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ArribaAbajoCapítulo VI

De los vehículos


Bien fácil es el verificar que los grandes autores, al escribir sobre las causas de las cosas, no solamente se sirven   —270→   de las que juzgan verdaderas, sino también de aquellas otras de cuyo fundamento dudan, siempre y cuando que tengan algo de lucidas: hablan con verdad y utilidad bastantes, expresándose ingeniosamente. Nosotros somos incapaces de asegurarnos de la causa primordial, y amontonamos muchas para ver si por casualidad aquella figura entre ellas,


       Namque unam dicere causam
non satis est, verum plures, unde una tamen sit.1213



¿Me preguntáis de dónde proviene esa costumbre de bendecir a los que estornudan? Nosotros producimos tres suertes de vientos: el que sale por abajo es demasiado puerco; el que exhala nuestra boca lleva consigo algún reproche de glotonería; el tercero es el estornudo; y porque viene de la cabeza y no es acreedor a censura, le tributamos honroso acogimiento. No os burléis de esta sutileza, de la cual, según se dice, Aristóteles es el padre.

Paréceme haber visto en Plutarco (que es entre todos los autores que conozco el que mezcló mejor el arte y la naturaleza, y la sensatez con la ciencia), explicando la causa del levantamiento del estómago que experimentan los que viajan por mar, que la cosa les sucede por temor, luego de haber encontrado algún viso de razón mediante el cual demuestra que el temor puede ocasionar semejante efecto. Yo, que soy muy propenso a este accidente, sé muy bien que esta causa no obra en mí para nada, y lo sé, no por argumentos, sino por experiencia necesaria. Sin alegar lo que he oído asegurar, o sea que acontece lo propio a los animales, particularmente al puerco, que por completo desconoce el peligro, ni lo que un sujeto de mi conocimiento me testimonió de sí mismo, el cual, estando a él fuertemente sujeto, las ganas se le habían pasado en dos o tres ocasiones hallándose oprimido por el terror en una tormenta, como a aquel antiguo, pejus vexabar, quam ut periculum mihi sucurreret1214: nunca tuve miedo en el agua, como tampoco en lugar alguno (y sin embargo, bastantes veces se me ofrecieron causas justamente temibles, si es que la muerte puede serlo) me trastorné ni deslumbré. Nace a veces el temor de falta de discernimiento, y de escasez de ánimo otra. Cuantos peligros he visto, presencielos con los ojos abiertos y la mirada serena, cabal y entera: hasta para temer el ánimo. La serenidad sirviome antaño, a falta de otras mejores prendas, para gobernar mi huida y mantenerla ordenada; para que fuese, si no de temor desnuda sin horror, sin embargo, y sin espasmos: fue una marcha conmovida, mas no aturdida ni perdida. Las almas   —271→   grandes van más allá, representando huidas no ya sólo tranquilas y sanas, sino altivas. Relatemos la que Alcibíades refiere de Sócrates, su compañero de armas: «Encontrele, dice, después de la derrota de nuestro ejército junto con Láchez, y eran ambos de los últimos fugitivos; le consideré despacio, a mi sabor, ya en seguridad, pues yo iba montado en un buen caballo y él a pie; así habíamos combatido. Advertí primeramente cuánto más avisado y resuelto se mostraba, con Láchez comparado; luego, la altivez de su andadura en nada distinta de la ordinaria; su mirada firme y normal, juzgando y considerando lo que acontecía en su derredor, contemplando ya a los unos, ya a los otros, amigos y enemigos, de una manera que a los unos animaba y significaba a los otros que estaba dispuesto a vender su sangre bien cara, y lo mismo su vida a quien arrancársela intentara, y así se salvaron, pues a éstos no se les ataca fácilmente, persiguiéndose a los atemorizados.» He aquí el testimonio de ese gran capitán, que nos enseña lo que todos los días aprendemos, o sea que nada nos lanza más en los peligros cual el hambre inconsiderada de escaparlos: quo timoris minus est, eo minus ferme periculi est1215. Nuestro pueblo se engaña al decir: «Ese teme a la muerte», cuando con ello quiere dar a entender que alguien piensa en ella y que la prevé. La previsión conviene igualmente a cuanto con nosotros se relaciona en bien o en mal: considerar y juzgar el peligro es en algún modo lo contrario de amedrentarse. Y no me siento suficientemente fuerte para resistir el golpe e impetuosidad de esta pasión del miedo ni de otra cualquiera que por su vehemencia se la asemeje: si me sintiera un poco vencido y por tierra, ya no me levantaría jamás enteramente; quien hiciera que mi alma perdiera pie, no la colocaría nunca en su lugar verdadero, derecha y en su asiento, pues se ensaya e investiga con profundidad y viveza demasiadas, por lo cual no dejaría resolver y consolidar la herida que la hubiere atravesado. Fortuna ha sido la mía de que ninguna enfermedad me la haya trastornado: a cada recargo que me sorprende hago frente y me opongo con todas mis fuerzas, así que la primera que me solicitara me dejaría sin recursos. Soy incapaz de resistir por dos lados: cualquiera que sea el lugar por donde el destrozo forzase la calzada que me defiende, héteme al descubierto y sin remedio ahogado. Epicuro dice que el sabio no puede pasar de un estado al opuesto; yo soy del parecer contrario a esta sentencia, y creo que quien haya estado una vez bien loco, ninguna otra será ya muy cuerdo. Dios me da el frío según la ropa, y me procura, las pasiones según los medios   —272→   de que dispongo para resistirlas; naturaleza, habiéndome descubierto de un lado, me cubrió del otro; como por fuerza me desarmara, me armó de insensibilidad y de una aprehensión ordenada o desaguzada.

Me acontece que no puedo soportar durante largo tiempo (y menos todavía los soportaba cuando era joven) coche, litera ni barco, y detesto todo otro vehículo distinto del caballo, así en la ciudad como en el campo. Menos todavía transijo con la litera que con el coche, y por la misma razón me acomodo con mayor facilidad a una sacudida fuerte en el agua, de donde el miedo surge, que al movimiento que se experimenta en tiempo apacible. Merced a esa ligera sacudida que los remos producen, desviando de nosotros la sustentación, siento revueltos, sin saber cómo, cabeza y estómago, no pudiendo resistir bajo mi planta un lugar que se mueve. Cuando las velas y el curso del agua nos arrastran por igual, o se nos llevan a remolque, semejante agitación unida en manera alguna me impresiona; lo que si me trastorna es el movimiento interrumpido, y todavía en mayor grado cuando es languidecedor. No podría explicar el efecto de otro modo. Los médicos me ordenaron que me ciñera y sujetara con una faja la parte inferior del vientre para poner remedio al mal, recomendación que yo no he puesto en práctica teniendo por costumbre luchar con las debilidades propias que en mí residen y domarlas con mis propias fuerzas.

Si estuviera mi memoria suficientemente informada, no consideraría aquí como perdido el tiempo necesario para enumerar la variedad infinita que las historias nos presentan en el empleo de los carruajes al servicio de la guerra. Diversos según las naciones y según los siglos, fueron siempre a mi entender de gran efecto y necesidad, y tanto, que maravilla, que de ella hayamos perdido toda noción. Diré sólo aquí que recientemente, en tiempo de nuestros padres, los húngaros utilizáronlos muy provechosamente contra los turcos, colocando en cada uno un soldado con rodela, un mosquetero, bastantes arcabuces, bien colocados, prestos y cargados, todo empavesado a la manera de un galeón. Disponían el frente de la batalla con tres mil de estos vehículos, y tan luego como el cañón había entrado en juego, los hacían marchar y tragar al enemigo antes de encentar el resto, lo cual no era un ligero avance; o bien lanzaban los carros contra los escuadrones para romperlos y abrirse paso, a más del socorro que de ellos alcanzaban para guarnecer en lugar peligroso, las tropas que marchaban al campo, o a tomar una posición a la carrera y fortificarla. En mi tiempo un gentilhombre, que se hallaba en una de nuestras fronteras imposibilitado por su propia persona, y no encontrando caballo capaz de su peso, por haber tenido una disputa, marchaba por los campos en un carruaje   —273→   lo mismo que el descrito y se encontraba muy a gusto. Pero dejemos estos carros guerreros.

Cual si su holganza no fuera conocida por más eficaces causas, los últimos reyes de nuestra primera dinastía viajaban en un carro tirado por cuatro bueyes. Marco Antonio fue el primero que se hizo conducir a Roma en unión de una mozuela por varios leones uncidos a un coche. Heliogábalo hizo después lo propio, nombrándose Cibeles, madre de los dioses y también fue llevado por tigres, parodiando al dios Baco: unció además en ocasiones dos ciervos a su coche, en otra cuatro perros, y en otra cuatro mocetonas desnudas, yendo así en pompa también de ropas aligerado. Firmo el emperador hizo arrastrar su carruaje por dos avestruces de maravilloso volumen y altura, de suerte que mejor que rodar hubiérase dicho que volaba.

La singularidad de estas invenciones trae a mi magín esta otra fantasía: Entiendo que constituye una especie de pusilanimidad en los monarcas, y un testimonio de que en verdad no sienten lo que son, el esforzarse en hacer valer y parecer mediante gastos excesivos. Sería ésta excusable costumbre en países extranjeros, mas no entre los propios súbditos donde los reyes lo pueden todo alcanzar, de su dignidad hasta tocar en el grado de honor más relevante: del propio modo que me parece superfluo en un gentilhombre el que suntuosamente se vista en su privado; su casa, su séquito y su cocina responden por él de sobra. El consejo que daba Isócrates a su rey no me parece irrazonable: «Que sea espléndido en el uso de utensilios y muebles, puesto que éstos constituyen un gasto de duración que pasa a sus sucesores, y que huya toda magnificencia que al momento escapa del uso y de la memoria.» Cuando yo era menor de edad gustaba de adornarme, a falta de mejor ornamento, y me sentaban bien los perifollos: hay hombres en quienes los trajes hermosos lloran. Cuentos maravillosos nos refieren de la frugalidad de nuestros reyes en derredor de sus personas y en sus dones; fueron reyes grandes en crédito, valor y fortuna. Demóstenes combate hasta la violencia la ley de su ciudad que asignaba los públicos recursos a las pompas de juegos y fiestas; quiere que la grandeza de su país se muestre en profusión de naves bien equipadas y en óptimos ejércitos bien provistos. Se censura con razón a Teofrasto, que en su libro de las riquezas sienta un parecer contrario y sostiene que tal suerte de dispendios es el fruto verdadero de la opulencia: esos son placeres, dice Aristóteles que sólo incumben a la más baja clase y común, que del recuerdo se desvanecen, después del hartazgo y de los cuales ningún hombre juicioso y grave puede hacer motivo de estima. Los dispendios me parecen mucho más dignos de la realeza como también mucho más útiles, justos y   —274→   durables construyendo puertos, ensenadas, fortificaciones, murallas, suntuosos edificios, hospitales, colegios, mejoramiento de calles y caminos, en todo lo cual el Pontífice Gregorio XIII dejará memoria recomendable y duradera, y también nuestra reina Catalina testimoniaría por largos años su natural liberalidad y munificencia si sus medios fueran de par con su voluntad: el acaso me contrarió grandemente al ver interrumpida la hermosa estructura del nuevo puente de nuestra ciudad populosa y al quitarme la esperanza de verlo antes de morir prestando servicios al público.

A más de estas razones paréceles a los súbditos, simples espectadores de los triunfos de los soberanos, que de ese modo se les muestran sus propias riquezas, y que a sus propias expensas se les festeja, pues los pueblos presumen fácilmente de soberanos, como nosotros con las gentes que nos sirven, quienes deben poner cuidado en aprestarnos abundantemente cuanto nos precisa, pero en modo alguno coger su parte, por lo cual el emperador Galba, como recibiera placer oyendo a un músico mientras comía, hizo que le llevaran su caja y entregó con su propia mano al que la tocaba un puñado de escudos, que éste cogió añadiendo estas palabras. «Esto no pertenece al público, sino a mí.» Tan cierto es que acontece normalmente tener el pueblo razón, y que se regala sus ojos con lo que había de regalar su vientre.

Ni la misma liberalidad está en su verdadero lugar en mano soberana; los particulares tienen a ella más derecho, pues, cuerdamente considerado, un rey nada tiene que propiamente le pertenezca; su persona misma se debe a los demás: no se entrega la jurisdicción en favor del jurista, sino en favor del jurisdiciado. Elévase a un superior, mas nunca para su provecho, sino para provecho del inferior: a un médico se le llama para que auxilie al enfermo y no a sí propio. Toda magistratura como todo arte tienen su esfera fuera de ellos, nulla ars in se versatur1216; por eso los gobernadores de la infancia de los príncipes que se precian de imprimirles esta virtud de largueza, predicándoles que ningún favor rechacen y que nada consideren mejor empleado que los presentes que hagan (instrucción que en mi tiempo he visto muy en crédito), o miran más bien a su provecho que al de su amo o mal comprenden con quien hablan. Es muy fácil inculcar la liberalidad en quien tiene con qué proveer tanto como le plazca a expensas ajenas, y como quiera que la estimación se pondere, no conforme a la medida del presente, sino con arreglo a los medios del que la ejerce, viene a ser nula en manos de los poderosos, quienes antes   —275→   que liberales se reconocen pródigos. Por eso es de recomendación escasa comparada con otras virtudes de la realeza, y la sola como decía Dionisio el tirano que sea compatible con la tiranía misma. Mejor recitaría yo a un príncipe este proverbio del labrador antiguo: imagen, imagen1217, o sea «que a quien pretende sacar provecho precisa sembrar con la mano y no verter con el saco». Es necesario esparcir la semilla, no extenderla: y habiendo que dar, o por mejor decir, que pagar y entregar a tantas gentes conforme hayan servido, debe ser el monarca avisado y leal dispensador. Si la liberalidad de un príncipe carece de discreción y medida, le prefiero mejor avaro.

Parece consistir en la justicia la virtud más propia de la realeza: y de todas las partes de la justicia a que la acompaña la liberalidad es la más digna de los monarcas, pues particularmente a su cargo la tienen reservada, ejerciendo como ejercen todas las demás mediante la intervención ajena. La inmoderada largueza es un medio débil de procurarles benevolencia, pues rechaza más gentes que atrae: Quo in plures usus sis, minus in multos uti possis... Quid autem est stultius, quam, quod libenter facias, curare ut id diutius facere non possis?1218 Y cuando sin consideración del mérito se emplea, avergüenza al que la recibe y sin reconocimiento alguno se acoge. Tiranos hubo que fueron sacrificados por el odio popular en las mismas manos de quienes injustamente los levantaran: esta categoría de hombres, creyendo asegurar la posesión de los bienes indebidamente recibidos, muestran desdeñar y odiar a aquel de quien las recibieron, uniéndose en este punto al parecer y opinión comunes.

Los súbditos de un príncipe excesivo en dones conviértense a su vez en pedigüeños excesivos; mídense conforme al ejemplo, no con arreglo a la razón. En verdad que casi siempre debiéramos avergonzarnos de nuestra imprudencia, pues se nos recompensa injustamente cuando el premio iguala a nuestro servicio, sin considerar que por obligación natural estamos sujetos a nuestros príncipes. Si estos contribuyen a todos nuestros gastos, hacen demasiado, hasta con que los ayuden: el exceso se llama beneficio, y no se puede exigir, pues el nombre mismo de liberalidad suena como el de libertad. Con arreglo a nuestro modo de proceder, el don nunca se nos concede; lo recibido para nada se cuenta, no se gusta más que de la liberalidad futura, por lo cual, cuanto más un príncipe se agota en recompensas, más de amigos se empobrece. ¿Cómo saciaría los deseos, que crecen a medida que se llenan? Quien su   —276→   pensamiento tiene fijo en el recibir no se acuerda de lo que recogió: la cualidad primordial de la codicia es la ingratitud.

No dirá mal aquí el ejemplo de Ciro, en provecho de los reyes de nuestra época, tocante a reconocer, cómo los dones de éstos serán bien o mal empleados, y a hacerles ver cuán dichosamente los distribuía este emperador con ellos parangonado. Por sus desórdenes se ven nuestros soberanos obligados a hacer sus empréstitos en personas desconocidas, y más bien en aquellas con quienes se condujeron mal que con las que procedieron bien; y ninguna ayuda reciben donde la gratitud existe sólo de nombre. Creso censuraba a Ciro su largueza, calculando a cuánto se elevaría su tesoro si hubiera tenido las manos más sujetas. Entró en ganas el primero de justificar su liberalidad y despachó de todas partes emisarios hacia los grandes de su Estado a quienes más presentes había hecho, rogando a cada uno que le socorriese con tanto dinero como le fuera dable para subvenir a una necesidad, enviándole la declaración de sus recursos. Cuando todas las minutas le fueron presentadas, sus amigos todos, considerando que no bastaba ofrecerle solamente lo que cada cual había recibido de su munificencia, añadió mucho de su propio peculio, resultando que la suma ascendía a mucho más de la economía que Creso había supuesto. A lo cual añadió Ciro: «Yo no amo las riquezas menos que los otros príncipes, más bien cuido mejor de ellas: ved con cuán escaso esfuerzo adquirí el inestimable tesoro de tantos amigos; cuánto más fieles guardadores de mis caudales me son que los mercenarios sin obligación ni afecto, y mi fortuna así está mejor custodiada que en cofres resistentes que echarían sobre mí el odio, la envidia y el menosprecio de los demás príncipes.»

Los emperadores se excusaban de la superfluidad de sus juegos y ostentaciones públicas porque su autoridad dependía en algún modo (en apariencia al menos) de la voluntad del pueblo romano, el cual estaba hecho de antiguo a ser complacido por tales espectáculos y excesos. Pero eran los particulares los que habían mantenido esa costumbre de gratificar a sus conciudadanos y a sus plebeyos a expensas de su peculio, principalmente por semejante profusión y magnificencia. Cuando fueron los amos los que vinieron a imitarlos, los espectáculos tuvieron otro gusto y carácter distintos: pecuniarum translatio ajustis dominis ad alienos non debet liberalis videri1219. Porque su hijo intentaba ganar valiéndose de presentes la voluntad de los macedonios, Filipo le amonestó en una carta en estos términos:

  —277→  

«¡Cómo! ¿deseas que tus súbditos te consideren como a su pagador y no como a su rey? ¿Quieres recompensarlos? Benefícialos con los presentes de tu virtud y no con las riquezas de tu cofre.»

Era sin embargo bella cosa el ver transportar y plantar en el circo gran número de corpulentos árboles, verdes y frondosos, representando una selva umbría, dispuesta con simetría hermosa, y en un día determinado lanzar dentro de ella mil avestruces, mil ciervos, mil jabalíes, mil gamos, abandonándolos para que se arrojasen sobre el pueblo; al día siguiente aporrear en su presencia cien enormes leones, cien leopardos y trescientos osos; y en el tercero día hacer combatir a muerte trescientas parejas de gladiadores, como en tiempo del emperador Probo. Era también cosa hermosa el ver estos grandes anfiteatros incrustados por fuera de mármol, labrado en estatuas y ornamentos, y por dentro resplandecientes de enriquecimientos raros,


Balteus en gemmis, en illita porticus auro1220:



todos los lados de este gran vacío llenos y rodeados de arriba abajo por sesenta u ochenta rangos de escalones, también de mármol, cubiertos de cojines,


Exeat, inquit,
si pudor est de pulvino surgat equestri,
cujus res legi non sufficit1221;



donde podían acomodarse hasta cien mil hombres sentados a su gusto, y el lugar del fondo, en que los combates se sucedían y los ojos se regocijaban, hacer primeramente que por arte se entreabriera y hendiera en forma de cuevas, representando antros, los cuales vomitaban las fieras destinadas al espectáculo, y luego después inundado de un mar profundo que acarreaba multitud de monstruos marinos, cubierto de navíos armados, simulacro verdadero de un combate naval; en tercer lugar veíase allanar y secar de nuevo el recinto cuando el combate de gladiadores llegaba, y por último, cubrirlo con bermellón y estoraque en vez de arena para celebrar un festín solemne en honor del pueblo innúmero, que era el último acto de los celebrados en una sola jornada.


   Quoties nos descendentis arenae
vidimus in partes, ruptaque voragine terrae
emersisse feras, et eisdem saepe latebris
aurea cum croceo creverunt arbuta libro!...
—278→
Nec solum nobis silvetria cernere monstra
contigit; aequoreos ego cum certantibus ursis
spectavi vitulos, et equorum nomine dignum,
sed deforme pecus.1222



A veces se hacía nacer una montaña elevada llena de frutales y verdosos árboles, en cuya cumbre había un arroyo que surgía cual de la boca de una fuente viva; otras ostentábase a la vista de todos un gran navío que por sí se abría y cerraba, y después de arrojar de su vientre cuatrocientas o quinientas fieras de combate se juntaba y desaparecía como por encanto; otras del fondo de la plaza lanzábanse surtidores y chorros de agua que subían a infinita altura, regando y perfumando a la multitud. Para resguardarla de las injurias del tiempo cubrían esta capacidad inmensa unas veces con tela purpurina elaborada con la aguja, otras con seda de colores varios, con las cuales cubrían y descubrían en un momento como les placía mejor.


Quamvis non modico caleant spectacula sole,
    vela reducuntur, quum venit Hermogenes.1223



«Las redes que resguardaban al pueblo para defenderlo de la violencia de las fieras cuando saltaban estaban, también tejidas de oro»:


      Auro quoque torta refulgent
retia.1224



Si hay algo que pueda ser excusable en tales excesos, reside allí donde la inventiva y la novedad promueven la admiración, no en lo que toca al gusto. En estas vanidades mismas descubrimos cuánto aquellos siglos pasados eran fértiles en otros espíritus distintos de los nuestros. Acontece con esta suerte de fertilidad cual con todas las demás producciones de la naturaleza: no puede afirmarse que entonces empleara su esfuerzo último: nosotros no marchamos, más bien rodamos y giramos aquí y allá, paseándonos sobre nuestros propios pasos; no alcanzamos a ver muy adelante ni muy hacia atrás; nuestros ojos abarcan poco y ven lo mismo: es nuestra vista corta en extensión de tiempo y materia:


Vixere fortes ante Agamemnona
multi, sed omnes illacrymabiles
—279→
       urgentur, ignotique longa
    nocte.1225


Et supera bellum Thebanum, et funera Trojae,
multi alias alii quoque res cecinere poetae1226:



y la narración de Solón en punto a lo que le enseñaran los sacerdotes egipcios acerca de la dilatada vida de su Estado y la manera de aprender y custodiar las historias extranjeras, no me parece contradecir la consideración apuntada. Si interminatam in omnes partes magnitudinem regionum videremus et temporum, in quam se injiciens animus et intendens, ite late longeque paregrinatur, ut nullam oram ultimi videat, in qua possit insistere: in hac immensitate... infinita vis innumerabilium appareret formarum.1227 Aun, cuando todo lo que se nos refiere de los tiempos pasados fuera cierto y de todos conocido, en junto sería menos que nada comparado con lo que ignoramos. Y de esta misma imagen del mundo, que se desliza mientras por él pasamos, ¿cuán mezquino y fragmentario no es el conocimiento de los más curiosos? o solamente de los sucesos particulares, que frecuentemente el acaso convierte en ejemplares y señalados; de la situación de las grandes repúblicas y naciones, nos escapa cien veces más de lo que viene a nuestro conocimiento. Consideramos como milagrosa la invención de la artillería y la de nuestra imprenta, y otros hombres en el otro extremo del mundo, en la China, gozaban de ellas mil años ha. Si viéramos tanto mundo como dejamos de ver, advertiríamos sin duda una perpetua mutación y vicisitud de formas. Nada hay único y singular en la naturaleza, mas sí en relación con nuestros medios de conocimiento, que constituyen el miserable fundamento de nuestras reglas y que nos representan fácilmente una imagen falsísima de las cosas. Cuál sin fundamento concluimos hoy la declinación y decrepitud del mundo por los argumentos que sacamos de nuestra propia debilidad y decadencia:


Jamque adeo est affecta aetas, effaetaque tellus1228:



así, sin fundamento también, deducía Lucrecio su nacimiento y juventud por el vigor que veía en los espíritus de   —280→   una época, copiosos en novedades e invenciones de diversas artes:


Verum, ut opinor, habet novitatem, summa, recensque
natura est mundi, neque pridem exordia cepit
quare etiam quaedam nunc artes expoliuntur,
nunc etiam augescunt; nunc addita navigiis sunt
multa.1229



Nuestro mundo acaba de encontrar otro (¿y quién nos asegura que es el último de sus hermanos, puesto que los demonios, las sibilas y nosotros habíamos ignorado éste hasta el momento actual?) no menos grande, sólido y membrudo que él. Sin embargo, tan nuevo y tan niño que todavía se le enseña el a, b, c: no hace aún cincuenta años que desconocía las letras, los pesos, las medidas, los vestidos, los trigos y las viñas. Estaba todavía completamente desnudo, guarecido en el seno de la naturaleza, y no vivía sino con los medios que esta pródiga madre le procuraba. Si nosotros deducimos nuestro fin, y aquel poeta el de la juventud de su siglo, este otro mundo no hará sino entrar en la luz cuando el nuestro la abandone: el universo caerá en parálisis; un miembro estará tullido y el otro vigoroso. Temo mucho que hayamos grandemente apresurado su declinación y ruina merced a nuestro contagio, y que le hayamos vendido a buen precio nuestras opiniones e invenciones. Era un mundo niño, y nosotros no le hemos azotado y sometido a nuestra disciplina por la supremacía de nuestro valor y fuerza naturales; ni lo hemos ganado con nuestra justicia y bondad, ni subyugado con nuestra magnanimidad. La mayor parte de sus respuestas y las negociaciones pactadas con ellos testimonian que nada nos debían en clarividencia de espíritu ni en oportunidad. La espantosa magnificencia de las ciudades de Cuzco y Méjico, y entre otras cosas análogas el jardín de aquel monarca en que todos los árboles, frutos y hierbas, conforme al orden y dimensiones que guardan en un jardín, estaban excelentemente labrados en oro, como en su cámara todos los animales que nacían en su Estado y en sus mares, y la hermosura de sus obras en pedrería, pluma y algodón, así como las pinturas, muestran que tampoco los ganábamos en industria. Mas en cuanto a la devoción, observancia de las leyes, bondad, liberalidad, lealtad y franqueza, buenos servicios nos prestó el no tener tantas como ellos: esa ventaja los perdió, vendiéndolos y traicionándolos.

Por lo que toca al arrojo y al ánimo; en punto a firmeza, constancia y resolución contra los dolores, el hambre y la muerte, nada temería en oponer los ejemplos que encontrara entre ellos a los más famosos antiguos de que tengamos   —281→   memoria en el mundo de por acá. Pues los que acertaron a subyugarlos, que prescindan del engaño y aparato de que se sirvieron para engañarlos y del justo maravillarse que ganaba a esas naciones al ver llegar tan inopinadamente a gentes barbudas, diversas en lenguaje, religión, formas y continente, de un lugar del mundo tan lejano donde nunca supieran que hubiese mansión alguna, montados en grandes monstruos ignorados, para quienes no solamente no vieron nunca ningún caballo, pero ni siquiera animal alguno hecho a llevar y sostener hombre ni otra carga; guarnecidos de una armadura luciente y dura, y provistos de un arma resplandeciente y cortante para quienes por el milagro del resplandor de un espejo o del de un cuchillo cambiaban una cuantiosa riqueza en oro y perlas, y que carecían de ciencia y materiales por donde ser aptos a atravesar nuestro acero. Añádase a esto los rayos y truenos de nuestras piezas y arcabuces, capaces de trastornar al mismo César (a quien hubieran sorprendido tan inexperimentado como a ellos), contra pueblos desnudos, guarnecidos tan sólo de tejido de algodón, sin otras armas a lo sumo que arcos, piedras, bastones y escudos de madera; pueblos sorprendidos so pretexto de amistad y buena fe, por la curiosidad de ver cosas extrañas y desconocidas; quitad, digo, a los conquistadores esta disparidad, y los arrancaréis de paso la ocasión de tantas victorias. Cuando considero el indomable ardor con que tantos millares de hombres, mujeres y niños, presentándose y lanzándose tantas veces en medio de peligros inevitables en defensa de sus dioses y de su libertad; aquella generosa obstinación que les impulsaba a sufrir hasta el último extremo los mayores horrores y la muerte, de mejor gana que a someterse a la dominación de aquellos que tan vergonzosamente los engañaron, y algunos prefiriendo mejor desfallecer por hambre y ayuno, ya prisioneros, que aceptar la vida en manos de sus enemigos tan vilmente victoriosos, infiero que para quien los hubiera atacado de igual a igual, con iguales armas y experiencia y en el mismo número, habrían sido tanto o más terribles como los de cualquiera otra guerra.

¡Lástima grande que no cayera bajo César, o bajo los antiguos griegos y romanos una tan noble conquista, y una tan grande mutación y alteración de imperios y pueblos en manos que hubieran dulcemente pulimentado y desmalezado lo que en ellos había de salvaje, confortando y removiendo la buena semilla que la naturaleza había producido; mezclando, no sólo al cultivo de sus tierras y ornamento de sus ciudades, las artes de por acá, en cuanto éstas hubieran sido necesarias, sino también inculcando las virtudes griegas y romanas a los naturales del país. ¡Qué reparación hubiera sido ésta, y qué enmienda se hubiera   —282→   promovido en toda es máquina, si los primeros ejemplos y conducta nuestra que por allá se mostraron hubiesen llamado a estos pueblos a la admiración o imitación de la virtud, preparando entre ellos y nosotros una sociedad e inteligencia fraternales! Cuán fácil hubiera sido sacar provecho de almas tan nuevas, tan hambrientas de aprendizaje, cuya mayor parte habían tenido comienzos naturales tan hermosos! Por el contrario, nosotros nos servimos de su ignorancia e inexperiencia para plegarlos más fácilmente hacia la traición, la lujuria, la avaricia, y hacia toda suerte de inhumanidad y crueldad, a ejemplo y patrón de nuestras costumbres. ¿Quién aceptó jamás a tal precio las ventajas del comercio y del tráfico? ¿Quién vio nunca tantas ciudades arrasadas, tantas naciones exterminadas, tantos millones de pueblos pasados a cuchillo, y la más rica y hermosa parte del universo derrumbada con el simple fin de negociar las perlas y las especias? ¡Mecánicas victorias! Jamás la ambición, jamás las públicas enemistades empujaron a los hombres los unos contra los otros a tan horribles hostilidades y a calamidades tan miserables.

Costeando el mar en busca de sus minas algunos españoles tocaron tierra en una región fértil y pintoresca muy habitada, e hicieron a este pueblo sus amonestaciones acostumbradas: «Que eran gentes pacíficas, originarias de lejanas tierras, enviadas por el rey de Castilla, el príncipe más poderoso de toda la tierra habitada, a quien el Papa, representante de Dios aquí bajo, había concedido el principado de todas las Indias. Que si querían ser del soberano tributarios, serían con mucha benignidad tratados.» Pedíanles víveres para su nutrición y oro para el menester de alguna medicina, haciéndoles, además, presente la creencia en un solo Dios y la verdad de nuestra religión, que les aconsejaban abrazar, añadiendo a ello algunas amenazas. A lo cual les contestaron «que en cuanto a lo de pacíficos no tenían cara de serlo, si lo eran; que puesto que su rey pedía, debía de ser indigente y menesteroso; y en lo tocante a que se hiciera la distribución de que hablaban, que debía ser hombre amante de disensiones, puesto que concedía a un tercero lo que no era suyo, disputándoselo a sus antiguos poseedores. En punto a víveres proveeríanlos de ellos. Oro tenían poco, y lo consideraban como cosa de ninguna estima porque era inútil al servicio de la vida, yendo sus miras encaminadas solamente a pasarla dichosa y gratamente; así que, podían coger resueltamente cuanto encontraran, excepto el destinado al culto de sus dioses. En lo tocante a que no hubiera más que un solo Dios, el discurso les plugo, decían, pero no querían cambiar de religión, habiendo practicado útilmente la suya tan dilatados años; y que además acostumbraban sólo a recibir consejos de sus amigos y conocidos. Que en lo de amenazarlos,   —283→   consideraban como signo de escasez de juicio el ir amedrentando a aquéllos de quien la naturaleza y los medios de defensa les eran desconocidos; de suerte que, lo mejor que podían hacer, era despacharse a desalojar prontamente sus tierras, pues no estaban acostumbrados a tomar en buena parte las bondades y amonestaciones de gentes armadas y extrañas; y que si así no obraban harían con ellos lo que con otros» (y les mostraban las cabezas de algunos hombres ajusticiados en derredor de la ciudad). Ved en esta respuesta un ejemplo del balbuceo de esta infancia. De todos modos, ni en este lugar ni en muchos otros en que los españoles no hallaron las mercancías que buscaban se detuvieron ni emprendieron conquistas, aun cuando con otras ventajas el país les brindara; testigos son mis caníbales1230.

De los dos monarcas más poderosos de ese mundo, y acaso también de éste, reyes de tantos reyes, los últimos que se vieron arrojados de sus dominios, uno fue el del Perú, el cual habiendo sido hecho prisionero en una batalla y pedídose por él un rescate tan excesivo que sobrepujaba todo lo verosímil, luego de haber sido este fielmente pagado y de haber dado el rey por sus palabras muestra de un valor franco, liberal y constante, al par que de un entendimiento cabal y muy sensato, los vencedores entraron en deseos (después de haber sacado un millón trescientos veinticinco mil pesos de oro, a más de la plata y otras cosas, que no ascendían a menos, tanto que sus caballos llevaban herraduras de oro macizo); de ver aún, mediante cualquier deslealtad, por monstruosa que fuese, cuál podía ser todavía lo que quedaba de los tesoros de este rey, y gozar libremente de lo que guardara, formulose contra él una acusación tan falsa como las pruebas en que se apoyaban sobre el designio de sublevar sus huestes para ganar así la libertad, por lo cual, por hermosas componendas de los mismos que lo habían traicionado, se le condenó a ser ahorcado y estrangulado públicamente, librándole del tormento de la hoguera por el sacramento del bautismo que le hicieron recibir con el propio suplicio; horrorosa acción y sin ejemplo que sufrió, sin embargo, sin alterar su continente ni sus palabras, con actitud y gravedad verdaderamente regias. Luego, para adormecer a los pueblos pasmados y transidos de tan extraño espectáculo, simulose un gran duelo por su muerte ordenando celebrar funerales suntuosos.

El otro fue el rey de Méjico1231, quien habiendo defendido largo tiempo su ciudad sitiada, y mostrado cuánto pueden   —284→   el sufrimiento y la perseverancia (hasta el punto de que jamás acaso pueblo ni príncipe los igualaron), y su desdicha puéstole vivo en manos de sus enemigos, conviniéndose en la capitulación, que sería tratado como rey, su conducta en la prisión se avino bien con este dictado. Como después de la victoria no encontraran todo el oro que se prometieran, luego de haberlo todo revuelto y registrado, pusiéronse a buscar minas de este metal, aplicando para ello los más tremendos suplicios que pudieran imaginar a los prisioneros que tenían; y como no sacaran nada en limpio por haber chocado con ánimos más robustos que crueles eran los tormentos que sufrían, fueron a dar en rabia tan enorme, que, contra la prometida fe y contra todo derecho de gentes condenaron al suplicio al rey mismo y a uno de los principales señores de su corte, en presencia el uno del otro. Este señor, hallándose atormentado por el dolor, y rodeado de ardientes braseros, en sus últimos momentos volvió lastimosamente la vista hacia su dueño como para pedirle gracia, porque sus fuerzas no alcanzaban a más: el rey, clavando altiva y vigorosamente sus ojos en él, como conjura de su cobardía y pusilanimidad, le dijo solamente estas palabras, con voz potente y vigorosa: «¿Por ventura estoy yo en un baño colocado? ¿Estoy más a mi gusto que tú?» El así amonestado sucumbió de repente momentos después, y murió en el lugar donde se hallaba. El rey, medio asado, fue conducido a otra parte, no tanto por piedad (¿pues qué piedad movió jamás a tan bárbaras almas que por el dudoso indicio de algún vaso de oro que saquear hacían quemar ante sus ojos no ya a un hombre, sino a un rey tan grande en merecimientos y fortuna?), como porque su firmeza convertía en más vergonzosa la crueldad de sus verdugos. Por último le ahorcaron, no sin que antes intentara, por medio de las armas, libertarse de una tan dilatada cautividad y sujeción, haciendo su fin digno de un príncipe magnánimo.

Otra vez quemaron vivos, de un golpe en la misma hoguera, a cuatrocientos sesenta hombres: cuatrocientos del bajo pueblo y sesenta de los principales señores de una provincia, simples prisioneros de guerra. Ellos mismos nos comunicaron tan horribles narraciones, pues no solamente las confiesan, sino que las encarecen y ensalzan. ¿Acaso como testimonio de su justicia o por el celo que en pro de su religión los animaba? En verdad son estos caminos demasiado opuestos y enemigos de un fin tan santo. Si se hubieran propuesto propagar nuestra fe, habrían considerado que no es poseyendo territorios como se amplifica, sino poseyendo hombres, y se hubieran conformado de sobra con las víctimas que las necesidades de la guerra procuran sin mezclar a ellas indiferentemente una carnicería cual si   —285→   de animales salvajes se tratara, general tanto como el hierro y el fuego pudieron procurarla; no habiendo conservado por propio designio sino cuantos hombres trocaron en miserables esclavos para la obra y servicio de las minas, de tal suerte que muchos jefes españoles fueron ejecutados en los lugares mismos de la conquista por orden de los reyes de Castilla, justamente escandalizados por el horror de sus empresas, siendo además casi todos ellos desestimados y odiados. Dios consintió meritoriamente que estos grandes saqueos fueran absorbidos por el mar al transportarlos, o por las intestinas guerras con que entre ellos se devoraron; y la mayor parte se enterraron en aquellos lejanos lugares, sin alcanzar ningún fruto de su victoria.

Cuanto a lo de que estos tesoros vayan a dar en manos de un príncipe económico y prudente, responden las riquezas tan poco a las esperanzas que sus predecesores acariciaron y a la abundancia primitiva que se encontró al pisar esas nuevas tierras (pues aun cuando se saque mucho, vemos que esto no es nada, comparado con lo que podía esperarse); el uso de la moneda era completamente desconocido, y el oro, por consiguiente, se hallaba todo junto, no sirviendo sino como cosa de aparato y ostentación, como un inmueble reservado de padres a hijos, mediante los poderosos reyes que agotaban sus minas para elaborar aquel gran montón de vasos y estatuas, y que sirviera de ornamento a sus palacios y a sus templos. Nosotros empleamos nuestro oro en el tráfico y comercio; lo trabajamos y lo modificamos en mil formas, lo esparcimos y dispersamos. Imaginemos que nuestros reyes amontonaran así todo el que pudieran encontrar durante varios siglos y lo guardaran inmóvil.

Los del reino de Méjico eran algo más civilizados y más artistas que los otros pueblos de aquellas tierras. Así que juzgaron cual nosotros que el universo estaba próximo a su fin, fundamentándose en la desolación que nosotros allí llevamos. Creían que el ser del mundo se divide en cinco edades y en la vida de cinco soles consecutivos, de los cuales cuatro habían ya hecho su tiempo y que el que los alumbraba era el quinto. El primero pereció con todas las otras criaturas por universal inundación de las aguas; el segundo, por el derrumbamiento del cielo sobre los mortales, que ahogó toda cosa viviente; en esta edad colocan la existencia de los gigantes e hicieron ver a los españoles osamentas según las cuales la estatura de los hombres media hasta veinte palmos de altura; el tercero acabó por el fuego, que todo lo abrasó y consumió; el cuarto, por una conmoción de aire y viento, que abatió hasta las montañas más altas: los hombres no murieron, pero fueron cambiados en monos. ¡Considerad las impresiones que experimenta la flojedad de la creencia humana! Después de la muerte   —286→   de este cuarto sol el mundo permaneció veinticinco años sumergido en tinieblas densas; en el quinto, fueron creados un hombre y una mujer que rehicieron la raza humana; diez años después, en cierto día, el sol apareció nuevamente creado, y por él comenzaron su cómputo: al tercero de su creación murieron los dioses antiguos, y los nuevos nacieron luego de la noche a la mañana. Sobre lo que opinan de la manera cómo este sol desaparecerá, nada sabe mi autor, mas el número de esta cuarta modificación concuerda con aquella gran conjunción de los astros que produjo, según los astrólogos juzgan, hace ochocientos y pico de años, tantas alteraciones y novedades en el mundo.

En punto a magnificencia y pompa, que fue por donde comencé mi discurso, ni Grecia, ni Roma, ni Egipto pueden, ya sea en utilidad, ya en dificultad o nobleza, comparar ninguno de sus portentos al camino que se ve en el Perú, construido por los reyes del país, que va desde la ciudad de Quito hasta la del Cuzco (mide trescientas leguas). Recto, unido, ancho de veinticinco pasos, empedrado, revestido a ambos lados de murallas elevadas y hermosas, por cuya parte superior corren arroyos perennes bordeados por robustos árboles, que llaman molli los naturales del país. Donde había montañas y rocas, las cortaron y allanaron llenando los huecos de piedra y cal. En el límite de cada jornada hay palacios soberbios provistos de víveres, vestidos y armas, así para los viajeros como para los ejércitos que los transitan. En la consideración de esta obra me fijé sólo en la dificultad de realizarla, que es particularísima en aquellas regiones. No labraban piedras menores de diez pies cuadrados, ni tenían otro medio de arrancarlas que la fuerza de sus brazos, arrastrando la carga; tampoco conocían el arte de andamiar, no alcanzándoseles otra fineza que la de ir yuxtaponiendo tierra sobre los muros a medida que los iban levantando para permanecer junto a la construcción.

Pero volvamos a nuestros coches. En lugar de éstos o de cualquiera otro vehículo hacíanse conducir por cargadores y en hombros. Aquel último rey del Perú el día que fue cogido, era llevado en unas andas de oro: sentado en una silla de lo mismo, en medio de la batalla. Cuantos portadores mataban para hacerle dar en tierra (pues querían cogerle vivo), otros tantos en competencia ocupaban el lugar de los muertos, de suerte que no lograron abatirle por víctimas que hicieran en estas gentes, hasta que un jinete se apoderó de su cuerpo y le derribó por tierra.



  —287→  

ArribaAbajoCapítulo VII

De la incomodidad de la grandeza


Puesto que no podemos alcanzarla, venguémonos de ella maldiciéndola, si maldecir de alguna cosa es encontrarla defectos, los cuales en todas se reconocen por hermosas y codiciables que sean. En general, la grandeza tiene esta evidente ventaja, que cuando lo place se rebaja, y que sobre poco más o menos tiene a la mano una u otra condición, pues no se da un batacazo de la altura, más frecuentes son los que descender pueden sin caer. Paréceme que la damos valor sobrado, como también a la resolución de aquellos a quienes vimos o de quienes oímos que la desdeñaron: su esencia no es tan evidentemente ventajosa que no se la pueda rechazar sin realizar un milagro. Para mí, el esfuerzo es bien difícil ante el sufrimiento de los males, mas en el contentamiento de una mediocre medida de fortuna, y en el huir la grandeza, encuentro molestia escasa: ésta es una virtud, a mi ver, a la cual yo, que soy un ganso, llegaría sin gran violencia. ¿Qué pensar, por lo mismo, de los que hacen valer la gloria que acompaña al rechazar la gloria, en lo cual puede haber más ambición que un el deseo mismo de disfrutar goces y grandezas? Jamás la ambición se encamina mejor, dada su índole, que cuando va por caminos extraviados e inusitados.

Yo aguzo mi ánimo hacia la paciencia y lo debilito hacia el deseo: que desear tengo como cualquiera otro y consiento a mis deseos igual libertad e indiscreción; mas, sin embargo, no me sucedió jamás apetecer imperio ni realeza, ni la eminencia de las elevadas fortunas imperativas: no me encamino por este lado, porque me quiero de sobra. Cuando en crecer pongo mi pensamiento, es bajamente, con un crecimiento lleno de sujeción y cobardía, adecuado a mi naturaleza en resolución, prudencia, salud, belleza y aun riqueza. Mas aquel crédito y aquella tan poderosa autoridad oprimen mi fantasía, y muy al contrario de César gustaría mejor ser el segundo o el tercero en Perigueux que el primero en París: y al menos en puridad de verdad quisiera ser más bien el tercero en París que el primero en dignidad. No quiero yo debatir con un hujier custodiador de puertas, como un miserable desconocido, ni hendir siendo adorado las multitudes por donde paso. Así por las circunstancias como por inclinación estoy habituado a las regiones medias; en el gobierno de mi vida y en el de mis empresas he demostrado más bien huir que desear la trasposición del grado de fortuna en que Dios colocó mi nacimiento; toda constitución natural es semejantemente equitativa   —288→   y fácil. Mi alma es de tal suerte poltrona que yo no mido la buena estrella según su elevación, sino conforme a la tranquilidad y a la calma con que se alcanzó.

Mas si mi ánimo no es varonil, en cambio me ordena publicar resueltamente sus debilidades. Quien me diera a cotejar la vida de L. Torio Balbo, hombre cortés, hermoso, sabio, sano, entendido y abundante en toda suerte de comodidades y placeres, viviendo una existencia sosegada y toda suya, con el alma bien templada contra la muerte, la superstición, los dolores y las demás miserias de la humana necesidad, acabando, en fin, en los campos de batalla con las armas en la mano defendiendo a su país, de una parte, y, de otra, la vida de Marco Régulo, tan grande y elevada como todos saben, y su fin admirable; la una sin dignidades ni nombradía, la otra ejemplar y gloriosa a maravilla, respondería como Cicerón, si supiera decir también como él. Mas si me precisara compararlas con la mía diría también que la primera se acomoda tanto a mis inclinaciones y deseos como la segunda se aleja de ellos; que a ésta no puedo llegar sino por veneración, y de buen grado tocaría la otra por costumbre.

Volvamos a la grandeza temporal, de donde partimos. Me repugna el mando activo y pasivo. Otanez, uno de los siete pretendientes a la corona de Persia, tomó una determinación que yo de buena gana hubiera adoptado, y que consistía en abandonar a sus colegas sus derechos de poder llegar al trono por elección o suerte, siempre y cuando que él y los suyos vivieran en ese imperio fuera de toda sujeción y vasallaje, salvo los que las antiguas leyes ordenaban, y disfrutaran de toda la libertad que contra ellas no fuera. No gustaba de gobernar y tampoco de ser gobernado.

El más rudo y difícil de todos los oficios, a mi ver, es el de monarca cuando se desempeña dignamente. Más de lo que comúnmente se acostumbra excuso sus defectos en consideración al tremendo peso de su cargo, cuya conspiración me trastorna. Es difícil guardar tacto ni medida, en un poder tan desmesurado; así que, hasta en aquellos mismos cuya naturaleza es menos excelente, reconocemos una inclinación singular hacia la virtud por estar colocados en un sitial donde ningún bien se hace sin que no sea registrado y tenido en cuenta; donde el beneficio más insignificante recae sobre tantas gentes, y donde la capacidad como la de los predicadores va al pueblo principalmente enderezada, juez poco puntual, fácil de engañar y de contentar. Pocas cosas hay sobre las cuales nos sea dable emitir juicio sincero, porque también son contadas aquellas en que en algún modo no tengamos particular interés. La superioridad y la inferioridad, el mandar y el obedecer, vense obligados al envidiar y al cuestionar permanentes;   —289→   precisa, que se saqueen perpetuamente. No creo en el uno ni en el otro de los derechos de su compañera: dejemos obrar a la razón, que es inflexible o impasible, cuando de ella podamos disponer a nuestro arbitrio. No hace todavía un mes hojeaba yo dos libros escoceses que se contradecían en este punto: el autor popular hace del rey un hombre de peor condición que un carretero; el monárquico le coloca algunas brazas por cima de Dios en poder y soberanía.

Ahora bien, las molestias de la grandeza que aquí me propuse notar, a causa de una ocasión que de ello me advirtió recientemente, es ésta: quizás no haya nada más grato en el comercio de los hombres que las experiencias que realizamos unos en competencia con otros, impulsados por el celo de nuestro honor o de nuestro valor, ya sea en los ejercicios corporales ya en los espirituales, en los cuales la grandeza soberana no toma parte alguna. En verdad me ha parecido a veces que a fuerza de respeto tratamos a los príncipes desdeñosa e injuriosamente, pues aquello de que yo en mi infancia más me exasperaba era que los que se ejercitaban conmigo evitaban el emplearse con sus fuerzas todas por reconocerme indigno contrincante. Esto es precisamente lo que se ve acontecerles a diario, puesto que cada cual se reconoce por bajo para luchar contra ellos: si se echa de ver que alguna afección a la victoria les mueve por escasa que sea, nadie hay que no se esfuerce en facilitársela, y que mejor no prefiera traicionar su propia gloria que ofender la del monarca: no se echa mano de esfuerzo mayor que el necesario para servir al honor de los mismos. ¿Qué parte les cabe en la lucha en la cual todos están por ellos? Parécese contemplar aquellos paladines de las pasadas épocas que se presentaban en las luchas y combates con armas encantadas. Brissón se dejó ganar por Alejandro en las carreras: éste le regañó por ello, bien que mejor hubiera hecho castigándole a latigazos. Por estas consideraciones decía Carneades «que los hijos de los príncipes no aprenden nada a derechas, como no sea el manejo de los caballos; tanto más cuanto que en cualesquiera otros ejercicios todos se doblegan ante ellos y los dejan ganar; mas un caballo, que no es cortesano ni adulador, arroja por tierra al hijo de un rey lo mismo que al de un mozo de cordel».

Homero se vio obligado a consentir que Venus fuera herida en el combate de Troya (una tan dulce diosa y tan delicada), para procurarla así vigor y arrojo, cualidades que en manera alguna, recaen en aquellos que están exentos de peligro. Se hace que los dioses se encolericen, teman, huyan, se muestren celosos, se duelan y se apasionen para honrarlos con las virtudes que se edifican entre nosotros con esas imperfecciones. Quien no tiene participación   —290→   en el acaso ni en la dificultad, se halla incapacitado para pretender, interés ninguno en el honor y satisfacción que acompañan a las aciones azarosas. Es lastimoso el poder tanto que acontezca que todas las cosas cedan ante vuestros deseos: vuestra fortuna lanza demasiado lejos de vosotros la sociedad y la compañía; os coloca demasiado aislados. Este bienestar y facilidad holgada de hacerlo todo inclinarse bajo el propio peso es enemigo de toda suerte de hacer; es resbalar y no marchar: es dormir y no vivir. Concebid al hombre acompañado de la omnipotencia, y le abismaréis: es necesario que por caridad os da el obstáculo y la resistencia. Su ser y su bien tienen a indigencia como base.

Las buenas cualidades de los príncipes son muertas y perdidas, pues como quiera que no se experimentan sino se por comparación, y se las coloca por fuera, tienen ese conocimiento de la verdadera alabanza, viéndose sacudidas por una aprobación uniforme y continuada. ¿Se las han con el más torpe de entre sus súbditos? pues carecen de medios para alcanzar ventaja sobre él; diciendo: «Porque es mi rey», le parece haber dicho bastante para dar a entender que prestó la mano en el dejarse vencer. Esta cualidad ahoga y consume todas las demás que son verdaderas y esenciales, las cuales la realeza sumerge, y no los deja para hacerse valer sino las acciones que la tocan directamente y que la sirven, es decir, los ejercicios de su cargo: tanto es ser rey que sólo por ello lo es. Ese resplandor extraño que le rodea le oculta, y de nuestra vista le aparta; nuestro mirar se quiebra y disipa estando lleno y detenido por esa intensa luz. El senado romano otorgó a Tiberio el premio de elocuencia, que rechazó, considerando que un juicio tan poco libre, aun cuando hubiera sido justo, siempre llevaba el sello de la parcialidad.

De la propia suerte que se les conceden todas las ventajas punto a honor, también se confortan y autorizan los vicios y defectos que poseen, no sólo con la aprobación sino también con la imitación. Cada uno de los que formaban el séquito de Alejandro llevaba como él la cabeza inclinada a un lado; los cortesanos de Dionisio tropezaban unos contra otros en su presencia, empujaban y derribaban cuanto había a sus pies, para aparentar que eran tan cortos de vista como él. Las hernias sirvieron a veces de favor y de recomendación: he visto en candelero la sordera, y porque el amo odiaba a su mujer, Plutarco vio a los cortesanos repudiar las suyas, a quienes amaban. Mas aún: la lujuria se vio acreditada y toda otra disolución, como también la deslealtad, la blasfemia, la crueldad, la herejía e igualmente la superstición, la irreligión, la desidia y otros vicios peores, si es posible que los haya, por donde se incurría en pecado mayor que el de los aduladores de Mitridates, los   —291→   cuales porque su dueño pretendía honrarse llamándose buen médico, le presentaban sus miembros para que los cortara y cauterizara, pues esos otros se dejaban cauterizar el alma, que es parte más delicada y noble.

Y para acabar por donde comencé: Adriano el emperador, cuestionando con el filósofo Favorino sobre el sentido de un vocablo, resultó fácilmente victorioso; como sus amigos se le quejaran: «Tenéis gracia, dijo el filósofo, ¿cómo queréis que no sea más sabio que yo, puesto que manda treinta legiones?» Augusto compuso versos contra Asinio Polio. «Yo me callo, dijo éste, porque no es muy prudente escribir en competencia con quien puede proscribir»; y tenía razón, pues Dionisio, por no poder igualar a Filoxeno en la poesía ni a Platón en el razonar, condenó al uno a las canteras y mandó vender al otro como esclavo a la isla de Egina.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Del arte de platicar


Es una costumbre de nuestra justicia el condenar a los unos para advertencia de los otros. Condenarlos simplemente porque incurrieron en delito, sería torpeza, como sienta Platón, pues contra lo hecho no hay humano poder posible que lo deshaga. A fin de que no se incurra en falta análoga, o de que el mal ejemplo se huya, la justicia se ejerce: no se corrige al que se ahorca, sino a los demás por el ahorcado. Igual es el ejemplo que yo sigo: mis errores son naturales e incorregibles, y como los hombres de bien aleccionan al mundo excitando su ejemplo, quizás pueda yo servir de provecho haciendo que mi conducta se evite:


Nonne vides, Albi ut male vivat filius?, utque
barrus inops? magnum documentum, ne patriam rem
perdere quis velit1232;



publicando y acusando mis imperfecciones alguien aprenderá a temerlas. Las prendas que más estimo en mi individuo alcanzan mayor honor recriminándome que recomendándome; por eso recaigo en ellas y me detengo más frecuentemente. Y todo considerado, nunca se habla de sí mismo sin pérdida: las propias condenaciones son siempre acrecentadas, y las alabanzas descreídas. Puede haber algún hombre de mi complexión: mi naturaleza es tal que mejor me instruyo por oposición que por semejanza, y por huida que por continuación. A este género de disciplina se   —292→   refería el viejo Catón cuando decía «que los cuerdos tienen más que aprender de los locos, que no los locos de los cuerdos»; y aquel antiguo tañedor de lira que según Pausanias refiere, tenía por costumbre obligar a sus discípulos a oír a un mal tocador, que vivía frente a su casa, para que aprendieran a odiar sus desafinaciones y falsas medias: el horror de la crueldad me lanza más adentro de la clemencia que ningún patrón de esta virtud; no endereza tanto mi continente a caballo un buen jinete, como un procurador o un veneciano, caballeros. Un lenguaje torcido corrige mejor el mío que no el derecho. A diario el torpe continente de un tercero me advierte y aconseja mejor que aquel que place; lo que contraría toca y despierta más bien que lo que gusta. Este tiempo en que vivimos es adecuado para enmendarnos a reculones, por disconveniencia mejor que por conveniencia; mejor por diferencia que por acuerdo. Estando poco adoctrinado por los buenos ejemplos, me sirvo de los malos, de los cuales la lección es frecuente y ordinaria. Esforceme por convertirme en tan agradable, como cosas de desagrado vi; en tan firme, como blandos eran los que me rodeaban; en tan dulce, como rudos eran los que trataba; en tan bueno, como malos contemplaba: mas con ello me proponía una tarea invencible.

El más fructuoso y natural ejercicio de nuestro espíritu es a mi ver la conversación: encuentro su práctica más dulce que ninguna otra acción de nuestra vida, por lo cual si yo ahora me viera en la precisión de elegir, a lo que creo, consintiría más bien en perder la vista que el oído o el habla. Los atenienses, y aun los romanos, tenían en gran honor este ejercicio en sus academias. En nuestra época los italianos conservan algunos vestigios, y con visible provecho, como puede verse comparando nuestros entendimientos con los suyos. El estudio de los libros es un movimiento lánguido y débil, que apenas vigoriza: la conversación enseña y ejercita a un tiempo mismo. Si yo converso con un alma fuerte, con un probado luchador, este me oprime los ijares, me excita a derecha a izquierda; sus ideas hacen surgir las mías: el celo, la gloria, el calor vehemente de la disputa, me empujan y realzan por cima de mí mismo; la conformidad es cualidad completamente monótona en la conversación. Mas de la propia suerte que nuestro espíritu se fortifica con la comunicación de los que son vigorosos y ordenados, es imposible el calcular cuánto pierde y se abastarda con el continuo comercio y frecuentación que practicamos con los espíritus bajos y enfermizos. No hay contagio que tanto como éste se propague: por experiencia sobrada sé lo que vale la vara. Gusto yo de argumentar y discurrir, pero con pocos hombres y para mi particular usanza, pues mostrarme en espectáculo a los grandes,   —293→   y mostrar en competencia el ingenio y la charla, reconozco ser oficio que sienta mal a un hombre de honor.

Es la torpeza cualidad detestable; pero el no poderla soportar, el despecharse y consumirse ante ella, como a mí me ocurre, constituye otra suerte de enfermedad que en nada cede en importunidad a aquélla. Este vicio quiero ahora acusarlo en mí. Yo entro en conversación y en discusión con libertad y facilidad grandes, tanto más cuanto que mi manera de ser encuentra en mí el terreno mal apropiado para penetrar y ahondar desde luego los principios: ninguna proposición me pasma, ni ninguna creencia me hiere, por contrarias que sean a las mías. No hay fantasía, por extravagante y frívola que sea, que deje de parecerme natural, emanando del humano espíritu. Los pirronianos, que privamos a nuestro espíritu del derecho de emitir decretos, consideramos blandamente la diversidad de opiniones, y si a ellas no prestamos nuestro juicio procurámoslas el oído fácilmente. Allí donde uno de los platillos de la balanza está completamente vacío dejo yo oscilar el otro hasta con las soñaciones de una vieja visionaria; y me parece excusable si acepto más bien el número impar, y antepongo el jueves al viernes; si prefiero la docena o el número catorce al trece en la mesa; y de mejor gana una liebre costeando que atravesando un camino, cuando viajo, y el dar de preferencia el pie derecho que el izquierdo cuando me calzo. Todas estas quimeras que gozan de crédito en torno nuestro merecen al menos ser oídas. De mí arrastran sólo la inanidad, pero al fin algo arrastran. Las opiniones vulgares y casuales son cosa distinta de la nada en la naturaleza, y quien así no las considera cae acaso en el vicio de la testarudez por evitar el de la superstición.

Así pues, las contradicciones en el juzgar ni me ofenden ni me alteran; me despiertan sólo y ejercitan. Huimos la contradicción, en vez de acogerla y mostrarnos a ella de buen grado, principalmente cuando viene, del conversar y no del regentar. En las oposiciones a nuestras miras no consideramos si aquéllas son justas, sino que a tuertas o a derechas buscarnos la manera de refutarlas: en lugar de tender los brazos afilamos las uñas. Yo soportaría el ser duramente contradicho por mis amigos el oír, por, ejemplo: «Eres un tonto; estas soñando.» Gusto, entre los, hombres bien educados, de que cada cual se exprese valientemente, de que las palabras vayan donde va el pensamiento: nos precisa fortificar el oído y endurecerlo contra esa blandura del ceremonioso son de las palabras. Me placen la sociedad y familiaridad viriles y robustas, una amistad que se alaba del vigor y rudeza de su comercio, como el amor de las mordeduras y sangrientos arañazos. No es ya suficientemente vigorosa y generosa cuando la querella está ausente, cuando dominan la civilidad y la exquisitez,   —294→   cuando se teme el choque, y sus maneras no son espontáneas: Neque enim disputari, sine reprehensione potes.1233 Cuando se me contraría, mi atención despierta, no mi cólera; yo me adelanto hacia quien me contradice, siempre y cuando que me instruya: la causa de la verdad debiera ser común a uno y otro contrincante. ¿Qué contestará el objetado? La pasión de la cólera obscureció ya su juicio: el desorden apoderose de él antes que la razón. Sería conveniente que se hicieran apuestas sobre el triunfo en nuestras disputas; que hubiera una marca material de nuestras pérdidas, a fin de que las recordáramos, y de que por ejemplo mi criado pudiera decirme: «El año pasado os costó cien escudos en veinte ocasiones distintas el haber sido ignorante y porfiado.» Yo festejo y acaricio la verdad cualquiera que sea la mano en que la divise. Y en tanto que con arrogante tono conmigo no se procede, o por modo imperioso y magistral, me regocija el ser reprendido y me acomodo a los que no acusan, más bien por motivos de cortesía que de enmienda, gustando de gratificar y alimentar la libertad de los advertimientos con la facilidad de ceder, aun a mis propias expensas.

Difícil es, sin embargo, atraer a esta costumbre a los hombres de mi tiempo, quienes no tienen el valor de corregir, porque carecen de fuerzas suficientes para sufrir el ser ellos corregidos a su vez; y hablan además con disimulo en presencia los unos de los otros. Experimento yo placer tan intenso al ser juzgado y conocido, que llegar a parecerme como indiferente la manera cómo lo sea. Mi fantasía se contradice a sí misma con frecuencia tanta, que me es igual que cualquiera otro la corrija, principalmente porque no doy a su reprensión sino la autoridad que quiero: pero me incomodo con quien se mantiene tan poco transigente, como alguno que conozco, que lamenta su advertencia cuando no es creído, y toma a injuria el no ser obedecido. Lo de que Sócrates acogiera siempre sonriendo las contradicciones que se presentaban a sus razonamientos puede decirse que de su propia fuerza dependía, pues habiendo de caer la ventaja de su lado aceptábalas como materia de nueva victoria. Mas nosotros vemos, por el contrario, que nada hay que trueque en suspicaz nuestro sentimiento como la idea de preeminencia y el desdén del adversario. La razón nos dice que más bien al débil corresponde el aceptar de buen gana las oposiciones que le enderezan y mejoran. De mejor grado busco yo la frecuentación de los que me amonestan que la de los que me temen. Es un placer insípido y perjudicial el tener que habérnoslas con gentes que nos admiran y hacen lugar. Antístenes ordenó   —295→   a sus hijos «que no agradecieran nunca las alabanzas de ningún hombre». Yo me siento mucho más orgulloso de la victoria que sobre mí mismo alcanzo cuando en el ardor del combate me inclino bajo la fuerza del raciocinio de mi adversario, que de la victoria ganada sobre él por su flojedad. En fin, yo recibo y apruebo toda suerte de toques cuando vienen derechos, por débiles que sean, pero no puedo soportar los que se suministran a expensas de la buena crianza. Poco me importa la materia sobre que se discute, y todas las opiniones las admito: la idea victoriosa también me es casi indiferente. Durante todo un día cuestionaré yo sosegadamente si la dirección del debate se mantiene ordenada. No es tanto la sutileza ni la fuerza lo que solicito como el orden; el orden que se ve todos los días en los altercados de los gañanes y de los mancebos de comercio, jamás entre nosotros. Si se apartan del camino derecho, es en falta de modales, achaque en que nosotros no incurrimos, mas el tumulto y la impaciencia no les desvían de su tema, el cual sigue su curso. Si se previenen unos a otros, si no se esperan, se entienden al menos. Para mí se contesta siempre bien si se responde a lo que digo; mas cuando la disputa se trastorna y alborota, abandono la cosa y me sujeto sólo a la forma con indiscreción y con despecho, lanzándome en una manera de debatir testaruda, maliciosa e imperiosa, de la cual luego me avergüenzo. Es imposible tratar de buena fe con un tonto; no es solamente mi discernimiento lo que se corrompe en la mano de un dueño tan impetuoso, también mi conciencia le acompaña.

Nuestros altercados debieran prohibirse y castigarse como cualesquiera otros crímenes verbales: ¿qué vicio no despiertan y no amontonan, constantemente regidos y gobernados por la cólera? Entramos en enemistad primeramente contra las razones y luego contra los hombres. No aprendemos a disputar sino para contradecir, y cada cual contradiciéndose y viéndose contradicho, acontece que el fruto del cuestionar no es otro que la pérdida y aniquilamiento de la verdad. Así Platón en su República prohíbe este ejercicio a los espíritus ineptos y mal nacidos. ¿A qué viene colocaros en camino de buscar lo que es con quien no adopta paso ni continente adecuados para ello? No se infiere daño alguno a la materia que se discute cuando se la abandona para ver el medio como ha de tratarse, y no digo de una manera escolástica y con ayuda del arte, sino con los medios naturales que procura un entendimiento sano. ¿Cuál será el fin a que se llegue, yendo el uno hacia el oriente y hacia el occidente el otro? Pierden así la mira principal y la ponen de lado con el barullo de los incidentes: al cabo de una hora de tormenta, no saben lo que buscan; el uno está bajo, el otro alto y el otro de lado. Quién choca con una palabra o con un símil; quién no se   —296→   hace ya cargo de las razones que se le oponen, tan impelido se ve por la carrera que tomó, y piensa en continuarla, no en seguiros a vosotros; otros, reconociéndose flojos de ijares, lo temen todo, todo lo rechazan, mezclan desde los comienzos y confúndenlo todo, o bien en lo más recio del debate se incomodan y se callan por ignorancia despechada, afectando un menosprecio orgulloso, o torpemente una modesta huida de contención: siempre que su actitud produzca efecto, nada le importa lo demás; otros cuentan sus palabras y las pesan como razones; hay quien no se sirve sino de la resistencia ventajosa de su voz y pulmones, otro concluye contra los principios que sentara; quién os ensordece con digresiones e inútiles prolegómenos; quién se arma de puras injurias, buscando una querella de alemán para librarse de la conversación y sociedad de un espíritu que asedia el suyo. Este último nada ve en la razón, pero os pone cerco, ayudado por la cerrazón dialéctica de sus cláusulas y con el apoyo de las fórmulas de su arte.

Ahora bien, ¿quién no desconfía de las ciencias, y quién no duda si de ellas puede sacarse algún fruto sólido para las necesidades de la vida, considerando el empleo que del saber hacemos? Nihil sanantibus litteris?1234 ¿Quién alcanzó entendimiento con la lógica? ¿Dónde van a parar tantas hermosas promesas? Nec ad melius vivendum, nec ad commodius disserendum?1235 ¿Acaso se ve mayor baturrillo en la charla de las sardineras que en las públicas disputas de los hombres que las ciencias profesan? Mejor preferiría que mi hijo aprendiera a hablar en las tabernas que en las escuelas de charlatanería. Procuraos un pedagogo y conversad con él; ¿cuánto no os hace sentir su excelencia artificial, y cuánto no encanta a las mujeres y a los ignorantes, como nosotros somos, por virtud de la admiración y firmeza de sus razones, y de la hermosura y el orden de las mismas? ¿Hasta qué punto no nos persuade y domina como le viene en ganas? Un hombre que de tantas ventajas disfruta con las ideas y en el modo de manejarlas, ¿por qué mezcla con su esgrima las injurias, la indiscreción y la rabia? Que se despoje de su caperuza, de sus vestiduras y de su latín; que no atormente nuestros oídos con Aristóteles puro y crudo, y lo tomaréis por uno de entre nosotros, o peor aún. Juzgo yo de esta complicación y entrelazamiento del lenguaje que para asediarnos emplean, como de los jugadores de pasa-pasa. Su flexibilidad fuerza y combate nuestros sentidos, pero no conmueve en lo más mínimo nuestras opiniones: aparte del escamoteo, nada ejecutan que no sea común y vil: por ser más sabihondos no son   —297→   menos ineptos. Venero y honro el saber tanto como los que lo poseen, el cual, empleado en su recto y verdadero uso, es la más noble y poderosa adquisición de los hombres. Mas en los individuos de que hablo (y los hay en número infinito de categorías), que establecen su fundamental suficiencia y saber, que recurren a su memoria, en lugar de apelar a su entendimiento, sub aliena umbra latentes1236, y que de nada son capaces sin los libros, lo detesto (si así me atrevo a decirlo) más que la torpeza escueta. En mi país y en mi tiempo la doctrina mejora bastante las faltriqueras, en manera alguna las almas: si aquélla las encuentra embotadas, las empeora y las ahoga como masa cruda o indigesta; si agudas, el saber fácilmente las purifica, clarifica y sutiliza hasta la vaporización. Cosa es la doctrina de cualidad sobre poco más o menos indiferente; utilísimo accesorio para un alma bien nacida; perniciosa y dañosa para las demás, o más bien objeto de uso preciosísimo, que no se deja poseer a vil precio: en unas manos es un cetro, y en otras un muñeco.

Mas prosigamos. ¿Qué victoria mayor pretendéis alcanzar sobre vuestro adversario que la de mostrarle la imposibilidad de combatiros? Cuando ganáis la ventaja de vuestra proposición, es la verdad la que sale ventajosa; cuando os procuráis la supremacía que otorgan el orden y la dirección acertados de los argumentos, sois vosotros los que salís gananciosos. Entiendo yo que en Platón y en Jenofonte, Sócrates discute más bien en beneficio de los litigantes que en favor de la disputa, y con el fin de instruir a Eutidemo y a Protágoras en el conocimiento de su impertinencia mutua, más bien que en el de la impertinencia de su arte: apodérase de la primera materia como quien alberga un fin más útil que el de esclarecerla; los espíritus es lo que se propone manejar y ejercitar. La agitación y el perseguimiento pertenecen a nuestra peculiar cosecha: en modo alguno somos excusables de guiarlos mal o impertinentemente; el tocar a la meta es cosa distinta, pues vinimos al mundo para investigar diligentemente la verdad: a una mayor potencia que la nuestra pertenece ésta. No está la verdad, como Demócrito decía, escondida en el fondo de los abismos sino más bien elevada en altitud infinita, en el conocimiento divino. El mundo no es más que la escuela del inquirir; no se trata de meterse dentro, sino de hacer las carreras más lucidas. Lo mismo puede hacer el tonto quien dice verdad que quien dice mentira, pues se trata de la manera, no de la materia del decir. La tendencia mía es considerar igualmente la forma que la sustancia, lo mismo al abogado que a la causa, como Alcibíades ordenaba que se hiciera; y todos los días me distraigo en leer diversos   —298→   autores sin percatarme de su ciencia, buscando en ellos exclusivamente su manera, no el asunto de que tratan, de la propia suerte que persigo la comunicación de algún espíritu famoso, no con el fin de que me adoctrine, sin para conocerlo, y una vez conocido imitarle si vale la pena. Al alcance de todos está el decir verdad, mas el enunciarla ordenada, prudente y suficientemente pocos pueden hacerlo; así que no me contraría el error cuando deriva de ignorancia; lo que me subleva es la necedad. Rompí varios comercios que me eran provechosos a causa de la impertinencia de cuestionar con quienes los mantenía. Ni siquiera me molestan una vez al año las culpas de quienes están bajo mi férula, mas en punto a la torpeza y testarudez de sus alegaciones, excusas y defensas asnales y brutales, andamos todos los días tirándonos los trastos a la cabeza: ni penetran lo que se dice, ni el por qué, y responden por idéntico tenor; ocasionan motivos bastantes para desesperar a un santo. Mi cabeza no choca rudamente sino con el encuentro de otra; mejor transijo con los vicios de mis gentes que con sus temeridades, importunidades y torpezas: que hagan menos, siempre y cuando que de hacer sean capaces; vivís con la esperanza de alentar su voluntad, pero de un cepo no hay nada que esperar ni que disfrutar que la pena valga.

Ahora bien, ¿qué decir si yo tomo las cosas diferentemente de lo que son en realidad? Muy bien puede suceder, por eso acuso mi impaciencia, considerándola igualmente viciosa en quien tiene razón como en quien no la tiene, pues nunca deja de constituir un agrior tiránico el no poder resistir un pensar diverso, al propio. Además, en verdad sea dicho, hay simpleza más grande ni más constante tampoco ni más estrambótica que la de conmoverse e irritarse por las insulseces del mundo, pues nos formaliza principalmente contra nosotros. Y a aquel filósofo del tiempo pasado1237 nunca mientras se consideró estuvo falto de motivos de lágrimas. Misón, uno de los siete sabios, cuyos humores eran timonianos y democricianos, interrogado sobre la causa de sus risas cuando se hallaba solo, respondió: «Río por lo mismo, por deshacerme en carcajadas sin tener ninguna compañía.» ¿Cuántas tonterías no digo yo y respondo a diario, según mi dictamen y naturalmente, por consiguiente, mucho más frecuentes al entender de los demás? ¿Qué no harán los otros si yo me muerdo los labios? En conclusión, precisa vivir entre los vivos y dejar el agua que corra bajo el puente sin nuestro cuidado, o por lo menos con tranquilidad cabal de nuestra parte. Y si no, ¿por qué sin inmutarnos tropezamos con alguien cuyo cuerpo es torcido y contrahecho y no podemos soportar la   —299→   presencia de un espíritu desordenado sin montar en cólera? Esta dureza viciosa deriva más bien de la apreciación que del defecto. Tengamos constantemente en los labios aquellas palabras de Platón: «Lo que ve juzgo malsano ¿no será por encontrarme yo en ese estado? Yo mismo, ¿no incurro también en culpa? Mi advertimiento, ¿no puede volverse contra mí?» Sentencias sabias y divinas que azotan al más universal y común error de los hombres. No ya sólo las censuras que nos propinamos los unos a los otros, sino nuestras razones también, nuestros argumentos y materias de controversia pueden ordinariamente volverse contra nosotros: elaboramos hierro con nuestras armas, de lo cual la antigüedad me dejó hartos graves ejemplos. Ingeniosamente se expresó, y de manera adecuada, aquel que dijo:


Stercus cuique suum bene olet.1238



Nada tras ellos ven nuestros ojos: cien veces al día nos burlamos de nosotros al burlarnos de nuestro vecino; y detestamos en nuestro prójimo los defectos que residen en nosotros más palmariamente. Y de ellos nos pasmamos con inadvertencia y cinismo maravillosos. Ayer, sin ir más lejos, tuve ocasión de ver a un hombre sensato, persona grata, que se burlaba tan ingeniosa como justamente de las torpes maneras de otro, quien a todo el mundo rompe la cabeza con metódico registro de sus genealogías y uniones, más de la mitad imaginarias (aquéllos se lanzan de mejor grado en estas disquisiciones cuyos títulos son más dudosos y menos seguros), sin embargo, él, de haber parado mientes en sí mismo, hubiérase reconocido no menos intemperante y fastidioso en el sembrar y hacer valer la prerrogativa de la estirpe de su esposa. ¡Importuna presunción, de la cual la mujer se ve armada por las manos de su marido mismo! Si supiera éste latín, precisaríale decir con el poeta:


Agesis!, haec non insanit satis sua sponte; instiga.1239



No se me alcanza que nadie acuse no hallándose limpio de toda mancha, pues nadie censuraría, ni siquiera estando como un crisol, en la misma suerte de mancha; mas entiendo yo que nuestro juicio, al arremeter contra otro del cual se trata por el momento, deja de librarnos de una severa jurisdicción interna. Oficio propio de la caridad es que quien no puede arrancar un vicio de sí mismo procure, no obstante, apartarlo en otro donde la semilla sea menos maligna y rebelde. Tampoco me parece adecuada respuesta a quien no advierte mi culpa decirle que en él reside igualmente.   —300→   Nada tiene que ver eso, pues siempre el advertimiento es verdadero y útil. Si tuviéramos buen olfato, nuestra basura debiera apestarnos más, por lo mismo que es nuestra; y Sócrates es de parecer que aquel que se reconociera culpable, y a su hijo, y a un extraño, de alguna violencia e injuria, debería comenzar por sí mismo a presentarse a la condenación de la justicia o implorar para purgarse el socorro de la mano del verdugo en segundo lugar a su hijo, y al extraño últimamente si este precepto es de un tono elevado en demasía, al menos quien culpable se reconozca debe presentarse el primero al castigo de su propia conciencia.

Los sentidos son nuestros peculiares y primeros jueces, los cuales no advierten las cosas sino por los accidentes externos, y no es maravilla si en todos los componentes que constituyen nuestra sociedad se ve una tan perpetua y general promiscuidad de ceremonias y superficiales apariencias, de tal suerte que la parte mejor y más efectiva de las policías consiste en eso. Constantemente nos las hemos con el hombre, cuya condición es ni maravillosamente corporal. Que los que quisieron edificar para nuestro uso en pasados años un ejercicio de religión tan contemplativo e inmaterial no se pasmen porque se encuentre alguien que crea que se escapó y deshizo entre los dedos, si es que ya no se mantuvo entre nosotros como marca, título e instrumento de división y de partido más que por ella misma. De la propia suerte acontece en la conversación: la gravedad, el vestido y la fortuna de quien habla, frecuentemente procuran crédito a palabras vanas y estúpidas; no es de presumir que una persona en cuyos pareceres son tan compartidos, tan temida, deje de albergar en sus adentros alguna capacidad distinta de la ordinaria; ni que un hombre a quien se encomiendan tantos cargos y comisiones, tan desdeñoso y ceñudo, no sea más hábil que aquel otro que le saluda de tan lejos y cuyos servicios nadie quiere. No ya sólo las palabras, también los gestos de estas gentes se toman en consideración, se pesan y se miden: cada cual se esfuerza en darles alguna hermosa y sólida interpretación. Cuando al hablar llano descienden y no se les muestra otra cosa que aprobación y reverencia, os aturden con la autoridad de su experiencia: oyeron, vieron, hicieron, os consumen con sus ejemplos. De buena gana les diría que el provecho de la experiencia de un cirujano no reside en la historia de sus operaciones, recordando que curó a cuatro apestados y tres gotosos, si no sabe de ellas sacar partido para formar su juicio, y si no acierta a hacernos sentir que su vista es más certera en el ejercicio de su arte; como en un concierto instrumental no se oye un laúd, un clavicordio y una flauta, sino una armonía general, reunión y fruto de todos los aparatos músicos. Si los viajes y los cargos los enmendaron,   —301→   háganlo ver con las producciones de su entendimiento. No basta contar las experiencias, precisa además pesarlas y acomodarlas; hay que haberla digerido y alambicado para sacar de ellas las razones y conclusiones que encierran. Jamás hubo tantos historiadores; siempre es bueno y útil oírlos, pues nos proveen a manos llenas de hermosas y laudables instrucciones sacadas del almacén de su memoria, que es a la verdad un instrumento necesario para el socorro de la vida; pero no se trata de esto ahora, se trata de saber si esos recitadores y recogedores son dignos de alabanza por sí mismos.

Yo detesto toda suerte de tiranía, lo mismo la verbal que la efectiva; me sublevo fácilmente contra esas vanas circunstancias que engañan nuestro juicio por la mediación de los sentidos, y, manteniéndome ojo avizor en lo tocante a grandezas extraordinarias, encontré que éstas se componen en su mayor parte de hombres como todos los demás:


Rarus enim ferme sensus communis in illa
fortuna.1240



Acaso se los considera y advierte más chicos de lo que realmente son, por cuanto ellos emprenden más y se ponen más en evidencia: no responden a la carga que sobre sus hombros echaron. Es necesario que haya resistencia y poder mayores en el llevar que en el echarse a cuestas; quien no llenó por completo su fuerza os deja adivinar si le queda todavía resistencia pasado ese límite, y si fue probado hasta el último término. Quien sucumbe ante la carga descubre su medida a la debilidad de sus hombros; por eso se ven tantas torpes almas entre los hombres de estudios más que entre los otros hombres; de aquéllos se hubieran alcanzado varones excelentes, como padres de familia, buenos comerciantes, cumplidos artesanos: su vigor natural no medía mayor número de codos. La ciencia es cosa que pesa grandemente: ellos se doblegan bajo su peso. Para ostentar y distribuir esta materia rica y poderosa, para emplearla y ayudarse, su espíritu carece de vigor y pericia; sólo dispone de poderío sobre una naturaleza robusta. Ahora bien, las de esta índole son bien raras, las débiles, dice Sócrates, corrompen la dignidad de la filosofía al traerla entre manos; semeja esta inútil y viciosa cuando está mal guardada. Así los hombres se estropean y a sí mismos se enloquecen:


Humani qualis simulator simius oris,
quem puer arridens pretioso stamine serum
velavit, nudasque nates ac terga reliquit,
ludibrium mensis.1241



  —302→  

Análogamente, aquellos que nos rigen y gobiernan, los que tienen el mundo en su mano, no les basta poseer un entendimiento ordinario, ni poder lo que nosotros podemos: están muy por bajo de nuestro nivel cuando no se encuentran muy por cima: de la propia suerte que más prometen, deben también cumplir más.

Por eso les sirve el silencio, no ya sólo como continente de respeto y gravedad, sino también como instrumento de provecho y buen gobierno, pues Megabizo, como visitara a Apeles en su obrador, permaneció largo tiempo sin decir palabra, y luego comenzó a discurrir sobre lo que veía cuyos discursos le valieron esta dura reprimenda: «Mientras te callaste, parecías algo de grande a causa de las cadenas que te adornan y de tu pomposo continente; pero ahora que se te ha oído hablar te menosprecian hasta mis criados.» Esos adornos magníficos, la resplandeciente profesión que desempeñaba, no le consentían permanecer ignorante como el vulgo y lo empujaron a hablar impertinentemente de lo que no entendía: debió mantener muda esa externa y presuntuosa capacidad. ¡A cuantas almas torpes, en mi tiempo, presto servicios relevantísimos el adoptar mi semblante estirado y taciturno, sirviéndolas como título de prudencia y capacidad!

Las dignidades y los cargos se otorgan necesariamente más por fortuna que por mérito; y muchas veces se incurre en grave error al culpar de ello a los monarcas: por el contrario, maravilla que la fortuna los acompañe casi siempre desplegando para ello tan poco acierto:


Principis est virtus maxima. nosse suos1242:



pues naturaleza no los favoreció con mirada tan vasta que pudieran extenderla a tantos pueblos como rigen para discernir la principalidad de ellos, y penetrar luego nuestros pechos, donde se albergan nuestra voluntad y el valor más precioso. Preciso es, por consiguiente, que nos escojan por conjeturas y a tientas, movidos por la familia a que pertenecemos, por nuestras riquezas, por doctrinas y por la voz del pueblo, que son argumentos debilísimos. Quien pudiera encontrar medio de que justamente se nos conociera y de elegir los hombres por razones fundamentales, establecería de golpe y porrazo una perfecta forma de gobierno.

«Dígase lo que se quiera, acertó a resolver este importante negocio.» Algo es algo, sin duda, pero eso no es bastante, pues esta sentencia es justamente recibida. «Que no ha que juzgar de los dictámenes en presencia de los acontecimientos que resultan.» Castigaban los cartagineses   —303→   los torcidos pareceres de sus capitanes aun cuando fueran enmendados por un dichoso desenlace; y el pueblo romano, rechazó muchas veces el triunfo a victorias provechosas y grandes, porque la dirección del jefe no anduvo de par con su buena estrella. Ordinariamente se advierte en las mundanales acciones que la fortuna para mostrarnos su poderío sobre todas las cosas y como se gozó en echar por tierra nuestra presunción, no habiendo podido trocar a los necios en avisados, los convierte en dichosos, en oposición con todo sano principio, favoreciendo las ejecuciones, cuya trama es puramente suya. Por donde vemos a diario que los más sencillos de entre nosotros consiguen dar cima a empresas magnas privadas y públicas; y como el persa Siramnes respondió a los que se admiraban de que sus negocios anduvieran tan perversamente, en vista de que sus propósitos estaban impregnados de prudencia: «Que él tan sólo era dueño de sus iniciativas, mientras que del éxito de sus negocios lo era la fortuna»; las gentes de que hablo pueden responder por idéntico tenor, aunque por razones contrarias. La mayor parte de las cosas de este mundo se hacen por sí mismas;


Fata viam inveniunt1243;



el desenlace a las veces denuncia una conducta estúpida: nuestra intermisión apenas sobrepuja la rutina, y comúnmente obedece más a la consideración del uso y al ejemplo que a la razón. Maravillado por la grandeza de una hazaña, supe antaño por los mismos que la realizaron los motivos del acierto. En ellos no encontré sino ideas vulgares; y las más ordinarias y usuales son también acaso las más seguras y las más cómodas en la práctica, si no son las que al exterior aparecen. ¿Qué decir, si las más ínfimas razones son las mejor asentadas, y si las más bajas y las más flojas y las más asendereadas son las que mejor se adaptan a la solución de los negocios? Para conservar su autoridad a los consejos de los reyes hay que evitar que los profanos en ellos participen y que no vean más allá de la primera barrera: debe reverenciarse, merced al ajeno crédito y en conjunto, quien seguir pretende alimentando su reputación. La consultación mía, personal, bosqueja algún tanto la materia, considerándola ligeramente por sus primeros aspectos: el fuerte y principal fin de la tarea acostumbra a resignarlo al cielo:


Permitte divis cetera.1244



La dicha y la desdicha son, a mi entender, dos potencias soberanas. Es imprudente considerar que la humana previsión   —304→   pueda desempeñar el papel de la fortuna, y vana es la empresa de quien presume abarcar las causas y consecuencias, y conducir por la mano el desarrollo de su obra: vana sobre todo en las deliberaciones de la guerra. Jamás hubo mayor circunspección y prudencia militar de las que se ven a veces entre nosotros; ¿será la causa que se tenía extraviarse en el camino, reservándose para la catástrofe de ese juego? Más diré: nuestra prudencia misma y nuestra consultación siguen casi siempre la dirección de lo imprevisto: mi voluntad y mi discurso se remueven ya de un lado ya de otro, y hay muchos de estos movimientos que se gobiernan sin mi concurso; mi razón experimenta impulsiones y agitaciones diarias y casuales:


Vertuntur species animorum, et pectora motus
nunc alios, alios, dum nubila ventus agebat
concipiunt.1245



Considérese quiénes son los más pudientes en las ciudades, y quiénes los que mejor cumplen con su misión; se verá ordinariamente que son los menos hábiles. Sucedió a las mujerzuelas, a las criaturas y a los tontos el mandar grandes Estados al igual que los príncipes más capaces; y acierta mejor (dice Tucídides) la gente ordinaria que la sutil. Los efectos del buen sino achacámolos a prudencia;


       Ut quisque fortuna utitur,
ita praecellet; atque exinde sapere illum omnes dicimus1246:



por donde hablo cuerdamente al decir que en todas las cosas los acontecimientos son testimonios flacos de nuestro valer y capacidad.

Decía, pues, que no basta ver a un hombre en un lugar relevante: aun cuando tres días antes le hayamos conocido como sujeto de poca monta, por nuestras apreciaciones se desliza luego una imagen de grandeza y consumada habilidad; y nos persuadimos de que al medrar en posición y en crédito, por hombre de mérito se le tiene. Juzgamos de él no conforme a su valer, sino a la manera como consideramos las fichas, según la prerrogativa de su rango. Mas que la fortuna cambie, que caiga y vaya a mezclarse con las masas, y entonces todos se inquieren, pasmados, de la causa que le había izado a semejante altura «¿Es el mismo? se dice. ¿No era antes más aventajado? ¿Los príncipes se conforman con tan poco? ¡A la verdad, estábamos en buenas manos!» Cosas son éstas que yo he visto en mi tiempo con frecuencia: hasta los personajes notables de las comedias nos impresionan en algún modo, y nos engañan. Aquello que yo mismo adoro en los monarcas es la multitud   —305→   de sus adoradores: toda inclinación y sumisión les es debida, salvo la del entendimiento; mi razón no está hecha a doblegarse, son mis rodillas las que se humillan. Solicitado el parecer de Melancio sobre la tragedia de Dionisio: «No la he visto, contestó, tan alborotado es su lenguaje.» De la propia suerte, casi todos los que juzgan las conversaciones de los grandes debieran decir: «Yo no he oído lo que dijo, tan impregnado estaba de gravedad, de grandeza y majestad.» Antístenes persuadió a los atenienses para que ordenaran que sus borricos fueran empleados, lo mismo que sus caballos, en el trabajo de la tierra, a lo cual se le repuso que esos animales no habían nacido para tal servicio: «Es lo mismo, replicó el filósofo; la cosa no ha menester sino de vuestra ordenanza, pues los hombres más incapaces a quienes encomendáis la dirección de vuestras guerras no dejan de trocarse al punto en dignísimos porque en ello los empleáis»; a lo cual mira la costumbre de tantos pueblos que canonizan al de entre ellos elegido, y no se contentan con honrarle, sino que además le adoran los de Méjico, luego de terminadas las ceremonias de la proclamación, no se atreven ya a mirar a la cara de su soberano, cual si le hubieran deificado por su realeza; entre los juramentos que le hacen proferir, a fin de que mantenga la religión, leyes y libertades, y de que sea valiente, justo y bondadoso, jura también que hará al sol seguir su curso con su claridad acostumbrada, que las nubes se descargarán en tiempo oportuno, que los ríos seguirán su curso y que la tierra producirá todas las cosas necesarias a su pueblo.

Yo soy por naturaleza opuesto a esta común manera de ser; y más desconfío de la capacidad cuando la veo acompañada de grandeza, de fortuna y recomendación popular: precisanos considerar de cuánta ventaja sea el hablar a su hora, el escoger el verdadero punto de vista, el interrumpir la conversación o cambiarla con autoridad magistral, el defenderse contra la oposición ajena con un movimiento de cabeza, con una sonrisa, con el silencio, ante un concurso que se estremece de puro respeto y reverencia. Un hombre de monstruosa fortuna que interponía su parecer en una conversación ligera llevada al desgaire en su mesa, comenzaba de este modo sus reparos: «Quien en contrario se exprese no puede ser más que un embustero o un ignorante...» Seguid tan puntiaguda filosofía con un puñal en la mano.

He aquí otra advertencia de que alcanzo yo gran provecho: en las disputas y conversaciones todas las palabras que nos parecen buenas no deben incontinenti ser aceptadas. La mayor parte de los hombres son ricos en capacidad extraña; puede muy bien acontecer a tal individuo proferir un rasgo feliz, una buena respuesta o una recta sentencia,   —306→   y llevarlas adelante desconociendo su fuerza. Que no se es poseedor de todo lo que prestado se recibe podré quizás comprobarlo con mis propios recursos. No hay que ceder al punto por verdad o belleza que la proposición en cierre; hay que combatirla de intento o echarse atrás, so pretexto de no entenderla, para tantear por todas partes de qué suerte habita en el que la emite; y aun así y todo, puede ocurrir que nos aferremos, ayudando al adversario más allá de sus alcances, y que le demos luz. Antaño empleé yo la réplica movido por la necesidad y aprieto del combate, que fueron más allá de mi intención y de mi esperanza: suministrábalas en número y acogíaselas en ponderación. De la propia suerte que cuando yo debato contra un hombre vigoroso me complazco en anticipar sus conclusiones y le allano la tarea de interpretarse, procurando prevenir su imaginación, naciente e imperfecta aún (el orden y la pertinencia de su entendimiento me advierten y amenazan de lejos), con aquellos otros, inconscientes, hago todo lo contrario: nada hay que entender sino lo que materialmente nos dicen, ni nada hay que presuponer. Si juzgan en términos generales, diciendo: «Esto es bueno; aquello no lo es», porque los encuentran a la mano, ved si es la casualidad la que los encontró en vez de ellos: que circunscriban y restrinjan un poco su sentencia explicando el por qué y el cómo. Esos juicios universales, que tan ordinariamente se emplean, nada dicen; son propios de gustos que saludan a todo un pueblo en masa y al barullo los que de él tienen conocimiento verdadero le saludan y advierten en número y especificando; mas esto es una empresa arriesgada: por donde yo he visto, con mayor frecuencia que a diario, acontecer que los espíritus débilmente constituidos, queriendo alardear de ingeniosos en el juicio que les sugiere la lectura de alguna obra, procurando señalar la belleza culminante de la misma, detienen su admiración con tan desdichado tino, que en lugar de enseñarnos la excelencia del autor nos muestran su propia ignorancia. Esta exclamación es de efecto seguro: «Eso es hermoso», habiendo oído una página entera de Virgilio. Por ahí se salvan los diestros; mas la empresa de seguirle por lo menudo y en detalle, con juicio expreso y escogido; el querer señalar por dónde un buen autor sobresale, pesando las palabras, las frases, las invenciones y sus diversos méritos, uno después de otro, ¡qué si quieres! Videndum est, non modo quid quisque loquatur, sed etiam quid quisque, sentiat, atque etiam qua de causa quisque sentiat.1247 Diariamente oigo proferir a los tontos palabras que no lo son; dicen una cosa buena: sepamos hasta dónde la   —307→   penetran: veamos por qué lado la agarraron. Nosotros los ayudamos a emplear esa bella expresión y esa razón hermosa, que no poseen sino que simplemente almacenan: acaso las produjeron por casualidad y a tientas: nosotros se las acreditarnos y avaloramos; les prestamos nuestra mano, ¿y para qué? Nada os lo agradecen, y con vuestra ayuda se truecan en más ineptos: no los secundéis; dejadlos que caminen solos; manejarán el principio que soltaron cual gentes que tienen miedo de escaldarse; no se atreven a cambiarlo de lugar, ni a presentarlo bajo distinto aspecto ni a profundizarlo: removedlo por poco que sea, y les escapa; lo abandonarán fuerte y hermoso como es: son armas hermosas, pero torpemente empuñadas. ¡Cuántas veces he visto de ello la experiencia! En conclusión, si llegáis a iluminarlos y a confirmarlos, incontinenti atrapan y hurtan la ventaja de vuestra interpretación: «Eso es lo que yo quise decir: he ahí cabalmente cuál era mi concepción; si yo no la expresé así, fue por culpa de mi lengua.» Soplad, y veréis lo que queda. Es necesario echar mano hasta de la malicia misma para corregir esa torpe altivez. El principio de Hegesías, según el cual «no hay que odiar ni acusar, sino instruir», es razonable en otros respectos aquí es injusto e inhumano el socorrer y enderezar a quien nada puede hacer con semejantes beneficios y a quien con ellos vale menos. Yo me complazco en dejarlos encenagarse y atascarse más todavía de lo que ya lo están y tan adentro, si es posible, que al fin lleguen a reconocerse.

La torpeza y el trastornamiento de los sentidos no son cosas que se curan con simples advertencias; podemos en verdad decir de esta enmienda lo que Ciro respondió a quien le impulsaba para que alentase a su ejército en el comienzo de una, batalla, o sea: «que los hombres no se truecan en valerosos y belicosos instantáneamente, por los efectos de una buena arenga; como tampoco convierte a nadie en músico el oír una buena canción». Es necesario el aprendizaje previo alimentado por educación dilatada y constante. Este cuidado lo debemos a los nuestros, y lo mismo la asiduidad en la corrección o instrucción, mas ir a sermonear al primer transeúnte, o regentar la ignorancia o ineptitud del primero con quien topamos es costumbre que detesto. Rara vez procedo yo de esa suerte, ni siquiera en las conversaciones en que tomo parte; prefiero abandonarlo todo por completo a venir a dar en esas instrucciones atrasadas y magistrales; mi humor tampoco se acomoda a hablar ni a escribir para uso de los principiantes. En las cosas que se dicen en común o entre extraños, por falsas y absurdas que yo las juzgue, jamás me pongo de por medio como enderezador, ni de palabra ni con ningún signo.

Por lo demás, nada me despecha tanto en la torpeza como el verla complacerse más de lo que ninguna razón es   —308→   capaz de hacerlo sensatamente. Es desdicha que la prudencia os impida satisfaceros y contentaros de vosotros mismos, y que os rechace siempre malcontento y temeroso, donde mismo la testarudez y temeridad hinchen a sus propios huéspedes de seguridad y regocijo. Corresponde a los más estultos el mirar a los demás hombres por cima del hombro retornando siempre del combate hinchados de gloria y satisfacción; y casi siempre la temeridad de lenguaje y la alegría del semblante los hace salir gananciosos para con la asistencia, que es comúnmente débil e incapaz de bien juzgar y discernir las ventajas verdaderas. La obstinación y el ardor de la opinión son las más seguras muestras de estupidez: ¿hay nada tan resuelto, desdeñoso, contemplativo, grave y serio como el asno?

¿Por qué no mezclar en nuestras conversaciones y comunicaciones los rasgos puntiagudos y entrecortados que la alegría y la privanza introducen entre amigos, chanceando, y chanceándose grata y vivamente los unos de los otros? Ejercicio al cual mi alegría nativa me hace bastante apto; y si no es tan tendido y serio como el otro de que acabo de hablar, no es menos agudo ni ingenioso, ni tampoco menos provechoso, como Licurgo opinaba. Por lo que a mí toca, yo llevo a los coloquios mayor libertad que gracia, y me auxilia más bien el acaso que la invención; en el soportar soy cumplido, pues resisto el desquite, no solamente rudo, sino también indiscreto, sin molestarme para nada; y a la carga que se me viene encima, si no tengo con qué reponer en el acto bruscamente, tampoco voy entreteniéndome, en reponer de un modo pesado y enfadoso, rayano en la testarudez; la dejo asar, y agachando alegremente las orejas remito el hallar a mano mi razón para una hora más propicia: no es buen comerciante quien siempre sale ganancioso. La mayor parte de los hombres cambian de semblante y de voz en el punto y hora en que la fuerza les falta; y a causa de la cólera importuna, en lugar de vengarse, acusan su debilidad al par que su impaciencia. En estos desahogos pellizcamos a veces las secretas cuerdas de nuestras imperfecciones, las cuales aun permaneciendo en calma no podemos tocar sin consecuencias, y así entreadvertimos útilmente al prójimo de nuestras imperfecciones.

Hay otros juegos de manos, rudos e indiscretos, a la francesa, que yo odio mortalmente; mi epidermis es sensible y delicada. Durante el transcurso de mis días vi enterrar a causa de ellos a dos príncipes de nuestra sangre real, Es de pésimo gusto pelearse cuando se loquea.

Por lo demás, cuando yo quiero juzgar de alguien pregúntole cuánto de sí mismo se contenta: hasta dónde su hablar o su espíritu le placen. Quiero evitar esas hermosas excusas que dicen: «Lo hice distrayéndome:

  —309→  

Ablatum mediis opus est incubidus istud.1248



No me costó una hora siquiera; después no volví a poner en ello mano.» Así que, yo digo: dejemos todas esas fórmulas; otorgadme una que os represente por entero por la cual os plazca ser medidos, y luego ¿cuál es lo mejor que reconocéis en vuestra obra? ¿Es esta parte o la otra? ¿La gracia, el asunto, la invención, el juicio o la ciencia? Pues ordinariamente advierto que tanto se yerra al juzgar de la propia labor como al aquilatar la ajena, no sólo por la pasión que en el juicio va mezclada, sino también por carencia de capacidad, conocimiento y costumbre de discernir: la obra por su propia virtud y fortuna puede secundar al obrero y llevarle más allá de su invención y conocimientos. En cuanto a mí, no juzgo del valor de otra tarea con menos precisión que de la mía, y coloco los Ensayos, ya bajos ya altos, por manera dudosa o inconstante. Hay algunos libros útiles en razón de las cosas de que tratan, de los cuales el autor no alcanza recomendación ninguna; y hay buenos libros, como igualmente buenas obras, de que el obrero tiene que avergonzarse. Si yo discurriera sobre la naturaleza de nuestros banquetes y de nuestros vestidos (y escribiese malamente); si publicase los edictos de mi tiempo y las cartas de los príncipes que llegan a manos del público; si hiciera compendio de un buen libro (y toda abreviación de un libro bueno es un compendio torpe) el cual se hubiere perdido, o alguna cosa semejante, la posteridad alcanzaría singular provecho de tales composiciones; pero yo ¿qué otro honor sino el de mi buena fortuna? Buena parte de los libros famosos son de esta condición.

Cuando leí a Felipe de Comines hace algunos años (autor excelente en verdad), advertí esta frase, considerándola como riada vulgar: «Que precisa guardarse de prestar a su dueño un tan grande servio el cual le imposibilite de encontrar la debida recompensa», debí encomiar la invención, no a quien la escribió, pues la encontré en Tácito poco ha: Beneficia eo usque laeta sunt, dum videntur exsolvi posse; ubi multum antevenere, pro gratia odium redditur1249: y en Séneca: Nam qui putat esse turpe non reddere, non vult esse cui feddat1250: y Cicerón con consistencia menor: Qui se non putat satisfacere esse nullo modo polest.1251 El asunto, supuesta su naturaleza,   —310→   puede hacer a un hombre erudito y de feliz memoria; mas para juzgar en las partes que mejor le pertenecen, que son al par las más dignas (la fuerza y la belleza de su alma), necesario es saber lo que es suyo y lo que no lo es, y en esto último cuánto se le debe en lo tocante a la elección, disposición, ornamento y lenguaje que proveyó. ¡Qué decir si tomó prestada la materia y estropeó la forma, como acontece con frecuencia! Nosotros que mantuvimos escaso comercio con los libros encontrámonos con este impedimento: cuando vemos alguna invención hermosa en un nuevo poeta, o algún argumento poderoso en un predicador, no nos atrevemos, sin embargo, a alabarlos por ello antes de que hayamos sido instruidos por algún erudito de si ambas cosas les fueron propias o extrañas; hasta saberlo, yo me mantengo siempre en guardia.

He recorrido de cabo a rabo las historia de Tácito, cosa que me acontece rara vez. Hace veinte años que apenas retengo libro en mis manos una hora seguida. No conozco autor que sepa mezclar a un «registro público» de las cosas tantas consideraciones de costumbres e inclinaciones particulares, y entiendo lo contrario de lo que él imaginaba, o sea que, habiendo de seguir especialmente las vidas de los emperadores de su tiempo, tan extremas y diversas en toda suerte de formas, tantas notables acciones como principalmente la crueldad de aquéllos ocasionaba en sus súbditos, tenía a su disposición un asunto más fuerte y atrayente que considerar y narrar, que si fueran batallas o revueltas lo que historiase: de tal suerte que a veces lo encuentro asaz conciso, corriendo por cima de hermosas muertes cual si temiera cansarnos con su multiplicación constante y dilatada. Esta manera de historiar es con mucho la más útil: las agitaciones públicas dependen más del acaso, las privadas de nosotros. Hay en Tácito más discernimiento que deducción histórica, y más preceptos que narraciones; mejor que un libro para leer, es un libro para estudiar y aprender. Tan lleno está de sentencias que por todas partes se encuentra henchido de ellas: es un semillero de discursos morales y políticos para ornamento y provisión de aquellos que ocupan algún rango en el manejo del mundo. Aboga siempre con razones sólidas y vigorosas, de manera sutil y puntiaguda, según el estilo afectado de su siglo. Gustaban tanto los autores inflarse por aquel tiempo, que donde hallaban las cosas desprovistas de sutileza, se la procuraban por medio de las palabras. Su manera de escribir se asemeja no poco a la de Séneca: Tácito me parece más sustancioso; Séneca más agudo. Sus escritos son más apropiados para un pueblo revuelto y enfermo, como el nuestro al presente: frecuentemente diríase que nos pinta y que nos pellizca.

Los que dudan de su buena fe acusan de sobra su malquerencia.   —311→   Sus opiniones son sanas y se coloca del lado del buen partido en los negocios romanos. Un poco me contraría, sin embargo, el que haya juzgado a Pompeyo con severidad mayor de la que envuelve el parecer de las gentes honradas que le trataron y con él vivieron: el que le estimara en todo semejante a Mario y Sila, aparte del carácter, que consideraba menos abierto. Sus intenciones no le eximieron de la ambición que lo animaba en el gobierno de los negocios, ni tampoco de la venganza; y hasta sus mismos amigos temieron que la victoria le hubiera arrastrado más allá de los límites de la razón, pero no hasta una medida tan desenfrenada: nada hay en su vida que nos haya amenazado de una tan expresa crueldad y tiranía. No hay que contrapesar la sospecha con la evidencia, de suerte que yo no participo de esa creencia. Que las narraciones de Tácito sean ingenuas y rectas podrá quizás ponerse en tela de juicio, pues no se aplican siempre con exactitud a las conclusiones de los suyos, los cuales sigue conforme a la pendiente que tomara, a veces más allá de la materia que nos muestra, la cual no presenta bajo un solo aspecto. No tiene necesidad de excusa por haber aprobado la religión de su época, según las leyes que le mandaban, e ignorado la verdadera: esto es su desdicha, mas no su defecto.

He considerado principalmente su juicio, y en todo él no estoy muy al cabo; como tampoco comprendo estas palabras de la carta que Tiberio, viejo y enfermo, enviaba a los senadores: «¿Qué os escribiré yo, señores, o cómo os escribiré, o qué no os escribiré en este tiempo? Los dioses y las diosas me pierden peor que si yo me sintiera todos los días perecer, sin embargo yo no lo sé»; no advierto por qué las aplica con certeza tanta a un pujante remordimiento que atormentaba la conciencia del emperador, al menos cuando tenía su libro en la mano no lo eché de ver.

También me pareció algo cobarde que necesitando decir que había ejercido cierto honroso cargo en Roma, vaya excusándose de que no es por varia ostentación como lo dice; este rasgo se me figura de baja estofa para un alma de su temple, pues el no atreverse a hablar en redondo de sí mismo acusa alguna falta de ánimo: un juicio rígido y altivo, que discierne sana y seguramente, usa a manos llenas de sus propios ejemplos personales como de los extraños, y testimonia francamente de sí mismo cual de un tercero. Preciso es pasar por cima de estos preceptos vulgares de la civilidad en beneficio de la libertad y la verdad. Yo me atrevo no solamente a hablar de mí mismo, sino a hablar de mí mismo solamente: me extravío cuando hablo de otra cosa, apartándome de mi asunto. No me estimo por manera tan indiscreta, ni estoy tan atado y mezclado a mí mismo que no pueda distinguirme y considerarme a un   —312→   lado como a un vecino o como a un árbol: lo mismo se incurre en defecto no viendo hasta dónde vale, que haciendo más de lo que se ve. Mayor amor debemos a Dios que a nosotros mismos y lo conocemos menos, a pesar de lo cual hablamos de él a nuestro sabor.

Si los escritos de Tácito nos muestran algún tanto su condición, debemos creer que era un grave personaje, animoso y lleno de rectitud; no de una virtud supersticiosa, sino filosófica y generosa. Podrá encontrárselo arriesgado en sus testimonios, como cuando asegura que llevan de un soldado un haz de leña, sus manos se pusieron rígidas de frío y quedaron pegadas y muertas, separándose de sus brazos. Acostumbro en tales asertos a inclinarme bajo la autoridad de tan respetables testimonios.

Lo que cuenta de que Vespasiano por merced del Dios Serapis curó en Alejandría a una mujer ciega untándola los ojos con su saliva, y no recuerdo que otro milagro, hácelo por ejemplo y deber de todos los buenos historiadores, quienes registran los acontecimientos de importancia: entre los sucedidos públicos figuran también los rumores y opiniones populares. Es su papel relatar las creencias comunes, no el enderezarlas: esta parte toca a los teólogos y a los filósofos, directores de las conciencias. Por eso prudentísimamente éste su compañero, grande como él, dijo: Equidem plura transcribo, quam credo; nam nec affirmare sustineo, de quibus dubito, nec subducere, quae accepi1252, y este otro: Haec neque affimare, neque refellere operae pretium est... famae rerum standum est.1253 Escribiendo en un siglo en que la creencia en los prodigios comenzaba a declinar, dice, sin embargo, que no quiere dejar de insertarla en sus anales, ni menospreciar una cosa recibida por tantas gentes de bien y con reverencia tan grande vista de la antigüedad: muy bien dicho. Que los historiadores nos suministren la historia, más según la reciben que como la consideran. Yo que soy soberano de la materia que trato y que a nadie debo dar cuentas, no me creo por ello en todos los respectos: arriesgo a veces caprichos de mi espíritu, de los cuales desconfío, y ciertas finezas verbales que me hacen sacudir las orejas; pero las dejo correr al acaso. Yo veo que algunos se dignifican con tales cosas: no me incumbe sólo el juzgarlos. Preséntome en pie tendido; de frente y de espaldas, a derecha o izquierda, y en todas mis actitudes naturales. Los espíritus, hasta aquellos mismos que son iguales en consistencia, no lo son siempre en aplicación y gusto.

  —313→  

Esto es cuanto la memoria me sugiere en conjunto y de un modo bastante incierto; todos los juicios generales son descosidos e imperfectos.




ArribaAbajoCapítulo IX

De la vanidad


Acaso no haya ninguna más expresa que la de escribir tan sin fundamento. Aquello que Dios tan maravillosamente nos expresó1254 debería ser cuidadosa y continuamente meditado por las gentes de ente indiferente. ¿Quién no ve que yo tomé un camino por el cual sin interrupción ni fatiga marchará mientras lava tinta y papel en el mundo? Como puedo trazar el registro de mi vida por mis acciones, colócolas sobrado bajas la fortuna, enderézolo de mis fantasías. Un gentilhombre vi, sin embargo, que no comunicaba de su vida sino las operaciones de su vientre: veíase en su casa, por su orden, toda una batería de bacines, de siete u ocho días, que formaban el asunto de su estudio y sus discursos; todo otro tema le hedía. Aquí se muestran algo más civilmente los excrementos de un viejo espíritu, a veces duro, suelto otras y siempre indigesto. ¿Y cuándo me veré yo al cabo en el representar una tan continua agitación y mutación de mis pensamientos, en cualquier punto que se fijen, puesto que Diomedes llenó seis mil libros con el solo asunto de la gramática? ¿Qué no debe producir la charla, puesto que el tartamudeo y desatamiento de la lengua ahogaron al mundo con una tan horrenda carga de volúmenes? ¡Tantas palabras por las palabras solamente! ¡Oh Pitágoras, que no conjurases tú esa tormenta! Acusábase a un Galba del tiempo pasado porque vivía ociosamente, y respondió que cada cual debía dar explicaciones de sus actos, no en su reposo. Equivocábase, pues la justicia debe tener conocimiento y animadversión también, de los que huelgan.

Mas debiera haber en las leyes algún poder coercitivo contra los escritores inútiles e ineptos, como lo hay contra los vagabundos y los holgazanes. Arrancarías así de las manos de nuestro pueblo a mí y a cien otros. Y es bien serio lo que digo; la manía de escribir parece ser como sintonía de un siglo desbordado: ¿cuándo escribimos tanto como desde que yacemos en perpetuo trastorno? Ni los romanos que en la época de su ruina. Aparte de que, el refinamiento de los espíritus no constituye la prudencia de los mismos en una república; esa ocupación ociosa emana de que cada cual se dedica flojamente a los deberes de su cargo, y se desborda. La corrupción del siglo se evidencia   —314→   con la contribución particular de cada uno de nosotros: unos procuran la traición, otros la injusticia, la irreligión, la tiranía, la avaricia, la crueldad, conforme son más poderosos: los más débiles contribuyen con la torpeza, la vanidad y la ociosidad; entre, éstos me cuento yo. Parece la época en que vivimos propia para las cosas vanas, cuando que las perjudiciales nos acosan; en un tiempo en que el mal obrar es tan común, no proceder sino inútilmente en casi digno de alabanza. Yo me consuelo pensando que seré de los últimos de quienes habrá que echar mano: mientras se atienda a los más urgentes, lugar tendré de enmendarme, pues entiendo que sería ir contra la razón el perseguir los inconvenientes menudos cuando los grandes infestan. El médico Filotimo dijo a un enfermo que le presentaba un dedo para que se lo curase (y en cuya respiración y semblante reconocía una úlcera en los pulmones): «Amigo mío, no estás ahora en el caso de cuidarte de las uñas.»

Vi, sin embargo, hace algunos años un personaje, cuya memoria es para mí de recomendación singular, que en medio de nuestros tremendos males, cuando no había ni ley, ni justicia, ni magistrado que su cometido cumplieran, como tampoco los hay ahora, iba predicando no sé qué raquíticas reformas sobre la cocina, el traje y el pleiteo. Estos son juguetes con que se apacienta a un pueblo mal gobernado para simular que no del todo se le abandonó. Lo propio hacen los que se detienen a defender en todo momento las orillas del hablar, las danzas y los juegos, en un país abandonado a toda suerte de vicios execrables. No es razón el lavarse y desengrasarse cuando se es víctima de una terrible fiebre: sólo a los espartanos era lícito el peinarse y acicalarse en el momento de ejecutar alguna acción arriesgada de su vida.

Cuanto a mí, practico esta otra costumbre, de peores consecuencias todavía: si tengo un escarpín mal ajustado, mal colocadas quedan también mi capa y mi camisa: yo menosprecio el enmendarme a medias. Cuando me encuentro en mal estado me encarnizo con el mal; por desesperación me abandono, dejándome llevar hacia la caída, y lanzando, como ordinariamente se dice, el mango después del hacha. Obstínome en el empeoramiento y no me juzgo más digno de cuidarme: una de dos, me digo, o a maravilla o desastrosamente. Es para mí cosa favorable el que la desolación de este estado coincida con la de mi edad: de mejor grado sufro que mis malos se vean recargados que si mis bienes se hubieran visto enturbiados. Las palabras que yo profiero en la desdicha son palabras de despecho: mi vigor se erizará en vez de aplanarse; y al revés de todo el mundo que siento más devoto en la buena que en la mala fortuna, según el precepto de Jenofonte, si no según su razón, y miro con dulzura al cielo para gratificarle   —315→   mejor que para pedirle. Cuido yo más bien de aumentar la salud cuando me sonríe, que de reponerla cuando la perdí: las prosperidades me sirven de disciplina e instrucción, como a los demás inmortales las adversidades y los latigazos. Cual si la buena fortuna fuera incompatible con la recta conciencia, los hombres no se truecan en honrados si no es en la adversidad. La dicha es para mí un singular aguijón, lo que me lanza a la moderación y a la modestia: la oración me gana, la amenaza me repugna, el favor me pliega y el temor me ensoberbece.

Entre las diversas condiciones humanas es bastante común el complacernos más con las cosas extrañas que con las propias, y gustar del movimiento y del cambio;


Ipsa dies ideo nos grato perluit haustu,
    quod permutatis Hora recurrit equis1255:



yo también tengo mi parte correspondiente en tales achaques. Los que siguen el opuesto extremo de complacerse con ellos mismos; de estimar lo que poseen por cima de todo lo demás, y de no reconocer ninguna cosa más bella que la que tienen a la mano, si no son más aviados que nosotros, son en verdad más dichosos: yo no envidio su prudencia, mas sí su fortuna próspera.

Este ávido capricho de cosas nuevas y desconocidas, ayuda diestramente a alimentar en mí el deseo de viajar, pero bastantes otras circunstancias a él contribuyen, pues de buen grado me aparto del gobierno de mi casa. Hay algún placer en el mandar, aun cuando no sea más que en una granja y en el ser obedecido de los suyos, pero es una dicha demasiado lánguida y uniforme, yendo además por necesidad mezclada con muchos ingratos, unas veces la indigencia y la opresión de nuestros vecinos, otras la usurpación de que sois víctima os afligen:


Aut verberate grandine vineae,
fundusque mendax, arbore nunc aquas
    culpante, nunc torrentia agros
    sidera, nunc hiemes iniquas1256:



en seis meses apenas enviara Dios un tiempo con el cual vuestro arrendador se satisfaga cabalmente; y si fue bueno para las vides, no lo será para los prados


Aut nimiis torret fervoribus aetherius sol,
aut subiti perimunt imbres, gelidaeque pruinae,
fiabraque ventorum violento turbine vexant1257:



  —316→  

añádase a lo dicho el zapato nuevo y bien conformado de aquel hombre de los pasados siglos, que os atormenta el pie, y que un extraño no sabe lo que os cuesta, y los sacrificios, que a diario realizáis para mantener el buen orden que se ve en vuestra casa, que quizá compráis demasiado caros1258.

Yo me consagré tarde a las cosas del hogar. Los que naturaleza hizo nacer antes que yo, descargáronme de ellas durante largo tiempo, y había tornado ya otros hábitos más en armonía con mi complexión. Sin embargo, a lo que he podido ver, es un quehacer más molesto que difícil: quienquiera que sea capaz de otras tareas lo será también de éstas. Si mi propósito en la vida fuera el de enriquecerme, consideraría este camino como largo en demasía: hubiérame puesto al servicio de los reyes, que es un tráfico más fértil que todos los otros. Puesto que no pretendo alcanzar sino la reputación de no haber adquirido nada, ni tampoco nada disipado, de acuerdo con el carácter de mi vida, impropio lo mismo al bien que al mal obrar, y puesto que mi designio consiste sólo en ir tirando, puede ejecutarse, a Dios gracias, sin ningún quebradero de cabeza. Poniéndoos en lo peor, corred siempre hacia las economías para huir la pobreza: es lo que yo estoy, atento y a corregirme, antes de que tal calamidad me fuerce. Yo establezco por lo demás en mi alma sobradas gradaciones para poder vivir con menos de lo que tengo, y pasándolo con contentamiento: non aestimatione census, verum victu atque cultu, terminatur pecuniae modus1259. Mis necesidades verdaderas no han menester exactamente de todo mi haber; todavía aun en último término podría presentar alguna resistencia a las desdichas. Mi presencia, ignorante y distraída como es, sirve a sustentar resistentemente mis negocios domésticos; en ellos que empleo, bien que con repugnancia, a más de que en mi vivienda ocurre que por encender aparte la candela por un cabo, el otro no deja de consumirse bonitamente.

Los viajes no me afectan más que por los gastos que suponen, los cuales son grandes y por cima de mis fuerzas como que ellos me acostumbrara a llevar no sólo lo necesario sino también algo más, para mí tienen que ser por necesidad cortos y poco frecuentes, en la proporción misma de su carestía. En ellos no empleo sino el sobrante de mi reserva, contemporizando y demorando según puedo disponer de ella. No quiero yo que el gasto del pasear corrompa el placer del reposo; muy al contrario, entiendo que se alimentan y favorecen el uno al otro. Prestome su concurso la fortuna en este respecto; puesto que mi principal   —317→   ocupación en esta vida consiste en pasarla blandamente, y más bien desocupada que atareada, ninguna necesidad tuve de multiplicar mis riquezas para proveer a la multitud de mis herederos. Uno que Dios me dio, si no tiene bastante con lo que a mí me sobró para vivir a mis anchas, peor para él: su imprudencia no merecerá que yo le desee mayores ventajas. Y cada cual, según el ejemplo de Foción, provee suficientemente a las necesidades de sus hijos procurándoles su semejanza. En ningún caso sería yo del parecer de Crates, quien depositó su numerario en manos de un banquero con esta condición: «Si sus hijos eran torpes había de dárselo, y si hábiles distribuirlo a los más negados de entre todo el pueblo»: ¡cómo si los tontos por ser menos capaces de carecer de recursos fueran más aptos para usar de las riquezas!

El despilfarro a que mi ausencia da lugar, no me parece cosa digna de merecer que yo me prive de mis distracciones cuando la ocasión se presenta, mientras que encuentre en situación de soportarlo, alejándome de la penosa existencia doméstica.

En los hogares siempre hay algo que va como Dios quiere. Ya son los negocios de una casa, a los de otra lo que os saca de quicio. Contempláis todas las cosas muy de cerca; vuestra perspicacia os perjudica aquí como en otros respectos. Yo me aparto de las cosas que pueden procurarme malos ratos, y me desvío del conocimiento de lo que no marcha a derechas; y a pesar de todo tropiezo a cada instante con alguna cosa que me desplace. Las bribonadas que se me ocultan más, son las que mejor conozco: ocurre a veces que por evitar mayores males, precisa la ayuda de uno mismo para ocultarlos. Picaduras son éstas a veces sin trascendencia, pero picaduras al fin. De la propia suerte que los más menudos y tenues impedimentos son los más penetrantes, y así como la letra minuta es la que cansa más la vista, por el mismo tenor nos molestan los negocios nimios. La turba de males menudos ofende más que la violencia de uno solo, por descomunal que sea. A medida que estas punzadas domésticas son más espesas y finas, van mordiéndonos con agudeza mayor, aunque sin amenazarnos, pues nos sorprenden imprevistos fácilmente. Yo no soy filósofo: los males me oprimen según su magnitud, y ésta va de acuerdo con la forma y la materia y a veces más allá: mi perspicacia aventaja a la del vulgo, y así mi paciencia es también mayor; si los males no me hieren, me pesan por lo menos. La vida es cosa delicada y fácil de trastornar. Desde que mi semblante se volvió del lado de los pesares, nemo enim resistit sibi, quum caeperit impelli1260, por estulta que sea la causa que a   —318→   ellos me haya inclinado, se irrita mi honor hasta lo sumo; hay quien se alimenta y exaspera con sus propios quebrantos atrayéndolos y amontonándolos los unos sobre los otros como sustento de que nutrirse:


Stillicidi casus lapidem cavat1261:



estas goteras ordinarias me ulceran y me devoran. Los inconvenientes comunes no son ligeros en ningún caso, sino continuos e irreparables, principalmente cuando emanan de los miembros de la familia, perennes e inseparables. Cuando considero mis negocios de lejos y a bulto, reconozco, acaso por no disfrutar de una puntual memoria, que hasta hoy fueron prosperando más allá de mis cálculos y previsiones: a mi ver, abulto las cosas y en ellas pongo lo que no hay; la bondad de las mismas me traiciona. Mas cuando me encuentro sumergido en la tarea, y veo caminar todas esas parcelas,


Tum vero in curas animum diducimus omnes1262:



mil cosas para mí dejan que desear y me pongo a temer otras. Abandonarlas por completo sería facilísimo, enderezarlas sin apenarme muy difícil. Es lastimoso encontrarse en lugar donde todo cuanto veis os atarea y concierne; me parece gozar más alegremente los placeres que una casa extraña me procura, y llevar a ellos el gusto más libre y puro. Diógenes contestó por este tenor a quien le preguntaba la clase de vino que prefería, diciendo: «El de los demás.»

Gustaba mi padre de edificar Montaigne1263, donde había nacido. En todo este manejo de negocios domésticos gusto yo servirme de su ejemplo e instrucciones, y en ellos inculcaré a mis sucesores cuanto me sea dable. Si algo mejor pudiera hacer por su memoria, cumpliríalo al punto, y me glorifico de que su voluntad se ejerza todavía y obre en mí. ¡No consienta Dios que deje yo debilitarse entre mis manos ninguna viva imagen que pueda elevar a un tan buen padre! Cuando dispongo el remate de algún viejo muro o el arreglo de alguna parte de edificio mal construida, considero más su intención que mi contento, acuso mi dejadez por no haber llegado a poner en los hermosos comienzos que dejó en su casa, con tanta mayor razón cuanto que estoy abocado a ser el último miembro de mi familia que la posea, y a darla la última mano. Por lo que toca a la aplicación particular mía, ni este placer de edificar, que dicen está tan lleno de atractivos, ni la caya, ni los jardines, ni otros placeres de la vida   —319→   retirada, pueden procurarme grandes distracciones. Y esto es cosa de que me lamento cual de todas las demás opiniones que me acarrean molestias. No me curo tanto de profesar las distracciones vigorosas y doctas como me intereso en practicarlas fáciles y cómodas para la práctica de la vida: son verídicas y sanas cuando útiles y gratas. Los que al oírme confesar mi insuficiencia en las cosas domésticas me dicen luego al oído que mis palabras tienen mucho de menosprecio, y que desconozco los utensilios de labranza, las estaciones, su orden, cómo se elaboran mis vinos, cómo se injerta, cuál es el nombre y forma de los árboles y de los frutos y el aliño de las carnes de que me sustento; el nombre y el precio de las telas de que me visto, por profesar hondamente alguna ciencia más elevada y altisonante, me horripilan: eso se llamaría torpeza, y más bien estupidez que gloria. Mejor quisiera ser buen jinete que lógico irreprochable:


Quin tu aliquid saltem potius, quorum indiget usus,
viminibus mollique paras detexere junco?1264



Imposibilitarnos nuestros pensamientos con lo general y el universal gobierno de las cosas, las cuales a maravilla se las arreglan sin nuestro concurso: arrinconamos lo que nos incumbe, y a Miguel1265, nos toca todavía más de cerca que el hombre. En conclusión, yo siento mis reales en mi vivienda, pero quisiera encontrar en ella mayores atractivos que en otra parte:


Sit meae utiam senectae,
sit modus lasso maris, et viarum,
       militiaeque!1266



No sé si podre conseguirlo. Quisiera que en lugar de cualesquiera otras cosas de las que mi padre me dejó me hubiera resignado ese apasionado amor que en sus viejos años a su vivienda profesaba. Considerábase dichosísimo en armonizar sus deseos con su fortuna, y conformándose con lo que tenía. La filosofía política acusará inútilmente la bajeza y esterilidad de mi ocupación si acierto a alcanzar una vez este gusto como él. Entiendo que entre todos el más noble oficio y el más justo consiste en servir al prójimo y en acertar a ser útil a muchos; fructus enim ingenii et virtutis, omnisque praestantiae, tum maximus capitur, quum in proximum quemque confertur1267: por lo que a mí toca   —320→   de ello me desvío en parte por conciencia (pues por donde veo el peso de tal designio considero también los escasos medios con que cuento para afrontarlo; y Platón, maestro en toda suerte de gobierno político, no dejó tampoco de abstenerse), en parte por poltronería. Yo me contento con gozar del mundo sin apresurarme; con vivir una vida solamente excusable, y que ni para mí ni para los demás sea gravosa.

Jamás hubo nadie que se dejara llevar más plenamente que yo, ni con abandono mayor al cuidado y dirección de mi tercero, si tuviera a quien encomendarme. Uno de mis apetitos en los momentos actuales sería el dar con un yerno que supiera sustentar mis viejos años y adormecerlos; en cuyas manos depositara con poder soberano la dirección y el destino de mis bienes, y que ganara sobre mí lo que yo gano, siempre y cuando que mostrara el corazón reconocido y amigo. Mas ¡ay! de sobra sé que vivimos en un mundo donde hasta la lealtad de los propios hijos se desconoce.

Quien custodia mi bolsa cuando viajo, guárdala pura y sin inspección; lo mismo me engañaría con sumas y restas: y si no es un diablo quien la guarda, le obligo a bien obrar merced a tan omnímoda confianza. Multi fallere docuerun, dum timent falli; et allis jus peccandi, suspicando, fecerunt.1268 La seguridad más común que mis gentes me inspiran alcánzola de mi desconocimiento: no creo en los vicios sino después de verlos, y confío de mejor grado en los jóvenes, a quienes considero menos adulterados por el mal ejemplo. Oigo decir de mejor grado al cabo de dos meses que se malbarataron cuatrocientos escudos que no el que mis oídos se aturdan todas las noches con la desaparición de tres, cinco o siete, y sin embargo he sido víctima de estos latrocinios en proporción tan escasa como otro cualquiera. Verdad es que yo doy la mano a la ignorancia y mantengo adrede algo turbio y dudoso el conocimiento de mi dinero, y hasta cierto punto me congratula el que así sea. Precisa dejar algún resquicio a la deslealtad o imprudencia de nuestro servidor: si nos queda en conjunto con qué satisfacer nuestro designio, este exceso de liberalidad de la fortuna dejémosle correr a su antojo, y su parte al que anda en pos de rebuscos. Después de todo, yo no encarezco tanto la buena fe de mis gentes como menosprecio los perjuicios que me infieren. Torpe y fea ocupación es el estudiar el dinero que se posee, complacerse en manejarlo, pesarlo y recontarlo. Por ahí comienza la avaricia a avecinarse.

Al cabo de diez y ocho años que gobierno mis bienes no he sabido tener fuerza de voluntad bastante para ver mis   —321→   escrituras ni mis negocios principales, los cuales necesariamente han de pasar por mis manos y permanecer bajo mi cuidado. No es esto un menosprecio filosófico de las cosas transitorias y mundanales, pues mi gusto no está tan depurado, y las considero por lo menos en lo que valen, sino pereza y negligencia inexcusables o infantiles. ¿Qué no haría yo de mejor gana que leer un contrato, y qué no preferiría yo mejor que ir sacudiendo esos papelotes polvorientos, cual esclavo de mis negocios, o peor aún, de los ajenos, como tantas gentes hacen, por dinero contante y sonante? Nada para mí es tan caro como los cuidados y quebraderos de cabeza; lo que busco con ahínco es la dejadez y la flojedad. Yo creo que sería más propio para vivir de la fortuna ajena, si esto fuera posible sin obligación ni servidumbre; y sin embargo, examinando las cosas de cerca, ignoro (dadas mi situación, mi manera de ser y la carga de los negocios, servidores y domésticos) si no hay más abyección, importunidad y amargura en vivir como vivo, de las que habría de soportar en compañía de un hombre nacido en más elevada posición que la mía y que me consintiera marchar un tanto a mi guisa. Servitus obedientia est fracti animi et abjecti, arbitrio carentis suo.1269 Crates fue más radical en su proceder, pues se lanzó de lleno en la pobreza para libertarse de las indignidades y cuidados caseros. Esto o no lo haría, porque detesto la indigencia tanto como el dolor, mas si cambiar la suerte de mi vida por otra menos elevada y atareada.

Cuando estoy ausente de mi hogar despójome por completo de tales pensamientos, y lamentaría menos el derrumbamiento de una torre que, presente, la caída de una teja. Mi alma se tranquiliza fácilmente ausente, pero en los lugares de los sucesos sufre como la de un viñador: una rienda mal colocada a mi caballo, o una correa del estribo mal ajustada me tendrán todo un día malhumorado. Fortifico mi ánimo contra los inconvenientes, pero la vista soy incapaz de domarla:


Sensus!, o superi, sensus!1270



En mi casa respondo de todo cuando va torcido. Pocos amos (hablo de los de mediana condición como la mía, y si los hay son más afortunados) pueden encomendarse a un segundo sin que todavía les quede buena parte de la carga. Esto desvía algún tanto mis buenas maneras en punto a los visitantes; y acaso a veces me fue más dable detener a alguien mejor por mi cocina que por la acogida que le dispensé, como sucede a los huraños, y disminuye mucho   —322→   el placer que yo debiera disfrutar en mi casa con la visita y congregación de mis amigos. El continente más torpe de un gentilhombre en sus dominios es el verle atareado dando órdenes, andando de aquí para allá, hablando al oído a un criado o dirigiendo a otro una mirada furibunda; debe el porte del amo caminar insensiblemente y representar siempre el ordinario: yo encuentro desastroso que se hable a los huéspedes del tratamiento que reciben ni para excusarlo ni para ensalzarlo. Complácenme el buen orden y la precisión,


    Et cantharus et lanx
ostendunt mihi me1271,



más que la abundancia, y miro en mi hogar puntualmente lo necesario, poco a la ostentación. Si un criado riñe en casa ajena, si un plato se vierte, vosotros reís solamente o dormitáis mientras el señor arregla las cosas con un maestresala en honor de vuestro recibimiento del día siguiente. Hablo de estos pormenores según mi entender, no dejando por ello de considerar, en general, cuán grato es a ciertas naturalezas una vivienda sosegada y próspera, dirigida con orden esmerado; y no quiero achacar a ello mis propios errores y rarezas, ni contradecir a Platón, quien juzga la más dichosa labor de cada cual el manejo de sus propios negocios sin menoscabo ajeno.

Cuando viajo, no tengo que pensar sino en mí y en el empleo de mi dinero; esto se compone de un solo precepto: si son menester varios, todo lo ignoro y me quedo en ayunas. En el gastar, algo me conozco, lo mismo que en la manera de hacerlo, que es a decir verdad su destino principal, mas yo me aplico sobrado ambiciosamente, lo cual lo trueca en deforme y desigual, y a más en inmoderado en uno u otro respecto. Cuando luce y sirve me dejo llevar sin ningún discernimiento, me contraigo con igual indiscreción cuando no luce, y la idea de gastar no me sonríe. Quienquiera que ses (naturaleza o arte), lo que imprime en nosotros esta condición de vida que se gobierna por la relación ajena procúranos mayor mal que bien: defraudámonos así a par de nuestras propias ventajas para mostrarlas apariencias según la opinión general. No nos importa tanto cuál sea nuestro ser en nosotros y en realidad como lo que de él aparece al público conocimiento: los bienes mismos del espíritu y de la sabiduría nos parecen estériles cuando sólo por nosotros son conocidos, cuando no se producen ante la vista y aprobación extrañas. Hay individuos cuyo oro corre a gruesos borbotones por lugares subterráneos, imperceptiblemente; otros lo extienden todo en láminas y en hojas, de tal suerte que en los unos los maravedises valen escudos   —323→   y en los otros los escudos maravedises, puesto que el mundo juzga del empleo y del valor según las apariencias. Todo exceso de celo en torno de las riquezas huele a avaricia, su distribución misma y la liberalidad demasiado ordenada y artificial no son acreedoras a un cuidado y solicitud tan penosos: quien pretende gastar lo equitativo anda siempre con estrechuras y limitaciones. La guarda o el empleo son en sí mismas cosas indiferentes y no toman color en bien o en mal sino conforme a la aplicación de nuestra voluntad.

La otra causa que me convida a estos paseos es mi disentimiento con las costumbres actuales de nuestro Estado. Consolaríame fácilmente de esta corrupción considerando lo que con el interés público se relaciona;


       Pejoraque saecula ferri
temporibus, quorum sceleri non invenit ipsa
nomen, et a nullo posuit natura metallo1272;



pero no por mí individualmente. A mí en particular me incumbe la urgencia, pues en mi vecindad nos veremos muy luego veteranos en una forma de Estado tan desbordada por el largo desenfreno de estas guerras civiles,


Quippe ubi fas versun atque nefas1273,



que a la verdad, maravilla el que puedan mantenerse.


Armati terram exercent, semperque recentes
convectare juvat praedas, et vivere apto.1274



En fin, yo veo por nuestro propio ejemplo que la sociedad humana se sostiene y cose por cualquiera suerte de medios. Sea cual fuere la manera como se los deje, los hombres apílanse y se acomodan removiéndose y amontonándose, cual los objetos dispersos que se meten en el bolsillo sin orden ni concierto encuentran por sí mismos medio de juntarse y emplazarse los unos entre los otros, a veces mejor que el arte más consumado hubiera acertado a disponerlos. El rey Filipo reunió un montón de los más perversos e incorregibles hombres que pudo encontrar, acomodándolos a todos en una ciudad que hizo construir ex profeso y que de ellos tomó nombre: yo juzgo que enderezaron con los vicios mismos una contextura política y una sociedad cómoda y justa. Yo veo no ya una acción, tres o ciento, sino costumbres de todos recibidas, tan feroces, sobre todo en inhumanidad y deslealtad (para mí la peor suerte de vicios), que carezco de valor bastante para concebirlas sin horror,   —324→   y las admiro casi cuanto las detesto: el ejercicio de estas maldades insignes lleva la marca del vigor y la fuerza de alma, e igualmente la del error y el desequilibrio. La necesidad une a los hombres y los congrega: esta soldadura fortuita adquiere luego forma con las leyes, pues las hubo tan salvaje que ninguna mente humana pudiera concebirlas y que sin embargo mantuvieron el cuerpo a que se aplicaron tan rozagante y con vida tan dilatada como las de Platón y Aristóteles pudieran sostenerlo. Y a la verdad, todas esas descripciones de ciudadanía por arte simuladas son ridículas e ineptas cuando se llevan a la práctica.

Esas grandes y luengas alteraciones sobre la sociedad ideal y sobre los preceptos más cómodos para sujetarnos, solamente son propias para el ejercicio de nuestro espíritu, de la propia suerte que en las artes hay varios asuntos cuya esencia consiste en la agitación y en la disputa, y que de ninguna vida disfrutan fuera de ellas. Tal pintura de gobierno sería aplicable en un mundo nuevo, y nosotros disponemos de uno ya hecho y habituado a determinadas costumbres. Nosotros no lo engendramos como Pirra y como Cadmo. Cualquiera que sea el medio de que dispongamos para enderezarlo y arreglarlo de nuevo apenas podemos torcerlo de su pliegue acostumbrado sin que todo lo hagamos añicos. Preguntábase a Solón si había establecido para los atenienses las mejores leyes que le había sido posible: «Sí, respondió, de entre aquellas que podían acoger.» Varrón se excusa de manera semejante cuando dice «que si tuviera de nuevo que escribir sobre la religión diría lo que de ella cree, pero que hallándose ya recibida y formada hablará conforme al uso más bien que con arreglo a la naturaleza».

No por la opinión admitida, sino conforme a la verdad más estricta, el más excelente y mejor gobierno para cada pueblo es aquel bajo el cual se ha mantenido; su forma y comodidad esencial dependen del uso. Con frecuencia nos apenamos de la situación presente, mas yo entiendo, sin embargo, que el ir deseando el mando de pocos en un gobierno popular, o en la monarquía otra especie de régimen, son ideas viciosas y locas:


Aime l'estat, tel que tu le veois estre:
s'il est royal, aime la royanteé;
s'il est de peu, ou bien communauté,
aime l'aussi; car Dieut t'y a faict naistre.1275



Así hablaba de estas cosas el buen señor de Pibrac, a quien acabamos de perder, gentil espíritu de opiniones sanas y dulces costumbres. Esta muerte y la que al mismo tiempo lloramos del señor de Foix son pérdidas importantes   —325→   para nuestra corona. Ignoro si queda en Francia una pareja semejante con que sustituir estos dos gascones, igualmente cabal en sinceridad y capacidad para el consejo de nuestros reyes. Eran almas diversamente hermosas y, en verdad, según el siglo en que vivimos, bellas y raras, cada una en su forma peculiar. ¿Quién las había plantado en esta edad, siendo tan inarmónicas y desproporcionadas con nuestra corrupción y nuestras tormentas?

Nada trastorna tanto un Estado como las innovaciones. El cambio da ocasión a la injusticia y a la tiranía. Cuando alguna parte del edificio se conmueve, puede apuntalarse; podemos oponer nuestras fuerzas a fin de que la adulteración y corrupción natural a todas las cosas no nos aparte de nuestros comienzos y principios; mas el intentar refundir una masa tan imponente y el cambiar los fundamentos de un edificio tan enorme, corresponde a aquellos que en vez de limpiar despedazan, a los que quieren enmendar los defectos particulares con la confusión general, y curar las enfermedades matando; non tam commutandarum, quam evertendarum rerum cupidi1276. El mundo es inhábil para sanar sus males; tan impaciente de lo que le oprime, que no piensa más que en sacudirlo sin considerar a qué coste. Mil ejemplos vemos de que se restablece ordinariamente a sus expensas. No es curación la descarga del mal presente cuando en general no hay enmienda de condición; el fin del cirujano no consiste en hacer morir la carne dañada, sino en el encaminamiento de su cura; sus miras van más lejos, procurando hacer renacer la natural y volver el órgano enfermo a su debido estado. Quien propone solamente arrancar lo que le corroe se queda corto, pues el bien no sucede necesariamente al mal; otro mal distinto puede venir después, y aun peor que el que antes había, como ocurrió a los matadores de César, quienes lanzaron a tal punto las cosas públicas, que luego se arrepintieron de haberse en ellas mezclado. A varios después, hasta nuestros siglos, aconteció lo propio. Los franceses mis contemporáneos están de ello bien informados. Todas las grandes mutaciones conmueven el Estado y lo trastornan.

Quien se encaminara derecho a la curación y reflexionara antes de poner manos a la obra se enfriaría fácilmente en su designio. Pacuvio Calavio corrigió el vicio de este proceder con un ejemplo memorable. Hallábanse sus conciudadanos insubordinados contra los magistrados; él, que era personaje de grande autoridad en la ciudad de Capua, encontró un día medio de encerrar al senado en su palacio, y convocando al pueblo en la plaza pública, dijo que el día era llegado en que con plena libertad podían vengarse   —326→   de los tiranos que durante tanto tiempo los habían oprimido, a los cuales él tenía a su albedrío, solos y desarmados. Fue de parecer que se sortease a los encerrados uno tras otro y que sobre cada cual se dictaminara particularmente realizando al punto la ejecución de lo que se decretase, siempre y cuando que fuera dable colocar a algún hombre de bien en el lugar del condenado, a fin de que no quedara vacío el puesto. No habían acabado de oír el nombre de un senador cuando se elevó contra él un grito general de descontento: «Bien veo, dijo Pacuvio, que precisa deshacerse de éste; es un malvado, pongamos uno bueno en su lugar.» Un silencio profundo siguió a estas palabras, y nadie sabía de quién echar mano. Ante alguien que se reconoció más resuelto que los otros cien voces se levantaron, encontrándole mil imperfecciones y mil justas causas para rechazarlo. Todos estos pareceres contradictorios habiéndose alborotado, sucedió todavía peor con el segundo senador y con el tercero; hubo, en fin, tanta discordia en la elección como necesidad en la dimisión, hasta que por fin, todo el mundo harto del alboroto, comenzaron todos a desfilar sucesivamente de la asamblea, cada cual albergando en su alma esta resolución: «que el mal más añejo y mejor conocido es siempre más soportable que el reciente e inexperimentado».

Porque nos veamos lamentabilísimamente revueltos y agitados (y en verdad, ¿qué desórdenes no hemos visto y realizado?


Eheu!, cicatricum et sceleris pudet,
    aelas?, quid intactum nefasti
    liquimus?, unde manus juventus
metu deorum continuit?, quibus
pepereit aris?1277



no diré con tono resuelto y decisivo:


       Ipsa si velit Salus,
servare prorsus non potest hanc familiam1278,



que acaso nos encontremos en el dintel del último período. La conservación de los Estados verosímilmente excede las luces de nuestra inteligencia son los pueblos, como Platón sienta, fuerzas poderosas y de difícil disolución; persisten a veces minados por enfermedades mortales e intestinas, por la injuria de injustas leyes, por la tiranía, por el desbordamiento y la ignorancia de los magistrados, por la licencia y sedición de las masas. En todas nuestras aventuras comparámonos con los que están por cima de nosotros   —327→   y miramos hacia los que se ven mejor hallados. Midámonos con los que están por bajo, y nadie habrá, por misérrimo que sea, que no encuentre mil ejemplos de consuelo. Radica nuestro vicio en que vemos con peores ojos lo que nos sobrepuja que lo que dominamos. Por eso decía Solón: «Si se reunieran en montón todos los males, cada cual preferiría quedarse con los que tiene, mejor que participar de la equitativa repartición con los demás hombres, guardando su cuota correspondiente.» Nuestro Estado va mal; más enfermizos los hubo, sin embargo, sin que por ello sucumbieran. Los dioses se divierten jugando con nosotros a la pelota y sacudiéndonos reveses con ambas manos:


Enimvero dii nos homines quasi pilas habent.1279



Los astros destinaron fatalmente al Estado romano como ejemplo de los vaivenes que un pueblo puede soportar; éste guarda en su seno cuantos accidentes y aventuras pueden trastornar un Estado: orden, desorden, desdicha y dicha. ¿Quién habrá de desesperar de su situación al ver los movimientos y sacudidas con que Roma se vio agitada, siendo capaz de resistirlas? Si la extensión de sus dominios constituye la salud de un Estado (manera de ver que no comparto, y alabo las palabras de Isócrates, el cual instruyó a Nicocles no para que envidiara a los príncipes cuyos dominios son más amplios, sino a los que aciertan a conservar los que la suerte puso en su guarda), éste no se vio jamás tan sano como cuando estuvo más enfermo. La peor de sus situaciones fue para él la más propicia; apenas si se descubre huella de algún gobierno en la época de los primeros reyes; aquella fue la más horrible y tenebrosa confusión que pueda concebirse, y, a pesar de todo, la soportó y persistió, conservando no ya una monarquía encerrada en sus límites, sino tantas naciones diversas lejanas, mal queridas, desordenadamente mandadas, e injustamente conquistadas:


       Nec gentibus ullis
commodat in populum, terrae pelagique potentem,
invidiam fortuna suam.1280



No cae todo lo que se conmueve. La contextura de un tan gran cuerpo se sostiene pero más de una tachuela; la senectud misma, impide su derrumbamiento, como el de los viejos edificios, a los cuales la edad quitó la base, que se ven, sin revoque y sin argamasa, sostenerse y vivir por su propio peso.

  —328→  

       Nec jam validis radicibus haerens
pondere tuta suo est.1281



A mayor abundamiento, no basta reconocer solamente el flanco y el foso para juzgar de la seguridad de una plaza; hay que ver además por dónde a ella puede llegarse, y cuál es el estado en que el sitiador se encuentra: pocos son los navíos que se hunden con su propio peso y sin el concurso de violencia extraña. Volvamos, pues, los ojos aquí y allá, y veremos que todo se hunde en torno nuestro: a todos los grandes Estados, sean cristianos o no lo sean, convertid vuestra mirada, y encontraréis una evidente amenaza de modificación y ruina:


Et sua sunt illis incommoda, parque per omnes
tempestas.1282



La tarea de los astrólogos es fácil cuando anuncian graves trastornos y mutaciones próximas: sus adivinaciones son presentes y palpables; no precisa encaminarse al cielo para hacerlas. Pero no solamente debemos alcanzar consuelo de los universales descalabros amenazadores, sino también alguna esperanza en pro de la duración de nuestro Estado; tanto más cuanto que naturalmente nada cae allí donde todo se derrumba: la enfermedad universal constituye la salud particular; la uniformidad es cualidad enemiga de la disolución. Por lo que a mí toca, todavía no me desespero, y paréceme ver en torno mío caminos por donde salvarnos:


       Deus haec fortasse benigna
reducet in sedem vice.1283



¿Quién sabe si Dios querrá que acontezca con nuestras revueltas cual con los cuerpos sucede, que se purgan, pasando a un mejor estado después de enfermedades largas y penosas, las cuales les devuelven una salud más cabal y más pura de la que antes disfrutaran? Lo que más me apesadumbra es que, considerando los síntomas de nuestro mal, veo tantos tan naturales y de aquellos que el cielo nos envía propiamente suyos, cuantos nuestros desórdenes y humana imprudencia añaden: diríase que los astros mismos nos declaran que duramos ya bastante y que sobrepujamos los términos ordinarios. Y esto también me causa pesar: el duelo más cercano que nos avecina no consiste en la adulteración de la masa entera y sólida, sino en su disipación y separación. Este es el mayor de nuestros temores.

  —329→  

Aun en estas soñaciones de que aquí hablo temo la infidelidad de mi memoria, que quizás por inadvertencia me haya hecho registrar dos veces una misma cosa. Detesto el reconocer de nuevo mis pareceres, y no retoco jamás, si no es de mala gana, lo que ya antaño consignara. Yo no transcribo aquí ninguna cosa nueva: todas ellas son comunes: habiéndolas acaso cien veces concebido, temo haberlas ya sentado. Las repeticiones son siempre pesadas, hasta en el mismo Homero, y particularmente ruinosas en aquello cuyo aspecto es superficial y transitorio. Soy enemigo de la inculcación hasta en las cosas más útiles, como hace Séneca y se acostumbra en su escuela, que van repitiendo sobre cada materia del principio al fin las sentencias y presupuestos generales, y alegando siempre de nuevo los argumentos y razones comunes y universales.

Mi memoria va empeorando cruelmente cada día;


Pocula Lethaeos ut si ducentia somnos,
   arente fauce traxerim.1284



Será preciso en adelante (pues a Dios gracias hasta hoy no me ha faltado) que en vez de hacer lo que los demás, o sea buscar tiempo y ocasión oportunos para pensar lo que van a decir, huya yo de toda suerte de preparación, temiendo sujetarme a alguna obligación de la cual tenga que depender. Verme comprometido y obligado me descarrila, lo mismo que sustentarme en un tan débil instrumento como mi memoria. Jamás leo esta relación sin sentirme al punto dominado por un resentimiento natural. Acusado Lincestes de haber conjurado contra Alejandro el día que según costumbre compareció ante el ejército del soberano para defenderse, guardaba en su cabeza un discurso estudiado, del cual, todo dudoso y tartamudeando, profirió algunas palabras. Como se confundiera cada vez más mientras luchaba con su memoria, y procuraba que ésta le viniera en ayuda, hétemelo atacado y muerto a lanzadas por los soldados que tenía junto a él, convencidos de su crimen. El pasmo y el silencio del reo sirvioles de confesión. Como tuviera en el calabozo todo el tiempo que necesitara para prepararse, no fue la memoria, al entender de sus verdugos, lo que le faltó, sino que creyeron que la conciencia le trabó la lengua y le desposeyó de fuerzas. En verdad dicen bien los que sientan que el lugar impone, el concurso y la expectación, hasta cuando no se anhela sino la ambición del bien hablar. ¿Qué no sucederá cuando se trata de una peroración de la cual la vida depende?

En cuanto a mí, la sola sujeción que me ata a lo que tengo que decir me extravía. Cuando me encomiendo enteramente   —330→   a mi memoria me apoyo tan fuertemente en ella que sucumbo, atormentándose con la carga. Tanto cuanto en ella confío, me coloco fuera de mí, como un hombre que ignora el continente que debe adoptar; y a veces me sucedió encontrarme casi imposibilitado de ocultar la servidumbre en que me lanzara, pues mi designio es representar, cuando hablo, una flojedad profunda de acento y de semblante, a la vez que movimientos fortuitos e impremeditados, como originados por, las ocasiones actuales; prefiriendo no decir nada que valga la pena, mejor que el mostrar preparación para decir bien; lo cual sienta pésimamente, sobre todo a las personas de mi estado, e impone juntamente obligaciones grandes a quien no es capaz del desempeño de magnas cosas. El apresto hace esperar más de lo que se cumple: torpemente vestimos el coleto para no saltar mejor que con hopalandas: nihil est his, qui placere volunt, tam adversarium, quam exspectatio?1285 Refiérese del orador Curio que al ordenar las partes de su discurso, y al clasificar en tres, cuatro o mayor número sus argumentos, acontecíale fácilmente olvidar alguno, o añadir otros con que no había contado. Yo evité siempre caer en este inconveniente como odiara esas trabas y prescripciones, no sólo por natural desconfianza en mi memoria, sino también porque tal procedimiento asemejase al arte en demasía: simpliciora militares decent1286. Basta con que para en adelante haya determinado el no hablar en lugares solemnes, pues el hacerlo leyendo el manuscrito, a más de parecerme cosa torpe, es desventajoso grandemente para quienes por naturaleza pueden sacar algún partido de la acción; lanzarme a los caprichos de mi invención, todavía puedo hacerlo menos: la mía es pesada y turbia, incapaz por tanto de proveer a los repentinos menesteres importantes.

Consiente, lector, que corra todavía este ensayo y este tercer alargamiento del resto de las partes de mi pintura. Yo añado siempre, pero no enmiendo nunca; en primer lugar, porque quien hipotecó al mundo su obra, entiendo que ya no tiene derechos sobre ella: diga, si puede, mejor en otra parte, mas no corrompa la labor que vendió. De tales gentes nada habría que comprar sino después de su muerte. Que piensen despacio antes de producirse: ¿quién les mete prisa? Mi libro es siempre uno, salvo que, a medida que se reimprime, a fin de que el comprador no se vaya con las manos completamente vacías, me permito poner en él algunos ornamentos supernumerarios (como cosa que es de tarea mal unida), los cuales en nada condenan la primera forma, sino que comunican algún valor particular a cada una de las siguientes, merced a una diminuta   —331→   sutilidad ambiciosa. Ocurrirá con esto que acaso la cronología se trastrueque, pues mis historias encuentran lugar según su oportunidad, no siempre conforme a los años en que ocurrieron.

En segundo lugar, como a mi juicio temo perder en el cambio, mi entendimiento no camina siempre adelante, marcha también a reculones. Apenas si desconfío menos de mis fantasías por ser segundas o terceras, que primeras, o presentes que pasadas, pues a veces nos corregimos tan torpemente como enmendamos a los demás. Desde que saqué a luz mis primitivas publicaciones, en el año mil quinientos ochenta, he envejecido de algunos; mas yo dudo que mi prudencia haya aumentado ni siquiera en una pulgada. Yo ahora, y yo antes, somos dos individuos; cuándo mejor, no puedo decirlo. Hermoso sería encaminarse a la vejez si al par nos dirigiéramos hacia la enmienda: mas no hay tal; el nuestro es un movimiento de ebrio, titubeante, vertiginoso e informe, cual el de los cañaverales que el viento agita a su albedrío. Antíoco había escrito vigorosamente en pro de las doctrinas de la Academia, pero al llegar a la vejez adoptó partido distinto: cualquiera de los dos que yo siguiera, ¿no sería siempre seguir las huellas de Antíoco? Después de haber sentado la duda, querer afirmar la certidumbre de las ideas humanas, ¿no era fijar aquélla en vez de la certeza, y prometer, caso de que sus días se hubieran prolongado, que se encontraba sujeto a un cambio nuevo, no tanto mejor cuanto diverso?

El favor del público me comunicó alguna mayor osadía de la que yo esperaba. Pero lo que más terno es hastiar; mejor preferiría hostigar que cansar, a imitación de un hombre eximio de mi tiempo. La alabanza es siempre grata, sean cuales fueren el lugar y la persona por donde vengan, mas sin embargo precisa, para aceptarla a justo título, hallarse informado de la causa que la motivó; hasta las imperfecciones mismas hay medio de alabarlas. De la estima vulgar y común se tiene poca cuenta, y o mucho yo me engaño, o en mis días los escritos más detestables son los que ganaron la ventaja del favor popular. En verdad, yo estoy reconocido a los cumplidos varones que se dignan tomar en buena parte mis débiles esfuerzos: ningún lugar hay en que los defectos del obrero resalten tanto como en un asunto que de suyo carece por completo de recomendación. No me achaques, lector, de entre aquellos los que se deslizan así, por el capricho y la inadvertencia ajenos; cada mano, cada obrero contribuyen con los suyos: yo no me curo de ortografía (ordeno solamente que sigan la antigua), ni de puntuación tampoco: soy poco experto en una y en otra. Donde trastornan el sentido por completo, poco me apesadumbro, pues del pecado me libertan; mas cuando lo sustituyen con otro falso, como hacen con frecuencia, conduciéndome   —332→   a sus concepciones, me pierden. De todas suertes, las sentencias que no entran en mi medida un espíritu claro debe rechazarlas y no admitirlas como mías. Quien conozca cuán poca es mi laboriosidad, y quien sepa que nunca me desvío de mi manera de ser, creerá fácilmente que dictaría de nuevo de mejor gana otros tantos Ensayos como llevo escritos, mejor que resignarme a repasar éstos para hacer esa corrección pueril.

Decía, pues, ha poco, que hallándome plantado en las entrañas del criadero de este nuevo metal1287, no solamente me encuentro privado de familiaridad grande con gentes de costumbres que difieren de las mías, y de opiniones distintas, merced a las cuales ellos se mantienen en apretado nudo, que rige a todos los otros, sino que tampoco me mantengo sin riesgo entre aquellos a quienes todo es igualmente hacedero, con quienes no puede en lo sucesivo empeorar su situación las leyes, de donde nace el extremo grado de licencia actual. Contando todas las circunstancias particulares que me atañen ningún hombre de entre los nuestros veo a quien la defensa de las leyes cueste (sin que con ello salga ganando, sino perdiendo más que a mí; y tales alardean de bravos por su calor y rudeza que hacen mucho menos que yo, todo bien aquilatado. Como vivienda libre en todo tiempo, abierta de par en par y obsequiosa para todos (pues jamás me dejé inducir a hacer de ella un instrumento de guerra, la cual voy a buscar de mejor grado cuando más alejada está de mi vecindad), mi casa mereció bastante afección del pueblo, y sería bien difícil maltratarme por lo que en mi casa ocurre. Considero como caso maravilloso y ejemplar el que todavía permanezca virgen de sangre y saqueo bajo una tan dilatada tempestad, tantos cambios y agitaciones vecinas, pues a decir verdad, era posible a un hombre de mi complexión el escapar a una situación constante y continua, cualquiera que ésta fuese; mas las invasiones e incursiones contrarias y las alternativas vicisitudes de la fortuna en derredor mío exasperaron más hasta ahora que ablandaron la índole de mi país, circundándome de peligros e invencibles dificultades.

Líbrome de estos estragos, pero me disgusta que esto suceda por acaso y hasta por mi prudencia mejor que por justicia; y me contraría encontrarme fuera de la protección de las leyes y bajo otra salvaguardia que la suya. Conforme al estado de las cosas, yo vivo más que a medias con la ayuda del favor ajeno, que es dura obligación. No quiero deber mi seguridad ni a la bondad y benignidad de los   —333→   grandes, a quienes son gratas mi lealtad y libertad, ni a la sencillez de costumbres de mis predecesores y mías, ¿pues qué ocurriría si yo fuera otro? Si mi porte y la franqueza de mi conversación obligan a mis vecinos o a mis parientes, crueldad es que puedan pagarme dejándome vivir y que puedan decir: «Concedémosle la libre continuación del servicio divino en la capilla de su casa, puesto que todas las iglesias de los alrededores para nosotros están abandonadas; y le concedemos el usufructo de sus bienes y el de su vida, porque guarda a nuestras mujeres, y a nuestros bueyes en caso necesario.» Tiempo ha que a nuestra casa cabe parte de la alabanza de Licurgo el ateniense, quien era general depositario y guardián de la bolsa de sus conciudadanos. Pero yo entiendo que es preciso vivir por autoridad y derecho propios, no por recompensas ni por gracia ¡Cuántos hombres cumplidos prefirieron mejor perder la vida que deberla! Yo huyo de someterme a toda suerte de obligación, y sobre todo a la que me liga por deber de honor. Nada encuentro tan caro como lo que se da por lo cual mi voluntad permanece hipotecada a título de gratitud. Acojo de mejor gana los servicios que se venden: por éstos no doy sino dinero; por los otros me doy yo mismo.

El nudo que me sujeta por la ley de la honradez paréceme mucho más rigoroso y opresor que no el de la sujeción civil; más dulcemente se me agarrota por un notario que por mí: ¿no es razonable que mi conciencia se comprometa mucho más en aquello que simplemente la confiaron? En las demás cosas nada debe mi fe, pues nada tampoco la prestaron: que se ayuden con el crédito y seguridad que fuera de mí se buscaron. Mucho mejor querría romper la prisión de una muralla y la de las leyes que mi palabra. Soy fiel cumplidor de mis promesas hasta la superstición; y en todas las cosas las hago voluntarias, inciertas y condicionales. En aquellas que son de poca monta el celo de mi régimen las avalora, el cual me molesta y recarga con su propio interés: hasta en las empresas libres y completamente mías, cuando las declaro, pareceme que me las prescribo, y que ponerlas en conocimiento ajeno es preordenárselas a sí mismo; entiendo prometerlas cuando las confieso, así que lanzo al viento pocos de entre mis propósitos. La condenación que yo de mí mismo ejecuto es más viva y más rígida que la de los jueces, los cuales no me consideran sino conforme a la regla de la obligación común; la obligación que mi conciencia me impone es más estrecha y más severa. Yo sigo flojamente los deberes a que me conducen cuando de buen grado no camino: hoc ipsum ita justum est, quod recte fit, si est voluntarium1288.   —334→   Si la acción no reviste algún esplendor de libertad carece de mérito y de honor:


Quod me jus cogit, vix voluntate impetrent1289:



donde la necesidad me arrastra gusto de libertar mi voluntad; quia quidquid imperio cogitur, exigenti magis quam praestanti acceptum refertur1290. Sé de algunos que siguen este proceder hasta la injusticia; otorgan mejor que devuelven, prestan más bien que pagan, hacen más avariciosamente el bien a quienes a ello están obligados. Yo no voy por este camino, pero lo bordeo.

Gusto tanto de descargarme y desobligarme, que a veces conté como provechos las ingratitudes, ofensas e indignidades que a mi conocimiento vinieron de parte de aquellos con quienes la naturaleza o el acaso me ligaron, considerando sus culpas todas como otras tantas cuentas que pagar y como saldo de mi deuda. Aun cuando yo continúe pagándoles los buenos oficios aparentes de la pública razón, encuentro economía grande, sin embargo, en realizar por justicia lo que cumplía por afección, en aliviarme un poco de la atención y solicitud de mi voluntad en el interior; est prudentis sustinere, ut currum, sic impetum, benevolentiae1291, la cual en mí es urgentísima y opresora, allí donde me rindo, al menos para un hombre que quiere verse libre por entero. Semejante conducta me sirve de algún consuelo en lo tocante a las imperfecciones de los que me rodean; disgústome de que valgan menos, pero con ello ahorro alguna cosa de mi aplicación y compromisos para con ellos. Apruebo al que quiere menos a su hijo cuanto más es tiñoso o jorobado; y no solamente cuando es malicioso, sino también cuando es desdichado de espíritu y mal nacido (Dios mismo rebajó esto de su valor y estimación natural), siempre y cuando que se conduzca en este enfriamiento con moderación y justicia exactas: en mí el parentesco no aligera los defectos, más bien los agrava.

Después de todo, supuesta mi capacidad en la ciencia del bien obrar y del reconocimiento, que es sutil y de frecuente uso, a nadie veo más libre y menos adeudado de lo que yo lo estoy en el momento actual. Lo que yo debo, débolo simplemente a las obligaciones comunes y naturales: nada hay que sea más estrictamente remunerado, por otra parte;


       Nec sunt mihi nota potentu
munera.1292



  —335→  

Los príncipes me otorgan mucho si no me quitan nada; y me hacen bien suficiente cuando no me infieren mal alguno: es todo cuanto yo les pido. ¡Oh, cuán obligado estoy a Dios por haberle placido que yo recibiera inmediatamente de su gracia todo cuanto tengo! ¡Cuánto de que haya retenido particularmente mi deuda entera! ¡Cuán encarecidamente suplico a su santa misericordia que jamás yo deba a nadie un servicio esencial! ¡Franquicia dichosísima que ya tan adentro de la vida me condujo! ¡El Señor quiera que así acabe! Yo procuro no tener de nadie necesidad ineludible; in me omnes spes est mihi1293, y esto es cosa que todos pueden intentar, pero más fácilmente aquellos a quienes Dios puso al abrigo de las necesidades urgentes y naturales. Lastimosa y propensa a riesgos es la dependencia ajena. Nosotros mismos, que somos la dirección más justa y la más segura, no estamos bastante asegurados. Nada tengo que mejor me pertenezca que yo mismo, y sin embargo, esta posesión es en parte cosa de préstamo y defectuosa. Yo me ejercito lo mismo del lado animoso, que es el más esencial, que del fortuito, a fin de encontrar en ellos con qué satisfacerme cuando todo lo demás me haya abandonado. Eleo Hippias no se proveyó solamente de ciencia para en el regazo de las musas poder gozosamente apartarse de todo otro comercio en caso necesario ni solamente del conocimiento de la filosofía para enseñar a su alma a contentarse consigo misma, prescindiendo varonilmente de las ventajas exteriores cuando el acaso así lo ordenó: igual esmero puso en aprender a guisar su comida, a rasurarse, a prepararse sus vestidos, sus zapatos y sus bragas, para vivir sin auxilio extraño cuanto en su mano estuviera, y sustraerse al socorro ajeno. Se goza mucho más libre y regocijadamente de los bienes prestados cuando no se trata de un bien obligado al cual la necesidad nos empuja; y cuando se cuenta en sí mismo, en su voluntad y en su fortuna, con fuerzas y medios para de ellos prescindir. Yo me conozco bien, pero me es difícil imaginar ninguna liberalidad de nadie para conmigo por nítida que sea, ninguna hospitalidad, que no se me antojen desdichadas, tiránicas, y de censura impregnadas, si la necesidad a ella me hubiera sujetado. Como el dar es cualidad ambiciosa y de prerrogativa, así el aceptar es cualidad de sumisión; testimonio de ello es el injurioso y pendenciero desdén que hizo Bayaceto de los presentes que Tamerlán le enviara; y los que se ofrecieron de parte del emperador Solimán al emperador de Calcuta abocaron a éste a despecho tan grande, que no solamente los rechazó vigorosamente, diciendo que ni él ni sus predecesores acostumbraron nunca   —336→   a aceptar beneficios, y que su misión era el procurarlos, sino que además hizo zambullir en un foso a los embajadores que le enviaran a este efecto. Cuando Tetis, dice Aristóteles, alaba a Júpiter; cuando los lacedemonios ensalzan a los atenienses, no los refrescan la memoria con los bienes que les hicieran, cosa siempre odiosa, recuérdanles las acciones buenas que de ellos recibieran. Aquellos a quienes veo tan llanamente utilizar a sus semejantes y con ellos adquirir compromisos, no harían tal si como yo saboreasen la dulzura de una libertad purísima, y si tantearan tanto cuanto un varón prudente debe pesar lo que una obligación sujeta: quizás ésta se paga algunas veces, pero jamás se logra que desaparezca. ¡Agarrotamiento cruel para quien ama la franquicia de sus brazos y su libertad en todos sentidos! Mis conocimientos, así los que me exceden como a los que yo supero, saben bien que jamás vieron un hombre que menos solicitara, pidiera ni suplicara, y que menos estuviera a cargo ajeno. Si en mí se cumplen estas condiciones mejor que en ninguno de nuestro tiempo no es maravilla grande, tanto mis costumbres a ello naturalmente contribuyen un poco de natural altivez, la impaciencia con que soportaría el no ser atendido, la exigüidad de mis deseos y designios, la inhabilidad en toda suerte de negocios y mis cualidades más favoritas, que son la ociosidad y la franqueza. Por todas estas causas tomé odio mortal a depender de ningún otro, sólo en mí mismo quise asirme. Hago cuanto puedo por dispensarme, antes que echar mano del beneficio ajeno, ya sea ligero o consistente y cualesquiera que fueran la ocasión y la necesidad. Mis amigos me importunan extraordinariamente cuando me empujan a solicitar de un tercero, pareciéndome apenas menos costoso desobligar a quien no debe, sirviéndome de él, que comprometerme con quien no me debe nada. Aparte de esta cualidad y de la otra, o sea que no exijan de mí cosa de miramiento y cuidado (pues declaré guerra mortal a ambas cosas), me encuentro facilísimo y presto a socorrer las necesidades de todo el mundo. Huí siempre más el recibir que busqué coyuntura de dar, lo cual es más cómodo, como dice Aristóteles. Mi fortuna me consintió escasamente hacer bien a los demás, y esto poco lo distribuyó desacertadamente. Si aquélla me hubiera puesto en el mundo para ocupar algún señalado rango entre los hombres, habríame mostrado ambicioso por hacerme amar, no por ser temido ni admirado: ¿lo diré más descaradamente? Cuidaría más de ser grato que de alcanzar provecho. Ciro, prudentísimamente, y por boca de un muy excelente capitán y todavía mejor filósofo, considera su bondad y sus buenas obras muy por cima de su valor y belicosas conquistas; y el primer Escipión, por donde quiera que pretende significarse, pesa su benignidad y humanidad mucho   —337→   más que su arrojo y sus victorias, y tiene siempre en sus labios estas palabras gloriosas: «que dejó a sus enemigos tantos motivos de amor como a sus amigos». Quiero, pues, decir, que si precisa deber alguna ha ser a más justo título que la de que vengo hablando, a la cual me compromete la ley de esta guerra miserable, y no una deuda tan enorme cual la de mi total conservación, la cual me abruma.

Mil veces me acosté en mi casa pensando que me traicionarían y acogotarían en la noche misma, encareciendo al acaso que fuera sin horror ni languidez, y exclamando después de mi paternóster:


Impius haec tam culta novalia miles habebit!1294