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Gabriel Miró: remembranza

Juan Gil-Albert






ArribaAbajoCon el Cristo


A Gabriel Miró.

In memoriam.



Dicen que soy ateo mas la palabra es corta.
Le llaman ateísmo a este sentirse
solo frente a los mares, bajo el cielo,
sobre la leve línea terrenal,
entre desconocidos.
¿Es que aluden a quién, a Tu persona?
¿Quién se sintió más solo que tú mismo?
¿Acaso hay quién?
Solo de padre, solo de madre.
Porque a lo que aspirabas no se puede
reducir a familia.
Sombra exquisita: hombre.
Ligero paso alado que trasporta,
en el breve sagrario de su pecho,
un deslumbrante corazón.
Solitario espectral de los caminos,
de las blancas aldeas.
Qué cerca siempre tú de todo aquello
que no tiene posibles soluciones.
Qué lejos de doctrinas insensibles
y avariciosas. Lejos
de todo cuanto puebla las ciudades,
oro macizo o peso indiferente.
Tú aspirabas a más.
Quisiste ver al hombre en su pendiente
más azarosa: solo entre montañas
sin pan ni techo, un paria para algunos:
una divinidad. Te sacudías
lo accesorio como hace con sus plumas
el ave cuando llueve. Sólo queda el volar.
Para el hombre volar es adentrarse
por sus cotos cerrados y en sus sombras
hallar la voluntad que lo distingue:
querer saber... Saber hasta qué punto.
Hasta llamar al muro del silencio.
Y no escuchaste nada.
Sólo tu pulso, fuego o piedra invicta.
Sudaste sangre, dicen,
tú que como la alondra parecías
una especie liviana.
Y apuraste hasta el fin tu oído alerta.
¿Qué ha quedado de ti?
Que todo el que me siga resucite.
Y en eso estamos.




ArribaAbajoPrólogo

El mundo rueda sobre el orbe -¿el mundo mismo, la tierra, no es el orbe, no lo vive, no lo condensa?- y en ese rodar avanza, con solemnidad perezosa. Milenios de avanzar repitiéndose y siempre nuevo. En ese avance, ¿no estará también el retroceder? Es decir, la repetición de lo mismo, la vuelta al pasado, la restauración de lo vivido intacto, de lo cumplido que se nos distanció pero que, a la vez, nos reclama. Fijémonos: celebramos los centenarios y, sin detener el paso, volvemos la vista atrás y, en aquel recuerdo vibrante que nos asalta, se nos revela no tan sólo el suceso que se conmemora sino nuestro mismo yo en su relación íntima, encarnada, con él. Y nos sentimos participantes y añorantes; modificados también; me refiero hoy a un caso concreto. Se celebra el centenario del nacimiento de Gabriel Miró. Cuando este hecho feliz de su aparición en la vida se produce, yo duermo aún, secreto e innominado, en el seno de la promesa. Pero un día llega, porque el tiempo tiene sus fechas y sus planes, y yo, con veinticuatro años, me presentaré en su casa, habiendo él cumplido cuarenta y ocho y quedándole, tan sólo, otros dos de vida. Es en este sentido al que he querido referirme diciendo que en el avance del mundo está, también, su retroceder: sin dejar nuestros pasos de avanzar, puesto que la paralización no existe, nos sentimos, súbitamente, dirigidos hacia el pasado, al que sigue viviendo en nosotros, aunque con las luces apagadas y que, inesperadamente, se iluminan. Los centenarios de las gentes distantes en el tiempo son la Historia, los de las que alcanzamos a conocer son la Vida. Debido a ello, su celebración nos pertenece y nos personifica en el tiempo aquel que ha sido, también, el nuestro, aunque en otra fase de nuestro vivir. En este caso la conmemoración del centenario de Gabriel Miró, es decir de alguien a quien yo leí, vi y traté, dos años antes de su muerte, detiene mis pasos, más bien mi atención, por lo que esa personalidad, este personaje, esta criatura que se festeja, al ser recordada, supuso para mi. Sí, este pequeño libro, este opúsculo, que se publica en Valencia, con motivo de la muerte de Gabriel Miró, vuelve ahora a mis manos, por otro motivo, el del centenario que señalan los tiempos, el centenario de su nacimiento y heme a mí releyéndome, por causa suya, releyendo mi impresión sobre él, mi emoción de joven, sumido ahora ya en una ancianidad que él no alcanzó, de la que pudo librarse.

Hojeo y ojeo comentarios de otros contemporáneos de Miró y, como él, desaparecidos. He aquí al Dr. Marañón que dice tenerlo, «en el casillero de los hombres, como al devoto puro de la belleza». Y añade: «Pero acaso, por suerte suya, se murió antes de gozar, como un león, de la paz del jardín zoológico en el que tantos vegetamos en plena domesticidad, convencidos de que vivimos en la libertad de la selva virgen del espíritu». Curiosa añoranza. Otro contemporáneo, de signo tan distinto, don Miguel de Unamuno, nos cuenta haber visto a Miró, en el monasterio de Poblet, en cuclillas, contemplando a un mochuelo posado en un agujero del muro de los claustros y allí, dice: «[...] se estuvo bebiéndole con sus ojos, también glaucos, esto es: de mochuelo, la mirada glauca. Porque glauco quiere decir mochuelesco -glaux es en griego la lechuza- y más que verde -señala- fosforescente». Y termina don Miguel: «Y, ¿quién sabe?, acaso la eterna Lechuza, la Eterna Sabiduría, Santa Sofía, nos guarda para siempre en el lecho de sus grandes ojazos glaucos donde el Universo es un paisaje infinito y plenilunar». (El subrayado es mío.) Oigamos, ahora, a otro de los que le vieron, y que le sobreviven, con su greña caída y sus ojos reflejantes de «años y leguas», un poeta, Gerardo Diego, que nos dice: «Si hay alguna forma de arte que le permanezca -a nuestro Miró-, totalmente extraña, es la del cinematógrafo, sobre todo en su período mudo y vertiginoso». Y añade: «Miró nunca tiene prisa. Su palabra predilecta para definirnos su arte es Estampas. Que quede estático, flotante en el humo dormido donde podremos ir a buscarlo a placer cuando nos plazca». En el «Humo Dormido», ese título que prefiero entre todos, digo yo ahora. Veamos: «De los bancales segados, de las tierras maduras, de la quietud de las distancias, sube un humo azul que se para y se duerme. Aparece un árbol, el contorno de un casal; pasa un camino, un fresco resplandor de agua viva. Todo en una trémula desnudez. Así se nos ofrece el paisaje cansado o lleno de los días que se quedaron detrás de nosotros. Concretamente no es el pasado nuestro; pero nos pertenece, y de él nos valemos para revivir y acreditar episodios que rasgan su humo dormido. Tiene esta lejanía un hondo silencio que se queda escuchándonos. La abeja de una palabra recordada lo va abriendo y lo estremece todo». Pasemos al juicio, o visión, de otro poeta, de la llamada Generación del 27, Pedro Salinas, y en él me encuentro yo, me adivino, me sorprendo, en sus apreciaciones, al haberlas yo incluido, vivido, por cuenta mía, cuando lo que podríamos llamar mi alicantinismo infuso, virgen -hablo de mi despertar juvenil a los singulares aprestos de la tierra que me pertenece y me vio nacer, me dio el ser-, al releerlo, ahora, en sus inesperadas palabras «inevitables», inesperadas e inevitables por lo justas; cuando dice: «[...] el paisaje de Miró parece una experiencia personal»; y recalca: «[...] no es algo que ha visto, es algo que le ha pasado», y trata de precisar: «[...] como una aventura o un amor». Y añade: «La obra de Miró nos aparece, en su grandeza, como el desesperado intento de tomar posesión de la tierra». Exactísimo. Y qué posesión, digo yo ahora, no la de los conquistadores, más superficial de lo que parece, no: una posesión puramente desinteresada pero de una avidez circunstancial que parece, en momentos, rozar los límites, sensuales y traspuestos a la vez, de la mística. «Algo que le ha pasado», dice sutilmente Salinas. Nada más exacto. En eso consistió mi revelación mironiana. O la revelación que Miró me hizo de mí mismo. Es decir, y me atrevo a expresarlo así, no fue una influencia, fue un milagro. Y que podríamos enunciar: Tú no serás nunca un ciudadano sino una criatura natural. Siempre que consideremos lo natural como el summum del misterio. Miró dice: «Me asomé a la tarde». No a la calle como dice el cívico. Asomarse a la tarde no es una concreción, es una plenitud; un arcano de felicidad; aunque angustiosa.

Sí, eso fue lo que me tuvo que ocurrir; se me apareció el mundo: se me reveló. Y se me reveló en mi tierra, en mi localidad delimitada; y así es como me encontré siendo un alicantino nato, ¿neto?, exactamente. A esto se le llama influencia. Y no digo que no, sólo que en los casos, permítaseme, próceres, hablemos con propiedad, son revelaciones. Y me debí encontrar, alentado por esa luz de los ojos de Miró, los ojos glaucos, los de Pallas Athenea, resucitada en mi porción de tierra propia, la que ha tenido que constituir conmigo, mi posesión, mi baluarte. La limitación de tu mundo, se me dirá; sí, pero en esta ocasión, por ser, precisamente esa tierra, esa acotación distintiva del mundo -o de la eternidad-, y tratarse de mí, con mis condiciones natas que a nadie pertenecen sino a mí mismo, porque también entre los nuestros somos uno especial -ricemos el rizo- dentro de la especie, el mundo, y por qué no decirlo, la eternidad, se me ofrecieron con unas características de universalismo permanente y exclusivo, y en este orden de mis comprobaciones: lo alicantino, lo mediterráneo, lo griego, lo latino, foco primordial y fragante de una cultura, de un estar en el mundo, que me acunaba a la vez que me ennoblecía y que, corriendo el tiempo, me configuró tan estricta como ecuménicamente, porque no cabe olvidar esos toques agudos de semitismo, lo fenicio, lo israelí, lo moro, que han hecho de nosotros el foco más sensible, y complejo, ¿el más conflictivo?, de la mediterraneidad.

Y de este modo, el «Humo Dormido» de Miró, sus «Figuras de la Pasión», sus «Años y Leguas», todo lo que miraron aquellos ojos en los que Unamuno, había de ser él, descubrió la prestigiosa animalidad conmemorativa de un ave, constituyeron para mí, en la soledad en que se gestan, casi de niño, estas proezas vírgenes, ¡apuesta en marcha de una manera de ser vieja como el mundo y reciente como mi persona.

JUAN GIL-ALBERT.

Febrero, 1980.






ArribaAbajoGabriel Miró


ArribaAbajo- I -

Las figuras de la Pasión del Señor


Yo leía entonces a Oscar Wilde. Todo adolescente cultivado lee a Oscar Wilde, pero muchos lo leen por snobismo y algunos por vicio. Yo leía a Oscar Wilde por su prosa y por el gran atractivo que tenía para mis años mozos la aguda libertad de su pensamiento. Siempre he creído que a pesar de su dandismo podía ser leído con gusto por el demócrata más puro -la burguesía, incluida la aristocrática y la socialista, odia a Wilde. Además de que en su obra hay siempre un latido magnífico de su humanidad. Sus páginas sobre el socialismo y su célebre Balada de la cárcel de Reading, son obras desconocidas completamente por el pueblo, y no deja de ser una lástima.

Entonces, alguien que no recuerdo, me dijo: ¿Por qué no lees Las figuras de la Pasión del Señor, de Gabriel Miró? Había yo escrito mis primeros cuentos, y el amigo -creo que un estudiante de Filosofía y Letras- tuvo la intuición, a través de mis páginas, de mis posibles preferencias. Compré Las figuras de la Pasión del Señor, y por primera vez leí a Miró. Su primera fase: «Levantaron las mujeres sus ojos al azul de la tarde y prorrumpieron en palabras de júbilo y bendiciones al Señor», tenía ya resonancias de despertar glorioso. Mi apasionamiento no tuvo límites. Yo leí con fruición Las figuras de la Pasión del Señor. Aquellos dos tomitos finamente editados fueron conmigo en coche, en ferrocarril, al campo, a casa de los amigos, porque no se agotaba mi ansia de releerlos. Cuántas veces en una antecámara del sastre, en el entreacto de un espectáculo, en la silla de una iglesia he recibido con sorpresa la exactitud cotidiana del momento -me había llegado el turno o aquello se acababa-, porque yo tenía que caerme de pronto de la placidez de suco vegetal de Galilea. Nunca creo que pueda agradecerse lo bastante a un hombre el que nos haya intensificado de tal manera el vivir de una temporada nuestra. Se ha vivido, ¿cuánto? ¿Cinco, diez, veinte años? ¡Quién lo sabe! Durante ese tiempo que estamos sujetos a la influencia de una obra de arte puro, el cerebro, la sensibilidad, el sistema nervioso han recibido un estirón, se han hecho hombres. ¿Y el encanto de Miró? La primera frase, desde luego, ya nos entreabre el frutal denso de lirismo de su prosa; pero hay que masticar con delicia aquel zumo de sus párrafos, pues sólo así se nos quedará una gota colgando de los labios, como luego de un hartazón ansioso y feliz. En aquellos tiempos hemos leído a Santa Teresa, a San Juan de la Cruz, a Fray Luis de León, a Baltasar Gracián; pero ellos -aun paladeándolos- nos dejan un sabor de añejo especioso; y luego integran nuestro subconsciente, acompañándonos siempre en un halago de culturas saboreadas. No; yo creo que leyendo a Miró sólo recordé vagamente algunos ratos íntimos de colegial: las parábolas de Cristo. Me traían un eco del mismo perfume de emoción. Pero Miró no nos recuerda otros libros, sino que nos acerca la vida en lo más desnudo de su esencia: el campo. Él es el taumaturgo de los despertares del espíritu. Porque hay muchas sensaciones en nosotros que están ociosas, frescas y sin usar, recostadas en Dios sabe qué rincón rosado de alguna víscera y las «frases cinceladas» de Miró tienen el privilegio de levantar un alarido virginal de ondas enervatorias que llegan hasta las sienes y las uñas y al ¡extremo más sensible de la nariz con toda la palpitante osadía de lo que aún está caliente de pristinidad.

Mi Dyonisios pidió el bautismo. Esa es exactamente la frase que me sugiere mi actitud espiritual de aquel entonces. El paso de El retrato de Dorian Gray a Las figuras de la Pasión del Señor. Es el placer lo que Wilde inculca en la juventud, un placer maravilloso, elevado a la categoría de «virtud helénica» por la fuerza de su elevada mentalidad de artista. Es en ese momento de la individualidad rabiosa. Griegos bulliciosos de Atenas o de las islas nos creemos entonces con una vitalidad de oro, o mancebos del Renacimiento, abrumados de pasiones ególatras, como si por nuestras venas corriera una sangre excelsa. -No son los mismos efectos que producen las suntuosas morbosidades de D'Annunzio-. Y al pasar a Miró parece como que salimos de nuestro endiosamiento en virtud de una especie de panteísmo estético. Algo muy nuestro, muy de corazón va filtrando el mundo que nos rodea: es el sentirse cristiano, es el tierno aliento socialista. Y Gabriel Miró, compenetrado hondamente con la humanidad, ha elegido de ella la tragedia más representativa: la del Hijo del Hombre.

Y aquí se me ocurre una pequeña aclaración. En esta época de convulsión de las ideas, cuando todo está pasando por el tamiz de la crítica para arrinconar lo inservible en los umbrales de un nuevo vivir, el pueblo se mantiene a distancia, sin interés ninguno -¿cree en ella acaso?-, por la magnífica humanidad de Cristo. No voy a tratar aquí del problema religioso, aunque tenga alguna relación con ello. Tenemos muy cerca el caso de Rusia. Los moderados atacan especialmente a los soviets por su labor destructora en el terreno religioso; pero el que ha leído muchos libros sobre Rusia y conoce la historia de sus últimos siglos sabe a qué atenerse; esa historia del mujik (el campesino) frente al cosaco (la fuerza, el gobierno, los de arriba). Y en esa eterna contienda, el pope (el cura del lugar) apoyaba siempre a los poderosos, al gobernador, a la pequeña burguesía. Por otra parte la lugareña ha visto en la Iglesia cómo la señora tiene su reclinatorio de terciopelo cerca del presbiterio, mientras ella ha de dormirse en un banquillo fosco de algún rincón y piensa ¡que hasta en el reino de Dios vencerán los ricos! Toda esta política de la religión ha ensombrecido la radiante personalidad de Cristo. Y el pueblo la encuentra inhumana, fantástica, mitológica... y se desentiende de ella. Y yo me pregunto: ¿por qué tanto Catecismo y tan poco Evangelio? ¿Es que una mayoría de buenos creyentes, que se apretujan en el cumplimiento del año católico, han leído siquiera una vez el Evangelio? Pero claro que se saben «de memoria» los Mandamientos de la ley de Dios y «el nombre» de las virtudes teologales. «Es el espíritu lo que vivifica», ha dicho de una vez para siempre Jesús el Galileo y maravillosamente.

El cardenal Mercier, figura egregia de la Iglesia militante, ante la que se inclinaron el Papa, los reyes de Bélgica, los católicos, los protestantes, los anglicanos y los librepensadores, dijo haberlo aprendido todo en el Evangelio y en la Naturaleza. Evangelio y Naturaleza. He aquí enfocadas ya Las figuras de la Pasión del Señor, de Gabriel Miró. De este modo ha de resultarnos más paradójico el saber que este hombre -en el pináculo de su corta y gloriosa carrera de arte- profundamente cristiano, que elige como tema de su libro la Pasión del Señor y que arranca chispas perfectas de calidad estética del Evangelio y de la Naturaleza -los dos libros preferidos de un cardenal ejemplar- se encontrará combatido con saña por un sector odioso de la clerecía española.

¡Hablar de Las figuras de la Pasión del Señor! Y hablar de ese libro a los que no lo leyeron es algo, creo yo, completamente inútil; porque, ¿dónde encontrar la frase que matice exactamente la valoración profunda de su contenido? Ni las frases de Unamuno, ni las de Azorín, ni las de Maura, a pesar de estar llenas de conceptos elogiosos y precisos para la obra de Miró, me hubieran acercado a la verdad palpitante. Azorín, últimamente, acertó más cuando dijo de la prosa de Miró algo así como: que no era sonora, musical, sino «táctil». Efectivamente, esto ya nos matiza una especialidad sensual: con Miró tocamos las cosas. Y yo añadiría: y las olemos y las masticamos. El sabor ha sido una de las aportaciones más interesantes que nuestra literatura debe a Miró. ¿Extrañará, pues, que con estas características, si el artista pretende levantar una época histórica nos ha de dar un cuadró fragante en el que todos los sentidos harán huelga de actualidades para percibir el pulso arterial de lo que vivió en el pretérito? Pero ese pulso que está latente en Las figuras de la Pasión del Señor no es la sombra de vitalidad que queda de las épocas ya muertas, la vitalidad de aquellas épocas vista a distancia, sino el mismo ritmo que fue, transustanciado en nuestro corazón actual, de tal forma que la época, los años que se durmieron hace ya muchos siglos, viven en nuestra sangre, en nuestros nervios, en nuestros músculos, como si fueran de nuevo jóvenes y tiernos de actualidad, y el Universo debe sentir como un pasmo de gozo de que alguien de ahora -a través de «años y leguas», como diría Miró- le ofrezca una síntesis renovada de sus gallardías y delicias ancestrales.

Sin embargo habrá que decir de antemano que Miró no ha escrito un libro para monjas; pero no lo ha escrito tampoco con miras a los incrédulos. Aunque de tal naturaleza es la obra, que una monja y un ateo que no sean de cartón-piedra habrán de solazarse leyéndola. Yo he leído sus capítulos ante una Comunidad de religiosas y en un té de indiferentes, y la misma emoción de las palabras luminosas y transidas ha pasado por todos los corazones. Porque la obra de Miró está fuera de todas las ortodoxias. Sin el agobio de los siglos católicos, sin las interpretaciones y los casuismos, limpio aún de Teologías comparadas, quietas las polvaredas de los cismas y las herejías, el Rabbí de Galilea cruza de nuevo los sembrados hablándonos con su voz. Y nunca se está tan cerca de él como aquí mismo, en estos tomitos primorosos. Yo hasta entonces no me había interesado gran cosa por la personalidad de Cristo. La Religión me parecía no referirse a él porque estaba muy enjundiada de los Misterios teológicos. Sólo en los días condensados de liturgia de la Semana Santa del Colegio lograba acercárseme la humanidad de Dios. Pero creo que por un exceso de intuición evocativa; mis condiscípulos se quedaban distantes, como durante todo el año católico. Pero verdaderamente en aquellos días salía del coloquio de las sacristías, del reposo de los patios interiores con luna, y hasta de los soldadotes romanos de los Monumentos, una leve neblina poblada de sombras; sensaciones difusas de lo que pudo haber sido en otros tiempos. Intentaba uno saborear aquello, pero le pesaba sobre el pecho con un agobio de miedo. Luego, al leer Las figuras de la Pasión del Señor se han barrido todas las sombras para dejarnos ya siempre la atmósfera limpia y transparente en torno al Hijo del Hombre. Y el monte Calvario lo vemos ahora con una precisión y relieve de estereoscopio.

Algunas frases entresacadas van a darnos la vibración ungida de las cosas. Habla de Judas: «Su barba taheña quedóse toda prendida de nata y espuma de la leche». Una descripción: «Se doraba de sol viejo la ribera de Genezareth. En la paz de las aguas y del aire se deslizaba el vuelo de plata y de rosa de las garzas. Y el casal encalado, los barcos, las redes tendidas, un mástil que subía por un muro, entre la pureza de los manzanos floridos, el humo del horno, todo se confiaba en el sueño del mar de Galilea». Una imagen de Cristo: «Los discípulos contemplaban la cabeza del Rabbí coronada de sol, que salía glorioso por encima de un otero azulado». Una instantánea: «Tadeo, Felipe y la redimida de los siete demonios, iban por la orilla hincando sus bastones en la arena bañada y daban un grito jubiloso cuando el agua ceñía sus tobillos con ajorcas vivas de claridad». Otra: «[...] Acercábase un centurión seguido de la soldadesca resplandeciente que venía de jornada. De sus picas colgaban ramas tiernas de terebinto, varas de cifras, támaras de dátiles. Un legionario blandió su lanza voceando: ¡Paso al centurión! Y mordía una naranja que goteó de dulce oro la úlcera de un niño». La percepción lírica de un sonido: «La mies estaba alta, apretada y comenzaba a cuajarse. Salían del verde oleaje las alondras y daban su cantiga como si soltasen del pico un grano de oro que revibraba en el cristal azul de los cielos». Un maravilloso vislumbre: «A la mitad de la cuesta descansó Jesús. Todos le rodearon. Dos hormigas le subían por la sandalia. El Rabbí las tomó blandamente y las puso dentro de una flor». Otra aparición de Cristo: «Subió Jesús a la terraza y quedóse contemplando la tarde. Las sueltas puntas de su turbante y las bandas de sus cabellos aleteaban llenas del último sol, redondo, viejo y estremecido». En la noche de la Cena, dice así del momento psicológico de Jesús: «Por las abiertas ventanas se acercaba a su vida la caricia de la noche. Y probó en sí mismo los sabores de la grandeza del escogido... Se hallaba en la hora del último deleite del héroe antes del sacrificio. Le rodeaba una Creación perfumada, vaporosa, de sueño de jardines y luna. En todo pasa un delicado temblor de goce. El cielo y la tierra se complacen en su hermosura con una inocencia de hermanos», «[...] y tomando un pan, lo quebró en once trozos con sus dedos finos y dorados del sol de las jornadas de sus predicaciones». Para acabar el capítulo con la belleza inefable de este descubrimiento -se refiere a la cámara donde el Cristo acaba de instituir la Eucaristía-: «[...] soltóse el Padre de Familias del hombro de su hijo, y fue avanzando, con las manos juntas, estremecidas y frías, y sintió que sus sandalias retumbaban como en un recinto muy hondo, y que se remontaba la bóveda recia y triste sobre su cráneo. Y penetró en su sangre y en sus huesos el filo de una emoción desconocida, emoción de lo que no se ve y sale de todo lo que miran los ojos; emoción de una presencia que no está y atraviesa los muros, y el aire nos toca como unos dedos impalpables; emoción del primer hombre pisando las piedras del primer templo cristiano...».

¿Quién que tenga sensibilidad no despierta ante esta profusión de hallazgos estéticos? Las otras reconstrucciones históricas que conocemos se van quedando frías en nuestra memoria, porque sólo aquí se recoge con fruición todo el hálito de una época. ¡Y la época de Jesucristo! Todo aquello que conocíamos de una manera histórica, diluido en las distancias de las interpretaciones religiosas, se torna de pronto táctil, familiar, preciso, con una sorpresa fragante de motivos resucitados; motivos nuestros, motivos de hoy, adivinados en las lejanías más apasionadas; lo que fue entonces, se hace ahora carne de nuestros minutos más sabrosos.

Y dice Miró: «Pálido de encontrados afanes le escuchaba Elifeleth contemplando el grupo de Jesús, ya lejos, entre follaje, cánticos y sol, como una fiesta rústica de aldeanos». Nadie ha visto como él ese aroma rural del Domingo de Ramos. Una hiperestesia de momento campesino: «Había un olor caliente de higueras retoñadas y de los vallados de hinojo y de cactus; y dentro del aire corría la frescura de riegos de jarrajín deleitoso. La calma y la pureza de la mañana desnudaban el monte, el infiesto, las sendas, la ciudad. Y el chasquido de una rama, el zumbar de una abeja, las alas de un pájaro raían la faz del silencio». Una fisonomía: «Pero Caifás era de rebultada cerviz y le pesaba muellemente la sangre. Brillábale la grosura del rostro, y sus pies mollares y desnudos dejaban humedad en las losas, como si se le derritiese la corpulencia». Una impresión táctil admirablemente provocada: «[...] Y sentía el reo en su frente una caricia sutil como de aire, de humo, de niebla, de cabellos fríos. Y vio que de la bóveda de su cárcel colgaba y se mecía una araña, dejándole una hebra de lumbre blanda, como no cuajada todavía». Cuando llega el momento de percibir la atmósfera latina que rodea a Poncio Pilatos, nos encontramos con claridades del Lacio, elegantemente cinceladas. Algunos ejemplos: «Avanzó el grupo romano, alzando el aleteo de los ecos. Un grito de Claudia rasgó el aire como una hoja de oro». «Asomó la rubia colina, donde está el templo consagrado a César, y su pórtico semejaba esculpido sobre el ópalo de una nube». «Y él corría delirante con la toga desplegada; y su cortejo saltaba ágilmente los blancos peldaños. Abrióse la cohorte para recibirle, centelleando de sol. Sol, bronce, clámides, retumbos y alaridos de trompetas y multitud; el púlpito arrastrado como un carro triunfal por sus gigantes de acero; las insignias moviéndose gloriosamente en el azul. Y Poncio se deslizaba dentro de lo magnífico, de lo gallardo y fácil de su pomposa jerarquía».

Esto tiene ya dinamismo cinematográfico, ensalzado por el color exacto que el «ecrán» no ha podido darnos todavía.




ArribaAbajo- II -

La Humanidad de Cristo


Vuelvo a repetirlo. En la forma que está planteada la religión, la masa se desentiende de la radiante personalidad de Cristo. Y los indiferentes, ¿creen acaso que haya existido? Yo recuerdo que leyendo los Judas de Jesús, de Henri Barbusse, ese libro terrible y demoledor que nos penetra en los huesos, sentí como un escalofrío de esperanza al llegar al capítulo titulado: «Alguien pasó». Porque cada página iba como arrancándome una prenda de intimidad. Y Barbusse, dentro del cataclismo de toda la edificación católica, no dejaba en pie sino a un hombre: un judío de vida oscura, cuyas palabras traían un reguero de luz eterna para los espíritus.

Y a ese hombre, eje de las religiones de occidente, ¡qué pocos le han visto! O si se le ve, ¡qué distante del verdadero! ¡Cómo vamos a reconocerle, en su iconografía para objeto del culto, en esas imágenes rosadas y blandas del Corazón de Jesús, con la túnica adobada de doradillos! Los Cristos españoles nos dan una nota más patética de realidades. Y hasta habría que preferir a las imágenes monjiles -las de los triduos olorosos de azucenas y cera virgen para las damas- las que pudiéramos llamar de la extrema izquierda, esos Cristos de los pueblecitos, secos, melenudos, de pesadilla ibérica, que hacen llorar a los críos en los días de Semana Santa.

Pero hemos de ocuparnos de la emoción que en nosotros producen las imágenes y los relatos sobre la vida de Jesús. Y entonces encontramos que todo aquello ha perdido ya el aroma y que nos llega fríamente, con una condolencia superficial de católicos herederos de católicos de muchos siglos. Continuamente estamos viendo al Crucificado sin que nos asalte la idea de dolor físico; lo miramos ya con los ojos de la costumbre. Y la costumbre hay que despabilarla para que no reseque el corazón.

¿Y quién se atrevería desde un púlpito virgen a tocar de nuevo la llaga endormecida de la tragedia del Calvario para arrancarle los mismos dolores agudos de su génesis?

Desde Levante, Gabriel Miró envió al mundo su Recreación de la Buena Nueva. Y el mundo se estremeció. Porque es gracioso el pensar que este siglo nuestro, tan vilipendiado por los moralistas baratos, iba a tener tan cerca a Jesús de Galilea. Mucho más cerca que los siglos bizantinos, que los siglos medievales, que los siglos renacentistas. Sin ningún esfuerzo por parte nuestra. Todo debido a la intuición privilegiada de un artista. Y abriendo uno de esos tomitos, el hombre de hoy puede verle pasar a él, al Hijo del Hombre, por sus mismos campos, oler sus olores, oír sus angustias. Por sus mismos campos, que son los nuestros -no en una atmósfera banal de orientalismo-, porque, ¿quién no tiene en su vida un bancal de vides o un olivo de plata?

No nos ocupemos ahora del estilo de Miró, de su «alicantinismo primoroso». Enfoquemos tan sólo su visión del Cristo. A través de Las figuras de la Pasión del Señor yo iré buscando lo que pudiéramos llamar las «instantáneas del Rabbí», instantáneas reveladas en un gabinete moderno que dan el relieve de los primeros planos sin perder la valoración de las medias tintas.

Es indirectamente, por medio de Claudia Prócula, la esposa de Pilato, como nos da Miró la estampa física de Jesús: «Tiene su barba dos puntas de rizos, que semejan los brotes del acanto... Su boca, siempre dolorida, se entreabre de cansada. Trae el turbante muy subido y se le descubre toda la almena de sol de su frente; los cabellos le bajan apretados por su tez de color de trigo. Cuando ese hombre mira, todo lo que está delante de sus ojos parece que palpite desnudo. Su túnica es ancha, de un tejido moreno de hebras rojas, y del manto azul le caen los cordones que le señalan por maestro de gentes. Camina un poco encorvado, parándose, volviéndose a todo lugar. Tiende sus manos y se le ve el dibujo perfecto de sus dedos. De qué son esas manos, sus manos cinceladas». Ya sobre esta imagen podemos ir observando las huellas de la Pasión. Tomaremos los dos momentos más patéticos: la flagelación y la muerte. Ellos nos descubrirán una riqueza asombrosa de detalles íntimos, de detalles de observación, y la palabra tomará significaciones finísimas, como si saliera por primera vez a la vida de los libros y de la imaginación. Cristo ante Pilato: «Se adelantaron los sanhedritas y sacerdotes, y al deshacerse su grupo en fila reverente, quedó solo Rabbí Jesús jadeando entre el aliento de humo de los caballos. Pilato se detuvo para mirarle. Rabbí Jesús tenía un pie descalzo, y le sangraban las uñas; el otro llevaba sandalia, una sandalia reventada de subírsele y aplastarle otros pies, gorda de fango y estiércol». La flagelación: «Rechinaba la argolla de la columna y bajo la tela retesada que cegaba el rostro de Jesús, se producía siempre el mismo quejido, y siempre exacto con el movimiento de la tralla: una queja íntima, aspirada y rota contra el paladar». «Trajeron a Jesús. La congestión le había roto los vasos de las encías, de los oídos, de la nariz. Estaba tejida su corona con un aro recio de juncos, y del borde salían combándose, en forma de alcartaz o mitra de los reyes caldeos, las zarzas de zizifrús y cambroneras erizadas de espolones de púas. Un tallo verde, al desplegarse, le arrancó un trozo de párpado, que le colgaba de una espina, delante del mismo globo del ojo desnudo». «Hizo el tribuno que el reo se volviese. Y tuvieron que separarse los cortesanos, porque todo el cuerpo de Jesús desgranó sangre. Poncio removía dulcemente su insignia para quitarle una moscarda. Estuvieron mirándole la espalda abierta en un latido de granas con descarnaduras de costillas y músculos descuajados como filamentos de raíces que daban orientes de perla. En cada gota de sangre renacía otra sorprendida en su origen con un punto convexo de sol, y ya espesada caía apagándose, brillando, escondiéndose. Poncio se fijó en un codo del Señor: la lora o tralla abrió la piel, dejándola como una felpa que se deshila; y en el arrastramiento del rodillo, el mosaico, menudo y áspero, fue aserrando la carne hasta mondar todo el gozne del olécranon. Convulsionaba sinuosamente Jesús como si respondiese a torceduras del hueso, y muy hondo crepitaba su quejido. Rendía la cabeza con un crujir de leña y le salían las moscas, y enseguida le bajaban a los mismos grumos que estaban chupando».

Yo no encuentro mejor procedimiento hablando de Miró y en una exposición limitada, que el insertar ejemplos de su obra, porque, ¿quién que sea sensible no acudirá después a sus libros? Sin frases retóricas, sin opulencias musicales, sino buscando el meollo sustancioso de lo humilde, Miró nos acerca hasta lo inverosímil a la criatura sangrante de la flagelación. ¡Qué desnuda su vida!; ¡qué desnudo su dolor! Ahora que ya no le tenemos una compasión de rito, sino una ternura humana que lo acerca a nuestros corazones. Y el detalle plebeyo -las moscas- tiene aquí una grandeza de realidades que hace estremecer hasta lo más hondo la conciencia vital del cristianismo. Los imagineros, con las facilidades que les depara la plasticidad, no han producido nunca la impresión aterradoramente humana del pobre Rabbí jeschoua de Miró. El Rabbí, al que le hemos aventado una moscarda, y al que se le ve entre las rasgaduras el gozne del olécranon.

Veámosle morir. Sin énfasis, de la mano de Gabriel Miró acerquémonos al cerro de la ejecución. Él hará que todo se torne caliente, todo aquello que se había enfriado en los rincones del espíritu. Volveremos a sentirnos niños en la imaginación, pero con conciencia de hombres. Y por primera vez el dolor físico de la crucifixión nos latirá dentro de cada víscera, y derramaremos las primeras lágrimas por aquel al que tanto tiempo habíamos rezado, pero por el que no habíamos llorado aún, ni una sola vez.

«¡Ya no era el Rabbí jeschoua! Su cuerpo semejaba de una arcilla pegajosa, con placas azules de los trastornos circulatorios, con coágulos desprendidos de la espalda flagelada, roída por la antena. Le resbalaba un sudor craso por las axilas, por los riñones, por los muslos; palpitaba horriblemente su cuello abotagado, corto, confundiéndosele con las mejillas infladas, blandas, lívidas; las sienes se le hundían, y sus oquedades se juntaban con las cuencas de los ojos; resaltaba la frente roja, el filo húmedo de la nariz anhelante, pulverulenta de una harinosidad amarilla. Los labios, flácidos, amoratados, con arborizaciones venosas, se torcían sobre la escara de los dientes; y entre sus párpados cárdenos se perdía su mirada turbia, cuajada en una lágrima... Agonía del Señor. Agonía del crucificado, que padece las angustias de todas las muertes. Dolor de peso de podredumbre de las meninges, del corazón, de la aorta, de los pulmones que se estremecen, se macizan de sangre parada. Las arterias, que llevan la dulzura de la vida, se vuelven dogales. La fiebre traumática le hunde sus uñas de sed, y todo el cuerpo parece una lengua para sentirla. Todos los dolores en el crucificado: dolor de latido fosco, vibrante, de la garra ardiente de la cefalalgia; dolor de punza, de mordisco, de desgarro de todas las vísceras; dolor de peso, de apretamiento de embolias, de dislocación de vértebras, de músculos distendidos, de nervios desgajados... Y el reo se contempla entregado a la exaltación de la sensibilidad, inmóvil, fijo en la sedila, el cuerno, que le gangrena las nalgas; quietud de muerto que asistiese a su devoración. Y de todas las entrañas, engañadas por la inmovilidad, va saliendo la muerte. ¡Y él la ve! Todo el Calvario estaba lleno de su angustia. Sobre los rumores de la multitud y el aullar de Jenas y Jestas, resaltaba el afán del Señor. Y sonó su grito de desgarraduras de toda su vida; y sintióse su silencio, el silencio del pecho inmóvil, desencajado, alto, duro, metálico; la cabeza quedó colgando hacia la roca; y la cruz tembló del peso del cadáver que se había salido del escabel y semejaba desclavarse. La madre aún esperó otra palpitación del costado del hijo».




ArribaAbajo- III -

Nuestro Padre San Daniel y El Obispo Leproso


Sus personajes


Cuando al año siguiente de leer Las figuras de la Pasión del Señor leí Nuestro Padre San Daniel y El Obispo leproso, mi asombro no tuvo límites. Hube de confesarme que ninguna obra de arte me había emocionado tan intensa y tan delicadamente. Dos años ya que vivía dedicado a la lectura y a la contemplación de las cosas bellas; pero mi intuición me hizo ver enseguida que allí, en aquellos libros de Miró, estaban reunidos todos los elementos capaces de hacer vibrar un alma delicada. Yo que conocía muy poco la vida, por vivir encerrado en un mundo exclusivamente mío, pensé -lo recuerdo aún exactamente-: «Esto es escribir. El Obispo leproso lo habrán leído en la Academia entre el entusiasmo general; y Miró será académico». Todo esto era de una ingenuidad deliciosa. Al año siguiente, cuando publicados ya dos libros míos, hice algunos viajes a Madrid, pude darme cuenta de cómo se juzgaba la obra de Miró en la Real Academia Española. No se me borrará el efecto con que cayeron en mi ánimo las palabras de un viejecito -académico desde luego- que conocí en casa de unos señores encantadores, a la hora del almuerzo. Se habló de Gabriel Miró, y aquel abuelito, muy simpático por cierto, exclamó con una gran condolencia: «¡Pobre Gabriel Miró! ¡No sabe escribir!». Ahora me río; pero he de confesar que en aquel entonces me complací en recorrer las piezas de la vajilla, calculando cuál sería la más poderosa para aplastar aquel cerebro exangüe. Sin embargo, una tarde, durante un recital de Berta Singermann, Francos Rodríguez me había dicho: «¡Qué gran artista es Gabriel Miró! Su obra será de las pocas que van a salvarse».

Analicemos esta espléndida novela de Miró -Nuestro Padre San Daniel, seguida de El Obispo leproso-, que ha sido reconocida luego de su muerte, por toda la crítica -excepto el órgano oficial del Catolicismo español, El Debate- como una obra capital y de primer rango dentro de la historia de la literatura española.

Desde luego una obra modernísima por la variedad de elementos nuevos que integran su prosa y los reflejos maravillosos que de ella se desprenden. Pero Miró no ha elegido un tema de «vanguardia», sino todo lo contrario, un tema tradicional. Porque el escritor joven de hoy tiende siempre a las nuevas experiencias, a lo desconocido, desligándose rotundamente de todo lo pasado. ¡Pero cómo podría hacer eso un artista de calidad! Un artista sensual de las cosas vivas que palpitaron a su alrededor. Y olvidarlas luego, y dejarlas, ellas que tienen todo el aroma de sus momentos más suyos. El artista, el verdadero artista, las recreará dándoles una vida nueva de matices subjetivos. Aquí, en las páginas del libro, es donde van a exprimir las cosas su jugo sustancial, de ahora y de siempre, y Miró para darnos esa sustancia de las cosas buscará lo que pudiéramos llamar «las palabras temblonas», palabras que no se quedan quietas luego de pronunciadas, sino que tienen una pulsación delicada de vena.

Es Orihuela el lugar de la acción -Oleza en el libro. Orihuela elevada ahora en calidades estéticas a la categoría de León, Granada y Toledo. Porque, ¿quién, al terminar de leer ese libro no siente las ansias de visitarla? «Y la ciudad subía en el azul como una vieja custodia de piedra, de sol y de cosechas, estremecida de campanas y palomos». Frases de Miró que nos dan un optimismo de bellezas, un optimismo de mundo bueno para criaturas de corazón ancho.

Dentro de esa Oleza vive sosegadamente un enjambre de personajes; sosegadamente para nosotros, que tenemos otros días más duros; pero ellos se creen asistir a los problemas más arduos de la humanidad. Esos personajes de Miró no nos son desconocidos a los españoles que hemos vivido lejos de una capital de provincia. No son de una creación original, de una singularidad específica. Miró se ha complacido en exaltar las cualidades del género. El obispo de Miró, la abadesa de Miró, el hidalgo de Miró, son el obispo, la abadesa y el hidalgo que a todos nos hubiera placido conocer, porque nos hubieran conservado el sabor de la imagen ya preconcebida y atávica. Cuando Miró nos da una nota sobre un jesuita o sobre una hacendada de pueblo nos decimos: exacto. El jesuita o la ricachona de pueblo no podían hacer ni decir sino esto. De modo que el libro no viene a descubrirnos psicologías ignoradas o torcidas de su ruta. No estamos aquí en el terreno de esos formidables novelistas rusos que han dejado para el psicoanálisis y la psiquiatría un museo tan lleno de atractivos; creadores de individualidades brumosas y de terribles coágulos. Todo es en la obra de Miró, si no normal -porque, ¿quién se atrevería hoy día a llamar a alguien normal?-, por lo menos de una anormalidad cotidiana. Pero nada tan lejos del realismo. Porque las criaturas de Miró, y yo me atrevería a decir que hasta sus ambientes y sus paisajes, no son la realidad misma, sino la realidad que debiera haber sido, la que todos traemos imaginada al venir al mundo, como si alguien nos la hubiera contado al oído antes de llegar a la existencia. Es como cuando decimos de una mujer: parece una princesa. ¿Parece una princesa? Pero, ¿cuál? Las pocas princesas que van quedando no creo que pudieran ostentar, no digo ya el codiciado título de Señorita Universo, sino ni el premio de belleza de una barriada. Pero es que al expresarnos de este modo no especificamos una princesa contemplada en la realidad, sino la factura principesca tal como se ha condensado en nuestra imaginación, producto de no sé qué misteriosos y subconscientes cuentos de hadas. Por eso las criaturas de Miró, siendo tan subjetivas, son tan universales. Podemos acercarnos a ellas sabiendo de antemano que nos darán lo que les hemos pedido. Citemos un caso concreto: la idea de monja. La monja de un convento de pueblo. Ya todos la estamos viendo. Me refiero a la idea atávica, de formación lírica. Porque de una monja tendrán una idea muy distinta un canónigo, un médico, un socialista radical, etc. Pero aun ellos, si prescinden por un momento de su fisonomía oficial, habrán de dejar paso a la imagen de formación interior. La monja de pueblo. ¿Es que vamos a pensar en una intriganta al modo del Renacimiento, o en una poseída de los siete diablos al gusto del Medioevo, o en una abadesa ligada carnalmente a un archimandrita de Moscú? ¡Qué disparate! A esa monja de pueblo la vemos todos -la hemos visto infinidad de veces, aunque no recordemos dónde- rosada y gangosita, de reposada vida monástica, graciosa de ingenuidad, obtusa como una acémila mansa y con las manos primorosas de blancura para destilar el almíbar de las confituras de claustro. Y Miró nos la devuelve de carne de verdad. Quizás no hayan existido nunca monjas así, pero no cabe duda de que así han sido siempre. Por eso Gabriel Miró no nos descubre nuevos horizontes; pero cultiva los antiguos con una hiperestesia cariñosa para la percepción del latido hondo, de tal calidad de arte que hacen de él una figura aislada, un menudo grumo de oro fino -el único tal vez- en el portentoso tesoro de joyeles de la Historia Literaria de todos los tiempos.

Del contraste de las dos tendencias va brotando el claroscuro. Los viejos tradicionalistas y los también viejos liberales. ¿Sabor político? Los caracteres están todos definidos con el mismo esmero, con el mismo cariño. Del lado de los puros, de los realistas, hay figuras creadas con un gran lujo de detalles -como la de Don Álvaro. Las de la otra parte están hechas con un estilo más suelto, como si hubieran brotado más espontáneamente. ¿Simpatía del autor? Claro que a Miró nos lo imaginamos muy bien como a un Don Magín y nunca como a un Padre Bellod, pero de todos modos la obra no es tendenciosa. Y en la descripción de un personaje reaccionario se adivina siempre en Miró una conmiseración por el egoísmo recóndito de aquel hombre. Más bien debe buscarse la médula del pensamiento de Miró y en consecuencia su color social, en sus imágenes literarias, en sus metáforas, en sus comparaciones. Su amor a lo humilde, su exaltación de lo natural. Claro que en Gabriel Miró, como en todo gran espíritu de selección, hay un aristócrata, un verdadero aristócrata sin títulos ni condecoraciones, ni ninguna de todas esas cosas que se heredan, porque la aristocracia es un valor individual que no cabe dentro de la estrechez de las leyes humanas.

En sus personajes hay aciertos de observación, que dejan prendida en el lector una sonrisa. Porque a pesar de su poesía tan apretada y tan sentida, una leve brisa de humorismo sopla por las hojas del libro. Es un humorismo que no va nunca más allá del límite del buen gusto, no por miedo del autor, sino porque ni aun entonces puede su naturaleza producir nada que no sea bello. Claro que los que hemos vivido ciertos ambientes tenemos mucho adelantado en la comprensión sensitiva de la obra de Miró, y más aún los que hemos nacido en Levante. Y esto que es una ventaja respecto a sus personajes, lo es mucho más aún en relación con su paisaje. Pero la exquisita sensualidad de su obra la hace tan asequible a todos que un inglés puede muy bien gozar plenamente al paladearla y proclamarla un prodigio de meticulosidad y honradez estética.

Entresaquemos de esa riqueza algunos brochazos luminosos: «Gustaba de la amistad de Doña Corazón, limpia para su casa, para su mesa y para su persona; siempre envuelta en un suave aroma de sebillo de lima; y desdeñaba a los obstinados en un género de virtud andrajosa y sudada como la del Padre Bellod». «A la segunda vuelta se paró en el altar de San Rafael y Tobías; un altar demacrado. No le quedaba más que un ex voto, un pie de cera morena, el pie de una niña que se lo lisiaría yendo de camino. Lo veía Don Daniel desde chico. La pobre criatura sería ya vieja; quizá hubiese muerto, y el piececito, con su lazada marchita, le esperaba el 28 de junio de todos los años». «Paulina se estremeció de congoja de sentirse tanto a sí misma y buscó la intimidad selecta de su dormitorio. Sentóse en su sillita de niña, colocada delante de su tocador de mujer, y encogiéndose y doblándose para no caerse de su asiento de juguete, descansó sus sienes en sus manos. Sus manos fueron dos conchas que le acercaban la noche. Oyó a su padre, que volvía, conversando con sus labradores. Y le dio lástima su alegría. La orfandad de madre, las tristezas imprecisas, el contacto tan sensitivo de la naturaleza, todo se le comunicaba ahora a través del padre tan indefenso, tan confiado entre los hombres. Todos más fuertes que él. Podrían hacerle llorar sólo mirándole con dureza. Tuvo lástima de un niño frágil. Don Daniel la buscó; la llamó. La hija callaba, y él sonrió a las estrellas que florecían entre los parrales del portal. ¡Qué pronto se transformaban las mujeres prometidas!... No pudo dormir Paulina. Toda la noche estuvo oyendo mugir a una vaca que le habían quitado el ternero».

Así, no sobre la superficie, sino en la densidad de las cosas, escribía aquel hombre «que no sabía escribir».




ArribaAbajo- IV -

Su campo


La visión del paisaje es sin duda ninguna la nota más característica del escritor sensitivo. Yo había leído hasta entonces descripciones brillantes, descripciones impresionistas, descripciones minuciosas; también hube de confesarme, al llegar a Miró, que en ningún otro había como en él esa perforación sutil de la tierra y del vegetal hasta dárnosla en su esencia más tierna y más aquilatada. En este aspecto, Miró es el maestro inimitable. Ni siquiera la exactitud de Azorín ni la justeza evocativa de Unamuno le quitan un átomo de su jerarquía deslumbrante.

Desde luego, el paisaje de Miró es siempre el paisaje levantino. Él me dijo en una ocasión que no comprendía la «universalidad geográfica». Efectivamente son muy pocos los que al describir un paisaje que no sea el suyo, el vivido, no caigan en una amanerada superficialidad -el Oriente es una piedra de toque. Por eso Miró, al evocar las figuras de la Pasión del Señor, no las envuelve en una atmósfera de orientalismo lejano, sino que en el aire que respiran están los árboles de su Levante, sus acequias, sus masías; un verdadero acierto de intuición, porque aquello fue así, no cabe duda; y el paso de la región de Valencia a la de Alicante debe ser algo muy parecido al tránsito de las caravanas de la Galilea a la Judea.

Dentro de su levantinismo, Miró es de Alicante, como Azorín. ¡Cuántas veces he pensado en la diferencia tan esencial que les separa del paisajista valenciano propiamente dicho! Valencia produce artistas, es cierto; es una cantera inagotable de artistas; pero Valencia produce el tipo de artista fácil: colorista, excitado, de grandes rasgos, naranjas, mar y sol. Alicante tiene en su haber dos estilistas genuinos: sencillos, profundos, minuciosos. Como sus campos. Estos campos alicantinos, tan patinados, de una intimidad refinada.

Y en Gabriel Miró estos campos han encontrado a su intérprete magistral. ¿Quién ha dicho como él todo lo que palpita debajo de las cortezas vegetales? ¿Quién ha expresado con una mayor pureza de lenguaje toda esa vitalidad de jugos, de olores y de formas? Esos paisajes de Miró tienen tal densidad, que si distraídamente abrimos uno de sus libros y leemos una frase, una tan sólo, momentáneamente sentimos el calor de las evocaciones, rozándonos la piel. Calor, esto es, temperatura; en los campos de Miró se podría medir la presión atmosférica. Y no se crea por eso que sus libros están llenos de páginas descriptivas y farragosas. Muchas veces se ha dicho de un escritor: ¡qué bien describe! Y su solo talento consiste en haber llenado papel y más papel, de paisajes, fríos, sin alma, creyendo que la cantidad y la exuberancia colorista puede suplir la ausencia completa de sentido hondo. Son descripciones hechas por un escritor, un gran escritor si se quiere, pero no por un artista. En Miró el paisaje aparece a trozos, se asoma por las ventanas, nos llega a través de las celosías, de los muros, y hasta de las distancias -a veces es emoción de paisaje que se adivina sin verlo- y nos llega en una frase, en un párrafo corto, y siempre despierta en el lector la misma ansiedad de regodeo; como si todos los poros de nuestro cuerpo se abrieran bruscamente a su tacto jugoso.

Sensualidad y léxico. Miró es un sensual intenso que quiere tocarlo todo con los cinco sentidos y pasarle luego a las cosas, en un roce dolorido, el vértice de su corazón. También aquí hay que distinguirle del resto de los escritores. En unos el paisaje es un mero accidente; se dan unos brochazos necesarios para enmarcar las escenas; el lector está pendiente de la acción, y lo demás le interesa poco. En otros -los que en España pudiéramos llamar sorollistas- el paisaje se nos ofrece en grandes relatos objetivos. Es el tipo de escritor que mencioné antes, que llena muchas páginas, y del que se dice: ¡que describe muy bien! Vuelvo a decirlo: paisajes de escritor, pero no de artista. Por mucho que repitan la palabra «jazmín» no consiguen nunca que nos llegue la esencia de la flor. Y es que a pesar de su verbosidad son sensibilidades modestas, atontolinadas por la reverberación del mundo visible.

En Miró, el paisaje es el protagonista. Y para volver al campo con la avidez que lo busca Miró, se ha tenido que nacer producto excelso de una civilización, pero olvidándola o superándola. Sólo así se retorna a la Naturaleza con intenciones puras, y como llega uno de lo más hondo de las civilizaciones, de ese mundo radiante y enrarecido de las Teorías Filosóficas, de la Historia del Pensamiento, la tierra se le presenta como siempre, tierna, nueva en su ancianidad, toda llena de misterios germinativos del subsuelo... En el mundo había ya alguien digno de acercarnos a la tierra, de revelárnosla a nosotros, a los de nuestro siglo en toda su frescor primitiva. Y por una senda llena de sol -la senda que lleva a los campos y no a los Ministerios ni a los escaños del Parlamento-, Gabriel Miró iba realizando su labor socializadora. Nos llevaba a la tierra. De allí ya podríamos salir por el Mundo, socialistas de verdad, atentos más al panorama vegetal que a los escaparates de las joyas. Verdadero triunfo sobre el pujante capitalismo. Una rama de acacia superando en valor a una diadema de esmeraldas. La exaltación de lo que todos podemos gozar. No es en el proletario -español-, sino en el espíritu selecto, donde alienta siempre una concepción comunista de la vida.

Para darnos palpablemente sus campos, Miró ha encontrado las palabras más sucosas. Un léxico singular. No son palabras de Diccionario de Real Academia, desempolvadas y puestas de nuevo en circulación, que suenan siempre con ese arrastre de robizne de las maquinarias viejas; son, por el contrario, palabras recién hechas, cálidas aún de su segundo nacimiento, con las huellas táctiles de su creador, como los vasos graciosos de forma que salían de las manos del alfarero primitivo. Esas huellas táctiles que Miró ha dejado en sus palabras son las que imprimen al lenguaje un ritmo nuevo de significaciones. Miró adjetiva de una manera especial, dándonos como nadie toda la enjundia de los vocablos; y debido a esas huellas táctiles, el mismo vocablo tiene en cada momento una calidad, una variación sutil de significado. En la obra de Miró las palabras no caen en tropel por el único deseo de redondear una frase o apoyar un período -ni impresionismo, ni preciosismo, ni simbolismo-, sino que cada una tiene allí una misión que pudiéramos llamar fisiológica, de funcionamiento vital, y la frase entera, una saturación literaria, de un adensamiento especioso que levanta en el espíritu las emociones más perfectas. Gabriel Miró nos entrega la tierra a través de nuestras virginidades, que no han sido nuestras, sino de él. Llegamos a sus libros, del bullicio del siglo, y allí leemos al desnudo la intimidad fragante de las cosas pequeñas, de los instantes recónditos, de los aromas invisibles -porque son de distancias-... Y esa atmósfera enrarecida de Miró -enrarecida al aire libre- es el único rincón europeo donde los pulmones no respiran gasolina. Gran Balneario del Arte.

Pero no digamos de Miró que es un clásico. Miró será un clásico mañana, cuando hayamos pasado todos nosotros. No le llamemos ahora clásico, porque los que lo son en su época, no lo han de ser en la Historia. Nuestros clásicos, por allá por los siglos XVI y XVII no eran clásicos, sino innovadores. ¡Con qué extrañeza se leerían sus páginas! Pero en los temperamentos más finos, más asimilativos, ¡qué caudal de emociones nuevas!

Así Gabriel Miró: moderno. Moderno a fuerza de primitivo. En él se nos ofrecen las cosas como si estuvieran aún sin abrir: virginales. Pero lo terrible es que todas esas cosas estaban ya abiertas de par en par, porque durante siglos los hombres habían ido arrancándoles la corteza, rasgándoles los tejidos inquietos por lo que hubiera dentro. Miró nos devuelve las cosas intactas. Parece como que a su lado hay un derrumbamiento de bambalinas. Olemos a campo como en los tiempos frescos. Nos olvidamos de todas las experiencias. La tierra vuelve a amamantarnos de delicias. Y acabado el libro de Miró, buscaremos el sol con cariño de cristianos primigenios.




ArribaAbajo- V -

Los poderes oscuros


En los problemas españoles hay siempre algo que no se ve. Un punto oscuro, una influencia subterránea. Aun en las cosas más luminosas como Miró. Es la España negra.

En este caso de Miró todo ha ido sucediendo dentro de la más estricta maldad humana. No se han tenido en cuenta, ni su significación estética, ni su sensibilidad -la más vibrante de Europa-, ni el alto relieve moral de su vida, ni el respeto -algo muy rudimentario- que merece a todos la carrera de un hombre que necesita mantener una familia. Todo se pasó por alto, no por ignorancia -que ésta hubiera merecido una disculpa- sino por felonía. Las huestes de la España negra salieron a todas las rutas con el ahínco de aniquilar al justo. Porque a todas las rutas iba llegando la lucecita de Miró. Y esa lucecita había que extinguirla, porque no era luz de vela de congregante.

A Gabriel Miró se le cerró la Academia, y propuesto para el premio Fastenrath fue rechazado. En América se declararon sus obras inmorales, y en Italia, Pappini -chillando siempre, como un epiléptico que no tuviera además el encanto ruso de serlo- abominó de la obra de Miró como desmoralizadora. En Orihuela -la Oleza cándida y fragante- se desataron todas las bajas pasiones. En Orihuela no se sabía más que Miró había llamado rameras a todas sus mujeres.

Y todo fue goteando su zumo amargo en el poderoso corazón del artista.

¿De dónde llegaba con esa tenacidad el odio rencoroso? Con esa injusta y malsana apreciación de los valores espirituales. Pero las huestes de la España negra, si tasan el oro, no entienden de valorización espiritual. Y es el espíritu lo que vivifica, ha dicho de una vez para siempre el Rabbí de Galilea.

Odiemos la España negra que labora en los antros, en las oscuridades más pringosas. Y acerquémonos a la lucecita sana: a Gabriel Miró. De él se desprenden como artista y como hombre profundas enseñanzas para la humanidad.




ArribaAbajo- VI -

Cómo conocí a Gabriel Miró


Cuando yo leía a Oscar Wilde, incomunicado en aquella capital de provincia, con todo lo que pudiera tener en el mundo una significación intelectual; yo solo, encerrado y leyendo. Sin embargo, un paseo a la Dehesa colmaba las ansias del asueto. Esta tierra valenciana es de una generosidad deslumbrante. La ciudad estaba dormida, pero la huerta tenía siempre una exuberancia vital de preñez suntuosa. Entonces yo pude acercarme al hombre ya muerto que me daba sus libros. Cualquiera puede conocer de Wilde minuciosidades de su vida tan dramática. Y luego yo me preguntaba: ¿Y Miró? ¿Cómo es Miró? ¿Dónde está Miró? En algunas conversaciones aisladas y en mis veraneos en Alcoy, supe que era alicantino -mi padre recordaba haberle visto en su belleza juvenil. Se decían sobre él frases sueltas: Vive en Madrid. Es un gran corazón. Muy retraído. ¿Está casado? Don Antonio Maura lo hizo venir de Alicante...

Y leyendo El Obispo leproso, mi curiosidad por conocerle no tuvo límites. Entonces ya sabía yo más sobre Miró. Comencé a ilusionarme con un viaje a Madrid. Y fui precisando sus contornos. Recuerdo la emoción de mis evocaciones y que todos en casa compartían mi júbilo. Hay que imaginar a un muchacho de provincia, de cierta sensibilidad -y que por rara excepción se ha encontrado alguna vez con una persona atrayente- ante la perspectiva de conocer a Miró.

Fui a Madrid, y a los dos días, desde mi cuarto del hotel, telefoneé al Ministerio de Instrucción pública, a la sección de Bellas Artes. Recuerdo el efecto de su voz y la forma como me preguntó:

-¿Dónde vive usted?

-En el Hotel Savoy.

-Estamos entonces muy cerca. No nos separan más que un convento de monjas y el palacio de un duque.

A las seis de la tarde del día siguiente debía ir a verle. Yo estaba con el ánimo verdaderamente arrebatado. De esto hace ya unos cuatro años y no he vuelto a encontrarme en la misma calidad de ilusión estremecida. Hablar con el hombre que había escrito Las figuras de la Pasión y El Obispo leproso. ¡Las sensaciones más hondas de toda mi adolescencia! Los libros que parece que desempolvan el punto generoso de nuestra psicología, la hipóstasis del hombre con todo lo creado. Y, sin embargo, ¡con qué facilidad nos acercamos a estos hombres! Es porque sabemos que su jerarquía no consiste en cosas objetivas -las arcas de los padres o los apellidos de los abuelos-, sino que es una jerarquía intelectual; y la inteligencia es esencialmente democrática.

Era de noche ya, porque estábamos en noviembre. Aquella casa olía a hierbas del campo en infusión -había una ancianita enferma. Una atmósfera tranquila, muy difícil de describir. Lujo, no. Elegancia en el sentido vulgar, tampoco. Ningún rastro de clase media española. Todo era agradable, sobrio, cómodo. Las maderas, de calidad. Bien templadas las habitaciones para una conversación de invierno. Y Gabriel Miró me llevó a su cuarto de trabajo, pequeño, recoleto, con una chimenea de mármol -un poco de casa francesa-, con los maderos del balcón cerrados, y una luz que no desnudaba los contornos, como si no fuera eléctrica. Me hizo la impresión de que vivíamos una de esas veladas de campo, en otoño, en esos días en que el campo se va despoblando de gentes de la ciudad, y sólo los favorecidos de la fortuna se quedan en esa bellísima decrepitud de la Naturaleza.

¡Cuando se piensa en aquella voz de Gabriel Miró! Bien timbrada, de su boca no salían las palabras secas, sino que parecían recoger una pastosidad inefable del paladar. Hablaba despacio, y con su mano derecha -recuerdo también su mano bien modelada- se retiraba a intervalos una crencha caída sobre la frente, y que le iba muy bien; en aquellos momentos en que la crencha le colgaba, Miró parecía enteramente juvenil; se hubiera dicho que era un compañero nuestro. Pero, ¡qué coincidencia! Gabriel Miró se parecía a Oscar Wilde. En los dos, las mismas «facciones cinceladas», los mismos cabellos lacios y pálidos, el busto potente, de arrogancias. Aunque esa momentánea semejanza era tan sólo de líneas. La expresión era bien distinta. En Wilde, el placer -aun cultivando siempre un placer de calidad, elegante- acabó por derramársele blandamente por la faz; es la nota molesta de algunos de sus retratos. En Miró, por el contrario, esa su especie de ascetismo -elegante también- parece ser que le fue rechupando poco a poco la parte de animalidad, y de ahí ese rostro dorado y tranquilo con una leve y extraña obsesión en los ojos. Sí; al recordar a Gabriel Miró piensa uno en su voz y en sus ojos. O en su mirada. No era una mirada distraída, incorrecta para el visitante, sino que no estaba detenida allí, dentro de los límites del mundo visible. Parecía que sus ojos recibían luz de mar, de cumbres, de confines abiertos. No creo que estas notas sean muy subjetivas. Cualquiera que se haya acercado a Miró se habrá sorprendido de la expresión singularísima de sus ojos, y me gustaría encontrarme con algún pintor o dibujante que haya pretendido plasmar su retrato, porque seguramente que encontró dificultades para dar la nota exacta de poesía recóndita, que temblaba húmeda en aquellas pupilas y que no era sino el reflejo de algo más profundo: de un espíritu selectísimo y de una de las almas más bellas de nuestro tiempo. Hablamos aquella tarde desde las seis hasta las nueve. Al saberme alicantino y que pasaba largas temporadas en los campos de Alcoy, Miró se interesaba por la situación de mi finca, hablaba del paisaje, decía nombres de masías. Se le notaba el ahínco con que recordaba todo aquello. Algo parecido a esto:

-Por allí tenía una casa mi abuelo. Una masía. Fui a pasearla el último verano. Quedaba sólo una carrasca y un aljibe seco. Me hubiera gustado poderla comprar. ¡Qué felices son ustedes los que pueden vivir en el campo! No venga usted por Madrid, ¿para qué? Intérnese usted allá en Alcoy y trabaje...

Todo dicho con mesura, con su voz armoniosa. Y luego...

-Pero deduzco por su conversación que usted se desenvuelve en un ambiente católico. Y a pesar de ello, ¿le gustan mis libros?... Ha nombrado al arzobispo, a un padre escolapio; pero, ¿es que ese padre escolapio, amigo de su casa, lee también mis libros? ¿Y no se los prohíbe a usted?... ¡Es extraño! Créame que no deja de producirme asombro y satisfacción. Yo he sido terriblemente combatido por las gentes de Iglesia. Se me ha presentado como un sectario peligroso. Ya ve usted; luego de la publicación de mi El Obispo leproso recibí avisos de que no fuera por Orihuela porque los ánimos estaban levantados con encono hacia mí...

Yo sabía ya mucho de toda esta campaña de difamación por medio de la prensa -prensa de las extremas derechas- y de la intriga. Pero ahora lo estaba oyendo de los labios de Miró. Y él lo contaba serenamente, sin arrebatos ni injurias; más bien en el fondo se le descubría una melancolía velada, una sensación dolorosa de desengaño. Y en todos estos años en qué España, por muchos matices, tiene remembranzas con Rusia, yo pensaba que el caso Miró aquí era en cierto modo el caso Tolstoi allá. Y cuando una nación hace posible que esos casos florezcan y hasta fructifiquen, es que la tierra -el régimen- está podrido. Y sin embargo un ortodoxo y un católico de los buenos tiempos hubieran hecho de Tolstoi y de Miró los estandartes de sus ideas; y en esta época de crisis en las creencias religiosas se hubieran atraído por todos los medios a estos dos hombres de mentalidad superior y de corazón profundamente cristiano. Pero prefirieron en ambos casos perseguirlos, porque los dos poetas levantaban las alas sobre la estrechez de los cánones. Dejando aparte el lado religioso y el lado moral (completamente en decadencia), a esos directores de la España negra no les resta ya ni inteligencia ni sentido diplomático.

Al final entró la esposa de Miró. Se descubría en ella la ansiedad por recoger la impresión del visitante. Llevaba un tocado severo y un gran manto negro sobre los hombros, prendido en el pecho con un broche antiguo. Una señora de Pantoja, pero con la simpatía de nuestros días. La charla tenía en los últimos momentos una intimidad sincera. Respirábamos atmósfera del campo nuestro de Alicante.

Cuando salí de allí llevaba sobre mi ánimo una inmensa satisfacción. Haber participado durante unas horas de la amistad de un hombre representativo, cuya sensibilidad imponía normas nuevas a Europa.

Durante aquel invierno le visité varias veces. Algunas mañanas iba a verle a su sección del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes. Paseábamos por aquellos tránsitos sin luz, desolados y horribles, con el olor de las colillas burocráticas. Miró parecía allí un hombre que cumpliera condena -un poco la cara de Wilde en la cárcel de Reading. Sus ojos tenían una extrañeza cotidiana de que las cosas fueran como son. Le caía la greña sobre la frente, acentuándole su distancia de aquel lugar. Recuerdo claramente el tema de sus conversaciones. Me aconsejaba el abandono de la vida fácil y mucho más aún del arte fácil, que fluye sin pena ni gloria -váyase usted al campo, era el estribillo de su conseja-; sólo lo que se produce con sufrimiento tiene un verdadero valor. Me contaba todos sus desvelos angustiosos hasta plasmar prístinamente Las figuras de la Pasión del Señor. En verdad fueron dos años de reconcentración sublime, en los que toda la Palestina del Rabbí jeschoua Nazarieth, se estaba despertando en su alma, inundándole sus sentidos. Y luego nos la ofreció tan caliente, con un temblor que olía a él mismo, como si de su seno hubiera salido volando una paloma.

Y decía Gabriel Miró: «Los críticos han desvirtuado mi trabajo. Dicen que escribo con dificultad; pero no se trata de eso: creo con dificultad. Yo necesito ver las cosas antes de escribirlas; necesito levantarlas, tocarlas. He tenido verdaderos días de obsesión hasta que conseguí apresar las figuras de Judas o de Poncio Pilatos, y horas enteras me forzaba físicamente hasta acercarme, hasta sentir en mí mismo el suplicio de la inmovilidad en la cruz... ¡Algo terrible, créeme!... Pero luego, cuando llega el momento de escribir, me brota todo espontáneamente. Mi editor me regaña porque no le envío una obra cada año. ¡Si yo pudiera! Pero cada mañana he de venir aquí, a este rincón absurdo, y esto me corta por completo la ilación; así no puedo trabajar. Los domingos tan sólo los dedico a mi obra; pero es poco tiempo, no puedo abstraerme de la pesadilla de toda la semana... Váyase usted al campo y trabaje; aquí no hará nada, absolutamente nada».

Habría que reflexionar mucho sobre esto. Y no precisamente una reflexión estereotipada, para gritar de nuevo ante la plebe -desde luego no vaya a confundirse plebe con pueblo-: ¡injusticias!, ¡injusticias! ¿Para qué? ¡Si luego de la gritería las injusticias quedan arraigadas en el medio ambiente en que se sigue viviendo! Una reflexión individual, hecha para uno mismo, sin miras a ninguna edición; que de este modo, cada uno reflexionando por su cuenta se conseguirá un todo reflexivo y eficaz. Tenemos ante nosotros un hombre selecto, con una labor consciente que realizar en la vida. Y este hombre no pide más que eso: una masía, un rincón en su campo; ¡es bien poco! ¡Y en esta época del capitalismo y de los lujos insólitos! Pero no podrá ser. Este hombre selecto tendrá que morirse sin su masía, sin su rincón de campo. ¿Por qué? ¡Quién lo sabe! En las clases reaccionarias y conservadoras, hasta sus miembros honrados -no cabe duda de que los hay- acallarían sus conciencias con aquello de: ¡qué le vamos a hacer! ¡Es la vida! ¡Dios lo ha querido así! ¡Qué mala es la sociedad! Pero ni por un solo momento hay que pensar en que se reforme nada. Las cosas son como son. Nada de sendas nuevas. Ante estos comentarios se siente en el alma una frialdad de muerte. Vivamos en la injusticia, porque habría que hacer mucho ruido para desprendernos de ella. Y aun así ¿nos desprenderíamos de ella? Y se cita el caso de Rusia. Claro que toda esta gente no puede comprender la maravillosa experiencia histórica de lo que allí está pasando. Lo enfocan desde la estrechez de su punto de vista burgués. Van siempre al caso concreto, sin tener para nada en cuenta las líneas generales de una nueva manera de vida...

Pensaba yo en todo esto cuando salía al mediodía con Gabriel Miró del Ministerio de Instrucción Pública. Espléndidos automóviles abrían y cerraban sus portezuelas con ese sonido blando y hermético al mismo tiempo, que es un motivo de elegancias en la técnica de la vida moderna. Avanzó uno especialmente jerárquico; los ujieres y el personal subalterno se destocaban. Dentro iba un personaje muy menudillo, que era el Ministro -tan menudo que antes de veinte años nadie se acordará de su nombre. En todas las manifestaciones de la vida pública la misma sensación de falsedad, de rutina. ¿Por qué las medianías un poco adobadas han de alcanzar siempre éxitos tan rotundos? He observado que hasta los chauffeurs llevan mucho más a gusto a una medianía que a un hombre de genio. ¿Porque pesan menos? Quizás; pero también porque en países como España las medianías son las únicas que pueden pagar a los chauffeurs sueldos elevados.

Observaba a Gabriel Miró en la calle. Ni el sombrero, ni el abrigo le iban bien; parecía como que le molestaban -algo que dice mucho en su favor, en cuestión de indumentaria. Es por eso que algunos han dicho de él que lo imaginaban vestido de obispo. Aquel tránsito del Ministerio a su casa, por el Paseo del Prado, a esa hora tan movida del mediodía, se le hacía penoso. Yo le encontraba algunas veces a mi salida del Museo. Sus ojos abstraídos y la frente con sol, como Don Magín, porque «traía el sombrero derribado hacia la nuca». Siempre me preguntaba: ¿Pero todavía está usted en Madrid?...

Recuerdo con toda claridad una tarde de domingo en su casa. Conocía ya a sus hijas: Olympia y Clemencia. Él las tenía en una fotografía kodak sobre la chimenea de mármol de su cuarto de trabajo. Creo que en aquella fotografía, en una sierra alicantina, las hijas se le ofrecían al padre en el sabor literario que él apetecía: Figuras de Las cerezas del cementerio. Está aquella tarde de abril grabada en mi memoria, y desde aquí, desde mi distancia -de lugar y de tiempo- la veo diáfana, con el olor y la transparencia de todos sus momentos. Los balcones abiertos y entrándose en las estancias el oro verde del Paseo del Prado. Desdoblábamos unos lienzos del paisajista Adelardo Parrilla, que estaba con nosotros. Los traía desde Cocentaina, y decía Miró: «Esto huele a nuestro verano caliente». Efectivamente, cada lienzo desdoblado nos despertaba un eco de cosas vividas, andadas. Gabriel Miró llevaba una chaqueta de pijama, y sobre la frente la greña pálida de sus momentos de intimidad. Su mujer y su hija Clemencia venían a charlar un rato desde otras habitaciones. Nos sirvieron unos refrescos en un cristal muy limpio y pastas en unas bandejas de plata. Merienda valenciana con las sirvientas de uniformes veraniegos muy planchados, de un color tierno azul porcelana. Tengo la emoción de aquella tarde con mucha y mucha felicidad. Miró se sentó en una butaquita, apoyado en las vidrieras del balcón; sus ojos a la altura de las frondas. Hablaba largo rato, con su voz sustanciosa. Exponía siempre el ahínco del artista por apresar la vida, las terribles dificultades que hay que vencer hasta dejar en una página un trozo de vida viva. Y acababa diciendo: «No hay nada tan difícil como escribir. Desde luego la literatura es la más difícil de todas las artes. La literatura y la música. El color es menos sutil que la palabra, lo que facilita en gran manera su empleo; además de que el artista que escribe ha de crear las tres dimensiones. En cuanto al escultor es siempre el de labor más basta. Salvo honrosas excepciones, en todo escultor hay siempre un tanto por ciento de picapedrero». Parece que estoy oyendo aún la entonación grave y convencida con que eran expresadas estas cosas. Porque conviene decirlo ya. Se ha hablado mucho de la bondad de Miró, de la honradez de Miró; hasta un periodista ha dicho «el bueno de Miró». Pero aclaremos conceptos. En España, sobre todo entre la burguesía y las clases conservadoras, ser bueno es aceptarlo todo, pasar por todo y no permitirse uno la menor crítica a lo alto, a lo establecido. Para algunos hasta el tener ideas propias es un síntoma de orgullo y hasta de maldad. No necesito decir que en ese caso Gabriel Miró estaba lo más lejos posible de la bondad y de la honradez -hasta dicho en esta forma me parece que ofendo su memoria. Gabriel Miró no tenía ninguna afinidad posible con esa bondad muerta, que únicamente pueden permitirse los poco inteligentes o aquellos que por algún motivo viven al margen de su conciencia, de su época y de la Historia. No era un hombre de lucha, como todo artista puro, y sin embargo como hombre puro también, como hombre recto y consciente, en su intimidad se debatían las crisis agudas de nuestro siglo. No era Miró de estos hombres que no hablaban por no ofender a alguien, ni por ofender tampoco, sino que para él, entre el ofender y el no ofender -que al fin y al cabo a estas alturas ha quedado reducido a una huera fórmula de salón antiguo régimen- estaba la verdad.

Yo le escuché esta frase: «No recuerdo haber dicho nunca que siento admiración por alguien».

Si se le hacía saber que un personaje oficial cualquiera, Ministro, Académico, etc., era un entusiasta de su obra, respondía con mucho aplomo: «No lo crea usted. No ha leído ninguno de mis libros».

Tengo grabadas algunas frases de aquella tarde. Se hablaba de Europa, y Miró dijo de los suizos: «Son abominables. Un país de siervos. No han hecho otra cosa en su vida más que alistarse en la Guardia personal de un señor que ni siquiera es su Rey».

Otra frase que recuerdo: «No cabe duda de que en la actualidad los jesuitas son los fariseos de la religión, así como los franciscanos son los samaritanos».

Y hablando de un Ministro, cuyo solo recuerdo es censurable: «¡Es desmoralizador! A todo hombre honrado le hace perder al día cinco minutos pensando en cómo se le podría asesinar».

¡Qué terrible golpe para los que creían en la bondad casi mesiánica de Miró! Sólo que con mucha frecuencia los conceptos dan una vuelta de campana. Y en aquel momento en que Gabriel Miró se expresaba en esa forma, la verdadera honradez consistía en expresarse así.

Por otra parte, la calidad de amable de Miró no era de las que se consiguen estudiando tratados de Urbanidad. Esa cortesanía que huele a falsa. En cuántas casas había observado yo los deseos de epatar al provinciano, al muchacho de bazar, sobre su libro. Sólo que el muchacho provinciano, con su instinto más sano, más aireado, se divierte íntimamente, viendo cómo los borreguitos hacen esfuerzos increíbles por aparecérsele como elefantes. Por aquel entonces yo había recogido ya una serie de frases sobre mi último libro. Gabriel Miró no me dijo más que esto: «Usted va demasiado deprisa, y eso es un peligro». Pero me acuerdo con qué satisfacción recibí de él la nota subrayada de una frase. Estaba leyéndole mi comentario al retrato de María de Médicis, por Rubens, y en el momento de: «Y allí está en el Museo del Prado, muy repantigada y muy guapa». «Eso está muy bien -interrumpió Miró-. Exacto. Muy repantigada y muy guapa».

Fue una de las últimas veces que le vi. De él se desprendía una serenidad interior, una armonía de pensamiento, una madurez estética. Ni un átomo de superficialidad, de banalidad, de lenidad. El haberle conocido deja una huella inmarcesible en el alma.

Gabriel Miró ha dejado una obra completamente madura. Cualquiera de sus páginas es un taller perfecto de prosa condensada. Pero asombra el pensar qué nos hubiera dado este hombre ahora, en la plenitud de sus facultades. Esa melancolía especialísima de sus enfoques -que nada tiene de romántica-, aparece ya en sus primeros libros. Miró mismo nos habla en unas líneas autobiográficas: «No olvido nunca -dice- mis largas temporadas pasadas en la enfermería de un colegio de jesuitas, desde cuyas ventanas he sentido las primeras tristezas estéticas viendo en los crepúsculos los valles apagados y las cumbres de las sierras encendidas de sol». ¡Tristezas estéticas! ¡Cuánto nos ayuda ese concepto para la mayor comprensión del paisaje en Miró!

Me ocupé en este breve estudio de Las figuras de la Pasión del Señor, de Nuestro Padre San Daniel y de El Obispo leproso, las tres obras que resumen toda la calidad literaria de Gabriel Miró. Sin embargo, en alguna otra de sus obras, en Humo dormido, Miró logra una finura de pensamiento, de evocación de distancias y de estilo realmente exquisitos. El nombre mismo, el título del libro, el Humo dormido es el más bello nombre que haya podido ostentar nunca ningún libro. Mucho más bello aún cuando se acierta a penetrar sus significaciones.

Ha escrito también: Del vivir. Apuntes de parajes leprosos, Nómada, La Novela de mi amigo, Las cerezas del Cementerio, El abuelo del Rey, El libro de Sigüenza, Años y leguas, Corpus y otros cuentos, Niño y grande, El ángel, el caracol y el molino, Dentro del cercado y la Palma rota. Ahora preparaba Las figuras de Bethleem y una novela, La hija de aquel hombre. Gabriel Miró ha muerto el 27 de mayo de 1930.




ArribaAbajo- VII -

Gabriel Miró y la Real Academia de la Lengua


El que Gabriel Miró haya muerto sin pertenecer a la Academia Española no tiene nada de asombroso. Tampoco pertenecen a ella Unamuno ni Valle-Inclán. ¡Qué decir de Ortega! Ya lo dijo Julio Camba: «[...] en la Academia hay muchos obispos y muchos generales. También hay algún escritor». Porque en España se es consecuente en el criterio. Aquí no hay posibilidades de ser arbitrario; se es sistemáticamente injusto. Pero el caso de Miró ofrece características de iberismo puro. De Valle-Inclán nadie pensaba ya en hacerle académico, ni mucho menos a Unamuno, «loco de remate», según la autorizada opinión de los militares y las modistillas. Pero hace unos años, cuando quedó vacante un sillón de la Academia se pensó en Gabriel Miró. Toda la intelectualidad española aprobó de antemano la candidatura. Gabriel Miró honraba a la Academia, donde junto a la prosa diáfana de Azorín, él aportaba la suya reverberante y cálida. Él era pudiéramos decir un científico del idioma, que daba nuevas significaciones y abría cauces vírgenes a las palabras. He ahí su título más alto. Porque en la Academia Miró no hubiera ido a integrar el grupo de señores -quizás necesarios- que expurgan el idioma, sino aquel otro -¿grupo?- que lo enriquecen con sus aportaciones de matices.

En los oídos sinceros de Miró el rumor de su nombramiento le trajo una instantánea de posibilidades de vida suya: abandonar el Ministerio, temporadas de campo, reconcentración en su obra... Y hubo de confesarse a sí mismo que el nombramiento de académico le abría una perspectiva de bonanzas.

Pero, ¿cómo comenzó la campaña? Fue cuando la publicación de El Obispo leproso. Algunos periódicos partidistas hicieron una crítica apasionada y acerba de la obra de Miró. Desde el punto de vista religioso se le declaró como algo nefando, y literariamente se dijo que no tenía la menor noción gramatical y que su construcción era viciosa. En la prensa misma de Orihuela -la Oleza de Miró- se le atacaba en una forma terrible, y como Miró deseara hacer un viaje con su familia para visitar el colegio de jesuitas donde había cursado sus primeros estudios, un amigo hubo de aconsejarle el que no se acercara por aquellas tierras, ya que los ánimos, exaltados, pasaban por un momento de saturación peligrosa. Iberismo puro. Recuerdo que entonces Francisco Pina, que también había estudiado en el mismo colegio, escribió tres artículos muy justos y admirativos hacia la obra de Miró, haciendo todo lo posible para que en Orihuela se leyeran en todos los Clubs y Casinos.

Ya la campaña contra Miró había comenzado, aunque más encubierta, cuando aparecieron Las figuras de la Pasión del Señor. Este libro, una de las joyas más auténticas de la literatura contemporánea, había atraído hacia Miró la atención de las mentalidades serias. No cabía duda que en aquellas páginas se desvelaba una de las sensibilidades más asombrosas de nuestro tiempo. Y cuándo de una parte se estaban saboreando aún las delicias, de otra comenzaron a dispararse los primeros chispazos. Don Antonio Maura, entonces presidente de la Real Academia Española, personalidad completamente ortodoxa dentro del catolicismo, escribía: «No me causa maravilla que las personas muy versadas en lecturas piadosas y en meditaciones recogidas y cordialmente efusivas acerca de la Pasión, lean con extrañeza las páginas de Miró y noten como irreverencia el acto mismo de tomar los asuntos por el solo lado estético, aun tratándolos magistral y delicadamente. Paréceme a mí que no se lesiona con esto la piedad de los creyentes, puesto que la pluma profana no pierde el respeto ni un solo instante; y no acierto a reputar vedada a la pluma una artística reproducción en que los pinceles de los más afamados pintores se ejercitaron siglo tras siglo, por encargo y bajo el patrocinio de las mayores autoridades de la Iglesia». Y aquí no hay partidismo; todo lo contrario, puesto que estas apreciaciones estaban hechas por un hombre que algunos llegaban a tachar de beato. Pero el solo hecho de que una obra de arte de primera calidad despertara estas discusiones absurdas, demuestra hasta qué punto en España las cosas se han salido de sus cauces. La campaña continuó odiosa, hasta conseguir el que Gabriel Miró no entrara en la Academia.

Luego de aquella ocasión, cuando de nuevo ocurre una vacante, volvía a sonar el nombre de Miró. Y me parece oírle cuando decía: «No. Una vez tan sólo consiguieron que me interesara en el nombramiento. No seré ya nunca académico. Incluso entonces hubiera sido difícil. Había que llenar el ritual de visiteo a los Inmortales. Y eso yo no lo hago».

Gabriel Miró decía esto sin énfasis, sencillamente, con dignidad de persona selecta. Entonces aparecía toda la prestancia y la calidad de su significación.




ArribaAbajo- VIII -

Dónde debe buscarse el sentido social de la obra de Miró


Ya lo esbocé en unas páginas anteriores. Miró nos lleva al campo. Un gran hallazgo, puesto que hoy día todo tiende a la ciudad. En esas dos tendencias pudiéramos ver reflejadas las dos fuerzas mayores que pulsan hoy la sociedad: América y Rusia. La Ciudad y el Campo. Toda la potencialidad de América está en la ciudad; la de Rusia en el campo. ¿Quién vencerá a quién?

Hay que confesar que en la actualidad, cuando la masa lee o va al espectáculo, es siempre en busca del ambiente de lujo, pareciéndole que sólo en ese ambiente de comodidades y elegancias burguesas logrará el espíritu remozarse de cosas elevadas. Se ha perdido el contacto con lo esencial; con el alma de las cosas. No cabe duda de que los films americanos, con su fútil y fresca falsedad, han contribuido como ninguna otra cosa a dar de la vida una imagen fuertemente capitalista. En este sentido, al cine soviético se le achaca su propaganda comunista; pero es que el cine americano es otra cosa que una reclam a todo pulmón del dorado capitalismo?

Se ha perdido el contacto con lo esencial; con el alma de las cosas, Miró nos lleva al campo, a lo que es, esencialmente nuestro. En eso reside todo su encanto social. Leyéndole se apercibe una vida sana, fragante de esencias campesinas, humanizada de bellezas humildes. ¡La belleza de lo humilde! Lo humilde con su sentido del vivir, no lo humilde andrajoso. En la obra de Miró están todos los matices raciales y señoriales de lo humilde. Los patios entornados, las frondas de los huertos, el olor de las alacenas, el condimento de los guisos. Hay en los libros de Miró una ausencia total de señoritismo, ese señoritismo deplorable, consustancial con la clase media -aprendido en la imitación de las clases gobernantes y hasta en las maneras de gobernar- y que la convierten en algo superficial y rematadamente cursi. Sin embargo, Miró no vive en el campo con una percepción anticuada de los problemas, con una sensibilidad estancada en el ayer. Todo lo contrario. Los temas de siempre adquieren dentro de su prosa una lozanía auténtica de indiscutible valor actual. Una demostración más de que no es necesario el ir a la ciudad para modernizarse, para asimilar el ritmo de nuestro tiempo. El ritmo profundo de las ideas, aunque nunca se haya subido en un ascensor. En Gabriel Miró no hay nada que sea superficial, y éste es el supremo ejemplo de su arte. Y de ahí también su valor social. Leyendo a Miró la conciencia se reprocha el haber caminado por muchas sendas sin prestar atención a las hierbecitas que crecen en sus laderas. Hemos vivido suspendidos sobre un vacío, porque nada sabíamos de lo que pisaban nuestros pies. Nos arrollaba la reverberante mecánica del siglo; pero, ¿y los cimientos? Gabriel Miró nos lleva al campo para que palpemos con los ojos, con las manos, con la inteligencia, cada una de las cosas esenciales y humildes. Apresada el alma de estas cosas esenciales y humildes, el mundo comenzará a aparecérsenos bajo una luz distinta a la de los fantásticos reflectores neoyorquinos. Una luz que vendrá de dentro, no de fuera. No la individualidad económica, sino la individualidad espiritual.




ArribaAbajo- IX -

La significación estética de Miró, y España


Gabriel Miró es el tipo más puro de escritor para minorías. Lo sería en Europa; lo es mucho más en España. Hay que aceptar el nuevo ritmo del arte con una labor intensa y socializadora. Cierto que el arte para una minoría selecta, es decir, el arte nacido exclusivamente con miras a una aristocracia, está desprovisto de sentido en la actualidad. El mundo se ha ensanchado en proporciones magníficas, y las pequeñas reuniones de cofrades son el rescoldo de una civilización que se acaba. Todo esto es palpable y auténtico. Las masas se han colocado en el primer plano y nos traen el eco fresco de una vida nueva. Pero, ¿y el problema del artista puro? ¿Es él acaso el que pretende hacer de su obra una cosa de selección para pocos? Una cosa de selección, sí; para pocos, no. El artista lleva un ansia de universalidad, y si su obra repercute tan sólo en un pequeño círculo, él se resiente en el fondo de su alma. Este tipo reconcentrado y displicente del artista puro lo han creado las circunstancias, el medio ambiente. Él preferiría el contacto más directo con las muchedumbres, con la opinión consciente, a ese aislamiento doloroso de su sensibilidad. Sería un verdadero encanto, que en mis temporadas de verano las gentes de los alrededores pudieran gozar conmigo una página de Miró, percibir la humanización de su paisaje, la trascendencia estética de sus metáforas. El pensarlo tan sólo es un absurdo. Y sin embargo, Miró no les habla de problemas oscuros, ni describe asuntos exóticos, ni pinta caracteres de otro planeta. Todo es allí sencillo, íntimo, vivido. Pero es la sensibilidad. Es el punto excelso de la personalidad del artista. Se hizo una cultura de castas, y la sensibilidad del artista estuvo por encima de las castas privilegiadas; se ha hecho una cultura burguesa, y la sensibilidad del artista sigue estando por encima de esa cultura liberal; se hará una cultura proletaria, y la sensibilidad del artista será el escollo más agudo que encontrará en su camino la organización justiciera de las masas.

El problema del artista es mucho más difícil de resolver socialmente que el problema del obrero. El problema del obrero sabemos ya que puede ser resuelto, y me refiero siempre a las soluciones más radicales, que son las únicas soluciones interesantes, puesto que son las únicas que solucionan. Pero, ¡el problema del artista! ¿Bajo qué régimen vivirá el artista? No estamos hablando del profesor, del médico, del escritor, del arqueólogo, que encontrarán sus facilidades de vida hasta en una monarquía democrática del tipo de las escandinavas. ¡Pero el artista puro! Habrá de contentarse con ser una cosa de selección para minorías, y eso a través de todos los regímenes, porque su problema no es un problema concreto de cultura, de conocimiento, ni remotamente de protección. El espíritu fascinante de una obra de arte no puede imponerse desde una cátedra ni desde un Ministerio de la Gobernación. Porque el artista no tiene una misión terrena que cumplir, no acopla dentro de ninguna división de la gran maquinaria burocrática que es el mundo. El, en su momento de actualidad, es siempre lo inútil, lo suelto, lo que no se engarza a nada. Pero la época pasa, y la obra de arte se queda prendida en el tiempo.

Es deplorable que así sea. Pero el artista no encontrará eco más que en un grupo de selección. ¿Pero esa selección ha de ser tan restringida? En España, sí. Gabriel Miró hubiera tenido mucho más público en Alemania, en Francia, en Dinamarca. Aunque él no puede escribir más que en español. ¿Pero ese pequeño grupo de sus lectores, dónde está? Y entonces resaltan los valores de intención universal de toda obra de arte puro. Porque el libro de Miró lo encontramos en pocas manos, pero en todas. O sea que en este momento muy pocas manos sostienen un libro de Miró; pero esas manos pertenecen a todas las clases sociales. ¿Que sucede eso con todo libro? No. Nada tan inexacto. Existe el libro de casta perfectamente especializado. En las manos de todas las clases sociales un libro de Gabriel Miró. Un libro leído con fruición. El artista se asoma a las habitaciones más enemigas. Penetra de goce los caracteres más opuestos. ¿Eclecticismo? No: el espíritu fascinante de la obra de arte puro. En ese caso, la selección ya no es deshonrosa. Se hizo ella sola sin que la buscara el artista. El artista dio su obra a todo el mundo de las criaturas. Y resultó que su obra era para unos pocos. ¿Hasta cuándo? ¿No hay una fiebre de redención, de superarse, de reparar lo perdido, de abalanzarse hacia metas que brillan? No importa. Hasta siempre.




ArribaAbajo- X -

El tributo de los intelectuales


Cuando Gabriel Miró ha muerto, el mundo de la belleza y del pensamiento ha tenido un minuto sincero de dolor. Un minuto largo de dolor sincero. Sin las horas falsas de dolor oficial. Ha sido el tributo de la intelectualidad de todos los países. Y el tributo hondamente sentido de la intelectualidad española. Aquella mañana de aguacero -cuando enterraban a Gabriel Miró- puede contar como nadie la emoción de las inteligencias más privilegiadas.

Y algunos de aquellos hombres han formado la agrupación de «Amigos de Gabriel Miró», con el objeto de rendir un homenaje continuo a la memoria del admirable escritor. Entra en sus planes la edición definitiva de las obras de Miró. Una edición de gran lujo, en armonía con la belleza espiritual del contenido. Cada tomo irá precedido de un estudio crítico, por algunos de los más eminentes escritores españoles, y por los más autorizados conocedores de la obra de Miró. Dada la calidad de su literatura, el prestigio de sus prologuistas y la suntuosidad de la edición, cada tomo será una preciada joya de biblioteca y un homenaje merecidísimo a uno de los mejores escritores españoles de todos los tiempos.

Los nombres que forman el comité directivo de los «Amigos de Gabriel Miró» nos darán una idea de la jerarquía de sus admiradores:

  • Presidente, Don José Martínez Ruiz, «Azorín».
  • Secretario, Don Ricardo Baeza.
  • Vocales:
    • Don Miguel de Unamuno.
    • Don Ramón Menéndez Pidal.
    • Don Gabriel Maura.
    • Don Ramón del Valle-Inclán.
    • Doctor Augusto Pi Suñer.
    • Don Ramón Pérez de Ayala.
    • Don Nicolás María Urgoiti.
    • Don Félix Lorenzo, director de «El Sol».
    • Marqués de Luca de Tena, director de «A B C».
    • Don Oscar Esplá.
    • Don Victorio Macho.
    • Don Pedro Salinas.



ArribaAbajo- XI -

Como final


Todas estas páginas no tienen otro objeto sino acercar al lector la figura de Gabriel Miró. He creído que era lo único que podía hacerse. No era yo el llamado a descubrir la maravillosa alquimia de su técnica. Ni era tampoco la labor de un trabajo como éste de vulgarización. Unos rasgos generales que nos den la emoción del hombre y de su obra. Vida sin truculencias, sin grandes gestos exteriores; obra madura, perfecta de olor. Piensa uno con pena que ese hombre ya no volverá a ofrecernos esos huertos suyos de palabras. Sólo habiéndole leído, e intensamente, se aquilata la magnitud de su pérdida. Han de pasar muchos años antes de que aparezca otro Gabriel Miró.

Valencia, 1931.








Apéndice1


ArribaDe Crónica general (1974)

Mis maestros: Gabriel Miró


Estos días he tenido que sufrir una intervención quirúrgica. Las manos -quiros está en la misma raíz griega de quirófano y quiromante-, eran amigas. Cuando Gabriel Duyos venía para su visita diaria entraba cantando, no sé por qué lírica digresión, los primeros compases de I Pagliacci de Leoncavallo, que yo le cerraba desde la cama con el consabido: Io sonno il prologo!; frase musical que nuestros padres iban a escuchar con gran conocimiento de causa, y por la que se les revelaban en el acto las excelencias de un cantante. Tal vez quería decirme: soy el prólogo de tu nuevo renacer a la salud. Me enseñó, en unos tubitos, mis piedras, inquietantes minerales lunáticos, negroverdosos, que extraídos a la luz, nos instruyen sobre el hecho de que la vida de un poeta, su vida de fondo, no está sólo tejida de claridades. Bajo tales auspicios benéficos, una noche, la monja guardiana de turno, una jovencita con gafas de plata, dijo que si me apetecía una horchata de almendras la llamara en cualquier momento. ¡Horchata de almendras! ¿Cuánto tiempo que no se me habría ofrecido algo tan sugeridor? Y, como ocurre con las asociaciones, que se incorporan como gasas superpuestas creando unidades nuevas, no sé si la resonancia del nombre Gabriel, o la entrada inesperada de la leche de almendras, por esa evocación del paisaje pétreo de Alicante que llevaba en sí, y también, sin duda, la palmera de oro que yo veía en el centro de mi ventana, empapada en el azul pálido del otoño levantino, hicieron que el nombre de Gabriel Miró se instalara en mi memoria.

Estar enfermo es dulce, dice un hemistiquio del primer verso de mi Homenaje a Chopin. La reconstrucción que siguió a la presencia de Miró en aquel cuarto me hizo comprender, como en otras ocasiones, que nuestro pasado, en este caso mi juventud, no es un mero recuerdo, una sombra, y que, por el contrario, está tan vivo, como nuestras piernas o nuestras sienes; está palpitante. Que, lo que fuimos, somos, y que cualquier trozo de nuestra vida no es más que un espacio circunscrito y comunicante de nuestras posesiones en las que, de pronto, se encienden unas luces y la representación comienza. Estábamos en el 27, yo tenía, apenas, veinte años, y me había instalado en el «Savoy», un hotel íntimo, elegante, silencioso, sin hall ni bullicio, género hoy desaparecido. Mi misión allí era la de conocer a Gabriel Miró. El contacto con la literatura española se había producido ya: las Sonatas de Valle-Inclán podían ser, en aquel momento, la mejor ilustración de mi gusto; género peligroso: modernismo, decadencia, atracción del pasado, más como un tapiz que como épica, pero que, y a través de todo ello, una como búsqueda de claridad, de sencillez, de mayor sinceridad expresiva, de renovación de fondo y forma. En realidad mi ídolo era Wilde, que introducido en España por Ricardo Baeza, expresaba como nadie, con brillantez cautivadora, esa sincronización del tiempo moderno con la antigüedad en cuya oscilación trascendente se extasiaba mi alma; entendiendo por antigüedad el mundo helénico. Entonces, un compañero de universidad de curso superior, J. M. E. y que se mantenía, como nadie, al acecho de novedades, un alumno de excepción, con un largo y prematuro rostro filosófico, y del que se murmuraba por los claustros su postura socialista, me habló de un libro que, según él, estaba hecho a mi medida: Las figuras de la Pasión del Señor. Él sería también quien me puso sobre la pista de Proust y el que me aconsejó la lectura de una obra, por entonces, en España, ignorada por todos, el Corydon de Gide. Juega pues, en mi vida, el papel de Mentor o de Diablo. Cuando compré los dos tontitos encuadernados, decorados con alegorías evangélicas, dos tomitos tan manejables, tan para salir al campo con ellos cuando salir al campo era aún dar un paso de la última casa al primer sembrado, abrí uno y leí su frase inicial: Levantaron las mujeres sus ojos al azul de la tarde y prorrumpieron en palabras de júbilo y bendiciones al Señor. Todo Miró está ya en esas palabras primeras que me auparon, de un tirón, hasta la pequeña torre almenada desde la que Miró contempla las cosas. En menos aún, sólo en ese «al azul de la tarde», está todo Miró: su fervor, su embebimiento, el latir de su añorante desasosiego, su tristeza; su tristeza jubilosa como él hubiera dicho. Toda la obra de Miró es triste, en azul. Triste está mi alma hasta la muerte. He ahí la impronta cristiana en el nítido azul de Levante. Mi conquista no fue meritoria; estaba predispuesto. De niño, en Játiva, había oído, deslizándose hacia la ciudad, a través de la tapia del jardín de mi abuelo, cantar a los arrieros de paso trotador y de voz penumbrosa. Cuando un país y una cultura someten a una sensibilidad virgen a la presión de tales torturas de belleza su destino está abierto, abierto herméticamente, por así decirlo. La tierra tuvo siempre, para mí, voz; no ya paisaje, extensión o hermosura, sino voz: voz, alma, oscuridad, misterio. Y eso es lo que encontré en Miró, el inesperado prodigio de alguien que había oído, que había quedado preso de esa extrañeza de escuchar, de escuchar el silencio que las cosas, visibles, del mundo callado, contienen; que lo había escuchado y quería apoderarse de ello, de lo que oía o de lo que, en su ahínco, necesitaba oír. Toda la obra de Miró es el relato de ese peregrinaje suyo, de solitario, a través del paisaje, intensamente expresivo, del silencio; y el afán, gozoso a través de la tortura, de prestarle palabras a ese silencio, de prestarle palabra humana, pidiéndole, en cambio, a la tierra, más que inmortalidad, descanso. Esto, esto sólo, ese propósito, es lo que hace de Miró un escritor importante y como providencial; lo otro es lo novelístico, lo regionalista, lo intimista, lo familiar, virtudes menores. Lo que cuenta en Miró, lo grande, es lo otro, lo que podríamos llamar la pasión de la tierra, su afincamiento en ella, sólo que sin olvidarse de su lastre humano, de su humanidad, de su felicidad, y de su tristeza, y a ese Miró es al que yo iba a ver, al Miró de las Geórgicas españolas y, más determinadamente, alicantinas. Un Virgilio bautizado y al que se le ha clavado una áspera espina, dulce, en el corazón.

Oí su voz, por teléfono, una voz timbrada, ligeramente pastosa, de las que resuenan en la bóveda del paladar; dijo: Lo separa a Vd. de mi casa -Paseo del Prado, 20- un convento de monjas y el palacio de un duque -el del Infantado. La cita fue para la tarde. Yo me vestía, entonces, mucho más seriamente que ahora. Llevaba sombrero duro, como mi padre, trajes negros con listilla blanca, abrigos ingleses semientallados, aquel día de color canela, botas de charol con caña de antílope, un bastón claro y, suprema impertinencia, colgado de una cintilla de moiré, un monóculo inservible montado en una circunferencia de oro. Nunca supe lo que pudieron decir ni el efecto, en aquella casa, de una tenue tan irreprochable pero que, precisamente, mis pocos años convertían en un juego no se sabía bien si serio o irónico. Evoco la casa de Miró como la de un tiempo desaparecido y que no está ya en ninguna parte. Una calma, un silencio, un bienestar. Muebles robustos, nogales y caobas, alfombras, cortinas. Nada espectacular ni atildado. Un orden confortable; olía a sahumerio, a las hierbas, sin duda que ardían invisibles, en algún brasero, las de Mariola. Olor a las cerezas del cementerio o al Obispo leproso, me dije. Una sirvienta uniformada, de negro, con cuello y los puños blancos de la época, me condujo a una sala despacho, con cojines de tapiz en colores de cerámica antigua. Gabriel Miró entró poco después. No sólo no defraudaba; se sentía uno, por el contrario, ante el ser que había ido a buscar. Miró tenía un físico; no todo escritor lo tiene; los hay, como don Pío Baroja, con una fisonomía disuelta en su obra, otros como don Miguel de Unamuno, o don Ramón del Valle-Inclán, convertidos en imaginería de sí mismos. Miró tenía el rostro natural de su prosa, es decir de su alma. Era un hombre, aquel día, de cuarenta y tantos años, proporcionado y hermoso: la expresión de su rostro retenía la atención por su nobleza, rostro de rasgos, como él hubiera dicho, cincelados, y en medio de los que, la mirada más que los ojos, imponía su presencia, una mirada clara, transparente, azul, más que de visionario de escrutador de distancias y de succionador de luz, de luz astral, de luz, por decirlo así, geográfica, de mar, de firmamento, de cumbres, sólo que acoplada a los volúmenes significantes de la pequeñez de las cosas; lo contrario, aunque pudiera parecérsenos, como soñador, de una mirada perdida. En su atuendo no había nada que resaltar; se le evoca de oscuro, sin toque de color, destacándose tan sólo del conjunto, como en algunos retratos del Greco, el rostro y la mano, de equivalente calidad; la mano blanca, de dedos alargados, aunque no esqueléticos, dedos que han conservado una ligera adiposidad en torno a las falanges, a la que deben luego esa esbeltez torneada que remata una uña plana, rosa y semilunar.

Lo vi aquel año con asiduidad, en su casa, o bien iba a recogerlo al Ministerio de Instrucción Pública, donde ocupaba un despachito, solo; el puesto se había creado para él a instancias de don Antonio Maura, que lo admiraba. Un ministerio, entonces, era un caserón con cortinajes y arañas de la época de la Restauración, donde reinaba una calma casi atrayente. Salíamos a la calle, al mediodía, y a Miró, visto así, a la luz cenital, le caían mal el abrigo y el sombrero, como si no fueran las prendas que le hubieran convenido: un manteo o una toga. Siempre me acogía repitiéndome: «¿Aún está usted aquí? Váyase de Madrid, aquí se pierde el tiempo; váyase al campo, a su Alcoy, y escriba. No tiene otra finalidad; es la nuestra, recogernos y crear nuestra obra». Miró parecía un desplazado. Un campesino de gran prosapia al que en la capital se le ve, por una torpeza ensimismada, su cariz campero. Se piensa en Virgilio y Horacio viniendo de su quinta a la corte de Augusto. Valle-Inclán destacaba en Madrid, yendo y viniendo de su granja El Henar, pero era su medio, lo que le permitía cultivar su extravagancia, allí o donde fuera; Miró estaba arrancado del suyo, de su pegujal de roca viva, y, como el albatros de Baudelaire, aleteaba desgraciado en un aire hostil. No se lo imaginaba uno en el teatro, ni en el café, sino correteando la Aitana, con un cayado, o bien escrutando la vecindad, tras un balcón con visillos de una casa de provincia. En mi frecuentación fui conociendo a la familia. La mujer entró el primer día, al final, como quien busca recoger la impresión del visitante. Ella y las hijas reverenciaban al padre y se sentía bien que la casa entera vivía pendiente de él y dispuesta a conmemorar, en cada momento, la existencia en común. La esposa de Miró me recordó un Pantoja, por su talante y su austeridad, con el pelo recogido, vestida de negro y envuelta en amplio chal prendido al pecho con un broche de oro; su nombre de familia era Maignon, y su padre que fue cónsul de Francia en Alicante había tomado parte en las excavaciones que dieron como resultado la extracción de la Dama de Elche. Hay hombres que parecen estar casados con su amante, otros con su madre; a Miró, junto a su mujer, le resaltaba más la crencha estudiantil que se le desprendía sobre la frente. Las hijas eran muy bonitas pero no a la moda; conservaban ese aroma local de algún sitio que Madrid no había conseguido banalizar; Clemencia, la menor, que padecía una afección medular, miraba, profunda, a través de unos ojos sombreados, de un color indefinido, pero férvido, como de aceite que hierve; en ella, la sensibilidad paterna se había, como si dijéramos, decantado como el rescoldo permanente de una llama que fue. A Olimpia la conocí primero por una foto que me mostraron, teniendo en sus brazos redondos un niño gordinflón, composición en óvalo a la que Miró llamaba «su Rafael», y en la que, efectivamente, se contemplaban una madre y un niño armoniosamente enlazados, al modo clásico. Un Rafael con sangre nueva, diríamos. Olimpia, que vi luego al natural, representaba la parte de la familia en que se había asentado la salud, esa salud de levante que cobra a veces, en las mujeres, una lozanía sin velos tal vez excesivamente desprovista de sombra. Vivía en el piso encarado y estaba casada con el Dr. Luengo.

Veo, ahora, la última tarde pasada con ellos como si estuviera registrada gráficamente en un noticiario. Había llegado la primavera y el verde primerizo de los árboles entraba por los balcones. Nos ofrecieron refrescos y pastas, las sirvientas con uniformes claros que indicaban la estación. Vino Juan Chabás llamando maestro a Miró, tratamiento que se me ha resistido siempre. Estaba también Abelardo Parrilla, un pintor simpático y moderno, hombre ya sesentón que nos mostraba sus lienzos, pintados en Cocentaina, bodegones con frutas y alguna alfarería, muy justos y bien terminados, que hacían decir a Miró: huelen a nuestro verano caliente. Vino, por fin, un joven de mi edad, Eduardo Mangada, entusiasta y prometedor que iba a ser después gran amigo de mi casa, y nos dimos cuenta, de pronto, que aquello era un pequeño club alicantino; todos comulgábamos en el mismo fervor, algo así como la conjunción feliz de un astro con sus satélites. De aquel día procede en mí la idea de que el tipo varonil de Alicante, dados los ejemplares que tenía ante mí, Chabás y Mangada ostentaban, los dos, cabezas notables con nariz perfecta y ojos espléndidos, resalta por la belleza de sus rasgos latinos, no obstante tenerme que excluir de la observación, ya que un cierto aire volteriano que me descubrió un día no sé quién, no me permitía figurar en los lindes de aquellos cánones clásicos. Miró se dolía. Había sonado su nombre para la Academia y el proyecto naufragó, como suele ocurrir en un mar de intrigas contrapuestas. Por otra parte, una campaña contra él, movida por el ultramontanismo ibérico, llegó a extremos tales como el que se le hubiera que aconsejar el no aparecer por Orihuela -la inolvidable Oleza murmuradora y clerical de Nuestro Padre San Daniel-, que Miró se proponía visitar con su familia para mostrarles el colegio de jesuitas del que había sido alumno contemplativo y perspicaz. En este aspecto el caso Miró nos recuerda, en España, el de Tolstoi en Rusia, dos hombres profundamente cristianos señalados con el dedo delator por una concepción autoritaria, huraña y resentida de la religiosidad que ha ocasionado más bajas que «triunfos» y a cuya crisis esperanzadora estamos asistiendo. Pero la huella quizá, más amarga, como artista, la había ocasionado Ortega y Gasset con uno de sus folletones de El Sol, en el que, con sus razones perfectamente trabadas, negaba a Miró, respetándole su originalidad estilística -a Miró, venía a decir Ortega, hay que leerlo, para protegerse del resol, haciéndose con la mano visera sobre los ojos-, el título de novelista. Es una apreciación nada desdeñable sobre la que no puedo extenderme y de la que he expresado mi parecer al hablar, al principio, de lo que considero la verdadera raíz del genio mironiano.

El Humo Dormido. En el mes de mayo, del año 30, estando bajo mil olmos, donde yo pensé hacerle un día los honores de mi casa, me llegó la noticia de su muerte. Una apendicitis sin trascendencia, pero que degeneró bruscamente, por perforación del peritoneo, en una situación inevitablemente mortal. Para los suyos tuvo que ser rudo pero, a la vez, por lo imprevisto, alucinante. Para las letras españolas fue como una lucecita que se enciende indicando que una voz se ha callado. Para mí es hoy un santo local; allí está en su glorieta de Alicante, bajo las palmeras y frente al mar. No ha existido escritor que se haya dedicado, con exclusividad más amante, a su tierra nativa; poco antes de morir había podido adquirir en Polop un trozo de esa tierra donde poder vivir a su gusto, hecho ciertamente, de gustosidad, pero, irremediablemente también, de esa especie de tormento natural que todo artista padece. Y pienso que, si algún día, como se sospecha, el medio agreste ha desaparecido del orbe humano, la obra de Miró hará las veces de un relicario donde se conserven, inalterables, unas motivaciones del vivir que, tal vez, algunos añoren, pero que la mayoría considerará, rotos los vínculos que las hicieron posibles, con un sentimiento doble de extrañeza y de insipidez.



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