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Al severo Catón, corrector y censor de los demás, se le reprochó su cualidad de buen bebedor:


    Narratur et prisci Catonis
saepe mero caluisse virtus.454



Ciro, rey tan renombrado, alega entre otras cosas de que se alaba para probar su superioridad sobre su hermano Artajerjes, que sabía beber mucho mejor que él. Entre las naciones mejor gobernadas estaba muy en uso el beber a competencia hasta la embriaguez. Yo he oído decir a Silvio, excelente médico de París, que para hacer que las fuerzas de nuestro estómago no se dejen ganar por la pereza, es conveniente, siquiera una vez al mes, despertarlas por este exceso de bebida, y excitarlas para evitar que se adormezcan. Hase dicho también que los persas discutían sus negocios más importantes después de beber.

Mi gusto y complexión naturales, son más enemigos de este exceso que mi razón, pues a parte de que yo acomodo fácilmente mis opiniones a la autoridad de los antiguos, si bien encuentro que la embriaguez es un vicio cobarde y estúpido, lo creo menos perverso y dañoso que los demás, los cuales van casi todos en derechura contra la sociedad pública. Y si como dicen los estoicos, no podemos procurarnos placer alguno sin que nos cueste algún sacrificio, creo que el vicio de que hablo es menos gravoso que los otros para nuestra conciencia; tampoco es difícil proveerse de la primera materia, circunstancia no indigna de tenerse en cuenta. Un hombre digno, de edad avanzada, me decía que de los tres placeres que en la vida le quedaban, era éste uno; y efectivamente, ¿dónde encontraremos gustos que aventajen a los naturales? Pero esa persona se colocaba en mala disposición: es preciso huir la delicadeza y el cuidado exquisito en la elección del vino, porque si el origen del placer reside en beberlo excelente, os veréis obligados a soportar el dolor de beberlo malo alguna vez. Es preciso tener el gusto más libre amplio; un buen bebedor debe estar dotado de un paladar bien resistente. Los alemanes beben casi con igual placer todos los vinos; su fin es tragarlos más bien que paladearlos. De ese modo les va mucho mejor: así el placer que experimentan es más grande y encuentran más a la mano el procurárselo. Beber a la   —291→   francesa, en las dos comidas y de una manera moderada por cuidado de la salud, es restringir demasiado los favores del dios Baco; es preciso ocupar más tiempo y desplegar mayor constancia en el beber. Los antiguos pasaban bebiendo noches enteras y a veces empalmaban las noches con los días; así que nos cumple ampliar más este placer. He conocido un gran señor, persona a quien adornaban elevadas prendas y que había salido victorioso en grandes empresas, que sin esfuerzo alguno en sus comidas escanciaba diez botellas de vino; luego despachaba sus negocios con todo acierto, mostrándose quizás más avisado que en situación normal. El placer que debemos reservarnos en el transcurso de nuestra vida exige que concedamos mayor tiempo a la bebida, hasta el punto de que, como los muchachos de las tiendas y las gentes que ejercen un trabajo manual, no rechacemos ninguna ocasión de empinar el codo y tengamos constantemente vivo en la imaginación el deseo de hacerlo. Diríase que a diario acortamos los placeres del paladar y que en nuestras casas el número de comidas no es tan grande como en tiempos pasados; yo he visto los desayunos, almuerzos, cenas, meriendas, piscolabis. ¿Será la causa que en alguno de nuestros defectos hayamos tomado el camino de la enmienda? No, en verdad; lo que acaso en mi sentir ocurre es que nos hemos lanzado en la concupiscencia mucho más que nuestros padres. Este vicio y el de la bebida son dos cosas que se repelen: aquélla ha debilitado nuestro estómago, y la flojedad nos ha hecha más delicados y adamados para la práctica del amor.

Merecerían consignarse, por lo singulares, las cosas que oí referir a mi padre a propósito de la castidad de su siglo; y en verdad que sentaban bien en sus labios tales palabras, pues era hombre de galantería extrema con las damas por inclinación y reflexión. Hablaba poco, per bien, y entreveraba su lenguaje con ornamentos sacados de libros modernos, principalmente españoles; entro éstos era muy aficionado al Marco Aurelio455, del obispo de Mondoñedo, don Antonio de Guevara. Era su porte de una gravedad risueña, muy modesto y humilde; ponía singular cuidado en la decencia y decoro de su persona y vestidos, ya fuera a pie o a caballo; la lealtad de sus palabras era extraordinaria, y su conciencia y religiosidad le inclinaban en general más a la superstición que a razonar; era de pequeña estatura, lleno de vigor, derecho y bien proporcionado; su rostro era agradable, más bien moreno, y su destreza no reconocía competencia en ninguna suerte de ejercicios de habilidad o fuerza. He visto algunos bastones rellenos de plomo, de los cuales se   —292→   servía para endurecer sus brazos; lanzaba diestramente la barra, arrojaba piedras con maestría y tiraba al florete; a veces gastaba zapatos con las suelas cubiertas de plomo para alcanzar mayor agilidad en la carrera y en el salto. En todas estas cosas ha dejado memoria de pequeños portentos; yo le he visto, cuando contaba ya sesenta años, burlarse de nuestros juegos, lanzarse sobre un caballo estando vestido con un traje forrado de pieles, girar alrededor de una mesa apoyándose sobre el dedo pulgar y subir a su cuarto saltando las escaleras de cuatro en cuatro. Volviendo a las damas, contábame mi padre que en toda una provincia apenas se encontraba una sola señora de distinción cuya reputación no fuera dudosa; relataba también casos de singulares privaciones, principalmente suyas, hallándose en compañía de mujeres honradas, limpias de toda mancha, y juraba santamente haber llegado al estado de matrimonio completamente puro, después de haber tomado parte durante largo tiempo en las guerras de tras los montes, de las cuales nos dejó un papel diario escrito por su mano, en que relata todas las vicisitudes que le acontecieron y las aventuras de que fue testigo. Contrajo matrimonio siendo ya algo entrado en años, en el de 1528 que era el treinta y tres de su nacimiento, a su regreso de Italia. Pero volvamos a nuestras botellas.

Las molestias de la vejez, que tienen necesidad de algún alivio, acaso pudieran engendrar en mi el placer de la bebida, pues es como si dijéramos el último que el curso de los años nos arrebata. Los buenos bebedores dicen que el calor natural, en la infancia, reside principalmente en los pies; de los pies se traslada a la región media del cuerpo, donde permanece largo tiempo, y produce, según mi dictamen, los únicos placeres verdaderos de la vida corporal; los otros goces duermen, comparados con el vigor de éste; hacia el fin de la existencia, como un vapor que va subiendo y exhalándose, llega a la garganta, en la cual hace su última morada. Por lo mismo no se me alcanza cómo algunos llevan el abuso de la bebida hasta hacer uso de ella cuando no tienen sed ninguna, forjándose imaginariamente un apetito artificial contra naturaleza; mi estómago se encuentra imposibilitado de ir tan lejos; gracias si puede admitir lo que por necesidad ha menester contener. Yo apenas bebo sino después de comer, y el último trago es siempre mayor que los precedentes. Porque al llegar la vejez solemos tener el paladar alterado por el reuma o por cualquiera otra viciosa constitución, el vino nos es más grato a medida que los poros del paladar se abren y se lavan, al menos yo a los primeros sorbos no le encuentro bien el gusto. Admirábase Anacarsis de que los griegos bebieran al fin de sus comidas en vasos mayores que al comienzo; yo creo que la razón de ello es la misma   —293→   que la que preside a la costumbre de los alemanes, quienes dan principio entonces al combate bebiendo con intemperancia.

Prohíbe Platón el vino a los adolescentes antes de los dieciocho años, y emborracharse antes de los cuarenta, mas a los que pasaron esta edad los absuelve y consiente el que en sus festines Dionisio predomine ampliamente, pues es el dios que devuelve la alegría a los hombres y la juventud a los ancianos; el que dulcifica y modera las pasiones del alma, de la propia suerte que el hierro se ablanda por medio del fuego. El mismo filósofo en sus Leyes encuentra útiles las reuniones en que se bebe, siempre que en ellas haya un jefe para gobernarlas y poner orden, puesto que, a su juicio, dice, la borrachera es una buena y segura prueba de la naturaleza de cada uno, al propio tiempo que comunica a las personas de cierta edad el ánimo suficiente para regocijarse con la música y con la danza, cosas gratas de que la vejez no se atreve a disfrutar estando en completa lucidez. Dice además Platón que el vino comunica al alma la templanza y la salud al cuerpo, pero encuentra, sin embargo, en su uso las siguientes restricciones, tomadas en parte a los cartagineses: que se beba la menor cantidad posible cuando se tome parte en alguna expedición guerrera, y que los magistrados y jueces se abstengan de él cuando se encuentren en el ejercicio de sus funciones, o se hallen ocupados en el despacho de los negocios públicos; añade además que no se emplee el día en beber, pues el tiempo debe llenarse con ocupaciones de cada uno, ni tampoco la noche que se destine a engendrar los hijos.

Cuéntase que el filósofo Stilpón agravé su vejez hasta el fin de sus días y a sabiendas por el uso del vino puro. Análoga causa, aunque no voluntaria, debilitó las fuerzas ya abatidas por la edad del filósofo Arcesilao.

Es una antigua y extraña cuestión la de saber «si el espíritu del filósofo puede ser dominado por la fuerza del vino»:


Si munitae adhibet vim sapientae.456



¡A cuántas miserias nos empuja la buena opinión que nos formamos de nosotros! El alma más ordenada del mundo, la más perfecta, tiene demasiada labor con esforzarse en contenerse, con guardarse de caer en tierra impelida por su propia debilidad. Entre mil no hay ninguna que se mantenga derecha y sosegada ni un sólo instante de la vida; y hasta pudiera ponerse en tela de juicio si dada la natural condición del alma pudiera tal situación ser viable; mas pretender juntar la constancia, que es la perfección más acabada, es casi absurdo. Considerad, si no, los numerosos   —294→   accidentes que pueden alterarla. En vano Lucrecio, poeta eximio, filosofa y se eleva sobre las humanas miserias, pues que un filtro amoroso le convierte en loco insensato. Los efectos de una apoplejía alcanzan lo mismo a Sócrates que a cualquier mozo de cordel. Algunos olvidaron hasta su propio nombre a causa de una enfermedad terrible; una leve herida bastó a dar al traste con la razón de otros. Aunque admitamos en el hombre la mayor suma de prudencia, no por ello dejará de ser hombre, es decir, el más caduco, el más miserable y el más insignificante de los seres. No es capaz la cordura da mejorar nuestras condiciones naturales:


Sudores itaque, et pallorem exsistere toto
corpore, et infringi linguam, vocemque aboriri,
caiigare oculos, sonere aures, succidere artus,
denique concidere, ex animi terrore, videmus457:



preciso es que cierre los ojos ante el golpe que le amenaza, que se detenga y tiemble ante el borde del precipicio como un niño; la naturaleza se reservó esos ligeros testimonios de su poderío, tan inexpugnables a nuestra razón como a la virtud estoica para enseñarle su caducidad y debilidad: de miedo palidece, enrojece de vergüenza y gime por un cólico violento, si no con ayes desesperados y lastimeros, al menos con voz ronca y quebrada:


Humani a se nihil alienum putet.458



Los poetas que imaginan cuanto les place, ni siquiera osaron pintarnos a sus héroes sin verter lágrimas:


Sic fatur lacrymans, classique immittit habenas.459



Confórmese, pues, el hombre con sujetar y moderar sus inclinaciones, pues hacerlas desaparecer no reside en su débil poderío. Plutarco, tan perfecto y excelente juez de las acciones humanas, al considerar que Bruto y Torcuato dieron muerte a sus hijos, dudó de si la virtud podía llegar a tales hechos, y si esos personajes no habían sido movidos por alguna otra pasión.

Todas las acciones que sobrepasan los límites ordinarios están sujetas a interpretación falsa, por la sencilla razón de que nuestra condición no alcanza lo que está por cima de ella ni lo que está por bajo.

Dejando a un lado la secta estoica que hace tan extrema   —295→   profesión de fiereza, hablemos de la otra que se considera como más débil y oigamos las fanfarronadas de Metrodoro: Occupavi te, Fortuna, atque cepi; omnesque aditus tuos interclusi, ut ad me adspirare non posses460. Cuando, Anaxarco, por orden de Nicocreon, tirano de Chipre, fue metido en una pila profunda y deshechó a martillazos, decía sin cesar: «Sacudidme y esgarradme; no es Anaxarco el que machacáis; machacáis solamente su envoltura.» Cuando oímos a los mártires, rodeados por las llamas, gritar al tirano: «Esta parte ya está bastante asada; córtala, cómela, ya está cocida; asa el otro lado»; cuando vemos en Josefo la heroicidad de un muchacho que fue desgarrado con tenazas y agujereado con leznas por Antíoco, que en medio de la tortura le desafiaba con voz firme y segura, exclamando: «Pierdes tu tiempo, tirano, heme aquí lleno de placer»; «¿dónde está el dolor? ¿dónde los tormentos con que me amenazabas? ¿no se te alcanzan otros medios? Mi bravura te causa mayor dolor del que yo siento, por tu crueldad. ¡Cobarde, imbécil! Mientras tú te rindes, yo recobro vigor nuevo; ¡haz que me queje, haz que sufra, haz que me rinda si puedes! Comunica tus satélites y a tus verdugos el valor necesario; helos ahí ya, tan faltos de ánimo, que ya no pueden más; ármalos de nuevo, haz de nuevo que se encarnicen.» Menester es confesar que en tales almas hay algún desorden o algún furor, por santo que sea. Al oír estas exclamaciones estoicas «Prefiero ser furioso que voluptuoso»461, imagen462, como decía Antistenes, cuando Sextio nos asegura que prefiere ser encadenado por el dolor antes que serlo por el placer; cuando Epicuro intenta regocijarse con el mal de gota, y voluntariamente abandona el reposo y la salud desafiando las dolencias, rechaza los dolores menos rudos y desdeña combatir la enfermedad con la cual adquiere sufrimientos duraderos, intensos, dignos de él;


Spumantemque dari pecora inter inertia votis
optat aprum, aut fulvum descendere monte leonem.463



¿Quién no juzga que tales arranques son los respiraderos de un valor desequilibrado? Nuestra alma, en su estado normal, no podría volar a tales alturas; para alcanzarlas precisa que se eleve, y que cogiendo el freno con los dientes, conduzca al hombre a una distancia tan lejana, que él mismo se pasme luego de la acción que llevó a cabo. En   —296→   los combates, el calor de la refriega empuja a los soldados a realizar actos tan temerarios, que luego que la calma renace, ellos son los primeros en sobrecogerse de admiración por las heroicas hazañas que llevaron a cabo. Lo propio acontece a los poetas cuando la inspiración es ya pasada; ellos mismos admiran sus propias obras y no reconocen las huellas que les condujeron a tan florido camino; es lo que se llama en el artista ardor o fuego sagrado. Inútilmente, dice Platón, llama a las puertas de la poesía el hombre cuyo espíritu es tranquilo. Aristóteles asegura que ninguna alma privilegiada está completamente exenta de locura, y tiene razón en llamar así todo arrebato, por laudable que sea, que sobrepasa nuestra propia razón y raciocinio, puesto que la cordura consiste en el acertado gobierno de las acciones de nuestra alma para conducirla con adecuada medida y justa proporción. Platón sustenta así su principio: «Siendo la facultad de profetizar superior a nuestras luces, preciso es que nos encontremos transportados cuando la practicamos: indispensable es que nuestra prudencia sea alterada por el sueño, por alguna enfermedad o arrebatada de su asiento por algún arrobamiento celeste.»




ArribaAbajoCapítulo III

Costumbre de la isla de Cea


Si filosofar es dudar, como generalmente se sienta, con mayor razón será dudar el bobear y fantasear, como yo hago; pues de los aprendices es propio el inquirir y cuestionar, y sólo a los maestros incumbe resolver. El mío es la autoridad de la voluntad divina, que sin contradicción nos preceptúa y gobierna, y que está por cima de estas cuestiones humanas y vanas.

Habiendo Filipo de Macedonia entrado en el Peloponeso a mano armada, advirtieron a Damindas que los lacedemonios sufrirían muchos males de no congraciarse con el invasor; Damindas calificó de cobardes a los que tal dijeron, y añadió que el que no teme la muerte tampoco se apoca ante ningún otro sufrimiento. Preguntado Agis de qué modo el hombre puede vivir libre, respondió: menospreciando la muerte. Estas proposiciones y mil semejantes, que se encuentran en situaciones análogas, sobrepasan en algún modo el esperar tranquilamente el fin de la vida cuando la hora nos llega, pues hay en la existencia humana muchos accidentes más difíciles de soportar que la muerte misma, de lo cual puede dar testimonio aquel muchacho de Lacedemonia, de quien Antioco se apoderó y que fue vendido como esclavo, el cual, obligado por su amo a ejercer un trabajo abyecto, repuso: Tú verás el siervo que has comprado;   —297→   sería para mí deshonrosa la servidumbre, teniendo la libertad en mi mano; y diciendo esto se precipitó de lo alto de la casa en que lo guardaba. Amenazando duramente Antipáter a los lacedemonios para obligarlos a cumplir una orden, respondieron: Si pretendes castigarnos con algo peor que la muerte, moriremos de buen grado; el mismo pueblo repuso a Filipo, que le notificó su propósito de poner coto a todas sus empresas: ¿Acaso está en tu mano impedirnos el morir? Por eso se dice que el varón fuerte vive tanto como debe y no tanto como puede, y que el más preciado don que de la naturaleza hemos recibido, el que nos despoja de todo derecho de quejarnos de nuestra condición, es el dejar a nuestro albedrío tomar las de villadiego; la naturaleza estableció una sola entrada para la vida, pero en cambio nos procuró cien mil salidas. Puede faltarnos un palmo de tierra para vivir, pero no para morir, como respondió Boyocalo a los romanos. ¿Por qué te quejas de este mundo? Libre eres, ninguna sujeción te liga a él; si vives rodeado de penas, culpa de ello a tu cobardía. Para morir no precisa sino una poca voluntad


Ubique morts est; optime hoc cavit deus.
Eripere vitam nemo non homini potest;
at nemo mortem: mille ad hanc aditus patent.464



La muerte no es el remedio de una sola enfermedad, es la receta contra todos los males; es un segurísimo puerto que no, debe ser temido, sino más bien buscado. Lo mismo da que el hombre busque el fin de su existencia o que lo sufra; que ataje su último día o que lo espere; de donde quiera que venga es siempre el último; sea cual fuere el lugar en que el hilo se rompa, nada queda después, es el extremo del cohete. Cuánto más voluntaria, más hermosa es la muerte. La vida depende de la voluntad ajena, la muerte sólo de la nuestra. En ninguna ocasión debemos acomodarnos tanto a nuestros humores como en ésta. La reputación y el nombre son cosas enteramente ajenas a una tal empresa; es locura poner ningún miramiento. La vida es una servidumbre sin libertad de morir nos falta. Todas las enfermedades se combaten poniendo en peligro nuestra existencia; se nos corta y cauteriza; se nos quiebran nuestros miembros, se extrae de nuestro cuerpo el alimento y la sangre; un paso más, y hétenos curados para siempre. ¿Por qué nos es más difícil cortarnos las venas de la garganta que la del brazo? Los grandes males exigen grandes remedios. Padeciendo de gota en las piernas, Servio el gramático no encontró mejor remedio a su dolencia que aplicarlas veneno para paralizarlas; no le importó que fueran   —298→   podágricas con tal de trocarlas en insensibles. Dios deja en nuestras manos albedrío suficiente cuando venimos a dar en un estado en que la muerte es preferible a la vida. Los estoicos dicen que el hombre cuerdo obra conforme a naturaleza abandonando la vida, aun siendo dichoso, siempre que la deje oportunamente; y que sólo es propio de la locura el aferrarse a la existencia cuando ésta es insoportable. De la propia suerte que yo no voy contra las leyes que castigan a los ladrones cuando me sirvo de lo que me pertenece o corto mi bolsa; ni contra las penas que afligen los incendiarios cuando prendo fuego a mis leños, tampoco deben alcanzarme las leyes que castigan a los asesinos por haberme quitado la vida. Decía Hegesias que, como a condición de nuestra vida la muerte debe también depender de nuestra elección; y Diógenes, saludado por el filósofo Speusipo, que se encontraba afligido por una hidropesía tan cruel, que tenía que hacerse conducir en una litera, contestole: «A ti no te deseo salud ninguna, pues que te resignas a vivir en ese estado.» Y efectivamente, algún tiempo después Speusipo se dio la muerte cansado de soportar una situación tan penosa.

Pero la conveniencia de tal proceder no puede afirmarse de una manera absoluta, y muchos sostienen que no somos dueños de abandonar la tierra sin voluntad expresa del que nos puso en ella; que solo el Dios que nos envió al mundo, no por nuestro bien únicamente, sino para su gloria y servicio de nuestros semejantes, es dueño soberano de quitarnos la vida cuando bien le plazca; que no vimos la luz para vivir existencia egoísta, sino para consagrarnos al servicio del pueblo en que nacimos. Las leyes nos piden cuenta de nuestros actos por el interés de la república, y castigan el homicidio; como desertores de nuestra carga se nos castiga también en el otro mundo:


Proxima deinde tenent maesti loca, qui sibi letum
insontes pepepere manu, lucemque perosi
projecere animas465:



mayor vigor supone usar la cadena, con que estamos amarrados a la tierra, que hacerla pedazos; Régulo dio muestras de mayor firmeza que Catón; la indiscreción y la impaciencia apresuran nuestros pasos, mas a la virtud, cuando es eficaz, ningún azar la obliga a volver la espalda; muy al contrario, mejor busca los dolores y los males como un alimento más natural. Las amenazas de los tiranos y los suplicios de los verdugos la animan y vivifican


Duris ut ilex tonsa bipennibus
nigrae feraci frondis in Algido,
—299→
per damna, per caedes, ab ipso
    ducit opes, animumque ferro.466



Y como dijeron Séneca, primero, y Marcial, después:


       Non est, ut putas, virtus, pater,
       timere vitam; sed malis ingentibus
       obstare, nec se vertere, ac retro dare.467


Rebus in adversis facile est contemnere mortem,
    fortius ille facit, qui miser esse potest.468



Propio es de la cobardía, mas no de la fortaleza, cobijarse bajo la pesada losa del sepulcro para evitar el infortunio; la virtud no abandona su camino por fuerte que la tempestad se cierna en el horizonte.


Si fractus illabatur orbis,
    impavidum ferient ruinae.469



Comúnmente la huida de los males nos aboca a otros mayores; a veces huyendo de la muerte corremos derechos hacia ella:


Hic, rogo, non furor est, ne moriare, mori?470



como aquellos que escapando del precipicio se lanzan en él:


       Multos in summa pericula misit
venturi timor ipse mali: fortissimus ille est,
qui promptus metuenda pati, si cominus instent
et differre potest.471


       Usque adeo, mortis formidine, vitae
percipit humanos odium, lucisque videndae,
ut sibi conciscant maerenti pectore letum,
obliti fontem curarum hunc esse timorem.472



Platón, en las Leyes, ordena que se dé sepultura ignominiosa al que se priva de su más cercano y mayor amigo, es decir, al que se quita la vida, alejándose del curso de los acontecimientos, y no obligado para ello por sentencia pública, ni por ningún vaivén de la fortuna, triste e inevitable,   —300→   ni por insoportable vergüenza, sino por la debilidad y cobardía que acusan un alma temerosa. Es ridícula la opinión del que menosprecia la vida, pues al fin es nuestro ser, es todo lo de que disponemos. Aquellas cosas cuya esencia es más noble y más rica que la nuestra, pueden acusar nuestra vida, pero es ir contra la naturaleza el despreciarse a sí mismo y el dejarse empujar hacia la debilidad. Es una enfermedad peculiar al hombre la de odiarse y menospreciarse, pues no se ve en ninguna otra criatura; de tal vanidad nos servimos para pretender ser otra cosa distinta de lo que somos, puesto que nuestro estado actual no podría gozar el bien que hubiéramos alcanzado. El que desea trocarse de hombre en ángel, nada hace en provecho suyo, porque no existiendo ya, ¿quién disfrutará y experimentará de transformación tan dichosa?


Debet enim, misere cui forte, aegreque futurum est,
ipse quoque esse in eo tum tempore, quum male possit
accidere.473



La seguridad, la indolencia, la impasibilidad y la privación de los males de este mundo, que alcanzamos por medio de la muerte, no nos proporcionan ventaja alguna; por pura bagatela evita la guerra el que no puede gozar de la paz y por pura nimiedad rehúye los trabajos el que no puede disfrutar el reposo.

Aun entre los que creen que el suicidio es lícito hubo grandes dudas sobre qué ocasiones son suficientemente justas para determinar a un hombre a tornar ese partido. Los estoicos llaman al suicidio imagen474 - 475, y aunque digan que a veces es preciso morir por causas poco graves, como las que nos mantienen sobre la tierra no lo son mucho, es preciso atenerse a alguna medida o norma. Existen inclinaciones caprichosas sin fundamento que impelieron a la muerte, no ya a hombres solamente, sino a pueblos enteros. En otro lugar he citado ejemplos de ello. Conocido es además el hecho de las vírgenes milesianas, que por convenio tácito y furioso se ahorcaron unas tras otras, hasta que el magistrado pudo detener la hecatombe dando orden de que las que se encontraran colgadas serían arrastradas en cueros por toda la ciudad, con la misma cuerda que las ahogó. Cuando Teryción conjura a Cleomones al suicidio por el mal estado de sus negocios, no habiendo encontrado muerte más honrosa en la batalla que acababa de perder, e insiste en que acepte el suicidio ara no dejar así tiempo a los que alcanzaron la victoria de hacerle sufrir vida o suplicio vergonzosos, Cleomones, con valor lacedemonio y estoico, rechaza tal consejo como afeminado   —301→   y cobarde, y dice: Remedio es ése de que tengo siempre ocasión de echar mano y de que nadie debe servirse mientras le quede un asomo remoto de esperanza; que el vivir consiste más bien en desplegar resistencia y valentía; que quiere con su muerte misma servir a su país, y con el abandono de la vida realizar un acto de honor y de virtud. A este razonamiento nada respondió Teryción, mas después se dio la muerte. Cleomones siguió su ejemplo, pero no sin haber apurado el último esfuerzo en la lucha contra la mala fortuna. No merecen todos los males juntos que se busque la muerte para evitarlos, y, además, como en las cosas humanas hay tan repentinas mudanzas, es difícil distinguir el momento en que ya no puede quedarnos esperanza alguna:


Sperat et in saeva victus gladiator arena,
    sit licet infesto pollice turba minax.476



Todo lo puede esperar el hombre mientras vive, dice una sentencia antigua. «En efecto, repone Séneca; ¿mas por qué he de pensar yo que la fortuna todo lo puede para el que está vivo y no que la misma diosa inconstante nada puede contra quien sabe morir? Conocido es el caso de Josefo, quien hallándose en inminente peligro por haberse levantado contra él todo un pueblo, no podía, racionalmente pensando, tener ninguna esperanza de salvación; aconsejado por alguno de sus amigos a buscar la muerte, siguió el prudente camino de obstinarse en la esperanza hasta el último momento, contra toda previsión humana, la fortuna cambió de faz y Josefo se vio salvo sin experimentar ningún daño. Por el contrario, Casio y Bruto acabaron de perder los últimos restos de la libertad romana, de la cual eran los defensores, por la precipitación y temeridad con que se dieron muerte, sin aguardar la ocasión irremediable de hacerlo. En la batalla de Cerisole el señor de Enghien intentó dos veces degollarse desesperado por la fortuna que tuvo en el combate, que fue desastrosa en el lugar que mandaba, y por precipitación estuvo a punto de privarse del placer de una tan hermosa victoria como alcanzó después. Yo he visto cien liebres escapar de entre los dientes de los lebreles. Aliquis carnifici suo superstes fuit477.


Multa dies, variusque labor mutabillis aevi
rettulit in melius; multos alterna revisens
lusit, et in solido rursus fortuna locavit.478



  —302→  

Plinio dice que no hay más que tres clases de enfermedades que puedan instigar legítimamente al hombre al suicidio para evitar los dolores que acarrean; la más cruel de todas es, a su entender, el mal de piedra en la vejiga, cuando la orina se encuentra en ella retenida. Séneca coloca en el mismo rango las que trastornan por largo tiempo las facultades anímicas. Por evitar una mala muerte hay quien voluntariamente se la procura a su gusto. Damócrito, jefe de los etolianos, conducido prisionero a Roma, encontró medio de escapar durante la noche; mas perseguido por sus guardianes, prefirió atravesarse el cuerpo con su espada antes que dejarse coger de nuevo. Reducida por los romanos al último extremo la ciudad de Epiro, que defendían Antínoo y Teodoto, acordaron ambos caudillos matarse con todo el pueblo; pero habiendo prevalecido después la idea de entregarse, se lanzaron todos en busca e la muerte, arrojándose contra el enemigo con la intención de atacar, no de resguardarse. Sitiada hace algunos años por los turcos la isla del Gozo, un siciliano, padre de dos hermosas jóvenes que estaban en víspera de contraer matrimonio, las dio muerte con su propia mano, y a la madre en seguida. Luego que hubo acabado su faena, se echó a la calle, armado de una ballesta y un arcabuz, y de dos disparos mató a los dos primeros turcos que se acercaron a su puerta; después, con la espada en la mano, se lanzó furiosamente sobre el ejército, por el cual fue envuelto y despedazado, salvándose así de la servidumbre, luego de haber libertado a los suyos. Las mujeres judías, luego que hacían circuncidar a sus hijos, se precipitaban con ellos huyendo de la crueldad de Antioco. He oído contar el suceso de un noble que se hallaba preso en nuestras cárceles y cuya familia fue advertida de que probablemente sería condenado a muerte. Para evitar deshonra semejante le enviaron sus parientes un sacerdote, el cual inculcó en el ánimo del prisionero que el soberano remedio de su libertad estaba en encomendarse a un santo, a quien había de hacer determinadas promesas, y que además tenía que estar ocho días sin tomar ningún alimento, por debilidad y decaimiento que experimentara. Siguió al pie de la letra el consejo, y por tal medio librose sin pensarlo, a la vez que de la vida, de la deshonra que le amenazaba. Aconsejando Escribonia a su sobrino Libo que se matara antes de que cayera sobre él la mano de la justicia, le decía que era dar gusto a otro conservar su vida para entregarla a los que habían de buscarla tres o cuatro días después, y que a la vez prestaría un servicio a sus enemigos guardando su sangre, que los mismos se encargarían de envilecer.

En la Biblia479 leemos que Nicanor, perseguidor de la ley   —303→   de Dios, echó mano de sus satélites para apoderarse del honrado anciano Racias, conocido con el nombre de padre de judíos por el esplendor de sus virtudes. Como el buen Racias viera toda su casa en desorden, la puerta quemada, sus enemigos prestos a cogerle, prefirió morir generosamente antes que caer en poder de los malos y dejar que se mancillase el honor de su rango; mas no habiendo logrado su propósito por la precipitación con que se asestó el golpe con su espada, corrió a precipitarse desde lo alto de una muralla por entre medio de la cuadrilla, la cual le hizo sitio cayó al suelo de cabeza; sintiéndose aún con un resto de vida, ganó nuevos ánimos, pudo colocarse de pie todo ensangrentado y magullado, y haciéndose lugar al través de sus enemigos, acertó a llegar hasta unas rocas escarpadas, junto a un precipicio, donde no pudiendo ya sostenerse se arrancó las entrañas, desgarrándolas y pisoteándolas, y se las arrojó a sus perseguidores, invocando la cólera del cielo contra sus verdugos.

De las ofensas que se infieren a la conciencia, la que a mi entender debe evitarse más es la que se lleva a cabo contra la castidad de las mujeres, tanto más cuanto que en ella va envuelto el placer corporal; por esta razón el desafuero no puede ser completo, y necesariamente la fuerza parece ir unida a cierta voluntad de parte de la víctima. La historia eclesiástica venera la memoria de muchos santos que prefirieron la muerte a los ultrajes que los tiranos trataron de infringir a su religión y a su conciencia. Pelagia y Sofronia, ambas fueron canonizadas, se dieron muerte, la primera arrojándose en un río con su madre y sus hermanas, a fin de evitar la brutalidad de unos soldados, y la segunda para escapar a la furia del emperador Majencio.

En los siglos venideros quizás se alabe el caso de un sabio parisiense, contemporáneo nuestro, que ha tratado de persuadir a las damas de nuestra época de no tomar una determinación tan desesperada en casos análogos. Lamento que ese doctor no conociera, para reforzar sus argumentos, las palabras que yo oí en boca de una tolosana, que había pasado por las manos de algunos soldados: «Alabado sea Dios, decía, pues al menos siquiera una vez en mi vida, me satisface hasta el hartazgo sin caer en el pecado.» En verdad aquellas determinaciones heroicas no son compatibles con la galantería francesa. De modo que, a Dios gracias, nuestros climas se ven enteramente purgados de heroínas, después de la saludable advertencia de nuestro sabio. Basta con que las doncellas digan «no», profiriendo la negación según la melindrosa regla del buen Marot.

La historia está llena de ejemplos de muchos hombres que prefirieron antes la muerte que arrastrar una existencia dolorosa. Lucio Aruncio se mató, decía, a fin de huir el porvenir y el pasado. Granio Silvanio y Estacio Próximo   —304→   se dieron muerte después de haber sido perdonados por Nerón, o por no deber la vida a un hombre tan perverso, o por no vivir con la pesadilla de necesitar un segundo perdón, vista la facilidad con que se hacían sospechosas y eran víctima de acusaciones bajo su mando las gentes de bien. Espargapizes, hijo de la reina Tomyris, prisionero de guerra de Ciro, aprovechó para matarse a primera ocasión en que el monarca consintió en dejarle libre; no tuvo más fruto en la libertad que el de vengar en su persona la vergüenza de haberse dejado coger. Bogez, gobernador de Jonia, en nombre de Jerjes, sitiado por el ejército ateniense, que mandaba Cimón, rechazó el volver con toda seguridad al Asia y el entrar de nuevo en posesión de todos sus bienes, por no querer sobrevivir a la pérdida de lo que su soberano lo había confiado; y después de haber defendido la ciudad hasta agotar el último recurso, no quedándole ya ni víveres, arrojó al río Strimon todo el oro y cuantas cosas de valor pudieran constituir el botín de sus enemigos. Dio luego orden de encender una gran hoguera y de degollar mujeres, niños, concubinas y servidores, arrojándolos todos al fuego y pereciendo también él en medio de las llamas.

Habiendo sospechado Ninachetuen, señor de las Indias, la deliberación del virrey portugués, que trataba de desposeerle sin causa justa del cargo que ejercía en Malaca, para ponerlo en manos del rey de Campar, tomó la resolución siguiente: hizo levantar un tablado más largo que ancho, sostenido por columnas, regiamente tapizado y adornado con flores e impregnado de perfumes; luego se puso una túnica de tela bordada de oro, guarnecida con rica pedrería, salió a la calle y subió al tablado, en el cual ardía un fuego de maderas aromáticas; entonces expuso, con rostro valiente y semblante mal contento, los servicios que había prestado la nación portuguesa; cuán felizmente había desempeñado los empleos que le encomendaron, y añadió que habiendo con suma frecuencia testimoniado, para otro con las armas en la mano que el honor era para él muchísimo más caro que la vida, no debía de ningún modo abandonar sólo en él la custodia de la honra, y que pues la fortuna le quitaba todo medio de oponerse a las injurias que querían hacérsele, al menos su valor le ordenaba no sobrevivir a la deshonra, ni servir de mofa al pueblo ni de víctima a las personas que valían menos que él. Así que acabó de hablar se arrojó al fuego.

Sextilia, mujer de Scoro, y Paxea, esposa de Labeo, a fin de evitar a sus maridos los males que les amenazaban, de los cuales ellas no hablan de sentir otros efectos que los que acompañan a la afección conyugal, abandonaron voluntariamente la existencia para que tomaran ejemplo en situación tan aflictiva, a la vez que para acompañarlos en la otra vida.   —305→   Lo que esas heroínas hicieron por sus consortes, realizolo por su patria Coceio Nerva, si bien con menor provecho, con igual vigor de ánimo. Este gran jurisconsulto, gozando de salud cabal, de riquezas, de reputación excelente, bien visto por el emperador, encontró que era razón suficiente para quitarse la vida el miserable estado en que se hallaba la república de Roma. Nada se puede añadir en exquisitez a la muerte de la mujer de Fulvio, familiar de Augusto: el emperador descubrió que aquél había violado un secreto importante que se le confiara, y una mañana en que Fulvio le fue a ver advirtió que le puso mala cara; entonces, lleno de desesperación se dirigió a su casa, y dijo a su mujer que habiendo caído en desgracia estaba dispuesto a suicidarse; ella repuso sin titubear: Procede razonablemente; puesto que más de una vez tuviste ocasión de sufrir los efectos de mi lengua inmoderada sin que por ello te desesperases, deja que me mate yo primero; y sin decir más se atravesó el cuerpo con una espada. Desesperando Vibio Virio de la victoria de la ciudad que defendía contra las fuerzas romanas, y no abrigando por otra parte esperanza alguna de la misericordia de las mismas, conocida la última deliberación de los senadores de Capua, después de varias tentativas empleadas a ese fin, determinó que lo mejor de todo era escapar a la desdicha por sus propias manos; así los enemigos los considerarían como dignos, y Aníbal tendría ocasión de experimentar cuán fieles eran los amigos que había dejado en el abandono. Para poner en práctica su resolución, invitó en su casa a un suntuoso banquete a los que la habían encontrado buena; en el convite, después de comer alegremente, todos saborearían una bebida que el anfitrión había preparado, la cual, añadió Virio, librará nuestros cuerpos del tormento, nuestras almas de la injuria, nuestros ojos y nuestros oídos de advertir tan feos males, como los vencidos sufren de los vencedores, crueles y ofendidos. Además he dado orden de que se nos eche en una hoguera, delante de la puerta de mi casa, cuando todos hayamos expirado. Muchas gentes aprobaron resolución tan digna, pero pocos la imitaron; veintisiete senadores siguieron a Virio, quienes después de haber intentado ahogar en el vino la idea de la muerte, acabaron el banquete con el brebaje destructor, y todos se abrazaron después de haber deplorado en común la desgracia de su país. Luego los unos se retiraron a sus casas, los otros se quedaron para ser quemados en la hoguera, pero la muerte de todos se prolongó tanto a causa de los vapores del vino, que ocupando las venas retardaron el efecto del veneno, que algunos estuvieron próximos a ver a los enemigos en Capua y a experimentar las miserias a que tan caramente habían escapado. Volviendo el cónsul Pulvio de esta terrible carnicería en que por su causa perecieron doscientos veinticinco   —306→   senadores, fue llamado con tono orgulloso por su nombre por Taurea Jubelio, otro ciudadano de Capua, y habiéndole detenido: Ordena, lo dijo, que me degüellen también, después de tantos otros, a fin de que puedas vanagloriarte de haber matado a un hombre mucho más valiente que tú. Fulvio desdeñó tales palabras tomándolas como hijo de la insensatez, y también porque acababa de recibir un aviso de Roma en que se desaprobaba la inhumanidad de sus actos, que le ligaba las manos, imposibilitándole de seguir la matanza. Jubelio continuó diciéndole: «Puesto que mi país está ya vencido, todos mis amigos muertos y bajo mi mano perecieron mi mujer y mis hijos para sustraerlos a la desolación de tanta ruina, no puedo alcanzar ya la misma muerte que mis conciudadanos; que la fortaleza me vengue de esta odiosa existencia.» Entonces sacó una espada que guardaba oculta, se atravesó el pecho y cayó muerto a los pies del cónsul. Sitiando Alejandro el Grande una plaza de las Indias, cuyos moradores se veían ya reducidos al extremo, resolvieron valientemente privar al conquistador del placer de la victoria y todos perecieron en las llamas al propio tiempo que su ciudad, a pesar de la humanidad de vencedor fue aquella una lid de nuevo género, pues los enemigos combatían por salvar a los sitiados y éstos por perderse, poniendo en práctica por asegurar su muerte cuantos medios se ponen en juego por defender la vida.

Los habitantes de Estepa480, ciudad de España, sintiéndose débiles de fortaleza y parapetos para hacer frente a los romanos, amontonaron todas sus riquezas y muebles en la plaza, colocaron encima sus mujeres e hijos, y después de rodearlo todo de leña y materias combustibles que prendieran instantáneamente, y de dejar el encargo de encenderla a cincuenta jóvenes, salieron de la ciudad, habiendo jurado previamente que en la imposibilidad de vencer se dejarían todos dar la muerte. Luego que las cincuenta degollaron a cuantos encontraron dentro de la ciudad prendieron fuego a la hoguera y se lanzaron entre las llamas, perdiendo la generosa libertad de que un tiempo disfrutaran, en un estado de insensibilidad, antes que caer en el dolor de la deshonra, al par que mostraron a sus enemigos que, si la fortuna lo hubiera querido, también habrían tenido el valor necesario para arrancarles la victoria, cual la concedían frustrada odiosa y hasta mortal a los que instigados por el brillo del oro que corría por en medio de las llamas, y que se habían aproximado en gran número: todos fueron ahogados y quemados, pues se vieron en la imposibilidad de retroceder por la muchedumbre que los cercaba.

  —307→  

Derrotados por Filipo, los abidenses, resolvieron poner en práctica acción parecida; mas advertido de ello el rey, que vela con horror la precipitación temeraria de tal intento, se apoderó de todos sus tesoros, condenados ya al fuego o a ser arrojados al agua, retiró sus soldados de la plaza y les concedió tres días para matarse, con todo el orden y tranquilidad posibles. Emplearon este espacio sembrando el exterminio y matándose los unos a los otros en medio de la más horrenda de las crueldades, y no se salvó ni una sola persona en cuya mano estuviera el poder sucumbir. Hay infinitos ejemplos de sucesos populares semejantes que nos aparecen tanto más horribles cuanto que efectos son mas destructores entre las muchedumbres. Individualmente son menos crueles, pues lo que la razón no encontraría en un hombre aislado, comunícalo en todos juntos el ardor que imposibilita el ejercicio del juicio particular de cada uno.

En tiempo de Tiberio los condenados a la última pena que aguardaban la ejecución de la sentencia perdían sus bienes y estaban además privados de sepultura. Los que la anticipaban dándose la muerte eran enterrados y podían testar.

A veces se apetece la muerte por la esperanza de un bien mayor: «Deseo, dice san Pablo, desligarme de la envoltura terrena para unirme con Jesucristo»; y también, «¿Quién me desatara estas ligaduras?» Cleombrotos Ambraciota, después de leer el Fedon de Platón, quedó poseído de tan ardiente deseo de llegar a la vida futura, que sin motivo ni razón mayor se arrojó al mar. De donde resulta que llamamos impropiamente desesperación a esa destrucción voluntaria a que el calor de la esperanza nos empuja en ocasiones, y otras veces una tranquila y firme inclinación del juicio. En el viaje que a los países de ultramar hizo el rey san Luis, Santiago del Chastel, obispo de Soissons, viendo al rey y a todo el ejército dispuestos a regresar a Francia, dejando sin acabar la obra en pro de la religión que a aquellas remotas tierras les llevara, tomó la resolución de trasladarse cuanto antes al paraíso, y después de despedirse de sus amigos, se lanzó en presencia de todos contra las tropas enemigas, que le despedazaron instantáneamente. En cierta comarca le las tierras recientemente descubiertas, el día que se celebra una procesión en la cual el ídolo que adoraban los habitantes de aquéllas se pasea en público, colocado sobre un carro enorme, se ven algunos que se cortan pedazos de carne viva y los ofrecen a la imagen; otros, en gran número, se prosternan en los lugares por donde el carro pasa para ser aplastados bajo sus ruedas, a fin de alcanzar veneración y ser como santos adorados. La muerte de aquel prelado con las armas en la mano tiene mucho más de generosidad impulsiva que de acto reflexivo, puesto   —308→   que a ella contribuyó más que todo el ardor del combate en que se hallaba sumergida su alma.

En lo antiguo hubo leyes que reglamentaron la justicia y oportunidad de las muertes voluntarias. En nuestra ciudad de Marsella se guardaba veneno preparado con cicuta, a expensas del erario, para aquellos que querían apresurar el fin de sus días. Para que el suicida pudiera realizar su propósito era indispensable que los seiscientos que formaban el Senado de la ciudad aprobaran las razones que la obligaban a quitarse la vida; sin la licencia del magistrado y sin motivos legítimos no era permitido darse la muerte. Esta ley estaba también en vigor en otras partes.

Dirigiéndose al Asia Sexto Pompeyo pasó por la isla de Cea del Negroponto; por casualidad aconteció durante su permanencia en ella, como sabemos por uno de los que le acompañaron, que una mujer que gozaba de cuantiosos bienes, habiendo dado cuenta a sus conciudadanos de las razones que la impulsaban a acabar sus días, rogó a Pompeyo que presenciara su muerte para honrarla, a lo que aquél accedió de buen grado, no sin intentar antes por medio de su elocuencia, que era grande, disuadirla de su propósito. Todos los discursos de Pompeyo fueron inútiles. Aquella mujer había vivido por espacio de noventa años en situación dichosa, así de salud corporal como espiritual; pero en aquel entonces, tendida sobre un lecho mejor adornado que de costumbre, reclinado el rostro sobre el brazo, decía: Que los dioses, ¡oh Sexto Pompeyo! más bien los que abandono que los que voy a encontrar, te premien por haberte disipado ser consejero de mi vida y testigo de mi muerte. Yo que experimenté siempre los favores de la fortuna, temo hoy que el deseo de que mis días se prolonguen demasiado me haga conocer la desdicha, y con ademán tranquilo me separo de los restos de mi alma, dejando de mi paso por la tierra dos hijas y una legión de nietos. Dicho lo cual, luego de haber exhortado a los suyos a la concordia y unión, haber entro ellos distribuido sus bienes y recomendado los dioses familiares a su hija mayor, tomó con mano firme la copa que contenía el veneno, hizo sus oraciones a Mercurio para que en el otro mundo la reservara una mansión apacible, y bebió bruscamente el mortal brebaje; habló luego a los asistentes del efecto que el veneno la producía, y explicoles cómo las distintas partes de su cuerpo iban enfriándose, las unas después de las otras, hasta que dijo, en fin, que el corrosivo la llegaba ya a las entrañas y al corazón; entonces hizo que sus hijas se acercaran para suministrarla los últimos cuidados y para que cerraran sus ojos.

Plinio habla de cierta nación hiperbórea, en que, merced a la dulzura del clima y salubridad del aire, la vida de los hombres no acaba comúnmente sino porque la muerte   —309→   se busca de intento. Estando ya cansados y hartos de la existencia, al llegar a una edad avanzada, después de haberse propinado una buena comida, se arrojan al mar desde lo alto de una roca destinada a tal servicio. Sólo el dolor extremo o la seguridad de una muerte peor que el suicidio me parecen los más excusables motivos para abandonar la vida.




ArribaAbajoCapítulo IV

Mañana será otro día


Entre todos nuestros escritores otorgo la palma, y creo que con razón, a Santiago Amyot, no sólo por el candor y pureza de su dicción, cualidades en que sobrepasa a todos los demás, ni por la constancia que puso en un trabajo tan dilatado, ni por la profundidad de su saber, merced al cual le fue posible interpretar felizmente un autor tan espinoso y de difícil trabajo; pues digaseme lo que quiera, aunque yo no sé griego, veo en las traducciones de Amyot un sentido tan unido y constante, que, una de dos, o penetró de veras las ideas del autor, o merced a un comercio prolongado logró introducir en su alma una idea general de Plutarco; y nada le achacó que lo desmienta ni le contradiga. Mas por cima de todo estimo yo en nuestro autor el haber sabido escoger un libro tan excelente y tan útil para con él hacer a su país valioso presente. Nosotros, pobres ignorantes, estábamos perdidos si este libro no nos hubiera sacado del cenagal en que yacíamos; gracias a él osamos hoy hablar y escribir; las damas son capaces de adoctrinar a los maestros, es nuestro breviario. Si el buen Amyot tiene vida para ello le recomendaría yo ahora la traducción de Jenofonte, tarea más fácil y por consiguiente más propia para su vejez. Aunque vence siempre con maestría suma las dificultades que le salen al paso, no sé por qué se me figura que su estilo es más personal cuando la dificultad de la frase griega no le embaraza y se desliza sin obstáculos, a su cabal albedrío.

Leía yo hace un momento el pasaje en que Plutarco refiere que el poeta Rústico, representando en Roma una de sus propias obras, recibió una misiva del emperador y aguardó para abrirla a que acabara el espectáculo, conducta que fue muy alabada, añade nuestro autor, por todos los asistentes. Como en el lugar a que aludo se trata de la curiosidad y fisgoneo, y de la pasión ávida y hambrienta de novedades que nos mueve con tanta indiscreción como impaciencia a dejarlo todo de lado por conversar con un recién venido lo mismo que a prescindir de todo miramiento para abrir las cartas que nos incumben, a cuyo deseo nos   —310→   es difícil sustraernos, Plutarco obra cuerdamente al alabar la cordura de Rústico. Y aun podía haber añadido el elogio de su civilidad y cortesía, puesto que no quiso interrumpir el curso de la representación. Menos creo yo que merezca alabársele como hombre avisado, porque al recibir de pronto una carta, y con mayor razón una carta de un emperador, podía muy bien acontecer que el aplazar su lectura le hubiera ocasionado algún perjuicio. El vicio contrario a la curiosidad es la indiferencia, hacia la cual me inclino yo por naturaleza, y he conocido algunos hombres que la llevaron a extremo tal, que guardaban en su bolsillo, sin abrir, las cartas que habían recibido tres o cuatro días antes.

Jamás abrí yo ni las que se me confiaron ni las que el azar hizo pasar por mis manos, y considero como caso de conciencia el que mis ojos lean sin querer algún papel de importancia cuando algún personaje principal se encuentra cerca de mí. Nunca hubo hombre que se inquiriera menos que yo ni huroneara menos que yo en los asuntos ajenos.

En una ocasión, hace ya bastante tiempo, el señor de Boutieres estuvo a punto de perder la plaza de Turín por no leer en el instante de recibirla, estando comiendo en compañía de unos amigos, una carta en que se le daban noticias de las traiciones que se tramaban contra aquella ciudad, cuyo mando le estaba encomendado. Plutarco nos refiere que Julio César hubiera salvado su vida si al ir camino del Senado el día mismo en que fue muerto por los conjurados hubiera leído un papel que le presentaron. Lo propio aconteció a Arquias, tirano de Tebas, el cual, antes de la ejecución del proyecto que Pelópidas había formado de asesinarle para libertar a su país, recibió un escrito de otro ateniense llamado también Arquias en el cual se le participaba, con exactitud cabal, la trama que se urdía contra él. Recibió la misiva hallándose cenando y aplazó el informarse de su contenido, profiriendo la frase que luego llegó a ser proverbial en Grecia: «Lo dejaremos para mañana.»

Puede a mi entender un hombre prudente, bien por atenciones ajenas, bien por no separarse de una manera brusca de las personas con quienes se encuentra, como hizo Rústico, o por no dejar de la mano otro asunto de importancia, diferir el informarse de las nuevas que se lo comunican; pero por la propia comodidad o particular placer, mucho más cuando se trata de hombres que ejercen funciones públicas, aplazar el conocimiento de las nuevas que se reciben por no interrumpir la comida o el sueño, me parece falta que no tiene excusa posible. El lugar que en la antigua Roma ocupaban los senadores en la mesa, era el más accesible a las personas que de fuera pudieran comunicarles   —311→   noticias, lo cual da claro testimonio de que por hallarse en comidas o banquetes aquellos magistrados no abandonaban el gobierno de los negocios, ni tampoco el informarse de las cosas imprevistas. Puede dejarse sentado en conclusión, que en las acciones humanas es difícil el dar preceptos atinados cuyo fundamento sea la razón: el azar juega un papel importante en todas ellas.




ArribaAbajoCapítulo V

De la conciencia


Viajando un día con mi hermano, el señor de La Brousse, durante nuestros trastornos civiles, encontramos un gentilhombre de maneras distinguidas, que pertenecía al partido opuesto al nuestro. En nada conocí yo esta circunstancia, pues el personaje en cuestión disimulaba a maravilla sus opiniones. Lo peor de estas guerras es que las cartas están tan barajadas, que el enemigo no se distingue del amigo por ninguna señal exterior, como tampoco por el lenguaje, ni por el porte, educado como está bajo idénticas leyes, costumbres y clima; todo lo cual hace difícil el evitar la confusión y el desorden consiguientes. Estas consideraciones me hacían temer a mí mismo el encuentro con nuestras tropas en sitio donde yo no fuera conocido, si no declaraba mi nombre, o algo peor quizás, como lo que me aconteció una vez, pues a causa de tal equivocación perdí hombres y caballos, y me mataron miserablemente entre otros, un paje, caballero italiano que iba siempre conmigo y a quién yo prodigaba atenciones grandes, con cuya vida se extinguió una infancia hermosa y una juventud llena de esperanzas. Aquel caballero era tan miedoso y experimentaba un horror tan extremo, lo veía yo tan muerto cuando encontrábamos gente armada o atravesábamos alguna ciudad que estaba por el rey, que al fin caí en que todo ello eran alarmas que su conciencia la procuraba. Parecíale a aquel pobre hombre que al través de su semblante y de las cruces de su casaca irían a leerse hasta las más secretas inclinaciones de su pecho, ¡tan maravilloso es el poderío de la conciencia! la cual nos traiciona, nos acusa y nos combate, y a falta de extraño testigo nos denuncia contra nosotros mismos.


Occultum quatiens animo tortore flagellum.481



El cuento siguiente se oye con frecuencia en boca de los muchachos: Reprendido Bessus, peoniano, por haber encontrado   —312→   placer en echar por tierra un nido de gorriones a quienes dio muerte, contestó que no los había matado sin razón, porque aquellos pajarracos, añadía, no dejaban de acusarle constante y falsamente de la muerte de su padre. Este parricida había mantenido oculto su delito hasta entonces, mas las vengadoras furias de la conciencia hicieron que se delatara él mismo que había de sufrir el castigo de su crimen. Hesiodo corrige la sentencia en que afirma Platón que la pena sigue bien de cerca al pecado, pues aquél escribe que la pena nace en el instante mismo que la culpa se comete. Quien aguarda el castigo lo sufre de antemano, y quien lo merece lo espera. La maldad elabora tormentos contra sí misma:


Malum consillum, consultori pessimum482,



a semejanza de la avispa, que pica y mortifica, pero se hace más daño a sí misma, pues pierde para siempre su aguijón y su fuerza:


Vitasque in vulnere ponunt.483



Las cantáridas tienen en su cuerpo una sustancia que sirve a su veneno de contraveneno; de la propia suerte acontece que al mismo tiempo que en el vicio se encuentra placer, el mismo vicio produce el hastío en la conciencia, la cual nos atormenta con imaginaciones penosas, lo mismo dormidos que despiertos:


Quippe ubi se multi, per somnia saepe loquentes,
aut morbo delirantes, protraxe ferantur,
et celata diu in medium peccata dedisse.484



Apolodoro soñaba que los escitas le desollaban, que le ponían luego a hervir dentro de una gran marmita y que mientras tanto su corazón murmuraba: «Yo, solo yo soy la causa de todos tus males.» Ninguna cueva sirve a ocultar a los delincuentes, decía Epicuro, porque ni siquiera ellos mismos pueden tener seguridad de que están ocultos; la conciencia los descubre constantemente,


       Prima est haec ultio, quod se
judice nemo nocens absolvitur.485



Y del mismo modo que nos llena de temor nos comunica también seguridad y confianza. De mí puedo afirmar que caminé en muchos azares con pie bien firme por la que   —313→   tenía en mi propia voluntad y por la rectitud de mis designios:


Conscia mens ut cuique sua est, ita concipit intra
    pectora pro tacto spemque, metumque suo.486



Mil ejemplos hay de ello; bastará con traer a cuento tres relativos al mismo personaje. Un día fue acusado Escipión ante el pueblo de una falta grave, y en vez de excusarse o de adular a sus jueces, dijo a éstos: «No os sienta mal el pretender disponer de la cabeza de quien os concedió el poder de juzgar a todo el mundo.» En otra ocasión, por otra respuesta a las imputaciones que le dirigía un tribuno del pueblo, en lugar de defenderse, exclamó: «Vamos allá, conciudadanos, vamos a dar gracias a los dioses por la victoria que alcancé contra los cartagineses tal día como hoy»; y colocándose al frente de la muchedumbre, camino del templo, la asamblea toda y su acusador mismo le siguieron. Y cuando Petilo, instigado por Catón, le pidió cuenta de los caudales gastados en la provincia de Antioca, compareció Escipión ante el Senado para darlas cumplidas; presentó el libro en que constaban, que tenía guardado bajo su túnica, y dijo que aquel cuaderno contenía con exactitud matemática la relación de los ingresos y la de los gastos; mas como se lo reclamaran para anotarlo en el cartulario, se opuso a semejante petición, diciendo que no quería inferirse a sí mismo tal deshonra; y en presencia del Senado desgarró con sus manos el libro y lo hizo añicos. Yo no puedo creer que un alma torturada por los remordimientos pueda ser capaz de simular un aplomo semejante. Escipión tenía un corazón demasiado grande, acostumbrado a las grandes hazañas, como dice Tito Livio para defender su inocencia en caso de haber sido culpable del delito que se le imputaba.

Las torturas son una invención perniciosa y absurda, y sus efectos, a mi entender, sirven más para probar la paciencia de los acusados que para descubrir la verdad. Aquel que las puede soportar la oculta, y el que es incapaz de resistirlas tampoco la declara; porque, ¿qué razón hay para que el dolor me haga confesar la verdad o decir la mentira? Y por el contrario, si el que no cometió los delitos de que se le acusa posee resistencia bastante para hacerse fuerte al tormento, ¿por qué no ha de poseerla igualmente el que lo cometió, y más sabiendo que en ello le va la vida? Yo creo que el fundamento de esta invención tiene su origen en la fuerza de la conciencia, pues al delincuente parece que la tortura le ayuda a exteriorizar su crimen y que el quebranto material debilita su alma, al par que la misma conciencia fortifica al inocente contra las   —314→   pruebas a que se le somete. Son en conclusión, y a decir verdad, un procedimiento lleno de incertidumbre y de consecuencias detestables; en efecto, ¿qué cosa no se dirá o no se hará con tal de librarse de tan horribles suplicios?


Etiam innocentes cogit mentiri dolor487:



de donde resulta que el reo a quien el juez ha sometido al tormento por no hacerle morir inocente, muere sin culpa, y además martirizado. Infinidad de hombres hubo que hicieron falsas confesiones; Filoto, entre otros, al considerar las particularidades del proceso que Alejandro entabló contra él y al experimentar lo horrible de las pruebas a que se le sometió. Con todo, dicen algunos que es lo menos malo que la humana debilidad haya podido idear; bien inhumanamente y bien inútilmente a mi manera de ver. Algunas naciones, menos bárbaras en esto que la griega y la romana, que aplicaron a todas las otras aquel dictado, consideraron como cruel y espantoso el descuartizar a un hombre cuyo delito no está todavía probado. ¿Es acaso el supuesto delincuente responsable de vuestra ignorancia? En verdad, sois injustos en grado sumo, pues por no matarle sin motivo justificado hacéis con él experiencias peores que la muerte. Y que es así en realidad pruébanlo las veces que el delincuente supuesto prefiere acabar injustamente a pasar por la información más penosa que el suplicio, la cual es con frecuencia más terrible por su crudeza que la misma tortura. No recuerdo el origen de este cuento, que refleja con exactitud cabal el grado de conciencia de nuestra justicia. Ante un general, gran administrador de la misma, acusó una aldeana a un soldado por haber arrebatado a sus pequeñuelos unas pocas gachas, único alimento que quedaba a la mujer, pues la tropa lo había aniquilado todo. El general, después de advertir a la mujer que mirase bien lo que decía y de añadir que la acusación recaería sobre ella en caso de no ser exacta, como aquélla insistiera de nuevo, hizo abrir el vientre del soldado para asegurarse de la verdad del hecho, y, efectivamente, aconteció que la aldeana tenía razón. Condenación instructiva.




ArribaAbajoCapítulo VI

De la ejercitación488


Es difícil que la razón y la instrucción puedan por sí solas hacernos aptos para llevar a la práctica nuestros proyectos,   —315→   aunque a aquéllas apliquemos todas nuestras fuerzas mentales, si por medio de la experiencia no ejercitamos y templamos nuestra alma al género de vida que queremos llevarla; si nuestra conducta no se ajusta a tal principio, al encontrarnos frente a los hechos tropezaremos con toda suerte de obstáculos o impedimentos. Por eso los filósofos que quisieron alcanzar en su vida alguna supremacía sobre los demás mortales, no se contentaron con esperar a cubierto y en reposo los rigores de la fortuna, temiendo que esta diosa inconstante les sorprendiera en el combate inexperimentados y nuevos; tomaron el partido de salir al encuentro, y voluntariamente se sometieron a la prueba de las contrariedades más duras: los unos abandonaron las riquezas para acostumbrarse al tormento de la miseria; los otros buscaron en el trabajo y las fatigas la austeridad de una vida penosa para endurecerse a la labor y a las contrariedades; otros se privaron de las más preciosas partes de su cuerpo, como la vista y los órganos de la generación, de miedo que el auxilio gratísimo y voluptuoso que esos órganos prestan al hombre debilitaran y ablandaran la firmeza de sus almas.

Mas en el morir, que es el acto magno que todos hemos de cumplir, la experiencia nada puede ayudarnos. Puede el hombre, auxiliado por la costumbre, fortificarse contra los dolores, la deshonra, la indigencia y otros males, pero cuanto a la muerte, sólo una vez nos es dado ver cuáles son sus efectos. Todos somos aprendices cuando su hora nos alcanza. En lo antiguo se vieron algunos hombres para quienes el tiempo fue cosa tan preciosa, que procuraron medir y aquilatar en su persona los efectos de la muerte misma, y que fortificaron su espíritu para ver en qué consistía tan terrible momento, pero no volvieron luego a la tierra a darnos cuentas de sus experiencias:


       Nomo expergitus exstat,
frigida quem semel est vitai pausa sequuta.489



Habiendo sido condenado a la última pena Canio Julio, patricio romano de virtud y firmeza de alma singulares, por el malvado Calígula, dio maravillosas pruebas de su entereza en tan duro trance, y al llegar el momento de la ejecución, un filósofo, amigo suyo, preguntole: «¿Qué tal Canio? ¿Cuál es en estos instantes el estado de tu alma? ¿En qué se ocupa? ¿Qué pensamientos la llenan? -Pensaba yo, respondió Canio, conservar la serenidad con todas mis fuerzas, con objeto de ver si en este momento de la muerte, que es tan corto y fugitivo, podía advertir cómo el alma me abandonaba, y si mi espíritu echaba de ver   —316→   cómo se alejaba de la materia, para luego, de poder hacerlo, volver al mundo a contárselo a mis amigos.» Canio fue filósofo, no sólo hasta la hora de la muerte, sino también en la muerte misma. ¡Qué seguridad tan grande y qué altivez de valor las de querer que su fin le sirviera de enseñanza y el poder disponer de sus facultades en el instante mismo de abandonar la vida!


Jus hoc animi morientis habebat.490



Creo, sin embargo, que nos es factible disponer de algún medio de acostumbrarnos a ella y de conocer aproximadamente cuáles son sus efectos. Podemos alcanzar alguna experiencia, si no cabal y perfecta, al menos que nos sea de algún provecho y que nos fortifique y mantenga dueños de nuestras fuerzas; podemos unirnos a ella, podemos acercarnos y podemos reconocerla; y si no nos es dable llegar hasta su fuerte, al menos nos es hacedero transitar por sus avenidas. No sin razón se considera el sueño como semejante a la muerte, por la analogía que con ella guarda: ¡cuán fácilmente pasamos de la vigilia al sueño, y cuán indiferente nos es el perder la noción de la luz y de nosotros mismos! En cierto modo podría considerarse el dormir como inútil y contra naturaleza, puesto que nos priva de toda acción, así como también del ejercicio de nuestras facultades, si no fuera que por él la naturaleza nos enseña que lo mismo fuimos creados para la muerte que para la vida, y desde el nacer nos muestra el eterno estado que nos aguarda después de la existencia para que así nos habituemos, y alejemos de nosotros el temor que la idea del acabar nos ocasiona. Los que por algún accidente violento cayeron en estado de postración física y moral que les hizo perder el uso de sus facultades, están en estado de considerar cómo la muerte va ganando nuestras fuerzas; al instante mismo del sucumbir no acompañan ninguna fatiga ni dolor, porque no podemos tener sensaciones si nos falta el tiempo para experimentarlas; nuestros sufrimientos han menester de tiempo, y como éste es tan corto y tan veloz en la hora de la muerte, necesario es que ésta nos sea insensible. La proximidad es lo que hemos de temer, y ésa puede ser objeto de nuestra experiencia.

Hay muchas cosas a que nuestra imaginación da proporciones mayores de la que tienen en realidad: yo he pasado una buena parte de mi vida disfrutando de salud cabal y perfecta, y en este particular mi existencia se deslizó alegre y bulliciosa. Ese estado, lleno de verdor y contento, hacia que considerase con horror tal la perspectiva de las enfermedades que, cuando vine a caer en ellas, encontré   —317→   sus mordeduras blandas en comparación del temor que ponían en mi ánimo. Al presente, cuando me encuentro a cubierto y abrigado en una habitación cómoda, mientras por fuera reinan la tempestad y la tormenta, profeso compasión y me aflijo por los que se encuentran en campo raso; y si soy yo quien aguanta los accidentes de la naturaleza, tampoco echo de menos el abrigo. La sola idea de permanecer constantemente encerrado en un cuarto me parecía insoportable, mas bien pronto me vi en la precisión de mantenerme recogido días y semanas, enfermo y débil, y cuando recobré la salud compadecía a los enfermos mucho más de lo que me quejo cuando yo lo estoy. Una muy grande aprensión exageraba para mí en más de la mitad la esencia y realidad de los trabajos y los males. Tengo esperanza de que me ocurrirá otro tanto con la muerte, y que ésta no vale la pena que me tomo en echar mano de tantos aprestos ni de tantas seguridades como busco y reúne para mantenerme fuerte cuando llegue mi hora. Mas cuando son grandes las aventuras que nos esperan, nunca podemos prepararnos suficientemente.

Durante nuestras terceras guerras de religión, o segundas (no recuerdo a punto fijo), habiendo salido a pasear por un lugar que dista una legua de mi casa, la cual está emplazada en el punto central que sirve de teatro a nuestras trastornos civiles, creyéndome en seguridad completa y tan próximo a mi retiro, que no tenía necesidad de mayores aprestos, cogí un caballo ágil, pero poco fuerte a mi regreso, presentóseme ocasión de ayudarme del animal para un servicio que no era el que más lo acomodaba; un individuo de entre mis gentes, recio y de gran estatura, que montaba un caballo fuerte, por hacer alarde de llevarnos a todos la delantera, soltó su cabalgadura a toda brida en la dirección del camino que yo llevaba, y cayó como un coloso sobre el hombrecillo y su caballito, a quienes derribó con toda la fuerza de su velocidad y pesantez, lanzándonos a uno y a otro los pies al aire, de tal suerte que el caballo cayó por tierra completamente atolondrado, y yo fui, a dar diez o doce pasos más allá, tendido boca abajo, con el rostro destrozado y deshollado; mi espada, que montado tenía en la mano, estaba también diez pasos más allá, mi cinturón hecho añicos, y yo no tenía más movimiento ni sensaciones que un cepo. Era el primer caso que hasta ahora haya experimentado. Los que me acompañaban, después de haber intentado por cuantos medios les fue dable hacerme volver en mí, dándome ya por muerto, me cogieron entre sus brazos y me llevaron con gran dificultad a mi casa, que distaba del lugar cosa de media legua francesa. En el camino, después de haberme considerado como muerto durante más de dos horas, comencé a moverme y a respirar. Tal cantidad de sangre había caído en mi pecho,   —318→   que para descargarlo, la naturaleza tuvo que resucitar sus fuerzas. Entonces me pusieron de pie, y arrojé tanta cantidad de borbotones de sangre, que casi llenaron un cubo; en el resto del camino también la expelí abundante. Así comencé a volver a la vida, pero tan poquito a poco que hube menester de bastante tiempo, de tal suerte que mis primeras sensaciones estaban mucho más próximas de la muerte que de la existencia:


Perché, dubbiosa ancor de suo ritorno,
non s'assicura attonita la mente.491



El recuerdo de este suceso, cuya huella tengo fuertemente grabada en mi alma, me representa la apariencia o idea de la muerte tan cerca del natural que me concilia en algún modo con ella. Cuando empecé a divisar la luz, fue de un modo tan incierto, mis ojos estaban tan débiles y tan muertos que nada podían discernir aparte de una vaga claridad:


       Come quei ch'or apre, or chiude
gli occhi, mezzo tra'l sonno e l'esser desto.492



Las funciones del alma iban renaciendo en el mismo grado que las del cuerpo. Me vi todo ensangrentado; mi corpiño estaba manchado por todas partes con la sangre que había arrojado. La primera idea que me vino al pensamiento fue la de que había recibido un disparo de arcabuz en la cabeza, pues en el momento de ocurrirme el accidente sonaban muchos en derredor nuestro. Me parecía que mi vida estaba sólo pendiente del borde de mis labios; cerraba mis ojos para ayudar, creyendo así echarla hacia fuera, y encontraba cierta dulzura en languidecer dejar el campo libre a las sensaciones que me dominaban, las cuales nadaban en la superficie de mi alma, tan débil como el resto de mi persona, y que no sólo estaban exentas de dolor, sino que a ellas se mezclaba cierta dulzura como la que sentimos cuando empieza a dominarnos el sueño.

Creo que ése es el estado en que se encuentran las personas que vemos desfallecer de debilidad en la agonía, y creo también que sin razón las compadecemos, considerando que se encuentran agitadas por dolores crueles o que tienen el alma oprimida por una tensión penosa. Fue siempre mi opinión, contra la corriente general, incluso el parecer de Esteban de Laboëtie, que los moribundos que se encuentran así abatidos y adormecidos, cuando su fin está ya próximo o se encuentran acabados por la duración del mal, por algún accidente apoplético o epiléptico,

  —319→  

       Vi morbi saepe coactus
ante oculos aliquis nostros, ut fuiminis ictu,
concidit, et spumas agit; lagemit, et fremit artus;
desipit, extentat nervos, torquetur, anhelat,
inconstanter et in jactando membra fatigat493,



o heridos en la cabeza, de quienes oímos el estertor, que exhalan a veces suspiros agudos, aunque en ellos descubramos ciertos síntomas, que juntos con alguna agitación, denuncian un resto de conocimiento, siempre he pensado que tienen así el alma como el cuerpo, adormecidos,


Vivit, et est vitae nescius ipse suae494,



y me resisto a creer que en medio de una debilidad tan grande de miembros y sentidos, aquélla pueda conservar alguna fuerza interior con que poder reconocerse. Por todo lo cual, afirmo que los moribundos no son capaces de pensamiento alguno que les atormente ni que les pueda hacer juzgar ni sentir la miseria de su estado, y que por lo mismo no debemos compadecerlos gran cosa.

Ninguna situación imagino más insoportable ni más horrible que la de tener el alma en estado de lucidez y dolorida, sin disponer de medio alguno para declararlo; tal es el caso en que se encuentran aquellos que van al suplicio, y a quienes se arrancó la lengua (bien que este género de muerte muda me parezca la más digna, cuando va acompañada de mirada serena y continente firme); y el de los pobres prisioneros que caen en manos de los soldados de esta época, que no son sino verdugos repugnantes, los cuales martirizan a aquéllos para obligarles a pagar un rescate excesivo e imposible, puestos mientras tanto a buen recaudo en estado y lugar en que no tienen medio ninguno de exteriorizar sus pensamientos y miserable condición. Los poetas imaginaron algunos dioses favorables a la liberación de los que arrastraban así una muerte lánguida:


Hunc ego diti
sacrum jussa fero, teque isto corpore solvo.495



Los gemidos y respuestas cortas e incoherentes que se les arranca en ocasiones en fuerza de gritarles y vociferarles en los propios oídos, o los movimientos que parecen tener alguna relación con lo que se les pregunta, no dan, sin embargo, testimonio de que viven, al menos una vida completa.   —320→   Acontécenos de un modo análogo, cuando empieza ganarnos el sueño, antes de que llegue a dominarnos por completo, que sentimos de un modo vago lo que ocurre en derredor nuestro y advertirnos las palabras que se pronuncian por manera borrosa o incierta, que parece no impresionar sino las capas más superficiales de nuestra alma, y a las preguntas que se nos hacen contestamos sólo a tenor de las últimas palabras, emitiendo respuestas atinadas, más bien por azar que por reflexión.

Hoy que experimenté los efectos de la muerte, no tengo ninguna duda de que conozco bien cuáles son: primeramente, como me encontrara privado del uso de mis sentidos, forcejeaba para abrir mi corpiño con las uñas (pues no llevaba armadura), aunque nada sentía que me molestara ni me hiriera, porque efectuamos muchos movimientos instintivos que no son resultado de los actos de la voluntad:


Semianimesque micant digiti, ferrumque retractant496:



como por ejemplo, cuando caemos al suelo que extendemos los brazos por un impulso natural, el cual hace que nuestros miembros se auxilien los unos a los otros, y obren independientemente de nuestra actividad cerebral


Falcireros memorant currus abscindere membra...
Ut tremere in terra videatur ab artubus id quod
decidit abscissum; qumn mens tamen atque hominis vis,
mobilitate mali, non quit sentire dolorem.497



Tenía mi pecho oprimido por la sangre coagulada; mis manos efectuaban movimientos por sí mismas, como acontece cuando el picor acomete alguna parte de nuestro cuerpo que van derechas a él sin el dictamen de la voluntad. Vense muchos animales y hasta muchos hombres, que después de muertos mueven y contraen los músculos; por experiencia sabemos todos que algunas partes de nuestro individuo se ponen rígidas, se levantan y bajan por sí mismas. Así que estas pasiones que no nos tocan sino superficialmente no pueden en rigor llamarse nuestras; para que lo fueran precisaría que todo nuestro individuo se hallara dominado por ellas; los dolores que mientras dormimos sienten el pie o la mano no pertenecen a nuestro individuo.

Como me acercara a mi casa, donde la alarma de mi caída había llegado ya, y mi familia me acogiera con los gritos acostumbrados en tales casos, no sólo contesté algunas palabras a las preguntas que se me hacían, sino que, a   —321→   lo que supe después, di también orden de que procuraran un caballo a mi mujer, a quien veía en un lugar difícil en transitar, porque el camino era muy desigual y montuoso. Parece natural que este aviso emanara de un espíritu en estado de lucidez, y sin embargo, el mío estaba muy lejos de disfrutarla: eran sólo las mías percepciones vagas y nebulosas sugeridas por los sentidos de la vista y el oído, pero no emanadas de mi alma. No sabía, por consiguiente, ni de dónde venía ni adónde iba, como tampoco podía reflexionar en las palabras que se me dirigían; mis respuestas no tenían otro origen que los efectos que producen los sentidos por hábito y costumbre; lo que alma ponía era como en sueños ligeramente tocada y como tenuemente movida por la débil impresión de los mismos sentidos. Sin embargo, mi situación era dulce y apacible, ninguna aflicción experimentaba por los demás ni por mí, era el en que me encontraba un estado de languidez y de debilidad extremas, sin ningún dolor. Vi mi casa sin reconocerla, y cuando me acostaron sentí una dulzura y reposo infinitos; pues había sufrido dolores horribles de manos de las peores gentes que me condujeron en sus brazos por un camino largo y penoso, y cuatro o cinco veces se sustituyeron los unos a los otros, lo cual aumentó mi tortura. Presentáronme toda suerte de medicamentos, pero no acepté ninguno, seguro como estaba de tener una herida mortal en la cabeza. En verdad hubiera sido aquélla una muerte dichosa, pues la debilidad de mi razón imposibilitábame de juzgar y la del cuerpo de sentir; dejábame llevar tan dulce, blanda y gustosamente, que ni siquiera puedo formarme idea de un acto menos penoso de lo que aquél era. Cuando volví a la vida y recuperé mis fuerzas,


Ut tandem sensus convaluere mei498,



que fue dos o tres horas después, me sentí de pronto acometido por los dolores; tenía el cuerpo molido, y mi estado fue tal, durante las tres noches siguientes, que temí morir nuevamente, pero esta vez de una muerte más viva y dolorosa. Todavía me resiento de la sacudida. No quiero olvidar tampoco que la última cosa que pude tener presente fue el recuerdo de este accidente, de tal modo que hice que me refirieran muchas veces hasta las menores circunstancias: de dónde venía, adónde iba y la hora a que había ocurrido, antes de poder darme cuenta precisa del mismo. La causa de mi caída ocultábanmela en beneficio del que había sido culpable, forjándome mil historias. Mas cuando mi memoria se entreabrió, me representó clara y distintamente el estado en que me había encontrado en el momento en que el caballo vino sobre mí (pues yo lo había visto en   —322→   mis talones y me tuve por muerto, idea que fue tan rápida, que no dejó tiempo para que el miedo me ganara); parecíame que fue un relámpago, cuya sacudida me hirió en el alma, y que yo volvía del otro mundo.

La relación de un suceso de tan escasa importancia sería casi insignificante si no tuviera por objeto la lección que me ha procurado; pues en verdad entiendo que para acostumbrarse a la muerte no hay cosa mejor que acercarse a ella; y como dice Plinio, cada cual puede procurarse a sí mismo una excelente disciplina como tenga la voluntad necesaria para estudiarse de cerca. No traigo yo aquí a colación mis doctrinas, sino mi particular experiencia, y no debe censurárseme si la explano: lo que sirve para mi provecho, acaso pueda también servir para el de otros. Por lo demás, ningún perjuicio puede recibir con esta relación la experiencia ajena: expongo sólo la mía, así que, si yo hago el loco, es a mis expensas, sin perjuicio de ningún otro, pues es una locura sin consecuencias que muere en mí. No conocemos más que dos o tres filósofos antiguos que hayan hollado este camino, y como de ellos sabemos sólo los nombres, tampoco tenemos noticia de si lo hicieron de modo análogo al mío. Después nadie siguió sus huellas. Es una empresa más difícil de lo que parece el seguir una marcha tan insegura como la de nuestro espíritu, penetrar las profundidades opacas de sus repliegues internos, escoger y fijar tantos incidentes menudos y agitaciones distintas, al par que una ocupación nueva y extraordinaria que nos arranca de los quehaceres mundanos, e incontestablemente de los más graves. Hace ya algunos años que no tengo sino a mí mismo por objeto de mis reflexiones, que no examino ni estudio otra cosa que mi propia persona, y si a veces mis pensamientos y miras se dirigen a otro lugar lo hago sólo por aplicarlo sobre mí o en mí, para provecho personal. Y no creo seguir un camino errado, si como se hace con las otras ciencias, sin ponderación menos útiles, comunico a los demás mis experiencias, aunque me encuentre muy poco satisfecho de mis progresos. Ninguna descripción comparable en dificultad ni en utilidad a la descripción de sí mismo499, pues hay necesidad para ello de adornarse, metodizarse y ordenarse para comparecer ante el público; yo me adorno sin cesar, pues sin cesar me describo. La opinión general considera como vicioso el hablar de sí mismo por odio a la vanagloria que parece ir siempre unida a los propios testimonios: en vez de limpiar las narices al muchacho, esto se llama desnarizarle,

  —323→  

In vitium ducit culpae fuga.500



Encuentro mayor mal que bien en ese remedio. Mas aun cuando fuera cierto que necesariamente signifique presunción el hablar de sí mismo, no debo yo, siguiendo mi designio principal, rechazar la acción que acusa esa viciosa cualidad, puesto que ésta reside en mí, ni debo tampoco ocultar mi falta, en la cual no sólo incurro, sino que hago profesión de ella. Mas si he de expresar mi manera de ver, entiendo que es errónea la costumbre que condena el vino porque muchos se emborrachan; no puede abusarse sino de las cosas que son buenas, y creo que el precepto de no hablar de sí mismo a nadie debe aplicarse más que al vulgo. Son esas bridas para terneros, de las cuales no hubieron menester los santos a quienes oímos relatar menudamente las peripecias de sus almas, ni los filósofos ni los teólogos, ni yo tampoco, aun cuando no sea digno de que se me apliquen esos dictados. Y si no escriben constantemente de sí mismos no tienen inconveniente alguno en hacerlo cuando la ocasión se les ofrece. ¿De qué habla Sócrates más ampliamente que de él, ni adónde encamina la conversación de sus discípulos sino a platicar de sus respectivas personas? Y no de la lección de su libro, sino del ser y movimientos de sus almas. Los católicos abrimos la nuestra a Dios y a nuestro confesor como los protestantes a todo el mundo; pero declaramos sólo, se me repondrá, nuestros pecados. Nosotros lo exteriorizamos todo, pues hasta la misma virtud está sujeta a error y a arrepentimiento. Mi oficio y mi arte se encaminan a la vida; quien me prohíbe hablar conforme a mi sentir, experiencia y costumbres, ordene igualmente al arquitecto hablar de las construcciones, no según sus ideas, sino conforme a las del vecino; según la ciencia ajena, no conforme a la suya. Si no es más que pura vanagloria hacer público su mérito, ¿por qué no encomia Cicerón la elocuencia de Hortensio ni Hortensio la de Cicerón? Acaso quieren los que así opinan que testifique mis actos materialmente y no valiéndome de palabras. Yo reflejo principalmente mis pensamientos, materia informe que no puede menos de ser objeto de una labor difícil; gracias si me es dable a duras penas exteriorizarlos valiéndome de la voz, que es un cuerpo aéreo y sin consistencia. Hombres superiores a mí en virtud y en saber vivieron esquivando todo aparato exterior. Cuanto a las acciones de mi vida tienen mayor relación con la fortuna que conmigo mismo, dan testimonio del papel de aquélla y no del mío, a no ser de una manera conjetural o incierta; son muestras de una parte del individuo y no de   —324→   la totalidad del mismo. Yo me presento a la manera de una pieza anatómica, en la que se ven las venas, los músculos los tendones, cada órgano en su lugar: la tos producirá un efecto; la palidez o la palpitación del corazón otros distintos, aunque nunca de un modo afirmativo. No relato mis gestos, sino mi individuo y mi esencia.

Entiendo que es indispensable la prudencia en el juicio de sí mismo, y que se debe ser concienzudo en emitir testimonios, ya sea en elogio ya en vituperio. Si me tuviera por bueno y por sabio, lo proclamaría a voces. Colocarse por bajo de lo que en realidad se es, téngolo por torpeza y no por modestia; empequeñecerse es cobardía y pusilanimidad, según Aristóteles; no hay virtud a que acompañe la falsedad, y la verdad jamás sirve de argumento al error. Proclama de sí mismo más de lo que realmente se es no es siempre presunción, a veces es torpeza: complaciéndose en traspasar la medida de lo que se es, se cae en el indiscreto amor de sí mismo, el cual a mi manera de ver constituye el fundamento de ese vicio. El remedio supremo para curarlo es practicar precisamente lo contrario de lo que aquéllos ordenan, los cuales, al prohibir hablar de sí mismo, consiguientemente prohíben el pensar en sí mismo. El orgullo tiene su asiento en la mente; la lengua no puede tener de él sino una parte ligerísima.

Paréceles que en hablar de sí propio se experimenta complacencia; que observar y sondear su alma, es quererla con exceso; mas este exceso nace sólo en aquellos que se observan superficialmente, en los que se estudian después de los negocios, en los que llaman delirio y ociosidad al comunicar las propias sensaciones, y al aplicarse en el perfeccionamiento, edificar castillos en el aire. Si hay alguien que con su ciencia se enorgullezca porque mira bajo su nivel, que convierta sus ojos por cima, hacia los siglos pasados, y se verá obligado a bajar humildemente la cabeza al encontrar tantos y tantos espíritus, a cuyos pies debe postrarse. Si es en valor en lo que alguien se cree grande, recuerde las vidas de Escipión y Epaminondas, las hazañas de tantos ejércitos y de tantos pueblos que de tan largo le aventajan. Ninguna circunstancia articular enorgullecerá a quien tenga siempre fijas en la memoria, además de su debilidad e imperfección, la miseria inherente a la humana naturaleza. Porque Sócrates puso en práctica seriamente el precepto de su dios familiar: «Conócete a ti mismo»; y por ese estudio llegó a menospreciarse, fue considerado como el sólo digno de merecer el dictado de filósofo. Quién se conozca así puede valientemente y con arrojo pregonar su ciencia por su boca.



  —325→  

ArribaAbajoCapítulo VII

De las recompensas del honor


Los que escriben la vida de César Augusto cuentan que este emperador se mostró en materia de disciplina militar tan pródigo en dádivas para aquellos que las merecieron, como avaro en la concesión de recompensas puramente honoríficas. Augusto, sin embargo, había sido agraciado por su tío con todas las recompensas militares antes lo que tomara parte en ninguna batalla. Es una invención ingeniosa, y aceptada de buen grado en todos los países del mundo, la de establecer ciertos distintivos, sin valor material, para honrar y recompensar la virtud, como las coronas de laurel, de encina y de mirto; los uniformes, el privilegio de ir en coche por la ciudad o de salir por la noche alumbrado con antorchas; el sentarse en lugar preferente en las asambleas públicas; la prerrogativa que dispensan algunos títulos y sobrenombres; ciertos emblemas en los escudos de armas, y otras cosas análogas, cuyo empleo fue diversamente recibido según las costumbres de cada pueblo, y se mantiene todavía en vigor.

Nosotros, como algunas naciones vecinas, contamos con las órdenes de caballería que para aquel fin fueron instituidas. Es una costumbre excelente, al par que provechosa, el encontrar medio de reconocer el valer de los hombres singulares en merecimientos, y contentarlos y satisfacerlos por medio de recompensas que no gravan el erario público, ni tampoco son costosas al príncipe. Es igualmente un hecho constantemente probado por la experiencia antigua, y que también en Francia hemos tenido ocasión de ver demostrado, que las personas de calidad codician mejor aquellas recompensas que las que encierran ganancia y provecho, y creo que para ello no les falta sólido fundamento. Si al premio, que debe ser simplemente honorífico, van unidas otras ventajas, como la riqueza, la promiscuidad, en lugar de aumentar la estima, la rebaja y disminuye. La orden de San Miguel, que durante tanto tiempo gozó de gran crédito entre nosotros, no tenía mayor ventaja que la de ser independiente de toda remuneración material; esto fue causa de que antes no hubiera cargo ni destino cualesquiera que éstos fuesen, a que la nobleza aspirase con mayor ahínco que a esa orden, ni recompensa a que acompañaran respeto ni grandeza mayores, puesto que la virtud aspira y abraza de mejor grado a una recompensa puramente suya; antes busca la gloria que el provecho. Los otros dones no tienen un empleo tan digno, puesto que con ellos se retribuyen toda suerte de servicios: con las   —326→   riquezas se pagan los buenos oficios de un criado, la diligencia de un mensajero, al bailarín, al acróbata, al que nos entretiene con su charla, y, en suma, los servicios más viles que se nos procuran: el vicio, la adulación, la alcahuetería, la traición. No es por tanto maravilla que la virtud acoja y desee menos la común moneda que la otra que le es propia, y peculiar como más noble y generosa. Obraba con tino Augusto al escatimar los honores y prodigar los dones, con tanta más razón cuanto que los primeros son un privilegio cuya esencia, lo mismo que la de la virtud, es la singularidad:


Cui malus est nemo, quis bonus esse potest.501



Para estimar la buena reputación de un hombre no se tiene en cuenta el que cuide de la educación de sus hijos, puesto que ese deber todos lo practican; por justa y recomendable que sea, es una acción común a todos los hombres; tampoco se hace mérito de un árbol gigantesco cuando se encuentra entre otros de las mismas proporciones. No creo que ningún espartano se vanagloriase de su valor, puesto que era común virtud en su nación, como tampoco de la fidelidad y desdén de las riquezas. Un mérito, por grande que sea, no puede ser objeto de recompensa, cuando se convirtió en costumbre; y no sé qué motivos tendríamos para llamarlo grande estando al alcance de todas las fortunas.

Y pues que las recompensas del honor no tienen significación ni estima, sino porque son contadas las personas a quienes se conceden, el medio más presto de reducirlas a la nada es otorgarlas con profusión. Aun cuando se encontraran mayor número de hombres que en las edades pasadas que merecieran la orden de que hablo, no habría, por ello que tenerla en menor estima, pues fácilmente puede acontecer que haya muchos que la merezcan en lo porvenir, si se tiene en cuenta que ninguna otra virtud se propaga con mayor facilidad que el valor militar. Existe otra prenda más verdadera, perfecta y filosófica, de la cual no hablo, (empleo la palabra virtud conforme a nuestro uso), mucho más grande que la militar y también más cabal, que es la fuerza y firmeza de alma con las cuales se desdeñan toda suerte de accidentes enemigos; igual, uniforme y constante, de la cual el valor en los combates no es más que un reflejo débil. La costumbre, el uso, las instituciones y los ejemplos lo pueden todo en lo tocante a la virtud, cuya esencia es el arrojo, y hasta pueden convertirla en vulgar, como se ve por la experiencia que nos dan de ella nuestras guerras civiles; y si en los momentos actuales fuera dable congregarnos   —327→   a todos para acometer una empresa común, haríamos florecer de nuevo nuestra antigua fama militar. Bien, es verdad que la recompensa de la orden no se aplicaba solamente al valor en tiempos pasados; sus miras eran más elevadas, y jamás se premió con ella al soldado valeroso, sino al capitán renombrado; la ciencia del obedecer no merece tan honrosa recompensa. Requeríase antiguamente para alcanzarla una experiencia profunda en el arte de la guerra, que abarcara todas las cualidades que deben acompañar a un combatiente experto, neque enim eadem, militares et imperatoriae, artes sunt502, armonizadas además con la nobleza pertinente a tal dignidad. Digo, pues, que aun en al caso de que tuviéramos plétora de hombres de mérito, no por ello ha de distribuirse la orden con mayor liberalidad; hubiera sido mucho mejor no concedérsela a todos los que la merecían que desacreditarla para in eternum; a tal estado ha venido aparar una invención tan útil. No hay hombre de valor que intente siquiera vanagloriarse de lo que con los demás tiene de común, y hoy las gentes que fueron menos acreedoras a aquel galardón aparentan hacia él mayor desdén, para colocarse así a la altura de los que realmente lo merecieron.

El esperar con la supresión y anulamiento de ésta, establecer y acreditar otra orden semejante, no es empresa adecuada para una época tan licenciosa y enfermiza como la en que al presente atravesamos: ocurrirá que la última503 caerá en el descrédito que arruinó a la primera. Las reglas de la dispensación esta nueva orden habrían de ser extremadamente rigorosas y severas para que tuviese alguna autoridad, y este tiempo tumultuoso en que vivimos es incapaz de medida y contención; por otra parte, antes de que la nueva orden llegara a alcanzar crédito sería preciso que se hubiera perdido la memoria de la otra, y del desdén con que actualmente se la considera.

No estarían aquí fuera de lugar algunas consideraciones sobre el valor guerrero, y la diferencia de ésta con las demás virtudes; mas como Plutarco habla de sobra del mismo asunto, creo inútil estampar aquí sus ideas. Es digno de notarse que nuestra nación otorga a la valentía el primer rango entre todos los méritos individuales, como lo indica bien su nombre, que se deriva de valor; y que conforme a nuestro uso, cuando decimos de un hombre que vale mucho o que, es hombre de bien, al estilo de nuestra corte y de nuestra nobleza, no declaramos más sino que es un hombre valiente, de manera análoga a la costumbre de los romanos, entre los cuales virtud vale tanto como fuerza, según la etimología de la palabra. La forma propia, única y esencial   —328→   de la nobleza en Francia, es la profesión militar. Verosímil es que la primera virtud que apareciera entre los hombres y que procurara ventajas a los unos sobre los otros fuese también el valor, por medio del cual los más fuertes y arrojados se hicieron dueños de los más débiles y alcanzaron reputación y rango señalados, de donde quizás la palabra haya venido a parar hasta nosotros; o también pudo ocurrir que aquellos pueblos, como eran guerreros por excelencia, concedieran el premio a la virtud que para ellos fuese más familiar y constituyera el más digno título; de la propia suerte que nuestra pasión y la solicitud febril con que apetecemos la castidad de las mujeres hace que una mujer buena, una mujer de bien y una mujer, honrada y virtuosa, signifiquen tanto como decir una mujer casta, cual si para obligarlas a serlo concediéramos escasa importancia a todas las demás cualidades y las diéramos rienda suelta en la comisión de cualquiera otra falta, a condición de que en ellas permanezca la castidad.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Del amor de los padres a los hijos


A la señora de Estissac504

Señora: Si la novedad y la singularidad, que comúnmente avaloran las cosas en el mundo, no me sacan airoso de la necia empresa en que me he metido, no saldré muy honrado de mi tarea; mas como ésta es en el fondo tan estrafalaria, como se aparta tanto del uso recibido, me atrevo a esperar que aquellas circunstancias podrán acaso abrir camino a Los Ensayos. Una disposición de espíritu melancólica, enemiga por consiguiente de mi natural complexión, producida por las tristezas de la soledad en que voluntariamente vivo sumido hace algunos años, engendró en mi ánimo este capricho de escribir. Como quiera que me encontrase además enteramente desprovisto y vacío de toda otra materia, decidí presentarme a mí mismo como asunto y argumento de mi obra. Es el único libro de su especie que existe en el mundo en cuanto a haber sido escrito con un designio tan singular y extravagante, y en él nada hay digno de ser notado aparte de esas circunstancias anormales, pues en una cosa tan vana y sin valor, ni el obrero más hábil del universo hubiera salido de su empeño de una manera señalada. Ahora bien, señora, debiendo pintarme a lo vivo, habría olvidado un rasgo importante si no hubiera   —329→   transcrito el honor que siempre concedía vuestros méritos, y he querido consignarlo expresamente a la cabeza de este capítulo, porque entre otras hermosas cualidades de las muchas que os adornan, la del cariño que mostrasteis siempre a vuestros hijos figura en primera línea. Quien tenga noticia de la edad en que el señor de Estissac, vuestro esposo, os dejó viuda, de los grandes y honrosos partidos que os, fueron ofrecidos, tantos como a la más excelsa dama de Francia de vuestra condición; de la firmeza y constancia con que habéis gobernado durante tantos años, en medio de dificultades penosas, la administración y cuidado de sus intereses, que os llevó por todos los rincones de Francia y aun hoy os tienen sujeta; del buen encaminamiento que los habéis impreso merced a vuestra sola prudencia o excelente fortuna, convendrá conmigo de buen grado en que no existe en nuestro tiempo modelo más cumplido de afección maternal que el vuestro. Bendigo a Dios, señora, que consintió en que aquélla fuera tan preciosamente empleada, pues las buenas esperanzas que deja entrever el señor de Estissac, vuestro hijo, muestran elocuentemente que cuando sea hombre obtendréis de él reconocimiento y obediencia. Mas como a causa de su edad temprana no ha podido echar de ver los extremos o innumerables cuidados que recibió de vuestros desvelos, quiero yo, por si estos escritos caen algún día en sus manos, cuando yo no tenga ni lengua, ni palabra que lo pueda decir, que por conducto mío reciba el verídico testimonio de que ningún gentilhombre hubo en Francia que debiera más de lo que él debe a su madre, y que en lo porvenir no podrá dar prueba más relevante de su bondad ni de su virtud que reconociéndoos, como tal.

Si existe una ley verdaderamente natural, es decir, algún instinto que se vea universal y perpetuamente grabado así en los animales como en los hombres (lo cual no quiere decir que no pueda ser asunto de controversia), esa le es a mi modo de ver la afección que el que engendra profesa al engendrado, aparte de los cuidados que todos los animales procuran a su propia conservación, huyendo de lo que les perjudica, que va en primer lugar. La naturaleza misma parece habernos dictado aquella afección para propagar la especie y hacer seguir su curso a esta máquina admirable, y no es peregrino si de los hijos a los padres el cariño decrece; junto además con esta otra consideración aristotélica, según la cual el que hace bien a alguien le quiere mejor que el que lo recibe; aquél a quien se debe mejor que el que debe, y todo obrero profesa mayor cariño a su obra que el que le profesaría ésta en el caso de que fuera capaz de sentimientos. Amamos la vida, el existir, y el existir consiste en movimiento y acción, por los cuales cada uno reside en algún modo en su obra. Quien ejecuta   —330→   el bien ejerce una acción honrada y hermosa; quien lo recibe la ejerce sólo útil. Y como lo útil es mucho menos amable que lo honrado, puesto que lo segundo tiene un carácter de estabilidad y permanencia que procura al que lo hizo una gratitud constante, lo útil se pierde y escapa fácilmente, y su recuerdo no permanece en la memoria tan fresco ni tan dulce. Las cosas nos son más caras cuanto más nos costaron; el dar es de mayor precio que el recibir.

Puesto que al Hacedor supremo plugo dotarnos de alguna capacidad de razón a fin de que no estuviéramos como los animales, sujetos a las leyes comunes, sino que nos fue concedida la facultad de deliberar, debemos transigir algún tanto con la simple ley de la naturaleza, pero no dejarnos tiránicamente dominar por ella; la razón sola debe presidir al gobierno de nuestras inclinaciones. Las más (me refiero a las que se producen en el hombre instintivamente, sin el auxilio del juicio) están algo embotadas en lo tocante a este punto de que hablo: yo no puedo aprobar, por ejemplo, el cariño que se manifiesta a las criaturas apenas nacen, cuando no tienen ni movimiento en el alma ni forma precisa en el cuerpo, que contribuyan a hacerlas amables, ni tampoco he consentido de buen grado que se criaran junto a mí. La ordenada y verdadera afección debería nacer o ir creciendo con el conocimiento que las criaturas por sí mismas nos mostrasen; entonces veríamos si son dignas de ella; la propensión natural acompañada de la razón haría que las amásemos con cariño paternal, y que si no lo son procediéramos en consecuencia, a pesar de la fuerza natural. Ordinariamente seguimos el camino contrario, y es muy frecuente que nos enternezcamos ante los juegos y noñeces pueriles de nuestros hijos, y no nos interesemos en sus acciones cuando están ya formados, como si los hubiéramos profesado amor para nuestro pasatiempo y considerado como monas, no como hombres. Tal provee liberalmente de juguetes a la infancia, que escatima luego el gasto más ínfimo por útil que sea cuando los niños entran en la adolescencia. Diríase que la envidia que tenemos de verlos aparecer y gozar del mundo, cuando nosotros estamos ya a punto de abandonarlo, nos hace más económicos y avaros para con ellos; moléstanos que nos pisen los talones, como para invitarnos a salir. Si ese temor nos embarga, puesto que el orden natural de las cosas exige que la gente nueva no puede existir ni vivir sino a expensas de nuestro ser y de nuestra vida, también deberíamos rehuir el ser padres.

Por lo que a mí toca, entiendo que es crueldad e injusticia el no hacerlos partícipes de nuestro trato y bienes de fortuna, y compañeros en el manejo de nuestros negocios domésticos cuando para ello son ya aptos, lo mismo que el   —331→   no poner coto a nuestras comodidades para proveer a las suyas, puesto que a este fin los engendramos. Es injusto el ver que un padre viejo, cascado y medio muerto, disfrute solo, al calor del hogar, de los bienes que bastarían a la educación y a la vida de varios hijos, y que éstos se expongan mientras tanto, por falta de medios, a perder los mejores años sin prepararlos para el servicio del Estado ni instruirlos en el conocimiento de los hombres. Se les arroja así a la desesperación que acarrea el buscar algún camino, por extraviado que sea, con que subvenir a sus necesidades. Yo he visto algunos jóvenes de buenas casas tan dados al robo, que ninguna corrección bastaba a apartarlos de tal vicio. Uno conocía particularmente, bien emparentado, a quien por ruego de su hermano, honradísimo y valiente caballero, hablé, una vez a fin de apartarle de tan abominable vicio, que me confesó y respondió redondamente que le había llevado a tal villanía el excesivo rigor y la avaricia de su padre, y que a la sazón estaba tan acostumbrado, que no podía modificarse; precisamente por aquella época acababa de sorprendérsele robando las sortijas de una dama, en cuya habitación se encontraba acompañado de muchos otros. Aquel joven me hizo recordar el cuento que había oído referir de un gentilhombre tan hecho al hermoso oficio de que hablo, desde su juventud, que llegada la época de la posesión de sus bienes, libre ya de no apoderarse de lo ajeno, no podía, sin embargo, entretenerse, y cuando pasaba por una tienda donde hubiera algo que le conviniera, lo robaba, y luego restituía su valor. Otros vi tan habituados a la rapiña, que escamoteaban los objetos de sus propios compañeros con el propósito decidido de devolvérselos. Yo soy gascón, nada hay en que esté menos versado que en este vicio, que odio más por naturaleza de lo que por reflexión le acuso; jamás por deseo sería yo capaz de sustraer nada al prójimo. Mi país está en verdad algo más desacreditado en este punto que las demás comarcas de Francia; sin embargo, hemos visto en nuestro tiempo, y en distintas ocasiones, a hombres de buena familia en manos de la justicia, originarios de otras localidades, convictos y confesos de robos importantes. Sospecho que de tales costumbres deshonrosas es la causa la avaricia excesiva de los padres.

Y como justificación de la avaricia no se me diga lo que respondió en una ocasión un señor de recto juicio, el cual decía «que economizaba sus riquezas con él propósito exclusivo de hacerse honrar y querer de los suyos, pues como la edad le había quitado las demás armas, era el único remedio que le quedaba para mantener su autoridad en la familia y para evitar el venir a caer en el desdén de todo el mundo». No solamente la vejez, toda debilidad, según Aristóteles testimonia, es engendradora de avaricia. Es el remedio de una enfermedad cuya germinación debe   —332→   evitarse. Miserable es el padre que retiene el cariño de sus hijos por la necesidad de ser socorridos en que éstos se encuentran, dado que tal afección pueda llamarse cariño. Es preciso hacerse respetable por la virtud y merecimientos, amable por la bondad y dulzura en las costumbres; las mismas cenizas de un rico despojo tienen inestimable precio, y los huesos y reliquias de los grandes personajes los veneramos y reverenciamos. No hay ancianidad, por rancia y caduca que sea, para quien llegó con honor a su edad madura, más venerable todavía para sus propios hijos, cuya alma precisa haber encaminado por la senda del deber con el auxilio de la razón, y no explotando la dura necesidad ni tampoco empleando la rudeza y la opresión:


    Et errat longe, mea quidem sententia,
qui imperium credat esse gravius, aut stabilius,
vi quod fit, quam illud, quod amicitia adiungitur.505



Yo reniego de todo acto violento en la educación de un alma tierna que se destina al honor y a la libertad. Existe algo de servil en el rigor y en la violencia, y creo que lo que no se alcanza por medio de la razón la prudencia y la habilidad, tampoco se consigue con la fuerza. «Así me educaron a mí», dicen los padres que emplean tan inhumanos procedimientos. He oído decir que durante toda mi primera edad no me azotaron más que dos veces, y bien ligeramente. Tampoco yo he maltratado a los hijos que Dios me dio; verdad es que todos se me mueren antes de salir de los brazos de la nodriza; pero Leonor, la única que escapó a ese infortunio, cuenta ya más de seis anos, y no se emplearon en su dirección, ni para el castigo de sus faltas infantiles, sino palabras, y palabras dulces. La indulgencia de su madre coadyuva también a la suavidad; aun cuando estos medios no produjeran los efectos apetecibles, existen otras causas a que poder achacar su ineficacia sin hacer reproche a mi disciplina, que creo natural y justa. Todavía más escrupulosamente hubiera seguido mi plan de haber tenido hijos varones, menos dóciles de suyo y de índole más desenvuelta; hubiérame complacido en fortificar su corazón en la ingenuidad y la franqueza. No sé que los castigos produzcan otro resultado que el de acobardar las almas y hacerlas además maliciosamente testarudas.

¿Queremos ser amados por nuestros hijos? ¿Queremos que no deseen nuestra muerte (aunque la causa de tal deseo nunca pueda ser justa, ni siquiera excusable, nullum scelus rationem habet506)? Proveámoslos con tino de todo   —333→   cuanto nosotros dispongamos. Para ello no debemos casarnos tan jóvenes que nuestra edad se confunda con la suya, pues este inconveniente acarrea muchas y grandes dificultades, en la nobleza principalmente, cuya existencia es ociosa por vivir de sus rentas, pues en los que no pertenecen a ella, en los que tienen que trabajar para vivir, la abundancia de hijos constituye un recurso para el hogar; son otros tantos útiles e instrumentos de riqueza.

Yo me casé a los treinta y tres años, y apruebo la opinión de los partidarios de los treinta y cinco, según pensaba Aristóteles. Platón recomienda que no se contraiga matrimonio antes de los treinta, pero procede cuerdamente al burlarse de los que se casan cumplidos ya los cincuenta y cinco, y condena de antemano la descendencia de los mismos al raquitismo y a la muerte. Thales señaló sus verdaderos límites, pues cuando joven respondió a su madre, que le metía prisa para que se casase: «Todavía no es tiempo», y llegado a los linderos de la vejez contestó que ya no era tiempo. Conviene rechazar la oportunidad a toda acción importuna. Los primitivos galos censuraban rudamente el que se hubiera practicado comercio con la mujer antes de los veinte años, y recomendaban, principalmente a los jóvenes que habían de consagrarse a la guerra, conservación de su virginidad el mayor tiempo posible, porque el valor disminuye y se trueca en molicie con el ayuntamiento femenino:


Ma or congiunto a glovinetta sposa,
e lieto omai de'figli, era invilito
ne gli affetti di padre o di marito.507



La historia griega nos muestra que Ico, tarentino, Criso, Astilo, Diopompo y algunos más, a fin de mantener sus cuerpos resistentes para la carrera de los juegos olímpicos y para la lucha, se privaron del acto venéreo mientras tomaron parte en aquellas fiestas. Mulacey, rey de Túnez, el que fue repuesto en su Estado por el emperador Carlos V, censuraba la memoria de su padre Mahomet por lo mucho que abusó de las mujeres, y le llamaba cobarde, afeminado y fabricante de criaturas. En cierto lugar de las Indias españolas no se consiente que los hombres se casen hasta pasados los cuarenta años, y, sin embargo, permiten a las muchachas que contraigan matrimonio a los diez. Un noble de treinta y cinco años no puede procurar un lugar en el mundo a su hijo cuando éste tiene veinte; el padre es quien se encuentra en edad de guerrear y frecuentar la corte de su príncipe; el que ha menester para sí lo que posee y, si algo puede cederle, ha de ser de suerte que no se quede desnudo, que no se olvide de   —334→   sus propios intereses para atender a los demás. Y procediendo en justicia, puede dar la respuesta que comúnmente tienen los padres en el borde de los labios: «Yo no quiero desnudarme antes de irme a acostar.»

Mas un hombre agobiado por los años y los males, imposibilitado por su debilidad y falta de salud de frecuentar la sociedad, se perjudica a sí mismo y a los suyos, incubando inútilmente sus riquezas. Encuéntrase ya, si es prudente, en estado de despojarse para irse a acostar; sin que para ello tenga necesidad de quitarse la camisa, puede guardar aún un traje de noche que le abrigue bien; el resto de los adornos, como ya nada puede hacer de ellos, debe ponerlos en manos de aquellos a quienes por ley natural deben pertenecer. Justo es que les deje en posesión de los bienes, pues que la misma naturaleza le priva de disfrutarlos; proceder de otro modo es obrar a impulsos de la malicia o de la envidia. La acción más hermosa que realizara el emperador Carlos V fue la de abandonar las pompas mundanales, a imitación de algunos hombres de su temple; este monarca supo reconocer que la razón nos ordena suficientemente el despojarnos, cuando nuestras vestiduras nos molestan, y entregarnos al descanso cuando nuestras piernas flaquean, y resignó en su hijo su grandeza y poderío al advertir que desfallecían sus ánimos y firmeza en el gobierno de los negocios, al sentirse incapaz de conservar la gloria que había conquistado:


Solve senescentem mature sanus equum, ne
Peccet ad extremum ridendus, et ilia ducat.508



Este error de no reconocer a tiempo la propia flaqueza, de no sentir la impotencia y debilidad extremas que a la edad naturalmente acompañan y que afectan igualmente al cuerpo y al espíritu, acaso más al espíritu que al cuerpo, dio por tierra con la reputación de casi todos los grandes hombres del mundo. Yo he conocido y tratado íntimamente a personajes que supieron ganar autoridad y nombradía en sus buenos tiempos, y que luego en la decadencia las perdieron; por el lustre de su honor hubiera querido verlos retirados en sus casas, tranquilamente, libres de las ocupaciones públicas y guerreras que sus hombros no podían ya soportar. Frecuenté tiempo ha la residencia de un noble, viudo, de edad avanzada, aunque no llevaba mal el peso de los años, que tenía varias hijas casaderas y un hijo ya en edad de desempeñar su papel en el mundo. Esta circunstancia exigía gastos en la casa, al par que daba ocasión a las visitas de personas extrañas, cosas ambas que el viejo toleraba malamente, no sólo por amor a la economía, sino   —335→   también porque su género de vida se apartaba del de la gente moza. Un día le dije, con algún desparpajo, como a veces he acostumbrado, que haría mucho mejor dejándonos lugar; que dejara a su hijo su casa principal, pues no tenía otra bien acondicionada, y que se retirase a una tierra vecina, donde su reposo no sería turbado por ninguna molestia, añadiendo que era el único medio de huir nuestras inevitables importunidades, a causa de la edad y calidad de sus hijos. Más tarde siguió mi consejo, y no le fue mal.

No quiere decir todo lo que precede que se les haga cesión de los bienes de una manera irrevocable y definitiva, y sin que nos quede el recurso de volver sobre nuestro acuerdo. Yo que me siento ya viejo les dejaría la posesión de mi casa y de mis bienes, pero reservándome el derecho de arrepentirme si me daban motivo para ello; dejaríales disfrutarlos, porque ya no me encontraría en el caso de hacerlo yo mismo, del gobierno de los negocios en general reservaríame la parte que mejor me acomodase. Siempre juzgué que constituye satisfacción grande para un padre ya viejo poner a sus hijos al corriente en el manejo de los quehaceres y poder en vida enmendar sus desaciertos, instruyéndolos y advirtiendolos conforme a la experiencia que del contacto del mundo recibió al poner así él mismo el antiguo honor y orden de su casa en manos de sus sucesores, dándose cuenta con ello de las esperanzas que puede abrigar de los destinos de la misma en lo porvenir. Para lograr este fin no quisiera yo abandonar su compañía, quisiera, por el contario, vigilarlos de cerca, y disfrutar con arreglo a mi edad de sus regocijos y alegrías. Si no vivir entre ellos, cosa que no haría por no servir de estorbo a causa del mal humor de la edad y el inevitable séquito de las enfermedades, y al mismo tiempo por seguir el género de vida que conviene a la vejez, quisiera al menos vivir cerca de ellos en cualquier habitación de mi casa, y no precisamente en la más vistosa, sino en loa que mayores comodidades reuniera. Pero no seguiría el ejemplo de un decano de San Hilario de Poitiers, conducido a soledad tan extrema por su humor melancólico, que cuando yo le vi en su celda, hacía veintidós años que no había dado un paso fuera de ella, a pesar de conservarse todavía ágil, salvo un reuma que tenía en el pecho; apenas si permitía que alguien le viese una vez a la semana, siempre cerraba por dentro la puerta de su cuarto, siempre permanecía solo, y únicamente un criado, que no hacía más que entrar y salir, servíale la comida una vez al día. Su ocupación consistía en dar vueltas por la jaula y en la lectura de algún libro, pues era un tanto aficionado a las letras; en tal situación quiso vivir y morir, lo que ocurrió poco tiempo después de haberle yo conocido. Intentaría yo por medio de una conversación afectuosa alimentar en mis hijos una viva   —336→   amistad y benevolencia, abierta y franca de mi parte, la cual se alcanza fácilmente de las almas bien nacidas, si se trata de bestias furiosas, como nuestro siglo produce copiosamente, preferible es odiarlas y huirlas como a tales.

Soy enemigo de la costumbre que prohíbe a los hijos llamar padre al que les dio el ser, para aplicarle otro nombre extraño, por considerarlo como más respetuoso, como si la naturaleza misma no coadyuvara de sobra a nuestra autoridad. Llamamos a Dios padre todopoderoso y desdeñamos que nuestros hijos nos lo llamen. Yo he desechado esta costumbre en mi casa. Juzgo también injusto o insensato privar de la familiaridad de los padres a los hijos que llegaron ya a la edad de la juventud, y el mostrar con ellos una tiesura desdeñosa y austera, esperando por ella inspirarles la obediencia y el temor. Es ésta una farsa inutilísima que hace a los padres insoportables a sus hijos y, lo que es peor todavía, ridículos. Tienen los segundos en su mano la juventud y la fuerza, y disponen, por consiguiente, del favor del mundo; búrlanse del semblante altivo y tiránico de un hombre que no tiene sangre en el corazón ni en las venas, convertido ya en auténtico espantapájaros. Aunque yo pudiera ser temido, preferiría mucho mejor ser amado; acompañan a la vejez defectos de tantas clases, es tan impotente, objeto tan apto para el desdén, que la menor conquista que alcanzar pueda es el amor y el afecto de los suyos; el temor y la imperiosidad son armas inútiles en manos de los ancianos. Conocí uno, cuya juventud había sido arrogante y altiva, que al llegar a la vejez, aunque la pasaba sin dolencias, sacudía golpes, mordía y juraba como el dómine más insoportable; su vigilancia y cuidados no le dejaban vivir en calma ni un instante. Todo esto no es más que una bufonería, en la cual la familia misma colabora: el granero, de la despensa y hasta de su bolsa, otros disponen a su arbitrio, mientras él no abandona las llaves, que le son más caras que las niñas de sus ojos. Mientras él se conforma economizando las migajas de la mesa, todo es en su casa desorden y licencia, todos se burlan de su cólera y previsión vanas. Cada cual es un centinela contra él. Si por casualidad algún mísero criado le trata con afecto, considérale al punto como sospechoso, cualidad a que tan inclinada se muestra la vejez. ¡Cuántas veces le oí alabarse de la sujeción en que tenía a los suyos, de la puntual obediencia y de la reverencia en que todos le tenían! Nunca vi ceguedad semejante.


Ille solus; nescit omnia.509



No sé de ningún otro hombre que realizara prodigios mayores, así naturales como estudiados, para conservarla soberanía   —337→   en su vivienda, en la cual, a pesar de tantos esfuerzos considerábanle como a una criatura. Como el caso más ejemplar que conocí lo cito. Podría dar materia para una controversia escolástica si es conveniente proceder así o de manera distinta. Todo cede ante su presencia, déjase libre curso a su autoridad, jamás se la hace frente. Se le cree, se le teme, se le respeta a su sabor. ¿Despide a un criado? Al punto arregla éste su maleta y desaparece, pero sólo de delante de su presencia: los pasos de la vejez son tan lentos, los sentidos tan turbios, que el criado vivirá y servirá en la propia casa un año entero sin que el anciano lo advierta. Y cuando la ocasión se cree favorable simúlanse cartas suplicantes, llenas de propósitos de la enmienda, por las cuales se congracia de nuevo al fámulo con el amo. ¿Hace el señor algún encargo u operación que no es del gusto de los demás? se la desecha inventando al momento para este fin mil argumentos con que excusar la falta de ejecución o de respuesta. Como ninguna carta llega directamente a sus manos, no lee sino aquellas que los otros quieren. Si por casualidad ve alguna sin consentimiento ajeno, como acostumbra a hacérselas leer en seguida, se encuentra quien fantasee de lo lindo, y un papel injurioso se convierte con la farsa en epístola suplicatoria. En suma, de su casa todas las cosas se ofrecen a sus ojos con una imagen satisfactoria, arreglada de antemano, para no despertar su cólera y mal humor. He visto muchos hogares semejantes en los cuales las economías eran igualmente imaginarias que en éste.

Las mujeres propenden naturalmente a contrariar la voluntad de sus maridos y aprovechan con avidez cuantas ocasiones se les ofrecen para hacerles la guerra; la excusa más insignificante sirve de justificación a su conducta. Conocí una que robaba al suyo en gordo, so pretexto, según declaraba a su confesor, de que sus limosnas fueran más importantes. ¡Fiaos en tan religiosa excusa! Ninguna orden les parece envolver la autoridad requerible si procede de la autoridad del marido; es preciso que ellas la usurpen, con buenos o malos modos, y siempre ofensivamente, para comunicarla el debido peso. Si, como en el caso de que hablé antes, se trata e un pobre viejo con varios hijos, las mujeres empuñan el cetro satisfacen su pasión gloriosamente, como de una común servidumbre arman cábalas con facilidad suma contra la dominación y gobierno del anciano. Si son varones ya mozuelos sobornan fácilmente por los favores o la fuerza al mayordomo, al administrador y a toda la turba de criados. Los que no tienen mujer ni hijos no están expuestos a estas calamidades, pero en cambio caen en otras más grandes. Catón el antiguo decía ya de las costumbres de su tiempo: «Tantos criados, tantos enemigos.» Con este dicho es lícito probar, dadas las ventajas que aquel   —338→   siglo llevaba al nuestro en pureza de costumbres, que Catón quiso decirnos: «Mujer, hijos y criados, todos son nuestros enemigos.» Propio es de la decrepitud el proveernos de los beneficios gratos de inadvertencia, ignorancia y facilidad en dejarnos llevar al engaño. ¡Qué sería de nosotros si nos quejáramos, en estos tiempos en que los jueces que habrían de decidir de nuestras querellas están casi siempre de parte de la juventud e interesados en su predominio! En caso de que yo no advierta tales arterias domésticas, al menos no se me oculta que puedo ser engañado. ¿Podrá nunca encarecerse bastante la superioridad de un amigo comparado a todas estas uniones civiles? Hasta la imagen que veo en la sociedad de los animales, tan religiosa y tan pura, me inspira mayor respeto. Si los demás me engañan, al menos no me engaño yo mismo, ni me forjo la ilusión de creerme tan fuerte que me pueda guardar de las redes que se me tiendan, ni me devano los sesos para alcanzar ese privilegio; para consolarme de tales traiciones encuentro recursos en mi propio ánimo, y lejos de inquietarme ni de atormentarme me hacen más fuerte. Cuando me refieren las desdichas domésticas de alguna persona no me detengo en hacer consideraciones sobre el caso, convierto al punto la vista a mi situación para ver cuál es el estado en que se encuentra, todo lo que acontece al prójimo tiene relación conmigo, la peripecia me sirve de advertencia y me ilumina en cuanto se relaciona particularmente con mis cosas. Todos los días a todas horas decimos de otro lo que con mayor razón debiéramos declarar de nosotros mismos, si supiéramos replegarnos y generalizar nuestras observaciones. De esta manera son muchos los autores que perjudican el interés de su propia causa argumentando temerariamente contra los que atacan y censuran, y lanzando dardos a sus enemigos que con mayor razón debieran ellos recibir.

El difunto mariscal de Montluc, que perdió su hijo, bravo gentilhombre que dejaba entrever grandes esperanzas, en la isla de la Madera, colocaba en primer término entre sus demás pesares, así me lo confesó, el dolor inmenso que desgarraba su pecho por no haber tenido nunca familiaridad con él, y por esa falsa dignidad paternal haber perdido el placer de disfrutar de la afección filial. «Aquel pobre muchacho, decía, jamás vio en mí sino un continente frío, lleno de desdén, y ha muerto creyendo que no he sabido ni amarle ni estimarle según sus méritos. ¿Para qué oculté yo la afección singular que le guardaba mi alma? ¿No era él quien debía gozar enteramente de mi cariño? Me forcé y violenté para mantener el artificio, y perdí hasta el placer de su conversación y de su amistad, pues la suya para mí debió ser bien fría e indiferente, puesto que jamás vio en su padre otra cosa que rudeza y trato tiránicos.» Creo que estos lamentos son justificados, pues conozco por experiencia que   —339→   ningún consuelo hay más dulce en la pérdida de nuestros amigos que el recuerdo de una espontaneidad abierta y de una comunicación cabal. ¡Oh amigo mío!510, ¿valgo yo más por conservar la memoria de nuestra comunicación, o valgo menos? En verdad valgo mucho más. Tu sentimiento me consuela y me honra, y es una grata y piadosa ocupación de mi vida enaltecerlo eternamente. ¿Hay algún placer que pueda equipararse con esta privación?

Yo soy con los míos tan abierto y franco como puedo, y les significo, muy de mi grado cuál es mi voluntad y mi opinión para con todos, en general y particularmente, pues no quiero que se engañen en punto a mis sentimientos. Entre las costumbres peculiares de los antiguos galos, según Julio César, la siguiente estaba muy en boga: los hijos no se presentaban ante sus padres, ni privada ni públicamente, sino a la edad en que eran aptos para el ejercicio de las armas, como si con ello hubieran querido dar a entender que sólo aquélla era la época en que el padre debía acogerlos en su familiaridad y compañía.

He tenido también ocasión de notar otro mal proceder en algunos padres, quienes, no contentos con haber privado a sus hijos durante su larga vida de la parte que legítimamente debieron haber recibido en su fortuna, dejan al morir encomendada a sus mujeres la misma autoridad sobre todos los bienes, y poder para disponer a su arbitrio. Conocí a un señor que ejerció un cargo elevado cerca de nuestros reyes, a quien aguardaba una herencia de más de cincuenta mil escudos anuales, que murió pobre y acribillado de deudas a la edad de cincuenta años; su madre, ya en los de la decrepitud gozaba aún de todos sus bienes por expresa voluntad del padre, quien por su parte vivió cerca de ochenta años; semejante conducta me parece absolutamente, irrazonable. Por lo mismo creo poco favorable para un hombre, cuyo estado de fortuna le procura lo suficiente para vivir, el buscar una mujer que lleve una buena dote al matrimonio; no hay ninguna otra deuda que acarree más trastornos al hogar, mis predecesores practicaron acertadamente esta regla y yo también. Sin embargo, los que nos apartan de las mujeres ricas por temor de que sean altaneras y dominantes, no proceden a derechas, puesto que hacen perder una ventaja real y tangible por temor a una conjetura frívola. Una mujer caprichosa, desprovista, de sensatez, procede siempre a su antojo con fortuna o sin ella; tales mujeres gustan sus propios errores y se complacen en lo que es injusto, como las buenas en el honor que sus acciones virtuosas las procuran; y las buenas prendas de éstas corren parejas con la riqueza, del mismo modo que son más castas sin traba alguna las más hermosas.

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Es prudente encomendar la administración de los intereses a las madres, mientras los hijos están aún en la menor edad, según las leyes ordenan, para el buen manejo de las rentas; pero no recibieron buena educación del padre cuando éste teme que, llegados a la mayor edad, no tengan mayor prudencia y capacidad que su mujer, vista la común debilidad del sexo femenino. Sería, sin embargo, ir en contra de las leyes naturales el que las madres dependieran de la voluntad de los hijos. Debe facilitárselas cuanto necesiten para mantener su rango según la edad y la categoría de su casa, con tanta más razón cuanto que la necesidad y la indigencia sientan peor y son menos soportables a las hembras que a los varones; preferible es que las sufran los hijos mejor que la madre.

En general, la distribución más acertada de nuestros bienes al morir, es la de seguir la costumbre del país en que nacimos; las leyes son más prudentes que nosotros, y es preferible consentir en que nos engañen con sus prescripciones a engañarnos nosotros mismos con las nuestras. Los bienes que poseemos no nos pertenecen en realidad, puesto que por virtud de las leyes, sin anuencia nuestra, se destinan a los que nos suceden en la vida. Y aunque de ellos podemos disponer en algún modo, entiendo que precisa una causa poderosa e incontrovertible para que desposeamos a una persona de lo que la fortuna la había destinado, a cuya posesión de justicia tenía derecho, como creo también que constituye un abuso y una sinrazón contra aquella libertad el servirnos de nuestros caprichos y humor versátil. Mi suerte hizo que no se me presentara ocasión ninguna que me inclinara a desviar mi afección de las personas a quienes legítimamente debía aplicarla, pero veo muchas gentes a quienes es tiempo perdido profesar afección constante: una sola palabra torcidamente interpretada borra las buenas obras realizadas durante diez años consecutivos. ¡Feliz el que acude a punto de ofrecerles su voluntad en el último tránsito! La última acción es la vencedora, no las mejores ni las más asiduas, las más frescas, las más urgentes, son las que producen efecto. Son los que a este tenor proceden gentes que juegan con sus testamentos, como si se tratara de dulces o palos, con que gratificar o castigar las acciones de las personas que los rodean. Un testamento es cosa de gravedad y trascendencia para ser así modificado a cada momento, y las personas sensatas fijan su voluntad de un modo definitivo sin que las muevan otras miras que la razón y la pública observancia. Tomamos demasiado a pechos la cuestión de hacer recaer la herencia en los varones, prometiéndonos con ello dar a nuestros nombres una eternidad ridícula, y pensamos también demasiado las conjeturas vanas de porvenir que nos muestra el espíritu de la infancia. Quién sabes si mis padres hubieran procedido   —341→   con injusticia notoria relegándome a mis demás hermanos por haber sido el menos despejado de todos, el más romo en mi infancia, así en los ejercicios corporales como en los intelectuales. Es una locura confiar demasiado en el testimonio que pueda deducirse de tales adivinaciones; de cien veces nos engañamos noventa. Si alguna excepción existe en esta regla, si puede influir en las disposiciones de nuestra voluntad para con nuestros herederos, solamente es en el caso de alguna deformidad física, defecto constante, incorregible y que acarrea perjuicios graves según los apreciadores de la belleza.

El ingenioso diálogo del legislador de Platón con sus conciudadanos corroborará las ideas enunciadas. «¿Cómo, pues, dicen los testadores, al ver que nuestro fin se acerca, no hemos de disponer conforme nos plazca de lo que nos pertenece? ¡Oh dioses! qué crueldad, el que no nos sea lícito, según que los nuestros nos hayan asistido en nuestras enfermedades, en nuestra vejez, en nuestros negocios, premiarles mejor o peor conforme a nuestro buen entender.» A esto el legislador responde de esta suerte: «Amigos míos, cuya vida va sin duda a abandonarnos, es igualmente difícil e, igualmente difícil el que os conozcáis y el que conozcáis lo que os pertenece, según la doctrina de la inscripción délfica. Yo, que hago las leyes, entiendo que ni vosotros os pertenecéis, ni tampoco son vuestros los bienes que gozáis. De vuestra familia son vuestros bienes y vuestras personas, así de la pasada como de la venidera, pero más todavía al pueblo pertenecen vuestra familia y los bienes de que habéis gozado. Por eso, entiendo que algún adulador, cuando estéis enfermos o seáis caducos, o alguna pasión os conduzca a testar injustamente, os guardaré de ello; teniendo presente siempre el interés general de la ciudad y de vuestra casa; dictaré leyes y establecerá como principio fundamental que las ventajas particulares deben subordinarse a las públicas. Idos sin contrariedad, dulcemente, allí donde el destino común os llama. A mí, que considero las cosas imparcialmente, que cuanto me es dable me preocupo del interés de todos, corresponde el disponer de lo que dejáis.»

Y volviendo a mi tema, entiendo de una manera indudable que son contadísimas las mujeres a quienes la sumisión, salvo la maternal y natural, sea legítimamente debida; sólo los temperamentos débiles, los que son incapaces de poner un dique a la fiebre amorosa, se someten por su mal voluntariamente a ellas; pero esto nada tiene que ver con las viejas, de que aquí se habla. Por esta razón se formuló, y está en vigor, la ley moderna, que priva con estricta justicia a las mujeres de la sucesión regia; la fortuna dio mayor crédito a esta ley en unas naciones que en otras. Es peligroso encomendar a su albedrío la distribución de los bienes entre los hijos que prefieran, pues su   —342→   conducta obedecerá siempre al capricho y al antojo; la inclinación desordenada y gusto enfermizo que las domina en la época del embarazo, llévanlos en todo tiempo impresos en el alma. Generalmente se las ve profesar mayor cariño a los más entecos o a los más tontos, o a los que no se desprendieron todavía de sus brazos; como carecen de reflexión suficiente para distinguir y preferir los de valer mayor, se dejan llevar donde sus inclinaciones naturales las guían, como los animales, que sólo reconocen a sus hijos durante el tiempo en que los amamantan. Por lo demás, la experiencia diaria nos enseña que esa afección natural a que damos tanta importancia, tiene las raíces bien débiles; por un provecho insignificante arrancamos los propios hijos de entre los brazos de sus madres para que críen a los nuestros, y hacemos que encomienden los suyos a alguna nodriza raquítica, en quien nosotros no quisimos confiar, o a una cabra; y las prohibimos, no sólo que amamanten a sus pequeñuelos, sea cual fuere el mal que pueda sobrevenirles, sino también el que les consagren ningún cuidado, para que se empleen con mayor esmero al servicio de los nuestros; y se ve que la mayor parte de esas mujeres adquieren muy luego, por el contacto, una afección bastarda, más vehemente que la natural, hacia su cría; en una palabra, dedican solicitud más grande a los hijos prestados que a los suyos propios. Lo que digo de las cabras es el pan nuestro de cada día; alrededor de mi casa se ven muchas aldeanas que, cuando no pueden dar el pecho a sus hijos, llaman a las cabras en su socorro; dos lacayos me sirven ahora que sólo ocho días recibieron el pecho de sus madres. Las cabras se habitúan en seguida a dar de mamar a las criaturas, las reconocen cuando lloran, y van hacia donde se encuentran. Si se las presenta otro niño que no es el que amamantan, lo rechazan, y el niño hace lo propio cuando le cambian de animal. Días pasados vi uno a quien privaron de la suya, porque su padre la había pedido prestada a un vecino; el niño no pudo acostumbrarse a otra que le presentaron, y la pobre criaturita murió de hambre. Los animales corrompen y bastardean sus afecciones naturales con la misma facilidad que el hombre. Cuenta Herodoto, y no sé hasta qué punto pueda otorgársele crédito, que en cierta región de Libia en que los hombres y las mujeres se unen indistintamente, que los niños de corta edad van derechos al padre aunque esté en medio de la multitud, empujados por el instinto. A veces, sin embargo, creo que deben equivocarse.

Ahora bien, si consideramos esta simple circunstancia de amar a nuestros hijos por haberlos engendrado, lo cual hace que los conceptuemos como seres idénticos a nosotros mismos, debemos reparar en que hay otras cosas que proceden también de nuestro individuo, y que no son menos dignas de   —343→   ser amadas, pues lo que nuestra alma engendra, los partos de nuestro espíritu, las obras de nuestro valer y capacidad, tienen un origen más noble que el corporal y nos pertenecen más en absoluto, porque en ellas somos a la vez el padre y la madre juntos. Estos hijos nos cuestan mucho más caros y nos procuran mayor honor cuando incluyen alguna buena prenda. El valor de los otros es mucho más suyo que nuestro; la parte que en él tenemos es bien insignificante, mientras que toda la belleza, toda la gracia y todo el valer de aquéllos es enteramente nuestro; así que, nos representan y se nos asemejan más vivamente que los hijos de carne y hueso. Dice Platón que son hijos imperecederos que inmortalizan a sus padres y a veces los deifican como sucedió a Licurgo, Solón y Minos. Como las historias están llenas de ejemplos de la afección de estos padres por sus hijos, me ha parecido oportuno traer aquí algunos a cuento. Heliodoro, obispo de Triccala, prefirió perder la dignidad, devoción y provecho de un cargo tan venerable, antes que consentir en abandonar a su hija511, que vive todavía y se mantiene rozagante, aunque quizás demasiado acicalada, adornada y enamorada para descender de un sacerdote. En Roma hubo un Labieno, personaje de valor y autoridad grandes, que entre otras cualidades reunía la de ser un excelente escritor en toda suerte de literatura; era, si no recuerdo mal, hijo de aquel gran Labieno, primero de los capitanes que pelearon bajo las órdenes de César en la guerra de las Galias, y que luego pasó al partido del gran Pompeyo, en el cual se condujo valerosamente hasta que César le derrotó en España. Tuvo el Labieno de que aquí hablo muchos envidiosos de su virtud, y como es natural, los cortesanos y favoritos de los emperadores de su tiempo fueron sus enemigos por el odio a la tiranía que de su padre había heredado, y del cual sin duda estaban impregnados sus escritos y sus libros. Persiguiéronle sus adversarios ante la magistratura de Roma y consiguieron que algunas de sus obras fueran condenadas al fuego. Con Labieno comenzaron a destruirse en Roma los engendros, libros y desvelos, de los grandes hombres; después se exterminaron muchos otros. Era, por lo visto, demasiado reducido el campo donde ejercemos nuestra crueldad, y necesitábamos llevar a él hasta las cosas que la naturaleza eximió de todo dolor y sufrimiento, como las invenciones de nuestro espíritu, teníamos necesidad de infiltrar los males corporales a la disciplina y a los monumentos de las musas. Labieno no pudo sufrir la destrucción de sus obras ni sobrevivir a la pérdida de las hijas a quienes había dado vida, y se hizo conducir y encerrar vivo en el monumento funerario de   —344→   sus antepasados, donde encontró la muerte y juntamente la sepultura.

Es difícil hallar ninguna otra pasión paternal que iguale a ésta en vehemencia. Casio Severo, hombre elocuentísimo, amigo de Labieno, al ver quemados sus libros, exclamó que por igual sentencia debían condenarle a él a ser abrasado vivo, porque guardaba y conservaba en su memoria lo que sus obras contenían. Análogo accidente aconteció a Cremacio Cordo, que fue acusado de haber alabado en sus escritos a Bruto y Casio; aquel senado perverso, servil y corrompido, digno de un monarca peor que Tiberio, condenó al fuego sus obras. Cremacio se sintió contento partiendo en compañía de ellas, y se dejó morir de hambre. El buen Lucano, condenado a muerte por el malvado Nerón, hallándose en los últimos instantes de su vida, no quedándole ya ni sangre, pues casi toda había salido por las venas de sus brazos, que se hizo abrir por su médico para morir, y viendo que la frialdad ganaba ya las extremidades de sus miembros e iba acercándose a las partes vitales, el último recuerdo que conservó su memoria fueron algunos versos de su poema La Farsalia; cerró los ojos mientras sus labios recitaban sus cadenciosas estancias. Era aquélla una tierna y paternal despedida que tributaba a sus hijos, a semejanza de los adioses y oprimidos abrazos que damos a los nuestros cuando abandonamos el mundo, al par que el resultado de la natural inclinación que trae a nuestro recuerdo en la hora suprema las cosas que nos fueron más caras durante nuestra vida.

¿Pensamos acaso que Epicuro al morir atormentado por los horribles dolores de un cólico, y que, según refiere, abandonaba el mundo con el consuelo que le procuraba la hermosa doctrina que predicó, hubiera recibido igual contento en el caso de haber dejado buen número de hijos bien nacidos y educados? ¿y que si de él hubiera dependido la elección entre dejar un hijo contrahecho y mal nacido o un libro insignificante, no habría optado por lo segundo? Y no solamente Epicuro, cualquier hombre de su valer hubiese preferido el mal segundo al primero. Acaso sea impiedad suponer que san Agustín, por ejemplo, habría preferido la pérdida de sus hijos, de haberlos tenido, a la de sus obras, de las cuales nuestra religión recibe tan gran provecho. Yo no sé si hubiera preferido mucho más engendrar uno lleno de gallardía, fruto de la unión con las musas, que otro nacido del contacto con mi mujer. A este libro, tal cual es, todo cuanto le consagro lo hago pura o irrevocablemente, cual si se tratara de una criatura de carne y hueso. El poco bien que de mí ha recibido no está a mi disposición; puede saber muchas cosas que yo he olvidado y haber acogido de mi pluma lo que yo no retengo, de tal suerte que para conocerlo tuviere que recurrir a él como cualquiera persona   —345→   extraña; si yo soy más prudente que mi libro, éste es más rico que yo. Pocos hombres hubo consagrados a la poesía que no se glorificaran más de haber engendrado la Eneida que el joven más hermoso de Roma, y que no experimentaran menos duelo perdiendo lo segundo que lo primero, pues según Aristóteles, el poeta es entre todos los obreros el más enamorado de su obra. Difícil es suponer que Epaminondas, que se alababa de haber dejado por toda descendencia dos hijas que honrarían un día la memoria de su padre (hablaba de las dos nobles victorias que ganara a los lacedemonios) hubiera consentido en trocarlas por las más lindas doncellas de toda la Grecia; y también que Alejandro y César desearan jamás verse privados de la grandeza de sus gloriosas acciones guerreras por el deseo de tener hijos herederos, por perfectos y cumplidos que hubieran sido. Dudo también que Fidias, u otro escultor excelente, prefirieran tanto la conservación de los suyos, como la de una genial imagen engendrada a costa de labor ruda y conforme a las reglas del arte. Y en cuanto a esas pasiones extraviadas y furiosas que alguna vez arrastraron a los padres al amor de sus hijas y a las madres al de sus hijos, vense igualmente en la paternidad intelectual. Pruébalo lo que se cuenta de Pigmalión, quien habiendo modelado una estatua de mujer de belleza singular, enamorose tan perdidamente de su obra que fue preciso para calmar su rabia que los dioses la dieran vida:


Tentatum mollescit ebur, positoque rigore
subsidit digitis.512






ArribaAbajoCapítulo IX

De las armas de los partos


Considero como una costumbre viciosa y afeminada el que la nobleza de nuestra época no se decida a tomar las armas sino cuando a ello la obliga una necesidad extrema, y el que las deponga tan pronto como el peligro dé alguna muestra de desaparecer, por ligera que sea. Nacen de aquí varios inconvenientes y desórdenes; cada cual grita y corre a buscar las armas en el momento mismo de a batalla, mientras unos se ocupan en sujetarse la coraza, sus compañeros están ya derrotados. Nuestros padres daban a guardar sólo su celada, sus guantes y su lanza, pero no abandonaban el resto de su equipo mientras la guerra no era concluida. Hoy en nuestras tropas reinan el desorden y la desorganización por la confusión de los   —346→   bagajes y por los criados que no pueden apartarse de sus amos, de quienes cuidan las armas. Tito Livio, hablando de nuestras antiguas tropas, dice: Intolerantissima laboris corpora vix arma humeris gerebant513. Muchas naciones van todavía a la guerra, e iban también en lo antiguo, sin ninguna armadura, o se resguardaban sólo con defensas insignificantes.


Tegmina queis capitum, raptus de subere cortex.514



Alejandro, el capitán más arrojado que hayan visto los siglos, casi nunca, usó de armaduras en los combates. Los que entre nosotros las desdeñan no ponen con ello su vida en grave riesgo, pues si hay quien muere por hallarse desprovisto de arnés, no es menor el número de aquellos a quienes perdió el embarazo de las armas, al hallarse imposibilitados de movimiento bajo el peso de la coraza. En verdad, al ver el espesor de las nuestras y su peso, diríase que en ellas no buscamos sino la defensa; la opresión es mucho mayor que el resguardo que nos procuran. Sólo con soportar tal cargamento tenemos labor sobrada para el empleo de todas nuestras fuerzas, cual si el combate quedara reducido al choque de las armaduras, como si no tuviéramos la misma obligación de defenderlas que ellas de defendernos a nosotros. Tácito pinta con tonos burlescos a los guerreros galos, quienes iban armados de tal suerte que sólo podían sostenerse, pues no había medio de que atacaran ni de que fueran atacados, ni tampoco podían levantarse cuando se les derribaba. Viendo Luculo a los soldados medas, que formaban la vanguardia del ejército de Tigranes, agobiados bajo el peso de los arneses, y careciendo por tanto de desenvoltura, encerrados como estaban en una prisión de hierro, juzgó por ello que los derrotaría sin dificultad, y, en efecto, por ellos comenzó el ataque, que fue el principio de la victoria. Al presente que los mosqueteros preponderan, me parece que se hallará a mano algún invento con que emparedarnos para librarnos de sus disparos e iremos a la guerra embutidos en baluartes, semejantes a los que los antiguos hacían llevar a sus elefantes.

Esta manera de combatir se aparta bastante del procedimiento que practicaba Escipión el joven, el cual censura duramente a sus soldados por haber esparcido trampas bajo el agua, en el lugar del foso, por donde los moradores de una ciudad que sitiaba podían salirles al encuentro; decíales que los sitiadores debían preocuparse de atacar; no   —347→   de temer; y suponía razonablemente que tal precaución, podía adormecer su vigilancia para resguardarse. A un soldado romano que hacía ostentación de la hermosura y solidez de su escudo, díjole: «En efecto, es hermoso, pero el soldado romano debe tener mayor confianza en la mano derecha que en la izquierda.»

La costumbre de no llevar puestas las armaduras constantemente, hace que no podamos soportar su peso


L'usbergo in dosso aveano, e l'elmo in testa,
dui di questi guerrier, dei quali io canto,
ne notte o di, doppo ch'entrato in questa
stanza, gli aveano mai messi da canto;
che facile a portar come la vesta
era lor, perche in uso l'avean tanto.515



El emperador Caracalla marchaba a pie, armado de todas armas, al frente de sus tropas. La infantería romana llevaba no sólo el morrión, la espada y el escudo (según Cicerón estaba tan habituada a llevar las armas, que éstas la molestaban tan poco como las piernas y los brazos), arma enim, membra militis esse dicunt516, sino también los víveres de que había menester para pasar quince días, y cierto número de estacas para construir las fortificaciones hasta sesenta libras de peso. Los soldados de Mario, así cargados, iban al combate y eran capaces de recorrer cinco leguas en cinco horas, o seis cuando estaban de prisa. Su disciplina militar era mucho más ruda que la nuestra, así que los resultados eran también mejores. Escipión el joven, al reformar el ejército que operaba en España, ordenó a sus soldados que no comieran sino de pie y nada cocido. A propósito de lo aguerrido de los antiguos ejércitos merece citarse el rasgo siguiente: encontrándose en campaña, un soldado lacedemonio fue censurado por haberle visto bajo cubierto en una casa. Estaban tan hechos a la fatiga que era vergonzoso encontrarlos bajo otro techo que no fuera el del firmamento, sea cual fuese el tiempo que hiciera. Nuestros soldados serían incapaces de soportar tales pruebas.

Amiano Marcelino, hombre habituado, a las guerras romanas, advierte la manera cómo se armaban los partos, con tanto mayor interés cuanto que se apartaba mucho de lo acostumbrado en aquéllas. «Llevaban, dice, unas armaduras tejidas a la manera de plumas pequeñas, que en nada impedían los movimientos del cuerpo; y sin embargo   —348→   eran de solidez tal que repelían los dardos cuando chocaban con ellas.» (Eran los caparazones de que nuestros antepasados acostumbraban a servirse.) En otro lugar añade: «Sus caballos eran fuertes y resistentes, iban cubiertos de cuero grueso, y los jinetes estaban armados de pies a cabeza con espesas planchas de hierro, dispuestas de tal modo que les permitían entera libertad en sus movimientos. Hubiérase dicho al verlos que eran hombres de hierro, pues usaban caretas tan bien ajustadas, y que representaban tan al natural los rasgos del semblante, que no había posibilidad de herirlos sino por dos agujerillos redondos que correspondían a los ojos, por los cuales recibían una poca luz, o por las rendijas que correspondían a las ventanas de la nariz, por donde respiraban con bastante dificultad.»


Flexilis inductis animatur lamina membris,
horribilis visu; credas simulacra moveri
ferrea, cognatoque viros spiraro metallo.
par vestitus equis: ferrata fronte minantur,
ferratosque movent, securi vulneris, armos.517



He ahí una descripción que se asemeja mucho al equipo de un guerrero francés, cubierto y recubierto de pesado hierro. Refiere Plutarco que Demetrio mandó hacer para él y para Alcimo, el primer capitán que tenía a sus órdenes, dos armaduras que pesaban ciento veinte libras cada una. Las entre ellos generalmente usadas no pesaban más que sesenta.




ArribaAbajoCapítulo X

De los libros


Bien sé que con frecuencia me acontece tratar de cosas que están mejor dichas y con mayor fundamento y verdad en los maestros que escribieron de los asuntos de que hablo. Lo que yo escribo es puramente un ensayo de mis facultades naturales, y en manera alguna del de las que con el estudio se adquieren; y quien encontrare en mí ignorancia no hará descubrimiento mayor, pues ni yo mismo respondo de mis aserciones ni estoy tampoco satisfecho de mis discursos. Quien pretenda buscar aquí ciencia, no se encuentra para ello en el mejor camino, pues en manera alguna hago yo profesión científica. Contiénense en estos ensayos mis fantasías, y con ellas no trato de explicar las cosas, sino sólo de darme a conocer a mí mismo; quizás éstas me serán algún día conocidas, o me lo fueron ya, dado que el   —349→   acaso me haya llevado donde las cosas se hallan bien esclarecidas; yo de ello no me acuerdo, pues bien que sea hombre que amo la ciencia, no retengo sus enseñanzas; así es que no aseguro certeza alguna, y sólo trato de asentar el punto a que llegan mis conocimientos actuales. No hay, pues, que fijarse en las materias de que hablo, sino en la manera como las trato, y en aquello que tomo a los demás, téngase en cuenta si he acertado a escoger algo con que realzar o socorrer mi propia invención, pues prefiero dejar hablar a los otros cuando yo no acierto a explicarme tan bien como ellos, bien por la flojedad de mi lenguaje, bien por debilidad de mis razonamientos. En las citas aténgome a la calidad y no al número; fácil me hubiera sido duplicarlas, y todas, o casi todas las que traigo a colación, son de autores famosos y antiguos, de nombradía grande, que no han menester de mi recomendación. Cuanto a las razones, comparaciones y argumentos, que trasplanto en mi jardín, y confundo con las mías, a veces he omitido de intento el nombre del autor a quien pertenecen, para poner dique a la temeridad de las sentencias apresuradas que se dictaminan sobre todo género de escritos, principalmente cuando éstos son de hombres vivos y están compuestos en lengua vulgar; todos hablan se creen convencidos del designio del autor, igualmente vulgar; quiero que den un capirotazo sobre mis narices a Plutarco y que injurien a Séneca en mi persona, ocultando mi debilidad bajo antiguos e ilustres nombres. Quisiera que hubiese alguien que, ayudado por su claro entendimiento señalara los autores a quienes las citas pertenecen, pues como yo adolezco de falta de memoria, no acierto a deslindarlas; bien comprendo cuáles son mis alcances, mi espíritu es incapaz de producir algunas de las vistosas flores que están esparcidas por estas páginas, y todos los frutos juntos de mi entendimiento no bastarían a pagarlas. Debo, en cambio, responder de la confusión que pueda haber en mis escritos, de la vanidad u otros defectos que yo no advierta o que sea incapaz de advertir al mostrármelos; pero la enfermedad del juicio es no echarlos de ver cuando otro pone el dedo sobre ellos. La ciencia y la verdad pueden entrar en nuestro espíritu sin el concurso del juicio, y éste puede también subsistir sin aquéllas: en verdad, es el reconocimiento de la propia ignorancia uno de los más seguros y más hermosos testimonios que el juicio nos procura. Al transcribir mis ideas, no sigo otro camino que el del azar; a medida que mis ensueños o desvaríos aparecen a mi espíritu voy amontonándolos: una veces se me presentan apiñados, otras arrastrándose penosamente y uno a uno. Quiero exteriorizar mi estado natural y ordinario, tan desordenado como es en realidad, y me dejo llevar sin esfuerzos ni artificios; no hablo sino de cosas cuyo desconocimiento es lícito y de las cuales puede tratarse   —350→   sin preparación y con libertad completa. Bien quisiera tener más cabal inteligencia de las cosas, pero no quiero comprarla por lo cara que cuesta. Mi designio consiste en pasar apacible, no laboriosamente, lo que me resta, de vida; por nada del mundo quiero romperme la cabeza, ni siquiera por la ciencia, por grande que sea su valer.

En los libros sólo busco un entretenimiento agradable, si alguna vez estudio, me aplico a la ciencia que trata del conocimiento de mí mismo, la cual me enseña el bien vivir y el bien morir:


Has meus ad metas sudet oportet, equus.518



Las dificultades con que al leer tropiezo, las dejo a un lado, no me roo las uñas resolviéndolas, cuando he insistido una o dos veces. Si me detengo, me pierdo, y malbarato el tiempo inútilmente; pues mi espíritu es de índole tal que lo que no ve desde luego, se lo explica menos obstinándose. Soy incapaz de hacer nada mal de mi grado, ni que, suponga esfuerzo; la continuación de una misma tarea, lo mismo que el recogimiento excesivo aturden mi juicio, lo entristecen y lo cansan; mi vista se trastorna y se disipa, de suerte que tengo que apartarla y volverla a fijar repetidas veces, a la manera como para advertir el brillo de la escarlata se nos recomienda pasar la mirada por encima en diversas direcciones y reiteradas veces. Cuando un libro me aburre cojo otro, y sólo me consagro a la lectura cuando el fastidio de no hacer nada empieza a dominarme. Apenas leo los nuevos, porque los antiguos me parecen más sólidos y sustanciosos; ni los escritos en lengua griega, porque mi espíritu no puede sacar partido del ínfimo conocimiento que del griego tengo.

Entre los libros de mero entretenimiento me placen entre los modernos El Decamerón, de Boccaccio, el de Rabelais, y el titulado Besos519, de Juan Segundo. Los Amadises y otras obras análogas, ni siquiera cuando niño me deleitaron. ¿Añadiré además, por osado o temerario que parezca, que esta alma adormecida no se deja cosquillear por Ariosto, ni siquiera por el buen Ovidio? La espontaneidad y facundia de éste me encantaron en otro tiempo, hoy apenas si me interesan. Expongo libremente mi opinión sobre todas las cosas, hasta sobre las que sobrepasan mi capacidad y son ajenas a mi competencia; así que los juicios que emito dan la medida de mi entendimiento, en manera alguna la de las cosas mismas. Si yo digo que no me gusta el Axioca de Platón520, por ser una obra floja, si se   —351→   tiene en cuenta la pluma que lo escribió, no tengo cabal seguridad en mi juicio, porque su temeridad no llega a oponerse al dictamen de tantos otros famosos críticos antiguos, que considera cual gobernadores y maestros, con los cuales preferiría engañarse. Mi entendimiento se condena a sí mismo, bien de detenerse en la superficie, porque no puede penetrar hasta el fondo, bien de examinar la obra bajo algún aspecto que no es el verdadero. Mi espíritu se conforma con librarse del desorden o perturbación, pero reconoce y confiesa de buen grado su debilidad. Cree interpretar acertadamente las apariencias que su concepción le muestra, las cuales son imperfectas y débiles. Casi todas las poesías de Esopo encierran sentidos varios; los que las interpretan mitológicamente eligen sin duda un terreno que cuadra bien a la fábula; mas proceder así es detenerse en la superficie; cabe otra interpretación más viva, esencial e interna, a la cual no supieron llegar los eruditos. Yo prefiero el segundo procedimiento.

Mas, siguiendo con los autores, diré que siempre coloqué en primer término en la poesía a Virgilio, Lucrecio, Catulo y Horacio; considero las Geórgicas como la obra más acabada que pueda engendrar la poesía; si se las compara con algunos pasajes de la Eneida, se verá fácilmente que su autor hubiera retocado éstos, de haber tenido tiempo para ello. El quinto libro del poema me parece el más perfecto. Lucano también es de mi agrado, y lo leo con sumo placer, no tanto por su estilo como por la verdad que encierran sus opiniones y juicios. Por lo que respecta al buen Terencio y a las gracias y coqueterías de su lengua, tan admirable me parece, por representar a lo vivo los movimientos de nuestra alma y la índole de nuestras costumbres, que en todo momento nuestra manera de vivir me recuerda sus comedias; por repetidas que sean las veces que lo lea, siempre descubro en él alguna belleza o alguna gracia nuevas. Quejábanse los contemporáneos de Virgilio de que algunos comparasen con Lucrecio al autor de la Eneida; también yo creo que es una comparación desigual, mas no la encuentro tan desacertada cuando me detengo en algún hermoso pasaje de Lucrecio. Si tal parangón les contrariaba, ¿qué hubieran dicho de los que hoy le comparan, torpe, estúpida y bárbaramente con Ariosto, y qué pensaría Ariosto mismo?


O seclum insipiens et inficetum!521



Me parece que los antiguos debieron lamentarse más de los que equipararon a Plauto y Terencio (éste muestra bien su aire de nobleza), que de los que igualaron Lucrecio a Virgilio. Para juzgar del mérito de aquéllos y conceder a Terencio   —352→   la primacía, constituye una razón poderosa el que el padre de la elocuencia romana profirió con frecuencia su nombre como el único en su línea, y la sentencia que el juez más competente de los poetas latinos emitió sobre Plauto. Algunas veces he considerado que los que en nuestro tiempo escriben comedias, como los italianos, que son bastante diestros en el género, ingieren tres o cuatro argumentos, como los que forman la trama de las de Terencio o de Plauto, para componer una de las suyas; en una sola amontonan cinco o seis cuentos de Boccaccio. Y lo que les mueve a cuajarlas de peripecias es la desconfianza de poder sostener el interés con sus propios recursos; es preciso que dispongan de algo sólido en que apoyarlas, y no pudiendo extraerlo de su numen, quieren que los cuentos nos diviertan. Lo contrario acontece con Terencio, cuyas perfecciones y bellezas nos hacen olvidar sus argumentos; su delicadeza y coquetería nos detienen en todas las escenas; es un autor agradable por todos conceptos,


Liquidus, puroque simillimus anni522,



y llena de tal suerte nuestra alma con sus donaires que nos hace olvidar los de la fábula. Esta consideración me lleva de un modo natural a las siguientes: los buenos poetas antiguos evitaron la afectación y lo rebuscado, no sólo de los fantásticos ditirambos españoles y petrarquistas sino también de los ribetes mismos que constituyen el ornato de todas las obras poéticas de los siglos sucesivos. Así que, ningún censor competente encuentra defectos en aquellas obras, como tampoco deja de admirar infinitamente más entre las de Catulo la pulidez, perpetua dulzura y florida belleza de sus epigramas, comparadas con los aguijones con que Marcial aguza los suyos.

Lo propio que dije ha poco sienta también Marcial cuando escribe: Minus illi ingenio laborandum fuit, in cuius locum materia successerat523.

Los viejos poetas, sin conmoverse ni enfadarse, logran el efecto que buscan; sus obras son desbordantes de gracia y para alcanzarla no necesitan violentarse. Los modernos han menester de socorros ajenos; a medida que el espíritu les falta necesitan mayor cuerpo; montan a caballo porque no son suficientemente fuertes para andar sobre sus piernas, del propio modo que en nuestros bailes los hombres de baja extracción que ejercen el magisterio de la danza, como carecen del decoro y apostura de la nobleza, pretenden recomendarse dando peligrosos saltos y efectuando movimientos extravagantes a la manera de los acróbatas;   —353→   las damas representan un papel más lucido cuando las danzas son mas complicadas que en otras en que se limitan a marchar con toda naturalidad representando el porte ingenuo de su gracia ordinaria; he reparado también que los payasos que ejercen su profesión diestramente sacan todo el partido posible de su arte aun estando vestidos sencillamente, con la ropa de todos los días, mientras que los aprendices, cuya competencia es mucho menor, necesitan enharinarse la cara, disfrazarse y hacer multitud de muecas y gesticulaciones salvajes para movernos a risa. Mi opinión aparecerá más clara comparando la Eneida con el Orlando: en la primera se ve que el poeta se mantiene en las alturas con sostenido vuelo y continente majestuoso, siguiendo derecho su camino; en el segundo el autor revolotea y salta de cuento en cuento, como los pajarillos van de rama en rama, porque no confían en la resistencia de sus alas sino para hender un trayecto muy corto, deteniéndose a cada paso porque temen que les falten el aliento y las fuerzas:


Excursusque breves tentat.524



He ahí, pues, los poetas que son más de mi agrado.

Cuanto a los autores en que la enseñanza va unida al deleite, en los cuales aprendo a poner orden en mis ideas y en mi vida, los que más me placen son Plutarco, desde que Amyot lo trasladó a nuestra lengua, y Séneca el filósofo. Ambos tienen para mí la incomparable ventaja, que se acomoda maravillosamente con mi modo de ser, de verter la doctrina que en ellos busco de una manera fragmentaria, y por consiguiente no exigen lecturas dilatadas, de que me siento incapaz: los opúsculos de Plutarco y las epístolas de Séneca constituyen la parte más hermosa de sus escritos al par que la más provechosa. Para emprender tal lectura no he menester de esfuerzo grande, y puedo abandonarla allí donde bien me place, pues ninguna dependencia ni enlace hay entre los capítulos de ambas obras. Estos dos autores coinciden en la mayor parte de sus apreciaciones e ideas útiles y verdaderas; la casualidad hizo que vieran la luz en el mismo siglo; uno y otro fueron preceptores de dos emperadores romanos, uno y otro fueron nacidos en tierra extranjera, ambos fueron ricos poderosos. La instrucción que procuran es la flor de la filosofía, que presentan de una manera sencilla y sabia. El estilo e Plutarco es uniforme y sostenido, el de Séneca culebrea y se diversifica; éste ejecuta todos los esfuerzos posibles para procurar armas a la virtud contra la flaqueza, el temor y las inclinaciones viciosas. Plutarco parece no tener tanta cuenta del esfuerzo, es más indulgente, y profesa las apacibles   —354→   ideas platónicas acomodables a la vida. Las de Séneca son estoicas o de Epicuro, y se apartan más del uso común, pero en cambio, a mi entender, son más ventajosas y sólidas, particularmente aplicadas. Diríase que Séneca transige algún tanto con la tiranía imperial, pues yo entiendo que si condena la causa de los generosos matadores de César los condena violentando su espíritu. Plutarco se muestra enteramente libre en todo. Séneca abunda en matices; Plutarco en acontecimientos, hechos y anécdotas. El primero nos emociona y conmueve, el segundo nos procura mayor agrado y provecho. Plutarco nos guía, Séneca nos empuja.

Por lo que toca a Cicerón, lo que de él prefiero son las obras que tratan particularmente la moral. Mas a confesar abiertamente la verdad, y puesto que se franqueó ya la barrera, la timidez sería inoportuna, su manera de escribir me parece pesada, lo mismo que cualquiera otra que se la asemeje: sus prefacios, definiciones, divisiones y etimologías consumen la mayor parte de su obra, y la médula, lo que hay de vivo y provechoso queda ahogado por aprestos tan dilatados. Si le leo durante una hora, lo cual es mucho para mí, y trato luego de recordar la sustancia que he sacado, casi siempre lo encuentro vano, pues al cabo de ese o no llego aún a los argumentos pertinentes al asunto de que habla, ni a las razones que concretamente se refieren a las ideas que persigo. Para mí, que no trato de aumentar mi elocuencia, ni mi saber, sino mi prudencia, tales procedimientos, lógicos y aristotélicos, son inadecuados; yo quiero que se entre desde luego en materia, sin rodeos ni circunloquios; de sobra conozco lo que son la muerte o el placer, no necesito que nadie se detenga en anatomizarlos. Lo que yo busco son razones firmes y sólidas que me enseñen desde luego a sostener mi fortaleza, no sutilezas gramaticales; la ingeniosa contextura de palabras y argumentaciones para nada me sirve. Quiero razonamientos que descarguen, desde luego, sobre lo más difícil de la duda; los de Cicerón languidecen alrededor del asunto: son útiles para la discusión, el foro o el púlpito, donde nos queda el tiempo necesario para dormitar, y dar un cuarto de hora después de comenzada la oración con el hilo del discurso. Así se habla a los jueces, cuya voluntad quiere ganarse con razón o sin ella, a los niños y al vulgo, para quienes todo debe explanarse con objeto de ver lo que produce mayor efecto. No quiero yo que se gaste el tiempo en ganar mi atención, gritándome cincuenta veces: «Ahora escucha», a la manera de nuestros heraldos. En su religión los romanos, decían hoc age, para significar lo que en la nuestra expresamos con el sursum corda; son para mí palabras inútiles, porque me encuentro preparado de antemano. No necesito salsa ni incentivo, puedo comer perfectamente la carne   —355→   cruda, así que, en lugar de despertar mi apetito con semejantes preparativos, se me debilita y desaparece. La irrespetuosidad de nuestro tiempo consentirá acaso que declare, sacrílega y audazmente, que encuentro desanimados los diálogos de Platón; las ideas se ahogan en las palabras, y yo lamento el tiempo que desperdicia en interlocuciones dilatadas e inútiles un hombre que tenía tantas cosas mejores que decir. Mi ignorancia de su lengua me excusara si digo que no descubro ninguna belleza en su lenguaje. En general, me gustan más los libros en que la ciencia se trata que los que la teorizan. Plutarco, Séneca, Plinio y otros escritores análogos no lechan mano del hoc age; se las han con gentes ya adiestradas, y si se sirven de aquella advertencia es porque tiene su significación aparte. Leo también con placer las epístolas a Atico, no sólo porque contienen una instrucción muy amplia de la historia y de las cosas de su tiempo, sino más principalmente porque descubren sus privadas inclinaciones, pues me inspira curiosidad singular, como he dicho en otra parte, el conocimiento del espíritu y los juicios ingenuos de mis autores. Puede formarse idea del mérito de los mismos, mas no de sus costumbres ni de sus personas, por el aparato fastuoso de sus escritos, que muestran al mundo. Mil veces he lamentado la pérdida del libro que Bruto compuso sobre la virtud, porque procura placer tener conocimiento de la teoría de aquellos mismos que tan a maravilla se condujeron en la práctica. Y porque son cosas que difieren esencialmente el predicar del obrar, así gusto de Bruto en las biografías de Plutarco como en él mismo; me agradaría más saber a ciencia cierta la conversación que sostuvo en su tienda de campana con sus amigos íntimos, la víspera de una batalla, que lo que al día siguiente de la misma decía a sus soldados; más las ocupaciones que llenaban su tiempo en su gabinete que lo que hacía en la plaza pública y en el Senado. Respecto a Cicerón, participo de la opinión general; creo que, aparte de la ciencia, no había muchas excelencias en su alma; era buen ciudadano, de naturaleza bonachona, como en general suelen serlo los hombres gordos y alegres que como él son abundantes en palabras; mas la blandura y vanidad ambiciosa entraban por mucho en su carácter. No es posible excusarle de haber considerado sus poesías dignas de ver la luz pública, pues, si bien no constituye delito el escribir malos versos, lo es el no haber sabido conocer cuán indignos eran los suyos de la gloria de su nombre. En punto a su elocuencia, entiendo que no hay quien pueda comparársele, y creo que nadie jamás llegará a igualarle en lo porvenir. El joven Cicerón, que sólo en el nombre se asemejó a su padre, hallándose mandando en Asia, congregó una vez en su mesa a algunos extranjeros, entre los cuales se   —356→   hallaba Cestio, colocado en un extremo, como suelen deslizarse a veces los intrusos en los banquetes de los grandes. El anfitrión preguntó quién era a uno de sus criados, el cual le dijo su nombre; mas como Cicerón estuviera distraído y no parara mientes en la respuesta, insistió de nuevo en la pregunta dos o tres veces; entonces el sirviente, por no contestar siempre con palabras idénticas, con objeto de dar a conocer a Cestio por alguna particularidad, añadió: «Es la persona de quien se os ha dicho que no hace gran caso de la elocuencia de vuestro padre comparada con la suya.» Molestado súbitamente Cicerón, ordenó que cogieran al pobre Cestio, o hizo que le azotaran en su presencia. ¡Huésped descortés, en verdad! Entre los mismos que juzgaron incomparable la elocuencia del orador romano, hubo algunos que no dejaron de encontrarla también defectos. Bruto, su amigo decía que era una elocuencia desquiciada y derrengada: fractam et elumbem. Los oradores posteriores a Cicerón reprendieron en él la cadencia extremada y mesurada del final de sus períodos, e hicieron notar las palabras esse videatur, que con tanta frecuencia empleaba. Yo prefiero una cadencia más rápida, cortada en yambos. Alguna vez adopta un hablar más rudo, pero en sus discursos menudean más los párrafos medidos, simétricos y rítmicos. En uno de ellos recuerdo haber leído: Ego vero me minus diu senem esse malem, quam esse senem ante, quam essem525.

Los historiadores son mi fuerte. Son gratos y gustosos, y en ellos se encuentra la pintura del hombre, cuyo conocimiento busco siempre; tal diseño es más vivo y más cabal en aquéllos que en ninguna otra clase de libros; en los historiadores se encuentra la verdad y variedad de las condiciones internas de la personalidad humana, en conjunto y en detalle; la diversidad de medios de sus uniones y los accidentes que las amenazan. Así que, entre los que escriben las vidas de personajes célebres, prefiero los que se detienen más en las consideraciones que en la relación de los sucesos, más en lo que deriva del espíritu que en lo que en el exterior acontece; por eso Plutarco es en todos los respectos mi autor favorito. Lamento que no tengamos una docena de Laercios, o al menos que el que tenemos no sea más extenso y más explícito; pues me interesa por igual la vida de los que fueron grandes preceptores del mundo como también el conocimiento de la diversidad de sus opiniones y el de sus caprichos. En punto a obras históricas, deben hojearse todas sin distinción; deben leerse toda suerte de autores, así los antiguos como los modernos, los franceses como los que no lo son, para tener idea de los   —357→   diversos asuntos de que tratan. Julio César me parece que merece singularmente ser digno de estudio, y no ya sólo en concepto de historiador, sino también como hombre; tan grandes son su excelencia y perfección, cualidades en que sobrepasa a todos los demás, aunque Salustio sea también autor de gran mérito. Yo leo a César con reverencia y respeto mayores de los que generalmente se emplean en las obras humanas; ya lo considero en sí mismo, en sus acciones y en lo milagroso de su grandeza; ya reparo en la pureza y pulidez inimitable de su lenguaje, en que sobrepasó no sólo a todos los historiadores, como Cicerón dice, sino, a trechos, a Cicerón mismo; habla de sus propios enemigos con sinceridad tal que, salvo las falsas apariencias con que pretendo revestir la causa que defiende y su ambición pestilente, entiendo que puede reprochársele el que no hable más de sí mismo: tan innumerables hazañas no pudieron ser realizadas por él a no haber sido más grande de lo que realmente se nos muestra en su libro.

Entre los historiadores prefiero los que son muy sencillos a los maestros en el arte. Los primeros, que no ponen nada suyo en los sucesos que historian y emplean toda su diligencia en recoger todo lo que llegó a su noticia, registrando a la buena de Dios todo cuanto pueden, sin escogitación ni elección, dejando nuestro juicio en libertad cabal para el conocimiento de la verdad; tal, por ejemplo, el buen Froissard, el cual caminó en su empresa de manera tan franca o ingenua que, cuando incurre en un error, no tiene inconveniente en reconocerlo y corregirlo tan luego como ha sido advertido; Froissard nos muestra la multiplicidad misma de los rumores que corrían sobre un mismo suceso y las diversas relaciones que se le hacían; compuso la historia sin adornos ni formas rebuscadas, y en sus crónicas cada cual puede sacar tanto provecho como entendimiento tenga. Los maestros en el género tienen la habilidad de escoger lo que es digno de ser sabido; aciertan a elegir de dos relaciones o testigos el más verosímil; de la condición y temperamento de los príncipes, deducen máximas, atribuyéndoles palabras adecuadas, y proceden acertadamente al escribir con autoridad y acomodar nuestras ideas a las suyas, lo cual, la verdad sea dicha, está en la mano de bien pocos. Los historiadores medianos, que son los más abundantes, todo lo estropean y malbaratan; quieren servirnos los trozos mascados, permítense emitir juicios, y por consiguiente inclinar la historia a su capricho, pues tan pronto como la razón se inclina de un lado ya no hay, medio hábil de enderezarla del otro; permítense además escoger los sucesos dignos de ser conocidos y nos ocultan con sobrada frecuencia tal frase o tal acción privada, que sería más interesante para nosotros; omiten como cosas inverosímiles o increíbles todo lo que no entienden, y acaso   —358→   también por no saberlo expresar en buen latín o en buen francés. Lícito es que nos muestren su elocuencia y su discurso y que juzguen a su manera, pero también lo es el que nos consientan juzgar luego que ellos lo hayan hecho, y mucho más aún el que no alteren nada ni nos dispensen de nada, por sus acortamientos y selecciones, de la materia que tratan; deben mostrárnosla pura y entera bajo todos sus aspectos.

Generalmente se elige para desempeñar esta tarea, sobre todo en nuestra época, a personas vulgares, por la exclusiva razón de que son atinadas en el bien hablar, como si en la historia buscáramos el aprendizaje de la gramática. Y siendo ésa la causa que les puso la pluma en la mano, no teniendo más armas que la charla, hacen bien en no curarse de otra cosa. Así a fuerza de frases armoniosas nos sirven una tartina preparada con los rumores que recogen en las callejuelas de las ciudades. Las únicas historias excelentes son las que fueron compuestas por los mismos que gobernaron los negocios, o que tomaron parte en la dirección de los mismos, o siquiera por los que desempeñaron cargos análogos. Tales son casi todas las griegas y romanas, pues como fueron escritas por muchos testigos oculares (la grandeza y el saber encontrábanse comúnmente juntos en aquella época), si en ellos hay errores, es en las cosas muy dudosas o secundarias. ¿Qué luces pueden esperarse de un médico que habla de la guerra o de un escolar que diserta sobrelos designios de un príncipe? Si queremos convencernos del celo con que los romanos buscaban la exactitud en las obras históricas, bastará citar este ejemplo: Asinio Polión encontraba algún error en las obras mismas de César, a que le había inducido la circunstancia de no haberle sido dable esparcir por igual la mirada por todos los lugares que ocupó su ejército, y el haber tomado como artículo de fe las comunicaciones que recibía de sucesos a veces no del todo demostrados, o también por no haber sido exactamente informado por sus lugartenientes de los asuntos que éstos habían dirigido en su ausencia. Puede de aquí concluirse si la investigación de la verdad es cosa delicada, puesto que la relación de un combate no se puede encomendar a la ciencia de quien lo dirigió, ni a los soldados mismos el dar cuenta de lo que cerca de ellos aconteció, si a la manera de una información judicial no se confrontan los testimonios, y si no se escuchan las objeciones cuando se trata de probar los menores detalles de cada suceso. El conocimiento que de nuestros negocios tenemos no es tan fundamental; pero todo esto ha ido ya suficientemente tratado por Bodin526 y conforme a mi manera de ver.

  —359→  

Para remediar algún tanto la traición de mi memoria y la falta de la misma, tan grande que más de una vez me ocurrió coger un libro en mis manos que había leído años antes escrupulosamente y, emborronado, con mis notas y considerado como nuevo, acostumbro hace algún tiempo a añadir al fin de cada obra (hablo de las que no leo más que una vez) la época en que terminé su lectura y el juicio que la misma me sugirió en conjunto, a fin de representarme siquiera la idea general que formó de cada autor. Transcribiré aquí algunas de estas anotaciones.

He aquí lo que escribí hará unos diez años en mi ejemplar de Guicciardini (sea cual fuere la lengua que más libros empleen, yo los hablo siempre en la mía): «Es un historiador diligente en el cual, a mi entender, puede conocerse la verdad de los negocios de su época, con tanta exactitud como en cualquiera otro, puesto que en la mayor parte de ellos desempeñó un papel y un papel honorífico. En él no se ve ninguna muestra de que por odio, favor o vanidad, haya disfrazado los sucesos. Acredítanlo los juicios libres que emite sobre los grandes, principalmente sobre las personas que le ayudaron a alcanzar los cargos que desempeñó, como el papa Clemente VII. Por lo que toca a la parte de su obra de que parece prevalerse más, que son sus digresiones y discursos, los hay buenos, y enriquecidos con hermosos rasgos, pero en ellos se complació demasiado; pues por no haber querido dejarse nada en el tintero, como trataba un asunto tan amplio, tan rico, casi infinito, en ocasiones su estilo es descosido y denuncia la charla escolástica. He advertido también que entre tantas almas y acciones como juzga, entre tantos acontecimientos y pareceres, ni siquiera uno solo achaca a la virtud, a la religión y a la conciencia, como si estas prendas estuvieran en el mundo enteramente extintas. De todas las acciones, por hermosas que sean por sí mismas, achaca la causa a alguna viciosa coyuntura, o a algún interés bajo y puramente material. Imposible es imaginar que entre el infinito número de sucesos que juzga no haya habido alguno emanado por la moralidad y la hombría de bien. Por general que sea la corrupción de una época, alguien escapa siempre del contagio. Aquel su criterio permanente me hace temer haya emanado sólo de la naturaleza del historiador. Acaso haya juzgado de los demás conforme a sus peculiares y genuinos sentimientos.»

En mi Felipe de Comines se lee lo que sigue: «Encontraréis en esta obra lenguaje dulce y grato, de sencillez ingenua; la narración es pura y en ella resplandece evidentemente la buena fe del autor; exento de toda vanidad cuando habla de sí mismo y de afección y envidia cuando habla de los demás. Sus discursos y exhortaciones van acompañados más bien de celo y de verdad que de alarde de saber.   —360→   En todas sus páginas la gravedad y autoridad muestran al hombre mecido en buena cuna y educado en el gobierno de los negocios importantes.»

En las Memorias del señor del Bellay527 escribí: «Es siempre grato ver las cosas relatadas por aquellos que por experiencia vieron cómo es preciso manejarlas; mas es evidente que en estos dos autores se descubre una falta, grande de franqueza y no toda la libertad que fuera de desear, como la que brilla en los antiguos cronistas, en Joinville, por ejemplo, amigo de san Luis; Eginard, canciller de Carlomagno, y de fecha más reciente, en Felipe de Comines. Estas memorias son más bien una requisitoria en favor del rey Francisco contra el emperador Carlos V, que una obra histórica. No quiero creer que hayan alterado nada de los hechos principales, pero sí que modelaron el juicio de los sucesos con sobrada frecuencia, y a veces sin fundamento, en ventaja nuestra, omitiendo cuanto pudiera haber de escabroso en la vida del adversario del emperador. Pruébalo el olvido en que dejaron las maquinaciones de los señores de Montmorency y de Brion, y el nombre de la señora de Etampes, que ni siquiera figura para nada en el libro. Pueden ocultarse las acciones secretas, pero callar lo que todo el mundo sabe, y sobre todo aquellos hechos que produjeron efectos de trascendencia pública, es una falta imperdonable. En conclusión; para conocer por entero al rey Francisco los hechos acontecidos en su tiempo, búsquense otras mentes si quiere creerse mi dictamen. El provecho que de aquí puede sacarse reside en la relación de las batallas y expediciones guerreras en que los de Bellay tomaron parte, en algunas frases y acciones privadas de los príncipes de la época, y en los asuntos y negociaciones despachados por el señor de Langeay, donde se encuentran muchas cosas dignas de ser sabidas y reflexiones nada vulgares.»




ArribaAbajoCapítulo XI

De la crueldad


Entiendo yo que la virtud es cosa distinta y más elevada que las tendencias a la bondad que nacen en nosotros. Las almas que por sí mismas son ordenadas y que buena índole siguen siempre idéntico camino y sus acciones representan cariz semejante al de las que son virtuosas; mas el nombre de virtud suena en los humanos oídos como algo más   —361→   grande y más vivo que el dejarse llevar por la razón, merced a una complexión dichosa, suave y apacible. Quien por facilidad y dulzura naturales desdeñara las injurias recibidas, realizaría una acción hermosa y digna de alabanza; mas aquel que, molestado y ultrajado hasta lo más vivo por una ofensa, se preservara con las armas de la razón contra todo deseo de venganza, y después del conflicto lograra dominarse, ejecutaría una acción mucho más meritoria que el anterior. El primero obraría bien; el segundo ejecutaría una acción virtuosa; la conducta de aquél podría llamarse bondadosa, la de éste encierra la virtud además de la bondad, pues parece que ese nombre presupone dificultad y contrariedad y que no puede practicarse sin encontrar oposición. Por eso aplicamos al Criador el dictado de bueno, fuerte, justo y misericordioso, pero no el de virtuoso, porque ninguna de sus obras lleva el sello del esfuerzo y todas el de la facilidad. No sólo los filósofos estoicos, también los que siguieron la doctrina de Epicuro (y tomo esta apreciación del común sentir, que es el más recibido, aunque falso, diga lo que quiera la sutil respuesta de Arcesilao, al que le censuraba porque muchos pasaban de su escuela a la de Epicuro, y no al contrario: «La razón es clara, decía; de los gallos salen bastante capones, pero entre los capones no puede salir ningún gallo.» A la verdad, como firmeza y rigor de opiniones y preceptos, de ningún modo cede la secta de Epicuro a la estoica. Un estoico que discutía con mejor fe que los argumentadores de oficio, quienes para combatir a Epicuro y hacer la cosa obvia le hacen decir precisamente aquello en que jamás pensara, desnaturalizando sus palabras, argumentando con reglas gramaticales, partiendo de sentido contrario a la mente del filósofo, y de opiniones diversas a las que mantenía en su alma y practicaba en sus costumbres, dice que dejó de seguir a Epicuro entre otras razones, porque encuentra el camino que lleva a las ideas del filósofo demasiado elevado e inaccesible; et ii, qui, imagen vocantur, sunt imagen et imagen528, omnesque virtutes et colunt, et retinent529): volviendo a mí interrumpido argumento, digo que entre los estoicos y los epicúreos hubo muchos que juzgaron que no basta mantener el alma en lugar acomodado, bien ordenada y bien dispuesta para la práctica de la virtud, como tampoco el sostener nuestras resoluciones y nuestra razón por cima de todos los vaivenes do la fortuna, sino que es preciso además buscar ocasiones en que ponerla a prueba; quieren que se salga al encuentro del dolor que producen en el alma el desdén y las miserias   —362→   para rechazarlos y mantener así el espíritu en perpetuo para combate: Multum sibi adicit virtus lacessita530.

Una de las razones que Epamimondas, que pertenecía a una tercera secta y alega para desechar las riquezas que la fortuna colocó en su mano por medios absolutamente legítimos, es el poder luchar contra la pobreza, y en la más extrema vivió siempre. Sócrates, a mi modo de ver, torturaba su alma todavía con mayor rudeza, pues para procurarse sufrimientos soportaba la malignidad de su mujer, lo cual equivale a aplicarse hierro candente. Entre todos los senadores romanos sólo Metelo tomó a pechos, por esfuerzo de su virtud, el hacer frente a la violencia de Saturnino, tribuno del pueblo en Roma, que quería a todo trance que se aprobara una ley injusta en favor de los plebeyos; y habiendo por su conducta incurrido en la pena capital, que Saturnino había establecido contra los intransigentes, decía, condenado ya, a los que le acompañaban a la plaza pública, «que practicar el mal es tarea facilísima y muy cobarde, y que hacer bien allí donde el peligro no amenaza, es cosa vulgar, pero que el realizarlo cuando le sigue el peligro es oficio propio del hombre virtuoso». Estas palabras de Metelo nos representan de una manera palmaria lo que yo quería probar: que la virtud no admite la facilidad por compañera, y que el fácil camino de pendiente suave por donde discurren las almas ordenadas, dotadas de una buena inclinación natural, no es el de la verdadera virtud; ésta ha menester una ruta espinosa y erizada; necesita dificultades con que combatir, como hizo Metelo, por medio de las cuales la fortuna se complace en quebrantar la rigidez de su carrera, o la procura las internas dificultades que acompañan a los apetitos desordenados y a las imperfecciones de la humana condición.

Mi disquisición llega hasta aquí sin dificultad alguna; mas al fin de este discurso ocúrreseme que el alma de Sócrates, que es la más perfecta de cuantas conocí, sería, según lo expresado anteriormente, un alma poco elevada; pues en manera alguna puedo imaginar en aquel filósofo el esfuerzo más insignificante contra viciosa concupiscencia: dado el temple su virtud altísima, no puedo suponer en él ninguna dificultad ni violencia. Conozco su razón, tan fuerte y tan serena, que jamás dio lugar a que germinara siquiera en su alma el más insignificante asomo de apetito vicioso. A una virtud tan relevante como la suya nada puede ser superior; paréceme verle caminar con ademán triunfante y pomposamente, sin ninguna suerte de impedimentos ni de trabas. Si la virtud no puede lucir sin el combate de encontrados deseos, ¿habremos de asegurar por ello que tampoco existe cuando no tiene que rechazar   —363→   el vicio y que sea necesario este requisito para que la honremos y la pongamos en crédito? ¿Qué sería en este caso el generoso placer de los discípulos de Epicuro, quienes hacen profesión expresa de acariciar blandamente y procuran contentamiento a la virtud con la deshonra, las enfermedades, la pobreza, la muerte y la tortura? Si presupongo que la perfecta virtud sabe combatir y soportar el dolor pacientemente, resistir los dolores de la gota sin alterarse en lo más mínimo; si la aplico como cosa indispensable las dificultades y los obstáculos, ¿qué será entonces la virtud que haya llegado a tal punto, que no sólo desdeña el dolor sino que en él se complace y regocija, como practican los discípulos de Epicuro, los cuales por sus acciones nos dejaron de ello pruebas indudables? Otros muchos hubo que sobrepasaron, a mi juicio, las reglas mismas de su disciplina, como Catón el joven. Cuando le veo morir y desgarrarse las entrañas, no puedo resignarme a creer que su alma estuviera totalmente exenta de alteración o trastorno; no puedo concebir que se mantuviera firme en la situación que las doctrinas estoicas lo ordenaban, tranquilo, sin emoción, impasible; había, a mi juicio, en la virtud de aquel hombre demasiado verdor y frescura para detenerse en los preceptos estoicos, y estoy seguro de que sentía placer y gozo al realizar una acción tan noble y de que a ella se consagró con mayor voluntad que a todas las demás de su vida: Sic abiit e vita, ut causam moriendi nactum se esse gauderet531. Tan decidido estuvo a la muerte que experimentó, que yo dudo si habría aceptado el que se la hubiera desposeído de la ocasión de realzar acción tan hermosa; y si su bondad de alma, que le hacía preferir los intereses públicos a los suyos propios, no me contuviera, creería que dio gracias a la fortuna por haber sometido su virtud a una prueba tan hermosa, y a César que acabó con la antigua libertad de su patria. Paréceme leer en esa acción yo no sé qué regocijo de su alma, al par que una emoción, llena de placer extraordinario y de voluptuosidad viril cuando aquella considerase la nobleza y elevación de su empresa:


Deliberata morte ferocior532;



no asegurada por esperanza alguna de gloria, como pensaron algunos hombres vulgar y afeminadamente, la cual sería demasiado rastrera para tocar un pecho tan generoso, altivo y firme, sino por la belleza sola de la acción misma, que Catón vio con mayor claridad y en toda su perfección, de un modo que nosotros no podemos alcanzar, por   —364→   haber manejado todos los resortes. Pláceme la opinión de que juzgan que un abandono tan hermoso de la vida no hubiera sido digno en ninguna otra existencia si no es en la de Catón; sólo a él incumbió acabar sus días de la manera que los acabó; por eso ordenó con razón a su hijo y a los senadores que le acompañaban que miraran por su seguridad y se pusieran en salvo. Catoni, quum incredibilem natura tribuisset gravitatem, eamque ipse perpetua constantia roboravisset, semperque in proposito consilio permansisset, moriendum potius, quam tyranni vultus adspiciendus, erat533. La muerte de un individuo es siempre semejante a su vida; no nos convertimos en otros para morir. Yo juzgo de la muerte según la vida, y si se me cita alguna serena y reposada, al parecer, que siguió a una existencia débil, juzgo que fue ocasionada por una causa igualmente débil y adecuada a la persona que la experimentó. La satisfacción, la facilidad con que aquella muerte fue soportada por Catón, y a cuyo estado llegó por la sola fuerza de su alma, ¿habremos de considerar que rebajan en lo más mínimo el brillo de su virtud? ¿Quién que tenga en su cerebro algún tinte, siquiera sea ligero, de la verdadera filosofía, puede imaginar que Sócrates estuviera libre de todo temor en su prisión, encadenado y condenado? ¿Y quién no reconoce en este filósofo no ya sólo la firmeza y la constancia, que tal era su estado normal, sino también no sé qué nuevo contentamiento y una alegría regocijada en las palabras que pronunció y en los ademanes que adoptó en sus últimos instantes? Él estremecimiento de placer que sintió al pasar la mano por su rodilla cuando le despojaron de los hierros, ¿no acusa el estado de placidez de su alma al verse desposeído de las molestias pasadas y puesto ya un pie en el camino de las cosas venideras? La memoria de Catón me sea indulgente, pero yo considero su muerte como más trágica y más severa; mas la de Sócrates es todavía, yo no sabría explicar el por qué, más hermosa. Aristipo contestó a los que se compadecían de su suerte: «Los dioses lo quieren así.» Vese en las almas de Sócrates y Catón y en los que los imitaron (pues dudo mucho que haya existido quien los haya igualado), una tan perfecta costumbre en la práctica de la virtud, que se diría que entró a formar parte de la naturaleza de ambos. No es una virtud penosa, producida por el esfuerzo, ni conforme a los preceptos que la razón dicta; la esencia misma de sus almas, su vida normal y ordinaria eleváronla a tal altura, merced al prolongado ejercicio de los consejos de la filosofía, la cual encontró en ellos una   —365→   naturaleza espléndida y hermosa; así que las pasiones viciosas que en nosotros nacen y germinan, no encontraron brecha por donde penetrar en sus espíritus; la rigidez y firmeza de sus almas ahogó y extinguió las concupiscencia tan luego como éstas intentaron agitarlas.

Ahora bien; que no sea más hermoso, merced a una resolución elevada y divina oponerse al nacimiento de las tentaciones y haberse formado a la virtud de tal suerte que las semillas mismas del vicio sean desarraigadas, que el impedir a viva fuerza su progreso, y habiéndose dejado sorprender por las emociones primeras de la pasión, armarse y fortificarse para detener su curso y vencerlas, y asegurar que el segundo estado no sea aún mas perfecto que el de estar simplemente dotado de una naturaleza de buena índole y verse por sí mismo libre de desórdenes y vicios, no creo que ni siquiera merezca ser esto en duda. Si efectivamente la última manera de ser hace al hombre inocente no le hace virtuoso; si bien le libra de ejecutar malas acciones, no le hace apto para realizar las buenas. Esta condición es además tan cercana de la imperfección y de la debilidad, que yo no acierto a distinguir los límites que las separan; por lo mismo los calificativos de bondad e inocencia empléanse a veces con significación desdeñosa. Algunas virtudes, como la castidad y la sobriedad y la templanza, podemos poseerlas merced a la debilidad corporal; la firmeza ante el peligro (si es lícito llamaría así), el menosprecio de la muerte, la resignación en los infortunios, se encuentran a veces en el hombre por no juzgar acertadamente de semejantes accidentes, por no concebirlos tales cuales son. La falta de previsión y la torpeza simulan así en ocasiones actos de virtud. Yo he visto más de una vez que algunos hombres fueron alabados por cosas que merecían censura. Un caballero italiano hablaba del siguiente modo en desventaja de su país, hallándome yo presente: «La sutileza y vivacidad de mis compatriotas, decía, es tan grande que prevén los peligros y accidentes que pueden sobrevenirles, de tan lejos, que no hay que extrañar el verlos a veces en la guerra velar por su seguridad, aun antes de haber reconocido el peligro.» Añadía que nosotros los españoles no tenemos tan buen olfato, lo cual nos hace temerarios, y que nos precisa ver el peligro y tocarlo con la mano para atemorizarnos. Cuando este caso llega, añadía, no sabemos afrontarlo. Los alemanes y los suizos, concluía, más groseros y embotados, ni siquiera se dan cuenta del peligro hasta después de abatidos por el golpe. Bien puede suceder que todos estos pareceres sean pura broma; mas de todas suertes, es cosa cierta que en la guerra los novicios se lanzan con arrojo mayor a los azares que luego que están ya escarmentados:

  —366→  

Haud ignarus... quantum nova gloria in armis,
et prtedulco decus, primo certamine, possit.534



Por todas estas razones, cuando se juzga de una acción señalada es necesario considerar todas las circunstancias que la motivaron y también el hombre que la realizó, antes de bautizarla.

Por escribir una palabra de mí mismo, diré que a veces mis amigos llamaron en mí prudencia a lo que en realidad no era más que resultado natural de la fortuna; lo juzgaron acto de vigor y paciencia a causa de la buena opinión que yo les merecí, y me atribuyeron cualidades, ya buenas ya malas, caprichosamente. Por lo demás, me encuentro tan lejos de aquel grado de excelencia en que la virtud se trueca en costumbre, que ni siquiera del segundo estado di nunca prueba alguna. No he necesitado desplegar esfuerzo grande para domar los deseos que me dominaron; mi virtud es sólo inocente, accidental y fortuita. Si hubiera nacido con un temperamento más desordenado, creo que mis sufrimientos hubieran sido grandes, pues casi nunca intenté oponer la firmeza de mi alma al embate de las pasiones; por poco vehementes que éstas hubiesen sido en mí, las hubiera dado rienda suelta. De suerte que no tengo gran cosa que agradecer si me encuentro completamente libre de muchos vicios,


       Si vitii mediocribus et mea paucis
mendosa est natura, alioqui recta; velut si
egregio inspersos reprehendas corpore, naevos535:



pues lo debo más al acaso que al discernimiento. Hízome descender la fortuna de una raza famosa en hombría de bien, de un padre buenísimo, quien yo no sé si inoculó en mi una parte de su naturaleza; o acaso los ejemplos del hogar doméstico y la buena educación de mi infancia hayan ayudado insensiblemente a mi condición moderada, o quién sabe si nací tal cual soy:


Seu Libra, son me Scorpius adspicit
formidolosus, pars violentior
    natalis horae, seu tyrannus
       hesperiae Capricornus undae536:



sea como fuere, es lo cierto que profeso horror a la mayor parte de los vicios. La respuesta que dio Antístenes a quien le preguntó cuál era el mejor aprendizaje que había de seguirse   —367→   para llegar a la virtud, que estaba formulada en dos palabras, las cuales eran: «Olvidar el mal» no parece poder aplicarse a mí, dada la naturaleza de mi carácter en este punto. Odio el vicio, como llevo dicho, por razones tan individuales, tan mías, que el instinto mismo con que nací lo he conservado sin que nada haya sido fuerza bastante para alterarlo; ni siquiera mis propias reflexiones, que por haberse apartado en algunos puntos del camino ordinario, pudieran haberme lanzado fácilmente a la ejecución de actos que mi inclinación natural me hiciera odiar. Diré algo que parecerá inexplicable y hasta monstruoso: mis costumbres son más morigeradas que mi entendimiento; mi concupiscencia menos desordenada que mi razón. Aristipo profesaba ideas tan atrevidas en pro de la riqueza y los placeres, que llegó a escandalizar a los demás filósofos; mas por lo que toca a sus costumbres fueron morigeradas. Habiéndole presentado Dionisio el tirano tres hermosas jóvenes para que entre ellas eligiera, contestó que se quedaba con las tres, y que Paris obró torpemente al escoger una entre las otras compañeras; pero a pesar de haberlas conducido a su casa, las dejó salir intactas sin haber disfrutado de ninguna. Una vez que su criado iba cargado por un camino con una cantidad grande de dinero, le ordenó que tirara todo el que le embarazaba. Epicuro, cuyas doctrinas son irreligiosas y voluptuosas, condújose en su vida muy devota y trabajosamente; participa a un amigo suyo que no vive más que de agua y pan moreno, y le ruga le envíe un poco de queso para cuando le pase por las mientes celebrar un suntuoso banquete. ¿Será verdad que para estar dotado de singular bondad de alma no sean precisos lo cumplir, razón que ilumine, ni ejemplo que imitar? ¿Admitiremos que la bondad del hombre deriva de una causa oculta encerrada en la contextura del que lo es? Los desórdenes que yo realicé no fueron de los más reprobables, en buen hora lo diga; yo los condené en mi fuero interno según su magnitud, pues no llegaron a infeccionar mi discernimiento, antes al contrario, acúsolos con mayor rigor en mí que en otro cualquiera. A esto se reduce todo mi vigor de alma, pues por lo demás me dejo caer con facilidad grande en el otro lado de la balanza. Yo no hago más que impedir la mezcla de unos vicios con otros, peligro a que todos estamos avocados si no cuidamos de remediarlo con tiempo. Yo procuró aislar los míos, y además atenuarlos y aminorarlos:


Nec ultra
errorem foveo.537



Cuanto a la opinión de los estoicos, que afirman que el filósofo al realizar una acción congrega todas sus virtudes,   —368→   aunque una de ellas sea más visible según la naturaleza del acto, idea que concuerda en algún modo con el desarrollo de las pasiones que nos avasallan, pues la cólera, por ejemplo, no se produce en el hombre si todos los humores no concurren aunque la cólera sola predomine; si los estoicos, como dije antes, deducen de ahí que al que incurre en falta le precisa hallarse poseído de todos los vicios juntos, yerran a mi entender, o yo no comprendo su doctrina en este punto, pues veo por experiencia propia que sucede precisamente todo lo contrario; son tales ideas agudezas sutiles y sin fundamento, en que la filosofía se detiene a veces. Si yo soy víctima de algunos vicios, huyo en cambio de otros como pudiera hacerlo un santo. Los peripatéticos niegan esta conexión y unión indisolubles, y Aristóteles sienta que un hombre prudente y justo puede ser también incontinente y falto de templanza. Sócrates confesaba a los que reconocían en su fisonomía cierta inclinación al vicio, que así era en verdad, pero que valiéndose de una severa disciplina había conseguido aniquilarla. Los discípulos del filósofo Stilpo contaban que, habiendo nacido con tendencias al vino y a las mujeres, logró domar ambas pasiones y convertirse en hombre abstinentísimo.

Las buenas cualidades que yo poseo, débolas, por el contrario, a la buena estrella de mi nacimiento, y no las alcancé por ley, precepto ni aprendizaje; la inocencia de mi alma es bobalicona; vigor tengo poco y de arte carezco. Detesto la crueldad entre los demás vicios, tanto por temperamento como por raciocinio, y la conceptúo como el más horrible de todos; no puedo sin experimentar disgusto ni siquiera ver retorcer el pescuezo a una gallina; oigo con dolor los gemidos de la liebre bajo los dientes de mis perros, aunque la caza sea de suyo un placer que debe incluirse entre los violentos. Los que combaten el goce voluptuoso se valen del argumento siguiente para probar que es una pasión enteramente viciosa y de las más absurdas: cuando se encuentra en su mayor grado de vigor fuerza se apodera de nosotros de tal suerte que nos priva del uso de la razón; para probarlo alegan los efectos que todos sentimos cuando nos hallamos en contacto con mujeres:


Quum jam praesagit gaudia corpus,
atque in eo est Venus, ut muliebria conserat arva538;



juzgan que el placer nos transporta tan lejos de nosotros, que la razón no podría entonces ejercer sus funciones, arrobada como se encuentra por la voluptuosidad. Yo sé que puede acontecer de diverso modo, y que también el   —369→   alma puede apoderarse de distintos pensamientos en el mismo instante del gozar, mas para ello es preciso fortificarla expresamente. Yo sé por experiencia que puede contenerse el esfuerzo del placer, y no considero a Venus diosa de tanto imperio como algunos, más moderados que yo, testimonian. Tampoco atribuyo a cosa de milagro, como la reina de Navarra en uno de los cuentos de su Heptamerón (libro agradable a pesar de su contexto), ni creo que sea cosa de dificultad grande el pasar noches enteras con tranquilidad y calma cabales al lado de una mujer durante largo tiempo deseada, cumpliendo el juramento prometido con caricias, besos y tocamientos. Entiendo que el ejemplo del placer que la caza proporciona serviría mejor a probar que cuando a tal ejercicio nos consagramos no somos dueños de disponer libremente de nuestra razón; como el goce no es tan grande, las sorpresas son mayores, por lo cual nuestra atención maravillada pierde la ocasión de mantenerse apercibida a la casualidad, cuando después de una larga busca la pieza aparece bruscamente en el lugar donde menos se la esperaba; estos incidentes, y la algarabía de los gritos, nos emocionan de tal modo que sería muy difícil, a los que gustan de este género de caza, apartar de pronto su pensamiento hacia otras ideas en el instante mismo en que el animal surge. Los poetas hicieron a Diana victoriosa de la antorcha del amor y de las flechas de Cupido:


Quis non malarum, quas amor curas habet,
    haec inter abliviscitur?539



Volviendo a mi interrumpido asunto, dirá que me entristecen grandemente las aflicciones ajenas, y que lloraría fácilmente por simpatía si fuera capaz de llorar. Nada hay que tiente tanto mis lágrimas como el verlas en otros ojos, y no sólo las verdaderas me hacen efecto, sino también las fingidas o pintadas. No compadezco a los muertos, mas bien los envidiaría; pero los moribundos inspíranme piadosos sentimientos. Los salvajes son para mí menos repulsivos al asar y comerse el cuerpo de sus víctimas, que los que atormentan y persiguen a los vivos. Las ejecuciones mismas de la justicia, por legítimas que sean, tampoco puedo verlas con serenidad. Para probar la clemencia de Julio César, decía un escritor latino: «Era tan dulce en sus venganzas que, habiendo forzado a rendirse a unos piratas que le habían hecho prisionero y exigían un rescate por su persona, se limitó a estrangularlos, aunque los amenazara con crucificarlos, lo cual ejecutó, pero después de estrangulados. A Filemón, su secretario, que había querido envenenarle, no lo castigó con dureza alguna, limitose a matarle solamente.»   —370→   Sin decir quién era el historiador latino540 que se atreve a considerar como un acto clemente el matar a los que nos ofendieron, fácil es adivinar que estaba contaminado de los repugnantes y horribles ejemplos de crueldad que los tiranos romanos habían puesto en moda.

Por lo que a mí toca, hasta en los mismos actos de justicia me parece cruel todo cuanto va más allá de la simple muerte; y más cruel todavía en nosotros, que debiéramos cuidar de que las almas abandonaran la tierra sosegadamente, lo cual es imposible cuando se las ha agitado y desesperado por medio de tormentos atroces. Un soldado que no ha muchos días se encontraba prisionero, advirtió desde lo alto de la torre que le servía de cárcel que el pueblo se reunía en la plaza y que algunos carpinteros levantaban un tinglado; creyendo que la cosa iba por él, desesperado, formó la resolución de matarse, para lo cual no encontró a mano más que un clavo viejo de carreta cubierto de moho, con que la casualidad le brindó; primeramente se hirió con el hierro dos veces junto a la garganta, pero viendo que no lograba su intento se plantó el clavo en el vientre y cayó desvanecido. Al entrar en la celda uno de sus guardianes, lo halló vivo todavía, tendido en el suelo y desprovisto de fuerzas a causa de las heridas; entonces, con objeto de aprovechar el poco tiempo de vida que le quedaba, leyéronle la sentencia, y luego que hubo oído que se le condenaba solamente a cortarle la cabeza, pareció recobrar vigor nuevo, aceptó un poco de vino que antes había rechazado, dio gracias a sus jueces por la inesperada templanza de su condena, y declaró que había tomado la determinación de llamar a la muerte, por el temor de un cruel suplicio, creencia a que le movieron los aprestos que había visto prepararse en la plaza, en vista de los cuales se echó a pensar que se le aplicaría una pena terrible.

Yo aconsejaría que esos ejemplos de rigor, por medio de los cuales quiere mantenerse el respeto del pueblo, se practicaran solamente con los despojos de los criminales; el verlos privados de sepultura, el verlos hervir y el contemplarlos descuartizados, produciría tanto efecto en las gentes, como las penas que a los vivos se hacen sufrir, aunque en realidad aquél sea escaso o insignificante, pues como dice la Sagrada Escritura, qui corpus occidunt, et postea non habent quod faciant541. Los poetas sacaron gran partido del horror de esta pintura y la pusieron por cima de la muerte misma:


Heu!, reliquias semiassi regis, denudatis ossibus
per terram sanie delibutas foede divexarier!542



  —371→  

Encontreme un día en Roma, en el momento en que se ejecutaba a Catena, ladrón famoso; primeramente le estrangularon, sin que los asistentes manifestaran por ello emoción alguna, pero cuando empezaron a descuartizarle, el verdugo no daba un solo golpe sin que el pueblo le acompañara con voces quejumbrosas y exclamaciones unánimes, como si todo el mundo lamentase la suerte de aquellos despojos miserables. Ejérzanse tan inhumanos excesos con la envoltura, no con el cuerpo vivo. Así ablandó Artajerjes la rudeza de las antiguas leyes persas, ordenando que los señores que habían incurrido en algún delito en el cumplimiento de sus cargos, en lugar de azotarlos, fuesen desposeídos de sus vestiduras, y éstas castigadas por ellos; y en vez de arrancarles los cabellos, se les quitaba la tiara. Los egipcios tan amigos de cumplir escrupulosamente las prácticas de su religión, creían satisfacer a la divina justicia sacrificando cerdos simulados. Invención atrevida la de querer pagar con objetos ficticios a quien es sustancia tan esencial.

Yo vivo en una época pródiga en ejemplos increíbles de crueldad, ocasionados por la licencia de nuestras guerras intestinas; ningún horror se ve en los historiadores antiguos semejante a los que todos los días presenciamos, a pesar de lo cual no he logrado familiarizarme con tan atroces espectáculos. Apenas podía yo persuadirme, antes de haberlo visto con mis propios ojos, de que existieran almas tan feroces que, por el solo placer de matar, cometieran muertes sin cuento, que cortaran y desmenuzaran los cuerpos, que aguzaran su espíritu para inventar tormentos inusitados y nuevos géneros de muerte, sin enemistad, sin provecho, por el solo deleite de disfrutar el rato espectáculo de las contorsiones y movimientos, dignos de compasión y lástima, de los gemidos y estremecedoras voces de un moribundo que acaba sus horas lleno de angustia.

Este es el grado último que la crueldad puede alcanzar: Ut homo hominem, non iratus, non timens, tantum pectaturus, occidat543. Jamás pude contemplar sin dolor la persecución y la muerte de un animal inocente e indefenso de quien ningún daño recibimos; comúnmente acontece que el ciervo, sintiéndose ya sin aliento ni fuerzas, no encontrando ningún recurso para salvarse, se rinde y tiende los mismos pies de sus perseguidores, pidiéndoles gracia con sus lágrimas:

  —372→  

Questuque, cruentus,
atque imploranti similis544:



siempre consideré dolorosamente tal espectáculo. Ningún animal cae en mis manos que no le deje inmediatamente en libertad; Pitágoras los compraba a los pescadores y pajareros para hacer con ellos otro tanto:


Primoque a caede ferarum
incaluisse puto maculatum sanguine ferrum.545



Los que para con los animales son sanguinarios denuncian su naturaleza propensa a la crueldad. Luego que los romanos se habituaron a los espectáculos en que las bestias recibían la muerte, vieron también gozosos fenecer a los mártires y a los gladiadores. La naturaleza misma, lo recelo al menos, engendró en el hombre cierta tendencia a la inhumanidad; nadie ve con regocijo a los irracionales en sus juegos y caricias, y todos gozan al verlos pelear y desgarrarse. Y porque nadie se burle de la simpatía que me inspiran, diré que la teología misma nos ordena que los tratemos bondadosamente. Considerando que el Criador nos puso en la tierra para su servicio, y que así el hombre como los brutos pertenecen a la familia de Dios, hizo bien la teología al recomendarnos afección y respeto hacia ellos. Pitágoras tomó de los egipcios la doctrina de la metempsicosis, que luego fue acogida por diversas naciones, principalmente por los druidas:


Morte carent animae; semperque, priore reliota
sede, novis domibus vivunt, habitantque receptae546:



la religión de los antiguos galos profesaba la creencia de que las almas eran eternas, y que jamás dejaban de cambiar de lugar, trasladándose de unos cuerpos en otros; con esa idea iba mezclada además la voluntad de la divina justicia, pues según los pecados del espíritu, cuando éste había permanecido, por ejemplo, en Alejandro, decían que Dios le ordenaba luego que habitase otro cuerpo semejante al primero en que había vivido.


Muta ferarum
cogit vincia pater truculentos ingerit ursis,
praedonesque lupis; fallaces vulpibus addit.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Atque ubi per varios annos, per mille figuras
Egit, Lethaeo purgatos flumine, tandem
Rursus ad humanae revocat primordia formae547;



  —373→  

si el alma había sido valiente, decían que se acomodaba en el cuerpo de un león; si voluptuosa, en el de un cerdo; si cobarde, en el de un ciervo o en el de una liebre; si maliciosa, en el de un zorro, y así sucesivamente, hasta que, purificada por el castigo de haber vivido en tales cuerpos, trasladábase nuevamente al humano:


Ipse ego, nam memini, Trojani tempore belli,
Panthoides Euphorbus eram.548



Por lo que toca a este próximo parentesco entre el hombre y los animales, yo no lo doy grande importancia, como, tampoco al hecho de que algunas naciones, señaladamente las más antiguas y nobles, no sólo admitieron a los animales en su sociedad y compañía, sino que los colocaron en un rango más elevado que el de las personas, considerándolos como familiares y favoritos de sus dioses, respetándolos y reverenciándolos como a la divinidad. Pueblos hubo, que no reconocieron otra divinidad ni otro dios. Belluae a barbaris propter beneficium consecratae549


Crocodilon adorat
pars haec; illa pavet saturam serpentibus ibin:
Effigies sacri hic nitet aurea cercopitheci;
. . . . . . . . . . . .hic piscem fluminis, illic
oppida tota canem venerantur.550



La interpretación misma que Plutarco hace de este error, que es muy atinada, recae también en honor de los antiguos; pues asegura que, por ejemplo, los egipcios no adoraban individualmente al gato o al buey, sino que en ambos animales rendían culto a la personificación del poder divino: en el segundo la paciencia y el provecho, y en el primero la vivacidad o, como nuestros vecinos los borgoñones y también los alemanes, el desasosiego por verse encerrados, con lo cual representaban la libertad, que ponían por cima de toda otra facultad divina. Cuando veo en los que practican opiniones más moderadas los razonamientos con que procuran mostrarnos la cercana semejanza que existe entre nosotros y los animales, las facultades que nos son comunes y la verosimilitud con que a ellos se nos compara, quito mucho lustre a nuestra presunción y me despojo de   —374→   buen grado del reinado imaginario que sobre las demás criaturas se nos confiere.

Aun cuando todo esto fuera discutible, existe sin embargo cierto respeto y un deber de humanidad que nos liga, no ya sólo a los animales, también a los árboles y a las plantas. A los hombres debemos la justicia; benignidad y gracia, a las demás criaturas que pueden ser capaces de acogerlas; existe cierto comercio entre ellas y nosotros y cierta obligación mutua. Yo no tengo inconveniente alguno en confesar la ternura de mi naturaleza, tan infantil, que no puede rechazar a mi perro las caricias intempestivas con que me brinda, ni las que me pide. Los turcos piden limosnas y tienen hospitales para el cuidado de los animales. Los romanos cuidaron con exquisito esmero de las ocas, por cuya vigilancia se salvó el Capitolio. Los atenienses ordenaron que las mulas y machos que habían prestado servicios en la construcción del templo llamado Hecatompedón no trabajaran más, y fueran libres de pastar donde los placiera, sin que nadie pudiera impedírselo. Los agrigentinos enterraban ceremoniosamente los animales a quienes habían profesado cariño, como los caballos dotados de alguna rara cualidad, los perros y las aves cantoras, y hasta los que habían servido sus hijos de pasatiempo. La magnificencia que les era inherente en las demás cosas, resplandecía también en el número y suntuosidad de los monumentos elevados a aquel fin, los cuales existieron hasta algunos siglos después y sus egipcios daban sepultura en tierra sagrada a los lobos, los osos, los cocodrilos, los perros y los gatos; embalsamaban los cuerpos y llevaban luto cuando morían. Cimón dio honrosa sepultura a las yeguas con que ganó tres veces consecutivas el premio de la carrera en los juegos olímpicos. Xantipo el antiguo hizo enterrar a su perro en un promontorio situado en la costa del mar que después llevó su nombre, y Plutarco consideraba como caso de conciencia el vender y enviar a la carnicería, por alcanzar un provecho insignificante, un buey que por espacio de mucho tiempo le había servido.




ArribaAbajoCapítulo XII

Apología de Raimundo Sabunde551


Es en verdad la ciencia cosa de suyo grande. Los que la desprecian acreditan de sobra su torpeza; mas yo no estimo por ello su valer hasta la extrema medida que algunos la atribuyen, como por ejemplo, Herilo el filósofo, que colocaba   —375→   en ella el soberano bien y aseguraba que en la ciencia sólo residía el poder de hacernos prudentes y contentos, lo cual no creo cierto, así como tampoco lo que otros han dicho: que la ciencia es madre de toda virtud, y que todo vicio tiene su origen en la ignorancia. Dado que fuesen ciertas, aserciones tales siempre están sujetas a larga controversia. Mi casa ha estado desde larga fecha abierta a las personas de saber, y por ello es conocida, pues mi padre, que la ha gobernado por espacio de más de cincuenta años, animado por el nuevo ardor de que dio primeramente muestras el rey Francisco I abrazando las letras y poniéndolas en crédito, buscó con interés la compañía de hombres doctos, recibiéndolos espléndida y fastuosamente como a personas santas a quienes adornara alguna particular inspiración de la divina sabiduría, recogiendo sus discursos y sentencias, cual si de oráculos emanasen, y con tanta más reverencia y religiosidad cuanto que no se hallaba en estado de juzgarlas, pues no tenía ningún conocimiento de las letras, como tampoco lo tuvieron sus predecesores. Yo amo las letras, mas no las adoro. Pedro Bunel, entre otros, hombre muy reputado, habiéndose detenido algunos días en Montaigne en compañía de mi padre y con otras personas sabías, hízole obsequio al marcharse de un libro que se titula: Theologia naturalis, sive liber creaturarum, magistri Raimondi de Sebonde; y como las lenguas italiana y española eran a mi padre familiares, y el libro está escrito en un español mezclado de terminaciones latinas, suponía aquél que mediante algún esfuerzo podía mi padre sacar de su lectura algún provecho, recomendándosela además como obra muy útil y adecuada a la época: era, en efecto, el tiempo en que las nuevas de Lutero principiaban a alcanzar crédito y a quebrantar nuestras antiguas creencias en muchos puntos. En ello opinaba bien Pedro Bunel, previendo que aquel comienzo de enfermedad muy luego degeneraría en ateísmo execrable, pues careciendo el vulgo de la facultad de juzgar de las cosas por sí mismas, dejándose llevar por las apariencias, luego que han dejado en su mano a libertad de despreciar y examinar las ideas que hasta entonces había tenido en extrema reverencia, como son todas aquellas de que depende su salud eterna, y que ha visto poner en tela de juicio algunos artículos de su religión, muy pronto se desprende en tal incertidumbre de todas sus demás creencias, que no tenían el fundamento mayor que aquellas que lo han sido sacudidas, cual si de un yugo se tratara, y abandona todas las impresiones que había recibido por la autoridad de las leyes o por acatamientos del uso antiguo,


Nam cupide conculcatur nimis ante metutum552;



  —376→  

proponiéndose en lo sucesivo no aceptar nada sin que haya interpuesto antes su criterio y prestado su particular consentimiento.

Habiendo encontrado mi padre algunos días antes de su muerte aquel libro bajo un montón de papeles abandonados, encargome que lo tradujera en francés. Es muy cómoda la traducción de autores como éste, en los cuales lo más interesante son las ideas, mas aquellos en quienes predominan la elegancia y las gracias del lenguaje son difíciles de interpretar, sobre todo cuando es más débil la lengua en que se trata de trasladarlos. Tal ocupación era para mí extraña y completamente nueva, mas hallándome por fortuna sin quehacer mayor, y no pudiendo oponerme a las órdenes del mejor padre que jamás haya existido, salí de mi empresa como pude, en lo cual mi padre halló un singular placer y dio orden de que el manuscrito se diera a la estampa, lo cual se hizo después de su muerte553. Encontré yo hermosas las ideas de nuestro autor, la contextura de su obra bien unida y su designio lleno de piedad. Porque muchas personas se entretienen en leerle, sobre todo las damas, a quienes debemos toda suerte de atenciones, las cuales hanse mostrado muy aficionadas a la Apología, he tenido muchas veces ocasión de aclararlas el contexto para descargar el libro de las dos objeciones más frecuentes que suelen hacérsele. El fin es atrevido y valiente, pues en él se intenta por razones humanas y naturales probar y establecer contra los ateos los artículos todos de la cristiana religión, en lo cual, a decir verdad, yo encuentro el libro tan firme y afortunado que no creo que sea humanamente posible mejor conducir los argumentos, y entiendo que en ello nadie ha igualado a Raimundo Sabunde. Pareciéndome esta obra sobrado rica y hermosa para escrita por un autor cuyo nombre es tan poco conocido, y del cual todo cuanto sabemos es que fue español, y que explicó la medicina en Tolosa, hará próximamente doscientos años, preguntó a Adriano Turnebo, hombre omnisciente, sobre la importancia que pudiera tener tal libro, y contestome que, a su juicio, bien podían estar los principios de Sabunde sacados de santo Tomás de Aquino, pues, en verdad, el autor de la Summa Theologica, al par que erudición vasta, poseía una sutileza de razonamiento digna de la mayor admiración, y añadió que sólo el santo era capaz de tales imaginaciones. Pero de todas suertes, sea quien fuere el autor o inventor de la obra de que hablo (y no puede desposeerse de tal título a Sabunde sin pruebas en apoyo), era este filósofo un hombre eminente, a quien adornaban muy hermosas dotes.

El primer cargo que a su libro se hace es que los cristianos se engañan al querer apoyar sus creencias valiéndose   —377→   de razonamientos humanos para sustentar lo que no se concibe sino por mediación de la fe, por particular inspiración de la gracia divina. En esta objeción parece que hay algún celo piadoso y por ello nos precisa intentar con igual respeto y dulzura satisfacer a los que la proclaman. Labor es ésta que acaso fuera más propia de un hombre versado en la teología que de mí, que desconozco esa ciencia; sin embargo, yo juzgo que en una cosa tan divina y tan alta, que de tan largo sobrepasa la humana inteligencia, como es esta verdad, con la cual la bondad de Dios ha tenido a bien iluminarnos, hay necesidad de que nos preste todavía su auxilio como favor privilegiado y extraordinario, para poderla comprender y guardarla en nuestra mente, y no creo, que los medios puramente humanos sean para ello en manera alguna capaces; y si lo fueran, tantas almas singulares y privilegiadas como en los siglos pasados florecieron, hubieran llegado por su discurso a su conocimiento. Sólo, la fe abarca vivamente de un modo verdadero y seguro los elevados misterios de nuestra religión lo cual no significa que deje de ser una empresa hermosa y laudable la idea de acomodar al servicio de aquélla los instrumentos naturales y humanos con que Dios nos ha dotado; no hay que dudar ni un momento que sea éste el uso más digno en que podemos emplear nuestras facultades, y que no existe ocupación ni designio más alto para un cristiano que el de encaminarse por todos sus estudios y meditaciones a embellecer, extender y amplificar el fundamento de su creencia. No nos conformamos con servir a Dios con el espíritu y con el alma; todavía le debemos y le devolvemos una reverencia corporal; aplicamos nuestros miembros mismos, nuestros movimientos y las cosas externas a honrarle: es preciso, hacer lo propio con la fe acompañándola de toda la razón que sea capaz, pero siempre teniendo en cuenta que no sea de nosotros de quien dependa, ni que nuestros esfuerzos y argumentos puedan alcanzar una tan sobrenatural y divina ciencia. Si ésta no nos penetra por virtud de una infusión extraordinaria; si penetra no solamente por la razón sino además por medios puramente humanos, no alcanza toda su dignidad ni todo su esplendor; y a la verdad, yo recelo que nosotros no la disfrutamos más que por ese camino. Si estuviéramos unidos a Dios por el intermedio de una fe viva, si le comprendiéramos por él, no por nosotros; si lográramos un apoyo y fundamento divinos, los accidentes humanos no tendrían el poder de apartarnos de Dios, como acontece; nuestra fortaleza haría frente a una batería tan débil. El amor a lo nuevo, los compromisos con los príncipes, el triunfo de un partido, el cambio temerario y fortuito de nuestras opiniones, no tendrían la fuerza de sacudir y alterar nuestra creencia; no dejaríamos que se turbara a merced de un nuevo argumento, ni tampoco ante,   —378→   los artificios de la retórica más poderosa. Haríamos frente a todo con firmeza inflexible e inmutable


Illisos fluctus rupes ut vasta refundit,
et varias circum latrantes dissipat undas
mole sua.554



Si el esplendor de la divinidad nos tocara de algún modo, aparecería en nosotros por todas partes; no sólo nuestras palabras, sino nuestras acciones llevarían su luz y su brillo; todo cuanto de nosotros emanase se vería iluminado de esa noble claridad. Deberíamos avergonzarnos de que entre todas las sectas humanas jamás hubo ningún hombre afiliado a las mismas que dejara de acomodar a ellas todos los actos de su vida, por difícil que fuera el cumplimiento de la doctrina, y sin embargo, nosotros, cristianos, nos unimos a la divinidad solamente con las palabras. ¿Queréis convenceros de esta verdad? Comparad nuestras costumbres con las de un mahometano o con las de un pagano; siempre quedaréis por bajo de ambos, allí mismo donde teniendo en cuenta la superioridad de nuestra religión deberíamos lucir en excelencia y quedar a una distancia extrema e incomparable. Y debiera añadirse: puesto que son tan justos, tan caritativos y tan buenos, no pueden menos de ser cristianos. Todas las demás circunstancias son comunes a las otras religiones: esperanza, confianza, ceremonia, penitencia y martirios; la marca peculiar de la verdad de nuestra religión debiera ser nuestra virtud, como es también el más celeste distintivo y el más difícil y la más digna producción de la verdad. Por eso tuvo razón nuestro buen san Luis, cuando aquel rey tártaro que se convirtió al cristianismo quiso venir a Lión a besar los pies del papa, para reconocer la santidad de nuestras costumbres, al disuadirle al punto de su propósito, temiendo que nuestra licenciosa manera de vivir le apartara de una creencia tan santa. Lo contrario precisamente que aconteció a aquel otro que fue a Roma para fortificar su fe, y viendo de cerca la vida disoluta de los prelados y del pueblo, se arraigaron en su alma más y más las creencias de nuestra religión al considerar cuánto debe ser su fuerza y divinidad, puesto que alcanza el mantenimiento de su esplendor y dignidad en medio de tanta corrupción y entregada en manos tan viciosas. Si tuviéramos una sola gota de fe, removeríamos las montañas del lugar en que tienen su asiento, dice la Sagrada Escritura555; nuestras acciones, que estarían guiadas y acompañadas de la divinidad, no serían simplemente humanas, tendrían algo de milagroso, como nuestra creencia:   —379→   Brevis est institutio vitae honestae beataeque, si credas556. Los unos hacen ver al mundo que tienen fe en lo que no creen; otros, en mayor número, se engañan a sabiendas, sin acertar a penetrar en qué consiste el creer; nos maravilla, sin embargo que en las guerras que a la hora presente desuelan nuestro Estado, el ver flotar los acontecimientos de modo diverso, de una manera común y ordinaria: la razón de ello es que la fe está ausente de nuestras luchas. La justicia, que reside en uno de los partidos, no figura sino como ornamento y cobertura; con razones se la alega, pero ni es atendida ni tomada en consideración ni reconocida tampoco; figura lo mismo que en boca del abogado, no en el corazón ni en la afección de ninguno de los beligerantes. Debe el Señor su extraordinaria misericordia a la fe y a la religión, en manera alguna a nuestras pasiones; los hombres las conducen y las dan rienda suelta so pretexto de religión, cuando debiera acontecer precisamente todo lo contrario. Poned atención, y veréis cuál acomodamos como blanda cera la religión a nuestros caprichos, haciéndola adoptar todas las formas que nos viene en ganas. Jamás abuso tal se vio en Francia como en los tiempos en que vivimos. Tómenla a tuertas o a derechas, digan negro o blanco, todos la emplean de modo parecido, todos la ponen al nivel de sus empresas ambiciosas, todos la usan para realizar el desorden y la injusticia, de tal suerte que hacen bien dudosa y difícil de creer la diversidad de opiniones que alegan como justificación de sus actos, en cosa de que depende la norma y ley de nuestra vida: ¿acaso pueden emanar de la misma escuela y disciplina costumbres más unidas ni más unas? Considerad la horrible imprudencia con que jugamos con las razones divinas y cuán irreligiosamente las adoptamos y las dejamos, a tenor que la fortuna nos cambia de lugar en estas tempestades públicas. Este solemne principio de si es lícito al súbdito rebelarse y armarse contra el soberano para defender la religión, recordad en boca de quiénes se oyó el año anterior la respuesta afirmativa, y quiénes lo enarbolaron como estandarte; recordad también a los que propendieron por la negativa, los cuales también hicieron bandera de su respuesta, y oíd al presente el lado de donde viene la voz de instrucción de uno y otro parecer, y si las armas se entrechocan menos por esta causa o por aquélla. Quemamos a las gentes cuya opinión es que precisa hacer que la verdad sufra el yugo de nuestra necesidad, a los que entienden que aquélla debe sufrir las modificaciones que exija el interés de nuestra causa. Confesemos la verdad: ¿quién acertaría a elogiar entre la multitud a los que pone en movimiento   —380→   el celo solo de una afección religiosa, ni siquiera a los que sólo consideran la protección de las leyes de su país o el servicio del príncipe? Con todos juntos no podría formarse ni una compañía cabal. ¿De qué proviene el que sean tan contados los que hayan mantenido voluntad y progreso invariables en nuestros trastornos públicos y que nosotros los veamos unas veces caminar al paso, otras adoptar una carrera desenfrenada? ¿En qué se fundamenta el que hayamos visto a los mismos hombres, ya malbaratar nuestros intereses por su rudeza y violencia, ya por su frialdad, blandura y pesadez, si la causa de todo no la atribuimos a que los empujan sólo consideraciones particulares y casuales, cuya diversidad únicamente los mueve?

Veo con toda evidencia que no concedemos a la devoción, sino aquellas prácticas que halagan nuestras pasiones. No hay hostilidad que aventaje a la que reconoce por causa el interés de la religión: nuestro celo en ese caso ejecuta maravillas cuando secunda nuestra inclinación hacia el odio, la crueldad, la ambición, la avaricia, la detracción, la rebelión; por el contrario, hacia la bondad, la benignidad, la templanza, si como por singularidad alguna rara complexión no guarda en si la semilla de esas virtudes, lo demás no la encamina ni de grado ni por fuerza. Nuestra religión fue instituida para extirpar los vicios, mas sin embargo, los cubre, los engendra y los incita. De Dios nadie puede burlarse. Si creyéramos en él, no ya por el camino de la fe, sino por el de la simple creencia, o tan sólo (y lo digo para nuestra confusión y vergüenza) como en otra persona, como en uno de nuestros compañeros, le amaríamos sobre todas las cosas, por la infinita bondad y belleza infinita que resplandecen en él; cuando menos, le colocaríamos en el mismo rango de afección que las riquezas, los placeres, la gloria y los amigos. El mejor de todos nosotros nada teme ultrajarle, y sin embargo se cuida muy mucho de no ofender a su vecino, a su pariente o a su amo. ¿Existe algún entendimiento, por grande que sea su simplicidad, que teniendo a un lado el objeto de alguno de nuestros viciosos placeres y de otro el destino de una gloria inmortal abrigara la menor duda en la elección del uno o de la otra? Renunciamos, sin embargo, a ella por puro menosprecio pues ¿qué idea nos arrastra a la blasfemia si no es el deseo mismo de inferir esta ofensa? Como iniciaran al filósofo Antístenes en los misterios de Orfeo, decíale el sacerdote que los que practicaban aquella religión recibirían cuando les llegara la muerte eternos y perfectos bienes. «¿Por qué si tal es tu creencia, repuso el filósofo, no mueres tú mismo?» Diógenes, con brusquedad mayor, según su modo, y a mayor distancia de nuestro caso, contestó al sacerdote que le recomendaba que abrazase sus creencias para alcanzar la dicha eterna: «¿Tú quieres que   —381→   yo me persuada de que Agesilao y Epaminondas, que son hombres grandes, serán miserables, y que tú, que no haces nada, ni eres más que un borrego incapaz de nada que valga la pena, serás bienaventurado porque eres sacerdote?» Esas grandes promesas de la eterna beatitud, si a la manera como acogemos las doctrinas filosóficas las recibiéramos, no nos horrorizaríamos ante la muerte, como nos horrorizamos:


Non jam se moriens dissolvi conquereretur;
sed magis ire foras, vestemque relinquere, ut anguis,
gauderet, praelonga senex aut cornua cervus.557



«Quiero desaparecer, diríamos, e irme con Nuestro Señor Jesucristo.»558 La elocuencia del discurso de Platón sobre la inmortalidad del alma impelió a la muerte a algunos de sus discípulos para gozar así más prontamente de las esperanzas que el filósofo les prometía.

Todo esto es signo evidentísimo de que no recibimos nuestra religión sino a nuestro modo y con nuestras propias manos, como las otras religiones se reciben. Encontrámonos en el país en que la religión católica se practica; consideramos su antigüedad o la autoridad de los hombres que la han defendido, tememos las amenazas que acompañan a los que no creen, o seguimos sus promesas. Estas consideraciones deben emplearse en apoyo de nuestra creencia, pero solamente como cosa subsidiaria, pues no son más que lazos humanos: otra religión, distintos testigos, promesas análogas y amenazas semejantes, podrían imprimir en nosotros por el mismo camino una idea contraria. Somos cristianos de la misma suerte que perigordianos o alemanes. Lo que dice Platón, de que hay pocos hombres tan firmes en el ateísmo, que cualquier daño que les acontezca no los conduzca al reconocimiento del poder divino, papel semejante no tiene nada que ver con la idea de un verdadero cristiano; propio es sólo de las religiones mortales y humanas el ser recibidas por una terrenal conducta. ¿Qué género de fe es la que la cobardía y la debilidad de ánimo arraigan en nosotros? ¡Bonita fe la que no admito lo que cree, sin tener para ello otra razón que la falta de valor para rechazarlo! Pasiones viciosas como las de la inconstancia y la de la sorpresa, ¿pueden ocasionar en nuestra alma ni siquiera una influencia ordenada? Creen éstos, añade Platón, fundamentándose en su propio juicio, que todo cuanto se refiere del infierno y de las penas futuras es fingido, mas cuando la ocasión de experimentarlas se acerca con la vejez y las enfermedades,   —382→   y con ellas la muerte, el terror los llena de una creencia nueva, por el horror de su condición en lo porvenir. Y porque tales impresiones hacen temerosos los ánimos prohíbe el filósofo en sus leyes el conocimiento de aquellas amenazas, y procura persuadir a los hombres que de los dioses no pueden recibir mal alguno, sino es para recoger luego mayor bien, después que recibe el daño y como un medicinal efecto. Refiérese de Bion que, contaminado con el ateísmo de Teodoro, se burló largo tiempo de los hombres religiosos, pero que al sorprenderle la muerte arrastró su alma a las supersticiones más extremadas, cual si los dioses existieran o no existieran conforme a la voluntad de Bion. Platón, y también los citados ejemplos lo demuestran, sostiene que los hombres se encaminan a Dios por el amor o por la fuerza. Siendo, como es el ateísmo un principio desnaturalizado y monstruoso, difícil también de inculcar en el espíritu, humano, por insolente y desordenado que éste se suponga, hanse visto bastantes que por vanidad o rebeldía concibieron opiniones nada vulgares e ideas reformadoras para aplicarlas al mundo, y mantener su obra por tesón y dignidad; pues si son locos en grado suficiente, en cambio no son bastante fuertes para alojar en su conciencia la obra que realizaron, por eso no dejarán de elevar sus brazos al cielo si reciben en el pecho la herida de una espada. Y cuando el miedo o la enfermedad hayan abatido y enmohecido ese licencioso fervor de humor versátil, tampoco dejarán de volver sobre sí mismos, ni con toda discreción de acomodarse a las creencias y ejemplos públicos. Cosa muy distinta es un dogma seriamente digerido de esas superficiales impresiones que, emanadas del desorden de un espíritu sin atadero, van nadando en la fantasía temeraria e inciertamente. ¡Espíritus miserables y sin seso, que tratan de traspasar en maldad el límite que sus fuerzas consienten!

El error del paganismo y la ignorancia de nuestra santa verdad dejó caer el alma grande de Platón, grande sólo humanamente, en este otro error semejante: «que los niños y los viejos son más susceptibles de religión»; como si ésta naciera y encontrara todo su crédito en nuestra debilidad. El nudo que debiera unir nuestro juicio y nuestra voluntad, el que debiera estrechar nuestra alma y elevarla a nuestro Criador, debería ser un nudo que tomara sus repliegues y su fortaleza no de nuestra consideración ni de nuestras razones y pasiones, sino de un estrechamiento divino y sobrenatural, que no tuviera más que una forma, un aspecto y una apariencia, que es la autoridad de Dios y su gracia. Ahora bien, como nuestro corazón y nuestra alma están regidos y gobernados por la fe, es prudente que ésta saque al servicio de su designio todas las demás partes que nos componen según la naturaleza de cada una.   —383→   Así, no es creíble que toda esta máquina deje de tener selladas algunas de las marcas de la mano de ese gran arquitecto, y que no haya alguna imagen en las cosas de este mundo que en cierto modo se relacione con el obrero que las ha edificado y formado. Dios dejó en sus altas obras impreso el carácter de la divinidad, y sólo nuestra flaqueza de espíritu nos priva de descubrirlo. Él mismo nos dice que sus acciones invisibles nos las manifiesta por medio de las visibles. Sabunde ha trabajado este digno estudio y nos muestra cómo no hay nada en el mundo que desmienta a su Creador, Estaría en oposición con la divina bondad el que el universo no consintiera en nuestra creencia: el cielo, la tierra, los elementos, nuestro cuerpo y nuestra alma, todas las cosas conspiran en apoyo de nuestra fe; el toque está en saber servirse de ellas y en encontrar para ello el camino; las cosas nos instruyen siempre y cuando que seamos capaces de entenderlas, pues este mundo es un templo santísimo, dentro del cual el hombre ha sido introducido para contemplar monumentos que no son obra de mortal artífice, sino que la divina sabiduría hizo sensibles: el sol, las estrellas, las aguas y la tierra para representarnos las cosas inteligibles. «Las invisibles y divinas, dice san Pablo559, muéstranse por la creación del mundo, considerando la eterna sabiduría del Hacedor y su divinidad mediante sus obras.»


Atque adeo faciem caeli non invidet orbi
ipse Deus, vultusque suos, corpusque recludit
semper volvendo; seque ipsum inculcat, et offert:
ut bene cognosci possit, doceatque videndo
qualis eat, doceatque suas attendere leges.560



Ahora bien; nuestra razón y humanos discursos son como materia estéril y pesada: la gracia de Dios es la forma de ellos y lo que los comunica precio y apariencia. De la propia suerte que las acciones virtuosas de Sócrates y Catón fueron inútiles y vanas porque no estuvieron encaminadas a ningún fin, porque no tuvieron en cuenta el amor y obediencia del creador verdadero de todas las cosas, y porque aquellos filósofos ignoraron a Dios, así acontece con nuestras imaginaciones y discursos, que en apariencia muestran alguna forma, pero que en realidad no son más que una masa informe, sin armonía ni luz, si la fe y la gracia del Señor no los acompañan. La fe ilustró los argumentos de Sabunde y los convirtió en firmes y sólidos, capaces de servir de ruta y primer guía a un primerizo para ponerle   —384→   en camino de la divina ciencia; esos raciocinios lo acomodan de todas armas y hacen visible la gracia de Dios, por medio de la cual se elabora luego nuestra creencia. Yo sé de un hombre de autoridad científica, versado en el estudio de las letras, que me ha confesado haber desechado los errores de la falta de creencia por el solo auxilio de los argumentos de Sabunde. Y aun cuando se los despojara del ornamento, socorro y aprobación de la fe, tomándolos por fantasías puramente humanas, para combatir a los que se precipitaron en las espantosas y horribles tinieblas de la irreligión, serían todavía tan sólidos y tan firmes como cualesquiera otros de la misma condición que pretendiera oponérseles; de suerte que podemos decir con fundamento:


Si melius quid habes, arcesse; vel imperium fer561:



sufran pues el empuje de nuestras pruebas o hágannos patentes las suyas. Y con esto vengo a dar, sin haberlo advertido, a la segunda objeción que se hace más comúnmente a la obra de Sabunde.

Dicen algunos que sus argumentos son débiles e insuficientes a demostrar lo que se propone, e intentan sin dificultad objetarlos. Preciso es sacudir a éstos con alguna mayor rudeza, pues son más dañinos y de peor hombría de bien que los primeros. De buen grado se acomodan las doctrinas ajenas en favor de las opiniones que profesamos y de los prejuicios que guardamos; para un ateo todos los escritos le encaminan al ateísmo; el ateo inficiona con su propio veneno la idea más inocente. Tienen éstos muy arraigada la preocupación en el juicio, y así su palabra no gusta de los razonamientos de Sabunde. Por lo demás, antójaseles que se les concede la victoria al dejarlos en libertad de combatir nuestra religión valiéndose de armas humanas, la cual no osarían atacar en su majestad llena de autoridad y mando. El medio que yo empleo para rebatir este frenesí, y que me parece el más adecuado, es el de humillar y pisotear el orgullo de la altanería humana; hacer patentes la inanidad, la vanidad y la bajeza del hombre; arrancarle de cuajo las miserables armas de su razón; hacerle bajar la cabeza y morder el polvo bajo la autoridad y reverencia de la majestad divina. Sólo a ella pertenecen la ciencia y la sabiduría; ella sola es la no puede por sí misma estimar las cosas en su esencia y de quien nosotros tomamos toda luz.


imagen562 - 563.



  —385→  

Echemos por tierra aquella creencia presuntuosa, primer fundamento de la tiranía del maligno espíritu: Deus superbis resistit, humilibus autem dat gratia564. La inteligencia, dice Platón, reside sólo en los dioses y muy poco o casi nada en los hombres. Así que constituye un consuelo grande para el cristiano el ver que nuestros órganos mortales y caducos están tan bien dispuestos para la fe santa y divina, y que cuando se los emplea en los actos de su naturaleza mortal no sean tan apropiados ni tan fuertes. Veamos, pues, si el hombre tiene en su mano razones más poderosas que las de Sabunde; veamos si dispone siquiera del poder de alcanzar alguna certidumbre por razonamientos o argumentos. Hablando san Agustín contra los incrédulos, halla ocasión de echarles en cara su injusticia, porque encuentran falsos los fundamentos de nuestra creencia que, según aquéllos, nuestra razón no puede llegar a establecer; y para mostrar que bastantes cosas pueden ser o haber sido, de las cuales nuestro espíritu no acertaría a fundamentar la naturaleza ni las causas, les hace ver ciertas experiencias conocidas o indudables, a la cuales el hombre confiesa ser ajeno. De ello habla san Agustín, como de todas las demás cosas, con fineza o ingenio agudo. Es preciso avanzar más y enseñarles que para que se convenzan de la debilidad de su razón no hay necesidad de ir escogiendo ejemplos singulares y peregrinos; que la razón es de suyo tan corta y tan ciega que no hay verdad por luminosa que sea que de tal suerte aparezca; que lo fácil y lo difícil son para ella una cosa misma; que todos los asuntos por igual, y la naturaleza en general, desaprueban su jurisdicción y entrometimiento.

¿Qué es lo que la verdad pregona cuando lo pregona? Huir la mundana filosofía565; dícenos que nuestra sabiduría no es sino locura a los ojos de Dios; que de todas las vanidades ninguna sobrepasa a la del hombre566; que el que presume de su saber, ni siquiera sabe en qué consiste el saber, y que el hombre, que no es nada, si piensa ser alguna cosa, se seduce a sí mismo y se engaña. Estas sentencias del Espíritu Santo expresan tan claramente y de un modo tan vivo los principios que yo quiero mantener, que no necesitaría echar mano de ninguna otra prueba contra gentes que se rendirían con entera sumisión y obediencia a su autoridad; mas éstos de que aquí se trata se obstinan en ser azotadas a sus propias expensas y no consienten en sufrir que se combata su razón de otro modo que con la razón misma.

Consideremos, pues, por un momento al hombre solo,   —386→   sin auxilio ajeno, armado solamente de sus facultades y desposeído de la gracia y conocimiento divinos, que constituyen su honor todo, su fuerza, el fundamento de su ser; veamos cuál es su situación en estado tan peregrino. Hágame primeramente comprender por el esfuerzo de su razón sobre qué cimientos ha edificado la superioridad inmensa que cree disfrutar sobre las demás criaturas. ¿Quién le ha enseñado que ese movimiento admirable de la bóveda celeste, el eterno resplandor de esas antorchas que soberbiamente se mantienen sobre su cabeza, las tremendas sacudidas de esa mar infinita, hayan sido establecidos y continúen durante siglos y, siglos para su comodidad y servicio? ¿Es acaso posible imaginar nada tan ridículo como esta miserable y raquítica criatura que ni siquiera es dueña de sí misma, que se halla expuesta a recibir daños de todas artes, y que, sin embargo, se cree emperadora y soberana del universo mundo, del que ni siquiera conoce la parte más ínfima, lejos de poder gobernarlo? Y ese privilegio que el hombre se atribuye en este soberbio edificio de pretender ser único en cuanto a capacidad para reconocer la belleza de las partes que lo forman, el solo el que puede dar gracias al magistral arquitecto y hacerse cargo de la organización del mundo, ¿quién le ha otorgado semejante privilegio? Que nos haga ver las pruebas de tan grande y hermosa facultad, que ni siquiera a los más sabios fue concedida. Casi a nadie fue otorgada concesión semejante, y menos, por consiguiente, habían de participar de ella los locos y los perversos, que constituyen lo peor que hay en el mundo. Quorum igitur causa qui dixerit effectum esse mundum? Eorum scilicet animantium, quae ratione utuntur; hi sunt dii et homines, quibus profecto nihil est melius567: nunca denostaríamos bastante la impudencia de pretensión tan risible. ¡Infeliz! ¿Qué calidades le acompañan para ser acreedor a tan sublime distinción? Considerando esa vida inmarcesible de los cuerpos celestes, la hermosura de ellos, su magnitud, su continuo movimiento con tanta exactitud acompasado:


       Quum suspicimus magni caelestia mundi
templa super, stellisque micantibus aethera fixum,
et venit mentem lunae solisque viarum568;



al fijarnos en la dominación y poderío de esos luminares,   —387→   que no sólo ejercen influencia sobra nuestras vidas y fortuna,


Facta etenim et hominum suspendit ab astris569,



sino sobre nuestras inclinaciones mismas, sobre nuestra razón, sobre nuestra voluntad, las cuales rigen, empujan y agitan a la merced de su influencia, conforme el raciocinio nos enseña y descubre:


Speculataque longe
deprendit tacitis dominantia legibus astra,
et totum alterna mundum ratione moveri,
factorumque vices certis discurrere signis570;



al ver que, no ya un solo hombre ni un rey, sino que las monarquías, los imperios y cuanto hormiguea en este bajo mundo se mueve u oscila a tenor del más insignificante movimiento celeste:


Quantaque quam parvi faciant discrimina motus.
Tantum est hoc regnum, quod regibus imperat ipsis571;



si nuestra virtud, nuestros vicios, nuestra ciencia y capacidad, y la misma razón con que nos hacemos cargo de las revoluciones astronómicas y de la relación de ellas con nuestras vidas procede, como juzga aquélla, por su favor y mediación:


Furit altor amore,
et pontum tranare potest, et vertere Trojam:
alterius sors est scribendis legibus apta.
Ecce patrem nati perimunt, natosque parentes;
mutuaque armati cocunt in vulnera fratres.
Non nostrum hoc bellum est; coguntur tanta movero,
inque suas ferri poenas, lacerandaque membra.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Hoc quoque fatale est, sic ipsum expendere fatum572;



si de la organización del cielo nos viene la parte discursiva de que disponemos, ¿cómo puede esta parte equipararnos a aquél? ¿cómo someterá a nuestra ciencia sus condines y su esencia? Todo cuanto vemos en esos cuerpos nos   —388→   admira: Quae molitio, quae ferramenta, qui vectes, quae machinae, qui ministri tanti operis fuerunt?573 ¿Por qué, pues, los consideramos como privados de alma, vida y raciocinio? ¿Acaso hemos podido reconocer en ellos la inmovilidad y la insensibilidad, no habiendo con ellos mantenido otra relación que la de sumisión y obediencia? ¿Osaremos decir acaso que no hemos visto en ninguna criatura si no es en el hombre el empleo de un alma razonable? ¡Pues qué! ¿hemos visto algo que se asemeje al sol? ¿deja de existir lo mismo porque no hayamos visto nada que se le asemeje, ni sus movimientos de existir porque no los haya semejantes? Si tantas cosas como no hemos tocado no existen, nuestra ciencia es de todo punto limitada. Quae sunt tantae animi angustiae574. ¿Acaso son soñaciones de la humana vanidad el creer que la luna es una tierra celeste; suponer como Anaxágoras que en ella hay valles y montañas y viviendas para los seres humanos, o establecer colonias para nuestra mayor comodidad, como hacen Platón y Plutarco, y también considerar a la tierra como un astro luminoso? Inter caetera mortalitatis incommoda, et hoc est, caligo mentium; nec tantum necessitas errandi, sed errorum amor575. Corruptibile corpus aggravat animam, et deprimit terrena inhabitalio sensum multa cogitantem576. La presunción es nuestra enfermedad natural y original. La más frágil y calamitosa de todas las criaturas es el hombre, y a la vez la más orgullosa: el hombre se siente y se ve colocado aquí bajo, entre el fango y la escoria del mundo, amarrado y clavado a la leer parte del universo, en la última estancia de la vivienda, el más alejado de la bóveda celeste, en compañía de los animales de la peor condición de todas, por bajo de los que vuelan en el aire o nadan en las aguas, y sin embargo se sitúa imaginariamente por cima del círculo de la luna, suponiendo el cielo bajo sus plantas. Por la vanidad misma de tal presunción quiere igualarse a Dios y atribuirse cualidades divinas que elige él mismo; se separa de la multitud de las otras criaturas, aplica las prendas que le acomodan a los demás animales, sus compañeros, y distribuye entre ellos las fuerzas y facultades que tiene a bien ¿Cómo puede conocer por el esfuerzo de su inteligencia los movimientos secretos e internos de los animales?   —389→   ¿De qué razonamiento se sirve para asegurarse de la pura y sola animalidad que les atribuye? Cuando yo me burlo de mi gata, ¿quién sabe si mi gata se burla de mí más que yo de ella? Nos distraemos con monerías recíprocas; y si yo tengo mi momento de comenzar o de dejar el juego, también ella tiene los suyos. Platón, en su pintura de la edad de oro bajo Saturno, incluye entre los principales privilegios del hombre de aquella época la comunicación que él mismo tenía con los animales, de los cuales recibía instrucción y conocía las cualidades y diferencias de cada uno; por donde adquiría una prudencia e inteligencia perfectas y gobernaba su vida mucho mejor que nosotros pudiéramos hacerlo; ¿precisa encontrar otra prueba de la insensatez humana al juzgar a los animales? Ese profundo autor creo que en la forma corporal de que los dotó la naturaleza, ésta sólo atendió al uso de los pronósticos que de ellos se deducían en su tiempo. Tal defecto, que impide nuestra comunicación recíproca, puede depender tanto de nosotros como de los seres que considerarnos como inferiores. Está por dilucidar de quién es la culpa de que no nos entendamos, pues si nosotros no penetramos las ideas de los animales, tampoco ellos penetran las nuestras, por lo cual pueden considerarnos tan irracionales como nosotros los consideramos a ellos. Y no es maravilla el que no los comprendamos, pues nos ocurre otro tanto, por ejemplo, con los vascos y los trogloditas. Algunos, sin embargo, se vanagloriaron de comprenderlos, entre otros, Apolonio de Tyano, Melampo, Tiresias y Thales. Y puesto que según los cosmógrafos hay naciones que reciben un perro como rey, preciso es que las mismas encuentren algún sentido claro en la voz y movimientos del perro. Preciso es también advertir la correspondencia que existe entre el hombre y los animales: algo conocemos los sentidos de los mismos; sobre poco más o menos el mismo conocimiento que los animales tienen de nosotros, y así vemos que nos acarician, nos amenazan o solicitan algo de nosotros, lo mismo exactamente que nosotros de ellos. Por lo demás, advertirnos con toda evidencia que entre ellos existe una comunicación entera y plena, que se comprenden, y no ya sólo los de una misma especie, sino también los de especies distintas:


Et mutae pecudes, et denique secla ferarum
dissimiles suerunt voces variasque ciere,
quum metus aut dolor est, aut quum jam gaudia gliscunt.577



En cierto ladrido del perro conoce el caballo que el primero está dominado por la cólera, mientras que no le   —390→   asustan otras modulaciones de su voz. En los animales que se hallan privados de esa facultad, por la comunicación e inteligencia que entre ellos existen, podemos juzgar fácilmente que se entienden, valiéndose para ello de movimientos, que son otras tantas como razones y discursos:


Non alia longe ratione, atque ipsa videtur
protrahere ad gestum pueros infantia linguae.578



¿Y por qué no creerlo así? De la propia suerte que los mudos disputan, argumentan y refieren historias por signos; yo he visto algunos tan habituados y diestros que nada les faltaba para exteriorizar todas sus ideas. Los enamorados regañan, se reconcilian, se dirigen ruegos, se dan las gracias y se comunican con los ojos todas las cosas


E'l silenzio ancor suole
aver prieghi e parole.579



¿Pues y con las manos, cuántas ideas no se expresan? Requerimos, prometemos, llamamos, despedimos, amenazamos, rogamos, suplicamos, negamos, rechazamos, interrogamos, admiramos, nombramos, confesamos, nos arrepentimos, tememos, nos avergonzamos, dudamos, damos instrucciones, mandamos, incitamos, animamos, juramos, testimoniamos, acusamos, condenamos, absolvemos, injuriamos, desdeñamos, desafiamos, nos despechamos, alabamos, aplaudimos, bendecimos, humillamos al prójimo, nos burlamos, nos reconciliamos, recomendamos, exaltamos, festejamos, damos muestras de contento, compartimos el dolor de otro, nos entristecemos, damos muestras de abatimiento, nos desesperamos, nos admiramos, exclamamos, nos callamos; ¿y de qué dejamos de dar muestras con el solo auxilio de las manos, con variedad que nada tiene que envidiar a las modulaciones más delicadas de la voz? Con la cabeza invitamos, aprobamos, desaprobamos, desmentimos damos la bienvenida a alguno, honramos, veneramos: despreciamos, solicitamos, nos lamentamos, acariciamos, hacemos reproches, nos sometemos, desafiamos, exhortamos, amenazamos, aseguramos, inquirimos. Igualmente exteriorizamos lo más recóndito de nuestro ser con las cejas y con los hombros. No hay en nosotros movimiento que no hable, ya un lenguaje inteligible y sin disciplina, ya un lenguaje público; y si atendemos a la peculiar calidad del mismo, fácil nos será considerarlo como más próximo que el articulado de la humana naturaleza. Y no hablo ya de lo que la necesidad enseña inopinadamente a los que de ello han menester echar mano: de los alfabetos   —391→   que se hacen con los dedos, de las gramáticas cuyos preceptos consisten en la disposición del gesto, ni de las artes que con ellos se ejercen y practican, ni de las naciones que según Plinio no conocen otro lenguaje un embajador de la ciudad de Abdera, después de haber hablado largo tiempo a Agis, rey de Esparta, le dijo: «¿Señor, qué respuesta quieres que lleve a mis conciudadanos? -Les dirás, contestó el soberano, que te dejé decir cuanto quisiste y tanto como quisiste, sin que yo pronunciara una sola palabra.» He aquí un callar que habla de un modo bien inteligible.

Por lo demás, ¿qué facultades reconocemos en nosotros que no veamos bien patentes en las operaciones que los animales practican? ¿Hay organización más perfecta ni más metódica, ni en que presida mayor orden en los cargos y oficios que la de las abejas? La ordenadísima disposición de los actos y labores que las abejas practican, ¿podemos admitirla ni imaginarla sin suponerlas dotadas de razón y discernimiento?


His quidam signis atque haec exempla sequuti,
esse apibus partem divinae mentis, et haustus
aethereos, dixere.580