Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

todas esas ideas son sueños y fanáticas locuras. ¿Por qué la naturaleza no ha de abrirnos un día su seno para que viéramos al descubierto su mecanismo preparando para ello nuestros ojos? ¡Oh gran Dios! ¡cuántos abusos haríamos en nuestra ciencia raquítica! Mucho me engaño si guarda ni siquiera una sola cosa al tenor de nuestras ideas; yo dejaré este mundo más desconocedor de mi ignorancia, que de todo los demás que en él se encuentra.

¿Es en Platón donde he visto esta divina frase, «que la naturaleza es una poesía enigmática»?743 como quien dice una pintura velada, rodeada de tinieblas, entreluciente de una variedad infinita de claridades aparentes, en vista de las cuales nuestras conjeturas se fundamentan: Latent ista omnia crassis occultata et circumfusa tenebris; ut nulla acies humani ingenii tanta sit, quae penetrare in caelum, terram intrare possit744. Y en verdad la filosofía no es otra cosa que una poesía sofística. ¿De donde sacan los escritores antiguos sino de los poetas todos los principios que sientan? Los primeros filósofos fueron poetas y como tales trataron su ciencia. Platón no es más que un poeta descosido; Timón le llama, para injuriarle, gran forjador de milagros. Todas las ciencias supraterrenas se revisten de estilo poético. De la propia suerte que las mujeres echan mano de dientes de marfil cuando los naturales les faltan, y en lugar del color natural ostentan otro valiéndose de cualquier substancia adecuada; como se procuran muslos artificiales con trapos y filtros, y pechos con algodón, y a los ojos de todos se embellecen de una manera falsa y prestada, así hace la ciencia (y en nuestras leyes mismas hay, al decir de algunos, ficciones necesarias en las cuales se fundamenta la legitimidad de la justicia); aquélla nos procura en pago y en presuposición las ideas que nos muestra haber sido inventadas,   —472→   pues esos epiciclos excéntricos y concéntricos de que la astronomía se ayuda para explicarnos el movimiento de las estrellas, suminístranoslos como lo mejor que ha a podido encontrar en aquel punto. Igualmente la filosofía nos muestra no lo que realmente es, no la realidad pura, o lo que tal ciencia creo que sea la verdad, sino lo que forjar puede más verosímil y grato. Hablando Platón de las funciones de nuestro cuerpo y de las que son peculiares al de los animales, concluye así: «Que todo cuanto dejamos dicho sea la verdad, no podemos asegurarlo; certificaríamoslo si pudiéramos disponer de la confirmación de algún oráculo; sostenemos solamente que es lo más verosímil que hayamos acertado a decir.»

No sólo para explicar los fenómenos celestes echa mano la ciencia lo sus cuerdas, sus máquinas y sus ruedas; consideremos ahora aunque sea ligeramente lo que dice de nosotros mismos y de nuestra contextura. No hay retrogradación, trepidación, accesión, retroceso, en los astros y cuerpos celestes que la filosofía no haya forjado también en este humano cuerpecillo, por lo cual no anduvieron desacertados los filósofos en llamar al hombre mundo pequeño; de mecanismo tan complicado le supusieron. Para explicar los diversos movimientos que ven en el hombre, las distintas funciones y facultades que sentimos en nosotros, ¿en cuántas partes no dividieron nuestra alma? ¿En cuántos lugares no la colocaron? ¿En cuántos órdenes y categorías no dividieron la pobre criatura humana llevándola siempre más allá de los que son naturales y perceptibles? ¿Cuántos oficios no la atribuyen? Convierten al hombre en una república imaginaria; es para ellos un asunto del que se apoderan y manejan a su antojo, y se les deja en libertad absoluta de descomponerlo, arreglarlo, unirlo y ataviarlo, cada cual conforme a su albedrío, mas a pesar de todo jamás acaban de comprenderlo. Y no ya sólo cuando ejercitamos nuestras facultades y sentidos, ni aun en sueños son capaces los filósofos por medio de sus sistemas de explicar al hombre sin que haya alguna cadencia o algún sonido que no les escape, por complicados que aquéllos sean, estando formados como lo están de mil piezas imaginarias y falsas. Lo cual, razonablemente procediendo, no puede excusárseles, pues a los pintores, cuando nos representan el cielo, la tierra, los mares, las montañas, las islas lejanas, perdonámosles que nos muestren sólo alguna ligera huella, y como de cosas ignoradas contentámonos con tal cual aire o semejanza; mas cuando retratan el natural un asunto que nos es conocido y familiar exigimos de ellos la exacta y perfecta representación de las líneas y colores y los desdeñamos cuando a ello no alcanzan. Me complace la idea de la joven milesiana que viendo constantemente al filósofo Thales con los ojos clavados   —473→   en el firmamento colocó a su paso un objeto para hacerle tropezar y recordarle que tendría lugar de contemplar las estrellas cuando hubiera previsto las cosas que estaban a sus pies. Aconsejábale con ello la muchacha que se examinara a sí mismo antes de inspeccionar el cielo, pues como por boca de Cicerón dice Demócrito:


Quod est ante pedes, nomo spectat: caeli scrutantur plagas.745



Mas a nuestra condición es inherente que las cosas que tenemos entre manos se muestren tan lejanas de nosotros, tan por cima de las nubes como los mismos astros, como declara Sócrates en Platón. Aquél afirma que quien en la filosofía se ocupa incurre en el error mismo que la doncella censuraba a Thales, esto es, que nada ve de lo que está ante sus ojos, pues todo filósofo ignora lo que hace su vecino y lo que él mismo ejecuta, y desconoce igualmente lo que son uno y otro, si hombres o animales.

Los filósofos que encuentran poco sólidas las razones de Sabunde, que nada ignoran, que todo se lo explican, que todo lo saben,


Quae mare compescant causae; quid temperet annum;
stellae sponte sua, jussaeve, vagentur el errent;
quid premat obscurum lunae, quid proferat orbem;
quid velit et possit rerum concordia discors746:



¿no sondearon alguna vez entre sus libros las dificultades que se presentan para conocer el propio ser de cada uno? Claramente vemos que los dedos se mueven, y los pies, y que algunas partes se agitan por sí mismas sin nuestro consentimiento y otras con él; vemos igualmente que ciertas emociones nos hacen enrojecer, y que otras nos hacen palidecer; que tal idea obra solamente sobre el bazo y que tal otra llega al cerebro, una nos mueve a risa, otra al llanto; tal otra avasalla y conmueve todos nuestros sentidos y detiene el movimiento de nuestros miembros; ante tal objeto el estómago se revuelve; ante tal otro algo, que está más abajo; pero de qué suerte una impresión espiritual se insinúe en un objeto corporal y sólido747, y la naturaleza de la unión y juntura de tan admirables   —474→   resortes, jamás hombre alguno lo ha sabido; Omnia incerta ratione, et in naturae majestate abdita748, dice Plinio, y san Agustín, Modus, quo corporibus adhaerent spiritus..., omnino mirus est, nec comprehendi ab homine potest; et hoc ipse homo est749; y sin embargo nadie pone en duda la unión del alma y del cuerpo, pues las opiniones de los hombres son aceptadas en virtud de antiguas creencias, merced a la autoridad y de una manera gratuita, cual si de religión o leyes se tratara. Recíbese de buen grado lo que comúnmente se cree, y la verdad antedicha acompañada de todo el aparato de argumentos y pruebas, como un sistema de doctrina firme y sólido ya incapaz de alteración, sobre el cual no se vuelve a insistir. Cada cual, rivalizando, va solidificando y fortaleciendo la creencia recibida con todo aquello que su razón alcanza, la cual es un instrumento flexible, maleable y acomodaticio a toda forma; así el mundo se llena de mentiras e insulseces.

La causa de que dudemos de pocas cosas es que jamás se sometan a prueba las impresiones comunes; jamás se pone la mano allí donde residen la debilidad y el error; andamos siempre por las ramas; no se pregunta si un principio es cierto, sino si se ha dicho de este o del otro modo; no se pregunta si Galeno dijo algo que valiera la pena, sino si dijo así o de otro modo. No es por consiguiente peregrino que tal sujeción en la libertad de nuestros juicios, y tiranía semejante de nuestras creencias haya llegado a las escuelas y a las artes. El dios de la ciencia escolástica es Aristóteles; discutir sus principios es cosa sagrada, como lo era el controvertir sobre los de Licurgo en Esparta; la doctrina de aquél, que nos sirve de ley y nos gobierna, acaso sea tan falsa y tan desprovista de fundamento como cualquiera otra. Yo no sé por qué razón no habían de aceptarse lo mismo las ideas de Platón, o el sistema de los átomos de Epicuro, o el lleno y el vacío de Leucipo y Demócrito, o el agua de Thales, o la infinitud de naturaleza de Anaximánder, o el aire de Diógenes, o los números y la simetría de Pitágoras, o el infinito de Parmónides, o el uno de Museo, o el agua y el fuego de Apolodoro, o las partes similares de Anaxágoras, la unión y discordia de Empédocles, el fuego de Heráclito o cualquiera otra opinión entre esa confusión infinita de pareceres y sentencias que engendra esta hermosa razón humana, gracias a su certeza y clarividencia en todo cuanto se entremete. En este punto del principio de las cosas naturales no sé porqué, lo mismo que las de Aristóteles, no habría yo de acoger cualesquiera de las que practicaron   —475→   los filósofos citados; los principios del nuestro son de tres especies, que llamó materia, forma y privación ¿Hay algo más vano que hacer de la nada misma causa de la producción de todas las cosas? ¿La privación, no es idea negativa? ¿En qué se fundamentó, por tanto, para hacer de ella principio y origen de todas las cosas existentes? Sin embargo, las verdades de Aristóteles nadie osará tocarlas si no es como asunto de ejercicio lógico; nadie las discutirá ni las pondrá en tela de juicio, sólo se controvertirán para ponerlas a cubierto de objeciones extrañas; la autoridad de las mismas es el fin; una vez franqueado éste, ya no es lícito investigar nada.

Es cosa sencillísima edificar cuanto se quiere sobre una base convenida, pues según la ley y disposición de los principios, el resto del edificio se levanta fácilmente sin incurrir en contradicción alguna. Por tal camino hallamos en nuestra razón fundamentos sobrados y discurrimos sin meternos en honduras, pues el maestro gana de antemano tanto lugar en nuestro crédito como le precisa para probar lo que quiere, como los geómetras con sus hipótesis admitidas; el consentimiento y aprobación que le prestamos, le sirve para llevar nuestra convicción adonde se le antoja, lo mismo a uno que a otro lado, y para hacernos piruetear a medida de su capricho. Quien es creído en aquello que presupone, es nuestro amo y nuestro dios; preparará el plan conforme a los fundamentos que sienta con amplitud y facilidad tales, que auxiliado por ellos podrá elevarnos hasta las nubes si se le ocurre. En esta manera de comunicar la ciencia hemos tomado como moneda corriente la frase de Pitágoras de que cada maestro debe ser creído en la ciencia o el arte que profesa; el dialéctico se remite al gramático para demostrar lo que las palabras significan; el retórico toma del dialéctico los motivos de sus argumentos; el poeta se sirve de las cadencias del músico; el geómetra, de las proporciones del aritmético; los metafísicos emplean como fundamento de sus principios las conjeturas de la física, porque cada ciencia tiene sus principios presupuestos, con lo cual la razón humana está embridada por los cuatro costados. Y si se llega a chocar contra la barrera en que yace el error principal, al momento tienen en la boca esta sentencia: «No se debe discutir con los que niegan los primeros principios.» Mas como los hombres no pueden tenerlos si la divinidad no se los ha revelado, todo lo demás, el principio, medio y fin no es más que sueño y humo. A los que combaten por presuposición les es necesario presuponer el mismo axioma de que se debate, pues todo principio humano, todo enunciado tiene tanta autoridad como el que se trata de echar por tierra, si la razón no establece la diferencia entre ambos; así que, es indispensable colocarlos todos en la balanza, y en primer término los generales,   —476→   los que nos sujetan y tiranizan. La persuasión de la certeza es testimonio de locura o incertidumbre extremas; no hay gentes más desquiciadas ni menos filosóficas que los filodoxos750 de Platón: según estos es necesario saber si el fuego es caliente, si la nieve es blanca; si hay algo de sólido o de blando en nuestro conocimiento.

En cuanto a las respuestas que forman el asunto de antiguas anécdotas, como la que se dio al que ponía en duda la existencia del calor, a quien se respondió que se arrojara al fuego; y al que negaba la frialdad del hielo, que se metiera un pedazo en el pecho, ambas son indignas de los oficios de a filosofía. Si los filósofos nos hubieran dejado en el estado de naturaleza, de manera que acogiéramos los fenómenos exteriores según influyen en nosotros por la mediación de nuestros sentidos, de suerte que los actos del hombre obedecieran a deseos sencillos y ordenados con arreglo a la condición primera de nuestro nacimiento, tendrían razón en dar aquellas contestaciones; mas de ellos aprendimos a convertirnos en jueces del mundo; ellos fueron quienes nos inculcaron la idea de que «la razón humana debe juzgar todo cuanto existe dentro y fuera de la bóveda celeste; la que todo lo abarca y lo puede todo, por el intermedio de la cual todo se sabe y conoce». Aquellas respuestas estarían muy en su lugar entre los caníbales, quienes gozan la dicha de una larga vida sosegada y tranquila sin el auxilio de los preceptos de Aristóteles; que ni siquiera conocen el nombre de la física; sería mejor aplicada y tendría fundamento mayor que cuantas les sugirió su razón e invención; de experimentarla serían capaces al par que nosotros todos los animales, todos los seres que obran todavía a impulso de la pura y simple ley natural, a la cual renunció la filosofía. No basta que ésta me diga: «Tal cosa es verídica o cierta porque así la experimentas y así la ves»; es necesario que me prueben si lo que yo creo sentir siéntolo en realidad, y por qué y cómo lo siento; que me demuestren el nombre, origen, fundamentos y fines del calor y del frío; las cualidades del agente y del paciente, o que me despojen de sus tan decantadas doctrinas, que consisten en no admitir ni aprobar nada sin el concurso de la razón, que es la piedra de toque en sus disquisiciones todas, llena evidentemente de falsedad y error, de debilidad y flaqueza.

¿Por qué medio podremos aquilatarla mejor que por ella misma? Si no tenemos motivos suficientes para creerla cuando de sí misma habla, apenas si será adecuada para juzgar de las cosas que le son ajenas; si algo existe en cuyo conocimiento sea fuerte, será al menos su propio ser y   —477→   el lugar donde reside, que es el alma, de la que es efecto o parte constitutiva; pues la razón verdadera y esencial, que bautizamos con falsos nombres, tiene su asiento en el seno de Dios; allí están su vivienda y su retiro; de allí emana cuando a Dios le place mostrarnos algunos de sus rayos, como Palas surgió de la cabeza de su padre para hacerse visible al mundo.

Veamos, pues, lo que la razón humana nos ha enseñado de sí misma y del alma; no del alma en general, de la cual casi toda la filosofía hace derivar los cuerpos celestes y los primeros cuerpos participantes; ni de aquella que Thales atribuye a las cosas mismas que se consideran como inanimadas, movido por la contemplación del imán, sino de la que nos pertenece, y por consiguiente debemos conocer mejor:


Ignoratur enim, quae sit natura animal;
nata sit; an, contra, nascentibus insinuetur;
et simul intereat nobiscum morte dirempta;
an tenebras Orci visat, vastasque lacunas,
an pecudes alias divinitus insinuet se.751



Crates y Dicearco afirmaban que no existía, y que los movimientos y los actos corporales obedecían a un movimiento natural; Platón aseguraba que era una substancia dotada de movimiento propio; Thales, una naturaleza sin reposo; Asclepiades, la ejercitación de los sentidos; Hesíodo y Anaximánder, una substancia compuesta de tierra y agua; Parmónides, de tierra y fuego; Empédocles, de sangre:


Sanguineam vomit ille animam.752



Para Cleanto, Posidonio y Galeno era el alma un calor, o una substancia de complexión calurosa:


Igneus est ollis vigor, et caelestis origo753;



para Hipócrates, un espíritu extendido por todo el cuerpo; para Varrón, un aire que se recibe por la boca, se calienta en el pulmón, se templa en el corazón y se distribuye por todo el cuerpo; para Zenón, la quinta esencia de los cuatro elementos; según Heráclido Póntico, el alma era la luz; según Jenócrates y los egipcios, un número movible; según los caldeos, una virtud sin forma determinada:


Habitum quemdam vitalem corporis esse,
harmoniam Graeci quam dicunt754:



  —478→  

pero no olvidemos la opinión de Aristóteles, para quien lo que pone en movimiento al cuerpo, a lo cual llama entelequia, es cosa tan obscura e indeterminada como cualquiera de las ideas de los filósofos precedentes; pues no haría ni de la esencia, ni del origen, ni de la naturaleza del alma, limitándose a señalar sus efectos. Lactancio, Séneca y la mayor parte de los filósofos dogmáticos confesaron que era cosa que no entendían; y Cicerón declara, al ver semejante diversidad de opiniones Harum sententiarum quae vera sit, deus aliquis viderit755.

Por experiencia propia conozco, dice san Bernardo, hasta qué grado la esencia de Dios es incomprensible, puesto que la de mi propio ser soy incapaz de penetrar. Heráclito, que consideraba todos los seres llenos de almas y de espíritus, aseguraba sin embargo que no podía avanzarse tanto en el conocimiento de aquélla que pudiera llegarse a él. Por tan imposible tenía profundizar a esencia el espíritu.

No hay menos disensión ni se debate menos el lugar en que el alma reside. Hipócrates y Herófilo la colocan en el cerebro; Demócrito y Aristóteles, esparcida por todo el cuerpo:


Ut bona saepe valetudo quum dicitor esse
corporis, et non est tamen haec pars ulla valentis756;



Epicuro, en el estómago:


Hic exsultat enim pavor ac metus; haec loca circum,
laetitiae mulcent757;



los estoicos, rodeando el corazón y dentro del mismo; Erasistrato, unida a la membrana del epicráneo; Empédocles, en la sangre, y también Moisés, por lo cual prohibió a su pueblo que se sirviera como alimento de la sangre de los animales, a la cual el alma va unida; Galeno opinó que cada parte de nuestro cuerpo tiene, su alma correspondiente; Strato la sitúa entre ceja y ceja. Qua facie quidem sit animus, aut ubi habitet, ne quaerendum quidem est758, dice Cicerón, cuyas propias palabras transcribo aquí de buen grado sin alteración alguna, pues sería insensato que yo tendiese alterar el lenguaje de la elocuencia. Es además difícil desfigurar sus argumentos que son poco frecuentes, poco sólidos y nada ignorados. La razón por qué Crisipo y los demás filósofos de su secta colocan el alma alrededor del corazón merece consignarse, y es la siguiente: cuando   —479→   queremos dar fe cabal de alguna cosa, dice, ponemos nuestra mano en el pecho, y cuando pronunciamos la palabra imagen, que significa yo, la mandíbula inferior se inclina hacia el mismo. Estos detalles no deben dejarse pasar sin consignar al propio tiempo la vanidad de un personaje tan principalísimo como Crisipo, pues aparte de que tales ideas carecen en absoluto de fundamento, la última no prueba sino a los griegos que tengan el alma en aquel lugar. Ningún juicio humano por despierto que sea deja de caer a veces en singulares soñaciones. Más todavía: ved a los estoicos, padres de la humana prudencia, que consideran que el alma de un hombre que acaba sus días de violenta muerte se arrastra y sufre largo tiempo antes de separarse del cuerpo, no pudiendo desasirse de la carga del mismo, como un ratón que cae en la ratonera. Afirman algunos que el mundo fue creado para que en él encontraran cuerpo, como castigo de sus culpas los espíritus caídos que perdieron la prístina pureza en que fueron creados, pues la primera creación fue incorpórea. Según que éstos se alejaron más o menos de su espiritualidad, así se los incorpora ligera o pesadamente; de aquí la variedad de cantidad tan grande de materia. Mas el espíritu que a causa de la magnitud de sus culpas fuese investido del cuerpo del sol debía tener una cantidad de pecados bien rara y particular.

El término de nuestras disquisiciones es constantemente, la confusión y el embrollo; como Plutarco dice del comienzo de las historias, que a la manera de los mapas la extremidad de las tierras conocidas se compone de lagunas, intrincadas selvas, desiertos y lugares inhabitables; he aquí por qué los más groseros y triviales desatinos se encuentran con mayor frecuencia en los que tratan de cosas elevadas y profundas, abismándose en su curiosidad y presunción. El fin y el comienzo de la ciencia fundaméntanse en análoga insensatez; ved cómo vuela el espíritu de Platón, cómo se cierne en nubes poéticas; ved cómo en sus diálogos se expresan los dioses en lengua enigmática. Pero, ¿dónde tenía la cabeza cuando dijo que el hombre era un animal sin pluma, con dos pies? Con tal definición dio margen a que los que querían burlarse de él encontraran ocasión de hacerlo; pues habiendo desplumado un capón vivo, todos le nombraban «el Hombre de Platón».

¿Y qué decir de los discípulos de Epicuro? ¿Cuál fue la simpleza que les movió a imaginar que sus átomos, que consideraban como cuerpos dotados de cierta pesantez y un movimiento natural hacia abajo, hubieran edificado el mundo, hasta que gracias a sus adversarios advirtieron que según aquellas propiedades era imposible que los átomos se unieran los unos a los otros, puesto que su caída era recta y perpendicular y por eso dichos cuerpos describían solamente líneas paralelas en todas direcciones? Por lo cual   —480→   se vieron obligados a admitir un movimiento de lado, fortuito, y a suponer además en los átomos colas curvas, en forma de gancho, con que hacerlos capaces de unirse de manera compacta. Y con todo, todavía les ponían en duro aprieto los que les presentaban este reparo: «Si vuestros átomos formaron sin más causa ni razón que el acaso tantos géneros de formas y figuras, ¿por qué no acertaron jamás a hacer una casa o un zapato? ¿porque no creer con igual fundamento que una cantidad infinita de letras griegas arrojadas en medio de la calle fueran capaces por sí mismas de formar la contextura de la Ilíada

Todo aquello que es capaz de razón, dice Zenón, aventaja a lo que no es susceptible de ella; no existe nada superior al mundo; por consiguiente éste es susceptible de razón. Cotta, valiéndose de este mismo argumento, hace al mundo matemático; y valiéndose de otras razones del filósofo precitado, le convierte en músico y organista: el todo es mayor que una de sus partes; nosotros somos capaces de filosofía y formamos parte del mundo, por consiguiente el mundo es sabio. Pudieran citarse infinidad de ejemplos análogos, y no sólo de argumentos falsos, sino también sin fuerza, que no pueden tomarse en serio, y que acusan a sus autores no tanto de ignorancia como de imprudencia, de las censuras que los filósofos se hacen los unos a los otros en las disensiones sobre sus pareceres y sus distintas sectas.

Quien juntara convenientemente un montón de asnerías hijas de la humana sapiencia diría cosas maravillosas. Yo reúno algunas para que al efecto sirvan de muestra, no menos útiles de considerar que las que son sanas y moderadas. Juzguemos por ellas el mérito que debemos hacer del hombre, de sus sentidos y de su razón, al ver que todos esos grandes filósofos que a tan elevadas regiones levantaron la humana suficiencia, incurrieron en errores tan evidentes y tan descomunales.

Yo prefiero creer que la filosofía trató la ciencia de una manera casual, como cosa de juego de manos, y que los filósofos se sirvieron de la razón como de un instrumento vano y frívolo, sentando como ciertos toda suerte de fantasías y caprichos, unas veces fuerte y otras débilmente. El mismo Platón, que define al hombre como si fuera una gallina, escribe en un pasaje de sus obras lo que Sócrates ya había dicho, esto es: «Que en verdad ignora qué cosa sea el hombre; y que lo que puede afirmar es que lo tiene por una de las cosas del mundo más difíciles de conocer.» Por esta variedad e instabilidad de opiniones nos llevan como por la mano, tácitamente, a la resolución de su irresolución. Procuran adrede no mostrar siempre con entera claridad sus opiniones, obscureciéndolas ya bajo las sombras fabulosas de la poesía, ya bajo algún otro disfraz, pues nuestra imperfección hace que la carne cruda no sea siempre   —481→   la más adecuada para nuestro débil estómago; es preciso condimentarla, alterarla y corromperla; así hacen los filósofos, rodean con frecuencia de tinieblas sus sencillas opiniones y sus juicios, y los falsean para acomodarlos al uso público. No quieren hacer profesión expresa de ignorancia, no se resignan a confesar la debilidad de la razón humana, para no meter miedo a los muchachos, pero descubren suficientemente ambas cosas con su ciencia inconstante y turbia.

Encontrándome en Italia aconsejé a una persona a quien costaba mucho trabajo expresarse en la lengua del país que, con tal de que no pretendiera sino hacerse entender, sin que ni siquiera le pasara por las mientes el emplear filigranas, que echara mano sólo de las primeras palabras que le vinieran a la boca, ya fueran latinas, francesas, españolas o gasconas, y que las añadiera la terminación italiana; de tal suerte no dejaría de hallar algún habla italiana: toscana, romana, veneciana, piamontesa o napolitana, con la cual coincidiría la suya. Lo propio siento de la filosofía; ofrece ésta tal variedad y aspectos tan diversos; ha sentado tantos principios, que todos nuestros ensueños y delirios se encuentran encerrados en ella; la mente humana no es capaz de concebir ninguna idea, buena o mala, que ya la filosofía no haya formulado: nihil tam absurde dici potest, quod non dicatur ab aliquo philosophurum759. Yo doy rienda suelta a mis caprichos ante el público; bien que germinaron en mí sin ningún modelo, estoy seguro de que tendrán alguna relación con algún sistema antiguo, y no faltará alguien que diga: «Ved de dónde tomó sus ideas».

Mis costumbres son puramente hijas de la naturaleza; para dar con ellas no apelé al auxilio de ajena disciplina; tan sencillas como son, cuando a las mientes me vino la idea de que salieran al público con algún decoro creí conveniente entreverarlas con ejemplos y reflexiones, y yo mismo me maravillo al encontrarlas, por caso peregrino, de acuerdo con mil diversos filósofos. El régimen de mi vida no lo aprendí sino a expensas de mi propia experiencia, luego que hube empleado aquélla, que es un caso nuevo de filosofía casual e impremeditada.

Volviendo a nuestra alma; eso de que Platón pusiera la razón en el cerebro, la ira en el corazón, la codicia en el hígado, quizás obedezca a que tal doctrina sea más bien una interpretación de los movimientos de nuestro espíritu que la separación y división de un todo compuestos de diversos miembros. La más verosímil de las opiniones filosóficas es que siempre es un alma sola la que con el auxilio   —482→   de sus facultades raciocina, recuerda, comprende, juzga, desea y ejecuta todas las demás operaciones con el concurso de los instrumentos corporales, como el que gobierna su barco conforme la experiencia le enseñó, ya sujetando una cuerda, ya levantando una entena o moviendo el remo; empleando solamente una sola facultad dirige la nave toda. Que el lugar en que el alma reside es el cerebro, pruébalo el que las heridas u otros accidentes que le tocan, afectan al punto las facultades de aquélla; del cerebro pasa a las demás partes del cuerpo,


       Medium non deserit unquam
caeli Phaebus iter; radiis tamen omnia lustrat760;



a la manera que el sol esparce su claridad desde el cielo, con la cual inunda el mundo:


Cetera pars animm, por totum dissita corpus,
paret, et ad numen mentis momenque movetur.761



Algunos dijeron que había un alma general como un gran cuerpo, del cual todas las almas particulares surgían; y que luego volvían a él uniéndose de nuevo a esa substancia universal:


Deum namque ire per omnes
terrasque, tractusque maris, caelumque profundum:
hinc pecudes, armenta, viros, genus omne ferarum,
quemque sibi tenues nascemtem arcessere vitas:
scilicet huc reddi deinde, ac resoluta referri
Onima; nec morti esse locum762:



otros que no hacían más que juntarse y unirse; otros que emanaban de la esencia divina; otros, por intermedio de los ángeles, de fuego y aire; algunos, que nacieron en tiempos remotísimos; otros en el mismo instante que el cuerpo; algunos las hacen descender del círculo de la luna y volver a él; la mayor parte de los filósofos antiguos creían que las almas se engendran de padres a hijos, de modo análogo a las demás cosas naturales, fundándose para ello en el parecido de los hijos con los padres


Instillata patris virtus tibi763:


Fortes creantur fortibus, et bonis764;



y porque pasan de padres a hijos, no sólo las huellas corporales, sino también el carácter, la complexión e inclinaciones del alma:

  —483→  

¿Denique cur acris violentia triste leonum
Siminium sequitur?, dolu vulpibus, et fuga cervis
a patribus datur, et patrius pavor incitat artus?
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Si non certa suo quia semine, seminioque
vis animi pariter crescit cum corpore toto?765



dedujeron que tal principio sirve de fundamento a la justicia divina, que castiga en los hijos los delitos de los padres; puesto que la huella de los vicios paternales viene a sellarse en algún modo en el alma de los hijos, y el desorden de la voluntad de aquéllos pasa a éstos. Con mayor razón si las almas tuvieran procedencia distinta a la continuación natural, y si hubieran desempeñado algún oficio cuando se encontraban fuera del cuerpo, recordarían cuál fue su ser primero en razón a las facultades que las son peculiares de discurrir, razonar y recordar:


Si in corpus nascentibus insinuatur,
cur super anteactam aetatem meminisse nequimus,
nec vestigia gestarum rerum ulla tenemus?766



para hacer valer la condición de ellas como pretendemos, es preciso presuponerlas sabias cuando se encuentran en el estado de simplicidad y pureza naturales; así hubieran permanecido hallándose libres de la prisión corporal, lo mismo que antes de entrar en ella, y lo mismo que serán cuando hayan salido; si nos halláramos convencidos de esto sería preciso que lo recordasen todavía estando en el cuerpo, conforme Platón sentaba, al afirmar que todo lo que aprendemos no es más que el recuerdo de lo que sabíamos antes, cosa que todos pueden considerar como falsa reparando en su propia experiencia; en primer lugar, porque no recordamos más que lo que hemos aprendido previamente, y si la memoria cumpliera exclusivamente con su misión nos sugeriría al menos algún rasgo ajeno al aprendizaje; en segundo lugar, lo que el alma conoce en su estado de pureza, constituiría una verdadera ciencia; conocería las cosas como realmente son, auxiliada por su divina inteligencia; en el mundo acoge el vicio y la mentira si en ambas cosas se la instruye, y para las cuales no puede servirse de su reminiscencia, pues que ninguna de las dos cosas penetraron jamás en ella. Decir que la prisión corporal ahoga hasta extinguirlas sus facultades nativas es desde luego contrario a los que reconocen ser tan grandes las fuerzas del alma y lo mismo sus operaciones que los hombres reconociéronlas tan admirables en   —484→   esta vida, que de ellas dedujeron su divinidad y eternidad pasadas y la inmortalidad en lo porvenir:


Nam si tantopere est animi mutata potestas,
omnis ut actarum exciderit retinentia rerum,
non, ut opinor, ca ab letho jam longior errat767;



además, sólo en nosotros mismos y no en otra parte deben considerarse las fuerzas y efectos del alma; el resto de sus perfecciones es para ella vano e inútil; por el estado presente debe reconocerse su inmortalidad toda, y a sus relaciones con la existencia humana debemos sujetarnos. Sería el colmo de las injusticias acortar sus medios y potencias, desarmarla, a causa del tiempo que duró su prisión y cautividad, de su debilidad y enfermedad contraídas durante el espacio en que estuvo ligada y sujeta; juzgarla digna de perpetua condenación; detenerse en la consideración de un tiempo tan reducido, que a veces suele ser una o dos horas, y cuando más un siglo, que comparados con la eternidad no son más que un instante, para dictaminar de un modo definitivo de todo su ser, no es equitativo en modo alguno, como tampoco lo sería la recompensa eterna como premio a una tan corta vida. Platón, para salvar esta desproporción, quiere que el castigo o la pena futuros se limiten a cien años, período que guarda cierta harmonía con el tiempo que vivimos en la tierra; otros filósofos supusieron también límites temporales, a la sentencia última, con lo cual juzgaron que la generación del alma seguía la marcha común de las cosas humanas, como igualmente la vida de las mismas, según las opiniones de Epicuro y Demócrito, que han sido las más recibidas, fundándose en que se veía al alma nacer al par que el cuerpo y crecer en fuerzas, lo mismo que las materiales; reconocíase en ella la debilidad de su infancia; con el tiempo, el vigor y la madurez, luego su declinación y vejez, y por último su decrepitud:


Gigni pariter cum corpore, et una
crescere sentimus, pariterque senescere mentem.768



Considerábanla como capaz de pasiones diversas, agitada por diferentes movimientos penosos por donde venía a caer en cansancio y dolor; capaz igualmente de alteración y cambio de ligereza, sopor y languidez; sujeta, en fin, a enfermedades y peligros como el estómago o los pies:


Mentem sanari, corpus ut aegrum,
cernimus, et flecti medicina posse videmus769;



  —485→  

deslumbrada y trastornada por la fuerza del vino, fuera de su natural asiento por los efectos de la fiebre, adormecida por la aplicación de ciertos medicamentos y despejada por el concurso de otros:


Corpoream naturam animi esse necesse est,
corporeis quoniam telis ictuque laborat770:



veíanse todas sus facultades embotadas y por los suelos, por la sola mordedura de un perro enfermo, y carecer en absoluto de toda firmeza de raciocinio, al par que de suficiencia, virtud y resolución filosóficas; no ser dueña de sus fuerzas para poderse librar del efecto de semejantes accidentes; la baba de un miserable mastín inoculada en la mano de Sócrates dar al traste con toda su filosofía, con todas sus elevadas y ordenadas ideas; aniquilarlas de modo que no quedara ninguna huella de su conocimiento primero:


Vis... animai
conturbatur, et... divisa seorsum
Disjectatur, eodem illo distracta veneno771;



y ese veneno no encontrar mayor resistencia en aquella alma que en la de una criatura de cuatro años; capaz de convertir toda la filosofía, de estar encarnada, en insensata y furiosa; de suerte que Catón, que permanecía indiferente ante la muerte y ante la fortuna, no pudiera fijar la mirada sobre un espejo ni en el agua, transido de horror y espanto, de caer por la mordedura de un perro rabioso en la enfermedad que los médicos llaman hidrofobia:


...Vis morbi distracta per artus
turbat agens animam, spumantes aequore salso
ventorum ut validis ferbescum viribus undae.772



La filosofía armó bien al hombre para el sufrimiento de todos los demás accidentes, unas veces con la paciencia, y cuando le cuesta demasiado encontrarla con el decaimiento, que aparta la idea de toda sensación; pero éstos son menos de que sólo puede servirse un alma dueña de sí misma y de sus fuerzas, capaz de raciocinio y deliberación; mas no el accidente por virtud del cual el alma de un filósofo se trueca en la de un loco, alterada, perdida y fuera de su asiento, a lo cual pueden dar margen muchas causas, como una agitación vehemente producida por una fuerte pasión del alma, una herida en determinada región del   —486→   cuerpo u otra causa cualquiera, nos llevan al atolondramiento y al deslumbramiento cerebral:


Morbis in corporis avius errat
saepe animus; dementit enim, deliraque fatur.
Interdumque gravi lethargo fertur in altum
aeternumque soporem, oculis nutuque cadenti.773



A mi entender los filósofos no han tocado apenas este punto, como tampoco otro de importancia análoga; para aliviar nuestra mortal condición tienen constantemente en los labios este dilema: «El alma es mortal o inmortal; si lo primero, no recibirá ningún castigo; si lo segundo, irá sucesivamente camino de la enmienda.» No hablan tampoco de si en lugar de mejorar empeora, y dejan producir a los poetas las amenazas de penas venideras, con lo cual no se mantienen mal sus sistemas. Ambas omisiones se ofrecieron muchas veces a mi consideración al ver sus discursos. Vengamos a la primera.

El alma pierde la posesión del soberano bien estoico de tanta constancia y firmeza; precisa que nuestra aparatosa prudencia se de por vencida en este punto y rinda armas. Por lo demás, consideraban también los filósofos, empujados por la vanidad de la razón humana, que la unión y compañía de dos cosas tan diversas como son lo mortal y lo inmortal, no puede ni siquiera concebirse:


Quippe etenim mortale aeterno jungere, el una
consentire putare, et fungi mutua posse,
desipere est. Quid enim diversius esse putandum est,
aut magis inter se disjunctum discrepitansque,
quam, mortale quod est, immortali atque perenni
junctum, in concilio saevas tolerare procellas?774



y con mayor convicción sentaban que a la hora de la muerte acaban el cuerpo y el alma:


...Simul aevo fessa fatiscit775;



de lo cual, al entender de Zenón, vemos una imagen en el sueño, que, en opinión de este filósofo, «es un debilitamiento y caída del alma lo mismo que del cuerpo», contrahi animun, et quasi labi puta atque decidere776; y aunque en algunos hombres la fuerza y el vigor se mantienen en el fin de la vida, explicábanlo aquéllos por la diversidad de   —487→   enfermedades, puesto que a muchos se ve en el último trance conservar, en estado de lucimiento, ya un sentido, ya otro, unos el oído, otros el olfato, y no hay debilidad tan general que no quede algo cabal y vigoroso:


Non alio pacto, quam si, pes quum dolet aegri,
in nullo caput interea sit forte dolore.777



Nuestro juicio llega deslumbrándose a la posesión de la verdad como la vista del mochuelo ante el esplendor del sol, como dice Aristóteles. ¿Y por qué caminos le llevaríamos al convencimiento si no es por tan toscos cegamientos ante una tan evidente luz? La opinión contraria a la anterior, la que sostiene la inmortalidad del alma, que según Cicerón fue primeramente profesada, al menos según los libros testifican, por Ferécides Sirio en tiempo del rey Tulo, y cuya invención atribuyen otros a Thales, es la parte de la humana ciencia que ha sido tratada con más reservas y dudas. Hasta los dogmáticos más firmes se ven obligados, en este punto principalmente, a colocarse bajo el amparo de las sombras de la Academia. Nadie sabe lo que Aristóteles creyó en este particular, como tampoco lo que tuvieron por cosa asegurada en general todos los filósofos antiguos, cuyas ideas son vacilantes: rem gratissima promittentium magis, quam probantium778. Aristóteles se oculta bajo una nube de palabras y conceptos difíciles o ininteligibles, y ha dejado a sus discípulos, tantas cuestiones por aclarar en sus ideas como en el asunto sobre que versan.

Dos cosas les hacían esta doctrina aceptable: la primera, que sin la inmortalidad de las almas no habría sobre qué fundamentar la esperanza vana de la gloria, que es una mercancía que goza de gran crédito en el mundo; la segunda, que es cosa saludable, como Platón afirma779, el que aun cuando los vicios se aparten de la vista y conocimiento de la humana justicia, están siempre al descubierto para la divinidad, que los castigará hasta después de la muerte de los culpables. El hombre tiene una preocupación extrema de prolongar su ser, y como puede la satisface; para guardar el cuerpo están las sepulturas; para la conservación del nombre, la gloria. Todo su esfuerzo empleolo en reedificarse, inquieto por su destino, y en sostenerse con el auxilio de sus maquinaciones. No pudiendo el alma mantenerse por sí misma, a causa de su alteración y debilidad, por todas partes va mendigando consuelos, esperanzas, fundamentos   —488→   y circunstancias extrañas en que asirse y plantarse; por débiles y sin realidad que su invención se las sugiera, descansa en ellas con seguridad mayor que en sí misma y con mejor gana. Pero aun aquellos que más firmemente profesan la idea justa y clara de la inmortalidad de nuestro espíritu, es maravilla que se vieran tan cortos e impotentes para probar su creencia valiéndose de las humanas fuerzas. Somnia sunt non docentis, sed optantis780, decía un escritor antiguo. El hombre puede reconocer por este testimonio, que sólo a la casualidad debe la verdad que por sí mismo descubre, puesto que aun en el momento que la tiene en su mano carece de medios de cogerla ni guardarla, y su razón carece igualmente de fuerzas para prevalecerse de ella. Las ideas todas que nuestra inteligencia y nuestro valer engendran, así las verdaderas como las falsas, están sujetas a incertidumbre y se prestan a controversia. Para castigo de nuestro orgullo o instrucción de nuestra incapacidad y miseria envió Dios el desorden y confusión de la torre de Babel; cuanto emprendemos sin su asistencia, cuanto vemos sin la luz de su divina gracia no es más que vanidad y locura. La esencia misma de la verdad, que es uniforme y constante, cuando por casualidad la encontramos, corrompémosla y bastardeámosla con nuestra debilidad. Cualquier camino que el hombre siga por sí mismo, Dios consiente que llegue de un modo inevitable a la confusión misma cuya imagen nos representó con sin igual viveza en el justo castigo que infirió a la osadía de Nemrod, aniquilando la vana empresa de la construcción de su pirámide: Perdam saptientiam sapientium, et prudentiam prudentium reprobabo781. La diversidad de lenguas con que trastornó aquella obra, ¿qué otra cosa significa sino los perpetuos altercados y discordancia de opiniones y razones que acompañan y embrollan útilmente la contextura vana de la humana ciencia? ¿Quién soportaría nuestro orgullo si fuéramos siquiera capaces de un adarme de conocimiento? Congratúlame lo que dice aquel santo: Ipsa veritatis ocultatio aut humilitatis exercitatio est, aut elationis attritio782. ¿Hasta qué extremo de insolencia y presunción no llevamos nuestra ceguedad y torpeza?

Mas volviendo a la inmortalidad del alma, diré que sería razonable en grado eminente, que nos atuviéramos a Dios sólo y al beneficio de su gracia para afirmarnos en la verdad de una tan noble creencia, pues que de la sola liberalidad del Altísimo recibimos el fruto que hace nuestro   —489→   espíritu imperecedero y capaz de gozar de la beatitud eterna. Confesemos ingenuamente que sólo de Dios nos vino esa creencia y esa fe, porque no es lección que pueda encontrarse con el auxilio de las luces de nuestro entendimiento. Quien sondee su ser y sus fuerzas por dentro y por fuera sin ampararse en el privilegio divino; quien contemple al hombre sin adularle, no verá en él eficacia ni facultad que huela a cosa distinta que la tierra y la muerte. Cuanto más nos damos, brindamos y rendimos a Dios, nuestro proceder es más cristiano. Lo que Séneca dice conocer por aprobación casual de la voz pública, ¿no valiera mejor que lo supiera por mediación de Dios? Quum de animorum aeternitate disserimus, non leve momentum apud nos habet consensus hominum aut timentium inferos, aut colentium. Utor hac publica persuasione783.

La debilidad de los humanos argumentos en este punto pruébase singularmente por las fabulosas circunstancias que los filósofos idearon para dar cuerpo a la idea de nuestra inmortalidad y para hallar la índole de que pueda ser la misma. Dejemos a un lado a los estoicos (usuram nobis largiuntur tanquam cornicibus: diu mansuros aiunt animos; semper negant784), que conceden a las almas otra vida a más de la presente, pero finita. La idea más extendida y recibida, y que hoy día se profesa aún en diversos lugares, es la atribuida a Pitágoras, no porque fuera el inventor de ella, sino en razón al peso y autoridad que con su aprobación recibió, es la siguiente: «Que las almas al alejarse de nosotros no hacen más que rodar de un cuerpo en otro, de un león a un caballo y de un caballo a un rey, paseándose así sin cesar de casa en casa.» Pitágoras decía que se acordaba de haber sido primero Etálides, después Euforbo, luego Hermotimo y. por último Pirro, de cuyo ser pasó a transformarse en Pitágoras; añadía que guardaba memoria de los sucesos de su vida anterior hasta doscientos seis años atrás. Sostienen algunos que las almas a veces suben al cielo y luego bajan a la tierra:


O pater, anne aliquas ad caelum hinc ire putandum est
sublimes animas, iterumque ad tarda reverti
corpora? Quae lucis miseris tam dira cupido?785



Orígenes las hace ir y venir eternamente del estado de pureza al de impureza. Varrón afirma, que el cabo de cuatrocientos   —490→   cuarenta años de mudanzas vuelven al primer cuerpo de donde salieron; Crisipo dice que efectivamente acontece lo que Varrón sostiene, pero en un espacio de tiempo desconocido e ilimitado. Platón, que declara conocer por Píndaro y los antiguos poetas la creencia de las infinitas vicisitudes y mutaciones a que el alma está sujeta, dice que las penas o recompensas en el otro mundo para ella son sólo temporales, como su vida lo fue en la tierra, y concluye que nuestro espíritu posee un conocimiento singular de las cosas del cielo, del infierno y de la tierra por la cual pasé, volvió a pasar y permaneció en distintos viajes, de que conserva recuerdo. He aquí los progresos de nuestra alma, según aquel filósofo: «La que vivió bien se unirá al astro que se la destine; la que llevó mala vida pasará al cuerpo de una mujer; y si con esto no se corrige tampoco, trasladarase al cuerpo de un animal de naturaleza semejante a sus costumbres viciosas y torpes.» No quiero olvidarme de consignar la objeción que los discípulos de Epicuro presentan a esta transmigración de las almas de un cuerpo en otro y que bien puede mover a risa. Dicen así: «¿Qué acontecería si el número de muertos superase al de nacidos? porque en este caso las almas que se quedaran sin vivienda tropezarían unas con otras al querer procurarse nuevo estuche.» Pregúntanse también: «¿Cómo pasarían el tiempo mientras aguardaran lugar donde meterse? Por el contrario, de nacer mayor número de animales que los que mueren, siguen los mismos discípulos de Epicuro, los cuerpos se verían embarazados aguardando la infusión de sus almas respectivas, y ocurriría que algunos de ellos morirían antes de haber vivido.»


Denique connubia ad veneris, partusque ferarum
esse animas praesto, deridiculum esse videtur
et spectare inmortales mortalia membra.
innumero numero, certareque paeproperanter
inter se, quae prima potissimaque insinuetur.786



Otros hubo que detuvieron el alma en el cuerpo de los muertos para animar con ella las serpientes, los gusanos y otros animales que suponen engendrados por la corrupción de nuestros miembros y hasta por nuestras cenizas; otros la dividen en dos partes, mortal la una e inmortal la otra; algunos tiénenla por substancia corporal e inmortal; sin embargo, otros la consideran como inmortal, pero desprovista de ciencia, y conocimiento. Hubo también quien creyó que los diablos tenían por origen las almas de los condenados; y algunos filósofos nuestros lo entendieron mal, como Plutarco entiende que los dioses salen de las que   —491→   se salvaron; y adviértese que este autor pocas son las cosas que sienta con mayor firmeza que ésta, pues en las otras partes de sus escritos reinan la duda y la ambigüedad: «Menester es, dice, reconocer y crear firmemente que las almas de los hombres virtuosos, conforme a los principios de la naturaleza y de la justicia divina, se convierten de hombres en santos y de santos en semidioses, tan luego como su estado es perfecto; en seguida que fueron purgadas y purificadas, cuando están ya completamente libres de toda partícula mortal, transfórmanse en dioses cabales y perfectos recibiendo con ello feliz y glorioso fin; y el cambio no se efectúa por precepto ni ley ordinarias, sino en realidad, conforme a la verosimilitud que la razón dicta.» Quien quiera ver a Plutarco discurrir sobre este punto extrañará que un filósofo que siempre se muestra como el más prudente y moderado de todos los de su escuela, se bata con arrojo tal al referirnos sus milagros en este particular, en su Discurso de la luna y del demonio de Sócrates, donde tan palmariamente como en cualquiera otro lugar, puede evidenciarse que los misterios de la filosofía guardan con los de la poesía relaciones grandes; el humano entendimiento busca su perdición cuando quiere sondear y examinar todas las cosas asta el fin, de la propia suerte que cansados y trabajados por el dilatado curso de nuestra vida, volvemos de nuevo a la niñez. ¡He aquí las hermosas y verídicas instrucciones que de la ciencia humana alcanzamos en lo tocante al conocimiento de la esencia del alma!

No hay temeridad menor en lo que la filosofía nos enseña de la parte corporal. Elijamos solamente uno o dos ejemplos, pues de otro modo nos perderíamos en el tormentoso y vasto mar de los errores medicinales. Sepamos siquiera si en este punto las opiniones concuerdan. ¿De qué materia se engendran los hombres los unos a los otros? -Y no hablemos al origen del primero, pues no es maravilla que en cosa tan alta y remota el entendimiento humano se trastorne y extravíe. -Arquelao el físico, de quien Sócrates fue discípulo mimado, decía según testifica Aristoxeno, que los hombres y los animales habían sido formados de un cieno lechoso expelido por el calor de la tierra; Pitágoras asegura que nuestra semilla es la espuma de nuestra mejor sangre; Platón dice que se desprende de la médula espinal, lo cual pretende probar sentando que esa parte de nuestro, organismo es la primera que se resiente cuando el ejercicio del placer fatiga; Alcmeón dice que es una parte de la substancia del cerebro, y en apoyo de su aserto añade que la vista se enturbia de los que trabajan con exceso en el mismo ejercicio; Demócrito entiende que es una substancia extraída de la masa corporal; Epicuro la hace derivar del alma y del cuerpo; Aristóteles opina que es un resto del alimento de la sangre, el último que circula por nuestros   —492→   miembros; otros quieren que sea la misma sangre después de transformada por el calor de los órganos genitales, lo cual infieren de que en los esfuerzos extremos se arrojan gotas de sangre pura. En este último parecer quizás haya alguna verosimilitud caso de que sea posible que exista alguna en medio de una confusión semejante. Ahora bien, para explicar la germinación de la semilla ¿cuantísimas ideas contradictorias no se emiten? Aristóteles y Demócrito dicen que las mujeres no tienen jugo espermático, y que sólo hay en ellas una agüilla que el calor del placer y del movimiento hacen salir al exterior, pero que en nada contribuye a la generación; Galeno y los que le siguen afirman, por lo contrario, que sin el contacto de la semilla del macho y la de la hembra la generación no podría tener lugar. También los médicos, filósofos, jurisconsultos y teólogos están en completo desacuerdo sobre el tiempo que las mujeres llevan el fruto en el vientre; por ejemplo propio787 puedo ir en ayuda de los partidarios del parto de once meses. No ha mujer por simple que sea de entendederas que no pueda darnos su opinión concreta sobre todas estas cuestiones, y en cambio nosotros, gentes cultivadas, somos incapaces de ponernos de acuerdo sobre ellas.

Y me parece que con lo dicho basta y sobra para demostrar que el hombre no está más instruido en el conocimiento de la parte material que en el de la espiritual de su individuo788. Propusímosle primero a sí mismo para que nos diera nuevas, y después a su razón misma para ver lo que nos declaraba. Creo haber mostrado suficientemente cuán poco nuestra reflexión alcanza en lo tocante a la razón misma; quien no acierta a comprender su propia naturaleza ¿qué es lo que puede dar a conocer? Quasi vero mensuram illius rei possit agere, qui sui nesciat789. En verdad Protágoras nos las contaba buenas cuando hacía del hombre la medida de todas las cosas; del ser que jamás pudo conocer su naturaleza; si no él, su dignidad no consentirá que ninguna otra criatura goce del privilegio de conocer la suya; y como aquélla es tan contraria, y un juicio destruye el otro constantemente, el decantado principio de Protágoras debe movernos a risa, y fundándonos en él podemos dejar sentada la insignificancia de la medida y del medidor. Cuando Thales asegura que el conocimiento del hombre es muy difícil para el hombre mismo, enséñanos que la ciencia de todas las demás cosas nos es imposible.

  —493→  

Vos790, para quien me tomé el trabajo de ampliar, contra mi costumbre, un tan largo discurso, no dejaréis de mantener las doctrinas de Sabunde según la forma ordinaria de argumentar en que diariamente sois instruida, y ejercitaréis en ellas vuestro entendimiento y estudio, pues de la última estratagema no hay que echar mano sino como remedio supremo. Es un recurso desesperado ante el cual debéis abandonar las armas para que vuestro adversario pierda las suyas; un procedimiento secreto del cual hay que servirse rara vez y cautelosamente. Temeridad grande sería el perderos por perder a otro; para vengarse no hay que buscar la muerte, como hizo Gobrias, quien hallándose luchando encarnizadamente con un señor persa, sobrevino de pronto Darío con la espada en la mano, el cual temió descargar un golpe por no atravesar a Gobrias, quien gritó que hiriese sin reparo, aun cuando a los dos los atravesase. Yo he visto desechar como injustos ciertas armas y condiciones en combates singulares, en los cuales el que los proponía abocábase, al par que a su adversario, a un fin inevitable. Los portugueses se apoderaron de catorce turcos en el mar de las Indias, quienes, impacientes de su cautividad, resolvieron y lograron convertirse en cenizas, al par que a sus amos y el navío que los guardaba, frotando clavos unos contra otros hasta que una chispa cayó en los barriles de pólvora de cañón que la nave conducía. Tocamos aquí los límites y confines últimos de las ciencias, cuya extremidad es viciosa, como acontece con la virtud. Manteneos en el camino trillado; no es nada provechoso ser tan sutil ni tan fino: recordad lo que dice el proverbio toscano:


Chi troppo s'assottiglia, si scavezza.791



Yo os recomiendo, así en vuestras palabras e ideas como en vuestras costumbres y en todo otro respecto, la moderación y la templanza; huid de lo singular y de lo nuevo; todos los caminos desusados me son ingratos. Vos, que por la autoridad que vuestra grandeza os procura, y más aún que la grandeza otras cualidades inherentes a vuestra persona, podéis con un abrir y cerrar de ojos mandar y ordenar a quien os plazca, debéis encomendar el mantenimiento de aquel argumento definitivo a alguien de profesión literaria que haya enriquecido vuestro espíritu. Sin embargo, creo que con lo dicho basta para todo cuanto en este punto habéis menester.

Epicuro decía de las leyes que aun las peores nos eran tan necesarias que sin ellas los hombres se devorarían los   —494→   unos a los otros; y Platón demuestra que sin leyes viviríamos como los animales. Nuestro espíritu es un instrumento vagabundo, peligroso y temerario, difícil de sujetar a orden ni medida. Yo he conocido algunos hombres cuya inteligencia estaba por cima del nivel ordinario, cuyas opiniones y costumbres desbordáronse paulatinamente; es peregrino que entre los que aventajan a los demás en alguna cualidad extraordinaria o singular haya quien mantenga su vida en sosiego, sociable, ordenada y tranquilamente. Es justo poner al espíritu humano las barreras y trabas más estrechas; así en el estudio como en todos los demás órdenes de esta vida terrenal precisa contar y ordenar sus pasos, precisa que el arte señale los límites de sus correrías. Se le sujeta y agarrota con religiones, costumbres, leyes, ciencias, preceptos, penas y recompensas mortales o inmortales, y a pesar de todo, a causa de su esencia voluble y disoluta, escapa a todos esos frenos: es un cuerpo vano que no tiene por donde ser atrapado, diverso e informe, al cual no puede imprimirse huella ni apresarlo. En verdad, hay pocas almas tan ordenadas, sólidas y bien nacidas que puedan dejarse en libertad completa, a quienes sea factible moderadamente y sin incurrir en actos temerarios vagar en sus juicios mas allá de las comunes opiniones; lo mejor que puede hacerse es someterlas a perpetua tutela. El espíritu es un arma peligrosa para su propio dueño cuando éste no sabe emplearla de modo conveniente y ordenado; ningún animal tan necesitado como el hombre de antojeras para que su vista esté sujeta, y para que vea bien el suelo que pisa; para impedirle que se extravíe acá y allá fuera el que él holla y las leyes le señalan; vale más que entréis dentro del orden establecido, sea cual fuere, que lanzar vuestro vuelo hacia la licencia desenfrenada en que cae el que pretende investigarlo todo; y si alguno de esos nuevos doctores792 intenta lucir su ingenio en vuestra presencia, a expensas de su salvación y de la vuestra, para libraros de epidemia tan peligrosa que a diario se propaga en vuestra corte, aquel argumento en última instancia impedirá que recibáis daño del peligroso contagio, y asimismo las personas que os rodeen.

Así vemos que la libertad y licencia de los antiguos filósofos engendró en las ciencias humanas muchas sectas que profesaron opiniones diversas; cada cual procuró juzgar y elegir para tomar partido. Mas al presente que los hombres siguen una tendencia uniforme, qui certis quibusdam destinatisque sententiis addicti et consecrati sunt, ut etiam, quae non probant, cogantur, defendere793, y que acogemos   —495→   las artes en virtud de orden y autoridad ajenas, de tal suerte que las escuelas no tienen más que un jefe y están sujetas a disciplina circunscrita, no se mira ya lo que las monedas pesan ni lo que valen; cada cual las admite según el precio que la aprobación y curso común las asigna; no se ocupa nadie de la ley de las mismas, sino de lo que valen en el mercado. Así que, se aprueban igualmente todas las cosas, así la medicina como la geometría, los juegos de manos y encantamientos, el mal de ojo, las apariciones de los espíritus de los muertos, los pronósticos y los horóscopos y hasta la ridícula investigación de la piedra filosofal; todo se acepta sin contradicción. Basta con saber que el lugar de Marte se encuentra en el medio del triángulo de la mano; el de Venus en el dedo pulgar; el de Mercurio en el menique, y que cuando la línea transversal corta la protuberancia de la base del índice, es indicio de crueldad; cuando falta bajo el dedo corazón, y la media natural forma un ángulo con la vital en el mismo lugar, es signo de muerte desgraciada; si en la mano de una mujer la línea natural está abierta y no cierra el ángulo con la vital, cosa es que denota impureza. Apelo a vuestro testimonio para que me declaréis si en posesión de tanta ciencia un hombre puede figurar como bien reputado y mejor acogido en cualesquiera sociedad y compañía.

Decía Teofrasto que el humano conocimiento encaminado por los sentidos podía juzgar de la razón de las cosas hasta un punto determinado, pero que al llegar a las causas extremas y primeras era preciso que se detuviera o retrocediera a causa de su propia debilidad o de la dificultad de las cosas mismas. Es una opinión que se encuentra en el término medio, que es el más aceptable y reposado, la de creer que nuestra capacidad puede llevarnos al conocimiento de algunas cosas, y que es impotente para explicarse otras en la investigación de las cuales es temerario emplearla. Pero es difícil poner trabas al espíritu, cuya índole es ávida y curiosa, y como no se detiene antes de los mil pasos, tampoco se para a los cincuenta; ha conocido por experiencia que lo que uno no pudo descubrir otro lo encontró o lo resolvió, y que lo que era desconocido en un siglo el siguiente lo aclaró; que las ciencias y las artes no alcanzan desarrollo completo de un solo golpe, sino que se desenvuelven poco a poco, merced al repetido cultivo y pulimento, a la manera como los osos dan forma a sus pequeñuelos lamiéndolos a su sabor; lo que mis fuerzas no pueden descubrir, no dejo de sondearlo ni de experimentarlo, e insistiendo una y otra vez, removiéndolo y manejándolo en todos sentidos, procuro al que venga después de mi alguna facilidad para trabajar con mayor provecho y para que su labor sea menos espinoso encontrando la materia más flexible y manejable:

  —496→  

Ut Hymettia sole
cera remollescit, tractataque pollice multae
vertitur in facies, ipsoque fit utilis usu794;



otro tanto hará el segundo con el tercero, en consideración de lo cual la dificultad no debe desesperarme, ni mi impotencia tampoco, porque no es más que la mía.

El hombre es tan capaz de conocer todas las cosas como de conocer algunas; y si confiesa, como Teofrasto dice, la ignorancia de las causas y principios primeros, que abandone resueltamente todo el resto de su ciencia; si el fundamento le falta, su razonamiento cae por tierra; la investigación y controversia no tienen otro fin ni de en detenerse más que ante las causas fundamentales; si tal fin no sujeta su carrera, va a parar indefectiblemente en la irresolución sin límites. Non potest aliud alio magis minusve comprehendi, quoniam omnium rerum una est definitio comprehendendi795. Verosímil es que si el alma supiera alguna cosa, conoceríase meramente a sí misma; y de saber algo, aparte que no fuera el alma misma, ese algo sería su cuerpo y envoltura; sin embargo, hasta el día, los apóstoles de la medicina discuten sin llegar a ningún fin práctico, cuál sea la anatomía de nuestro organismo:


Mulciber in Trojam, pro Troja stabat Apollo796;



¿cuándo esperamos que se pongan de acuerdo? Más cerca estamos de nosotros mismos que de la blancura de la nieve o de la pesantez de la piedra. Si el hombre no se conoce, ¿cómo ha de conocer sus funciones y sus fuerzas? Y no es que seamos incapaces en absoluto de poseer alguna que otra verdad; lo que hay cuando la alcanzamos es por casualidad, en atención a que por idéntico camino, de la misma suerte, acoge nuestra alma los errores; no tiene medio de separar ni distinguir la verdad de la mentira.

Los filósofos de la Academia admitían alguna modificación a esta idea, y creían que era en extremo exagerado decir, por ejemplo, «que no nos era más verosímil sostener que la nieve fuese blanca que negra, y que no estamos más seguros del movimiento de una piedra que nuestro brazo lanza que de la rotación de la octava esfera». Para evitar principios tales que nuestra mente no puede admitir sino con violencia, aunque sientan que en modo alguno somos capaces de conocimiento y que la verdad yace encerrada en profundos abismos donde la vista humana no puede penetrar,   —497→   confiesan que algunas cosas son más probables que otras, y admiten en el juicio humano la facultad de poder inclinarse a unos pareceres más que a otros; en esto solo consentían sin permitirse llegar a solución ni resolución de ningún género. La opinión de los pirronianos es más atrevida y más verosímil también, pues la inclinación de los académicos, su propensión a admitir una idea antes que otra, ¿qué es sino el reconocimiento de alguna probabilidad mayor en un objeto que en otro? Si nuestro entendimiento es capaz de penetrar la forma, los contornos, el porte y cariz de la verdad, podría alcanzarla completa, lo mismo que a medias, naciente e incompleta. Aumentad esa apariencia de verosimilitud que los hace dirigirse antes al lado izquierdo que al derecho; esa onza de probabilidad que inclina la balanza, multiplicada por ciento, por mil, y sucederá al cabo que el platillo caerá completamente y hará la elección de la verdad completa. ¿Pero cómo se dejan llevar por la verosimilitud si desconocen la verdad? ¿Cómo saben los caracteres de aquello cuya esencia ignoran? Si nuestras facultades intelectuales y nuestros sentidos carecen de fundamento y de base, si no hacen más que flotar a merced del viento que sopla, sin fundamento ni razón dejamos que nuestro juicio se incline a ningún punto concreto en la apreciación de las cosas, cualesquiera que sea la verosimilitud que éstas puedan presentarnos; y el más seguro asiento de nuestro entendimiento, al parque el más dichoso, sería aquel en que se mantuviera en calma, derecho e inflexible, sin agitaciones ni conmociones: Inter visa vera, aut falsa, ad animi assensum, nihil interest797. Que las cosas no penetran en nosotros en su forma y esencia, ni por su fuerza propia y autoridad, vémoslo sobradamente, porque si lo contrario aconteciera recibiríamoslas todos de igual modo: el vino tendría idéntico sabor en la boca del enfermo que en la del que goza de buena salud; el que padece de grietas en los dedos o los tiene yertos de frío hallarla una resistencia parecida en la madera o el hierro que maneja a la que encuentra el que los tiene sanos y en la temperatura normal.

Vemos, pues, que los fenómenos exteriores se rinden a nuestra discreción, acomodándose como nos place en nuestro organismo. Ahora bien, si alguna cosa recibiéramos sin alteración, si las fuerzas humanas fueran suficientemente capaces y firmes para apoderarse de la verdad por sus propios medios, siendo éstos comunes a todos los hombres, la verdad pasaría de mano en mano de unos a otros, y cuando menos habría algo en el mundo, de tanto como en él existe, que se creyera por general y universal consentimiento;   —498→   pero el hecho de que no haya ninguna idea que deje de ser debatida y controvertida por nosotros, o que no pueda serlo, muestra bien a las claras que nuestro juicio natural no penetra con claridad lo que percibe, pues mi entendimiento no puede hacer que otro admita mis juicios, lo cual significa que yo los adquirí por virtud de un medio distinto al natural poder que permanezca en mí y en todos los hombres.

Dejemos a un lado esta confusión sin límites que se ve entre los mismos filósofos, y ese perpetuo y universal debate del conocimiento de las cosas; pues está fuera de duda que los hombres en nada están de acuerdo, y no me olvido de incluir a los más sabios ni a los más capaces, ni siquiera en que el cielo esté sobre nuestras cabezas; los que de todo dudan ponen también esto en tela de juicio, y los que niegan que seamos aptos para comprender cosa alguna, dicen que no hemos adivinado siquiera que el cielo está sobre nosotros. Las dos opiniones examinadas son evidentemente las más importantes.

Además de esta diversidad y división infinitas, fácil es convencerse de que nuestro juicio es voluble e inseguro por el desorden e incertidumbre que cada cual en sí mismo experimenta. ¿De cuántas maneras distintas no opinamos de las cosas? ¿Cuántas veces no cambiamos de manera de ver? Aquello que yo aseguro hoy, aquello en que creo, asegúrolo y créolo con todas mis fuerzas; todos mis instrumentos y mis resortes todos se apoderan de tal opinión y respóndenme de ella cuanto pueden y les es dable; yo no podría alcanzar ninguna verdad ni tampoco guardarla con seguridad mayor; ella posee todo mi ser por modo real y verdadero; mas, a pesar de todo, ¿no me ha sucedido, y no ya una vez, sino ciento y mil, todos los días, abrazar otra idea con la ayuda de idénticos instrumentos y de la misma suerte, que luego he considerado como falsa? Lleguemos siquiera a la prudencia a nuestras propias expensas. Si me engañaron muchas veces mis sentimientos; si mis conclusiones son ordinariamente falsas e infiel la balanza de que dispongo, ¿qué seguridad mayor que las otras puede inspirarme la última idea? ¿No es estúpido dejarse engañar tantas veces por el mismo guía? Y, sin embargo, que el azar nos cambie quinientas veces de lugar, que llene y desaloje como en un vaso, en nuestro juicio, las ideas más contradictorias y antitéticas; siempre la presente, la última, es la cierta y la infalible: por ella debemos abandonarlo todo, bienes, honor, salvación y vida.


Posterior... res illa reperta
perdit et immutat sensus ad pristina quaeque.798



  —499→  

Predíquesenos lo que se quiera, sea cual fuere lo que aprendamos, sería preciso acordarse siempre de que es el hombre el que enseña y el hombre mismo el que acepta la doctrina; mortal es la mano que nos lo presenta y mortal la que lo recibe. Únicamente las cosas que nos vienen del cielo tienen autoridad y derecho de persuasión; ellas sólo llevan impresa la huella de la verdad, la cual tampoco vemos con nuestros ojos, ni acogemos con nuestros naturales medios, pues tan grande y tan santa imagen no podría encerrarse en tan raquítico domicilio, si Dios para ello no la preparara, si Dios no le reformara y fortificara por virtud de su gracia y favor particular y sobrenatural. Al menos debiera nuestra condición, siempre sujeta a error, hacer que nos condujéramos con moderación y recato mayores en nuestros cambios; cualesquiera que sean las especies que, nuestro entendimiento acoja, debiéramos recordar que recibimos con frecuencia las falsas y que con los mismos instrumentos defendemos la verdad que combatimos el error.

No es por tanto extraordinario que los hombres se contradigan, siendo tan propensos a inclinarse y a torcerse por las causas más nimias. Es evidente que nuestra concepción, nuestro juicio todas las facultades de nuestra alma en general, se modifican según los movimientos y alteraciones del cuerpo, las cuales no cesan ni un momento. ¿No tenemos el espíritu más despierto, la memoria más pronta, la comprensión más viva en estado de salud que cuando estamos enfermos? El contento y la alegría, ¿no nos hacen ver los objetos que se presentan a nuestra alma opuestamente a como nos los muestran la tristeza y la melancolía? ¿Pensáis, acaso, que los versos de Catulo o de Safo sonríen a un viejo avaro e impotente como a un joven vigoroso y ardiente? Cleómenes, hijo de Anaxándridas, hallándose enfermo, fue reprendido por sus amigos de caprichos nuevos y en él no acostumbrados. «Ya lo creo, repuso aquél; como que no soy el mismo que cuando gozaba de salud cabal; puesto que cambió mi naturaleza, cambiaron también mis gustos o inclinaciones.» En los embrollos de nuestros tribunales óyese esta frase: Gaudeat de bona fortuna, que se aplica a los delincuentes cuyos jueces están de buen temple o son dulces y benignos, pues es indudable que las sentencias son unas veces más severas, espinosas y duras, otras más suaves y propensas a la disculpa; tal que salió de su casa con el dolor de gota, la pasión de los celos o incomodado por el latrocinio de su criado, como lleva el alma tinta y saturada de cólera, no hay que dudar que su dictamen deje de propender hacia esa pasión. Aquel venerable senado areopagita juzgaba durante la noche temiendo que la vista de los acusados corrompiera su justicia. La atmósfera misma y la serenidad del cielo imprimen en nosotros mutaciones   —500→   y cambios, como declara un verso griego que Cicerón interpretó así:


Tales sunt hominum mentes, quali pater ipse
Juppiter auctifera lustravit lampade terras.799



No son sólo las fiebres, los brebajes y los desórdenes del organismo lo que da en tierra con nuestro juicio; las cosas más insignificantes le trastornan, y no hay que poner en duda, aunque nosotros no lo advirtamos, que si la continua calentura puede aniquilar nuestra alma, la terciana también la altera proporcionadamente800. Si la apoplejía adormece y extingue por completo la vista de la inteligencia, no hay que dudar que el resfriado no la obscurezca también. Por todo lo cual apenas si puede encontrarse durante todo el curso de nuestra vida una sola hora en que nuestro juicio se encuentre en su debido asiento; nuestro cuerpo está sujeto a tan continuos cambios, constituido por tantas clases de resortes, que yo creo lo mismo que los médicos que no haya siempre alguno que se salga de su lugar.

Además los males no se descubren fácilmente; para ello precisa que sean extremos e irremediables, tanto más cuanto que la razón camina siempre torcida, cojeando, lo mismo con la mentira que con la verdad, de suerte que es bien arduo descubrir sus daños y desarreglos. Llamo yo razón a la probabilidad discursiva que cada uno se forja de ellas puede haber cien contrarias sobre un mismo objeto, pues es un instrumento de plomo y cera, alargable, plegable y acomodable a todas las medidas y coyunturas, según la capacidad del que lo maneja. Por honrados que sean los propósitos de un juez, si no se escucha de cerca, en lo cual pocas gentes se entretienen, la simpatía hacia la amistad, el parentesco, la belleza o la inclinación a la venganza, y no ya cosas de tanta monta; tan sólo el instinto fortuito que nos mueve a favorecer una cosa más que otra, y que nos facilita, sin el concurso de la razón, aquel a que nos inclinamos entre dos análogos dictámenes, o alguna otra bagatela semejante, pueden insinuar insensiblemente el juicio hacia la benevolencia o malevolencia en una causa, y hacer que la balanza se tuerza.

Yo, que me espío más de cerca, que tengo incesantemente los ojos tendidos sobre mí, como quien no tiene gran cosa que hacer en otra parte,

  —501→  

       Quis sub Areto
rex gelidae metuatur orae,
quid Tiridatem terreat, unice
securus801,



apenas si me atrevo a confesar la debilidad e insignificancia que encuentro en mí mismo; mi fundamento es tan instable y está tan mal sentado, tan propenso a caer y tan presto a influenciarse por el menor movimiento, y mi vista tan desordenada, que en ayunas me reconozco otro que después de la comida; si la salud y la claridad de un hermoso día me sonríen, héteme hombre urbano a carta cabal; si me duele un callo y me prensa el dedo gordo, héteme hombre desagradable o intratable; el mismo paso del caballo me parece unas veces molesto, otras agradable; el mismo camino unas veces más corto y otras más largo; y un mismo objeto unas veces más y otras menos simpático; momentos hay en que estoy dispuesto a hacerlo todo, otros en que no me siento capaz de hacer nada; lo que ahora me es grato, otra vez me apenará. Cúmplense en mi persona mil agitaciones casuales e indiscretas; ya el humor melancólico me domina, ya el colérico, y por su privado poderío ciertos momentos predomina en mí la alegría, ciertos otros la tristeza. A veces cuando cojo un libro, advierto en tal o cual pasaje gracias sin cuento que emocionan mi alma dulcemente; luego las busco de nuevo en el mismo libro e inútilmente le doy vueltas, desaparecieron, se borraron ya para mí. En mis escritos mismos no siempre encuentro el aire de mi primera imaginación; no sé lo que quise decir, y me esfuerzo a veces por corregir y poner un nuevo sentido por haber perdido el hilo del primero, que valía más. Todo en mí se convierte en idas y venidas; mi raciocinio no camina siempre hacia adelante, antes bien se mantiene flotante y vago,


Velut minuta magno
deprensa navis in mari, vesaniente vento.802



Muchas veces, y en ocasiones lo hago adrede, tomando como cosa de ejercicio y distracción el mantenimiento de una idea contraria a la mía, aplicándose a ello mi espíritu con ahínco e inclinádose de ese lado, me sujeto de tal modo que no encuentro ya las huellas de la opinión contraria y me alejo de ella. Déjome llevar adonde me inclino, de cualquier modo que sea, y me deslizo por mi propio impulso.

Cada cual, sobre poco más o menos, diría otro tanto de sí mismo si como yo se mirara y considerara. Los predicadores   —502→   saben que la emoción que les gana cuando hablan los acalora más en las creencias; todos, cuando la cólera nos domina, defendemos con más brio nuestras ideas, las imprimimos en nosotros y las abrazamos con mayor vehemencia y aprobación, que encontrándonos pacíficos y en completa calma. Referís sencillamente una causa a vuestro abogado, el cual os responde vacilante y dudoso, y echáis de ver al punto que le es del todo indiferente sostener un partido o el opuesto; pero si le habéis pagado bien para que aguce el diente y la tome a pechos, entonces toma la cosa en serio y su voluntad empieza a exaltarse, al par de su razón y su ciencia; una verdad clara e indubitable se presenta a su entendimiento; descubre en él nueva luz, cree aquélla a ciencia cierta, su persuasión es completa. Y en ocasiones, yo no sé si es el ardor que nace de despecho y la obstinación frente a la violencia del magistrado para combatir el daño general o el interés de la propia reputación, lo que hizo a ciertos hombres sostener hasta abrasarse el alma, una opinión que entre sus amigos y en situación tranquila de espíritu no les hubiera calentado ni siquiera la yema de los dedos. Los movimientos y sacudidas que nuestra alma recibe por las pasiones corporales ejercen sobre ella una gran influencia, pero tienen aun mayor poderío las suyas ropias, a las cuales está fuertemente ligada de tal modo que quizás pueda sostenerse que no tiene otro movimiento que el que producen sobre ella los vientos que la agitan y que sin el influjo de los mismos permanecería quieta como un navío en alta mar, al cual los vientos abandonaron. Quien mantuviera este principio conforme a la opinión de los peripatéticos no nos engañaría mucho, puesto que está probado que las acciones más hermosas del alma proceden y han menester del impulso de las pasiones. El valor, dicen aquéllos, no se puede alcanzar sin la asistencia de la cólera; semper Ajax fortis, fortissimus tamen in furore803; ni se persigue a los malos ni a los enemigos con vigor bastante si la cólera no nos domina. El abogado debe inspirar la ira a los jueces para alcanzar de ellos justicia.

La sed de riquezas movió a Temístocles, a Demóstenes y lanzó a algunos filósofos a soportar trabajos y vigilias y a emprender viajes dilatados; la misma pasión nos lleva al honor, a profesar determinada doctrina y a desear la salud, que son fines útiles. La cobardía del alma para soportar las desdichas y las tristezas, engendra en la conciencia la penitencia y el arrepentimiento, y nos hace sentir el azote de Dios para nuestro castigo y las miserias de la corrección de nuestros semejantes; la compasión aguijonea la clemencia;   —503→   la prudencia que sirve para conservarnos y gobernarnos se aviva por nuestro temor; ¿cuántas acciones hermosas no reconocen por móvil la ambición, cuántas la presunción? Ninguna virtud potente y suprema deja de reconocer por causa la pasión. ¿Y no será ésta una de las razones que movió a los epicúreos a descargar a Dios de todo cuidado y solicitud en las cosas de nuestra vida, puesto que ni los efectos mismos de su bondad pueden tocarnos sin agitar nuestro reposo por medio de las pasiones, que son como el incentivo y la solicitación que encaminan al alma a las acciones virtuosas, o bien pensaron de otro modo y creyeron que son como movimientos tempestuosos que arrancan violentamente al alma de su tranquilo asiento? Ut maris tranquillitas intelligitur, nulla, ne minima quidem, aura fluctus commovente: sic animi quietus et placatus status cernitur, quum perturbatio nulla est, qua moveri queat804.

¿A qué diferencia de apreciaciones, y a cuántas opiniones encontradas no nos lleva la diversidad de las pasiones que batallan dentro de nosotros? ¿Cuál es, por consiguiente, la seguridad que puede inspirarnos cosa tan instable y movible, sujeta por natural condición al transtorno y al desorden, y que jamás camina sino con forzado y a ajeno paso? ¿Si nuestro juicio mismo es víctima de enfermedad y perturbación; si por ello se ve forzado a considerar las cosas loca y temerariamente, cuál es la seguridad que podemos esperar de él? Atrevimiento grande es el de los filósofos al considerar que los hombres realizan acciones y se asemejan más a la divinidad cuando se encuentran fuera de sí, en estado de furia e insensatez; vamos camino de la enmienda merced a la privación y amodorramiento de nuestra razón; las dos sendas naturales para entrar en el palacio de los dioses y prever el destino son el furor y el sueño. Todo lo cual es peregrino: por el transtorno con que las pasiones alteran nuestra razón, hétenos convertidos a la virtud, y por la extinción de la misma, a que el furor o el sueño nos llevan, nos trocamos en profetas y adivinos. Jamás hubiera podido yo encontrarme en más cabal acuerdo. Lo que a la filosofía por mediación de la verdad sacrosanta inspiró contra sus generales proposiciones, o sea que el estado tranquilo de nuestra alma, el más sosegado, el más sano que los filósofos puedan imaginar, no es la mejor situación de nuestro espíritu, porque nuestra vigilia está más dormida que nuestro sueño; nuestra prudencia es menos moderada que la locura; nuestros ensueños aventajan a la razón, y el peor lugar donde podamos colocarnos reside en nosotros mismos. ¿Pero suponen los filósofos   —504→   poder suficiente en las criaturas para advertir que cuando del hombre se desprendió el espíritu, tan clarividente, grande y perfecto, y mientras el mismo espíritu permanece en él tan ignorante, terrestre y ciego, es una voz que parte del espíritu la que se alberga en el hombre ignorante y obscuro, y por consiguiente increíble?

Yo no tengo experiencia grande de esas agitaciones vehementes, porque mi temperamento es débil y mi complexión reposada; la mayor parte de ellas sorprenden de súbito nuestra alma sin darla tiempo para reconocerse, pero esa pasión que según el común sentir la ociosidad engendra en el corazón de la juventud, aunque se desarrolle lentamente, representa sin duda, para los que intentaron oponerse a su desarrollo, la fuerza de aquellos grandes trastornos que nuestro juicio experimenta. En otra época me propuse mantenerme firme para combatirla y rechazarla, pues tan lejos estoy de ser de aquellos que buscan los vicios, que ni siquiera los sigo cuando no me arrastran; sentíala nacer, crecer y aumentar a despecho de mi resistencia, y por fin agarrarme y poseerme, de tal suerte que, cual si estuviera desvanecido, la imagen de las cosas comenzaba a parecerme distinta que de costumbre; indudablemente veía abultarse y crecer los méritos del objeto que yo deseaba, y advertía que se engrandecían e inflaban merced al viento de mi imaginación; las dificultades de mi empresa facilitarse y allanarse, mi razón y mi conciencia perder la brújula. Mas luego que se evaporó este ardor, al momento, como iluminada por la claridad de un relámpago, mi alma adquirió luz nueva, diferente estado, juicio distinto; las dificultades de alejarme me parecían grandes o invencibles, e idénticos objetos mostráronseme con cariz bien diferente a como el calor del deseo me los había presentado. ¿Cuál de los dos aspectos era el verdadero? Los pirronianos nada saben sobre este punto. Jamás estamos libres de dolencias; las calenturas tienen sus grados de calor y de frío; de los efectos de una pasión ardorosa caemos en otra helada: cuanto me había lanzado adelante, otro tanto fue mi retroceso:


Qualis ubi alterno procurrens gurgite pontus,
nunc ruit ad forras, scopulosque superjacit undam
spumeus, extremamque sinu pefundit arenam;
nunc rapidus retro, atque aestu revoluta resorbens
saxa, fugit, littusque vado labente relinquit.805



El conocimiento de mi propia volubilidad engendró en mi cierta constancia de opiniones; así que, apenas si ha modificado las naturales y primeras que recibí; sea cual fuere la verosimilitud que en lo nuevo pueda haber, yo no   —505→   me inclino a ello fácilmente, porque temo perder en el cambio, y como no me siento capaz de escoger, déjome guiar por otro y me mantengo en el lugar en que Dios me colocó: si así no obrara, rodaría incesantemente. Así, merced a la bondad divina pude sostenerme íntegro, sin agitación ni transtornos en la conciencia, en las antiguas creencias de nuestra religión al través de tantas sectas y opiniones como nuestro siglo ha producido.

Los escritos de los antiguos, hablo de los más notables, sólidos y vigorosos, ejercen sobra mí grande influencia y me llevan donde quieren; el autor que leo me parece siempre el más fundamental, creo que todos tienen razón, cada cual cuando le toca el turno aunque prediquen opiniones contrarias. Esta facilidad que gozan los buenos escritores de convertir en verdadero o verosímil todo lo que quieren, y el que nada haya por peregrino que sea con que no puedan engañar una sencillez parecida a la mía, es una demostración evidente de la debilidad de sus pruebas. El cielo y las estrellas se movieron durante tres mil años, todo el mundo lo creyó así hasta que Cleanto el samiano, o según Teofrasto, Nicetas de Siracusa sentaron la opinión de que era la tierra la que se movía, por el círculo oblicuo del zodíaco, dando vueltas alrededor de su eje; y en nuestra época, Copérnico ha demostrado tan bien esta doctrina, que la ha puesto en armonía con la marcha de todos los cuerpos celestes: ¿qué deducir de aquí sino que debe importársenos poco cuál sea el cuerpo que realmente se mueva? ¡Quién sabe si de aquí a mil años una tercera opinión echara por tierra los dos pareceres precedentes!


Sic volvenda aetas commutat tempora rerum:
quod fuit in pretio, fit nullo denique honore;
porro aliud succedit, et e contemptibus exit,
inque dies magis appetitur, floretque repertum
laudibus, at mira est mortales inter honore.806



Así que, cuando se nos muestra alguna doctrina nueva, tenemos motivos sobrados para desconfiar y para suponer que, antes de presentarse la misma en el mundo, la contraria gozaba de crédito y estaba en boga; y como la moderna acabó con la antigua, podrá suceder que se le ocurra a alguien en lo porvenir un tercer descubrimiento que destruirá del mismo modo el segundo. Antes de que las doctrinas de Aristóteles gozaran de universal aprobación, otros principios contentaban la razón humana, como aquéllas la gobiernan actualmente. ¿Qué privilegio tienen éstas para que la marcha de nuestra invención se detenga en   —506→   ellas ni para que a las mismas en lo venidero permanezca sujeta nuestra creencia? En manera alguna están exentas de ser abandonadas, como no lo estuvieron las que reinaron antes. Cuando con algún argumento sólido se me invita a convencerme de algo nuevo, creo de buen grado que si yo no puedo rebatirlo, otro lo derribará por mí, pues dar crédito a todo cuanto no podemos negar, sería simplicidad grande, y ocurriría además, siguiendo tal inclinación, que las creencias del vulgo, y todos lo somos, darían tantas vueltas, como una veleta; pues el alma del mismo, como es débil y sin resistencia, veríase forzada a admitir constantemente distintas ideas; la última borraría todas las precedentes. Quien se reconozca sin fuerzas bastantes para argumentar debe responder, según costumbre, que reflexionará sobre el particular, o remitirse a los más avisados de quienes ha recibido la instrucción. ¿Cuánto tiempo hace que la medicina existe? Dícese que un médico moderno, nombrado Paracelso807, cambia y desmenuza toda la doctrina antigua, y sostiene que hasta el presente aquella ciencia no había servido sino para matar a los hombres. Yo creo de buen grado que probará bien su aserto, mas poner su vida a prueba de sus nuevas experiencias creo que no sería muy prudente. No hay que creer lo que dice todo el mundo, reza el proverbio, porque entre todos lo dicen todo. Un hombre amigo de novedades y cambios en las ideas que sobre las cosas de la naturaleza profesamos decíame, no ha mucho, que la antigüedad había albergado evidentemente ideas erróneas en lo relativo al viento a sus movimientos, y prometió demostrármelo si tenía la paciencia de escucharle. Luego que hube puesto alguna atención para oír el sus argumentos; que eran de todo en todo verosímiles, díjele: «Cómo, pues, ¿los que navegaban con arreglo a los principios de Teofrasto iban a parar al Occidente cuando vagaban hacia Levante? ¿Marchaban extraviados o reculando? -El azar los llevaba a buen camino, me repuso, pero realmente se engañaban.» Yo le repliqué que prefería proceder según los resultados que según la razón; verdad que con frecuencia se contradicen. Se me ha demostrado que en la geometría, que se considera como la más cierta entre todas las ciencias, hay demostraciones evidentes, contrarias a lo que la experiencia nos enseña. Santiago Peletier808 me dijo un día estando en mi casa que había ideado dos líneas, las cuales encaminándose la una hacia la otra no llegaban a tocarse hasta el infinito, y así lo probaba. Los pirronianos emplean todos sus argumentos y razones para destruir lo que la experiencia nos dicta; maravilla   —507→   el considerar hasta qué punto les acompañó en tal designio la flexibilidad de la razón humana para combatir la evidencia de las cosas, pues llegan hasta demostrar que no nos movemos, que tampoco hablamos, que no hay cuerpos pesados y que el calor no existe, con igual fuerza de argumentos como se prueban las cosas más verosímiles. Tolomeo, que fue un hombre eminentísimo, fijó en su época los limites del universo; todos los antiguos filósofos creyeron saber hasta dónde llegaba salvo algunas excepciones,: las islas apartadas que podían escapar a su conocimiento. Hace mil años se habría considerado como pirroniano a quien hubiera puesto en duda la ciencia cosmográfica y las opiniones recibidas por todos en este punto; habría sido una herejía creer en la existencia de los antípodas; mas he aquí que en nuestro siglo se ha descubierto una dilatadísima extensión de tierra firme, y no ya una isla, no una región particular, sino una superficie casi igual en magnitud a la que antes nos era conocida. Nuestros, geógrafos: no dejan de asegurar que ahora ya todo está visto y todo está hallado:


Nam quod adest praesto, placet, et pollere videtur.809



Falta saber, puesto que a Tolomeo le engañaron sus cálculos, y razonamientos en lo antiguo, si no será una simpleza fiarme en lo que los modernos me dicen, y si no es lo seguro que este gran cuerpo que llamamos mundo sea cosa bien diferente de lo que juzgamos810.

Platón dice que el universo muda de aspecto constantemente; que el sol, las estrellas y el cielo, cambian a veces el movimiento que vemos de Oriente en Occidente en sentido contrario. Los sacerdotes egipcios contaron a Herodoto que desde la época del primer rey cine tuvieron, hacía once mil años (y de todos los soberanos le enseñaron las efigies en estatuas que habían sido tomadas del natural), el sol había cambiado cuatro veces su curso; que el mar y la tierra se truecan alternativamente el uno en la otra y que la época en que el mundo nació no puede determinarse. Aristóteles y Cicerón creen lo mismo, y un filósofo moderno asegura que existió siempre, que muere y renace; y para probar su aserto cita los nombres de Salomón e Isaías, a fin de evitar las contradicciones de que Dios ha sido a veces criador sin criatura, que ha estado ocioso, que se desdijo de su ociosidad poniendo su mano en esta obra del mundo, y que, por consiguiente, está sujeto a variación. La más famosa escuela filosófica griega considera al universo   —508→   como un dios, creado por otro dios más grande, compuesto de un cuerpo y un alma que se halla en el centro del mundo primero y se extiende armónicamente a toda la circunferencia. Este mundo es felicísimo, muy grande, muy sabio, eterno, e incluye otros dioses: la tierra, el mar, los astros, que se relacionan entre sí en agitación armoniosa y perpetua, como si dijéramos en una danza divina, apartándose unas veces, acercándose otras, ocultándose y mostrándose los unos a los otros, cambiando de lugar ya hacia adelante, ya hacia atrás. Heráclito decía que el mundo estaba compuesto de fuego, y conforme a las leyes del destino debía un día inflamarse y convertirse en fuego para renacer nuevamente. De los hombres aseguró Apuleyo, sigillatim mortales, cunetim perpetui811. Alejandro812 notificó a su madre la relación de un sacerdote egipcio, sacada de los monumentos de este pueblo, que probaba la antigüedad remotísima del mismo, y en el que se hablaba además verídicamente del origen y progresos de otros países. Cicerón y Dadero dijeron que la cronología caldaica comprendía hasta cuatrocientos mil años. Aristóteles, Plinio y otros aseguraron que Zoroastro había vivido seis mil años antes que Platón; éste afirma que los habitantes de la ciudad de Sais guardaban por escrito memorias de ocho mil años y que Atenas fue edificada mil antes que la dicha ciudad. Epicuro cree que los fenómenos que en este mundo presenciamos y tales como los vemos, se verifican de idéntico modo en otros mundos, lo cual hubiera sostenido con seguridad mayor si hubiese tenido noticia de la semejanza de los países recientemente descubiertos con el nuestro, así en el presente como en el pasado.

En verdad, considerando lo que hemos podido conocer del gobierno del mundo físico, hame maravillado a veces el ver a una distancia grandísima de lugares y tiempos las analogías en un número considerable de ideas populares, disparatadas y de creencias salvajes, las cuales por ningún concepto parecen derivar de nuestra natural condición. ¡Hacedor grande de milagros es el espíritu humano! Pero esa semejanza tiene todavía algo más de extraordinario, pues se descubre hasta en los nombres y en mil otras cosas, y hay pueblos que jamás tuvieron, que se sepa, ninguna nueva de nosotros en que se practicaba la circuncisión813; otros en que había Estados grandes gobernados por   —509→   mujeres, sin el concurso de hombres; otros en que había algo equivalente a nuestra cuaresma y ayunos, junto con la privación de los placeres amorosos; en algunos lugares la cruz era venerada, ya colocándola en las sepulturas, ya en otros sitios; la de san Andrés empleábanla para librarse de las visiones nocturnas, y se servían de ella para preservar de encantamientos a los recién nacidos; en otra parte encontraron una de madera, de gran elevación, que adoraban como dios de la lluvia, la cual estaba, plantada lejos del mar, bien adentro en la tierra firme, viose en algunas regiones una visible representación de nuestras penitencias, el uso de mitras; el celibato eclesiástico; el arte de adivinar por medio de las entrañas de los animales sacrificados; la abstinencia de toda clase de carnes y pescados para alimentarse; la costumbre de emplear los sacerdotes un habla particular y no la corriente en el culto divino; la creencia de que el primer dios había sido vencido por el segundo, que nació después; la idea de que los hombres fueron criados en medio de delicias, que luego perdieron por el pecado en que incurrieron; la creencia de que fue cambiado su territorio y empeorada su condición natural; la de que en lo antiguo fueron sumergidos por la inundación de las aguas celestes, y que se salvaron sólo unas cuantas familias guareciéndose en los huecos más altos de las montañas, los cuales taparon de manera que el agua no penetrase, encerrando dentro algunas especies de animales; y que cuando advirtieron que la lluvia cesó hicieron salir algunos perros que, como volvieran mojados, juzgaron que el agua apenas había bajado todavía; luego hicieron salir otros que volvieron llenos de lodo, y entonces salieron a repoblar el mundo, que encontraron lleno de serpientes. Sábese que en algunos países creyeron en el juicio final, de tal suerte que se sublevaron contra los españoles porque extendían los huesos de los muertos al registrar las riquezas de sus sepulturas, alegando que estos huesos extraviados no podrían luego fácilmente juntarse. Viose también ejercer el comercio por medio del cambio, sin otro procedimiento diferente, y establecidos ferias y mercados a este fin; enanos y criaturas deformes para ornamento de las mesas; empleo de los balcones para la caza; subsidios tiránicos; jardines regalados y vistosos; danzas y saltos complicados; música instrumental; escudos nobiliarios, juego de pelota, de dados y otros de azar, en los cuales se exaltaban a veces hasta jugarse ellos mismos y su libertad, practicábase en algunos lugares la medicina por encantamientos y sortilegios; encontrose en otros la escritura jeroglífica, la creencia en un primer hombre, padre del género humano; la adoración de un dios que había vivido como hombre en estado de virginidad perfecta, que practicó el ayuno y la penitencia, que predicó la ley natural   —510→   y las ceremonias de la religión, y que desapareció de la tierra milagrosamente; la creencia en los gigantes; la costumbre de emborracharse con ciertos brebajes y el hábito de beber a competencia; viéronse igualmente ornamentos religiosos en que había pintadas osamentas y cabezas de muertos, vestiduras sacerdotales, agua bendita e hisopos; mujeres y criados que se hacían quemar y enterrar con el marido o con el amo cuando éstos morían; establecida la ley de que los primogénitos heredaran todos los bienes, no dejando a los segundos parte alguna, y sí sólo la obligación de obedecer; costumbre en la institución de algunos empleos de grande autoridad de que el que los recibía adoptara un nombre nuevo y dejara el que hasta entonces había usado; costumbre de poner cal en la rodilla del niño recién nacido, diciéndole al propio tiempo: «De la tierra viniste y en tierra te convertirás»; y el arte de los augurios. Estos vagos asomos de nuestra religión, que se muestran palmarios en algunos de los ejemplos citados, dan testimonio de la dignidad divina, y prueban que no solamente se insinuó en todas las naciones infieles del mundo antiguo por algunas huellas, sino también en las del nuevo, merced a una común y sobrenatural inspiración, pues tuvieron éstas igualmente la creencia en el purgatorio, con la sola diferencia de que para ellas en lugar de fuego habría en él un frío polar, y suponía que las almas habían de ser castigadas y purgadas merced a los rigores de una frialdad extrema. Y este ejemplo me recuerda otra graciosa diversidad de costumbres: así como se encontraron pueblos que gustaban aligerar el extremo del miembro, cortando el pellejo a la mahometana y a la judía, hubo otros que hicieron tan grave caso de conciencia, de no aligerarlo, que se servían de cordoncitos para mantener la piel cuidadosamente estirada y sujeta por encima, de modo que la punta no viese el aire. De la propia, suerte que nosotros honramos a nuestros monarcas y las fiestas a que asistimos adornándonos con los mejores vestidos que tenemos, en algunas regiones, para mostrar disparidad y sumisión a su rey, los súbditos se presentaban a él con sus trajes más harapientos; al entrar en el palacio se ponían uno viejo y desgarrado sobre el bueno, a fin de que todo el brillo y ornamento pertenecieran al amo. Pero sigamos con nuestros argumentos.

Si la naturaleza comprende dentro de los límites de su progreso ordinario como todas las demás cosas las creencias, juicios y opiniones de los hombres; si todos estos atributos tienen también sus revoluciones, sus épocas, nacimiento y muerte, como las coles; si el firmamento influye sobre ellos y los hace rodar con él, ¿qué autoridad magistral ni fundamental podemos atribuirlos? Si por experiencia tocamos y palpamos que la constitución de nuestro ser   —511→   depende del aire, del clima y del terruño en que nacemos, y no ya sólo el tinte, la estatura, la complexión e inclinaciones, sino también las facultades del alma; et plaga caeli non solum ad robur corporum, sed etiam animorum facit814, dice Vegecio; si la diosa fundadora de la ciudad de Atenas eligió para situarla la región en que reinara un ambiente que hiciera a los hombres prudentes, conforme los sacerdotes egipcios dijeron a Solón, Athenis tenue caelum, ex quo etiam acutiores putantur Attici, erassum Thebis; itaque pingues Thebani, et valentes815; de suerte que como los vegetales y los animales difieren según los climas, acontece lo propio con los hombres, quienes por idéntica causa son más o menos belicosos, justos, moderados o dóciles; aquí sujetos al vino, allá al robo y a la lujuria, en unos sitios inclinados a la superstición, en otros a la incredulidad; aquí propenden a la libertad, allá a la servidumbre; en unos lugares son aptos para el cultivo de las ciencias o las artes, en otros son groseros y en otros ingeniosos; ya obedientes, ya rebeldes, buenos o malos, según la naturaleza del clima en que viven, y adquieren complexión diferente de la que antes tuvieron, como las plantas; por eso Ciro no consintió que los persas abandonaran su país, cubierto de fragosidades y montañas, para trasladarse a otra región más llana, considerando que las tierras feraces y de dulce clima hacen a los hombres flojos, y las fértiles convierten en estériles los espíritus; si vemos ya florecer un arte, ya otro, ya una creencia, ya otra diferente, merced a la influencia atmosférica; que tal siglo cría ciertas naturalezas e inclina al género humano a esta o a la otra tendencia, y el espíritu de los hombres ya vigoroso, ya raquítico como nuestros campos, ¿adónde van a parar todas las hermosas prerrogativas de que nos vanagloriamos? Puesto que un hombre sabio puede engañarse, y cien pueblos enteros, y hasta la naturaleza humana yerra durante siglos en unas cosas o en otras, ¿qué fijeza podemos tener en que a veces deje de engañarse ni de que en el siglo en que vivimos deje de incurrir en error?

Paréceme que entre otros testimonios de nuestra debilidad, el siguiente no debe echarse en olvido: ni siquiera por deseo vehemente acierta el hombre a encontrar lo que le precisa: no ya sólo experimentalmente, ni siquiera en imaginación ni deseo podemos acomodarnos con aquello de que habríamos menester para nuestro contentamiento. Dejemos a nuestra mente tejer y destejer a su sabor, tampoco será capaz de desear lo que la es propio para satisfacerse:

  —512→  

       Quid enim ratione timemus,
aut cupimus?, quid tam dextro pedo concipis, ut te
conatus non paeniteat, votique peracti?816



Por eso Sócrates no pedía que los dioses le concedieran sino aquello que conforme al juicio de los mismos pudiera serle saludable; y los rezos de los lacedemonios así los públicos como los particulares, iban simplemente encaminados a que les fueran otorgadas las cosas buenas y hermosas, dejando a la discreción del supremo poder la elección y escogitamiento de las mismas:


Conjugium petimus, partumque uxoris; at illis
notum, qui pueri, qualisque futura sit uxor817:



y los cristianos ruegan a Dios «que su voluntad se cumpla»,para no ir a dar en la desdicha en que la mitología nos dice que cayó el rey Midas, quien suplicó a la divinidad que todo cuanto tocara se convirtiese en oro; su ruego fue escuchado, y el vino que bebía trocose en oro, lo mismo que el pan que comía, el lecho en que reposaba, su camisa y sus vestiduras; de suerte que se vio agobiado bajo el goce que le procuró la realización de sus deseos, y sumido en una dicha insoportable, siéndole necesario rogar de nuevo para quitársela de encima:


Attonitus novitati mali, divesque, miserque
effugere optat opes, et, quae modo voverat, odit.818



De mí mismo diré que habiendo solicitado de la fortuna, cuando joven, como el mayor de sus favores, la orden de San Miguel, que era entonces el mayor y más singular honor de la nobleza francesa, me fue dado disfrutar de tal distinción, ¡pero de qué modo! En vez de realzarme y elevarme del lugar que antes ocupaba, merced a tan honorífica posesión, aquélla me trató de suerte diferente, pues la humilló hasta el nivel de mis hombros y aun más bajo todavía. Cleobis y Bitón, Trofonio y Agamedes rogaron, los primeros a su diosa y los últimos a su dios, que les concediera una recompensa digna de la piedad que albergaban en sus pechos, y el presente que recibieron fue la muerte: ¡de tal modo los juicios celestes difieren de los nuestros en punto al conocimiento de nuestras necesidades! Podría Dios otorgarnos las riquezas, los honores, la vida y la salud misma, en ocasiones en perjuicio nuestro; pues no nos es saludable todo lo que nos es grato. Si en lugar   —513→   de la curación nos envía la muerte o el empeoramiento de nuestros males, virga tua, et baculus tuus, ipsa me consolata sunt819, hácelo por razones de su providencia, la cual considera con mirada infalible lo que nos conviene, y nosotros carecemos de capacidad para saberlo. Aceptémoslo buenamente como todo lo que emana de una mano sapientísima y amiga:


Si consilium vis:
permittes ipsis expendere numinibus, quid
conveniat nobis, rebusque sit utile nostris.
Carior est illis homo quam sibi820:



pues solicitar de los dioses honores y cargos, es pedir que nos lancen en un combate, en medio de los azares, o de cualquiera otra complicación, cuya salida es incierta y dudoso el fruto.

Ninguna lucha tan empeñada ni ruda como la que sostienen los filósofos sobre la cuestión de conocer cuál sea el soberano bien del hombre. Varrón calcula que de tal pendencia nacieron doscientas ochenta y cinco sectas. Qui autem de summo bono dissentit, de tota philosophiae ratione disputat821:


Tres mihi convivae prope dissentire videntur,
poscentes vario multum diversa palato:
Quid dem?, quid nom dem? Renuis tu, quod jubet alter;
quod petis, id sane est invisum acidumque duobus.822



Así debía responder la naturaleza a tantas cuestiones y debates. Los unos dicen que nuestro bien reside en la virtud; los otros en el placer; algunos en no contrariar ni violentar las propias inclinaciones; quién asegura que en la ciencia; quien que en la carencia de dolor; quién en no dejarse llevar por las apariencias. A esta opinión se asemeja la sentencia de Pitágoras:


Nil admirari, prope res est una, Numici,
solaque, quae possit fecere et servare beatum823,



que es el ideal de la secta pirroniana. Atribuye Aristóteles a magnanimidad el no admirar nada, y Arquesilas decía que el fundamento de la rectitud e inflexibilidad del juicio eran los vicios y los males. Verdad es que en lo que sentaba como axioma apartábase de los pirronianos, los cuales   —514→   cuando dicen que el bien supremo reside en la ataraxia, que es la quietud absoluta del juicio, no pretenden dignificarle de una manera afirmativa; pero el movimiento mismo del alma; que les hace huir de los precipicios y ponerse a cubierto del sereno, muéstrales tal idea y les hace rechazar otra.

Cuan vivamente desearía yo, mientras me encuentro en esta vida, que algún sabio, Justo Lipsio824, por ejemplo, que es el hombre más docto que nos queda, y cuyo espíritu culto y mesurado guarda analogía tan grande con el de Turnebo, tuviera voluntad, salud y reposo suficientes para ordenar en un registro, según sus divisiones y sus clases, con curiosidad y buena fe, las opiniones todas de la antigua filosofía sobre nuestro ser y nuestras costumbres y controversias; el crédito de que gozaron todas estas ideas; si los filósofos practicaron las máximas que enseñaron, y en fin, todo lo memorable y ejemplar, digno siempre de ser consignado. No cabe duda que tal libro sería útil y hermoso. En suma, si con las luces de nuestro propio espíritu pretendemos reglamentar nuestras costumbres, ¿a cuántas confusiones no nos lanzamos? Lo que nuestra razón nos aconseja de más cuerdo es que cada cual obedezca las leyes de su país, como recomiendan los preceptos de Sócrates, inspirados, dice, por la sabiduría divina, con lo cual manifiesta que nuestros deberes no tienen otra pauta que la fortuita. La verdad debe tener un carácter idnético y universal. Si el hombre conociese la verdadera esencia de la rectitud y la justicia, no las supondría inherentes a las costumbres de esta o aquella región, ni supondría tampoco que residen en las costumbres de los persas o en las de los indios. Nada como las leyes está sujeto a más continua mutación; desde que yo vine al mundo he visto cambiar hasta tres o cuatro veces las de los ingleses825, nuestros vecinos, y no ya sólo las políticas, lo cual sería menos peregrino, sino las que tocan a lo más importante que pueda existir sobre la tierra, a la religión, cosa que me avergüenza y desconsuela por tratarse de una nación con la que mi familia tuvo unión íntima de parentesco; en mi casa se guardan todavía testimonios de ello. En nuestro propio país he visto tal causa que nos exponía a la pena capital convertirse en legítima; nosotros, que mantenemos otras, estamos abocados, según la incertidumbre de la fortuna guerrera, a ser un día criminales de lesa majestad humana y divina, si nuestra justicia cae en manos de la injusticia, y en el espacio de pocos años   —515→   las cosas mudan por completo. ¿Cómo podía aquel, dios de la antigüedad826acusar en la mente humana la ignorancia del ser divino y enseñar a los hombres que la religión no era sino invención, terrena, propia a unir los unos a los otros, declarando a los que consultaban sus luces que el verdadero culto de cada uno era el que veía observado por la costumbre en el lugar en que había nacido?, ¡Oh Dios! ¡qué reconocimiento tan grande es el que debemos a la benignidad de nuestro Criador soberano por haber libertado nuestras creencias de esas devociones vagabundas y arbitrarias; por haberlas llevado al eterno fundamento de la palabra santa! ¿Qué nos responderá a esto la filosofía? «Que sigamos las leyes de nuestro país», es decir, ese flotante mar de las opiniones de un pueblo o de un príncipe, que me pintarán la justicia con colores tan diversos y la modificarán de tantos modos como cambios haya en sus pasiones respectivas. Mi juicio no puede ser tan flexible ni acomodaticio. ¿Qué clase de bondad es la que ayer gozaba de predicamento y mañana se desacredita, ni la que el curso de un río convierte en crimen? ¿Qué verdad la que esas montañas limitan y que se trueca en mentira para los que viven más allá?827

No dejan de ser graciosos cuando para imprimir a las leyes alguna certidumbre aseguran que las hay firmes, perpetuas e inmutables, y que éstas se llaman naturales por estar selladas en el género humano, por la condición peculiar de la propia esencia de éste; de éstas quien fija el número en tres, quien en cuatro, unos más y otros menos, prueba evidente de que en ello hay igual incertidumbre como en todo lo demás. En verdad son infortunados los que así se expresan, pues no puedo escribir otro nombre al considerar que de un número tan infinito de leyes no se encuentre ni una siquiera que el azar o la casualidad hayan hecho aceptar universalmente por general aquiescencia de todas las naciones. Así que, la única prueba verosímil por la cual puedan imponer algunas naturales es la universalidad de su aprobación, pues aquello que la naturaleza nos hubiera recomendado practicaríamoslo   —516→   por general consentimiento, y no sólo cada pueblo en general, sino también cada individuo en particular, advertirían la violencia y la fuerza que les produciría quien pretendiera desviarlos de esa ley. Muéstrenme para que la vea una sola en que se emplean esas condiciones. Protágoras y Aristón no suponían otro fundamento en la justicia de las leyes que el parecer y autoridad del legislador, y consideraban que si se prescindía de esta circunstancia, hasta la bondad y la honradez perdían sus méritos respectivos, quedando reducidas a nombres huecos y a cosas indiferentes. Trasímaco en Platón entiende que no hay más derecho que la ventaja del superior. No hay cosa sobre la tierra en que mayor variedad se encuentre que en las costumbres y en las leyes; lo que aquí es abominable considérase allá como digno de encomio; como por ejemplo en Lacedemonia la sutileza en el robar. Los matrimonios entre parientes se prohíben rigorosamente entre nosotros; en otras partes se honran tales uniones:


Gentes esse feruntur,
in quibus et nato genitrix, et nata parenti
jungitur, et pietas geminato crescit amore828;



los parricidios, la cesión de las mujeres, los tráficos, robos y licencias; toda suerte de voluptuosidades, toda clase de extravíos, nada hay, en suma, por loco, insensato u horrible que no se encuentre recibido por el uso de alguna nación.

Creíble es que existan leyes naturales como se ve entre las demás criaturas, pero entre nosotros se perdieron. Esta hermosa razón humana, ingiriéndose en todo como señora y soberana, enturbió y confundió el aspecto de las cosas conforme a su vanidad e inconstancia: nihil itaque amplius nostrum est; quod nostrum dico, artis est829. Todas las cosas ofrecen matices diversos y se prestan a consideraciones varias, lo cual engendra la diversidad de opiniones: una nación las examina por un lado, detiénese en él, y otra por otro.

Nada tan horrible de imaginar como el comerse a su propio padre. Los pueblos que antiguamente practicaron esta costumbre tomáronla, sin embargo, como testimonio de piedad y afección intensas, buscando con ella conceder a sus progenitores la más digna y honrosa sepultura, alojando en sí mismos y como en su misma médula el cuerpo y las reliquias de sus padres, vivificándoles en algún modo y regenerándolos por la trasmutación en su carne viva por medio de la digestión y la nutrición. Fácil es considerar   —517→   lo abominable y cruel que hubiera sido a los ojos de estos hombres, acostumbrados y empapados en superstición semejante, el arrojar en la tierra los despojos de los que los engendraran para que se corrompieran y fueran devorados por los gusanos.

Licurgo no ve en el robo más que la vivacidad, diligencia, arrojo y destreza que supone el apoderarse de algo que pertenezca al prójimo, y la utilidad pública que se sigue de que cada cual mire con interés mayor aquello que le pertenece, estimando que de ambas cosas (ataque y defensa) se alcanzaba gran provecho para la disciplina militar, que era la principal virtud y la ciencia primordial a que quería encaminar y habituar a su nación; méritos que su entender aventajaban al desorden e injusticia de prevalecerse de los ajenos bienes.

Dionisio el tirano ofreció a Platón una túnica a la moda persa, larga, adamascada y perfumada; Platón la rechazó diciendo que como había nacido hombre, por nada del mundo se vestiría de mujer; pero Aristipo la aceptó fundamentándose en esta otra razón: «Que ningún atavío podía corromper un valor sano y vigoroso.» Censuraban sus amigos su cobardía por haber tolerado que el tirano le escupiera en el rostro, y el filósofo respondió: «También los pescadores sufren de buen grado que las ondas del mar bañen su cuerpo de los pies a la cabeza por atrapar un miserable pececillo.» Diógenes estaba lavando sus berzas, y viendo pasar a Aristipo, le dijo: «Si supieras vivir con coles no serías el cortesano de un tirano»; a lo cual Aristipo repuso: «Y si tú supieras vivir entre los hombres no estarías ahí lavando coles.» He aquí cómo la razón procura argumentos para probarlo todo: es un jarro con dos asas que puede cogerse del lado derecho lo mismo que del izquierdo:


Bellum, o terra hospita, portas:
bello armantur equi; bellum haec armenta minantur.
Sed tamen idem olim curru succedere sueti
quadrupedes, et frena jugo concordia ferre,
spes est pacis.830



Recomendábase a Solón que no vertiera lágrimas impotentes e inútiles por la muerte de su hijo: «Por eso precisamente las derramo, contestó, porque son impotentes o inútiles.» La mujer de Sócrates agravaba, su pesar porque los jueces le hacían morir injustamente, a lo cual su marido repuso: «Pues qué, ¿desearías más bien que me hicieran morir justamente?» Nosotros llevamos las orejas agujereadas; los griegos consideraban esta costumbre como testimonio de esclavitud y servidumbre; nos ocultamos para   —518→   gozar de las mujeres: los indios las disfrutan públicamente. Los escitas inmolaban a los extranjeros en sus templos: en otras partes los templos eran lugar seguro de franquicia:


Inde furor vulgi; quod numina vicinorum
odit quisque locus, quum solos credat habendos
esse deos, ques ipse colit831:



He oído hablar de un juez, que, cuando encontraba algún conflicto difícil de resolver entre Bartolo y Baldo832, escribía en la margen de su libro: «Cuestión para el amigo»; con lo cual quería significar que la verdad estaba tan embrollada y debatida en el pasaje, que si se terciaba una causa análoga podría favorecer a quien mejor se le antojara. Sólo por falta de destreza podía dejar de adoptar en todo igual criterio. Los abogados y jueces de nuestra época encuentran en todas las causas razones de sobra para resolverlas conforme a su capricho. En una ciencia tan complicada, que depende de la autoridad de tantas opiniones, y de un asunto tan arbitrario, no puede acontecer que no nazca una peregrina confusión de juicios. De suerte que por claro que aparezca un proceso los pareceres sobre el mismo se diversifican; lo que uno entiende de un modo, otro lo entiende de otro, y a veces uno mismo de distintos modos en distintas ocasiones. De lo cual vemos ejemplos a diario merced a licencia semejante, que mancha la ceremoniosa autoridad y brillo de nuestra justicia, al no fijar concretamente el sentido de las leyes y al correr de unos a otros jueces para decidir de una misma causa.

Cuanto a la libertad de las opiniones filosóficas en punto a la virtud y al vicio, entre ellas se encuentran muchas mejor para calladas que para escritas, a fin de evitar el contagio de los espíritus flojos. Arcesilao decía que en la lujuria no había que considerar por qué lugar se pecaba: Et obscaenas voluptates, si natura reguirit, non genere, aut loco, aut ordine, sed forma, aetate, figura, metiendas Epicuras putat... Ne amores quidem sanctos a sapiente alienos esse arbitrantur... Quaeramus, ad quam usque aetatem juvenes amandi sint833. Estos dos últimos lugares   —519→   estoicos sobre el amor de los jóvenes y la censura de Dicaerco a Platón mismo, prueban que la filosofía más sana cae en las licencias del uso común.

Las leyes adquieren autoridad con el uso y el arraigo. Es peligroso referirlas al punto de donde emanaron. Ennoblécense rodando, como los ríos; seguid el curso de éstas en dirección contraria a la corriente hasta llegar al lugar donde nacen, y no veréis más que una fuentecilla apenas perceptible, que al envejecer se enorgullece y fortifica. Ved as antiguas razones que imprimieron el primer impulso a ese famoso torrente, lleno de dignidad, que al par inspira reverencia y horror, y las encontraréis tan ligeras, tan deleznables, que las gentes que lo aquilatan todo, y todo lo examinan con las luces de la razón, y que nada admiten por autoridad ni a crédito, no es maravilla que juzguen a veces de un modo que se aleja de los pareceres comunes. Son éstas gentes que toman por patrón la imagen primordial de la naturaleza, y no es por tanto extraordinario que en la mayor parte de sus ideas se extravíen del camino trillado. Pocos de entre ellos hubieran aprobado las formalidades impuestas a nuestros matrimonios; la mayor parte prefirieron tener mujeres comunes a varios, sin obligación para con ellas, y rechazaron toda suerte de ceremonias, análogas a las nuestras. Decía Crisipo que un filósofo puede dar una docena de volteretas, hasta cuando va sin calzones por unas cuantas aceitunas. Este filósofo no hubiera aprobado la conducta de Clistenes, que se negó a conceder la mano de su hija Agarista a Hipodóclides, por haberle visto hacer equilibrios infantiles sobra una mesa. Metroclo dejó escapar un pedo un tanto indiscretamente en una disputa, hallándose delante de sus discípulos; luego, de vergüenza, se metió en su casa sin querer salir, hasta que Crates le fue a ver, y añadiendo a sus consolaciones y razones el ejemplo de su cinismo se puso a expeler ventosidades en competencia con él, y le purgó de escrúpulos; además llevola a su secta estoica, que era más franca, haciéndole abandonar la peripatética, mucho más urbana, y que hasta entonces había seguido. Lo que nosotros llamamos decoro, lo que nos impide hacer al descubierto aquello que debe practicarse privadamente, los estoicos lo llamaban tontería; añadían que es alardear de melindroso el no reconocer lo que la naturaleza, la costumbre y nuestras propias, inclinaciones pregonan y proclaman. Estimábanlo vicio, juzgando que era denigrar el valor de los misterios de Venus el apartarlos del santuario de su templo para exponerlos a la vista del pueblo. Creían que descorrer el velo que ocultaba estos juegos era envilecerles; que la vergüenza, el recelo, la circunspección y la reserva en el goce de los placeres del amor, constituyen una parte de la estima en que los tenemos; y que la voluptuosidad se ocultaba muy ingeniosamente   —520→   bajo la máscara de la virtud para no ser prostituida en medio de las encrucijadas, pisoteada y menospreciada a los ojos del pueblo, echando de menos el decoro y ventajas de sus acostumbrados recintos. Por eso algunos aseguran que acabar con los burdeles públicos es no solamente extender por todas partes la lujuria que se cobija en esos lugares, sino además aguijonear en los hombres el mismo vicio a causa de la dificultad de satisfacerlo:


Moechus es Aufidiae, qui vir, Scaevine, fuisti:
    rivalis fuerat qui tuus, ille vir est.
Cur aliena placet tibi, quae tua non placet uxor?
    numquid securus non potes arrigere?834



Experiencia semejante se comprueba con mil ejemplos análogos:


Nullus in urbe fuit tota, qui tangere vellet
    uxorem gratis, Caeciliane, tuam,
dum licuit: sed nunc, positis custodibus, ingens
    turba fututoruni est. Ingeniosus homo es.835



Preguntaron lo que hacía a un filósofo a quien sorprendieron en el momento mismo en que se hallaba practicando el acto amoroso, y respondió sin inmutarse: «Estoy plantando un hombre»; ni más ni menos que si se le hubiera visto plantar ajos, ni se avergonzó siquiera.

Sin duda a causa del respeto un padre de la Iglesia836 considera que ese acto debe necesariamente ocultarse, y efectuarse pudorosamente, puesto que en la licencia de las uniones cínicas no podía suponer que la faena tuviera fin, sino que se complacían en los movimientos lascivos para mantener el descaro de que la secta hacía gala, y que para lanzar al exterior todo cuanto la vergüenza guardaba reprimido y oculto tenían luego necesidad de buscar la sombra. No penetró el santo suficientemente toda la magnitud de la licencia, pues Diógenes, ejerciendo en público su masturbación, formulaba en presencia de las gentes que le veían el deseo «de poder saciar su vientre restregándolo». Preguntado por qué no buscaba otro lugar más conveniente para comer que las calles y las plazas, respondió que también sentía el hambre en plena calle. Las mujeres que se agregaban a la secta de los cínicos uníanse también a sus personas en cualquier lugar y sin miramiento alguno. Hiparquia fue recibida en la sociedad de Crates con   —521→   la condición de seguir en todas las cosas los preceptos de la regla de éste. Estos filósofos concedían a la virtud elevado precio y rechazaban todas las demás disciplinas de la moral, de suerte que en todas sus acciones reconocían la autoridad soberana en su conciencia colocándola por cima de las leyes, no imponiendo otra barrera a la satisfacción de los deseos que la moderación propia y el respeto de la libertad ajena.

Heráclito y Protágoras, por aquello de que las personas enfermas encuentran el vino amargo y las que están sanas agradable; porque el remo parece torcido cuando está dentro del agua y derecho cuando está fuera, y otros fenómenos análogos que los objetos muestran, argumentaron que todas las cosas llevan en sí mismas las causas de las particularidades que presentan; que en el vino hay algo de amargo que se asimila el paladar del enfermo; en el remo cierta condición de curvatura que ve el que lo mira en el agua, y así de lo demás. Todo lo cual viene a significar, que todo está en todas las cosas y por consiguiente nada en ninguna, porque nada hay donde todo se encuentra.

Este principio trae a mi memoria la experiencia que todos tenemos, o sea que no hay sentido ni interpretación, derecho o torcido, amarga o dulce, que el espíritu humano deje de hallar en los escritos que registra. De la palabra más terminante, pura y perfecta, ¿cuánta falsedad e impostura no se hace nacer? ¿Qué herejía dejó de hallar testimonios y fundamentos sobrados para encontrar crédito? Por eso los que pregonan el error jamás prescinden del auxilio que les presta la interpretación de las palabras. Queriendo probarme un hombre digno de respeto por medio de testimonios verídicos la investigación de la piedra filosofal, en cuyo inquirimiento está sumergido, mostrome poco ha cinco o seis pasajes de la Biblia en los cuales me decía que se fundamentaba para descargo de su conciencia, pues la persona a que aludo es un eclesiástico. Y a decir verdad, la razón que encontró acomodábase no mal a la defensa de aquella hermosa ciencia.

Por semejantes medios ganan crédito los adivinos. No hay pronosticador, con tal de que posea autoridad bastante para que se examine lo que dice, y se busquen con interés todos los escondrijos y matices de sus palabras, a quien no se haga decir con verosimilitud todo cuanto se quiera, como a las Sibilas. Hay tantísimos medios de interpretación que es bien difícil que un espíritu ingenioso no encuentre, a tuertas o a derechas, en todas las cosas, lo que se proponga hallar. Por eso vemos un estilo nebuloso y ambiguo en algunos escritos con tanta frecuencia, el cual tan de antiguo gozó de predicamento. Que un autor cualquiera acierte a interesar y a dar quehacer a la posteridad, cosa que a veces se consigue más por la casualidad que por el talento;   —522→   que por fineza de espíritu o por torpeza se muestre algo obscuro o contradictorio, y no haya cuidado, los comentadores le achacarán lo que dijo y lo que no dijo. Esto es lo que dio crédito a muchos engendros insignificantes y a muchos escritos, y lo que recargó de consideraciones diversas una misma idea y un mismo sistema.

¿Es posible que Homero haya querido decir todo cuanto se le ha hecho decir, y que se haya prestado a tan opuestas interpretaciones que los teólogos, los legisladores, los capitanes, los filósofos y toda suerte de gentes, cuya misión es tratar de las ciencias, por diversa y contrariamente que las traten, se apoyen en él, y por él quieran demostrar algunos de sus aciertos? Maestro competente en todas las artes, en todas las obras y en todos los oficios, y general consejero en todas las empresas, quienquiera que haya tenido necesidad de oráculos y predicciones los encontró siempre en el poeta. Un amigo mío, hombre doctísimo, ha acertado a ver en Homero admirables cosas en pro de nuestra religión; y no hay quien le saque de su idea: Homero quiso decir cabalísimamente cuanto él encuentra. El autor de la Iliada le es tan familiar como al que más; pero lo que mi amigo encuentra en favor de nuestras creencias muchos antiguos lo vieron en beneficio de las suyas. Ved cómo se comenta a Platón: todos se enaltecen aplicándose sus doctrinas a sí mismos, y las llevan del lado que se les antoja; se le pasea y se le mezcla en todas las nuevas opiniones que el mundo recibe; se le pone en oposición con él mismo, conforme al diferente curso de las cosas; se le hace que desapruebe las costumbres lícitas de su siglo cuanto que son ilícitas en el nuestro. Y todo con viveza y energía, según que poseo ambas cualidades el espíritu del intérprete. Sobre el principio de Heráclito de que todas las cosas encierran en sí mismas las apariencias que muestran, Demócrito sacaba una conclusión enteramente contraria, a saber: que los objetos no tenían ninguno de los aspectos que nosotros encontramos en ellos; y del hecho que la miel sea dulce al paladar de los unos y amarga para el de los otros, deducía que no era ni dulce ni amarga. Los pirronianos dirían que no saben si es dulce o si es amarga, o ni lo uno ni lo otro, o las dos cosas a la vez, pues siempre van a dar al punto más elevado de la duda. Los cirenaicos creían que nada había perceptible exteriormente, y que sólo somos capaces de advertir las cosas interiores, como el dolor y el placer, no reconociendo ni el color ni el tono de los mismos, sino solamente ciertas afecciones que se nos presentan; y aseguraban que el hombre no podía ejercitar su juicio en otra parte. Protágoras opinaba que para cada cual es verdadero lo que tal cree. Los epicúreos colocan en los sentidos el fundamento de todo juicio, en el conocimiento de las cosas y en la voluptuosidad. Platón quiere   —523→   que el conocimiento de la verdad y la verdad misma, alejados de las opiniones y de los sentidos, pertenezcan exclusivamente a espíritu y a la cogitación.

Este principio me lleva a hablar de nuestros sentidos, en los cuales yace el principal fundamento y la más palmaria prueba de nuestra ignorancia. Todo cuanto se conoce llega sin duda a nosotros por la facultad de conocer, pues como el juicio proviene de la operación del que juzga, natural es que esta operación la lleve a cabo por los medios y voluntad de que dispone, y no por impulso ajeno, como acontecería si llegáramos al conocimiento de las cosas por la fuerza y conforme a la ley de su esencia misma. Así pues, toda noción llega a nosotros por conducto de los sentidos, que son nuestros dueños soberanos:


Via qua munita fidei
proxima fert humanum in pectus, templaque mentis.837



Por ellos comienza la ciencia y en ellos se resuelve. Después de todo no sabríamos más que una piedra si no tuviéramos noticia de que existen el sonido, el olor, la luz, el sabor, la medida, el peso, la blandura, la dureza, la aspereza, el color, la suavidad, la anchura, la profundidad; ellos forman el plan y los principios de todo el edificio de nuestra ciencia, y según algunos el término ciencia equivale al de sentimiento. Quien me llevara a negar el poder de los sentidos me dejaría indefenso; no podría hacerme objeción más capital: son el principio y el fin del humano conocimiento:


Invenies primis ab sensibus esse creatam
notitiam veri, neque sensus posse refelli...
Quid majore fide porro, quam sensus, haberi
debet?838



Aminórese cuanto se quiera su poderío, siempre habrá de concederse que por su mediación se alcanza toda la instrucción que poseemos. Dice Cicerón que Crisipo, habiendo intentado echar por tierra la virtud y fortaleza de los sentidos, llegó a imaginar argumentos acomodados a su tesis, pero que no pudo llegar a explicarla. Carneades, que sostenía la opinión contraria, repúsole: «¡Ah desdichado, tu propia fuerza te ha perdido!» A nuestro entender no hay absurdos mayores que los de sostener que el fuego no calienta y que la luz no alumbra; que en el hierro no hay pesantez ni resistencia; y que todas ésas son nociones que los sentidos nos comunican; ni creencia o ciencia humanas, que puedan compararse en certidumbre a las citadas.

  —524→  

La primera consideración que viene a mi mente en punto a nuestros órganos es la de poner en duda que el hombre se encuentre provisto de todos los naturales. Yo veo muchos animales que viven existencia cabal y perfecta, los unos sin vista, los otros sin oído. ¿Quién sabe si a nosotros nos faltan también uno, dos, tres o varios sentidos? Caso que de alguno estemos desposeídos, nuestra razón no es capaz de advertir la falta. Privilegio es de nuestros órganos el ser el último límite de las cosas que percibimos. Nada hay más allá de ellos que nos pueda servir a descubrirlo, y a veces ni siquiera uno de nuestros sentidos puede llegar a descubrir el otro:


An poterunt oculos aures reprehendere?, an aures
tactus?, an hunc porro tactum sapor arguet oris?,
an confutabunt nares, oculive revincen?839



Todos ellos son el límite extremo de nuestra facultad.


Seorsum cuique potestas
divisa est, sua vis cuique est.840



Es imposible convencer a un ciego de nacimiento de que no ve, e igualmente imposible hacerle desear la vista ni que lamente la falta de tal órgano; por eso no debemos servirnos del fundamento de que nuestra alma esté contenta y satisfecha con los que tenemos, en atención a que en ese punto es incapaz de echar de ver su enfermedad e imperfección, en el caso de que ambas cosas fueran un hecho. Imposible es también decir nada al ciego de que hablo que pueda hacer llegar a su imaginación las ideas de luz, color y vista. Nada es capaz de llevar sus sentidos a la evidencia. Los ciegos de nacimiento, a quienes vemos desear la vista, realmente ignoran lo que piden: nos oyeron decir que les falta algo de lo que nosotros tenemos, lo cual nombran acertadamente, lo mismo que sus efectos y consecuencias, pero sin embargo no saben lo que es, ni siquiera de una manera aproximada.

He conocido a un caballero, de buena casa, nacido ciego, o que quedó sin vista de edad tan tierna que ignora qué cosa sea ver. Está tan poco noticioso de lo que le falta, que usa y emplea como nosotros las palabras que designan el fenómeno de la visión, y las aplica de un modo que por entero le pertenece. Presentándole un niño de quien era padrino, cogiole en sus brazos y exclamó: «¡Hermosa criatura! ¡da gusto verla! ¡qué ojos tan alegres!» Como cualquiera de nosotros, dirá: «Esta sala es agradable; hoy está sereno; hace un sol espléndido.» Más todavía: como sabe que nuestros   —525→   ejercicios acostumbrados son la caza, el juego de pelota y el tiro al blanco, por haberlo oído decir, tomó cariño a tales distracciones y cree ejercer en ellas idéntica parte que los demás; anímase y complácese, sin que la vista a ello le ayude, con el grito de «Ahí va una liebre», cuando se encuentra en alguna gran explanada en que puede cazarse; luego se le dice que la liebre fue atrapada, y hétemelo tan orgulloso de su presa como oye decir que los demás están. Coge la pelota con la mano izquierda y la lanza con la pala con todas sus fuerzas; dispara el arcabuz y se da por satisfecho cuando los que le acompañan le dicen que apuntó alto, o que tocó cerca del blanco.

¿Quién sabe si el género humano comete una torpeza análoga a falta de algún sentido, y si merced a esta circunstancia lo principal del aspecto de las cosas permanece oculto para nosotros? ¿Quién sabe si las obscuridades que encontramos en muchas obras de la naturaleza provienen también de igual causa, y si muchos fenómenos que vemos en los animales, que superan nuestras facultades, proceden también de igual origen, y si algunos de entre ellos gozan vida más plena que la nuestra? Cuando cogemos una manzana nos servimos casi de todos nuestros sentidos; advertimos en ella el color rojo, la pulidez, el olor y la dulzura; a más de estas propiedades dicho fruto puede tener otras que nosotros no echamos de ver por carecer de sentidos que las adviertan. En las propiedades que llamamos ocultas en muchas cosas, como la del imán de atraer al acero, ¿no es verosímil que en la naturaleza haya facultades sensitivas propias para juzgarlas y advertirlas y que la carencia de las mismas nos acarree la ignorancia de la esencia verdadera de tales causas? Acaso es cierto sentido particular lo que descubre a los gallos la hora de la mañana y la de la media noche, y los mueve a cantar; lo que enseña a las gallinas antes de que nadie se lo diga a temer al gavilán, y no al pato ni al pavo, que son de mayor tamaño; lo que advierte a los pollos de la naturaleza hostil del gato contra ellos, y a no temer al perro; a prevenirse contra el maullido, que es en cierto modo cariñoso, y no contra los ladridos, que son rudos y pendencieros; a los abejorros, hormigas y ratones a escoger el mejor queso y las peras mejores antes de haberlos gustado, y lo que encamina al ciervo, al elefante y a la serpiente al conocimiento de cierta hierba propia para su curación. No hay sentido cuyo influjo no sea grande y que por su mediación no procure un número infinito de conocimientos. Si nos encontráramos privados de la inteligencia de los sonidos, de la armonía y de la voz, esta circunstancia procuraríamos una confusión inimaginable en todos nuestros otros conocimientos; pues además de la misión propia de cada órgano, ¿cuántos argumentos, consecuencias y conclusiones   —526→   no deducimos para otras cosas por la comparación de unos sentidos con otros? Que un hombre inteligente imagine la naturaleza humana nacida sin el sentido de la vista, y calcule el desorden e ignorancia que acompañaría a tal ausencia, y cuantas tinieblas y ceguera en nuestra alma. Por donde puede verse de cuánta trascendencia sea para el conocimiento de la verdad; la privación de un sentido, o de dos, o de tres; dado que en nosotros exista. Hemos formado una verdad con el apoyo y concurso de los cinco que tenemos, pero acaso fuese necesario el acuerdo de ocho o diez, y su concurso, para advertirla de un modo cierto y en su esencia.

Las sectas que combaten la ciencia del hombre apóyanse principalmente en la debilidad e incertidumbre de nuestros sentidos. Como todo conocimiento llega a nosotros por su mediación, si no son exactos en las nociones que nos comunican, si corrompen o alteran lo que del exterior nos transmiten, si la luz que por conducto de ellos corre a nuestra alma se obscurece durante el pasaje, nuestro conocimiento no tiene fundamento alguno. De esta duda nacieron las siguientes ideas: «Que cada objeto encierra en sí mismo cuanto en él encontramos»; «que nada es real de lo que creemos ver en él», y la opinión de los epicúreos, según la cual «el sol no es más grande de lo que nuestra vista lo juzga:


Quidquid id est, nihilo fertur majore figura,
quam, nostris oculis quam cernimus, esse videtur:



que las apariencias que hacen ver un cuerpo grande a quien está cercano a el, y más pequeño a quien está lejos, son ambas verdaderas:


Nec tamen hic oculos falli concedimus hitum...
Proinde animi vitium hoc oculis adfingere noli841:



afirman otros de una manera absoluta que los sentidos nos transmiten fielmente los objetos; que precisa sujetarse a lo que nos manifiestan, y alejar razones distintas para explicar la diferencia y contradicción que en ellos encontramos, y, hasta inventar cualquier patraña cuando razones no encontramos; hasta, tal extremo llegaron algunos, antes que acusar a aquéllos.» Timágoras juraba que por oprimirse o estirarse los párpados nunca vio convertirse una luz en dos; y añadía que semejante apariencia radicaba en la errónea opinión no en el órgano visual. De todos los absurdos imaginables, el mayor para los epicúreos es el rechazar la fuerza y efecto de los sentidos:

  —527→  

Proinde, quod in quoque est his visum tempore, verum est.
Et, si non poterit ratio dissolvere causam,
cur ea, quae fuerint juxtim quadrata. procul sint
visa rotunda; tamens praestat rationis egentem
reddere mendose causas utriusque figurae,
quam manibus manifesta suis emittere quaequam,
et violare fidem primam, et convellere tota
fundamenta, quibus nixatur vita, salusque:
non modo enim ratio ruat omnis, vita quoque ipsa
concidat extemplo, nisi credere sensibus ausis
praecipitesque locos vitare, et cetera, quae sint,
in genere hoc fugienda!842



Semejante recomendación, tan desesperada y poco filosófica, no declara cosa distinta, sino que la ciencia humana no puede sustentarse más que por medio de razones irrazonables, locas y descabelladas; pero que sin embargo es preferible que el hombre, para acreditar su autoridad, se sirva de ellas y de cualquiera otro remedio, por quimérico que sea, antes que reconocer su torpeza irremediable, verdad que tan poco le favorece. No puede rechazar que los sentidos no sean los soberanos dueños de la ciencia que posee; pero el hecho es que son inciertos, y propenden al error en cualquier circunstancia. Contra esta aseveración evidente se levanta en contradicción, y si las fuerzas legítimas le faltan, como sucede en realidad, va derecho, a la testarudez, a la temeridad y al cinismo para encontrar en ellos armas. Si lo que los epicúreos afirman fuese cierto, a saber, «que carecemos de todo conocimiento, si son falsas las representaciones de los sentidos»; y si fuera verdad lo que los estoicos afirman, «que las representaciones de los sentidos son tan falsas que no pueden dar lugar a ciencia alguna», podemos concluir, fundamentándonos en esas dos grandes escuelas dogmáticas, que la ciencia no existe.

En punto al error e incertidumbre de las operaciones de los sentidos pueden procurarse tantos ejemplos como les plazca: tan frecuentes son los errores a que nos conducen. Cuando el eco le repercute en un valle el sonido de una trompeta que suena una legua detrás de nosotros semeja precedernos:


Exstantesque procul medio de gurgite montes,
classibus inter quos liber patet exitus: iidem
apparent, et longe divolsi licet, ingens
insula, conjunctis tamen ex his una videtur...
—528→
Et fugere ad puppim colles campique videntur,
quos agimus praeter navim, velisque volamus...
       Ubi in medio nobis equias acer obhaesit
flumine, equi corpus transversum ferre videtur
vis, et in adversum flumen contrudere raptim.843



Cuando con el dedo índice se toca un balín de arcabuz, estando el del corazón entrelazado por la parte superior de aquél, precisa hacerse violencia para reconocer que no hay más que uno; de tal modo los sentidos nos representan dos. Que éstos sean muchas veces dueños del raciocinio y le obliguen a recibir impresiones que conoce y juzga falsas, vese a cada momento. Dejando a un lado el del tacto, cuyas funciones son más cercanas, vivas y substanciales, el cual tantas veces da en tierra, por los efectos dolorosos que comunica a nuestro cuerpo, con las más estoicas resoluciones, y obliga a exhalar alaridos a quien implantó heroicamente en su alma; «que el cólico como cualesquiera otra enfermedad y dolor es cosa indiferente que carece de fuerzas para aminorar en nada la dicha soberana y la bienandanza en que el filósofo se coloca por virtud del vigor de su espíritu», no hay ánimo por flojo que sea, a quien el redoblar de los tambores y el sonido de las trompetas deje de alentar, ni tan duro que no se sienta despertado y acariciado por los dulces acordes de la música. Ninguna alma hay tan ruda que no se sienta movida a reverencia al considerar el vasto recinto de nuestras iglesias, rodeado de misterio; la diversidad de los ornamentos y el orden de las ceremonias; al oír la santa armonía de los órganos, y el timbre religioso y tranquilo de las voces del coro; hasta los que trasponen con indiferencia los umbrales de nuestros templos experimentan como un temblor en sus pechos, algún temor que los hace desconfiar de la eficacia de sus ideas. Por lo que a mí toca, en modo alguno me siento suficientemente fuerte para escuchar con frialdad los versos de Horacio o de Catulo cantados por una garganta armoniosa y una boca joven y linda; Zenón decía bien cuando sentaba que la voz constituye la esencia de la belleza. Han querido hacerme creer que un hombre a quien todos los franceses conocemos me obligó a aceptar como buenos, recitándomelos, unos versos que había compuesto; que no eran lo mismo en el papel que en el aire, y que mis ojos juzgaron de diverso modo que mis oídos; de tal suerte la pronunciación realza y avalora las obras que   —529→   de ella dependen. Por lo cual Filoxeno no montó en cólera al oír entonar malamente una de sus composiciones, sino, que pateó e hizo añicos unos ladrillos que pertenecían al recitador, diciéndole: «Rompo lo que es tuyo, como tú corrompes lo que es mío.» ¿Por qué hasta los mismos que recibieron la muerte con ánimo varonil apartaron la faz para no ver el golpe que soportaban? Los que para el cuidado de su salud desean y solicitan que se les ampute o cauterice, ¿por qué son incapaces de resistir la vista de los aprestos, utensilios y la operación del cirujano, puesto que los ojos no tienen participación ninguna en el dolor? ¿No son estos ejemplos buena prueba del predominio que los sentidos ejercen sobre la razón? Inútil es que sepamos que esas trenzas recibiéronse prestadas de la cabeza de un paje o de un lacayo, que ese carmín vino de España, y esa blancura y pulidez del mar Océano; la vista nos fuerza a encontrar a la dama más linda y apetitosa contra todo viso de razón, pues todos esos atractivos son pegados:


Auferimur cultu; gemmis, aurorque teguntur
    crimina: pars minima est ipsa puella sui.
Saepe, ubi sit quod ames, inter tam multa requiras:
    decipit hac oculos aegide dives amor.844



¡Cuánto conceden al empuje de los sentidos los poetas que representan a Narciso perdido de amor por su sombra,


Cunetaque miratur, quibus est mirabillis ipse;
se cupit imprudens; et, qui probat, ipse probatur;
dumque petit, petitur; pariterque accendit, et ardet845;



y el cerebro de Pigmalión, tan trastornado se vio por la impresión de la vista de su estatua de marfil que le inspiró deseos, suponiéndola animada por el soplo de la vida!


Oscula dat, reddique putat: sequiturque, tenetque,
et credit tacas digitos insidere membris;
et metuit, pressos veniat ne livor in artus.846



Colóquese a un filósofo en una jaula de alambres delgados, y puestos a distancia, suspendida en lo alto de las torres de Nuestra Señora de París: nuestro hombre verá evidentemente que la caída es imposible; mas sin embargo   —530→   no podrá evitar (caso de no estar habituado al oficio de pizarrero) que la contemplación de altura tan extraordinaria no le espante y atemorice; de resistencia sobrada damos muestras con mantenernos seguros en las galerías de los campanarios, cuando éstos tienen aberturas y antepechos; personas hay que no resisten ni siquiera que les pase por la cabeza la idea de encontrarse a una altura tan considerable. Colóquese una viga entre dos torres del mismo templo847 de un grosor y anchura suficientes a que podamos andar sobre ella; no hay prudencia filosófica, por firme que sea, que nos aliente a recorrerla como la recorreríamos si estuviera en el suelo. Con frecuencia he experimentado hallándome en las alturas de las montañas que están más allá de mi país (soy, sin embargo, de los que se espantan poco de tales cosas), que no podía resistir la vista de la profundidad infinita que divisaba sin horror y temblor de corvas y muslos, eso que no me aproximó demasiado, ni tampoco la caída hubiera sido posible a no haberme arrojado voluntariamente. He advertido también que cualquiera que sea la elevación del precipicio ante el cual estemos colocados, siempre y cuando que en la pendiente haya un árbol o una roca para detener algún tanto nuestra vista y compartir su atención, semejante circunstancia nos alivia, y tranquiliza, cual si fuera cosa de que en la caída pudiésemos recibir socorro; pero los abismos cortados, sin prominencias, ni siquiera podemos mirarlos sin que el vértigo nos gane instantáneamente, lo cual es una evidente impostura de la vista: ut despici sine vertigine simul oculorum animique non possit848. Por eso el gran Demócrito se saltó los ojos para descargar su alma de los desórdenes que con ellos recibía, y poder así filosofar con libertad mayor. Mas siguiendo iguales miras debió también ponerse estopa en los oídos, los cuales al decir de Teofrasto constituyen el instrumento más peligroso de que disponemos para recibir impresiones violentas, que nos trastornan y modifican; y debió privarse de todos los demás sentidos, o lo que es lo mismo, de su ser y de su vida, pues en todos ellos reside el poderío de avasallar nuestra razón y nuestra alma. Fit etiam saepe specie quadam, saepe vocum gravitate et cantibus, ut pellantur animi vehementius; saepe etiam cura et timore849. Aseguran los médicos   —531→   que ciertos temperamentos se agitan hasta el furor oyendo determinados sonidos musicales. He visto alguien que no podía sentir que royeran un hueso bajo su mesa sin perder al punto la paciencia, y apenas hay hombre que no se estremezca ante el ruido áspero e intenso que produce la lima al aplicarla contra el hierro; al oír mascar de cerca; el escuchar a alguien que tenga en la garganta o en la nariz algún obstáculo, muchos se incomodan hasta la cólera o el odio. El flautista templador de Graco, que ablandaba, vigorizaba y acomodaba el diapasón requerido por la voz de su amo cuando éste arengaba en Roma, ¿qué servicio prestaba si el movimiento e índole del sonido no era capaz de conmover ni alterar el juicio de los oyentes? ¡En verdad hay razón para enorgullecerse de la seguridad de nuestros lindos órganos, que se modifican y cambian merced a un viento tan sutil y ligero!

Idéntica ilusión que los sentidos llevan al entendimiento recíbenla ellos a su vez; frecuentemente nuestra alma se desquita de igual modo. Diríase que los unos y la otra se engañan a competencia. Lo que vemos y oímos cuando estamos agitados por la cólera no lo vemos ni lo oímos tal y conforme es en realidad:


Et solem geminum, et duplices se ostendere Thebas850:



aquello que amamos nos parece más hermoso de lo que en el fondo es:


Multimodis igitur pravas turpesque videmus
esse in deliciis, summoque in honore vigere851;



y más feo lo que nos disgusta; para un hombre desesperado y afligido la claridad del día es obscura y tenebrosa. Nuestros sentidos no sólo se ven trastornados, sino también entorpecidos por completo a causa de las pasiones del alma; ¿cuántas cosas ven nuestros ojos que nuestro espíritu no admite cuando otras cosas le preocupan?


       In rebus quoque apertis nosecre possis,
si non advortas animum, proinde esse, quasi omni
Tempore semotae fuerint, longeque remotae852:



Diríase que el alma, recogida interiormente, encuéntrase preocupada por las representaciones de los sentidos. De todo esto podemos concluir que el hombre, así interior como exteriormente, hállase repleto de debilidad y mentira.

Los que compararon nuestra existencia a un sueño, quizás tuvieron más razón de lo que pensaron. Cuando soñamos,   —532→   nuestra alma vive, obra y ejercita todas sus facultades, ni más ni menos que cuando velamos; y si bien lo hace de una manera más blanda y borrosa, no es hasta el extremo que la diferencia sea como la que va de la noche a una claridad viva, sino más bien como la que existe entre la noche y la sombra. Cuando soñamos, el alma duerme; cuando estamos despiertos, dormita; más o menos intensas, en las tinieblas se encuentra siempre, en las tinieblas cimerianas. Velamos dormidos, y velando dormimos. Yo no veo con tanta claridad en el sueño; mas por lo que toca al velar, jamás lo contemplo puro y sin nubes. El sueño en su profundidad adormece a veces los sueños mismos, pero nuestro velar no es nunca tan despierto que disipe y purgue los ensueños, que son los sueños de los que velan, o peor aún. Reconociendo nuestra razón y nuestra alma las quimeras e ideas que engendramos en el sueño, acertándolas lo mismo que los actos que realizamos cuando despiertos, ¿por qué no ponemos en duda si nuestro pensar y nuestro obrar son otro sueño, y nuestro velar alguna manera de dormir?

Si los sentidos son nuestros primeros jueces, no son sin embargo los que exclusivamente debemos llamar a consejo, pues en tal facultad los animales tienen tanto o más derecho que nosotros. Es evidente que algunos tienen el oído más agudo que el hombre, otros la vista, otros la sensibilidad, y otros el tacto o el gusto. Decía Demócrito que los dioses y las bestias estaban dotados de facultades sensitivas mucho más perfectas que el hombre. Ahora bien, entre los efectos de los sentidos de aquéllas y los nuestros la diferencia es extrema; nuestra saliva limpia y seca nuestras llagas, pero mata a la serpiente:


Tantaque in bis rebus distantia, differitasque est,
ut quod aliis cibus est, aliis fuat acre venenum,
saepe etenim serpens, hominis contacta saliva,
disperit, ac sese mandeado conficit ipsa853:



¿cuál será, pues, la cualidad que aplicaremos a la saliva? ¿según las propiedades que en nosotros produce, o conforme al resultado en la serpiente? ¿por cuál de los dos casos fijaremos la verdadera esencia que buscamos? Plinio afirma que en las Indias hay ciertas liebres marinas cuya carne es para el hombre venenosa, y el hombre es a su vez veneno para ellas, pues con el solo contacto las mata; ¿quién será en este caso el verdadero veneno, el hombre o el pez?, ¿a quién habremos de dar crédito de eficacia destructora, al pez, que es veneno para hombre, o al hombre, que es veneno para pez? Ciertos miasmas dañan al hombre que no perjudican al buey; otros dañan al buey y dejan libre al hombre;   —533→   ¿cuál de los dos miasmas será de naturaleza pestilente? Los que padecen de ictericia ven todas las cosas amarillentas y más pálidas que los que no sufren esta enfermedad:


Lurida preaterea fiunt, queacumque tuentur
arquati.854



Los que tienen el mal que los médicos llaman hyposphagma, que consiste en el esparcimiento de la sangre bajo la piel, ven todas las cosas rojas y sangrientas. Estos humores que así cambian las propiedades de nuestra vista, ¿qué sabemos si predominan en los animales y les son normales? Porque, en efecto, vemos unos que tienen los ojos amarillos, como nuestros enfermos de ictericia; otros que los tienen encarnados y sangrientos. Es verosímil que para ambos el color de los objetos difiera de como nosotros los vemos; ¿cuál será, por tanto, el verdadero? Porque no está palmariamente demostrado que la esencia de las cosas se manifieste exclusivamente al hombre: la dureza blancura, profundidad, agrior y demás cualidades de las mismas tocan al servicio y conocimiento de los animales, de la propia suerte que a los nuestros; dioles la naturaleza la facultad de advertirlas como a nosotros. Cuando estiramos hacia bajo el párpado inferior, los objetos que se muestran a nuestra vista los vemos alargados y extendidos; algunos animales tienen los ojos así conformados. ¡Quién sabe si este alargamiento es la verdadera forma de los cuerpos no la ordinaria con que ante nuestra vista se muestran! Si levantamos el mismo párpado inferior, los objetos nos aparecen dobles:


Bina lucernarum flagrantia lumina flammis...
Et duplices hominum facies, et corpora bina.855.



Si tenemos alguna dificultad en los oídos u obstruido el conducto de ellos, advertimos los sonidos de manera distinta a la ordinaria; por lo mismo los animales que tienen las orejas peludas, o cuyo conducto auditivo es muy pequeño, no oyen como nosotros y acogen el sonido de distinto modo. En las fiestas y en los teatros vemos que colocando ante la luz de las antorchas un cristal de un color cualquiera, todo cuanto recibe la luz del mismo nos aparece verde, amarillo o violeta:


Et volgo faciunt id lutea russaque vela,
Et ferrugina, quum, magnis intenta theatris
Per malos volgata trabesque, trementia pendent:
Namque ibi consessum caveai subter, et omnem
Scenai, speciem, patrum, matrumque, deorumque
Inficiunt, coguntque suo fluitare colore.856



  —534→  

Verosímil es que los ojos de los animales, que reconocemos ser de color diferente a los nuestros, les hagan ver los cuerpos del color que aquéllos.

Para darnos cuenta exacta de la operación que nuestros sentidos ejecutan sería pues menester primeramente que estuviéramos de acuerdo con los animales y luego con nosotros mismos lo cual está muy lejos de acontecer, pues debatimos constantemente lo que otro dice, ve o gusta; e igualmente que sobre todo lo demás, de la diversidad de imágenes que por medio de los sentidos formamos. Por virtud de la regla ordinaria de la naturaleza, oye y ve y gusta de distinto modo un niño que un hombre de treinta años; y éste diversamente que un sexagenario: son los sentidos más obscuros y opacos para los unos, y más abiertos y agudos para los otros. Recibimos las cosas distintas según nuestro estado y lo que las mismas se nos antojan; así que, siendo nuestra apreciación tan incierta y controvertible, no es raro que se nos diga que podemos reconocer que la nieve nos aparece blanca, pero que el sentar que por su esencia sea así en realidad sobrepasa nuestros alcances; de suerte que, permaneciendo sin dilucidar este principio, toda la frágil ciencia humana se la lleva el viento necesariamente. ¿En qué no dejan de contradecirse unos sentidos a otros? Una pintura parece de relieve a la vista, y al tacto sin ninguna prominencia; ¿podremos decir del almizcle que es agradable, o ingrato, puesto que satisface al olfato y disgusta al paladar? Existen hierbas y ungüentos adecuados para una parte del cuerpo que aplicados a otra la hieren; la miel es grata al paladar y desagradable a la vista: en esas sortijas que están escopleadas en forma de plumas, a que llaman Pennes sans fin, no hay ojo por avizor que sea que pueda discernir la anchura verdadera, ni que acierte a librarse de la ilusión que nos las muestra ensanchándose de un lado y adelgazándose y estrechándose del otro, hasta cuando se las hace dar vueltas alrededor del dedo. Sin embargo, al tacto se nos presentan iguales en anchura por todos lados. Las personas que por aumentar su deleite se servían en lo antiguo de espejos propios para abultar y agrandar el objeto que ante ellos presentaban, a fin de que los órganos de que se iban a servir las placieran mejor merced a ese abultamiento ocular, ¿a cuál de los dos sentidos complacían, a la vista, que les representaba los órganos gruesos y grandes cuanto querían, o al tacto, que se los mostraba pequeños o insignificantes? El pan que comemos, es simplemente, pan, pero nuestro organismo lo transforma en huesos, sangre, carne, pelos y uñas:


Ut cibus in membra atque artus quum diditur omnes,
disperit, atque aliam naturam sufficit ex se857;



  —535→  

la substancia, que chupa la raíz de un árbol se cambia en tronco, hojas y fruto; y el aire, siendo idéntico, truécase por la aplicación a una trompeta, diverso en mil suertes de sonidos; así que yo me pregunto: ¿son nuestros sentidos los que modifican de igual modo las cualidades diversas de los objetos? ¿o son éstos los que así las tienen? Mayormente, puesto que los accidentes de las enfermedades, de las quimeras o del sueño, nos hacen ver las cosas diferentes de como se muestran a los sanos, a los cuerdos y a los que velan, ¿no es verosímil que nuestra postura y nuestro temperamento naturales tengan también el poder de desfigurar las cosas acomodándolas a su condición, de igual suerte que las naturalezas trastornadas? ¿Por qué no ha de comunicar la templanza a los objetos alguna forma peculiar suya y lo propio la cualidad contraria? El paladar del inapetente aumenta la insipidez del vino, el del sano el sabor, el del sediento la exquisitez. Por consiguiente, acomodando nuestro estado las cosas a sí mismo y transformándolas al mismo tenor, desconocernos cómo son en esencia, pues todo llega a nosotros alterado y falsificado por los sentidos. Donde el compás, la escuadra y la regla no son exactos, todas las proporciones que de ellos se deduzcan, todos los edificios que se erijan según la medida de los mismos, serán también necesariamente imperfectos y defectuosos. La incertidumbre de nuestros sentidos trueca en dudoso todo cuanto nos reflejan:


Denique ut in fabrica, si prava est regula prima,
normaque si fallax rectis regionibus exit,
et libella aliqua si ex parti claudicat hilum;
omnia mendose fieri, atque obstipa necessum est,
prava, cubentia, prona, supina, atque absona tecta:
jam ruere ut quaedam videantur velle, ruantque
prodita judiciis fallacibus omnia primis:
sic igitur ratio tibi rerum prava necesse est,
falsaque sit, falsis quaecumque ab sensibus orta est.858



Y esto demostrado, ¿quién será apto para aquilatar este error? De la propia suerte que al contravertir sobre cosas de religión hemos menester de un hombre que no esté ligado al uno ni al otro bando, que esté libre de toda afección e inclinación, lo cual no acontece entre los cristianos, lo mismo sucede aquí, pues si el juez es viejo, no puede hacerse cargo de la vejez, siendo él mismo parte interesada en el debate; si es joven, acontece de igual modo; y lo   —536→   mismo si es sano o enfermo, si duerme o vela. Precisaríamos uno exento de todas esas condiciones, a fin de que libre de prejuicios, juzgara de las cosas como siéndole indiferentes. Un juez cuya existencia es imposible.

Para aquilatar las apariencias fenomenales de las cosas precisaríamos un instrumento que las midiera; para comprobar las operaciones de los instrumentos hemos menester una demostración, y para convencernos de si ésta es exacta tendríamos que echar mano de otro instrumento, con lo cual hétenos ya en el límite a que nuestras invenciones pueden llegar. Puesto que nuestros sentidos no son capaces de detener nuestra disputa, encontrándose como se encuentran llenos de incertidumbre, menester es que la detenga la razón; ninguna podrá sentarse sin el concurso de otra, y hétenos de nuevo metidos en un círculo vicioso, que llegaría al infinito. Nuestra fantasía no obra sobre las cosas que le son ajenas, sino que recibe el concurso de los sentidos; éstos tampoco alcanzan las cosas que les son extrañas, sino solamente sus pasiones peculiares; de modo que la fantasía es sólo apariencia sin ser objeto y sólo contiene la pasión de los sentidos; aquella facultad y los objetos son cosa distinta, por lo cual, quien se deja llevar por las apariencias, juzga en presencia de cosa distinta. Decir que le los sentidos llevan al alma las cualidades de los objetos extraños por semejanza, no es posible, porque ni el alma ni el entendimiento pueden certificarse de tal semejanza, careciendo como carecen de todo comercio con los objetos extraños. De igual modo que quien no conoce a Sócrates no puede decir al ver su retrato si se le asemeja. Así que, quien a pesar de todo quisiera juzgar por las apariencias, si quiere hacerse cargo de todas es imposible, pues se presentan en oposición las unas a las otras por sus contrariedades y discrepancias, como la experiencia nos lo acredita; ¿tendremos motivos para conjeturar que por virtud de algunas podremos colocar otras en su verdadero lugar? Para ello habría que comprobar la elección con otra elección; la segunda por la tercera, y así nunca acabaríamos. Finalmente, ninguna hay que sea constante en nuestro ser ni en los objetos; nosotros, nuestro juicio y todas las cosas mortales van rodando y corriendo sin cesar, de suerte que nada cierto puede sentarse de lo primero ni de las otras, estando el juez la cosa juzgada en continuos mutación y movimiento859.

  —537→  

Comunicación con el ser no tenemos ninguna porque toda humana naturaleza está constantemente en el punto medio, entre el nacer y el morir; y no da de sí misma sino una apariencia obscura y sombría, y una idea débil e incierta; y si por acaso fijáis vuestro pensamiento en querer que conozca su ser, haréis lo propio que si pretendierais coger un puñado de agua: a medida que la mano vaya apretando y oprimiendo lo que por naturaleza se escapa por todas partes, más irá perdiendo lo que quiere retener y asir. Así que, en vista de que todas las cosas están sujetas a pasar de un estado a otro, la razón, que en ellas busca una esencia real, se ve chasqueada constantemente, no pudiendo alcanzar nada de subsistente, porque todo o comienza a recibir forma o principia a morir antes de que sea nacido. Platón decía que los cuerpos jamás tenían existencia, y sí nacimiento, considerando que Homero hizo al Océano padre de los dioses, y a Thetis la madre, por estar en fluxión, transformación y variación perpetuos. Esta idea fue común a todos los filósofos anteriores a aquél, a excepción de Parménides, que consideraba las cosas como privadas de movimiento a la fuerza del cual da suma importancia. Pitágoras sentaba que toda materia está sujeta a modificación y es caduca; los estoicos, que el tiempo presente no existe, y que lo que llamamos presente no es sino la juntura de venidero y lo pasado, Heráclito creía que nunca un hombre había entrado dos veces en el mismo río; Epicarmes, que quien pidió dinero prestado no lo debe ya después; y que quien la víspera fue invitado a almorzar al día siguiente ya no está convidado, en atención a que no son las mismas personas; cambiaron ya860, «y que una substancia mortal no podía hallarse dos veces en estado idéntico, pues a causa de la rapidez y ligereza del cambio, ya se disipa, ya se une, viene o va; de manera que lo que comienza a nacer no alcanza nunca la perfección del ser, en atención a que ese mismo nacer nunca acaba y nunca se detiene como habiendo llegado al fin, sino que a partir de la semilla va constantemente cambiándose y mudándose de un estado a otro; como de la semilla humana se hace primero en el vientre de la madre un fruto informe, luego un niño ya formado, luego, fuera del seno, un niño que se cría mamando, después un muchacho, luego un joven, después un hombre cumplido, más tarde un viejo y al fin un anciano decrépito; de suerte que la edad y generación subsiguientes van constantemente deshaciendo y estropeando la que precedió:


Mutat enim mundi naturam totius aetas,
ex alioque alius status excipere omnia debet;
—538→
nec manet ulla sui similis res: omnia migrant,
Omnia communat natura, et vertere cogit.861



Neciamente tememos una sola espacie de muerte, puesto que hemos pasado y estamos pasando por tantas otras; pues, no solamente, como Heráclito decía, la muerte del fuego engendra el aire y la del aire engendra el agua, sino que con evidencia mayor podemos ver cosa idéntica en nosotros mismos; la flor de la edad muere y pasa cuando la vejez sobreviene, y la juventud acaba en lo mejor de la edad del hombre hecho; la infancia en la juventud, y la primera edad muere en la infancia, y el día de ayer en el de hoy y el de hoy morirá en el de mañana, y nada hay que permanezca ni que sea siempre uno. Que así acontezca, en efecto, pruébalo el que si nos mantuviéramos los mismos y unos no nos regocijaríamos ahora con una cosa y luego con otra. ¿De dónde proviene que estimemos cosas contrarias o las odiemos, que las alabemos o las censuremos? ¿Cómo sentimos afecciones diversas y jamás pensamos de igual modo? Porque no es verosímil que sin mudanza adoptemos pasiones diferentes; y aquello que experimenta cambio no permanece uno mismo, y no siendo un mismo cambia nuestra esencia pasando de un estado a otro. Por consiguiente nuestros sentidos se engañan y mienten, tomando aquello que les aparece por lo que es en realidad a falta de bien conocer lo que realmente es. Todo lo cual considerado, ¿qué podremos decir que sea la verdad? Aquello que es eterno, es decir, lo que jamás tuvo nacimiento ni tendrá tampoco fin; aquello a que el tiempo no procura mutación ninguna, pues es el tiempo cosa movible y que aparece como en sombra con la materia que se agita y flota constantemente, sin permanecer nunca estable ni permanente, aquello a que pertenecen estas palabras: antes y después, ha sido y será; las cuales desde luego muestran evidentemente que no es nada que exista, pues sería solemne torpeza y falsedad palmaria decir que subsiste lo que aun está por nacer o que ya dejó de subsistir. Y en cuanto a estas palabras: presente, instante, ahora, por las cuales parece que sostenemos y fundamentamos la inteligencia del tiempo, al descubrirlo la razón destrúyelo instantáneamente, pues lo disuelve al momento, y el futuro y el pasado, como queriéndolos ver necesariamente divididos en dos. Lo propio acontece a la naturaleza, que es medida como al tiempo que la mide, pues nada hay tampoco en ella que permanezca ni subsista, sino que todas las cosas o son nacidas o nacientes, o encuéntranse   —539→   ya en el acabar. Por todo lo cual sería pecado decir de Dios, que es lo único que existe, que fue o que será862, pues estos términos son declinaciones, vicisitudes o transformaciones de aquello que no puede durar ni permanecer en su ser, por donde precisa concluir que Dios sólo existe, y no conforme a ninguna medida del tiempo, sino según una eternidad inmutable o inmóvil, no medida por tiempo ni sujeta a declinación alguna; ante el cual nada existe, ni existirá después, ni será más nuevo o más reciente; sino que es un Ser naturalmente existente que por un sólo ahora llena la eternidad, y nada hay, que sea verdaderamente más que él solo, sin que pueda decirse ha sido o será; que no tiene principio ni tendrá fin».

A esta tan religiosa conclusión de un hombre pagano quiero añadir solamente las palabras siguientes de otro de igual condición863, para cerrar este largo y engorroso discurso, que me procuraría materia sin culto: «Cosa abyecta y desdicha es el hombre, dice, si no eleva su espíritu por cima de la humanidad.» Concepto hermoso y deseo laudable, mas tan absurdo como lo uno y lo otro; pues pretender hacer el puñado más grande que el puño, la brazada mayor que los brazos, y esperar dar una zancada mayor de lo que permite la longitud de nuestras piernas es imposible y monstruoso; y lo mismo que el hombre se coloque por cima de sí mismo y de la humanidad, pues no puede ver más que con sus ojos ni coger más que con sus manos. Elevarase si milagrosamente Dios le tiende las suyas, renunciando y abandonando sus propios medios, dejándose alzar y realzar por los que son puramente celestes. Incumbe sólo a nuestra fe cristiana y no a nuestra resistencia estoica el aspirar a esa divina y milagrosa metamorfosis.



  —[1]→  

ArribaAbajoCapítulo XIII

Del juzgar de la muerte ajena


Cuando consideramos la firmeza que alguien mostró en la hora de su muerte, que es sin duda la más notable acción de la vida humana, preciso es tener en cuenta que difícilmente creemos encontrarnos en tan supremo momento. Pocas gentes mueren convencidas de que en verdad llegó su última hora, y no hay ocasión en que más nos engañe la halagadora esperanza, que no cesa de trompetear en nuestros oídos: «Otros estuvieron más enfermos sin que por ello muriesen; la cosa no es tan desesperada como parece, y mayores milagros hizo Dios.» Pasan por nuestra fantasía todas estas ideas, porque damos demasiada importancia a nuestra persona; diríase que la universalidad de las cosas creadas sufre en algún modo a causa de nuestra desaparición, y que se apiada de nuestro estado; porque nuestra vista trastornada se representa las imágenes de las cosas de un modo engañoso, creemos que éstas se van a medida que nosotros desaparecemos. Lo propio que acontece a los que viajan por mar, para quienes montañas, campiñas y ciudades, cielo y tierra marchan en sentido inverso a su camino:


Provehimur portu, terraeque urbesque recedunt.864



¿Quién vio nunca vejez que no alabara el tiempo pasado y no censurara el presente descargando sobre el mundo y las costumbres de los hombres las miserias de su tristeza?

  —2→  

Jamque caput quassans, grandis suspirat arator...
Et quum tempora temporibus praesentia confert
praeteritis, laudat fortunas saepe parentis,
et crepat antiquum genus ut pietate repletum.865



Todo lo arrastramos con nosotros, de donde resulta que consideramos nuestra muerte como un magno suceso que no se realiza sin aparato ni consultación solemne de los astros; tot circa unum caput tumultuantes deos866; y tanto más lo pensamos cuanto más importantes nos creemos y más aferrados estamos a la vida. ¿Cómo? ¿tanta ciencia, tan irreparable pérdida tendrá lugar sin que en ella intervenga para nada la diosa de los destinos? ¿Es posible que un alma tan singular, tan ejemplar y tan rara no cueste a la muerte más que otra vulgar e inútil? Esta vida que ampara tantas otras, de la cual tantas dependen, a que tantos honores rodean, que emplea tantas, gentes a su servicio, ¿desaparece ni más ni menos que si estuviese ligada a un simple nudo? Nadie piensa suficientemente no ser más que un solo hombre; de aquí aquellas palabras que dijo César a su piloto, más hinchadas que el mar que le amenazaba:


       Italiam si, caelo auctore, recusas,
me, pete: sola tibi causa haec est justa timoris,
vectorem non nosse tuum; porrumpe procellas,
tutela secure mei867;



y estas otras:


       Credit jam digna pericula Caesar
fatis esse suis: Tantusque evertere, dixit,
me superis labor est, parva quem puppe sedentem
tan magno petiere mari?868



y la pública superstición de que el sol ostentó en su frente durante todo un año el duelo por su muerte:


Ille etiam exstineto miseratus Caesare Romam,
quum caput obscura nitidum ferrugine texit869;



y mil semejantes por las cuales el mundo se deja en tan fácilmente, creyendo que nuestros intereses trastornan   —3→   al cielo mismo y que su infinidad, se cura de nuestros actos, más insignificantes. Non tanta caelo societas nobiscum est, ut nostro fato mortalis sit ille quoque siderum fulgor870.

No es razonable suponer resolución y firmeza en quien no cree encontrarse todavía en el momento del peligro, aunque realmente esté dentro de él; tampoco basta que un hombre muera con entereza si de antemano no se preparó para desplegarla, pues acontece a muchos que violentan su continente y sus palabras para en ello alcanzar la reputación que esperan gozar todavía en vida. Algunas he visto morir a quienes la casualidad procuró continente digno, no el designio preconcebido. Entre los antiguos mismos muchos hubo que se dieron la muerte, y en quienes habría lugar de examinar si ésta fue repentina o les llegó por sus pasos contados. Aquel cruel emperador romano871 confesaba que quería hacérsela saborear a sus prisioneros y cuando alguno se suicidaba en la prisión: «Este se me escapó», decía. Quería prolongar la muerte y hacerla sentir por el tormento paulatinamente:


Vidimus et toto quamvis in corpore caeso
nil animae lethale datum, moremque nefandae
durum saevitiae, pereuntis parcere morti.872



No es cosa meritoria el determinar gozando de salud y calma cabales darse la muerte; es bien fácil fanfarronear antes del momento supremo, de tal modo que el hombre más afeminado del mundo, Heliogábalo, en medio de sus más cobardes placeres proyectó matarse sibaríticamente cuando las circunstancias a ello le obligaran; y con el fin de que su acabar no desmintiera su vida pasada, mandó construir una torre suntuosa, cuya base estaba cubierta de oro y pedrería, para precipitarse desde lo alto; ordenó también hacer cuerdas de oro seda carmesí con que estrangularse, y forjar una espada de oro para atravesarse con ella; y asimismo puso veneno en vasos de esmeralda y topacio para envenenarse, según el género de muerte que quisiera elegir:


Impiger... et fortis victute coacta.873



El afeminamiento de tales aprestos, hace fundadamente presumir que si se le hubiera puesto en el caso de llevar a la práctica cualquiera de esos medios sibaríticos, le hubiera   —4→   acometido un síncope. Aun entre los que con mayor vigor se resolvieron a la ejecución, preciso es considerar si se valieron de un medio que no dejara tiempo para experimentar los efectos: pues al ver deslizarse la vida poco a poco, porque el dolor del cuerpo se unta con el sentimiento del alma, como hay lugar de volverse atrás no puede saberse si la firmeza y la obstinación se mantuvieron hasta los últimos momentos.

Lucio Domicio, que fue hecho prisionero en el Abruzo por Julio César, bebió una pócima para envenenarse, pero arrepintiose luego. Acontece a veces que un hombre resuelve morir, y no logrando asestarse con la fuerza suficiente el primer golpe, como el dolor detiene su brazo, hiérese dos o tres veces de nuevo, pero jamás consigue darse el golpe definitivo. Mientras se seguía el proceso de Plautio Silvano, Urgulania, su abuela, hizo llegar a sus manos un puñal, y no habiendo acertado con él a darse la muerte hízose cortar las venas por sus gentes. Albucilla, en tiempo de Tiberio, al pretender darse muerte hiriose con demasiada blandura, lo cual procuró a sus enemigos ocasión para aprisionarla y matarla como pretendían. Lo propio aconteció al capitán Demóstenes después de su derrota en Sicilia, y C. Fimbria, como se hiriera ineficazmente, rogó a su criado que acabara de rematarle. Ostorio, por el contrario, no pudiendo servirse de su brazo, tampoco quiso emplear el de su criado para otra cosa sino para que le mantuviera derecho y firme, y tomando carrera puso su garganta en el acero, y se la atravesó. En verdad es esta carne que debe tragar sin mascar quien no tenga el paladar de consistencia férrea. Sin embargo, el emperador Adriano ordenó a su médico que le marcara en una tetilla el lugar preciso en que había de herirse para que la persona que le matara supiera dónde había de señalar. Por eso cuando se preguntaba a César qué género de muerte prefería, contestaba que la menos premeditada y la más corta. Y si tal decía César no es cobardía el que yo lo crea. «Una muerte corta, decía Plinio, es el soberano bien de la vida humana.» No pueden reconocerla todos con vista serena. Tampoco puede considerarse con la resolución necesaria para sufrirla quien tiene miedo de hacerla frente y de mirarla con los ojos bien abiertos. Los que en los suplicios vemos correr a su fin y apresurar y empujar su ejecución, no lo hacen por valentía, sino porque quieren quitarse de encima la idea de su fin cercano. Lo que les atormenta no es la muerte; es el morir.


Emori nolo, sed me esse mortuum nihili aestimo.874



Grado de firmeza es éste que por experiencia sé que podrá   —5→   alcanzar, como aquellos que se lanzan en los peligros, cual en el océano, con los ojos cerrados.

En la vida de Sócrates nada hay a mi ver más relevante ni preclaro que los treinta días enteros durante los cuales rumió la sentencia de su muerte, y el haberla digerido por espacio de tanto tiempo, estando seguro de su fin, sin conmoverse ni alterarse, realizando todas sus acciones y profiriendo todas sus palabras con tono de negligencia, más bien que con rigidez, por el peso que pudiera ocasionarle una meditación para todos cruel y aterradora.

Pomponio Ático, tan conocido por su correspondencia con Cicerón, hallándose enfermo, hizo llamar a Agripa, su yerno, y a dos o tres amigos más, y les dijo que como estuviera convencido de que nada ganaba queriendo curarse, y que cuanto hacía para prolongar su vida prolongaba también y aumentaba su dolor, había resuelto poner fin al uno y a la otra, rogándoles que aprobaran su deliberación, o cuando menos que no perdieran el tiempo oponiéndose a ella. Pero como determinara acabar dejándose morir de hambre, en vez de perecer, sanó súbita y casualmente: el remedio de que echara mano para destruirse procurole la salud. Felicitáronse por tan fausto desenlace los médicos y sus amigos, y festejaron acontecimiento tan dichoso, mas se engañaron de verdad, porque no les fue posible hacerle cambiar de decisión. Para mantenerse firme en ella alegaba Pomponio que un día u otro había de dar el mismo paso, y que puesto que ya estaba empezado quería evitarse el trabajo de comenzar nuevamente en otra ocasión. Este personaje vio de cerca la muerte, y no sólo no temió lanzarse en sus brazos, sino que se encarnizó por ganar su compañía. Como le placiera la causa que le movió a entrar en la liza, la bravura le impulsó a experimentar el fin lejos de tener miedo al morir, quiso tocarlo y saborearlo.

El ejemplo del filósofo Cleantes es muy parecido al de Pomponio. Sus encías se habían inflamado y podrido, y los médicos le aconsejaron una abstinencia completa. Dos días de ayuno le produjeron tan buen efecto que aquéllos dieron su curación por terminada, consintiéndole volver a su régimen ordinario. Cleantes se hizo el sordo, y como hubiera comenzado a gustar la dulzura del desfallecimiento en que yacía, no quiso retroceder, trasponiendo el camino a que tan adentro había llegado.

El joven romano Tulio Marcelino, queriendo anticipar la hora de su fin para libertarse de una enfermedad que le ocasionaba mayores sufrimientos de los que quería soportar, llamó a sus amigos con objeto de deliberar sobre su muerte, aun cuando los médicos le habían prometido un seguro restablecimiento, si bien no inmediato. Unos, dice Séneca, le daban el consejo que por flaqueza hubieran para sí practicado, y otros por servilismo, el que suponían que debía   —6→   serle más grato. Pero tropezó con un estoico que le habló así: «No te inquietes, Marcelino, cual si de un asunto importante deliberaras; vivir no es cosa que valga la pena; viven tus criados, y los animales viven también; lo importante es permanecer en el mundo con dignidad, constancia y prudencia. Considera el tiempo que hace que vives haciendo lo mismo: comer, beber, dormir; beber, dormir y comer: ni un instante dejamos de rodar alrededor de este círculo. No sólo las desgracias y los males insoportables nos hacen desear la muerte, sino también la saciedad misma de vivir.» Marcelino no había menester de consejero. Necesitaba sólo quien le ayudara a realizar su propósito, y como sus criados temieran prestarle auxilio, el filósofo les dijo que los servidores son sospechosos solamente cuando hay duda de que la muerte del amo no fue voluntaria, y que no ayudarle sería lo mismo que matarle, porque, como dice Horacio,


Invitum qui servat, idem facit occidenti.875



Luego el estoico advirtió a Marcelino cuán procedente sería que, así como en las comidas se sirve el postre a los asistentes al final, así su vida acabada, debía distribuir alguna cosa entre los que le habían rodeado. Como Marcelino era hombre animoso y liberal, mandó repartir algunas cantidades entre sus servidores, y los consoló al mismo tiempo. Por lo demás no hubo necesidad de acero ni tampoco de derramar sangre; quiso salir de la vida, no huirla. No escapar a la muerte, sino experimentarla, y con el fin de procurarse medio de examinarla bien de cerca, permaneció tres días sin comer ni beber, y el cuarto ordenó que le dieran un baño de agua tibia. Luego fue poco a poco desfalleciendo, no sin sentir algún placer voluptuoso, según declaró.

Y en efecto, los que sufrieron esos desfallecimientos físicos que de la debilidad provienen, dicen que ningún dolor les ocasionan, sino más bien un placer, cual si se encaminaran al sueño y al reposo. Muertes son éstas estudiadas y digeridas.

Cual si sólo a Catón fuera dado mostrar en todo ejemplos de fortaleza quiso su bien que tuviera mala la mano con que se asestó la herida. Así pudo tener lugar para afrontar la muerte y atraparla por el pescuezo, reforzando su vigor ante el peligro en vez de debilitarlo. Si hubiera tenido yo que representarle en su actitud más soberbia, habría escogido el momento en que todo ensangrentado desgarraba sus entrañas, mejor que empuñando la espada, como lo hicieron los escultores de su tiempo, pues aquel segundo suicidio sobrepujó con mucho la furia del primero.



  —7→  

ArribaAbajoCapítulo XIV

Cómo nuestro espíritu se embaraza a sí mismo


Es una graciosa idea la de imaginar un espíritu igualmente solicitado por dos iguales deseos, pues es indudablemente que jamás adoptará ninguna resolución, a causa de la alternativa del escoger presupone en los objetos desigualdad de valor. Y si se nos colocara entre la botella y el jamón, con apetito idéntico de comer y beber, no cabe duda que moriríamos de hambre y de sed. Para explicar los estoicos el que nuestra alma elija entre dos cosas indiferentes, cuál es la causa, por ejemplo, de que en un montón de escudos tomemos más bien unos que otros, siendo todos parecidos y no habiendo razón alguna que nos incline a la preferencia, dicen que semejante movimiento de nuestro espíritu es desordenado y anormal, y que proviene de un impulso extraño, accidental y fortuito. Paréceme que podría darse una mejor explicación, en razón a que ninguna cosa se representa nuestra mente en que no exista alguna diferencia, por ligera que sea; y que para la vista o para el tacto hay siempre algún motivo que nos tiente y atraiga aun cuando no podamos advertirlo. Análogamente, si imagináramos un bramante cuya resistencia fuera igual en toda su extensión, sería imposible de toda imposibilidad que se quebrara: ¿por dónde había de principiar la ruptura? Romperse por todas partes va contra el orden natural. Y si añadimos además a este ejemplo las preposiciones geométricas que por la evidencia de la demostración concluyen que el contenido es mayor que el continente y el centro tan grande como su circunferencia; que admiten dos líneas que acercándose constantemente una a otra no pueden jamás tocarse, la piedra filosofal y la cuadratura del círculo, en todas las cuales la razón y lo que la vista muestra están en oposición, obtendríamos sin duda algún argumento con que apoyar este atrevido principio de Plinio: solum certum nihil esse certi, et homine nihil miserius, aut superbius876.




ArribaAbajoCapítulo XV

La privación es causa de apetito


No hay razón que no tenga su contraria, dice la más juiciosa de todas las escuelas filosóficas. Reflexionaba yo poco ha sobre aquella hermosa sentencia enunciada por   —8→   un antiguo filósofo en menosprecio de la vida, según la cual, «ningún bien puede procurarnos placer si no es aquel a cuya pérdida estamos preparados»; in aequo est dolor amissae rei, et timor amittendae877; queriendo probar con ambos principios que las fruiciones de la villa no pueden sernos verdaderamente gratas si tememos que nos escapen. Podría, sin embargo, decirse lo contrario, esto es, que guardamos y abrazamos el bien con tanta mayor ansia y afección cuanto que lo vemos más inseguro en nuestras manos, y cuanto mayor temor tenemos de que nos sea arrebatado, pues vemos con clara evidencia que así como el fuego se aviva con el viento, nuestra voluntad ser aguza también con la privación:


Si nunquam Danaen habuisset ahenea turris,
    non esset Danae de Jove facta parens878;



y que nada hay que sea tan naturalmente contrario a nuestro gusto como la saciedad que proviene de la abundancia; ni nada que tanto lo despierte como la dificultad y la rareza: omnium rerum voluptas ipso, quo debet fugare, periculo cresci879.


Galla, nega; satiatur amor, nisi gaudia torquent.880



Para mantener vivo el amor entre los lacedemonios ordenó Licurgo que los casados no pudieran ayuntarse sino a escondidas, y que sería tan deshonroso encontrarlos juntos en el lecho como si se los hallara separados en idénticas funciones con otras personas. Las dificultades que rodean a las citas amorosas, el temor de las sorpresas, la vergüenza del primer encuentro:


       Et languor, el silentium,
. . .et latere petitus imo spiritus881,



son las especias que dan el picante a la salsa. ¿Cuántos motivos de grata diversión no nacen al hablar de las obras del amor de una manera honesta y encubierta? La misma voluptuosidad procura irritarse con el dolor; es mucho más dulce citando desuella y hierve. La cortesana Flora confesaba no haber dormido nunca con Pompeyo sin que dejara a éste señales de sus mordeduras.

  —9→  

Quod petiere, premunt arete, faciuntque dolorem
corporis, et dentes inlidunt saepe labellis...
Et stimuli subsunt, qui instigat laedere id ipsum,
quodeumque est, rabies unde illae germina surgunt.882



Ocurre lo propio en todas las cosas: avalóralas la dificultad. Los habitantes de la Marca de Ancona hacen con placer mayor sus promesas a Santiago, y los de Galicia a Nuestra Señora de Loreto. En Lieja se celebran los baños de Luca, y en Toscana los de Spa; apenas se ven italianos en la escuela de esgrima de Reina, que está llena de franceses. Aquel gran Catón, como nosotros, se cansó de la esposa que tenía mientras fue suya, y la deseó cuando perteneció a otro. Yo envié a la yeguada un caballo viejo que en cuanto sentía las hembras se ponía hecho una furia: la abundancia le sació en seguida con las suyas, mas no así con las extrañas, pues ante la primera que cruza por su prado vuelve a sus importunos relinchos y a sus rabiosos calores, como al principio. Nuestro apetito menosprecia y pasa por alto lo que tiene en la mano para correr en pos de lo que carece:


Transvolat in medio posita, el fugientia captat.883



Prohibirnos una cosa es hacérnosla desear:


       Nisi tu servare puellam
incipis, incipiet desinere esse mea884:



el otorgárnosla a nuestro albedrío hace que nuestra alma engendre al punto menosprecio hacia ella. La escasez y la abundancia ocasionan inconvenientes iguales.


Tibi quod superest, mihi quod defit, dolet.885



El desear y el gozar nos llevan al mismo dolor. Es desagradable el rigor de la mujer amada, pero la continua amabilidad y dulzura lo son a decir verdad todavía en mayor grado, pues el descontento y la cólera nacen de la estimación en que tenemos la cosa deseada, aguzan el amor y lo vivifican. La saciedad engendra el hastío, que es una pasión embotada, entorpecida, cansada y adormecida.


Si qua volet regnare diu, contemnat amantem.886



  —10→  

       Contemnite, amantes:
sic hodi venie, si qua negavit heri.887



¿Por qué ideó Popea ocultar los, atractivos de su rostro sino para encarecerlos a los ojos de sus amantes? ¿Por qué se encubrieron hasta por bajo de los talones esos encantos que todas desean mostrar y que todos igualmente desean ver? ¿Por qué guardan las damas con impedimentos tantos, puestos los unos sobre los otros, las partes donde reside nuestro deseo y el suyo? ¿y cuál es el fin de esos voluminosos baluartes con que las doncellas acaban de armar sus caderas, sino engañar nuestro apetito y atraernos hacia ellos alejándonos?


Et fugit ad salices, et se cupit ante vider.888


Interduni tunica duxit oporta moram.889



¿A qué conduce el artificio de ese pudor virginal, esa frialdad tranquila, ese continente severo, esa profesión expresa de ignorar las cosas que saben ellas mejor que nosotros que somos sus instructores, sino a aumentarnos el ansia de vencer, a domar y pisotear nuestro deseo? Este es el fin de todos los melindres, ceremonias y obstáculos, pues no solamente hay placer, también hay honor juntamente en seducir y enloquecer esa blanda dulzura y ese pudor infantil, y en mostrar luego a nuestro ardor una fría y magistral gravedad. Es glorioso, dicen, triunfar de la modestia, de la castidad y de la templanza, y quien a las damas aleja de estas prendas las engaña y se engaña a sí mismo. Preciso es creer que su corazón se estremece de horror; que el sonido de nuestras palabras escandaliza la pureza de sus oídos; que transigen con nuestra importunidad a viva fuerza. La belleza omnipotente no se deja saborear sin la ayuda de estos intermedios. Ved en Italia, donde hay más belleza que vender, y de la más exquisita, cómo le es preciso echar mano de manejos y artes extraños para hacerse agradable; y a pesar de todo, cualesquiera que sus argucias sean, persiste en sernos débil y lánguida, de la propia suerte que aun en la virtud, entre dos acciones iguales, consideramos como más hermosa y relevante la que supuso mayor dificultad y riesgo.

La divina Providencia consiente que su santa iglesia se encuentre agitada como la vemos por tantas tempestades y desórdenes, para despertar así por ese contraste a las almas piadosas, arrancándolas de la ociosidad y del sueño en que las había sumergido una tranquilidad tan dilatada.   —11→   Si contrapesamos las pérdidas que hemos experimentado por el número de los que se descarriaron, con la ganancia que nos resulta con habernos devuelto nuestros alientos, resucitado nuestro celo y nuestras fuerzas a causa de este combate, estoy seguro de que las ventajas sobrepujarán las pérdidas.

Hemos creído sujetar con mayor resistencia el nudo de nuestros matrimonios por haber apartado de ellos todo medio de disolución, y en igual grado se desprendió y aflojó la inclinación de la voluntad y de la afección, que la sujeción se impuso. Por el contrario, lo que hizo en Roma que los matrimonios permanecieran tanto tiempo en seguridad y honor, fue la libertad de romperlos cuando los contrayentes lo desearan; guardaban mejor sus mujeres porque podían perderlas, y hallándose en libertad completa de divorciarse transcurrieron quinientos años y aun más antes de que ningún cónyuge se desligara.


Quod ficet, ingratum est; quod non licet, acrius urit.890



Podría citarse a este propósito la opinión de un escritor de la antigüedad, el cual afirma «que los suplicios despiertan los vicios más bien que los amortiguan; que no engendran la inclinación al bien obrar, la cual es el resultado de la razón y la disciplina, y que solamente propongan el cuidado de no ser sorprendidos practicando el mal»:


Latius excisae pestis contagio serpunt891:



ignoro si esta sentencia es verdadera, mas lo que por experiencia conozco es que jamás ningún pueblo cambia de manera de ser con medidas semejantes: el orden y gobernamiento de las costumbres tiene su base en procedimientos diferentes.

Hablan los historiadores griegos de los argipos, vecinos de la Escitia, que viven sin vara ni palo con que ofender; a quienes no solamente nadie intenta ir a atacar, sino que aquel que puede internarse en su país hállase en lugar de franquicia, en razón de la virtud y santidad de vida de este pueblo, y nadie hay que se atreva a tocarle. Recúrrese a ellos para resolver las diferencias que surgen entre los hombres de otras partes. Naciones hay en que los jardines y los campos que quieran guardarse rodéanse con un hilo de algodón, y se encuentran más seguros que si estuvieran rodeados como entre nosotros de fosos y setos vivos. Furem signata sollicitant.. Aperta effractarius praeterit.892

  —12→  

Acaso entre otras causas la facilidad de franquearla contribuye a resguardar mi casa de los atropellos de nuestras guerras civiles; la defensa atrae el ataque y la desconfianza la ofensa. Debilité las intenciones de los soldados, apartando de su empresa el riesgo de todo asomo de gloria militar, lo cual les sirve siempre de pretexto y excusa: aquello que se realiza valientemente se considera siempre como honroso cuando la justicia es muerta. Hágoles la conquista de mi mansión cobarde y traidora; no está cerrada para nadie que a sus puertas llama, tiene por toda guarda un portero, conforme a la ceremonia y usanza antiguas, cuyo cometido es menos el de prohibir la entrada que el de franquearla con amabilidad y buena gracia. Ni tengo más guardia ni centinela que el que los astros me procuran. Un noble hace mal en alardear de hallarse defendido cuando no lo está perfectamente. La residencia que tiene acceso por un lado lo tiene por todas partes: nuestros padres no pensaron en edificar plazas fuertes. Los medios de sitiar sin baterías ni regimientos, y la facilidad de sorprender nuestras viviendas crecen todos los días superando los de guardarse; los espíritus se aguzan generalmente en lo tocante a estas hazañas; las invasiones nos alcanzan a todos, el defenderse sólo a los ricos. Mi casa era fuerte para la época en que fue construida; nada hice por fortalecerla, y temería que su resistencia se tornara contra mí mismo; además un tiempo bonancible requeriría desfortalecerla. Es peligroso el no contar con su confianza y difícil encontrarse seguros de ella, pues en materia de guerras intestinas vuestro criado puede ser del partido que teméis, y allí donde la religión sirve de móvil ni los parientes mismos son gente de fiar, escudados en la defensa de la justicia. El erario público sería incapaz de sostener nuestros guardadores, se agotaría: sin nuestra ruina somos impotentes para sostenerlo, o lo que es más injusto todavía, sin que el pueblo resulte esquilmado. La pérdida mía me acarreará consecuencias peores. Por lo demás acontece que, si os experimentáis perdidos, vuestros propios amigos se emplean en reconocer como causa vuestra falta de vigilancia o imprevisión, mejor que en compadeceros; afirman que es la ignorancia o la desidia en el manejo de los negocios de vuestra profesión la causa de vuestra desdicha. El que tantas casas bien guardadas se hayan perdido mientras la mía se mantiene en pie, háceme sospechar que aquéllas se desquicieron por encontrarse bien defendidas, circunstancia que provoca el deseo y da la razón al sitiador: toda centinela muestra faz de combate. Si así lo quiere Dios, un día será invadida mi morada; pero yo estoy muy lejos de atraer a nadie; es el asilo donde descanso lejos de las guerras que nos acaban. Mi intento es sustraer este rincón de la tormenta pública, como tengo guardado otro en mi alma.   —13→   Es inútil que nuestra lucha cambie de cariz, que se multiplique y diversifique en nuevos partidos, o no me muevo. En medio de tantas residencias como hay en Francia de la condición en que vivo, defendidas a mano armada, sólo la mía está encomendada a la exclusiva protección del cielo: jamás alejé de ella vajilla de plata, contrato ni tapicería. No quiero yo vivir rodeado a medias de inquietudes, ni tampoco salvarme a medias. Si el favor divino llega a alcanzarme, me durará hasta el fin; si no me toca, bastante tiempo estuve en el mundo para que mi vida fuera advertida y registrada: ¿Cuánto? Hace treinta años bien cumplidos.




ArribaAbajoCapítulo XVI

De la gloria


Existen el nombre y la cosa. El primero es una palabra que distingue y significa la cosa, no es una parte de la cosa misma ni de su sustancia. Es un fragmento extraño junto a la cosa y aparte de ella.

Dios, que es en sí mismo cúmulo y plenitud de toda perfección, no puede aumentarse ni crecer interiormente; mas su nombre puede aumentar y prosperar por la bendición y alabanza que aplicamos a sus obras exteriores. Como no nos es dable incorporar en la esencia divina nuestras alabanzas, tanto más cuanto que no puede existir la comunicación del bien, atribuímosla a su nombre, que fuera de él es la parte más cercana; por eso es sólo Dios el ser a quien la gloria y el honor pertenecen, y nada hay que más se aparte de la razón que el mendigarla para aplicarla a nosotros; pues siendo interiormente indigentes y miserables, cuya esencia es imperfecta, y teniendo constantemente necesidad de mejorar, a ello deben ir encaminados nuestros pasos. Estamos hueros y vacíos, y no es precisamente de viento y de palabras de lo que debemos llenarnos; precísanos una sustancia más sólida para nuestra reparación. Un hambriento sería bien simplote si prefiriera un hermoso vestido a una comida suculenta: hay que acudir a lo más urgente. Como dicen nuestras diarias oraciones: Gloria in excelsis Deo, et in terra pax hominibus.893 Nos encontramos exhaustos de belleza, salud, prudencia, virtud otras esenciales cualidades; los adornos exteriores se buscarán luego que hayamos atendido a las cosas necesarias. En la teología se traían amplia y adecuadamente estas materias; yo casi desconozco por completo esta ciencia.

  —14→  

Crisipo y Diógenes fueron los primeros y los que con mayor firmeza menospreciaron la gloria; y entre todos los goces aseguraban que no existía ninguno más peligroso ni que más debiéramos huir que el que nos procura la aprobación ajena. Efectivamente, la experiencia nos hace sentir que nacen de ella traiciones de las más ruinosas. No hay cosa que envenene tanto a los príncipes como la adulación, ni nada tampoco por donde los perversos ganen crédito con facilidad mayor alrededor de aquéllos; ni rufianería tan propia y ordinaria para corromper la castidad de las mujeres como el regalarlas y dirigirlas piropos y alabanzas. El primer encantamiento que las sirenas emplearon para engañar a Ulises fue de esta naturaleza:


Deça vers nous, deça, ó treslonable Ulysse,
et le plus grand honneur dont la Grece fleurisset.894



Decían aquellos filósofos Que toda la gloria del mundo ni siquiera merecía que un hombre sensato extendiese un dedo para alcanzarla:


Gloria quantalibet quid erit, si gloria tamtum est.895