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ArribaAbajoEl Roque y el Bronquis

Y apagando las luces, comenzaron con los asientos y con las muletas y bordones a zamarrearle a él y a sus corchetes, a oscuras, tocándoles los ciegos la gaita zamorana y los demás instrumentos, a cuyo son no se oían los unos a los otros, acabando la culebra con el día y con desaparecer los apaleados.


(El diablo Cojuelo.-Tranco V.)                


Vuesas mercedes no saben lo que es un Roque, porque ignoran qué cosa es un Bronquis; no se pescan lo que es un Bronquis y un Roque, porque no han viajado por Andalucía, y si por allá han andado, no han visitado ciertos pueblos, y si los han visitado, no han asistido a ciertas y ciertas festividades, escenas, bureos, bailes, triscas y saraos de candil. Hoy me propongo llevaros, benévolos lectores, aunque sea sólo en fantasía a uno de estos entretenimientos recreativos, que así pudiera yo con igual facilidad a tales escenas positivamente, realmente, corporalmente, llevar y trasportar, ofrecer y presentar los lomos y espaldas de algunos amigos (seis fueron y seis quedaron) que yo me sé; y cuidado que no hablo en política. Mas porque vuestra fantasía no tenga que viajar, hender los aires y el espacio, y fatigarse por cosa de nonada y fruslería, me parece mejor, aquí mismo y galanamente relatando, poneros delante de los ojos cuadro tal, que bien os represente lo que saber queréis y yo mostraros quiero; cuadro en cuyos grupos ocupo yo lugar de privilegio, formando pareja con cierto inglés, mi camarada en la aventura, osado como pocos y curioso como ninguno.

En un galán verano de los de mucho trigo y de copiosísimas esperanzas para otoño, yo me estaba, en Giromena11 no, sino en Carratraca, baños famosos de la Andalucía y en la provincia de Málaga. Tal pueblo, dejándose ver sobre un peñasco árido, verdadero calvario de aquellas cercanías, rodeado de precipicios por todas partes, es, sin embargo, merced a sus aguas salutíferas y maravillosas, el centro animado de la gente holgadamente rica y elegante de los cuatro reinos, si lo tomamos en la temporada de junio a septiembre de cada alegre año. Allí los serranos y rondeños, los mayorazgos y el señorío de los pueblos de la campiña; allí de Sevilla, de su tierra baja, de Cádiz, Tarifa y los Puertos, de Málaga, Granada, Córdoba y demás partes de la Andalucía alta, vienen en certamen de boato y ostentación, menos a tomar ellos remedio para sus pasados deslices, y ellas a buscar confortativo a sus parasismos y debilidades en los nervios, que a hacer gala de riqueza todos, en busca de placer y recreación muchos, y no pocos y pocas a feriar su hermosura, juventud y gentileza.

Fuera este punto muy de molde para estudio de nuestro pincel, y el aspecto y la animación y los rasgos característicos que en aquellos baños se observan, bien merecieran con privilegio un bosquejo caprichoso de pluma aún más elegante, lozana y diestra que la mía, si la obligación que me imponen el título y rúbrica con que se encabeza este artículo, no me recordara a voz en grito que estamos hablando, no de Carratraca y sus baños, sino de lo que sea un Roque y lo que es un Bronquis. Y no es sólo de los pueblos, ciudades y comarcas arriba apuntadas de donde se ven visitantes, viajeros y curiosos en aquel famoso lugar, sino que de las partes más lejanas de España cuidan los médicos de enviar allí anualmente remesas de menesterosos de salud, que nunca dejan de obedecer humildemente el mandato de tal peregrinaje; mayormente si hay envuelta en la receta alguna cita misteriosa, tanto más gustosa, cuanto que el apelar a tal medio siempre indica y señala grandes dificultades vencidas; sin contar para nada el sainete y sabroso picante de gozarse allí, a despecho del sobrecejo y enfado de los maridos más rústicos e intolerantes y de los tutores más desconfiados y recelosos, de la libertad más agradable y segura, sin mirarse sujeta, como otros fueros y garantías, al buen capricho de un ministro o mandarín.

Ello es que, además de tanto viajante y peregrino español castizo, se dejan ver por allí no pocos gringos y extranjeros, que, encontrándose por ventura en Cádiz, Málaga o Gibraltar, y oyendo hablar de los nombrados baños, quieren, visitándolos, aprovechar la buena ocasión de conocer mejor el país, amén de adornar su álbum con algún pintarrajo tomado al través, y pintado con brocha, y de enriquecer sus apuntes y recuerdos de viaje con algún mentirón estupendo, que después se revela en lindo periódico o keepsake de impresión de París y Londres, haciendo arquear los ojos de aquellos buenos leyentes, y provocándonos a nosotros a risa estrepitosa de regocijo, si no ya de mofa y desprecio.

Uno de estos viajeros, nacido en Kent, educado en Eton, estudiante en Oxford, y muy curtido y versado en los salones elegantes de Londres, vino en cierto mes de Agosto a aposentarse en la fonda del Sr. Reyes, que en aquellos salutíferos baños representa, y aún creemos que todavía sostiene, el propio carácter y papel que el antiguo Genyes y el moderno Lhardy en Madrid; pero con tal amplitud de persona, con traza tan mayúsculamente patriarcal, que él sólo, por su propia efigie y estampa, exigiera y nos debiera otro bamboche de pincel, si no fuéramos ya tan metidos en corriente del artículo que nos hemos propuesto escribir (y va de dos), y tan en pos del título que arriba hemos señalado. Ello es, en fin, que nuestro inglés tomó tierra en un cuarto, tabique por medio del mío. A poco de su aparición, ya en la mesa, ya en las muchas ocasiones que ofrece para encuentros de afabilidad y estimación lo reducido de un lugar y la estrechez de fonda como la del Sr. Reyes, tuvimos motivo para demostrarnos ciertas deferencias y atenciones, que a poco se trocaron en la más afectuosa afición. No por ello nuestra comunicación y trato se regalaba de lleno a satisfacción con los placeres de una plática seguida y de sendas conversaciones, sabrosas y de fáciles entendederas. Era el caso, que nuestro extranjero, como recién llegado a Gibraltar, y en fresco trasegado a Carratraca, apenas podía deletrear dos o tres palabras de enrevesado castellano; y si su francés, aunque pudiera serle y servirle de gran útil para sus lecturas y estudios, lo había usado y cursado tan poco, y lo miraba con tal enfado, que en sus labios, antes que idioma articulado, más semejaba los chiflos y refollamientos de algún órgano de registro averiado y descompuesto, o los singultos de algún gato con romadizo. Alguna vez, considerando yo que nuestra educación e investidura académica eran parte para darnos ayuda en semejante trabajo, llamábamos en socorro nuestro el poco o mucho latín que en nuestras escuelas respectivas imaginábamos haber aprendido; pero la pronunciación que los extranjeros dan a los genitivos y acusativos, y la particular inflexión que suelen dar a los otros casos cuando hablan latín, nos desesperaba a perfecta vicenda siempre que nos proponíamos entendernos en tal idioma, además de despertar tal fracaso en mi revoltosa imaginación la idea endiablada de que en esto de humanidades tan alto rayaban los profesores y discípulos de Eton, cuanto los maestros y escolares de las universidades de Oviedo y Valencia, y no vale señalar. A pesar de tales contratiempos, nuestra afición crecía, sin haber aventura en que no estuviéramos de por mitad, ni jira ni partida en que no viajáramos recíprocamente de conserva.

Por aquellos días se me anunció que en cierto pueblo inmediato había gran festejo y alboroque, mucho de bullicio y algazara, y no poco de festividad y de divertidos juegos. Y al oír decir juegos, ya creerán (y creerán bien) algunos de los que guardan y conservan el son y dejo de aquellas comarcas, que se me hablaba de la cercana, y pintoresca, y rica, y poderosa villa de Alora, famosa y famosísima, entre pueblos creyentes y paganos, por la fama de sus juegos llanos.

Los juegos llanos de Alora son, en verdad, los más inocentes e inofensivos que se han ideado desde los Olímpicos hasta el día, teniendo por añadidura el mágico poder de excitar y mover exquisitamente la sensibilidad del pobrete que suele en ellos representar el papel de protagonista y héroe. Pero por una contrariedad que así nos cobijó entonces al inglés y a mí, como cual ahora a mis oyentes, que no pueden instruirse de qué sean tales juegos llanos, no fue Alora el pueblo donde tal boato se preparaba; y si se me obliga a que declare el nombre en cuestión, diré que no quiero, en prueba de la dulce amabilidad de mi carácter, y vamos adelante. Ello fue que Arturo (tal era el nombre del inglés) fue de la partida, y juntos y en caravana con algunos otros curiosos y aficionados, nos trasladamos asnalmente, quier a mujeriegas, quier a horcajadas y no caballeramente, pues tanta era la fragosidad y aspereza del camino, al teatro de nuestra curiosidad e investigadora vagancia. Así como nos apeamos, Alifonso Felpas, mozo de cuenta, arriscado y rey parrandero del pueblo, vino y se me acercó, noticiándome el programa de las funciones y festividades.

-Después de la romería de la Virgen (dijo), y a eso de si son luces o no son luces, entraremos de vuelta en casa de la Márgara, y allí apuraremos entre cuatro amigos leales una pírula del de Yunquera, con unos mostachones de canela y otros dulces de Ardales que saben a gloria. Después caeremos en casa de la Vicaria, a ver los juegos del Narro, y por postre entraremos en el patio de la Remedios, adonde hay fiesta y cantan unos muchachos de la costa, que diz son cosa particular...

-Cuidado, que se suena ha de haber Roque y se ha de armar Bronquis con muchísimo del hollín, -dijo en baja voz un mozalbete que, sentado a par del umbral de la puerta, dirigió la palabra a Felpas.

¿Y de dónde lo sabes tú, Palomo? -dijo éste.

-Lo sé, y estoy muy penetrado del caso (dijo aquél), porque la Polvorilla ha dado celos de mala muerte con uno de esos costeños al Pato; y éste ha venido a contar para el Roque con mi hermana Camborro..., y véalo V.

Pues la noche será muy muñida (dijo Felpas dirigiéndome la palabra). Pero a bien que no será la primera, -añadió con cierto retintín y sonsonete.

-Yo no iré si tal se teme, amigo Felpas (le repliqué); tanto porque estoy fuera de andadura, cuanto porque vengo con este inglés, a quien quiero excusar de meterse en tales culebras...

Iba a manifestarme Felpas que yo procedía como prudente y atinado no asistiendo al abreviado infierno que se preparaba, cuando mi inglés, que atento estaba, y que si ciento no atrapaba, alguna recogía, me preguntó, pero en desusada y trilingüe manera que cuál era el asunto de que se trataba y nos ocupábamos.

Puede pintarse allá en la cámara oscura de su magín cualquier pío lector, la dificultad casi invencible en que me vería para explicarle a mi curioso extranjero el resultado del coloquio arriba apuntado, y más que todo el hacerle entender la agradable significación de las palabras Roque, y Bronquis.

Después de mil laboriosos esfuerzos de mi talento; después de darles forma explicativa para tales ideas a mis conocimientos políglotos; y después, en fin, de llamar en mi ayuda la mímica y el lenguaje de acción, salpimentado todo satisfactoriamente, a mi ver, con palabras francesas, lusitanas, inglesas y latinas, ¿cuál no sería mi despecho y mis calabazadas de rabia, cuando en lugar de dócil silencio, me encuentro con que mi inglés me interroga diciéndome:

-¿Sed quid est Roque, bronquisve?

Al escuchar semejante pregunta, di mi trabajo y afán por perdidos, y como chico a quien se le hundió su castillo de cartas y vuelve pacientemente a encaramarlas y levantarlas, torné a mi pasada y pesada tarea, valiéndome de nuestro latín casero como medio supletorio a mi pantomímica explicación. Ya pude conseguir al fin que entendiera la flor de que se trataba; de que en medio de la fiesta alguna voz siniestra y ronca diría Roque; que acaso se repetiría aún segunda amonestación, y al ver que aquel congreso no se disolvía, se apelaría al medio teatral de apagar las luces, comenzando la salva de badajazos, cintarazos et aliquid amplius de que hablan los autores, lo cual legítimamente es armar un Bronquis. El curioso de Arturo me escuchaba con extática atención, conociendo yo en su atrevida mirada que, antes que arredrarle, más le enamoraba la imagen de aquel futuro campo de Agramante. Por respuesta toda a mi argumentación y explicativa, me repetía con gesto denodado y resuelto: «Non timeo», blandiendo de una manera totalmente a la inglesa los puños cerrados y apretados, por aquel estilo que la gente inteligente llama móquilis o trómpilis; y el bravo inglés, confiado en su fuerza, vigor e innegable destreza, me preguntaba con latina interrogación, siguiendo en el blandir de sus puños: «¿Sufficit? Y entonces, poniéndome al unísono de aquel latín que nada dejara que desear al que se ha de hablar y usar en nuestras Universidades, planteado y asentado que sea el modernísimo plan de estudios, respondí grave y reposadamente:

-Trompilis aut moquis non sufficit.

-Rem implebimus, -me replicó el indomable inglés.

-Jacta est alea, -le contesté en tono resuelto y afirmativo, dándole a entender que emprenderíamos la jornada y que echaba el pecho al agua.

Y comencé desde luego a preparar mis lomos a la tarea, sintiendo no tener a mano medios fáciles de explicación para hacerle entender a mi compañero cuán bien haría en seguir con atrición y contrición mi buen ejemplo y mi cristiana resignación.

Efectivamente: después de comer al mediodía, empavesado yo al uso del camino, con jergueta carmelita, chupín canario y sombrerín calañés, y atildado mi inglés con camisolín de colores y albeando la persona con pantalones y jubón de patente y chaqueta de piqué graciosamente rayada y mosqueada de azul y llevando en los bolsillos dos pañuelos de Holanda, y con sombrerón de paja de Italia, nos metimos en danza para la romería, desde donde, después de agradablemente paseados y divertidos, vinimos a dar con nuestros cuerpos en casa de la tía Márgara. Aquí hicimos honores en forma al aguardiente de Yunquera de que Felpas nos habló antes, a pesar de los 35 grados de calor de que habíamos disfrutado aquel día; y después de aplaudir los juegos y rusticidades chistosas del Narro, recalamos al fin, oyendo la última campanada del rosario, en casa de la Remedios, en donde el baile se preparaba.

Nosotros logramos desde luego asientos de primera, y como piloto que debía conocer los bajíos y malas corrientes de aquella costa peligrosa, dejando a sotavento el sitio de los cantadores y tañedores, fui buscando con mi Pílades la parte superior del zaguán o cuerpo de casa en donde la función se parecía y tenía plaza, y allí en un rincón o ángulo me acomodé y rellané en silla fuerte y robusta, fortalecidos sus peldaños con traveses de estupendo espesor. Mi inglés no quiso admitir otra igual silla con que yo le brindaba advertidamente, y, como novicio e inexperto, escogió para asiento un escalón que allí se parecía, sin duda para confinar fácil e inmediatamente con las sayas de una zagala de diez y ocho a veinte años, que llenaba la otra mitad de aquel escabel de cal y canto. La fiesta iba ya por la epístola, es decir, iba ya bien comenzada; las guitarras sonaban y las coplas iban y venían, y las vueltas de rondeña y malagueña se sucedían con rapidez increíble. El cerco de la gente era dilatado y muy espeso en hileras. Un enorme velón de Lucena, de cuatro mecheros curvilíneos ardiendo como bocas de dragón, y colgado de un horcajo de madera pegado al techo de la estancia, alumbraba aquella escena grotesca, si extraña, si pintoresca. Las muchachas lucían con tal luminaria su aseo y su gentileza, y si sus ojos brillaban como abalorios o azabaches, el pelo negro y copioso que todas ostentaban recogido en castañas, tomadas con cintas encarnadas en la cabeza, les daban un aspecto tan graciosamente pastoril, que la imaginación olvidaba con desdén a tal vista el tocado femenil voluptuoso, romano y griego.

La luz de los mecheros que reflejaba vistosamente por tales ojos, hermosuras y arreos, se eclipsaba tristemente y apagaba en el grupo oscuro de hombres, que embozados en sus capas y apoyados en algún gran tajo de madera o mesa de noguerón, se bosquejaban confusamente y se dejaban mal ver a un lado y otro de las dos puertas, que ésta iba a la calle y la otra a los patios y corrales de la casa.

Caldera de gran buque con asa de dilatado cerco, recién bruñida por gentil mano y pendiente de sendas llares, condecoraba campestremente el frontis y lugar de aquel recibimiento general o salón de compañía de las casas rústicas de los pueblos de Andalucía. La chimenea que cobijaba todo aquel espacio, siendo de gran vuelo y amplitud, y blanca como la paloma, resaltaba ricamente con el tesoro de cobre y azófar que la coronaba, señal de ostentación y riqueza en aquellas comarcas. Allí otras calderas de menor calibre, limpias y rojas como las candelas, deslumbraban los ojos con su brillo; las espumaderas, los cazos, los peroles, las ollas de cobre, los escalfadores, las palmatorias, las lámparas, y otros cien trebejos y cachivaches, como chufetas, braserillos, copas, badiles, almireces y más baratijas, todo de metal relumbrante y limpio, eran muestra del ajuar copioso y rico de la casa, al paso que cinco o seis otros velones de no menor estatura que el que ardía entre el cielo y la tierra de aquel hemisferio, con sus grifos apagados y sus pantallas en alto, esbeltas e izadas arriba, parecían, entre las demás prendas de la chimenea, centinelas que vigilaban por tanto tesoro, o capitanes atrevidos y en orden de parada, que con gala y desenfado tenían el mando de aquellas escuadras relumbrantes y refulgentes.

Los dos costeños, que eran los sostenedores de la fiesta, mantenían el buen nombre de su habilidad con soltura y gracia, haciendo subidas y variantes muy extremadas, y poco oídas hasta entonces, y entonando la voz por lo nuevo y bueno, ya con sentido, ya con desenfado. El más mancebo de los dos Gerineldos (y por cierto que tenía muy buen corte) no quitaba ojo la Polvorilla, quien, por su parte, le pagaba, unas veces a hurto y otras bien a las claras, con miradas muy expresivas aquella preferencia y afición.

La Polvorilla era un pino de oro. Jaca de dos cuerpos, era muy bien ensillada, mejor empernada, y tomando tierra con dos dijes, que no con dos pies, pues tan lucidos y bien cortados eran. La cabeza era gentil, la mirada rigurosa, bebiendo con corales y marfiles que hacían eclipsar los ojos de purísimo gustito de quien la miraba, y traían el agua a la boca como deseando beber en aquella concha. Esta muchacha, grano de pimienta y pomo de quinta esencia de claveles, desde muy temprano había alcanzado fama y nombradía entre las chicas de breves y verdes años, y todo por cierta frase y palabra que soltó en ocasión solemne y estrepitosa. Se contaba que, estando en capullo todavía, y si son flores o no son flores, cierto día que no estaba presente su madre, algún caballero o majo, encontrándola sentada al oreo del lento y debajo de ciertos jazmines y arrayanes, le había hablado en estas o muy parecidas palabras:

-Dígame, niña: ¿se puede saber los años con que esa personita cuenta?

Y diz que ella, mirando al interrogante con sus dos azabaches de África, le respondió:

-Señor caballero, madre asegura que no tengo más que trece años; pero en cuanto a mí, ciertamente yo me siento de más edad.

La elocuencia fisiológica, gráfica y fulminante de tal frase, logró gran palma entre aquellos conocedores de las elegancias del idioma, y desde entonces, sin duda aludiendo a lo inflamable y estallante de tal cabeza, le pusieron a la persona el nombre y remoquete de Polvorilla; y esto porque, siendo el caso sucedido años había, cuando el conocimiento de los fósforos andaba poco derramado por aquellas partes, no se hablaba del pistón o cosa semejante, pues, a serlo, la hubieran llamado la Pólvora fulminante, o apodo por el estilo.

La Polvorilla, pues, era el pimiento chirle del lugar, la cuestión sin término de los mozos, y el regaño de toda fiesta, rifa, junta o baile en donde se encontraba. En el caso presente ya había bailado diez veces, cantado treinta coplas y matado a pesadumbres a dos docenas de hombres: bien que afortunadamente hasta el trance en que ahora vamos y logramos ir refiriendo, ningún siniestro ni tempestad de mayor marca había provocado. Con efecto: la cosa duró así larga pieza de tiempo, y ya casi llegué a persuadirme de que sonaría la queda sin fracaso alguno, felicitándome al propio tiempo de haber salvado aquel peligro, no de agua, sino de purísimo lanternazo, cuando mi compañero de aventuras, que sin duda repasaba en su imaginación otros iguales pensamientos que los míos, alargando el gallarín hacia mí, me dijo primero, parodiando ciertos versos famosos:


   «Plaz mi ibero cavalier,
et dona malacitana,
et la danza sevigliana
et l'uomo bravo in destrier.»



Y luego, mudando de son y de pensamiento, añadió:

-Sed non invenio nec apparet Roque bronquisve.

Apenas había pronunciado estas nigrománticas palabras, sonó un silbido de mal agüero, sin acertar yo ahora a definir si vino de la parte interior o sonó por las afueras de la casa; pero ello es que, conforme se dejó sentir aquel reclamo, antes que nadie pudiera repararse, una voz cavernosa y muy reposada, sin saber de dónde salía, dijo con acento amenazador: Rooque.

Las guitarras, cual cogidas de sobresalto, suspendieron su vocinglería un instante; pero como para desquitar tal interrupción y hacer olvidar esta muestra de debilidad, los músicos cogieron inmediatamente el hilo de su cortado pasacalle, y redoblaron con mayor ahínco y fuerzas sus repiques y redobles.

El ama de la casa, en voz de contrapunto, dijo:

-Que se llame al alcalde (y alzando más el grito): o al escribano, mi primo, o a Rebenque el alguacil.

Las madres, dueñas y tías comenzaron a llamar por sus nombres y apellidos a las hijas, sobrinas y pupilas; de manera que podría creer quien tal oyera que asistía a la lista de una, dos o más compañías que, antes confundidas, van de pronto a rehacerse y ordenarse.

-No hay cuidiao (dijeron a un tiempo tres o cuatro voces de contrabajo profundo): no hay cuidiao; ande la fiesta y vengan hombres.

Yo eché una mirada de inteligencia a mi inglés, como advirtiéndole que el aguacero se acercaba, y dándole a entender de camino que había hecho muy mal en no estar pertrechado de alguna silla como la mía, que le sirviese in apuris de celada o rodela, según fuese el ataque y urgiese la necesidad. La cosa anduvo, sin por la buena todavía como diez o quince minutos, cuando al cabo de ellos, y como si la voz prodigiosa de Carvino en la familia de Wieland se hubiera dejado oír allí, se escuchó con más enojo y con cierto retintín el grito tremendo de Roooque.

-Ya esto es insufrible y pasa de bellaquería, -exclamó chillando la honrada ama de la casa.

-Fulana, Zutana, Mengana, Maricota, Nieves... (se oía por aquí); Fuensanta, Patrocinio, Juancha, Currilla... -se escuchaba por allá; y otros cien nombres por todas partes.

-Si digo que no hay cuidiao, -repitió con socarronería la voz de antaño.

-Pues siga la fiesta, -decían otros.

Yo miré a mi inglés a ver qué tal continente tenía, y éste, que ya iba tomando tiento al lance, se me dio por entendido, y me dijo en nuestra consabida monserga:

-Fruor, amice, sed jam appret Roque bronquisve.

Y no se equivocaba por cierto; pues en el propio instante algún brazo invisible, por lo presto y poderoso, dio tal revés al luminar que alumbraba la estancia, que así callaran sus bocas las cien mujeres, que al punto comenzaron a gritar por todos los tonos, como él quedó apagado y muerto cual si hubiese sido ciego de nacimiento. Cien cigarras chirriando a un tiempo, doscientas norias estridando premiosamente, mil gallinas y ánsares salteados por vulpeja o garduño, y mil chiquillos vapulados a telón alzado por mano grave y sentada, no remedan ni a cien leguas el escarceo y endiablada algazara que allí se armó y encendió. Las guitarras, sin embargo, proseguían en su clamoreo y en sus trinos, pues callarlas en semejante conflicto fuera cobardía y dar victoria a los contrarios. En seguida comenzaron los cintarazos y el bataneo de costumbre, y las carreras y encuentros de los que querían, acertaban y podían deslizarse y escabullirse, o al menos zabullirse y agazaparse. La vocería cesó, y los palos alzaban más el grito: había palo que valía cien reales, y silletazo que merecía un condado. Las guitarras en tanto tuvieron por conveniente entornar al fin el pico, no sin oponer una vigorosa resistencia la guardia argiráspide que las custodiaba. Un son lastimero y uno como eco de lejana y moribunda armonía fueron los últimos suspiros de aquellos dos instrumentos. Yo, como veterano en tales andanzas, desde luego tuve estudiado y adopté la posición que debí tomar y la postura en guardia que me convenía. Por mi vera percibía pasar silenciosas cabezas llenas de rizos, o deslizarse en agachadillas los callados pies de las Sabinas hermosas que huían de aquel recinto endiablado, así bien como tórtolas que huyen las enramadas invadidas por la brutez pastoril, o como tímidas cautivas que se alejan de los horribles lechos de los piratas y corsarios. De todo esto bien conocía yo cuál era su naturaleza de significación, así como desde luego entendí que aquellos ecos lastimeros de las dos vihuelas no era otra cosa que el ósculo de paz que habían dado al estrellarse como huevos frescos en la mollera de los dos tañedores costeños. Mas lo que me intrigaba sobre manera, por no poder atinar en alguna explicación razonable de ello, era oír unos como badajazos de campana, ya pausados, ya repetidos, ya desiguales, o ya de carrerilla, que traían atronado todo aquel recinto.

-No parece (decía yo para mi sayo) sino que el reloj del lugar se ha traslado aquí esta noche para tocar las doce, luego las cuatro, después las diez, sin orden ni concierto, confundiendo las horas con los cuartos y viceversa, y luego al contrario. Además, todo reloj en regla no se propasa a marcar más que las doce; pero éste da las trece, las quince, las veinticuatro. ¡Qué diablos podrá ser este son, que en ninguna otra culebra he oído ni sentido!...

Afortunadamente pronto salí de mi motivada curiosidad. En efecto: el alcalde acudió como era justo, justamente cuando ya todo había finado y concluido. Le seguían gran copia de luces, amén de los individuos de la justicia, que todos iban entrando y diciendo:

-Esto es cosa de juego y de nonada; que se encienda el velón, y siga la fiesta.

El velón fue levantado de su maltrecho, recibió nueva vida y lumbre, y ocupó su lugar de antes. Con su ayuda, y al brillo de las demás luces, se descubrió todo el campo salteado, se dibujaron fielmente todos los objetos, y tomaron color y vida. El alcalde tuvo el poder del Despertador de los Cementerios. A su llegada comenzó a levantarse y tomar posición vertical todo el ganado femenino que por aquí y por allí, a la hila de las paredes y por debajo de mesas y bancos, se había guarecido rebujadamente u horizontalmente del chubasco que había sobrevenido. En cuanto la estancia quedó iluminada, el primer objeto con que tropezaron mis ojos fue conmigo mismo, pues los perfiles de mi penumbra se dejaban ver en la pared a mi frontera. En efecto: tuve el placer de contemplarme hurtado suave y encogidamente contra la pared, teniendo mi silla embrazada por el espaldar, colocado mi asiento sobre mi cabeza, y sirviéndome como de casco romano, aunque adornado con las cuatro puntas de los cuatro peldaños. En una palabra: a tener actitud más noble, hubiéraseme antojado mi imagen la estatua de un Neptuno; pero considerándome como busto de medio cuerpo, sólo pudiera pasar muy bien por la efigie de algún rey de los longobardos, que él mismo se cobijaba la corona. Una de las guitarras la miré puesta por corbata de uno de los tocadores.

Cuando la refriega, y estando ya en manos de algún invasor, la enderezaron tan felizmente y con tal acierto a la cabeza del tocador, que, entrándola por el ánima del instrumento, se la sacaron limpiamente por su espaldar y fundamento. Fue golpe en verdad de gran limpieza, y entonces hubo de oírse sin duda aquel eco de melancólica armonía de que hemos hecho puntual mención. Al mirar a tal individuo con semejante collar, parecía que se engalanaba con dos cabestrillos de encumbrada prosapia y ascendencia: aquél era el pañolín de seda, y éste el mástil de la guitarra. La otra vihuela se parecía en derredor hecha menudos añicos, que cada cuál revelaba mil y una carambolas hechas limpiamente por mano airada y brazo fuerte.

Pero ¿qué serían aquellos badajazos campaniles que tan ruidosamente sonaban, y de que fiel relación tengo hecha a mis curiosos lectores? Voy a decirlo incontinenti. El inglés, que por lo negro del nublado sacó el hilo de la tempestad que comenzaba, se previno prudentemente para el caso. Adivinando el buen uso que yo pensaba hacer de la silla, y no teniendo otra igual a mano para aplicarla a tal menester por la preferencia que diera al asiento de cal y canto que con la muchacha ocupaba de por mitad, se apoderó desde luego de la oronda caldera que adornaba el hogar de la casa. Dueño de ella, se la puso como quitasol, y allí recibió el aguacero y granizada que tan rabiosamente disparó el cielo en aquel aposento. Es indudable que algún devoto de la chica, viendo al inglés tan cercano a ella, se propuso con tal motivo machacarle la caspa y tocarle a aleluya en la mollera. A esto debe atribuirse aquel repetir, dar, sonar y deshacer y resonar las diez, las once y las doce horas, y que el diablo sea sordo. Fortuna que tal capacete pudo lograr nuestro curioso Arturo.

Como este juego y escarceo inocente no provocó mayor pesadumbre y desmán, cual se lo hizo conocer acto continuo al alcalde la Polvorilla, que lista como un Argos fue la primera en descampar, como fue también la primera en parecer, dijo a voz en grito:

-¿Y porque hay chubascos no se ha de ver el cielo saliendo al verdoso? ¿y porque haga aire se han de clavar las ventanas? Nada ha sucedido sino salva y estruendo: guitarras hay y cuajo tenemos; siga, pues, la fiesta.

-¡Que siga! ¡que siga! -clamaron todos, y muy particularmente cinco o seis jóvenes de veintidós a veinticinco abriles, que haciéndose de nuevas entraron por las puertas. Hubo quien dijo que aquellos justamente habían dado el Roque y armado el Bronquis. Pero esto no puede creerse, atendido el respeto que se merecía el señor alcalde. Si ellos fueron, hicieron muy bien en volver a encender la zambra, pues, después de apalear a sus contrarios, nada más alegre como armarles fiesta y cantar la victoria.

Han pasado años y años de esta andanza y aventura, cuando no hace quince días que estándome leyendo en los porches de la Plaza Mayor el manifiesto del 19 del mes que espiró, me encuentro abrazado por mi amigo Arturo. Fácil es concebir nuestra recíproca alegría y satisfacción. Desde luego, además de la de los años, le hallé gran diferencia en su lenguaje. Sin duda debe haber estudiado mucho el castellano, y, más que todo, haber viajado continua y dilatadamente por España, para poseer tan bien y con tal propiedad nuestro idioma. Desde luego trajimos a la memoria el recuerdo de nuestra pasada aventura y de todos sus adherentes y circunstancias.

-¿Sabe V. (le dije) que he bosquejado un articulejo de costumbres, sirviéndome de cañamazo y urdimbre el suceso que así nos sobresaltó y que después nos divirtió tanto?

-Quiero leerlo (me replicó Arturo), para recordar algunas circunstancias y pintar en mi álbum la escena final de aquel acto, con su silla de V. sentada sobre la cabeza, y mi caldera sirviéndome de casco de centurión.

-¿Y por qué, si después de leído le agrada el artículo, no lo traduce al inglés, siquiera por memoria mía?

-No lo traduzco, amigo mío, porque para dar una idea real, histórica, exacta y cumplida a mis compatriotas de lo que es en este país dar un Roque y armar un Bronquis, he traducido ya minuciosamente y muy pormenor la sesión de las Cortes españolas de 16 del mes de marzo del año de gracia de 1846.




ArribaAbajoToros y ejercicios de la jineta

E lo tal fecho, el señor conde é la señora infanta, é Urraca Flores, con Sancho Destrada, é demás, viajaron á la morada de Sancho Destrada, onde yazía el tálamo, é las tablas para yantar; detollidas las tablas, montaron en sus rozinos, é viajaron el coso onde se había de festejar, con justas é torneos é lidiar los toros.


E Gometiza Sancha, fija de Martín Muñoz, iba en çaga bien arreada, é acompañada de la mujer de Fortún Blázquer é de Sancha Destrada, é montaron en un tablado é los nobles montaron en otro é se lidiaron ocho toros.


(Cronicón de D. Pelayo, Obispo de Oviedo)                


Y confess France and Ytaly vaunt very much of their splendid games (as they call them), and the english upon more just grounds extol the costliness of their prizes and the stateliness of their Coursing-Horses: but in my umble opinion, what Y'm a describing may claim right to the preheminence.


(Description of the Plaza de Madrid and the Bull-Baiting by James Salgado. London, 1683.)                


Confieso que la Francia y la Italia se vanaglorian de sus esplendidos juegos (que así los llaman), y que los ingleses, con mayor razón y títulos más justos, se precian de sus luchas pugilísticas y carreras de caballos; pero, en mi humilde opinión, los espectáculos que ahora voy a describir (las corridas de toros) tienen derecho a ser preferidos a todos los demás.»


(Descripción de la Plaza de Madrid y de las corridas de toros, por Santiago Salgado. Londres, 1683)                


En publicación como la presente, que presume de muy castiza, por lo mismo que su principal propósito se cifra en relatar y revelar los usos y costumbres españolas por el modo más peculiar de nuestro suelo que posible sea, parecería ya mal sonante y peor visto si dejáramos andar más allá el asunto sin sacar a plaza algo que frise y toque con el espectáculo nacional de España, que no es otro que las corridas de toros. Ello es que si esta publicación tiene obligación estrecha para presentar los rasgos de nuestra fisonomía y los toques de nuestro carácter del modo más español posible, todavía está obligada con vínculos de más fuerza a dar su relativa importancia a las cosas aquellas, como son las corridas de toros, que por su desuso en las demás partes del universo, su existencia única y peregrina entre nosotros, su remota antigüedad en nuestros anales y crónicas, y por su sello de originalidad, extrañeza, valor y gallardía, han llegado a ser, y son efectivamente, un distintivo peculiar de la noble España y de sus bravos y generosos hijos.

Los toros, pues, ya se les considere como espectáculos circenses, ya se les mire como recuerdos caballerescos de la Edad Media; ora se les califique con filosófica imparcialidad, ora se les alabe y encomie con vanagloria nacional como muestra del esfuerzo y bizarría española, merecen siempre del escritor público toda aquella atención que sobre sí llaman los hechos constantes y de forzosa repetición que nunca se desmienten y que sufren y saben resistir el trascurso de los siglos, y, lo que es más admirable todavía, el trueque de las ideas y la revolución de los Estados.

La nacionalidad española, amenguada hoy día hasta casi reducirse a breve cerco si se compara con sus antes innumerables dominios, combatida de modos mil por los novadores y reformistas de toda laya y de todo disfraz, siendo presa alternativamente de la influencia francesa o del ascendiente inglés, según los hábitos o el interés de malos españoles, desconocida en sus costumbres, alterada visiblemente en su idioma, dividida en sus creencias y aficiones, sólo conserva un recuerdo que ha sobrevivido a todo y que da muestras de vivir eternamente, que es las gentilezas del circo hispano, y sólo está acorde en acudir de buena voluntad o al coso o a la pelea.

Tal fenómeno, que no necesita de nuestro encarecimiento para aparecer importante, y que, a pesar de ser vulgar y de trivial conocimiento, lo hemos querido hacer valer aquí cumplidamente, explicará a nuestros lectores la causa que nos mueve a bosquejar, si en estrecho y reducido cuadro, con tintas de fresco colorido y con cabal y minuciosa distinción de los grupos y figuras, el origen, progresos, andanzas y estado actual de los espectáculos del circo español, sus lances, encuentros, juegos y suertes.

No es cosa fácil por cierto señalar los tiempos o fijar la época en que comenzaron en España los espectáculos grandiosos que, sin ceder en magnificencia y poderío a los juegos circenses de los romanos, tienen sobre ellos la ventaja de presentar a los luchadores, no como siervos envilecidos, sino cual hombres valerosos, ágiles, diestros y denodados, casando siempre los mayores esfuerzos del ánimo con las gentilezas y bizarrías de la persona. Ello es que si tales regocijos fueran de origen romano, por fuerza habían de haberse encontrado en los escritos, monedas, mármoles y otras reliquias de aquella civilización que con tal abundancia se encuentran en las bibliotecas, museos y gabinetes de los anticuarios, algún signo, alguna prueba u otro testimonio irrecusable que presentara al hombre burlando la ferocidad del toro, o rindiéndolo, o postrándolo por el hierro o por la fuerza. Ninguno de tantos investigadores como desde el renacimiento de las letras se han ocupado en revelarnos la manera de existir del pueblo rey, llevándonos de la mano para asistir a sus festejos, juegos, convites, termas, teatros y naumaquias, han hablado de usos y cosas que, por ser tan importantes y de tal grandiosidad, no hubieran escapado a su curiosidad e investigación; de modo que casi debe tenerse por sentado y cierto que los espectáculos del circo español no tienen consanguinidad ni parentesco alguno con los del circo romano.

Otros autores han sospechado el que semejantes luchas pudieran muy bien ser algún resto de la ferocidad goda y de los demás pueblos que desde el Norte se precipitaron sobre las regiones meridionales y occidentales de la Europa; pero esta suposición, enteramente gratuita, tampoco tiene mejor apoyo, y aun se puede asentar desde luego que todas las probabilidades militan en contra de semejante hipótesis. En primer lugar, las ganaderías y toros de los países allende el Elba, antes que aptos y feroces para los combates del circo, se han tenido siempre más bien como adecuados sólo a las pacíficas faenas de la agricultura, o para rendir la cerviz humildemente bajo la segur de los sacrificadores. Por otra parte, si tales luchas y juegos fueran originarios de los pueblos godos o teutónicos, es cierto que hubieran dejado algún recuerdo por las diversas regiones en que peregrinaron y países donde se establecieron desde que, conmovidos del asiento de sus desiertos y selvas, invadieron los reinos dilatados de Europa y Asia: esta opinión, pues, no tiene ni mayor fuerza ni mayores probabilidades que la anteriormente combatida.

No faltan tampoco escritores españoles que viendo en tales ejercicios y combates cierto carácter oriental o africano, los atribuyen exclusivamente por de uso de los árabes en cuanto a su origen, y de antigüedad en España a contar desde la irrupción sarracénica. En nuestro entender, no mayor fundamento tiene esta opinión que las otras dos enunciadas. Ello es que en parte alguna de los escritores árabes, que tan nimia y escrupulosamente han escrito de sus costumbres, así cuando vivían entre sus oasis y arenales en pequeñas tribus, como cuando comenzaron a conquistar los reinos e imperios del mundo, se encuentra la más leve reminiscencia de semejantes espectáculos, y sólo en el libro de la historia de los reyes de Marruecos, libro comúnmente conocido por el Kartas, se cuenta de un rey de los almohades, que murió entre las astas de una vaca en una como montería o regocijo.12 El desastre de este rey, según el contexto de la historia más parece azar inmotivado, que no el resultado probable de un combate peligroso, y, por otra parte, aconteciendo ya este suceso en época muy avanzada, cuando tales ejercicios eran, no sólo conocidos, sino hasta familiares en España, en donde los almohades tenían grandes establecimientos, y en donde fijaban con gran frecuencia su corte y morada, la sola deducción que pudiera sacarse sería que algunos de los ejercicios de los cristianos y árabes de la Península solían ensayarse en los alcázares de Fez y de Marruecos.

Pues entonces, se nos dirá, ¿de dónde han venido tales combates, tales juegos? ¿cuál fue el tiempo de su introducción entre nosotros, qué causas los hicieron nacer ahora y no antes, acaso en época anterior, y no en tiempos más modernos??? Lisa y llanamente vamos a decir lo que se nos alcanza sobre el caso, sin que el deseo de hacer vano alarde de ingenio nos aparte de la obligación estrecha de ofrecer a nuestros lectores lo que, si no es verdad, pueda parecer, al menos, lo más probable.

Para que los espectáculos de toros ofrezcan los lances y encuentros que forman el grande interés de ellos, es indispensable el que los toros tengan cierto grado de valor y ferocidad. Nosotros creemos que estas cualidades no se despertaron en las ganaderías españolas sino mucho tiempo después de la dominación romana, pudiéndose asegurar que tal mudanza en la condición y naturaleza de esta raza no pudo nacer sino del cruzamiento de especies diversas. Si este fenómeno tuvo lugar en virtud de la mezcla de las indígenas con las castas que en sus reales y campamentos traían los godos y vándalos, o del cruzamiento con las razas a africanas, es cosa que jamás podrá deslindarse. Además de esto, hay alguna consideración que puede explicar también satisfactoriamente esa energía rabiosa y esa ferocidad que distinguen a los toros de las campiñas de Castilla y de la Mancha y en las soledades de la parte baja de Andalucía.

El toro, más que otro animal alguno, crece en ánimos y en coraje a medida que vive en lugares más apartados y desiertos, en sitios más selváticos y rústicos, sin oír la voz del hombre, y viendo sólo los riscos, las selvas y las aguas.

La lucha de siete siglos que la diferencia de origen y el odio religioso estableció entre los árabes y cristianos en España, y la laboriosa cuanto sangrienta progresión y superioridad que estos fueron alcanzando sobre aquellos, establecía diversidad de fronteras entre unos y otros en el territorio español, fronteras que duraban siglos enteros, hasta que una conquista importante o una batalla decisiva como la de San Esteban de Gormaz, de las Navas o la del Salado, afirmando a los cristianos en sus posesiones antiguas, iban a buscar otras nuevas fronteras. La perseverancia de los unos por conquistar y la tenacidad de los otros por defenderse, las convertían bien pronto en un desierto sangriento. Las huertas, los viñedos, los arbolados, desaparecían, y toda clase de cultivo. Los pueblos, las alcarías y las aldeas desaparecían, y las granjas y quintas se trocaban si acaso en algún castillo sombrío o en esta o aquella atalaya. Todo bienestar, toda riqueza se aniquilaba, y todo se reducía a grandes hatos de ganados de varia especie. Esta riqueza, por su cualidad de semoviente, era la sola que en los casos, harto frecuentes, de rebatos, algaradas, entradas y correrías, podía salvarse, poniéndola a buen recaudo de la rapacidad recíproca de los fronterizos.

Nosotros atribuimos a este período de tiempo, que abraza más de cuatro siglos, y a las circunstancias y condiciones de aquella vida pastoril y guerrera, no sólo el origen de estos espectáculos, que comenzaron indudablemente por muestras de esfuerzo acaso necesarias en los campos, en las selvas y en los abrevaderos para salvar la vida, sino también la afición que desde luego se despertó para tales ejercicios, y la esplendidez y gala con que al punto se pusieron en práctica. La crónica antigua que incluye el Padre Ariz en su historia de Ávila, y de la que hemos tomado texto en el frontis de este artículo, demuestra auténticamente que ya en aquellos tiempos, es decir, que en el siglo XI no había festividad alguna en que con las justas o torneos no entrasen los toros por parte principal del regocijo, y como, según nuestra teoría, ya había dos siglos que Burgos se había fundado, sirviendo alternativamente de frontera las orillas del Duero o del Jarama, podremos asentar con gran verosimilitud que estos combates, muestras de fuerza y agilidad, y alardes de gentileza y de gala, aparecieron en nuestras costumbres desde el siglo IX al X.

Además de la riqueza y apostura que ostentara en su persona el jinete, y en sus arreos o paramentos el corcel, no parece que en aquellos tiempos pasasen las suertes y lances más allá de recibir al toro en el coso con la lanza armada, clavándosela con acierto y pujanza hasta quebrantarle la cerviz y desnucarlo. Así es como las leyendas de aquel tiempo nos presentan al Cid castellano cuando mancebo, ganando por su arrojo y gallardía los plácemes y vivas de dos pueblos enemigos, pero congregados en un propio palenque para presenciar los azares y peligros del festejo de los toros.

Ya se deja entender que en siglos tan remotos y en edades de tantas revueltas, no podían encontrarse ni épocas señaladas en el año para estos festejos, ni sitio deputado para ellos en las grandes ciudades, ni lidiadores que ordinariamente viniesen a la vista de los Reyes o a la presencia de un pueblo inmenso a captar la benevolencia de éste o a merecer la distinción de aquéllos. Los caballeros sólo y altos personajes eran los que podían tomar parte en tales ejercicios, pues como lances de peligro y de gala, y en que la riqueza de los arreos competía con el valor de las alfanas y bridones, pareciera mal dejarlos al alcance de los villanos y pecheros, y así sólo en grandes ocasiones de festividad, o por dar mayor boato a este o el otro galanteo, o dar razonable amenidad a la justa y al torneo, salían al circo los mancebos de la nobleza o los paladines de la frontera y de las Órdenes. Hasta el tiempo de los Reyes Católicos no acordaron las ciudades señalar lugar determinado para tales festejos, y en darles orden y fisonomía con las ordenanzas, bandos y prevenciones que el caso requería.13

Los arreos con que los caballeros cabalgaban en la plaza para rendir un toro, eran los de la jineta, casando en ellos lo más vistoso y de lucimiento con lo más firme y adecuado para la lid. Si por acaso se da ejemplo de que algún caballero haya parecido a la brida en la arena, tal cosa debe tenerse por de rareza y como falla en la pauta general recibida para estos ejercicios. La jineta ya se sabe que era modo de cabalgar a lo árabe o berberisco. Los arzones habían de ser muy elevados, los estribos cortos, y los arricises colocados en concordancia a esto. El jinete debiera montar muy recogido, el caballo mandarse sólo por el freno, excusando todo cabezón, y las riendas prolongadas por todo extremo para con ellas castigar el caballo. En cuanto a la espuela, sus ayudas, avisos y castigos no iban por cierto a dar en la parte inferior del vientre, sino en el vacío, hiriendo, no de martillejo, como solía decirse, sino de repelón y resbalando. Sin tomar en cuenta estas diferencias, la más notable que se deja ver entre la jineta y la brida, es que la brida enseña y adiestra al caballo con rigor y violencia, valiéndose para ello del cabezón y otros castigos, y la jineta sólo se valía del freno y del mucho pulso, cuidado y miramiento en la mano de rienda.

Bien se deja conocerá los inteligentes que, por su naturaleza y condición, nuestros caballos del mediodía habían de ser extremados para este género de escuela, e indudablemente lo son. Aun para los efectos de la guerra, siempre sacaron ventaja a esos caballos poderosos y de armas nacidos en el Henao o en la Normandía. Francisco de Ayora refiere en sus cartas que en las guerras del Rosellón, habidas con franceses después de la conquista de Granada, los jinetes granadíes que allá llevó el rey D. Fernando peleaban tan ventajosamente con los temibles hombres de armas, que hubo ocasión en que el español, armado a la jineta, mató, rindió y burló a cinco caballeros enemigos armados a toda guisa. En Italia, en los encuentros que precedieron y tuvieron lugar cuando la batalla de Pavía, a todos maravillaron las hazañas de los jinetes españoles, singularmente de D. Diego Ramírez de Haro y Ruy Díaz de Roxas, caballero valeroso, que en sólo un día derribó a seis hombres de armas a presencia de ambos ejércitos. Y esto causará poca extrañeza si se contempla la agilidad y destreza que era propia de aquella silla, las entradas y salidas, revueltas y rebatos que el jinete podía ejecutar, secundado por el instinto y calidades de nuestros caballos, la ventaja que ofrecía el manejo de la lanza, ya terciándola, ya empuñándola por el medio, ya tomándola por el cuento para darla mayor alcance; ora afirmándola en el brazo para herir más poderosamente, ora deslizándola por la mano y reduciéndola casi al manejo de la daga o cualquiera otra arma corta, ora, en fin, dándola mil vueltas rápidas y engañosas que deslumbraban al contrario, haciéndole llevar el golpe cuando más pensaba haberse reparado. Para llegar a tal extremo de perfección en las veras, era preciso que desde muy temprano se ensayasen los jinetes en los ejercicios de la carrera, los lances, las parejas, los juegos de cañas, las cuadrillas, las alcancías, los bohordos por una parte, y por otra, en el rejoneo, las varas y demás encuentros en la plaza con el toro.

Dejando para diversa ocasión las otras gentilezas de a caballo, proseguiremos ahora en la explicación de los lances con el toro, hasta llegar al estado en que hoy se encuentran nuestras corridas. Además de la lanzada a caballo, que ya hemos apuntado, el quebrar rejones en el toro era suerte la más común en las antiguas corridas, conservándose ahora sólo este lance para funciones reales de desposorios, nacimientos y juras de reales personas.

El rejón podía clavarse al toro en tres maneras de posturas: una al rostro, otra al estribo y otra al anca. La primera era la de más peligro, porque, puestos en línea recta toro y caballo, no parecía sino que iban a encontrarse desapoderadamente, cuyo incidente se remediaba porque, al partir el toro, el caballero torcía el rostro a su caballo del camino que aquél traía, y al ponerse en suerte y descargar el golpe, salía el caballo de la línea, ayudándole el jinete con el batir de sus pies. El rejón debía tener de largo nueve o diez palmos, contando el hierro, o, para mayor seguridad, debía llegar a la frente del jinete y no más, pues a ser más largo, podía el toro en sus embestidas y derrotes herir en los ojos y en el rostro al caballero con notable riesgo de su persona, como así aconteció muchas veces. La madera había de ser liviana, mortificada de cortes y muescas, tomadas con cera, para fácilmente romperse y no lastimar la mano, y como había de procurarse que el astil fuese astillante y bronco, era cosa de gran lucimiento oír resonar el chasquido del rejón roto y ver caer el toro. El rejón no debía llevarse sujeto a la mano con cinta o fiador, porque en cualquier azar desgraciado quedaba embarazado funestamente el jinete, corriendo el riesgo de ser sacado de la silla, o sin poder al menos meter mano con presteza a la espada, si, errando el golpe y embrocado el toro, era necesario acudir a las cuchilladas.

La espada había de ser ancha y corta, y de talle tal, que pudiera manejarse con ligereza y acierto, hiriendo al toro, bien de tajo o bien de revés, en los morros, partes de gran sensibilidad en estas fieras, y donde, recibiendo tres o cuatro golpes, se duele mucho, y por rabioso que se mire, se huye y desbarata.

Si por desgracia el caballero cayese, tenía que defender el puesto cobrando su caballo, sombrero, guante o cualquier prenda que hubiese soltado. Por esto la capa no debía llevar fiador y poderse valer de ella inmediatamente. La ley era irse al toro revuelta la capa al brazo y la espada en la mano, hiriéndolo para tomar así venganza de su desafuero. Desbaratado el toro y huyendo, no era permitido perseguirlo, por el mal aire y poca gentileza en correr la plaza a pie. Esta razón prohibía al caballero buscar su caballo por la plaza para cobrarlo. El uso era que sus lacayos se lo trajesen al puesto que había defendido.

Por este relato se echará de ver cuán poco en arte y en regla andaban los caballeros que rejonearon en la plaza en las últimas funciones reales, corriendo de una parte a otra sin sombrero, habiendo alguno que salió de la plaza para tomar caballo. El caballero ofendido del atropello del toro debe tomar venganza de él, pero no descomponerse ni desairar su propia persona, dejando para otra suerte y mejor lance el desempeñarse honrosamente. El rejón al estribo se quiebra atravesado el caballo, esperando al toro que llegue a desarmar su derrote, clavándole en aquel propio punto el rejón, y sacando al caballo batiéndole mucho de pies sobre la derecha, para cortarle la tierra, midiendo muy bien los tiempos en todo, porque, faltando en ello, aunque es suerte más fácil que la primera, suelen suceder atropellos y desgracias.

La suerte de ancas vueltas, aunque es muy vistosa, raras veces se quiebra el rejón en ella, por no poderse el caballero valer de su arma sino al soslayo; por lo mismo los antiguos toreadores reservaban jugar este lance cuando, roto el rejón, seguía el toro al caballo, armándose fieramente para derrotar, pues guardándose la distancia conveniente, el toro, que iba como peinando la cola del caballo, quedaba burlado, llevando entre tanto sendos golpes en el rostro con la caña del rejón. Puesta así la suerte, quedaba reducida a la de la varilla, que consistía en recibir al toro con cañas o varas de pino preparadas de manera tal que astillasen y quebrasen prontamente, cosa que era muy de ver, plantándolas en la frente del toro, el que, embistiendo sobre la carrera dos o tres veces, hacía saltar la caña o vara, con gran contentamiento de los curiosos y espectadores. Hubo caballero que para tales regocijos entró en la plaza cuadrillas de librea de hasta cien lacayos. Las más comunes eran de veinticuatro o doce, y ningún caballero se presentó jamás en plaza sin seis o cuatro esclavos o lacayos y otro lacayuelo vestido costosísimamente. Éstos servían para dar los rejones al caballero, para cobrarle el caballo o servirle otro nuevo y para desjarretar el toro. En aquel tiempo, los primores de los peones, sus recortes, juguetes, arponcillos, burlas y saltos no habían llegado al punto en que hoy se encuentran.

Fue el caso que desde los principios del siglo XVIII los primores de la jineta, y singularmente el torear, fueron quedando en desuso por el desdén con que la corte comenzó a mirar aquellos ejercicios, desdén que, como siempre sucede, lo aceptó y remedó inmediatamente toda la nobleza. Desde entonces los actores para semejantes luchas comenzaron a reclutarse sólo de la gente más rahez de las ciudades y mataderos por una parte, y por la otra de los jayanes membrudos y feroces que habían nacido y crecido en las llanuras de Castilla y soledades de Andalucía entre las ganaderías de toros y caballos; de éstos se reclutaba la gente de a caballo, y con los otros se formaban las cuadrillas de peones o chulos. La suerte del rejón vino a ser menos frecuente y familiar, reemplazándose por la garrocha o vara larga de detener. Este lance, desde el monte y los campos, en donde era muy en uso entre los vaquerizos y yegüeros para apartar, castigar, derribar y rendir las reses, trasladado a las plazas y circos de los pueblos, cautivó desde luego la atención de los aficionados. Es indudable que hay algo de portentoso y mucho de poder mirar el grupo de una fiera que rabiosamente y con irresistible impulso embiste a un jinete, pudiendo éste, por su valor y destreza, no solamente resistir aquel empuje y castigar a la fiera, sino burlarla también y salir del lance con gloria suya, dejando al toro sangriento y dolorido. En los primeros tiempos en que apareció esta suerte, y como remedo de lo que pasaba en el campo, y en los que en las plazas se miraban mejores caballos que en el día, el lance se verificaba a caballo levantado. Era principio sentado como verdad del arte, que toda ofensa recibida por el caballo desde la cincha a la reata era azar no imputable al jinete, y que toda herida desde la cincha al pretal, era prueba cierta de su poca pujanza y de su ningún arte.

Desde que la corte tomó asiento definitivo en Madrid, las funciones de toros tomaron más regularidad y acaso mayor boato que en tiempos anteriores. La Plaza Mayor, que se concluyó en 1619, ofrecía anchuroso y acomodado palenque para tales bizarrías. Con mil quinientos treinta y seis pies de circunferencia, en ella cerca de doscientas casas, rasgadas éstas con quinientos balcones, y pudiendo acomodarse en circo tan espacioso cerca de sesenta mil personas, no podía imaginarse espectáculo más grandioso que una de aquellas corridas en que asistía el Rey con la corte más numerosa y lucida que ha podido verse desde el imperio asirio y romano hasta el día, prodigando las riquezas de dos mundos en sus galas y arreos, y presidiendo al pueblo más valiente y generoso de Europa. Al aparecer el Rey en los balcones de su palacio de la Panadería y las damas en los demás que les estaban preparados, comenzaban a recogerse despejando la plaza la guardia española y tudesca, compuesta cada una de cien hombres escogidos, con sendas casacas coloradas con vueltas de seda pajiza y con bizarros sombreros a la chamberga de terciopelo negro. En aquel punto entraban en la plaza los mancebos cortesanos que, viniendo desde palacio acompañando a sus majestades y a las damas, salían a hacer terrero. Esta fineza y galanteo se reducía a pasear por delante de la corte y de las damas incesantemente, revolviendo siempre el caballo de manera y postura tal, que no pareciesen vueltas las espaldas a la corte, prosiguiendo en este fino ejercicio, en tanto que el Rey, la Reina o algunas de las damas autorizasen los balcones. Sólo era permitido apartarse del terrero, bien para prestar socorro a algún caballero o peón puesto en riesgo, o para buscar alguna suerte en el toro, si la fiera no la había provocado en sus arremetidas y encuentros. Entretanto, la plaza se miraba regada por la manera que hemos alcanzado todavía en nuestros días, sino que cada uno de los veinticuatro carros que entraban simultáneamente para refrescar la arena, venía cubierto de arrayanes, juncias y otras hierbas olorosas. Al propio tiempo entraban los demás caballeros que querían tomar parte en el festejo con sus cuadrillas y lacayos, y hecha la señal, se soltaba el primer toro.

Los lances se jugaban de la manera diversa que ya hemos apuntado, y cuyos minuciosos pormenores se encuentran en los numerosos libros que de la materia se escribieron, y todos por caballeros de la primer nobleza, bastando sólo el relato hecho hasta aquí para dar ahora una compendiosa idea de aquellos ejercicios. Como el objeto que llevaban los caballeros en dar muestras de su persona en tal teatro, era para alcanzar la benevolencia de sus reyes, el agrado de las damas por su esfuerzo y bizarría, y el cariño del pueblo por el valor, no había caballero que allí se presentase que no hubiese ya adquirido razonable experiencia y habilidad, ya vaqueando en campaña rasa, ya ensayándose en las funciones de aldea, y ya probándose una y otra vez en los encierros y vistas.

El encierro en aquel tiempo se hacía por la puerta de la Vega, enchiquerándose los toros, sobre poco más o menos, en el sitio que hemos visto en nuestros días, atajándose la plaza con andamios y catafalcos por el modo que todos conocemos. Acaso algún peón atrevido se arriesgaba a poner la lanzada de a pie, que se ejecutaba poniéndose el atleta rodilla en tierra enfrente de la puerta del toril, por donde, disparado el rabioso y deslumbrado jarameño, o bien se embasaba sangrientamente por la cruel cuchilla que le asestaban, o bien dejaba mal trecho al osado gladiador, si éste se conturbaba sin dirigir bien la lanza. Acaso también se le ofrecía estafermo o algún dominguillo hecho de ligera lana o de henchido odre con peldaños de plomo, al rabioso toro, que, pugnando por derribarlo, sin alcanzarlo jamás, aumentaba su sana y su coraje. También le presentaban algún tonel de frágil estructura que, desbaratado a las primeras arremetidas, daba paso a cien y cien gatos de furiosa condición, de diapasón horrible y desacordado, y agudísimas uñas, que, acometiendo al toro de desusada manera, lo llevaban en extremo de la desesperación. Asimismo en la arena se practicaban burladeros o caponeras, en donde, escotillonados los peones, con mil demostraciones provocaban al toro, quien, asombrado de tal visión, ora acometía o derrotaba al aire y siempre en balde, ora acechaba armado para herir aquellos abortos de la tierra, sin alcanzar nunca a los burladores, obligándoles sólo a estar agazapados, asestando en tanto las astas por la tronera o trampa en posturas asaz provocadoras de la risa y el regocijo. Ya la chusma lo asaltaba con arponcillos, que entonces sólo se clavaban uno a uno, teniendo a veces la capa en la siniestra mano, o bien burlaban al toro con mañas distintas y engaños diferentes, pero no con tanta gracia y arte cuanta vemos campear hoy en los placeadores modernos. Cuando comenzaban tales bufonadas o tocaban a desjarretar, los caballeros se retiraban desdeñosamente del toro, pues era cosa tenida por cierta que ni a toro rendido, cansado, mal herido u objeto de tales burlas, debía jugar lance ni ofender el noble y altivo caballero.

Hemos indicado que estos ejercicios comenzaron a declinar desde principios del siglo XVIII, por la ninguna afición que a ello manifestaba la corte francesa de Felipe V. Sin embargo, todavía en 1726 se imprimió en Madrid la Cartilla de torear a caballo, escrita por D. Nicolás Rodrigo Noveli, que, según aparece, era muy entendido en ambas sillas, y muy singularmente en la jineta. En los preliminares de su libro bien relata el autor que por lo raros que habían llegado a ser tales espectáculos en la corte, se vio obligado a perfeccionar su afición en apartados lugares del reino, asistiendo a los festejos de toros en donde indudablemente se sostenía la afición antigua.

El mismo Noveli dedica su libro al duque del Arco, a quien presenta como muy entendido en las dos sillas y diestro en los primores de torear, acompañando además una aprobación de D. Jerónimo Olazo, caballero del hábito de Santiago, vecino de Peñaranda de Duero, y a cuyo dictamen y fallo da mucha autoridad el autor, por la destreza, valor y gallardía del aprobante. Faltando a tales regocijos y festejos el aliciente que prestaba la nobleza con su ostentación y valor, entraron a sustituirlos en el entretenimiento del pueblo, como ya hemos dicho, gente de otro jaez, tomando un estipendio por su arrojo y habilidad.

Entonces los corredores y guardas del campo, ataviados con su capote de monte, su justillo de ante y con montera o sombrero, vinieron con su vara larga a ocupar el lugar de los de la lanza y el rejón, y la gente menuda de la guifa y del matadero tomaban la figura de los antiguos lacayos, esclavos y sirvientes. Pero éstos lograron dar al arte grandes adelantos. Francisco Romero, el de Ronda, inventó la muleta, presentándose a matar el toro frente a frente y con el estoque en la mano. Su hijo Juan Romero, y los hijos de éste, Francisco, Benito y, sobre todo, Pedro Romero, hicieron llegar el arte hasta el punto de donde no es posible pasar. Costillares inventó la suerte de volapié. Juan Conde introdujo, y nadie lo ha igualado, en la del toro corrido. Cándido, dejando el calzón y justillo de ante como traje poco galán y de poca bizarría, introdujo el vestido de seda y el boato de los caireles y argentería. El licenciado de Falces, con mil juguetes y suertes que ejecutaba, fue el primero que puso las banderillas de dos en dos, ejecutando la linda suerte de clavarlas al cuarteo. Delgado (alias Hillo), con su desgraciada, y lastimosa muerte, hizo más dolorosos los recuerdos de sus gracias y donaires con la capa y el toro.

En la gente de a caballo se dejaron ver hombres gigantes por su poderío y fortaleza para rendir a un toro, así como númidas o centauros para dominar y castigar al caballo. Los Marchantes, Gamero, Toro, Varo, Gómez, Juanijón, Núñez y el caballero D. José Daza, se hicieron émulos en cuanto a castigar el caballo y rendir al toro, de las gentilezas de los antiguos Ramírez de Haro, Rojas, Aguilares, Andrades, Vargas Machucas, condes de Puñoenrostro, y cien otros famosos por la agilidad de su lanza, sus bizarrías de a caballo y sus primores con el toro. Laureano Ortega se hizo inolvidable, no tanto por la gallardía de su persona y buen corte de su cara, cuanto por sus bizarrías con el caballo. Por el espacio de tres años, y por entre los azares de cien y cien corridas, se le vio sacar siempre salvo el caballo que montaba, que era una famosa haca mosqueada, que la perdió al fin en la plaza de Cádiz. A Corchado se le vio matar un toro con la pica, que, cebándola con rigor inusitado en el cerviguillo del toro, cada vez más feroz y rabioso, acabó por hundírsela toda en las honduras, y matarlo. A los Ortices, a Miguez, a Sevilla y otros más, los hemos alcanzado todos, dejándonos maravillados de su destreza, valor y pujanza.

El escuadrón de esta gente que se formó cuando la batalla de Bailén, dejando escarmentados a los franceses en Menjíbar y otras refriegas, da poderoso argumento para deducir el partido que sacaría la caballería de guerra, adiestrándola por la misma manera que nuestra antigua jineta, y con la espuela y las prácticas que se conservan todavía en nuestros llaneros de Castilla y Andalucía. Si bien, como ya hemos apuntado, fue olvidando la nobleza poco a poco las galas primitivas de la jineta, no por eso faltaron de todo punto hartos caballeros que tomaran parte y afición a las trocadas y nuevas bizarrías del torear. Además del caballero extremeño Daza, que ya referimos, hombre gentil y poderoso a caballo por todo extremo, aparecieron en Andalucía el famoso vizconde de Miranda, marqués de Torre Cuéllar y otros menos famosos, que a pie y en el coso burlaban y mataban un toro como los mejores diestros de la época. El actual duque de San Lorenzo, cuando sus verdes años, alcanzó en Andalucía gran fama por los primores de su capa, y al duque de Veragua lo hemos visto en nuestros tiempos burlar y rematar un toro con valor y gallardía. Esto prueba que las costumbres de nuestro pueblo, por lo mismo de llevar en todo tal sello de valor, originalidad y bizarría, toman preferencia y alcanzan autoridad sobre los usos de la corte y los decretos y fallos de la moda. De cuantos personajes han tomado parte en esta clase de ejercicios, ninguno como el vizconde de Miranda, ya citado. Su gala, su buen corte, su ánimo y su destreza rayaban a tal punto, que le hicieron confesar muchas veces al famoso Pedro Romero que, no cuidándose de las glorias de sus demás compañeros de arte, sólo podían causarle envidia los triunfos del vizconde de Miranda.

El arte tauromáquico, que comenzó a descender desde la muerte de Delgado (alias Hillo), y porque la guerra de la Independencia dio empleo glorioso a cuanta gente de ánimo y brío se encontraba en el país, volvió a resucitar con las lecciones de Romero en Sevilla y el ejemplo de Montes (alias Paquiro). La afición, que estaba adormecida, volvió a despertar con mayor fuerza, y en verdad se puede decir que hoy día se corren y juegan en España triple número de toros que ahora veinte años, habiéndose alzado nuevas plazas por todas partes.

No es este lugar a propósito para detenerse a defender el espectáculo nacional de las acusaciones e invectivas extranjeras. En este punto son ellas tan apasionadas, tan injustas y tan palpitantes de ojeriza y envidia, cuanto son odiosas y miserables las acusaciones que de otro género nos hacen. Los toros es un ejercicio arriesgado, y en esto está su mérito; tal diversión exige grande agilidad y buena conveniencia y hermosa proporción en el trabado de los miembros. En esto cabalmente se funda lo airoso y extremado de tales ejercicios: en ellos entra por parte principal y sin excusa el grande ánimo y esfuerzo del corazón; pero por esto es justamente por lo que son únicos para tales juegos los animosos españoles; pero concurriendo en un propio sujeto el valor, la buena proporción de persona y la habilidad y el arte, se encuentra tan seguro entre las astas del toro, como en los miradores de un balcón. Cuando estas tres cualidades, en verdad peregrinas, no se encuentran en el toreador en la debida y alta proporción que el caso requiere, no hay la menor duda que pueden verse siniestros y azares; pero siempre son lejanos y no computables, por regla general. Pedro Romero bajó al sepulcro después de haber lucido su gala en toda la España, habiendo hecho morder la tierra a cinco mil toros, sin haber sufrido una cogida y sin sacarle una gota de sangre. Su alta estatura le hacía dominar la fiera; el buen corte de su persona le daba presteza de una parte y exactitud maravillosa para todos sus movimientos. La fuerza que mandaba en sus jarretes le hacía siempre mejorarse sobre el toro, y con el poder de su muñeca remataba instantáneamente al toro más pujante en cuanto la punta de la espada tomaba cebo en el cerviguillo. Si a esto se añade ánimo y corazón a toda prueba, que no le dejaba conturbarse en medio del trance más peligroso, y arte y habilidad inagotables que le sugerían recursos en los mayores apuros, se tendrá idea de lo que fue aquel dechado y modelo del circo español.

No hemos hablado, y de propósito, de la jineta española, sino en lo tocante y que se refiere a los primores del torear. Para hablar de las otras gentilezas y ejercicios que en lo antiguo abrazaba tal arte y que cobijaba también la caza, la cetrería y ballestería, era necesario, no ya el calibre de un reducido artículo, sino las anchas dimensiones de un libro a pesar del desuso de los tiempos y de la superioridad que sobre la jineta últimamente tomó la brida, todavía las hermandades de Maestranza, en las ciudades de Andalucía, conservaron por mucho tiempo los recuerdos de aquellas caballerías españolas. Las parejas, las carreras y aun los juegos de cañas vivían todavía al principio de este siglo; y últimamente, cuando la jura por Princesa de Asturias a nuestra Reina, aparecieron las Maestranzas en esta corte, ejercitando sus nobles y útiles bizarrías.

No ha habido partido en la tribuna, ni periódico en la prensa, ni hombre que haya asaltado el poder en estos últimos quince años, que no haya poblado el viento o manchado largas columnas o llenado los papeles oficiales de lamentaciones, proyectos y medidas para fomentar las castas y mejorar la cría caballar. De tanta solfa como se ha cantado y de tantos registros como se han pulsado, nadie ha indicado siquiera la única medida que, sin lastimar derechos creados, ni proponer cosas que por difíciles son enteramente inaccesibles, puede dar un resultado inmediato y poco costoso. No es otro el medio que el estimular el celo y la vanagloria de las Maestranzas, para que vuelvan a poner en uso sus antiguos ejercicios, avivando así la afición a los primores de las dos sillas, cosa que ha de dar por consecuencia inevitable el fomento de la cría caballar y la diligencia y cuidado conveniente para obtener buenos caballos. Las sociedades formadas para mejorar la cría, muy útiles sin duda, y procurando grande honor a las personas que las han formado y puesto en buen concierto y organización, no producirán jamás el resultado general que se apetece. Los cruzamientos y combinaciones de razas que se verifiquen, abrirán grande campo a la observación de los curiosos e inteligentes; pero, por lo mismo de ser esto tan costoso, los resultados no tendrán aplicación, y jamás se conseguirá lo que debe desearse, que no es otra cosa que el mayor número posible de excelentes jinetes y de buenos caballos.

Puesto que en Madrid residen siempre tantos caballeros de todas las Maestranzas, y supuesta también la gran comunicación y movimiento que la capital tiene hoy con todas las provincias, fuera cosa así fácil como útil el que estos caballeros se reuniesen para repetir en Madrid los diversos ejercicios que les deben ser familiares, como deprendidos y ensayados en sus respectivas Maestranzas. Esto daría más inmediato provecho y resultado que no los interminables decretos, instrucciones y reglamentos que de tiempo en tiempo vomitan desacordadamente esos ministerios y secretarías. Más consideración ganarían las Maestranzas cumpliendo así con sus nobles y antiguos institutos, que no solicitando el fuero militar o este o aquel nuevo arrumaco en los uniformes, que así alteran su antigua y noble sencillez como los aparta del espíritu de la venerable institución antigua. Altos y entendidos personajes existen en nuestra grandeza, que si a sus manos llegan estas observaciones, podrán prestar al país más servicios desenvolviendo y aplicando esta indicación, que no el Gobierno haciendo nuevas ediciones de errores ya conocidos, o proponiéndose llevar a cabo propósitos dificultosos e imposibles.




ArribaAbajoUn baile en Triana

¡Ay, señor mío! (respondió la Rufina María): si son de Nigromancia me pierdo por ellas, que nací en TRIANA, y sé echar las habas, y andar el cedazo, y tengo otros primores mejores.


(El Diablo Cojuelo, Tranco 8)                


En Andalucía no hay baile sin el movimiento de los brazos, sin el donaire y provocaciones picantes de todo el cuerpo, sin la ágil soltura del talle, sin los quiebros de cintura, y sin lo vivo y ardiente del compás, haciendo contraste con los dormidos y remansos de los cernidos, desmayos y suspensiones. El batir de los pies, sus primores, sus campanelas, sus juegos, giros y demás menudencias, es como accesorio al baile andaluz, y no forman, como en la danza, la parte principal. La Gallarda, el Bran de Inglaterra, la Pavana, la Haya, y otras danzas antiguas españolas, fundaban sólo su vistosidad y realce en la primera soltura y batir de los pies, y en el aire y galanía del pasear la persona.

Allí no había pasión, delirio, frenesí, como se pretenden pintar en todos los bailes que desde muy antiguo han sido peculiares a España, singularmente en las provincias meridionales. Aquellas danzas tenían su lugar en la gala ceremoniosa del sarao; los bailes para el desenfado del festín, para la libertad del teatro. Sabido es que las saltatrices y bailarinas españolas, singularmente las cordobesas y gaditanas, eran las más celebradas de cuantas se presentaban en los teatros de la gentílica Roma; y tal habilidad y lo picante de los bailes se han ido trasmitiendo de siglo en siglo, de generación en generación, hasta nuestros días. Acaso la configuración de la mujer andaluza, de pie breve, de cintura flexible, de brazos airosos, la hagan propia cual ninguna para tales ejercicios, y acaso su imaginación de fuego y voluptuosa, y su oído delicado y sensibilidad exquisita, la conviertan en una Terpsícore peligrosa para revelar con sus movimientos los delirios del placer, en sus mudanzas, los diversos grados y triunfos del amor, y en sus actitudes los misterios y bellezas de sus formas y perfiles. De cualquier modo que sea, ello es que estos bailes andaluces siempre mueven y fijan la curiosidad del extranjero que una vez los llegó a ver, y jamás sacian la ambición del que, por haber nacido en Andalucía, siempre los tuvo bajo su vista.

Pero de todo aquel país, Sevilla es la depositaria de los universos recuerdos de este género, el taller donde se funden, modifican y recomponen en otros nuevos los bailes antiguos, y la universidad donde se aprenden las gracias inimitables, la sal sin cuento, las dulcísimas actitudes, los vistosos volteos y los quiebros delicados del baile andaluz. En vano es que de las dos Indias lleguen a Cádiz nuevos cantares y bailes de distinta aunque siempre de sabrosa y lasciva prosapia; jamás se aclimatarán, si antes, pasando por Sevilla, no dejan en vil sedimento lo demasiado torpe y lo muy fastidioso y monótono a fuerza de ser exagerado. Saliendo un baile de la escuela de Sevilla, como de un crisol, puro y vestido a la andaluza, pronto se deja conocer, y es admitido desde Tarifa a Almería, y desde Córdoba a Málaga y Ronda. Ni por el continuo aluvión de nuevos bailes, ni de la recomposición de los unos, ni de la fusión de los otros, dejan de existir siempre los recuerdos y las más vivas de la antigua Zarabanda, Chacona, Antón Colorado, y otros mil que mencionan los escritores desde el siglo XVI hasta el presente, desde Mariana hasta Pellicer. En el moderno bolero se encuentran recuerdos de aquellos bailes, y una de sus mudanzas más picantes conserva todavía el nombre de la Chacona. El Ole y la Tana son descendientes legítimos de la Zarabanda, baile que provocó excomuniones eclesiásticas, prohibiciones de los consejos, y que, sin embargo, resistía a tantos entredichos, y que, si al parecer moría, volvía a resucitar, tan provocativo como de primero. No hace muchos años que todavía se oyó cantar y bailar, por una cuadrilla de gitanos y gitanillas, en algunas ferias de Andalucía.

Estos bailes pueden dividirse en tres grandes familias, que, según su condición y carácter, pueden ser, o de origen morisco, español o americano. Los de origen español pueden conocerse por su compás de dos por cuatro, vivo y acelerado, que se retrae por su aire antiguo al Pasacalle, y que, cantado en coplas octosílabas de cuatro o cinco versos, se parecen mucho a la jota de Aragón y de Navarra. Los de alcurnia americana se revelan por su mayor desenvoltura, como provenientes de pueblo en que el pudor tenía pocas o ningunas leyes; pero entre todos estos bailes y cantares merecen llamar la atención (del que al través de estos usos y diversiones trate de estudiar el carácter de los pueblos y las vicisitudes que han corrido) los que conservan su filiación árabe y morisca. Éstos se descubren por la melancólica dulzura de su música y canto, y por el desmayo alternado con vivísimos arrebatos en el baile.

Desde luego haremos notar que la Caña, que es el tronco primitivo de estos cantares, parece con poca diferencia la palabra Gannia, que en árabe significa el canto. Nadie ignora que la Caña es un acento prolongado que principia por un suspiro, y que después recorre toda la escala y todos los tonos, repitiendo por lo mismo un propio verso muchas veces, y concluyendo con otra copla por un aire más vivo, pero no por eso menos triste y lamentable. Los cantadores andaluces, que por ley general lo son la gente de a caballo y del camino, dan la primer palma a los que sobresalen en la Caña, porque, viéndose obligados a apurar el canto, como ellos dicen, o es preciso que tengan mucho pecho o facultades, o que pronto den al traste y se desluzcan. Por lo regular la Caña no se baila, porque en ella el cantador o cantadora pretende hacer un papel exclusivo.

Hijos de este tronco son los oles, las tiranas, polos y las modernas serranas y tonadas. La copla, por lo regular, es de pie quebrado. El canto principia también por un suspiro, la guitarra o la tiorba rompe primero con un son suave y melancólico por mi menor, pasando alternativamente y sin variación la mano izquierda de una posición a otra, y la derecha hiere las cuerdas a lo rasgado, primero por lo dulce y blando, y después fuerte y airadamente, según la intención y sentido de la copla. El cantador o cantadora entra cuando bien le parece, y la bailadora, con sus crótalos de granadillo o de marfil, rompe también sus movimientos con la introducción que tiene toda danza o baile, que allí se llama paseo.

Y son muy de notar, por cierto, los toques y particularidades de este canto, que por lo mismo de ser tan melancólico y triste, manifiesta honda y elocuentemente que es de música primitiva. En él es verdad que no se encuentra el aliño, el afeite o la combinación estudiada e ingeniosa de la nota italiana; pero en cambio, ¡cuánto sentimiento, cuánta dulzura y qué mágico poder para llevar el alma a regiones desconocidas y apartadas de las trivialidades de la actualidad y del materialismo de lo presente! Por eso el cantador, arrobado también como el ruiseñor o el mirlo en la selva, parece que sólo se escucha a sí mismo, menospreciando la ambición de otro canto y de otra música vocinglera que apetece los aplausos del salón o del teatro, contentándose sólo con los ecos del apartamento y la soledad.

Al entrar en la copla el cantador, entra en mudanza la bailadora, ya sola, ya acompañada con su pareja, y los tocadores imprimen en las cuerdas aquellos sones que más les sugiere su buen gusto y su sensibilidad. En aquel punto el que baila, el que canta y el que toca se unen en un propio sentimiento, se arroban, se entusiasman, y éste con sus trinos, aquélla con sus movimientos, y el otro con sus suspiros y gorjeos tristísimos, de tal manera arrebatan a los concurrentes, que todos prorrumpen en monosílabos de placer y en gritos de entusiasmo. Acaso algún decano, ya por sus años, o por su voz averiada, derribado de la plaza de otro aficionado que espera su turno para dar vuelo a su copla, con los dedos sobre la mesa, o con las palmas en alto, llevan el compas y medida de la orquesta, no perjudicando lo rústico de la traza al buen efecto y final resultado de aquella singularísima ópera.

Cuando los principales cantadores apuran sus fuerzas, se suspenden las tonadas y polos de punta, de dificultad y lucimiento, y entran en liza con la rondeña, o granadina, otros cantadores y cantadoras, de no tanta ejecución, pero no inferiores en el buen estilo. Después de pasar varias veces de estas fáciles a las otras difíciles y peregrinas canturías, se ameniza de vez en cuando la fiesta con el canto de algún romance antiguo, conservado oralmente por aquellos trovadores no menos románticos que los de la edad media, romances que señalan con el nombre de corridas sin duda por contraposición a los polos, tonadas y tiranas, que van y se cantan por coplas o estrofas sueltas. Acaso en estos romances se encuentran muchos de los comprendidos en el Romancero General, en el Cancionero de Romances y otros, y acaso se conservan también algunos, que no se hallan en semejantes colecciones, pero que, a pesar de las mutilaciones y errores que tienen, revelan desde luego pertenecer al mejor tiempo de nuestra poesía peculiar. ¿Por qué se han conservado en Andalucía, mejor que en Castilla u otras provincias, estos cantares y romances? ¿Cómo es que preciosidades de literatura y costumbres tan interesantes no se han recogido en las antiguas o modernas colecciones? Una respuesta sola hay para esto... la música oral los ha conservado, así como los cánticos de Escocia y la poesía de otros pueblos. El averiguar por qué en Andalucía se conserva más resto de costumbres antiguas, más tradiciones caballerescas que no en otras provincias antes restauradas de los moros fuera asunto para una curiosa disertación.

En tanto, hallándome en Sevilla, y habiéndoseme encarecido sobremanera la destreza de ciertos cantadores, la habilidad de unas bailadoras, y, sobre todo, teniendo entendido que podría oír algunos de estos romances desconocidos, dispuse asistir a una de estas fiestas. El Planeta, el Fillo, Juan de Dios, María de las Nieves, la Perla, y otras notabilidades, así de canto como de baile, tomaban parte en la función. Era por la tarde, y en un mes de mayo fresco y florido. Atravesé con mi comitiva de aficionado el puente famoso de barcas para pasar a Triana, y a poco nos vimos en una casa, que por su talle y traza recordaba la época de la conquista de Sevilla por San Fernando. El río bañaba las cercas del espacioso patio, cubiertas de madreselvas, arreboleras y mirabeles, con algún naranjero o limonero en medio de aquel cerco de olorosa verdura. La fiesta tenía su lugar y plaza en uno como zaguán que daba al patio.

En la democracia práctica que hay en aquel país no causó extrañeza la llegada de gente de tan distinta condición de la que allí se encontraba en fiesta. Un ademán más obsequioso y rendido de parte de aquellos guapos, llevándose la mano al calañés, sirvió de saludo, ceremonia, introducción y prólogo, y la fiesta proseguía cada vez más interesante. Entramos a punto en que el Planeta, veterano cantador, y de gran estilo, según los inteligentes, principiaba un romance o corrida, después de un preludio de la vihuela y dos bandolines, que formaban lo principal de la orquesta, y comenzó aquellos trinos penetrantes de la prima, sostenidos con aquellos melancólicos dejos del bordón, compaseado todo por una manera grave y solemne, y de vez en cuando, como para llevar mejor la medida, dando el inteligente tocador unos blandos golpes en el traste del instrumento, particularidad que aumenta la atención tristísima del auditorio. Comenzó el cantador por un prolongado suspiro, y después de una brevísima pausa, dijo el siguiente lindísimo romance, del Conde del Sol, que, por su sencillez y sabor a lo antiguo, bien demuestra el tiempo a que debe el ser.




Romance


   Grandes guerras se publican
entre España y Portugal;
y al Conde del Sol le nombran
por capitán general.

    La Condesa, como es niña,
todo se la va en llorar.
-«Dime, Conde, cuántos años
tienes de echar por allá.»
-«Si a los seis años no vuelvo,
os podréis, niña, casar.»

    Pasan los seis y los ocho,
y los diez se pasarán,
y llorando la Condesa
pasa así su soledad.

    Estando en su estancia un día,
la fue el padre a visitar.
-«¿Qué tienes, hija del alma,
que no cesas de llorar?»

    «¡Padre, padre de mi vida,
por la del santo Grial14,
que me deis vuestra licencia
para el Conde ir a buscar.»
-«Mi licencia tenéis, hija;
cumplid vuestra voluntad.»

    Y la Condesa, a otro día,
triste fue a peregrinar.
Anduvo Francia y la Italia,
tierras, tierras sin cesar.

    Ya en todo desesperada
tornábase para acá,
cuando gran vacada un día
halló en un ancho pinar.

    «Vaquerito, vaquerito,
por la Santa Trinidad,
que me niegues la mentira,
y me digas la verdad:
¿De quién es este ganado
con tanto hierro y señal?»

    -«Es del Conde el Sol, señora,
que hoy está para casar.»
-«Buen vaquero, buen vaquero,
¡así tu hato veas medrar!
Que tomes mis ricas sedas
y me vistas tu sayal;

    «y tomándome la mano
a su puerta me pondrás,
a pedirle una limosna
por Dios, si la quiere dar.»

    Al llegar a los umbrales,
veis al Conde que allí está,
cercado de caballeros,
que a la boda asistirán.

    «Dadme, Conde, una limosna.»
El Conde pasmado se ha;
-«¿De qué país sois, señora?»
-«Soy de España natural.»

    -«¿Sois aparición, romera,
que venisme a conturbar?»
-«No soy aparición, Conde,
que soy tu esposa leal.»

    Cabalga, cabalga el Conde,
la Condesa en grupas va,
y a su castillo volvieron
salvos, salvos y en solaz.



La música con que se cantan estos romances es un recuerdo morisco todavía. Sólo en muy pocos pueblos de la serranía de Ronda, o de tierra de Medina y Jerez, es donde se conserva esta tradición árabe, que se va extinguiendo poco a poco, y desaparecerá para siempre. Lo apartados de comunicación en que se encuentran estos pueblos de la serranía, y el haber en ellos familias conocidas por descendientes de moriscos, explican la conservación de estos recuerdos.

Después que concluyó el romance, salió la Perla con su amante el Jerezano a bailar. Él tan bien plantado en su persona cuanto lleno de majeza y boato en su vestir, y ella así picante en su corte y traza como lindísima en su rostro, y realzada y limpia en las sayas y vestidos. El Jerezano sin sombrero, porque lo arrojó a los pies de la Perla para provocarla al baile, y ella sin mantilla y vestida de blanco, comenzaron por el son de la rondeña a dar muestras de su habilidad y gentileza. El pie pulido de ella se perdía de vista por los giros y vueltas que describía y por los juegos y primores que ejecutaba; su cabeza airosa, ya volviéndola gentilmente al lado opuesto de por donde serenamente discurría, ya apartándola con desdén y desenfado de entre sus brazos, ya orlándola con ellos como queriéndola ocultar y embozarse, ofrecía para el gusto las proporciones de un busto griego, para la imaginación las ilusiones de un sueño voluptuoso. Los brazos mórbidos y de linda proporción, ora se columpiaban, ora los alzaba como en éxtasis, ora los abandonaba como en desmayo; ya los agitaba como en frenesí y delirio, ya los sublimaba o derribaba alternativamente como quien recoge flores o rosas que se la caen. Aquí doblaba la cintura, allí el talle, por doquier se estremecía, por todas partes circulaba, ora blandamente como cisne que hiende el agua, ora ágil y rápida como sílfide que corta el aire. El bailador la seguía menos como rival en destreza que como mortal que sigue a una diosa. Los cantadores y cantadoras llovían coplas para provocar y multiplicar otras mudanzas y nuevas actitudes. Este cantaba aquello de:


   Toma, niña, esa naranja,
que la cogí de mi huerto;
no la partas con cuchillo,
que va mi corazón dentro.



Otro lo de:


   Hermosa deidad, no llores,
de mi amor no tomes quejas,
que es propio de las abejas
picar donde encuentran flores.



El concurso se animaba, se enardecía, tocaba en el delirio. Una recogía la pandereta, y volviéndola y revolviéndola entre los dedos, animaba a compás diestra y donosamente. Aquél con las palmas sostenía la medida, y, según costumbre, ganábase, para después del baile, con el tocador, un abrazo de la bailadora. Todos aplaudían, todos deliraban. -¡Orza! ¡orza! (decía el uno) de este lado, ¡bergantín empavesado! Otro, al ver y gozarse de un movimiento picante, en una actitud de desenfado: -¡zas, puñalada; rechiquetita, pero bien dada! De una parte exclamaban, pidiendo nuevas mudanzas: ¡Máteme Vm. la curiana! ¡Hágame Vm. el bien parado!; de otra, queriendo llevar el baile a la última raya del desenfado: -¡Eche Vm. más ajo al pique! ¡movimientos y más movimientos!... ¡Quién podrá explicar ni describir, ni el fuego, ni el placer, ni la locura, así como tampoco reproducir las sales y chistes que en semejantes fiestas y zambras rebosan por todas partes, y se derraman a manos llenas y perdidamente!!!

Después de esta escena tan viva, cantó el Fillo y cantó María de las Nieves las tonadas sevillanas; se bailaron seguidillas y caleseras, y Juan de Dios entonó el Polo Tobalo, acompañándole al final, y como en coro, los demás cantadores y cantadoras, cosa por cierto que no cede en efecto músico a las mejores combinaciones armónicas del maestro más famoso. Después de esta ópera, toda española y andaluza, me retiré pesaroso por no haber podido oír los romances de Roldán y de Gerineldos, pues el tiempo había huido más rápidamente que lo que yo quisiera.

Alguno de los del festejos, que por más cortesía quiso venir en mi compaña y conserva, entendiendo mi curiosidad, que para ellos era una nueva obligación por ver la importancia que yo daba a tales cosas, me dijo con desenfado noble y con parla de la tierra:

-Padrino, no tome desabrimiento por tal niñería; puesto que el romance de Gerineldos lo sé de coro, y ya que no con discante y gorjeos, al menos se lo iré relatando al son y compás del pasitrote que llevamos.

-Que me place-dije ansiosamente a mi acompañante.

-Pues óigame, padrinito mío, -me respondió con agrado. Y así comenzó a relatar:




Romance


   -Gerineldos, Gerineldos,
mi camarero pulido,
¡quién te tuviera esta noche
tres horas a mi servicio!
-Como soy vuestro criado,
señora, burláis conmigo.
-No me burlo, Gerineldos,
que de veras te lo digo.
-¿A cuál hora, bella Infanta,
cumpliréis lo prometido?
-Entre la una y las dos,
cuando el Rey esté dormido.
Levantose Gerineldos;
abre en secreto el rastrillo,
calza sandalias de seda
para andar sin ser sentido.
Tres vueltas le da al palacio
y otras tantas al castillo.
-Abráisme, dijo, señora;
Abráisme, cuerpo garrido.
-¿Quién sois vos el caballero
que llamáis así al postigo?
-Gerineldos soy, señora;
Vuestro tan querido amigo.
Tomáralo por la mano,
a su lecho lo ha subido,
y besando y abrazando,
Gerineldos se ha dormido.
Recordado había el Rey
del sueño despavorido;
tres veces lo había llamado,
ninguna le ha respondido.
-Gerineldos, Gerineldos.
Mi camarero pulido,
si me andas en traición,
trátasme como a enemigo:
o con la Infanta dormías,
o el alcázar me has vendido.
Tomó la espada en la mano;
con gran saña va encendido;
fuérase para la cama,
donde a Gerineldos vido.
Él quisiéralo matar,
mas criole de niño.
Sacara luego la espada;
entre entrambos la ha metido,
para que al volver del sueño
catasen que el yerro ha visto.
Recordado hubo la infanta,
vio la espada y dio un suspiro.
-Recordad heis, Gerineldos,
que ya érades sentido;
que la espada de mi padre
de nuestro yerro es testigo.
Gerineldos va a su estancia,
le sale el Rey de improviso.
-¿Dónde vienes, Gerineldo,
tan mustio y descolorido?
-Del jardín vengo, señor,
de coger flores y lirios,
y la rosa más fragante
mis colores ha comido.
-Mientes, mientes, Gerineldos,
que con la Infanta has dormido;
testigo de ello mi espada:
en su filo está el castigo.



Justamente el último verso lo dijo el bardo de Triana pasando todos la puerta de este nombre para envainarnos por la calle de la Mar, en donde ya fue preciso desmoronar la escuadra escogida de mis acompañantes, entrando yo en mi morada con los recuerdos y agradables ideas que estos cantos sugieren a la imaginación amante de tales baladas y tradiciones.



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