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Libro III

Donde refiere todo el resto de su mala vida, desde que a España volvió hasta que fue condenado a las galeras y estuvo en ellas



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Capítulo I

Despedido Guzmán de Alfarache del capitán Favelo, diciéndole ir a Sevilla, se fue a Zaragoza, donde vio el arancel de los necios


Cuando con algún fin quiere acreditar alguno su mentira, para traer a su propósito testigos, busca una fuente, lago, piedra, metal, árbol o yerba con quien la prueba, y luego alega que lo dicen los naturales. Desta manera se les han levantado millares de testimonios. Él es el que miente y cárgaselo a ellos. Yo aquí haré al revés, porque no mintiendo diré su mentira, y no porque yo afirme que lo sea, sino porque lo parece, y debe de ser verdad, pues Apolonio Tianeo lo toma por su cuenta y dice haber visto una piedra, que llaman pantaura, reina de todas las piedras, en quien obra el sol con tanta virtud, que tiene todas aquellas que tienen todas las piedras del mundo, haciendo sus mismos efectos. Y de la manera que la piedra imán atrae a sí el acero, esta pantaura trae todas las otras piedras, preservando de todo mortal veneno a quien consigo la tiene.

Con ésta se pudiera bien comp[a]rar la riqueza, pues hallarán en ella cuantas virtudes tienen las cosas todas. Todas las atrae a sí, preservando de todo veneno a quien la poseyere. Todo lo hace y obra. Es ferocísima bestia. Todo lo vence, tropella y manda, la tierra y lo contenido en ella. Con la riqueza se doman los ferocísimos animales. No se le resiste pece grande ni pequeño [en] los cóncavos de las peñas debajo del agua, ni le huyen las aves de más ligerísimo vuelo. Desentraña lo más profundo, sobre que hacen estribo los montes altísimos, y saca secas las imperceptibles arenas que cubre la mar en su más profundo piélago. ¿Qué alturas no allanó? ¿Cuáles dificultades no venció? ¿Qué imposibles no facilitó? ¿En qué peligros le faltó seguridad? ¿A cuáles adversidades no halló remedio? ¿Qué deseó que no alcanzase o qué ley hizo que no se obedeciese? Y siendo como es un tan po[n]zoñoso veneno, que no sólo, como el basilisco, siendo mirado, mata los cuerpos, empero con sólo el deseo, siendo cudiciada, infierna las almas; es juntamente con esto atriaca de sus mismos daños: en ella está su contraveneno, si como de condito eficaz quisieren aprovecharse della.

La riqueza de suyo y en sí no tiene honra, ciencia, poder, valor ni otro bien, pena ni gloria, más de aquella para que cada uno la encamina. Es como el camaleón, que toma la color de aquella cosa sobre que se asienta. O como la naturaleza del agua del lago Feneo, de quien dicen los de Arcadia que quien la bebe de noche enferma, y sana si la bebe después del sol salidos. Quien hubiere adolecido atesorando de noche secretamente con cargo de su conciencia, en saliendo la luz del sol, conocimiento verdadero de su pecado, será sano.

Ni se condena el rico ni se salva el pobre por ser el uno pobre y el otro rico, sino por el uso dello. Que si el rico atesora y el pobre codicia, ni el rico es rico ni el pobre, pobre, y se condenan ambos. Aquella se podrá llamar suma y verdadera riqueza, que poseída se desprecia, que sólo sirve al remedio de necesidades, que se comunica con los buenos y se reparte por los amigos. Lo mejor y más que tienen es lo que menos dellas tienen, por ser tan ocasionadas en los hombres. Ellas de suyo son dulces y golosos ellos: la manzana corre peligro en las puyas del erizo.

La Providencia divina, para bien mayor nuestro, habiendo de repartir sus dones, no cargándolos todos a una banda, los fue distribuyendo en diferentes modos y personas, para que se salvasen todos. Hizo poderosos y necesitados. A ricos dio los bienes temporales y los espirituales a los pobres. Porque, distribuyendo el rico su riqueza con el pobre, de allí comprase la gracia y, quedando ambos iguales, igualmente ganasen el cielo. Con llave dorada se abre, también hay ganzúas para él. Pero no por sólo más tener se podrá más merecer; sino por más despreciar. Que sin comparación es mucho mayor la riqueza del pobre contento, que la del rico sediento. El que no la quiere, aquese la tiene, a ese le sobra y solo él podrá llamarse rico, sabio y honrado. Y si el cuerdo echase la cuerda y quisiese medir lo que ha menester con lo que tiene, nuestra naturaleza con poco se contenta y mucho le sobraría; empero, si como loco alarga la soga y quiere abrazar lo que tiene con lo que desea, hincha Dios esa medida, que con cuanto el mundo tiene será pobre. Para el de mal contento es todo poco; mucho le faltará, por mucho que tenga. Nunca el ojo del codicioso dirá, como no lo dicen la mar y el infierno: «Ya me basta.» Rico y prudente serías cuando tan concertado fueses que quien te conociese se admirase de lo poco que tienes y mucho que gastas, y no causase admiración en ti lo poco que puedes y lo mucho que otros tienen.

Vesme aquí ya rico, muy rico y en España; pero peor que primero. Que, si la pobreza me hizo atrevido, la riqueza me puso confiado. Si me quisiera contentar y supiera gobernar, no me pudiera faltar; empero, como no hice uno ni supe otro, por el dinero puse a peligro el cuerpo y en riesgo el alma. Nunca me contenté, nada me quietó; como no lo trabajaba, fácilmente lo perdía: era como la rueda de la zacaya, siempre henchía y luego vaciaba. Estimábalo en poco y guardábalo menos, empleándolo siempre mal. Era dinero de sangre: gastábalo en sepulturas para cuerpos muertos, en obras muertas y mundanos vicios. En tal vino a parar, pues ello se fue con la facilidad que se vino. Perdílo y perdíme, como lo verás adelante. Huyendo del mal que me pudiera suceder, salí de Barcelona por sendas y veredas, de lugar en lugar y de trocha en trocha. Dije que caminaba para Sevilla. Di escusas, inventé votos y mentiras, no más de para desmentir espías y que de mí no se supiese ni por el rastro me hallasen. Las mulas eran mías, el criado nuevo y bozal en mis mañas. Íbame por donde quería, según me lo pidía el gusto y primero se me antojaba; «hoy aquí, mañana en Francia», sin parar en alguna parte, y siempre trocando de vestidos, pues a parte no llegué donde lo pudiese diferenciar, que no lo hiciese: que todo era cien escudos más o menos.

Desta manera caminé por aquella tierra toda hasta venir a dar en Zaragoza con mi persona. Que no me dio pequeño contento aportar en aquella ciudad tan principal y generosa. Como la mocedad instimulaba y el dinero sobraba y las damas della incitaban, me fui deteniendo allí algunos días. Que todos y muchos más fueran muy pocos para considerar y gozar de su grandeza.

Tan hermosos y fuertes edificios, tan buen gobierno, tanta provisión, tan de buen precio todo, que casi daba de sí un olor de Italia. En sola una cosa la hallé muy estraña y a mi parecer por entonces a la primera vista muy terrible. Hízoseme dura de digerir y más de poderse sufrir, porque no sabía la causa. Y fue ver cómo, conociendo los hombres la condición de las mujeres, que muy pequeña ocasión les basta para hacer de sus antojos leyes, formando de sombras cuerpos, las quisiesen obligar a que, perdiendo el decoro y respeto que a sus defuntos maridos deben, las dejen ellos puestas de pies en la ocasión o en el despeñadero, de donde a muchas les hacen saltar por fuerza.

Íbame paseando por una espaciosa calle, que llaman el Coso, no mal puesto ni poco picado de una hermosa viuda, moza y al parecer de calidad y rica. Estúvela mirando y estúvose queda. Bien conoció mi cuidado; mas no se dio por entendida ni hizo algún semblante, como si yo no fuera ni allí ella estuviera. Dile más vueltas que da un rocín de anoria, que no somos menos los que solicitamos locuras tales; empero ni ella se mostra[b]a esquiva o desgraciada ni yo le hablé palabra, hasta que a mi parecer, enfadada de verme necio de tan callado, creo diría entre sí: «¿Quién será este tan pintado pandero, que me ha tenido a terrero de puntería dos horas y no ha disparado ni aun abierto la boca?»

Quitóse de allí. Aguardé que volviese a salir, con determinación de perder un virote, para emendar el avieso; empero ¡a esotra puerta! Fuime a la posada y preguntéle al huésped, a el descuido y dándole señas, quién sería o si la conocía, y respondióme:

-Aquesa señora es una viuda, no una, sino muchas veces muy hermosa.

Quise saber en qué modo, y díjome:

-Tiene muchas hermosuras, que cualquiera bastaba en otra. Es hermosa de su rostro, como por él se deja ver. Eslo también de linaje, por ser de lo mejor de aquesta ciudad. También lo es en riqueza, por haberle quedado mucha suya y de su marido. Y sobre toda hermosura es la de su discreción.

Vi tan llena la medida, que luego temí que había de verter y dije a el huésped:

-¿Cómo sus deudos consienten, si tan principal es, que una señora, y tal, esté con tanto riesgo? Porque juventud, hermosura, riqueza y libertad nunca la podrán llevar por buenas estaciones. ¡Cuánto mejor sería hacerla volver a casar que consentirle viudez en estado tan peligroso!

Y díjome:

-No lo puede hacer sin grande pérdida, pues el día que segundare de matrimonio, perderá la hacienda que de su marido goza, que no es poca, y siendo viuda, será siempre usufrutuaria de toda.

Entonces dije:

-¡Oh dura gravamen! ¡Oh rigurosa cláusula! ¡Cuánto mejor le fuera hacer con esa señora y otras tales lo que algunos y muchos acostumbran en Italia, que, cuando mueren, les dejan una manda generosa, disponiendo que aquello se dé a su mujer el día que se casare, que para eso se lo deja, sólo a fin que codiciosas della tomen estado y saquen su honor de peligro.

Fuelo apretando más en esto y díjome:

-Señor caballero, ¿no ha oído decir Vuestra Merced: «en cada tierra su uso»? Aquesto corre aquí, como esotro en Italia. Cada cuerdo en su casa sabe más que el loco en el ajena.

Volvíle a decir:

-Si acá no hay más ley de aquesa y se dejan gobernar de las de «yo me entiendo», no las apruebo; que por eso también se dijo: «Al mal uso, quebrarle la pierna.» La ley santa, buena y justa se debe fundar sobre razón.

-Esa me parece a mí que la diera muy bien quien supiera della más que yo -me respondió el huésped-; empero la que a mí me parece tener alguna fuerza, que debió mover los ánimos, no fue que la viuda no se casase, mas que siendo viuda no viviese necesitada, y quitarles la ocasión que por el no tener faltasen a su obligación y el usar mal de lo que se instituyó para bien. La culpa es dellas y la pena dellos.

El hombre no me satisfizo. Hice luego discurso, pensando lo que son mujeres, que, si por mal se llevan, son malas; y si por bien, peores y de ninguna manera se dejan conocer. Son el mal y el bien de su casa. Corriendo trompican y andando caen. Su nombre traen consigo: mujer, de mole, por ser blanda, ecepto de condición. Figuráronseme -y perdónenme la humilde comparación- como la paja, que, si en el campo en su natural y en los pajares la dejan, se conserva con el agua y con los vientos; empero, si en algún aposento quieren estrecharla, rompe las paredes. No han de sacar della más de aquel zumo que quisiere dar de sí, como la naranja, o ha de amargar sin ser de provecho. No saben tener medio en lo que tratan y menos en amar o aborrecer, ni lo tuvieron jamás en pedir y desear. Siempre les parece poco lo mucho que reciben y mucho lo poco que dan. Son por lo general avarientas.

Empero con todas estas faltas, desdichada de la casa donde sus faldas faltan. Donde no hay chapines, no hay cosa bien puesta, comida sazonada ni mesa bien aseada. Como el aliento humano sustenta los edificios, que no vengan en ruina y caigan, así la huella de la mujer concertada sustenta la hacienda y la multiplica. Y como el tocino hace la olla y el hombre la plaza, la mujer, la casa.

No es aqueste lugar para tratar sus virtudes; vengo a las mías, que aquel tiempo eran más que las del tabaco. Estúveme un rato entreteniendo con el huésped, que me hacía relación de muchas cosas de aquella ciudad, sus previlegios y libertades, de que iba tan gustoso y tenía tan suspendido con su buena plática, que no me hacía falta otro buen entretenimiento. ¡Mis pecados, que lo hicieron!

Yo había salido de la mar con un grande romadizo y no se me había quitado. Saqué de la faltriquera un lienzo para sonarme las narices y, cuando lo bajé, mirélo, como suele ser general costumbre de los hombres. El traidor del huésped, como era decidor y gracioso, díjome luego:

-Señor, señor, huya, huya, escóndase presto.

Pobre de mí, pues, como estaba ciscado, a cada paso parecía que me ponían a los cuatro vientos. Apenas me lo dijo, cuando en dos brincos me puse tras de una cortina de la cama. Él, que no sabía mi malicia, parecióle aquello inocencia y riéndose me volvió a decir:

-No tiene gota en los pies. A fe que es bien ligero. Salga Vuestra Merced acá. Quiso Dios que no fue nada. Ya es ido. Bien puede salir seguro.

Salí de allí sin color, el rostro ya difunto. Maravíllome mucho, según mi temor y turbación, con semejante susto cómo no me arronjé por las ventanas a la calle. Salí perdido y aun casi corrido; empero procurélo disimular, por no levantar alguna polvareda que no me viniese a cuento. Preguntéle qué había sido aquello, y díjome:

-Sosiéguese Vuestra Merced y mándeme dar luego un par de sueldos.

Dile un real en los aires y, como lo vi sosegado, riéndose con mucho espacio, le volví a preguntar para qué lo había pedido y qué había pasado. Él, entonando más la risa, el rostro alegre, me dijo:

-Yo, señor, tengo aquí una procuración, sostituida de los administradores del hospital, para cobrar cierto derecho de los que a mi posada vienen y lo deben. De aquí adelante podrá Vuestra Merced andar por todo el mundo con mi cédula, sin que se le haga más molestia ni le pidan otra cosa. Con este real está ya hecho pago de la entrada y tiene licencia para la salida.

Cuando esto me decía, estaba yo de lo pasado y con lo presente tan confuso, que se me pudiera decir lo que a cierta señora hijadalgo notoria que, habiendo casado con un cristiano nuevo, por ser muy rico y ella pobre, viéndose preñada y afligida como primeriza, hablando con otra señora, su amiga, le dijo: «En verdad que me hallo tal, que no sé lo que me diga; en mi vida me vide tan judía.» Entonces la otra señora con quien hablaba le respondió: «No se maraville Vuestra Merced, que trae el judío metido en el cuerpo.»

A fe que yo estaba de manera entonces, que, si la risa y trisca del huésped no me sacara presto de la duda, creo que allí me cayera muerto. Alentóme su aliento, alegróme su alegría y, viéndolo tan de trisca, le dije:

-Ya cuerpo de mí, pues tengo pagada la pena, quiero saber cuál fue mi culpa, que habrá sido rigurosa sentencia de juez condenarme por el cargo que nunca me hizo ni me recibió descargo. Que aún podría ser que, oídas las partes, me volviesen mi dinero. Y si acaso pequé, razón será saber en qué, para poder adelante corregirme.

-Por parecerme Vuestra Merced caballero principal y discreto, le quiero leer el arancel que aquí tengo para la cobranza de las penas con que son castigados los que incurren en ellas. El real es de la entrada para el muñidor. Espere Vuestra Merced un poco, en cuanto vuelvo con él.

Fuese y trujo consigo un libro grande, que dijo ser donde asentaba las entradas de los hermanos, y sacando dél unos pliegos de papel, que tenía sueltos, comenzóme a leer unas ordenanzas, de las cuales diré algunas que me quedaron en la memoria, con protestación que hago de poner después con ellas las que más me fueren ocurriendo, y decían así:

ARANCEL DE NECEDADES

«Nós, la Razón, absoluto señor, no conociendo superior para la reformación y reparo de costumbres, contra la perversa necedad y su porfía, que tanto se arraiga y multiplica en daño notorio nuestro y de todo el género humano; para evitar mayores daños, que la corrupción de tan peligroso cáncer no pase adelante, acordamos y mandamos dar y dimos estas nuestras leyes a todos los nacidos y que adelante sucedieren, por vía de hermandad y junta para que como tales y por Nós establecidas, las guarden y cumplan en todo y por todo, según aquí se contiene y so la pena dellas.

»Otrosí, porque lo que primero se debe y conviene prevenir para la buena expedición y ejecución de justicia son oficiales de legalidad y confianza, tales cuales convenga para negocio tan importante y grave, nombramos y señalamos por jueces a la Buena Policía, Curiosidad y Solicitud, nuestros legados, para que, como Nós y representando nuestra persona misma, puedan administrar justicia, mandando prender, soltando y castigando, según hallaren por derecho. Y Nós desde aquí señalamos por hermanos mayores desta liga los que fueren celosos, cada uno en su lugar y el que lo fuere más que los otros. Nuestro fiscal será la Diligencia y el muñidor la Fama.

»Primeramente, a los que fueren andando y hablando por la calle consigo mesmos y a solas o en su casa lo hicieren, los condenamos a tres meses de necios, dentro de los cuales mandamos que se abstengan y reformen, y, no lo haciendo, les volvemos a dar cumplimiento a tres términos perentorios, dentro de los cuales traigan certificación de su emmienda, pena de ser tenidos por precitos. Y mandamos a los hermanos mayores los tengan por encomendados.

»Los que paseándose por alguna pieza ladrillada o losas de la calle fueren asentando los pies por las hiladas o ladrillos y por el orden dellos, que, si con cuidado hicieren, los condenamos en la misma pena.

»Los que, yendo por la calle, por debajo de la capa sacaren la mano y fueren tocando con ella por las paredes, admítense por hermanos y se les conceden seis meses de aprobación, en que se les manda se reformen, y si lo hicieren costumbre, luego el hermano mayor les dé su túnica y las demás insignias, para ser tenidos por profesos.

»Los que jugando a los bolos, cuando acaso se les tuerce la bola, tuercen el cuerpo juntamente, pareciéndoles que, así como ellos lo hacen lo hará ella, en su pecado morirán: declarámoslos por hermanos ya profesos. Y lo mismo mandamos entenderse con los que semejantes visajes hacen, derribándose alguna cosa. Y con los que llevando máxcaras de matachines o semejantes figuras van por dentro dellas haciendo gestos, como si real y verdaderamente les pareciese que son vistos hacerlos por fuera, no lo siendo. Y con los que los contrahacen sin sentir lo que hacen o, cortando con algunas malas tijeras o trabajando con otro algún instrumento, tuercen la boca, sacan la lengua y hacen visajes tales.

»Los que cuando esperan a el criado habiéndolo enviado fuera, si acaso se tarda, se ponen a las puertas y ventanas, pareciéndoles que con aquello se darán más priesa y llegarán más presto, los condenamos a que se retraten, reconosciendo su culpa, so pena que no lo haciendo se procederá contra ellos como se hallare por derecho.

»Los que brujulean los naipes con mucho espacio, sabiendo cierto que no por aquello se les han de pintar o despintar de otra manera que como les vinieron a las manos, los condenamos a lo mesmo. Y por causas que a ello nos mueven, se les da licencia que, sin que incurran en otra pena, sigan su costumbre, con tal condición, que cada vez que viere a el hermano mayor o pasare por su puerta, haga reconocimiento con descubrirse la cabeza.

»Los que cuando están subidos en alto escupen abajo, ya sea por ver si está el edificio a plomo, ya para si aciertan con la saliva en alguna parte que señalan con la vista, los condenamos a que se retraten y reformen dentro de un breve término, pena de ser habidos por profesos.

»Los que yendo caminando preguntan a los pasajeros cuánto queda hasta la venta o si está lejos el pueblo, por parecerles que con aquello llegarán más presto, los condenamos en aquella misma pena, dándoles por penitencia la del camino y la que van haciendo con los mozos de las mulas y venteros. Lo cual se ha de entender teniendo firme propósito de la emmienda.

»Los que orinando hacen señales con la orina, pintando en las paredes o dibujando en el suelo, ya sea orinando a hoyuelo, se les manda no lo hagan, pena que, si perseveraren, serán castigados de su juez y entregados a el hermano mayor.

»Los que cuando el reloj toca, dejando de contar la hora, preguntan las que da, siéndoles más decente y fácil el contarlas, lo cual procede las más veces de humor colérico abundante, mandamos a los tales que tenga[n] mucha cuenta con su salud y, siendo pobres, que el hermano mayor los mande recoger al hospital, donde sean preparados con algunas guindas o naranjas agrias, porque corren riesgo de ser muy presto modorros.

»Los que, habiendo poco que comer y muchos comedores, por hablar se divierten a contar cuentos, gustando más de ser tenidos por lenguaces, decidores y graciosos, que de quedarse hambrientos, por ser tintos en lana y batanados, los remitimos con los incurables y mandamos que se tenga mucha cuenta con ellos, porque están en siete grados y falta muy poco para ser necesario recogerlos.

»Los que por ser avarientos o por otra cualquier causa o razón que sea, como [no] nazca de fuerza o necesidad -que no se deben guardar leyes en los tales casos-, cuando van a la plaza, compran de lo más malo, por más barato, como si no fuese más caro un médico, un boticario y barbero todo el año en casa, curando las enfermedades que los malos mantenimientos causan, condenámo[s]los en desgracia general de sí mismos, declarándolos, como los declaramos, por profesos, y les mandamos no lo hagan o que serán por ello castigados de los curas, del sacristán y sepolturero de su parroquia, más o menos, conforme a el daño causado de su necedad.

»Los que las noches del verano y algunas en el invierno se ponen con mucho espacio, ya sea en sus corredores y patios, ensillados, ya en ventanas o en otras algunas partes, enfrenados, y de las nubes del aire fueren formando figuras de sierpes, de leones y otros animales, los declaramos por hermanos; empero, si aquel entretenimiento lo hicieren para dar en sus casas lugar o tiempo a lo que algunos acostumbran por sus intereses, para ver el signo de Tauro, Aries y Capricornio, lo cual es torpísimo caso y feo, condenámoslos a que, siendo tenidos por tales hermanos, no gocen de los previlegios dellos, no los admitan en sus cabildos ni se les dé cera el día de su fiesta.

»Los que llevando zapatos negros o blancos, ya sean de terciopelo de color, para quitarles el polvo que llevan o darles lustre, lo hicieren con la capa, como si no fuese más noble y de mejor condición y costosa y, por limpiarlos a ellos, la dejan a ella sucia y polvorosa, los condenamos por necios de vaqueta y, siendo nobles, por de terciopelo de dos pelos, fondo en tonto.

»Los que habiéndose pasado algunos días que no han visto a sus conocidos, cuando acaso se hallan juntos en alguna parte, se dicen el uno a el otro: '¿Vivo está Vuestra Merced?' '¿Vuestra Merced en la tierra?', no obstante que sea encarecimiento, los nombramos por hermanos, pues tienen otras más proprias maneras de hablar, sin preguntar si está en la tierra o vivo el que nunca fue a el cielo y está presente, y les mandamos poner a los tales una señal admirativa y que no anden sin ella por el tiempo de nuestra voluntad.

»Los que, después de oída misa y cuando rezan las avemarías, a la campana de alzar o en otra cualquier hora que en la iglesia se hace señal, en acabando sus oraciones, dicen: 'Beso las manos a Vuestra Merced', aunque se suponga ser en rendimiento de gracias, habiendo dado la cabeza dellos los buenos días o noches, los condenamos por hermanos, y les mandamos que abjuren, a pena de la que siempre traerán consigo, siendo señalados con su necedad, pues en más estiman un 'beso las manos' falso y mentiroso -que ni se las besan ni se las besarían, aunque los viesen obispos, y más las de algunos que las tienen llenas de sarna o lepra, y otros con unas uñas caireladas, que ponen asco mirarlas-, que un 'Dios os dé buenas noches' o 'buenos días'. Y lo mismo les mandamos a los que responden con esta salva cuando estornuda el otro, pudiéndole decir: 'Dios os dé salud'.

»Los que buscando a uno en su casa y preguntando por él, se les ha respondido no estar en ella y haber ido fuera, vuelven a preguntar: '¿Pues ha salido ya?', dámoslos por condenados en rebeldes contumaces, pues repiten a la pregunta que ya les tienen satisfecha.

»Los que habiéndose llevado medio pie o, por mejor decir, los dedos dél en un canto y con mucha flema, llenos de cólera, vuelven a mirarlo de mucho espacio, los condenamos en la misma pena y les mandamos que la quiten o no la miren, pena que se les agravará con otras mayores.

»Los que sonándose las narices, en bajando el lienzo lo miran con mucho espacio, como si les hubiese salido perlas dellas y las quisiesen poner en cobro, condenámoslos por hermanos y que cada vez que incurrieren en ello den una limosna para el hospital de los incurables, porque nunca falte quien otro tanto por ellos haga.»

Cuando aquí llegó, me pareció que sólo le faltó la campanilla. Diome tanta risa y el papel era tan largo, que no le dejé pasar adelante y preguntéle:

-Ya, señor huésped, que me ha hecho amistad en avisarme para saber corregirme, dígame agora: ese hospital que dice, ¿dónde está, quién lo administra o qué renta tiene?

Respondióme:

-Señor, como son los enfermos tantos y el hospital era incapaz y pobre, viendo ser los sanos pocos y los enfermos muchos, acordóse que trocasen las estancias, y así es ya todo el mundo enfermería.

-Pues los discretos y cuerdos -le pregunté-, ¿dónde tendrán alojamiento que puedan estar seguros del contagio?

A esto me respondió:

-Uno solo se dice que sea sólo el que no ha enfermado; pero hasta este día no se ha podido saber quién sea. Cada cual piensa de sí que lo es; mas no para que los más estén satisfechos dello. Lo que por nueva cierta puedo dar es que dicen haberse hallado un grandísimo ingeniero, el cual se ofrece a meter en un huevo a cuantos deste mal de todo punto se hubieren hallado limpios y que juntamente con sus personas meterá sus haciendas, heredamientos y rentas y que andarán tan anchos y holgados, que apenas vendrán a juntarse los unos con los otros.

Ya no lo pude sufrir y dije:

-Malicia es ésa y no menos grande que la casa de los necios.

Empero, bien considerado, conocí su verdad, viendo que somos hombres y que todos pecamos en Adán. La conversación pasara más adelante y el arancel se acabara de leer si la noche no viniera tan apriesa. Porque me picaba mucho la viuda y quería dar una vuelta, para ver qué mundo corría por aquellos barrios. Empero, dejando para el siguiente día lo que aquél no dio lugar, pedí un vestidillo galán que tenía y, mi espada debajo del brazo, salí por la ciudad a buscar mis aventuras.

Íbame paseando por la calle muy descuidado que hubiera quien ganármela pudiese, aunque le diera siete a ocho, y al trasponer de una esquina, en unas encrucijadas, encontréme con dos mozuelas, de muy buen talle la una, y la otra parecía su criada. Lleguéme a ellas y no me huyeron. Detúvelas y paráronse. Comencé a trabar conversación y sustentáronla con tanto desenfado y cortesanía que me tenían suspenso. A cuanto a la señora le dije me tuvo los envites, no perdiéndome surco ni dejándome carta sin envite. Comencéme a querer desvolverme de manos, y como a lo melindroso hacía la hembra que se defendía; empero de tal manera, con tal industria, buena maña y grande sutileza que, cuanto en muy breve espacio truje ocupadas las manos por su rostro y pechos, ella con las suyas no holgaba. Que, metiéndolas por mis faltriqueras, me sacó lo poco que llevaba en ellas. Con aquel encendimiento no lo sentí ni me fuera posible, aun en caso que fuera con cuidado. Porque nunca en tales tiempos hay memoria ni entendimiento; sólo se ocupa la voluntad.

Ella, en el mismo punto, cuando tuvo su hacienda hecha y sacándome importancia hasta cien reales, dijo:

-Mira, hermanito, déjame agora, por tu vida, y haz lo que te dijere, por amor de mí. Aguárdame a la vuelta desta calle por donde venimos, que la segunda casa es la mía. No vamos más de por una poca de labor a una casa cerca de aquí y al momento seré contigo. Luego volveremos y entrarás en mi casa, que no estamos más de yo y mi criada solas, y verás cómo te sirvo de la manera que mandares, y oirásme cantar y tañer, de manera que digas que no has visto mejores manos en tu vida en una tecla. Ponte aquí a esta vuelta, para que no te sientan ir comigo, que aún soy mujer casada y de buena opinión en el pueblo. No querría perderla; pero parécesme de tal calidad, que cualquiera cosa se puede arriscar por ti.

Creíla todo cuanto me dijo; por tan cierto lo tuve, como en las manos. Hice lo que me mandó; púseme tras la esquina y desde las ocho y media de la noche hasta las once dadas no me quité del puesto, paseando. Todo se me antojaban bultos y que venían; mas así me pudiera estar hasta este día, que nunca más volvió. Cuando ya vi ser tarde, sospeché que tendría su galán y que, habiendo ido a su casa, no la dejaría volver. Culpábala y no mucho, que lo mismo me hiciera yo, si por mis puertas entrara. Vi que no había sido más en su mano, y dije: «'Aún serán buenas mangas después de Pascua'. Esto aquí nos lo tenemos y cierto está. Un día viene tras otro.» Dejéle señalada la puerta y pasé con mi estación adelante, donde me llevaban los deseos. Cuando allá llegué, todo estaba muy sosegado, que ni memoria de persona parecía por toda la calle ni en puerta o ventana.

Estuve mirando y asechando por una parte y otra. Di vueltas, hice ruido, tosí, desgarré; mas como si no fuera. Ya después de buen rato, cuando cansado de pasear y esperar me quise volver a la posada, desesperado de cosa que bien me sucediese, salió a una ventana pequeña un bulto, a el parecer y en la habla de mujer, cuyo rostro no vi ni, cuando lo viera, pudiera dar fe dél, por hacer tan oscuro. Comencéle a decir mocedades -o necedades, que no eran ellas menos- y díjome no ser ella con quien yo pensaba que hablaba, sino criada suya, fregona de las ollas. Sea quien hubiere sido, tan bien hablaba, de tal manera me iba entreteniendo, que me olvidé por más de dos horas, pareciéndome un solo momento.

Veis aquí, si no lo habéis por enojo, cuando a cabo de rato sale un gozque de Bercebut, que debía de ser de alguna casa por allí cerca, y comenzónos a dar tal batería, que no me fue posible oír ni entender más alguna palabra. La ventana estaba bien alta, la mujer hablaba paso, corría un poco de fresco. Tanto ladraba el gozque y tal estruendo hacía, que, pensándolo remediar, busqué con los pies una piedra que tirarle y, no hallándola, bajé los ojos y devisé por junto de la pared un bulto pequeño y negro. Creí ser algún guijarro. Asílo de presto; empero no era guijarro ni cosa tan dura. Sentíme lisiada la mano. Quísela sacudir y dime con las uñas en la pared. Corrí con el dolor con ellas a la boca y pesóme de haberlo hecho. No me vagaba escupir. Acudí a la faltriquera con esotra mano para sacar un lienzo; empero ni aun lienzo le hallé. Sentíme tan corrido de que la mozuela me hubiese burlado, tan mohíno de haberme así embarrado, que, si los ojos me saltaban del rostro con la cólera, las tripas me salían por la boca con el asco.

Quería lanzar cuanto en el cuerpo tenía, como mujer con mal de madre. Tanto ruido hice, tanto dio el perro en perseguirme, que a la mujer le fue forzoso recogerse y cerrar su ventana y a mí buscar adonde lavarme. Arrastré los dedos por las paredes como más pude y mejor supe. Fuime con mucho enojo a la posada, con determinación de volver la noche siguiente a los mismos pasos, por si acaso pudiera encontrarme con aquella buena dueña que nos vendió el galgo.




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Capítulo II

Sale Guzmán de Alfarache de Zaragoza; vase a Madrid, adonde hecho mercader lo casan. Quiebra con el crédito, y trata de algunos engaños de mujeres y de los daños que las contraescrituras causan, y del remedio que se podría tener en todo


Luego que a casa llegué, me fui derecho a el pozo y, fingiendo quererme refrescar, porque mi criado no sintiera mi desgracia, le hice sacar dos calderos de agua. Con el uno me lavé las manos y con el otro la boca, que casi la desollé y no estaba bien contento ni satisfecho de mí. En toda la noche no pude cobrar sueño, considerando en la verdad que la mujer me había confesado, que me acordaría de sus manos para en toda mi vida.

Ved si la dijo, pues aún hago memoria dellas para los que de mí sucedieren. Yo aseguro que no se hizo tanta de las de la griega Helena ni de la romana Lucrecia. Cuando daba en esto, la conversación de la otra me destruía. Quería olvidarlo todo y acudía por el otro lado la memoria del guijarro; alterábaseme otra vez el estómago. ¿Qué ha de ser esto desta noche? ¿Cuándo habemos de acabar con tantos? Que si de una parte me cerca Duero, por otra Peñatajada.

Decía, considerando entre mí: «Si aquesta pequeña burla, no más de por haberlo sido, la siento tanto, ¿cómo lo habrán pasado mis parientes con la pesada que les hice? ¿Cuando aquesto así duele, qué hará con guindas?»

Ya lo pasaba en esto, ya en lo que había de hacer el siguiente día, cómo y de qué me había de vestir; si había de arrojar la cadena del día de Dios, de las fiestas terribles; por dónde había de pasear, qué palabras me atrevería [a] decir para moverla, o qué regalo le podría enviar con que obligarla.

Luego volvía diciendo: «¿Si mañana hallase aquella mozuela, qué le haría? ¿Pondríale las manos? No. ¿Quitaréle lo que llevare? Tampoco. Pues tratar su amistad, menos.» Pues decíame yo a mí: «¿Para qué la quiero buscar? Ya conozco las buenas y diestras manos que trae por la tecla. Váyase con Dios. Allá se lo haya Marta con sus pollos. Que a fe que si le sobrara, que no se pusiera en aquel peligro.»

Mirábame a mí, conocíame, volvía considerando a solas: «¿Cuáles quejas podrá dar el carnicero lobo del simple cordero? ¿Qué agua le pone turbia, para que tanto dél se agravie? No puedo traer en una muy valiente acémila el oro, plata, perlas, piedras y joyas, que traigo robadas de toda Italia, ¡y acuso a esta desdichada por una miseria que me llevó, quizá forzada de necesidad! ¡Oh condición miserable de los hombres, qué fá[ci]lmente nos quejamos, cuán de poco se nos hace mucho y cómo muy mucho lo criminamos! ¡Oh majestad immensa divina, qué mucho te ofendemos, qué poco se no[s] hace y cuán fácilmente lo perdonas! ¡Qué sujeción tan avasallada es la que tienen los hombres a sus pasiones proprias! Y pues lo mejor de las cosas es el poderse valer dellas a tiempo, y conozco que se debe tener tanta lástima de los que yerran, como invidia de los que perdonan, quiéromela tener a mí. Allá se lo haya: yo se lo perdono.»

Así me amaneció. Ya la luz entraba escasamente por unas juntas de ventanas, cuando también por ellas pareció haber entrado un poco de sueño. Dejéme llevar y traspúseme hasta las nueve, sin decir esta boca es mía. No tanto me holgué por haber dormido, como de quedar dispuesto a poder velar la noche siguiente, sin quedar obligado a pagar por fuerza el censo en lo mejor de mi gusto, si acaso acertara otra vez a cobrarlo.

Levantéme satisfecho y deseoso. Fuime a misa, visité la imagen de Nuestra Señora del Pilar, que es una devoción de las mayores que hoy tiene la cristiandad. Gasté aquel día en paseos. Vi mi viuda, que saliendo a la ventana, se puso en el balcón a lavar las manos. Quisiera que aquellas gotas de agua cayeran en mi corazón, para si acaso pudieran apagar el fuego dél. No me atreví a hablar palabra. Púseme a una esquina. Miréla con alegres ojos y rostro risueño. Ella se rió y, hablando con las criadas que allí estaban dándole la toalla con la fuente y jarro, sacaron las cabezas afuera y me miraron.

Ya con esto me pareció hecho mi negocio. Atiesé de piernas y pecho y, levantado el pescuezo, dile dos o tres paseos, el canto del capote por cima del hombro, el sombrero puesto en el aire y llevando tornátiles los ojos, volviendo a mirar a cada paso, de que no poco estaban risueñas y yo satisfecho. Tanto me alargué, tan descompuesto anduve, como si fuera negocio hecho y corriera la casa por mi cuenta, y a todo esto estuvo siempre queda, sin quitarse de la ventana.

Paseábanla muchos caballeros de muy gallardos talles y bien aderezados; empero, a mi juicio, ninguno como yo. A todos les hallé faltas, que me parecían en mí ventajas y sobras. A unos les faltaban los pies, y piernas a otros; unos eran altos, otros bajos, otros gordos, otros flacos, los unos gachos y otros corcovados. Yo sólo era para mí el solo, el que no padecía ecepción alguna y en quien estaba todo perfeto y sobre todo más favorecido, porque a ninguno mostró el semblante que a mí. Acercóse la noche, levantóse de la ventana, volvió la vista hacia donde yo estaba y entróse adentro.

Fuime a la posada, rico y pensativo en lo que había de hacer. Quiso venir el huésped a tenerme conversación; pero, como ya de nada gustaba más de mis contemplaciones, díjele que me perdonase, que me importaba ir fuera. Cené y, tomando mi espada, salí de casa en demanda de mi negocio.

Veréis cuál sea la mala inclinación de los hombres, que con haber hecho aquel discurso en favor de la mujer que me llevó aquella miseria, me picaban tábanos por hallarla y di cien vueltas aquella noche por la propria calle, pareciéndome que pudiera ser volver a verla otra vez en el mismo puesto, sin saber por qué o para qué lo hacía, mas de así a la balda, hasta hacer hora. Ya, cuando vi que lo era, fuime mi calle adelante, y a el entrar en la del Coso, por una encrucijada casi frontera de la casa de mi dama, devisé desde lejos dos cuadrillas de gente, unos a la una parte y otros a la otra.

Volvíme a retirar adentro y, parado a una puerta, consideraba: «Yo soy forastero. Esta señora tiene las prendas y partes que todo el mundo conoce. Pues a fe que no está la carne en el garabato por falta de gato. No es mujer ésta para no ser codiciada y muy servida. Éstos aquí no están esperando a quien dar limosna. Yo no sé quién son o lo que pretenden, si son amigos y todos una camarada, o si alguno dellos es interesado aquí. Si me cogen por desgracia en medio, no digo yo manteado, acribillado y como del coso agarrochado, por ventura me dejaran muerto. La tierra es peligrosa, los hombres atrevidos, las armas aventajadas, ellos muchos, yo solo. Guzmán, ¡guarte no sea nabo! Y si son enemigos y quieren sacudirse, yo no los he de poner en paz; antes he de sacar la peor parte, ya sea por aquí, ya por allí. Volvámonos a casa, que es lo más cierto. Más a cuento me viene mirar por mis baúles y salirme de lugar que no conozco ni soy conocido. Que a quien se muda, Dios le ayuda.»

Di la vuelta en dos pies y en cuatro trancos llegué a mi posada. Recogíme a dormir con mejor gana y menos penas que la noche pasada. Que verdaderamente no hay así cosa que más desamartele, que ver visiones. Desta manera me determiné a salir de allí el siguiente día y así lo hice.

Víneme poco a poco acercando a Madrid, y, cuando me vi en Alcalá de Henares, me detuve ocho días, por parecerme un lugar el más gracioso y apacible de cuantos había visto después que de Italia salí. Si la codicia de la Corte no me tuviera puestas en los pies alas, bien creo que allí me quedara, gozando de aquella fresquísima ribera, de su mucha y buena provisión, de tantos agudísimos ingenios y otros muchos entretenimientos. Empero, como Madrid era patria común y tierra larga, parecióme no dejar un mar por el arroyo. Allí al fin está cada uno como más le viene a cuento. Nadie se conoce, ni aun los que viven de unas puertas adentro. Esto me arrastró, allá me fui.

Estaba ya todo muy trocado de como lo dejé. Ni había especiero ni memoria dél. Hallé poblados los campos; los niños, mozos; los mozos, hombres; los hombres, viejos, y los viejos, fallecidos; las plazas, calles, y las calles muy de otra manera, con mucha mejoría en todo. Aposentéme por entonces muy a gusto, y tanto, que sin salir de la posada estuve ocho días en ella divertido con sólo el entretenimiento de la huéspeda, que tenía muy buen parecer, era discreta y estaba bien tratada.

Hízome regalar y servir los días que allí estuve con toda la puntualidad posible. En este tiempo anduve haciendo mi cuenta, dando trazas en mi vida, qué haría o cómo viviría. Y al fin de todas ellas vence la vanidad. Comencé mi negocio por galas y más galas. Hice dos diferentes vestidos de calza entera, muy gallardos. Otro saqué llano para remudar, pareciéndome que con aquello, si comprase un caballo, que quien así me viera, y con un par de criados, fácilmente me compraría las joyas que llevaba. Púselo por obra. Comencé a pavonear y gastar largo. La huéspeda no era corta, sino gentil cortesana. Dábame cañas a las manos en cuanto era mi gusto.

Aconteció que, como frecuentasen mi visita muchas de sus amigas, una dellas trujo en su compañía una muchachuela de muy buena gracia, hermosa como un ángel y, con ser tan por estremo hermosa, era mucho más vellosa. Hícele el amor; mostróse arisca. Dádivas ablandan peñas. Cuanto más la regalé, tanto más iba mostrándoseme blanda, hasta venir en todo mi deseo. Continué su amistad algunos días, en los cuales nunca cesó, como si fuera gotera, de pedir, pelar y repelar cuanto más pudo, tan sutil y diestramente cual si fuera mujer madrigada, muy cursada y curtida; empero bastábale la dotrina de su madre. Pidióme una vez que le comprase un manteo de damasco carmesí, que vendía un corredor a la Puerta del Sol, con muchos abollados y pasamanos de oro, y no querían por él menos de mil reales. Pareciéndome aquello una excesiva libertad (porque, aunque me tenía un poco picado, no lo había hecho tan mal con ella que ya no le hubiese dado más de otros cien escudos y que, si así me fuese dejando cargar a su paso, en tres boladas no quedara bolo enhiesto), no se lo di. Enojóse: no se me dio nada. Sintióse: dime por no entendido. Indignáronse madre y hija: callé a todo, hasta ver en qué paraba. No me vinieron a visitar ni yo las envié a llamar. Entraron en consejo con mi huéspeda, que fueron todas el lobo y la vulpeja y tres al mohíno.

Veis aquí, cuando a mediodía estaba comiendo muy sin cuidado de cosa que me lo pudiera dar, donde veo entrar por mi aposento un alguacil de corte. «¡Ah cuerpo de tal! Aquí morirá Sansón y cuantos con él son. Mi fin es llegado», dije. Levantéme alborotado de la mesa y el alguacil me dijo:

-Sosiéguese Vuestra Merced, que no es por ladrón.

-«Antes no creo que puede ser por otra cosa» -dije entre mí-. ¿Ladrón dijistes? Creí que lo decía por donaire y por esa causa quería prenderme.

Turbéme de modo, que ni acertaba con palabra ni sabía si huir, si estarme quedo. Teníanme tomada la puerta los corchetes, la ventana era pequeña y alta de la calle. No pudiera con tanta facilidad arronjarme por ella, que primero no me cogieran y, cuando pudiera escapar de sus manos, me matara. Últimamente, con toda mi turbación, como pude le pregunté qué mandaba. Él, con la boca llena de risa y muy sin el cuidado que yo estaba, metiendo la mano en el pecho sacó dél un mandamiento en que me mandaban prender los alcaldes por lo que ni comí ni bebí.

«Por estrupo» -diréis-. «Válgate la maldición por hembra, y a mí, si sé lo que te pides y no mientes como cien mil diablos.» Juréle ser falsedad y testimonio. El alguacil, riéndose, me dijo que así lo creía; empero que no podía exceder del mandamiento ni soltarme. Que tomase la capa y me fuese con él a la cárcel. Vime desbaratado. Yo tenía los baúles cuales ya podrás imaginar. Mis criados no eran conocidos. Estaba en posada, donde me habían hecho la cama y quizá para tener achaque de robarme. Si allí los dejaba, quedaban como en la calle, y, si los quería sacar, no sabía dónde ponerlos. Pues ir a la cárcel es como los que se van a jugar a la taberna en la montaña, que comienzan por los naipes y acaban borrachos con el jarro en las manos. Pensando ir por poco, pudiera ser salir por mucho.

Estaba que no sabía lo que hacerme. Aparté a solas a el alguacil. Roguéle que por un solo Dios no permitiese mi perdición. Díjele que aquella hacienda quedaba en riesgo y perdida; que diese traza cómo no se me hiciese agravio, porque me robarían y que sólo aquese había sido el intento de aquella gente. Era hombre de bien, que no fue pequeña ventura, discreto, cortesano; sabía mi verdad, como quien conocía bien a la parte. Prometí de pagárselo muy a su gusto. Díjome que no tuviese pena, que haría lo que pudiese por servirme. Dejó allí los criados en mi guarda y salió a buscar a la parte, que habían con él venido y estaban en el aposento de la huéspeda. Fue y volvió con unos y otros medios.

Amenazólas que, si no lo hacían, había de jurar en mi favor la verdad y descubrir la bellaquería, si no se contentaban con lo que fuese bueno. Ellas, que vieron su pleito mal parado, lo dejaron todo en sus manos y concertónos en dos mil reales, que le fue por juramento a la madre que le había de pagar el manteo con el doblo y no la tendría contenta. Mas yo sé que lo quedó, porque no se lo debía. Paguéselos y, yéndonos a el oficio del escribano, se bajaron de la querella.

Costóme todo hasta docientos ducados y en media hora lo hicimos noche; mas no tuve aquélla en la posada ni más puse pie de para sacar mi hacienda y al punto alcé de rancho. Fuime a la primera que hallé, hasta que busqué un honrado cuarto de casa con gente principal. Compré las alhajas que tuve necesidad y puse mis pucheros en orden.

Cuando andaba en esto, encontréme una mañana con el mismo alguacil en las Descalzas y, después de haber ambos oído una misma misa, nos hablamos y juréle por el Sacramento que allí estaba que tal cargo no tuve aquella mujer, y díjome:

-Caballero, no es necesario ese juramento para lo que yo sé, cuanto más para lo que aquí es muy público. Yo conozco aquella mozuela, y con esta demanda que puso a Vuestra Merced son tres las querellas que ha dado en esta Corte por el mismo negocio. Dio la primera ante el vicario de la villa, de un pobre caballero de epístola, que vino aquí a cierto negocio. Era hijo de padres honrados y ricos. El cual, por bien de paz, les dejó en las uñas hasta la sotana y se fue, como dicen, en camisa. Después lo pidieron otra vez en la villa, querellándose a el teniente de un catalán rico, de quien también pelaron lo que pudieron; pero éste jurada se la tiene, que no le dejará la manda en el testamento. Agora se querelló, a los alcaldes, de Vuestra Merced, y si no fuera por parecerme de menor inconveniente pagarles aquel dinero que consentirse ir preso dejando su hacienda desamparada, verdaderamente no lo consintiera, hiciera mi oficio; empero del mal el medio. Que, aunque sin duda Vuestra Merced saliera libre, no pudiera ser con tanta brevedad, que no pasase algún tiempo en pruebas y respuestas. Con esto escusamos prisiones, grillos, visitas, escribanos, procuradores, daca la relación, vuelve de la relación. Que todo fuera dilación, vejación y desgusto. Más barato se hizo de aquella manera y con menos pesadumbre.

»Lo que como hidalgo y hombre de bien puedo a Vuestra Merced asegurar es que he servido a Su Majestad con esta vara casi veinte y tres años, porque va ya en ellos. Y que de todos cuantos casos he visto semejantes a éste, no he sabido de tres en más de trecientos, que se hayan pedido con justicia; porque nunca quien lo come lo paga o por grandísima desgracia. Siempre suele salir horro el dañador y después lo echan a la buena barba. Siempre suele recambiar en un desdichado, de quien pueden sacar honra y dineros o marido a propósito para sus menesteres. Él es como la seca, que el daño está en el dedo y escupe debajo del brazo. La causa es porque o luego el delincuente huye o es persona tal a quien sería de poca importancia pedirlo. Estas mozuelas ándanse por esas calles o en casa de sus amigas o en las de sus padres. Entra en la cocina el mozo, tiene lugar de hablarlas y ellas de responderle. Ambos están de las puertas adentro. Sóbrales el tiempo, no les falta gana, llega la ocasión y dejan asentada la partida. Y como sucede las más veces aquesto con gente pobre y luego él, en oliendo el tocino, se sale de casa y no parece, cuando los padres lo alcanzan a saber, para no quedarse sin el fruto de sus trabajos, danle una fraterna y ellos mismos andan después a ojeo y la echan a la mano a persona tal, que saquen costo y costas de su mercadería. Y así viene quien menos culpa tiene a lavar la lana.

Entonces le pregunté:

-Pues dígame Vuestra Merced, suplícole, si nunca los tales casos acontecen sino a solas, ¿quién hay que jure con verdad, si ella no da gritos para que se vea la fuerza y acude gente que los halle a entrambos en el acto?

Respondióme:

-No es necesario ni en tales casos piden a el testigo que diga si los vio juntos, que sería infinito. Basta que depongan que los vieron hablar y estar a solas, que la besó, que los vieron abrazados o de las puertas adentro de una pieza, o tales actos que se pueda dellos presumir el hecho. Porque con esto y la voz que ella misma se pone de haber sido forzada, hallándola ya las matronas como dice, bastan para prueba. Yo vi en esta corte un caso muy riguroso y el mayor que Vuestra Merced habrá oído. Aquí estuvo una dama muy hermosa y forastera, la cual venía ladrada de su tierra, no con otro fin que a buscar la vida. Tratóse como doncella y en ese hábito anduvo algunos días. Pretendióla cierto príncipe y, habiéndole hecho escritura por ochocientos ducados, en que con él concertó su honor, diciendo quererlos para su casamiento, no pagándoselos a el plazo, ejecutó y cobró. Después de allí a pocos años, que no pasaron cuatro, siendo favorecida de cierto personaje, hizo un escabeche, con que, habiendo tratado con cierto estranjero, querelló dél. Y alegando el reo contra ella la escritura original y la paga del interés, lo condenaron y pagó. Allá dijo que no hubo, que sí hubo. En resolución, la mujer en cada lugar cobraba dos y tres veces lo que no vendía, y desta manera pasaba. Vuestra Merced no se tenga por mal servido en lo hecho, porque libró muy bien. Que a fe que los testigos decían ensangrentados, aunque no lo quedó ella.

Despedímonos y fuese. Yo quedé admirado de oír semejante negocio. De allí me fui deslizando poco a poco en la consideración de cuán santa, cuán justa y lícitamente había proveído el Santo Concilio de Trento sobre los matrimonios clandestinos. ¡Qué de cosas quedaron remediadas! ¡Qué de portillos tapados y paredes levantadas! Y cómo, si la justicia seglar hiciera hoy otro tanto en casos cual el mío, no hubiera el quinto ni el diezmo de las malas mujeres que hay perdidas. Porque real y verdaderamente, hablándola entre nosotros, no hay fuerza, sino grado. No es posible hacerla ningún hombre solo a una mujer, si ella no quiere otorgar con su voluntad. Y si quiere, ¿qué le piden a él?

Diré lo que verdaderamente aconteció en un lugar de señorío en el Andalucía. Tenía un labrador una hija moza, de quien se enamoró un mancebo, hijo de vecino de su pueblo, y, habiéndola gozado, cuando el padre della lo vino a saber, acudió a una villa, cabeza de aquel partido, a querellarse del mozo. El alcalde tuvo atención a lo que decían y, después de haber el hombre informádole muy a su placer del caso, le dijo: «¿Al fin os querelláis de aquese mozo, que retozó con vuestra muchacha?» El padre dijo que sí, porque la deshonró por fuerza.

Volvió el alcalde a preguntar: «Y decidme, ¿cuántos años tiene él y ella?» El padre le respondió: «Mi hija hace para el agosto que viene veinte y un años y el mozuelo veinte y tres.»

Cuando el alcalde oyó esto, enojado y levantándose con ira del poyo, le dijo: «¿Y con eso venís agora? ¡Él de veinte y tres y ella de veinte y uno! Andá con Dios, hermano. ¡Ved qué gentil demanda! Volvedos en buen hora, que muy bien pudieron herlo.»

Si así se les respondiese con una ley en que se mandase que mujer de once años arriba y en poblado no pudiese pedir fuerza, por fuerza serían buenas. No hay fuerza de hombre que le valga, contra la que no quiere. Y cuando una vez en mil años viniese a ser, no se había de componer a dinero ni mandándolos casar -salvo si no le dio ante testigos palabras dello-, no había de haber otro medio que pena personal, según el delito, y que saliese a la causa el fiscal del rey, para que no pudiese haber ni valiese perdón de parte. Yo aseguro que desta manera ellos tuvieran miedo y ellas más vergüenza. Porque quitándoles esta guarida, desconfiadas, no se perderían. Si fue su voluntad, ¿qué piden? Si no tienen, que no engañen.

Aquí entra luego la piedad y dice: «¡Oh!, que son mujeres flacas, déjanse vencer, por ser fáciles en creer y falsos los hombres en el prometer: deben ser favorecidas.» Esto es así verdad; empero, si supiesen que no lo habían de ser, sabríanse mejor guardar. Y aquesta confianza suya las destruye, como la fe sin obras, que tiene millares en los infi[e]rnos. Ninguna se fíe de hombre. Prometen con pasión y cumplen con dilación y sin satisfación. Y la que se confiare, quéjese de sí, si la burlare.

Prenden a un pobreto, como yo he visto muchas veces revolverse dos criados en una casa, y, estando ella como gusano de seda de tres dormidas con quien ha querido, cuando el amo los halla juntos, prende a el desdichado que ni comió nata ni queso, sino sólo el suero que arronjan a los perros. Tiénenlo en la cárcel, hasta que ya desesperado lo hacen que se case con ella, porque lo condenan en pena pecuniaria, que, vendidos él y todo su linaje, no alcanzan para pagarla. Cuando se ve perdido y cargado de matrimonio, quítale a bofetadas lo que tiene. Vanse uno por aquí y el otro por allí. Él se hace romero y ella ramera. Ved qué gentil casamiento y qué gentil sentencia. ¡Oh! si sobre aquesto se reparase un poco, no dudo en el grande provecho que dello resultase.

Pagué lo que no pequé, troqué lo que no comí. Puse mi casa, recogíme con lo que tenía, porque temía no me sucediese con otra huéspeda lo que con la pasada. Y porque también recelaba que aquel collar y cinta que me había enviado el tío, siendo piezas de tanto valor, pudieran ser por la fama descubiertas, quíseme retirar a solas a mi casa y en parte donde con secreto pudiese deshacerlo. Así lo hice. Desclavé las piedras a punta de cuchillo, quité las perlas, puse cada cosa de por sí. Metí en un grande crisol todo el oro, no de una vez, que no cupo, sino en seis o siete, y así lo fundí, yéndolo aduzando con un poco de solimán, que yo sabía un poquito del arte. Y teniendo un riel prevenido, lo fue de mi espacio haciendo barretas.

Parecióme cordura que por sus hechuras no quedase deshecha la mía, y tuve por mejor perderlas que perderme. Híceme tratante con aquellas piedras, informándome muy bien primero del valor dellas y de cada una, haciéndolas engastar en cruces, en sortijas, en arracadas y otras joyas, donde mejor se podían acomodar, diferenciado el engaste. De manera que con el oro mismo y las proprias piedras hice diferentes piezas, que unas vendidas, otras fiadas a desposados, y rifadas muchas, perdí muy poco de lo que de otra manera se pudiera ganar y con menos pesadumbre de riesgo.

Mi caudal crecía, porque ya me había hecho muy gentil mohatrero. Crédito no me faltaba, porque tenía dinero. Dábanse junto a mi casa unos solares para edificar. Parecióme comprar uno, por tener una posesión y un rincón proprio en que meterme, sin andar cada mes con las talegas de las alcomenías a cuestas, mudando barrios. Concertéme, paguélo en reales de contado y cargáronme dos de censo perpetuo en cada un año. Labré una casa, en que gasté sin pensarlo ni poderme volver atrás más de tres mil ducados. Era muy graciosa y de mucho entretenimiento. Pasaba en ella y con mi pobreza como un Fúcar. Y así acabara, si mi corta fortuna y suerte avarienta no me salieran a el encuentro, viniéndose a juntar el tramposo con el codicioso.

Como mi casa estaba tan bien puesta, mi persona tan bien tratada y mi reputación en buen punto, no faltó un loco que me codició para yerno. Parecióle que todo yo era de comer y que no tenía dentro ni pepita que desechar. Aun ésta es otra locura, casar los hombres a sus hijas con hijos de padres no conocidos. Mirá, mirá, tomá el consejo de los viejos: «A el hijo de tu vecino mételo en tu casa.» Sabes qué mañas, qué costumbres tiene, si tiene, si sabe, si vale; y no un venedizo, que pudieran otro día ponérselo desde su casa en la horca, si acaso lo conocieran.

Era también mohatrero como yo, que siempre acude cada uno a su natural. Tanto se me vino a pegar, que me llegó a empegar. Casóme con su hija y otra no tenía. Estaba rico. Era moza de muy buena gracia. Prometi[ó]me con ella tres mil ducados. Dije de sí.

Él, como era vividor, sólo buscaba hombre de mi traza, que supiese trafagar con el dinero. Y en aquesto tuvo razón, porque mucho más vale un yerno pobre que sepa ser vividor, que rico y gran comedor. Mejor es hombre necesitado de dineros, que dineros necesitados de hombre.

Aqueste se aficionó de mí. Tratáronse los conciertos y efetuáronse las bodas. Ya estoy casado, ya soy honrado. La señora está en mi casa muy contenta, muy regalada y bien servida. Pasáronse algunos días, y no fueron muchos, cuando, llevándonos mi suegro un domingo [a] comer a su casa, después de alzadas mesas, que nos quedamos los tres a solas, díjome así:

-Hijo, como ya con los años he pasado por muchos trabajos y veo que sois mozo y estáis a el pie de la cuesta, para que lleguéis a lo alto della descansado y no volváis a caer desde la mitad, os quiero dar mi parecer, como quien tanto es interesado en vuestro bien; que de otra manera, no tenía para qué daros parte de lo que pretendo. Lo primero habéis de considerar que, si un maravedí sacardes del caudal con que tratáis, que se os acabará muy presto, cuando sea muy grueso. También habéis de hacer cómo con vuestro buen crédito paséis adelante. Y, si habéis de ser mercader, seáis mercader, poniendo aparte todo aquello que no fuere llaneza, pues no se negocia ya sino con ella y con dinero: cambiar y recambiar. Yo procuraré iros dando la mano cuanto más pudiere siempre. Y porque, lo que Dios no quiera, si alguna vez diere vuelta el dado y no viniere la suerte como se desea, purgaos en salud, preveníos con tiempo de lo que os puede suceder. Otorgaránse luego dos escrituras y dos contraescrituras. La una sea confesando que me debéis cuatro mil ducados, que os presté, de la cual os daré luego carta de pago como la quisierdes pintar. Y ambas las guardaremos para si fueren menester; aunque mucho mejor sería que tal tiempo nunca llegase ni lo viésemos por nuestra puerta. La otra será: yo haré que os venda mi hermano quinientos ducados que tiene de juro en cada un año y haráse desta manera. No faltará un amigo cajero, que por amistad haga muestra del dinero, para que pueda el escribano dar fe de la paga, o ahí lo tomaremos y nos lo prestarán en el banco a trueco de cincuenta reales. Y cuando se haya otorgado la escritura de venta, vos le volveréis a dar a él poder en causa propria, confesando que aquello fue fingido; mas que real y verdaderamente siempre los quinientos ducados fueron y son suyos.

Parecióme muy bien, por ser cosa que pudiera importar y nunca dañar. Hízose así como lo trazó el maestro y como aquel que de bien acuchillado sabía cómo se había de preparar el atutia, pues ya tenía el camino andado y con la misma traza se había enriquecido.

Desta manera fui negociando algún tiempo, siendo siempre puntual en todo. Y como la ostentación suele ser parte de caudal por lo que a el crédito importa, presumía de que mi casa, mi mujer y mi persona siempre anduviésemos bien tratados y en mi negociación ser un reloj. Era la señora mi esposa de la mano horadada y taladrada de sienes. Yo por mi negocio le comencé a dar mano y ella por el suyo tomó tanta, que con sus amigas en banquetes, fiestas y meriendas, demás de lo exorbitante de sus galas y vestidos, con otros millares de menudencias, que como rabos de pulpos cuelgan de cada cosa déstas, juntándose con la carestía que sucedió aquellos primeros años y la poca corresponsión que hubo de negocios, ya me conocí flaqueza, ya tenía váguidos de cabeza y estaba para dar comigo en el suelo. Faltaba muy poco para dejarme caer a plomo.

Nadie sabe, si no es el que lo lasta, lo que semejante casa gasta. Si en este tiempo se hiciera la ley en que dieron en Castilla la mitad de multiplicado a las mujeres, a fe que no sólo no se lo dieran, empero que se lo quitaran de la dote. Debían entonces de ayudarlo a ganar; empero agora no se desvelan sino en cómo acabarlo de gastar y consumir.

Hacienda y trato tenía yo solo para ser brevemente muy rico, y con la mujer quedé pobre. Como sólo mi suegro sabía tan bien como yo el debe y ha de haber de mi libro, no me faltaba el crédito, porque todos creyeron siempre que aquellos quinientos ducados eran míos. Con aquella sombra cargué cuanto más pude, hasta que, no pudiendo sufrir el peso, me asenté como edificio falso.

Llegábase ya el tiempo de las pagas, que, aunque siempre corre, para los que deben vuela y es más corto. Vime apretado. No podía sosegar ni tener algún reposo. Fuime a casa de mi suegro a darle cuenta de mi cuidado. Él me alentó cuanto más pudo, diciendo que no desmayase, pues teníamos el remedio a las manos, de puertas adentro de nuestra casa.

Tomó la capa y fuímonos mano a mano los dos a el oficio de un escribano de provincia, grande amigo suyo, y llevándolo a Santa Cruz, que es una iglesia que está en la misma plaza, frontero de la cárcel y de los oficios, allí le hicimos en secreto relación del caso. Y dijo mi suegro:

-Señor N., este negocio le ha de valer a Vuestra Merced muchos ducados, y en la pesadumbre pasada que yo tuve bien sabe que no me llevó blanca ni derechos algunos de los que me tocaban en cuanto el pleito duró. Mi yerno debe por otra escritura, primera que la mía, mil ducados, y está presentada y hechas diligencias en otro oficio; empero queremos que todo pase ante Vuestra Merced y en esta consideración ha de tratarnos como a sus amigos y servidores. Que yo quiero, no sólo [no] dejar de satisfacer esta merced, empero aquí mi hijo, el día que saliere, dará para guantes docientos escudos y yo quedo por su fiador.

El escribano dijo:

-Haráse todo de la manera que Vuestra Merced fuere servido. Preséntese luego esa escritura de los cuatro mil ducados y concertaremos la décima con un amigo a quien daremos cuenta desta pretensión, para que lo haga por cualquiera cosa que le demos, y lo más déjese a mi cargo.

Mi suegro presentó su obligación y lleváronme preso. Ejecutóme toda la hacienda. Salió luego mi mujer con su carta de dote, con que ocuparon tanto paño, que faltaba mucho para cumplir el vestido. Porque, habiéndose ambos echado sobre la casa, obligaciones y muebles, no quedó ni se halló en qué hincar el diente, que joyas y dineros ya los teníamos puestos en cobro. Cuando me vieron mis acreedores preso, acudió cada uno, embargándome por lo que le tocaba, presentando sus escrituras y contratos ante diferentes escribanos; empero, saliento a esto el nuestro, pidió que como a originario se habían todos de acumular a el que pasaba en su oficio, por ser el más antiguo y donde primero se pidió. Así lo mandaron los alcaldes, viendo ser cosa justificada.

Como vieron el mal remedio que con mis bienes tenían, acudieron luego a embargar los quinientos ducados de renta. Salió su dueño y defendiólos. Dijo el tío de mi mujer ser suyos. Comenzóse a trabar sobre todo un pleitecillo que pasaba de mil y quinientas hojas, así escrituras de obligaciones como testamentos, particiones, poderes y otra multitud grande que se vino a juntar de papeles. Cada uno que lo pedía para llevarlo a su letrado, como había de pagar a el escribano tantos derechos, temblaba. Pagábanlo unos; empero había otros que, viendo el pleito mal parado y metido a la venta la zarza, no lo querían y deseaban que se diesen medios en la paga, por no hacer más costas y echar la soga tras el caldero.

Vían que ya una vez puesto en aquello, no habían de salir con ello; antes me ayudaban a negociar, por ser el daño inremediable de otra manera. Pedí esperas por diez años. Fuéronmelas concediendo algunos. Juntóseles luego mi suegro y, como cargó a su parte la mayor, hicieron a los menos pasar por lo que los más; con que salí de la cárcel, quedando el escribano el mejor librado.

Deste bordo, aunque me puse braguero, fue de plata. Quedéme con mucha hacienda de los pobres que me la fiaron engañados en mi crédito. Hice aquella vez lo que solía hacer siempre; mas con mucha honra y mejor nombre. Que, aunque verdaderamente aquesto es hurtar, quédasenos el nombre de mercaderes y no de ladrones. En esto experimenté lo que no sabía de aqueste trato. Estas tretas hasta entonces nunca las alcancé. Parecióme cautela dañosísima y digna de grande remedio. Porque con las contraescrituras no hay crédito cierto ni confianza segura, siendo lo más perjudicial de una república, por causarse dellas la mayor parte de los pleitos, con las cuales muchos vienen de pobres a quedar muy ricos, dejando a los que lo eran perdidos y por puertas. Y siendo la intención del buen juez averiguar la verdad entre los litigantes para dar a cada uno su justicia, no es posible, porque anda todo tan marañado, que los que del caso son más inocentes quedan los más engañados y por el consiguiente agraviados.

La causa es porque, cuando quien trata el engaño, comienza dando traza en su cautela, es lo primero que hace tomarle a la verdad los pasos y puertos, de manera que nunca se averigüe, con lo cual, faltando esta luz, queda ciego el juez y sale triumfando la mentira del que no tiene justicia. Yo sé que no faltará quien diga que son las contraescrituras importantes para el comercio y trato; pero sé que le sabré decir que no son. Quien quisiere ayudar a otro con su crédito, déselo como fiador y no como encubridor de su malicia.

Lo que de Barcelona supe la primera vez que allí estuve y agora de vuelta de Italia en estos dos días, es que ser uno mercader es dignidad, y ninguno puede tener tal título sin haberse primero presentado ante el Prior y Cónsules, donde lo abonan para el trato que pone. Y en Castilla, donde se contrata la máquina del mundo sin hacienda, sin fianzas ni abonos, mas de con sólo buena maña para saber engañar a los que se fían dellos, toman tratos para que sería necesario en otras partes mucho caudal con que comenzarlos y muy mayor para el puesto que ponen. Y si después falta el suceso a su imaginación, con el remedio de las contraescrituras quedan más bien puestos y ricos que lo estaban de antes, como lo habemos visto en muchos cada día.

Llévanse con su quiebra detrás de sí a todos aquellos que los han fiado, los cuales consumen lo poco que les queda en pleitos. Y si acaso son oficiales o labradores, el señor pierde también su parte, pues faltan los que ayudan en los derechos de sus alcabalas, y la república, la obra y trabajo destos hombres, que, como embarazados en litigios, no acuden a sus ministerios. Menor daño sería que unos pocos y malos no fuesen ricos, que no que abrasasen y destruyesen a muchos buenos. No habiendo contraescrituras, cada cual podría fiar seguramente, porque tendría noticia de la hacienda cierta que tiene aquel a quien se la da, sin que después le salgan otros dueños. Y porque podría ser que se tratase algún tiempo del remedio desto, diré los efetos de semejante daño brevemente -si acaso no se deja de hacer porque yo lo dije. Que muchas cosas pierden buenos efectos porque no se conozcan ajenos dueños en ellas y lo quieren ser en todo solos aquellos que las hacen ejecutar. Empero dígalo yo y nunca se remedie. Cumpla yo mis obligaciones y mire cada uno por las que tiene, que discreción y edad no les falta. No les falte gana de remediar lo que importare al servicio de Dios y de su rey, siendo bien universal de la república.

Todas aquellas veces que el mercader pobre se quiere meter a mayor trato, pide para su crédito a un su pariente o amigo le dé algún juro de importancia o hacienda en confianza. De lo cual hace contraescritura, en que confiesa que, no obstante que aquello parece suyo, real y verdaderamente no lo es, y que se lo volverá siempre, cada y cuando que se lo pida. Con esto halla quien le fíe su hacienda. Ved quién somos, pues para los negros de Guinea, bozales y bárbaros, llevan cuentecitas, diles y caxcabeles; y a nosotros con sólo el sonido, con la sombra y resplandor destos vidritos nos engañan.

Si el trato sale bien, bien: vuélveseles a sus dueños lo que recibieron dellos; y si mal, hácenlo trampa y pleito de acreedores. Todo va con mal. El que dio la hacienda en confianza, vuelve a cobrarla con la contraescritura y los demás quédanse burlados. Cuando no quiere alguno pagar lo que debe, antes de llegar el plazo en que ha de pagar la deuda, vende o traspasa su hacienda en confianza, con alguna contraescritura. Y sucede que, cuando llega el plazo, es ya muerto el deudor que hizo la cautela, y el verdadero acreedor no puede cobrar. Porque aquel de quien se hizo confianza, encubre y calla la contraescritura, quédase con todo y va el difunto a porta inferi.

Para engañar con su persona, si quiere tratar de casarse con mucha dote, hace lo mismo: busca haciendas en confianza y como después de casado crecen las obligaciones y no pueden con el gasto, cobra lo suyo su dueño y quedan los desposados padeciendo necesidad. Luego, conocido el engaño, falta el amor y algunas y aun muchas veces llegan a las manos, porque la mujer no consiente que se venda su hacienda o no quiere obligarse a las deudas del marido.

Todo lo cual tendría facilísimo remedio, mandando que no hubiese tales contraescrituras ni valiesen, deshaciéndose las hechas, con que cada uno volviese a tomar en sí lo que desta manera tiene dado. Sabríase a el cierto la hacienda que tiene cada cual, si se le puede fiar o confiar; escusaríanse de los pleitos la mitad, por ser desta naturaleza y tener de aquí su principio los más de los que se siguen por Castilla.




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Capítulo III

Prosigue Guzmán de Alfarache con el suceso de su casamiento, hasta que su mujer falleció, que volvió a su suegro la dote


¿Habéis bien considerado en qué labirinto quise meterme? ¿Qué me importa o para qué gasto tiempo, untando las piedras con manteca? ¿Por ventura podrélas ablandar? ¿Volveré blanco a el negro por mucho que lo lave? ¿Ha de ser de algún fruto lo dicho? Antes creo que me quiebro la cabeza y es gastar en balde la costa y el trabajo, sin sacar dello provecho ni honra. Porque dirán que para qué aconseja el que a sí no se aconseja. Que igual hubiera sido haberles contado tres o cuatro cuentos alegres, con que la señora doña Fulana, que ya está cansada y durmiéndose con estos disparates, hubiera entretenídose.

Ya le oigo decir a quien está leyendo que me arronje a un rincón, porque le cansa oírme. Tiene mil razones. Que, como verdaderamente son verdades las que trato, no son para entretenimiento, sino para el sentimiento; no para chacota, sino para con mucho estudio ser miradas y muy remediadas. Mas, porque con la purga no hagas ascos y la dejes de tomar por el mal olor y sabor, echémosle un poco de oro, cubrámosla por encima con algo que bien parezca.

Vuélvome al punto de donde hice la digresión. Ya me alcé a mayores con lo más que pude, que fue mucho menos de lo que yo quisiera y había menester. Porque para grande carga es necesario grandes fuerzas. Que los que sobre arena fundan torres, muy presto dan con el edificio en tierra. Los que se hubieren de casar, ellos han de tener qué comer y ellas han de traer qué cenar. No son dote cuatro paredes y seis tapices, cuando para la primera entrada tengo de gastar en joyas y aderezos aquello con que busco mi vida. Gástase lo principal y quédome después con la necesidad: porque quien compra lo que no ha menester vende lo que ha menester. ¿De qué fruto es para un pobre hombre negociante seis pares de vestidos a su esposa, en que consume todo el caudal que tiene? ¿Por ventura podrá después tratar con ellos?

Estaba la señora mi mujer mal acostumbrada y poco prática en miserias. En casa de su padre lo había pasado bien y con mucho regalo, y en mi poder no menos hacíansele los trabajos muchos y duros. Con lo poco que me quedó volví a dar mis mohatras, con aquella libertad sicut erat in principio. Yo fiaba y mi suegro compraba, y a el contrario, como caían las pesas; empero nunca la mercadería salía de casa. Lo más ordinario era oro hilado, algunas veces plata labrada, joyas de oro, encajando bien las hechuras y con ello algunas bromas de que no se podía salir y habíamos comprado a menos precio.

Ganábase con que menos malpasar. Todo era poco, por serlo también el caudal, y así poco a poco nos los íbamos comiendo y consumiendo; empero a la dote no se tocaba. Siempre andaba en pie, por ser posesiones a quien jamás mi mujer consintió que se llegase, ni aun por lumbre. Dábamos la hacienda fiada por cuatro meses con el quinto de ganancia. El escribano -que lo teníamos a propósito y conocido, como lo habíamos menester- daba siempre fe del entrego de las mercaderías. Tomábalas luego en sí el corredor, que era nuestra tercera persona y una misma comigo y con el escribano. Llevábalas en su poder y dentro de dos horas llevaba el dinero a su dueño, con aquello menos en que decía que lo vendía; y quedábasenos en casa, recebía su carta de pago y a Dios con todos.

Teníamos por costumbre valernos de un ardid sutilísimo, para que no se nos escapasen algunos por los aires, alegando hidalguía o alguna otra ecepción que les valiese o de que se pudiesen aprovechar. Cuando habíamos de dar una partida, reconocíamos la dita y, siendo persona de quien sabíamos que tenía de qué pagar y que la tomaba por socorrer de presente alguna necesidad, se la dábamos llanamente; aunque algunas veces aconteció faltarnos destas ditas algunas que teníamos por las mejores y más bien saneadas. Y cuando no era bien conocida ni para nosotros a propósito, pedíamosle fiador con hipoteca especial de alguna posesión. Y aunque supiésemos claramente no ser suya o que tenía un censo para cada día y que no había teja ni ladrillo que no fuese deudor de un escudo, no se nos daba dello un cuarto.

Esto mismo era lo que buscábamos. Porque les hacíamos confesar en la escritura que aquella posesión era suya, realenga, libre de todo género de censo perpetuo ni al quitar, no hipotecada ni obligada por otra deuda. Y con esto, cuando el día del plazo no pagaban, ya teníamos alguacil de manga con quien estábamos concertados que nos habían de dar un tanto de cada décima que les diésemos. Al punto se la cargábamos encima, ejecutándolos.

Cuando alguna vez acaso se querían oponer o hacían algunas piernas para no pagar, luego le saltaba la del monte: hacíamos el pleito, de civil, criminal; buscábamosle algún sobrehueso; sabíamos el censo que tenía sobre la casa, con que dábamos con el hombre de barranco pardo abajo por el estelionato. Desta manera jugábamos a el cierto y sin esta prevención jamás efetuábamos partida por algún caso. Si ello era lícito, ya yo me lo sabía; mas corríamos como corren, teníamos callos en las conciencias; ni sentíamos ni reparábamos en poco más o menos.

Yo bien sé que todo el tiempo que desto traté verdaderamente nunca me confesé y, si lo hice, no como debía ni más de para cumplir con la parroquia, porque no me descomulgasen. ¿Queréislo ver? Pues considerad si allí prometía la restitución, cuando lo tuviese y mejor pudiese, y juntamente la emienda de la vida, si entonces corrían quince, veinte y más obligaciones, y nunca fui a decir ni a hacer diligencia con los obligados en ellas, diciéndoles cómo aquella contratación fue ilícita y usuraria, que por descargo de mi conciencia, y para dignamente recebir el sacramento de la comunión, les quería rebatir y bajar todo lo que lícitamente no pude llevar. Si cuando me vinieron a pagar tampoco se lo volví, ¿qué intención fue aquesta? ¡Pardiós, mala!

Esto era lo que debía hacer. No lo hice ni hoy se hace. Dios nos dé conocimiento de nuestras culpas; cierto sé, si entonces acabara la vida, que corría el alma ciento de rifa. Gente maldita son mohatreros: ni tienen conciencia ni temen a Dios.

¡Oh, qué gallardo y qué cierto tiro aquéste, qué cerca lo tengo y cómo aguardan los traidores bien!¡Qué tentación me da de tirarles y no dejarles hueso sano! Que, como soy ladrón de casa, conózcoles los pensamientos. ¿Queréisme dar licencia que les dé una gentil barajadura? Ya sé que no queréis y, porque no queréis, en mi vida he hecho cosa de más mala gana que hacer con ellos la vista gorda, dejándolos pasar sin que dejen prenda. Mas porque no digan que todo se me va en reformaciones, les doy lado. Y porque podría ser haberlos alguna vez necesidad, no quiero ganar enemigos a los que podría después desear por amigos. Porque al fin tanto lo son cuanto los habemos menester y pueden ser de provecho. Y así como el amigo fiel se deja conocer en los bienes, no se asconde nunca en los males el enemigo. Una cosa sola diré: haga un hombre su cuenta, tenga necesidad en que se haya de valer de solos docientos ducados: hallará que, si solos dos años los trae de mohatra, montarán más de seiscientos. Ved, pues, a este respeto qué hará lo mucho, cómo lo pagará el que no pudo lo poco. Aquí se queden y vuelvo sobre mí.

Por no hacer los hombres lo que deben, digo que vienen a deber lo que hacen. ¿Qué vale mucho ganar, qué aprovecha mucho tener, si no se sabe conservar? Pues vemos claro que le vale mucho más a el cuerdo la regla, que a el necio la renta. El que tuviere tiempo, no aguarde otro mejor ni esté tan confiado de sí, que deje de velar sobre sí con muchos ojos. Porque de lo que le pareciere tener mayor seguridad, en lo mismo ha de hallar un Martinus contra, que es lo que solemos decir: «un Gil que nos persiga.» Dineros tuve, rico me vi, pobre me veo, sabe Dios por quién y por qué.

Esperaba un día en que ordenar los que me quedaban por vivir. Nunca llegó, porque siempre me fié de mí, pareciéndome que, aunque pudiera con todos mentir, no a lo menos a mí mismo. Veis aquí cómo de confiarse uno de sí hace que se olvide de Dios, de donde nade perderse las haciendas y las almas. El enemigo mayor que tuve fue a mí mismo. Con mis proprias manos llamé a mis daños. De la manera que las obras buenas del bueno son el premio de su virtud, así los males que obra un malo vienen a serlo de su mayor tormento. Mis obras mismas me persiguieron; que los tratos ni los hombres fueran poca parte. Pero permite Dios que aquello que tomamos por instrumento para ofenderle, aqueso mismo sea nuestro verdugo.

No tanto sentía ya que me faltase la hacienda, que bien me sabía yo que los bienes y riqueza de fortuna con ella vienen y tras ella se van y que, cuanto más favorable se mostrare, menor seguro tiene. Sólo sentía que aquello mismo que había de ser mi alivio, mi mujer, aquella que con instancia pidió a su padre que la casase comigo y para ello puso mil terceros, el otro yo, la carne de mi carne y hueso de mis huesos, ésa se levantase contra mí, persiguiéndome sin causa, no más de por verme ya pobre. Y que llegase a tal punto su aborrecimiento, que contra toda verdad me levantase que estaba amancebado, que era un perdido y que con estas causas hallase favor con que tratar de apartarse de mí, no faltando letrado que se lo aconsejase, firmándolo de su nombre, que podía.

¡Dolor cruel! Verdaderamente, cuanto el matrimonio contraído es malo de desanudar, cuando está mal unido, es peor de sufrir. Porque la mujer sediciosa es como la casa que toda se llueve, y tanto cuanto resplandece más en prudencia y buen gobierno, cuando se quiere acomodar con la virtud, tanto más queda oscura, insufrible y aborrecida en apartándose della. ¡Qué facilidad tienen para todo! ¡Qué habilidad escotista para cualquiera cosa de su antojo! No hay juicio de mil hombres que igualen a solo el de una mujer, para fabricar una mentira de repente. Y aunque suelen decir que el hombre que apetece soledad tiene mucho de Dios o de bestia, yo digo que no es tanta la soledad que el solo padece, cuanta la pena que recibe quien tiene compañía contra su gusto.

Caséme rico: casado estoy pobre. Alegres fueron los días de mi boda para mis amigos y tristes los de mi matrimonio para mí. Ellos los tuvieron buenos y se fueron a sus casas; yo quedé padeciéndolos malos en la mía, no por más de por quererlo así mi mujer y ser presuntuosa. Era gastadora, franca, liberal, enseñada siempre a verme venir como abeja, cargado de regalos. No llevaba en paciencia verme salir por la mañana y que a mediodía volviese sin blanca. Perdía el juicio cuando vía que lo pasado faltaba. Pues ya -¡pobre de mí!- cuando del todo se acabó el aceite y sintió que se ardían las torcidas, cuando no habiendo qué comer ni adónde salirlo a buscar, se sacaban de casa las prendas para vender, ¡aquí era ello! Aquí perdió pie y paciencia. Nunca más me pudo ver. Aborrecióme, como si fuera su enemigo verdadero.

Ni mis blandas palabras, amonestaciones de su padre ni ruego de sus deudos, conocidos, ni de parientes, fueron parte para volverme a su gracia. Huía de la paz, porque la hallaba en la discordia; amaba la inquietud, por ser su sosiego; tomaba por venganza retirarse a solas, faltándome a la cama y mesa, y aun dejaba de comer muchas veces, porque sabía lo bien que la quería y que con aquello me martirizaba. No sabía ya qué hacerme ni cómo gobernarme, porque todo tenía dificultad en faltando la causa de su gusto, que sólo consistía en el mucho dinero.

Verdaderamente parece que hay mujeres que sólo se casan para hacer ensayo del matrimonio, no más de por su antojo, pareciéndoles como casa de alquile: si me hallare bien, bien, y si mal, todo será hacerlo bulla, que no han de faltar un achaque y dos testigos falsos para un divorcio.

Pues ya, si acierta la mujer a tener un poquito de buen parecer y se pican algunos della... No quiero pasar adelante. Señores letrados, notarios y jueces, abran el ojo y consideren que no es menos lo que hacen que deshacer un matrimonio y dar lugar a el demonio para que por esa puerta pierdan las vidas las mujeres, los hombres las honras y entrambos las haciendas. Y les prometo de parte de Dios todopoderoso que les ha de venir del cielo por ello gravísimo castigo, escociéndoles donde les duela. Miren que son pecados ocultos y vienen por ellos los trabajos muy secretos. No porque no le dio el marido una cuchillada que le hizo con ella dos caras o lo molió a palos, crea que aquel delito quedó sin castigo. Entienda que lo es, cuando le quita otro a él su mujer y que lo permite así el Señor. Cuando viere su casa llena de discordia, de infamia, de enfermedades, considere que por aquello le vienen.

Con todos hablo. Métanse la mano en el seno los que lo causan y los que lo favorecen, que todos andan en una misma renta. ¡Quién las ve los días de la boda, cómo todo anda de trulla! ¡Qué solícitos andan hasta el señor desposado, qué contentos y cómo gustan de los entretenimientos, de las mesas espléndidas! ¡Está la cama hecha de lana nueva, suave y blanda: háceseles dulce!

Acábese la moneda, falten las galas, no anden las cosas a una mano, como arroz: luego se corta la leche, al momento se pierde la gracia de muchos años, como con un pecado mortal. Sucédeles lo que a mí, que me perdí, no por inhabilidad ni falta de solicitud, que buena traza y mañas tuve; mas fue por lo que poco antes dije: son castigos de Dios, que, como es infinito, no tiene ara[n]cel ni está su poder limitado a castigar esto por esto y esotro por estotro. En una cosa nos dice sentencia cierta y pena de pecado, constituida ya para él, demás de otras que tocan a el alma y las que nacen de las circunstancias. La mía fue hacienda mal ganada, que me había de perder y perderla.

Pues ya, si acaso se casa una mujer y se halla después que la engañaron, porque su marido no tenía la hacienda que le dijeron y le fue necesario sacar las donas fiadas y a pocos días llega el mercader de la seda pidiendo lo que se le debe y el sastre por las hechuras o el alguacil por uno y otro: no hay de qué pagar y, si lo hay, es más forzoso comer, que con eso no se puede trampear ni dejarlo para otro día, por ser mandamiento de no embargante.

Aquí deshacen la rueda los pavones mirándose a los pies. Comiénzanse a marchitar las flores, acábaseles la fuga, el gusto y la paciencia. Hacen luego un gesto como quien prueba vinagre. Y si les preguntásedes entonces qué tienen, qué han o cómo les va de marido, responderán tapándose las narices: «¡Cuatridiano es, ya hiede! No alcen la piedra, no hablemos dél, dejémoslo estar, que da mal olor, trátese de otra cosa.» ¡Pues cómo, cuerpo de mi pecado, señora hermosa! No se queja Lázaro en el sepulcro de tus miserias, de donde no puede salir, dentro de las oscuras y fuertes cárceles, en el sepulcro de tus importunaciones, envestido en la mortaja de tu gusto, que siempre te lo procura dar a trueco, riesgo y costa del suyo, ligadas las manos y rendido a tu sujeción, tanto cuanto tú lo habías de estar a la suya; calla él, que tiene a cuestas la carga y ha de socorrer la necesidad y por ventura por ti está en ella y la padece; no se queja de verse ya podrido de tus impertinencias, viéndose metido entre los gusanos de tus demasías, que le roen las entrañas, tus desenvolturas en salir, tus libertades en conservar, tus exorbitancias en gastar y desperdiciar, en ir entonando tu condición, que tiene más mixturas y diferencias que un órgano; ¿y de cuatro días te hiede?

Respóndame, por vida de sus ojos, si ayer no dejó ermita ni santuario que no anduvo; si desde que tiene uso de razón -y antes que la tuviera, pues aun agora le falta- no llegó noche de San Juan, que sin dormir -porque diz que quita el sueño la virtud- estuvo haciendo la oración que sabe y valiérale más que no la supiera, pues tal ella es y tan reprobada, y sin hablar palabra -que diz que también esto es otra esencia de aquella oración- estuvo esperando el primero que pasase de media noche abajo, para que conforme lo que le oyese decir, sacase dello lo que para su casamiento le había de suceder, haciendo en ello confianza y dándole crédito como si fuera un artículo de fe, siendo todo embeleco de viejas hechiceras y locas, faltas de juicio; si no dejó beata ni santera por visitar o que no enviase a llamar, si a todas las trujo arrastrando faldas y rompiendo mantos, que nunca se les cayeron de los hombros, poniendo candelillas, ella sabe a quién; si, pasando la raya, sin rebozo ni temor de Dios, no dejó cedazo con sosiego ni habas en su lugar, que todo no lo hizo bailar por malos medios, con palabras detestadas y prohibidas por nuestra santa religión; si no quedó casamentero ni conocido a quien dejase de importunar, diciéndoles cómo estaba enferma y deseaba casarse.

Dale Dios marido -digo de otros- quieto, de buena traza, honrado, que con toda su diligencia busca un real con que la sustente y no le falte para sus untos y copetes. ¿Por qué de cuatro días dice que ya hiede? ¿Por qué te afliges y enfadas en que te traten dél? Murmuras de sus buenas obras, finges que te las finge, regulando por tu corazón el suyo. No quieres que lo desentierren y desentiérrasle tú hasta los huesos de todo su linaje, mintiendo y escandalizando a quien te oye, poniéndole mala voz, publicando a gritos lo que ni tú con verdad sabes ni en él cabe, no más de por injuriarlo y afrentarlo. Haces como mujer: eres mudable, y quiera Dios que tus mudanzas no nazcan -cuando esto anda desta traza- de ofensas cometidas contra Dios, contra él y contra ti.

Ya, pues aquí he llegado sin pensarlo y en este puerto aporté, quiero sacar el mostrador y poner la tienda de mis mercaderías, como lo acostumbran los aljemifaos o merceros que andan de pueblo en pueblo: aquí las ponen hoy, allí mañana, sin asiento en alguna parte y, cuando tienen vendido, vuélvense a su tierra. Vendamos aquí algo desta buena hacienda, saquemos a plaza las intenciones de algunos matrimonios, tanto para que se desengañen de su error las que por tales fines los intentan, como para que sepan que se saben, y es bien que les digamos lo mal que hacen, pues verdaderamente hacen mal, y luego nos volveremos a nuestro puesto.

Algunas toman estado, no con otra consideración más de para salir de sujeción y cobrar libertad. Parécele a la señora doncella que será libre y podrá correr y salir, en saliendo de casa de sus padres y entrando en las de sus maridos; que podrán mandar con imperio, tendrán qué dar y criadas en quien dar. Háceseles áspera la sujeción; paréceles que casadas luego han de ser absolutas y poderosas, que sus padres las acosan, que son sus verdugos y que serán sus maridos más que cera blandos y amorosos. Lo cual nace de no recatarse los padres en los tratos con sus mujeres. Viven como brutos, levantan los deseos en las hijas, encienden los apetitos, dan con ellas al traste. Porque como son imprudentes, no distinguen: abrazan todo lo suave y dulce, pensando hallarlo en toda parte, no creyendo que hay amargo ni acedo, sino en sólo sus padres. Esto las inquieta, trayéndolas desasosegadas, desvanecidas y sin juicio. Como miran esto, ¿por qué no ponen los ojos en la otra su amiga, que se casó con un marido celoso y áspero, que no sólo nunca le dijo buena palabra, pero no le concedió salida gustosa, ni aun a misa, sino muy de madrugada con una saya de paño, en un manto revuelta, como si fuera una criada, y sobre todo, no como a su mujer, empero como a esclava fugitiva la trata?

Piensa que los casamientos, ¿qué son sino acertamientos, como el que compra un melón, que si uno es fino, le salen ciento pepinos o calabazas? ¿No ha visto a la otra su conocida, que se casó con un jugador, que no le ha dejado sábanas en cama que no las haya puesto en la mesa del juego? ¿No consideró de la otra su vecina lo que padece con su marido amancebado, que no hay mañana de cuantas Dios amanece, que no amanezca la espuerta colmada en casa de su amiga y en la suya propria están pereciendo de hambre? ¿No le han dicho de algunos que, cuando por las puertas de sus casas entran, ajustan los ojos con los pies y no los alzan para otra cosa que reñir y castigar sin causa ni otra consideración más de por su mala digestión?

¿Piensan por ventura que son todas adoradas y queridas de sus maridos, como de sus padres? Pues yo les aseguro que vi a el mejor marido, ido; y que no vi padre que no fuese padre. ¡Pocos maridos! Milagro ha sido el que no faltó en alguna de las obligaciones del matrimonio. Y no conocí padre que dejase jamás de serlo, aunque fuese muy malo el hijo.

Otras lo hacen, que no tienen padres, por salir de la mano de sus tutores, creyendo que con ellos están vendidas y robadas. Hacen su cuenta y dicen entre sí que, como aquél dispende su hacienda, lo haría mejor su marido, que por no desposeerse y dársela se olvida de ponerla en estado, que mañana le dará una enfermedad y se quedará ella muerta y ellos con su dinero. Dicen con esto: «¡Cuánto mejor sería que aquesto que tengo lo gocen mis hijos, que no mis enemigos que me desean la muerte por heredarme! Casarme quiero y sea con un triste negro. Que no lo ganaron mis padres para que lo comiesen mis tutores, trayéndome como me traen, rota y hecha pedazos, hambrienta y deseosa de un real con que comprar alfileres.» Esto las precipita y, tomando el consejo de la que primero se lo da, les parece que, pues le dice aquello aquella su amiga, que lo hace por quererla bien; y da con ella en un lodazal, de donde nunca quedan limpias en cuanto viven. Porque hicieron eleción de quien vistió su persona, regaló su cuerpo, engordó sus caballos, aderezó sus criados, gastó en las fiestas, dejando su mujer a el rincón. Y lo que propuso y deseaba dejar a sus hijos, la hacienda, ya, cuando viene a estar cargada dellos, no tiene real que darles ni dejarles, porque todo lo llevó el viento. Y si se temía que por heredarla sus deudos le deseaban quitar la vida, ya su marido no menos, porque con deseo de mudar de ropa limpia, cansado de tanta mujer, que nunca le faltó de cama y mesa, desea, y aun por ventura lo procura, meterla debajo de la tierra, y así la pobre nunca consigue lo que con su imaginación propone.

Tratan otras livianas de casarse por amores. Dan vista en las iglesias, hacen ventana en sus casas, están de noche sobresaltadas en sus camas, esperando cuando pase quien con el chillido de la guitarrilla las levante. Oye cantar unas coplas que hizo Gerineldos a doña Urraca, y piensa que son para ella. Es más negra que una graja, más torpe que tortuga, más necia que una salamandra, más fea que un topo, y, porque allí la pintan más linda que Venus, no dejando cajeta ni valija de donde para ella no sacan los alabastros, carmines, turquesas, perlas, nieves, jazmines, rosas, hasta desenclavar del cielo el sol y la luna, pintándola con estrellas y haciéndole de su arco cejas... ¡Anda, vete, loca!, que no se acordaba de ti el que las hizo y, si te las hizo, mintió, para engañarte con adulación, como a vana y amiga della. Quien te hizo esas coplas, te hizo la copla. Guarte dél, que con aquel jarabe las va curando a todas. A cada una le dice lo mismo.

Leyó la otra en Diana, vio las encendidas llamas de aquellas pastoras, la casa de aquella sabia, tan abundante de riquezas, las perlas y piedras con que los adornó, los jardines y selvas en que se deleitaban, las músicas que se dieron y, como si fuera verdad o lo pudiera ser y haberles otro tanto de suceder, se despulsan por ello. Ellas están como yesca. Sáltales de aquí una chispa y, encendidas como pólvora, quedan abrasadas. Otras muy curiosas, que dejándose de vestir, gastan sus dineros alquilando libros y, porque leyeron en Don Belianís, en Amadís o en Esplandián, si no lo sacó acaso del Caballero del Febo, los peligros y malandanzas en que aquellos desafortunados caballeros andaban por la infanta Magalona, que debía de ser alguna dama bien dispuesta, les parece que ya ellas tienen a la puerta el palafrén, el enano y la dueña con el señor Agrajes, que les diga el camino de aquellas espesas florestas y selvas, para que no toquen a el castillo encantado, de donde van a parar en otro, y, saliéndoles a el encuentro un león descabezado, las lleva con buen talante donde son servidas y regaladas de muchos y diversos manjares, que ya les parece que los comen y que se hallan en ello, durmiendo en aquellas camas tan regaladas y blandas con tanta quietud y regalo, sin saber quién lo trae ni de dónde les viene, porque todo es encantamento. Allí están encerradas con toda honestidad y buen tratamiento, hasta que viene don Galaor y mata el gigante, que me da lástima siempre que oigo decir las crue[l]dades con que los tratan, y fuera mejor que con una señora déstas los hubieran enviado a Castilla, donde por sólo verlos pagaran muchos dineros con que tuvieran bastante dote para casarse, sin andar por tantas aventuras o desventuras, y así se deshace todo el encantamento. No falta otro tal como yo, que me dijo el otro día que, si a estas hermosas les atasen los libros tales a la redonda y les pegasen fuego, que no sería posible arder, porque su virtud lo mataría. Yo no digo nada y así lo protesto, porque voy por el mundo sin saber adónde y lo mismo dirán de mí.

Otras hay que, porque vieron un mocito engomado y aun quizá lleno de gomas, como raso de Valencia, con más fuentes que Aranjuez, pulidetes más que Adonis, aderezados para ser lindos y que se precian dello, como si no fuesen aquellas curiosidades vísperas de una hoguera... (Sea la mujer, mujer, y el hombre, hombre. Quédense los copetes, las blanduras, las colores y buena tez para las damas que lo han menester y se han de valer dello. Bástale a el hombre tratarse como quien es. Muy bien le parece tener la voz áspera, el pelo recio, la cara robusta, el talle grave y las manos duras.) Paréceles a sus mercedes que un lindo déstos está siempre con aquella existencia, que no tienen pasiones naturales, no escupen, tosen y viven sujetos a la zarzaparrilla y china, emplastro meliloto, ungüento apostolorum y más miserias y medicinas que los otros, que pierden el seso y se despulsan por ellos, de manera que, si el freno de la vergüenza no les hiciera resistencia, fueran peores que un demonio suelto. Y si les preguntan a todas o a cualquiera dellas: «¿Qué veis, qué sentís, qué pensáis?», maldita otra respuesta tienen para todo, si[no] sólo decir ser gusto. Y si les ponéis delante el disparate que hacen, los inconvenientes que se siguen, lo mal que se aconsejan, a todo responden: «Yo lo tengo de padecer y nadie por mí. Si mal me sucediere, yo lo tengo que llevar y por mi cuenta corre. Déjenme, que yo sé lo que me hago.» Y no sabe la desventura lo que se hace ni lo que se dice.

Pues ya, si se hallan obligadas de confites, de la cintita, del estuchito, del billete que le trujo la moza y del que le respondió a el señor, de que le dio un pellizco o le tomó una mano por bajo de la puerta, si no fue un pie; y ya, cuando a esto llega, sólo Dios podrá remediarlo. No hay medicinas para su mal. Tocada está de la yerba.

Mujeres hay también que sólo se casan por ser galanas de corazón y para poderlo andar, ver y ser vistas, vestirse y tocarse cada día de su manera, pareciéndoles que, porque vieron a la otra un día de fiesta o toda la semana engalanarse, que luego en siendo casada la traerá su marido de aquella manera y, si mejor, no menos; y que, com[o] a la otra trotalotodo, le darán a ella licencia para poder andar deshollinando barrios. Aquí entra la pendencia. Porque, si no le sucede como lo piensa o porque su marido no gusta o no quiere que su mujer esté más vestida ni desnuda que para él, y que, si el otro lo consiente, quizá no hace bien y se lo murmuran y no quiere que con él se haga otro tanto, por el mismo caso que no la dejan vestir y calzar, holgar y pasear como la que más y mejor, no queda piedra sobre piedra en toda la casa, forma traiciones con que vengarse de su desdichado marido. Que, de bien considerado, conociendo quien ella es, teme que si le diese licencia y alas, le acontecería como a la hormiga, para su perdición: así no se atreve ni consiente. Sólo esto basta para que luego ella se arañe y mese, llamándose la más desdichada de las mujeres, que a Dios pluguiera que, cuando nació, su madre la ahogara, o la hubieran echado antes en un pozo que puéstola en tan mal poder, que sola ella es la malcasada, que Fulanilla es una tal y que su marido la trae como una pe[r]la regalada, que no es menos ella ni trujo menos dote, ni se casara con él, si tal pensara. Deshónralo de vil, bajo, apocado: que mejores criados tuvo su padre, que no mereció descalzarle la jervilla. «¡Desventurada de mí! ¡Cómo en ese regalo me criaron, para eso me guardaron, para que viniésedes vos a traerme desta suerte, hecha esclava de noche y de día, sirviendo la casa y a vuestros hijos y criados! ¡Mirad quién! ¡Mi duelo! ¡Como si fuese tal como yo! Que sabe Dios y el mundo quién es mi linaje, don Fulano y don Zutano, el Obispo, el Conde y el Duque» -sin dejar velloso ni raso, alto ni bajo, de que no haga letanía. Pues ya desdichado dél, si acaso acierta -que nunca le suceda tal a ninguno- a tener en su casa consigo a su vieja madre, a sus hermanas doncellas o hijos de otra mujer. «¡Para ellos es la hacienda que mis padres ganaron, con ellos la gasta, ellos la comen y a mí me tratan como a negra! Negra, y a Dios pluguiera que me trataran como a la de N., que por aquí pasa cada día como una reina, con una saya hoy, otra mañana; yo sola estoy con estos trapos desde que me casé, que no he tenido con qué remendarlos, encerrada entre aquestas paredes, metida ¡mira con qué peines y con qué rastillos!» ¿Qué se puede responder a esto, sino dejarlo? Que sería no acabar el intento que se pretende.

Cásanse otras para que con la sombra del marido no sean molestadas de las justicias ni vituperadas de sus vecinas o de otras cualesquier personas. Ya ésta es bellaquería, suciedad y torpeza. ¿Qué se puede más decir? Son libres, deshonestas y sin honra. Hacen como los hortolanos, que ponen un espantajo en la higuera, para que no lleguen los pájaros a los higos. Ellos allí están de manifiesto, para quien el hortolano quisiere y los pagare; pero los pájaros no los piquen, ésos no toquen a ellos, no ha de haber quien las corrija, quien las reprehenda ni quien abra la boca para decirles palabra: porque hay espantajo en la higuera, está el marido en casa. Ellas bien pueden dar o vender su honra y persona como quisieren o como más gustaren, a vista de todos; pero no quieren que haya justicia que las castigue. Pues aconteceráles lo que a las viñas, que tendrán guarda en tiempo de fruto; empero presto llegará la vendimia y quedarán abiertas, hechas pasto común, para que los ganados la huellen, quedando rozadas y perdidas. Hermana, que son caminos ésos del infierno. Que te llevará Dios el marido, por tus disoluciones y desvergüenzas, para que con ese azote seas castigada, saliendo en pública plaza tus maldades. En la balanza que trujiste la honra dél andará la tuya presto. Mas mirad a quién se lo digo ni para qué me quiebro la cabeza. No temió a su marido, perdió a Dios la vergüenza y quiérosela poner con estos disparates, que no son otra cosa para ella.

También hay otras que se casan por ver que se pierde su hacienda, y sin dar ellas alguna causa más de por ser mozas, les traen algunos maldicientes las honras en almoneda, o corren peligro por otras causas. Del mal el menos, ya que a Dios no le cabe parte alguna de todos estos matrimonios, que se dirían mejor obras de demonios. Como todas las cosas tienen de bueno o malo, tanto cuanto lo es el fin a que van encaminadas, y, éste conocido, se determinan las acciones que caminan a el mismo y las que se apartan dél, teniéndole siempre más amor que a las cosas que a él nos guían. Así no se ama en las tales el matrimonio por matrimonio, porque sólo hacen dél un medio para conseguir su deseo. Y aquestas mujeres tales no caminan derechamente, a lo menos van cerca de acertar presto; empero no tengo por buen matrimonio ni lo es, cuando lleva otro fin que de sólo servir a Dios en aquel estado.

Todos estos matrimonios permite Dios; pero en los más mete su parte, y no la peor, el diablo. Bueno y santo es el sacramento; pero tú haces del casamiento infierno. Para quietud se instituyó; tú no la quieres ni la tienes y antes andas echándole traspiés para dar con él en el suelo.

No tome ni ponga la doncella o la viuda su blanco en la libertad, en el salir de sujeción de padres o tutores. No se deje llevar del vano amor. Déjese de su torpeza la que sigue a su sensualidad. Y crean, si no lo hicieren, que sucederles mal a las unas y a las otras, el no salir los maridos como pensaron y desearon, ser esclavas después de casadas, tenerlas encerradas, el darles mala vida, perdérseles la hacienda, cargar de hijos, vaciarse la bolsa, sobrevenir trabajos, jugar el desposado, amancebarse, tratarlas mal y después morir a sus manos, nace de los malos fines que tomaron, de adelantar su calidad o su cantidad o por otros ya dichos: por eso sólo se perdieron.

Ese ídolo de Baal que adoraron, en él se confiaron. Pensaron que los pudiera socorrer, librar y defender; empero cuando lo hubieren de veras menester, no hayáis miedo ni creáis que os ha de enviar fuego con que encendáis: no lo tiene ni lo puede dar. ¿Adoráis ídolos? Pues de ninguno habéis de ser socorridos en los trabajos. Que son ídolos al fin, obras hechas de vuestras proprias manos, fabricados por antojo y adorados por sólo gusto. Bajará fuego del cielo que consuma el sacrificio, leña, piedras y cenizas, hasta las aguas mismas en el de Elías; aunque muchas veces lo haya hecho mojar y más mojar. Sabéis que son los matrimonios que Dios ordena, y los que hacéis por sólo ser obedientes a su voluntad y los consultastes con ella, dejándole a Él solo que obrase como más conviniese a su servicio, sin buscar malos y torpes medios; que, aunque los mojen cien veces con las aguas de las persecuciones, hambres, fríos, cárceles y más trabajos de la vida, no impide: fuego del cielo, amor de Dios y su caridad baja, que lo consumen. Ella lo arrebata y se lo lleva, poniéndolo presente ante su divina Majestad, para más méritos de gracia y gloria.

Quédese aquí esto como fin de sermón y volvamos a mi casamiento, que no debiera. Padecí con mi esposa, como con esposas, casi seis años; aunque los cuatro primeros nos duró tierno el pan de la boda, porque todo era flor. Mas cuando íbamos de cuesta, que acudimos a el mediano y faltaba dinero para él; cuando la basquiña de tela de oro y bordada, ya se vendía el oro y no quedaba tela ni aun de araña que no se vendiese, y de razonable paño fuera bien recebida; cuando ya no pude más, que me subía el agua por encima de la boca, porque nunca me consintió vender posesión suya ni mía; ni había crédito en la tienda para dos maravedís de rábanos; vime tan apretado, que por el consejo de mi suegro quise usar de medios de algún rigor.

¡Buenas noches nos dé Dios! Comenzó fuera de todo tono a levantar tal algazara, que, como si fuera cosa de más momento, acudieron a socorrerla los vecinos, hasta que ya no cabían en toda la casa. Venido a saber la verdad, quiso Dios que no fue nada. Vían mi razón. Volvíanse a salir. Empero no por eso dejaba ella sus lamentaciones, que había para cien semanas santas. Era forzoso, para no venir a malas, dejarla, por no quedar obligado, en oyéndola, responderle con palabras y obras. Tomaba la capa, salíame de casa, dejábala en sus anchos, que hiciese y dijese, hasta que más no quisiese. Y de aquesto se irritaba en mayor cólera, ver que despreciaba lo que me decía. Y puedo confesar con verdad que de todo el tiempo que con ella viví, jamás me acusé de ofensa que le hiciese. Dar Dios los bienes o quitarlos es diferente materia, por no ser en manos de los hombres pasar con ellos adelante ni estorbar que no vuelvan atrás. No se llamará perdido el que pone sus medios conforme lo hicieron otros, con que quedaron remediados, y siente mal quien lo piensa. Sólo es perdido aquel que se distrae con mujeres, con el juego, con bebidas y comidas, con vestidos demasiados o con otros vicios.

Entiéndame, señor vecino. Con él hablo. Bien sabe por qué se lo digo y quisiérale decir que quizá por su temeridad y mal consejo está desde acá en los infiernos. Haga penitencia y mire cómo vive, para que no muera.

De modo que no el bien o mal suceder son causas de discordias ni se deben mover por eso entre casados. Que no tiene un marido más obligación que a poner toda su diligencia y trabajo. El suceso, espere lo que viniere; que harto hace quien le tiene la dote bien parada y mejorada, sin habérsela vendido ni malbaratado.

Ella sin duda no se debía de confesar y, si se confesaba, no decía la verdad, y si la decía, la debía de adulterar de modo que la pudiesen absolver. Engañábase a sí la pobre, pensando engañar a los confesores.

No faltaban con esto alguna gentecilla ruin, de bajos principios y fundamentos y menos entendimientos, que por adular y complacerla, le ayudaban a sus locuras, favoreciéndolas, no dándome oído ni sabiendo mi causa. Y éstos fueron los que destruyeron mi paz y a ella la enviaron a el infierno. Porque de un enfermedad aguda murió, sin mostrar arrepentimiento ni recebir sacramento.

En dos cosas pude llamarme desgraciado. La primera, en el tal matrimonio, pues de mi parte puse todos los medios posibles en la guarda de su ley. La segunda, en que, ya que lo padecí tanto tiempo y perdí mi hacienda, no me quedó carta de pago, un hijo con que valerme de la dote. Aunque no me puedo desto quejar, pues en haberme faltado, la desdicha me hizo dichoso. Que no hay carga que tanto pese como uno destos matrimonios.

Y así lo dio bien a sentir un pasajero, el cual, yendo navegando y sucediéndole una gran tormenta, mandó el maestre del navío que alijasen presto de las cosas de más peso para salvarse, y, tomando a su mujer en brazos, dio con ella en la mar. Queriéndolo después castigar por ello, escusábase diciendo que así se lo mandó el maestre y que no llevaba en toda su mercadería cosa que tanto pesase, y por eso lo hizo.

Veis aquí agora mi suegro, que nunca comigo tuvo alguna pesadumbre, antes me acariciaba y consolaba como si fuera su hijo y, volviéndose de mi bando contra su hija, la reprehendía. Tanto que, viendo cómo no aprovechaba, nunca quiso entrarle por sus puerta[s]; empero, cuando más aborrecida la tuvo, al fin era su hija, que son los hijos tablas aserradas del corazón: duelen mucho y quiérense mucho. Sintió su falta; pero quedamos muy en paz. Enterramos a la malograda, que así se llamaba ella. Hicimos lo que debíamos por su alma, y a pocos días tratamos de apartar la compañía, porque quiso que le volviese lo que me había dado con su hija. No halló resistencia en mí. Dile cuanto me dio, muy mejorado de como me lo entregó. Agradeciómelo mucho. Dímonos nuestros finiquitos, quedando muy amigos, como siempre lo fuimos.




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Capítulo IV

Viudo ya Guzmán de Alfarache, trata de oír artes y teología en Alcalá de Henares, para ordenarse de misa, y, habiendo ya cursado, vuélvese a casar


Para derribar una piedra que está en lo alto de un monte, fuerzas de cualquiera hombre son poderosas y bastan. Con poco la hace rodar a el suelo. Empero para si se quisiese sacar aquesa misma piedra de lo hondo de un pozo, muchos no bastarían y diligencia grande se había de hacer.

Para caer yo de mi puesto, para perder mi hacienda con el buen crédito que tenía, solos fueron poderosos los desperdicios de mi mujer; empero agora, para volverme a levantar, necesario serían otros tíos, otros parientes, otra Génova y otro Milán, que otro Sayavedra viniese o que aquél resucitase; porque nunca más hallé criado ni compañero semejante con quien poderme llevar ni me supiera entender.

Los bienes y hacienda, cuanto tardan en venir, tan brevemente se van; con espacio se juntan y apriesa le distribuyen los perdidos. Cuanto hay hoy en el mundo, todo está sujeto a mudanzas y lleno dellas. Ni el rico esté seguro ni el pobre desconfíe, que tanto tarda en subir como en bajar la rueda, tan presto vacía como hinche.

Los excesivos gastos de mi casa me la dejaron de todo punto vacía de joyas y dineros. Pudiera la señora mi esposa, con buena conciencia, si ella la tuviera, reconocida de lo que por ella padecí, por los trabajos que de su exorbitancia me vinieron, dejarme alguna pequeña parte de su hacienda, lo que lícitamente pudiera, con que siquiera volviera solo y recogido a poner algún tratillo. Diera mis mohatras, ocupara por otra parte mi persona en algo que me hiciera la costa, con que pudiera convalecer de la flaqueza en que me dejó.

Empero no sólo en esta ocasión, pero en las más que se me ofrecieron con mis amigos, podré decir lo que Simónides. Tenía dos cofres en su casa y decía dellos que solía en ciertos tiempos abrirlos y que, cuando abría el de los trabajos, de que pensó y esperaba sacar algún fruto y le salió incierto, siempre lo halló colmado y lleno; empero el otro, donde se guardaban las gracias que le daban por el bien que hacía, nunca halló cosa en él y siempre lo tuvo vacío.

Igualmente fuimos desgraciados este filósofo y yo. Una misma estrella parece que influyó en ambos. Porque, aunque siempre me apasioné por ayudar y favorecer, sin considerar el daño ni el provecho que dello me había de resultar, ni tomar el consejo de los que dicen: «Ha[z] bien y guarte», puedo juntamente decir que nunca lavé cabeza que no me saliese tiñosa. Y siempre, aunque con ello me perdía, porfiaba. Porque borracho con aquel gusto, no reparaba en el daño que me hacían: que cuanto es fácil despojar a un ebrio, es dificultoso a un sobrio; pueden robar a el que duerme, pero no a quien vela. Nunca velé sobre mí, nunca creí que me pudiera faltar; siempre que lo tuve hize aquesta cuenta, y cuando me hallé necesitado, di en este conocimiento. Aunque fue malo, deseaba ser bueno, cuando no por gozar de aquel bien, a lo menos por no verme sujeto de algún grave mal. Olvidé los vicios, acomodéme con cualquier trabajo, por todas vías intenté pasar adelante y salí desgraciado dellas.

En sólo hacer mal y hurtar fui dichoso. Para sólo esto tuve fortuna, para ser desdichado venturoso. Esta es traza del pecado, favorecer en sus consejos, ayudar a sus valedores, para que con aquel calor se animen a más graves delitos, y, cuando los ve subidos en la cumbre, de allí los despeña. Sube a los ladrone[s] por la escalera y déjalos ahorcados. A diferencia de Dios, que nunca envió trabajo que no frutificase bienes: de los más graves males, mayores glorias, llevándonos por estrecha senda hasta las anchuras de la gloria, donde viene a darse a sí mismo. Parécenos, cuando nos vemos ahogados en la necesidad, que se olvida de nosotros y es como el padre, que, para enseñar a su hijo que ande, hace como que lo suelta de la mano, déjalo un poco, fingiendo apartarse dél: si el niño va hacia su padre, por poquito que mude los pies, cuando ya se cae, viene a dar en sus brazos y en ellos lo recibe, no dejándolo llegar a el suelo; empero, si apenas lo ha dejado, cuando luego se sienta, si no quiere andar, si no mueve los pies y si en soltándolo se deja caer, no es la culpa del amoroso padre, sino del perezoso niño.

Somos de mala naturaleza, nada nos ayudamos, ninguna costa ponemos, no queremos hacer diligencia; todo aguardamos a que se nos venga. Nunca Dios nos olvida ni deja; sabe muy bien quitar a los malos en un momento muchos grandes poderes adquiridos en largos años, y darle a Job brevemente con el doblo lo que le había quitado poco a poco.

Yo quedé tan desnudo, que me vi solamente arrimado a las paredes de mi casa. Si cuando tuve me regalaba, ya deseaba tener algo con que poder pasar la vida y sustentarla. Perecía de hambre. Acordéme de mi mocedad haber conocido en Madrid un niño bien inclinado y de gallardo entendimiento para en la edad que tenía. Criábalo una señora, madre suya en amor, aunque no lo había parido. Túvolo siempre muy dotrinado y juntamente con esto bien regalado. Habíase criado en Granada, donde hay unas uvas pequeñuelas y gustosas, que allí llaman jabíes. Pues como en Madrid no las hubiese y el niño nunca quería comer de otras que de aquellas de su tierra, cuando vio que no se las daban, viendo unas albillas en la mesa, pidió uvas de las chicas, como solía. La madre le dijo: «Niño, aquí no hay uvas chicas que darte, sino éstas.» El niño volvió a decir: «Pues madre, déme désas, que ya las como gordas.»

Ya yo las comía gordas. Todo me sabía bien y nada me hacía mal, sino sólo aquello que no comía. Que las vueltas de los tiempos obligan a todo y a valernos de cosas que a nosotros y a él son muy contrarias. Hube de hacer lo que no pensé, para poder siempre decir que ni el amor proprio me hizo dudar ni el temor temer, sin acometer a todos los medios de que me pudiese aprovechar. Y sin duda, si en una cosa perseverara, tengo para mí que me valiera della y por aquel camino; mas era colérico, gastaba el tiempo en principios y así nunca les vía los fines.

Determinábame a ser bueno; cansábame a dos pasos. Era piedra movediza, que nunca la cubre moho, y, por no sosegarme yo a mí, lo vino a hacer el tiempo. Vime desamparado de todo humano remedio ni esperanza de poderlo haber por otra parte o camino que de aquella sola casa. Púseme a considerar: «¿Qué tengo ya de hacer para comer?» Morder en un ladrillo hacíaseme duro; poner un madero en el asador, quemaríase. Vi que la casa en pie no me podía dar género de remedio. No hallé otro mejor que acogerme a sagrado y díjeme: «Yo tengo letras humanas. Quiero valerme dellas, oyendo en Alcalá de Henares, pues la tengo a la puerta, unas pocas de artes y teología. Con esto me graduaré. Que podría ser tener talento para un púlpito, y, siendo de misa y buen predicador, tendré cierta la comida y, a todo faltar, meteréme fraile, donde la hallaré cierta. Con esto no sólo repararé mi vida, empero la libraré de cualquier peligro en que alguna vez me podría ver por casos pasados. El término de pagar lo que debo viene caminando y la hacienda va huyendo. Si con esto no lo reparo, podríame ver después apretado y en peligro. Bien veo que no me nace del corazón, ya conozco mi mala inclinación; mas quien otro medio no tiene y otra cosa no puede, acometer debe a lo que hallare. No tengo más que barloventear; esto es, echar la llave a todo, antes que preso me la echen. Valdréme para los estudios del precio desta casa, que bien dispensado, aunque quiera gastar cada un año cien ducados y ciento y cincuenta, que será lo sumo cuando me quiera tratar como un duque, tengo dineros para todo el tiempo y me sobrarán para libros y con qué graduarme. Tomaré para esto una buena camarada, estudiante de mi profesión, porque juntos continuemos los estudios, pasemos las liciones, confiramos las dudas y nos ayudemos el uno a el otro.»

Consideraba este discurso y en él tomé resolución. Mala resolución, mal discurso, que quisiese saber letras para comer dellas y no para frutificar en las almas. ¡Que me pasase por la imaginación ser oficial de misa y no sacerdote de misa! ¡Que tratase de hacerme religioso, teniendo espíritu encandaloso! ¡Desdichado de mí! Desdichado de aquél, si alguno por su desventura no propuso en su imaginación lo primero de todo el servicio y gloria del Señor, si trató de su interés, de sus acrecentamientos, de su comida, por los medios deste tan admirable sacrificio, si procuró ser sacerdote o religioso más de por sólo serlo y para dignamente usarlo, si cudició las letras para otro fin que ser luz y darla con ellas. ¡Traidor de mí, otro Judas, que trataba de la venta de mi maestro!

Y advierto con esto que no hace otra cosa todo aquel que tratare de ordenarse de misa o meterse fraile, sólo puesta la mira en tener qué comer o qué vestir y gastar. Y traidor padre, cualquiera que sea, si obligare a su hijo, contra su inclinación, que sin voluntad lo haga, porque su agüelo, su tío, su pariente o deudo dejó una capellanía, en que lo llama por cercano. ¿Qué piensa que hace cuando lo mete fraile por no tener hacienda que dejarle o por otras causas mundanas y vanas? Que por maravilla de ciento acierta el uno y se van después por el mundo perdidos, apóstatas, deshonrando su religión, afrentando su hábito, poniendo en peligro su vida y metiendo en el infierno el alma. Dios es el que ha de llamar y el que ungió a David, Él es quien elige sacerdotes. El religioso por Él ha de serlo, tomándolo por fin principal y todo lo más por acesorio. Que claro está y justo es que quien sirve a el altar coma dél y sería inhumanidad, habiendo arado el buey, después del trabajo atarlo a la estaca sin darle su pasto. Abra cada cual el ojo, mírelo bien primero que como yo se determine. Considere a lo que se pone y qué peligro corre. Pregúntese a sí mismo qué le mueve a tomar aquel estado. Porque caminando a escuras dará de ojos en las tinieblas. Lucidísimo, puro y más limpio que el sol ha de ser el blanco del buen sacerdote y religioso. No piensen los padres que por dar de comer a sus hijos los han de hacer de la Iglesia, no por ser cojos, flacos, enfermos, inútiles, faltos o mal tallados han de dar con ellos en el altar o en la religión. Que Dios de lo mejor quiere para su sacrificio y lo mejor que tiene nos da por ello. Que si mala eleción hicierdes, os quedaréis en blanco. Reservastes lo mejor para vos: pues aquese os llevará Dios y quedaréis los ojos quebrados, falto de ambos, del malo que le distes y del bueno que os llevó.

No se han de trocar los frenos, porque no se descompongan los caballos. Denle su bocado a cada uno, que no haría buen casado un continente y sería malo un lacivo para religioso. Muchas moradas hay en la gloria y para cada una su senda derecha. Tome cada cual el camino que le guía para su salvación y no se vaya por el del otro, que se perderá en él, y pensando acertar, nunca verá lo que desea ni lo que pretende. Disparate gracioso sería, si para ir yo de Madrid a Barajas, me fuese por la puente segoviana, pasando a Guadarrama; o, queriendo ir a Valladolid, me fuese por Sigüenza. ¿No veis el descamino? ¿Conocéis la locura? El virgen sea virgen; el casado, casado. Absténganse los continentes, el religioso sea religioso. Váyase cada uno por su camino adelante y no lo tuerza por el ajeno.

Tomé resolución en hacerme de la Iglesia, no más de porque con ello quedaba remediado, la comida segura y libre de mis acreedores, que llegados los diez años habían de apretar comigo. Con esto les daba un gentil tapaboca, cerrábales el emboque y dejábalos muy feos. Vendí mi casa, casi por lo mismo que me había costado. Porque, aunque de las labores por maravilla suele sacarse lo que se gasta, la mía vino a llegar a poco menos de todo el costo, porque le dio de más valor haberse mejorado con otros edificios aquel barrio y así la mejoró el tiempo.

Cuando tuvo el escribano la escrituras hechas a punto para otorgarse por las partes, dijo que primero y ante todas cosas habíamos de ir a casa del señor del censo perpetuo a tomar por escrito su licencia, requiriéndole si las quería por el tanto, y a pagarle los corridos con la veintena. Cuando allá llegamos y se hizo la cuenta, hallamos que los corridos no llegaban a seis reales y pasaba de mil y quinientos la veintena. Parecióme cosa cruel, fuera de toda policía, que se le hubiese de dar una cantidad semejante, que montaba mucho más de lo que costó de principal el suelo. No los quería pagar; mas, porque la venta no se deshiciese y la ocasión de mi remedio se pasase, paguélos con protestación que hice de pedírselos por justicia, por no debérselos. El dueño se rió de mí, como si le hubiera dicho alguna famosa necedad, y bien pudo ser, mas a mí por entonces no me lo pareció. Preguntéle que de qué se reía, y dijo que de mi pretensión, y que me los volvería luego todos porque cada día le diese medio real, hasta que saliese con la sentencia del pleito. Casi lo quise acetar, pareciéndome que no sería parte la mala costumbre para que, averiguado el dolo, no se deshiciese. Y no sólo esto que digo; mas aún que todo el reino lo pediría en cortes, y por su proprio interés, como bien universal de la república, saliera por mí a la causa en cuanto se proveyese de remedio en ello. No iba tan fuera de propósito ni con tan flacos fundamentos. Que con lo que sabía entonces creí sustentar en pie mi opinión, pareciéndome sciencia cierta. Pudiera ser que la defendiera un poco y quizá un mucho y tan mucho, que diera con él y con todos los deste género en el suelo. Como se hizo un tiempo con algunos censos al quitar que corrían entonces, por haberse hallado cierta especie de usura en ellos. La causa que tuve para defenderme fue ver que nacía de un discurso de natural razón, considerando que sólo della tuvieron principio las ley[e]s todas y que por ser este negocio no tan corriente por el mundo, no se reparaba en él; pero que, si con alguna curiosidad se quisiese advertir, hallarían algo de acedo, por donde, cuando no se quitase todo, se remediaría mucha parte. Porque, supuesto que no vale más una cosa de aquello que dan por ella y aquesto que se da, que debe ser terminado, finito y cierto, si a mí me vendieron aquel suelo en precio de mil reales, con dos de censo perpetuo, y no hubo persona que más por él diese ni más valía, yo gasté largos tres mil ducados de mi dinero.

Si es verdad y regla del derecho que ninguno puede hacerse rico de ajena sustancia, ¿por qué aquél con la mía lo ha de ser? Que aquesto que le da este más valor a el suelo sea hacienda mía, ya co[n]sta. Porque, si aquella misma fábrica se desbaratase luego, volvería el fundo a quedar en el mismo punto que antes, al tiempo y cuando lo compré. Y más parecería llevar esta veintena por pena de delito, por haber labrado, que deuda justa, pues nace de caso injusto. De tal manera es verdad lo dicho, que, si este mismo día que vendí esta casa, tuviera puesta en ella una coluna o estatua de piedra de mucho valor, y, comprándomela con la misma casa, me dieran por todo junto diez mil ducados y de todos ellos me habían de llevar la veintena, si yo por escusarla pude quitar y quité la estatua y vendí la casa en solos mil, pude hacerlo muy bien y no se me pudo pedir otra cosa demás del precio de la casa.

Vamos, pues, adelante con esto. Si después quitase la reja, la viga y la ventana, si desbaratase las paredes y de casa de diez mil ducados la hiciese de ciento, también podría y pude vender sin cargo de la veintena todo aquello que quité y separé de la casa. ¿Pues cómo se compadece que las partes no deban cada una de por sí a solas, y juntas formen débito? Si el dueño dijese: «Hasme de pagar veintena del precio en que primero compraste aqueste fundo, que fue aquellos mil reales», y con aquella carga determinada y cierta fuese corriendo siempre, tendría razón, fundado en el dominio directo y que aquello se vendió con aquella condición de precio determinado, lo cual yo aceté de mi voluntad. Empero, ¿cómo me pudo él obligar ni yo consentir en pagar lo que no se pudo saber qué ni cuánto había de ser y que pudiera subir a tanto exceso, que sólo con aquella veintena se pudiera comprar un pueblo?

Y como fueron los que gasté tres mil ducados, pudiera ser trecientos, treinta o treinta mil, y aquella casa pudo venderse treinta veces en un año, que fuera un excesivo y exorbitante derecho. Y aquesto ni lo es de civi[l] ni canónico, ni tiene otro fundamento que nacer del que llamamos de las gentes, y no común, sino privado, porque lo pone quien quiere y no corre generalmente, sino en algunas partes, y en término de cuatro leguas lo pagan en unos pueblos y en otros no. En especial en Sevilla ni en la mayor parte de Andalucía no lo conocen, jamás oyeron tal cosa.

El censo perpetuo que se funda, éste para siempre se paga, sin otras adehalas ni sacaliñas, aunque la posesión se venda cien mil veces. Para que fuese lícito llevar la veintena, debiera ser ley común, aprobada y consentida en el reino; mas no lo es ni lo fue, sino sólo aprobada de los ignorantes; y el yerro de los tales no puede hacerla. Si el censo al quitar ha de tener tantas calidades para poderse llevar y se sabe ya lo que dél se tiene de pagar a tanto por ciento, ¿qué causa puede haber para que no se trate de los perpetuos? ¿Qué gabela es ésta? ¿Qué razón hay para pagarla? ¿De qué parte se debe, si del precio en que compré o del en que vendo, pagando derechos de mi proprio dinero, de mis expensas, mejoramientos y de mi propria industria, cuanto que mirado el caso así desnudo, si por allá no se le halla corriente, parece injusto quitarme la hacienda que con buena fe y título gasté o la de mi mujer y mis hijos, de que las más veces y de ordinario se pierde la mitad en los edificios? ¿Pues cómo se puede permitir que no sólo venga mi caudal a menos por el beneficio de aquel suelo, mas que también haya de pagar y perder lo que me llevan de veintena? Y cuando se haya de pagar, como se paga enteramente, véase, trátese dello y determínese, que siendo difinido quedaremos con satisfación que se consultó, que lo miraron buenos entendimientos, que fue justo, y de otra manera el pueblo vive con escándalo. Porque hablando todos deste agravio, unos lo tienen por injusticia y no falta quien dice más adelante, dándole peores nombres.

Esto me pasó entonces con su dueño. Él y yo sabíamos poco. Quísome replicar, diciendo que aquello había sido condición del contrato y que hace fuerza, porque a tanto quiera obligarse uno de su voluntad, como quedará obligado. Esto no me satisfizo, porque le respondí con la verdad, que también sería condición de un contrato, si yo prestase cien ducados, los cuales me habían de pagar dentro de tanto tiempo y, no lo haciendo, me habían de dar ocho reales cada día hasta que me pagasen el principal, y esto no es lícito. De manera que para justificarse una cosa, no sólo basta ser contratada y consentida; mas que sea permitida y lícita.

Volvióme a decir:

-Por eso va en ventura que la casa se venda o no se venda. Que, si no se vendiere, no se debe.

-¡Oh qué buena razón! -le dije-. ¿Luego, porque la casa se venda, viene a ser la veintena del contrato la pena? Y si lo es, ¿por qué me atas las manos y prohíbes que no las pueda vender a tales y tales personas? Tú mismo con lo que dices dañas el contrato. Abres puerta para que siempre te paguen, vendes la cosa por lo que vale y quieres tener indios que te den el sudor de su rostro y trabajen para ti, no por otra cosa que haber mejorado tu fundo y, asegurándote más el censo, hacen de mejor condición tu hacienda con menoscabo y pérdida de la suya, y quieres por ello llevarles de veinte uno. Aun, si lo hicieran con mala fe, pudieras pretender tu derecho; empero de aquella posesión, de que ya quedaste ajeno y me constituiste dueño en tu lugar; de lo que yo pude, conforme a mi eleción, quitar y poner, ¡que aun haya de pagarte pinsión de mi gusto! De las estatuas, de las pirámidas, de las fuentes, de cuyos condutos y aguas yo siempre soy señor y lo puedo volver a enajenar todo, sin que tengas en ello parte, quieres que se te adjudique, porque dices que sigue a el todo. De todo punto no lo entiendo ni creo poderse llevar en justicia, en cuanto por los que saben y pueden determinarlo no saliere determinado.

Paguéle, aunque no quise, dejando hecho aquel protesto. Comencé a seguir mi pleito. Llegábase ya el tiempo de mi curso. Dejélo por acudir a lo que más me importaba y, dando cuidado a un amigo solicitador y a mi suegro, dejé con otros cuidados éste. Recogí mi dinero, púselo en un cambio donde me rendía una moderada ganancia. Iba gastando de todo ello lo que había menester. Hice manteo y sotana. Junté mi ajuar para una celda y fueme de allí a Alcalá de Henares, que muchas veces lo había deseado.

Cuando allá me vi, quedé perplejo en lo que había de hacer, no sabiéndome determinar por entonces a cuál me sería mejor y más provechoso, ser camarista o entrar en pupilaje. Ya yo sabía qué cosa era tener casa y gobernarla, de ser señor en ella, de conservar mi gusto, de gozar mi libertad. Hacíaseme trabajoso, si me quisiese sujetar a la limitada y sutil ración de un señor maestro de pupilos, que había de mandar en casa, sentarse a cabecera de mesa, repartir la vianda para hacer porciones en los platos con aquellos dedazos y uñas corvas de largas como de un avestruz, sacando la carne a hebras, estendiendo la mienestra de hojas de lechugas, rebanando el pan por evitar desperdicios, dándonoslo duro, por que comiésemos menos, haciendo la olla con tanto gordo de tocino, que sólo tenía el nombre, y así daban un brodio más claro que la luz, o tanto, que fácilmente se pudiera conocer un pequeño piojo en el suelo de la escudilla, que tal cual se había de migar o empedrar, sacándolo a pisón. Y desta manera se habían de continuar cincuenta y cuatro ollas al mes, porque teníamos el sábado mondongo. Si es tiempo de fruta, cuatro cerezas o guindas, dos o tres ciruelas o albarcoques, media libra o una de higos, conforme a los que había de mesa; empero tan limitado, que no habla hombre tan diestro que pudiese hacer segundo envite. Las uvas partidas a gajos, como las merienditas de los niños, y todas en un plato pequeño, donde quien mejor libraba, sacaba seis. Y esto que digo, no entendáis que lo dan todo cada día, sino de solo un género, que, cuando daban higos, no daban uvas, y, cuando guindas, no albarcoques. Decía el pupilero que daba la fruta tercianas y que por nuestra salud lo hacía. En tiempo de invierno sacaban en un plato algunas pocas de pasas, como si las quisieran sacar a enjugar, estendidas por todo él. Daba para postre una tajadita de queso, que más parecía viruta o cepilladura de carpintero, según salía delgada, porque no entorpeciese los ingenios. Tan llena de ojos y trasparente, que juzgara quien la viera ser pedazo de tela de entresijo flaco. Medio pepino, una sutil tajadica de melón pequeño y no mayor que la cabeza. Pues ya, si es día de pescado, aquel potaje de lantejas, como las de Isopo, y, si de garbanzos, yo aseguro no haber buzo tan diestro, que sacase uno de cuatro zabullidas. Y un caldo proprio para teñir tocas. De castañas lo solían dar un día de antipodio en la cuaresma. No con mucha miel, porque las castañas de suyo son dulces y daban pocas dellas, que son madera. Pues qué diré del pescado, aquel pulpo y bello puerro, aquella belleza de sardinas arencadas, que nos dejaban arrancadas las entrañas, una para cada uno y con cabeza, si era día de ayuno, porque los otros días cabíamos a media. ¡Pues el otro pescado, que el abad dejó y nos lo daban a nosotros! Aquel par de güevos estrellados, como los de la venta o poco menos, porque se compraban en junto, para gozar del barato, y conservábanlos entre ceniza o sal, porque no se dañasen y así se guardaban seis y siete meses. Aquel echar la bendición a la mesa y, antes de haber acabado con ella, ser necesario dar gracias. De tal manera que, habiendo comenzado a comer en cierto pupilaje, uno de los estudiantes, que sentía mucho calor y había venido tarde, comenzóse a desbrochar el vestido y, cuando quiso comenzar a comer, oyó que ya daban gracias y, dando en la mesa una palmada, dijo: «Silencio, señores, que yo no sé de qué tengo de dar gracias, o denlas ellos.» La ensalada de la noche muy menuda y bien mezclada con harta verdura, porque no se perdía hoja de rábano ni de cebolla que no se aprovechase; poco aceite y el vinagre aguado; lechugas partidas o zanahorias picadas con su buen orégano. Solían entremeter algunas veces y siempre por el verano un guisadito de carnero; compraban de los huesos que sobraban a los pasteleros: costaban poco y abultaban mucho. Ya que no teníamos qué roer, no faltaba en qué chupar. Al sabor del caldo nos comíamos el pan. Unas aceitunicas acebuchales, porque se comiesen pocas. Un vino de la Pasión, de dos orejas, que nos dejaba el gusto peor que de cerveza.

¿Qué diré del cuidado que la mujer o ama del pupilero tenían en venirnos a notificar los ayunos de la semana, para que no pidiésemos los almuerzos? Aquel comutar de cenas en comidas, que ni valían juntas para razonables colaciones -que cuando nos las daban venían más ajustadas que azafrán, con el peso de cuatro onzas por todo. Como si el casuista que lo tasó, acaso supiera mi necesidad. O como, si en razón de nuestros estudios y de las malas comidas, no le pudiéramos argüir que debían reservarnos con los más, pues entramos en el número de trabajadores. O como si la vianda que nos dan fuese congrua para nuestro sustento, pues todo era tan limitado, tan poco y mal guisado, como para estudiantes y en pupilaje. Que son de peor condición que niños de la dotrina, que traen los estómagos pegados a el espinazo, con más deseo de comer que el entendimiento de saber.

Solía decirnos algunas veces nuestro pupilero que decía Marco Aurelio que los idiotas tenían dieta de libros y andaban hartos de comidas; que sólo el sabio como sabio aborrece los manjares, por mejor poderse retirar a los estudios; que a los puercos y en los caballos estaba bien la gordura y a los hombres importaba ser enjutos, porque los gordos tienen por la mayor parte grueso el entendimiento, son torpes en andar, inválidos para pelear, inútiles para todo ejercicio, lo cual en los flacos era por el contrario. Yo me holgaba confesarle aquesto, con que no me negara otra mayor verdad: que poco y mal comer acaban presto la vida, y, si no tengo de lograr mis estudios, en vano se toma el trabajo dellos. Ved por mi vida cuál halcón salió a caza que primero no lo cebasen, qué podenco, qué galgo, qué lebrel salió a el monte que lo llevasen hambriento. Tengan y tengamos, que bueno es en todo el medio. Aquí les confesaremos que no se ha de comer hasta hartar, si nos conceden que no habemos de ayunar hasta dejarnos caer. Que había estudiante de nosotros, que se le conocían ahilársele los excrementos en el estómago.

Con todo esto lo elegí por de menor inconveniente, pareciéndome que, siendo como era ya hombre, si tomase camarada, lo había de hacer con otro igual mío, y que, como somos diferentes en rostros, tenemos diferentes las condiciones y pudiera encontrar con quien, pensando aprovechar en las letras, me acabase de dañar con vicios, cursándolos más que las escuelas. Del mal el menos. Híceme pupilo, teniendo por mejor tropellar con el qué dirán de ver a un jayán como yo, con tantas barbas como la mujer de Peñaranda metido entre muchachos. Consolábame que también había entre nosotros algunos casi como yo y estábamos mezclados como garbanzos y chochos. Con esto estaba libre de todo género de cuidado. No me lo daba la comida ni el buscarla o proveerla, quedaba libre para sólo mi negocio y todo en todo. Escusábame de amas, que son peores que llamas, pues lo abrasan todo.

¿Amas dije? ¿No sería bueno darles una razonable barajadura o siquiera un repelón? A las de los estudiantes digo, que son una muy honrada gentecilla. ¡Qué liberales y diestras están en hurtar y qué flojas y perezosas para el trabajo! ¡Cómo limpian las arcas y qué sucias tienen las casas! Ama solíamos tener, que sisaba siempre de todo lo que se le daba un tercio, porque del carbón, de las especias, de los garbanzos y de las más cosas, cuando ya no podía hurtar el dinero, guardábalas en especie, y, en teniéndolo junto, nos lo vendían. Pedían para ello y gastaban de lo que habían llegado. Si habían de lavar, hurtaban el jabón y a puros golpes en las piedras, con abundancia del agua del río, hacían blanquear la ropa en detrimento suyo, porque le quitaban dos tercios de la vida. No sólo nos hacían el daño del sisar; empero destruían la ropa. Sabido para qué lo hacían o en qué lo gastaban: era con el capigorrista de sus ojos, a quien traían en los aires. Para ellos hurtaban el pan, cercenaban las ollas, apartando del puchero lo mejor y más florido. Si acaso estaba en casa, le daban el hervor de la olla, sopitas avahadas, carne sin hueso, ropa enjabonada y sobre todo bien remendados de nuestra sustancia. Ellas en fin son perjudiciales, indómitas y sisantes. Peores mucho que un mochilerillo de un soldado, que sisaba, de un pastel y de ocho maravedís, doce: porque del pastel alzaba la tapa y sorbíale todo el caldo, y, enviándolo por vino, se quedaba con los ocho maravedís que le daban para él y, vendiendo el jarro por un cuarto, venía luego llorando y diciendo que se le había quebrado y derramado el vino.

Jamás trujeron a casa carnero que poco a poco no faltase de un cuarto el quinto y con ello el riñón, diciendo que a devoción del bienaventurado San Zoilo, y así nunca se comían. Pero no era tan devoto su estudiante, que a todo hacía y para él no había de haber cosa en que no se le adjudicase su parte y muchas veces todo, diciendo: «Aquí lo puse, allí estaba, el gato lo comió, allí lo dejé.» No le faltaban achaques para sisar y hurtar cuanto querían.

¡Pues queredles apretar, limitar o ir a la mano en algo! ¡Hablad una sola palabra que no les venga muy a cuento! No hay vecino en el barrio, no hay tienda, taberna ni horno, donde no cuente[n] luego vuestra vida y milagros: que sois un malaventurado, apocado, hambriento, mezquino, de mala condición, gruñidor, que les tentáis los huevos a las gallinas, que veis espumar las ollas, que atáis el tocino para echarlo dentro y con sólo un cuarto dél hacéis toda la semana, porque se vuelve a sacar y se guarda. ¿Váseos de casa y queréis traer otra? No la hallaréis que por la puerta os entre; y habéis de serviros a vos mismo, porque luego le dicen y ella se informa, primero que os entre a servir, lo que la otra dijo de vos y por lo que se fue. Quien se quisiese servir, por todo ha de pasar con ellas, a nada se les ha de replicar, su voluntad han de hacer y aun mal contentas.

Acontecióme antes de casado recebir en mi casa una mujer y ser tan puerca, floja, de mal servicio y algo alegre de corazón, que la despedí a el tercero día. Luego recebí otra, que venía convaleciente y, recayendo en la enfermedad, sólo me sirvió dos días, que se volvió al hospital. Trujéronme otra luego, tan grande ladrona que, mandándole asar un conejo, lo hizo pedazos para guisarlo en cazuela y sólo sacó a la mesa la cabeza, piernas y brazos, porque lo más hizo dello lo que quiso y, viendo semejante bellaquería, sólo aquel día estuvo en casa. Despedíla para por la mañana. Cuando los vecinos vieron que había tenido en seis días tres mujeres y que cada una, cuando salía, iba rezando y murmurando de mí, levantóse una mala voz, pusiéronme cien faltas, y tanto, que más de veinte días me fui a comer al bodegón, que ninguna mujer quería venir a mi casa, por las nuevas que de mí le daban, hasta que un amigo me trujo una peor que todas, porque se amancebaba con cuantos la querían y a todos los traía en retortero. Quísela luego echar; pero no me atreví, por amor de mis vecinos. Y digo verdad, que tuve a esta causa por menos inconviniente despedir la casa y mudarme a otro barrio, sufriendo hasta entonces a esta mujer, que despedirla; y así lo hice. Si estáis en casa, quieren salir fuera; si vais fuera, quieren quedar en casa; si huelgan, piden para lino; si se lo dais, os infaman de casero: y nada desto hacen sin su misterio. Licencia os doy que lo sospechéis, como no penséis que son malas de sus personas. Pues hasta hoy se ha visto ama, como no sea de los estudiantes, que haga semejante vileza. No se amancebarán con el mozo de plaza ni con el lacayo, ni hurtarán, aunque lo hallen rodando por el suelo. No estimaba ni sentía tanto ver que me robaban la hacienda o estar amancebadas, aunque no lo debiera consentir en mi casa, cuanto que me quisiesen quitar el entendimiento, privándome dél. Que con mentiras y lágrimas quisiesen acreditar sus embelecos, de manera que, sabiendo yo la verdad muy clara, viendo a los ojos presente su maldad, su bellaquería y mal trato, me obligasen a tenerlo por bueno y santo: esto me sacaba de juicio. Mucho se padece con ellas en todo tiempo y de cualquiera edad: si son malas viejas y si peores mozas. Y si esto es una sola, ¿qué se padecerá donde son menester dos? Dichoso aquél que las puede escusar y servirse de menos, porque no hay cuando peor uno se sirva, que cuando tiene más que lo sirvan. Con todo esto protesto que no lo digo por la señora Hernández que me oye; que yo sé y la conozco por muy mujer de bien y que lo perdonará todo porque le den un traguito de vino.

Asistí en mi pupilaje; sufrílo, por no sufrirlas. Reparaba las faltas, teniendo en mi aposento algunas cosas prevenidas de regalo, con que se iba pasando menos mal, entremetiéndolas cuando era necesario. Eso teníamos bueno, que nos consentían los pupileros asar una lonja muy gentil de tocino, por sólo que los convidásemos a ella, y lo tomaran de partido cuatro días en la semana.

Desta manera, después de haber oído las artes y metafísica, me dieron el segundo en licencias con agravio notorio, a voz de toda la universidad, que dijeron haberme quitado [el] primero, por anteponer a un hijo de un grave supuesto della.

Entré a oír mi teología. Comencéla con mucho gusto, porque lo hallaba ya en las letras, con el cebo de aquel dulcísimo entretenimiento de las escuelas, por ser una vida hermana en armas de la que siempre tuve. ¿Dónde se goza de mayor libertad? ¿Quién vive vida tan sosegada? ¿Cuáles entretenimientos -de todo género dellos- faltaron a los estudiantes y de todo mucho? Si son recogidos, hallan sus iguales; y si perdidos, no les faltan compañeros. Todos hallan sus gustos como los han menester. Los estudiosos tienen con quién conferir sus estudios, gozan de sus horas, escriben sus liciones, estudian sus actos y, si se quieren espaciar, son como las mujeres de la montaña: dondequiera que van llevan su rueca, que aun arando hilan. Dondequiera que se halla el estudiante, aunque haya salido de casa con sólo ánimo de recrearse por aquella tan espaciosa y fresca ribera, en ella va recapacitando, arguyendo, confiriendo consigo mismo, sin sentir soledad. Que verdaderamente los hombres bien ocupados nunca la tienen. Si se quiere desmandar una vez en el año, aflojando a el arco la cuerda, haciendo travesuras con alguna bulla de amigos, ¿qué fiesta o regocijo se iguala con un correr de un pastel, rodar un melón, volar una tabla de turrón? ¿Dónde o quién lo hace con aquella curiosidad? Si quiere dar una música, salir a rotular, a dar una matraca, gritar una cátedra o levantar en los aires una guerrilla, por solo antojo, sin otra razón o fundamento, ¿quién, dónde o cómo se hace hoy en el mundo como en las escuelas de Alcalá? ¿Dónde tan floridos ingenios en artes, medicina y teología? ¿Dónde los ejercicios de aquellos colegios teólogo y trilingüe, de donde cada día salen tantos y tan buenos estudiantes? ¿Dónde se hallan un semejante concurrir en las artes los estudiantes, que, siendo amigos y hermanos, como si fuesen fronteros, están siempre los unos contra los otros en el ejercicio de las letras? ¿Dónde tantos y tan buenos amigos? ¿Dónde tan buen trato, tanta disciplina en la música, en las armas, en danzar, correr, saltar y tirar la barra, haciendo los ingenios hábiles y los cuerpos ágiles? ¿Dónde concurren juntas tantas cosas buenas con clemencia de cielo y provisión de suelo? Y sobre todo una tal iglesia catedral, que se puede justamente llamar Fénix en el mundo, por los ingenios della.

¡Oh madre Alcalá!, ¿qué diré de ti, que satisfaga, o cómo para no agraviarte callaré, que no puedo? Por maravilla conocí estudiante notoriamente distraído, de tal manera que por el vicio, ya sea de jugar o cualquiera otro, dejase su fin principal en lo que tenía obligación, porque lo teníamos por infamia. ¡Oh dulce vida la de los estudiantes! ¡Aquel hacer de obispillos, aquel dar trato a los novatos, meterlos en rueda, sacarlos nevados, darles garrote a las arcas, sacarles la patente o no dejarles libro seguro ni manteo sobre los hombros! ¡Aquel sobornar votos, aquel solicitarlos y adquirirlos, aquella certinidad en los de la patria, el empeñar de prendas en cuanto tarda el recuero, unas en pastelerías, otras en la tienda, los Escotos en el buñolero, los Aristóteles en la taberna, desencuadernado todo, la cota entre los colchones, la espada debajo de la cama, la rodela en la cocina, el broquel con el tapadero de la tinaja! ¿En qué confitería no teníamos prenda y taja, cuando el crédito faltaba?

Desta manera, con estos entretenimientos proseguí mi teología y, cuando cursaba en el último año, ya para quererme hacer bachiller, mis pecados me llevaron un domingo por la tarde a Santa María del Val. Romerías hay a veces, que valiera mucho más tener quebrada una pierna en casa. Esta estación fue causa y principio de toda mi perdición. De aquí se levantó la tormenta de mi vida, la destruición de mi hacienda y acabamiento de mi honra.

Salí con sola intención de visitar esta santa casa. Hícelo y a el entrar en la iglesia vi un corrillo de mujeres y entre ellas algunas de muy buena suerte. Llevóme la costumbre a la pila del agua bendita, zabullí la mano dentro, dime con una poca en la frente; pero siempre los ojos en el pie de hato. Sin mirar a el altar ni considerar en el sacramento, asenté la rodilla en el suelo, sacando adelante la otra pierna, como ballestero puesto en acecho. En lugar de persignarme, hice por cruces un ciento de garabatos y fuime derecho adonde vi la gente; mas antes que llegase, vi que se levantaron y, saliendo de allí, se fueron por entre los álamos adelante a la orilla del río y sobre un pradillo verde, haciendo alfombra de su fresca yerba, se sentaron en ella.

Seguíalas yo de lejos, hasta ver dónde paraban, y, viéndolas con un poco de reposo, que ya sacaban de las mangas algunas cosas que llevaron para merendar, me fui acercando a ellas. Eran una viuda mesonera con sus dos hijas, más lindas que Pólux y Cástor. Iban con otras amigas, no de poca buena gracia; mas la que así se llamaba, que era la hija mayor de la mesonera, de tal manera las aventajaba, que parecía traerlas arrastradas; eran estrellas, pero mi Gracia el sol.

Yo era conocidísimo. Había más de seis años que residía en Alcalá, siempre muy bien tratado, tenido por uno de los mejores estudiantes della y acreditado de rico. Las mozuelas eran triscadoras y graciosas. Ya querían comenzar a merendar, cuando burlando quise meterme de gorra; empero de veras me la echaron, pues por ellas me la puse.

Dejando esto en este punto, antes de continuarlo conviene advertiros que con los gastos de los estudios en libros, en grados y vestirme, íbamos casi ajustando la cuenta yo y mi hacienda: teníala, pero tan poca, que no pudiera con ella ordenarme. Y como antes de tomar el grado de bachiller en teología era necesario tener órdenes y esto era imposible, por faltarme capellanía, no tuve otro remedio que acudir a pedírselo a mi suegro, con quien siempre me comuniqué, porque nunca hasta entonces había faltado el amistad. Él me puso ánimo, dándome consejo y remedio juntos, que quien puede, poco hace cuando aconseja, si no remedia. Dijo que me haría donación de las posesiones de la dote de mi mujer, diciendo dármelas para que se fundase cierta capellanía que yo sirviese por su alma y que por otra parte le hiciese declaración de la verdad, obligándome a volvérselas cada y cuando que me las pidiese. Aun hasta para en esto son malas estas contraescrituras, pues dan lugar contra lo establecido por santos Concilios, corriendo tan descaradamente, sin temor de las gravísimas penas y censuras en que se incurre por semejante simonía. ¡Válgame Dios! y cómo a tan grave daño se debiera cortar el hilo; mas, por no hacerlo yo a el mío que llevo, agradecíselo mucho, beséle las manos, viendo cuán de buena voluntad se quería ir comigo mano a mano paseando hasta el infierno, por tenerme compañía. ¿Diré aquí algo? Ya oigo deciros que no, que me deje de reformaciones tan sin qué ni para qué. No puedo más; pero sí puedo.

«¿Guzmán, amigo, esto por ventura corre por tu cuenta ni nada dello?»

«No, por cierto.»

«¿Piensas que tú solo eres el primero que lo siente o que serás el último en decirlo? Di lo que te importa y hace a tu propósito, que dejaste las mozas merendando, el bocado en la boca y a los demás suspensos de las palabras de la tuya. Vuélvenos a contar tu cuento; quédese aquese así, para quien hiciere a el suyo.»

«Razón pides, no te la puedo negar y, pues con tanta facilidad te la concedo, concédeme perdón de aquesta culpa, que ya vuelvo.»

Yo estaba ya en el punto que has oído, los cursos casi pasados, la capellanía fundada para ordenarme y tomar el grado dentro de tres meses. Esto era en febrero. Las órdenes habían de ser por las primeras témporas y el grado a principio de mayo. Tenía esta rapaza decir y hacer, nombre y obras. Toda era gracia, y juntas las gracias todas eran pocas para con la suya. Toda ella era una caja de donaires. En cuanto hermosa, no sé cómo más encarecerte su belleza que callando. Cantaba suavísimamente a una vigüela, tañíala con mucha diestreza. Tenía gran discreción. Era viva de ingenio y ojos; risa formaba con ellos dondequiera que los volvía, según se mostraban alegres. Puse los míos en ellos, y parece que los rayos visuales de ambos, reconcentrados adentro, se volvieron contra las almas. Conocíle afición y creyóla de mí. Desposeyóme del alma y díjeselo a voces mirándola. Empero la boca siempre callada, que nunca se abrió a otra palabra por entonces, que a pedirle por merced si me la querían hacer en convidarme. Ofreciéronme todas cada una su parte de merienda y aun casi por fuerza me quisieron obligar a recebirlas.

Cuando les di las gracias de su buen comedimiento, hube -muy de mi grado y constreñido de ser mandado- de coger el manteo y, sentado encima, de alcanzar parte y no pequeña, porque me regalaban a porfía. Siéndoles agradecido, haciendo la razón a los brindis, me valió por bastante cena. Cuando hubieron acabado, sacó la criada la vihuela que debajo del manto llevaba, y dándomela Gracia con toda la suya, de su mano a la mía, me mandó que tañese, porque querían bailar. Hiciéronlo de manera, con tanta diestreza y arte y con tanta excelencia de bien mi prenda, que no me quedó alguna que allí no se rematase.

Cuando cansadas quisieron reposar un poco, volviendo a poner la vihuela en las manos de quien la recebí, supliquéle que un poco cantase, y sin algún melindre, templándola con su voz, lo hizo de manera que parecía suspender el tiempo, pues, no sintiéndose lo que tardó en ello, llegó la noche.

Hízose hora de volver a sus casas. Acompañélas todo el camino, trayendo a mi dama de la mano. Vime a los principios perdido, sin saber por dónde comenzar, hasta que, conocida della mi cortedad o temor, no sé si con cuidado trompezó del chapín; acudíle los brazos abiertos y recebíla en ellos, alcanzándole a tocar un poco de su rostro con el mío. Cuando ya estuvo en pie, lo tomé de allí, culpando a mis [ojos] de haberle hecho mal con ellos. Respondióme de modo que me obligó a replicarle y, como la llevaba de mano, apretésela un poco y riéndose dijo que, por más que apretase, no sacaría della jugo. De aquí tomé mayor atrevimiento en el hablar, de manera que, haciendo que nos quedábamos atrás por no poder más andar, íbamos tratando de nuestros amores, digo yo de los míos y ella riéndose dello, tomándo[lo] en pasatiempo.

Era taimada la madre, buscaba yernos y las hijas maridos. No les descontentaba el mozo. Diéronme cuerda larga, hasta dejarlas dentro de su casa. Donde, cuando llegamos, me hicieron entrar en su aposento, que tenían muy bien aderezado. Llegáronme una silla. Hiciéronme descansar un poco y, sacando una caja de conserva, me trujeron con ella un jarro de agua, que no fue poco necesaria para el fuego del veneno que me abrasaba el corazón. Mas no aprovechó. Ya era hora de despedirme. Hícelo, suplicándoles me diesen su licencia para recebir aquella merced algunas veces. Ellas dijeron que se la haría en servirme de aquella casa y conocerían en ello mis palabras, cuando correspondiesen a las obras.

Despedíme, dejélas; no las dejé, ni me fui, pues, quedándome allí, llevé comigo la prenda que adoraba. «¿Qué noche queréis que sea para mí ésta? ¿Qué largas horas, qué sueño tan corto, qué confusión de pensamientos, qué guerra toral, qué batalla de cuidados, qué tormenta se ha levantado en el puerto de mi mayor bonanza? -dije-. ¿Cómo en tan segura calma me sobrevino semejante borrasca, sin sentirla venir ni saberla remediar? Me veo perdido. Incierta es la esperanza del remedio.» Pues ya, cuando amaneció, que me fui a las escuelas, ni supe si en ellas entré ni palabra entendí de cuanto en la lición dijeron. Volvíme a la posada, sentéme a la mesa y quedábanseme los bocados en la boca helados, con tanto descuido de lo que hacía, que puse cuidado a mis compañeros y admiración en el pupilero, que creyó ser principio de alguna enfermedad gravísima y no estuvo engañado, pues de allí resultó mi muerte. Preguntóme qué tenía. No supe responderle más de que sin duda el corazón se recelaba de algún gravísimo daño venidero, porque desde el día pasado lo sentía caído en el cuerpo, que casi no me animaba. Díjome que no fuese Mendocina, ni diese a la imaginación tales disparates, que olvidase abusiones, que aquello no era otra cosa que abundancia de mal humor que presto se gastaría. Como ya yo sabía que no se medicinaba mi mal con yerbas, disimulélo y dije, por no dar a sentir mi desdicha:

-Señor, así será y así lo haré; mas mucho me fatiga.

Levantéme de la mesa; empero no de comer y, subiendo a mi aposento, fue tanto lo que me apretó aquella congoja, que, dejándome caer encima de la cama, la boca y ojos en el almohada, vertí por ellos mucha copia de lágrimas, enterrando los suspiros entre la lana. Sentíme con esto algo aliviado y con el deseo de ver el médico de mi salud, tomando el manteo y dejando la lición, me fui a su casa.

No puedo en solas dos palabras [dejar] por decir que no hay ejercicio alguno que no quiera ser continuado y que faltarle un punto de su ordinario es un punto que se suelta de una calza de aguja, que por allí se va toda. Con esta lición que perdí, perdí todos cuatro cursos y a mí con ellos. Pues de una en otra dejé de continuarlas, no dándoseme por ellas un comino.

Habíame ya matriculado amor en sus escuelas. Gracia era mi retor, su gracia era mi maestro y su voluntad mi curso. Ya no sabía más de lo que quería que supiese. Comencé riendo y acabé llorando. De burlas les pedí un bocado de la merienda; de veras lo hallé después atravesado a la garganta. Fue de veneno que me quitó el entendimiento y como sin él anduve más de tres meses, dando de mí una muy grande nota, que un tan famoso estudiante quisiese así perderse. Y movido el retor de lástima, cuando lo supo quiso ponerme remedio y fue dañarme más, que, viéndome de todas partes apretado y más de mi pasión propria, reventé, sin poderme resistir. Ya nuestros amores iban muy adelante, los favores eran grandes, las esperanzas no cortas, pues las dejaban a mi voluntad, queriendo recebirla por esposa. Troquemos plazas y tome la mía el más cuerdo del mundo: hállase sujeto en prisiones tan fuertes y con tan justas causas para rendirse, siéntase acosado, queriéndoselo impedir, y déme luego consejo. No supe otro medio. Dejélo todo por lo que pensé que fuera mi remedio.

La madre me ofreció su casa y su hacienda. Era mujer acreditada en el trato, tenía mucho y buen despacho, ganaba bien de comer, regalábame mucho, servíame a el pensamiento, trayéndome aseado, limpio y oloroso, mirado y respetado como señor de todo. Nunca creí que aquello pudiera faltar. Quise quitarme de malas lenguas, que ya me levantaban lo que, si fuera verdad, quizá no me perdiera. Señores míos, con perdón de Vuestras Mercedes, caséme.

No ha sido mala cuenta la que di de tantos estudios, de tantas letras, de verme ya en términos de ordenarme y graduarme, para poder otro día catedrar, por lo menos, porque pudiera, según la opinión que tuve. Y ya en la cumbre de mis trabajos, cuando había de recebir el premio descansando dellos, volví de nuevo como Sísifo a subir la piedra. Considero agora lo que muchas veces entonces hice. ¡Cómo sabe Dios trocar los disinios de los hombres! ¡Cómo ya hecho el altar, puesta la leña, Isac encima, el cuchillo desnudo, el brazo levantado descargando el golpe, impide la ejecución!

«Guzmán, ¿qué se hicieron tantas velas, tantos cuidados, tantas madrugadas, tanta continuación a las escuelas, tantos actos, tantos grados, tantas pretensiones?» Ya os dije, cuando en mi niñez, que todo avino a parar en la capacha, y agora los de mi consistencia en un mesón, y quiera Dios que aquí paren.



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