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Y al expresarme así sólo hablo de la gloria a secas, pues la hay a que suelen acompañar algunas ventajas merced a las cuales puede hacerse deseable: ella nos procura la amabilidad ajena; nos hace menos propensos a ser injuriados y ofendidos, y nos suministra otras ventajas semejantes. El desdén de la gloria era una de las principales reglas de la filosofía epicúrea, pues el precepto de esta escuela que dice OCULTA TU VIDA, y que prohíbe a los hombres embarazarse con la carga de los negocios públicos, presupone necesariamente el menosprecio de la gloria, la cual es la aprobación que el mundo hace de los actos que ponemos en evidencia. Quien nos ordena el escondernos y no cuidar sino de nosotros mismos; quien no consiente que seamos conocidos de los demás, pretende todavía menos que seamos honrados y glorificados; por eso Epicuro aconseja a Idomeneo que en manera alguna gobierne sus acciones conforme a la opinión o fama de las gentes, como no sea para evitar las molestias accidentales que el menosprecio de los hombres puede acarrearle.

Estas reflexiones son absolutamente verdaderas; a mi entender están de todo en todo de acuerdo con la razón; mas acontece que nosotros somos, no sé por qué causa, dobles en nuestra naturaleza, lo cual da margen al que aquello que creemos no lo creamos realmente y que no podamos desechar lo que condenamos. Veamos las últimas   —15→   palabras que Epicuro profiere al morir; en verdad son grandes y dignas de tal filósofo; pero en ellas hay algo que recomienda su nombre, lo cual está en contradicción con las ideas que encierra su doctrina. He aquí la carta que dictó antes de exhalar el último suspiro:

«EPICURO SALUDA A HERMACO.

»En tanto que transcurre el feliz y postrero día de mi vida, escribo esto, con un dolor, sin embargo, en la vejiga y en los intestinos que nada puede añadirse a su intensidad; pero el mal va compensado con el placer que procura a mi alma el recuerdo de mis ideas y reflexiones. Tú, como exige la afición que desde la infancia me profesaste, a mí y a la filosofía, favorece y hazte cargo de los hijos de Metrodoro.»



Tal es la carta. Lo que me hace imaginar que el placer que Epicuro experimenta en su alma merced a sus ideas, reconoce en algún modo como fundamento la gloria que esperaba alcanzar después de su muerte, son las disposiciones de su testamento, según el cual «Aminomaco y Timócrates, sus herederos, proveen para la celebración del día de su natalicio, todos los años en el mes de enero, a los gastos que Hermaco había de ordenar, lo mismo que a los dispendios que se habían de hacer el veinteno día de cada luna en provecho de los filósofos sus familiares, que se congregarían para honrar la memoria de Epicuro y Metrodoro».

Carneades predicó doctrina contraria, y sostuvo que la gloria era por sí misma deseable, de igual suerte que abrazamos a nuestros póstumos por sí mismos, sin ningún conocimiento ni goce. Esta opinión ha sido más comúnmente seguida, como suelen serlo las que se acomodan mejor a nuestras inclinaciones. Aristóteles concede a la gloria el primer rango entre los bienes externos, y recomienda que se eviten, como dos extremos viciosos, la inmoderación en el buscarla y el exceso en el huirla. Yo creo que si hubieran llegado a nosotros los tratados que Cicerón dejó escritos sobre este asunto tendríamos ocasión de conocer cosas singulares, pues este hombre fue de un temperamento tan furibundo por la gloria, que acaso hubiese caído en el exceso en que dieron otros al asegurar que la virtud misma no era apetecible ni deseable sino por el honor que la acompaña siempre:


Paulum sepultae distat inertiae
celata virtus896:



idea tan errónea, que me entristece el que haya nunca   —16→   podido albergarse en entendimiento de hombre que tuviera el honor de llevar el dictado, de filósofo.

Si tal principio fuera cierto, no habría que ser virtuoso sino en público; y las operaciones del alma, donde el asiento verdadero de la virtud reside, sería inútil mantenerlas ordenadas y arregladas en tanto que los demás no tuvieran conocimiento de ello. El toque estaría en cometer delitos fina y sutilmente. «Si sabes, dice Carneades, que una serpiente permanece oculta en el lugar en que ignorándolo va a sentarse alguien que encontrará la muerte, y de la cual esperas recibir beneficio, haces mal en no advertírselo, tanto más cuanto que el acto que realizas no debe ser conocido sino de ti mismo.» Si en nosotros mismos no encontramos la ley del bien obrar, si a nuestros ojos la impunidad es justicia, ¿a cuántas suertes de maldades no nos abandonaremos todos los días? La acción que Sexto Peduceo practica devolviendo religiosamente las riquezas que C. Plotio le encomendara (nadie sino los dos lo sabían, yo hice otro tanto con frecuencia) no la tengo por tan laudable, como encontraría digno de execración el que no hubiéramos cumplido tal deber. Creo bueno y útil de recordar en nuestros días el ejemplo de P. Sextilio Rufo, a quien Cicerón acusa por haber recibido una herencia contra su conciencia, no contra las leyes, sino ayudado por ellas. M. Craso y E. Hortensio, que merced a su autoridad y poder fueron llamados por un extranjero a la sucesión de un testamento falso, a fin de recoger por este medio su parte, conformáronse con no ser cómplices de la falsedad, mas no rechazaron el sacar provecho, considerándose como a cubierto con mantenerse al abrigo de las acusaciones de los testigos y de las leyes: Meminerint Deum se habere testem, id est (ut ego arbitror), mentem suam.897

Es la virtud cosa bien vana y frívola cuando de la gloria alcanza su recomendación. Inútilmente nos obstinaríamos en aislarla y desunirla, porque, ¿qué cosa hay más casual que la nombradía? Profecto fortuna in omni re dominatur: ea res, cunctas ex libidine magis, quam ex vero, celebrat obscuratque.898

El procurar que nuestras acciones sean conocidas y vistas es por entero obra del acaso; es la suerte la que nos suministra la gloria, conforme a su instabilidad. Muchas veces la vi marchar delante del mérito y otras sobrepujarlo con generosa medida. Quien encontró primero semejanza entre la gloria y la sombra fue más perspicaz de lo que quiso; cosas son ambas de una vanidad perfecta:   —17→   también la sombra precede al cuerpo que la proyecta, o le excede con mucho en longitud. Los que enseñan a la nobleza a no buscar en ella nada que del honor difiera, quasi non sit honestum quod nobilitalum non sit899, ¿qué pretenden con ello sino amaestrarla en no echarse en brazos del azar cuando sus acciones no son vistas, y hacer que paren mientes en si hay testigos que puedan dar nuevas de sus proezas, allí mismo donde se presentan ocasiones mil de bien obrar sin que haya posibilidad de que la acción pueda ser advertida? ¡Cuántas hermosas proezas individuales quedan enterradas en medio de la confusión de una batalla! Quien se entretiene en considerar a los demás durante el combate no trabaja mucho por sí propio declarándolo, por el testimonio que da de las debilidades de sus compañeros. Vera et sapiens animi magnitudo, honestum illud, quod maxime natura sequitur, in factis positum, non in gloria, judicat.900

Toda la gloria que yo pretendo alcanzar de mi existencia consiste en haberla vivido tranquila; tranquila, no según Metrodoro, Arcesilao o Aristipo, sino según yo mismo. Puesto que la filosofía no supo encontrar ningún camino que condujera a la calma de la vida, y que fuera aplicable a todos, que cada cual lo busque de por sí.

¿A quien deben César y Alejandro esa grandeza infinita de su fama sino a la casualidad? ¿Cuántas vidas extinguió el destino en el comienzo de sus progresos, de las cuales no tenemos conocimiento alguno, y que estuvieron dotadas de la misma entereza que aquéllos, y que hubieran llevado a cabo iguales portentos si la desdicha de su suerte no las hubiese detenido de pronto en el germinar mismo de sus empresas? Al través de tantos y tan extremos peligros no sé que César fuera jamás herido; miles y miles de hombres fueron muertos arrostrando el menor riesgo entre los más chicos que él venció. Infinitas acciones hermosas deben desvanecerse, sin que haya medio que pueda testimoniarlas, antes de que una sola venga a nuestro conocimiento. No siempre se permanece en lo alto de una brecha, o a la cabeza de un ejército, o a la vista del general, como sobre un andamio: se es sorprendido entre los setos y el foso; precisa tentar fortuna contra un gallinero; es indispensable atrapar a cuatro mezquinos arcabuceros, que anidaron en una granja; es menester apartarse de las tropas y atacar solo, conforme las circunstancias lo exijan. Y a considerar las cosas detenidamente verase a mi entender lo que la experiencia nos enseña, o sea que las ocasiones menos brillantes   —18→   son las más peligrosas, y que en las guerras que han tenido lugar en nuestro tiempo se perdieron más hombres valerosos en circunstancias mezquinas, en el disputarse de una bicoca, que en ocasiones dignas y honrosas.

Quien considera su muerte como mal empleada de no alcanzarla en momento señalado, en lugar de ilustrarla obscurece de intento su vida dejando escapar mientras tanto muchas ocasiones meritorias de arriesgarse. Todas aquellas que son justas, son suficientemente notables; la conciencia de cada uno trompetea de sobra sus hazañas. Gloria nostra est testimonium conscientiae nostrae.901

Quién no es hombre valeroso sino porque los demás lo sepan, y porque le estimarán mejor luego de haberle sabido; quien no ejecuta las buenas obras sino a condición de que su virtud vaya en derechura al conocimiento de los hombres, ése no es persona de quien pueda sacarse gran provecho.


Credo che'l resto di quel verno cose
facesse degne di tenerne conto,
ma fur sin da quel tempo si nascose,
che non e colpa mia s'or non le conto:
perché Orlando a far l'opre virtuose,
più ch'a narrarle poi, sempre era pronto,
né mai fu alcuno de'suoi fatti espresso,
se non quando ebbe i testimoni appresso.902



Es necesario ir a la guerra para cumplir un deber, y aguardar la recompensa que no puede faltar a todas las acciones hermosas, por ocultas que sean, ni siquiera a los virtuosos pensamientos: tal es el único contentamiento que una conciencia bien ordenada recibe en sí misma por el bien obrar. Es necesario ser valiente por sí mismo y por las ventajas que acarrea el tener el ánimo colocado en firme asiento y seguridad, contra los asaltos de la fortuna:


Virtus, repulsae nescia sordidae,
intaminatis fulget honoribus;
    nec sumit aut ponit secures
    arbitrio popularis aurae.903



No porque los demás lo vean y lo sepan debe nuestra alma desempeñar su papel, sino para nosotros, interiormente, donde no lleguen otros ojos que los nuestros. Allí el alma nos resguarda del temor de la muerte, de los dolores y de   —19→   la deshonra misma; allí nos procura la calma cuando perdemos nuestros hijos, nuestros amigos o nuestros bienes y cuando las circunstancias lo exigen nos conduce a los peligros de la guerra; non emolumento aliquo, sed ipsius honestatis decore904. Este provecho es mucho más gran de y más digno de ser apetecido y esperado que el honor y la gloria, los cuales no son otra cosa que un juicio favorable que de nosotros se hace.

Precisa elegir de entre toda una nación una docena de hombres para juzgar de una aranzada de tierra, y el juicio de nuestras inclinaciones y de nuestros actos, que es lo más complicado e importante entre todas las cosas existentes, lo encomendamos a la voz común, a la turbamulta, madre de toda ignorancia, de toda injusticia y de toda inconstancia. ¿Es razonable hacer depender la vida de un hombre cuerdo del juicio de los locos? An quidquam stultius quam, quos singulos contemnas, eos aliquid putare esse universos?905 Quien endereza sus miras a complacerlos jamás hizo nada señalado; es un blanco intangible y que carece de forma. Nil tam inoestimabile est quam animi multitudinis.906 Demetrio decía graciosamente de la voz del pueblo que no hacía más mérito de la que le salía por arriba que de la que le salía por abajo. Cicerón va más allá todavía: Ego hoc judico, si quandoturpe non sit, tamen non esse non turpe, quum id a multiludine laudetur.907 Ningún arte, ninguna flexibilidad de espíritu sería capaz de dirigir nuestros pasos en seguimiento de un guía tan extraviado y tan sin norma: en esta confusión, que salo el viento gobierna, compuesta de tantos ruidos y opiniones vulgares como nos empujan, no puede fijarse ningún camino aceptable. Desechemos un fin tan flotante y volandero; vayamos constantemente en pos de la razón; que la aprobación pública nos siga por virtud de ese principio, si es que quiere seguirnos. Como ésta depende por entero del acaso no hay para qué seguir tal o cual dirección. Aunque por su derechura no siguiera, yo el recto camino, practicaríalo porque la experiencia me enseñó que en fin de cuentas es el más dichoso y el más ventajoso: Dedit hoc providentia hominibus munus, ut honesta magis juvarent.908 Aquel marinero de la antigüedad decía así a Neptuno, en medio de una gran tormenta: «Oh dios, tú me salvarás si lo tienes   —20→   a bien y, si no, me perderás; pero yo mantendré siempre derecho mi timón.» He conocido mil hombres hábiles, mestizos y ambiguos, a quienes todo el mundo consideraba como más prudentes que yo en el manejo de las cosas del mundo, que se fueron a pique en ocasiones en que yo logré salvarme:


Risi successu posee carere dolos.909



Cuando Paulo Emilio se dirigió a su gloriosa expedición de Macedonia advirtió sobre todo al pueblo romano «que contuviera la lengua en el hablar de sus acciones durante su ausencia». La licencia en el juzgar acarrea una perturbación grande en el gobierno de los negocios importantes, pues no todos están dotados de la firmeza de Fabio para rechazar la voz del pueblo adversa e injuriosa, el cual prefirió que se desmembrara su autoridad para con las vanas ideas de los hombres, por cumplir mejor su misión, no haciendo ningún caso de la reputación favorable y consentimiento popular.

Existe yo no sé qué dulzura natural en ser alabado, pero nosotros la hacemos subir de punto:


Laudari haud metuam, neque enim mihi cornea fibra est;
sed recti finemque, extremumque esse recuso,
euge tuum, et belle.910



Yo no me cuido tanto de lo que soy para otro como me desvelo de lo que soy para mí mismo. Quiero ser rico con mis propios bienes, no con los prestados. Los extraños no ven más que los acontecimientos y las apariencias externas; cada cual puede poner cara de pascua por fuera, aunque por dentro le consuman la calentura y el espanto; los que me rodean no ven mi corazón, no ven más que mi continente. Con razón se censura la hipocresía que se ve en la guerra, pues nada hay más sencillo para un hombre experto que escapar el peligro y simular el esforzado, mientras el ánimo flaquea o cae deshecho por los suelos. Hay tantos medios de evitar individualmente las ocasiones de exponerse, que podemos engañar mil veces al mundo antes de poner el pie en un lugar donde el peligro nos amenace; y aun entonces, encontrándonos entre la espada y la pared, sabremos ocultar las emociones de nuestro rostro, expresándonos con palabra serena, aunque nuestra alma vacile interiormente. Seguro es que quien pudiera echar mano del anillo platónico, que tenía la virtud de hacer invisible al que lo llevaba volviendo la piedra del lado de la palma de la mano, ocultaríase donde le precisa hacerse más visible,   —21→   y se arrepentiría de verse colocado en lugar tan honroso, en el cual la necesidad le fuerza a ser valiente.


Falsus honor juvat, et mendax infamia terret
quem, nisi mendosum et mendacem?911



He aquí cómo todos esos juicios que se formulan a la vista de las externas apariencias son extraordinariamente inciertos y dudosos. Ningún testimonio existe más seguro que el que cada uno encuentra dentro de su espíritu. ¿Cuántos galopines no vemos que merced a aquellas artimañas son tenidos por héroes? Quién se mantiene firme en una trinchera descubierta ¿en qué supera a cincuenta pobres cavadores que se encuentran junto a él, y que le abren el paso y le cubren con su cuerpo por cinco sueldos de jornal?


      Non, quidquid turbida Roma
elevet, accedas; examenque improbum in illa
castiges trutina: nec te quaesiveris extra.912



Llamamos engrandecer nuestro nombre a esparcirlo y sembrarlo de boca en boca; queremos que sea recibido en buena parte y que tal crecimiento le sirva de provecho; esto es lo más excusable que pueda presentarse en el designio de perseguir la gloria. Pero el exceso de esta enfermedad llega hasta tal punto que muchos buscan que se hable de ellos de cualquier suerte que sea. Trogo Pompeyo dice de Erostrato, y Tito Livio de Manlio Capitolino, que ambos desearon más la grande que la buena reputación. Lo cual es un vicio corriente. Estamos más impacientes de que se hable de nosotros que de que se haga en bueno o en mal sentido. Nos basta con que nuestro nombre corra en boca de las gentes, de cualquiera condición que sea la fama que alcancemos. Diríase que el ser conocido fuera en algún modo tener la vida y la duración de la misma en la guarda de los demás. Yo permanezco encerrado dentro de mí mismo, y esa otra vida que habita en el conocimiento de mis amigos, si la considero al desnudo y simplemente en ella misma, bien se me alcanza que no saco fruto ni goce sino por la vanidad de una opinión quimérica; y cuando yo muera influirá sobre mí mucho menos, pues entonces perderé por entero el beneficio de la verdadera utilidad que accidentalmente suele seguirla a veces. No tendré por dónde coger la reputación ni por dónde ésta pueda tocarme ni llegar a mí, pues de aguardar que recaiga en mi nombre, en primer lugar no tengo uno que sea suficientemente mío; de los dos que llevo, el uno es común a todas   —22→   mis ascendientes y también a otros que no lo son. Una familia hay en París y otra en Montpellier que se llaman Montaigne; y otras dos en Bretaña y en Saintonge, llamadas de la Montaña; la modificación de una sola sílaba unirá de tal suerte nuestras acciones que a mí me cabrá parte en sus glorias y a ellos quizás en mi deshonra. Si los míos se nombraron antaño Eyquem, este apellido corresponde todavía a una conocida casa de Inglaterra. Por lo que toca al nombre mío, pertenece a quien quiera tomarlo, de manera que puede ir a dar en manos de cualquier ganapán. Además, aun cuando yo tuviera un distintivo particular para mí solo, ¿qué puede significar cuando yo no exista? ¿Acaso puede designar y favorecer a la nada?


       Nunc levior cippus non imprimit ossa
laudat posteritas; nunc non e manibus illis.
Nunc non e tumulo, fortunataque favilla,
nascuntur violae913;



pero de esto hablé ya en otra parte. Por lo demás, en una batalla en que diez mil hombres son destrozados o muertos, ni siquiera hay quince de quienes se hable. Es preciso que se trate de alguna grandeza suprema o de algún hecho de consecuencia trascendental que el acaso junte, los cuales hagan resaltar una acción particular, no de un arcabucero solamente sino de un capitán. Porque matar un hombre, o dos, o diez; presentarse valerosamente a la muerte, si bien es para todos asunto importante, pues la vida es lo que más se estima, para el mundo es cosa ordinaria y corriente que se ve todos los días; y son necesarias tantas para llegar a producir un hecho señalado, que de ello no podemos aguardar ninguna particular recomendación.


       Casus multis hic cognitus, ac jam
tritus, et e medio fortune ductus acervo.914



De tantas millaradas de hombres valientes que murieron en Francia de mil quinientos años acá con las armas en la mano, no hay ni ciento que hayan llegado a nuestra memoria. No ya sólo el nombre de los jefes, sino el de las batallas y victorias quedó enterrado en el olvido. Las hazañas de más de la mitad del mundo, a falta de quien las anote, bórranse sin dejar ninguna huella. Si en mi posesión tuviera los acontecimientos desconocidos, creo que sería facilísimo obscurecer con ellos los conocidos y celebrados en toda suerte de ejemplos. Entre los mismos romanos y los griegos, entre tantos escritores y testimonios, al través de tan nobles y raras empresas, ¡cuán pocos son los que llegaron a nosotros!

  —23→  

Ad nos vix tenuis famae periabitur aura.915



Milagro será si de aquí a cien años se recuerda a bulto que en nuestra época hubo en Francia guerras civiles. Los lacedemonios hacían sacrificios a las masas al entrar en batalla, a fin de que sus gestas fueran bien y dignamente relatadas, considerando como favor divino y no común el que las acciones brillantes encontraran testigos que supieran imprimirlas vida y memoria. ¿Pensamos quizás que a cada arcabuzazo que nos hiere y a cada inminente peligro que corremos haya un cronista que los registre? Cien cronistas podrían consignarlos en sus comentarios sin que por ello duraran más que tres días, sin llegar a la vista der nadie. Ni siquiera hemos alcanzado la milésima parte de los escritos de los antiguos; el acaso es lo que les dio vida más corta o más dilatada, según su capricho; y de lo que disfrutamos, lícito nos es dudar si es lo peor, puesto que no hemos visto lo demás. No se traman historias con tan poca cosa; es necesario haber sido cabeza en la conquista de un imperio o de un reino; es preciso haber ganado cincuenta y dos batallas campales, haber sido constantemente más débil en número, como César; diez mil soldados y muchos capitanes murieron hallándose a sus órdenes, valiente y valerosamente, de quienes el nombre se desvaneció, con la muerte de sus mujeres e hijos:


Quos fama obscura recondit.916



De entre aquellos a quienes vemos realizar actos grandes, tres años o tres meses después de curar en el desempeño de sus cargos ya nadie se acuerda, de ellos; ocurre lo propio que si no hubieran existido. Quien considere con proporción y justa medida de qué gentes y de qué hechos la gloria guarda memoria en los libros, hallará que en nuestro siglo hay muy contadas secciones y personas muy contadas que puedan tener a aquélla legítimo derecho. ¿Cuántos hombres notables no hemos visto sobrevivir a su propia reputación, que vieron extinguirse en su propia presencia el galardón que justamente adquirieran en sus verdes años? ¡Y por tres de esa vida quimérica o imaginaria, vamos perdiendo nuestra existencia esencial y transportándonos a una perpetua muerte! Los filósofos enderezan su vida a un más hermoso y más justo fin que esa empresa de importancia tan capital: Recte facit, fecisse merces est.917 -Officii fructus, ipsum officium est. Sería quizás disculpable que un pintor u otro artista semejante, y   —24→   también un retórico o un gramático, se trabajaran por adquirir nombre merced a sus obras, mas las acciones de la virtud son por sí mismas demasiado nobles para buscar otra recompensa que su valer peculiar, y mucho menos en la vanidad de los juicios humanos.

Si al menos esta falsa opinión sirve para que los hombres se mantengan dentro de su deber; si el pueblo con ella se despierta a la virtud; si los soberanos se conmueven al ver que el mundo bendice la memoria de Trajano y abomina la de Nerón; si los afecta el ver el nombre de este gran bribón en su tiempo causar horror y hoy maldecido y ultrajado a voz en grito por el primer colegial que conoce su vida, que la gloria se alimente entre nosotros cuanto sea dable. Platón al emplear todos los medios que su espíritu le sugería para convertir a la virtud a sus ciudadanos aconsejábales que no menospreciasen la buena reputación y estimación de los pueblos; y añade que merced a una divina inspiración acontece que hasta los malos mismos, así de palabra como ideológicamente, saben equitativamente distinguir a los buenos de entre los perversos. Este filósofo y su pedagogo918 son ingeniosos y atrevidos para hacer intervenir la revelación y las leyes divinas donde quiera que faltan las fuerzas humanas; ut tragici poetae ad deum, quum explicare argumenti exitum non possunt919: por eso con designio injurioso le llamaba Timón gran forjador de milagros. Puesto que los hombres, a causa de su incapacidad, no pueden pagarse en buena moneda, apélese también a la falsa. Este medio ha sido practicado por todos los legisladores, y no hay república en que deje de encontrarse alguna mezcla, ya de vanidad ceremoniosa, ya de opinión mentirosa, que sirve de freno a sujetar los pueblos a la obediencia. Por eso la mayor parte, de ellos muestran los comienzos fabulosos, enriquecidos de misterios sobrenaturales; esto es lo que dio crédito a las religiones bastardas e hizo que las gentes de entendimiento no las miraran con malos ojos. Por eso Numa y Sertorio, para convertir en creyentes a sus huestes, las apacentaban con esta simpleza: el uno que la ninfa Egeria, y el otro que su cierva blanca les aconsejaban de parte de los dioses las determinaciones que tomaban. La autoridad que Numa dio a sus leyes bajo la advocación y patronato de esa diosa, Zoroastro el legislador de los bactrianos y de los persas, la dio a las suyas bajo el patronato del dios Oromazis; Trimegisto legislador de los egipcios, se sirvió de Mercurio; Zamolxis, el de los escitas, de Vesta; Carondas, el de los cálcidas, de Saturno; Minos, el de los candiotas, de Júpiter; Licurgo, el de los lacedemonios, de Apolo; Dracón y Solón, legisladores   —25→   del pueblo ateniense, de Minerva. Todo gobierno, en suma, tiene un dios a su cabeza; falsos todos los demás, verdadero el que Moisés levantó al pueblo de Judea, salido de Egipto. La religión de los beduinos, como dice Joinville, predicaba entre otras cosas que el alma del que moría por su príncipe se iba a otro cuerpo más dichoso, más hermoso y más fuerte que el primero que, había ocupado. Empujados por esta creencia, exponían la vida de mejor gana.


In ferrum mens prona viris, animaeque capaces
mortis, et ignavum est rediturae parcere vitae.920



Fe saludable, aunque vana. Cada pueblo guarda ejemplos semejantes en sus costumbres, pero asunto es éste que merecería capítulo aparte.

Y por añadir aún una palabra más sobre lo primero de que hablé en este capítulo, diré que tampoco aconsejo a las damas que llamen su honor a lo que no es más que su deber; ut enim consuetudo loquitur, id solum dicitur honestum, quod est populari fama gloriosum921; éste es el jugo, aquél sólo la corteza. Tampoco las aconsejo que nos pongan por pantalla el honor como pretexto de su oposición, pues supongo que sus intenciones, deseos y voluntad, cosas que nada tienen que ver con el honor, como que nada de ello aparece al exterior, están en ellas mejor ordenados que los efectos exteriores:


Quae, quia non liceat, non facit, illa facit922;



la ofensa a Dios y a la propia conciencia será tan grande al desearlo como al efectuarlo; y además son esas por sí mismas acciones tapadas y ocultas. Sería fácil que ocultaran alguna al conocimiento de los demás, de la cual el honor dependiese, si no tuvieran otro respeto al deber y a la afección, distinto del que tienen a la castidad por sí misma. Toda persona de honor prefiere perder éste antes que la conciencia.




ArribaAbajoCapítulo XVII

De la presunción


Hay otra clase de gloria que consiste en la opinión demasiado ventajosa que formamos de nuestro valer. Es una afección inmoderada, merced a la cual nos idolatramos, y   —26→   que nos representa a nuestros propios ojos distintos de lo que realmente somos, así como la pasión del amor presta gracias y bellezas al objeto amado, dando imagen a que los enamorados hallen, por tener el juicio turbio y trastornado, lo que aman diferente y más perfecto de lo que es en realidad.

No quiero yo sin embargo que por temor de pecar por este lado el hombre se desconozca, ni tampoco que piense valer menos de lo que vale. Debe el juicio en todo mantener sus derechos, y está muy puesto en razón que examine en este caso como en todos los demás aquello que la verdad le muestra; por eso vemos que César se puede considerar resueltamente como el primer capitán del mundo. No somos más que ceremonia; la ceremonia nos arrastra, y prescindimos de la esencia de las cosas; permanecemos en las ramas y abandonamos el tronco y el cuerpo del árbol. Hemos enseñado a las damas a enrojecer con sólo oír nombrar lo que en modo alguno temen practicar; no osamos nombrar a derechas nuestros miembros, pero no tememos emplearlos en toda suerte de concupiscencias. Los miramientos nos vedan el expresar por palabras las cosas lícitas y naturales, y acatamos los miramientos; la razón nos prohíbe la comisión de actos ilícitos, y nadie obedece a la razón. Y aquí me encuentro yo atascado y trabado por las leyes ceremoniosas, que no consienten ni que se hable bien de sí mismo ni tampoco que se hable mal. Por esta vez las dejaremos a un lado.

Aquellos a quienes la fortuna (llámese buena o mala) hizo pasar la vida en alguna señalada posición social pueden por sus acciones públicas dar testimonio de lo que son; pero a los que vivieron envueltos en la multitud, y de quienes nadie hablará si ellos mismos no hablan, debe excusárseles el atrevimiento de exteriorizarse en beneficio de los que tienen interés en conocerlos, como Lucilio hizo,


Ille velut fidis arcana soladibus olim
credebat libris, neque si male cesserat, usquam
decurrens alio, neque si bene: quo fit, ut omnis
votiva pateat veluti descripta tabella
vita senis923;



quien confió al papel sus ideas y sus actos, pintándose tal cual se creía, ser: ned id Rutilio et Scauro citra fidem, aut obtrectationi fuit924.

Recuerdo, pues, que desde mi más tierna infancia advirtiose en mí yo no sé qué porte y qué ademanes, testimonios   —27→   de alguna vana y necia altivez. Entiendo que no es extraordinario ni raro el tener propensiones tan peculiares e incorpóreas en nosotros que carezcamos de medios para advertirlas y reconocerlas; y de estas inclinaciones naturales el cuerpo retiene fácilmente un resabio contra nuestra voluntad y sin que nosotros nos demos cuenta de ello. Una afectación que sentaba bien con su hermosura hacía inclinar a un lado la cabeza de Alejandro; igual circunstancia convertía en blando y pastoso el hablar de Alcibíades; Julio César se rascaba con un dedo la cabeza, lo cual significa el estado de un hombre cuyo espíritu está lleno de graves pensamientos; y creo que Cicerón acostumbraba a fruncir un poco la nariz, que es testimonio de un natural burlón; todos estos movimientos pueden ganarnos imperceptiblemente. Otros hay artificiales, de que no hablo, como las salutaciones y reverencias, con los cuales alcanzamos las más de las veces inmerecidamente, el honor de que se nos tenga por sencillos y corteses: se puede ser sencillo aparentemente. Yo soy sobrado pródigo de bonetadas, principalmente en estío, y jamás se me dirige una sin que la devuelva, cualquiera que sea la calidad del que saluda, como no sean gentes que vivan a mis expensas. Desearía yo que algunos príncipes que conozco fueran económicos y justos dispensadores de las mismas, pues así, sin discreción esparcidas, se aminora su valor y no producen efecto. Entre los talantes desordenados no olvidemos la gravedad afectada del emperador Constancio, que en público tenía siempre la cabeza derecha, sin volverla ni inclinarla a ningún lado, ni siquiera para mirara a los que le saludaban o se encontraba junto a él; mantenía el cuerpo plantado, inmóvil, sin dejarse llevar por el vaivén de su carruaje; ni osaba tampoco escupir, sonarse las narices ni limpiarse el sudor de la cara ante las gentes. Y no sé si los ademanes que en mí advertían eran como los de que hablé primero, o si dependían de alguna propensión oculta a la vanidad y altivez necias, como acaso fuera la verdad. Los movimientos del cuerpo no puedo yo justificarlos, cuanto a los del alma quiero aquí confesar lo que por virtud de ellos experimento.

Hay en la precación dos aspectos diferentes, a saber: el avalorarse demasiado, y el no avalorar suficientemente a los demás. Por lo que toca al primero paréceme que debo tener en cuenta estas consideraciones: yo me siento avasallado por un error de alma, que me atormenta como injusto y más todavía como inoportuno; procuro corregirlo, pero arrancarlo no puedo, y es que atenúo el equitativo valer de las cosas que poseo y lo realzo a medida que me son extrañas, ausentes y ajenas. Tal disposición de espíritu va en mí muy lejos De la propia suerte que la prerrogativa de autoridad hace que los maridos miren a las mujeres   —28→   propias con equivocado menosprecio, y muchos padres a sus hijos, así me acontece a mí; entre dos obras semejantes iré siempre contra la que me pertenece. Y la razón no es tanto que el deseo de corregir mi obra y perfeccionarla trastorne mi juicio y me imposibilite de toda satisfacción, como el considerar que en mí, por sí misma, la posesión engendra el desdén de aquello que tengo a mi albedrío. El régimen, costumbres y lenguas de países lejanos me encantan; hecho de ver que el latín me engaña por lo majestuoso de su dignidad, algo más de lo que fuera justo, como a los niños y al vulgo; el gobierno, la casa, y el caballo de mi vecino, aun cuando sean iguales, valen más que los míos, precisamente porque no lo son; la ignorancia mía es supina; tanto más admiro la seguridad y aplomo que cada cual tiene en sí mismo, y encuentro que casi nada hay que yo crea saber, ni que tenga seguridad de hacer.

Cuando me propongo llevar a cabo tal o cual labor, carezco de nociones exactas acerca de los medios de que podré echar mano para salir airoso, y de ellos no me informo sino cuando la tarea acabó, tan desconfiado de mis fuerzas como de todo lo demás; de donde resulta que si salgo con lucimiento de un trabajo, atribúyolo mejor a la buena fortuna que a mis propias fuerzas, tanto más cuanto que nunca formo designio previo, y adrede lo dejo al azar. Análogamente me sucede que de todas las opiniones que la antigüedad profesó del hombre en general, las que abrazo de mejor gana, y a que me sujeto más, son las que nos menosprecian, envilecen y rebajan en mayor grado; jamás la filosofía me parece tan razonable como cuando combate y reconoce nuestra presunción y vanidad, cuando de buena fe confiesa la irresolución, debilidad e ignorancia humanas. Paréceme que el ama de cría de las más falsas ideas públicas y particulares es la opinión demasiado ventajosa que el hombre se forma de sí mismo. Esas gentes que cabalgan sobre el epiciclo de Mercurio y ven hasta lo más recóndito del firmamento, me producen el mismo efecto que si me arrancaran las muelas; pues descubriendo en el estudio que yo hago, cuyo asunto es el hombre, una tan extremada diversidad de juicios, un laberinto tan intrincado de dificultades que se amontonan de continuo las unas sobre las otras, tanta variedad e incertidumbre en la escuela misma de la sapiencia, y no habiendo sido capaces esos hombres de darse cuenta del conocimiento de sí mismos, ni de su peculiar condición, que constantemente tienen ante sus ojos, y que reside en ellos; no sabiendo cómo se agita lo que ellos hacen agitar, ni cómo pintarnos y descifrar los resortes que guardan y manejan ellos mismos, ¿cómo he de creerlos cuando nos explican la causa del crecer y de crecer de las aguas del Nilo? La curiosidad de inquirir   —29→   las cosas fue puesta en el espíritu del hombre para su castigo, dice la divina palabra.

Volviendo a mí mismo, diré que es muy difícil, a lo que creo, que nadie se considere menos, y hasta que nadie me considere menos de lo que yo me considero. Inclúyome en la clase más común y ordinaria de los hombres, y lo que me distingue acaso es la confesión sincera que de ello hago. Sobre mí pesan los defectos más comunes y corrientes, pero ni dejo de reconocerlos, ni tampoco de buscarlos excusa, y me justiprecio sólo porque conozco lo que valgo.

Si alguna gloria hay en ello, en mí se encuentra infusa superficialmente, por lo traicionero de la complexión mía, careciendo de cuerpo para comparecer ante la vista de mi juicio. Aquélla me circunda sin penetrarme, pues a la verdad, por lo que toca a las cosas del espíritu, de cualquier modo que las considere, nunca emanó de mi nada que me halagara, y la aprobación ajena para nada me satisface. Es mi juicio delicado y difícil de contentar, muy particularmente en las cosas que conmigo se relacionan: constantemente me desapruebo; por doquiera mis sentidos flotan, y la propia debilidad los doblega; nada peculiar poseo que a mi entendimiento satisfaga. Mi vista es bastante clara y ordenada, pero al poner mano a la obra se trastorna. Esto que digo experiméntolo en la poesía con evidencia mayor: gústola infinitamente, y la juzgo por modo aceptable en las obras ajenas; mas, cuando yo intento crearla, soy incapaz de sufrirme. Puede hacerse el tonto en todas las demás cosas, pero no cuando de poesía se trata


       Mediocribus esse poetis
non di, non homines, non concessere columnae.925



¡Pluguiera a Dios que esta sentencia se encontrara al frente de las oficinas todas de nuestros impresores para impedir la entrada en ellas a tantos versificadores hueros!


       Verum
nil securius est malo poeta.926



¡Lástima que nosotros no poseamos un pueblo semejante al de los antiguos! Nada estimaba tanto como sus poesías Dionisio, el padre: cuando se celebraban los juegos olímpicos, a ellos enviaba poetas y músicos, montados en carros que a todos los otros excedían en magnificencia, para recitar sus versos en tiendas y pabellones dorados y regiamente tapizados. Al declamarlos, la excelencia y el favor que la pronunciación les prestara atraían instantáneamente la atención del pueblo; mas cuando después llegó el autor   —30→   a medir y pesar la vacuidad de su obra, al punto la menospreció, y montando sucesivamente en ira se lanzó furioso derribando y desgarrando todos sus pabellones, loco a causa del despecho que sentía. Lo que de sus carros tampoco hicieran nada relevante en la carrera, y lo de que el navío que a sus gentes conducía tampoco pudiese abordar en Sicilia (una tormenta lo lanzó, destrozándolo contra las costas de Tarento), el mismo pueblo tuvo por cierto que fue un efecto de la cólera de los dioses irritados, como Dionisio, contra aquel poema detestable; y hasta los mismos marineros escapados del naufragio iban secundando la idea popular, a la cual el oráculo semejó también asociarse en algún modo, puesto que declaraba «que Dionisio estaría cercano de su fin cuando hubiera vencido a los que valían más que él». Lo cual interpretó de los cartagineses, quienes en poder le superaban, y teniendo que habérselas con ellos torcía con frecuencia la victoria y la templaba a fin de no incurrir en el sentido de esa predicción; pero engañábase, pues el dios señalaba la época de las ventajas que por injusticia y favor ganara en Atenas sobre los poetas trágicos superiores a él al hacer representar la suya intitulada las Lenianas. Repentinamente murió después de esta victoria siendo en buena parte la causa el exceso de alegría que experimentara.

Lo que en mí reconozco excusable no lo es porque de suyo ni verdaderamente lo sea, sino comparado con otras cosas peores, a las cuales veo que se otorga crédito. Yo envidio la dicha de los que saben regocijarse y gloriarse con su propia obra, por ser éste un medio fácil de procurarse, en atención a que se alcanza de sí mismo, principalmente habiendo alguna firmeza en la obstinación. Sé de un poeta a quien bajo y fuerte, solo y acompañado, cielo y tierra gritan que ignora lo que trae entre manos, mas no por ello rebaja un ápice de la medida que se tomó: constantemente de nuevo comienza de nuevo se consulta y persiste en su idea con fuerza igual a los improperios que oye y con igual rudeza, la cual a él solo incumbe mantener.

Tan lejos están mis obras de sonreírme que cuantas veces en ellas pongo mano, otras tantas me despecho:


Quum relego, scripsisse pudet; quia plurima cerno,
       me quoque, qui feci, judice, digna lini.927



Guardo siempre en el alma una idea y cierta imagen indecisa, que me presentan como en sueños una forma mejor que la trabajada, mas no la puedo coger ni elaborar, y aun esa idea misma es de categoría mediana. Lo que con   —31→   esto quiero significar es que las producciones de aquellas almas grandes y ricas de los pasados siglos sobrepujan un grado inmenso el extremo límite de mi fantasía y de mi deseo: no solamente sus escritos me satisfacen y me llenan, sino que también me pasman, dejándome de admiración transido; juzgo su belleza y la veo, si no hasta el fin, al menos tan adentro que me es imposible aspirar a ella. Sea cual fuere el escrito que yo emprenda, debe a las Gracias un sacrificio previo, como Plutarco dice de Jenócrates, para alcanzar así su favor:


       Si quid enim placet,
i quid dulce hominum sensibus influit,
debentur lepidis omnia Grattis.928



Constantemente me abandonan y en mí todo es grosero; fáltanme belleza y gentileza; soy incapaz de procurara a las cosas su mayor valor; mi manera nada ayuda a la materia, por lo cual me precisa sólida, fácil de asir y que luzca por sí misma. Cuando las que manejo son más regocijadas y vulgares, es mi intento el que me sigan por no gustar de una prudencia triste y ceremoniosa como acostumbra el mundo, y para alegrarme, y no por regocijar mi estilo, el cual más bien las apetece severas y graves, si es que puedo nombrar estilo al hablar informe y sin reglas, a la jerga popular y al proceder sin definición, división ni conclusión, confuso, a la manera del que empleaban Amafanio y Ratirio. Yo no acierto a gustar, regocijar ni cosquillear; el mejor cuento del mundo se agosta entre mis manos, y se deslustra. No sé hablar distintamente sino es cuando con seriedad me expreso, y me encuentro del todo desprovisto de esa facilidad que en algunos de mis compañeros veo, la cual consiste en hablar al primero que les sale al paso, teniendo pendientes a una concurrencia entera, o en divertir sin cansarse el oído de un príncipe, instruyéndole en toda suerte de asuntos. La materia jamás les falta, merced a la gracia que poseen de saber utilizar la primera que encuentran a la mano, acomodándola al humor y alcance de aquellos a quienes hablan. Los soberanos apenas gustan de los discursos sólidos, y yo soy inhábil para forjar historias. Las razones primeras y más fáciles, que comúnmente son aquellas de las cuales mejor nos apoderamos, no acierto a emplearlas; cual predicador de aldea, sea cual fuere la cosa de que se trate, tocante a ello digo las cosas más lejanas que conozco. Considera Cicerón que en los tratados de filosofía es la parte más difícil el exordio: si así es en realidad, yo me lanzo a las conclusiones prudentemente. Precisa saber aflojar la cuerda en toda suerte de tonos, y   —32→   el más agudo es con frecuencia el menos necesario. Hay por lo menos tanta perfección en levantar una cosa vacía como en sostener una pesada; ya precisa superficialmente manejarlas, otras veces profundizarlas. Sé de sobra que casi todos los hombres se mantienen en este bajo nivel, porque conciben aquéllas por esta primera apariencia; pero sé también que a los más grandes maestros, Jenofonte y Platón, por ejemplo, a veces se los ve descender a este bajo medio popular de decir y tratar las cosas, sustentándolas con gracias que jamás les faltan.

Por lo demás mi lenguaje nada tiene de fácil ni pulido; es rudo y desdeñoso, y sus formas son libres y desordenadas. Pláceme así, si no por raciocinio, por inclinación; pero bien advierto que a veces me dejo llevar con exceso, y en fuerza de huir el arte y la afectación recaigo en otros inconvenientes no menos graves.


       Brevis esse laboro,
obscurus fio.929



Dice Platón que ni lo conciso ni lo amplio son propiedades que procuran o quitan valor al lenguaje. Aun cuando yo me propusiera ese otro estilo igual, ordenado y unido, no acertaría a lograrlo; y bien que con mi humor se acomoden los recortes y cadencias de Salustio, no por ello dejo de encontrar a César más grande y también más difícil de representar; y si mi inclinación no lleva mejor a la imitación del hablar de Séneca, tampoco dejo de estimar más el de Plutarco. Como en el hacer, también en el decir sigo simplemente mi manera natural, lo cual acaso sea la causa de mi mayor fortaleza en el hablar que en el escribir. El movimiento y la acción ayudan a las palabras, sobre todo en aquellos que, como yo, se agitan bruscamente, acalorándose: el porte, el semblante, la voz, el vestido y la situación pueden comunicar algún valor a las cosas que por sí mismas de él carecen, como la charla. Mesala se queja en Tácito de algunos trajes muy ceñidos en su tiempo usados y de la forma de los bancos en que los oradores hablaban, los cuales debilitaban la elocuencia.

Mi lenguaje francés está adulterado lo mismo en la pronunciación que en otros respectos, por la barbarie de mi terruño: nunca vi hombre nacido y educado en las regiones de por acá que con evidencia cabal no denunciara su charloteo, y que no lastimara los puros oídos franceses. Y sin embargo no es porque yo sea muy competente en mi perigordano, pues tanto como el alemán lo desconozco, y no me apena. Es éste un dialecto lánguido (como los que en torno de mi vivienda se hablan, a uno y otro lado, el   —33→   poatevino, xantongés, angumosino, lemosín y alverñés), disgregado y suelto; por cima de nosotros, hacia las montañas, hay un gascón que me parece singularmente hermoso, seco, conciso, significativo; lenguaje en verdad varonil y militar, cual ninguno que yo entienda, tan nervioso, poderoso y pertinente como es el francés agraciado, delicado y rico.

En cuanto al latín, que como lengua maternal se me suministró, perdí por falta de costumbre la prontitud para poder servirme de él en el hablar y también en el escribir. Y antaño, por mi idoneidad me llamaban maestro en ella. Ved, pues, cuán poco valgo por este lado.

Es la belleza cualidad de recomendación primordial en el comercio de los humanos y el primer medio de conciliación entre unos y otros. Ningún hombre, por montaraz y bárbaro que sea, deja de sentirse en algún modo herido por su dulzura. Tiene el cuerpo una parte principalísima en nuestro ser y en él ocupa un rango señalado, por donde su estructura y composición merecen justamente considerarse. Los que quieren desprender nuestros dos componentes principales y secuestrar el uno del otro yerran grandemente: precisa, por el contrario, reacoplarlos y juntarlos; es menester ordenar al alma, no el echarse a un lado; satisfacerse aparte, menospreciar y abandonar el cuerpo (tampoco sería capaz de realizarlo si no es sirviéndose o cualquier contrahecho remedo), sino aliarse con él, abrazarle, acariciarle, asistirle, fiscalizarle, aconsejarle, enderezarle, llevándolo al buen camino cuando se extravía, casarse con él en suma, de suerte que de marido le sirva, para que de este modo los efectos no parezcan diversos y contrarios, sino concordantes y uniformes. Los cristianos tienen particular instrucción de este enlace, pues saben que la justicia divina comprende esta sociedad y juntura del cuerpo y del alma hasta procurarle capacidad para las eternas recompensas; e informados están también de que Dios mira las obras de todo el hombre, deseando que en su totalidad reciba el castigo o el premio según sus méritos o deméritos. La secta peripatética, que es a todas la más sociable, atribuye a la sabiduría el cuidado exclusivo de proveer y procurar en común el bien de esas dos partes asociadas; y las demás sectas, por no haberse suficientemente sujetado a la consideración de la mezcla, muestran su parcialidad abiertamente: una para con el cuerpo y otra para con el alma, cayendo siempre en error semejante. Echaron a un lado el objeto, que es el hombre, y su guía, que generalmente confiesan ser Naturaleza. La distinción primera que haya existido entre las criaturas, y la consideración primera que procuró la preeminencia de unas sobre otras, es verosímil que fuese debida a las ventajas de la belleza:

  —34→  

       Agros divisere atque dedere
pro facie cujusque, et viribus, ingenioque;
nam facies multum valuit, viresque vigebant.930



Mi estatura está algo por bajo de la mediana: este defecto no es solamente feo, sino incómodo, principalmente a los que tienen mando o ejercen cargos, pues la autoridad que procura la presencia hermosa y la corporal majestad les faltan. C. Mario no acogía de buena gana a los soldados que no medían seis pies de altura. Tiene razón El Cortesano al querer que el gentilhombre por él dirigido tenga una talla ordinaria, prefiriéndola a cualquiera otra, y al desechar en el hombre que a la corte se destina toda singularidad que dé margen a que le señalen con el dedo. Mas no siendo de esa estatura común, tirando más bien a pequeño que a grande, quitaríale yo de la cabeza el que un hombre así fuese militar. Los hombres pequeños, dice Aristóteles, son bonitos, convenido, pero no hermosos; y el grandor envuelve la grandeza del alma, como la belleza un cuerpo grande y alto. Los etíopes y los indios, dice el filósofo, al elegir sus reyes y sus magistrados tenían muy en cuenta la hermosura, y elevada estatura de las personas en quienes ambos cargos resignaban. Razón tenían, pues implica respeto para los que los siguen o impone al enemigo miedo el ver marchar a la cabeza de un ejército a un jefe cuya talla es espléndida y hermosa.


Ipse inter primos praestanti corpore Turnus
vertitur arma tenens, et toto vertice supra est.931



Nuestro gran rey divino y celeste, de quien las cualidades todas deben cuidadosa, reverente y religiosamente considerarse, tampoco menospreció la corporal recomendación, speciosus forma prae filiis hominum932; y Platón, con la templanza y la fortaleza, desea también la belleza a los conservadores de su república. Es grandemente desconsolador el que hallándoos en medio de las gentes se dirijan a vosotros para preguntaros «¿Dónde está el señor?» y el que solamente os quede el resto de la bonetada que se propina a vuestro barbero o a vuestro secretario, como aconteció al pobre Filopómeno, el cual habiendo llegado antes que sus acompañantes al alojamiento donde le aguardaban, su hostelera, de quien era desconocido, viéndole con cara de poca cosa, ocupole en ayudar a sus criadas a sacar agua y a atizar la lumbre, para el servicio de Filopómeno; llegados los gentiles hombres de su comitiva,   —35→   como le vieran, sorprendidos, atareado en tan hermosa ocupación, pues no había dejado de prestar obediencia a las órdenes que había recibido, preguntáronle lo que hacía. «Pago, les respondió, el castigo de mi fealdad.» Las demás bellezas son para las mujeres adecuadas: la de la estatura es la sola, propia de los hombres. Donde la pequeñez domina, ni la amplitud y redondez de la frente, ni la dulce blancura de los ojos, ni la mediana forma de la nariz, ni las orejas pequeñas y la boca, ni el buen orden y blancura de los dientes, ni el espesor bien unido de una barba morena tirando al color castaño, ni el cabello echado atrás, ni la justa redondez de la cabeza, ni la frescura del color, ni el aspecto agradable del semblante, ni un cuerpo sin olor, ni la legítima proporción de los miembros, pueden en nada contribuir a procurar belleza a un hombre.

Por lo demás, mi talla es robusta y rechoncha; mi semblante no grueso, sino lleno; la complexión entre jovial y melancólica, entre sanguínea y cálida:


Unde riggent setis mihi crura, et pectora villis933;



la salud, resistente y alegre hasta bien entrado en años, por las enfermedades rara vez perturbada. Así era yo, pues nada me considero ya en los momentos actuales, en que penetró en las avenidas de la vejez, habiendo tiempo ha cumplido los cuarenta años:


       Minutatim vires et robur adultum,
frangit, et in partma pejorem liquitur aetas.934



lo que seré de hoy en adelante, ya no será sino medio ser; ya no seré yo; todos los días me escabullo, y a mí mismo me saqueo:


Singula de nobis anni praedantur euntes.935



Habilidad y disposición corporales, no he tenido ningunas, y sin embargo soy hijo de un padre muy dispuesto y de una viveza que le duró hasta la vejez más caduca. Apenas encontró ningún hombre de su condición que se igualara a él en toda suerte de ejercicios corporales; por el contrario, yo apenas hallé ninguno que no me sobrepujara, salvo en la carrera, en que fui de los medianos. En punto a música y canto, no pude dar un paso ni tampoco supe jamás tocar ningún instrumento. En la danza, en el juego de pelota, en la lucha, no he podido adquirir sino una muy ligera y común capacidad; en el nadar y en el esgrimir, en el voltear y en el saltar, mi habilidad es del todo nula. Mis manos son tan torpes que no aciertan a escribir como Dios   —36→   manda, ni siquiera para mi viso personal, de tal suerte que lo que emborrono prefiero volverlo a escribir mejor que tomarme el trabajo de descifrarlo. En la lectura no soy más aventajado: muy luego echo de ver la fatiga de los que me escuchan. En lo que a otros particulares toca, no sé cerrar a derechas una carta; ni supe nunca cortar la pluma, ni trinchar en la mesa, ni equipar un caballo con su arnés; ni llevar en la mano un halcón y soltarlo luego con acierto, ni hablar a los perros, a los caballos y a las aves. En suma, las disposiciones corporales mías corren parejas con las de mi alma; nada hay en ellas de vivaz; capaces son sólo de un vigor cabal y firme; resisto bien la fatiga, pero necesariamente tengo que estar de buen temple para lograrlo, y a ella me lanzo cuando el deseo me lleva,


Molliter austerum studio fallente laborem.936



Si acontece de otro modo, si el aliciente de algún placer no me acompaña, si me conduce otro guía, que mi voluntad pura y libre, soy hombre al agua pues mi condición es tal que, salvo la salud y la vida, nada hay por que yo me determine a romperme los cascos, ni nada quiera alcanzar a cambio del tormento del espíritu ni del esfuerzo.


       Tanti mihi non sit opaci
omnis arena Tagi, quodque in mare volvitur aurum.937



Extremadamente ocioso, extremadamente libro por inclinación y ex profeso, para mí sería lo mismo sacrificarme a los cuidados que derramar la sangre de mis venas. Es mi alma toda propia, a sí misma se pertenece por entero y está acostumbrada a obrar a su modo: como que hasta hoy nunca tuve quien me mandara, ni quien me impusiera obligaciones forzosas, caminé siempre como quise y al paso que me plugo; todo lo cual debilitó mi resistencia, me hizo inútil para el servicio ajeno sólo apto para el propio.

Y para mí no hubo necesidad de forzar este natural pesado, perezoso y holgazán, pues habiéndome encontrado desde mi nacimiento en una situación de fortuna en que he podido detenerme (la cual quizás mil otros de mi conocimiento hubieran tomado por pretexto para meterse en investigaciones, agitaciones e inquietudes) y en tal grado de sensibilidad que, aun habiendo tenido ocasión de ello, nada he solicitado ni tomado:


Non agimur tumidis velis Aquilone secundo,
non tamen adversis aetatem ducimos Austris;
—37→
viribus, ingenio, specie, virtute, loco, re,
extremi primorum, extremis usque priores.938



Yo no he tenido necesidad sino de la capacidad de contentarme a mí mismo, la cual es, sin embargo, bien considerada, igualmente difícil en cualquiera condición, y generalmente vemos que se encuentra todavía más fácilmente en la escasez que en la abundancia; y la razón quizás sea que conforme al desarrollo de la otras pasiones, el hambre de riquezas se ve más aguzada por el disfrute de las mismas que en la escasez, y porque la virtud de la moderación es más rara que la de la paciencia: yo no he tenido necesidad distinta a la de gozar dulcemente de los bienes que Dios por su liberalidad puso entre mis manos. Ni he gustado ninguna suerte de trabajo ingrato; apenas he manejado otros negocios que los míos, o si los manejé fue con la condición de emplearme en ellos cuando quise y como quise, encargado por gentes que se fiaban en mí, que no me metían prisa, y que me conocían; los peritos alcanzan provecho para servirse hasta de un caballo indócil e indómito.

Mi misma infancia fue gobernada de una manera blanda y libre, exenta de toda sujeción rigorosa; todo lo cual me formó de una complexión delicada o incapaz de cuidados, a tal extremo que yo gusto de que se oculten mis pérdidas y los desórdenes que me incumben. En el capítulo de mis gastos incluyo el coste de mis descuidos para saber lo que me cuesta el alimentarlos:


       Haec nempe supersunt,
quae dominum fallunt, quae prosunt furibus939;



prefiero no saber la cuenta de lo que poseo para lamentar menos mis perjuicios, y ruego a los que en mi compañía viven que cuando no sientan afección la simulen para pagarme con buenas apariencias. Como carezco de firmeza bastante para sufrir la importunidad de los accidentes a que todos estamos sujetos; como no puedo mantener mi espíritu en la tensión de arreglar y ordenar los negocios, permanezco cuanto puedo en la postura del que se abandona a la casualidad; «tomo todas las cosas por el lado peor, lo cual me inclina a soportarlas dulce y pacientemente». Esta es la sola mira de mis vigilias y el fin único a que encamino todas mis reflexiones. Abocado a un peligro, no me preocupo tanto del modo de rehuirlo como de lo poco que importa el que lo rehuya: aunque me lo propusiera, ¿qué conseguiría? No pudiendo reglamentar los   —38→   acontecimientos, me reglamento yo mismo, y me aplico a ellos si ellos no se aplican a mí. Carezco de arte para torcer lo imprevisto y para escaparlo o forzarlo, como también para acomodar y conducir con prudencia las cosas a mi modo de ser. Menor aún es mi facilidad para soportar el cuidado, rudo y penoso, que para esto es necesario: considero como la más horrible de todas las situaciones el estar suspenso de las cosas que exigen premura, y agitado entre el temor y la esperanza.

Hasta en los negocios menos importantes el deliberar me importuna, y siento mi espíritu más inhábil para sufrir el movimiento y las sacudidas diversas de la duda y la consulta que para calmarse y resolverse a tomar cualquier partido, luego que la fortuna está jugada. Pocas pasiones han turbado mi sueño, mas, entre las deliberaciones, la más insignificante lo trastorna. De igual suerte que en los caminos evito de buen grado los lugares, que son pendientes y resbaladizos y me lanzo en lo más trillado, en lo más fangoso, en lo menos resistente, donde no pueda hallar ya mayores obstáculos y me vea precisado a buscar seguridad, así gusto de los males absolutamente puros, de los que no me afanan, ya pasada la incertidumbre de que la calma vuelva, de los que del primer envite me lanzan derecho al dolor:


Dubia plus torquent mala.940



Condúzcome virilmente en las desdichas; en el trayecto que a ellas nos lleva, infantilmente. El horror de la caída que da más fiebre que el golpe. El aparato no corresponde a la fiesta: el avaricioso se atormenta más que el pobre, y el celoso más que el cornudo. El último peldaño es el más resistente: es el lugar de la constancia: en él ya no precisa el auxilio ajeno; la constancia se fundamenta allí y se apoya toda en sí misma. Aquel proceder de un hidalgo a quien muchos conocieron, ¿no da idea de cierto sentido filosófico? Casose ya bien entrado en años después de haberla corrido en su juventud y era gran decidor y amigo de francachelas. Recordando cuanta materia le procuraran las conversaciones de cornamenta y lo mucho que se había burlado del prójimo, para ponerse a cubierto de iguales befas se casó con una mujer que encontró en el lugar donde cada cual las encuentra por su dinero, y solicitola así como esposa: «Buenos días, puta. -Buenos días, cornudo.» Realizado el enlace, de nada habló más a gusto y sin ningún género de embajes a los que lo frecuentaban que del designio que realizara, por donde sujetaba las ocultas habladurías, y hacía que se embotaran los dardos epigramáticos que se le dirigían.

  —39→  

Por lo que toca a la ambición, cualidad vecina de la presunción, o más bien hija suya, hubiera precisado para que me empujara que la fortuna me tomase por la mano; pues el procurarme molestas alentado por una esperanza de resultados inciertos, y someterme a todas las dificultades que acompañan a los que buscan acreditarse en los comienzos de sus empresas no hubiera, sabido hacerlo:


Spem pretio non emo941:



yo me sujeto a lo que veo y poseo, y apenas me alejo del puerto:


Alter remus aquas, alter tibi radat arenas942;



aparte de que, se llega difícilmente a situaciones prósperas de fortuna sin exponer primeramente lo que se posee; yo soy de parecer que si se tiene bastante a mantener a condición en que se nació y se fue educado, es una locura soltar la presa movido por la incertidumbre de aumentarlo. Aquel a quien la suerte niega hasta el lugar necesario para poner en tierra las plantas de sus pies y para alcanzar la tranquilidad y el reposo, es perdonable si lanza al azar lo que posee, porque la necesidad le coloca en el camino del riesgo:


Capienda rebus in malis praeceps via est943:



y yo excuso más bien a un menor el que coloque su legítima a merced de todos los vientos, que no que lo haga el que tiene a su cargo el honor de la casa, a quien no puede tolerarse el que se vea necesitado por su propia culpa. Encontré que era bueno el camino más corto y más cómodo, de acuerdo con mis buenos amigos del tiempo viejo; despojeme de aquel deseo y me mantuve quieto:


Cul sit conditio dulcis sini polvere palmae944:



juzgando también prudentemente de mis fuerzas, que no eran capaces de grandes cosas, y acordándome de estas palabras del difunto canciller Ollivier, el cual decía «que los franceses se parecen a los monos, que van trepando por los árboles de rama en rama, hasta tocar a la más alta, desde la cual enseñan el culo cuando a ella llegaron».

  —40→  

Turpe est, quod nequeas, capiti committere pondus
   et pressum inflexo mox aro terga genu.945



Las cualidades mismas que poseo y que no son censurables reconozco que son inútiles en el siglo en que vivimos la dulzura de mis costumbres hubiérasela calificado de flojedad y debilidad; la conciencia y la fe hubiéranse considerado como escrupulosas y supersticiosas; la franqueza y libertad, como importunas, temerarias e inconsideradas. Sin embargo, para algo sirve la depravación: bueno es nacer en una época de perversión, pues, comparado con el prójimo, es uno considerado como varón virtuoso a poca costa; quien en nuestros días no es más que parricida y sacrílego júzgase como hombre de bien y de honor:


Nunc, si depositimi non inficiatur amicus,
si reddat veterem cum tota aerugine follem,
prodigiosa fides, et Tuscis digna libellis,
quaeque coronata lustrari debeat agna946:



y ningún tiempo ni lugar hubo jamás en que mejor se premiaran la bondad y la justicia de los príncipes. El primero a quien se le ocurra conquistar el favor y el crédito por ese camino, me engañaría mucho si fácilmente no lleva la delantera a sus compañeros: la fuerza y la violencia pueden algo sin duda, pero no lo pueden siempre todo. A los comerciantes, jueces de aldea y artesanos, vémosles marchar a la par con la nobleza en valor y ciencia militar; libran horrorosos combates públicos y privados, derrotan, defienden ciudades en nuestras guerras presentes: un príncipe ahoga su recomendación en medio de este tumulto. Que resplandezca por su humanidad, veracidad, lealtad y templanza, y sobre todo por su justicia; distintivos singulares, desconocidos y desterrados. Es lo que puede convenir y conformarse con el deseo de los pueblos: ninguna otra cualidad distinta es adecuada para conquistar el soberano la voluntad de sus súbditos como aquéllas, en atención a que son las más útiles: Nihil est tam populare, quam bonitas.947

Según aquella comparación de mis cualidades y costumbres con las del tiempo en que vivimos, hubiérame yo reconocido hombre singular y raro: como me reconozco pigmeo y bajuno a tenor de los varones de algunos siglos pasados, en los cuales era cosa indigna de consideración, si otros méritos más recomendables no concurrían, el que   —41→   una persona fuera moderada en sus rencores, blanda en el sentimiento de las ofensas, religiosa en la observancia de su palabra, sin flexibilidad ni doblez, sin acomodar su fe a la voluntad ajena ni conforme a lo que exigen las ocasiones; antes consentiría que los negocios se quebraran en mil pedazos que consentir en que mi fe se torciera en provecho de ellos. Pues por lo que toca a esa nueva virtud de aparentar y disimular, que goza de tantísimo crédito en los momentos actuales, yo la odio a muerte, y entre todos los vicios no encuentro ninguno que dé testimonio de tanta cobardía y bajeza de alma. Propio es de una naturaleza villana y servil ir disfrazándose y ocultándose bajo una máscara y no osar mostrarse al natural: con esta costumbre se habitúan los hombres a la perfidia; hechos a proferir palabras falsas, la conciencia les importa un ardite. Un corazón generoso no debe jamás desmentir sus pensamientos, debe dejarse ver hasta lo más hondo; bueno es todo cuanto aparece en él, o al menos todo es humano. Aristóteles considera como prenda de magnanimidad el odiar y el amar al descubierto, el juzgar y el amar con cabal franqueza, tratándose de emitir la verdad no hacer caso de la aprobación o reprobación ajenas. Decía Apolonio «que el mentir era oficio de los siervos, y de los hombres libres el decir verdad»; ésta es la primera y la más fundamental de las virtudes; es necesario amarla por ella misma. Quien dice verdad por obligarlo a ello razones ajenas, o porque el decirla le es útil y no teme decir mentira cuando con ella a nadie perjudica, no es hombre suficientemente verídico. Mi alma, por complexión interna, rechaza la mentira y detesta hasta el pensar en ella; siento una vergüenza recóndita y un vivo remordimiento si alguna vez un embuste se me escapa, como a veces me acontece, por sorprenderme y agitarme las ocasiones para ello impremeditadamente. No precisa constantemente decirlo todo, pues esto sería torpeza, pero lo que se dice es preciso que se diga tal y como se piensa; obrar de otro modo es maldad. Yo no sé qué ventaja esperan los mentirosos al fingir y mostrarse sin cesar distintos de lo que son si no es la de no ser creídos ni aun en el instante mismo en que dicen verdad; esta conducta puede engañar una vez o dos a los hombres, pero mantenerse ex profeso constantemente embozado, como hicieron algunos de nuestros príncipes, que «arrojarían la camisa al fuego si fuera partícipe de sus intenciones verdaderas», las cuales son palabras del viejo Metelo Macedónico; y hacer público que «quien no sabe fingir no sabe reinar»948, es advertir de antemano a los que frecuentan de que no oirán nunca sino trapazas y embustes, quo quis versutior et callidior est,   —42→   hoc invisior et suspectior, detracta opinione probitatis949. Simplicidad solemne sería dejarse llevar por el rostro ni por las palabras de quien hace profesión de ser siempre diferente por fuera que por dentro, como acostumbraba Tiberio. No sé qué parte pueden tener esas gentes en el comercio humano al no exteriorizar nada que pueda considerarse como cierto: quien es desleal para con la verdad lo es también para con la mentira.

Aquellos que en nuestro tiempo consideraron y sostuvieron que el deber del príncipe no se extendía más allá de sus propias ventajas personales, las cuales antepusieron al cuidado de su fe y conciencia, hablarían con algún viso de razón al soberano cuyos negocios el acaso hubiera llevado a fundamentarse para siempre con faltar una sola vez a su palabra, pero las cosas no acontecen así; con semejante proceder se da pronto el batacazo; un príncipe concierta más de una paz y más de un tratado durante el transcurso de su existencia. La ventaja que los convida a realizar la primera deslealtad, y rara vez deja de presentarse alguna, como también se ofrecen las de practicar otras maldades, sacrilegios, asesinatos rebeliones y traiciones, empréndense por cualquier especie de provecho, mas al que después acompañan perjuicios innumerables que lanzan al príncipe fuera de todo comercio y de todo medio de negociación, a causa de su infidelidad. Solimán, príncipe de raza otomana, la cual se cura poco de la observancia de promesas y pactos, cuando en mi infancia hizo bajar su ejército a Otranto, habiendo tenido noticia de que Mercurio de Gratinar y los habitantes de Castro quedaban prisioneros después de haber hecho entrega de la plaza, contra lo que con aquél capitularan, mandó que fueran puestos en libertad, considerando que al tener entre manos otras grandes empresas en la misma región, tamaña deslealtad, aun cuando mostrara alguna apariencia de utilidad presente, podría acarrearle en lo porvenir el descrédito y la desconfianza, madres de perjuicios sin cuento.

Cuanto a mí, mejor prefiero ser importuno e indiscreto que adulador y disimulado. Reconozco que bien puede ir mezclada una poca altivez y testarudez en mantenerse así entero y abierto como yo soy, sin tener presente ninguna consideración ajena. Paréceme que me convierto en algo más libre, allí donde precisaría menos serlo, y que el respeto forzado me contraría; puede ocurrir también que, a falta de arte, la naturaleza me domine. Al mostrar a los grandes esta misma libertad de lenguaje y de maneras que en mi casa empleo, echo de ver cuánto declino hacia la indiscreción   —43→   e incivilidad; pero, a más de que así es mi modo de ser genuino, no tengo el espíritu bastante flexible para torcerlo en un momento dado para escapar por rodeo, ni para fingir una verdad, ni suficiente memoria para retenerla; de suerte que por pura debilidad me las echo de valiente. Por todo lo cual me abandono a la ingenuidad y a decir siempre lo que pienso, por temperamento y por designio, dejando al acaso el cuidado de atender a lo que suceda. Aristipo decía «que el principal fruto que de la filosofía había sacado era el hablar libre y abiertamente a todo el mundo».

La memoria es un instrumento que nos presta servicios maravillosos, sin el cual el juicio apenas puede desempeñar sus funciones, y de que yo carezco por completo. Lo que se me quiere referir es necesario que se me cuente por partes, pues responder a un asunto en que hubiera varias ideas principales no reside en mis limitadas fuerzas. Yo no podría encargarme de comisión alguna sin anotar sus pormenores; y cuando tengo entre manos alguna cosa de importancia, si es de mucha extensión, véome reducido a la necesidad vil y miserable de aprender de memoria, palabra por palabra, lo que tengo que decir; de otro modo no podría dar un paso ni tendría seguridad alguna, temiendo que mi memoria me jugara una mala partida. Pero este procedimiento no me es menos difícil: para aprender tres versos, necesito tres horas, y además, tratándose de una obra propia, la libertad y autoridad de modificar el orden, de cambiar una palabra, variando constantemente la materia, conviértela en difícil de fijar en la memoria, del que la escribe. En suma, cuanto más desconfío de mi facultad retentiva, más ésta se trastorna; mejor me ayuda por acaso: es necesario que yo la solicito sin gran interés, pues, si la meto prisa, se aturde, y luego que comenzó a titubear, cuanto más la sondeo, más se traba y embaraza. Sírveme cuando lo tiene por conveniente, no cuando yo la llamo.

Esto que siento en lo tocante a la memoria experiméntolo también en varios otros respectos: yo huyo del mundo, la obligación y las cosas forzadas. Aquello que hago fácil y naturalmente, si me propongo realizarlo por expresa y prescrita ordenanza, ya no soy capaz de hacerlo. En el cuerpo mismo, los miembros que poseen alguna libertad y jurisdicción más particulares sobre sí mismos me niegan a veces su obediencia, cuando yo pretendo destinarlos y sujetarlos en un momento determinado al servicio necesario. Esta preordenanza obligatoria y tiránica los entibia; el despecho o el espanto los acoquinan y se quedan como yertos.

Encontrándome antaño en un lugar en que se considera   —44→   como descortesía bárbara el no corresponder a los que os convidan a beber, aun cuando en la circunstancia fuera yo tratado con libertad completa, intenté echarlas de hombre alegre, capaz y fuerte, ser grato a la gentileza de las damas, que eran de la partida, según la costumbre seguida en el país; mas el caso fue gracioso, pues la amenaza de que había de esforzarme en beber más de lo que uso, acostumbro y puedo soportar, me obstruyó de tal manera la garganta no supo tragar ni una sola gota, y me vi privado de beber hasta lo que ordinariamente bebo en mis comidas. Encontrábame harto y ahíto por tanto líquido como a mi imaginación había preocupado. Este efecto es más bien propio de los que poseen una fantasía vehemente y avasalladora; es de todas suertes natural, y nadie hay que de él no se resienta en algún modo. Ofrecíase a un excelente arquero, condenado a muerte, salvarle la vida si consentía en dar alguna prueba notable de su habilidad en el arte que ejercía, y se opuso a intentarla temiendo que la extremada contención de su voluntad hiciera temblar su mano, y que en lugar de libertarse de la muerte perdiera la reputación que había adquirido como famoso tirador. Un hombre cuya imaginación está distraída, no dejará, pulgada más o menos, de hacer siempre el mismo número de pasos y de dimensión idéntica en el lugar por donde se pasea; pero si emplea su atención en medirlos y contarlos, hallará que lo que ejecutaba por casualidad no lo hará de intento con exactitud igual.

Mi biblioteca, que es de las selectas para estar en un pueblo retirado, está colocada en un rincón de mi asilo: si me pasa por las mientes algo que quiera estampar sobre el papel, temiendo que se me escape al atravesar el patio, precísame encomendárselo a otro. Cuando al hablar me enardezco, y me aparto, aunque sea poco, del hilo de la conversación, lo pierdo irremisiblemente, por eso me constriño en mis razonamientos y me mantengo recogido. A las gentes que me sirven es preciso que las llame por el nombre de sus cargos, o por el del país en que nacieron, pues me es muy difícil retener sus nombres; puedo decir de éstos, por ejemplo, que tienen tres sílabas, que su sonido es rudo, que principian o acaban con tal letra; y si yo viviera dilatados años no creo que dejara de olvidar mi propio nombre, como les ha ocurrido a algunos. Mesala Corvino estuvo dos años sin ninguna huella de memoria, y otro tanto se cuenta de Jorge Trebizonda. Por interés propio rumio yo con frecuencia qué vida pudiera ser la suya, y considero si en la cabal ausencia o la memoria, podría sostenerme con alguna facilidad. Mirándolo bien, temo que tamaña falta, si es radical, pierda todas las funciones del alma:

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Plenus rimarum sum, hac atque illac perfluo.950



Hame acontecido más de una vez no recordar la consigna que tres horas antes había yo dado o recibido, y olvidarme del sitio donde había escondido mi bolsa, aunque Cicerón no crea posible el caso: pierdo con facilidad mayor lo que con más interés procuro conservar. Memoria certe non modo philosophum, sed omnis vitae usum, omnesque artes, una maxima continet.951 La memoria es el receptáculo y el estuche de la ciencia; siendo la mía tan endeble que no tengo motivo para quejarme si mi ciencia es tan escasa. Conozco el nombre de las artes en general, la materia de que tratan, pero nada que a esto sobrepuje. Hojeo los libros, no los estudio; lo que se me pega es cosa que ya no reconozco como ajena, es sólo aquello de que mi juicio sacó provecho, los razonamientos y fantasías con que el mismo se impregnó. El autor, el libro, las palabras y otras circunstancias, se borran instantáneamente de mi memoria, y soy tan excelente olvidador que lo que yo escribo y compongo se me disipa con facilidad idéntica. Constantemente se me citan cosas mías de que yo no me acordaba. Quien quisiera conocer de dónde salieron los versos y ejemplos que tengo aquí amontonados me pondría en duro aprieto si tratara de decírselo: no los mendigué sino en puertas conocidas y famosas, ni me contenté con que fueran ricos, fue además necesario que vinieran de mano espléndida y magnífica: en ellos se hermana la autoridad con la razón. No es maravilla grande si mi libro sigue la fortuna de los demás, y si mi memoria desempara lo que escribo como lo que leo, lo que doy como lo que recibo.

A más de la falta de recordación adolezco de otras que contribuyen en grado sumo a mi ignorancia: mi espíritu es tardío y embotado; la nubecilla más ligera lo detiene, de tal modo, que jamás le propuse ningún problema, por sencillo que fuera, que supiese desenvolver. Ni hay tampoco vana sutileza que no me embarace; en los juegos en que el espíritu toma parte: el ajedrez, las damas, la baraja y otros análogos, no se me alcanzan sino los rasgos más groseros. Mi comprensión es lenta y embrollada, pero lo que llega a penetrar lo dilucida bien y logra abrazar lo universal, estrecha y profundamente, durante el tiempo que lo retiene. Mi vista es dilatada, sana y cabal, pero el trabajo la fatiga luego y la recarga. Por eso no puedo mantener largo comercio con los libros si no es con el ajeno auxilio. Plinio el joven enseñará a quien lo desconozca las consecuencias graves de esta tardanza, perjudicialísimas para los que se consagran a la tarea de leer.

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No hay alma por mezquina y torpe que sea en la cual no reluzca alguna facultad articular; ninguna existe tan negada que no brille por algún respecto. Y de cómo acontezca que un espíritu ciego y adormecido ante todas las demás cosas se encuentre vivo, despejado y lúcido en cierto particular respecto, preciso es buscar la razón en los maestros. Pero las almas hermosas son las universales, abiertas y prestas a todo, si no instruidas, al menos capaces de instrucción, lo cual escribo para acusar la mía, pues, sea debilidad o dejadez (y menospreciar lo que está a nuestros pies, lo que tenemos entre las manos, lo que se relaciona más de cerca con la práctica de la vida, cosa es ésta muy lejana de mi designio), ninguna existe tan inepta e ignorante como la mía de muchas cosas vulgares que es vergonzoso desconocer. Enumeraré algunos ejemplos que lo acreditan.

Yo nací y me crié en los campos, en medio de las labores rurales; tengo entre manos los negocios y el gobierno de mi casa desde el día en que mis antecesores que disfrutaron los bienes de que gozo me dejaron en su lugar; pues bien, no sé contar ni con fichas ni con la pluma; desconozco la mayor parte de nuestras monedas; ignoro la diferencia que existe entre las diversas semillas, así en la planta como en el granero, si la distinción no salta a la vista; apenas distingo las coles de las lechugas de mi huerto; ni siquiera me son conocidos los nombres de los útiles más indispensables de la labranza, como tampoco los más elementales principios de la agricultura, que hasta los niños saben; mayor todavía es la ignorancia en las artes mecánicas y en el tráfico, y en el conocimiento de las mercancías, diversidad y naturaleza de los frutos, vinos, carnes; no sé cuidar a un pájaro, ni medicinar a un caballo o a un perro. Y puesto que es preciso que me muestre sin vestiduras a la pública vergüenza, diré que, no hace todavía un mes que se me sorprendió ignorante de que la levadura sirviera para hacer el pan, y de qué cosa fuese fermentar el mosto. Conjeturábase antiguamente en Atenas la aptitud para las matemáticas en aquel a quien se veía hacinar diestramente y a hacer manojos una carga de sarmientos: en verdad podría deducirse de mí una conclusión bien contraria, pues, aunque me dejaran a la mano todos los aprestos de una cocina, experimentaría fuertes apetitos. Por estos rasgos de mi confesión pueden deducirse otros que me favorecerán muy poco. De cualquiera suerte que me dé a conocer, siempre y cuando que lo cumpla tal cual soy, llevo a cabo mi propósito. Y si no se me excusa el atreverme de poner por escrito cosas tan insignificantes y frívolas como las transcritas, diré que la bajeza del asunto me obliga a ello: acúsese si se quiere mi proyecto, pero no el cumplimiento del mismo. Sin la advertencia ajena veo   —47→   bastante lo poco que todo esto vale y pesa, y la locura de mi designio; basta con que mi juicio no se aturrulle; de él son estos borrones los ensayos.


Nasutus sis usque licet, sis denique nasus,
    quantum noluerit ferre rogatus Atlas,
et possis ipsum tu deridere Latinum,
    non potes in nugas dicere plura meas,
ipse ego quam dixi: quid denteni dente juvabit
    rodere?, carne opus est, si satur esse velis.
Ne perdas operam: qui se mirantur, in illos
    virus habe; nos haec novimus esse nihil.952



No estoy obligado a callar las torpezas con tal de que no me engañe al conocerlas: incurrir en ellas a sabiendas es en mí cosa tan ordinaria que apenas si ejecuto otra labor; casi nunca incurro en falta de una manera fortuita. No vale la pena el achacar a lo temerario de mi complexión las acciones inhábiles, puesto que yo no puedo librarme de atribuirles ordinariamente las viciosas.

Un día vi en Barleduc que para honrar la memoria de Renato, rey de Sicilia, presentaban a Francisco II un retrato que el primero había hecho de sí mismo: ¿por qué no ha de ser lícito pintarse a cada cual con la pluma como aquél lo hizo con el lápiz? No quiero, pues, olvidar también una cicatriz harto inadecuada a mostrar en público: la irresolución, que es un defecto perjudicialísimo en la negociación de los asuntos del mundo. En las empresas dudosas no soy capaz de tomar un partido:


Ne si, ne no, nei cor mi suona intero.953



Sé sostener una opinión, pero no elegirla. Porque en las cosas humanas, a cualquier bando que uno se incline, presentándose numerosas apariencias que nos confirman en ellas (el filósofo Crisipo decía que no deseaba aprender de Zenón y Cleantes, sus maestros, sino simplemente los dogmas, y que cuanto a las pruebas y razones en sí mismo hallaría bastantes), sea cual fuere el lado hacia que me vuelva, provéome siempre, de causas y verosimilitudes para mantenerme; así que detengo dentro de mí la duda y la libertad de escoger hasta que la ocasión no me obliga; y entonces, a confesarla verdad, lanzo, las más de las veces, la pluma al viento, como comúnmente se dice, y me echo en brazos del acaso; la inclinación y circunstancias más ligeras influyen sobre mí y salen victoriosas:

  —48→  

Dum in dubio est animus, paulo momento huc atque
illuc impellitur.954



La incertidumbre de mi juicio se encuentra tan en el fiel de la balanza en la mayor parte de los asuntos que me acaecen, que encomendaría de buena gana su decisión al juego de los dados; y advierto, considerando con ello nuestra humana debilidad, los ejemplos que la historia sagrada misma nos ha dejado de la costumbre de encomendar a la suerte o al azar la determinación en el elegir las cosas dudosas: sors cecidit super Mathiam955. La razón del hombre es una peligrosa cuchilla de doble filo; ¡aun en la mano misma de Sócrates su más íntimo y familiar amigo, ved cuántos extremos tiene ese báculo! De suerte que yo no soy apto sino para seguir, y me dejo fácilmente llevar hacia la multitud; no confío suficientemente en mis fuerzas para intentar dirigir ni guiar; me considero como muy a gusto viendo mis pasos trazados por los demás. Si precisa correr la aventura de una elección incierta, prefiero que sea bajo las órdenes de alguien que esté más seguro de sus opiniones y las adopte, más de lo que yo adopto y tengo seguridad en las mías, de las cuales encuentro el plan y fundamento resbaladizos.

Y sin embargo yo no soy ningún veleta, tanto menos cuanto que advierto en las opiniones contrarias una debilidad semejante; ipsa consuetudo assenttiendi periculosa esse videtur, et lubrica956 principalmente en los negocios políticos hay abierto amplio campo a toda modificación y controversia:


Justa pari premitur veluti quum pondere libra
prona, nec hac pius parte sedet, nec surgit ab illa957;



Los discursos de Maquiavelo por ejemplo, eran bastante sólidos por el asunto; sin embargo, ha habido facilidad grande para combatirlos, y los que lo han hecho no han dejado facilidad menor para combatir los propios. Sea cual fuere el argumento que se siente, nunca faltarán otros con que hacer objeciones, dúplices, réplicas, tríplices, cuádruples, como tampoco la intrincada contextura de los debates jurídicos que nuestro eterno cuestionar ha dilatado tanto, que va pesando ya poco en favor de los procesos:


Caedimur, el totidem plagis consumimus hostem958,



  —49→  

puesto que las razones apenas tienen otro fundamento que la experiencia, y la diversidad de los acontecimientos humanos nos presenta ejemplos infinitos en número que revisten toda suerte de formas. Un personaje docto de nuestra época dice que donde nuestros almanaques anuncian el calor cualquiera podría poner el frío: en lugar de tiempo seco, húmedo, y colocar siempre lo contrario de lo que pronostican; de tener que apostar por la llegada de una u otra modificación atmosférica, añadía que no pondría reparo en el partido a que se inclinara, salvo en lo que no puede haber incertidumbre, como en prometer para Navidad calores, o fríos rigurosos hacia San Juan. Lo mismo opino yo de nuestros razonamientos políticos; cualquiera que sea el rango en que se os coloque, estáis en tan buen camino como vuestro compañero, con tal de que no vayáis a chocar contra los principios que a ciegas son evidentes; por lo cual, a mi ver, en los públicos negocios, no hay gobierno por detestable que sea, siempre que haya tenido vida y duración, que no aventaje al cambio y a la variación. Nuestras costumbres están extremadamente corrompidas y se inclinan de una manera admirable hacia el empeoramiento; entre nuestras leyes y costumbres hay muchas bárbaras y monstruosas: sin embargo, a causa de la dificultad que supone el colocarnos en mejor estado y del peligro del derrumbamiento, si yo pudiera plantar una cuña en nuestra rueda y detenerla en el punto en que se encuentra, lo haría de buena gana:


    Numquam adeo foedis, adeoque pudentis
utimur exeruplis, ut non pejora supersint.959



Lo peor que yo veo en nuestro Estado es la instabilidad, y el que nuestras leyes y nuestros trajes no puedan adoptar ninguna forma definitiva. Muy fácil es acusar de imperfección el régimen de gobierno establecido, pues todas las cosas mortales están llenas de imperfecciones; muy fácil es engendrar en el pueblo el menosprecio de sus antiguas observancias. Jamás ningún hombre emprendió ese designio sin que se saliera con la suya, pero restablecer una situación más ventajosa en el lugar de la que se echó por tierra, ha consumido sin resultado las fuerzas de muchos que lo intentaron. En mi gobierno personal tiene mi prudencia escasa participación; de buen grado me dejo llevar por el orden general de todo el mundo. ¡Dichoso el pueblo que practica lo que le ordenan mejor que los que le reglamentan, sin atormentarse por los móviles a que las leyes obedecen; el que consiente en rodar blandamente conforme al movimiento de los cuerpos celestes jamás la obediencia puede ser pura ni sosegada en el que razona y litiga.

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En conclusión, para volver a mí mismo, en lo que yo me considero algún tanto es aquello en que jamás hombre alguno se juzgó deleznable. Mi recomendación es vulgar, común, y está al alcance del pueblo; porque, ¿quién se curó nunca de estar falto de sentido? Sería ésta una proposición que implicaría contradicción con ella misma. Es una enfermedad que no reside nunca donde se ve; es bien tenaz y resistente, a pesar de lo cual el primer vislumbre de la vista del enfermo la disipa, como la mirada del sol una niebla opaca: acusarse sería excusarse en este punto, y condenarse absolverse. No se vio nunca ganapán ni mujerzuela que no creyeran estar dotados de suficiente sentido para su provisión. Reconocemos fácilmente en los demás la superioridad en el valor, en la fuerza corporal, en la experiencia, en la disposición, en la belleza, pero la superioridad del juicio a nadie la concedemos, y las razones que emanan del simple discurso natural del prójimo parécenos que no dependió sino de no mirar hacia ese lado el que nosotros dejáramos de encontrarlas. La ciencia, el estilo y otras prendas semejantes que vemos en las obras ajenas, fácilmente penetramos si sobrepujan aquellas de que nosotros somos capaces; mas en las simples producciones del entendimiento cada cual cree que de él solo depende el poseerlas análogas. Difícilmente se echa de ver el peso y la dificultad si no es a una extrema e incomparable distancia. Quien penetrara bien a las claras la grandeza del juicio de los demás lo alcanzaría y llevaría a él el propio. Así que es el mío un ejercicio del cual debo esperar escasa recomendación y alabanza. Además, ¿para quién se escribe? Los sabios, a quienes toca de cerca la jurisdicción de los libros, no conceden el premio sino a la doctrina, ni a prueban otro ejercicio de nuestros espíritus que el de la erudición y el arte. Si confundisteis los Escipiones el uno con el otro, ¿qué diréis ya que valga la pena? Según ellos, quien desconoce a Aristóteles se ignora al propio tiempo a sí mismo: las almas comunes y vulgares no aciertan a ver la delicadeza ni la profundidad de un discurso elevado o sutil. Esas dos especies son las que llenan el mundo. La tercera, en la cual creéis estar incluido, y a la que pertenecen los espíritus normalizados y fuertes por sí mismos, es tan rara que carece de nombre y categoría entre nosotros. Aspirar y esforzarse en obtener su beneplácito es malbaratar la mitad del tiempo.

Dícese comúnmente que la más justa repartición que la naturaleza haya hecho de sus dones es la del juicio; pues nadie hay que no se conforme con el que le tocó en la distribución. ¿No constituye esta circunstancia una razón fundamental? Quien viera más allá del suyo vería más lejos de lo que su vista alcanza. Yo creo que mis ideas son buenas y sanas, ¿mas quien no juzga lo propio de las   —51→   suyas? Una de las mejores pruebas que para entenderlo así me asiste es la poca estima que hago de mí mismo, pues, de no haber estado bien aseguradas habríanse fácilmente dejado engañar por la afección que me profeso, singular como quien conduce casi todas las cosas a sí mismo apenas las esparce fuera de él. Cuanto los demás distribuyen a una multitud infinita de amigos y conocidos en pro de su gloria y grandeza, aplícolo yo al reposo de mi espíritu y a mi persona; aquello que toma otra ruta es porque no depende por modo cabal de la jurisdicción de mi raciocinio:


Mihi nempe valere et vivere doctus.960



Ahora bien, yo reconozco que mis ideas son atrevidas en extremo y constantes en condenar mi insuficiencia. Asunto es éste en el cual ejerzo mi raciocinio tanto como en cualquiera otro. El mundo mira, siempre frente a frente; ya repliego mi vista hacia dentro, y allí la fijo y la distraigo. Todos miran dentro de sí, yo dentro de mí; con nada tengo que ver: me considero constantemente, me fiscalizo y experimento. Los demás van siempre a otra parte si piensan bien en ello, siempre hacia delante se encaminan:


Nemo in sese tentat descendere961:



yo me recojo en el interior de mí mismo. Esta capacidad de conducir la verdad, cualquiera que sea, hacia mí, y esta complexión libre por virtud de la cual dejo de otorgar fácilmente mi fe, la debo principalmente a mis exclusivas fuerzas; pues las ideas generales y firmes que yo tengo son, por decirlo así, las que nacieron conmigo; éstas son naturales y completamente mías. Yo las exterioricé cruda y sencillamente, de una manera arrojada y segura, pero algo desordenada e imperfecta; luego las he fundamentado y fortificado con el auxilio de la autoridad ajena, ayudado por los sanos ejemplos de los antiguos, con los cuales me encontré de acuerdo en el juzgar; ellos me aseguraron la presa, y me otorgaron el goce y la posesión con claridad mayor. El galardón a que todos aspiran por la vivacidad y prontitud de espíritu, yo lo busco en el buen orden, entre una acción brillante y señalada, o alguna particular capacidad, yo prefiero el orden, correspondencia y tranquilidad de opiniones y costumbres: omnino si quidquam est decorum, nihil est profecto magis, quam aequabilitas universae citae, tum singularum actionum; quam conservare non possis, si, aliorum naturam imitans, omitas tuam962.

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He aquí pues señalado el punto hasta donde me reconozco culpable en lo tocante al vicio de presunción. Cuanto al otro de que hablé que consiste en no considerar suficientemente a los demás, no sé si podré excusarme con facilidad igual, pues por cuesta arriba que se me haga delibero consignar siempre la verdad. Acaso el continuo comercio que mantengo con el espíritu de antiguos y la idea de aquellas hermosas almas de los pagados siglos me haga encontrar repugnancia el los demás y en sí mismo; o también puede ser la causa lo que en realidad acontece: que vivimos en un tiempo que no produce sino cosas bien mediocres, de tal suerte que yo no conozco nada que sea digno de grande admiración. Tampoco tengo tan estrecha relación como precisa para juzgar de los claros varones que existen, y aquellos a quienes mi condición me une más ordinariamente son por lo común gentes que cuidan poco de la cultura del alma, de las cuales no se reclama otra beatitud que la hidalguía, ni otra perfección distinta del valor.

Lo que de hermoso veo en los demás lo alabo y justiprecio bien de mi grado; a veces hasta realzo lo que sobre ello pienso, y me permito mentir hasta este punto pues soy incapaz de inventar nada ficticio. Elogio a mis amigos en lo que de alabanza son dignos y un palmo de valer lo convierto de buena gana en palmo y medio; pero prestarles méritos de que carecen, no Puedo, ni tampoco defenderlos abiertamente de las imperfecciones que los acompañan. Hasta a mis enemigos concedo equitativamente aquello a que su honor es acreedor: mi afección se modifica, mi criterio no, y nunca confundo mi querella con otras circunstancias que le son ajenas. Tan celoso soy de la libertad de mi juicio que difícilmente la puedo echar a mi lado, sea cual fuere la pasión que me domine. Mayor es la injuria que al mentir me infiero que la que podría inferir a la persona de quien mintiera. Los persas tenían la costumbre laudable y generosa de hablar de sus enemigos, a quienes hacían la guerra sin cuartel, de una manera digna y equitativa, adecuada al mérito de su virtud.

Conozco bastantes hombres a quienes adornan algunas prendas dignas de alabanza: quién tiene un espíritu lúcido, quién un corazón generoso, quién está dotado de habilidad, otro de conciencia sana, en otro es el lenguaje lo más estimable, en algunos el dominio de una ciencia y en otros el de otra; mas hombre grande en todo, que posea juntas tan hermosas prendas, o una en tal grado de excelencia que merezca admirársele o comparársele con los que del tiempo pasado honramos la fortuna no me ha hecho ver ninguno. El más grande que haya conocido a lo vivo, hablo de las prendas naturales que lo adornaban, el mejor nacido fue Esteban de la Boëtie. Era éste, a no dudarlo, un alma cabal, que mostraba un semblante hermoso invariablemente,   —53→   un alma a la vieja usanza que hubiera realizado grandes empresas si el destino lo hubiese consentido permitiéndole adicionar a su rico natural con el aditamento de la ciencia y el estudio.

Yo no sé cómo acontece, pero acontece sin duda, que en los que se consagran a las letras y a los cargos que de los libros dependen, se encuentra tanta vanidad y debilidad de entendimiento como en cualquiera otra suerte de gentes; quizás sea la causa porque se exige y espera más de ellos y porque no se les excusan los defectos comunes a todo el mundo, o acaso porque la conciencia del propio saber les comunica arrojo mayor para producirse y descubrirse demasiado hacia adelante, por donde, denunciándose, se pierden. Del propio modo que un artífice pone en evidencia mayor su torpeza cuando tiene entre manos una materia rica si la acomoda y maneja neciamente, contra las reglas de su arte, que al trabajar en un objeto ínfimo; y por lo mismo que se afean más los defectos de una estatua de oro que los de otra de yeso, así sucede a los escritores cuando tratan de cosas que por sí mismas y en su lugar serían buenas; mas sirviéndose de ellas sin discreción, honran la memoria a expensas del entendimiento y enaltecen a Cicerón, a Galeno, a Ulpiano y a san Jerónimo, para ponerse ellos en ridículo.

Vuelvo de nuevo y de buen grado a hablar de la inutilidad de nuestra educación; tiene ésta por fin el hacernos no cuerdos y buenos, sino enseñarnos cosas inútiles, y lo consigue. No nos enseña a seguir ni a abrazar la virtud y la prudencia, sino que imprime en nosotros la derivación y etimología de esas ideas. Sabemos declinar la palabra virtud si no acertamos a amarla. Si no conocemos lo que es prudencia por efecto y experiencia, tenemos de ello noticia por terminología y de una manera mnemotécnica. No nos conformamos con saber de nuestros vecinos la raza a que pertenecen, sus parentescos y alianzas, queremos tenerlos por amigos y formar con ellos unión e inteligencia. Sin embargo, la educación nos enseñó las definiciones, divisiones y particiones de la virtud como los sobrenombres y ramas de una genealogía, sin cuidar para nada de fijar entre ella y nosotros ninguna familiaridad ni parentesco. La enseñanza eligió para nuestro aprendizaje no los libros cuyas ideas son más sanas y verdaderas, sino los que hablan mejor griego y latín, y entre las mejores sentencias nos ingirió en el espíritu los más vanos humores de la antigüedad.

Una educación recta modifica el criterio y las costumbres, como aconteció a Polemón, aquel joven griego licencioso que habiendo un día por acaso ido a oír una lección de Jenócrates, no se fijó en la elocuencia y capacidad del filósofo, y no se llevó consigo el conocimiento de una hermosa   —54→   disertación, sino un provecho más evidente y más sólido, que fue el repentino cambio y enmienda de su primera vida. ¿Quién sintió nunca tal efecto en nuestra disciplina?


Faciasne, quod olim
mutatus Polemon?, ponas insignia morbi,
fasciolas, cubital, focalia; potus ut ille
dicitur ex collo furtim carpisse coronas,
postquam est impransi correptus voce magistri?963



Las gentes menos dignas de menosprecio entiendo que son aquellas que por sencillez ocupan el último rango y nos muestran un comercio más moderado. Las costumbres y conversaciones de los labriegos encuéntrolas comúnmente más ordenadas, conforme a las prescripciones de la verdadera filosofía, que no las de los filósofos: plus sapit vulgus, quia tantum, quantum opus est, sapit964.

Los hombres más notables que yo haya juzgado por las apariencias exteriores (para juzgarlos por las internas y a mi modo sería preciso mirar más de cerca) fueron, en lo tocante a la guerra y capacidad militar, el duque de Guisa, que murió en Orleans, y el difunto mariscal Strozzi. Entre las personas superiores y de ejemplar virtud, Olivier y L'Hospital, cancilleres de Francia. Paréceme también que la poesía ha gozado buen renombre en nuestro siglo; hemos tenido numerosos y buenos artífices en ese arte, entre otros Aurat, Bèze, Buchanan, L'Hospital, Mont-Doré y Turnébe. Creo que la poesía francesa ha subido al grado más preeminente a que jamás llegará; y en los géneros en que Ronsard y Du Bellay sobresalen, entiendo que apenas se apartan de la perfección antigua. Adriano Turnébe sabía más y sabía mejor lo que sabía que ningún hombre de su siglo ni de los tres o cuatro anteriores a éste. Las vidas del duque de Alba, que murió poco ha, y del condestable de Montmorency, llenas de nobleza estuvieron y guardan varias singulares semejanzas en sus respectivas fortunas, mas la hermosura y la gloria de la muerte del segundo a la vista de París y de su rey, para servicio de éste y de la patria, contra sus conciudadanos a la cabeza de un ejército victorioso por su propio esfuerzo, en su vejez extrema, paréceme digna de ser colocada entre los acontecimientos notables de mi tiempo, como asimismo la bondad constante, dulzura de costumbres y benignidad de conciencia del señor de la Noue en medio de una injusticia de partidos armados, escuela verdadera de traición, inhumanidad y bandidaje,   —55→   donde siempre se mostró gran hombre de guerra, de experiencia consumada.

He experimentado placer sumo haciendo públicas en circunstancias diversas las esperanzas que me inspira María de Gournay le Jars, mi hija adoptiva, a quien profeso afección más que paternal, envuelta en mi soledad y retiro como una de las mejores prendas de mi propio ser. Nadie más que ella existe para mí en el mundo. Si la adolescencia puede presagiar los destinos del porvenir, esta alma será algún día capaz de las cosas más hermosas, y entre otras de la perfección de esta santísima amistad en la cual su sexo no tiene participación alguna. La sinceridad y solidez de sus costumbres alcanzan ya a la perfección. Su afección hacia mí en nada puede aumentarse; es cabal entera y nada que desear deja, si no es que el temor que mi fin la inspira por la avanzada edad de cincuenta y cinco años en que me ha conocido la trabajara menos cruelmente. El juicio que formó de los primeros Ensayos, siendo mujer y viviendo en este siglo; tan joven y por propia iniciativa; la vehemencia famosa con que me profesó afección y el largo tiempo que deseó mi trato por virtud de la sola estima que hacia mí la inclinara, son otras tantas particularidades muy dignas de tenerse en cuenta.

Las demás virtudes son harto poco frecuentes en los tiempos en que vivimos, pero el valor se hizo común a causa de nuestras guerras civiles. En este particular hay entre nosotros almas fuertes, rayanas en la perfección, y en número tan grande que el escogerlas sería imposible.

He aquí cuanto hasta el presente he conocido, por lo que toca a grandeza extraordinaria y no común.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

Del desmentir


Pero acaso se me diga que este designio de servirse de sí mismo como asunto de lo que se escribe sería excusable en los hombres singulares y famosos que por su reputación hubieran inspirado curiosidad de su conocimiento. Verdad es lo reconozco y lo sé muy bien, que para ver a un hombre como los hay a millares apenas si un artesano levantará la vista de su labor, mientras que para contemplar de un personaje grande y señalado la entrada en una ciudad los obradores y las tiendas se quedarían vacíos. A todos sienta mal el exteriorizar sus acciones; menos a aquellos que tienen por qué ser imitados y de quienes la vida y opiniones pueden servir de patrón. César y Jenofonte tuvieron materia sobrada en qué fundar y fortalecer su narración   —56→   con la grandeza de sus hazañas, como en una base justa y sólida. Por lo mismo son de desear los papeles diarios de Alejandro el Grande, y los comentarios que de sus gestas dejaron Augusto, Catón, Sila, Bruto y otros; de hombres así gusta estudiar las figuras aun cuando no sea más que representadas en piedra y en bronce.

Si bien es muy fundada esta reconvención, declaro que a mí me alcanza muy poco:


Non recito cuiquam, nisi amicis, idque rogatus;
non ubivis, coramve quibuslibet: in medio qui
scripta foro recitent, sunt multi, quique lavantes.965



Yo no fabrico aquí una estatua para que se ostente luego en la plaza de una ciudad, ni en una iglesia, ni en ningún lugar público,


Non equidem hoe studeo, bullatis ut mihi nugis
pagina turgescat.
Secreti loquimur966,



sino para ponerla en el rincón de una biblioteca, y para distracción de un vecino, pariente o amigo que tengan el placer de familiarizarse aun con mi persona por medio de esta imagen. Los otros hablaron de sí mismos por encontrar el asunto digno y rico: yo al contrario, por haberlo reconocido tan estéril y raquítico que no puede echárseme en cara sospecha alguna de ostentación. Yo juzgo de buen grado las acciones ajenas, de las propias doy poco que juzgar a causa de su insignificancia. No encuentro tanto que alabar que no pueda declararlo sin avergonzarme. Holgaríame mucho el oír así a alguien que me relatara las costumbres, el semblante, el continente, las palabras más baladíes y las acciones todas de mis antepasados. ¡Cuán grande sería mi atención para escucharlo! Y en verdad que emanaría de una naturaleza pervertida el menospreciar los retratos mismos de nuestros amigos y antecesores la forma de sus vestidos y de sus armas. De ellos guardo yo religiosamente escritos, rúbricas, libros de piedad y una espada que les perteneció, y tampoco he apartado de mi gabinete las largas cañas que ordinariamente mi padre llevaba en la mano: Paterna vestis, et annulos, tanto carior est posteris, quanto erga parentes major affectus.967 Si los que me sigan son de entender diferente,   —57→   tendré con que desquitarme de su ingratitud, pues no podrán hacer menos caso de mí del que yo haré de ellos, cuando llegue el caso. Todo el comercio que yo mantengo aquí con el público se reduce a tomar prestados los útiles de su escritura más rápida y más fácil; en cambio impediré quizá que algún trozo de manteca se derrita en el mercado:


No toga cordyllis, ne penula desit olivis968;


Et laxas scombris saepe dabo tunicas.969



Y aun cuando nadie me lea, ¿perdí mi tiempo por haber empleado tantas horas ociosas en pensamientos tan útiles y gratos? Moldeando en mí esta figura, me fue preciso con tanta frecuencia acicalarme y componerme para sacar a la superficie mi propia sustancia, que el patrón se fortaleció y en cierto modo se formó a sí mismo. Pintándome, para los demás, heme pintado en mí con colores más distintos que los míos primitivos. No hice tanto mi libro como mi libro me hizo a mí; éste es consustancial a su autor, de una ocupación propia: parte de mi vida, y no de una ocupación y fin terceros y extraños, como todos los demás libros. ¿Perdí mi tiempo por haberme dado cuenta de mí mismo de una manera tan continuada y escudriñadora? Los que se examinan solamente con la fantasía y de palabra no se analizan con exactitud igual, ni se penetran como quien de sí mismo hace su exclusivo estudio, su obra y su oficio, comprometiéndose a un largo registro, con toda la fe de que es capaz, e igualmente con todas sus fuerzas. Los placeres más intensos, si bien se dirigen al interior, propenden a no dejar traza ninguna, y escapan al análisis no solamente del vulgo, sino de las personas cultivadas. ¿Cuántas veces no me alivió esta labor de tristezas y pesadumbres? Y deben incluirse entre ellas todas las cosas frívolas. Dotonos la naturaleza de una facultad amplia para aislarnos y con frecuencia a ella nos llama para enseñarnos que nos debernos en parte a la sociedad, pero la mejor a nosotros mismos. Con el fin de llevar el orden a mi fantasía hasta en sus divagaciones para que obedezca a mi proyecto, y para impedir que se evapore inútilmente, no hay como dar cuerpo y registrar tantos y tantos pensamientos menudos como a ella se presentan; oigo mis ensueños porque mi propósito es darlos cuerpo. Entristecido a veces porque la urbanidad y la razón me imposibilitaban de poner al descubierto alguna acción, ¡cuántas veces la llamé aquí no sin designio de público provecho! Y sin embargo estos latigazos poéticos,

  —58→  

Zon sus l'oeil, zon sur le groin,
zon sur le dos du sagoin970,



se imprimen todavía mejor en el papel en la carne viva. Nada de extraño hay en que mi oído ponga más atención en los libros desde que estoy al acecho para ver si puedo apropiarme de alguna cosa con que esmaltar o solidificar el mío. Yo no he estudiado para componer mi obra, pero estudié algún tanto por haberlo hecho, si puede llamarse así al desflorar y pellizcar por la cabeza o por los pies ya un autor a otro, no para formar mis opiniones, sino para fortalecerlas cuando estaban ya formadas, para secundarlas y venirlas en ayuda.

¿Mas a quién otorgaremos crédito, hablando de sí mismo, en una época tan estropeada como la nuestra, en atención a que hay pocos o ningunos a quienes hablando de los demás podamos dar fe? El signo primero en la corrupción de las costumbres es el destierro de la verdad, pues como decía Píndaro el ser verídico es el comienzo de toda virtud y la primera condición que Platón exige al gobernador de su república. Nuestra verdad actual no es lo que la realidad muestra, sino la persuasión que acierta a llevarla a los demás, de la propia suerte llamanos moneda no solamente a la que es de buena ley, sino también a la falsa que circula. Silviano Massiliensi, que vivió en tiempo del emperador Valentiniano, dice «que en los franceses el mentir y perjurar no es vicio, sino manera de hablar». Quien quisiera sobrepujar ese testimonio podría decir que ahora la cosa se trocó en virtud: todos se forman y acomodan a la mentira como a una justa honorífica; el disimulo es uno de los méritos más notables de nuestro siglo.

Por eso he considerado muchas veces de dónde podía provenir la costumbre que religiosamente observamos de sentirnos agriamente ofendidos cuando se nos acusa de este vicio que nos es tan ordinario, y que constituya la mayor de las injurias que de palabra pueda hacérsenos. En este punto entiendo que es natural defenderse con mayor ahínco de los defectos que nos dominan más. Diríase que al resentirnos de la censura conmoviéndonos, nos descargamos en cierto modo de la culpa; si incurrimos en ella, al menos condenámosla aparentemente. ¿No será también la causa el que esta acusación parece envolver la cobardía y flojedad de ánimo? ¿Puede existir ninguna que supere a desdecirse de la propia palabra y del propio conocimiento? Es el mentir feo vicio, que un antiguo pintó con vergonzosos colores cuando dijo «es dar testimonio de menospreciar a Dios al par que de temer a los hombres». Es imposible   —59→   representar con mayor elocuencia el horror, la vileza y el desarreglo que constituyen la esencia de la mentira, pues ¿qué puede imaginarse más villano que el ser cobarde para con los hombres y bravo para con Dios? Guiándose nuestra inteligencia por el solo camino de la palabra, el que la falsea traiciona la sociedad pública. Ese es el único instrumento por cuyo concurso se comunican nuestras voluntades y pensamientos; es el intérprete de nuestra alma. Si nos falta, ya no subsistimos, ni nos conocemos los unos a los otros. Si nos engaña, rompe todo nuestro comercio y disuelve todas las uniones de nuestro pueblo. Ciertas naciones de las Indias nuevas (no hay para qué citar sus nombres, no existen ya, pues basta la cabal abolición de los mismos y hasta ignorar el antiguo conocimiento de los lugares ha llegado la desolación de esta conquista sin ejemplo) ofrecían a sus dioses sangre humana, y la sacaban de la lengua, y de los oídos para expiación del pecado de la mentira, tanto oída como proferida. Decía Lisandro que a los muchachos se divierte con las tabas y a los hombres con las palabras.

Cuanto a los usos diversos del desmentir, las leyes de nuestro honor en este punto y las modificaciones que las mismas han experimentado, remito a otra ocasión el decir lo que sé. Enseñaré al par, a serme dable, la época en que comenzó esta costumbre de pesar y medir tan exactamente las palabras y de hacer que de ellas dependiera nuestra reputación, pues fácil es convencerse de que no existía en lo antiguo, en tiempo de griegos y romanos. Por eso me ha parecido nuevo y extraño el verlos desmentirse e injuriarse sin que ninguna de las dos cosas constituyera, motivo de querella. Sin duda las leyes de su deber tomaban otro camino distinto de las nuestras. A César se le llama ya ladrón, ya borracho en sus barbas, y vemos que la libertad en las invectivas que se lanzaban los unos contra los otros, hasta los más afamados caudillos de una y otra nación, las Palabras se contestan solamente con las palabras, sin que sobrevenga consecuencia mayor.




ArribaAbajoCapítulo XIX

De la libertad de conciencia


Es ordinario ver que las buenas intenciones cuando sin moderación se practican empujan a los hombres a realizar actos censurables. En este debate de guerras civiles por el cual la Francia se ve al presente trastornada, el partido mayor y más sano es sin duda el que defiende la religión y gobierno antiguos de nuestro país. Sin embargo, entre los hombres de bien que sostienen la buena causa (pues   —60→   no hablo de los que con ella se sirven de pretexto para ejercer sus venganzas personales, o para saciar su avaricia, o para buscar la protección de los príncipes, sino de aquellos a quienes mueve sólo el celo por la religión y la santa afección por el mantenimiento del sosiego de su patria), entre los primeros, digo, se ven muchos a quienes la pasión arrastra fuera de los límites de la razón y los hace a veces tomar determinaciones injustas, violentas y hasta temerarias.

Verdad es que en los primeros tiempos en que nuestra religión comenzó a alcanzar autoridad para con las leyes, el celo armó a muchos contra toda suerte de libros paganos, con lo cual los escritores experimentan hoy perjuicios sin cuento. Creo que este desorden ha ocasionado mayores males a las letras que todas las hogueras de los bárbaros. Buena prueba de ello es Cornelio Tácito, pues a pesar de que el emperador del mismo nombre, su pariente, poblara por ordenanza expresa todas las bibliotecas del mundo con la obra de aquél, tan sólo un ejemplar completo, pudo escapar a la curiosa investigación de los que anhelaban aniquilarla, a causa de cinco o seis cláusulas insignificantes contrarias a nuestra creencia.

También aquéllos gratifican fácilmente con falsas alabanzas a todos los emperadores que defendieron el catolicismo, al par que condenan en absoluto todas las acciones de los que nos fueron adversos, como puede verse por el emperador Juliano, sobrenombrado el Apóstata. Era éste a la verdad hombre preeminente, de peregrino valer, como quien tuvo su alma vivamente impregnada, en los discursos de la filosofía, a los cuales procuraba, con todas sus fuerzas, sujetar sus obras. Y en efecto, apenas se encuentra virtud ninguna de que no haya dejado ejemplos nobilísimos. En punto a castidad (prenda de que el curso de su vida da claro testimonio), se lee de él un rasgo semejante a los de Alejandro y Escipión: en medio de muchas y bellísimas cautivas ni siquiera quiso nunca ver ninguna, encontrándose en la flor de su edad, pues fue muerto por los partos cuando contaba treinta y un años solamente. En lo tocante a justicia tomábase por sí mismo el trabajo de oír a las partes, y aunque por simple curiosidad se informara con los que comparecían ante él de la que profesaban, la enemistad que le movía contra la nuestra no ponía ningún contrapeso en la balanza. Él mismo hizo algunas leyes excelentes y alivió una gran parte de los impuestos y subsidios que establecieron sus predecesores.

Hay dos buenos historiadores que fueron testigos oculares de sus actos. De ellos, Marcelino censura con acritud en diversos lugares de su obra uno de sus decretos por virtud del cual prohibía la enseñanza a todos los retóricos y gramáticos cristianos, declarando de paso el cronista que   —61→   esta acción de su mando hubiera deseado verla sumergida en el silencio. Es muy probable que si algo más duro hiciera contra nosotros, Marcelino no lo hubiera callado siendo tan afecto a nuestra fe. Rudo era para nosotros, es verdad, mas no cruel enemigo, porque los mismos cristianos cuentan que paseándose una vez por las cercanías de la ciudad de Calcedonia, Maris, obispo de la misma, se atrevió a llamarle perverso y traidor a Cristo, y que él no tomó venganza alguna contra el insulto, limitándose a contestar «Aparta, miserable; mejor harías en llorar la pérdida de tus ojos»; a lo cual el obispo repuso: «Yo doy gracias a Jesucristo por haberme quitado la vista para no contemplar tu cínico rostro»; palabras que Juliano oyó, según dicen los cristianos, con resignación filosófica. No se aviene este sucedido con las crueldades que contra nosotros se le atribuyen. «Era, dice Eutropio, el otro testigo a que aludí, enemigo de la cristiandad, pero sin llegar al derramamiento de sangre.»

Volviendo a su justicia, nada puede acusarse en ella si no es el rigor que desplegó en los comienzos de su imperio contra los que habían seguido el partido de Constancio, su predecesor. Cuanto a sobriedad, vivía siempre una vida de campeonato, y se alimentaba en plena paz como quien se preparaba y acostumbraba a la austeridad de la guerra. En él era tan grande la vigilancia, que dividía la noche en tres o cuatro partes, de las cuales la menor consagraba al sueño; el resto empleábalo en visitar personalmente el estado de su ejército sus guardias, y en estudiar, pues entre los demás singulares méritos que le adornaban era hombre peritísimo en toda suerte de literatura. Refiérese de Alejandro el Grande que cuando estaba acostado, temiendo que el sueño obscureciese sus reflexiones y estudios, hacía colocar un platillo junto al lecho, manteniendo uno de sus brazos fuera del mismo, y en la mano una bola de cobre, a fin de que al quedarse dormido la caída de la bola en el platillo le despertara. Juliano tenía el alma tan rígida hacia sus designios, tan limpia de vanidades por su abstinencia singular, que podía prescindir de ese artificio. Por lo que mira a capacidad militar, Juliano fue cabal en todas las prendas que deben adornar a un gran capitán. Casi toda su vida la empleó en el ejercicio de la guerra, contra nosotros, en Francia, contra los alemanes y los francones. Apenas se guarda memoria de hombre que haya corrido más azares, ni que con mayor frecuencia haya puesto a prueba su persona.

Su muerte tiene algún parecido con la de Epaminondas, pues fue herido por una flecha; intentó arrancársela, y lo hubiera conseguido, mas, como era tajante, se hizo una cortadura en la mano que contribuyó a debilitársela. Mal herido como se encontraba, no cesaba de pedir que lo llevaran   —62→   a la pelea para enardecer a sus soldados, quienes valientemente hicieron frente al enemigo sin su jefe hasta que la noche separó a los combatientes. A la filosofía era deudor del singular menosprecio que le inspiraba su vida todas las cosas humanas, y creía además firmemente en eternidad de las almas.

En materia de religión, sus defectos eran grandes. Se le llamó el Apóstata por haber abandonado la nuestra; sin embargo, me parece más verosímil creer que nunca creyó en ella con fe cabal, sino que la simuló por prestar obediencia a las leyes hasta el momento en que tuvo el imperio en su mano. Fue tan supersticioso en la suya, que hasta los mismos que en su época lo fueron burlándose de él en este punto; y se decía que de haber ganado la batalla contra los partos habría agotado la raza bovina para dar abasto a sus sacrificios. Estaba tan embaucado en la ciencia de la adivinación que concedía autoridad suma a toda suerte de pronósticos. Al morir, dijo entre otras cosas que se sentía reconocido a los dioses y les daba gracias porque no le mataran por sorpresa, habiéndole de largo tiempo advertido del lugar y hora de su fin, y por no abandonar la vida ni con blandura y flojedad, que sentaban mejor en personas ociosas y delicadas, ni tampoco de una manera languidecedora, prolongada y dolorosa; glorificaba a los dioses por haber consentido morir noblemente, durante el curso de sus victorias, en medio de lo mejor de su gloria. Había tenido una visión semejante a la de Marco Bruto, primeramente en la Galia que luego se le volvió a aparecer en Persia, en el momento de su muerte. Estas palabras que se lo atribuyen cuando se sintió herido «Venciste, Nazareno», o como otros afirmaban, «Alégrate, Nazareno», apenas se habrían olvidado de haber sido creídas por los testigos de que hablé antes, quienes estando presentes en el ejército tuvieron ocasión de advertir hasta los más insignificantes movimientos y palabras de su fin, como tampoco hubieran dejado de consignar ciertos milagros que se le achacan.

Volviendo al asunto de mi tema, diré que, según afirma Marcelino, tuvo incubado largo tiempo en su corazón el paganismo, pero considerando que todos sus soldados eran cristianos no se atrevió a sacarlo a la superficie. Luego, cuando se vio suficientemente fuerte para osar hacer pública su voluntad, mandó que se abrieran los templos de los dioses y puso en juego todos los medios para implantar su idolatría. Para conseguirlo, como encontrara en Constantinopla al pueblo separado de los prelados de la Iglesia cristiana, que estaban divididos, hizo llamar a éstos a su palacio, y los amonestó para que al punto apaciguaran sus disensiones civiles, y que cada cual sin obstáculo ni temor se pusieran al servicio de su religión, idea a que le   —63→   movió la esperanza de que esta libertad aumentaría los partidos y cábalas de la división, e impediría al pueblo congregarse y fortificarse contra él por acuerdo e inteligencia unánimes. Merced a la crueldad de algunos cristianos, tuvo Juliano ocasión de convencerse «de que en el mundo, no hay animal, tan temible para el hombre como el hombre mismo». Estas eran, sobre poco más o menos, sus propias palabras.

Es digno de notarse que este emperador se sirve para atizar los trastornos de la disensión civil del remedio mismo que nuestros reyes acaban de emplear para extinguirla. Por una parte puede decirse que el dar rienda suelta a los distintos partidos, permitiéndoles el mantenimiento de sus ideas, es desparramar y sembrar la división, casi echar una mano para aumentarla, no poniendo trabas ni coerciones con leyes que sujeten y pongan obstáculos a su carrera. Mas por otro lado puede también decirse que dejar en libertad completa a los partidos para que sustenten sus ideas es ablandarlas y aflojarlas por la libertad que se las concede, y por ende embotar el aguijón, que se aguza merced a la rareza, novedad y dificultad. En pro del honor y devoción de nuestros monarcas, creo yo que no habiendo logrado lo que querían, simularon querer sólo lo que pudieron.




ArribaAbajoCapítulo XX

No gustamos nada puro


Hace la debilidad de nuestra condición que las cosas en su sencillez y pureza naturales no puedan caer bajo nuestra jurisdicción ni empleo. Los elementos que gozamos están adulterados, lo mismo que los metales. El oro se empeora con alguna otra materia para acomodarlo a nuestro servicio. Ni siquiera la virtud, así en su simplicidad, del modo que Aristón, Pirro y aun los estoicos la consideraban como «fin de la vida», pudo sernos útil sin mezcla previa, como tampoco la voluptuosidad cirenaica y aristípica. Entre los bienes y placeres que hay exento de algo que no sea malo o incómodo:


Medio de fonte leporum
surgit amarit aliquid, quod in ipsis floribus angat.971



Nuestro extremo goce tiene algo de gemido y de queja. ¿No podría en realidad decirse que la angustia lo remata? Hasta cuando formamos la imagen del mismo en su excelencia más suprema, la rellenamos con epítetos y cualidades   —64→   enfermizas dolorosas; languidez, blandura, debilidad, desfallecimiento, morbidezza, prueba evidente de la consanguineidad y consustancialidad de estos dictados con aquél. La alegría intensa tiene más de severo que de alegre. El extremo y pleno contentamiento supone mayor calma que alegría; ipsa felicitas, se nisi temerat, premit972. La facilidad nos destruye como dice un antiguo verso griego, cuyo sentido es «que los dioses nos venden cuantos beneficios nos otorgan», es decir, que ninguno nos conceden perfecto y puro, y que siempre los adquirimos a cambio de algún mal.

El trabajo y el placer, cosas entre sí diversas por naturaleza, se asocian, sin embargo, por medio de no sé qué juntura natural. Sócrates habla de un dios que intentó confundir y hacer un todo de la voluptuosidad y el dolor, y que no pudiendo salirse con la suya se le ocurrió cuando menos acoplarlos por la cola. Metrodoro decía que en la tristeza hay alguna acción de placer. Ignoro si querría decir otra cosa, mas yo imagino que existen el consentimiento y la complacencia en alimentar la melancolía. Y lo afirmo aparte del orgullo, que con aquella puede ir mezclado: hay como una sombra de delicadeza y sibaritismo que sonríe y nos acaricia en el regazo mismo de la melancolía. Y en efecto, ¿no existen complexiones que de la melancolía hacen su alimento ordinario?


Est quaedam flere voluptas.973



Atalo refiere en los escritos de Séneca que la memoria de nuestros amigos perdidos nos es grata como el amargor en el vino añejo,


Minister vetuli, puer, Falerni
ingerimi calices amariores974,



y como las manzanas cuyo sabor es agridulce. Muéstranos a naturaleza esta confusión, y los pintores aseguran que los movimientos y arrugas que nuestro semblante adopta cuando lloramos son los mismos que cuando reímos, y en verdad antes que la risa o el llanto acaben de borrarse del rostro, consideradlos con detenimiento, y quedaréis perplejos sobre lo que va a hacer la persona afectada por uno u otro sentimiento. El exceso de risa va mezclado de lágrimas. Nullum, sine auctoramento malum est.975

Cuando considero al hombre cercado de todas las comodidades apetecibles (supongamos que sus miembros todos se vieran constantemente sobrecogidos por un placer semejante   —65→   al de la generación en el punto más excesivo), hundirse bajo la carga de sus delicias, y le veo incapaz de soportar una voluptuosidad tan constante, tan pura y tan universal. El hombre huye del placer cuando lo posee y se apresura naturalmente a escapar de él como de un lugar en que no puede tomar pie y en el cual teme sumergirse.

Cuando me considero concienzudamente, reconozco que hasta la bondad más acabada que pueda poseer incluye algún tinte vicioso, y temo que Platón cuando habló de la virtud más esclarecida (yo que de ella, y de las que son tan relevantes, soy leal y sincero justipreciador como otro cualquiera pueda serlo), si hubiera escuchado de cerca, como sin duda escuchaba, habría advertido algún tono descarnado de mixtura humana, pero obscuro y solamente perceptible en sí mismo individualmente. Las leyes mismas que defienden la justicia no pueden subsistir sin alguna mezcla de injusticia; y Platón afirma que los que pretenden quitar a las leyes inconvenientes y rémoras, ejecutan labor idéntica a la de los que intentan cortar la cabeza a la Hidra. Omne magnum exemplum habet aliquid ex iniquo, quod contra singulos utilitate publica rependitur976, dice Tácito.

Es igualmente, cierto que en el gobierno de la vida y para el manejo del comercio público puede haber exceso en la pureza y perspicacia de nuestro espíritu. Esta penetrante claridad encierra sutileza y perspicacia demasiadas a las cuales es preciso echar lastre y embotar para que obedezcan al ejemplo y a la práctica, esforzarlas y obscurecerlas para colocarlas al nivel de esta existencia tenebrosa y terrestre. Por eso vemos que los espíritus comunes y menos tirantes son más aptos y afortunados en el manejo de los negocios, y que las opiniones más elevadas y exquisitas de la filosofía son inútiles en la práctica. La vivacidad puntiaguda del alma y su flexible e inquieta volubilidad dan al traste con nuestras negociaciones. Precisa manejar las empresas humanas más grosera y superficialmente y dejar una buena parte de ellas encomendada a los derechos del acaso. No hay necesidad de aclarar las cosas tan profunda y sutilmente; empeñados en esta labor, nos extraviamos en la consideración de tantos aspectos contrarios y formas diversas; voluntalibus res inter se pugnantes, obtorpuerant... animi977.

Es lo que los antiguos cuentan de Simónides; como su entendimiento le mostraba sobre la pregunta que le hiciera el rey Hierón (para contestarla había solicitado muchos   —66→   días de meditación) diversas consideraciones agudas y sutiles, dudando cuál fuera la más verosímil de todas, desesperó por completo de la verdad.

Quien inquiere y abraza todas las circunstancias de una cosa hace difícil la elección. Un ingenio mediano lo conduce todo por igual, y es suficientemente apto para le ejecución de los negocios grandes y chicos. Considerad que los mejores mensajeros son los que aciertan menos a mostrarnos por qué lo son, y que los que relatan diestramente las más de las veces no hacen nada de provecho. Sé de un gran decidor, pintor excelentísimo de toda suerte de ordenadas administraciones, que dejó lastimosamente escurrirse por entre sus manos cien libras de renta, y de otro que habla y aconseja como el más cuerdo de los hombres: en apariencia, nadie hay en el mundo que muestre un alma tan capaz; sin embargo en la práctica reconocen sus servidores que es otra persona distinta, sin que el hado para nada sea culpable.




ArribaAbajoCapítulo XXI

Contra la holganza


Encontrándose agobiado el emperador Vespasiano por la enfermedad de que murió, no dejaba por ello de hacerse cargo del estado de su imperio, y en su mismo lecho despachaba constantemente muchos negocios de consecuencia. Como su médico le reprendiera por seguir una conducta que tanto perjudicaba su salud: «Es preciso, contestó el paciente, que un emperador muera de pie.» Palabras hermosas a mi entender, y dignas de un gran príncipe. Adriano tuvo también ocasión de emplearlas más tarde y deberían recordarse a los reyes para hacerles sentir que la grave carga que se les encomienda con el mando de tantos hombres no es una carga ociosa, y que nada hay que pueda tan justamente repugnar a súbdito al echarse en brazos del azar para el servicio de su príncipe, como verle apoltronado en vanos y fútiles quehaceres y cuidando de su conservación cuando tan indiferente lo es la nuestra.

Si alguien pretende sostener la ventaja do que el soberano dirija sus expediciones militares por mediación ajena y no por sí mismo, la casualidad le procurará ejemplos sobrados de aquellos a quienes sus lugartenientes colocaron a la cabeza de empresas grandes, y aun de otros todavía cuya presencia hubiera sido más perjudicial que benéfica; mas ningún príncipe esforzado y valeroso puede sufrir ni siquiera que se le comuniquen instrucciones tan vergonzosas. So pretexto de conservar su cabeza, como la imagen de un santo,   —67→   para la buena fortuna de su Estado, degrádanle de su oficio cuya misión es absolutamente militar, declarándolo incapaz de ella. Conozco yo uno que preferiría mejor ser derrotado que dormir mientras por él se baten, y que jamás vio sin honroso celo hacer algo grande a sus mismas gentes en su ausencia. Selim I decía, a mi entender con razón sobrada, «que las victorias ganadas sin el amo no son victorias completas». Con mayor razón hubiera dicho que este amo debiera enrojecer de vergüenza de considerar como algo de su gloria aquello en que no tomó parte sino con su voz e inteligencia, y ni esto siquiera, puesto que en empresas semejantes las órdenes y pareceres que el éxito corona son los que se emiten en el campo de batalla, en el lugar que sirve de teatro a los acontecimientos. Ningún piloto cumple su misión a pie enjuto. Los príncipes de la dinastía otomana, la primera del mundo en fortuna guerrera, abrazaron con calor esa opinión, y Bayaceto II y su hijo que de ella se apartaron para emplearse en el ejercicio de las ciencias y otras ocupaciones caseras dieron así grandes sopapos a su imperio. Amurat III, que al presente reina, a ejemplo de los otros, comienza también a experimentar los efectos de su conducta. Eduardo III, rey de Inglaterra, profirió esta frase a propósito de nuestro Carlos V: «Jamás hubo rey que menos se armara ni tampoco que tanto me diera que hacer.» Razón tenía de juzgarlo singular, cual si el hecho emanara más de la buena estrella que de la razón. Para poner otro ejemplo de la misma índole añadiré que a los que incluyen entre los belicosos y magnánimos conquistadores los reyes de Castilla y Portugal porque a mil y doscientas leguas de sus ociosas residencias, con el concurso exclusivo de sus vasallos se hicieron dueños de las Indias orientales y occidentales, podría reponérseles si dichos monarcas tendrían siquiera el heroísmo de dirigirse allá, a países tan remotos.

Más lejos iba aún el emperador Juliano, el cual decía «que un filósofo y un galán no deben ni siquiera respirar»; con lo cual significaba que no debían conceder a las necesidades corporales sino exclusivamente lo que no puede rechazárselas, y que habían menester de tener el alma y la materia ocúpalos en cosas virtuosas y grandes. Avergonzábase cuando en público le veían escupir o sudar (lo mismo refieren de la juventud lacedemonia, y Jenofonte de la persa), porque consideraba que el ejercicio, el trabajo continuo y la sobriedad debían evaporar y secar todos los humores superfluos. Lo que Séneca dice de la educación en la antigua Roma no sentará mal aquí: «Nada enseñaban a los muchachos, dice, que tuvieran necesidad de aprenderlo sentados.»

Constituye una envidia generosa el pretender que hasta la muerte sea viril y provechosa al bien de la patria. Pero   —68→   el lograrlo así no depende tanto de nuestra buena resolución como de nuestra buena fortuna. Mil guerreros hubo que se propusieron vencer o morir combatiendo, que no alcanzaron ni lo uno ni lo otro. Las heridas y los calabozos se opusieron a su designio imponiéndoles existencia que no quisieran vivir: hay enfermedades que destruyen hasta nuestros deseos y facultades mentales. No secundó la fortuna la vanidad de las legiones romanas que por virtud de juramento se comprometían a morir o a alcanzar la victoria: Victor, Marce Fabi, revertar ex acie: si fallo, Jovem patrem, Gradivumque Martem, aliosque iratos invoco deos.978 Dicen los portugueses que en cierto lugar de los que en las Indias conquistaron vieron guerrilleros que con horribles execraciones se condenaban a no admitir ningún género de tregua, queriendo sólo salir vencedores o muertos, y que como muestra de su voluntad llevaban rapadas cabeza y barba. Inútil es que nos obstinemos en el azar: parece que las heridas huyen de los que ante el peligro se presentan resueltos y contentos, y no atrapan sino a los temerosos. Hubo quien no perdiendo su villa por las fuerzas adversarias, después de haber intentado tolos los medios imaginables, se vio obligado, para cumplir su resolución de ganar honor o perder la vida, a darse a sí mismo la muerte en el calor de la refriega. Entre otros ejemplos podría citarse el de Filisto, que mandaba la flota de Dionisio el joven contra los siracusanos. Habiendo presentado batalla al enemigo, que fue muy reñida por ser iguales las fuerzas de uno y otro bando, tuvo en los comienzos la mejor parte gracias a su proeza; colocándose luego los siracusanos en torno de su galera para cercarla, Filisto llevó a cabo sobrehumanos esfuerzos para desenvolverse, y no esperando solución mejor, con su propia mano se quitó la vida, que tan liberal e inútilmente abandonara a las armas enemigas.

Muley Moluc, rey de Fez, que acaba de ganar contra Sebastián, rey de Portugal, la jornada famosa que acabó con la muerte de tres reyes y con la incorporación de aquella gran comarca a la corona de Castilla, cayó gravemente enfermo desde el momento en que los portugueses invadieron su Estado a mano armada, y fue sucesivamente empeorando hasta su muerte, que preveía. Nunca guerrero alguno se sirvió de sus propias fuerzas con mayor valentía ni bravura. Reconociéndose débil para desplegar la ceremoniosa pompa de la entrada en su campamento, el cual según las costumbres de su Estado estaba lleno de magnificencia y en él se hacían numerosas maniobras, declinó este honor en su hermano, mas fue el solo deber que resignara   —69→   de los que al capitán incumben; todos los otros cumpliolos con laboriosidad y escrúpulo, manteniendo su cuerpo tendido, pero su espíritu y su vigor derechos y resistentes hasta exhalar el último suspiro, y aun después en algún modo. Podía minar a sus enemigos, que indiscretamente habían penetrado y avanzado en sus dominios, y lamentó en extremo que la falta de un poco de villa, pues no tenía a quien encomendar la dirección de la guerra ni el gobierno de un Estado en desorden, le obligara a buscar la victoria sangrienta y arriesgada, teniendo en sus manos una segura y cabal. Sin embargo le fue dable prolongar y aprovechar milagrosamente la duración de su enfermedad para aniquilar a su enemigo y llevarlo lejos de la flota y de las plazas de la costa de África, no cesando en esta empresa hasta el último día de su vida, el cual empleó y reservo para la gran jornada. Organizó la batalla en forma circular, sitiando por todas partes las huestes portuguesas; luego que el círculo se cerró, imposibilitolas, no solamente de manejarse en la lid (que fue muy reñida por el valor que desplegó el joven monarca sitiador), puesto que tenían que acudir a todas partes para hacer cara al enemigo, sino que las imposibilitó también de huir después de vencidas, porque hallaron todas las salidas cerradas y tomadas, viéndose obligados los soldados a lanzarse unos sobre otros, coacervanturque non solum caede, sed etiam fuga979, y a amontonarse unos sobre otros, procurando así los vencedores una victoria cabal y horrenda. Ya moribundo, hízose transportar de una parte a otra, donde la necesidad le llamaba; y corriendo a lo largo de las filas, exhortaba a capitanes y soldados, distintamente; mas como viera que sus tropas en un punto reducido se dejaran acogotar, no pudieron detenerle; montó a caballo, con la espada en la mano, y esforzose por tomar parte en la refriega sin que sus gentes pudieran sujetarle, deteniéndole, quién por la brida del corcel, quién por el traje y los estribos. Este supremo esfuerzo acabó con la poca vida que la quedaba, y le acostaron de nuevo. Luego, como resucitando sobresaltado de este pasmo, hallándose imposibilitado para advertir que callaran su muerte (era la orden más imperiosa que le quedaba por dar), a fin de que la nueva no engendrara el desconcierto entre sus gentes, expiró teniendo el dedo índice apretado contra sus labios juntos, sino ordinario de guardar silencio. ¿Quién vivió jamás tan dilatado tiempo y tan sumergido en la muerte? ¿Quién murió jamás con mayor firmeza?

El grado supremo en el soportar vigorosamente la muerte y a la vez el más natural, es contemplarla no sólo sin extrañeza, sino también sin preocuparse para nada de ella,   —70→   continuando el género de vida anterior hasta en el mismo sucumbir: como hizo Catón, que se ocupaba en estudiar y en dormir habiendo de soportar un fin violento y rudo cuya imagen tenía grabada en su mente y en su pecho, al alcance de su mano.




ArribaAbajoCapítulo XXI

De las postas


No fuí yo de los más flojos en este ejercicio, que se adecua para personas de mi estatura, corta y resistente: pero ya lo abandoné porque nos desgasta demasiado para que pueda durar mucho tiempo. Hace un momento leía que el rey Ciro para recibir con mayor facilidad, nuevas de todos los lugares de su imperio, que era de una extensión muy dilatada, informose del camino que un caballo podía recorrer en un día, sin detenerse, y estableció hombres para que los tuvieran prestos y se los entregaran a los que a él se dirigieran. Dicen algunos que la rapidez de la marcha del caballo, con ese andar, es igual a la del vuelo de las grullas.

Refiere César que Lucio Vibulio Rufo, teniendo urgencia de comunicar una noticia a Pompeyo, encaminose hacia él marchando día y noche y cambiando de caballos para no perder un momento. El mismo César, según Suetonio, recorría cien millas por día en un vehículo de alquiler, lo cual no es de maravillar, pues era un corredor furioso; donde los ríos le cortaban el paso, franqueábalos a nado, y no se apartaba del camino más corto para buscar un puente, o el lugar en que el vado fuera más fácil. Tiberio Nerón, yendo a visitar a su hermano Druso, que se encontraba enfermo en Alemania, hizo doscientas millas en veinticuatro horas, sirviéndose de tres vehículos. En la guerra de los romanos contra el rey Antíoco, dice Tito Livio que Sempronio Graco, per dispositos equos prope incredibili celeritate ab Amphissa tertio die Pelam pervenit980: y del contexto del historiador se refiere que los caballos estaban de asiento en los sitios donde los tomaba, y no puestos ex profeso para este viaje.

La idea que ocurrió a Cécina de enviar nuevas a los suyos era mucho más rápida. Llevaba consigo golondrinas, las soltaba hacia sus nidos cuando quería comunicar noticias a su familia, tiñéndolas con el color propio a significar lo que quería, según concertara de antemano con sus gentes.

En los teatros de Roma los padres de familia llevaban consigo palomas, que guardaban en el pecho, a las cuales   —71→   sujetaban las cartas cuando querían comunicar alguna cosa a sus gentes en el domicilio. Estaban hechas estas palomas a comunicar la respuesta. D. Bruto se sirvió de ellas en el sitio de Módena, y otros en distintas circunstancias.

En el Perú iban los correos montados en cargadores que los conducían con velocidad sobre los hombros, y sin detenerse en la carrera colocábanlos sobre otros hombres.

A los valacos, que son los correos del Gran Señor, se les encomiendan comisiones de una diligencia extraordinaria, puesto que les es lícito desmontar al primer jinete que se cruza por su camino, a quien dan su caballo ya rendido. Además, para evitar el cansancio se oprimen bien el cuerpo con una banda ancha, como también algunos otros pueblos acostumbran. Yo no he hallado alivio alguno en la práctica de esta usanza.




ArribaAbajoCapítulo XXIII

De los malos medios encaminados a buen fin


En este universal concierto de las obras de la naturaleza existe una relación y correspondencia maravillosas, evidente muestra de que aquél no es fortuito ni está tampoco gobernado por diversos maestros. Las enfermedades y condiciones de nuestro cuerpo vense también en las naciones y en sus leyes: los reinos y las repúblicas nacen, florecen y fenecen de vejez como nosotros. Estamos sujetos los hombres a una plétora de humores inútil y dañosa, ya sean buenos (aun éstos son temidos por los médicos), porque nada hay en nuestro organismo que sea permanente: y dicen que el perfecto estado de salud, demasiado rozagante y vigoroso, nos es preciso disminuirlo y rebajarlo por arte, porque no pudiendo nuestra naturaleza detenerse en ninguna posición, no teniendo donde subir para mejorarse, temen que no vuelva hacia atrás de pronto y tumultuariamente. Por eso a los atletas y a los gladiadores se les ordenaban las purgas y sangrías con el fin de aligerarlos de la superabundancia de salud. Existe también la plétora de malos humores, que es la causa ordinaria de las enfermedades. Lo propio acontece en los Estados, y para curarlos échase mano de diversas suertes de purgas: Ya se procura salida a una gran multitud de familias para descargar el país, las cuales van a buscar en otras partes acomodo a expensas ajenas; así nuestros antiguos francones que salieron de lo más interno de Alemania vinieron a apoderarse de la Galia, de donde desalojaron a los primitivos habitantes: así se forjó aquella infinita marca humana que invadió Italia bajo el mando de Breno y otros guerreros;   —72→   así los godos y los vándalos, y los pueblos que, poseedores de la Grecia actual, abandonaron el país de su naturaleza para establecerse en otros más a sus anchas. Apenas si existen dos o tres rincones del mundo que no hayan experimentado los efectos de estas conmociones. Por este medio fundaban los romanos sus colonias, pues advirtiendo que su ciudad engrosaba más de lo conveniente, descargábanla del pueblo menos necesario, y le enviaban a habitar y cultivar las tierras que habían conquistado. A veces de intento sostuvieron guerras con algunos de sus enemigos, no sólo para mantener a la juventud vigorosa, temiendo que la ociosidad, madre de toda corrupción, la acarreara algún perjuicio más dañoso,


Et patimur longae, pacis mala; saevior armis,
luxuria incumbit981;



sino también para que la lucha sirviera de sangría a su república y refrescara un poco el ardor demasiado vehemente de la gente moza, acortando así y aclarando el ramaje de este árbol frondoso y robusto. Con semejante fin hicieron la guerra de Cartago.

Eduardo III, rey de Inglaterra, no quiso comprender en el tratado de Bretigny, por virtud del cual ajustó paces con nuestro rey, la cuestión relativa al ducado de Bretaña, con el fin de poder descargarse de sus guerreros, y para que la multitud de ingleses de que se había servido en los negocios de Francia no se lanzara en Inglaterra. Análoga fue la causa de que nuestro rey Felipe consintiera en enviar a Juan, su hijo, a la guerra de ultramar, a fin de que llevara consigo un número considerable de jóvenes vigorosos que había entre sus tropas de a caballo.

Muchos hay en el día entre nosotros que discurren de manera semejante, deseando que este perpetuo combatir que nos circunda pudiera desviarse a alguna guerra vecina, y temiendo que estos viciosos humores que a la hora presente imperan en nuestro cuerpo social mantengan nuestra fiebre siempre fuerte, y acarreen al cabo nuestra entera ruina si no se les da otra dirección. Y en verdad que una guerra extranjera es un mal menos nocivo que la civil, mas no creo que Dios favoreciera la injusta empresa de ocasionar perjuicios a los demás en ventaja propia.


Nil mihi tam valde placeat, Rhamnusia virgo,
    quod temere invitis suscipietur heris.982



Sin embargo, la debilidad de nuestra condición nos empuja   —73→   a veces a este extremo de echar mano de medios viciosos para conseguir fines justos. Licurgo, el legislador más cumplido y virtuoso que jamás haya existido, se sirvió de este proceder injustísimo para instruir a su pueblo en la templanza al hacer que los siervos ilotas se embriagaran, a fin de que al verlo así perdidos y ahogados en el vino los espartanos tomaran horror al desbordamiento de tal vicio. Conducta peor todavía era la de aquellos que en lo antiguo consentían que los criminales, cualquiera que fuese el género de muerte a que se los condenara, fueran desgarrados vivos por los médicos para ver al natural las artes internas del cuerpo humano y alcanzar mayor ciencia en su arte, pues si en ocasiones el desbordamiento de la ley natural se impone, más excusable es infringirlo para alcanzar la salud del alma que la del cuerpo, como los romanos acostumbraban al pueblo al valor y a menospreciar los peligros y la muerte por medio de los furiosos espectáculos de gladiadores y esgrimidores hasta el acabar, los cuales luchaban, se despedazaban y se mataban en presencia de la multitud:


Quid vesani aliud sibi vult, ars impia ludi,
quid mortes juvenum, quid sanguine pasta voluptas?983



costumbre que duró hasta la época del emperador Teodosio:


Arripe dilatam tua, dux, in tempora famam,
quodque patris superest, successor laudis habeto...
Nullus in urbe cadat, cuius sit poena voluptas...
Jam solis contenta feris, infamis arena
nulla cruentatis homicidia ludat in armis.984



Era en verdad un maravilloso ejemplo y de frutos fecundísimos para la educación del pueblo el contemplar todos los días cien, doscientas y hasta mil parejas de hombres armados los unos contra los otros, cortándose en pedazos con firmeza tan suprema de ánimo que jamás se les oyó proferir una palabra que revelara flojedad o que pidiera consideración; ni se les veía volver la espalda, ni hacer siquiera un movimiento hacia atrás para esquivar el golpe del adversario, sino siempre tender el cuello al arma enemiga y presentarlo ante la recia sacudida. Aconteció a muchos, hallándose ya medio muertos, y acribillados de heridas, tener anhelo por saber si el pueblo estaba contento de su faena antes de tenderse en la tierra para exhalar el último   —74→   suspiro. No bastaba sólo que con vigor combatiesen y muriesen, siempre, era además preciso que ambas cosas las hicieran con regocijo, de suerte que se les aullaba y maldecía al verlos cariacontecidos recibir la muerte; las mismas jóvenes infundíanles ardor y ánimo:


       Consurgit ad ictus:
Et, quoties victor ferrum ingulo inserit, illa
delicias ait esse suas, pectusque, jacentis
virgo modesta jubet converso pollice rumpi.985



En los primeros tiempos sacrificábase en las luchas a los criminales, pero luego se echó mano de inocentes siervos y hasta de hombres libres que se vendían para este fin, y aun de senadores, caballeros romanos y hasta mujeres:


Nuc caput in mortem vendunt, et funus arenae,
atque hostem sibi quisque parat, quum bella quiescunt986;


       Hos inter fremitus novosque fusus...
       Stat sexus rudis insciusque ferri,
       et pugnas capit improbus viriles987:



lo cual encontraría peregrino e increíble si a diario no estuviéramos acostumbrados a ver en nuestras guerras muchos millares de gente extraña que por dinero compromete sangre y vida en querellas en que no tiene interés alguno.




ArribaAbajoCapítulo XXIV

De la grandeza romana


Sólo una palabra quiero apuntar aquí de pasada sobre este infinito tema para hacer patente la simplicidad de los que la ponen a la par del esplendor raquítico de estos tiempos. En el libro séptimo de las epístolas familiares de Cicerón (y que los gramáticos supriman este sobrenombre si les place, pues en verdad no les es muy adecuado; los que lo sustituyeron con ad familiares pueden encontrar algún fundamento en lo que Suetonio escribe en la vida de César, esto es, que había un volumen de cartas de aquél dirigidas a sus familiares), hay, una para César, quien a la sazón se encontraba en la Galia, en la cual el célebre orador copia las palabras siguientes, consignadas al final   —75→   de otra que el primero le había enviado: «Por lo que toca a Marco Furio, a quien me recomendaste, le haré rey de la Galia; si quieres que prospere algún otro de tus amigos, envíamele.» No es cosa nueva el que un simple ciudadano romano, como era entonces, dispusiera de reinos, pues arrebató el suyo al rey Dejotaro para dárselo a un gentilhombre de la ciudad de Pérgamo, llamado Mitridates, y los que escriben su vida señalan varios reinos por él vendidos. Suetonio cuenta que de una sola vez extrajo tres millones y seiscientos mil escudos a Tolomeo, al cual faltó poco para venderle su reino:


Tot Galatae, tot l'ontus eat, tot Lydia nummis.988



Decía Marco Antonio que la grandeza del pueblo romano se mostraba tanto en lo que se apropiaba como en lo que daba. Cosa de un siglo antes de este emperador, Roma se hizo dueña, entre otros, de un reino por virtud de autoridad tan soberana, que toda su historia no encuentra marca que ponga más alto el nombre de su crédito. Antíoco era dueño de todo Egipto y se hallaba preparado a la conquista de Chipre y demás provincias de aquel imperio. Encontrándose así en el apogeo de sus expediciones recibió la visita de Cayo Popilio, que representaba al senado; éste se opuso a presentarle su mano hasta que leyera las instrucciones que llevaba. Tan luego como el rey las hubo leído respondió al comisionado que le diera tiempo para deliberar, a lo cual Popilio, trazando un círculo alrededor del rey con la varilla que tenía en la mano, dijo: «Contéstame, de suerte que me sea dable comunicar tus palabras al cuerpo que represento antes de que tus pies salgan de este círculo.» Sorprendido Antíoco de lo enérgico y apremiante de la orden, y después de haber reflexionado brevemente: «Haré, respondió, lo que me ordena el senado.» Sólo entonces lo saludó Popilio como a amigo del pueblo romano. ¡Renunciará a una tan extensa monarquía así como al curso de tan afortunada prosperidad merced a tres o cuatro plumazos, es en verdad caso peregrino! Tuvo Antíoco luego razón sobrada para enviar a decir al senado romano por mediación de sus embajadores que había recibido las Órdenes que aquél le comunicara con igual reverencia que si de los dioses inmortales emanaran.

Los reinos todos que a Augusto procuraron sus conquistas devolviolos a quienes los perdieron, o con ellos hizo presentes a personas extrañas. Hablando Tácito de Cogiduno, rey de Inglaterra, con motivo del proceder de Augusto, nos hace ver, valiéndose de un rasgo extraordinario, el infinito poderío de Roma. Acostumbraban los romanos,   —76→   dice, desde remotísimos tiempos, a dejar a los reyes que vencieran en la posesión de sus reinos bajo su autoridad, «con el fin de hacer hasta de los monarcas mismos instrumentos de servidumbre». Ut haberent instrumenta servitutis reyes. Verosímil es que Solimán, a quien hemos visto hacer presento del reino de Hungría y, otros Estados, atendiera más a esta consideración que no a la que tenía por costumbre alegar; o sea, «que estaba ya tan cargado y saciado de tantas monarquías y, dominaciones, las cuales su valer personal o el de sus antepasados lo habían hecho adquirir».




ArribaAbajoCapítulo XXV

Inconvenientes de simular las enfermedades


Hay un epigrama de Marcial, que es de los buenos (también los escribió medianos y malos), en el cual refiere con gracia suma el sucedido de Celio, quien, por no usar de cortesanías con algunos grandes de Roma, como encontrarse junto a ellos cuando abandonaban el lecho, asistir a sus reuniones y seguirles en el paseo, simuló estar enfermo de gota, y para aparentar su excusa con verosimilitud mayor hacía que le diesen unturas en las piernas, llevábalas envueltas e imitaba cabalmente el continente y porte de un gotoso; mas aconteció al fin que la enfermedad le atrapó de veras:


Tantum cura potest, et ars doloris!
Desit fingere Caelius podagram!989



Creo haber leído en mi pasaje de Apiano la historia análoga de un individuo que, deseando escapar a las proscripciones de los triunviros de Roma, para no ser conocido de los que le perseguían, andaba oculto y disfrazado, a lo cual añadió además la ocurrencia de fingirse tuerto; mas ocurrió después, cuando logró recobrar alguna libertad mayor de la que antes había disfrutado, que queriendo retirar el emplasto que había por espacio de tanto tiempo llevado sobre el ojo pudo ver con el otro que efectivamente lo había perdido. Es posible que la fuerza de la vista se debilitara por haber permanecido tan dilatado espacio sin ejercicio, y, que la virtud visual se encaminara integra al otro ojo; pues con toda evidencia experimentamos que el que tenemos cubierto envía a su compañero alguna parte de su fuerza, de manera que el que permanece descubierto se dilata y se convierte en más abultado.   —77→   De la propia suerte la ociosidad, junta con el calor de las ligaduras y los medicamentos, había podido muy bien atraer algún humor podágrico al gotoso de Marcial.

Leyendo en Froissard la promesa que hiciera una tropa de caballeros jóvenes ingleses, que consistía en llevar vendado el ojo izquierdo hasta que hubieran penetrado en Francia y a expensas nuestras ganado algún lecho de armas, hame cosquilleado a veces el deseo de que les hubiese sucedido lo que aconteció a los dos individuos de que hablé, y que se hubieran encontrado todos tuertos al ver de nuevo a sus amadas, a las cuales brindaban el resultado de su empresa.

Obran cuerdamente las madres al reprender a sus hijos cuando éstos remedan el tuerto, el cojo o el bizco y otros defectos físicos, pues sobre que el tierno cuerpo de las criaturas puede con ello viciarse, no sé cómo ocurre que la casualidad se mofa lindamente de nosotros castigándonos. He oído referir muchos casos de gentes que cayeron enfermas por fingir que lo estaban. Yo acostumbré siempre a llevar en la mano, lo mismo andando a caballo que a pie, una varilla o un bastón para darme aires de elegancia o apoyarme con afectado continente: por ello muchos me amenazaron con que la casualidad acaso cambiara un día estos melindres en necesidad obligada. Para rechazar esta amonestación alego yo que sería el primer gotoso entro todos los de mi estirpe.

Pero alarguemos todavía este capítulo y abigarrémosle con otro apunte a propósito de la ceguera. Cuenta Plinio, que un individuo, soñando una noche que estaba ciego, encontrose tal en efecto al día siguiente, sin que padeciera ninguna enfermedad que a situación tan lamentable le encaminara. La fuerza de la imaginación puede muy bien ayudar en este caso particular, como dije en otra parte990; Plinio semeja ser de este parecer, pero es más verosímil todavía opinar, que los movimientos que el cuerpo experimentó interiormente, de los cuales los médicos buscarán la causa si les place, fueron los que lo privaron de la vista y los que al sueño dieron margen.

Añadamos aún otro sucedido análogo al precedente, que Séneca refiere en una de sus cartas: «Ya sabes, dice, dirigiéndose a Lucilio, que Harpasta, la loca que dirigiste a mi mujer, ha permanecido entre nosotros como cosa hereditoria, pues por lo que a mí toca soy enemigo de estos monstruos, y si alguna vez me vienen ganas de reír de un bufón, no he menester buscarlo lejos: me río de mí mismo; pues bien, esta pobre mujer ha perdido súbitamente la vista. La cosa te parecerá extraña, pero es verídica de todo en todo: no advierte que está ciega, y constantemente habla al que   —78→   la conduce de cambiarla de lugar, porque dice que mi casa es lóbrega. A todos se nos ocurre reírnos a sus expensas; nadie echa de ver que es avaro ni codicioso: los ciegos si quiera solicitan un guía, nosotros nos descarriamos voluntariamente. No soy ambicioso, decimos, pero en Roma no se puede vivir sino siéndolo; no soy fastuoso, mas habitar en la ciudad requiere siempre gastos grandes; cuando monto en cólera, la culpa no es mía, obedece a que aún no establezco la ordenada manera de vivir, y debe achacarse también a la inexperiencia de mis años. No busquemos fuera de nosotros la causa de nuestro mal, busquémosla dentro, pues está plantada en nuestras entrañas; y la circunstancia de no reconocer nuestra enfermedad hace nuestra curación más difícil. Si muy luego no la empezamos ¿cuándo habremos puesto remedio a tantas llagas y a tantos males como nos minan? A nuestro alcance tenemos una dulcísima medicina, que es la filosofía; con el uso de las otras el placer no se experimenta sino después de la extirpación del mal; ésta es grata y sana juntamente.» Tales son las palabras de Séneca, que si bien me apartaron de mi asunto fue en provecho del lector, que salió ganancioso en el cambio.




ArribaAbajoCapítulo XXVI

De los pulgares


Refiere Tácito que para sellar sus pactos algunos reyes bárbaros acostumbraban a juntar fuertemente la palma de la mano derecha, y a entrelazar después los pulgares hasta que, de puro apretar, la sangre casi salía por las yemas. Luego se los punzaban ligeramente y se los chupaban con reciprocidad mutua.

Los médicos dicen que los pulgares son los dedos maestros de la mano, y que la palabra pulgar viene de pollere991. Los griegos los llaman imagen, que vale tanto como decir otra mano, y entiendo que los latinos toman también a veces este vocablo en el sentido de una mano cabal:


Sed nec vocibus excitata blandis,
molli pollice nec rogata, surgit.992



En Roma era signo de merced el estrechar y besar los dedos pulgares:


Fautor utroque tuum laudabit pollice ludum993,



y de disfavor, el levantarlos volviéndolos hacia fuera:

  —79→  

Converso pollice vulgi,
quemlibet occidunt populariter.994



Dispensaban los romanos del servicio militar a los que tenían esos dedos defectuosos, o sólo uno de ellos, como si por esto no pudieran manejar las armas con acierto. Augusto confiscó los bienes a un caballero que apeló a la estratagema de cortar los pulgares a sus dos hijos para librarlos de empuñar las armas. Antes de aquel emperador el senado romano, en la época de la guerra itálica, había condenado a Cavo Vatieno a prisión perpetua, y le había confiscado también todos sus intereses, por haberse cortado el dedo pulgar de la mano izquierda, con el mismo fin que perseguía el caballero para sus hijos.

Alguien, cuyo nombre no recuerdo, habiendo ganado un combate naval, hizo cortar los pulgares a los vencidos para imposibilitarlos de guerrear y de manejar los reinos. Los atenienses se los cortaron a los eginetas para que no les aventajasen en el arte de la marinería.

En Lacedemonia los maestros de escuela castigaban a los niños mordiéndoles los dedos pulgares.




ArribaAbajoCapítulo XXVII

Cobardía, madre de crueldad


Muchas veces oí decir que la cobardía engendra la crueldad, y en efecto, la experiencia nos muestra que el rigor y agriura del valor brutal perverso e inhumano, va generalmente unido a la femenina blandura. Yo he visto muchos hombres de la ferocidad más rabiosa sujetos a las lágrimas por fútiles causas. Alejandro, tirano de Pheres, no podía soportar en el teatro la representación de obras trágicas, temiendo que sus ciudadanos le vieran gemir a la vista de las desdichas de Andrómaca y Hécuba; y sin embargo aquel hombre sin entrañas hacía matar con crueldad refinada multitud de gentes todos los días. ¿Es la debilidad de alma la que los trueca así en sensibles hasta el extremo? El valor, cuyo efecto es ejercerse contra la resistencia,


Nec nisi bellantis gaudet cervice juvenei995;



detiénese cuando el enemigo se encuentra ya indefenso; mas la pusilanimidad, por aparentar lo que no existe, hallándose incapacitada para ejercer la resistencia, encarnizase   —80→   con la víctima cebándose en su sangre. De los asesinatos que siguen a las victorias son ordinariamente autores el pueblo y los oficiales subalternos; y lo que hace horrores increíbles en las guerras en que toman parte gentes de baja estofa es que éstas se muestran aguerridas y enfurecidas sólo para ensangrentarse y despedazar los cadáveres a sus pies, no sintiéndose capaces de valor distinto:


Et lupus, et turpes instant morientibus ursi,
    et quaecumque minor nobilitate fera est996:



de la propia suerte que los perros miedosos muerden y desgarran en las casas las pieles de las fieras a quienes no osaron atacar en los campos. ¿Cuál es la causa de que al presente todas nuestras luchas sean mortíferas, y cuál el origen de que habiendo reconocido nuestros padres algún grado en la venganza, nosotros comencemos siempre por el último, dando principio por matar? ¿Qué significación podemos dar a esta costumbre si no es declarar que constituye la más exquisita de las cobardías?

Reconocen todos que suponen bravura y menosprecio más grande el derrotar al enemigo que el acabar con él, el hacerle morder el polvo que el hacerle morir. El apetito de venganza se sacia así mejor, y es mayor el contento que el agraviado recibe, pues éste no tiende sino a mostrar la propia superioridad; por eso no atacamos a un animal o a una piedra cuando nos molestan, porque son incapaces el uno y la otra de experimentar nuestro desquite. Matar a un hombre, es ponerle al abrigo de nuestras ofensas. De la propia suerte que Bias gritaba a un sujeto perverso: «Sé que tarde o temprano verás purgadas tus malas obras, sentiré sólo el no verlo», y que compadecía a los orcomenos porque el castigo que Licisco impuso a los autores de la traición contra ellos cometida llegó cuando ya nadie existía de los que habían sido las víctimas, los cuales debían saborear el placer de la pena, igualmente es de lamentar la venganza cuando aquel contra quien se emplea pierde la ocasión de sufrirla pues como el vengador quiere verla para alcanzar satisfacción, precisa igualmente que el vengado la vea también para recibir disgusto y arrepentimiento. «Arrepentirase», decimos; y por haberle disparado un pistoletazo en la cabeza, ¿hemos de creer que se arrepienta? Lo contrario es lo que sucede; y si nos fijamos un poco, veremos que el moribundo nos hace muecas al caer en tierra, muy lejos de arrepentirse. Prestámosle con la muerte el más preciado de todos los servicios de la vida, que consiste en hacerle   —81→   acabar pronto o insensiblemente. Nosotros quedamos vivos para guarecernos como los conejos, trotar y huir ante los esbirros de la justicia que nos persiguen, mientras el muerto permanece en cabal reposo. El matar es provechoso para vengar la ofensa que se nos inferirá; supone más bien temor que bravura; más precaución que valor; defensa, mejor que ataque. Así que, matando divertimos el fin de la venganza verdadera, que es el cuidado de nuestra honra. Tememos que si el enemigo sale vivo de la lucha vuelva de nuevo a la carga. Obramos, al hacer que sucumba, en beneficio propio, no contra quien nos ofendió.

En el reino de Narsinga ese recurso está en desuso; allí no son sólo las gentes de guerra quienes dilucidan sus querellas con la espada en la mano, sino también las civiles. El rey no escatima el campo a quien quiere batirse, y asiste a la lid cuando ésta tiene lugar entre personas principales, obsequiando al vencedor con una cadena de oro; mas para conquistar el galardón puede el primero que así lo tenga a bien entrar en liza con el que lo lleva, y por haber salido con lucimiento en un encuentro queda pendiente de otro el brazo del combatiente.

Si como más fuertes estuviéramos seguros de acorralar a nuestro enemigo, domándolo a nuestro sabor, entristeceríanos el que nos escapara, y al morir no hace otra cosa. Queremos vencer, pero con mayor seguridad que honra, y para ello buscamos más el fin que la gloria en el modo como dirimimos nuestra querella.

Asinio Polio, varón digno y por lo mismo menos excusable, incurrió en desafuero análogo, pues habiendo escrito muchas injurias contra Planco, aguardó a que éste muriera para publicarlas. Fue esta acción lo mismo que hacer un corto de mangas a un ciego, o lanzar pullas a un sordo; fue ofender a un hombre sin sentimiento antes que incurrir en el riesgo de su resentimiento. Por eso se dijo refiriéndose a él «que era más bien propio de los espíritus malignos el luchar con los muertos». Quien aguarda a ver muerto al autor cuyos Aristóteles escritos quiere combatir, ¿qué declara sino su espíritu débil y pendenciero? Contaban a que alguien había maldicho de su persona: «Que haga más, repuso el filósofo, que me sacuda, siempre y cuando que yo me encuentre ausente.»

Nuestros padres se desquitaban de una injuria desmintiéndola; de una calumnia, con un golpe, y así por este orden. Eran sobrado valerosos para tener miedo a su adversario, vivo y ultrajado. Nosotros temblamos de pánico mientras le vemos en pie; y que esto sea la verdad pregónalo el hecho de nuestra bonita práctica diaria, la cual nos induce a perseguir a muerte lo mismo a quien nos ofendió que a quien ofendimos. Constituye también una especie de cobardía el acompañarnos en nuestros combates   —82→   personales de una, dos o más personas para que nos presten auxilio. En lo antiguo luchaban solos los dos adversarios; sus contiendas eran duelos, hoy son encuentros y batallas. La soledad metió miedo a los primeros que idearon el llevar gente consigo, quum in se cuique minimum fiduciae esset, pues, naturalmente, cualquiera que sea la compañía que nos agregamos, siempre nos conforta y alivia ante el peligro. Echábase mano antiguamente de terceras personas para impedir el desorden y la deslealtad, y para que testimoniaran sobre el resultado de la lucha. Mas desde que esta costumbre impera, desde que el testigo mismo se lanza al combate, quienquiera que a serlo es invitado no puede, honrosamente procediendo, limitarse al papel de espectador por temor de que su conducta se atribuya ausencia de afección o a sobra de cobardía. Aparte de la injusticia y fealdad que acompañan al hecho de encomendar la protección de vuestro honor a un valor y a una fuerza que no sean los vuestros, creo ve que en ello existe desventaja para el hombre que plenamente confía en sí mismo, soldando así su ventura o desventura con las de un segundo. Cada cual por sí mismo corre riesgo sobrado y tiene bastante que hacer con asegurarse en su propia fuerza para la defensa de su vida sin encomendar a otras manos cosa tan cara, pues si expresamente no se acordó lo contrario, forman los cuatro combatientes una partida estrechamente unida, y si vuestro segundo cayó por tierra los otros dos se os echan encima y con ello, no proceden sin razón. Y si acusáis de falaz ese proceder no os engañaréis; como también lo es el cargar hallándose bien armado contra un hombre cuya mano blande un trozo de espada, o estando fuerte lanzarse sobre un hombre ya mal herido.

Pero no importa; si así alcanzasteis ventaja en el combate, podéis serviros de esos medios sin ningún escrúpulo. La disparidad y desigualdad no se pesan ni consideran sino a partir del comienzo de la lucha; en lo que después se sigue apelad a vuestra buena o mala estrella. Aun cuando tengáis que luchar solo contra tres adversarios por haberse dejado matar vuestros dos compañeros, en ello no recibís engaño, del propio modo que tampoco obraría yo falazmente en un encuentro guerrero atravesando con mi espada al enemigo a quien viese sobre uno de los nuestros, sirviéndome de una ventaja semejante. La naturaleza de la sociedad implica que allí donde la lucha tiene lugar entre ejército contra ejército, como aconteció cuando el duque de Orleans desafió al rey Enrique de Inglaterra, combaten ciento contra ciento, trescientos contra otros tantos, como los argianos contra los lacedemonios; tres contra tres, como los Horacios contra los Curiacios. La multitud de cada parte no es considerada mas que como   —83→   un hombre solo: allí donde hay compañía son grandes el azar y la confusión de la lucha.

Asísteme interés personal en este razonamiento, pues mi hermano el señor de Matecoulom fue invitado en Roma a secundar a un gentil hombre a quien apenas conocía, el cual era demandado por la persona ofendida. La casualidad hizo que en este combate mi hermano tuviera enfrente a un hombre que le era más cercano y conocido: ¡quisiera yo que sensatamente se me hiciera ver lo fundamental de estas decantadas leyes del honor que con tanta frecuencia chocan y trastornan las de la razón! Luego de haberse deshecho de su cuasi amigo, viendo a los dos principales adalides de la querella en pie y con resistencia cabal, lanzose en alivio de su compañero. ¿Qué menos podía hacer? ¿Había de permanecer con los brazos cruzados contemplando cómo moría, si así la suerte lo hubiera decidido, la persona en cuya defensa había luchado? Lo que hasta entonces había hecho no había contribuido todavía a un resultado definitivo; permanecía aún indecisa la querella. La cortesía que puede y en realidad debe dispensarse al enemigo cuando se le redujo a una situación desventajosa, no veo modo de que sea dable practicarla al depender de ella el interés ajeno. Allí donde no es más que uno que coadyuva al auxilio de otro, donde no es vuestra la disputa, la voluntad está comprometida. Por eso mi hermano no podía ser justo ni cortés en perjuicio de la persona a quien prestara su concurso, razón por la cual fue muy luego libertado de las prisiones de Italia por virtud de una repentina y solemne recomendación de nuestro rey. ¡Indiscreta nación la nuestra! ¡No nos contentamos con propalar por el mundo los vicios y locuras que se nos conocen; precísanos todavía que vayamos a los países extranjeros para hacerlos ver a lo vivo! Colocad a tres franceses en los desiertos de Libia, y no estarán juntos ni siquiera un mes sin hostigarse y arañarse. Diríase que nuestra peregrinación por extrañas tierras va sólo encaminada a procurar a los habitantes de otros pueblos el placer de contemplar nuestras tragedias; y ocurre con sobrada frecuencia que se las mostramos a gentes que se gozan de nuestros males y se burlan de nosotros. En Italia aprendemos el oficio de espadachines y lo ejercemos a expensas de nuestras vidas antes de haberlo acabado de aprender. Precisaría, sin embargo, siguiendo el orden de una buena disciplina, que la teoría precediera a la práctica, de suerte que así torcemos nuestro aprendizaje:


Primitiae juvenis miserae, bellique propinqui
dura rudimenta!997



  —84→  

Bien sé yo que es éste un arte útil para el fin que con él se persigue (en el duelo sostenido en España por dos príncipes primos hermanos, dice Tito Livio, el más viejo venció al más joven por su destreza y habilidad en el ejercicio de las armas, sobrepujando fácilmente las mal gobernadas fuerzas de su contrincante), y cuyo conocimiento, según he tenido ocasión de ver por, experiencia abultó el ánimo de algunos más allá de los justos límites, pero rigorosamente hablando no puede llamarse fortaleza, puesto que con la maestría alcanza su fundamento y busca distinto apoyo que el de las propias fuerzas. El honor de los combates consiste en la emulación del valor, no en la de la ciencia de manejar una espada, por eso he visto a alguno de mis amigos, conocido por su renombre en este ejercicio, elegir en sus querellas las armas que lo desposeyeran por completo de toda ventaja, echando mano de aquellas en que la fortuna pende sólo de la casualidad y serenidad de ánimo, a fin de que su victoria no se achacase a su esgrima, sino a su valor. En mi infancia la nobleza rechazaba el dictado de esgrimidora excelente, considerándolo como injurioso, y para aprenderlo se escondía como de sutil oficio que contradice la fortaleza verdadera e ingenua:


Non sehivar, non parar, non ritirarsi
voglion costor, né quí destrezza ha parte;
non danno i colpi or finti, or pieni, or searsi:
toglie l'ira e l'furor l'uso dell'arte.
Odi le spade orribilmente urtarsi
a mezzo il ferro; il piè d'orma non parte:
sempre è il piè fermo, e la man sempre in moto;
ne scende taglio in van, né punta a voto.998



El tiro al blanco, los torneos, los combates en cercado, la imagen de las luchas guerreras, eran los ejercicios a que nuestros padres se consagraban. El otro es tanto menos noble cuanto no va encaminado sino a un fin puramente personal que nos enseña a realizar nuestra propia ruina contraviniendo las leyes de la justicia, y que de todas suertes ocasiona siempre perjuicios indudables. Es mucho más digno y conveniente ejercitarse en aquello que consolida, no en lo que trastorna la disciplina de los pueblos; en lo que se relaciona con la pública seguridad y gloria colectivas. El cónsul Publio Rutilio fue el primero que instruyó al soldado en el manejo de las armas por ciencia y destreza, el que hermanó el arte con el vigor, mas no para aplicarlo al servicio de privada contienda, sino para la   —85→   guerra y engrandecimiento del pueblo romano; ejercicio beneficioso al pueblo y a la ciudad. A más del ejemplo de César, que en la batalla de Farsalia ordenó a sus tropas que disparasen principalmente sobre el rostro de los jinetes de Pompeyo, mil otros caudillos idearon estratagemas diversas, nuevas formas de atacar y defenderse conforme fue exigiéndolo la naturaleza de la situación en que se vieron. Así como Filopómeno renegó de la lucha en que personalmente sobresalía porque los preparativos que en ella se empleaban eran distintos a los que son propios de la disciplina militar, en la cual sólo consideraba digno que las gentes de honor se ejercitaran, así también creo yo que esa maestría a que los miembros se amoldan, esos ejercicios y movimientos a que se habitúa la juventud en esta nueva escuela, no son solamente inútiles, sino más bien contrarios y perjudiciales en el combate de la guerra; por eso se emplea comúnmente en éste a los que reciben instrucción distinta y están peculiarmente destinados a ella. Y he observado además que apenas se reconocía lícito que un caballero hecho al manejo de la espada y el puñal pudiera formar parte de la caballería, ni que otro ofreciera llevar puesta la coraza en vez de blandir el acero. Digno es también de considerarse que Láchez, en el diálogo de Platón así nombrado, hablando de un aprendizaje en el manejo de las armas conforme el nuestro, dice que nunca vio que de tal escuela saliera ningún gran hombre de guerra, y menos todavía entre los más aventajados en aquélla. Entre nuestros esgrimidores la experiencia nos muestra que no se ve ni uno distinguido. Por lo demás, todo bien medido y aquilatado, podemos sentar que lo que exigen una y otra son talentos que no guardan entre sí correspondencia ni relación. Cuando Platón discurre sobre la educación de los jóvenes de su ciudad prohíbelos ejercitarse en el arte del manejo de los puños, que Amyco y Epeio habían introducido en Grecia, así como el de luchar, que establecieron Anteo y Cercyo, porque el fin de ambos difiere de lo que a la juventud adiestra en el combate bélico, y en nada contribuyen a él. Pero veo que voy desviándome un poco de mi tema.

El emperador Mauricio soñó que uno de sus soldados llamado Focas, había formado el designio de matarlo, y de lo mismo fue advertido además por varios pronósticos. Informado por su yerno Filipo sobre la naturaleza, condiciones y costumbres de su futuro asesino, supo entre otras cosas que era hombre cobarde y pusilánime; en vista de lo cual el emperador concluyó al instante, que efectivamente debía ser hombre sangriento y cruel. Lo que a los tiranos convierte en sanguinarios es el cuidado de su seguridad. Su corazón cobarde no les suministra otro medio de asegurarse que no sea la exterminación de los que pueden   —86→   ofenderlos. Acaban hasta con las mujeres, temiendo ser arañados:


Cuncta ferit, dum cuneta timet.999



Ejecútanse las primeras crueldades por el gozo que procuran. Muy luego engendran el temor de una venganza justa que da margen a una serie de crueldades nuevas, para ahogar las unas con las otras. Filipo, rey de Macedonia, el que tantas cuestiones tuvo que solventar con el pueblo romano, agitado por el horror de las muertes cometidas bajo su mandato, no pudiendo deshacerse de todas las familias que en diversas épocas había ofendido, determinó apoderarse de todos los hijos de aquellos a quienes había dado muerte para de día en día ir aniquilándolos unos tras otros, consolidando así su reposo.

Sienta bien hablar de hermosas acciones, sea cual fuere el lugar donde se las coloque. Yo, que pongo mayor interés en el peso y utilidad de las cosas que en el orden y enlace de las mismas, no debo reparar en citar aquí, aunque parezca un poco descarriada, una bellísima historia. Cuando éstas son tan ricas por su peculiar hermosura que aisladas pueden suficientemente mantenerse al extremo de un cabello, esto me basta para sujetarlas a mi relación.

Entre las personas sacrificadas por Filipo hubo un hombre llamado Heródico, príncipe de los tesalios. Después de él hizo morir a sus des yernos cada uno de los cuales había dejado un hijo de corta edad: Teoxena y Arco se llamaban sus viudas. Teoxena no pudo contraer segundas nupcias a causa de las persecuciones continuas de que era objeto. Arco casó con Poris, el primero por su rango entre todos los enianos, con quien tuvo muchos hijos a los cuales dejó huérfanos y en la infancia. Movida Téoxena por maternal caridad hacia sus sobrinos, con el fin de protegerlos y educarlos, contrajo con Poris segundas nupcias; mas como llegara la proclamación del edicto real, desconfiando de la crueldad de Filipo al par que de la barbarie de sus satélites para con la hermosa y tierna juventud que acogiera bajo su manto, declaró que la daría muerte con sus propias manos antes que hacer de ella entrega a los esbirros de Filipo. Asustado Poris con esta protesta terminante, le prometió ocultarlos trasladándolos a Atenas bajo la custodia de unos amigos fieles. Así las cosas, al matrimonio sirvió de pretexto para alejarse una fiesta anual que se celebraba en Enia en honor de Eneas. Luego que hubieron presenciado las ceremonias y asistido al banquete público, por la noche deslizáronse en un navío preparado de antemano para ganar país por mar; pero   —87→   como sucediera que el viento les fue contrario encontráronse al día siguiente a la vista de la tierra de donde partieron y fueron seguidos de cerca por los guardianes de los puertos; al ver los fugitivos que les daban ya casi alcance, Poris se esforzaba para aligerar la marcha para alcanzar la libertad, mientras Teoxena, furiosa de amor y venganza, lanzose en la determinación primera, hizo provisión de armas y veneno, y presentando ambas cosas a la vista de las criaturas, díjolas: «¡Ea, hijos míos, la muerte es ya el único remedio de que logréis vuestra defensa y vuestra libertad; los dioses nos favorecen con su justicia santa; esas espadas desnudas y esas copas rebosantes os franquean la entrada del sucumbir; valor! Y tú, hijo mío, que eres el más crecido, empuña este acero para morir de muerte más noble.» Teniendo de un lado una tan vigorosa consejera y del otro los enemigos prestos ya a lanzarse sobre ellos, cada cual corrió furioso hacia el arma que encontraba más cercana, y todos medio muertos fueron arrojados al mar. Altiva Teoxena de haber tan gloriosamente trabajado en aras de la seguridad de todos sus hijos y estrechando ardientemente a su marido entre sus brazos: «Síganlos a esos muchachos, amigo mío, le dijo, y gocemos con ellos de la misma sepultura»; y manteniéndose así enlazados se precipitaron en las ondas, de suerte que el barco fue conducido a la orilla vacío de sus dueños.

Los tiranos, para lograr las dos cosas juntas: matar y hacer sentir su cólera, emplearon todos los recursos de que fueron capaces a fin de prolongar la muerte. Quieren que sus enemigos se vayan, mas no tan presto que no les quede espacio para saborear su venganza: a lo cual su poderío no alcanza, porque, si los tormentos son violentos, necesariamente han de ser cortos; si se prolongan, no los consideran bastante rudos, y hétemelos obligados a buscar nuevas y crueles torturas. La antigüedad nos muestra mil ejemplos de ello, casi estoy por creer que sin pensarlo retenemos nosotros alguna traza de barbarie semejante.

Todo cuanto va más allá de la simple muerte téngolo por crueldad refinada. Nuestra justicia no puede prometerse que aquel a quien el temor de morir y de ser decapitado o ahorcado no preserva de cometer el crimen, deje de realizarlo por la idea del fuego lento, de las tenazas o de la rueda. Merced a lo horroroso de las penas, los lanzamos en la desesperación, porque ¿en qué estado puede hallarse el alma de un hombre que durante veinticuatro horas aguarda su fin magullado por una rueda o, a la usanza antigua, clavado en una cruz? Refiere Josefo que durante las guerras de los romanos en Judea, pasando por el sitio en que habían crucificado a algunos judíos tres días antes, reconoció a tres de sus amigos y obtuvo licencia para trasladarlos   —88→   de lugar. Dos de, ellos murieron, según cuenta, y el otro vivió todavía después.

Chalcondile, hombre digno de crédito, en las memorias que dejó de las cosas acontecidas en su tiempo y cerca de él, refiere como suplicio extremo el que con frecuencia ejecutaba el emperador Mahomet, que consistía en cortar a los hombres en dos partes por la mitad del cuerpo, en el lugar del diafragma, de un solo golpe de cimitarra, por donde acontecía que muriesen como de dos muertes a un tiempo. Veíase, dice a un testigo, una y otra porción del organismo llenas de vida, agitarse largo tiempo después de separadas, acosadas por el tormento. No creo yo que haya sufrimiento grande en este movimiento. Los suplicios más horribles de contemplar no son siempre los más duros de sufrir. Como más atroz considero el tormento que otros historiadores refieren, realizado por el mismo Mahomet contra unos señores epirotas: hízolos desollar con lentitud tan sibaríticamente inhumana que la vida de las víctimas prolongose quince días en esa angustia.

También estos dos otros suplicios fueron crueles: Creso, habiendo logrado apoderarse de un noble, favorito de Pantaleón, su hermano, llevole a la casa de un batanero donde le hizo raspar, y cardar por medio de cardos y peines de los que no se usan en aquel oficio hasta que le vio morir. Jorge Sechel, capitán de los campesinos de Polonia, que so pretexto de la cruzada ocasionaron tantos males, vencido en batalla por el príncipe do Transilvania y hecho prisionero, fue durante tres días amarrado a un caballete, completamente desnudo y expuesto a los tormentos todos, que cada cual podía aplicarle a voluntad. Durante ese tiempo obligose a ayunar a algunos otros prisioneros, hasta que por fin, hallándose vivos todavía y viendo lo que en derredor suyo sucedía, diose a beber su propia sangre a su amado hermano Lucat, por la salvación del cual el martirizado rogaba que a él solo se atribuyeran los males que juntos habían realizado: luego su cuerpo sirvió de alimento a veinte de entre sus más favoritos capitanes, que lo desgarraron a dentelladas y se tragaron los pedazos. Lo que quedó, así como las partes interiores, cuando estaba ya muerto, fue puesto a hervir y de ello se obligó a comer a otras personas de su séquito.




ArribaAbajoCapítulo XXVIII

Cada cosa quiere su tiempo


Los que igualan con el Censor a Catón el joven, matado de sí mismo, colocan en el mismo rango dos naturalezas hermosas y de carácter análogo. El primero dio a la suya   —89→   diversidad mayor de ocupaciones y sobresalió en las empresas militares y en el desempeño de los cargos públicos, mas cuanto a la virtud del joven, sobre ser blasfemia ponerla frente a ninguna otra en punto a vigor, es más pura que la del antiguo. Y en efecto, ¿quién osaría aligerar a éste de ambición y envidia, habiéndose atrevido a atacar el honor de Escipión, el cual sobrepuja en bondad y en todo género de excelencias no ya al viejo Catón, sino a todos los demás hombres de su siglo?

Cuéntase entre otras cosas del primer Catón, que hallándose ya en la vejez extrema se puso a estudiar la lengua griega con deseo ardiente, como para aplacar una sed atrasada. Este rasgo no me parece muy laudable; es lo que con razón llamamos «caer de nuevo en la infancia». Todas las cosas tienen su época adecuada, hasta las más óptimas, y no puedo rezar el padre nuestro sin venir a cuento. Quintilio Flaminio fue destituido del mando, ejerciendo el cargo de general, porque le vieron separado de las tropas en el momento del conflicto dando gracias a Dios en una batalla que ganara.


Imponit finem sapiens et rebus honestis.1000



Como Eudemónides viera a Jenócrates, ya caduco, asistir puntualmente a las lecciones de su escuela: «¿Cuándo llegará éste, dijo, a saber algo si a estas horas aprende todavía?» Encomiaban algunos al rey Tolomeo porque endurecía su persona todos los días en el ejercicio de las armas, pero Filopómeno decía: «No es cosa digna de alabanza que un monarca de su edad se ejercite en ellas; fuera mejor que supiera ya alcanzar partido para lo venidero.» Debe el joven hacer sus preparativos, el anciano disfrutarlos, dicen los filósofos, y el vicio mayor que éstos advierten en el hombre es que nuestros deseos rejuvenecen sin cesar. Constantemente comenzamos a vivir de nuevo.

Nuestro estudio y nuestro anhelo debieran sentir algunas veces la vejez. Tenemos ya un pie en la sepultura, y nuestros apetitos y perseguimientos no hacen sino renacer:


       Tu secanda marmora
locas sub ipsum funus, et, sepulcri
       immemor, struis domos.1001



El más delicado de mis designios cuenta sólo un año de duración: pienso sólo desde ahora en acabar, me desentiendo de toda esperanza nueva y de toda empresa; digo adiós a todos los lugares que abandono, y a diario de lo que tengo me desposeo. Olim jam nec perit quidquam   —90→   mihi, nec acquiritur... plus super est vialici quani viae.1002


Vixi, et quem dederat cursura fortuna peregi.1003



Y en conclusión, todo el alivio que en mi vejez encuentro consiste en que me amortigua varios deseos y cuidados, los cuales apartan el sosiego de la vida: el cuidado del trato social, el de las riquezas, el de la grandeza, el de la ciencia y el de la salud de mi individuo. Aprende aquél1004 a hablar: cuando lo precisa enseñarse a callarse para siempre. Puede el estudio continuarse en todo tiempo, pero no el aprendizaje: ¡en verdad que es cosa triste un anciano deletreando el a b c!


Diversos diversa juvant; non omnibus annis
omnia conveniunt.1005



Si hace falta estudiar, ocupémonos en un estudio adecuado con nuestra condición, a fin de que nos sea dable contestar como aquel a quien preguntaron a que fin se quebraba la cabeza, ya decrépito: «Para partir mejor y más a mi gusto», respondió. Tal fue la labor de Catón, el joven, quien al sentir su fin próximo echó mano del discurso de Platón sobre la inmortalidad del alma; y no hay que creer que no estuviera de antemano provisto de toda suerte de municiones para una mudanza semejante: seguridad, voluntad firme e instrucción, tenía más que Platón mismo haya podido almacenar en sus escritos. Estaban su ciencia y su vigor, en este particular, por cima de la filosofía; empleose en aquella lectura no para el servicio de su muerte, sino que, como quien no interrumpe ni siquiera las horas de su sueño con la importancia de tamaña deliberación, continuó también sus estudios sin modificación ninguna lo mismo que las demás acostumbradas acciones de su vida. La noche en que fue rechazado de la pretura, la pasó jugando; la en que debía morir, la pasó leyendo: así la pérdida de la vida como la del cargo eran para él cosas indiferentes.




ArribaAbajoCapítulo XXIX

De la virtud


Por experiencia reconozco que entre los arranques e ímpetus del alma y el hábito permanente y constante media   —91→   un abismo; y creo que nada hay de que no seamos capaces, hasta de sobrepujar a la Divinidad, dice alguien, por cuanto es más meritorio llegar por sí mismo a la impasibilidad, que ser impasible por original esencia. Puede alcanzar la debilidad humana la resolución y la seguridad de un Dios, pero sólo merced a sacudidas violentas. En las preclaras vidas de algunos antiguos héroes se ven a veces rasgos milagrosos, que parecen superar de muy lejos nuestras fuerzas naturales, pero a decir verdad no son más que rasgos, y es duro creer que con estados tan supremos y esclarecidos puédase abrevar el alma de tal suerte que lleguen a serla ordinarios y como naturales. A nosotros mismos, que no somos sino abortos de hombre, acontécenos sentir la nuestra abalanzarse, cuando ejemplos ajenos la despiertan, bien lejos de su situación normal; pero es ésta, una especie de pasión que la empuja y agita, y que la arrebata en algún modo fuera de sí misma, pues pasado el torbellino vemos que sin saber cómo se desarma y detiene por sí misma, si no hasta el último límite, al menos hasta abandonar el estado en que se encontraba, de suerte que entonces, en todo momento, por un pájaro que se nos escapa o por un vaso que se nos quiebra, nos afligimos sobre poco más o menos como el más vulgar de los hombres. Aparte del orden, la moderación y la constancia, creo que todas las cosas sean hacederas por un individuo imperfecto y en general falto de vigor. Por eso dicen los filósofos que para juzgar con acierto a un hombre precisa sobre todo fiscalizar sus acciones ordinarias y sorprenderle en su traje de todos los días.

Pirro, aquel que edificó con la ignorancia una tan divertida filosofía, intentó, como todos los demás hombres verdaderamente filósofos, que su vida concordara con su doctrina. Y porque sostenía que la debilidad del juicio humano era extremada hasta el punto de no poder tomar partido ni a ningún lado inclinarse, queriendo sorprenderlo perpetuamente indeciso, considerando y mirando como indiferentes todas las cosas, cuéntase que se mantenía siempre de manera y semblante idénticos: cuando había comenzado una conversación, nunca dejaba de terminarla, bien que la persona a quien hablara hubiera desaparecido; cuando andaba, jamás interrumpía su camino, por recios obstáculos que le salieran al paso, teniendo necesidad de ser advertido por sus amigos de los precipicios, del choque de las carretas y de otros accidentes: el evitar o temer alguna cosa, hubiera ido en contra de sus proposiciones, que aun a los sentidos mismos rechazaban toda elección y certidumbre. Soportaba a veces el cauterio y la incisión con una firmeza tal que ni siquiera pestañear se le veía. Conducir el alma a fantasías semejantes es, sin duda, peregrino, pero lo es más el juntar a ellas los efectos, lo cual no   —92→   es imposible, sin embargo; mas el unirlos con perseverancia y constancia tales, hasta el extremo de fundamentar en ellos la vida diaria, es casi increíble que sea dable. Por lo cual, como el filósofo fuera alguna vez sorprendido en su casa cuestionando muy acaloradamente con su hermana y ésta le reprendiera de no seguir en este punto su regla de indiferencia: «¡Cómo! reponía, ¿será también preciso que esta mujercilla sirva de testimonio a mi doctrina?» En otra ocasión en que se le vio defenderse contra las acometidas de un can «Dificilísimo es, dijo, despojar por completo al hombre; hay que esforzarse o imponerse el deber de combatir las cosas primeramente por los efectos, o, cuando menos, por la razón y el discurso.»

Hace unos siete u ocho años que a dos leguas de aquí un aldeano, vivo hoy todavía, como se encontrara de antiguo trastornado por los celos de su mujer, volviendo un día del trabajo recibiole ella con sus chillidos habituales; esta vez el hombre se enfureció de tal modo que, al instante, con la hoz que tenía segose de raíz las partes que a los celos contribuían por tan calenturiento modo, y se las arrojó a las narices. Cuéntase que un joven gentilhombre de los nuestros, enamorado y gallardo, habiendo por su perseverancia ablandado al fin el corazón de una hermosa amada, desesperado porque en el momento de la carga se encontrara flojo y falto de empuje,


       Non viriliter
iners senile penis extuterat caput1006,



cuando volvió a su casa se privó de repente de sus órganos, enviándoselos, cual víctima sanguinaria y cruel, para purgar su ofensa. Si a esta acción le hubiera encaminado un religioso razonamiento, como a los sacerdotes de Cibeles, ¿qué no diríamos de una empresa tan relevante?

Pocos días ha que en Bergerac, a cinco leguas de mi casa, siguiendo contra la corriente del río Dordoña, una mujer que había sido atormentada y apaleada por su marido la noche anterior, contrariado y malhumorado por su complexión, determinó libertarse de tal rudeza a expensas de la propia vida. Habiéndose, como de costumbre, reunido con sus vecinas al levantarse por la mañana al día siguiente, dejando escapar ante ellas algunas palabras de recomendación para sus cosas, cogió de la mano a una hermana que tenía, fueron así hasta el puente, y luego que con el mayor sosiego se hubo despedido de ella, sin mostrar cambio ni sobresalto, precipitose al agua, donde se perdió. Lo más notable de este sucedido es que la determinación maduró toda una noche en su cabeza.

  —93→  

Más valeroso es el proceder de las mujeres indias, pues siendo habitual a sus maridos el tener varias, y a la más cara de entre ellas el matarse cuando él muere, todas, por designio de la vida entera, enderezan sus miras a lograr esa ventaja sobre sus compañeras; y los buenos servicios que a sus maridos procuran no tienen distinta mira ni buscan otra recompensa que la de ser preferidas en la compañía de su muerte:


...Ubi mortifero jacta est fax ultimo lecto,
    uxorum fusis stat pia turba comis:
et certamen habent lethi, quae viva sequntur
    conjugium: pudor est non licuisse mori.
Ardent vitrices, et flammae pectora praebent,
    imponuntque suis ora perusta viris.1007



Aun en el día, escribe un hombre haber visto en esas naciones orientales semejante costumbre gozar crédito; y añade que no solamente las mujeres se entierran con sus maridos, sino también las esclavas de que gozara en vida, lo cual se practica en la siguiente forma: muerto el esposo, puede la viuda, si lo desea (pero son contadas las que transigen con ello), solicitar dos o tres meses para poner en buen orden sus negocios. Llegado el día de la muerte, la viuda monta a caballo adornada como si a casarse fuera, y con alegre continente se dispone (así lo dice) a dormir con su esposo, teniendo en la mano derecha un espejo y una flecha en la izquierda; habiéndose así triunfalmente aseado, acompañada por sus amigos y parientes y también por el pueblo en son de fiesta, se la traslada luego al sitio público destinado al espectáculo, que es una plaza grande, en medio de la cual hay un foso lleno de leña; junto a ella se ve una altitud, donde se sube por cuatro o cinco escalones, al cual se la conduce, sirviéndola allí una comida espléndida; luego se pone a bailar y a cantar, y cuando bien lo juzga, ordena que enciendan la hoguera. Tan pronto como esta arde, baja del sitial y cogiendo de la mano al más próximo de entre los parientes de su marido, van juntos al vecino río, donde la víctima se despoja completamente de sus vestiduras, distribuye entre sus amigos sus joyas y sus ropas, y se sumerja en el agua como para lavar sus pecados; en el momento en que sale a tierra, se envuelve en un lienzo amarillo de catorce brazas de largo, da de nuevo la mano al pariente de su marido y se encaminan juntos al montículo, desde el cual habla al pueblo, recomendando el cuidado de sus hijos si los tiene. En el foso y   —94→   en el montículo colocan a veces una cortina para ocultar la vista de la ardiente hornaza, lo cual algunas prohíben para dar prueba de mayor vigor. Luego que acaba de hablar, una mujer la presenta un vaso lleno de aceite para untarse la cabeza y todo el cuerpo, luego le arroja al fuego cuando la operación acaba, y al instante se lanza ella misma. El pueblo al punto deja caer sobre la víctima gran cantidad de leños para que la muerte sea más pronta y el sufrimiento menor, y toda la alegría se trueca en tristeza dolorida. Cuando se trata de personas de categoría mediana, el cadáver, se conduce al lugar donde ha de recibir sepultura, y allí se sienta; la viuda, arrodillada junto a él, lo abraza estrechamente, permaneciendo así mientras alrededor de ambos levantan un circuito, el cual, cuando llega a los hombros de la mujer, uno de sus parientes, cogiéndola el cuello por la espalda, se lo retuerce, y cuando ya está muerta, se cierra el circuito, dentro del cual quedan enterrados.

En este mismo país practicaban algo semejante los gimnosofistas, pues no por ajena obligación ni por impetuosidad de su humor repentino, sino por expresa profesión de su secta, era su costumbre, conforme alcanzaban cierta edad, o cuando se veían amenazados por alguna dolencia grave, el hacerse preparar una hoguera sobre la cual había un lecho muy suntuoso; y luego de haber festejado alegremente a sus amigos y conocidos, plantábanse en ese lecho con resolución tan grande que, aun cuando el fuego ardía, nunca se vio a ninguno mover los pies ni las manos. Así murió uno de aquéllos, Calano, en presencia de todo el ejército de Alejandro el Grande. Y a nadie se consideraba santo ni bienaventurado, si no acababa así, enviando su alma purgada y purificada por el fuego, después de haber consumido cuanto poseía de mortal y terrestre. Esta constante premeditación de toda la vida es lo que hace considerar el hecho como milagroso.

Entre las demás disputas filosóficas se ha interpuesto la del Fatum, y para sujetar las cosas venideras y nuestra voluntad misma a cierta necesidad inevitable nos aferramos a este argumento de antaño: «Puesto que Dios prevé que todas las cosas deben así suceder, lo cual sin duda acontece, preciso es que así sucedan.» A lo cual nuestros maestros reponen «que el ver que alguna cosa se verifique como nosotros acostumbramos y Dios lo mismo (pues siendo para él todo presente, ve más bien que no prevé), no es forzarla a que tenga lugar: y hasta dicen que nosotros vemos a causa de que las cosas se realizan, y las cosas no acontecen a causa de que nosotros las veamos: el advenimiento forma la ciencia, y no la ciencia el advenimiento. Aquello que vemos suceder sucede, pero muy bien pudiera ocurrir de otro modo. En el registro de las causas   —95→   de los acontecimientos que Dios, merced a su paciencia, guarda también, figuran las llamadas fortuitas, lo mismo que las voluntarias que procuró a nuestro arbitrio, y sabe que incurriremos en falta porque así lo habrá querido nuestra voluntad.»

Ahora bien, yo he visto a bastantes gentes alentar a sus soldados a expensas de esta necesidad fatal; pues, si nuestra última hora se encuentra a cierto punto sujeta, ni los arcabuzazos enemigos, ni nuestro arrojo ni nuestra huida o cobardía la pueden adelantar o retroceder. Bueno es esto para dicho, pero buscad quien lo practique. Si realmente sucediera que a una creencia resistente y viva acompañaran acciones de la misma suerte, esta fe con que tanto llenamos nuestra boca es en nuestro tiempo de una vaporosidad maravillosa, como no sea que el menosprecio que sus obras la inspiran haga que desdeñe su compañía. Y así debe de ser en verdad, pues hablando de estas cosas el señor de Joinville, testigo digno de tanto crédito como el que más, refiérenos de los beduinos (pueblo mezclado con los sarracenos, con quienes el rey san Luis tuvo que habérselas en Tierra Santa), que según su religión creían tan firmemente los días de cada uno fijados y contados de toda eternidad con preordenanza inevitable, que, salvo una espada turca que llevaban, iban desnudos a la guerra, cubierto tan sólo el cuerpo con un lienzo blanco. El más grande juramento que sus labios proferían, citando entre ellos, se encolerizaban, era éste: «¡Maldito seas, como quien se arma por temor de la muerte!» ¡Cuán diferente de las nuestras esa creencia y esa fe! Pertenece también a este rango el ejemplo que dieron dos religiosos de Florencia, en tiempos de nuestros padres: Controvertiendo un punto religioso determinaron meterse en el fuego juntos, en presencia de todo el pueblo y en la plaza pública, en prueba de la evidencia de principios que cada uno sentaba; listos estaban ya los aprestos y el acto en el preciso momento de la ejecución, cuando fue interrumpido por un accidente imprevisto.

Habiendo realizado un señor turco1008, mozo todavía, un relevante hecho de armas a la vista de los dos ejércitos de Amurat, y de Hugnyada, presta a librarse la batalla, quiso el segundo informarse de quién en tan temprana edad le había llenado de tan generoso vigor de ánimo, pues era la primera tierra que había visto; el joven respondió que su preceptor soberano de valentía había sido una liebre: «En cierta ocasión estando de caza, dijo, divisé una liebre en su madriguera, y aunque tenía junto a mi dos lebreles excelentes, pareciome, sin embargo, para no dejar de ganarla, que valía más emplear mi arco, que me era más eficaz.   —96→   Comencé a disparar mis flechas, lanzando hasta las cuarenta que había en mi carcax, sin acertar a tocarla ni siquiera a despertarla. En seguida la solté mis perros, que tampoco lograron atraparla. De lo cual deduje que el animal había sido puesto a cubierto par su destino, y que ni los dardos ni las espadas alcanzan si no es por la mediación de la fatalidad, la cual no está en nuestra mano apartar o anticipar.» Este cuento debe servir de pasada a mostrarnos cuán flexible es nuestra razón a toda suerte de fantasías. Un personaje grande en años, nombradía, dignidad y doctrina, se me alababa de haber sido llevado a cierta modificación importantísima de su fe por una circunstancia extraña, tan rara como la que inculcó el valor al joven dicho; él la llamaba milagro, y también yo, aunque por razón distinta. Cuentan sus historiadores que hallándose entre los turcos sembrada la idea del acabamiento fatal e implacable de sus días, aparentemente ayuda a procurarles serenidad ante los peligros. Un gran príncipe conozco que aprovechó dichosamente la misma idea, sea que en ella crea realmente o que la tome por excusa para arriesgarse de un modo extraordinario: bien le irá mientras la fortuna le conserve su buena estrella sin cansarse de sustentarlo.

No recuerda mi memoria un efecto de resolución más admirable que mostrado por dos hombres que conspiraron contra el príncipe de Orange1009. Maravilloso es cómo pudo alentarse al segundo (que lo ejecutó) a realizar una empresa en la cual tan mal le había ido a su compañero, quien llevó a ella todo cuanto ingenio pudo. Siguiendo las huellas de éste y con las mismas armas, atentó contra un señor armado de una instrucción tan fresca, poderoso en punto al concurso de sus amigos lo mismo que en fuerza corporal, en su sala, rodeado de sus guardianes, en una ciudad donde todo el mundo le era devoto. En verdad se sirvió de una mano bien determinada y de un vigor conmovido por una pasión vigorosa. Un puñal es arma más segura para herir, pero como precisa mayor movimiento y vigor de brazo que una pistola, su efecto está más expuesto a ser desviado o trastornado. No dudo, en modo alguno, que este matador dejara de correr a una muerte segura, pues las esperanzas con que hubiera podido alentárselo no podían caber en entendimiento equilibrado, y la dirección de su empresa muestra que así era el suyo, y animoso juntamente. Los motivos de una convicción tan avasalladora pueden ser diversos, pues nuestra fantasía hace de si propia   —97→   y de nosotros lo que la place. La ejecución realizada cerca de Orleans1010 no fue en nada semejante; hubo en ella más casualidad que vigor; el golpe no era de muerte si la fatalidad no lo hubiera querido así, y la obra de tirar a un jinete de lejos, moviéndose al tenor de su caballo, fue la empresa de un hombre que prefería más bien fallar a su cometido que salvar la propia vida. Lo que aconteció después lo prueba de sobra, pues el delincuente se transió y perturbó con la idea de una ejecución tan elevada, de tal suerte, que perdió por completo el ejercicio de sus facultades, sin acertar a huir, ni a hablar a derechas en sus respuestas. ¿Qué otra cosa le precisaba sino recurrir a sus amigos, luego de atravesar un río? Este es un medio al cual yo me lancé para evitar menores males y que juzgo de poco riesgo, sea cual fuere la anchura del vado, siempre y cuando que vuestro caballo encuentre, la entrada fácil y que en el lado opuesto preveáis un lugar cómodo para salir a tierra, según el curso del agua. El matador del príncipe de Orange, cuando oyó su horrible sentencia: «A ella estaba preparado, dijo; quiero con mi tranquilidad dejaros atónitos.»

Los asesinos, nación dependiente de Fenicia, son considerados entre los mahometanos como gentes de soberana devoción y de costumbres puras. Tienen por cosa cierta que el camino más breve para ganar el paraíso es matar a alguien que profesa religión contraria a la suya, por lo cual frecuentemente se ha visto a uno o dos, con un coleto por todas armas, atacar a enemigos poderosos a riesgo de una muerte segura y sin cuidado alguno del propio peligro. Así fue asesinado (esta palabra se tomó del nombre que llevan) nuestro conde Raimundo de Tripoli en medio su ciudad1011 durante nuestras expediciones de la guerra santa, y también Conrado, marqués de Montferrat1012: conducidos al suplicio los matadores mostráronse envanecidos y altivos por una tan hermosa obra maestra.




ArribaAbajoCapítulo XXX

De una criatura monstruosa


Este capítulo va sin comentarios, pues dejo a los médicos la tarea de discurrir sobre el caso. Anteayer vi una criatura, a quien llevaban dos hombres y una mujer que la servía de nodriza, los cuales dijeron ser su padre, su tío y su tía. Mostrábanla, por su rareza, para ganarse la vida, y era en todo lo demás de forma ordinaria (a diferencia   —98→   de lo que diré luego): se sostenía, sobre ambos pies, andaba y hacía gorgoritos casi como las demás criaturas, de su edad. No se había nutrido aún de otro alimento que la leche de su nodriza, y lo que la pusieron en la boca en mi presencia lo mascó un poco y lo arrojó, sin tragarlo; sus gritos parecían tener algo de característico y su edad era de catorce meses justos. Por bajo de las tetillas estaba cogida y pegada a otro muchacho, sin cabeza, que tenía cerrado el conducto trasero; el resto del cuerpo era perfecto, pues si bien un brazo era más corto que el otro, fue la causa que se le había roto por accidente cuando nació. Los dos estaban unidos frente a frente, como si un niño pequeño quisiera abrazar a otro un poco más grandecito. El espacio y juntura por donde se sostenían era sólo de cuatro dedos próximamente, de suerte que, levantando la criatura imperfecta, se hubiera visto el ombligo de la otra; la soldadura acababa en éste principiando en las tetillas. El ombligo de imperfecto no se podía ver, pero si todo el resto de su vientre. Lo que no estaba pegado, como los brazos, los muslos, el trasero y las piscinas, pendía y colgaba del otro y le llegaba como a media pierna. La nodriza nos dijo que orinaba por los dos conductos, de suerte que los miembros de la criatura imperfecta se nutrían y vivían lo mismo que los de la otra, salvo que era algo más pequeños y menudos. Este cuerpo doble y estos miembros diversos relacionados con una sola cabeza podrían procurar al rey favorable pronóstico para mantener bajo la unión de sus leyes las diversas partes de nuestro Estado; pero temiendo lo que pudiera sobrevenir vale más no parar mientes en él, pues no hay posibilidad de adivinar sino en circunstancias ya consumadas, ut quum facta sunt, tum ad cojecturam aliqua interpretatione revocentur1013; como se dice de Epiménides, que adivinaba las cosas pasadas.

En Medoc acabo de ver un pastor de treinta años próximamente, que no presenta ninguna huella de órganos genitales: tiene sólo tres agujeros por donde segrega la orina continuamente; es bien barbado, siente el deseo genésico y busca el contacto femenino.

Lo que nosotros llamamos monstruos no lo son a los ojos de Dios, quien ve en la inmensidad de su obra la infinidad de formas que comprendió en ella. Es do presumir que esta figura que nos sorprende se relacione y fundamente en alguna otra del mismo género desconocida para el hombre. De la infinita sabiduría divina nada emana que no sea bueno, natural y conforme al orden, pero nosotros no vemos la correspondencia y relación. Quod crebro videt; non miratur, ettamsi, cur fiat, nescit. Quod ante non vidit,   —99→   id, si evenerii, ostentum esse censet.1014 Llamamos contra naturaleza lo que ya contra la costumbre; nada subiste si con aquélla no está en armonía cualquiera que lo existente sea. Que esta universal y natural razón desaloje de nosotros el error y la sorpresa que la novedad nos procura.




ArribaAbajoCapítulo XXXI

De la cólera


Plutarco siempre admirable, pero principalmente, cuando juzga las acciones humanas. En el paralelo entre Licurgo y Numa pueden verse las cosas notables que escribe sobre el grave error en que incurrimos al abandonar los hijos al cargo y gobierno de los padres. La mayor parte de los pueblos, como dice Aristóteles, dejan a cada cual a la manera de los cíclopes, la educación de sus mujeres e hijos, conforme a su loca e indiscreta fantasía. Sólo Lacedemonia y Creta encomendaron a las leyes la disciplina de la infancia. ¿Quién no ve que en un Estado todo depende de esta educación y crianza? Sin embargo, haciendo gala de indiscreción cabal, se la deja a la merced de los padres, por locos y perversos que sean.

¡Cuántas veces he sentido deseos, al pasar por nuestras calles, de echar mano de alguna broma pesada para vengar a los muchachillos que veía desollar aporrear y medio matar a padres y madres furiosos e iracundos, ciegos por la cólera, y vomitando fuego y rabia:


       Rabie jecur incendente, feruntur
praecipites; ut saxa jugis abrupta, quibus mons
subtrahitur, clivoque latus pendente recedit1015



(y según Hipócrates las enfermedades más peligrosas son las que desfiguran el semblante), que con voz chillona e imperiosa acoquinan a criaturas que acaban de salir de los brazos de la nodriza! Así vemos tantas inutilizadas y aturdidas por los golpes; y nuestra justicia no para mientes en ello como si estos seres dislocados no fueran miembros de nuestra república:


Gratum est, quod patriae civem populoque dedisti
si facis, ni patriae sit idoneus, utilis agris,
utilis et bellorum et pacis rebus agendis.1016



  —100→  

No hay pasión que más dé al traste que la cólera con la sinceridad del juicio. Nadie pondría en duda que debiera condenarse a muerte al magistrado que movido por la ira hubiese sentenciado a su criminal; ¿por qué se consiente, pues, a los padres y a los maestros de escuela, cuando están dominados por la ira, castigar a los niños? Tal proceder no puede llamarse corrección debe, nombrarse venganza. Aquella es la medicina de los muchachos, y estoy bien seguro de que no consentiríamos que ejerciera su oficio un médico prevenido y encolerizado contra su paciente.

Nosotros mismos, para obrar como Dios manda, tampoco deberíamos poner la mano en nuestros criados mientras la ira nos domina. Mientras el pulso nos late más deprisa que de ordinario, mientras sentimos nuestra propia emoción, aplacemos la partida; las cosas nos parecerán distintas cuando hayamos, ganado la tranquilidad y la calma. La pasión es quien gobierna entonces, la pasión quien habla y no nosotros: ayudados por su impulso, los defectos nos aparecen abultados, como los cuerpos al través de la neblina. Quien tiene hambre coma carne en buen hora, pero quien al castigo quiere apelar no debe padecer de él sed ni apetito. Además, las correcciones practicadas con medida y discreción se acogen mejor y con mayor fruto por quien las soporta: si así no acontece, el delincuente no cree haber sido con justicia condenado por un hombre a quien trastornan la furia y la rabia a un mismo tiempo, alegando como justificación de su proceder las extraordinarias agitaciones de su señor, el sobresalto de su semblante, los inusitados juramentos y la inquietud y precipitación temerarias:


Ora tument ira, nigrescunt sanguine venae,
    lumina Gorgoneo saevius igne micant.1017