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Libro II

Trata Guzmán de Alfarache de lo que le pasó en Italia, hasta volver a España



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Capítulo I

Sale Guzmán de Alfarache de Siena para Florencia, encuéntrase con Sayavedra, llévalo en su servicio y, antes de llegar a la ciudad, le cuenta por el camino muchas cosas admirables della y, en llegando allá, se la enseña


Foción, famoso filósofo en su tiempo, fue tan pobre, que apenas y con mucho trabajo alcanzaba con que poder entretener la vida. Por lo cual, siempre que de sus cosas trataban algunos, en presencia de el tirano Dionisio, su gran enemigo, se burlaba dellas y dél, motejándolo de pobre, por parecerle que no le podía hacer otra mayor injuria. Cuando aquesto llegó a noticia del filósofo, no sólo no le pesó, que riéndose dél y su locura, respondió a quien se lo dijo: «Por cierto Dionisio dice mucha verdad llamándome pobre, porque verdaderamente lo soy; empero mucho más lo es él y con más veras pudiera tener vergüenza de sí mismo y afrentarse. Porque, si a mí me faltan dineros, los amigos me sobran. Tengo lo más y fáltame lo menos; empero él, si dineros le sobran, los amigos le faltan, pues no se conoce alguno que lo sea suyo.»

No pudo este filósofo satisfacerse mejor ni quebrarle los ojos con mayor golpe o pedrada, que con llamarle hombre sin amigos. Y aunque acontece muchas veces comprarse con dineros, y suele ser este camino el principal de hallarlos, nunca supo este tirano granjearlos ni tenerlos. Y no es de maravillar que le faltasen, porque quien dice amigo dice bondad y virtud, y quien ha de conservar amistad ha de procurar que sus obras correspondan a sus palabras. Y como todo él era tiranía en todo, de mala digestión y peor trato, y los amigos no se alcanzan con sola buena fortuna, sino con mucha virtud, careciendo él della, siempre careció dellos.

Nunca otro fue mi deseo, desde que me acuerdo y tuve uso de razón, sino granjearlos, aun a toda costa, pareciéndome, como real y verdaderamente lo son, tan importantes a la próspera como en adversa fortuna. ¿Quién sino ellos gustan de los gustos, conservan la paz, la vida, la honra y la hacienda, celebrando las prosperidades de sus amigos? ¿Y dónde con adversidad se halla otro refugio, benignidad, consuelo, remedio y sentimiento de los males como proprios?

El hombre prudente antes debe carecer de todos y cualesquier otros bienes, que de buenos amigos, que son mejores que cercanos deudos ni proprios hermanos. De sus calidades y condiciones muchos han dicho mucho y algún día diremos algo, Dios mediante. Mas, a mi parecer, donde amistad se profesa, el trato ha de ser llano, que ni altere ni escandalice ni dé cuidado ni ponga en condición a el amigo de perderse.

Hanse de avenir los dos como cada uno consigo mismo, por ser otro yo mi amigo. Y de la manera que suele suceder a el azogue con el oro, que se le mete por las entrañas, haciéndose de ambos una misma pasta, sin poderlos dividir otra cosa que el puro fuego, donde queda el azogue consumido, tal el verdadero amigo, hecho ya otro él, nada pueda ser parte para que aquella unión se deshaga, sino con solo el fuego de la muerte sola.

Débense buscar los amigos como se buscan los buenos libros. Que no está la felicidad en que sean muchos ni muy curiosos; antes en que sean pocos, buenos y bien conocidos. Que muchas veces muchos impiden que sean verdaderas en todos las amistades. No que sólo entretengan, sino que juntamente aprovechen a el alma y cuerpo. Que aquel se debe buscar que sin respeto de interese humano aconseja el preceto divino; no que representen, sino que hablen, amonesten y enseñen.

Y si aquel se llama verdadero amigo que con amistad sola dice a su amigo la verdad clara y sin rebozo, no como a tercera persona, sino como a cosa muy propria suya, según la deseara saber para sí, de cuyas entrañas y sencillez hay pocos de quien se tenga entera satisfación y confianza; con razón el buen libro es buen amigo, y digo que ninguno mejor, pues dél podemos desfrutar lo útil y necesario, sin vergüenza de la vanidad, que hoy se pratica, de no querer saber por no preguntar, sin temor que preguntado revelará mis ignorancias, y con satisfación que sin adular dará su parecer. Esta ventaja hacen por excelencia los libros a los amigos, que los amigos no siempre se atreven a decir lo que sienten y saben, por temor de interese o de privanza -como diremos presto y breve-, y en los libros está el consejo desnudo de todo género de vicio.

Conforme a lo cual, siempre se tuvo por dificultoso hallarse un fiel amigo y verdadero. Son contados, por escrito están, y los más en fábulas, los que se dice haberlo sido. Uno solo hallé de nuestra misma naturaleza, el mejor, el más liberal, verdadero y cierto de todos, que nunca falta y permanece siempre, sin cansarse de darnos: y es la tierra. Ésta nos da las piedras de precio, el oro, la plata y más metales, de que tanta necesidad y sed tenemos. Produce la yerba, con que no sólo se sustentan los ganados y animales de que nos valemos para cosas de nuestro servicio; mas juntamente aquellas medicinales, que nos conservan la salud y aligeran la enfermedad, preservándonos della. Cría nuestros frutos, dándonos telas con que cubrirnos y adornarnos. Rompe sus venas, brotando de sus pechos dulcísimas y misteriosas aguas que bebemos, arroyos y ríos que fertilizan los campos y facilitan los comercios, comunicándose por ellos las partes más estrañas y remotas. Todo nos lo consiente y sufre, bueno y mal tratamiento. A todo calla; es como la oveja, que nunca le oirán otra cosa que bien: si la llevan a comer, si a beber, si la encierran, si le quitan el hijo, la leche, la lana y la vida, siempre a todo dice bien. Y todo el bien que tenemos en la tierra, la tierra lo da. Ultimadamente, ya después de fallecidos y hediondos, cuando no hay mujer, padre, hijo, pariente ni amigo que quiera sufrirnos y todos nos despiden, huyendo de nosotros, entonces nos ampara, recogiéndonos dentro de su proprio vientre, donde nos aguarda en fiel depósito, para volvernos a dar en vida nueva y eterna. Y la mayor excelencia, la más digna de gloria y alabanza es que, haciendo por nosotros tanto, tan a la continua, siendo tan generosa y franca, que ni cesa ni se cansa, nunca repite lo que da ni lo zahiere dando con ello en los ojos, como lo hacen los hombres.

En todos cuantos traté, fueron pocos los que hallé que no caminasen a el norte de su interese proprio y al paso de su gusto, con deseo de engañar, sin amistad que lo fuese, sin caridad, sin verdad ni vergüenza. Mi condición era fácil, su lengua dulce. Siempre me dejaron el corazón amargo.

Empero, según el trato de hoy, de tal manera corre la malicia, que más nos debe admirar no ser engañados, que de serlo. Víalos tan libres en prometer, cuanto cativos en cumplir; fáciles en las palabras y dificultosos en las obras.

No hay Pílades, Asmundos ni Orestes. Ya fenecieron y casi sus memorias. Tanto lo digo por mi Pompeyo y más que por los más que tuve, porque los más ganélos hablando y a él obrando. Muchos amigos tuve cuando próspero; todos me deseaban, me regalaban y con sumisión se me ofrecían. Cuando faltaron dineros, faltaron ellos, fallecieron en un día su amistad y mi dinero. Y como no hay desdicha que tanto se sienta, como la memoria de haber sido dichoso, no hay dolor que iguale a el sentimiento de ver faltar los amigos a quien siempre tuvo deseo de conservarlos.

Ya me robaron y quedé perdido. Estuve algunos días, aunque pocos, en casa de mi amigo; empero sentí hacérsele muchos en que poco a poco se me despegaba y como anguilla paso a paso en la ocasión se me resbalaba, dejándome la mano vacía. Ofrecíase a lo cordobés: «Ya Vuestra Merced habrá comido, no habrá menester algo.» Nada prometió al cierto ni en algo dejó de quedar dudoso. Y lo que me acariciaba, no era tanto con ánimo de hacerlo cuanto para que por justicia no cobrara dél mi hacienda.

Leíle los pensamientos, y como los míos fueron siempre nobles, las veces que de mi pérdida trataba, si algún cumplimiento hizo, fue fingido. Empero cualquiera que fuese me agraviaba dello, como de una grave injuria y con muchas veras rechazaba sus burlas, como si no lo fueran o tuvieran algún fundamento, haciendo caso de menos valer que se tratase de interés mío, no consintiéndole que me sintiese flaqueza de ánimo. Antes por no traer inquieto el suyo, viéndolo tan atribulado y corto, determiné dejarlo y pasar a Florencia.

Comuniquéle aqueste pensamiento, diciéndole que deseaba mucho ver aquella ciudad por las grandezas que della me contaban. Y como le salí a su deseo, asió de la ocasión refiriéndome muchas de sus cosas memorables, con que me levantó los pies y creció la codicia. No lo hacía por loármela ni porque la viese, sino por no verme ya en su casa, que es triste huésped el de por fuerza.

Después que le dije mi determinación, volvió a refrescar el viento del regalo, para obligarme con él a que saliese con gusto y en paz y quedarlo él, por lo que de mí se temía. Sinificó pesarle de mi partida; pero nunca hizo resistencia en ella que me quedase. Preguntóme cuándo me quería ir; pero no lo que había menester llevar, aun siquiera de buen comedimiento. Fácil cosa es el ver y más lo es el hablar; pero dificultoso el proveer: que no conocen todos los que miran ni los que hablan hacen. Como ya no me había menester y el necio ya le había dicho que no pensaba volver más a Roma, hizo su cuenta: «¿Para qué o de qué me puede ya ser de provecho aqueste tonto?»

Tratóme como yo merecía. Entonces conocí, en cuanto se deja conocer, el ánimo generoso con el agradecimiento del bien recebido. En esta mudanza de fortuna hallé a la vista mil daños nunca temidos. Mas, como aun entonces tenía resuello para pasar adelante, no desmayé de todo punto. Procuré olvidar lo que no pude remediar, tomando por instrumento la memoria de mi jornada. Y como la novedad o estrañeza de las cosas lleva tras de sí el ánimo de los hombres con deseo de saberlas, dime mucha priesa hasta salir de Siena, tanto por esto como por dejar a Pompeyo sosegado. Que, aunque suelen decir a los huéspedes: «Comed con buena gana, que con buena o mala tienen de contárosla por comida», me daba pena su cortedad, el sentirle su solicitud socarrona y verlo andar tan ciscado.

Despedíme dél y, aunque por ser yo quien era, por el amistad que le tuve, lo sentí de manera que a el tiempo del apartarnos me faltaron palabras, tampoco en él vi lágrimas.

Comencé mi camino a solas, no con pocos pensamientos ni libre de cuidados, que a fe que mi caballo no llevaba tanto peso; empero íbalos trazando y acomodando cómo se me hiciesen más ligeros y mejor pudiese salir dellos, cuando a pocas millas encontré a Sayavedra, que salía de Siena en cumplimiento de su destierro.

No me bastó el ánimo, en conociéndolo, a dejar de compadecerme dél y saludarlo, poniendo los ojos, no en el mal que me hizo, sino en el daño de que alguna vez me libró, conociendo por de más precio el bien que allí entonces dél recebí, que pudo importar lo que me llevó. Y paga mal el que con grandes ventajas no satisface la gracia recebida. Demás que la liberalidad supone generoso espíritu y es de tal precio, por traer su origen del cielo, que siempre se halla en los ánimos destinados para él.

No pude resistirme sin hablarle con amor ni él de recebirme con lágrimas, que vertiéndolas por todo el rostro se vino a mis pies, abrazándose con el estribo y pidiéndome perdón de su yerro, dándome gracias de que nunca, estando preso, lo quise acusar y satisfaciones de no haberme visitado luego que salió de la cárcel, dando culpa dello a su corto atrevimiento y larga ofensa; empero que para en cuenta y parte de pago de su deuda quería como un esclavo servirme toda su vida.

Yo, que siempre le conocí por hombre de muy gallardo entendimiento, vivo de ingenio, aunque por el mismo caso un perdido, empero dispuesto para cualquier cosa, holguéme con su ofrecimiento. Así caminamos poco a poco en buena conversación. Aunque verdaderamente yo sabía ser aquél gran ladrón y bellaco, túvelo por de menor inconveniente que necio, que nunca la necedad anduvo sin malicia y bastan ambas a destruir, no una casa, empero toda una república. Porque ni el necio supo callar ni el malicioso juzgar bien. Y si como siente habla, el escándalo y los trabajos están ya de las puertas adentro de casa. Parecióme que, si de alguno quisiera servirme, habiendo pocos mozos buenos, que aqueste sería menos malo, supuesto que por sus mañas me había de hacer -como si fuera lacedemonio- traer la barba sobre el hombro, y era de menor inconveniente servirme dél que de otro no conocido, pues dél sabía ya ser necesario guardarme, y con otro, pareciéndome fiel, me pudiera descuidar y dejarme a la luna.

Con esto y que ya mis prendas eran pocas, en que pudiera lastimarme mucho, lo admití en mi servicio. Preguntóme qué viaje llevaba. Respondíle que a Florencia, por satisfacer el deseo de lo que della me decían. Y él me dijo:

-Señor, aun habrá sido poco, respeto de la verdad, porque la relación de lo curioso y bueno jamás llegó a henchir aquel vacío. Algún tiempo he residido en ella; pero siempre como si entrara el mismo día, por las varias cosas que a cada paso allí se ofrecía que ver, y de mi voluntad nunca la dejara, si amigos no me obligaran a ello.

Comencéle a preguntar de algunas cosas de su principio y fundación. Él me dijo:

-Pues el tiempo del caminar es ocioso y la relación de lo que se me manda breve, diré lo que por curiosidad y con verdad he sabido.

Comenzó a discurrir luego desde las guerras civiles, a quien Catilina dio principio entre los de Fiesole y florentines. Las pérdidas que tuvieron, ya los del bando romano, ya su enemigo Bela Totile; cómo en tiempo del papa León III el emperador Carlomagno envió un grueso ejército contra los fiesolanos, dejando a Florencia reedificada en poder de los florentines, hasta que el papa Clemente VII y el emperador Carlos V por fuerza de armas la ganaron, para restituir en su antigua posesión, de que había sido despojada, la casa de los Médicis, que sucedió en el año de 1529; y cómo desde allí en adelante siempre fueron gobernados por la cabeza de un príncipe. Y aunque se les hizo a los principios algo áspero, ya están desengañados y conocen con cuánta mayor quietud viven debajo de su amparo, con seguridad en sus haciendas y vidas. Díjome que el primero que tuvieron fue Alejandro de Médicis, que verdaderamente se pudo bien llamar Alejandro, por su mucha benignidad, magnanimidad y esfuerzo; aunque violentamente lo perdió en lo mejor de sus días. A éste sucedió un valeroso Cosme, Gran Duque de la Toscana, cuya memoria, por sus heroicos hechos y virtudes, por su cristiandad y buen gobierno, será eterna. Quedó en su lugar Francisco, el cual, por haber fallecido sin heredero, sucedió en la corona el famoso Ferdinando, su hermano, vivo retrato de Cosme, su padre, su heredero en estados y virtudes. Hoy gobierna con tanto valor de ánimo y prudencia, que no se sabe de señor su igual que sea más de voluntad amado de su gente.

Si la relación fuera un poco más larga, fuera necesario dejarla para otro día, porque parece que la midió con el tiempo, pues ya estábamos tan cerca de la noche como de la posada. Entramos a descansar; y otro día, tomando la mañana por llegar temprano a Florencia, nos dimos un poco más de priesa en el camino.

Cuando llegamos a vista della, fue tanta mi alegría que no lo sabré decir, por lo bien que me pareció de lejos, que, aunque no lo estaba mucho, a lo menos descubríla de alta abajo.

Consideré su apacible sitio, vi la belleza de tantos y tan varios chapiteles, la hermosura inexpugnable de sus muros, la majestad y fortaleza de sus altas y bien formadas torres. Parecióme todo tal, que me dejó admirado. No quisiera pasar de allí ni apartarme de su lejos, tanto por lo que alegraba la vista, cuanto por no hacerle ofensa de cerca, si acaso, como todas las más cosas, desdijese algo de aquella tan admirable prespetiva. Mas, considerando ser aquella la caja, vine a inferir que sin duda sería de mayor admiración lo contenido en ella.

Y no fue menos. Porque, cuando a ella llegué y vi sus calles tan espaciosas, llanas y derechas, empedradas de lajas grandes, las casas edificadas de hermosísima cantería, tan opulentas y con tanto artificio labradas, con tanto ventanaje y arquitectura, quedé confuso, porque nunca creí que había otra Roma. Y bien considerado su tanto, le hace muchas ventajas en los edificios; porque los buenos de Roma ya están por el suelo y poco hay en pie que no sean sombras de lo pasado, ruinas y fragmentos. Pero Florencia todo es flor, todo está vivo, tan costoso y bien tratado, que dije a Sayavedra:

-Sin duda, si los habitadores desta ciudad son tan curiosos en el adorno de sus mujeres como de sus casas, que son las más bienaventuradas de cuantas tiene la tierra.

Púsome tal admiración, que quisiera con mucho espacio quedarme mirando cada uno de aquellos edificios; mas, como por acercarse la noche no diese a más lugar el día, fue forzoso recogernos a la posada. No tardamos en llegar a una donde nos acariciaron con tanto regalo, que verdaderamente no lo sabré bien decir, como lo debo encarecer: tanta provisión, limpieza, solicitud, afabilidad y buen tratamiento. En esto estaba tan cebado, que casi me hiciera poner en olvido lo que más deseaba.

Pasóseme aquella noche sin sentirla, no se me hizo media hora, gracias a la buena cama. Y a la mañana, bien que con dolor de mi corazón -que aquel entonces era mi monte Tabor-, llamé a Sayavedra, que me diera de vestir y para que, como tan curial en aquella ciudad, me fuera enseñando las cosas curiosas della, en especial y primero la Iglesia Mayor, porque, después de oída misa y encomendádonos a Dios, todo se nos hiciese dichosamente.

Llevóme allá y, cumplida nuestra obligación, estúveme bobo mirando aquel famosísimo templo y edificio del cimborio, que llaman allá «cúpula», que mejor la llamaran «cópula», por parecerme, y no a mí solo, sino a cuantos la ven, haberse juntado para ella toda la arquitectura que hay escrita y mejores maestros della, teóricos y práticos. Tan milagroso artificio, tal grandeza, fortaleza y curiosidad, sin duda ni agravio de cuanto se conoce hoy fabricado, se le puede dar lugar de otava maravilla. Considérese aquí, quien algo desto sabe, para cuatrocientos y veinte palmos que tiene de alto la capilla sola, sin el remate de arriba, qué diámetro habrá menester, y en ello conocerá cuál sea.

Otro viaje hice a la Anunciada, iglesia deste nombre, por una imagen que allí está pintada en una pared, que mejor se pudiera llamar cielo, teniendo tal pintura, de la encarnación del hijo de Dios. La cual se tiene por tradición haberla hecho un pintor tan estremado en su arte, como de limpia y santa vida. Pues teniendo acabado ya lo que allí se ve pintado y que sólo restaba por hacer el rostro de la Virgen, señora nuestra, temeroso si por ventura sabría darle aquel vivo que debiera, ya en la edad, en la color, en el semblante honesto, en la postura de los ojos, en esta confusión se adormeció muy poco y, en recordando, queriendo tomar los pinceles para con el favor de Dios poner manos en la obra, la halló hecha. No es necesario aquí mayor encarecimiento, pues ya la hubiese milagrosamente obrado la mano poderosa del Señor o ya los ángeles, ella es angelical pintura. Y a este respeto, considerado lo restante della que el pintor hizo, se deja entender el espíritu que tendrá, por el del artífice que mereció ser ayudado de tales oficiales.

Tantos milagros hace cada día, es tanto el concurso de la gente que le tiene devoción, y tanta la limosna que allí se distribuye a pobres, que me maravillé mucho cómo no eran ricos todos. Por ellos me vino a la memoria entonces el otro, que me dijeron haber dejado la famosa manda de la albarda, haciéndoseme poco cuanto en ella se halló, respeto de lo que pudo ganar y dejar un tal supuesto. Y como sea notoria verdad que el hijo de la gata ratones mata, mil veces me ocurrieron a la memoria cosas de mi mocedad: que si, como llegué a Roma, hubiera venido allí con mis embelecos, tiña, lepra y llagas, pudiera dejar un mayoradgo.

Consideré también qué pocos dellos eran curiosos ni políticos, qué burdos y de poco saber, en respeto de los de mi tiempo. Y como les entrevaba la flor, burlábame dellos. Gustaba de verlos y quisiera de secreto reformarlos de mil imperfeciones que tenían. ¿Quién vio nunca que pobre honrado, buen oficial de su oficio -ni aun razonable-, tuviese, cuando mucho, más de hasta seis o siete maravedís o cosa semejante y no de más valor en el sombrero, ni caudal que se le pudiese decir lo que allí a muchos, que ya les bastaba para comer aquel día con aquello, que se fuesen y dejasen a los otros más pobres? ¿Cuándo cupo en algún entendimiento de pobre, si no fuese pobre del entendimiento, aunque fuese principiante de dos meses de nominativos, tener un pan debajo del brazo ni estar, como vi a otro, con un palillo de dientes en la oreja?

Entre mí dije: «¡Oh, ladrón pobre, traidor a tu profesión! ¿Luego tanto comes, que te puede quedar algo entre los dientes?» Ninguno vi que supiese dónde iba tabla; no acomodaban cosa en su lugar ni tiempo, conforme a ordenanza: todo se les iba en meter letra y no entonaban punto.

Allí reconocí un mozuelo de tiempo de moros. Ya estaba hombrecillo. Solo era éste quien algo sabía respeto de los otros y a fe que quisiera yo tener puestas las manos donde tenía su corazón: sin duda estaría riquillo. Fue hijo de padres que pudieron dejarle mucho: eran muy gentiles maestros. Era pobre de vientre y lomo, ligítimo en todo; empero, como todo requiere curso y allí la justicia no les permitía tener academias, faltando los ejercicios y conclusiones, pueden echarse todos en un lodo con su bribiática.

Conocílo y no me conoció. Púdome bien decir: «Tal te veo, que no te conozco.» ¡Qué tentación tan terrible me vino de hablarle! Mas no me atreví. Díjele a Sayavedra:

-¿Ves aquel pobre? Aquél me puede hacer a mí rico.

Preguntóme:

-¿Pues cómo pide limosna?

Y díjele:

-Después que una vez los hombres abren las bocas al pedir, cerrando los ojos a la vergüenza, y atan las manos para el trabajo, entulleciendo los pies a la solicitud, no tiene su mal remedio. Vilo en una pobre de mi tiempo, la cual, como se hubiese venido a Roma perdida, mozuela, enferma, comenzó a pedir y, llegando a estar sana, recia como un toro, también pedía. Decíanle que sirviese. Respondía que tenía mal de corazón, que se caía por el suelo cuando le daba, haciendo pedazos cuanto cerca hallaba. Con esto engañaba y pasó algunos años, al fin de los cuales, preguntando a uno que le dijo ser de su tierra si conocía en ella sus padres, y diciéndole ser muertos y haber dejado mucha hacienda, se puso en camino por la herencia, y fue tanta, que trataron de pedirla por mujer muchos hombres principales, y algunos de razonable hacienda. Que no hay hierro tan mohoso que no pueda dorarse: todo lo cubre y tapa el oro. Casóse con uno de muy buena parte y talle. Hallábase la mujer tan violentada no pidiendo limosna, que se iba secando y consumiendo, sin que los médicos atinasen con la enfermedad que tenía, hasta que se curó ella misma, fingiéndose hipócrita, diciendo que por humildad quería pedir limosna para lo que había de comer. Y andaba por su casa entre sus criados de uno en otro mendigando. Y porque todos le daban, aun aquello le causaba pena. Encerrábase dentro de una cuadra donde tenía retratos, y pedíales limosna también a ellos.

Desto se admiró Sayavedra mucho. De allí me llevó a la plaza de palacio, donde vi en medio della un valeroso príncipe sobre un hermoso caballo de bronce, tan al vivo y bien reparado, que parecían tener almas y atrevimiento. A mi parecer no supe ni me atreví a juzgar cuál de los dos fuese mejor, aquél o el de Roma; empero inclinéme con mi corto saber a dar a lo presente la ventaja, no por tenerlo presente, sino por merecerlo. Pregunté a Sayavedra cuyo retrato era el del caballero, y díjome:

-Aquesta figura es del Gran Duque Cosme de Médicis, de quien por el camino vine tratando. Mandólo aquí poner a perpetua memoria el Gran Duque Ferdinando su hijo, que hoy es.

Quise saber por curiosidad qué altura tendría todo él. Y como no pude alcanzar a medirlo, me informaron, y lo parecía, que desde el suelo hasta lo más alto de la figura tendría cincuenta palmos, a poco más o menos.

A la redonda desta plaza estaban otras muchas figuras de bronce vaciadas y otras de mármol fortísimo, tan artificiosamente obradas, que ponen admiración, dejando suspenso cualquier entendimiento, y más cuanto más delicado, que solo [sabe] quien sabe lo que aquesto sea.

Después visitamos el templo de San Juan Baptista, dignísimo de que se haga dél particular memoria, por serio en su traza y más cosas. El cual supe haberse fundado en tiempo de Otaviano Augusto y haber sido dedicado a Marte. Allí me detuve viendo su antigüedad y fundación, pues dicen dél y se tiene por tradición y razones de su fundación que será eterno hasta la consumación del siglo. Y puédesele dar crédito, pues con tantas calamidades no lo tiene consumido el tiempo ni las guerras, habiendo sido aquella ciudad por ellas asolada y quedado sólo él en pie y vivo. Es ochavado, grande, fuerte y maravilloso de ver, en especial sus tres puertas, que cierran con seis medias, todas de bronce y cada una vaciada de una pieza, labradas con historias de medio relieve, tan diestramente como se puede presumir de los artífices de aquella ciudad, que hoy tienen la prima dello en lo que se conoce de todo el mundo. También tiene otra grandeza y es que, habiendo en Florencia cuarenta y una iglesias parroquiales, veinte y dos monasterios de frailes, cuarenta y siete de monjas, cuatro recogimientos, veinte y ocho casas de hospitalidad y dos del nombre de Jesús, en parte alguna dellas no hay pila de baptismo, sino sólo en San Juan y en ella se cristianan todos los de aquella ciudad, tanto el común como los principales caballeros y primogénitos del mismo príncipe.

De mi espacio, en el discurso del tiempo que allí estuve, fuimos visitando las más iglesias. Eran de tanto primor, tienen tanta curiosidad, que no es posible referir aun muy poco, en respeto de lo mucho dellas. Ni el entendimiento es capaz de aprehenderlo, según ello es, menos que con la vista. Porque haber de hacer memoria de tanta máquina y en cada cosa de tantas, tan particulares y sutiles menudencias, tan excelentes pinturas y esculturas, enteras y de medio relieve, fuera necesario hacer un muy grande volumen y buscarles otro cronista, para saber engrandecerlas algo.

Tiene allí el Gran Duque una casa y jardín que llaman el Palacio de Pitti, cuya excelencia, grandeza y curiosidad, así de jardines como de fuentes, montes, bosques, caza y aposento, puede sin encarecimiento decirse dél ser casa real y grande, tal que puede competir con otra cualquiera de su género de las de toda la Europa.

No quise dejar de saber y ver la cerca desta ciudad, que tan admirable riqueza encierra, y hallé tener en circuito cinco millas, muy poco más a menos. Tiene diez puertas y cincuenta y una torres. Toda la ciudad está del muro adentro, que no tiene arrabales. Pasa por medio della el río Arno, encima del cual hay cuatro famosísimas puentes, labradas de piedra, fuertes y espaciosas.

Y siendo lo dicho en todo estremo bien hecho, compite con ello el buen gobierno, costumbres y trato general. Con justísima razón se llamó Florencia, como flor de las flores y flor de toda Italia, donde florecen más tantas cosas en junto y cada una en singular: las artes liberales, la caballería, las letras, la milicia, la verdad, el buen proceder, la crianza, la llaneza y, sobre todo, la caridad y amor para con forasteros.

Ella, como madre verdadera, los admite, agrega, regala y favorece más que a sus proprios hijos, a quien a su respeto podrán llamar madrasta.

El tiempo que allí residí vine a inferir por los efectos las causas, conociendo cuáles eran los habitadores, por la política con que son gobernados y en la observancia que a sus leyes tienen y en cuán inviolablemente son guardadas. Allí verdaderamente se saben conocer y estimar los méritos de cada uno, premiándolos con justas y debidas honras, para que se animen todos a la virtud y no estimen los príncipes a pequeña gloria, que deben conocerla por la mayor que se les puede dar, cuando se dice dellos que con sus famosas obras compiten las de sus vasallos.

Conocí juntamente ser verdad lo que me había referido Sayavedra cerca de los ánimos encontrados. Allí vi algo de lo mucho que sobra en otras partes, invidia y adulación, que todo lo andan y siempre residen donde hay deseo de privanzas y por acrecentarlas, en grave daño de todos, unos y otros; finos contadores de lo ajeno, lindos geómetras para delinear lo que cada uno puede y lo que no puede. Quédese aquí esto, que, pues con tanta perfeción se ha pintado una ciudad tan ilustre y generosa, no ha sido buena consideración haberla tiznado con un borrón tan feo.




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Capítulo II

Guzmán de Alfarache va en siguimiento de Alejandro, que le hurtó los baúles. Llega en Bolonia, donde lo hizo prender el mismo que lo había robado


En Florencia me comí todo el caballo que saqué de casa del embajador mi señor, y una mañana me almorcé las herraduras. Digo que para venderlo mandé se herrase de nuevo, y las que me quedaron en casa viejas las vendió Sayavedra y almorzamos. Si la hereje necesidad no me sacara de allí a coces y rempujones, fuera imposible hacerlo de mi voluntad en toda mi vida; quiero decir a ley de «creo», porque había ya tomado bien la sal y sondado la tierra.

No sé después lo que hiciera, porque al fin todo lo nuevo aplace y más a quien como yo tenía espíritu deambulativo, amigo de novedades. Así lo juzgaba entonces por la mucha razón que para ello tuve de mi parte. Yo llegué allí por tiempo de festines. Traíanme otros mozos floreando de casa en casa, de fiesta en fiesta, de boda en boda. En una bailaban, en otra tañían; aquí cantaban, acullá se holgaban: todo era placer y más placer, un regocijo de «vale y ciento al envite». No se trataba en todas partes otra cosa que loables ejercicios y entretenimientos, muchas galas y galanes, muchas hermosas damas con quien danzaban, gallardísimos tocados, ricos vestidos y curioso calzado, que se llevaban tras de sí los ojos y las almas en ellos.

¡Ved qué negro adobo para que no se dañase el adobado! Si no bebo en la taberna, huélgome en ella. No hay hombre cuerdo a caballo, y menos en el desbocado de la juventud. Era mozo al fin y, como la vejez es fría y seca, la mocedad es muy su contraria, caliente y húmeda. La juventud tiene la fuerza y la senetud la prudencia. Todo está repartido, a cada cosa su necesario. Y aunque casi siempre lo vemos, viejos mozos, por maravilla se hallan mozos viejos; y aun digo que sería maravilla, como hallar un peral que llevase peras por Navidad. En Castilla digo, porque no me cojan por seca los de otras tierras que no conozco. Váyase dicho que siempre voy hablando con el uso de mi aldea; que yo no sé cómo baila en la suya cada uno.

Vuelvo a mi cuento. Érame importantísimo salir de Florencia, huyendo de mí mismo, sin saber a qué ni adónde, no más de hasta dejar consumidas aquellas pobres y pocas monedas que me quedaron y la cadenilla de memoria, que a fe que nunca se me apartaba punto della, pensando en la hora que había de blanquearla y, como se me dio con amor, pesábame que forzoso había de tratarla presto con rigor. Quisiérala conservar, si pudiera, no apartándola de mí; mas casos hay en que pueden los padres empeñar a sus hijos. Paciencia. Haré cuanto pudiere y, a más no poder, perdone; que quien otro medio no tiene y fuerza se le ofrece, mayores daños comete.

Luchando andaba comigo mismo. Cruel guerra se traba de pensamientos en casos tales. Consideraba de mí en qué había de parar, con qué me había de socorrer. ¡Válgame Dios, qué apretado se halla un corazón, cuando no lo está la bolsa! Cómo se aflojan las ganas del vivir cuando a ella se le aflojan los cerraderos, y más en tierras estrañas y resuelto de olvidar malas mañas, no sabiendo a qué lo ganar y faltando de dónde poderlo haber, careciendo de persona y amigos a quien atreverme a pedir y lejos de pensar engañar; que si me quisiera dar a ello, no era necesario tanto trabajo ni cuidado; cortada tenía obra para todo el año. Dondequiera que llegara no me había de faltar en qué me ocupar; que, Dios loado, lo que una vez cobré, nunca lo perdí. Sólo el uso desamparé; que las herramientas del oficio no las dejé de la mano: comigo estaban doquiera que iba.

Salí de Roma con determinación de ser hombre de bien, a bien o mal pasar. Deseaba sustentar este buen deseo: mas, como de aquestos están en los infiernos llenos, ¿de qué me importaba, si no me acomodaba? Fe sin obras es fe muerta. Ya tenía mozo: ved qué buen aliño para buscar amo. Habíame acostumbrado a mandar, ¿cómo queréis que me humille a obedecer? Paréceme -aun a más de dos, que no creo haber sido solo en el mundo- que fuera hombre de bien, si con aquel toldo que llevaba, con el punto en que me vía, viera que no me faltaba y que para sustentar aquel ánimo generoso tuviera muchos dineros con que dilatarlo, aunque de milagro pusiera un santo el caudal para ello.

Y aun entonces, no sé qué me diga, creo que fuera milagro en mí para en aquel tiempo. Era mozo, criado en libertades, acostumbrado antes a buscar las ocasiones que a huirlas. Mal pudiera con buenos deseos perder mis malas inclinaciones.

Dice la señora Doña como es su gracia: «Yo sería buena y honesta; sino que la necesidad me obliga más de cuatro veces a lo que no quisiera.» «En verdad, señora, que miente Vuestra Merced, que sí quiere.» «¡Oh!, que lo hago contra mi voluntad, que no soy a tal inclinada.» «En buena fe sí es, que yo se lo veo en los ojos. Porque, si los quisiera quitar de la ventana para ponerlos en la rueca o almohadilla, quizá que pudiera pasar.» «No son ya las manos de las mujeres tan largas, que puedan a tanto, comer, vestir y pagar una casa.» «Téngalas Vuestra Merced largas para querer servir y daránle casa, de comer y dineros con que se vista.» «¡Bueno es eso! ¿Pues decís vos que no queréis entrar a servir y téngolo yo de hacer, que soy mujer?» «Eso mismo es lo que digo, que Vuestra Merced y yo y la señora Fulana no queremos poner caudal; sino que todo se haga de milagro.»

Terrible animal son veinte años. No hay batalla tan sangrienta ni tan trabada escaramuza, como la que trae la mocedad consigo. Pues ya, si trata de quererse apartar de vicio, terribles contrarios tiene. Con dificultad se vence, por las muchas ocasiones que se le ofrecen y ser tan proprio en ellos caer a cada paso. No tienen fuerza en las piernas ni saben bien andar. Es bestia por domar. Trae consigo furor y poco sufrimiento. Si un buen propósito llega, desbarátanlo ciento malos: Que aun poner los pies en el suelo no le dan sosiego. No le consienten afirmar en los estribos. No se deja ensillar de todos y enfrénanla muy pocos. No quiere que la lleven tan apriesa ni por la senda que yo pensaba.

Estaba todavía metido en el cenagal de vicios hasta los ojos -porque, aunque no los ejercitaba, nunca los perdí de vista-, y quería no hacer corcovos con la carga. El novillo, cuando se doma, primero lo vencen a brazos, dando con él en el suelo, después le atan en el cuerno una soga que le dejan traer arrastrando algunos días. Y cuando lo quieren poner a el yugo, lo juntan con un buey viejo, ya diestro en el oficio. Así lo enseñan, yéndolo disponiendo poco a poco.

El mozo que tratare de querer ser viejo, deje mis pasos y trate de vencer pasiones. Dispóngase a el trabajo y a fuerza de su voluntad ríndala en el suelo, venciendo viejos deseos. Átese una soga de sufrimiento y humildad, que arrastre por algunos días los malos apetitos, gastando el tiempo en virtuosos ejercicios; que a pocos lances llegará sanctamente a el yugo de la penitencia y con las buenas compañías hará costumbre a el arado, con que romperá la tierra de malas inclinaciones. Que pensar alcanzarlo de un salto ni que aproveche un solo «yo quisiera», dígaselo a otro como él y de su tamaño; que yo ya sé que no quiere: que los que quieren, otros medios más eficaces ponen.

¿Piensa por ventura o aguarda que rompa Dios el cielo, para dar con él por el suelo misteriosamente, como con San Pablo? Pues no lo aguarde por ese camino, que es un tonto. Harto lo derribó cuando le dio la enfermedad, cuando lo puso en el trabajo y cuando le tocó en la honra, si entonces o agora reparara en ello. Lo mismo fue y nunca quiso ni quiere decir: «¿Señor, qué quieres que haga, que aquí me tienes dispuesto a tu voluntad?» ¿No queréis ser vos Pablo para Dios y aguardáis que sea Dios para vos? Y si con San Pablo lo hizo, fue porque le conoció un excesivo deseo de acertar, que como celador de la ley lo hacía.

Y no se sabe de alguno que con intención sin obra se haya salvado; ambas cosas han de concurrir, intención y obra. Digo, si hay tiempo de obrar; que obra sería firme intención, con dolor de lo pasado, para quien se le llegase la noche de la muerte y acabase luego. Empero, habiendo día para poder trabajar en la viña, todo ha de andar a una. Que ni el azadón solo ni las manos faltas de instrumento podrán cavar la tierra; manos y azadón son menester.

¿Quién me ha metido en esto? ¿No estaba yo en Florencia muy a mi gusto? Vuélvome allá y prometo, según en ella me iba, que de muy buena gana plantara en ella mis colunas, no buscando plus ultra. Porque toda en todo era como así me la quiero. Parecióme muy bien. Y si adulaciones o invidias había, por otra cuenta corrían; que no era yo de los comprehendidos en el decreto. No tenía para qué meterse Judas con la limosna de los pobres, pues dello no me paraba perjuicio, no teniendo en palacio pretensiones. Y si nada me habían de valer, no las había menester usar, si nunca las quise tratar, pareciéndome siempre uno de los más graves y ocasionados daños de cuantos he conocido. Porque un solo adulador basta, no sólo a destruir una república, empero todo un reino. ¡Dichoso rey, venturoso príncipe aquel a quien sirven con amor y se deja tratar de su pueblo, que sólo él sabrá verdades con que podrá remediar males y carecer de aduladores!

Allí viviera yo y lo pasara como un duque, si tuviera con qué. No será menester que lo jure, que por mi simple palabra puedo ser creído. Faltábame ya el caudal, que del montón que sacan y no ponen, presto lo descomponen. Si allí estuviera más, viniera presto a menos, y fuera indecencia grande haber entrado a caballo y verme salir a pie. Tomé por consejo sano sustentar mi honor, yéndome de allí con él y por mi gusto, antes que forzado de necesidad viniese a descubrirla, obligándome a quedar por faltarme con qué poder partir.

Dile parte deste pensamiento a Sayavedra; que, como ya yo conocía mi paradero y que ninguna compañía en el mundo fuera más a mi propósito que la suya para la mía, íbalo disponiendo poco a poco, porque después no viera visiones y se le hiciera novedad lo que me viese hacer. Y díjome:

-Señor, un remedio se me ofrece para lo presente, no costoso ni dificultoso, antes muy fácil y que podría importar algo el provecho. Si de cualquier manera se ha de salir de aquí, sin ser necesario más por una puerta que por otra, pues por cualquiera salen a ver mundo, tomemos el camino de Bolonia, tanto por estar de aquí muy cerca y veremos aquella insigne universidad, cuanto porque de camino podría ser que la buena ventura nos encuentre con Alejandro Bentivoglio, aquel mi amo que se llevó el hurto. Que si allí lo hallamos, como lo tengo por cierto, cierto será cobrarlo; porque con la información hecha en Siena, no hay duda que, cuando por bien se deje de cobrar, por mal habrán de pagar él o su padre.

No me pareció mal consejo. Asentóseme de cuadrado, sin más consideración que representárseme la fuerza de la justicia. Que, pues en ello no había duda la menor del mundo, apenas habría llegado y comenzado a tratar dello, cuando las manos cruzadas me salieran a cualquier partido, dándome alguna parte, ya que no fuera el todo, tanto por ser gente principal su padre y deudos, como porque por algún caso habían de permitir que se tratara en tela de juicio el suyo tan feo.

¿Queréis oír una estrañeza? ¿Véis cuán bella, cuán afable y de mi deseo era Florencia? En este punto arqueaba ya en oyéndola mentar. Hedióme; no la podía ver, todo me pareció mal hasta verme fuera della. Ved qué hace la falta del dinero, que aborreceréis en un punto las cosas que más amáis, cuando no tenéis con qué valeros a vos ni a ellas. Ya me parecía que no tenía el mundo ciudad como Bolonia, donde apenas habría metido los pies cuando me dieran mi hacienda, tuviera qué gastar y mocitos estudiantes, gente de la hampa, de mi talle y marca, con quien pudiera darme tres o cuatro filos cuando quisiera.

Y aun pudieran caer de modo los dados, que pasara fácilmente con mis estudios adelante. Pues lo que me hizo enseñar el cardenal mi señor aún estaba en su punto y sin duda que pudiera bien ser precetor en aquella facultad y ganar de comer con ello, si quisiera y me fuera necesario. Mas poneos a eso: arrojaos una loba estando cansado de arrastrar la soga. En resolución, yo la tomé de hacer este viaje muy apriesa y así lo puse por obra luego en un pensamiento.

Cuando a Bolonia llegamos una noche, lo más della no dormimos, porque se nos pasó en trazas. Y díjome Sayavedra:

-Señor, a mí no me conviene parecer ni ser visto por algún modo, en especial a los principios, hasta ver cómo se pone la herida. Porque, si Alejandro está en la ciudad y sabe que yo he venido a ella, siendo, como soy, tan conocido, ha de procurar saber a qué y con quién, de donde podría resultar que se ausente de la ciudad y habremos hecho nada. O que sospechando que yo fui la causa de aqueste viaje y de su infamia, me quita la vida. Y ninguna de ambas cosas nos viene a cuento ni nos está razonable. Demás que, si el negocio ha de llegar a tela de juicio, han de asir de mí el primero. Y no se ha de permitir -supuesto que preso no puedo ser de algún provecho- que me resulte más daño del pasado. Lo que luego de mañana se debe hacer es preguntar por él y procurarlo conocer. Y hecho esto, iremos después tomando consejo con el tiempo.

No me pareció malo éste. Salí por la ciudad y a pocos pasos y menos lances me lo señalaron con el dedo. Y no fuera necesario, que por solo el vestido supiera yo quién era. Estaba con otros mancebicos a la puerta de una iglesia. No creo que salía ni trataba de entrar a oír misa, que más me pareció estar allí registrando a quien entraba.

¿Digo algo? ¿Tendría remedio esto? ¡No nos bastan las plazas y calles de todo el pueblo, que lo traemos escandalizado con señas y paseos y quizá otras cosas de peor condición, sin que no perdonemos aun el templo!

Vamos adelante, no saltemos de la misa en el sermón. Parecióme que no estaba con mucha devoción, porque hablaban mucho de mano y de cuando en cuando daban grande risa. Tenía puesto un jubón mío de tela de plata y un coleto aderezado de ámbar, forrado en la misma tela, todo acuchillado y largueado con una sevillanilla de plata y ocho botones de oro, con ámbar al cuello, todo lo cual me había presentado un gentilhombre napolitano por cierto despacho que le solicité con el embajador mi señor.

Cuando se lo conocí, a puñaladas quisiera quitárselo del cuerpo, según sentí en el alma que prendas tan de la mía hubiesen pasado en ajeno poder contra mi voluntad. Vime tentado por llegar a dárselas; empero dije: «¡No, no Guzmán, eso no! Mejor será que tu ladrón se convierta y viva, porque viviendo te podrá pagar, y si lo matas, pagarás tú. De mejor condición serás cuando te deban que no cuando debas. Más fácil te será cobrar que pagar. No te hagas reo si tienes paño para ser actor. ¡Poco a poco! Vámonos a espacio, que nadie corre tras de nosotros. Y si ley hay en los naipes, el parto viene derecho, con mi buena ventura. El pájaro se asegure por agora, que es lo que importa; no espantemos la caza, que ciertos son los toros. El hurto está en las manos: no hay neguilla; por Dios que ha de cantar por bien o por mal. Decirnos tiene quién lo puso tan gallardo y en qué feria compró el vestido.»

Con esto me volví a la posada y díjele a Sayavedra lo que había visto. Teníame aderezada la comida; púsome la mesa y, después de alzada, fuimos fabricando la red para la caza. Dimos en unos y otros medios y el buen Sayavedra titubeaba, no las tenía consigo todas. Ya le pesaba del consejo, temiendo el peligro. Últimamente concluyóse que la paz era lo mejor de todo, que más valía pájaro en mano que buey volando, y de menor daño mal concierto que buen pleito.

Fuimos de parecer que yo por un tercero hiciese hablar a su padre, dándole cuenta del caso, remitiéndolo a su voluntad, como mejor se sirviese y de manera que no me obligase a tratar de cobrarlo con rigor, pues evidentemente aquélla era hacienda mía. Hícelo así. Busqué persona que con secreto y buen término se lo dijese. Mas como donde hay poder asiste las más veces la soberbia y en ella está la tiranía, no sólo no quiso que se tratase de medios, mas aun lo hizo punto de menos valer.

Tomólo por caso de honra que se tratase dello. Fingióse agraviado; aunque bien sabía que verdaderamente yo lo estaba, y sin dar alguna esperanza ni buena palabra, despidió a mi mensajero. Cuando aquesto supe, me ocurrieron mil malas imaginaciones; mas como no se ha de dar mal por mal, apacigüéme con las pasadas consideraciones y determinéme a hablar a un estudiante jurista de aquella universidad, que me informaron tener buen ingenio, a el cual haciéndole relación del caso, cómo por ser el padre persona tan poderosa temía el suceso, que me diese parecer en lo que debría hacer, él me dijo:

-Señor, ya es conocido Alejandro en esta ciudad. Sábese cuál sea su trato, que bastaba en otra parte para información. Demás que lo que decís es tanta verdad, cuanto a nosotros todos nos consta della. Justicia tenéis y me parece que la pidáis. Ya en toda Bolonia se sabe de vuestro hurto, porque luego como aquí llegó con él, se conoció ser ajena ropa, tanto porque la hizo aderezar a su talle, cuanto porque de aquí no sacó algunos borregos que vender, para poder con lo procedido comprar lo que trujo. Y aun otro compañero de quien él se fió le hurtó buena parte dello, por ganar también parte de los perdones. En lo que pudiere de mi oficio serviros, lo haré de muy buena gana.

Con esto escribió la querella conforme a mi relación y presentéla luego ante el oidor del Torrón, que es allí el juez del crimen.

Ya sea lo que se fue, si el mismo juez o si el notario, no sé quién, por dónde o cómo, al instante mi negocio fue público. A el padre le dieron cuenta del caso y, como quien tanta mano allí tenía, se fue a el juez y, criminándole mi atrevimiento, formó querella de mí, que le infamaba su casa, de lo cual pretendía pedir su justicia para que fuese yo por ello gravemente castigado. Ello se negoció entre los dos de manera que me hubiera sido mejor haber callado. El hombre tenía poder, el juez buenas ganas de hacerle placer. Poco achaque fuera mucha culpa; que siempre suelen amor, interés y odio hacer que se desconozca la verdad, y con el soborno y favor pierden las fuerzas razón y justicia.

Yo escupí a el cielo: volviéronse las flechas contra mí, pagando justos por pecadores. Mucho daña el mucho dinero y mucho más daña la mala intención del malo. Empero, cuando se vienen a juntar mala intención y mucho dinero, mucho favor del cielo es necesario para sacar a un inocente libre de sus manos. Líbrenos Dios de sus garras, que son crueles más que de tigres ni leones: cuanto quieren hacen y salen con cuanto desean. ¡Oh quién les pudiera decir o hacerles entender lo poco que les ha de durar!

Mandóme dar el juez un muy limitado término, imposible para poder hacer la información. ¿Quién vio nunca restringirle a el actor los términos, principalmente habiendo alegado que la información del caso estaba en Siena, de dónde se había de compulsar y era imposible traerse de otra manera? ¡Ni por ésas! Pagar tenéis, aunque os pese.

A este propósito, antes de pasar adelante, diré lo que aconteció en una villeta del Andalucía. Repartióse cierto pecho entre los vecinos della para una poca de obra que hicieron, y en el padrón pusieron a un hidalgo notorio, el cual, como agraviado, se quejaba dello; mas con todo eso no lo borraron. Cuando al tiempo de cobrar fueron a pedirle lo que le habían repartido, no quiso darlo y en defeto dello le sacaron una prenda. El hidalgo se fue a su letrado, hízole una petición fundada en derecho, en que alegaba su nobleza y que, conforme a ella, no se le pudo hacer algún repartimiento, que le mandasen volver lo que le habían sacado. Cuando esta petición llevaron a el alcalde, habiéndola oído, dijo a el escribano: «Asentá que digo que de ser hidalgo yo no ge lo ñego; mas es lacerado y es bien que peche.»

De tener yo justicia nadie lo dudaba. Sabíanlo todos, como cosa pública; mas era pobre «y es bien que peche», no era razón dármela. Luego vi mala señal y que trabajaba en balde; mas no pude persuadirme ni pensar que había de ser lo que vulgarmente dicen, paciente y apaleado. Sucedió que, como no pude probar en tan breve término, quedó mi querella desierta y tuvo lugar la parte contraria para dar la suya de mí, diciendo haberle hecho con mi petición un libelo infamatorio contra su hijo, de que le resultaba quedar su casa y honra disfamadas.

Imploró aosadas, largo y tendido; de manera que de un otrosí en otro hinchó un pliego de papel, fundando agravios y que por ser su hijo caballero principal, quieto y honrado, de buena vida y fama, debieran abrasarme. Ya dije yo entre mí, cuando me lo leyeron: «Mejor tengan entrambos la salud que la conciencia.»

De todo esto estaba descuidado, que nada sabía, hasta que yendo a hacer mis diligencias, me prendieron en medio de la calle y me llevaron a el Torrón, sin otra información contra mí más de mi sola petición reconocida. No hay espada de tan delgados filos que tanto corte ni mal haga como la calumnia y acusación falsa, y más en los tiranos, cuya fuerza es poderosísima para derribar en el suelo la más fundada justicia del humilde, más y mejor cuando se recatare menos. Mi negocio era llano, hiciéronlo barrancoso. Era público en la ciudad y fuera della, sin haber quien lo ignorase. Constábale a el juez había bastante información. Todo eso es muy bueno; empero sois un gran tonto: sois pobre, fáltaos el favor, no habéis de ser oído ni creído. No son éstos los casos que se han de tratar en tribunales de hombres y, cuando se os ofrezcan, querellaos ante Dios, donde rostro a rostro está la verdad patente, sin que favor solicite, letrado abogue, escribano escriba ni se tuerza el juez.

Allí me hicieron la justicia juego y el juego de manos. Castigáronme como a deslenguado, mentiroso y malo. Gasté mis dineros, perdí mis prendas. Estuve aherrojado y preso. Tratáronme mal de palabra diciéndome muchas muy feas, indignas de mi persona, sin dejarme aun abrir la boca para satisfacerlas. Cuando quise responder por escrito, viendo lo que comigo allí pasó, el procurador me dejó, el solicitador no acudió, el abogado huyó y quedé solo en poder del notario.

Solo el consuelo que tuve fue la voz general de mi agravio, consolándome que se llegará el temeroso y terrible día en que maldirá el poderoso todo su poder, porque será maldito de Dios y lo que acá dejare no llegará en tercero poseyente, por más fuerzas que piense que le pone al vínculo. Que no puede, aunque quiera, vincular las inclinaciones de los que le han de suceder, ni hay prevención que resista cuanto con la fuerza de un cabello a la divina voluntad. Y es de fe que se tiene de consumir. Porque son haciendas de pobres, ganadas en ira y sustentadas con mentiras.

Querrásme responder: «¡Pues para ese día fíame otro tanto!» ¿Tan largo se te hace o piensas que no ha de llegar? No sé. Y sí sé que se te hará presto tan breve, que digas: «Aun agora pensé que sacaba los pies de la cama», y será ya cerrada la noche.

Dirásme también: «¡Oh! que ni lo cavó ni lo aró, también se lo halló, como en la calle, por los achaques que bien sabes, de cuando sirvió a el embajador.» ¿Y eso por ventura es parte para que me lo quites? ¿No ves que aun así como lo dices te condenas? Pues los haces iguales a los bienes de las malas mujeres. Y debes entender que lícitamente lo gana, no embargante que sea ilícito su trato. Y se lo debes en conciencia, si te aprovechaste della y te sirvió por su interés.

No sólo esto es así; mas a un público salteador, de los homicidios que hizo y bienes que robó, no le puedes quitar cosa de consideración. Porque ni eres tú su juez ni parte para poder, contra su voluntad, adjudicar lo que a los otros quitó. Porque para ellos él queda reo y tú para él. Créeme que te digo verdad y verdades.

Mas ¿qué aprovecha? Pero García me llamo. Si todos anduviésemos a oír verdades y a deshacer agravios, presto se henchirían los hospitales. Pues a buena fe que me acuerdo agora que vale más entrar en el cielo con un ojo, que con dos en el infierno, y que quiso San Bartolomé más llevar su pellejo desollado a cuestas, que irse bueno y sano a tormento eterno, y que tuvo San Lorenzo por de mejor condición dejarse abrasar acá, que allá. ¡Oh, que ni todos han de ser San Bartolomé ni San Lorenzo! Salvémonos y basta.

Yo me holgaría mucho dello. Que no hará poco quien se salvare. Mas es menester mucho para salvarse y será imposible salvarte tú con la hacienda que robaste, que pudiste restituir y no lo hiciste por darlo a tus herederos, desheredando a sus proprios dueños. Y no te canses ni nos canses con bachillerías, que aquesto es fe católica, y lo más embelecos de Satanás. ¡Miserable y desdichado aquel que por más fausto del mundo y querer dejar ensoberbecidos a sus hijos o nietos, a hecho y contra derecho, hinchere su casa hasta el techo, dejándose ir condenado! No son burlas. No las hagas, que presto las hallarás veras. Testigo te hago de que te lo digo y no sabes por ventura si son tus días cumplidos ni si te queda más vida de hasta tener leídos estos que te parecen disparates. Allá te lo dirán. Confía con que acá dejas capellanías y capilla de mi capa: que las misas no aprovechan a los condenados, aunque se las diga San Gregorio. No tienen ya remedio después de la sentencia.

¡Oh, válgame Dios! ¡Cuándo podré acabar comigo no enfadarte, pues aquí no buscas predicables ni dotrina, sino un entretenimiento de gusto, con que llamar el sueño y pasar el tiempo! No sé con qué desculpar tan terrible tentación, sino con decirte que soy como los borrachos, que cuanto dinero ganan todo es para la taberna. No me viene ripio a la mano que no procure aprovecharlo; empero, si te ha parecido bien lo dicho, bien está dicho, si mal, no lo vuelvas a leer ni pases adelante. Porque son todos montes y por rozar. O escribe tú otro tanto, que yo te sufriré lo que dijeres.

Concluyo aquí con decir que, cuando la desdicha sigue a un hombre, ninguna diligencia ni buen consejo le aprovecha, pues de donde creí traer lana volví sin ella trasquilado.




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Capítulo III

Después de haber salido Guzmán de la cárcel, juega y gana, con que trata de irse a Milán secretamente


Salí de la cárcel, como de cárcel. No es necesario encarecerlo más, pues por lo menos es un vivo retrato del infierno. Salí con deseo de mi libertad y no hice mucho en desearla, que a quien tan injustamente se la quitaron, causa tuvo para temer mayores daños, por serle muy fácil de negociar al contrario cualquier demasía, pues no le fue dificultoso lo principal.

Quizá piensan algunos que Dios duerme; pues aun los que no tuvieron verdadero conocimiento suyo, lo temieron y temen. Preguntándole Isopo a Chilo «¿Qué hace Dios? ¿En qué se ocupa?», le respondió: «En levantar humildes y derribar soberbios.» Yo soy el malo y, pues me dieron pena, debí de tener culpa. Que no es de sospechar de un honrado juez, que profesa sciencia y santidad, se querrá empachar por amistades ni dádivas o miedos. Allá se lo hayan, juzgados han de ser; no quiero yo juzgarlos ni más molerlos.

Quedé tan escarmentado, tan escaldado y medroso, que de allí adelante aun del agua fría tuve miedo. Ni por el Torrón o cárcel ni cuatro calles a la redonda quisiera pasar, no tanto por la prisión que tuve, cuanto por haberme visto en ella tan sin razón ofendido. No vía vara de arriero que no se me antojase justicia. Desde allí propuse para siempre dejarme antes vencer que comparecer en tela de juicio. A lo menos escusarlo hasta no poder más, y que sea más fuerza que necesidad.

La cuenta que hago es el consejo que a otro di estando yo preso. Trujeron a la cárcel un hombre, por habérsele vendido un sayo que decían ser hurtado, y el dueño dél era muy mi amigo. Decía que, aunque sabía ser el preso persona sin sospecha, que le había de dar por lo menos a el vendedor, porque con aquel sayo le hurtaron otras muchas cosas. Yo le dije:

-Dejaos de pleitos y tomá vuestro sayo y no gastéis la capa, que os quedaréis en blanco sin uno ni otro, y el escribano lo ha de llevar todo.

No quiso, y porfiaba que había de hacer y acontecer, que le decían su procurador y letrado que tenía justicia. En resolución, anduvo más de quince días el pleito. No se halló culpa contra el preso. Probó ser hombre de bien. Echáronlo libre la puerta fuera, quedando mi amigo necio, arrepentido y gastado, de manera que vendió la capa y no gozó del sayo y aun se quedó por ventura sin jubón.

Déjense de pleitos los que pudieren excusarlos, que son los pleitos de casta de empleitas: vanles añadiendo de uno en uno los espartos y nunca se acaban si no los dejan de la mano. Tratan dellos los poderosos y por causas graves, que cada uno dellos tiene y puede tirar a la barra y tendránle respeto si gasta, tiene y no le falta; empero tú ni yo, que para cobrar cinco reales gastamos quince y se pierden ciento de tiempo, ganando mil pesadumbres y otros tantos enemigos... Y peor si los trujéremos con quien puede más, porque no es otra cosa pleitear un pobre contra un rico que luchar con un león o con un oso a fuerzas. Verdad es que se sabe de hombres que los han vencido; empero ha sido por maravilla o milagro. No son buenas burlas las que salen a la cara. ¿No ves y sabes que harán salir sol a media noche y lanzan los demonios en Bercebut?

A los pobretos como nosotros, la lechona nos pare gozques, y más en causas criminales, donde la calle de la justicia es ancha y larga: puede con mucha facilidad ir el juez por donde quisiere, ya por la una o por la otra acera o echar por medio. Puede francamente alargar el brazo y dar la mano, y aun de manera que se les quede lo que le pusiéredes en ella. Y el que no quisiere perecer, dóyselo por consejo, que a el juez dorarle los libros y a el escribano hacerle la pluma de plata: y échese a dormir, que no es necesario procurador ni letrado. Si en Italia fuera como en otras muchas provincias, aun en las bárbaras, donde, cuando absuelven o condenan, escribe el juez en la sentencia la causa que le movió a darla y en qué se fundó, fuera menor daño, porque la parte quedara satisfecha; y, cuando no, pudiera el superior enmendar el agravio.

Mas conocí un juez, a quien habiéndole pagado un mercader muy bien una sentencia, con ánimo de asombrar con ella su parte contraria, para que temeroso acetase un concierto, y, diciéndole un su particular amigo que lo supo que cómo contra tan evidente justicia sentenciaba, respondió que no importaba, pues había superiores que le desagraviarían, que no quería perder lo que le daban de presente.

Derrenieguen de un fallo destos a carga cerrada, que más verdaderamente se puede llamar fallo de presente indicativo, pues engaña y no juzga. Mi verdadera sentencia es que fallo ser necio el que, si puede, no lo evita. Y en buena filosofía es menor daño sufrir a uno, que a muchos. Cuando tu contrario te hiciere injuria, sólo uno te la hace y sólo él compasas; empero por cualquier camino que trates de vengarla, saltaste de la sartén al fuego, fuiste huyendo de un inconveniente y diste de cabeza en muchos.

¿Quiéreslo ver? Diréte las estaciones que se te ofrecen por andar. Lo primero podía ser encontrar con alguacil muy gran desvergonzado, que ayer fue tabernero, como su padre, si ya no tuvieron bodegón. Que si ladrón era el padre, mayor ladrón es el hijo. Compró aquella vara para comer o la trae de alquiler, como mula. Y para comer ha de hurtar, y a voz de «alguacil soy, traigo la vara del rey», ni teme al rey ni guarda ley, pues contra rey, contra Dios y ley te hará cien demasías de obras y palabras, poniéndote a pique de poderte acomular una resistencia.

Yo conocí en Granada un alguacil que tenía dos dientes postizos y en cierta refriega se los quitó, haciéndose sangre con sus manos mismas. Dijo que se los habían allí quebrado. Y aunque no salió bien dello, porque se averiguó la verdad, a lo menos ya no lo dejó por diligencia. En su mano será, si levantares la voz o meneares un brazo, probarte que la hiciste. Pondráte luego en poder de sus corchetes.

¡Mirá qué gentecilla tan de bien!: corchetes, infames, traidores, ladrones, borrachos, desvergonzados. Y de la manera que decía un gracioso lacayo, de sí mismo, cuando lo enojaban: «Quien dijo lacayo, dijo bodegón; quien dijo lacayo, dijo taberna; quien dijo lacayo, dijo inmundicia; y la mujer que se puso a parir hijo lacayo, no habrá maldad que della no se presuma»; yo también digo que quien dice corchetes, no hay vicio, bellaquería ni maldad que no diga. No tienen alma, son retratos de los mismos ministros del infierno. Así te llevan asido, cuando no sea por los cabezones y te hicieron esta cortesía, será por lo menos de manera que con mayor clemencia lleva el águila en sus uñas la temerosa liebre, que tú irás en las dellos. Daránte codazos y rempujones, diránte desvergüenzas, cual si tú fueras ellos, y no más de porque con aquello dan gusto a su amo y es costumbre suya, sin considerar que ni él ni ellos tienen más poder que para llevarte a buen cobro preso, sin hacerte injuria. Desta manera te harán ir a el retro vade, a la cárcel.

¿Quieres que te diga qué casa es, qué trato hay en ella, qué se padece y cómo se vive? Adelante lo hallarás en su proprio lugar; baste para en éste, que cuando allá llegues -mejor lo haga Dios-, después de haberte por el camino maltratado y quizá robado lo que tenías en la bolsa o faltriquera, te pondrán en las manos de un portero, y de tal casa, que, como si esclavo suyo fueras, te acomodará de la manera que quisiere o mejor se lo pagares.

Mal o peor has de callar la boca, que no estás en tu casa, sino en la suya, y debajo del poder, etcétera. Porque ni valentías valen allí ni amenazas los asombran. Registraránte un alcaide y sotalcaide, mandones y oficiales, a quien has de andar delante, la gorra en la mano, buscando invenciones de reverencias que hacerles.

Y de lo malo, esto no lo es tanto, porque verdaderamente alcaides hay que son padres, y tales los hallé siempre para mí, sin poderme nunca quejar dellos. Verdad sea que quieren comer de sus oficios, como cada cual del suyo, que aquello no se lo dan gracioso y harta gracia te hacen si redimes tu necesidad y te dan lado con que salgas a remediar tu vida, componer tu casa, defender tu pleito. Mas en fin es tu alcaide: puede querer o no querer, tiene mano en tu libertad y prisión.

Luego desde allí entras adorando un procurador. Y mira que te digo que no te digo nada dél, porque tiene su tiempo y cuándo, como empanadas de sábalo por la Semana Santa. Su semana les vendrá.

En resolución, por no detenerme dos veces con una misma gente, digo que serán tus dueños y has de sufrirles y a el solicitador, a el escribano, a el señor del oficio, a el oficial de cajón, a el mozo de papeles y a el muchacho que ha de llevar el pleito a tu letrado. Pues ya, cuando a su casa llegas y lo hallas enchamarrado, despachando a otros y esperando tu vez, como barco, quisieras esperar antes a un toro.

Diráte, cuando le hagas larga relación, que abrasará sus libros cuando no saliere con tu negocio. Todos lo dicen; pocos aciertan y ninguno los quema. Impórtate la diligencia. No está el escribiente allí para hacerla, porque fue a llevar los niños a la escuela o a misa con la señora. Pásase la ocasión por no escribirse la petición.

El señor licenciado sabe de leyes, pero no de letras; dita y no escribe, porque lo sacaron temprano de la escuela para los estudios, ya porque fue tarde a ella o por codicia de llegar presto a los Digestos, dejándose indigestos los principios. Como si bien escribir no supusiese bien leer y del bien leer y escribir naciese la buena ortografía y della la lengua latina y de aquí se fuese todo eslabonando uno con otro.

Bien está. Pasemos adelante, otro poco a otro cabo, que nos comemos aquí las capas y se gasta tiempo sin provecho. Lleguemos al juez ordinario. Ya te dije algo dél. No sé más que te diga, sino que públicamente vende a la justicia, recateando el precio y, si no le das lo que piden, te responden que no te la quieren dar, porque les tienes más de costa y hay otro junto a ti que le da más por ella.

Ya cuando llegares al superior, que pocas veces acontece, respeto del peje que muere acá primero, ya llegan allá desovados, flacos y sin provecho. Allí faltan intereses; pero hay pasiones algunas veces. Y como no salió de su bolsa lo que costaste a criar, eso se le dará que te azoten como que te ahorquen. Seis años más o menos de galeras no importa, que ahí son quequiera.

No sienten lo que sientes ni padecen lo que tú; son dioses de la tierra. Vanse a su casa, donde son servidos, por las calles adorados, por todo el pueblo temidos. ¿Qué piensas que se les da de nada? En su mano tienen poder para salvarte o condenarte. Así lo hará como más o menos se te inclinare o se lo pidieren.

Yo conocí un señor juez, el cual condenó a uno en cierta pena pecuniaria y aplicó della docientos ducados para la Cámara, y mandó por su sentencia que, en defeto de no pagarlos, fuese a servir diez años en las galeras a el remo, sin sueldo, y, en siendo cumplidos, fuese vuelto a la cárcel del mismo pueblo y en él fuese ahorcado públicamente. Para mí, habiendo de mandar una tan grande necedad, mejor dijera que lo ahorcaran primero y luego lo llevaran a galeras, a el revés.

Como le dijeron a un mal pintor, el cual, como en una conversación dijese que quería mandar blanquear su casa y luego pintarla, le dijo uno de los presentes: «Harto mejor hará Vuestra Merced en pintarla primero y blanquearla después.»

Jueces hay que juzgan al vuelo, como primero se les viene a la boca. Pues ya, si tienen asesor o compañero que les quiera ir a la mano, pensarán que quitarle una tilde o mitigar las palabras de su sentencia es como quitarlo del altar.

¿Ves cómo es menor mal que se vaya el que te ofendió con su atrevimiento y que tú te quedes libre de tanto detrimento? Que, cuando no fuese por lo ya dicho, estar sujeto a tantos, lo debieras permitir por no desacomodarte, desbaratando tu casa, trayendo corrida y por la misma razón en grave peligro tu honra y la persona de tu mujer, a tus hijos y hacienda.

Dirás: «¡Oh, que no es bien que aquel traidor que me ofendió se quede riendo de mí!» No por cierto, no es bueno ni razón; pero si así como así se han de reír de ti, menos malo es que se ría uno y no muchos. Que si uno se riere del agravio que te hizo, ciento se reirán después, viendo que fuiste necio dándoles tu dinero y que fue humo lo que con ello compraste. Y se burla de ti quien mejor esperanza te pone, porque con ella te pela más la bolsa.

«Bien está; empero por esto hay muchas iglesias y es largo el mundo.» Dime, inorante, ¿y por ventura con esto escusas esotro? A todo bien suceder, ¿es lo que has dicho más de una dilación de tiempo? Allí en la iglesia, ¿no sufres a el beneficiado, a el cura y a su merced el señor sacristán? ¿Cuánto piensas que has de padecer para que te sufran y te consientan?

¿Piensas que no hay más que decir: «A la iglesia me voy»? Pesadumbres hay grandes, dineros cuesta desacomodarte y no ha de ser aquello para siempre. Parécete de menor inconveniente salir de tu casa, irte de tu tierra en las ajenas, a reino estraño, y, si eres por ventura español, dondequiera que llegues has de ser mal recebido, aunque te hagan buena cara. Que aquesa ventaja hacemos a las más naciones del mundo, ser aborrecidos en todas y de todos. Cúya sea la culpa yo no lo sé.

Vas caminando por desiertos, de venta en venta, de posada en mesón. ¿Parécete buena gentecilla la que lleva el rey don Alonso? Venteros y mesoneros poco sabes quién son, pues en tan poco los estimas y no huyes dellos. Últimamente irás desacomodado, con mucha calor, con mucho frío, vientos, aguas y tiempos, padeciendo con personas y caminos malos. Ya pues, cuando mucho llueve, si crecen los arroyos no puedes pasar. Llégase la noche, la venta está lejos, el tiempo se cierra y descargan los nublados. Quisieras antes haberte muerto. Anda ya, déjate deso, estate sosegado. Bien es que te llamen cuerdo sufrido y no loco vengativo.

¿Qué te hicieron? ¿Qué te dijeron, que tanto lo intimas? Dijéronte verdad: tú diste la causa. Y si mintieron, quien miente miente, no te hizo agravio ni tienes de qué satisfacerte con tanto peligro, dejándolo para loco y estimándolo en poco. No podrás tomar dél mayor venganza ni darle más grave castigo. Déjalo pasar y haz tu negocio. Harto os he dicho, miradlo, que yo me vuelvo a el mío.

Salí de la cárcel y fuime a la posada, pobre, pensativo y triste. Díjele a Sayavedra:

-¿Qué te parece lo bien que se ha medrado en esta feria? Desta vez de laceria salimos, buen verde nos podremos dar con la ganancia. ¿Consideras agora bien de la manera que labran aquí sobre sano a los que tratan de cobrar su hacienda?

Él me dijo:

-Señor, ya lo veo, pues he sido testigo en todo lo pasado; mas ¿qué remedio a pasión de juez y a fuerzas de poderoso? Lo que más me pesa es que te quejarás de mí, por haber sido instrumento de tu daño, y más ahora con este consejo que tan mal y a la cara nos ha salido, deseando cobrar esta deuda. Mas el hombre propone y Dios dispone. No son éstas las costas de «¡quién pensara!», porque no se puede prevenir una pedrada que acaso tiró un loco y mató con ella, ni ser adevinos de cosas tan desproporcionadas a el entendimiento.

En esto hablábamos cuando entraron de fuera unos dos huéspedes de casa, que venían desafiados con un mozo ciudadano para jugar a los naipes. Y en una cuadra, de donde se apartaban su aposento del mío, pusieron una mesa y comenzaron el juego. Pues, como yo anduviese por allí paseándome, viendo lo que pasaba, quise por entretenimiento llegarme a cerca. Tomé una silla que primero hallé, y estuve sentado en ella viendo el juego de uno dellos por más de dos horas, que ni se cargaba más a la una que a la otra parte. Ya ganaban, ya perdían; todo así suspenso, sin haber diferencia conocida, entreteníase cada uno con el dinero que sacó para el juego, esperando ventura, y estábame yo deshaciendo.

Ellos no tenían pena y a mí me la daba, sin qué ni para qué, más de por sólo mirarle sus naipes, las veces que dejaba de ganar o perdía. ¡Oh estraña naturaleza nuestra, no más mía que general en todos! Que sin ser aquellos mis conocidos, ni alguno dellos, ni haberlos otra vez visto, pues aquella fue la primera, por haber estado preso aquellos días, y sin haberlos nunca tratado, me alegraba cuando ganaba el de mi parte.

¡Qué pecado tan sin provecho el mío, qué sin propósito y necio, desear que perdiesen los otros para que aquél se lo llevara! ¡Como si aquel interés fuera mío, como si me lo quitaran a mí o si hubieran de dármelo! Cuánta ignorancia es echarse sobre sus hombros cargos ajenos, que ni en sí tienen sustancia ni pueden ser de provecho.

Pónese la otra en su ventana y el otro a su puerta en asecho de la casa de su vecino, por saber quién salió antes del día o cuál entró a media noche, qué trujeron o qué llevaron, sólo por curiosidad, y de aquello averar o inferir sospechas, que por ventura son de cosas nunca hechas. Hermano, hermana, quítate de ahí. Ayude Dios a cada uno, si hace o no hace, que podrá ser no pecar la otra y pecar tú. ¿Qué te importa su vida o su muerte, su entrada o su salida? ¿Qué ganas o qué te dan por la mala noche que pasas? ¿Qué honra sacas de su deshonra? ¿Qué gusto recibes en eso? Que si por ventura con ello le hubieras de hacer algún bien, conozco de ti que por no hacérsele no lo hicieras, o si de velarle tú la casa se siguiera no robársela los ladrones y con mucho encarecimiento te lo pidieran, respondieras que harto más te importaba mirar la tuya, que allá se lo hubiese, que no te querías arromadizar ni aventurar tu salud por tu vecino. ¿Pues cómo para hacerle bien y caridad no te quieres aventurar ni un cuarto de hora y para sacar sus manchas a el sol estás toda una noche?

¿Ves cómo haces mal y que te digo verdad? ¿Conoces ya que te sería mejor y más importante a tu salud acostarte temprano, ver lo que pasa de tus puertas adentro y dejar las de los vecinos? ¿Quieres a pesar de tu alma cargarla con lo que no lleva la de la otra? Ella está salva y tú te condenas. ¿Juega quien se le antoja su hacienda y pésame a mí que pierda o que gane? Allá se lo haya.

Si gustas de ver jugar, mira desapasionadamente si puedes; mas no podrás, que eres como yo y harás lo mismo. Tendría, pues, por de menor inconveniente que jugases, antes que ponerte a mirar juego ajeno con pasión semejante. Que quien juega, ya que desea ganar, es aquella una batalla de dos entendimientos o cuatro. Aventuras en confianza del tuyo tu hacienda, deseas por lo menos que no te la lleven, procúrasla defender y a eso te pones, a que, como te la pueden quitar, la quites. Tienes en eso alguna manera de causa y escusa. Mas que sólo por ver ciegue tanto la pasión a un hombre de buena razón, dígame si la tengo en condenarla por disparate.

Al cabo ya de rato comenzó a embravecerse la mar y a nadar el dinero de una en otra parte. Íbase la cólera encendiendo, y los naipes cargaban a una banda de golpe, con que de golpe dieron con uno de los tres al agua, dejándolo con pérdida de más de cien escudos. Era el que yo miraba. Y quedé tan mohíno casi como él, pareciéndome haber estado en la mía su desgracia y haber yo sido el instrumento della, y también porque le sentí que no le debía quedar otro tanto caudal en toda su hacienda.

El juego ha de ser en una de dos maneras: o para granjería o entretenimiento. Si para granjería, no digo nada. Que los que las tratan son como los cosarios que salen por la mar, quien pilla, pilla: cada uno arme su navío lo mejor que pudiere y ojo a el virote. Andan en corso todo el año, para hacer en un día una buena suerte.

Los que juegan por entretenimiento, han de ser solos aquellos que señalan los mismos naipes. En ellos hallaremos dotrina, si se considera la pintura, reyes, caballos y sotas; de allí abajo no hay figuras hasta el as. Es decirnos que no los han de jugar otros que reyes, caballeros y soldados. A fe que no halles en ellos mercaderes, oficiales, letrados ni religiosos, porque no son de su profesión. Los ases lo dicen, que desde la sota, que es el soldado, hasta el as, que es la última carta, son chamuchina y avisarnos que cuantos más de los dichos los jugaren son todos unos asnos.

Y así lo fue mi ahijado en perder lo que por ventura no era suyo ni tenía con qué poderlo pagar. No quiero tampoco apretar la cuerda tanto que niegue los nobles entretenimientos. Que no llamo yo jugar a quien lo tomase por juego una vez o seis o diez en el año, de cosa que no diese cuidado ni pusiese codicia, mas de por sólo gusto. No embargante que tengo por imposible sentarse uno a jugar sin codicia de ganar, aunque sea un alfiler y lo juegue con su mujer o su hijo. Que, cuando no se juega interés de dinero, juégase a lo menos opinión del entendimiento y saber, y así nadie quiere que otro lo venza.

Este mi hombre dicho era uno de los huéspedes de mi posada. Repartióse la ganancia entre su compañero y el ciudadano. Quedaron desafiados para después de cena y así se fueron cada uno por su parte y el perdidoso a buscar dineros.

Debió de hacer en buscarlos toda buena diligencia; mas, como es metal pesado, vase siempre a lo hondo y sácase dificultosamente. No debió de hallarlos y vínose sin ellos a casa, más enfadado de los que no le dieron que de los que le ganaron. Andábase paseando por la cuadra, bufando como un toro. No cabía en toda ella; ya la paseaba por lo ancho, ya por largo, ya de rincón a rincón. Enfadábale todo, blasfemaba de la mala ciudad y del traidor que a ella le hizo venir; que no era tierra de hombres de bien, sino de salteadores, pues con tener en ella cien amigos conocidos y ricos, no había hallado en todos un real prestado. Votaba de hacer y acontecer, cuando en su tierra estuviese.

Yo callaba y oía. Y cuando se metió en su aposento, sentí que se asentó sobre la cama y en el mío se oían con el sonido de las tablas los golpes que debía de dar en ella.

Llamé a Sayavedra en secreto y díjele:

-Ocasión se me ofrece para salir de trabajos o irme a ser hospitalero. Y pues la poca moneda que me queda no es tanta que pueda sustentarnos mucho, cenemos bien o vámonos a dormir con un jarro de agua, pues así como así lo habemos de hacer mañana. ¿Qué te parece? ¿Tiéneslo a disparate o por cordura? ¿No será bueno que después de cena, que se han de volver a juntar éstos y a el tercero le faltan lanzas para entrar en la tela, que salga yo a los mantenedores de refresco a correr las mías, tomando un puesto, aventurando a perder o a ganar con esta miseria que me queda?

Sayavedra me respondió que para todo lo hallaría. Resuelto una vez a servirme, lo había de hacer con mucho cuidado; ya fuese de veras o en burlas, a saltear o a jugar, lo había de tener siempre a mi lado. Que hiciese lo que mandase. Pero que para no dar con la honrilla en el suelo, pues en aquella ocasión estábamos tan apretados, asegurásemos la pobreza. Para lo cual él se acomodaría de modo que con seguridad y sutileza correría todo el campo y me daría siempre aviso del juego de los contrarios, con que no pudiese perder, teniendo razonable cuenta.

Cuando esto me dijo, pudieran echarme nesgas a el pellejo, que no cabía de contento en él. Porque con mi habilidad y manos en el naipe, juntando el aviso suyo, pudiera volverles tres partes de la moneda; y entre mí dije: «No hay mal que no venga por bien. ¡Aun si el daño que me hizo lo viniese a restaurar por este camino!» Y deseaba decirle lo mismo; mas mucho me holgué que saliese de su boca la vileza y no de la mía. Que hasta en esto guardaba mis puntos de amo para con él. Que pudiera ser, si corriera de mi mano el triunfo, dijera entre sí: «¡Mirá por amor de mí a quien sirvo! Salí de ladrón y di en ventero. ¡A qué árbol me arrimo! Ganármela puede arrimada en la pared.» Y no estaba engañado.

¡Ta, ta, eso no, amigo! Entraos vos por los filos de mi espada y dejaos enhorabuena venir cuanto mandardes. Que a fe que primero habéis de confesaros que oírme de confesión. Prenda no me habéis de tomar sin que las vuestras estén rematadas. Mas ya una vez las máscaras quitadas, tenga y tengamos, démonos tantas en ancho como en largo, que no habrá más de por medio que los barriles.

Allí estuvimos dando y tomando grande rato, sobre cuáles eran señas mejores para dar el punto de ambos. Venimos a resolver que por los botones del sayo y coyunturas de los dedos, conforme a el arte de canto llano. De manera nos adiestramos en cuatro repasadas, que nos entendíamos ya mejor por señas que por la lengua.

Cuando ya se juntaron los combatientes, yo estaba paseándome por la cuadra, mi rosario en la mano, como un ermitaño, y en el aposento mi criado. Trataron de volver a jugar y el tercero dijo lo que le había pasado, que no halló a cierto amigo que le había de dar dineros; empero que, si querían fiar de su palabra hasta otro día, que jugaría papeles.

El ciudadano dijo:

-De buena gana lo hiciera; mas téngolo por mohína y siempre pierdo.

Desbaratábase ya la conversación y cada uno quería recogerse, y antes que lo hiciesen, dije:

-Pues ese caballero no juega, cuanto no sea más de para entretenimiento de pasar un rato de la noche y que no se deje tan santa obra por falta de un tercero, si Vuestras Mercedes gustan dello, yo tomaré un poco las cartas.

Alegráronse mucho, porque les parecí tordo nuevo, que aún el pico no tenía embebido, y que me tenían ya en sus bolsas el dinero, y por parecerles que, si perdía la moneda, que jugaría también la cadena, la cual yo descubrí adrede, quitándome los botones del sayo; y que, si me picaba, como era mozo, no habría de tener sufrimiento para dejar de arrojarles la soga tras el caldero, hasta que fuesen rocín y manzanas.

Comenzar queríamos nuestra faena y para ello llamé a Sayavedra y díjele:

-Daca de ahí algún dinero, si tienes.

Él sacó hasta cien reales que yo le había dado para que me diese, y apartóse un poco de allí en cuanto se comenzó a bullir el juego, y llamándolo a despabilar, le dije:

-¿Habemos de hacer esto nosotros? ¿Tanto tienes allá que hacer o que dormir, que no estarás aquí para lo que fueres menester?

Él calló y estúvose quedo de manera y en parte que ninguna persona del mundo pudiera juzgar mal dél, porque jamás me miró ni quitó la mano del pecho y deste modo me decía cuanto por allá pasaba.

Y aunque siempre nos entendimos, no siempre me di por entendido ni me aprovechaba de la cautela; antes, cuando ganaba dos o tres manos, me holgaba de perder algunas. Dejábalos otras veces cargar sobre mi dinero; empero ni mucho ni siempre, porque no me diesen pellizco y me dejasen. Dejábalos tocar, pero no entrar, y después dábales otra carga para picarlos.

Escaramucé de manera con ellos y con tal artificio, que los truje siempre golosos. Ya, cuando me pareció tiempo que se querían recoger y tenían los frenos encima de los colmillos, para estrellarse adondequiera, parecióme darles alcance y, viéndolos en la red, arrojéme a ellos y a el dinero, trayéndolo a mi poder en pocos lances.

Debí de ganarles a los dos lo que le habían ganado antes a el tercero. Quedaron tan corridos y picados, que me la juraron para el siguiente día, desafiándome al mismo juego. Acetéselo de buen ánimo. Vinieron y dejéme perder hasta treinta escudos, con que se levantaron. Porque con sola esta pérdida los quise tener entretenidos y cebados. Y el uno dellos dijo:

-Alarguémonos algo, porque ya es tarde.

Respondíle a esto:

-Antes por la misma razón lo será mayor que nos acostemos y lo dejemos para mañana. Que siendo Vuestras Mercedes servidos, lo podremos hacer, tomándolo de más temprano y jugando cuan largo les diere gusto.

Holgaron de oírme y de haberme ganado, creyendo que había mucho que poderme ganar. Otro día se juntaron con muy gentiles bolsas de doblones castellanos, bien armados y a punto de guerra. Tendieron sobre la mesa puños dellos, de a dos, de a cuatro y algunos de a diez, como si fueran de cobre, diciendo:

-Buen ánimo, soldado, que aquí tiene Vuestra Merced esto a su servicio.

Y respondíles:

-Aunque yo no soy tan rico que pueda servir a Vuestras Mercedes con tanta moneda, no me faltará la voluntad, a lo menos como de un criado.

Quise decirles para pasar a mi poder esa bella compañía de hombres de armas. Comenzamos a jugar y fuelos cansando poco a poco, dándoles cuerda, hasta que, viéndolos ya parejos, les di una bella rociada y en pocas manos vi puestos en estas mías más de quinientos escudos, con que no quisieron jugar más hasta otro día, que dijeron que volverían.

Holgué mucho de oírselo, tanto porque ya tenían pareja la sangre y yo sosegado el pecho, y por parecerme que aquello me bastaba para entonces; empero no sabré decir cuánto me alegré de que se alzasen ellos, que siempre lo tuve por costumbre, para no mover ocasión de pendencia, que saliese de su voluntad jugar o no jugar. Ellos en buen hora se fueron y yo temeroso que por ventura el natural, como natural, y el forastero, como necesitado, me hiciesen alguna demasía. Ya yo sabía cómo corría la justicia de la tierra. Dije a Sayavedra, cuando estuvimos a solas, que sin hablar palabra ni decir adónde hacíamos el viaje, tomase por la mañana caballos para ir la vuelta de Milán. Así se puso en obra, dejándolos mohínos y sin blanca.




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Capítulo IV

Caminando a Milán Guzmán de Alfarache, le da cuenta Sayavedra de su vida


A Milán caminábamos con tanta priesa como miedo; que como es alto de cuerpo, de lejos lo devisaba y siempre con su sombra me temblaba el corazón, recelando el peligro en que él mismo me había puesto. Porque siempre creí que ninguna culpa quedó sin pena ni malo sin castigo. Ya deseaba que naciesen con alas los caballos, para que volara el mío. Mas, pobre de mí, que lo mismo fuera, pues también las tuvieran los otros para darnos alcance. Todo lo vía lleno de malezas, en todo temía peligro y más en la tardanza.

Yo con mis pensamientos y Sayavedra con los suyos, íbamos mudos ambos, aunque con gran diferencia, que sólo el mío era de verme puesto en salvo y Sayavedra deseando saber lo que había de tocar de las monedas.

Fuemos caminando grande rato, hasta que por despedir el temor, que tanto me atribulaba, olvidándolo con algún entretenimiento, pareciéndome ser tan de locos callar mucho por los caminos como hablar mucho en las plazas, dije a Sayavedra que tratásemos alguna cosa o me contase algún cuento de gusto. Entonces él, hallando su bola en medio de los bolos, tomó por donde quiso y dijo:

-De un cuento quisiera yo que hubiera sido el gusto de la ganancia; mas yo confío que haber venido a servir a Vuestra Merced será no sólo para satisfación de mi deuda, pero aun para gran exceso de granjería.

Holguéme de oírle y que me hubiese tocado en aquella tecla y así le respondí:

-Hermano Sayavedra, lo pasado pasado, que no hay hombre tan hombre que por aquí o por allí no tenga un resbaladero. Todos vivimos en carne y toda carne tiene flaqueza. Otros la tienen por otros caminos, como diste tú en éste. Dios guarde mi juicio, que no sé lo que será de mí. Tan ocasionado me veo como el que más, para cometer cualquier atrevimiento; que quien dio en el pasado que no fue menos que hurto ganar con engaño la miseria de aquellos pobretos, que quizá era todo el remedio de sus vidas, no perdonara un talego si lo hallara huérfano de padre y madre, aunque tuviera mil escudos y, pues dimos en esto y de tu entendimiento conozco que se te alcanza cualquier lance, creo que habrás echado de ver que ni trato en Indias ni soy Fúcar. Soy un pobre mozo como tú, desamparado de su comodidad por las causas que bien sabes, y no con más ni mejor oficio del que has visto. Ya que no tengo de hacer vileza ni tener mal trato, a lo menos he de procurar honrosamente mi sustento, como lo debe hacer cualquier hombre de bien, sin dejarme caer punto del en que mis padres me dejaron y mi fortuna me puso. Que si el embajador mi señor me tuvo en su casa y le serví, fue por el amor que me tuvo desde niño y por la instancia que hizo con mis padres, cuyo conocimiento fue muy antiguo un tiempo que se conocieron en París, y así me pidió, diciéndoles que me quería hacer hombre. Mas ya que aquello me sucedió y de su casa salí, no pienso volver más a ella, si no fuere descansado y rico. Dondequiera se amasa buen pan y ya el de Roma me tiene muy ahíto. Y no será maravilla que todos busquemos manera de vivir, como la buscan otros de menos habilidad. Si no, pon los ojos en cuantos hoy viven, considéralos y hallarás que van buscando sus acrecentamientos y faltando a sus obligaciones por aquí o por allí. Cada uno procura de valer más. El señor quiere adelantar sus estados, el caballero su mayorazgo, el mercader su trato, el oficial su oficio y no todas veces con la limpieza que fuera lícito. Que algunas acontece, por meterse hasta los codos en la ganancia, zabullirse hasta los ojos, no quiero yo decir en el infierno; dilo tú, que tienes mayor atrevimiento. En resolución, todo el mundo es la Rochela en este caso: cada cual vive para sí, quien pilla, pilla, y sólo pagan los desdichados como tú. Si fueras ladrón de marca mayor, destos de a trecientos, de a cuatrocientos mil ducados, que pudieras comprar favor y justicia, pasaras como ellos; mas los desdichados que ni saben tratos ni toman rentas ni receptorias ni saben alzarse a su mano con mucho, concertándose después por poco, pagado en tercios, tarde, mal y nunca, estos bellacos vayan a galeras, ahórquenlos, no por ladrones, que ya por eso no ahorcan, sino por malos oficiales de su oficio. Diréte lo que oí a un esclavo negro, entre bozal y ladino, que viene bien aquí. En Madrid en el tiempo de mi niñez, que allí residí, sacaron a hacer justicia de dos adúlteros. Y como esto, aunque se pratica mucho, se castiga poco, que nunca faltan buenos y dineros con que se allane, mas esta vez y con el marido desta mujer no aprovecharon. Salió mucho número de gente a verlos, en especial mujeres -que no cabían por las calles, en toda la plaza ni ventanas-, todas lastimadas de aquella desgracia. Ya, cuando el marido le tuvo cortada la cabeza, dijo el negro: «¡Ah Dioso, cuánta se le ve, que se le puede hacelé!» Bien pudiéramos también decir cuántos hay que condenan otros a la horca, donde parecieran ellos muy mejor y con más causa. De nada me maravillo ni hago ascos; bailar tengo al son que todos, dure lo que durare, como cuchara de pan. Y pues dices que quieres mi compañía y gustas della, no creo se te hará mala ni dificultosa de llevar; porque soy compañero que sé agradecer y estimar lo que por mí se hace. A las obras me remito; ellas darán testimonio, el tiempo andando. Mas porque también el premio es quien adelanta la virtud, animando a los hombres con esfuerzo, y es flaqueza de ánimo no tenerle, cuando dél puede resultar alguna gloria o beneficio, ni cumple la persona con lo que debe, cuando no trabaja, pues nació para ello y dello se ha de sustentar, será muy justo que, conforme a lo que cada uno metiere de puesto, saque la ganancia. Paréceme dar asiento a esto, como primera piedra del edificio, y después trataremos de lo que se fuere más ofreciendo. Todo lo que cayere o se nos viniere a las manos, así de frutos caídos como por caer, se harán tres partes iguales, de todas las cuales tendrás tú la una y la otra será para mí; la tercera será para gastos de avería, que no todas veces hace buen tiempo ni podremos navegar a viento en popa ni con bonanza, para las calmas. Y si arribáremos, es bien que no nos falten bastimentos, y, si embistiéremos o diéremos en bajío, no falte batel en que salvarnos. Esta parte se pondrá siempre por sí. Ha de ser como un erario para socorro de necesidades. Que, si con tiento vamos, pues entendimiento no falta y entendemos algo del pilotaje, no me contento menos que con un regimiento de mi tierra y hacienda con que pasar descansadamente, antes de seis años. Alarga el ánimo a lo mismo, que también tendrás otro tanto con que poder volver a Valencia. No andes a raterías, hurtando cartillas, ladrón de coplas, que no se saca de tales hurtos otro provecho que infamia. En resolución, morir ahorcados o comer con trompetas: que la vida en un día es acabada y la de los trabajos es muerte cotidiana. Cuanto más que, si nos diéremos buena maña, presto llegaremos a mayores y no tendremos que temer, porque serán todos los meses de a treinta días y, como son a escuras todos los gatos negros, entenderémonos a coplas, que un lobo a otro nunca se muerde. Aquí tienes tu tercio de lo pasado, si lo quisieres luego, que no es justo retener a nadie su hacienda. Hágate Dios bien con lo que fuere tuyo y dénos gracia; que con tal pie y buena estrella se funde la compañía, que no vengamos a manos de piratas, que no tienen ojo a más que desflorar lo guisado y comer el hervor de la olla.

Con esto y mostrarme liberal fue asegurarle la persona que no me dejase. Porque, habiendo de buscar marisco, no pudiera hallar compañero más a propósito ni tan bueno. Demás que, siendo igual mío, era criado y me reconocía por amo, que no es pequeña ventaja para cualquiera cosa llevar la mano.

Él quedó tan rendido como agradecido, y de uno en otro lance venimos a dar en preguntarle yo la causa que le había movido a robarme, y dijo:

-Señor, ya no puedo, aunque quisiese, dejar de hacer alarde público de mi vida, tanto por la merced recebida con tanta liberalidad en todo lo pasado, como por ser notoria y que con quien se ha de vivir ha de ser el trato llano, sin tener algo encubierto. Que no sólo a confesores, letrados y médicos ha de tratarse siempre verdad; pero entre los de nuestro trato jamás faltó entre nosotros mismos, para podernos conservar. Y cumpliendo con tantas obligaciones, Vuesa Merced sabrá que soy valenciano, hijo de padres honrados, que aún podrá ser conocerlos algún día por la fama, que ya, sea Dios loado, son difuntos. Fuemos dos hermanos y entrambos desgraciados, ya fuese porque de niños quedamos consentidos, ya porque, dejándonos llevar de los impulsos de nuestro apetito, sin hacerles la debida resistencia, consentimos en esta tentación, que mejor diría dimos en esta flaqueza, no creyendo los daños venideros; antes con el cebo de presentes gustos, hasta que ya resueltos una vez a ello, no se pudo volver atrás. El otro mi hermano es mayor que yo y, aunque ambos y cada uno teníamos razonable pasadía, mas aun eso no nos puso freno. Tanta es o fue la fuerza de nuestra estrella y tanto el de la mala inclinación a no esquivarnos della, que, pospuesto el honor, con más deseo de ver tierras que de sustentarle, salimos a nuestras aventuras. Mas porque pudiera ser no sucedernos de la manera que teníamos pensado y para en cualquier trabajo no ser conocidos ni quedar con infamia, fuemos de acuerdo en mudar de nombres. Mi hermano, como buen latino y gentil estudiante, anduvo por los aires derivando el suyo. Llamábase Juan Martí. Hizo de Juan, Luján, y del Martí, Mateo; y, volviéndolo por pasiva, llamóse Mateo Luján. Desta manera desbarró por el mundo y el mundo me dicen que le dio el pago tan bien como a mí. Yo, como no tengo letras ni sé más que un monacillo, eché por estos trigos y, sabiendo ser caballeros principales los Sayavedras de Sevilla, dije ser de allá y púseme su apellido; mas ni estuve jamás en Sevilla ni della sé más de lo que aquí he dicho. Desta manera salimos en un día juntos peregrinando; empero cada uno tomó luego por su parte. Dél me dicen algunos, que de vista le conocen, haberlo visto en Castilla y por el Andalucía muy maltratado, que de allí pasó a las Indias, donde también le fue mal. Yo tomé otra diferente derrota. Fuime a Barcelona, de donde pasé a Italia con las galeras. Gasté lo que saqué de mi casa. Halléme muy pobre y, como la necesidad obliga muchas veces, como dicen, a lo que el hombre no piensa, rodando y trompicando con la hambre, di comigo en el reino de Nápoles, donde siempre tuve deseo de residir, por lo que de aquella ciudad me decían. Anduve por todo él, gastando de lo que no tenía, hecho un muy gentil pícaro, de donde di en acompañarme con otros como yo; y de uno en otro escalón salí muy gentil oficial de la carda. Híceme camarada con los maestros. Lleguéme a ellos por cubrirme con su sombra en las adversidades. Así les anduve subordinado, porque mi pobreza siempre fue tanta que nunca tuve caudal con que vestirme, para poner tienda de por mí. No por falta de habilidad, que mejor tijera que la mía no la tiene todo el oficio. Pudiera leerles a todos ellos cuatro cursos de latrocinio y dos de pasante. Porque me di tal maña en los estudios, cuando lo aprendí, que salí sacre. Ninguno entendió como yo la cicatería. Fui muy gentil caleta, buzo, cuatrero, maleador y mareador, pala, poleo, escolta, estafa y zorro. Ninguno de mi tamaño ni mayor que yo seis años, en mi presencia dejó de reconocerse bajamanero y baharí. Mas como por antigüedad y reputación tenían tiranizado el nombre de famosos Césares ellos, y a nosotros los pobretos nos traían de casa en casa, fregando la plata, haciendo los ojeos, buscando achaques, preguntando en unas partes: «¿vive aquí el señor Fulano?», «¿han menester vuestras mercedes un mozo?», «¿quieren comprar un estuche fino?», era de los que cortábamos a las mujeres, que, haciéndolos aderezar con cintas nuevas, los íbamos a vender. Otras veces fingíamos entrar a orinar y, si acertábamos con la caballeriza, donde nunca faltaba la manta de la mula, la almohaza o criba, la capa del mozo y el trabón, cuando más no podíamos, y, si acaso allí nos vían, luego bajándonos a el suelo, soltando la cinta de los calzones, nos poníamos a un rincón y, en diciéndonos «Ladrón, ¿y qué hacéis vos aquí?», nos levantábamos atacando y respondíamos: «Mire Vuestra Merced cómo y con quién habla, que no hay aquí algún ladrón; halléme necesitado de la persona y entréme aquí dentro.» Unos lo creían, otros no; empero pasábamos adelante. Otras veces tomábamos por achaque, y no malo, entrarnos por toda la casa, hasta hallar en qué topar y, si nos vían, luego pedíamos limosna. Con estos y otros achaques no había clavo en pared que no contásemos o quitásemos: nada tenía seguridad. Yo era rapacejo delgadillo, de pocas carnes, trazador y sobre todo ligero como un gamo. Acechaba de día el trabajo de la noche, sin empacharme por el tiempo y a pesar del sueño. Asistíamos de día como buenos cristianos en las iglesias, en sermones, misas, estaciones, jubileos, fiestas y procesiones. Íbamos a las comedias, a ver justiciados y a todas y cualesquier juntas donde sabíamos haber concurso de gente, procurándonos hallar a la contina en el mayor aprieto, entrando y saliendo por él una y mil veces, porque de cada viaje no faltaba ocupación provechosa. Ya sacábamos las dagas, lienzos, bolsas, rosarios, estuches, joyas de mujeres, dijes de niños. Cuando más no podía, con las tijeras, que siempre andaban en la mano, del mejor ferreruelo que me parecía y del más pintado gentilhombre le sacaba por detrás o por un lado, si acaso con el aprieto se le caía, para tres o cuatro pares de soletas. Y lo que yo desto más gustaba era verlos ir después hechos un retrato de San Martín, con media capa menos, dándole vueltas y haciendo gente. Y así se iban corridos, viendo cortadas las faldas por vergonzoso lugar. Cuando esto no bastaba, nos llegábamos a las colgaduras de seda o tela de oro, que nunca reparábamos en hacerles cortesía más a esto que a esotro; antes a más moros más ganancia, y por lo bajo dellas le sacábamos a una pieza o dos, como teníamos la ocasión y tiempo, lo que mejor podíamos. Y en los aires hacíamos dello cuerpos a mujeres, bolsos, manguitas a niños, y otras mil cosas a este tono, acomodándolo siempre como no se perdiese hilo en aquello que más y mejor podía servir. Poco a poco nos venimos acercando a la ciudad, con la fama de que venía nuevo virrey, que a las tales fiestas, a toros y ferias, caminábamos de cien millas, cuando era necesario. La costa del camino era siempre poca, que de los unos lugares íbamos proveídos para los otros de muy buenas gallinas, capones, pollos, palomas duendas, jamones de tocino y algunas alhajas que con facilidad se nos venían a la mano. Porque, como para tomar buena posada se procuraba entrar siempre con sol, en aquel breve tiempo, hasta las horas de recogernos, recorríamos los portillos de todo el pueblo y cuanto había dentro, con achaque de ir pidiendo «Para un estudiante pobre que vuelve a su tierra necesitado», no tanto por lo que nos habían de dar cuanto por lo que les habíamos de quitar, dando vista por los gallineros, para trazar cómo mejor poderlos despoblar. Demás que para las ventas y cortijos llevaba sedales fuertes; con finos anzuelos y con un cortezoncito de pan y seis granos de trigo se nos venían a las manos, y jamás eché lance que dejase de sacar peje como el brazo. Y a mal mal suceder, cuando se caía la casa y no se hallaba qué comer, a lo menos una muy bella posta de ternera no nos podía faltar, como la quisiésemos, de la primera y más pintada que hallábamos en el camino. Luego que a Nápoles llegamos, anduvo los primeros días muy bueno el oficio. Trabajóse mucho, muy bien y de provecho. Vestíme de manera que con la presencia pudiera entretener la reputación de hombre de bien y engañar con la pinta. Y si como la entrada que hicimos de juego de cañas, de oro y verde, solene y bien sazonada de sal, no se nos percudiera después a los fines por mi poco sufrimiento, de allí quedara en buen puesto; mas harto hice con escapar el pellejo y sanas las aldabas. Yo tuve la culpa que me saliesen los huevos güeros; mas, Dios loado, que pudiera ser el daño mayor y aqueso me puso consuelo. Uno de mis camaradas era de la tierra, criado de un regente del Consejo Colateral y sus padres le habían servido. Diósele a conocer, fuele a besar las manos y no las volvió vacías; porque, holgándose de verlo, le ofreció de hacer toda merced, y no a el fiado, sino diciendo y haciendo. Que pocas veces y en pocos acontece comer en un plato y a una mesa. Mas, cuando es el ánimo generoso, siempre se huelga de dar, y más le crece cuanto más le piden. Porque siempre fue condición del dar hacer a los hombres claros, cuanto los vuelve sujetos el recebir. Luego lo acomodó en algunos negocios, a la verdad honrados y dignos de otro mejor sujeto. Andábamos a su sombra, hechos otros virreyes de la tierra, sin haber en toda ella quien se nos atreviera. Con este abrigo nos alargábamos a cosas en que por ventura nuestros ánimos no bastaran solos. Era él nuestra lengua. Decíanos dónde habíamos de acudir y cómo lo habíamos de hacer, a qué horas tendríamos mayor seguridad, por dónde podríamos entrar y de qué personas nos habíamos de recelar. Que, como diremos, los que hacen los hurtos más famosos, más calificados y de importancia, son los llegados a las justicias. Fáltales temor, tienen favor sobrado, llega la necesidad, ofrécese ocasión: remédielo Dios todopoderoso. Iba yo un día luchando a brazo partido con el pensamiento, deseoso de hallar en qué poder entretenerme, porque casi era mediodía y no habíamos ensartado aguja ni dado puntada. Pues volver a casa manivacío, sin haber llevado la provisión por delante y que por ventura los compañeros tuviesen ya labrada la miel, me llamaran zángano, que se la quería comer mis manos lavadas; teníamoslo por caso de menos valer, ir a mesa puesta sin llevar por delante la costa hecha. Vi una casa de buena traza, y a lo que parecía mostraba ser de algún hombre honrado ciudadano. Entréme por ella, como si fuera mía; que nunca el tímido fue buen cirujano. Aun allá dicen las viejas a los medrosos en España, por manera de hablar, cuando uno va con espacio: «Anda, anda, que parece que vas a hurtar.» Dondequiera y siempre me parecía entrar por mi casa o que iba con vara de justicia y mandamiento de contado. Miré a una y otra parte, deseando hallar en qué topasen los ojos que diese quehacer a las manos. Quiso la fortuna depararles encima de un bufete una saya grande negra, de terciopelo labrado, de que pudiera bien sacar tres pares de vestidos, calzones y ropillas; porque tenía más de quince varas y podían encajárselos aunque fueran los mocitos más curiosos de la tierra. Estuve avizorando por todo aquello si podría sacar aquella prenda sin costas ni daño de barras, y en toda la casa ni en parte della sentí haber quien impedírmelo pudiese. Metíla debajo del brazo y en dos cabriolas me puse de pies en la puerta de la calle. Cuando a ella llegué, llegaba también el señor de la casa, el cual era Maestredata en la ciudad, y, viéndome salir asobarcado, preguntóme quién era y por lo que llevaba. En aquel punto mismo saqué de la necesidad el consejo y sin turbarme, antes con rostro alegre, le dije: «Quiere mi señora que se le tome un poco de alforza en esta saya y se la recoja de cintura, porque no le hace buen asiento por delante, y mándame que se la traiga luego.» Él me dijo: «Pues por vida vuestra, maestro, que se haga presto y de vuestra mano.» Con esto salí la calle abajo, dando más vueltas que una culebra, ya por aquí, ya por acullá, por desmentir el rastro. Después vine a saber, por mi mal, que luego como en casa entró, sintió alborotado el bodegón, revuelto el palomar y las mujeres a manga por hombro, dando y tomando sobre 'daca la saya', 'toma la saya', y la saya que no parecía: 'tú la quitaste', 'aquí la puse', 'acullá la dejé', 'quién salió', 'quién entro', 'ninguno ha venido de fuera', 'pues parecer tiene', 'los de casa la tienen', 'tú me la pagarás'. Andaba una grita y algazara, que se venían los techos a el suelo sin entenderse los unos con los otros. En esto entró el dueño, conociendo su yerro en haberme dejado salir con ella, y reportando a su mujer le dijo que un ladrón la llevaba, contándole lo que comigo había pasado a su misma puerta. Salióme a buscar; mas con mi buena diligencia me desparecí por entonces, dando con la persona en salvo y poniendo la prenda en cobro. Luego aquella noche me fui a casa del gran Condestable, con deseo de poder ejecutar un lance que algunos días antes había hecho en borrón; aunque lo traía ya en blanco y hilvanado, nunca tuve ocasión para poderlo sacar en limpio hasta entonces. Juntábanse allí muchos caballeros a jugar y de ordinario se solían hacer tres o cuatro mesas, asistiendo de noche a ellas un paje o dos de guarda. Sobre cada tabla estaba puesta su carpeta de seda y dos candeleros de plata. Yo llevaba comigo contrahechos un par, de muy gentil estaño, y tales, que de los finos a ellos no se hiciera diferencia, no más en la color que de la misma hechura, buscados a propósito para el mismo efeto. Llevé también dos velas y, todo bien cubierto, me puse a un rincón de la sala, según otras veces lo había hecho, aguardando lance y dando a entender ser criado de alguno de aquellos caballeros. Dos que jugaban a los cientos en una de aquellas mesas pidieron velas. No había más allí de un paje, y tan dormido, que habiéndolas ya dos veces pedido, no recordaba ni respondía. Yo acudí luego y, aderezando mis velas acá fuera, levantado el ferreruelo por cima del hombro, como criado de casa, las metí en los candeleros que llevaba y los de plata debajo del brazo, con que me fui recogiendo hasta la posada; en donde, juntándolos con algunas otras piezas de plata que había recogido, por quitarme de achaques y pesadumbres, 'si son míos o si son tuyos', 'daca señas', 'toma señas', 'de dónde lo compraste', 'quién te lo vendió', acogíme a lo seguro: hice de todo una pasta y en un muy gentil tejo lo llevé a mi capitán, para que con su autoridad y buen crédito lo vendiese. Hízolo así. Sacó su quinto, según le pertenecía, y diome la resta en reales de contado, sin defraudarme un cabello. Ya era entre nosotros orden que a nuestra cabeza le habíamos de acudir con aquella parte de todo lo que se trabajase, y esos eran sus derechos, tan bien pagados y ciertos, como los de su Majestad en lo mejor de las Indias. Con esta gabela éramos dél amparados en cualquier peligro. Ninguno piense maxcar a dos carrillos, que no hay dignidad sin pinsión en esta vida. Cada cual tiene sus dos hileras de dientes y muelas; todos quieren comer; en todo hay pechos y derechos y corren intereses. Una mano lava la otra y entrambas la cara. Si me dan el capón, justo será que le dé una pechuga. Y no hay dinero mejor empleado que en un ángel de guarda semejante. Palas hay tan tiranos y desalmados, que luego estafan y lo aplican todo para sí; quieren el pan y las maseras, el trabajo y el provecho, sin dejarnos otra cosa que el peligro y la pena dél, si nos cogen. Álzansenos a mayores, como Pizarro con las Indias. Cuando mucho nos dan y grande merced nos hacen es de los escamochos, lo que no les vale de provecho, reservando para sí la gruesa del beneficio, como lo hizo Alejandro comigo. Y después, cuando nos avizoran en el agonía, cálanse las gavias y no conocen a nadie. Mas entre nosotros con este milanés había muy buena orden. Porque de ninguna manera no quería llevarnos más de su solo quinto. Y si alguna vez, teniendo necesidad, nos pedía le prestásemos algo a buena cuenta y se lo dábamos, luego lo asentaba en su libro, poniéndolo en el ha de haber y a la margen un ojo, a descontar. No, no: buena cuenta teníamos en todo siempre; ayudase a cada uno su buena fortuna. Mis compañeros no holgaban, que, como buenos caseros, jamás vinieron las manos en el seno. Éramos cuatro, tres a la faena y el capitán para nuestra defensa. Íbamos algunas veces llevándole por delante, para, si alguno de nosotros diese salto en vago, hallándolo con el hurto en las manos, que hubiese quien lo abonase o volverse por él, dándole dos o tres pescozones, enviándolo de allí, diciendo: «Andad para bellaco ladrón y voto a tal que, si más os veo hurtar, que os he de hacer echar a galeras.» Creían con esto los presentes que serían aquéllos gente honrada y piadosa. Pasábamos con aquella fortuna. Otros había tan pertinaces y duros, que con una cólera de fieras nos apretaban demasiado, no dejándonos de la mano hasta hacernos prender. A éstos llegaban y les decían: «Deje Vuestra Merced a este bellaco ladrón, déle cien coces y no le haga prender; es un pobreto y se comerá en la cárcel de piojos. ¿Qué gana Vuestra Merced en hacerle mal? ¡Tirad de aquí, bellaco!» Y con esto nos daban un rempujón que nos hacían hocicar, por sacarnos de sus brazos. Empero, si todavía porfiaba no queriéndonos largar, hacíamos nuestra diligencia en desasirnos y volvíamoslo pendencia, diciendo que mentía, que tan hombres de bien éramos como él. Ellos en la fuga se metían de por medio, en son de meter paz, ayudándonos a despartir y ponernos en libertad, y si necesario era, cuando no podían, derramaban el poleo: del aire buscaban achaque, incitando con palabras a venir a las obras, hasta que con el alboroto mayor se sosegaba el menor y así nos escabullíamos. Otras veces, que íbamos huyendo con el hurto, si alguno venía corriendo tras de nosotros y dándonos alcance, salíale un compañero de través a detenerlo poniéndosele delante y preguntando sobre qué había sido la pesadumbre, no dejando pasar de allí, a modo de querer poner paz y sosegarlo. Y por muy poquita demora que de cualquier manera hubiese, les tomábamos grandísima ventaja. Porque demás de la que siempre hace quien huye a quien corre, pone alas en los pies el miedo en casos tales. Los que corren se cansan presto naturalmente con el corto ánimo de hacer mal, que los desmaya, no obstante que quieran y lo procuren; mas esles imposible forzar a la naturaleza, la cual siempre favorece a los que desean salvarse. De una o de otra manera, siempre los detenían. Otras veces nos abonaban, cuando había pasado la palabra con el hurto y no se nos hallaba, porque ya lo teníamos de allí tres calles o cuatro. De manera que sus buenas palabras, intercesiones y abonos hacían que fuésemos libres de la mala opinión que se nos achacaba. En todas maneras, por acá o por acullá, hacíamos nuestra hacienda, pesase a quien pesase, que para todo había traza. Mas una vez que me descuidé, saliendo un poco a mariscar sin escolta y por el campo, no me la cubrirá pelo ni se me caerá tan presto de encima. Mis pecados, y otro no, me sacaron a pasear un día por fuera de la ciudad. Y como cerca de un arroyo estuviese sobre la yerba tendida mucha ropa y el dueño della tras de un poco de repecho, a la sombra de una pared, parecióme que ya debía de estar bien enjuta o a lo menos que cuanto para mi menester con aquello bastaba. Diome gana de doblar dos o tres camisas buenas, que me pareció me vendrían bien, y con facilidad lo hice. Mas envolvílas; no quise pararme allí a doblarlas, por hacerlo en mi posada con mayor comodidad y espacio. El dueño, que era una mujer de la maldición, por estar, como dije, vueltas las espaldas, no pudo verme; mas no faltó quien, doliéndole poco las mías y como a paso largo me iba trasponiendo, le dio el soplo. Levantó la buena lavandera el tiple, que lo ponía en el cielo, y, dejando una muchacha suya en guarda de lo que allí le quedaba, dio a correr en pos de mí. De manera que, viéndome perdido, con todo el disimulo del mundo, sin volver el rostro ni más mudanza que si comigo no las hubiera, dejé caer en el suelo la mercadería y pasé de largo con el paso compuesto, sin alborotarme. Yo creí que la mala hembra, teniendo ya lo que le faltaba en sus manos, por ventura se holgaría; mas no lo hizo así, que, si primero daba gritos, eran entonces voces con que hundía el campo todo. No era lejos de la ciudad ni en parte tan sola que dejasen de oírlo muchachos. Juntáronse tantos y con ellos tantos gozques, que parecían enjambres. A la grita dellos me pescaron vivo unos mancebos, de cuyo poder ya fue imposible defenderme. Desde aquel día comencé a tomar tema contra esta gentecilla menuda, que nunca más me pudieron entrar de los dientes adentro. Destruyéronme con perseguirme.

Cuando aquesto me decía Sayavedra, me vino en la memoria un famoso borracho de Madrid, el cual, como lo acosasen los muchachos y lo maltratasen mucho, cuando llegó a la boca de una calle se bajó por dos piedras y, arrimándose a una esquina, les dijo: «Ta, ta, Vuestras Mercedes no han de pasar adelante, suplícoles que se vuelvan, que yo doy la merced por ya recebida.» Si éste hiciera otro tanto, quizá que se volvieran, como lo hicieron con el otro.

Dijo luego:

-Y en verdad que dondequiera que se junta esta mala canalla, ningún hombre de bien puede hacer cosa buena. Ya voy huyendo dellos como de la horca, y faltó poco para subirme a ella, porque de sus manos me saco la justicia y me pusieron tras la red. Cuando esto me sucedió, luego hice dar aviso a mi capitán, que apenas alcanzó el bramo cuando en dos pies ya estaba comigo, informándome bien de lo que había de hacer y decir. De allí se fue a el notario. Hablóle, diciendo conocerme por hijo de padres muy honrados y nobles en España, que no era posible creerse cosa semejante de un caballero como yo y, en caso que fuera verdad, no era mucho de maravillar que con la mocedad, viéndome, si acaso lo estaba, con alguna necesidad o apretado de la hambre, me hubiese atrevido para redimirla; empero que todo era de poca o ninguna consideración y ratería de que no se debiera hacer caso, tanto por su poca sustancia, cuanto por mi mucha calidad y de mi linaje. Con estas buenas palabras y su mejor favor, me puso dentro de dos horas a la puerta de la cárcel. A Dios pluguiera que no, ni en aquellas otras tres, hasta que fuera muy bien de noche; mas, pues así sucedió, sea su bendito nombre loado para siempre. El pecado, portero que siempre me perseguía en los umbrales de las casas, no se olvidó entonces en los de la cárcel. Pues antes que me dejase sacar el pie a la calle, a la misma salida di de ojos con el Maestredata, que andaba solicitando la soltura de un preso. Como me vio y conoció, diome tal rempujón adentro, que me hizo caer de espaldas en el suelo y, cargándose sobre mí, dijo al portero que echase el golpe. Hízolo y quedéme dentro. Volviéronme a encerrar. Púsome acusación, apretándome de manera que ruegos ni el interés de la saya fueron parte para que se bajase de la querella. Era hombre que podía. Hiciéronse todas las posibles diligencias. Ni me valió información de hidalguía ni mi poca edad, para que a buen librar y como si me lo dieran de limosna, por vía de transación y concierto y con todo el favor del mundo, me dieron una pesadumbre -y tal, que no se me caerá para siempre. Por camisas fue y sin ella me sacaron de medio cuerpo arriba, echándome desterrado de allí para siempre. Con lo cual se quedó el majadero sin la saya. Ved a lo que llega un hombre necio batanado que quiso más hacerme mal que cobrar su hacienda. A mí me fue forzoso dejar la tierra y compañía. Recogí la pobreza que había llegado y salí de allí, vagando por toda Italia, hasta llegar a Bolonia, donde me recibió en su servicio Alejandro. El cual tiene por trato salir a corredurías fuera de su tierra y, en haciendo la cabalgada, se vuelve a sagrado con ella. Cuando nos hallamos en Roma en el fracaso de Vuestra Merced, sólo era nuestro fin aguardar que se levantase alguna pelaza, de donde con seguridad pudiéramos alzar algún par de capas o sombreros; mas como no hubo tiempo, trazamos luego de hacer el hurto, haciéndome cabeza de lobo, como siempre tenían costumbre, para sacar ellos en todo mal suceder las manos limpias.

Esto me venía diciendo, cuando llegamos a el fin de la jornada. Quedóse así la plática, entrándonos en la hostería, donde se nos dio lo necesario para pasar luego el camino adelante.




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Capítulo V

Sayavedra halla en Milán a un su amigo en servicio de un mercader. Guzmán de Alfarache les da traza para hacerle un famoso hurto


Atento, entretenido y admirado me trujo Sayavedra esta jornada; y tanto, que para las más que faltaban hasta Milán, siempre hubo de qué hablar y sobre qué replicar, porque [se] me hizo grande contradición y dificultoso de creer que hombres nobles, hijos de padres tales, permitan dejarse llevar tan arrastrados de sus pasiones, que, olvidado el respeto debido a su nobleza, contra toda caridad y buena policía, sin precisa necesidad hagan bajezas, quitando a otros la hacienda y honra. Que todo lo quita quien la hacienda quita, pues no es uno estimado en más de lo que tiene más.

Decía yo entre mí: «Si a este Sayavedra, como dice, lo dejó tan rico su padre, ¿cómo ha dado en ser ladrón y huelga más de andar afrentado que vivir tenido y respetado? Si se cometen los males, hácese por la sombra que muestran de bienes; empero en el padecer no hay esperanza dellos.»

Luego revolvía sobre mí en su desculpa, diciendo: «Saldríase huyendo muchacho, como yo.» Representáronseme con su relación mis proprios pasos; mas volvía, diciendo: «Ya que todo eso así es, ¿por qué no volvió la hoja, cuando tuvo uso de razón y llegó a ser hombre, haciéndose soldado?»

También me respondía en su favor: «¿Y por qué no lo soy yo? Veo la paja en el ojo ajeno y no la viga en el mío. ¡Donosa está la milicia para que se aficionen a ella! ¡Buena paga les dan, bien lo pasan para que olvide un hombre su regalo y aventure su vida en ella! Ya todo es mohatra: mucho servir, madrugar y trasnochar, el arcabuz a cuestas, haciendo centinela todo el cuarto en pie y, si es perdida, en dos, y sin bullirlos de donde una vez los asentaren, lloviendo, tronando y venteando. Y cuando a la posada volvéis, ni halláis luz con que os acostar, lumbre con que poderos enjugar, pan que comer, ni vino que beber, muertos de hambre, sucios y rotos.»

No le culpo. Empero a su hermano mayor, el señor Juan Martí o Mateo Luján, como más quisiere que sea su buena gracia, que ya tenía edad cuando su padre le faltó para saber mal y bien, y quedó con buena casa y puesto, rico y honrado, ¿cuál diablo de tentación le vino en dejar su negocio y empacharse con tal facilidad en lo que no era suyo, querer quitar capas?

¡Cuánto mejor le fuera ocupar su persona en otros entretenimientos! Era buen gramático: estudiara leyes, que más a cuento y fácil fuera hacerse letrado. ¿Piensan por ventura que no hay más que decir «ladrón quiero ser» y salirse con ello? Pues a fe que cuesta mucho trabajo y corre peligro. Demás que no sé yo si en los Derechos hay más consejos o tantos cuantos ha menester un buen ladrón. Pues ya, si hay dos o se juntan en un lugar y a la porfía y quiere alguno correr tras el otro que se ha llevado tras de sí la voz y fama de todo el cacoquismo y germanía, por mi fe que le importa, y no poco, apretar los puños mucho.

Que, con parecerme a mí, como era verdad, que con cuanto me había contado Sayavedra era desventurada sardina y yo en su respeto ballena, con dificultad y apenas osara entrar en examen de licencia ni pretender la borla. Y él y su hermano pensaban ya que con sólo hurtar a secas, mal sazonado, sin sabor ni gusto, que podrían leer la cátedra de prima.

Pensaron que no había más que hacer de lo que dijo un labrador, alcalde de ordinario en la villa de Almonací de Zurita, en el reino de Toledo, habiendo hecho un pilar de agua donde llegase a beber el ganado, que, después de acabado, soltaron la cañería en presencia de todo el concejo y, como unos dicen «alto está» y otros «no está», se llegó el alcalde a beber y, en apartándose, dijo: «Pardiós, no hay más que hablar, que, pues yo alcanzo, no habrá bestia que no alcance.» Como debieron de ver algunos ladroncillos de pan de poya, se les haría fácil y dirían que también alcanzarían como los otros. Pues yo doy mi palabra que, a tal pensamiento, se les pudiera decir lo que otro labrador, también cerca de allí en la Mancha, dijo a otros dos que porfiaban sobre la cría de una yegua. El uno dellos decía «jumento es», y el otro que no, sino muleto. Y llegándose a mirarlo el tercero, cuando hubo bien rodeado, y mirándole hocico y orejas, dijo: «¡Pardiós, no hay que rehortir, tan asno es como mi padre!»

Quien se preciare de ladrón, procure serlo con honra, no bajamanero, hurtando de la tienda una cebolla y trompos a los muchachos, que no sirve de más de para dar de comer a otros ladrones, haciéndose sus esclavos de jornal, y, si no les pecha, lo ponen luego en percha. No hay hacienda ni espaldas que lo sufran; diz que por tan poco ha de arrestarse tanto. Por una saya, por dos camisas...: quien camisas hurta, jubón espera. Haga lo que decía Chapín Vitelo, aquel valerosísimo capitán: «El mercader que su trato no entienda, cierre la tienda.»

Pero dejemos agora estos ladrones aparte y vuelvo a mí, que, con poderme oponer a la magistral, ya lo tenía olvidado y no se apartaba entonces el miedo de a par de mí. Todo quiere curso. Había mil años que ni tomaba lanceta ni hacía sangría; tenía ya torpe la mano, no atinaba con la vena. No hay tal maestro como el ejercicio. Que, si falta, el mismo entendimiento se hinche de moho y cría toba.

Cuando en Milán entramos, anduvimos de vacaciones aquellos tres o cuatro días, que no me atreví a jugar por no hacerlo con gente de milicia, que juegan siempre con mucha malicia. Todos o los más procuran valerse de sus ventajas. Yo no podía usar de las mías ni me las habían de consentir, y yo por fuerza se las había de consentir. Aventuraba con ellos a ganar poco y a perder mucho. No quise más que dar una vuelta por la tierra, viendo su trato y grandeza, y luego pasar adelante.

Con esta determinación me andaba paseando todo el día de tienda en tienda, viendo tantas curiosidades, que ponía grande admiración, y los gruesos tratos que había en ellas, aun de cosas menudas y poco precio.

Estando un día en medio de la plaza, se llegó a Sayavedra un mozo bien tratado y de buena gracia, en sus acentos y talle fino español; mas como los tenía por las espaldas no pude ver ni entender por entonces más de que se hicieron un poco a lo largo de mí, donde a solas por grande rato hablaron. Que no me dejó de poner cuidado pensar qué pudieran estar con tanto secreto tratando, no habiéndose visto, a mi parecer, ni hablado antes. Mas por no romper la plática hasta ver en lo que paraba, estúveme quedo y advertido si de allí escapasen acudir yo con tiempo a la posada y llegar primero, antes que me mudasen.

Siempre los tuve a el ojo, sin hacer alguna mudanza, en cuanto no la hiciesen ellos. Porque consideraba: «Si lo llamo y después le quiero preguntar por lo que trataban, habrá tenido Sayavedra ocasión para componer lo que quisiere, diciendo que por haberlo llamado no acabaron la plática en que estaban.»Así, por mejor satisfacerme, tuve por bueno tardarme allí algo más, dejándoles el campo franco, pues no hacía mi dilación en otra parte falta.

Ya cuando fue hora de comer, el mozo se despidió para irse y yo quise hacer lo mismo, que aún todavía estaba en pie mi sospecha. Como Sayavedra no me habló palabra ni yo a él, siempre truje comigo aquel recelo y no con poco cuidado de alguna gatada. Que la sospecha es terrible gusano del corazón y no suele ser viciosa cuando carga sobre un vicioso; pues, conforme a las costumbres de cada uno, se pueden recelar dél. Mas, como el deseo de las cosas hace romper por las dificultades dellas, aunque quisiera callar no me pude sufrir sin preguntarle quién aquel mozo fuese y de qué había salido el trunfo para plática tan larga. Cuando acabamos de comer y quedamos a solas, díjele:

-Aquel mancebo desta mañana me parece haberlo visto en Roma. ¿Por ventura llámase Mendoza?

-No, sino Aguilera -me respondió Sayavedra-, y muy águila para cualquiera ocasión. Es un muy buen compañero, también cofrade, y una de las buenas disciplinas de toda la hermandad y ninguna mejor llaga que la suya. Es de muy gentil entendimiento, gran escribano y contador. Muchos años ha que nos conocemos. Habemos peregrinado y padecido juntos en muchos muy particulares trabajos y peligros. Y agora me quería meter en uno, que nos pudiera ser de grandísima importancia, o por nuestra desventura dar con el navío al través, que a todo daño se pone quien trata de navegar, pues no está entre la muerte y vida más del canto de un traidor cañuto. Dábame cuenta cómo llegó a esta ciudad con ánimo de buscar la vida como mejor pudiera, mas que, para no engolfarse sin sondar primero el agua, que había buscado un entretenimiento que le hiciese la costa sin sospecha para que a dos días lo prendiesen por vagabundo, y que asentó con un mercader de aquesta ciudad, que lo recibió en su servicio por su buena pluma, y ha más de un año que le sirve con toda fidelidad, esperando darle una coz a su salvo, como lo hacen las mulas al cabo de siete. Decíame que asentásemos compañía para hacer una empanada en que tuviésemos que comer para salir de laceria; mas no me pareció cosa conveniente: lo principal por hallarme tan acomodado a mi gusto, y demás desto para mudar estado es necesaria mucha consideración. Con poco no podíamos contentarnos y con mucho era imposible salir bien, por la mala comodidad que teníamos. Aquí no había donde poder estar secretos cuatro días, ni huyendo caminar seguros que a cuatro pasos no nos volviesen presos y nos dejasen los pescuezos de más de la marca, sin quedar las personas de provecho. Estuvimos dando y tomando trazas, empero ninguna de provecho ni a propósito. Que, cuando los fines no se pueden conseguir, son los medios impertinentes y los principios temerarios. Así se apartó de mí, por no hacer a su amo falta, ya que nuestra plática no podía ser de provecho.

Ni esto que me dijo me dejó seguro, ni dejé de darle crédito, por parecerme cosa que pudo ser. Pedí la capa y salimos de casa con determinación de dar una vuelta por el campo. Y aunque lo más de la tarde tratamos de otras cosas, nunca se me apartó de la imaginación mi tema.

En ella iba y venía, pensando entre mí: «Aun, si quisiese aqueste asegurarme y me diese un cabe que pasase la raya, ¿de quién me podría quejar, sino de mi necedad? Porque una bien se puede disimular; pero a dos, echarle a quien las espera una gentil albarda. ¿Qué seguridad puedo yo tener deste? Que nunca buena viga se hizo de buen cohombro. El que malas mañas ha, tarde o nunca las perderá. Y ésta será la fina, darle a el maestro cuchillada, sobre buena reparada.»

Mas, aunque siempre tuve los ojos en la puerta, nunca me faltaron las manos de la rueca. Hecho estaba un Argos en mi negocio y otro Ulises para el suyo, trazando cómo -si me había dicho verdad- poder ayudarlos a lo seguro de todos, en caso que fuese negocio de consideración para salir de laceria. Que meter costa en lo que ha de ser de poco provecho es locura. Los empleos hanse de hacer conforme a las ganancias; que ponerse un hombre a querer alambicar su entendimiento muchas noches en lo que apenas tendrá para cenar una no conviene.

Mas, porque por ventura pudiera ser viaje de provecho y echar algún buen lance, cuando a dormir volvimos a casa y vi suspenso a Sayavedra, le dije:

-Paréceme que te robas por lo que no robas; inquieto te trae mucho el dinero del mercader. ¿Es por ventura lo que pensabas alguna traza de las de Arquimedes? Pues a fe que conozco yo un amigo que no hiciera mal tercio en el negocio, si fuese gordal y de sustancia.

-¿Cómo gordal y de sustancia? -respondió Sayavedra-. De más de veinte mil ducados. Paño hay para cortar y trazar a nuestra voluntad, como quisiéremos.

Yo le dije:

-Como no se corte de manera que dél nos hagan lobas, bien me parece; mas pues tan pensado lo tienes, que no es posible no habérsete asentado alguna invención, ¿qué resulta de todo que algo valga?

-¡Pardiós, nada! -me respondió Sayavedra-. No acierto con la esquina. Tanto ha que huelgo, que ya con el ocio ha criado el entendimiento sangre nueva y está lleno de sarna. Mil veces comienzo con el trote y a dos galopes me canso: todo lo hallo malo.

Entonces le volví a decir:

-Pues tan importante negocio es, como dices, ¿qué parte me querréis dar por que os quite los cuidados y salgáis con vuestra vitoria?

Él me dijo:

-Señor, la mía y mi persona somos de Vuestra Merced. Con Aguilera se ha de tratar, por lo que le toca y, hecho el concierto con él, acabado es el cuento: con todos está hecho.

-Pues -díjele- vete a buscarlo y procura verlo, sin que de su casa te vean, y dile que nos veamos cuando tuviere lugar, que poco se perderá en que me conozca, si ya le conozco.

Hízolo así. Enviólo a llamar con un papel secretamente y, cuando nos juntamos, le pregunté por menudo las calidades, costumbres y trato de su amo, qué hacienda tenía, en qué, dónde y en qué monedas y debajo de qué llaves.

Comenzóme a hacer su plática en esta manera:

-Señor, ya Sayavedra tiene dada relación de mí a Vuestra Merced, y sabrá que soy calafate zurdo, un pobreto como todos. Y, aunque conozco que con menos ingenio hay millares muy ricos en el mundo, también he visto con éstos a otros más hábiles ahorcados, no siendo yo el que menos lo ha merecido, de que doy a Dios infinitas gracias. Puede haber poco más de un año -que es el tiempo que ha que resido en esta ciudad- que sirvo a un mercader de harto trabajo, y de cuatro meses a esta parte soy su cajero. Tengo los libros en mi poder; empero los dineros están en el suyo. Amo y temo. No acabo de resolverme cómo hacerle un salto que no me deje después en el aire. Que para poco y malo, menor mal es pasar adelante con mi buen trato. Y si fuese mucho, querríalo gozar mucho. Helo comunicado con Sayavedra; porque para estos casos no hay hombre que pueda solo, para que por allá, entre personas de quien se pueda fiar, pues tiene tantos amigos, lo trate con alguno dellos. Que como son varios los entendimientos, cada cual discurre como mejor sabe, y algunas veces acontece dormitar Homero y salir las trazas buenas. Y cuando anoche recebí su papel enviándome a llamar, sospeché que no sería en balde, que ha mucho que lo conozco y nunca se suele armar sino a cosa señalada. Creo, si acaso le hallamos vado, que habemos de hacer un gentil negocio, de que nos ha de resultar mucho bien. Lo que de su hacienda con verdad puedo afirmar, como quien tan bien lo sabe, por haberlo visto, es que valen las mercaderías que hoy tiene de las puertas adentro de su casa para dar a solo mohatras, más de veinte mil ducados. Y desto me da las llaves muchas veces, por la confianza grande que de mí tiene. Demás que bien sabe que no me tengo de cargar las balas a cuestas, para llevárselas con lo que tienen. Lo que hay encerrado dentro en dos cofres de hierro, en todo género de moneda, pasan de quince mil, y en el escritorio de la tienda encerró, habrá doce días, un hermoso gato pardo rodado, tan manso y humilde como yo. No con ojos encendidos, no rasgadoras uñas ni dientes agudos; antes embutido con tres mil escudos de oro, en rubios doblones de peso de a dos y de a cuatro, sin que intervenga ni sólo un sencillo en ellos. Los cuales apartó y puso allí para dar a logro a cierto mercader que se los pide por seis meses, y no se los quiere dar por más de cuatro, con el cuarto de ganancia, de que le ha de hacer más la obligación por contado. Es hombre del más mal nombre que tiene toda la ciudad y el peor quisto de toda ella. No hay quien bien lo quiera ni a quien mal no haga. No trata verdad ni tiene amigo. Trae la república revuelta y engañados cuantos con él negocian. Tengo por cierto que de cualquiera daño que le viniese, sin duda sería en haz y en paz de todo el pueblo. Ninguno habría que no holgase dello.

Con esto juntamente me dijo cómo se llamaba, dónde vivía, el escritorio a qué mano estaba y el gato en qué gaveta. Hízome tan buena relación, que a cierra ojos pusiera las manos encima dello. Preguntéle si habría dificultad en hacer una impresión de llaves. Díjome que muy fácilmente, porque las tenía todas en una cadenilla, con las de los almacenes de mercaderías y cofres de hierro, las cuales de ordinario le daba para sacar lo que pedía; empero que, como era tan avariento y miserable, lo hacía de modo que no las perdía del ojo.

Holguéme de saber que había facilidad en lo más dificultoso y díjele:

-Pues lo primero que habemos de poner en tabla para nuestro negocio ha de ser eso: traerme los moldes en cera, para que yo los vea y me prevenga de otras, mandándolas luego hacer. También será necesario estar de acuerdo en lo que se ha de hurtar por lo presente, y sea de modo que no asombre, siendo en demasía, ni tan poco que deje de sernos de provecho, y lo que dello ha de haber cada uno de nosotros.

En cuanto a el hurto nos resolvimos en que fuesen los tres mil escudos del gato, y en lo demás anduvimos a tanto más tanto, como si fueran ovejas las que se vendían, hasta que dije:

-De aqueste dinero, si se hubiese de hurtar lisamente, a todo riesgo de horca y cuchillo, natural cosa es que cual el peligro tal había de ser la ganancia, y cabíamos en un tercio por persona, siendo tres los compañeros. Mas, pues habemos de jugar a lo seguro y pasar el vado a pie enjuto, sin que dello por algún modo se me pueda poner culpa ni cargar pena, quedando cada uno con su buena reputación de vida y fama, entero el crédito y sana la nuez, bien mereciera cualquier buen arquitecto su parte ligítima por sólo delinearlo, sin otro algún trabajo. Y ésa quiero llevar yo, conforme a lo cual me pertenece liso un tercio, libre y descargado de todo jarrete, y en los otros dos tercios del remaniente habemos de entrar a la parte, cada uno igual del otro con la suya, quedando en ella todos tres parejos.

En esto se dio y tomó; mas, como mi voto eran dos con el de mi criado y de lo que se trataba no era partición de legítima de padres, quedamos en ello de acuerdo. Trújoseme la cera y, en estando las llaves hechas y dada la muestra dellas por Aguilera, que ya corría en el oficio, para que a el tiempo de la necesidad no nos hiciesen caer en falta, le dije una noche que por la mañana quería verme con su amo, que tuviese ojo alerta en lo que allí se hablase para lo que adelante sucediese y que nos viésemos cada noche. Dijo que sí haría y con esto se fue.

Otro día por la mañana fui a la tienda del mercader, y en presencia de Aguilera, su criado, después de habernos hablado de cumplimientos, y saludándonos, le dije:

-Señor mío, soy un caballero que vine a esta ciudad ha pocos días. Vengo a hacer cierto empleo para unas donas, porque trato en mi tierra de casarme; para lo cual traigo poco más de tres mil escudos, que tengo en mi posada. No conozco la gente ni el proceder que aquí tiene cada uno. El dinero es peligroso y suele causar muchos daños, en especial no teniéndolo el hombre con la seguridad que desea. No sé quién es cada cual. Estoy en una posada. Entran y salen ciento. Y aunque me dieron la llave de la pieza, o puede haber dos o acontecerme alguna pesadumbre. Hanme informado de quien Vuestra Merced es, de su mucha verdad y buen término, y véngole a suplicar se sirva y tenga por bien guardármelos por algunos días, en cuanto hallo y compro lo que voy buscando. Que, cuando se ofrezca en qué servir a Vuestra Merced, la que me hará en esto, soy caballero que la sabré reconocer.

El mercader ya creyó que los tenía en el puño y aun agora sospecho que no fueron sus pensamientos otros que los míos: él de quedarse con ellos y yo de robárselos. Ofrecióme su persona y casa, que podía tenerlo todo a mi servicio. Díjome que los mandase traer muy enhorabuena, que allí los guardaría y me los daría cada y cuando, según y de la manera que se los pidiese. Despedímonos con esto, él dispuesto a guardarlos y yo con palabra dada de que luego se le traerían. Mas nunca más allá volví hasta que fue tiempo.

Cuando a casa volvimos yo y Sayavedra, él estaba como tonto, preguntándome que de dónde le habíamos de dar a guardar aquel dinero, y yo, riéndome, le dije:

-¿Luego ya no se lo llevaste?

Rióse de lo que le dije y volvíle a decir:

-¿Qué te ríes? Yo sé que allá lo tiene ya, y muy bien guardado. Dile a tu amigo Aguilera que de hoy en ocho días nos veamos y se traiga consigo el borrador de su amo, que le suele servir de libro de memorias.

En este intermedio de tiempo, que aguardábamos el nuestro, desnudándome Sayavedra una noche, después de metido en la cama y no con gana mucha de dormir, que aún me desvelaban viejos cuidados, díjele:

-Has de saber, Sayavedra, que, habiendo adolecido el asno, hallándose muy enfermo, cercano a la muerte, a instancia de sus deudos y hijos, que como tenía tantos y cada cual quisiera quedar mejorado, los legítimos y naturales andaban a las puñadas; mas el honrado padre, deseando dejarlos en paz y que cada uno reconociese su parte, acordó de hacer su testamento, repartiendo las mandas en la manera siguiente: «Mando que mi lengua, después de yo fallecido, se dé a mis hijos los aduladores y maldicientes, a los airados y coléricos la cola, los ojos a los lacivos y el seso a los alquimistas y judiciarios, hombres de arbitrios y maquinadores. Mi corazón se dé a los avarientos, las orejas a revoltosos y cizañeros, el hocico a los epicúreos, comedores y bebedores, los huesos a los perezosos, los lomos a los soberbios y el espinazo a porfiados. Dense mis pies a los procuradores, a los jueces las manos y el testuz a los escribanos. La carne se dé a pobres y el pellejo se reparta entre mis hijos naturales.» No querría que, diciéndonos éste que robásemos a su amo, nos viniese a robar a nosotros y nos dejase tan desnudos, que nos obligase a cubrir con el pellejo de nuestro testador. Y sería mucha su cordura si nos burlase. Dígolo, porque para la prosecución de nuestro intento y poder salir bien dél, es necesario que de aquellos doblones de a diez, que allí tengo, le diésemos unos pocos hasta diez, que hagan ciento, y no son barro. No querría que, tirándonos un tajo con ellos y buen compás de pies, fuese retirándose poco a poco.

A esto me respondió:

-Si todos quinientos y quinientos mil pusiésemos en su poder, no faltara un carlín de todos ellos en mil años, por ser costumbre nuestra guardarnos el rostro con fidelidad grandísima, y quede a mi cargo el riesgo, para que corra todo por mi cuenta.



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