continente sosegado, sin que nada en ellos acusara quebranto ni duelo. Yo dije antaño, bromeando, de una persona, que había dado un chasco a la divina justicia, pues habiendo perdido de muerte violenta, el mismo día, tres hijos ya crecidos, poco faltó, sin embargo, para que quien tal prueba experimentó no la considerase como especial favor y singular gratificación del cielo. No tengo yo tanta fuerza de alma, pero he perdido, estando todavía en nodriza, dos o tres criaturas, si no sin sentirlo, al menos sin contrariedad mayor. Y, sin embargo, pocas desgracias hay que lleguen a los hombres más a lo vivo que la pérdida de los hijos. Veo en el mundo otras frecuentes ocasiones de aflicción, que apenas lamentaría si sobre mí pesaran, y aun aquellas que los hombres más lamentan. Por ello no osaría alabarme sin que sintiera rubor. La opinión de las gentes ejerce un imperio tiránico y sin medida. Ex quo intelligitur, non in natura, sed in opinione, esse aegritudinem334¿Quién buscó jamás la seguridad y el reposo con el ahínco que César y Alejandro fueron en pos de la inquietud y las dificultades? Térez, padre de Sitalcez, solía decir que cuando no hacía la guerra le parecía que no había diferencia alguna entre él y su palafranero. Ejerciendo Catón las funciones de cónsul, para asegurarse el dominio de algunas ciudades de España, prohibió a los habitantes de las mismas que llevaran armas consigo; esto bastó para que un gran número de españoles se dieran la muerte: ferox gens, nullam vitam rati sine armís esse335. De muchos sabemos que abandonaron la tranquilidad de una vida dulce y sosegada entre sus amigos para marcharse a los desiertos inhabitables, donde se complacieron en hacer vida vil, baja y abyecta, y donde encontraron goces y delicias inefables. El cardenal Borromeo, que murió poco ha en Milán, prefirió a la regalada existencia a que le convidaban su nobleza grandes riquezas, la atmósfera de Italia y su juventud, una vida de austeridad tal, que llevaba en invierno idéntica vestidura que en estío; dormía sobre unas pajas, y las horas que las ocupaciones de su cargo lo dejaban libre, consagrábalas al estudio continuo, arrodillado, tomando por todo alimento un poco de pan y agua que tenía al lado del libro   —212→   que leía: tales eran sus banquetes y el tiempo que a ellos dedicaba.

Yo sé de alguien que a sabiendas ha sacado provecho y ventaja para su mejoramiento y prosperidad de que su mujer le coronara, cosa cuya sola idea horroriza a tantas gentes.

Si la vista no es el más necesario de nuestros sentidos, es por lo menos el más deleitoso; los más voluptuosos y útiles de nuestros órganos son quizás los que sirven para engendrarnos, sin embargo de lo cual, muchas gentes ha habido que los tomaron odio mortal, por la razón misma de contribuir al placer, y se los amputaron a causa de su valer. Lo mismo pensaba de los ojos el que se los saltó. La mayor parte de los hombres y la más sana tienen a dicha grande la abundancia de hijos; yo y algunos otros opinamos de opuesto modo. Preguntado Thales por qué no se casaba, respondió que no quería dejar descendientes.

Que nuestra opinión dé precio a las cosas, vese teniendo en cuenta las muchas que no nos interesan sino en cuanto tienen relación con nuestras personas; nosotros no consideramos ni los méritos ni la utilidad de aquéllas; sólo vemos el trabajo que nos cuesta el alcanzarlas, cual si esto fuera una parte de su sustancia. Llamamos valor en ellas, no precisamente a las ventajas que nos proporcionan, sino sólo a las que nosotros las concedemos. En vista de lo cual, entiendo que somos económicos en el gasto de nuestras fuerzas: tanto la cosa pesa, tanto sirve, por lo mismo que nuestra apreciación la concede valor. Queremos que el interés que tenemos por ellas las avalore: el precio da valor al diamante; la dificultad a la virtud; el dolor a la devoción, y el amargor al medicamento. Tal, por llegara a la pobreza, arroja sus escudos en el mismo mar que tantos otros sondean por todas partes para encontrar riquezas. Epicuro dice que el ser rico no es alivio, sino simplemente cambio de cuidados. Y esa verdad que no es la escasez, sino la abundancia lo que da margen a la codicia. Diré aquí lo que yo mismo he experimentado en este particular.

Después de salir de la infancia he vivido en tres condiciones de fortuna diferentes. La primera, que ha durado cerca de veinte años, la pasé sin otros medios que los fortuitos, dependiendo de las órdenes y ayuda de otro, sin rentas ni recursos seguros. Mis gastos los hacía tanto más alegremente y con norma tanto menor cuanto que el fundamento de los mismos era el azar de la fortuna. No recuerdo haber estado nunca mejor. Jamás me sucedió encontrar cerrada la bolsa de mis amigos, prometiéndome yo siempre, por cima de cualquiera otra necesidad, no dejar de pasar el plazo que me había impuesto para pagar la deuda. De suerte que la lealtad obligábame a ser económico. Experimento cierto gozo cuando pago, como si descargara   —213→   mis hombros de un peso enojoso, y de una imagen de la servidumbre, de la propia suerte que me cosquillea el contento cuando realizo una acción justa o contribuyo a la alegría ajena. Y no hablo de aquellos pagos en que precisa contar y regatear, los cuales, cuando no encuentro una persona a quien encomendarlos, los aplazo vergonzosamente cuanto puedo por temor del altercado a que ni mi carácter ni mi modo de hablarse prestan en modo alguno. No hay nada que yo odie tanto como el regateo, que considero como un puro comercio de gitanería y desvergüenza; después de una hora de debate y de palabras inútiles, comerciante y comprador abandonan su palabra y juramentos por la módica suma de cinco cuartos de más o de menos. Así es que siempre pedía yo dinero prestado con desventaja, pues no osando solicitarlo en persona lo hacía por escrito, o que me parecía menos penoso, pero en cambio hacía más fácil rechazar el servicio solicitado. El éxito de mi petición encomendábalo a los astros, con alegría y libertad mayores que andando el tiempo no he puesto en la previsión ni en el buen sentido. La mayor parte de las personas ordenadas, juzgan horrible vivir así en la incertidumbre, mas no advierten que casi todo el mundo vive de este modo; ¡cuántos hombres honrados han dejado lo cierto por lo dudoso y siguen dejándolo todos los días por buscar el favor de los monarcas y el de la fortuna! César contrajo deudas por valor de un millón de oro, además de haber gastado su caudal personal, por llegar a ser emperador; ¡y cuántos comerciantes hay que comienzan su tráfico vendiendo su alquería, cuyo importe envían a las Indias!


Tot per impotentia freta!336



Vemos, en una época tan poco devota como la nuestra, mil y mil congregaciones que pasan gratamente su existencia esperando todos los días de la liberalidad celeste lo más indispensable para la vida. En segundo lugar, no echan de ver aquellas personas que la certidumbre en que se fundan no es menos incierta que el mismo acaso. Yo veo tan cerca la miseria más allá de los dos mil escudos de renta, como si la carencia de recursos me alcanzara; pues aparte de que la suerte puede abrir cien huecos a la pobreza, al través de nuestras riquezas no existe a las veces diferencia alguna entre la suprema y la ínfima fortuna:


Fortuna vitrea est: tum, quum splendet, frangitur.337



La casualidad puede deshacer de un soplo todas nuestras fortificaciones y medios de defensa; tan ordinariamente se ve la indigencia entre los que poseen bienes, como entre los   —214→   que no los poseen; la indigencia no es más soportable cuando está sola, que cuando va acompañada de riquezas, las cuales más dependen del orden que de la abundancia de bienes: faber est suae quisque fortunae338. Me parece más miserable un rico disgustado, necesitado, ocupado constantemente en sus negocios, que quien es pobre solamente. In divitiis inopes, quod genus egestatis gravissimum est339. Los príncipes más poderosos y ricos suelen verse empujados por la pobreza y la escasez a la necesidad más extrema. ¿Hay necesidad mayor que la de convertirse en injustos y usurpadores tiranos de los bienes de sus súbditos?

Mi segunda manera de vida fue la detener dinero, en la posesión del cual tomé empeño e hice pronto provisiones importantes, dadas mi fortuna y condición. Estimando que no podía llamarse tener sino cuando se posee mucho más de lo que se gasta de ordinario, y que no puede uno fiarse en los intereses que están por venir, aun cuando su recepción sea poco dudosa, porque, decía yo para mis adentros, que es necesario, por si cualquier accidente imprevisto me sorprende. De acuerdo con precauciones tan vanas y absurdas iba yo economizando para proveer con la reserva superflua a todos los acontecimientos venideros, y sabía responder a quien me argumentaba contra mi conducta, que en la vida es infinito el número de dificultades que surgen imprevistas y que si el dinero no servía para hacer frente a todas, aliviaba al menos la mayor parte. Además, yo no hacía tales declaraciones sin ser forzado a ello previamente; convertía en secreto mi riqueza, y yo que gusto tanto hablar de todo cuanto conmigo se relaciona, no decía palabra de mi dinero sino para mentir, como hacen los que quieren pasar por pobres siendo ricos, o viceversa, los que quieren aparentar riqueza siendo pobres, dispensando su conciencia de testimoniar sinceramente lo que poseen. ¡Prudencia ridícula y vergonzosa, en verdad! ¿Iba a emprender un viaje? Nunca me parecía llevar recursos y cuanto más cargaba mi gaveta, más aumentaba mi intranquilidad; unas veces por la poca seguridad de los caminos, otras por no tener confianza en los que conduelan mi bagaje, del cual, como acontece a otras personas que conozco, no estaba seguro sino cuando lo tenía delante de mis ojos. ¿Dejaba mi bolsa en casa? ¡Qué número de sospechas y malos pensamientos! y lo que es peor todavía, sin osar comunicárselos a nadie. Mi mente iba por doquiera unida a mi tesoro; jamás se apartaba de él. Todo considerado, cuesta más trabajo guardar el dinero que adquirirlo. Si mis cuidados no eran tan grandes como llevo dicho, por lo menos me era bien difícil desposeerme de ellos. Ventajas   —215→   ni provechos procurábame pocos o ninguno; por haber más recursos de que echar mano, la riqueza no me pesaba menos; pues como decía Bion, el cabelludo como el calvo se enfadan lo mismo cuando les arrancan el pelo; y luego de estar acostumbrados a tener la idea fija sobre cierto tesoro, el oro ya no está a vuestro servicio; ni siquiera osaréis tocarlo; se convierte en un edificio que se vendrá abajo con sólo llegarle con las manos. Preciso es que la necesidad os ahogue para decidiros a empezarlo. En mi primera manera de vivir empeñaba yo mi ropa, o vendía un caballo con mucha mayor facilidad y contrariedad menor que no hubiera sacado un maravedí de aquella bolsa querida que tenía de reserva. Pero el mal estaba en la dificultad de poner un límite determinado al deseo constante del guardar (¡es tan difícil el señalar los confines de las cosas que se creen buenas!) y el detenerse en la economía razonable... Constantemente vase engruesando el montón y aumentándolo hasta el punto de privarse villanamente del disfrute de sus propios bienes, y se hace consistir todo el goce supremo en el guardar y en no gastar nada. Según esta cuenta, las entes de mayores recursos son las que cobran los impuestos de puertas en las grandes ciudades. Todo hombre adinerado es avaricioso, a mi manera de ver. Platón coloca, en el orden siguiente los bienes corporales o humanos: salud, belleza, fuerza y riqueza; y la riqueza, añade, no es ciega sino muy clarividente citando la prudencia la ilumina. Dionisio, el hijo, tuvo un rasgo ingenioso: advertido de que uno de sus siracusanos había ocultado en la tierra un tesoro, dijo al avaro que se lo llevase, lo cual hizo éste; pero sin que Dionisio lo echara de ver, pudo reservarse una parte, con la que se fue a vivir a otra ciudad, en la cual, como hubiera perdido el hábito de atesorar, vivió liberalmente. Enterado Dionisio de su conducta, mandó que se le devolviera el resto del tesoro, alegando que, puesto que ya sabía usar de su riqueza, entregábasela de buen grado.

Llevé algunos años ese género de vida, y no sé qué buen espíritu me arrancó de ella, como al siracusano, con mucha ventaja y provecho, arrojando al viento aquella bolsa memorable. Merced al placer de cierto viaje que exigía grandes gastos, mi imaginación abandonó por completo la idea constante de atesorar, por donde entré en un tercer modo de vivir mucho más agradable, en verdad y también mucho mejor ordenado, pues al presente mis gastos, van, sobre poco más o menos, a la par de mis ingresos: de todas suertes, la diferencia es escasa entre los unas y los otros. Vivo al día, y me conformo con disponer de lo necesario para hacer frente a mis necesidades ordinarias; cuanto a las extraordinarias, todas las economías del mundo no bastarían a satisfacerlas. Tengo por loco al que cree que la   —216→   fortuna es un arma poderosa contra todos los peligros; debemos combatir con las nuestras propias los reveses de la desdicha. El dinero nada puede contra lo extraordinario y lo imprevisto. Si al presente pongo a un lado algún dinero, lo hago sólo para emplearlo en la adquisición de algún objeto; no precisamente para comprar tierras, que no me faltan, sino para procurarme alguna cosa de mi agrado. Non esse cupidum, pecunia est; non esse emacen, vestigal est340. Y no me aqueja el temor de que el bienestar me falte, ni deseo tampoco que sea mayor que el que disfruto: divitiarum fructus est in copia; copiam declarat satietas341: me congratulo singularmente de haber llegado a este estado de espíritu habiendo partido de una idea naturalmente inclinada a la avaricia; me satisface el verme desligado de esa locura tan frecuente en los viejos, y que es el más ridículo entre todos los humanos extravíos.

Feraulas, que había vivido en la escasez y en la abundancia, vio bien que el aumento de los bienes no está en relación directa con el crecimiento de los deseos en el beber, comer, dormir y gozar los placeres del amor. Sintió, además, que pesaba excesivamente sobre sus hombros la importunidad de la economía como a mi me aconteció, y decidió hacer feliz a un joven pobre, amigo suyo, a quien la idea de ser rico enloquecía: Hízole el presente de todos sus bienes superfluos y de todos los que a diario adquiría merced a la liberalidad de Ciro, su buen señor, y también de los que la guerra le proporcionaban, con la sola condición de que en lo sucesivo Feraulas había de ser el pupilo del joven, manteniéndole y suministrándole lo necesario, como a su huésped y amigo. Así vivieron dichosamente, ambos igualmente contentos con el cambio de situación.

He ahí un ejemplo que yo imitaría de buena gana. Igualmente enaltezco la conducta de un prelado anciano a quien he visto encomendar su bolsa, los ingresos que le procuraba el ejercicio de su cargo, sus rentas y sus gastos, unas veces a un servidor preferido, otras a otro, de suerte que pasé buen número de años tan ignorante como un extraño de los negocios de su palacio. La confianza en la bondad ajena es testimonio casi irrecusable de la propia hombría de bien, por lo cual el señor la favorece de buen grado. Y por lo que al prelado toca, jamás vi casa mejor gobernada ni más dignamente administrada que la suya. Feliz quien ordena sus necesidades conforme a determinación tan justa, y logra que sus recursos las satifagan, sin ocasionarse desvelos ni cuidados, y sin que sus dispendios o economías interrumpan las ocupaciones des su cargo, más adecuadas,   —217→   más tranquilas y más en armonía con la peculiar inclinación.

Así, pues, el bienestar o la indigencia dependen de la opinión personal. La riqueza, la gloria, la salud, tienen solamente el alcance y ocasionan sólo el placer que las presta quien las posee. La situación de cada uno es buena o mala según su parecer individual, no está precisamente satisfecho del vivir aquél a quien los demás creen feliz, sino el que se cree tal, y en este punto solamente la creencia es esencialmente cierta. La fortuna no nos procura ni el bien ni el mal, muéstranos únicamente la materia y la semilla, las cuales nuestra alma, más poderosa que ellas, transforma y elabora como le place, siendo la causa exclusiva de su condición feliz o desdichada. Los acontecimientos exteriores adquieren color y sabor merced a la interna constitución de cada uno, de igual suerte que los vestidos nos abrigan, no por su calor intrínseco, sino por el que nosotros les comunicamos, el cual guardan y alimentan; quien abrigara un cuerpo frío alcanzaría idéntico efecto por medio del frío: así se conservan la nieve y el hielo. En conclusión, del propio modo que el estudio atormenta a los haraganes, a los borrachos la abstinencia del vino, la continencia al lujurioso y el ejercicio al hombre muelle, delicado u ocioso, así acontece con todo lo demás. Las cosas no son difíciles ni dolorosas por sí mismas; nuestra debilidad y cobardía las hace tales. Para juzgar de las que son grandes y elevadas precisa tener un alma elevada y grande, de otro modo atribuirémosles el vicio que reside en nosotros; un remo derecho parece quebrado dentro del agua. No basta sólo ver la cosa, importa grandemente reparar de qué modo se la considera.

Ahora bien, ¿por qué entre tantos razonamientos como ejercen influencia varía sobre los hombres, en punto a ver tranquilos la muerte y soportar el dolor con calma, no encontramos alguno que nos sirva de provecho? Y de tantas suertes de convicciones como nos impelen a realizar las ideas ajenas, ¿por qué cada cual no practica las que mejor se avienen con su carácter? Si tal medicamento no puede aceptarse en toda su rudeza bienhechora a fin de desarraigar el mal, aplíquese al menos dulcificado, para aliviarlo Opinio est quaedam effeminata ac levis, nec in dolors maqis, quam eadem in voluptate: qua quum liquescim in fluimusque mollitia, apis aculeum sine clamore ferre nou possumus... Totum in eo est, ut tibi imperes342. Por lo demás, no se rehuyen los dolores exagerando su dureza ni aumentando las flaquezas humanas; el buen sentido nos   —218→   pone de manifiesto estos incontrovertibles argumentos: «Si es malo vivir en la necesidad, al menos de necesidad alguna.» «Nadie vive mal durante largo tiempo sino por su propia culpa.» A quien carece de fuerzas para soporatar la muerte; a quien no quiere ni resistir ni huir, ¿qué remedio puede recomendársele?




ArribaAbajoCapítulo XLI

De la codicia de la gloria


De todos los ensueños de este mundo ninguno hay más universalmente aceptado y extendido que la ceguedad del renombre y de la gloria, la cual nos domina con tal imperio, que a ella sacrificamos las riquezas, el sosiego, la vida y la salud, que son bienes efectivos y tangibles, para ir en pos de aquella vana imagen engañadora, que es voz sin cuerpo ni figura:


La fama, che invaghisce a un dolce suono
voi superbi mortali, e par si bella,
e un eco, un sogno, anzi del sogno un'ombra
ch'ad ogni vento si dilegua o agombra.343



De cuantos sentimientos irrazonables el hombre alimenta, diríse que hasta los mismos filósofos se libran más tarde y con mayor dificultad de esta quimera que de ninguna otra, por ser la más tenaz y persistente: quia etiam bene proficientes animos tentare non cessat344. Ninguna ilusión existe de que la razón acuse tan claramente la vanidad, pero ésta reside en nosotros de manera tan viva y arraigada, que ignoro si jamás hombre alguno ha sido capaz de desembarazarse de ella por completo. Después de haberlo dicho todo; después de haberlo todo imaginado para combatirla, todavía produce en nuestra alma una inclinación tan intensa y avasalladora, que deja pocas probabilidades de vencerla; pues como Cicerón afirma, hasta los mismos que la combaten quieren que los libros que componen con tal designio lleven su nombre, pretenden conquistarla por haberla desdeñado. Todas las demás cosas de la vida se comunican de buen grado, mas de la gloria nos encontramos avaros; prestamos nuestros bienes, sacrificamos nuestra vida a las necesidades de nuestros amigos; pero hacer jamás a otro presente del propio honor y gloria, es caso peregrino e inaudito.

  —219→  

En la guerra contra los cimbrios345 hizo Catulo Luctacio cuantos esfuerzos estuvieron en su mano por detener a sus soldados que huían ante el enemigo, y se colocó entre ellos, simulando la cobardía y el miedo, a fin de que su ejército pareciese más bien seguirle, que escapar ante los adversarios. Por ocultar la deshonra ajena perdía la propia reputación. Citando Carlos V pasó a Provenza, en el año 1537, asegúrase que Antonio de Leyva, viendo al emperador decidido a emprender la expedición, que consideraba de sumo provecho para su gloria, fue de parecer, sin embargo, aparentemente que el monarca no la hiciera, y trató de disuadirle con objeto de que todo el honor y la gloria del proyecto fuesen atribuidos a Carlos V, y que se encarecieran luego su perspicacia y previsión, puesto que contra la opinión de todos se oponía al viaje. Habiendo los embajadores de Tracia dado el pésame a Arquileonide, madre de Brásidas, por la muerte de su hijo, cuya memoria ensalzaron hasta asegurar que en el mundo no existía quien se le asemejara, aquélla rechazó la alabanza privada para comunicarla al pueblo, reponiendo: «No me habléis de tal suerte; bien sé que en la ciudad de Esparta hay muchos ciudadanos más grandes y más valientes que mi hijo.» En la batalla de Crecy se encomendó al príncipe de Gales, joven aún, el mando le la vanguardia; la resistencia principal del encuentro tuvo lugar precisamente merced al arrojo de dichas fuerzas; hallándose en situación comprometida, los señores que le acompañaban rogaron al rey Eduardo que se acercara para socorrerle. Informado éste de la situación de su hijo, tuvo conocimiento de que aún se mantenía vivo sobre su caballo, y exclamó: «Le perjudicaría si fuese a despojarle del honor de la victoria de este combate, a que hasta ahora con solas sus fuerzas ha hecho frente; la gloria debe pertenecerle por entero.» No queriendo verle ni enviar a nadie en su ayuda, y conociendo que de obrar diferentemente hubiérase dicho que habría perdido sin su concurso, y que se le atribuiría la gloria del combate. Semper enim quod postremum adjectum est, id rem totam videlur traxisse346. Algunos creían en Roma, y era frecuente oírlo, que las principales hazañas de Escipión eran en parte debidas a Lelio, el cual sin embargo proclamaba y secundaba por todas partes la grandeza y gloria de aquél, sin preocuparse para nada de las suyas. Teopompo, rey de Esparta, contestaba a los que le decían que la república se mantenía bajo su mando porque era un excelente gobernante, que no era aquélla la causa, sino que el pueblo sabía obedecer las leyes.

  —220→  

Como la mujeres que sucedían a los pares, no obstante su sexo, tenían el derecho de asistir y emitir su opinión en las causas pertenecientes a la jurisdicción de aquéllos, así los eclesiásticos, a pesar de su profesión, estaban obligados a prestar su concurso a los reyes en las guerras, no sólo con sus amigos y servidores, sino con sus personas mismas. Encontrándose el obispo de Beauvais con Felipe Augusto en la batalla de Bouvines, tomó una parte ardorosa en el combate, mas pareciole que no debía sacar ningún provecho de la gloria de una batalla que había sido tan sangrienta el prelado se había hecho dueño de algunos enemigos aquel día, entregábalos al primer caballero que encontraba para que los ahorcase o hiciese prisioneros, creyendo resignar con ello toda responsabilidad; así puso en manos a Guillermo, conde de Salsberi, del señor Juan de Nesle. Por un caso singular de sutileza de conciencia, semejante al de que antes hablé, estaba conforme con matar, pero no con herir, por lo cual combatía con una gruesa maza. Alguien en mi tiempo, a quien el rey censuró por haber puesto las manos en un eclesiástico, lo negaba en redondo con toda frescura, y alegaba que no había hecho más que echarle por tierra y pisotearle.




ArribaAbajoCapítulo XLII

De la desigualdad que existe entre nosotros


Dice Plutarco, en un pasaje de sus obras, que encuentra menos diferencia entre dos animales que entre un hombre y otro hombre; y para sentar este aserto habla sólo de la capacidad del alma y de sus cualidades internas. Yo, a la verdad, creo firmemente que Epaminondas, según yo lo imagino, sobrepasa en grado tan supremo a tal o cual hombre que conozco (y hablo de uno capaz de sentido común) que a mi entender puede amplificarse el dicho de Plutarco, diciendo que hay mayor diferencia de tal hombre a cual otro, que entre tal hombre y tal animal:


Hem!, vir viro quid praestat?347



y que existen tantos grados en el espíritu humano como razas de la tierra al cielo, y tan innumerables. Y a propósito del juicio que se hace de los hombres, es peregrino que, salvo personas, ninguna otra cosa se considere más que   —221→   por sus cualidades peculiares. Alabamos a un caballo por su vigor y destreza,


Volucrem
sic laudamus equum, facili cul plurima palma
fervet, et exsultat rauco victoria circo348,



no por los arreos que le adornan; a un galgo por su rápida carrera, no por el collar que lleva; a un halcón por sus alas, y no por sus adminículos venatorios; ¿porqué no hacemos otro tanto con los hombres, estimándoles sólo por las cualidades que constituyen su naturaleza? Tal individuo lleva una vida suntuosa, es dueño de un hermoso palacio, dispone de crédito y rentas, pero todo eso está en su derredor, no dentro de él. Si tratáis de adquirir un caballo, le despojáis primero de sus arneses, le veis desnudo y al descubierto; o si tiene algo encima, como antiguamente se presentaban a nuestros príncipes cuando querían comprarlos, sólo les cubre las partes principales, cuya vista es menos necesaria para formar idea de sus cualidades, a fin de que no se repare en la hermosura del pelo o en la anchura de sus ancas, sino más principalmente en las manos, los ojos y el casco, que son los miembros que prestan al animal mayores servicios:


Regibus hic mos est: ubi equos mercantur, opertos
inspiciunt; ne, si facies, ut saepe, decora
molli fulta pede est, emptorem inducat hiantem,
quod pulchrae clunes, breve quod caput, ardua cervix349



¿por qué al poner nuestra atención en un hombre le consideramos completamente envuelto y empaquetado? Así no nos muestra sino las cosas que en manera alguna le pertenecen, y nos oculta aquellas por las cuales solamente puede juzgarse de su valer. Lo que se busca es el valor de la espada, no el de la vaina que la cubre; por aquélla no se daría quizás ni un solo ochavo si se viera desnuda. Es preciso juzgar al hombre por sí mismo, no por sus adornos ni por el fausto que le rodea, y como dice ingeniosamente un antiguo filósofo: «¿Sabéis por qué le creéis de tal altura? porque no descontáis los tacones.» «El pedestal no entra para nada en la estatua, medidle sin sus zancos; que ponga a un lado sus riquezas y honores, y que se presente en camisa. ¿Tiene el cuerpo bien dispuesto a la realización de todas sus funciones? ¿Goza de buena salud, y está contento? ¿Cuál es el temple de su alma? ¿Esta es hermosa, capaz,   —222→   y se halla felizmente provista de todas las prendas que constituyen un alma perfecta? ¿Es rica por sus propios dones, o por dones prestados? ¿La es indiferente la fortuna? ¿Es capaz de aguardar los males con presencia de ánimo? ¿Posee empeño en saber si el lugar por donde la vida nos escapa es la boca o la garganta? ¿Tiene el alma tranquila, constante y serena? He aquí todo cuanto es indispensable considerar para informarse de la extrema diferencia que existe entre los hombres. Es, como Horacio decía:


Sapiens, sibique imperiosus;
quem neque pauperies, neque mors, neque vincula terrent;
responsare cupidinibus, contemnere honores
fortis; et in se ipso totus teres atque rotundus,
externi ne quid valeat por laeve morari;
in quem manca ruit semper fortuna?350



Un hombre de tales prendas está a quinientas varas por cima de reinos y ducados. Él mismo constituye su propio imperio,


Sapiens... poi ipse fingit fortunam sibi351:



¿qué más puede desear?


Nonne videmus,
nil aliud sibi naturam latrare, nisi ut, quoi
corpore sejunctus dolor absit, mente fruatur
jucundo sensu, cura semotu metuque?352



Comparad con él la turba estúpida, baja, servil y voluble, que flota constantemente a merced del soplo de las múltiples pasiones que la empujan y rempujan, y que depende por entero de la voluntad ajena, y encontraréis que hay mayor distancia entre uno otro que la que existe del cielo a la tierra. Y sin embargo la ceguedad de nuestro espíritu es tal que en las cosas dichas no reparamos al juzgar a los hombres, allí mismo donde si comparásemos un rey y un campesino un noble y un villano, un magistrado y un particular, un rico y un pobre, preséntanse a nuestra consideración, por extremos diferentes, no obstante podría decirse que no lo son más que por el vestido que llevan.

El rey de Tracia distinguíase de su pueblo por modo bien característico y altanero; profesaba una religión distinta; tenía un dios para él solo, que a sus súbditos no les era permitido adorar, Mercurio, y desdeñaba las divinidades   —223→   a que sus vasallos rendían culto: Marte, Baco y Diana. Tales distinciones no son más que formas externas, que no establecen ninguna diferencia esencial, pues a la manera de los cómicos que en escena representan ya un duque o un emperador, ya un criado o un miserable ganapán, y ésta es su condición primitiva, así el emperador cuya pompa os deslumbra en público,


Scilicet et grandes viridi cum luce smaragdi
auro includuntur, teriturque thalassina vestis
assidue, et Veneris audorem exercita potat353:



vedle detrás del telón; no es más que un hombre como los demás, y a veces más villano que el último de sus súbditos: ille beatus introrsum est; istius bracteata felicitas est354; la cobardía, la irresolución, la ambición, el despecho y la envidia, le agitan como a cualquiera otro hombre:


Non enint gazae, neque consularis
summovet lictor miseros tumultus
mentis, et curas laqueata circum
       tecla volantes355:



y la intranquilidad y el temor le dominan aun en medio de sus ejércitos.


Re veraque metus hominum, curaeque sequaces
nec metuunt sonitus armorum, nec fera tela;
audacterque inter reges, rerumque potentes
versantur, neque fulgorem reverentur ab auro.356



La calentura, el dolor de cabeza y la gota, le asaltan como a nosotros. Cuando la vejez pesa sobre sus hombros, ¿podrán descargarle de ella los arqueros de su guardia? Cuando el horror de la muerte le hiere, ¿podrá tranquilizarse con la compañía de los nobles de su palacio? Cuando se halla dominado por la envidia o el mal humor, ¿le calmarán nuestros corteses saludos? Un dosel cubierto de oro y pedrería carece por completo de virtud para aliviar los sufrimientos de un doloroso cólico.


Nec calidae citius decedunt corpore febres,
textilibus si in picturis, ostroque rubenti
jactaris, quam si plebeia in vesto cubandum est.357



  —224→  

Los cortesanos de Alejandro Magno le hacían creer que Júpiter era su padre. Un día que fue herido, al mirar cómo la sangre salía de sus venas «Qué me decís ahora? dijo. No es esta sangre roja como la de los demás humanos? Es bien diferente de la que Homero hace brotar de las heridas de los dioses.» El poeta Hermodoro compuso unos versos en honor de Antígono, en los cuales le llamaba hijo del sol; éste contestó que no había tal, y añadió: «El que limpia mi sillón de servicio, sabe muy bien que no hay nada de eso.» Es un hombre como todos los demás,.y si por naturaleza es un hombre mal nacido, el mismo imperio del universo mundo no podrá darle un mérito que no tiene.


Puellae
nunc rapiant; quidquid calcaverit hic, rosa fiat.358

¿Qué vale ni qué significa toda la grandeza si es un alma estúpida y grosera? El placer mismo y la dicha no se disfrutan careciendo de espíritu y de vigor:


Haec perinde sunt, ut illius animus, qui ea possidet:
qui uti scit, ei bona; illi, qui non utitur recte, mala.359



Para gozar los bienes de la fortuna tales cuales son es preciso estar dotado del sentimiento propio para disfrutarlos. El gozarlos no el poseerlos, es lo que constituye nuestra dicha.


Non domus el fundus, non aeris acervus,
aegroto domini deduxit corpore febres,
non animo curas. Valeat possessor oportet.
Qui comportatis rebus bene cogitat uti:
qui cupit, aut metuit, juvat illum sic domus, aut res,
ut lippum pictae tabulae, fomenta podagram.360



Si una persona es tonta de remate, si su gusto está pervertido o embrutecido, no disfruta de aquéllos, del propio modo que un hombre constipado no puede gustar la dulzura del vino generoso, ni un caballo la riqueza del arnés que le cubre. Dice Platón que la salud, la belleza, la fuerza, las riquezas, y en general todo lo que llamamos bien, se convierte en mal para el injusto y en bien para el justo, y el mal al contrario. Además, cuando el alma o el cuerpo sufren, ¿de qué sirven las comodidades externas, puesto su que el más leve pinchazo de alfiler, la más insignificante   —225→   pasión del alma bastan a quitarnos hasta el placer que podría procurarnos el gobierno del mundo? A la primera manifestación del dolor de gota, al que la padece, de nada le sirve ser gran señor o majestad,


Totus et argento confiatus, totus et auro361,



¿no se borra en su mente el recuerdo de sus palacios y de sus grandezas? ¿Si la cólera le domina, su principalidad le preserva de enrojecer, de palidecer, de que sus dientes rechinen como los de un loco? En cambio, si se trata de un hombre de valer y bien nacido, la realeza añade poco a su dicha:


Si ventri bene, si lateri est, pedibusque tuis, nil
divitiae poterunt regales addere majus362;



verá que los esplendores y grandezas no son más que befa y engaño, y acaso será el parecer del rey Seleuco, el cual aseguraba que quien conociera el peso de un cetro no se dignaría siquiera recogerlo del suelo cuando la encontrara por tierra; y era ésta la opinión de aquel príncipe por las grandes y penosas cargas que incumben a un buen soberano. No es ciertamente cosa de poca monta tener que gobernar a los demás cuando el arreglo de nuestra propia conducta nos ofrece tantas dificultades. En cuanto al mandar, que parece tan fácil y hacedero, si se considera la debilidad del juicio humano y la dificultad de elección entre las cosas nuevas o dudosas, yo creo que es mucho más cómodo y más grato el obedecer que el conducir, y que constituye un reposo grande para el espíritu el no tener que seguir más que una ruta trazada de antemano, y el no tener tampoco que responder de nadie, más que de sí mismo:


Ut satius multo jam sit parere quietum,
quam regere imperio res velle.363



Decía Ciro que no pertenecía el mando sino a aquel que es superior a los demás. El rey Hierón, en la historia de Jenofonte, dice más todavía en apoyo de lo antecedente que en el goce de los placeres mismos son los reyes de condición peor que los otros hombres por el bienestar y la facilidad de los goces les quitan el sabor agridulce que nosotros encontramos en los mismos.


Pinguis amor, nimiumque potens, in taedia nobis
    vertitur, et, stomacho dulcis ut esca, nocet.364



  —226→  

¿Acaso los monaguillos que cantan en el coro encuentran placer grande en la música? La saciedad la convierte para ellos en pesada y aburrida. Los festines, bailes, mascaradas y torneos divierten a los que no los presencian con frecuencia, a los que han sentido anhelo por verlos; mas a quien los contempla a diario lo cansan, son para él insípidos y desagradables; tampoco las mujeres cosquillean a quien puede procurárselas a su sabor; el que no aguarde a tener sed, no experimentará placer cuando beba; las farsas de los titiriteros nos divierten, pero a los que las representan los fatigan y dan trabajo. Y la prueba de que todo esto es verdad, es que constituye una delicia para los príncipes el poder alguna vez disfrazarse, descargarse de su grandeza, para vivir provisionalmente con la sencillez de los demás hombres:


Plerumeque gratae principibus vices,
mundaeque parvo sub lare pauperum
    caenae, sine aulaeis et ostro,
       sollicitam explicuere frontem.365



Nada hay tan molesto ni que tanto empache como la abundancia. ¿Qué lujuria no se asquearía en presencia de trescientas mujeres a su disposición, como las tiene actualmente el sultán en su serrallo? ¿Qué placer podría sacar de la caza un antecesor del mismo, que jamás salía al campo sin la compañía de siete mil halconeros? Yo creo que el brillo de la grandeza procura obstáculos grandes al goce de los placeres más dulces. Los príncipes están demasiado observados, en evidencia siempre, y se exige de ellos que oculten y cubran sus debilidades, pues lo que en los demás mortales es sólo indiscreción, el pueblo lo juzga en ellos tiranía, olvido y menosprecio de las leyes. Aparte de la inclinación al vicio diríase que los soberanos juntan el placer de burlarse y pisotear las libertades públicas. Platón en su diálogo Gorgias, entiende por tirano aquel que tiene licencia para hacer en una ciudad todo cuanto le place; por eso en muchas ocasiones la vista y publicidad de los monarcas es más dañosa para las costumbres que el vicio mismo. Todos los mortales temen ser vigilados; los reyes lo son hasta en sus más ocultos pensamientos, hasta en sus gestos; todo el pueblo eres tener derecho e interés en juzgarlos. Además, las manchas adquieren mayores proporciones según el lugar en que están colocadas; una peca o una verruga en la frente parecen mayores que en otro lugar no lo sería una profunda cicatriz. He aquí por qué los poetas suponen los amores de Júpiter conducidos bajo otro aspecto diferente del suyo verdadero; y de tan   —227→   diversas prácticas amorosas como le atribuyen, no hay más que una sola en que aparezca representado en toda su grandeza y majestad.

Pero volvamos a Hierón, el cual refiere también cuántas molestias su realeza le proporciona, por no poder ir de viaje con entera libertad, sintiéndose como prisionero dentro de su propio país, y a cada paso que da, viéndose rodeado por la multitud. En verdad, al ver a nuestros reyes sentados solos a la mesa, sitiados por tantos habladores y mirones desconocidos, he experimentado piedad más que ojeriza. Decía el rey Alfonso que los asnos eran en este punto de condición mejor que los soberanos; sus dueños los dejan pacer a sus anchas, y los reyes no pueden siquiera alcanzar tal favor de sus servidores. Nunca tuve por comodidad ventajosa, para la vida de un hombre de cabal entendimiento, el que tenga una veintena de inspeccionadores cuando se encuentra sentado en su silla de asiento; ni que los servicios de un hombre que tiene diez mil libras de venta, o que se hizo dueño de Casai y defendió Siena, fueran mejores y más aceptables que los de un buen ayuda del cámara lleno de experiencia. Las ventajas de los príncipes son casi imaginarias; cada grado de fortuna tiene alguna imagen de principado; César llama reyezuelos a los señores de Francia, que en su tiempo tenían derecho de justicia. Salvo el nombre de Sire, que los particulares no tenemos, todos somos poderosos con nuestros reyes. Ved en las provincias apartadas de la corte, en Bretaña, por ejemplo, el lujo, los vasallos, los oficiales, las ocupaciones, el servicio y ceremoniales de un caballero retirado, que vive entre sus servidores; ved también el vuelo de su imaginación; nada hay que más de cerca toque con la realeza; oye hablar de su soberano una vez al año, como del rey de Persia, y no la reconoce sino por cierto antiguo parentesco que su secretario guarda anotado en el archivo de su castillo. En verdad nuestras leyes son sobrado liberales, y el peso de la soberanía no toca a un gentilhombre francés apenas dos veces en toda su vida. La sujeción esencial y efectiva no incumbe entre nosotros sino a los que se colocan al servicio de los monarcas, y tratan de enriquecerse cerca de ellos, pues quien quiere mantenerse obscuramente en su casa, sabe bien gobernarla sin querellas ni procesos, es tan libre como el dux de Venecia. Paucos servitus, plures servitutem tenent366. Hierón insiste principalmente en la circunstancia de verse privado de toda amistad y relación social, en la cual consiste el estado más perfecto y el fruto más dulce de la vida humana. Porque, en realidad, puede decirse el monarca: «¿Qué testimonio de afecto ni de buena voluntad puedo yo   —228→   alcanzar de quien me debe, reconózcalo o no, todo cuanto es y todo cuanto tiene? ¿Puedo yo tomar en serio su hablar humilde cortés reverencia, si considero que no depende de él proceder de otro modo? El honor que nos tributan los que nos temen, no merece tal nombre; esos respetos tribútanse a la realeza, no al hombre:


    Maximum hoc regni bonum est,
quod facta domini cogitor populus sui
quam ferre, tain laudare.367



¿No veo yo que esos honores reverencias se consagran por igual al rey bueno o malo, al que se odia lo mismo que al que se ama? De iguales ceremonias estaba rodeado mi predecesor; de idénticas lo será mi sucesor. Si de mis súbditos no recibo ofensa, con ello no me testimonian afección alguna. ¿Por qué interpretar su conducta de esta suerte, si se considera que no podrían inferirme daño aun cuando en ello pusieran empeño? Ninguno me sigue, ama, ni respeta por la amistad particular que pueda existir entre él y yo, pues la amistad es imposible donde faltan la relación y correspondencia; mi altura me ha puesto fuera del comercio de los hombres; hay entre éstos y yo demasiada distancia, demasiada disparidad. Me siguen por fórmula y costumbre, o más bien que a mí a mi fortuna, para acrecentar la suya. Todo cuanto me dicen y todo cuanto hacen no es más que artificio, puesto que su libertad está coartada por doquiera, gracias al poder omnímodo que tengo sobre ellos; nada veo en derredor mío que no está encubierto y disfrazado.»

Alabando un día sus cortesanos a Juliano el emperador porque administraba una justicia equitable, el monarca les contestó: «Enorgulleceríanme de buen grado esas alabanzas si viniesen de personas que se atrevieran a acusar o a censurar mis actos dignos de reproche.» Cuantas ventajas gozan los príncipes son comunes con las que disfrutan los hombres de mediana fortuna (sólo en manos de los dioses hombres reside el poder de montar en caballos alados y alimentarse de ambrosía), no gozan otro sueño ni apetito diferentes de los nuestros; su acero tampoco es de mejor temple que el de que nosotros estamos armados, su corona no les preserva de la lluvia ni del sol.

Diocleciano, que ostentó una diadema tan afortunada y reverenciada, resignola para entregarse al placer de una vida recogida; algún tiempo después, las necesidades de los negocios públicos exigieron de nuevo su concurso, y Diocleciano contestó a los que le rogaban que tomara otra vez las riendas del gobierno: «No intentaríais persuadirme con   —229→   vuestros deseos si hubierais visto el hermoso orden de los árboles que yo mismo he plantado en mis jardines y los hermosos melones que he sembrado.»

En opinión de Anacarsis, el estado más feliz sería aquel en que todo lo demás siendo igual, la preeminencia y dignidades fueran para la virtud, y lo sobrante para el vicio.

Cuando Pirro intentaba invadir la Italia, Cineas, su prudente consejero, queriéndole hacer sentir la vanidad de su ambición, le dijo: «¿A qué fin, señor, emprendéis ese gran designio? -Para hacerme dueño de Italia», contestó al punto el soberano.» ¿Y luego, siguió el consejero, cuando la hayáis ganado? -Conquistaré la Galia y España. -¿Y después? -Después subyugaré el África; y por último, cuando haya llegado a dominar el mundo, descansaré y viviré contento a mi gusto. -Por Dios, señor, repuso Cineas al oír esto; decidme: ¿por qué no realizáis desde ahora vuestro intento? ¿por qué desde este momento mismo no tomáis el camino del asilo a que decís aspirar, y evitáis así el trabajo y los azares que vuestras expediciones acarrearán?»


Nimirum, quia non bene norat; quae esset habendi
finis, et omnino quoad crescat vera voluptas.368



Cerraré este pasaje con una antigua sentencia que creo singularmente adecuada al asunto de que hablo: Mores cuique sui fingunt fortunam369.




ArribaAbajoCapítulo XLIII

De las leyes suntuarias


El medio de que nuestras leyes se valen para reglamentar los locos y vanos dispendios de las mesas y de los vestidos de los ricos, parece contradecir su fin. Yo creo que el procedimiento verdadero sería inculcar a los hombres el desprecio del oro y de la seda como cosas inútiles y fútiles. Aumentamos el brillo y precio de esas cosas, lo cual es contraproducente para apartar a los hombres del lujo; pues el ordenar que sólo los príncipes pueden comer salmón y gastar terciopelos y galones de oro, o impedírselo al pueblo, ¿qué es si no dignificar el fausto y acrecentar en los demás el deseo de disfrutarlo? Que los reyes realicen el acto heroico de abandonar esas muestras de grandeza, puesto que de otras muchas disfrutan; tales excesos son más excusables en otro cualquiera que en un príncipe. Por el ejemplo que varias naciones nos dan, podemos adoptar mejores medios de distinguirnos exteriormente, y lo mismo   —230→   nuestras categorías respectivas (yo creo que cada cual debe tener los honores pertinentes a su rango), sin atizar por ello la corrupción manifiesta que al excesivo lujo acompaña Es cosa peregrina el ver cómo la costumbre en estas cosas indiferentes implanta con facilidad suma el peso de su autoridad. Apenas si vestimos durante un año en la corte de paño negro por la muerte de Enrique II; verdad es que ya, en, opinión de todos, las sedas se habían desprestigiado tanto, que si alguien se veía ataviado con ellas tomábanle desde luego por un plebeyo. Usábanlas sólo los médicos y cirujanos, aunque alguien fuese vestido de igual modo existían diferencias visibles entre la categoría de las personas. ¡Cuán de pronto nuestros ejércitos dignifican, usándolos, los corpiños mugrientos de gamuza y de lienzo, y desdeñan los trajes ricos! Que los reyes sean los primeros en abandonar esos lujos, y un mes bastará para que los imitemos todos sin necesidad de edicto ni ordenanza. La ley debiera ordenar, por el contrario, la prohibición del color carmesí y las joyas a todo el mundo, salvo a los comediantes y cortesanas.

Por análogo procedimiento corrigió Zeleuco las costumbres corrompidas de los locrios. Sus ordenanzas declaraban, que la mujer de condición libre no podía llevar consigo más que una criada, salvo cuando aquélla estuviera borracha; que de noche no pudiera salir fuera de la ciudad, ni llevar joyas de oro para adornar su persona, ni traje enriquecido con brocado, si no era mujer pública o ramera; y que excepción hecha de los rufianes a ningún otro se lo permitiera llevar anillos de oro, ni traje lujoso, como son los que se hacen con las telas tejidas en la ciudad de Mileto.» Así valiéndose de esas excepciones vergonzosas, apartaba ingeniosamente a sus ciudadanos de las superfluidades y goces perniciosos; era un medio útil de atraer a los hombres por ambición y honor al deber y a la obediencia.

Todo lo pueden nuestros reyes en tales reformas externas; su voluntad sirve pronto de ley: Quidquid principes faciunt praecipere videntur370: el resto de Francia toma por norma la regla de la corte. Que se despojen de esa fea vestidura que muestra al descubierto la huella de nuestros miembros ocultos; de ese pesado y abultado corpiño, que nos hace distintos de lo que realmente somos, y que es tan incómodo para encerrarlo dentro de la coraza; de esas cabelleras luengas que nos afeminan; de la costumbre de besar las manos al saludar, ceremonia que se practicaba en otro tiempo sólo con los príncipes; evitese también el que un gentilhombre se encuentre en lugar de respeto sin tener la espada al costado, al desgaire y desabotonado, como si saliera   —231→   del retrete. Contra la costumbre de nuestros padres y la privativa libertad de la nobleza de nuestro reino, nos mantenemos descubiertos, aun estando bien lejos del soberano, en cualquier lugar que en éste se encuentre, de la propia suerte que ante cien otros: tan grande es el número que tenemos de tercios y cuartos de reyes; que se borren igualmente otras novedades análogas y no menos viciosas, y muy luego se verán desacreditadas y desvanecidas, sin que de ellas quede señal alguna. Son errores superficiales, mas por lo mismo de mal augurio, y sabemos por experiencia que el muro amenaza ruina cuando vemos descascarillarse el revoque de las paredes de nuestras casas.

Platón, en sus leyes, cree que no hay peste más perjudicial para su ciudad ideal, ni más dañosa, que el dejar a la juventud en libertad de cambiar los trajes, las diversiones y lo mismo los gestos, danzas, ejerqicios y canciones, y el que pase de unos a otros, removiendo su juicio, ya en una dirección, ya en la contraria; corriendo en pos de novedades y honrando a los que las inventan: todo lo cual contribuye a que las costumbres se corrompan, y a que las instituciones antiguas se desdeñen y caigan en descrédito. En todas las cosas, salvo naturalmente en las dañosas, la mutación es de temer: el cambio de las estaciones, el de los vientos, el de los alimentos que nos sustentan y el de los humores que nos gobiernan. Ninguna ley es digna de tanto crédito como aquellas a que Dios ha concedido duración bastante, de suerte que nadie conozca cuándo tuvieron su origen, ni que hayan sido jamás distintas.




ArribaAbajoCapítulo XLIV

Del dormir


La razón nos ordena seguir siempre el mismo camino, pero no constantemente con igual paso, y aunque el filósofo no deba consentir que las humanas pasiones se desvíen de su derecho cauce, puede muy bien, sin faltar a su deber, darlas la libertad de apresurar o retardar su marcha, y no quedarse detenido cual coloso inmóvil e impasible. Aunque la propia virtud estuviera encarnada en él, su pulso se encontraría más agitado yendo a un asalto que cuando va, ásentarse a la mesa; y a veces es necesario que la misma virtud tome alientos y adquiera vigor. Por esta razón he advertido como cosa singular el ver algunas veces a los frandes personajes, en las empresas más preclaras y en los negocios más importantes, mantenerse tan firmes en su actitud, que ni siguiera dejaron de reparar sus fuerzas con el sueño. Alejandro el Grande, el día mismo asignado   —232→   para librar la furiosa batalla contra Darío, durmió tan profundamente y hasta una hora tan avanzada de la mañana, que Parmenión se vio obligado a entrar en su cuarto, acercarse al lecho, y llamarle hasta dos o tres veces para despertarle, pues llegaba la hora del combate. Habiendo decidido darse a muerte el emperador Otón, durmió sosegadamente la víspera, después de haber puesto en orden sus asuntos domésticos, distribuido su caudal entre sus servidores, y afilado el corte de la espada con que se quería sacrificar; y reposó tan profundamente que sus criados le oían roncar. La muerte de este emperador guarda analogía grande con la del gran Catón, hasta en la circunstancia de dormir sueño reposado, pues éste, hallándose casi a punto de suicidarse, mientras aguardaba nuevas de si los senadores a quienes había ordenado retirarse se habían alejado del puerto de Utica, se echó a dormir con tantas ganas, que los ronquidos se oían en la habitación vecina; y habiéndole despertado la persona que había enviado a puerto para decirle que la tormenta impedía partir a los senadores, mandó a otro mensajero, y se entregó de nuevo al sueño hasta que supo que aquéllos habían marchado. Guarda también analogía la muerte de Catón el Grande con la acción dicha de Alejandro Magno, en la tempestad peligrosa que le amenazaba en la época en que el tribuno Metelo quería publicar el decreto de llamamiento de Pompeyo a la ciuda con su ejército, cuando tuvo lugar la conjuración de Catilina; Catón sólo era el que se oponía a tal decreto; él y Metelo mantuvieron en el senado una discusión ruda. Al día siguiente, en la plaza pública, había de dilucidarse la cuestión. Metelo, además de contar con el favor del pueblo y el de César, que conspiraba entonces en beneficio de Pompeyo, disponía de gran número de esclavos extranjeros y de esgrimidores. A Catón sólo alentaba y fortificaba su firmeza, de suerte que su familia, sus criados y muchas buenas gentes estaban con gran cuidado, y algunos pasaron la noche juntos, sin querer dormir, beber ni comer, por el peligro a que le veían abocado; la misma esposa de Catón y sus hermanas no hacían más que llorar y afligirse en la casa; pero aquél, por el contrario, los animaba a todos, y después de haber cenado como de costumbre, se acostó y durmió profundamente hasta la mañana; entonces uno de sus compañeros en el tribunado fue a despertarle para que se encaminara a la escaramuza. El conocimiento que tenemos de la grandeza de alma y del valor de Catón por las demás acciones de su vida, puede servir a hacernos juzgar a ciencia cierta de su firmeza emanaba de un alma tan por cima de aquel acontecimiento, como de los accidentes más insignificantes de la vida.

En el combate naval que Augusto ganó a Sexto Pompeyo en Sicilia, en el instante de dirigirse el emperador al encuentro,   —233→   fue dominado por un sueño tan fuerte, que hubo necesidad de que sus amigos le despertaran para dar la señal de la batalla; esto dio margen a Marco Antonio para reprocharle luego de que no se había atrevido siquiera a mirar a disposición de su ejército, ni tampoco a presentarse ante sus soldados, hasta que Agripa le anunció la nueva de la victoria que había alcanzado contra sus enemigos. Mario el joven dio todavía muestra de mayor presencia de ánimo: el día de su último encuentro contra Sila, después de haber dispuesto el orden de su ejército y dado la palabra y signo de la batalla, se tendió al pie de un árbol, a la sombra, para descansar, y se durmió tan profundamente, que apenas si le despertaron la huida y derrota de sus huestes, y no vio ninguna de las perillecias del combate. Refiérese que se encontraba extenuado por la fatiga hasta tal extremo, y tan falto de sueño, que no pudo ya mantenerse derecho. A este propósito decidirán los médicos, de si el dormir es tan necesario, que la falta de reposo pueda poner en peligro nuestra vida. Sabemos que a Perseo, rey de Macedonia, que fue hecho prisionero en Roma, se le hizo morir no dejando que durmiera; pero Plinio habla de gentes que vivieron largo tiempo sin pegar los ojos, y Herodoto de naciones en las cuales los hombres duermen y velan por medios años; los autores de la vida del sabio Epiménides cuentan que durmió durante cincuenta y siete consecutivos.




ArribaAbajoCapítulo XLV

De la batalla de Dreux


En nuestra batalla de Dreux371 hubo bastantes incidentes curiosos; mas aquellos que no favorecen mucho la reputación militar del duque de Guisa aseguran que éste no puede excusarse de haberse detenido y aguardado con las fuerzas que mandaba, mientras atacaba la artillería al condestable, que era el jefe del ejército. Aquéllos añaden que hubiera valido más correr el riesgo de atacar por el flanco al enemigo, que aguardar la ventaja de verlo pasar, y sufrir una pérdida tan importante. Además de lo que el desenlace testifica, quien discuta sin pasión se verá obligado a confesar, a mi entender, que el designio y último propósito, no sólo de un capitán, sino de todo soldado, debe encaminarse a la victoria en conjunto, y que ninguna circunstancia particular, sea cual fuere el interés que revista, debe apartar la mira de aquel fin. Filopómeno en un encuentro con Macanidas,   —234→   envió a la vanguardia para comenzar la escaramuza una nutrida tropa de arqueros y piqueros; el enemigo, luego de haberlos derrotado, los persiguió con encarnizamiento, y pasando después de la victoria a lo largo de la falange en que es encontraba Filopómeno, aunque sus soldados estuvieran briosos, éste no se movió de su lugar ni presentó batalla para auxiliar a sus huestes; pero habiendo consentido en verlas destrozar ante sus ojos, emprendió la carga y atacó a la infantería cuando la vio abandonada por las gentes de a caballo. Aunque eran lacedemnonios, como se las hubo con ellos en el momento en que creían tener ganada la partida, comenzaron pronto a desordenarse y pudo con facilidad vencerlos, perdiendo luego a Macanidas. Este caso es en todo parecido al del señor duque de Guisa.

En la encarnizada batalla de Agesilao contra los beocios, en que Jenofonte se encontró, y a la cual llama la más terrible que jamás viera, Agesilao rechazó la ventaja que la fortuna le ofrecía de dejar libre el paso a las tropas beocias, y el atacarlas por la retaguardia, aunque de tal suerte tuviera por cierta la victoria, estimando que en ello había más argucia que valentía; y para mostrar su proeza, lleno de un ardor singular, prefirió embestir de frente, pero fue derrotado y herido, y se vio obligado a salir de su situación tomando el partido que había rechazado; al comienzo separó a sus gentes para dejar paso al torrente de beocios, y luego que hubieron desfilado, fijándose en que marchaban en desorden, como quien cree estar fuera de todo riesgo, los siguió y atacó por los flancos, mas no por ello pudo cortarles la retirada, porque se alejaron despacio, mostrándose siempre fieros hasta que se pusieron en salvo.




ArribaAbajoCapítulo XLVI

De los nombres


Cualesquiera que sea la diversidad de hierbas de que se componga, el conjunto se comprende siempre bajo el nombre de ensalada; así, con motivo de hablar aquí de los nombres, quiero hacer un picadillo de diversos artículos.

Cada nación tiene algunos que se toman, no sé por qué razón, en mala parte, y entre nosotros los de Juan, Guillermo372 y Benito. Parece haber en la genealogía de los príncipes ciertos nombres fatalmente predestinados a determinados países, como el de Tolomeo en Egipto, el de Enrique en Inglaterra, el de Carlos en Francia y el de Balduino en Flandes. En nuestra antigua Aquitania teníamos el de Guillermo, de donde se dice que por una singular   —235→   casualidad deriva el nombre de Guiena. Esta derivación parecerá extraña a primera vista, pero todavía se encuentran algunas cosas más peregrinas en las obras de Platón mismo.

Es una cosa sin importancia, mas sin embargo digna de memoria por su extrañeza, y escrita por testigo ocular, que Enrique, duque Normandía, hijo de Enrique II, rey de Inglaterra, en ocasión en que daba un banquete en Francia, los nobles concurrieron a la fiesta en número tan considerable, que habiendo por pasatiempo dividídose en grupos por la semejanza de sus nombres, en el primero, que fue el de los Guillermos, hubo hasta ciento diez caballeros sentados a la mesa que llevaban este nombre, sin contar los criados, ni los que no eran más que simples gentilhombres.

Tan curiosa como distribuir las mesas por los nombres de los asistentes era la costumbre del emperador Geta, el cual ordenaba el servicio de los diversos platos de carnes atendiendo a la letra con que éstas empezaban; servíanse primero aquellas cuya inicial era la M, y así los demás manjares.

Dícese que es conveniente tener buen nombre, es decir, reputación y crédito; pero además es también útil tener uno sonoro y que fácilmente pueda pronunciarse y retener en la memoria, pues de tal suerte, los reyes y los grandes nos conocen con mayor facilidad, y nos olvidan menos. Entre los criados de nuestro servicio, mandamos más ordinariamente y empleamos con más frecuencia a aquellos que tienen uno cuya pronunciación es cómoda y que viene a la lengua con mayor facilidad. Yo he visto al rey Enrique II no poder mentar a derechas a un gentilhonibre de esta provincia de Gascuña; y porque era muy raro el que llevaba una camarera de la reina, el mismo rey Enrique II creyó oportuno designarla con el dictado general de la casa a que pertenecía. Sócrates estimaba digno del cuidado paternal el dar a los hijos un nombre hermoso.

Refiérese que la fundación de Nuestra Señora, la Grande, de Poitiers, debió su origen a que un joven de malas costumbres que vivía allí, habiendo llevado a su casa una doncella a quien preguntó su nombre, que era el de María, sintiose tan vivamente ganado, al oírlo, por los sentimientos piadosos y por el respeto del dictado sacrosanto de la Virgen, madre de nuestro Salvador, que no sólo la dejó marchar, sino que se enmendó de sus yerros para todo el resto de su vida. En consideración de este milagro fue edificada en la misma plaza donde estaba la casa del joven, una capilla bajo la advocación de Nuestra Señora, y luego la iglesia que hoy vemos. Esta conversión, vocal y auricular, tocó derecha en el alma del pecador. La siguiente, del mismo género, insinuose por mediación de los sentidos corporales. Estando Pitágoras en compañía de unos jóvenes,   —236→   a quienes oía fraguar una conjuración, enardecidos como se hallaban por la fiesta que celebraban, que tenía por fin asaltar una casa de mujeres honradas, ordenó que la orquesta cambiara de tono, y merced a una música grave, severa y espondaica, encantó dulcemente el ardor juvenil, y lo adormeció.

La posteridad no dirá que nuestra reforma religiosa actual no ha sido de todo punto escrupulosa, pues no sólo ha combatido vicios y errores y llenado la tierra de devoción, humildad, obediencia, paz, y toda suerte de virtudes, sino que también ha llegado hasta a combatir nuestros antiguos nombres de Carlos, Luis, Francisco, para poblar el mundo de Ezequieles, Malaquías y Matusalenes, los cuales están mucho más conformes con la verdadera fe cristiana. Un gentilhombre, vecino mío, comparando las ventajas del tiempo viejo con el nuestro, no se olvidaba de señalar la altivez y magnificencia de los nombres que llevaba la nobleza de antaño, los Grumedan, Quedragan, Agesilan; y añadía que sólo al oírlos resonar se advertía que aquellos que los ostentaban eran gentes de otro temple que los Pedros, Guillot y Migueles.

Yo apruebo a Santiago Amyot el haber dejado los nombres en latín en un sermón francés, sin alterarlos ni cambiarlos para darles una cadencia nacional. Esto parecía algo rudo al principio, pero ya el uso, merced al crédito que alcanzó su traducción de Plutarco, ha hecho que ninguna extrañeza veamos en dejarlos sin alterar. También he deseado con frecuencia que los que escriben las historias en latín, dejaran los nuestros como son en francés, pues haciendo de Vaudemont Vallemontanus, y metamoroseándolos así para aderezarlos a la griega o a la romana, no sabemos dónde estamos, y perdemos el conocimiento de ellos.

Para concluir con este aserto, diré que es una costumbre detestable en nuestra Francia y de muy malas consecuencias, el designar a cada uno por el nombre de su tierra o señorío, contribuyendo además a confundir y a hacer que las familias se desconozcan. El menor de una casa rica, que recibió en herencia una tierra con el nombre de la cual ha sido conocido y honrado, no puede, procediendo buenamente, abandonarle; diez años después de su muerte la tierra cae en manos de un extraño que toma igual dictado; calcúlese, pues, cómo de tal modo vamos a conocer a los hombres. No hay necesidad de buscar otros ejemplos: podemos encontrarlos, sin salir de la casa real de Francia, pues en ella ha habido tantas reparticiones como sobrenombres, por lo cual desconocemos el dictado mismo del tronco. Hay tan grande libertad en estos cambios, que en mis tiempos no he visto a nadie elevado por la fortuna a alguna categoría extraordinaria, a quien no se haya agregado   —237→   enseguida títulos genealógicos nuevos o ignorados de sus padres, y a quien no se haya hecho injertar con alguna rama ilustre; las familias más obscuras son las más susceptibles de falsificación. ¿Cuántos gentilhombres tenemos en Francia que se creen descender de linaje real? Mayor número, según sus cuentas, que según las cuentas de los demás, dijo ingeniosamente uno de mis amigos. Hallábanse varios reunidos a fin de solventar la querella de un señor contra otro; el uno tenía a la verdad cierta prerrogativa de títulos y alianzas que le colocaban por cima de la común nobleza. Sobre el propósito de tal prerrogativa, cada cual quería igualarle, quién alegando un origen, quién otro, quién la semejanza del nombre, quién la de las armas, quién un viejo pergamino de familia, y el que menos demostraba ser biznieto de algún rey ultramarino. Como la cosa aconteció estando para sentarse a la mesa, el primero, en lugar de ocupar su sitio, retrocedió deshaciéndose en profundas reverencias, suplicando a la asistencia que le excusara por haber incurrido hasta entonces en la temeridad de considerarlos como a compañeros; y pues que había sido informado de sus timbres de nobleza, comenzaba a honrarlos según sus respectivas categorías, no siéndole ya dable sentarse en medio de tantos príncipes. Después de esta broma, lanzóles mil injurias: «Contentémonos, les dijo, por Dios, con lo que nuestros padres se conformaron, y con lo que somos; somos lo suficiente, si cada cual sabe mantenerse en su papel no reneguemos de la fortuna y condición de nuestros abuelos, y desechemos esas fantasías estúpidas, que no pueden menos de poner en ridículo a quien tiene el mal gusto de alegarlas.»

Ni los escudos de armas ni los sobrenombres tienen seguridad alguna de duración y permanencia. Mis atributos son el azul sembrado de tréboles de oro, y una garra de león del mismo metal, armada de gules, que lo cruza. ¿Qué privilegio tiene este escudo para pertenecer siempre a mi casa? Un yerno vendrá que lo trasladará a otra familia: algún comprador mezquino hará quizás de él sus primeras armas. No hay cosa que esté más sujeta a mutación y a confusión.

Esta consideración me lleva a tratar otro asunto diferente. Sondeemos de cerca, consideremos en qué fundamos esa gloria y reputación por la cual el mundo se desquicia. ¿Sobre qué fundamentos se sostiene ese renombre que vamos mendigando e implorando a costa de tan hercúleo trabajo? ¿Es, en conclusión, Guillermo o es Pedro quién merece la recompensa, aquél a quien corresponde el galardón? ¡Oh, engañadora esperanza que en una cosa perecedera remontas en un momento al infinito, la inmensidad, la eternidad, y llenas la indigencia de tu dueño de la posesión de todas las cosas que puede imaginar y desear! La   —238→   naturaleza suministró con esto un agradable juguete. Y ese Pedro y ese Guillermo, qué son en conclusión, sino una palabra, o tres o cuatro trazos de la pluma, tan fáciles de alterar, que yo preguntaría como la cosa más natural del mundo: ¿a quién corresponde el honor de tantas victorias? ¿A Guesquin373 o Glesquin, o a Gueaquin? Mayor fundamento habría aquí para cuestionar que en Luciano, quien escribió la disputa de la imagen y la T; pues como Virgilio, sienta.:


       Non levia aut ludicra petuntur
praemia374:



el caso es importante; trátase de saber cuál de esas dos letras debe ser retribuida por el honor ganado en tantos sitios, batallas, heridas, prisiones y servicios prestados a la corona de Francia por aquel su famoso condestable.

Nicolás Denisot no ha conservado más que las letras de su nombre, que forman anagrama, y cambió toda la contextura del mismo para edificar el de Conte de Alsinois, al cual ha gratificado con la gloria de sus obras poéticas y pictóricas. El historiador Suetonio no guardó más que el sentido del suyo; y desechando el Lenis, que era el sobrenombre de su padre, se quedó con el de Tranquilo, heredero de la reputación de sus escritos. ¿Quién creerá que el capitán Bayardo no tuvo más honor que el que le prestaron las acciones de Pedro del Terrail, y que Antonio Escalin se dejó robar a ojos vistas el honor de tantas expediciones y cargos como hizo y ejerció por mar y tierra, por el capitán Poulin y por el barón de la Garde375?

Consideremos además que los nombres son sólo trazos caligráficos, comunes a millares de individuos. ¿Cuántas personas existen en todas las razas con igual nombre y apellido? La historia habla de tres Sócrates, cinco Platones, ocho Aristóteles, siete Jenofontes, veinte Demetrios y veinte Teodoros. Imagínese cuántos habrán vivido de quienes aquélla no habla para nada. ¿Quién impide a mi palafrenero el llamarse Pompeyo el Grande? Mas, después de todo, ¿qué medios ni qué recursos existen para impedir que mi mismo palafrenero una vez muerto, y aquel otro hombre a quien cortaron la cabeza en Egipto, compartan la voz gloriosa de la fama, y que de ella reciban el fruto?


Id cinerem et manes credis curare sepultos?376



  —239→  

¿Qué conocimiento tienen los dos émulos en valor, Epaminondas, de este glorioso verso que tantos siglos ha corre de boca en boca:


Consillis nostris laus est attirita Laconum377,



ni Escipión el Africano de estos otros:


A sole exoriente, supra Maeoti paludes,
nemo est qui factis me equiparare queat.378



¿Los vivos se embriagan con la dulzura de tales elogios, e inspirados por ellos, sedientos de celo y deseo prestan inconsideradamente por fantasía a los muertos la pasión que a ellos les anima?. Y poseídos de una engañadora esperanza se creen a su vez fuertes para experimentar aquélla Dios lo sabe. De todos modos,


Ad haec se
Romanus, Graiusque, et Barbarus induperator
erexit; causas descriminis atque laboris
inde habuit: tanto maior famae sitis est, quam
vinutis!379






ArribaAbajoCapítulo XLVII

De la incertidumbre de nuestro juicio


Este verso encierra una verdad:


imagen.380 - 381



«Existe libertad cabal para hablar de todo en pro o en contra». Por ejemplo:


Vince Hannibal, e non seppe usar poi
ben la vittoriosa sua ventura.382



Quien opinara con nuestros contemporáneos que fue un yerro el no haber perseguido a nuestros enemigos en Moncontour; o quien acusara al rey de España383 por no haber sabido sacar partido de la victoria que alcanzó contra nosotros en San Quintín, podría alegar como prueba de   —240→   su aserto que esta falta proviene de un alma cegada o la buena estrella, y de un ánimo que, encontrándose plenamente colmado por semejante comienzo de bienandanza, pierde el deseo de acrecentarla, por encontrarse demasiado imposibilitado de digerir la que ya posee. Sus brazos abarcaron por completo la fortuna, ya no puede extenderlos más; porque, ¿qué provecho experimenta el vencedor, si consiente a su enemigo adquirir vigor nuevo? ¿Qué esperanza puede tenerse de que comience un nuevo ataque cuando el enemigo se encuentre ya unido y repuesto, y de nuevo armado de despecho y de venganza, quien no osó o no supo perseguirlo cuando estaba quebrantado y atemorizado?


Dum fortuna calet, dum conficit omnia terror?384



Y, en suma, ¿qué puede esperar de más ventajoso que lo que acaba de perder? Porque, en una batalla, no acontece lo mismo que en la esgrima, en la cual el número de acometidas hace ganar al adversario; mientras éste se mantiene en pie deben comenzarse de nuevo los ataques; no hay victoria posible cuando ésta no pone término a la guerra. En la escaramuza en que César corrió grave riesgo cerca de la ciudad de Oricum385, dijo a los soldados de Pompeyo, que de haber sabido éste aprovecharse de la victoria, él hubiera sido perdido. César, cuando le llegó su turno de ganar, que fue pocos días después, mostró a Pompeyo que sacaba mejor provecho de las derrotas de sus enemigos.

Mas, ¿por qué no alegar la razón contraria, y asegurar en este caso que es propio de un espíritu precipitado e insaciable el no saber poner fin a su codicia; que es abusar de los favores de Dios quererlos hacer perder la medida que el Señor les ha prescrito, y que arrojarse al peligro después de la victoria es empujar a de nuevo hacia el acaso; que la mayor prudencia en el arte militar consiste en no lanzar a la desesperación al enemigo?... Mario y Sila, en la guerra social, derrotaron a los marsos, y viendo luego que todavía quedaba una tropa de reserva que, movida por la desesperación, se les acercaba cual si fueran bestias furiosas, no quisieron hacerla frente. Si el ardor del señor de Foix no le habría impelido a perseguir con rudeza extrema a los últimos supervivientes de la victoria de Ravena, no hubiera entristecido con su muerte la batalla; sin embargo, la reciente memoria de su ejemplo sirvió a preservar al señor de Enghién de semejante desdicha en el combate de Cerisole. Es peligroso acorralar a un hombre a quien se ha despojado de todo otro medio de escapar que haciendo uso de las armas, pues la necesidad es una violenta escuela: gravissimi sunt morsus irritate necessitatis.

  —241→  

Vincitur haud gratis, jugulo qui provocat hostem.386



He ahí por qué Farax no permitió al rey de Lacedemonia, que acababa de ganar la batalla contra los mantineos, afrontar a mil argianos que habían logrado escapar de la derrota; los dejó huir con entera libertad por no probar el empuje del vigor, picado y despechado por la desdicha. Clodomiro, rey de Aquitania, después de la victoria persiguió a Gondomar, rey de Borgoña, el cual, vencido y huido como se encontraba, obligó a aquél a volver la espalda. El tesón de Clodomiro le arrancó el fruto del combate, pues fue causa de que perdiera la vida.

De un modo análogo, quien hubiera de escoger entre los dos medios siguientes, o presentar sus soldados rica y suntuosamente armados, o armados sólo de lo más indispensable, se inclinará al primer partido, del cual fueron Sertorio, Filopómeno, Bruto, César y otros, alegando que es un aguijón del honor y de la gloria para el soldado el verso bien ataviado, y una razón de más para dirigirse con obstinación al combate el tener que defender sus armas como sus bienes y heredades. Por esta razón, dice Jenofonte, los asiáticos llevaban consigo a la guerra sus mujeres y concubinas, sus joyas y riquezas más estimadas. Mas por otra parte, puede muy bien alegarse que debe más bien quitarse al soldado toda idea de conservar riquezas y que es mejor acrecentárselas, pues de aquel modo temerá doblemente el perder la vida; además, se aumenta en el enemigo el ansia de la victoria, con el fin de apoderarse de los ricos despojos de los combatientes; y se ha notado que en ocasiones, ese deseo duplicó la fuerza de los romanos en la guerra contra los saninitas. Mostrando Antioco a Aníbal el ejército que tenía armado contra los romanos, que era pomposo y magnífico en toda suerte de aprestos, preguntole: «¿Se conformarán mis enemigos con estas fuerzas? -¿Si se conformarán? ya lo creo, por muy avaros que sean.»

Licurgo prohibía a sus soldados, no sólo la suntuosidad en el apresto, sino también que despojaran al enemigo cuando le habían vencido, queriendo, decía, que la pobreza y la frugalidad brillasen en sus tropas.

En los combates, o en otro lugar cualquiera en que la ocasión nos pone cerca del enemigo, concedemos de buen grado licencia de desafiarle a nuestros soldados, de menospreciarle e injuriarle con toda suerte de improperios, y no sin visos de razón; pues no es cosa de poca monta arrancarle toda esperanza de transacción y gracia, haciéndole ver que no hay lugar a esperar tregua ninguna de quien hemos recibido tan duros ultrajes, y que no hay otro remedio más que la victoria, tal costumbre, sin embargo,   —242→   engañó a Vitelio, pues en su lucha con Otón, cuyos soldados, hallándose desacostumbrados a la guerra de larga fecha y dominados por la molicie de la ciudad, aquél los molestó tanto con palabras picantes, echándoles en cara su pusilanimidad y el sentimiento de las danzas y fiestas que acababan de dejar en Roma, que por tal camino hicieron de tripas corazón, poniendo en práctica lo que ninguna exhortación había logrado de ellos, y cayeron sobre Vitelio impetuosamente. En verdad, cuando las injurias tocan a lo vivo, pueden dar fácilmente ocasión a que el que se dirigía con flojedad a la lucha por la querella de su rey, vaya en otra disposición distinta por su propia honra.

Considerando de cuánta importancia sea la conservación del jefe en un ejército, y que el fin preponderante del enemigo mire principalmente esa cabeza que sostiene todas las demás, parece que debiera aceptarse el consejo que vemos fue practicado por muchos grandes capitanes de disfrazarse en el momento de la lucha; sin embargo, el inconveniente que acarrea este medio no es menor que el que se procura huir, pues siendo el capitán desconocido de los suyos, el valor que adquieren los soldados con su presencia y ejemplo, llega a faltarles, y perdiendo la vista de sus marcas e insignias acostumbradas, le juzgan o muerto o escapado de la lucha por desesperanza de ganarla. La experiencia nos muestra que unas veces fue favorable y otras adversa esta estratagema El accidente de Pirro en la batalla que libró contra el cónsul Cevino en Italia, puede servir para inclinarnos a uno o a otro parecer, pues por haber querido ocultarse bajo la armadura de Megacles, y haberle dado la suya, pudo muy bien salvar su vida, pero le faltó poco para perder la victoria. Alejandro, César y Luculo gustaron de señalarse en el combate, cubriéndose de suntuosos atavíos de brillantes colores. Agis, Agesilao y el gran Gilipo, al contrario, iban a la guerra vestidos modestamente, sin insignias ni adornos imperiales.

En la batalla de Farsalia, entre otras censuras que se dirigieron a Pompeyo, se cuenta la de haber hecho detener a su ejército a pie firme para esperar al enemigo. Con semejante conducta (citaré aquí las palabras de Plutarco, que valen más que las mías), «debilitó la violencia que la carrera procura al primer ataque, y al propio tiempo hace desaparecer el empuje de los combatientes unos contra otros, el cual los llena de impetuosidad y furor, mejor que otro cualquiera procedimiento táctico; el choque, los gritos y el arranque duplican el calor de la refriega. Tal es el parecer de Plutarco. Mas si César hubiese perdido la batalla, hubiérase podido decir, por el contrario, que el orden de combate más fuerte y seguro es aquel en que un ejército se mantiene a pie firme, sin menearse siquiera; y que el que se detiene en su marcha, economizando y concentrando sus   —243→   fuerzas en sí mismo, lleva gran ventaja contra el que se agita, el cual ha malgastado ya en la carrera la mitad de su ímpetu; además, siendo el ejército un cuerpo de tan diversas unidades, es imposible que se mueva en medio de la furia con movimiento tan exacto que el orden no altere o rompa, y que el soldado mejor dispuesto a la lucha no se halle en peligro antes de que su compañero pueda socorrerle. En la vergonzosa batalla que sostuvieron los dos hermanos persas, Clearco, lacedemonio, que mandaba a los griegos del partido de Ciro, los condujo a la carga valientemente, pero sin apresurarse; mas cuando se hallaban a cincuenta pasos del enemigo dio orden de atacar a la carrera, esperando, merced a la escasa distancia, aprovechar mejor el ímpetu y conservar el orden, procurándoles ventaja en la acometida, así para las personas como en el empleo de las armas punzantes que disparaban. Otros resolvieron esta duda en sus ejércitos del siguiente modo: «Si el enemigo corre hacia vosotros, aguardadle a pie firme; si el enemigo os espera, corred hacia él.»

En la expedición que el emperador Carlos V hizo a Provenza, el rey Francisco tuvo ocasión de elegir entre salirle al encuentro a Italia o aguardarlo en sus tierras; y bien que nuestro monarca considerase cuánta ventaja sea conservar la casa pura y limpia de los trastornos de la guerra, a fin de que, guardando íntegras sus fuerzas, pueda proveer a los gastos con recursos y hombres en caso necesario; teniendo en cuenta que, la necesidad del combatir obliga a todos a hacer sacrificios que no pueden realizarse sin pérdidas en nuestros propios dominios; que si el habitante del país no soporta de buen grado los destrozos del soldado enemigo, peor todavía resiste los del francés, de suerte que esta circunstancia podía encender fácilmente entre nosotros trastornos y sediciones; que la licencia de robar y saquear, la cual no puede ser consentida en su propio país, constituye un gran alivio a los males de la guerra, y quien no tiene otra esperanza de lucro si no es su sueldo, es difícil que se mantenga en el cumplimiento estricto de su deber, encontrándose cerca de su mujer y de su casa; que el que pone el mantel paga siempre los gastos del festín; que hay satisfacción más grande en sitiar que en defender; y que la sacudida que ocasiona la pérdida de una batalla en nuestros dominios es tan violenta, que hace muy difícil el impedir el movimiento de todo el cuerpo, en atención a que ninguna pasión existe tan contagiosa como la del miedo, ni que se adquiera más sin motivos, ni que se extienda más bruscamente; que las ciudades que oyen el estallido de esta tempestad a sus puertas, que recogen sus capitanes y sus soldados temblorosos y sin aliento, hay grave riesgo de que en ese instante de pánico tomen alguna determinación extrema, y otras mil razones   —244→   análogas, de todas suertes, Francisco I se determinó a llamarlas fuerzas de que disponía del otro lado de los montes, y a ver acercarse al enemigo; pues bien pudo imaginar, en contra de todo lo expuesto, que encontrándose en su casa, entre sus amigos y vasallos, no podía menos de recabar ventajas grandes; los ríos y los caminos a su disposición, conduciríanle víveres y recursos con seguridad cabal y sin necesidad de escoltas; que tendría a sus súbditos tanto más a su albedrío, cuanto que ellos verían el peligro más de cerca; que disponiendo de tantas ciudades y murallas para su albergue y defensa, no estaba sino en su mano conducir el orden de combate según lo creyera más oportuno o ventajoso; y si le venía en ganas contemporizar, al abrigo y cómodamente podría ver enfriarse al enemigo y perder fuerzas por sí mismo, a causa de las dificultades que encontraría luchando en tierra extraña, en la que no tendría delante ni tras él, ni a su lado, nada que no lo fuese adverso, al par que no acariciaría la ventaja de refrescar o ensanchar su ejército si las enfermedades le atacaban, ni tampoco podría poner en salvo sus heridos; ni recursos ni otros víveres poseería que los que a punta de lanza se procurara, ni espacio para descansar y tomar aliento, ni conocimiento de los lugares ni del país, que pudiera defenderle de las sorpresas y emboscadas; y por último, si salía perdiendo en alguna batalla, tampoco dispondría de medios para salvar los despojos. Para adoptar uno u otro partido, presentábanse razones sobradas.

Escipión optó por ir a sitiar las tierras de su enemigo al África mejor que defender las suyas y combatirle en Italia, donde se encontraba, con lo cual salió ganancioso. Aníbal, por el contrario, se arruinó en esa misma guerra por haber abandonado la conquista de un país extranjero y preferido defender el suyo. Habiendo los atenienses dejado al enemigo en sus tierras para dirigirse a Sicilia, tuvieron la fortuna contraria; pero Agátocles, rey de Siracusa, la tuvo de su parte cuando pasó al África y dejó sus Estados ardiendo en guerra.

Así acostumbramos a decir con razón sobrada que los acontecimientos y el desenlace de los mismos dependen en las cosas de la guerra, principalmente de la fortuna, la cual se opone a plegarse a nuestra prudencia y a nuestras reflexiones, como rezan los versos siguientes:


Et mate consultis pretium est; prudentia fallax
nec fortuna probat causas, sequiturque merentes,
sed vaga por cunctos nullo discrimine fertur.
Scilicet est aliud, quod nos cogatque regatque
majus, et in proprias ducat mortalia leges.387



  —245→  

Y bien mirado, diríase que nuestras deliberaciones y consejos dependen igualmente de la fortuna, la cual con su fuerza e incertidumbre arrastra también nuestro juicio. «Razonamos temeraria y casualmente, dice Timeo en un diálogo de Platón, porque, como nosotros, nuestros juicios participan grandemente del acaso.»




ArribaAbajoCapítulo XLVIII

De los caballos de combate


Heme aquí convertido en gramático, yo que nunca aprendí las lenguas sino por rutina, y que ignoro a estas horas lo que sean subjuntivo, adjetivo y ablativo. Paréceme haber oído decir que los romanos tenían unos caballos, a los cuales llamaban funales o dextrarios, que conducían con la diestra o guardaban en lugares de relevo para servirse de ellos en caso necesario; de aquí proviene que nosotros llamemos dextriers a los caballos de servicio, y el que nuestros viejos autores digan ordinariamente adestrer por acompañar. Llamaban también los antiguos desultorios equos a dos caballos que estaban educados de tal suerte, que corriendo a todo galope y yendo a la par, sin brida ni silla, los caballeros romanos, aun encontrándose armados, se arrojaban y volvían a arrojarse de uno en otro en medio de la carrera. Los jinetes númidas llevaban a la mano un segundo caballo para cambiar en lo más rudo de la pelea: quibus, desultorum in modum, binos trahentibus equos, inter acerrimam saepe pugnam, in recentem equum, ex fesso, armatis transsultare mos erat: tanta velocitas ipsis, tamque docile equorum genus!388 Hansa visto muchos corceles enseñados a socorrer a sus amos, ir derechos hacia quien les presentaba una espada desnuda y arrojarse sobre él a bocados y a coces; pero acontece con frecuencia que ocasionan mayor daño que provecho a quien tratan de defender, pues no pudiéndolos abandonar fácilmente, una vez desbocados, el jinete queda entregado a las fuerzas del animal. Tal desgracia aconteció a Artibio, general del ejército persa, en un combate contra Onesilo, rey de Salamina, en que ambos sostuvieron la lucha de hombre a hombre; montaba el primero un caballo educado en aquella escuela, que fue causa de su muerte, pues el escudero de Onesilo dio un guadañazo en las espaldas a Artibio, que le derribó por tierra, de encabritado como estaba su caballo. Y lo que los italianos cuentan de que en   —246→   la batalla de Fornovo el caballo del rey Carlos le salvó la vida dando coces contra los enemigos que le asediaban, caso de ser cierto, fue un gran azar. Los mamelucos se vanaglorian de poseer los caballos de guerra más diestros del mundo, los cuales por naturaleza y por educación están hechos a conocer y distinguir al enemigo, sobre el cual es necesario que se precipiten con furia, a coces y mordiscos, según la voz o seña que se les hace, y también a coger con la boca los dardos y lanzas en medio de la pelea y ofrecérselos a sus amos citando éstos se lo ordenan. Dicen de César y también del gran Pompeyo, que además de las otras excelentes cualidades que les adornaban, eran muy buenos, jinetes y del primero, que cuando joven, montaba de espaldas un caballo sin brida, haciéndole tomar carrera con las manos atrás. Como la naturaleza quiso hacer de César y Alejandro dos milagros en el arte militar, diríase que se esforzó también en armarlos de un modo singular pues todos sabemos de Bucéfalo, el caballo de Alejandro, que tenía la cabeza semejante a la de un toro; que no se dejaba montar por otro que no fuer su amo, ni tampoco permitió nunca ser educado por otro; que fue honrado después de su muerte, y que se edificó una ciudad que llevó su nombre. César tenía también un corcel cuyas manos eran como los pies de una persona y el casco cortado en forma de dedos tampoco pudo montarlo ni educarlo nadie sino César, el cual dedicó su estatua, después de su muerte, a la diosa Venus.

Cuando yo monto a caballo echo pie a tierra mal de mi gado pues es la posición en que me siento mejor, así cuando estoy sano como encontrándome enfermo. Platón recomienda el cabalgar para la salud, y Plinio dice que es provechoso para el estómago y las articulaciones. Pero prosigamos, puesto que de ello estamos hablando.

En Jenofonte se lee una ley que prohibía viajar a pie él quien tuviera caballo. Trogo y Justino cuentan que los partos acostumbraban a hacer a caballo, no ya sólo la guerra, sino también todos sus negocios privados y públicos: comerciar, parlamentar, conversar e ir de paseo, y añádese que la distinción capital entre siervos y hombres libres consistía en que los unos cabalgaban y los otros iban a pie, costumbre que databa desde a época de Ciro.

Hay varios ejemplos en la historia romana, (Suetonio, los señala más concretamente que César) de capitanes que ordenaban a sus gentes de a caballo echar pie a tierra cuando se veían acometidos, para quitar así a los soldados toda ocasión de huir, y también por la ventaja que esperaban en esta clase de combate: quo, haud dubie, superat Romanus389, dice Tito Livio. De tal suerte que la primera medida   —247→   que tomaban para reprimir la rebelión de los pueblos nuevamente conquistados era despojarlos de armamentos y de caballos; por eso vemos en César: arma proferri, jumenta produci, obsides dari jubet390. El sultán de Turquía no consiente hoy ni a cristiano ni a judío tener caballo en toda la extensión de su imperio.

Nuestros antepasados, principalmente en la época de la guerra contra los ingleses, luchaban a pie casi siempre en los combates solemnes para no confiar más que a su propia fuerza y vigor cosas tan caras como el honor y la vida. Diga lo que quiera Crisantes en Jenofonte, el jinete une su fortuna a la de su caballo; las heridas de éste y su muerte influyen en el soldado; el horror o la fogosidad del animal os hacen cobarde o temerario. Si el caballo es insensible a la brida o a la espuela, vuestro honor pagará la falta del corcel. Por esta razón no considero extraño que aquellos encuentros a pie firme fuesen más vigorosos y más furiosos que los que se verifican a caballo:


       Caedebant pariter, pariterque ruebant
victores victique; necque his fuga nota, neque illis391;



el triunfo que se alcanzaba era con mayor encarnizamiento disputado, mientras que hoy no vemos más que caminatas militares primus clamor atque impetus rem decernit392. Pues que en los combates lo encomendamos todo al caso, debiera procurarse que el triunfo dependiera más bien de nuestro poderío y de nuestra voluntad; yo aconsejaría que se eligieran las armas más cortas y manejables. Mejor puede defenderse el combatiente con una espada que empuña que con la bala que escapa de su arcabuz; en el mecanismo de éste entran la pólvora, la piedra y la rueda; si cualquiera de estas cosas falla, peligrará la fortuna del guerrero. Mal puede asegurarse el golpe cuyo solo vehículo es el aire:


Et, quo ferre velint, permittere vulnera ventis:
ensis habet vires; et gens quaecumque virorum est,
bella gerit gladiis.393



En cuanto al arma de que acabo de hablar, insistiré con mayor amplitud en el pasaje en que establezca la comparación de los pertrechos de guerra que usaron los antiguos con los que nosotros empleamos; salvo el estruendo que producen, al cual todos ya están habituados, creo que el arcabuz es de escaso efecto, y entiendo que no está lejos el día   —248→   en que se abandone su uso. El arma de que los italianos se servían, que era de fuego y arrojadiza, producía un efecto más seguro; llamábanla falárica, y consistía en una especie de jabalina, armada por uno de sus extremos de un hierro de tres pies de largo, con el cual se podía atravesar a un hombre armado de parte a parte, y se lanzaba unas veces con la mano, otras con una máquina de guerra para defender los lugares sitiados. La madera a que el hierro estaba sujeto hallábase rodeada de estopa, embadurnada de pez y empapada en aceite, que con la carrera se inflamaba, y quedaba sujeta al cuerpo o al escudo del enemigo privándole de todo movimiento. De todos modos se me figura que la falárica ocasionaría perjuicios a los sitiadores, y que estando el campo sembrado de estos troncos encendidos, podía producir en la lucha perjuicios comunes:


Magnum stridens contorta phalarica venit,
fulminis acta modo.394



Contaban también los romanos con otros medios de guerrear, a los cuales la costumbre los hacía aptos, que a nosotros nos parecen increíbles por la inexperiencia que de ellos tenemos, y con los que suplían la falta de nuestra pólvora y nuestras balas. Manejaban las jabalinas con fuerza tal, que a veces enfilaban dos escudos con sus hombres armados, y los cosían el uno al otro. Los disparos de sus hondas, no eran menos certeros, aun a gran distancia: saxis globosis... funda, mare apertum incessentes... coronas modici circuli, magno ex intervallo loci, assueti trajicere, non capita modo hostium vulnerabant, sed quem locum destinassent395. Sus máquinas de guerra ofrecían el aspecto de las nuestras y producían el mismo estrépito: ad ictus maenium cum terribili sonitu editos, pavor et trepidatio cepit396. Los galos, nuestros parientes cercanos en el Asia menor, odian estas armas traidoras y volanderas, hechos como se encontraban a combatir mano a mano, con mayor brío. Non tam parentibus plagis moventur... ubi latior quam altior plaga est, etiam gloriosius se pugnare putant; iidem, quum aculeus sagittae, aut glandis abditae introrsus tenui vulnere in speciem urit... tum, in rabiem et pudorem tam parvae perimentis pestis versi, prosternunt corpora humi397; pintura semejante a la de un arcabuzazo.   —249→   Los Diez Mil en su retirada prolongada y famosa, encontraron un pueblo que los causó daños considerables, sirviéndose de arcos grandes y resistentes, y de flechas tan largas, que aun con la mano podían arrojarse, a manera de dardos, y atravesar de parte a parte un escudo y un hombre armado. Las máquinas de guerra que Dionisio inventó en Siracusa, que servían para lanzar gruesos macizos y piedras de tamaño enorme con ímpetu formidable, representan, o eran ya semejantes a nuestros recientes inventos.

No hay que echar tampoco en olvido la graciosa postura que guardaba en su mula un señor Pedro Pol, doctor en teología, de quien cuenta Monstrelet que acostumbraba a pasearse por la ciudad de París sentado de lado, como las mujeres. En otro pasaje refiere el mismo escritor que los gascones tenían unos caballos terribles acostumbrados a dar la vuelta en redondo yendo al trote, lo cual admiraban sobremanera los franceses, picardos, flamencos y brabantinos, «porque no tenían costumbre de verlos», según rezan las palabras de Monstrelet. César dice hablando de los suecos: «En los encuentros a caballo echan con frecuencia pie a tierra para combatir mejor; habiendo acostumbrado a los caballos a no moverse del lugar en que los dejan, recurren luego a ellos en caso de necesidad; conforme a la manera de guerrear de estos pueblos, nada hay tan villano ni cobarde como el uso de sillas y armaduras para los corceles, de tal suerte desdeñan a los que las usan; con hábitos semejantes, aun siendo pocos en número, atacan al enemigo por numeroso que sea.» Lo que yo he admirado en otro tiempo de ver un caballo hecho a manejarse a todas manos con una varilla, sin el auxilio de la brida, era usanza ordinaria de los masilianos, que se servían también de sus corceles sin silla:


Et gens, quae nudo residens Massylia dorso,
ora levi flectit, fraenorum nescia, virga398


Et Numidae infraeni cingunt.399



Equi sine fraenis; deformis ipse cursus, rigida cervice, et extento capile currentium400. El rey Alfonso VI de España, fundador de la Orden de los Caballeros de la Banda401, estableció entre otras ordenanzas la de que no   —250→   se montase mula ni macho, bajo la pena de un marco de plata de multa, según leo en las cartas de Guevara, a las cuales los que llamaron doradas hacían de ellas un juicio bien diferente del mío. En El Cortesano, de Castiglione, se dice que antes de la época en que fue escrito el libro constituía una falta para un gentilhombre cabalgar sobre una mula. Los abisinios, por el contrario, a medida que por su rango se acercan más al Preste Juan, su soberano, tienen a dignidad y pompa el montar una de grande alzada.

Refiere Jenofonte que los asirios tenían siempre trabados sus caballos en sus casas, a tal punto eran fogosos y salvajes de temperamento; y que era tanto el tiempo que necesitaban para desatarlos y ponerlos los arneses, que para que el que empleaban en la operación no les acarreara perjuicios caso de que el enemigo los cogiera desprevenidos, jamás ocupaban campo que no estuviera defendido y rodeado de fosos. Su rey Ciro, tan gran maestro en cosas de caballería, gobernaba los caballos de su cuadra, y no consentía que les dieran el pienso si antes no habían ejecutado un ejercicio rudo. Los escitas, donde quiera que la necesidad los empujara a la guerra, sangraban a los suyos y empleaban la sangre como alimento:


Venit el opoto Sarmata pastos equo.402



Los habitantes de Creta, sitiados por Metelo, se vieron en carencia tal de ninguna otra bebida, que tuvieron que servirse de la orina de sus caballos para aplacar su sed.

Para probar que los ejércitos turcos se mantienen y conducen mejor disciplinados que los nuestros, dícese, que, aparte de que los soldados no beben más que agua ni comen más que arroz y carne salada reducida a polvo: de la cual cada uno lleva encima fácilmente su provisión para un mes, saben también mantenerse en caso necesario, con la carne y la sangre de sus caballos, que adoban de antemano, como los tártaros y los moscovitas.

Esos pueblos nuevos de la India creyeron, cuando los españoles llegaron allí, que así los hombres como sus caballos eran dioses o seres cuya nobleza sobrepasaba la suya; algunos, después de haber sido vencidos, solicitaban, la paz y el perdón, ofrecíanles oro y viandas, y otro tanto hacían con los caballos, cuyos relinchos tomaban por lenguaje de conciliación y tregua.

En las Indias Orientales era en lo antiguo el honor más principal y regio cabalgar sobre un elefante; el segundo, ir en coche arrastrado por cuatro caballos; el tercero, montar un camello, y el último honor y categoría consistía en ser llevado en un caballo o en una carreta tirada   —251→   por un solo corcel. Un escritor de nuestro tiempo; dice haber visto en esos climas regiones en que se montan bueyes con albarda, estribos y bridas, y añade que no es ya mal en semejante cabalgadura.

Quinto Fabio Máximo Rutiliano, en la guerra contra los samnites, viendo que sus gentes de a caballo a la tercera o cuarta carga habían casi deshecho al enemigo, tomó la determinación de que los soldados soltaran las bridas de sus corceles y cargaran a toda fuerza de espuela; de suerte que, no pudiéndolas detener ningún obstáculo al través del ejército enemigo, cuyos soldados estaban tendidos por tierra, abrieron paso a la infantería, que completó la sangrienta derrota. Igual conducta siguió Quinto Fulvio Flaco contra los celtíberos: Id cum majore vi equorum facietis, si effraenatos in hostes equos immittitis; quod saepe romanos equiles cum laude fecisse sua, memoriae proditum est... Detractisque fraenis, bis ultro citroque cum magna strage hostium, infractis omnibus hastis, transcurrerunt403.

El duque de Moscovia cumplía en lo antiguo la siguiente ceremonia con los tártaros, cuando éstos le enviaban sus embajadores: salíales al encuentro a pie y les presentaba un vaso de leche de yegua, bebida que aquéllos gustaban con delicias; si al beberla caía alguna gota en las crines de los caballos, el duque tenía la obligación de pasar la lengua por ella. El ejército que el emperador Bayaceto envió a Rusia, fue destrozado por una tan furiosa nevada, que muchos soldados para ponerse a cubierto y preservarse del frío, mataron y destriparon sus caballos y se metieron dentro de los cuerpos gozando así del calor vital. Bayaceto después de tan terrible fracaso en que fue destrozado por Tamerlán, escapó a toda prisa montado en una yegua árabe, y hubiéralo conseguido de no haberse visto obligado a dejarla beber cuanto quiso a su paso por un arroyo, lo cual la hizo enflaquecer y enfriarse tanto, que fue atrapado por sus perseguidores. Dícese que los caballos se acobardan dejándoles orinar, pero a éste dejándola beber hubiera creído más bien que se refrescara y fortaleciera.

Al atravesar Creso la ciudad de Sardes, encontró un prado en que había gran cantidad de serpientes que sus caballos comieron con apetito excelente, lo cual fue de mal augurio para sus empresas, según refiere Herodoto. Llamamos caballo entero al que tiene las demás partes tan cabales como la crin y las orejas. Habiendo los lacedemonios derrotado a los atenienses en Sicilia, regresaron triunfalmente   —252→   a la ciudad de Siracusa, entre otras fanfarronadas que hicieron esquilaron los caballos de sus enemigos llevándolos así pomposamente. Alejandro guerreó contra un pueblo que se llamaba Dahas, en el cual dos soldados montaban un mismo corcel pero cuando llegaba la hora de la lucha, uno de ellos echaba pie a tierra y combatían ya a pie, ya a caballo ambos soldados.

No creo que ninguna nación nos aventaje en el acertado manejo de este animal. Entre nosotros se llama buen jinete aquel que despliega menos acierto que arrojo. El más competente, el más seguro, el caballero más diestro que he conocido en el manejo del caballo fue el señor Carnavalet, que estuvo al servicio de nuestro monarca Enrique II. He visto a un hombre correr a galope sobre un caballo, puesto de pie en la silla, desmontar ésta, volverla a colocar y sentarse de nuevo, llevando siempre el corcel a todo galope, saltar sobre un objeto cualquiera, disparar de espaldas su arco recoger del suelo cuanto quería, echando un pie a tierra, sosteniéndose con el otro en el estribo, y hacer otra porción de monerías con las cuales se ganaba la vida.

En mi tiempo se han visto en Constantinopla dos hombres puestos sobre el mismo caballo, los cuales en lo más impetuoso de la carrera se arrojaban al suelo alternativamente, y luego volvían a montar; otro que con sólo los dientes enjaezaba el suyo; otro que, colocado entre dos caballos, y un pie en cada silla, sostenía a un hombre en sus brazos y picaba espuela a toda brida; el segundo, puesto luego de pie sobre el primero, hacía blancos certeros con su arco; varios que, con las piernas en lo alto, la cabeza puesta en la silla entre las puntas de dos alfanges sujetos al arnés, se sostenían sobre el caballo a la carrera. En mi infancia, el príncipe de Sulmona, en Nápoles, manejaba un caballo entero en toda suerte de ejercicios, teniendo entre el cuerpo del animal y sus rodillas, y lo mismo entre el estribo y los pulgares de sus pies dos piececitas de plata, cual si hubieran estado clavadas, para mostrar la firmeza con que se mantenía sobre el corcel.




ArribaAbajoCapítulo XLIX

De las costumbres antiguas


De buen grado excusaría a nuestro pueblo el no tener otro patrón ni regla de perfección que sus propios usos y costumbres, pues es defecto común, no solamente del vulgo sino de casi todos los hombres, el acomodarse para siempre al género de vida en que han sido educados. No me descontenta que el pueblo se sorprenda cuando vea a Fabricio y a Lelio, ni que encuentre su continente y porte bárbaros,   —253→   puesto que no están ni vestidos ni de acuerdo con nuestra moda; pero lamento la facilidad deplorable con que el mismo pueblo se deja engañar y cegar por la autoridad del uso actual; de que a diario cambie de opinión y parecer, si así place a la costumbre, y de que tan veleidoso sea por sí mismo. Cuando se usaba llevar la ballena del corpiño entre los pechos, mantenía esta costumbre con vivos argumentos, creía que estaba en lo justo; años después la ballena desciende hasta los muslos, y el mismo pueblo se burla de su antigua moda, y la encuentra inútil o insoportable. La del día le ha hecho en seguida condenar la antigua con una resolución tan grande y tan general consentimiento, que no parece sino manía lo que de tal modo le trastorna el entendimiento. Nuestro cambio es tan súbito y tan presto en esto de las modas, que las invenciones de todos los sastres del mundo no bastarían a procurarnos novedades; fuerza es que las desechadas adquieran luego crédito de nuevo y las aceptadas se desdeñen poco tiempo después; y que una misma opinión adquiera en el trascurso de quince o veinte años dos o tres formas no ya sólo diversas, sino contrarias, merced a nuestra ligereza e inconstancia increíbles. Nadie hay entre nosotros, por lince que sea, que no se deje embaucar y desvanecer por tal contradicción, así los ojos del alma como los del cuerpo, insensiblemente y como sin darse cuenta.

Quiero traer aquí a cuento algunas modas antiguas que recuerdo, las unas semejantes a las nuestras, las otras diferentes, a fin de que poniendo a la vista esta continua mudanza de las cosas humanas, tengamos el juicio más despejado y menos volandero.

El combate que nosotros llamamos de capa y espada, usábase ya entre los romanos, tal por lo menos asegura César: Sinistras sagis involvunt, gladiosque distringunt404 y advierte también en nuestro pueblo el vicio, que existe aun hoy, de detener a los que encontramos en nuestro camino y obligarlos a que nos digan quienes son, tomando a injuria y ocasión de querella, el que se nieguen a respondernos.

En los baños, que los antiguos tomaban todos los días antes de la comida, y de los cuales se servían con igual frecuencia que nosotros nos lavamos las manos, en los comienzos sólo se remojaban los brazos y las piernas; mas después (la costumbre ha durado varios siglos en la mayor parte de las naciones del mundo), se bañaban completamente desnudos con agua en que echaban diversas mixturas y perfumes, de tal suerte que consideraban como ejemplo e morigeración el bañarse con agua pura. Los más delicados perfumábanse todo el cuerpo tres o cuatro veces al   —254→   día. Arrancábanse el pelo del cutis con pinzas, como las mujeres francesas hacen de algún tiempo acá con los de la frente,


Quod pectus, quod crura tibi, quod brachia vellis405,



aunque poseían ungüentos propios para este efecto


Psilothro nitet, aut acida latet oblita creta.406



Gustaban tenderse en el lecho, que era muy blando, y consideraban como sacrificio el acostarse en colchones. Comían en la cama adoptando una postura análoga a la de los turcos en el día:


Inde toro pater Aencas sic orsus ab alto.407



Cuéntase de Catón el joven, que después de la batalla de Farsalia, hallándose apenado por el mal estado de los negocios públicos, comió siempre sentado, adoptando un género de vida austero. Besaban las manos a los grandes para honrarlos y acatarlos. Entre amigos besábanse al saludarse como los venecianos,


Gratatusque darem cum dulcibus oscula verbis408;



se tocaban las rodillas para reverenciar y mostrar a los grandes pleito homenaje. Pasicles el filósofo, hermano de Crates, en lugar de poner su mano en la rodilla llevola a los órganos genitales; la persona a quien saludaba habiéndole rechazado violentamente, Pasicles repuso: ¡Cómo! ¿esa parte no es tan vuestra como la otra? Comían como nosotros la fruta al fin de la comida. Se limpiaban el culo (dejemos para las mujeres los vanos miramientos de las palabras) con una esponja, por eso este vocablo es obsceno en latín; la esponja estaba sujeta al extremo de un palo, como atestigua la historia de un hombre a quien conducían a ser presentado a las fieras ante el pueblo, el cual pidió permiso para hacer sus menesteres, y no teniendo otro medio de quitarse la vida, se la metió junta con el palo por la garganta, y se ahogó. Secábanse el miembro con lana perfumada cuando habían hecho uso de él:


At tibi nil faciam; sed lota mentula lona.409



Había en las encrucijadas de Roma recipientes y tinas para aliviar las necesidades urgentes de los transeúntes:

  —255→  

Pusi saepe lacum propter, se, ac dolia curta,
somno devincti, credunt extoliere vestem.410



Tomaban algo de reparo entre las comidas. En verano había vendedores de nieve para refrescar el vino, y algunos la empleaban también en invierno, no encontrando aquella bebida suficientemente fresca. Los grandes disponían de trinchantes y escanciadores para el gobierno de la mesa y de bufones para su regocijo. En invierno se servían las carnes puestas sobre hornillos, que se colocaban en las mesas; tenían cocinas portátiles; yo he visto algunas, en las cuales podía trasladarse de lugar todo el servicio:


Has vobis epulas habete, lauti:
nos offendimur ambulante caena.411



En verano dejaban correr el agua fresca y clara en las habitaciones de planta baja, en canales donde había gran cantidad de peces vivos, que los concurrentes escogían y tomaban con la mano para aderezarlos cada cual a su gusto. El pescado ha tenido siempre el privilegio, y lo tiene todavía, de que los grandes se vanaglorien de saber condimentarlo: su salsa es preferible a la de la carne, al menos para mi paladar. En toda suerte de magnificencia, exquisitez y voluptuosas invenciones de molicie y suntuosidad, nosotros hacemos cuanto nos es dable para igualar a los antiguos, pues nuestra voluntad está tan viciada como la suya, aunque nuestros medios no la alcancen; ni siquiera son capaces nuestras fuerzas de igualarlos en sus vicios, o menos en sus virtudes, pues los unos y las otras imanan del vigor de espíritu, el cual era, sin ponderación, mucho más grande en aquellos hombres que en nosotros; y las almas, a medida que son menos fuertes, cuentan con menos medios para realizar en grande el bien y para ejecutar el mal en la misma proporción.

El lugar más honroso entre ellos era el del medio. El anterior y el posterior no tenían ni al escribir ni al hablar significación alguna de categoría, como se ve de un modo evidente por sus escritos: lo mismo decían Opio y César que César y Opio; lo misino yo y tú que tú y yo. Por esta razón he advertido en la vida de Flaminio del Plutarco de Amyot, un pasaje en que éste, hablando del celo por la gloria que existía entre etolianos y romanos, por saber a quién pertenecía la honra de una batalla que habían ganado juntos, se fije en que en las canciones griegas figurasen los etolios antes que los romanos, si es que no hay doble sentido en las palabras francesas.

Aunque las damas se encontrasen en el baño, no tenían   —256→   inconveniente en hablar con los hombres, y allí mismo recibían de manos de sus criados unturas y fricciones:


Inguina succinctus nigra tibi servus aluta
    stat, quoties calidis nuda foveris aquis.412



También usaban polvos para reprimir el sudor.

Los primitivos galos dice Sidonio Apolinario, llevaban el pelo largo por delante, y el de la nuca lo tenían cortado: igual uso que el recientemente puesto en vigor por las costumbres afeminadas y muelles de nuestro siglo.

Pagaban los romanos el importe del pasaje a los bateleros al entrar en el barco; nosotros no los pagamos hasta llegar al punto de destino:


       Dum aes exigitur, dum mula ligatur,
tota abit hora.413



Las mujeres se acostaban en la cama del lado de la pared, por eso se llamaba a César spondam regis Nicomedis414. Tomaban aliento al beber y bautizaban el vino:


       Quis puer ocius
restinguet ardentis falerni
    pocula praetereunte lympha?415



Los lacayos empleaban ya sus acostumbradas truhanerías.


O Jane!, a tergo quem nulla ciconia pinsit,
nec manus auriculas imitata est mobilis albas,
nec linguae, quantum sitiat canis Appula tantum.416



Las damas argianas y las romanas usaban el luto blanco, como las nuestras en lo antiguo, y como debiera hacerse hoy, si mi dictamen se siguiera. Pero hagamos aquí punto, pues hay libros enteros que no tratan de otra cosa.




ArribaAbajoCapítulo L

De Demócrito y Heráclito


Es el juicio un instrumento necesario en el examen toda clase de asuntos, por eso yo lo ejercito en toda ocasión en estos Ensayos. Si se trata de una materia que no entiendo,   —257→   con mayor razón empleo en ella mi discernimiento, sondeando el vado de muy lejos; luego, si lo encuentro demasiado profundo para mi estatura, me detengo en la orilla. El convencimiento de no poder ir más allá es un signo del valor del juicio, y de los de mayor consideración. A veces imagino dar cuerpo a un asunto baladí o insignificante, buscando en qué apoyarlo y consolidarlo; otras, mis reflexiones pasan de un asunto noble y discutido en que nada nuevo puede hallarse, puesto que el camino está tan trillado, que no hay más recurso que seguir la pista que otros recorrieron. En los primeros el juicio se encuentra como a sus anchas, escoge el camino que mejor se le antoja, y entre mil senderos delibera que éste o aquél son los más convenientes. Elijo de preferencia el primer argumento; todos para mí son igualmente buenos, y nunca formo el designio de agotar los asuntos, pues ninguno se ofrece por entero a mi consideración: no declaran otro tanto los que nos prometen tratar todos los aspectos de las cosas. De cien carices que cada una ofrece, escojo uno, ya para acariciarlo solamente, ya para desflorarlo, a veces para penetrar hasta la médula; reflexiono sobre las cosas, no con amplitud, sino con toda la profundidad de que soy capaz, y las más de las veces tiendo a examinarlas por el lado más inusitado que ofrecen. Aventuraríame a tratar a fondo de alguna materia si me conociera menos y tuviera una idea errónea de mi valer. Desparramando aquí una frase, allá otra, como partes separadas del conjunto, desviadas, sin designio ni plan, no estoy obligado a ser perfecto ni a concentrarme en una sola materia; varío cuando bien me place, entregándome a la duda y a la incertidumbre, y a mi manera habitual, que es la ignorancia.

Todo movimiento de nuestra alma nos denuncia; la de César, que se deja ver cuando dirige y ordena la batalla de Farsalia, muéstrase también cuando a ocupan sus recreos y sus amores. Júzgase del valer de un caballo, no sólo al verle correr sobre la pista, sino también cuando marcha al paso y hasta cuando reposa en la caballeriza.

Entre las distintas funciones del alma, las hay bajas y mezquinas; quien en el ejercicio de ellas no la considera y examina, dejará de conocerla por entero. A veces mejor se la profundiza en sus acciones simples, porque el ímpetu de las pasiones la agita y lleva a sus más elevados movimientos; únase a esto que nuestra alma se emplea por entero en cada una de nuestras acciones y que nunca la ocupa más de una sola cosa a la vez y en ella pone todo el ser de cada individuo. Consideradas las cosas en sí mismas, acaso tengan su peso, medida y condición, pero desde el instante en que se relacionan con nosotros, el alma las acomoda a su manera de ser. La muerte, que a Cicerón estremece, Catón la desea, y es indiferente para Sócrates. La salud, la   —258→   conciencia, la autoridad, la ciencia, las riquezas, la belleza y sus contrarios, se despojan, recibiendo del alma, al entrar en ella, nueva vestidura, y adoptando el matiz que la place: moreno, claro, verde, obscuro, agrio, dulce, profundo, superficial, el que más en armonía está con las distintas almas, pues éstas no pusieron de acuerdo sus estilos, reglas y formas; cada una es en su estado soberana. ¿Por qué no nos fundamentamos más en nuestros juicios, en las cualidades externas de las cosas? En nosotros estriba darnos cuenta de ellas. Nuestro bien y nuestro mal no dependen sino de nosotros. Hagámonos donación a nosotros mismos de nuestras ofrendas y deseos, en manera alguna a la fortuna; ésta es impotente contra el poderío de nuestra vida moral, pues la arrastra consigo la moldea a su forma. ¿Por qué no he de juzgar yo de Alejandro cuando se encuentra en la mesa, conversando y bebiendo a saciedad, o cuando juega a las damas? ¿Qué cuerda de su espíritu deja de poner en actividad este juego necio y pueril? yo le odio y le huyo porque no es tal juego, porque nos preocupa de un modo demasiado serio, y porque me avergüenzo de fijar en él la atención, que, empleada de otro modo, bastaría a hacer algo para que valiera la pena. No se tomó mayor trabajo para organizar su expedición gloriosa a las Indias; ni ningún otro que se propone resolver una cuestión de la cual depende la salvación del género humano. Ved cómo nuestra alma abulta y engrandece aquella diversión ridícula; ved cómo absorbe todas sus facultades; con cuánta amplitud proporciona a cada uno los medios de conocerse y de juzgar rectamente de sí mismo. Yo no me veo ni me examino nunca de una manera más cabal que cuando juego a las damas: ¿qué pasión no saca a la superficie ese juego?, la cólera, el despecho, el odio, la impaciencia; una ambición vehemente de salir victorioso, allí donde sería más natural salir vencido, pues la primacía singular por cima del común de las gentes no dice bien en un hombre de honor tratándose de cosas frívolas. Y lo que digo en este ejemplo puede amplificarse a todos los demás; cada ocupación en que el hombre se emplea, acusa y descubre sus cualidades por entero.

Demócrito y Heráclito eran dos filósofos, de los cuales el primero, encantando vana y ridícula la humana naturaleza, se presentaba ante el público con rostro burlón y risueño. Heráclito, sintiendo compasión y piedad por nuestra misma naturaleza, estaba constantemente triste y tenía sus ojos bañados de lágrimas:


Alter
ridebat, quoties a limine moverat unum
protuleratque pedem; flebat contrarius alter.417



  —259→  

Yo me inclino mejor a la actitud del primer filósofo, no porque sea más agradable reír que llorar, sino porque lo primero supone mayor menosprecio que lo segundo; y creo que dado lo poco de nuestro valer, jamás el desdén igualara lo desdeñado. La conmiseración y la queja implican alguna estimación de la cosa que se lamenta; al contrario acontece con aquello de que nos burlamos, a lo cual no concedemos valor ni importancia alguna. En el hombre hay menos maldad que vanidad; menos malicia que estupidez: no estamos tan afligidos por el mal como provistos de nulidad; no somos tan dignos de lástima como de desdén. Así Diógenes, que bromeaba consigo mismo dentro de su tonel, y que se burlaba hasta del gran Alejandro, como nos tenía en el concepto de moscas o de vejigas infladas, era juez más desabrido e implacable, y por consiguiente más diestro a mi manera de ver, que Timón, el que recibió por sobrenombre el aborrecedor del género humano, pues aquello que odiamos es porque nos interesa todavía. Timón nos deseaba el mal, se apasionaba con ansia por nuestra ruina, y oía nuestra conversación como cosa dañosa, por creernos depravados y perversos. Demócrito considerábanos tan poca cosa, que jamás podríamos ni ponerle de mal humor ni modificarle con nuestro contagio; abandonaba nuestra compañía, no por temor, sino por desdén hacia nuestro trato. Ni siquiera nos creía capaces de practicar el bien ni de perpetrar el mal.

De igual parecer fue Statilio contestando a Bruto, que le invitaba tomar arte en la conspiración contra César. Bien que creyera la empresa justa, entendía que no valía la pena molestarse por los hombres; que éstos no eran dignos de tanto, conforme a la doctrina de Hegesias, el cual decía: «El filósofo no debe hacer nada por los demás, sólo por sí mismo debe interesarse; solo él es digno de que hagan algo por él.» Aquella respuesta está también de acuerdo con la opinión de Teodoro, quien estimaba injusto que el hombre perfecto corriera ningún riesgo por bien de su país, puesto que de correrlo se expone a perder la filosofía en beneficio de la locura. Nuestra propia y peculiar condición es tan risible como ridícula.




ArribaAbajoCapítulo LI

De la vanidad de las palabras


Decía un antiguo retórico que su oficio consistía «en abultar las cosas haciendo ver grandes las que son pequeñas»; algo así como un zapatero que acomodara unos zapatos grandes a un pie chico. En Esparta hubieran azotado al tal retórico por profesar un arte tan artificial y   —260→   embustero. Arquidamo, rey de aquel Estado, oyó con extrañeza grande la respuesta de Tucídides al informarle de quién era más fuerte en la lucha, si Pericles o él: «Eso, dijo el historiador, no es fácil de saber, pues cuando yo le derribo por tierra en la pelea, convence a los que le han visto caer de que no ha habido tal cosa.» Los que disfrazan y adoban a las mujeres son menos dañosos que los retóricos, porque al cabo no es cosa de gran monta dejar de verlas al natural, mientras que aquéllos tienen por oficio engañar no a nuestros ojos, sino a nuestra razón, bastardeando y estropeando la esencia de la verdad. Las repúblicas que se mantuvieron mejor gobernadas, como las de Creta y Lacedemonia, hicieron poco mérito de los oradores. Aristón define cuerdamente la retórica: «Ciencia para persuadir al pueblo.» Sócrates y Platón la llamaban: «Arte de engañar y adular»; los que niegan que esa sea su esencia, corrobóranlo luego en sus preceptos. Al prescindir los mahometanos de la instrucción para sus hijos por considerarla inútil, y al reflexionar los atenienses que la influencia de la misma, que era omnímoda en su ciudad, resultaba perniciosa, ordenaron la supresión de la parte principal de la retórica, que es mover los afectos del ánimo: juntamente exordios y peroraciones. Es un instrumento inventado para agitar y manejar las turbas indómitas y los pueblos alborotados, que no se aplica más que a los Estados enfermos, como un medicamento; en aquellos en que el vulgo o los ignorantes tuvieron todo el poderío como en Atenas, Rodas y Roma; donde los negocios públicos estuvieron en perpetua tormenta, allí afluyeron los oradores. Muy pocos personajes se ven en esas otras repúblicas que gozaran de gran crédito sin el auxilio de la elocuencia. Pompeyo, César, Craso, Luculo, Lentulo y Metelo, encontraron en ella su supremo apoyo para procurarse la autoridad y grandeza que alcanzaron; más se sirvieron de la palabra que de las armas; lo contrario aconteció en tiempos más florecientes, pues hablando al pueblo L. Volumnio en favor de la elección consular de Q. Fabio y P. Decio, decía: «Ambos son hombres nacidos para la guerra, grandes para la acción; desacertados en la charla oratoria; espíritus verdaderamente consulares por todas sus cualidades; oís que son sutiles, elocuentes y sabios, no son aptos sino para la ciudad, para administrar justicia en calidad de pretores.» La elocuencia floreció más en Roma cuando el estado de los negocios públicos fue peor; cuando la tempestad de las guerras civiles agitaba a la nación: del propio modo un campo que no se ha roturado se cubre de más frondosos matorrales. Parece desprenderse de aquí que los gobiernos que dependen de un monarca han menester menos de la elocuencia que los otros, pues la torpeza y docilidad de la generalidad, impeliéndola a ser manejada y moldeada por el oído al dulce son de aquella música, sin que pueda   —261→   pesar ni conocer la verdad de las cosas por la fuerza de la razón, no se encuentra fácilmente en un solo hombre, siendo más viable librar al pueblo por el buen gobierno y el buen consejo de la impresión de aquel veneno. Macedonia y Persia no produjeron ningún orador de renombre.

Todo lo que precede me ha sido sugerido por un italiano, con quien acabo de hablar, que sirvió de maestresala al cardenal Caraffa, hasta la muerte del prelado; me ha referido aquél los deberes de su cargo, endilgándome un discurso sobre la ciencia de la bucólica con gravedad y continente magistrales, lo mismo que si me hubiese hablado de alguna grave cuestión teológica; me ha enumerado menudamente la diferencia de apetitos: el que se siente cuando se está en ayunas; el que se experimenta al segundo o tercer plato; los medios que existen para satisfacerlo ligeramente o para despertarlo y aguzarlo; la técnica de sus salsas, primero en general, luego particularizando las cualidades de cada una; los ingredientes que las forman y los efectos que producen en el paladar y en el estómago; la diferencia de verduras conforme a las estaciones del año: cuáles han de servirse calientes y cuáles deben comerse frías, y la manera de presentarlas para que sean más gratas a la vista. Después de este discurso me ha hablado del orden con que deben servirse los platos en la mesa, y sus reflexiones abundaban en puntos de vista muy importantes y elevados


    Nec minimo sano discrimine refert,
quo gestu lepores, et quo gallina secetur418;



todo ello inflado con palabras magníficas y ricas, las mismas que se emplean cuando se habla del gobierno de un imperio. Tratándose de elocuencia he creído oportuno traer a colación a mi hombre:


Hoc salsum est, hoc adustum est, hoc lautum est parum
illud recte; iterum sic memento: sedulo
moneo, quae possum, pro mea sapientia.
Postremo, tamquam in speculum, in patinas,Demea,
inspicere jubeo, et moneo, quid facto usus sit.419



Los griegos mismos alabaron grandemente la disposición y el orden que Paulo Emilio observó en un banquete que dio en honor de aquéllos cuando volvieron de Macedonia. Pero no hablo aquí de los efectos; hablo sólo de las palabras.

Yo no sé si a los demás les sucede lo que a mí; yo no puedo precaverme, cuando oigo a nuestros arquitectos inflarse   —262→   con esos majestuosos términos de pilastras, arquitrabes, cornisas, orden corintio o dórico y otros análogos de su jerga, mi imaginación va derecha al palacio de Apolidón, y luego veo que todo ello no son más que las mezquinas piezas de la puerta de mi cocina.

Al oír pronunciar los nombres de metonimia, metáfora, alegoría y otros semejantes de la retórica, ¿no parece que quiere significarse alguna forma de lenguaje rara y peregrina? pues en el fondo todo ello no son más que palabras con las cuales se califica la forma del discurso que vuestra criada emplea en su sencilla charla.

Artificio análogo a éste es el distinguir los empleos de nuestro estado con nombres soberbios sacados de los romanos, aunque no tengan con los antiguos ninguna semejanza, y todavía menos autoridad y poderío. También constituye otro engaño, de que algún día se hará justo cargo a nuestro siglo, el aplicar indignamente, a quien mejor se nos antoja, los sobrenombres más gloriosos, que la antigüedad no concedió sino a uno o dos personajes en cada siglo. Platón llevó el dictado de divino por universal consentimiento, y nadie ha intentado disputárselo. Los italianos que se vanaglorian, con motivo, de tener el espíritu más despierto y la razón más sana que las demás naciones de su tiempo, acaban de gratificar al Aretino con el mismo sobrenombre que a Platón acompaña. Ese escritor, salvo una forma hinchada, en la que sin duda abundan los rasgos ingeniosos, pero que tienen mucho de artificiales y rebuscados, y alguna elocuencia, no veo que sobrepase en nada a los demás autores de su tiempo; ¡le falta tanto para alcanzar aquella divinidad antigua! El calificativo de grandes se lo colgamos a príncipes que en nada sobrepasan la grandeza popular.




ArribaAbajoCapítulo LII

De la parsimonia de los antiguos


Atilio Régulo, general en África del ejército romano, en medio de sus glorias y victorias contra los cartagineses, comunicaba a la república que un jornalero que había dejado al cuidado de su hacienda, la cual se componía en todo de siete fanegas de tierra, le había robado sus útiles de labranza; y pedía licencia para volver a su país y proveer a tan urgente necesidad, temiendo que su esposa e hijos corrieran riesgo por tal accidente. El Senado se encargó de poner otro criado en lugar del desaparecido; hizo donación a Régulo de los utensilios de labranza necesarios, y ordenó que el Estado proveería al sostenimiento de su familia.

Catón el antiguo, al regresar de España donde había ejercido   —263→   el cargo de cónsul vendió su caballo a fin de economizar el dinero que le hubiera costado llevarlo por mar a Italia. Cuando gobernaba en Cerdeña hacía sus visitas de inspección a pie, no llevando en su compañía más que un solo oficial que trasportaba sus vestidos y el vaso de los sacrificios, y casi siempre conducía él mismo su bagaje de mi mano. Enorgullecíase de no haber usado nunca traje que costara más de diez escudos; de no haber gastado en el mercado más de diez sueldos por día, y de que entre las casas de campo que poseía ninguna tuviera la fachada blanqueada ni revocada.

Después de haber alcanzado dos victorias y desempeñado dos consulados, Escipión Emiliano ejerció el cargo de legado, y tuvo sólo siete servidores en su compañía. Dícese que Homero nunca tuvo más que uno; Platón tres y Zenón, el maestro de la secta estoica, ni uno siquiera. A Tiberio Graco no se le concedieron más que cinco sueldos y medio por día, en ocasión en que desempeñaba una comisión de la república, y siendo en aquel entonces el hombre más importante de Roma.




ArribaAbajoCapítulo LIII

De una sentencia de César


Si nos detuviéramos alguna vez en examinarnos, y el tiempo que empleamos en fiscalizar a los demás y en conocer las cosas exteriores lo ocupáramos en sondear nuestro interior, nos convenceríamos presto de que nuestra contextura está formada de piezas insignificantes y deleznables. ¿No constituye, en efecto, un testimonio singular de imperfección la circunstancia de que no podamos detener nuestro contento y nuestra satisfacción en cosa alguna, y que la imaginación y el deseo nos impidan elegir el camino que nos es más adecuado? De ello es buena prueba esa gran disputa que sostuvieron siempre los filósofos a fin de encontrar el soberano bien del hombre, la cual dura todavía y durará eternamente sin que jamás se llegue a una solución o acuerdo:


Dum abest quod avemus, id exsusperare videtur
caetera: post aliud, quum contigit illud, avemus,
et sitis aequa tenet.420



Nada nos satisface de lo que disfrutamos y gozamos; marchamos siempre con la boca abierta tras las cosas desconocidas que están por venir, porque las presentes no llenan   —264→   nuestros deseos; y no precisamente porque existan razones para que no nos satisfagan, sino porque las cogemos con mano débil e insegura:


Nam quum vidit hic, ad victum quae flagitat usus,
omnia jam forme mortalibus esse parata;
divitiis homines, et honore, et laude potentes
affluere, atque bona natorum excellere fama;
nec minus esse domi cuiquam tamen anxia corda,
atque animum infestis cogi servire querelis:
intellexit ibi vitium vas efficere ipsum,
omniaque, illius vitio, corrumpier intus.
Quae collata foris et commoda quaeque venirent.421



Nuestros deseos carecen de resolución y son inciertos, nada puede nuestro apetito conservar ni disfrutar convenientemente. Como el hombre estima que su desgracia emana de las cosas que posee, trata de llenarse y saciarse con otras que desconoce y de que no tiene la menor noticia, a las cuales aplica sus esperanzas e ilusiones, considerándolas con honor y reverencia, como César dice: Communi fit vitio naturae, ut invisis, latitantibus atque incognitis rebus magis confidamus, vehementiusque extrerreamur422.




ArribaAbajoCapítulo LIV

De las vanas sutilidades


Existen sutilezas frívolas y vanas por medio de las cuales buscan a veces los hombres el renombre, como por ejemplo, los poetas que componen obras enteras cuyos versos comienzan todos con igual letra; vemos también huevos, esferas, alas y hachas, que los griegos componían antiguamente con versos rimados, alargándolos o acortándolos de manera que representaran tal o cual figura; no en otra cosa consistía la ciencia del que se entretuvo en contar de cuántos modos podían colocarse las letras del alfabeto, el cual encontró el inverosímil número que se lee en Plutarco. Yo apruebo el proceder de aquel a quien presentaron un hombre tan diestro que, arrojando con la mano un grano de mijo, lo hacía pasar por el ojo de una aguja, habiéndole pedido algún presente como retribución de habilidad tan singular, ordenó, justa y perspicazmente a mi ver, que entregaran a semejante obrero dos o   —265→   tres fanegas del mismo grano, a fin de que su arte no dejara de ejercitarse. Testimonio maravilloso es éste de la flojedad de nuestro juicio, que recomienda las cosas por su novedad y rareza, o por la dificultad de realizarlas, sin atender a la bondad o utilidad que las acompaña.

En mi casa nos entretenemos al presente en un juego que consiste en hallar el mayor número de nombres que representan los dos extremos de las cosas; por ejemplo: Sire es el título que se da a la persona más elevada de nuestro Estado, que es el rey, y se aplica igualmente al vulgo, como a los comerciantes, sin que con él se designe nunca a los hombres de clase media. A las mujeres de calidad, se las llama damas; a las de mediana, señoritas; y se aplica también el nombre de damas a las que son de la extracción mas baja. Los dados que se juegan en las mesas, no son permitidos más que en las casas de los reyes y en las tabernas. Decía Demócrito, que los dioses y las bestias tenían los sentidos más aguzados que los hombres, que en este punto se mantienen a mediana altura. Los romanos vestían igual traje los días de duelo que los de fiesta. Es cosa probada que el miedo extremado y el extremo ardor y brío alteran igualmente el vientre y lo descomponen. El apodo de Temblón, con que fue designado Sancho de Navarra, testifica que lo mismo el valor que el temor engendran el estremecimiento de los miembros del cuerpo. Aquél, a quien sus gentes armaban y veían rehilar de pavor, tratando de tranquilizarle disminuyendo el peligro que se presentaba, respondió: «No me conocéis bien; si supiera mi carne el lugar donde mi arrojo la conducirá, al momento caería, por tierra hecha pedazos.» La debilidad que nos procura el frío y la repugnancia en el ejercicio de los placeres de Venus, es producida también por el apetito demasiado vehemente y por el ardor desarreglado. El frío y el calor extremos, cuecen y tuestan: Aristóteles dice que los lingotes de plomo se funden y liquidan con el frío rigoroso del invierno, lo mismo que con el calor fuerte del verano. Lo mismo el deseo que la hartura, producen el dolor en los que los experimentan. La estupidez y la sabiduría participan de sentimientos análogos ante el sufrimiento de los males humanos. Los filósofos vencen y gobiernan el mal, los otros lo desconocen; éstos se encuentran, por decirlo así, más acá de los accidentes, los otros más allá. El filósofo, después de haber pesado con detenimiento y considerado las cosas, después de haberlas medido y juzgado tales cual son, colócase por cima de ellas merced a su fuerza vigorosa, las desdeña y pisotea, como dueño que es de un alma fuerte y sólida, contra la cual nada pueden los vaivenes de la fortuna, puesto que se las han con un cuerpo en el cual nada puede causar impresión. La condición ordinaria y media de los hombres, se encuentra entre esos dos extremos: la de   —266→   los que advierten los males, los sienten y por incapacidad no pueden soportarlos. La infancia y la decrepitud tienen de común idéntica debilidad cerebral; la avaricia y la generosidad, análogo deseo de adquirir y acaparar.

Puede decirse con verosimilitud que existe una ignorancia supina, que antecede a la ciencia, y otra doctoral que la sigue: ignorancia es esta última que la ciencia engendra y produce, del propio modo que deshace y destruye la primera. Los espíritus sencillos, menos curiosos y menos instruidos, se convierten en buenos cristianos; por respeto y obediencia creen con ingenuidad y se mantienen bajo la disciplina que las leyes dictan. En el mediano vigor de los espíritus y en la capacidad mediana, se engendra el error de las opiniones; éstos se dejan llevar por la apariencia de la interpretación primera, y se creen con luces bastantes para considerarnos como estúpidos y negados por el hecho de mantenernos en las antiguas creencias. Los espíritus grandes, más clarividentes y tranquilos, forman otra clase entre los buenos creyentes; ayudados por una dilatada y religiosa investigación, penetran de un modo más profundo la luz de las Escrituras y sienten el secreto misterioso y divino de nuestro régimen eclesiástico; por eso vemos algunos hombres que alcanzaron este estado guiados por la ciencia, con maravilloso fruto y confirmación, como el extremo límite de la cristiana inteligencia, y llegaron a gozar de su victoria acompañados de consolación inefable, acciones de gracias, cambio en las costumbres y modestia resignada. No incluyo en este rango a esos otros que, procurando purgarse de toda mancha de error pasado, y a fin de darnos buena opinión de sí mismos, conviértense en extremados, indiscretos e injustos hacia nuestra causa, y la manchan con infinitos reproches de violencia. Los sencillos campesinos son gentes honradas, y gentes honradas son también los filósofos, o conforme nuestro siglo los nombra, naturalezas fuertes y claras, enriquecidas con una instrucción amplia en las ciencias útiles. Los mestizos, los que no son sabios ni tampoco ignorantes, los que no quisieron permanecer a obscuras en punto a instrucción, pero que no pudieron llegar a la sabiduría, los que tienen el culo entre dos sillas (entre los cuales me cuento yo y tantos otros), son peligrosos, ineptos, importunos; éstos son los que trastornan el mundo. Por esta razón procuro yo acercarme cuanto puedo a los ignorantes, de quienes inútilmente intenté alejarme. La poesía popular y puramente natural tiene candorosidades y gracias que la equiparan con la poesía perfecta, en la que se cumplen todos los preceptos artísticos, como se ve, por ejemplo, en las canciones rústicas de Gascuña, y en los cantos que conocemos de pueblos que no tienen ciencia alguna, ni conocimiento de la escritura. La poesía mediocre, que ocupa un lugar entre   —267→   ambas, se desdeña y considera como cosa sin mérito ni valer.

Y puesto que luego que el paso ha sido franqueado por nuestro espíritu, yo creo, como ordinariamente acontece, que considerábamos como ejercicio difícil y complicado lo que no lo es en modo alguno, y tan pronto como nuestra fantasía encuentra el camino de la inspiración, descubre infinito número de ejemplos como los de que en este capítulo hablo, no añadiré más que el siguiente a los ya expuestos: si estos Ensayos fueran dignos de ser juzgados, bien podría ocurrir, a mi parecer, que no gustasen mucho a los espíritus comunes y vulgares, ni tampoco a los singulares y excelentes; aquéllos no los entenderían suficientemente, y éstos los comprenderían de sobra. De suerte que podrían ir tirando entre las gentes de mediana inteligencia.




ArribaAbajoCapítulo LV

De los olores


Cuéntase de algunos hombres, como de Alejandro el Grande, que su traspiración esparcía un olor suave, por virtud de una complexión rara y extraordinaria. Plutarco y otros escritores buscaron la causa de semejante singularidad; mas la general constitución del cuerpo humano demuestra lo contrario, y la cualidad más ventajosa que éstos puedan poseer, es la de estar exentos de todo aroma. La dulzura misma del aliento más puro, nunca es más perfecta que cuando no tiene olor alguno que nos sorprenda, como ocurre con los niños sanos. He aquí por qué dice Plauto


Mulier tum bene olet, ubi nihil olet;



«el olor más exquisito que puede tener una mujer, es carecer en absoluto de aroma». En cuanto a los buenos olores, hay razón para considerar como sospechosa a la persona que los usa, y puede juzgarse que los emplea para disimular algún defecto natural. De aquí nace la opinión, en que los poetas antiguos convienen, de que es oler mal el exhalar buen olor:


Rides nos, Coracine, nil olentes.
Malo, quam bene olere, nil olere.423



Y en otro pasaje:


Postume, non bene olet, qui bene semper olet.424



Yo gusto, sin embargo, mucho encontrarme rodeado de   —268→   olores exquisitos, y por cima de todo detesto los mefíticos, que atraigo hacia mí más que ningún otro


    Namque sagacius untis odoror,
Polypus, an gravis hirsutis cubet hircus in alis,
    quam canis acer, ubit lateat sus.425



Los más simples y naturales, me parecen los más agradables. Este cuidado toca principalmente a las damas: en medio de la barbarie más completa, las mujeres escitas, después del baño, se espolvoreaban embadurnaban la cara y todo el cuerpo con cierta droga olorosa que había en su territorio; pero luego, cuando se acercaban a los hombres, despojábanse de tal afeite y se encontraban pulidas y perfumadas. Sea cual fuere el aroma que me rodee, es maravilla cómo se me pega; mi cutis es de los más aptos para impregnarse. El que se quejaba de nuestra constitución orgánica porque la naturaleza no dotó al hombre de instrumento hábil para llevar los olores al olfato, incurría en error grande, pues los olores mismos se encargan de encontrar el camino; a mí, en particular, me sirve el bigote de vehículo; como lo tengo áspero, cuando aproximo a él los guantes o el pañuelo, guarda el aroma todo un día; mi bigote declara el sitio donde he estado. Los besos apretados de la juventud, sabrosos, glotones y pegajosos, permanecían en él allá en otro tiempo, y persistían dos o tres horas después de estampados. Y sin embargo, tan poco sujeto estoy a las enfermedades infecciosas que se propagan por la frecuentación y a que sirve de instrumento el aire, que he salido ileso de las de mi tiempo, pues las ha habido de diversas suertes en nuestros ejércitos y en nuestras ciudades. Dícese de Sócrates que habiendo permanecido en Atenas durante tantas epidemias como afligieron a su ciudad, nunca fue atacado por el mal.

Los médicos podrían alcanzar de los olores mayor partido del que sacan, pues por lo que a mi toca, he advertido con frecuencia que mi organismo se modifica según la esencia de los mismos, por lo cual apruebo el uso del incienso y otros perfumes en las iglesias, tan antiguo y tan extendido en todas las naciones y en todos los cultos. Esos aromas purifican y despiertan nuestros sentidos y nos hacen más aptos para la contemplación.

Hubiera querido gustar, para juzgar con fundamento de ella, la labor de las cocineras que saben aliñar las carnes con olores penetrantes; condimentadas así se le sirvieron al rey de Túnez, que en nuestra época desembarcó en Nápoles para parlamentar con Carlos V. Se aderezaron las aves con drogas odoríferas de suntuosidad tanta, que el coste de un pavo real y dos faisanes llegó a la suma de cien   —269→   ducados, después de preparados para el paladar del soberano de África; y cuando se trincharon, no solamente en la sala, en todas las habitaciones del palacio y en las casas circunvecinas había un vapor suavísimo, que tardó bastante en disiparse.

Lo primero que yo procuro al establecerme en cualquier lugar, es huir de la atmósfera densa y mal oliente. Esas dos hermosas ciudades de Venecia y París pierden mucho de la estimación en que las tengo a causa de las emanaciones acres que se desprenden de los canales de la primera, y de las fangosas calles de la segunda.




ArribaAbajoCapítulo LVI

De las oraciones


A semejanza de los que plantean cuestiones dudosas para que sean debatidas en las escuelas, propongo yo aquí ideas informes e indecisas, no para dejar sentada la verdad, sino para buscarla, y las somete a la consideración de aquellos a quienes corresponde el juzgarlas; y no ya sólo mis acciones y escritos, sino hasta mis pensamientos. Será por consiguiente igualmente admisible y útil para mí la aprobación como la desaprobación, y desde luego declaro absurdo o impío todo principio que por ignorancia o inadvertencia se haya escapado de mi pluma y sea contrario a las santas resoluciones y prescripciones de la Iglesia católica, apostólica y romana, en la cual he nacido y pienso morir. Encomendándome siempre a la autoridad de su censura, que todo lo puede sobre mí, me meto temerariamente a hablar de todas las cosas en estas divagaciones.

Ignoro si estoy en lo cierto, pero entiendo que habiéndosenos prescrito por una merced particular de la bondad divina una oración que salió de la boca de nuestro Señor, palabra por palabra, siempre he pensado que debíamos rezarla con más frecuencia de lo que ordinariamente acostumbramos; si mi dictamen se aceptara, la diríamos al empezar y al acabar de comer, al acostarnos y al levantarnos; en todo momento en que nos ponemos a orar, quisiera yo que fuese el Padrenuestro la oración que los cristianos recitasen constantemente. Puede la Iglesia aumentar el número de oraciones y modificarlas según que la necesidad de nuestra instrucción lo exija, pues la idea y esencia de ellas siempre es idéntica y jamás se modifica; mas de todas suertes, el Padrenuestro debiera tener el privilegio de estar perennemente en boca del pueblo, pues sobre contener cuanto nos es necesario, es plegaria muy adecuada en toda circunstancia. Es la única de que me sirvo yo   —270→   siempre, y la repito en lugar de emplear otras, de donde resulta que es la que recuerdo mejor.

Algunas veces considero cuál puede ser la causa del error que perpetramos al recurrir a Dios en todas nuestras empresas y designios; al llamarle en nuestra ayuda, sea cual fuere el lugar en que nuestra flaqueza necesite de su auxilio, sin tener en cuenta si nuestros propósitos son justos o injustos. Dios es nuestro solo y único protector y lo puede todo para ayudarnos; a pesar de que se digna honrarnos con sa paternal apoyo, es además tan justo como bueno y poderoso, y usa con más frecuencia para con nosotros de su justicia que de su poder, favoreciéndonos según aquélla, no conforme a nuestras súplicas. Platón en su libro de las Leyes, dice que hay tres clases de creencias igualmente injuriosas a los ojos de los dioses:

«Creer que no existan; que no se mezclan en las cosas de la tierra, y que nada dejan de conceder ante nuestras súplicas, ofrendas y sacrificios»

El primer error, según el filósofo, no es jamás inmutable desde el nacimiento hasta la muerte de un hombre; los otros dos pueden ser constantemente sustentados.

La justicia y el poder de Dios son inseparables, y por consiguiente imploramos en vano su socorro para que favorezca una mala causa. Preciso es tener el alma limpia de toda mancha y libre de pasiones viciosas, cuando menos en el momento en que le rogamos; de lo contrario le procuramos el látigo para que nos aplique el castigo; en lugar de reparar nuestra culpa la duplicamos, presentando a aquel de quien solicitamos el perdón un corazón lleno de odio e irreverencia. Por eso no se dirige mi alabanza a los que ruegan a Dios más frecuente y ordinariamente, si las acciones que ejecutan antes de la devoción no muestran el testimonio de alguna enmienda y reforma,


    Si, nocturnos adulter,
tempora santonico velas adoperta cucullo.426



Y el estado de un hombre que mezcla con la devoción los actos de una vida execrable, es desde luego más digno de censura que el de otro hombre que se mantiene constantemente sumido en toda suerte de disolución; sin embargo, nuestra Iglesia rechaza todos los días sus gracias a los que persisten en la práctica de costumbres depravadas. Rezamos por uso y costumbre, o por mejor decir, leemos o recitamos nuestras oraciones, lo cual no es en suma más que apariencia y gesto. Me disgusta el ver hacer tres veces el signo de la cruz al Benedicite, y a las Gracias otras tantas, y más desapruebo todavía, por ser un signo que reverencio, el continuo uso que de él hacemos, hasta   —271→   cuando el bostezo nos acomete. Y juntamente con tantos actos devotos las restantes horas del día vémoslas ocupadas en el odio, la injusticia y la avaricia: al vicio se dedica su tiempo a Dios el suyo, como por compensación o componenda. Es cosa milagrosa el ver la continuación de acciones tan diversas, sin interrupción ni alteración. ¿Cuál es la conciencia prodigiosa que acierte a encontrar reposo albergando en idéntico lugar al crimen y al que lo juzga? Un hombre a quien la lascivia gobierna la cabeza, y no supone este vicio odioso a los ojos de Dios, ¿qué dice al señor cuando de él le habla? Se enmienda por el momento, mas instantáneamente cae de nuevo en el pecado. Si la justicia divina le tocara como dice, y castigase su alma, por corta que fuese la penitencia, el temor mismo alejaría con tanta presteza sus viles pensamientos, que al momento sentiríase capaz de dominar los vicios que se encuentran en él encarnados. ¿Y qué decir de los que a sabiendas consagran su vida entera al pecado mortal? ¡Cuántos oficios, profesiones y ocupaciones admitidos existen en el mundo, cuya esencia es viciosa! Y qué decir de un hombre que me declaró haber practicado durante todo un periodo de su vida una religión condenable a juicio suyo, y contraria a las creencias de su pecho, sólo por conservar su crédito y el honor de sus cargos? ¿Cómo osó siquiera emplear razonamiento semejante? ¿Qué lenguaje emplean tales gentes en este punto ante la justicia divina? Consistiendo su arrepentimiento en una reparación visiblemente acomodaticia, esas gentes pierden ante Dios y ante los hombres el medio de alegarlo. ¿Cómo osan solicitar el perdón sin que a ellos llegue el arrepentimiento? Yo creo que con los primeros acontece lo propio que con los segundos; pero la obstinación de aquéllos no es tan fácil de conducir al buen camino. Tal contrariedad, tan repentino cambio de opinión como simulan, ofrecen para mí todas las apariencias de un milagro. Esos hombres nos muestran el estado permanente de una ruda agonía.

¡Qué extraña me pareció la idea de los que en estos últimos años tenían por costumbre hacer un cargo a todos aquellos en que brillaba alguna claridad de espíritu, y que profesaban la religión católica! Esas personas nos decían que fingíamos, que no éramos sinceros. Y aseguraban, además, para con ello honrarnos, que los católicos no podían menos, en su fuero interno, de abrigar sus creencias. Desagradable enfermedad la de creerse tan fuerte hasta el extremo de persuadirse de que no se pueden profesar doctrinas contrarias a las propias, y más desagradable aún la persuasión de un tal espíritu que prefiere los beneficios que le procura la práctica de una religión que en su fuero interior condena, a las esperanzas y amenazas de la vida eterna. Pueden gentes tales creer lo que digo, si algo hubiera   —272→   tentado mi juventud, la ambición del azar y dificultad que siguieron a esta empresa reciente hubiese tenido una buena parte.

No sin poderosa razón, a mi entender, prohíbe la Iglesia el uso promiscuo, temerario e indiscreto de los cánticos sagrados y divinos que el Espíritu Santo dictó a David. No dejemos mezclar el nombre del Señor en nuestras acciones sino con atención reverente, llena de honor y respeto: esa voz es demasiado divina para no hacer de ella otro uso que el de ejercitar los pulmones y procurar que nuestros oídos gusten una música grata; la conciencia debe entonar esos cantos, no la lengua. No es razonable que un marmitón en medio de sus vanos y frívolos pensamientos se entretenga y divierta con las salmodias divinas; y es absurdo también el ver rodar por un tocador o por una cocina el libro santo de los sagrados misterios de nuestras creencias: misterios eran en otro tiempo, al presente no son más que amores y diversiones. No es yendo como de paso y tumultuariamente como se practica un estudio tan severo y venerable; debe ser un acto determinado y fijo, al cual siempre ha de acompañar esta introducción de nuestro oficio: Sursum corda, y hasta que nuestro mismo cuerpo permanezca puro, para testimoniar así en nosotros particular atención y reverencia. No es un estudio para todo el mundo; es la ocupación de personas consagradas a él, y al cual Dios las llama; los malos y los ignorantes empeoran consagrándose a la interpretación de los libros santos, que no son como la relación de una historia, son una historia digna de reverencia, temor y adoración. ¡Buenas gentes que creen haberla puesto al alcance del pueblo por haberla traducido en lengua vulgar! No es la culpa de las palabras el que no se comprenda todo lo que se encuentra escrito. ¿Diré yo más? Por pretender inculcar en las gentes eso poco que pretenden, las hacen marchar hacia atrás; la ignorancia pura, confiada a otro, era mucho más saludable y sabia que esa ciencia parlera y vana, engendradora de presunción y temeridad. Creo también que el otorgar a cada uno la libertad de trasladar una palabra tan elevada y religiosa en tantas lenguas diferentes, es mucho más perjudicial que útil.

Los judíos, los mahometanos y casi todas las demás sectas, han aceptado y reverencian el lenguaje en el cual originariamente fueron concebidos sus misterios, y entre ellos está prohibida la alteración y el cambio, no sin razón sobrada. ¿Estamos bien seguros de que haya en las provincias vascas y bretonas jueces capaces para apreciar una traducción en sus respectivas lenguas? La Iglesia universal no tiene juicio más arduo ni solemne que emitir. Cuando se predica o cuando se habla, la interpretación de los textos es vaga, libre, mudable y sólo de éste o del otro versículo,   —273→   no de la Biblia entera, lo cual es asunto mucho más grave.

Uno de nuestros historiadores griegos censura justamente a su siglo por que los secretos de la religión cristiana corrían por las calles, en boca de los más insignificantes artesanos, y porque cada cual pudiera debatir sobre ellos y emitir su opinión; lo cual, según el propio historiador, debería avergonzarnos a nosotros, que por la gracia de Dios gozamos de los misterios puros de la piedad, dejándolos profanar en boca de personas ignorantes y vulgares, en atención a que los gentiles prohibían a Sócrates y a Platón, a los más sabios, el hablar e informarse de las cosas encomendadas a los sacerdotes de Delfos. El mismo historiador dice que los partidos políticos y los príncipes, por lo que a la teología toca, están armados, no de celo, sino de cólera; que el primero se fundamenta en la razón y divina justicia, conduciéndose ordenada y moderadamente, pero que si se cambia en odio y envidia, produce en lugar de trigo y racimos, cizaña y ortigas cuando lo conduce una pasión humana. Con igual justicia aconsejaba otro escritor al emperador Teodosio, diciéndole que las disputas teológicas no aplacaban los cismas de la iglesia, sino que los encendían y animaban las herejías; que por lo mismo era preciso huir de las argumentaciones dialécticas y acomodarse de todo en todo a las prescripciones y fórmulas de la fe establecidas por los antiguos. El emperador Andrónico encontró en su palacio a dos cortesanos trabados de palabras contra Lapodio, sobre un punto importante de la ley los amonestó fuertemente, llegando su amenaza hasta decirles que los lanzaría al río si continuaban discutiendo. Hoy día los niños y las mujeres reprenden a los más viejos y más experimentados en lo que toca a las leyes eclesiásticas, y sin embargo, ¡qué contraste! la primera orden de Platón en su Tratado prohibía a los primeros hasta el informarse del fundamento de las leyes civiles que debían sustituir a los preceptos divinos; a los ancianos sólo era permitido comunicar su parecer en este punto entre ellos y el magistrado; y el filósofo añade aun esta limitación: «siempre y cuando que no sea en presencia de jóvenes ni de personas profanas».

Un obispo escribió que en el otro extremo del mundo hay una isla, que los antiguos llamaban Dioscóride, feraz en toda suerte de árboles y frutos y de atmósfera saludable, de la cual los habitantes son cristianos y tienen templos y altares adornados sólo con cruces, sin ninguna imagen; aquellas gentes son fieles observadores del precepto del ayuno y de la santificación de las fiestas; pagan puntualmente el diezmo a los sacerdotes, y son tan castos que ninguno puede tener tratos más que con una mujer en toda su vida. Por lo demás, viven contentos con su fortuna; encontrándose en medio del mar ignoran el uso de   —274→   los navíos; son tan sencillos que de la religión que tan escrupulosamente observan no comprenden ni una sola palabra, cosa que parecería increíble a quien no supiera que los paganos, idólatras tan devotos, sólo conocen de sus dioses el nombre imagen. El comienzo de Menalipo, tragedia de Eurípides, dice en la traducción de Amyot


O Jupiter!, car de toy rien sinon
je ne cognois sculement que la nom.427



Yo he visto también no ha mucho quejarse de algunos escritos porque son puramente humanos y filosóficos sin mezcla de teología. Quien censurara lo contrario, quizás estuviera en lo cierto, pues la doctrina divina tiene su rango aparte como reina y dominadora. Ella debe ser principal en todas partes, no sufragánea ni subsidiaria. Sáquense en buen hora los ejemplos de la gramática, de la retórica, de la lógica, los cuales son por otra parte más adecuados que no los de una tan santa doctrina; también los asuntos dramáticos, los juegos y espectáculos públicos deben apartarse de la religión; que las divinas razones se consideren, veneren y evidencien solas, en el estilo que las es propio, y no aparejadas con los razonamientos humanos; mejor es que se eche de ver la falta de que los teólogos escriban demasiado humanamente, que el que los humanistas escriban con exceso de teología. La filosofía, dice san Juan Crisóstomo, ha ya tiempo que se arrojó de la escuela santa como sierva inútil, digna de ver, solamente de pasada, desde el dintel, el sagrario de los santos tesoros de la doctrina celeste, pues el lenguaje humano tiene sus formas peculiares, las cuales son bajas, y no debe servirse de la dignidad, majestad y realeza del hablar divino. Yo consiento por lo que a mí toca, en que diga verbis indisciplinatis, Fortuna, Destino, Accidente, Dicha y Desgracia; en que cite a los dioses y emplee otras frases conformes a su modo. Yo propongo estas mis humanas fantasías simplemente, como tales, e independientemente consideradas; no como acordadas y ordenadas por la sabiduría celeste, ni como absolutas e incontrovertibles; sólo como materia de opinión, no como materia de fe; lo que yo discurro según mis propias ideas, no lo que creo según Dios; como los muchachos proponen sus ejercicios para ser instruidos, no para instruir, de una manera laica, no sacerdotal, pero religiosísima siempre.

¿Y no se dirá también, no sin algún viso de razón, que el derecho de entrometerse, y eso con toda reserva a escribir sobre la religión incumbe sólo a los que de ello hacen profesión expresa; que esto no está quizás exento   —275→   de alguna imagen de utilidad y justicia, y que yo debiera también callarme? Hanme dicho que hasta los mismos que no practican nuestra fe prohíben sin embargo entre ellos el empleo del nombre de Dios en las cosas comunes; no quieren que de tan santo nombre ses sirvan a manera de interjección y exclamación, para dar testimonio de cosa alguna, ni para establecer una comparación, en lo cual entiendo que obran cuerdamente. Como quiera que invoquemos a Dios en nuestro comercio y sociedad es preciso siempre que se haga seria y religiosamente.

En un pasaje de Jenofonte se lee, si no recuerdo mal, que debemos sólo rara vez rogar a Dios, porque no es fácil que con mucha frecuencia nos sea dable hacer que nuestra alma se encuentre dispuesta para la oración, ni que esté en el camino de la enmienda, recogida en completa devoción. Si así no acontece, nuestras oraciones no solamente son vanas e inútiles, son viciosas además. «Perdónanos, decimos, como nosotros perdonamos a los que nos ofendieron»; ¿qué declaramos con estas palabras, sino que ofrecemos a Dios nuestra alma exenta de rencor y venganza? Sin embargo, invocamos a Dios y su ayuda para que sea cómplice de nuestras culpas y lo invitamos a la injusticia.


Quae, nisi seductis, nequeas committere divis.428



El avaricioso le ruega por la conservación vana y superflua de sus tesoros; el ambicioso por sus victorias y por el triunfo de su pasión; el ladrón le llama en su ayuda para franquear el azar y las dificultades que se oponen a la ejecución de sus viles empresas, o le da gracias por la facilidad con que degolló a un caminante; al pie de la casa que se dispone a escalar o asaltar hace sus oraciones, mientras su intención y su esperanza están impregnadas de crueldad, lujuria o codicia:


Hoc ipsum, quo tu Jovis aurem impellere tentas,
dic agedum Staio: proh Juppiter!, o bone, clamet,
Juppiter! At sese non clamet Juppiter ipse?429



La reina Margarita de Navarra habla de un príncipe joven, que aunque no nombra su grandeza le ha hecho conocer suficientemente, el cual, para asistir a una cita amorosa y acostarse con la mujer de un abogado de París, tenía que atravesar una iglesia, por donde no pasaba nunca, ni a la ida ni a la vuelta de su gira sin hacer sus rezos y oraciones. Teniendo el alma llena de aquella acción reprobable, hay razón para preguntar en qué empleaba el favor   —276→   divino. La reina, sin embargo, cita el hecho como ejemplo de singular devoción. No es la relación de este suceso solamente lo que prueba que las mujeres son casi nulas para tratar las cuestiones teológicas.

Una verdadera plegaria y una reconciliación completa de nuestra alma para con Dios no pueden aislarse en un alma impura sometida en el momento mismo en que ora a la dominación de Satanás. El que apela a Dios en su auxilio permaneciendo en el camino del vicio, hace lo propio que el timador que llamase a la justicia en su ayuda para la comisión de su delito, o como los que pronuncian el nombre del Señor en testimonio de sus mentiras.


       Tacito mala vota susurro
concipimus.430



Habría pocos hombres que osasen declarar los secretos ruegos que dirigen al Señor:


Haud cuivis promptum est, murmurque, humilesque susurros
tollere de templis, et aperto vivere voto.431



Por eso los pitagóricos querían que las oraciones de cada uno fuesen públicas, y que se pronunciaran en alta voz, a fin de que no se pidiese a Dios cosa indecorosa o injusta, como aquel que


Clare quum dixit, Apollo!
Labra movet, metuens audiri: «Pulchra Laverna,
da mihi fallere, da justum sanctumque videri;
noctem peccatis, et fraudibus objice nubem.»432



Los dioses castigaron cruelmente los inicuos deseos de Edipo, haciendo que se realizaran, pues había rogado que sus hijos resolvieran entre ellos, por medio de las armas, la sucesión de su Estado; tan miserable fue la suerte de sus descendientes al ser oída su palabra. No hay que pedir que todas las cosas se acomoden a nuestra voluntad, sino que ésta siga el camino de la prudencia.

En verdad parece que nos servimos de nuestras oraciones como de una jerigonza, lo mismo que los que emplean las palabras santas y divinas en brujerías y efectos mágicos, y que nos echamos la cuenta de que sólo la contextura, el tono, el orden de las palabras y nuestro continente constituyen la eficacia de aquéllas, pues teniendo el alma llena de concupiscencia, desprovista de arrepentimiento y de toda reconciliación hacia Dios, le dirigimos las frases   —277→   que la memoria presta a nuestra lengua y con ellas esperamos pagar la expiación de nuestras culpas. Nada tan fácil, tan dulce y tan misericordioso como la ley divina; ésta nos llama a su recinto majestuoso, por detestables y pecadores que seamos; nos tiende los brazos y nos recibe en su regazo por viles, puercos y encenagados que hayamos sido y que volvamos a ser en lo porvenir; pero, en recompensa, es preciso mirarla con deseos leales; es preciso recibir el perdón con acción de gracias, y al menos en ese instante en que nos dirigimos a ella, que el alma esté desolada de sus pecados y se sienta enemiga de las pasiones que nos empujaron a ofenderla. Ni los dioses, ni los hombres de bien, dice Platón, aceptan el presente de los malos.


Immunis aram si tetigit manus,
non sumptuosa blandior hostia,
mollivit aversos Penates
    arre pio, et saliente mica.433






ArribaAbajoCapítulo LVII

De la edad


No puedo aprobar la manera cómo entendemos el tiempo que dura nuestra vida. Yo veo que los filósofos la consideran de menor duración de lo que en general la creemos nosotros. «¡Cómo! dice Catón el joven a los que querían impedir que se matase, ¿estoy yo en edad, a los años que tengo, de que se me pueda reprochar el abandonar la vida con anticipación?» Tenía entonces sólo cuarenta y ocho años, y estimaba que esta edad era ya madura y avanzada, considerando cuán pocos son los hombres que la alcanzan. Los que creen que el curso de la vida, que llaman natural, promete pasar de aquel tiempo, se engañan; podrían asegurarse de mayor duración, si gozaran de un privilegio que los librase del número grande de accidentes a que todos fatalmente nos encontramos sujetos, y que pueden interrumpir el largo curso en que los optimistas creen. ¡Qué ilusión la de esperar morir de la falta de fuerzas, que a la vejez extrema acompaña, y la de creer que nuestros días acabarán sólo entonces! Esa es la muerte más rara de todas la menos acostumbrada, y la llamamos natural, como si tan natural no fuera morir de una caída, ahogarse en un naufragio, sucumbir en una epidemia o de una pleuresía, y como si nuestra constitución ordinaria no nos abocara todos los días a semejantes accidentes. No confiemos en   —278→   esas esperanzas; el que se realicen es cosa siempre rara; antes bien debe llamarse natural a lo que es general, común y universal.

Morir de viejo es una muerte singular y extraordinaria, mucho menos frecuente que las otras; es la última y extrema manera de morir, y cuanto más lejos estamos de la vejez, menos debemos esperar ese género de muerte. Pero es la ancianidad el límite más allá del cual no pasaremos, y el que la ley natural ha prescrito para no ser traspuesto; mas es un privilegio otorgado a pocos el que la vida dure hasta una edad avanzada, excepción que la naturaleza concede como un favor particular a uno solo en el espacio de dos o tres siglos, descargándole de las luchas y dificultades que interpuso en carrera tan dilatada. Así yo considero que la edad a que por ejemplo somos llegados, alcánzanla pocas personas. Puesto que ordinariamente los hombres no la viven, prueba es de que estamos ya muy avanzados en el camino; y puesto que traspusimos ya los límites acostumbrados, que son la medida verdadera de nuestra vida, no debemos esperar ir más allá, habiendo escapado a la muerte en mil ocasiones en que otros muchos tropezaron. Debemos, por tanto, reconocer que una fortuna tan extraordinaria como la nuestra, que nos coloca aparte de la común usanza, no ha de durarnos largo tiempo.

Es también un defecto de las leyes mismas el que consideren la duración de la vida como dilatada; las leyes no consienten que un hombre sea capaz de la administración de sus bienes hasta que no haya cumplido los veinticinco años, y apenas será dueño entonces del gobierno de su existencia. Augusto suprimió cinco de las antiguas leyes romanas para que la mayor edad fuera declarada, y acordó también que bastaban treinta para desempeñar un cargo en la judicatura. Servio Tulio eximió a los caballeros que habían pasado de los cuarenta y siete años de las fatigas de la guerra, y Augusto a los que contaban cuarenta y cinco. El enviar a los hombres al descanso antes de los cincuenta y cinco o sesenta años no me parece muy puesto en razón. Entiendo que nuestra ocupación o profesión debe prolongarse cuanto se pueda mientras podamos ser útiles al Estado; el defecto, a mi entender, reside en el lado opuesto, en no emplearnos en el trabajo antes del tiempo en que se nos emplea. Augusto fue juez universal del mundo cuando sólo contaba diecinueve años, y se exige que nosotros tengamos treinta para que demos razón del lugar en que hay una gotera.

Yo creo que nuestras almas se encuentran suficientemente desarrolladas a los veinte años; a esta edad son ya lo que deben ser en lo sucesivo y prometen cuantos frutos puedan dar en el transcurso de la vida; jamás espíritu que no hay mostrado entonces prenda evidente de su fuerza,   —279→   presentará después la prueba. Los méritos y virtudes naturales hacen ver en aquel término, o no lo hacen ver nunca, lo que tienen de esforzado y hermoso


Si l'espine non picque quand nai,
a pene que picque jamai434,



dicen en el Delfinado. Entre todas las acciones nobles de que tengo noticia, sea cual fuere su naturaleza, puedo asegurar que son en mayor número las que fueron realizadas, así en los siglos pasados como en el nuestro, antes, que después de los treinta años, y muchas veces en la vida misma de un hombre ocurre lo propio. ¿No puedo asegurarlo así de Aníbal y de Escipión, su grande adversario? La primera hermosa mitad de sus vidas ganaron la gloria que gozaron luego; fueron después grandes hombres, sin duda, comparados con otros, pero no con ellos mismos. En cuanto a mí, tengo por probado que desde que pasé de aquella edad mi espíritu y mi cuerpo se han debilitado más que fortalecido: he retrocedido más que avanzado. Es posible que en aquellos que emplean bien su tiempo, la ciencia y a experiencia crezcan a medida que su vida avanza; pero la vivacidad, la prontitud, la firmeza y otras varias cualidades más importantes y esenciales, son más nuestras, cuando jóvenes; luego se agostan y languidecen:


    Ubi iam validis quassatum est viribus aevi
corpus, et obtusis ceciderunt viribus artus,
claudicat ingenium, delirat linguaque, mensque.435



Ya es el cuerpo el que primero sucumbe a la vejez, ya el alma: he visto muchos hombres cuyo cerebro se debilitó antes que el estómago y las piernas, mal tan desconocido al que sufre como peligroso. Por todas estas consideraciones y razones encuentro desacertadas las leyes, no porque nos dejen permanecer hasta demasiado tarde en la labor, sino porque no nos ocupen antes. Paréceme que si se reflexionara en la fragilidad de nuestra vida y en los mil escollos ordinarios y naturales a que está expuesta no debiera repararse tanto en el año en que nacimos, ni dejamos tanto tiempo en la inactividad, ni emplearlo tan de sobra en nuestro aprendizaje.





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ArribaAbajoLibro II


ArribaAbajoCapítulo I

De la inconstancia de nuestras acciones


Los que se emplean en el examen de las humanas acciones, nunca se encuentran tan embarazados como cuando pretenden armonizar y presentar bajo el mismo tono los actos de los hombres, los cuales se contradicen comúnmente de tan extraña manera, que parece imposible el que pertenezcan a un mismo cosechero. El joven Mario mostrose unas veces hijo de Marte, e hijo de Venus otras. Del pontífice Bonifacio VIII dícese que entró en el ejercicio de su cargo como un zorro, que se condujo como un león y que murió como un perro. ¿Y quién hubiera jamás creído de Nerón, imagen verdadera de la crueldad, que al presentarlo para que la firmase una sentencia de muerte, respondiese: «¡Pluguiera a Dios que nunca hubiera aprendido a escribir!» Tal dolor lo ocasionaba la condenación de un hombre. Ejemplos semejantes son abundantísimos; cada cual puede hallarlos en sí mismo, y yo encuentro peregrino el ver que las personas de entendimiento se obstinen en armonizar actos tan contradictorios, en vista de que la irresolución me parece el vicio más común y visible de nuestra naturaleza, como lo acredita este famoso verso de Publio, el poeta cómico:


Malum consilium est, quod mutari non potest.436



Puede haber asomo de razón en juzgar a un hombre por los más comunes rasgos de su vida, pero en atención a la natural instabilidad de nuestras costumbres e ideas, entiendo que hasta los buenos autores hacen mal obstinándose en formar del hombre una contextura sólida y constante: eligen un principio general, y de acuerdo con él ordenan o interpretan las acciones, y si no logran acomodarlas a la idea preconcebida, toman el partido de disimular las que no entran en su patrón. Augusto escapa a sus apreciaciones, pues en tal hombre se reunieron una variedad de actos tan rápidos y continuos durante todo el curso de su vida, que no ha sido posible, ni siquiera a los historiadores más arriesgados, formular sobre él un juicio   —282→   estable. Creo que la cualidad dominante en los hombres es la inconstancia; la cualidad contraria rara vez se ve en ellos; quien los juzgare al por menor, menudamente se acercará más a la verdad. Es difícil encontrar en toda la antigüedad una docena de hombres que hayan dirigido su vida conforme a principios seguros, lo cual constituye el fin principal de la filosofía; comprendería en síntesis, dice un escritor antiguo, y no acomodaría a nuestra vida, es querer y no querer constantemente una misma cosa; yo me permitiría añadir, siempre y cuando que la voluntad fuese justa, pues si no lo es, es imposible que sea constantemente una. En efecto, yo sé de antiguo que el vicio no es más que desarreglo y falta de medida y, por consiguiente, es imposible suponerle constancia. Atribúyese a Demóstenes la siguiente máxima: «El fundamento de toda virtud, es la consultación y deliberación; su fin la perfección y constancia.» Si mediante la razón emprendiéramos determinado camino, tomaríamos el mejor, mas nadie abriga tal pensamiento


Quod petit, spernit; repetit quod nuper omisit;
aestuat, et vitae disconvenit ordine toto.437



Nuestra ordinaria manera de vivir consiste en ir tras las inclinaciones de nuestros instintos; a derecha e izquierda, arriba y abajo, conforme las ocasiones se nos presentan. No pensamos lo que queremos, sino en el instante en que lo queremos, y experimentamos los mismos cambios que el animal que toma el color del lugar en que se le coloca. Lo que en este momento nos proponemos, olvidámoslo en seguida; luego volvemos sobre nuestros pasos, y todo se reduce a movimiento e inconstancia;


Ducimur, ut nervis alienis mobile lignum.438



Nosotros no vamos, somos llevados, como las cosas que flotan, ya dulcemente, ya con violencia, según que el agua se encuentra iracunda o en calma:


Nonne videmus,
quid sibi quisque velit, nescire, et quaerere semper,
commutare locum, quasi onus deponere possit?439



cada día capricho nuevo; nuestras pasiones se mueven al compás de los cambios atmosféricos:


Tales sunt hominum mentes, quali pater ipse
Juppiter auctiferas lustravit lumine terras.440



  —283→  

Flotamos entre pareceres diversos; nada queremos libremente, absolutamente, constantemente. Si alguien se trazara y se estableciera determinadas leyes y régimen concreto de vida, veríamos que en su conducta brillaba una armonía cabal, y en sus costumbres un orden y una correlación infalibles, lo mismo que en todos los actos de su existencia. Empédocles advirtió la siguiente contradicción en los agrigentinos, quienes se entregaban a los placeres como, si hubieran de morir al otro día, y edificaban como si su vida hubiera de durar siempre. El plan de vida sería bien fácil de realizar, como puede verse por el ejemplo de Catón, el joven: quien ha tocado una tecla, las ha tocado todas; es una armonía de sonidos bien acordados que no puede desmentirse. No seguimos nosotros tan prudente ejemplo; formamos tantos juicios particulares como actos realizamos. Lo más seguro, en mi opinión, sería acomodarlos a las circunstancias próximas, sin entrar en investigación más detenida, y sin deducir otra consecuencia.

Durante los estragos de nuestro pobre Estado me contaron que una muchacha nacida cerca del lugar en que yo, me hallaba, se había precipitado de lo alto de una ventana para escapar a los ardores de un soldado, huésped suyo; la caída la dejó con vida, y para comenzar de nuevo su empresa quiso clavarse en la garganta un cuchillo, intento que al pronto pudo impedirse, pero luego se hirió fuertemente. Confesó la joven que el soldado no había empleado con ella más que juegos, solicitaciones y presentes, pero que sintió miedo de que lograra su propósito; al hablar así, sus palabras, su continente y hasta la sangre que brotaba de su cuerpo daban testimonio de su virtud, cual si fuera nueva Lucrecia. Pues bien, yo he sabido que antes y después de este suceso la muchacha había sido mujer alegre, y no tan difícil de abordar. Como dice el cuento: «Por hermoso y honrado que seas no deduzcas, al no conseguir tu propósito, que tu amada es casta e inviolable; no puede asegurarse que algún mulatero deje de encontrarla en su cuarto de hora.»

Habiendo Antígono cobrado afecto a uno de sus soldados por su esfuerzo y valentía, ordenó a sus médicos que le curasen de una larga enfermedad que le venía atormentando tiempo hacía; y advirtiendo después de la curación que cumplía flojamente con sus deberes, le preguntó quién le había cambiado y hecho cobarde: «Vos mismo, señor, respondió el soldado, al descargarme de los males que me hacían la vida indiferente.» Un soldado de Luculo fue desvalijado por sus enemigos y llevó a cabo contra ellos una lucida hazaña; cuando se hubo reintegrado de la pérdida, Luculo le tuvo en buena opinión, y quiso emplearle en una expedición arriesgada valiéndose de las mejores advertencias que se le ocurrieron para animarle.

  —284→  

Verbis, quae timido quoque possent addere mentem441:



«Servíos, le contestó, de algún miserable soldado saqueado»,


    Quantum vis, rusticus: Ibit,
ibit eo, quo vis, qui zonam perdidit, inquit442,



y rechazó resueltamente el ir donde se le mandaba. Cuando leemos que Mahoma ultrajó y trató con dureza excesiva a Chasán, jefe de los genizaros, porque a pesar de ver sus tropas malparadas por las de los húngaros se conducía cobardemente en el combate, y que Chasán por toda respuesta se lanzó solo, furiosamente, en el estado en que se encontraba, con las armas en la mano, en el primer cuerpo enemigo que se presentó ante sus ojos, la acción no es en el fondo justificación, sino enajenamiento; no es proeza natural, sino nuevo despecho. Aquel a quien ayer visteis tan dado a las aventuras no extrañáis verle poltrón mañana; merced a la cólera, a la necesidad, a la compañía, al vino, o al sonido de una trompeta había hecho de tripas corazón; su arrojo no tuvo por origen el sereno raciocinio, las circunstancias le impelieron, y no es maravilla que sea otro hombre movido por acontecimientos contrarios. Esta variación y contradicción tan versátiles que se ven en nosotros, han sido causa de que algunos piensen que tenemos dos almas, y otros que estamos dotados de dos fuerzas distintas, las cuales nos acompañan y agitan de modo diverso, hacia el bien la una y la otra hacia el mal, porque no concibieron que tan brusca diversidad de actos emanaran de un solo espíritu.

No sólo me afectan los accidentes exteriores, sino que además yo mismo experimento alteración y mudanza por la instabilidad de imposición; y quien detenidamente se examine encontrará que el mismo estado de espíritu rara vez se repite de nuevo. Yo imprimo a mi alma a un aspecto, ya otro, según el lado a que la inclino. Si de mí mismo hablo unas veces de diverso modo que otras, es porque me considero también diversamente. Todas las ideas más contradictorias se encuentran en mi alma, en algún modo, conforme a las circunstancias y a las cosas que la impresionan: vergonzoso, insolente; casto, lujurioso; hablador, taciturno; laborioso, negligente; ingenioso, torpe; malhumorado, de buen talante; mentiroso, veraz; sario, ignorante; liberal, avaro y pródigo; todas estas cualidades las veo en mí sucesivamente, según la dirección a que me inclino. Quien se estudie atentamente encontrará en sí mismo y hasta en su juicio igual volubilidad y discordancia. Yo no puedo formular ninguno sobre mí mismo que sea concluyente,   —285→   sencillo y sólido, sin confusión y sin mezcla, tampoco resumirlo en una palabra: Distingo es el término más universal de mi lógica.

Aun cuando yo me incline siempre a elogiar las buenas obras y a interpretar más bien en buena parte las acciones que muestran ser dignas de alabanza, sucede que la singularidad de nuestra condición hace que por el vicio mismo muchas veces seamos impulsados a practicar el bien (si el bien obrar no se juzgase por la sola intención que lo guía), según lo cual un hecho valeroso no presupone un hombre valiente: el que lo fuera en realidad seríalo siempre, en todas ocasiones. Si se tratara realmente de una virtud acostumbrada y no de un rasgo imprevisto, la acción valerosa haría al hombre igualmente resuelto para afrontar todos los accidentes que le sobrevinieran, lo mismo encontrándose solo que acompañado; así en campo cerrado como en una batalla, pues dígase lo que se quiera no hay distinto valor en la calle que en campo raso; tan valientemente soportaría una enfermedad en su cama, como una herida en un campamento, no temería la muerte en su lecho como no la tiene miedo al encontrarse en un asalto; no veríamos al mismo hombre conducirse unas veces con bravura y atormentarse luego por la pérdida de un hijo o por la de un proceso; cuándo cobarde hasta la infamia, cuándo firme en la miseria; y otros a quienes asusta la navaja de afeitar del barbero, que permanecen firmes contra la espada de sus adversarios. La acción es digna de alabanza en todos esos casos, no el hombre que la realiza. Algunos griegos, dice Cicerón, no podían soportar la vista del enemigo, y en cambio resistían tranquilos las enfermedades. Los cimbrios y los celtíberos experimentaban lo contrario: Nihil enim potest esse aequabile, quod non a certa ratione proficiscatur443.

No hay valor que pueda compararse, en el orden militar, con el de Alejandro Magno, pero el esfuerzo de su ánimo, aunque de una sola especie, y en esta misma incomparable, como todo, tiene todavía sus puntos débiles, los cuales hacen que le veamos descomponerse ante las más leves sospechas de las maquinaciones que los suyos tramaban contra su vida, y conducirse en ellas con vehemente injusticia y con un temor que oscurecía las luces de su razón. La superstición, que también le dominaba, es en algún modo prueba de pusilanimidad; y el exceso de penitencia que hizo con motivo de la muerte de Clito testifica igualmente la desigualdad de su ánimo. Nuestra conducta se compone de partes heterogéneas y desligadas, con las cuales pretendemos alcanzar un honor ilegítimo. La virtud no consiente ser practicada   —286→   sino por ella misma, y si muchas veces se aparenta su aspecto para ejecutar un acto que se aparte de ella, muy luego nos arranca la máscara del semblante; es la virtud a manera de vivísimo e intenso colorido que no se separa del alma sino haciéndola añicos. He aquí por qué para juzgar a un hombre es preciso seguir sus pasos desde los comienzos, e inquirirse de los pormenores más nimios; si la constancia no se descubre en sus acciones, cui vivendi via considerata atque provisa est444; si la variedad de acontecimientos modifica la dirección de sus pasos (no digo la rapidez, porque el paso puede apresurarse o acortarse), dejadle correr, ése sigue la dirección adonde el viento le lleva, como reza la divisa de nuestro Talebot.

No es maravilla, dice un escritor antiguo, que el acaso pueda tanto sobre nosotros, pues que por acaso vivimos. Quien no ha enderezado su vida hacia un determinado fin es imposible que pueda ser dueño de sus acciones particulares; es imposible que ponga en orden las piezas de que se compone un conjunto, quien no tiene de antemano en el espíritu la idea de ese mismo conjunto. ¿Para qué serviría la provisión de colores a quien no supiera lo que tenía que pintar? Ninguno hace de su vida designio determinado, ni delibera sino por parcelas. El arquero debe primeramente saber el punto donde dirige el dardo; luego acomodar la mano, el arco, la cuerda y los movimientos: nuestros consejos nos extravían porque carecen de dirección y de fin; ningún viento sopla para el que no se dirige a un puerto determinado. No soy del parecer de los jueces que encontraron que Sófocles era apto para el manejo de las cosas domésticas contra la acusación de su hijo, por haber presenciado la representación de una de sus tragedias; ni apruebo tampoco lo que los parios conjeturaron cuando fueron enviados para reformar a los milesios: al visitar aquéllos la isla se fijaron en las tierras que estaban mejor cultivadas y en las casas de labor mejor gobernadas; registraron el nombre de los dueños de unas y otras, reunieron luego a los habitantes de la ciudad y confirieron a aquéllos los cargos de gobernadores y magistrados, juzgando, que como eran cuidadosos en sus negocios privados seríanlo también en los negocios públicos. No somos más que seres fragmentarios de una contextura tan informe y diversa, que cada pieza de las que nos forman, y cada momento de nuestra vida, hacen un juego distinto, y se encuentra diferencia tan grande entre nosotros y nosotros mismos, como la que existe entre nosotros y los demás hombres: Magnam rem puta, unum hominem agere445.

  —287→  

Puesto que la ambición puede enseñar a los mortales la práctica del valor, la de la templanza, la de la liberalidad y hasta la de la justicia; puesto que la codicia puede llevar bríos al pecho de un marmitón educado en la sombra y en la ociosidad, y hacer que se lance muy lejos del hogar doméstico a la merced de las ondas y de Neptuno irritado, en un frágil barco; puesto que también enseña la discreción y la prudencia, y Venus provee de resolución y arrojo a la juventud que permanece todavía bajo la disciplina y la vara, al par que subleva el tierno corazón de las doncellas, aún en el regazo de sus madres:


Hac duce, custodes furtim transgressa jacentes,
    ad juvenen tenebris sola puella venit446:



no es de ningún modo cuerdo ni sensato el juzgarnos solamente por nuestras acciones exteriores, es preciso introducir la sonda hasta lo más recóndito de nuestra alma y ver cuáles son los resortes que la ponen en movimiento. Empresa ardua, elevada y sujeta a mil conjeturas, en la que yo quisiera ver ocultos a muy pocos, por las muchas dificultades que encierra.




ArribaAbajoCapítulo II

De la embriaguez


El mundo no es más que variedad y desemejanza; los vicios son todos parecidos, en cuanto todos son vicios, y de esta suerte es en ocasiones el parecer de los estoicos; pero aunque todos lo sean igualmente, no por ello son vicios iguales, y aquel que ha franqueado el límite cien pasos más allá,


Quos ultra, citraque nequit consistere rectum447,



es sin duda de peor condición que el que no traspuso más que diez; no es creíble, por ejemplo, que el sacrilegio no sea peor que el robo de una col de nuestra huerta.


Nec vincet ratio hoc, tantumdem ut peccet, idemque,
qui teneros caules alieni fregerit horti,
et qui nocturnus divum sacra legerit...448



Hay en materia de vicios tanta diversidad como en cualquiera otra acción humana. La confusión en la categoría y medida de los pecados es peligrosa: los asesinos, los traidores   —288→   y los tiranos tienen interés sobrado en que esa con fusión exista, pero no hay motivo para que su conciencia encuentre alivio porque otros sean ociosos, lascivos o poco asiduos en la devoción. Cada cual considera de mayor gravedad el delito de su compañero y trata de aligerar el suyo. Los educadores mismos suelen clasificar mal los pecados, a mi entender. Así como Sócrates decía que el principal oficio de la filosofía era distinguir los bienes de los males, así nosotros, en quienes hasta lo mejor es siempre vicioso, debemos decir lo mismo de la ciencia de distinguir las culpas, sin la cual los virtuosos y los malos permanecen mezclados, sin que se distingan los unos de los otros.

La embriaguez, entre todos los demás, me parece un vicio grosero y brutal. El espíritu toma una participación mayor en otros; los hay, por ejemplo, que tienen no sé qué de generosos, si es lícito hablar así; algunos existen, a que la ciencia contribuye, la diligencia, la valentía, la prudencia, la habilidad y la fineza. En la embriaguez, todo es corporal y terrenal. De suerte que, la nación menos civilizada de las que existen en el día, es solamente el lugar donde tiene crédito. Los otros desórdenes alteran el entendimiento; éste lo derriba y además embota el cuerpo:


Quum vini vis penetravit...
Consequitur gravitas membrorum, praepediuntur
crura vacillanti, tardescit lingua, madet mens,
nant oculi; clamor, singultus, jurgia, gliscunt.449



El estado más deplorable del hombre, es aquel en que pierde el conocimiento, imposibilitándose de gobernarse a sí mismo; y dícese, entre otras cosas, a propósito de él, que como el mosto cuando hierve en una cuba eleva a la superficie todo lo que hay en el fondo de la misma, así el vino hace desbordar los secretos más íntimos a los que han bebido demasiado.


       Tu sapientium
    curas, et arcanum jocoso
consilium retegis Lyaeo.450



Josefo refiere que hizo cantar claro a cierto embajador que sus enemigos le habían enviado, haciéndole beber copiosamente. Sin embargo, Augusto, que confió a Lucio Piso, el conquistador de Tracia, los negocios más delicados que tuvo, no encontró motivos de arrepentirse en su elección; ni Tiberio de Cosso, en quien abandonó sus secretos más recónditos, aunque sepamos que ambos eran   —289→   tan aficionados al vino, que más de una vez hubo que sacarlos del senado porque estaban borrachos,


Hesterno inflatum venas, de more, Lyae451,



con igual confianza que a Casio, bebedor de agua encomendose a Címber el designio de matará Julio César, aunque Címber se emborrachaba con frecuencia; a esta comisión repuso ingeniosamente el amigo de Baco: «Yo, que no puedo vencer al vino, menos podré acabar con el tirano.» Los alemanes, aun cuando estén ebrios a más no poder, van derechos a su cuartel, y recuerdan la consigna y su lugar en las filas:


       Nec facilis victoria de madidis, et
blaesis, atque mero titubantibus.452



Nunca hubiera imaginado siquiera que pudiese existir borrachera tan tremenda y ahogadora, si no hubiese leído en las historias que Atalo convidó a cenar con intención de cometer con él una grave infamia a Pausanias, que más tarde mató a Filipo (por tratar de inferirle la mala partida de que aquí se habla), rey de Macedonia, soberano que por sus bellas prendas dio testimonio de la educación que recibiera en la casa y compañía de Epaminondas. Atalo dio de beber tanto a su huésped que pudo convertir su cuerpo, insensiblemente, en el de una prostituta cuartelera para los mulateros y muchos abyectos servidores de su casa. Otro hecho me refirió una dama a quien honro y tengo en grande estima: cerca de Burdeos, hacia Castres, donde se encuentra la casa de mi amiga, una aldeana, viuda y de costumbres honestas, advirtió los primeros síntomas del embarazo y dijo a sus vecinas que a tener marido creería encontrarse preñada; como aumentaran de día en día las pruebas de tal sospecha y por último la cosa fuese de toda evidencia, la mujer hizo que se anunciara en la plática que se pronunciaba en su iglesia, que a quien fuera el padre de la criatura y lo confesara, le perdonaría y consentiría en casarse con él si lo encontraba de su agrado y el hombre quería. Entonces uno de sus criados, muchacho joven, animado con el anuncio, declaró haberla encontrado un día de fiesta profundamente ebria durmiendo junto al hogar y con las ropas tan arremangadas, que había podido usar de ella sin despertarla. Este matrimonio vive hoy todavía.

La antigüedad no censura gran cosa la embriaguez. Los escritos mismos de algunos filósofos hablan de ella casi contemporizando; y hasta entre los estoicos, hay quien   —290→   aconseja el beber alguna vez que otra a su sabor y emborracharse para alegrar el espíritu.


Hoc quoque virtutum quondam certamine magnum
    Socratem palmam promeruisse ferunt.453