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Capítulo XV


De las cosas que acaescieron en Chile después de la muerte de Valdivia


Llegada a la ciudad Imperial la carta que Valdivia escrebía a Pedro de Villagra, que era su teniente, le enviase veinte hombres, y algunos de ellos señalados en su letra, los apercibió, y con mucha presteza partieron de aquella ciudad. Siendo llegados a la casa fuerte de Puren, que está doce leguas de la Imperial, hallaron a Martín de Ariza que había llegado de Tucapel desbaratado, o por mejor decir desanimado: de él se informaron cómo y de la manera que dejaba el fuerte que a su cargo tenía. Después de haber entendido que la provincia de Tucapel estaba alzada, hubo varios pareceres entre los que iban si entrarían o no. En este caso dudoso estuvieron dos días; al fin de ellos, como eran hombres tan valientes y que tantas veces habían peleado con indios y siempre de ellos habían tenido victoria, se determinaron de entrar en demanda de Valdivia, queriendo dalle a entender a lo mucho que se habían aventurado y en lo más que se aventurarían en caso que le pudiesen servir. Con esta orden salieron de el fuerte de Puren catorce hombres de los veinte, porque los demás por justas ocupaciones se quedaron allí. Estos catorce soldados caminaron hasta llegar a vista de la casa fuerte de Tucapel, que era una jornada de caballo de donde habían partido. Los indios que tenían aviso de la muerte de Valdivia, los dejaban pasar viendo que iban perdidos, y luego que pasaban les cerraban el paso esperándoles la vuelta. Yendo su camino, llegaron a un alto desde el cual vieron venir hacia ellos un escuadrón de indios, que llegando cerca les decían: «Cristianos, ¿a dónde vais, que a vuestro gobernador ya lo hemos muerto?» No dándoles crédito, como muchas veces mienten, pasaron adelante peleando con ellos. Luego desde a poco toparon con otro escuadrón que venía de hallarse en la muerte de Valdivia, diciéndoles lo mismo que el primero les había dicho; y viendo que traían algunas lanzas de Castilla y ropa de cristianos, diéronles crédito, que a lo que después se supo había dos días que era muerto Valdivia, que fueron los que se detuvieron en el fuerte de Puren, que a no detenerse llegaban a tiempo que Valdivia andaba peleando con los indios; y no desamparando Martín de Ariza la casa fuera posible que pervertidos los indios con tantos socorros le sucediera mejor, en cuanto a los juicios que en aquel tiempo se echaban; mas el que ordena todas las cosas prósperas y adversas, que es nuestro Dios, permitió que fuese ansí, como arriba se ha dicho. Volviendo a los catorce soldados, viendo la determinación que los indios traían a pelear con ellos, como hombres que no llevaban bagajes más de sus armas a la ligera, pelearon un grande rato, y viendo que mostraban otro brío y determinación de la que solían tener, y que muchos otros se les llegaban diciéndoles: «No penséis sustentaros contra nosotros, que como hemos muerto al gobernador os mataremos.» Los cristianos, entendiendo lo que decían, se recogieron, y todos juntos hechos un cuerpo se retiraron por el camino que habían venido. Los indios, cantando victoria, los iban siguiendo, y para más desanimallos y dar a entender a los comarcanos que andaban peleando, ponen fuego a los campos que estaban llenos de yerba seca, como era en mitad del estío, que por esta señal de humo se entienden en gran manera. Vueltos por el camino hacia Puren, en las partes que había estrechura hallaban el camino cerrado y los enemigos a la defensa; que de necesidad les convenía pelear para pasar adelante o morir allí, pues que no podían volver atrás. Habiéndoles muerto un soldado en una ladera a la retirada, que se le vino la silla a la barriga del caballo por llevar la cincha floja, encarnizados con esto iban con más braveza siguiéndolos. Los caballos ya no tenían el aliento que al principio, porque habían andado siete leguas y peleado mucho; con el calor del sol iban muy sudados y cansados. Desde a poco, a la pasada de una puente, mataron a Pedro Niño, soldado de buena determinación, y Pedro Cortés, valiente soldado y de grandes fuerzas, que no le aprovecharon; no contentos con esto, iban en seguimiento de los demás. Desde a poco, en un paso, el postrero de los que allí adelante había, derribaron de los caballos otros tres soldados, y entre los demás alanceados y heridos escaparon siete de catorce, el uno de ellos tan mal tratado de heridas y golpes en la cabeza, que llegado a la ciudad Imperial y puesto en cura perdió la vista de ambos ojos, y desde a pocos días murió: era natural de Córdoba, llamado Andrés Hernández de Córdoba, caballero conocido. Allí le acaeció a un soldado llamado Juan Morán de la Cerda, natural de Guillena, en la ribera del Guadalquivir, junto a Alcalá de el Río, una cosa dina de escrebilla, y fué que, andando peleando, le dió un indio una lanzada en un ojo que se lo sacó del casco y lo llevaba colgando sobre el rostro; y porque le impedía al pelear y rescebía pesadumbre traello colgando, asiéndolo con su mano propia lo arrancó y echó de sí; y hizo tan buenas cosas peleando, que los indios cuando le vían venir tanto era el miedo que le tenían, que apartándose le daban lugar para que pasase; este soldado tan valiente escapó con el ojo menos. En este postrero recuentro ya venía la noche, y entre los soldados que allí derribaron, uno de ellos, natural de Almagro, llamado de su nombre Juan Gómez, hombre de grandes fuerzas y buenas partes, a quien llevaban los catorce por su capitán, con la escuridad de la noche que era vecina se metió por un monte; estando escondido, que ya no había grita entre los indios como de antes, y que por respeto de un aguacero grande que vino en aquella coyuntura se habían retirado a unas casas que estaban en medio de el camino, que por no mojarse habían dejado de seguir el alcance. Juan Gómez, vista tan buena ocasión para su remedio, salió al camino, yendo por él sin espada, ni daga, ni otra arma alguna, que todo lo había perdido peleando; se descalzó unas botas por respeto de la huella, que fuera posible por ella sacarle de rastro, e yendo descalzo iba al seguro. Ansí topó con un indio, el qual le habló como llegó a él en su lengua, creyendo era otro indio como él: Juan Gómez, como sabía la lengua, le respondió en ella; descuidado con esta respuesta no se apartó del camino, antes se llegaron juntos. Como Juan Gómez le vido solo, pareciéndole que habiéndole el indio conocido daría aviso a los de guerra, que estaban cerca, y viéndole un cuchillo que en una mano llevaba, arremetió con él, quitándole el cuchillo lo mató; que aunque dió muchas voces no fué oído. Luego, con su cuchillo en la mano, pasó su camino por las casas donde se habían metido los indios que pelearon, huyendo del agua que llovía, con muchos fuegos, y los caballos que habían ganado atados a las puertas. Yendo adelante poco camino, se metió en el monte, y allí estuvo escondido, porque venía el día, hasta reconocer lo que haría. Sus compañeros llegaron a la casa de Puren dando nueva de su jornada y dónde les habían muerto sus amigos, y que no dudaban sino que Valdivia era muerto. Entró tanto temor en ellos, que luego quisieran desamparar aquella fuerza: dejáronlo de hacer por parecelles que estando en tierra llana era flaqueza sin ver más, aunque no tardó mucho; que luego aquel día, como se supo la muerte de Valdivia, los indios de la comarca tomaron las armas, conociendo el temor que tenían los que en la casa estaban; los cuales, compelidos de necesidad ocho soldados que se hallaron en ella, salieron a pelear, y entre ellos un arcabucero llamado Diego García, herrero de su oficio, valiente hombre; éste dió orden con dos mantas de cuero de lobo que para ello hizo con algunos agujeros, para tirar con tres arcabuces que tenían, y los de a caballo detrás, fuesen a desbaratar los indios. Con este ardid de guerra fueron contra un escuadrón que enfrente de la casa estaba esperando que saliesen a pelear. Los indios les tiraban muchas flechas, aunque no se osaban llegar a ellos, por no entender qué era aquello que detrás de los cueros vían venir, y los caballos detrás que los hacían fuertes, por este respeto se estaban en su orden. Los soldados, con los tres arcabuces que teñían, puestos cerca, como tiraban a montón, derribaban muchos. Viendo que los mataban, no teniendo ánimo para cerrar con los de las mantas, comenzaron a remolinar, dando demostración [de] huir de los arcabuces. Los de caballo, conociendo el temor que tenían, rompieron por ellos, alanceando algunos, los desbarataron y dejaron ir, sin seguir el alcance por no apartarse de el fuerte. Vueltos a él, dieron orden cómo irse a la Imperial, porque los que allí llegaron desbaratados, como no eran más de seis que quedaron de los catorce que fueron: Andrés Fernández de Córdoba, Gregorio de Castañeda, Martín de Peñalosa, Gonzalo Hernández, Juan Morán, Sebastián de Vergara, estaban tan mal heridos, que luego que allí llegaron, se fueron y dieron aviso a Pedro de Villagra de lo sucedido en su jornada, el cual, como hombre de guerra, envió doce hombres a socorrer el fuerte de Puren. Los que iban, llevaban por su capitán a don Pedro de Avendaño, hombre en gran manera belicoso y amigo de guerra. Por mucha priesa que se dió en caminar, topó en el camino a los que iban de Puren, que habían desamparado el fuerte; y por dar razón de ello lo quiso él mismo ir a ver si era lo que decían de los muchos indios que habían muerto y estar todo alzado. Llegado don Pedro a la casa vido muchos indios que estaban en ella, todos con sus armas; éstos en viéndolo se juntaron creyendo pelearía. De esta ida resultó que Juan Gómez de Almagro no viniese a manos de aquellos bárbaros, el cual metido en el monte reconoció con el día que estaba cerca del fuerte de Puren; como hombre que había andado muchas veces aquel camino, determinó irse él encubriéndose por los trigos grandes que había en aquel camino por donde había de ir: siendo como eran muy altos, podía ir por ellos sin que le viesen. Yendo así caminando vido venir hacia sí un principal, hijo del cacique y señor de todo el valle. Juan Gómez, cuando lo vido y vió que el indio lo había visto, porque no se alborotase, lo llamó por su nombre que se llegase a él, y se quitó un sayete de terciopelo morado con unos botones de oro y se lo dió, el cual tomó el indio de buena gana; diciéndole no dijese que le había visto, le esperaría allí que le trajese algo de comer, porque tenía hambre; el indio le dijo que sí traería y volvería luego, que le esperase allí y no tuviese miedo. Juan Gómez rescibió gran contento viendo que lo había engañado y que no era cosa fiarse de él; fuese hacia donde vido un poco de monte y debajo el hueco de un árbol que estaba caído de tiempo atrás y que era cenagoso lo de alrededor, mirando bien no pareciese su huella, se escondió dentro en aquel hueco. Esperando la noche quiso su ventura que un soldado de don Pedro se apartó de los demás que iban juntos. Como lo halló menos mandó que lo fuesen a buscar; los que lo buscaban dieron algunas voces, a las cuales Juan Gómez, que estaba debajo del hueco del árbol, que las oyó, salió a ellas, e yendo hacia la parte que las había oído vido un soldado a caballo, que como lo vió se vino luego a él; éste le tornó a las ancas y lo llevó a donde su capitán estaba, que se holgó en gran manera por haber sido instrumento para escapar a un soldado tan valiente y tan principal; fuese luego a la Imperial con su gente. Los que estaban haciendo sus casas en Angol, como supieron la muerte de Valdivia retiráronse unos a la Imperial; otros, a la Concepción. Los que estaban en las minas sacando oro fueron luego avisados por los que de Arauco habían ido, que fueron los primeros que llevaron la nueva. Desta manera se recogieron las guarniciones que tenía Valdivia en los fuertes.




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Capítulo XVI


De las cosas que hizo Francisco de Villagra después que supo la muerte de Valdivia, y de cómo yéndola a castigar lo desbarataron los indios


Luego que Pedro de Villagra tuvo por cierta la muerte de Valdivia, envió un hombre a caballo por la posta que diese aviso a las justicias de la ciudad de Valdivia del suceso, y avisasen a Francisco de Villagra para que como principal persona viniese a poner el remedio que convenía. Con esta nueva salió de la Imperial Gaspar Viera, y se dió tanta priesa a caminar, que en un día anduvo veinte y cuatro leguas de mal camino. Llegado con la nueva a la justicia despachó luego otro que fuese en busca de Villagra y le avisase de todo. Hallóle que andaba con cuarenta soldados visitando la comarca de la ciudad que después don García le puso por nombre Osorno, para poblar en la parte que les pareciese un pueblo, por comisión que Valdivia le había dado; pues eran sus amigos todos y él los conocía, que poblase y repartiese como él quisiese, con tal que de los indios que les diese fuesen por confirmación suya. Andando Villagra ocupado en esto, llegó la nueva. Luego mandó llamar a todos los que con él estaban; sin saber ninguno lo que de nuevo había, les dijo cómo Valdivia era muerto y de la manera que murió, y de cómo le enviaban a llamar de la Imperial para que tomase a su cargo la defensa del reino; que él se quería partir luego a reparar las ciudades pobladas, y sobre todo la Concepción, que tendría más necesidad; y que si, lo que Dios no quisiese, Valdivia era muerto, quél sirviría a su magestad hasta que otra cosa le mandase, y pues eran sus amigos, les rogaba cada uno hiciese lo mismo, y que si era vivo, justo era todos le fuesen a servir y ayudar en la necesidad presente. Respondiéronle que hiciese su voluntad, que a todos hallaría propicios para lo que quisiese hacer.

Luego se partió para la ciudad de Valdivia, por el mes de hebrero de el año de mill quinientos cincuenta y cuatro años. Allí fué rescebido con grande amor de todos, que era en aquel tiempo Villagra bien quisto y amado en general, sólo por buenas palabras y honra, y era amigo de hombres nobles; con estas solas partes atraía los hombres a si, aunque después que fué gobernador por el rey se mudó de costumbres y condición. Luego, otro día, en su cabildo Cristóbal de Quiñones, que había sido escribano en Potosí y al presente era justicia en Valdivia, hombre de negocios, dió orden cómo lo rescibiesen por justicia mayor y capitán general hasta tanto que su majestad otra cosa proveyere, y esto condicionalmente si Valdivia era muerto.

Villagra hizo reseña de toda la gente que había en aquella ciudad y halló ciento y cuarenta soldados bien en orden; de éstos dejó sesenta que le pareció bastante para su defensa, y llevó consigo ochenta; con ellos se partió otro día a la Imperial. Fué en ella rescebido con alegría increíble. Tenía Villagra en aquella ciudad sus casas y repartimiento de indios, que le andaban sacando oro en un cerro más de quinientos juntos. Estos como tuvieron nueva por sus vecinos de la muerte de Valdivia, luego se alzaron, y de los almocafres con que sacaban el oro hicieron hierros de lanzas, y toda la provincia hizo lo mismo. Villagra a todo esto tuvo buen ánimo pareciéndole que castigando a los que a Valdivia habían muerto, lo demás todo se allanaría breve.

Después de haber sido rescebido conforme al rescebimiento de Valdivia, les dejó a Pedro de Villagra por su teniente, lo que en Valdivia no quiso hacer sino a los alcaldes ordinarios. Después de haber dado orden con que Pedro de Villagra quedó contento, los dejó alegres y se partió con presteza a la ciudad de la Concepción.

Yendo por sus términos caminando, no halló repartimiento alguno que le saliese a servir, todos los indios alzados. Llegado a la Concepción halló el pueblo muy triste y con mucho temor; con su llegada se alegraron, y lo rescibieron por su capitán general. Luego comenzó a proveer todo lo que convenía para salir al castigo de la muerte de Valdivia: hizo pertrechos de armas y aderezó soldados de lo que cada uno tenía necesidad, y hecha reseña de toda la gente del pueblo, halló que tenía doscientos y treinta hombres, todos hombres de guerra; de éstos sacó ciento y setenta, los más bien aderezados y encabalgados, dejándoles al capitán Gabriel de Villagra, deudo suyo, por su teniente y capitán para las cosas de guerra que se les ofreciesen. Proveído esto envió a Santiago testimonios de cómo era rescebido en las demás ciudades por justicia mayor, para que conforme, a ellos le rescibiesen. El cabildo y vecinos no lo quisieron hacer, porque Valdivia había nombrado en un testamento que hallaron cerrado a Francisco de Aguirre que gobernase después de sus días por virtud de una provisión que tenía de el audiencia de los Reyes para que pudiese nombrar a quien le pareciese hasta tanto que su majestad proveyese, y como Valdivia había nombrado a Francisco de Aguirre no quisieron recebir a Villagra, antes enviaron a llamar Aguirre que estaba en los Juries: porque Juan Martínez de Prado, a quien Villagra había dejado en Santiago del Estero, poblado en nombre de Valdivia, no reconociéndole superioridad alguna como hombre mal agradecido y perjuro, envió Valdivia a Francisco de Aguirre que se lo enviase preso y quedase él en el gobierno de aquella provincia, la cual apartaba de su gobernación y le hacía merced del gobierno de ella, y para que mejor pudiese sustentarse y ser proveído de cosas de la mar, le daba la ciudad de Coquimbo, que él había poblado, y la juntaba con lo demás con tanto que lo negociase con el Rey; con esta merced le envió muy contento. Llegado a los Juries, que también se llamaba Tucumá, prendió luego a Francisco Martínez de Prado y lo envió a la Concepción, donde Valdivia estaba, y él se quedó conforme a la orden que llevaba gobernando aquella provincia; al cual los vecinos de Santiago enviaron a llamar como se ha dicho.

Volviendo a Villagra, concertada su gente, nombró por su maestro de campo al capitán Alonso de Reinoso, que lo había sido en su compañía cuando de el Pirú partió hasta que entró en Chile, hombre de grande práctica de guerra y de mucha espirencia por ser muy antiguo en las Indias y haber tenido siempre cargos. Llegado, pues, al río de Biobio, pasó su campo por una barca. Puesto de la otra parte, con muchos indios que llevaba por amigos de los repartimientos que estaban de paz, llevando su maestro de campo el avanguardia, llegó a un valle que se llama Andalican. Haciendo allí dormida, salió el maestro de campo a cortalles las simenteras y arrancalles los maíces destruyéndoles todo lo sembrado. Otro día luego partió el campo de Andalican y llegó a otro valle que se llama Chivilinguo, donde después de haber asentado para hacer dormida, salió el maestro de campo a cortalles los maíces destruyendo todo el valle. Los indios en este tiempo de creer es que no estaban descuidados, que por espías que tenían en la Concepción sabían por momentos todo lo que hacían y el día que habían de pasar el río; los cuales se hablaron por sus mensajeros tratando de pelear y defenderse; pues vían que estaban culpables; pues era cierto que la muerte de Valdivia la habían que querer vengar, pues iba por todos, que todos saliesen a la defensa, y pues habían como hombres abierto camino para su libertad, que se juntasen y gozasen de una gran victoria, y que demás della los cristianos traían buenas capas y mucha ropa, muchas armas y caballos, que todo se lo quitarían; y pues sabían que habían de entrar por el camino de Arauco se juntasen en aquel valle, donde ellos pondrían bastimento para todos los que viniesen a hallarse en la guerra. Con esta plática, después de habella comunicado entre sí los señores principales de el valle de Arauco, enviaron indios pláticos que lo tratasen en su nombre por toda la provincia con esta voz de guerra.

Persuadidos todos los comarcanos y aquéllos persuadiendo a otros, se juntaron en el valle gente inumerable. Viéndose los principales juntos, señalaron capitanes menores dándoles número de gente a cada uno y por principal de todos al señor de Arauco llamado Peteguelen, y acordaron de esperar a Villagra en una cuesta grande que hace al asomada del valle, un pequeño río en medio de Arauco y de la cuesta, la cual cuesta está llana en lo alto della y se pueden bien manejar caballos. Y porque detrás desta cuesta hacia la Concepción había otra áspera de monte y despeniaderos grandes hacia la mar que batía al pie della, pusieron un escuadrón grande, para que después de rotos, como cosa que en su pecho tenían ganada, yendo los caballos y cristianos todos cansados cerrándoles allí el paso los despeñarían y matarían. Y que un principal del valle llamado Llanganabal juntase todas las mujeres y muchachos con varas largas a manera de lanzas y se representase con ellos en una loma poco apartado de los cristianos, una quebrada en medio, que no los pudiesen reconocer, y que cuando comenzasen a y pelear y hiciesen muestra caminando que les iban a tomar las espaldas, que sería grande ayuda para desanimallos: y que enviasen avisar a los barqueros de Biobio que luego como pasasen los cristianos echasen a fondo la barca, y todas las demás cosas en que pudiesen pasar que las quitasen; y que los indios que habían de pelear se estuviesen quedos. Después de todas estas prevenciones dieron orden a los capitanes que no acometiesen a los cristianos hasta que fuesen descubiertos. En aquel tiempo había en la cuesta grandes pajonales que entre ellos podían estar secretos hasta que llegasen muy cerca. De esta manera y con esta orden se fueron a poner en el puesto. Villagra, después que hubo cortado las simenteras deste valle, sin hacer diligencia de hombre de guerra, aunque lo entendía, y con habérselo dicho su maestro de campo, por lo cual después nunca se llevaron bien, que él quería ir a descubrir el campo adelante hasta el valle y entrada de Arauco y ver de qué manera estaba el camino; que no lo tenía por buena señal no haber visto indios, ni haber podido tomar lengua de cómo estaban e informarse de lo que les convenía hacer, Villagra lo estorbó diciendo que no había necesidad de ello. Puestas sus centinelas para seguridad de el campo, durmieron aquella noche allí, estando los indios menos de media milla de ellos sin hacer muestra ninguna de haber gente. Otro día como fué amanecido tocaron las trompetas a partir. Puestos en sus caballos, cargados los bagajes tomó el maestro de campo la vanguardia, la cuesta arriba; llegó al llano donde los indios estaban, los cuales estuvieron quedos hasta que un perro les comenzó a ladrar; mirando hacia donde el perro ladraba, se levantaron y dieron una grande grita a su usanza atronando aquellos valles. Reinoso, viéndose con ellos a las manos, mandó subir el artillería y asestalla a un escuadrón que más cerca estaba; que aunque los indios se le mostraron no se movieron de su lugar. Los cristianos que a caballo estaban, rompieron con ellos y los echaron por una ladera abajo. En esto tuvo tiempo Villagra de subir con toda la gente, y juntos ciento y sesenta hombres bien armados pelearon con gran determinación, y el mismo Villagra le convino pelear y quitó del poder de los indios algunos cristianos que estaban en necesidad y perdidos, animando a los demás y llamando por sus nombres a cada uno, para que la vergüenza les hiciese ser más valientes y pelear mejor, y ansí los rompió muchas veces. Mas los indios como tenían plática de guardar aquella orden, se echaban por las laderas de la cuesta, y como los caballos llegados allí volvían, salían tras ellos a manera de juego de cañas, habiendo muerto muchos indios se retiraron a su artillería. Fué cosa de ver una cuadrilla de soldados que peleaban a pie por no tener caballos que fuesen para pelear: éstos acometían a los indios y hacían muy buenas suertes en ellos, y se retiraban cuando les convenía, con buena orden. Villagra volvió a romper con los indios, en cuya presencia un soldado llamado Cardeñoso, queriendo en público mostrar su determinación y ánino, se arrojó solo en un escuadrón de muchos indios; peleando lo derribaron de el caballo, y en presencia de todos lo hicieron pedazos sin podello socorrer. ¡Cosa de gran temor, cómo quiso este hombre, desesperado acometer una cosa tan grande! Que cierto es de creer si todos tuvieran su ánimo hubieran la vitoria.

Para esta batalla hicieron los indios una invención de guerra diabólica, que fué en unas varas largas como una lanza, ataban a ellas desde poco más de la mitad un bejuco torcido, que sobraba de la vara una braza y más; esta cuerda que sobraba era un lazo que estaba abierto, y de aquellos lazos llevaban los indios de grandes fuerzas cada uno uno. Estos hicieron mucho daño, porque como andaban envueltos con los cristianos, tenían ojo en el que más cerca llegaba, y echábanle el lazo por la cabeza que colaba a el cuerpo y tiraba tan valientemente con otros que andaban juntos para efeto de ayudalles, que lo sacaban de la silla dando con él en tierra e lo mataban a lanzadas y golpes de porras que traían. Y ansí en una arremitida que hizo Villagra, lo sacó un indio de el caballo, y si no fuera tan bien socorrido, lo mataran. Algunos indios se ocuparon en tomar el caballo y se lo llevaban a meterlo en su escuadrón; mas cargaron tantos soldados sobre ellos, que se lo quitaron y volvió a subir en él; y en otra arremetida que hizo, le dieron un golpe de macana en el rostro que lo desatinaron. Después de habelles cansado los caballos por el mucho tiempo que habían peleado, Llonganabal, capitán de las mujeres y muchachos, comenzó a caminar haciendo muestra que iba a tomalles por las espaldas. Villagra se recogió a su artillería y mandó les tirasen algunas pelotas, entre tanto que se alentaban los caballos; y conociendo que el escuadrón que estaba de la otra parte de la quebrada iba caminando a sus espaldas, que era el camino que con el campo había traído, entró en consejo de guerra tratando qué se podría hacer para no perderse. Estando en esta plática con algunos hombres principales, los indios se sentaron y descansaron comiendo de lo que allí les traían sus mujeres. Habiendo descansado un poco se levantaron tan determinadamente, que posponiendo todo peligro y temor, cerraron con los cristianos de tal manera que les hicieron volver las espaldas. Los que peleaban a pie, que eran doce soldados, desamparados de los de a caballo los hicieron pedazos, si no fueron algunos que acertaron a tomar caballos para huir; y ansí todos juntos bajaron la cuesta. Los indios les ganaron el artillería y toda la ropa que llevaban, siguiéndolos en el alcance hasta la otra cuesta que habían dejado a sus espaldas, donde hallaron un grande escuadrón con muchos lazos, lanzas e otros muchos géneros de armas, esperándolos en gran manera animosos. Como los vían venir desbaratados, llegados allí, como el camino era estrecho por donde habían de bajar, que aunque había dos caminos ambos eran malos, allí al bajar los apretaron de manera que por pasar los un delante de los otros se embarazaban por respeto de illos alanceando y matando; y como los apretaban tanto, viéndose morir sin poder pelear, por bajar a lo llano se echaron por la ladera abajo, camino de peñas y malo para bajar a pie cuanto más a caballo; por allí abajo iban los caballos despeñándose, que era grande lástima para los que vían ansí ir; ellos por una parte y sus amos por otra llegaban abajo. Los indios, como eran muchos, estaban repartidos a todos los pasos donde podían hacer daño. Como llegaban al pie de la cuesta aturdidos y desatinados-¡tanto puede el miedo en caso semejante!-, con grandísima crueldad los mataban sin se defender, donde les fuera mejor morir peleando como murió Cardeñoso, que para ser tanto número era muerte incierta, que no huyendo entre gente tan cruel que a ninguno tomaron vivo.

Desde allí, como hombres desbaratados, cada uno huyó por donde pudo, camino de la Concepción, sin tener cuenta con su capitán ni su capitán con ellos, ¡tanto iban de medrosos!; y fué su mohina tanta, que parecía fortuna hadada que a Villagra seguía y favorecedora de los indios, que por donde quieran que iban hallaban cerrados los caminos con madera y gente a la defensa puesta: en aquellos pasos mataron muchos cristianos y otros que por cansárseles los caballos murieron a manos de los enemigos que los iban siguiendo. No había amigo que favoreciese a otro; y por no dejar sin gloria a quien lo merece ni es justo en toda suerte de virtud, diré lo que acaeció a un soldado llamado Diego Cano, natural de Málaga, y fué que andando Villagra peleando en la cuesta antes que lo desbaratasen los indios, andaba un indio sobresaliente tan desvergonçado y tan valiente que con su ánimo y determinación mucha causaba en los suyos acrecentamiento de ánimo por muchas suertes que hacía. Villagra, viéndolo y no lo pudiendo sufrir, llamó a este soldado Diego Cano, y le dijo: «Señor Diego Cano, alancéeme aquel indio.» Diego Cano le respondió: «Señor general, vuesa merced me manda que pierda mi vida entre estos indios, mas por la profesión y hábito que he hecho de buen soldado, la aventuraré a perder, pues tan en público vuesa merced me manda»; y puestos los ojos en el indio que andaba con una lanza peleando, y animando a los suyos, como lo vido un poco apartado de su escuadrón en un caballo que traía bien arrendado y buen caballo, conforme a su ánimo que era de buen soldado, cerré con él: el indio se vió embarazado y turbado, que ni se reportó para pelear ni para retirarse, con una demostración de querer huir. Diego Cano llegó a él, que ya se iba recogiendo hacia los suyos que venían en su defensa a paso largo, y dentro en sus amigos que le defendían con muchas lanzas, le dió una lanzada que le atravesó todo el cuerpo con grande parte de la lanza de la otra banda; y salió herido, aunque de las heridas no murió por las buenas armas que llevaba.

Pues volviendo a Villagra veinte hombres que iban par de él, viendo la desvergüenza que traían hasta treinta indios que lo iban siguiendo por tierra llana, les dijo: «Caballeros, vuelvan a lancear aquellos indios.» Ninguno se atrevió volver el rostro hacia ellos por que llevaban los caballos tan cansados y encalmados, que no se podían aprovechar de ellos, si no era para andar, y poco a poco, su camino. Iba entre estos caballeros un soldado portugués de nación, natural de la isla de la Madera; este soldado con una yegua ligera en que iba revolvió a los indios, y con determinación, en efeto, de valiente hombre lanceó dos indios; los demás pararon allí no osando pasar adelante; que en este lance y buena suerte que hizo este soldado demás de merecerlo, escaparon de ser muertos algunos que allí iban desanimados y perdidos. Poco más adelante hallaron indios al paso de una puente que la defendían algunos por estar el camino estrecho de peñas y monte; mataron al capitán Maldonado sin que ningún amigo suyo lo socorriese, pudiéndolo hacer no siendo diez indios los que la guardaban; que como gente vencida no tenía cada uno tino más que a salvar su vida. Murieron ochenta y seis soldados, principal gente que habían ayudado a ganar y poblar todo el reino, y entre ellos muchos hijosdalgos conocidos, como el capitán Sancino, Hernando de Alvarado, Morgobejo, Alonso de Zamora, Alvar Martínez, Diego de Vega, el capitán Maldonado, Francisco Garcés, que por la prolijidad no pongo los demás. De esta pérdida daban la culpa a Villagra diciendo que estaba obligado a recoger su gente aunque iban huyendo, pues eran en número ochenta hombres: mejor pasaran los pasos que les tenían tomados todos juntos, que no tan divididos y sin orden. Villagra se disculpaba diciendo que le convenía llegar al paso de el río antes que los enemigos lo tomasen, porque si llegaban primero que no él era imposible escapar ninguno, y que a esta causa no se podía detener. Caminando todo lo que pudo y sin orden llegó al río al anochecer y a una hora de noche los más tardíos. Fué Dios servido que aunque los indios habían quemado la barca no miraron en unas canoas que tenían de su servicio, que son unos maderos grandes cavados por de dentro a manera de artesa, y en aquel hueco que en sí tienen pasan los ríos por grandes que sean; destas canoas hallaron cuatro en que comenzaron a pasar dándose tan buena maña-¡cuánto puede el miedo en casos semejantes!-, que cuando amaneció ya estaban de la otra parte casi todos sin peligrar ninguno: que fué caso harto dichoso, porque si aquella noche cuando estaban pasando les acometieran cien indios, creyendo que eran más y venían en su alcance, se perdieran todos. Aquel día llegaron a la Concepción tan maltratados que en general les tenían lástima.




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Capítulo XVII


De cómo Francisco de Villagra despobló la ciudad de la Concepción y las causas que lo movieron


Llegado Francisco de Villagra a la Concepción con ochenta soldados que llevaba maltratados y heridos, hizo una oración al pueblo, diciéndoles el suceso que había tenido y cómo era imposible sustentarse contra los indios según estaban vitoriosos; mas que no embargante haber rescebido aquel infortunio, creyesen de él que no faltaría allí en público: que todos se animasen y aderezasen con sus armas defender la ciudad, que a lo que él creía convenía ansí, porque era de entender con una vitoria tan grande habían de venir sobre ella.

Mandó luego hacer reseña de toda la gente que había en el pueblo después de los que con él escaparon. Habiéndolos visto a todos y que eran hombres mal armados y de caballos peor aderezados, y el mismo Villagra que lo había todo de reparar, hacía esto con tanta tibieza que por ella se entendía las pláticas secretas que de ordinario traía con su maestre de campo Gabriel de Villagra, a quien había dejado por su teniente, las cuales fueron de allí a poco descubiertas, y para más poner en efeto su intención, porque supo que en Santiago no le habían querido recebir, antes habían enviado a llamar a Francisco de Aguirre, se dijo haber salido de su casa una nueva falsa, diciendo, muchos escuadrones de indios pasaban el río de Biobio, la cual extendida por el pueblo, y siendo el miedo que tenían grande por las muertes que habían visto, no esperando si era verdad o no, comenzó el pueblo a levantar una plática de hombres desanimados diciendo que por la salud y conservar sus vidas, todo se había de posponer, y que si se perdiese lo que tenían, era nada en comparación de lo que se ganaba guardándose para otro tiempo mejor, y al presente irse a Santiago, desamparando aquella ciudad: y como estas razones salían de hombres medrosos, encarecían su perdición conforme a sus ánimos e inficionaban a otros muchos; aunque los que eran hombres discretos entendían que todo aquello debía salir de el capitán que lo mandaba, pareciéndoles que aunque quisiesen con palabras y obras irse a la mano no habían de ser parte. Conformábanse con los demás y vían que Villagra no hacía diligencia alguna, ni recogía bastimento ni reparaba parte alguna donde se recogiesen, ni proveía de enviar las mujeres a Santiago juntamente con la chusma, que era lo que un hombre de guerra había de hacer, porque con este reparo y proveimiento sustentaba su presunción, esperando lo que fortuna de él quisiera hacer y no desamparar una ciudad con tanta flaqueza sin ver lanza de enemigo enhiesta sobre ella, a fin de irse a rescebir a la ciudad de Santiago, como lo hizo antes que Francisco de Aguirre viniese a tomar el gobierno. Todas estas cosas trataban después los vecinos de aquella ciudad estando en Santiago, viéndose fuera de sus casas donde tan principal remedio tenían, andando por las ajenas, pues extendido el miedo por la ciudad, comenzaron algunos hombres y mujeres a irse por el camino de Santiago unos tras otros; los que tenían caballos cargaban lo que podían en ellos, y los que no los tenían iban a pie.

Sabido esto, Villagra, para que a él no le parase perjuicio en algún tiempo, mandó al capitán Gabriel de Villagra fuese al camino por donde iban, y ahorcase a todos los que se fuesen, el cual le envió a decir eran muchos los que se iban, mandase lo que fuese servido. Villagra, con esta nueva, juntó a los del cabildo y les dijo que ya vían cómo desamparaban la ciudad, derribados los ánimos; que él tenía por cierto por lo que había visto no se habían de poder sustentar, si de propósito los indios venían sobre ellos; que le parecía mejor, antes que sin orden se fuesen una noche donde en los unos o en los otros sobreviniese algún caso adverso, sería mejor irse todos: los del cabildo le ayudaron a la voluntad que tenía. Luego se puso por obra, que fué gran lástima ver las mujeres a pie ir pasando los ríos descalzas, aunque entre ellas hubo una tan valerosa que con ánimo más de hombre que de mujer, con un montante en las manos se puso en la plaza de aquella ciudad diciéndoles en general muchos oprobios y palabras de mucho valor; y tales que movieran el ánimo a cualquier hombre amigo de gloria o de virtud. Mas Villagra no curó de ello, aunque en su presencia le dijo: «Señor general, pues vuestra merced quiere nuestra destrucción sin tener respeto a lo mucho que perdemos todos en general, si esta despoblada es por algún provecho particular que a vuestra merced resulta, váyase vuesa merced en hora buena, que las mujeres sustentaremos nuestras casas y haciendas, y no dejarnos ansí ir perdidas a las ajenas, sin ver por qué, mas de por una nueva que se ha echado por el pueblo, que debe haber salido de algún hombrecillo sin ánimo, y no quiera vuesa merced hacernos en general tan mala obra.» Villagra, como estaba inclinado a irse, aprovechó poco todo lo que esta señora, llamada doña Mencia de los Nidos, dijo, natural de Extremadura, de un pueblo llamado Cáceres; que si esta matrona fuera en tiempo que Roma mandaba el inundo y le acaeciera caso semejante, le hicieran templo donde fuera venerada para siempre. Pues volviendo a los que iban caminando por tierra, dejando la ropa en sus casas perdidas a quien la quisiere tomar, y en la casa de Valdivia la tapicería colgada y las camas de campo armadas, con grande cantidad de ropa y muchas mercaderías y herramientas, todo perdido, que ponía gran tristeza en general a todos ver la destrucción que por aquella ciudad vino. Un vecino acertó a hallarse fuera en su repartimiento, éste llegó a la ciudad, como fué despoblada, que aún no sabía su perdición, y desde un alto vido andar los indios robando y saqueando lo que hallaban, quemando las casas. Visto su daño, tomó el camino de Santiago que llevaba Villagra. El cual despobló aquella ciudad por la orden que se ha dicho, habiendo cuatro años que la había poblado Valdivia con mucho trabajo año de 1550. Fué en Santiago rescebido con grande descontentamiento de el pueblo.




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Capítulo XVIII


De las cosas que hizo Villagra después que despobló la Concepción y llegó a Santiago


Después de llegado Villagra a la ciudad de Santiago, juntó los de el cabildo y les pidió le rescibiesen como lo habían hecho las demás ciudades de el reino. Respondiéronle que Pedro de Valdivia había nombrado a Francisco de Aguirre por su sucesor y no a él; y que por este respeto en cumplimiento de lo que el rey mandaba, no había lugar a rescebirle. Volvióles a decir con algunos que le ayudaban y eran hombres principales sustentando su porte, que después de haber hecho Valdivia el testamento por donde nombraba a Francisco de Aguirre, hizo otro en que anulaba aquél, y que de ello daría fe su secretario Cárdenas, que era el escribano ante quien se hizo, en el cual nombraba a Francisco de Villagra en el gobierno de el reino, y que este testamento Valdivia lo había llevado consigo en un cofre pequeño, en donde tenía sus escrituras, y que a esta causa no parecía. Algunos hombres de ropa larga decían que aunque el nombrado fuese Aguirre, no había lugar cumplirlo, por cuanto estaba fuera de el reino y Villagra rescebido en la mayor parte de él. Anduvieron en estas pláticas algunos días, hasta que le pidieron parecer de letrados, y para determinallo se juntaron el licenciado de las Peñas natural de Salamanca, y el licenciado Altamirano, natural de Huete, a los cuales encomendaron determinasen este negocio. Villagra en cabildo, tratando de lo que convenía a su rescebimiento, estando en ello acudieron sus amigos armados a la puerta de el ayuntamiento con palabras bravas y fieros que hacían; poniéndoles temor lo rescibieron contra su voluntad y por fuerza como hombre poderoso.

En este tiempo, Francisco de Aguirre, como tuvo nueva de la muerte de Valdivia, partió de los Juries, y en llegando a Coquimbo envió a los del cabildo de Santiago, que pues él era legítimo gobernador y sucesor en el gobierno por nombramiento de Valdivia, lo rescibiesen por gobernador, llamándose señoría. Villagra, porque no se le metiese en Santiago, envió al camino quince soldados amigos suyos que estuviesen en guarnición corriendo los valles y rompiendo los caminos, poniendo espías en la parte que les pareciese para que no pudiesen pasar cartas sin que las tomasen y se las enviasen; y si alguna gente viniese de Coquimbo, a quien llaman también la Serena, le diesen aviso. Francisco de Aguirre, teniendo plática de esta prevención, puso ansí mesmo otra guarnición cerca de donde la tenía puesta Villagra, con la misma orden. Villagra se hallaba en aquel tiempo con doscientos hombres bien aderezados, que a muchos de ellos había hecho amigos con esperanza que les daría de comer, que es dalles indios de repartimiento, en la ciudad de Valdivia; porque el gobernador Valdivia no había repartido aquella ciudad, donde había para todo; y como el interés atrae así las voluntades, los tuvo a todos por su parte. Aunque en Santiago, Aguirre tenía principales amigos, estaba tan apoderado Villagra de todo, que no le podían favorecer más de con el deseo.

Andando todos revueltos y desasosegados con aquella manera de discordia, trataron los de el cabildo con Villagra y oficiales de el rey, que para quitar de sí una confusión tan grande, que los dos letrados arriba nombrados, pues en el reino no había otros bien informados de la causa, diesen parecer cuál de los dos, Villagra o Aguirre, era legítimo gobernador; y que este parecer aprobarían por apartarse de tomar las armas, cosa tan dañosa para todo el reino; y que los pareceres se enviasen a la audiencia de los Reyes, para que en ella, vistos por aquellos señores, proveyesen lo que más conviniese al servicio de su magestad. Tratado con ellos en su acuerdo el licenciado Altamirano, dijo que por servir al rey y por la paz de el reino, él daría su parecer. El licenciado Peñas dijo que no daría parecer alguno si no se lo pagaban, y que en tal caso él lo estudiaría; y porque hubiese efeto, le dieron luego en oro cuatro mill pesos, que son casi seis mill ducados; y para el efeto los mandaron meter en un navío, que estaba surto en el puerto, y que se hiciese en ellos a la vela dentro en el golfo, porque no dijesen que estaban oprimidos. Estos caballeros letrados dieron de parecer que Villagra debía gobernar y no Aguirre, por razones que para ello dieron, al dicho de hombres discretos no bastantes, pues era cierto que Aguirre tenía por el título de el testamento de Valdivia mejor derecho. Con este parecer volvió el navío al puerto y traído a la ciudad de Santiago, después de haberlo visto en su ayuntamiento, quedaron de guardallo hasta que de la audiencia de los Reyes viniese proveído lo mejor. Ya descansando algún tanto los unos y los otros, retiraron las guarniciones que tenían puestas. En el mismo navío enviaron a informar a la audiencia de los Reyes de el estado de Chile, pidiendo que su alteza proveyese.




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Capítulo XIX


De las cosas que hizo Villagra después de ido el navío a los reyes, y de lo que se proveyó


Cuando Villagra vido alguna manera de quietud entre sus amigos y enemigos por el parecer que los dos letrados habían dado, quedando que aquello se guardase, trató de enviar un hombre por su parte que hiciese sus negocios e informase a los oidores cuánto convenía al bien de el reino que lo gobernase él, y fué un amigo suyo, oficial del rey, llamado Arnao Cegarra, natural de Sevilla. Con tres mill pesos que le dió le envió en el navío que estaba de partida para los Reyes; y en el entre tanto, con la gente que tenía, quiso dar socorro a las ciudades Imperial y Valdivia, porque la ciudad Rica, como tuvo nueva de la pérdida de Villagra, se retiró a la Imperial, despoblando aquella ciudad; y para mejor hacer esta jornada, a muchos de los que con él habían de ir, que estaban sirviendo a otros en la ciudad de Santiago, los casó con algunas huérfanas y les dió indios. Usando de una cautela diabólica, como antes lo debía tener pensado, hizo una exclamación diciendo que los repartimientos que daba y había dado en sí, fuese ninguna la data para que la persona que en nombre del rey viniese a el gobierno lo pudiese repartir y dar como le pareciese; diciendo que compelido de necesidad lo había hecho para poder sustentar el reino, lo cual de otra manera a su parecer era imposible; aunque después andando el tiempo se arrepintió, porque don García de Mendoza, estando en el gobierno de Chile, por esta exclamación que había hecho Villagra, lo repartió y dió como él quiso y se han quedado con ello y quedarán para siempre conforme a la orden que se tiene en Indias. Y para más grangear las voluntades a los que consigo había de llevar, abrió la caja del rey y sacó de ella diez y seis mill pesos: éstos repartió entre los soldados que mas necesidad tenían, aderezándose para este efeto.

Año de 1555 años por el mes de enero salió de la ciudad de Santiago con ciento y sesenta hombres camino de la Imperial con gran cuidado, como por tierra tan poblada y de guerra. Llegó a la ciudad sin que supiesen de él ni él de ellos, si estaban poblados o no, hasta que entraron por las puertas. Fué grande el alegría que rescibieron cuando fueron vistos y se presentaron en la plaza. Luego dieron aviso a la ciudad de Valdivia cómo habían llegado allí, y envió Villagra por su teniente al licenciado Altamirano con algunos soldados que había dado indios en ella.

Después de haber agradecido a Pedro de Villagra el trabajo que había tenido y regocijádose con juegos de cañas, que a ninguno pareció bien, salió descansando pocos días con número de cien hombres, se fué al asiento que había tenido la ciudad de Angol, haciendo por aquellos llanos la guerra, quitando a los indios las simenteras hasta que llegó el otoño, que como esperaba nuevas de el Pirú, envió seis soldados que llegasen a los términos de Santiago y le trajesen nueva de lo que había; y en el entre tanto andaba hollando aquella comarca sin hacer fruto alguno, a causa de estar los indios tan vitoriosos y soberbios que toda cosa despreciaban. Vinieron los mensajeros sin nueva alguna más de que todo estaba como lo había dejado. Viendo que entraba el invierno y que no hacía allí efeto alguno, se fué a Santiago con sesenta sodados, sus amigos.

Llegado a los Poromacaes, ques una provincia en mitad de el camino, supo que el mensajero que había enviado a los Reyes era venido, y que aquellos señores mandaban por el bien de el reino, y porque ansí convenía por evitar pasiones entre sus vasallos, que Villagra y Aguirre, ambos capitanes, licenciasen luego la gente que tenían y se fuesen a sus casas, y no se ocupasen más en tener gente alguna a su cargo ni hiciesen retención de cargo alguno en sí, y que daban por ningunos los nombramientos hechos por los cabildos y por su gobernador Valdivia, y que los alcaldes ordinarios cada uno en su jurisdicción administrase justicia. Luego que Villagra lo supo, mandó quitar el estandarte, y a los que iban con él les dijo que él había de obedecer lo que su rey mandaba; que les rogaba cada uno se fuese a donde quisiese; quedándose con sus criados, se fué a Santiago. Francisco de Aguirre, cuando supo que le querían notificar la provisión, respondió al que la traía antes que se la notificase, que fuese a notificarla a Francisco de Villagra y no a él, aunque después la obedeció y hizo lo mismo que Villagra.

Antes que estas cosas sucedieran, tuvo Villagra una diligencia por donde vino después a ser gobernador; y fué que hizo una probanza como él la quiso ordenar, y con cartas de los cabildos envió a España a un hidalgo llamado Gaspar Orense, natural de Burgos, en que le pedían por gobernador, que lo negociase con el rey don Felipe, y para su costo le dió seis mill pesos en oro que gastase. Con este recaudo navegó la vuelta a España, y diciéndole mal el viaje se ahogó a vista de Arenas Gordas, que es cerca de Sanlúcar; algunas cartas salieron a tierra; y como la pérdida fué grande, y el armada llevaba gran cantidad de plata y oro, acudieron allí algunos mercaderes, y entre otras muchas cartas que salieron a tierra mojadas y perdidas, hallaron aquéllas: éstas fueron a manos de un deudo de Villagra, hermano de su mujer, clérigo de misa, llamado licenciado Agustín de Cisneros, el cual procuró favores de algunos grandes, y fué a negociar con su majestad, que estaba en Inglaterra, la gobernación; de manera que abrió la puerta para que adelante cuatro años el rey se la diese por aquí vino a ser gobernador, como adelante se dirá. Pues volviendo a la provisión que de el Audiencia de los Reyes se trajo a Chile, presentada en la ciudad de Santiago la llevaron a la de Valdivia. Los que en ella estaban se holgaron con el buen proveimiento a causa que tenían a Villagra por hombre mohino, y que se le hacían mal las cosas de guerra.




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Capítulo XX


De las cosas que acaecieron en este tiempo en la ciudad Imperial y ciudad de Valdivia


Como tuvieron nueva los naturales de todo el reino de la pérdida de Villagra y despoblada de la Concepción, en general se alzaron todos; y como eran tantos los que había en los términos de la Imperial, Pedro de Villagra tuvo temor no viniesen a ponelle cerco por respeto de el mucho bastimento que había en el campo, aunque en aquella coyuntura se halló con buenos soldados y caballos, mas todo era nada si los indios con ánimo de hombres, como habían hecho lo demás, quisieran hacer aquella jornada: y por creballes esta voluntad entendió era necesario hacelles la guerra en sus casas, porque no tuviesen tiempo de venir a las de la ciudad. Anímabale mucho para poderse sustentar ver se llegaba el invierno, y para ponelles temor y dalles a entender que no sólo tenía ánimo para sustentar el pueblo, mas aún para destruillos, salió de la ciudad no para hacer parada, sino correr la tierra, quemándoles las casas con la comida que dentro en ellas tenían, y a los indios que tomaban los alanceaban: tan encarnizados andaban que a ninguno perdonaban la vida. En este tiempo tenían unos perros valientes cebados en indios-¡cosa de grande crueldad!-que los despedazaban bravamente: hacíales la guerra la más cruel que se había hecho. De esta manera desbarató algunos fuertes que los indios hicieron para defenderse, entrándolos por fuerza, peleando; de tal manera los mataban, que viendo su destruición andaban huyendo, que no sabían en dónde se meter ni qué hacer: y una vez que se metieron en una isla que había dentro de una laguna, repartimiento de Pedro de Olmos de Aguilera, vecino de la Imperial, tomándola para su reparo, entró Pedro de Villagra en ella con muchos indios que llevaba por amigos y perros, los cuales mataron tantos indios, que con los abogados pasaron de mill personas a lo que después se supo; que parecía su pretensión era destruillos, y que no quedase indio vivo para estar ellos seguros. Por la orden dicha les hizo la guerra aquel verano; y el invierno, retirado a la ciudad, salían con cuadrillas y les hacía el daño posible, andando fuera diez días más o menos, como la suerte se le ofrecía hasta que llegó el verano.

Los indios, como les habían quemado sus casas y los bastimentos que tenían, y ellos andaban en borracheras y banquetes, después de haber gastado lo que quedádoles había, cuando vino el tiempo de la simentera no tuvieron qué sembrar, y si algo tenían no osaban de temor que los tomarían labrando la tierra. Juntóseles otro gran mal con éste, que entrando la primavera les dió en general una enfermedad de pestilencia que ellos llamaban chavalongo, que en nuestra lengua quiere decir dolor de cabeza, que en dándoles los derribaba, y como los tomaba sin casas y sin bastimentos, murieron tantos millares que quedó despoblada la mayor parte de la provincia; que donde había un millón de indios no quedaron seis mil: tantos fueron los muertos que no parecía por todos aquellos campos persona alguna, y en repartimiento que había más de doce mill indios no quedaron treinta. Vínoles otro mal allende de éste, que los que escapaban que eran pocos, teniendo algunas fuerzas, como no tenían qué comer, se comían los unos a los otros, ¡cosa de grande admiración!, que la madre mataba al hijo y se lo comía, y el hermano al hermano; y algunos hacían tasajos y les daban un hervor en algunas ollas con agua de arrayhan, y después puestos al sol y secos los comían, y decían hallarse bien de aquella manera. Andaban los indios en aquel tiempo tan cebados en carne humana, que traían la color del rostro tan amarilla, que por ella eran luego conocidos. Algunos indios de junto a la ciudad y a la costa de la mar, con el pescado y marisco se sustentaron, aunque no dejó de alcanzalles parte; y otros que tenían amistad en la ciudad con los cristianos y servicio, con la limosna que les daban, pidiéndolo ellos por amor de Dios, con una cruz en las manos que la necesidad y el tiempo les dió a entender que les convenía ansí-se sustentaban y vivieron muchos.

En la ciudad de Valdivia se alzaron ansí mismo los naturales de ella; hízoles la guerra el licenciado Altamirano un año que la tuvo a su cargo, desbaratándoles muchos bucaranes, haciendo en ellos gran castigo. Estos indios, por respeto de tener montes en sus términos donde se recogían, no hubo tantas muertes como en la ciudad Imperial, aunque en ellos hubo la pestilencia que en los demás. Quedó Altamirano, por la buena orden que tuvo en las cosas de guerra, reputado por buen capitán para podelle encargar cosas grandes.

Estando la guerra de estas ciudades en este paso, llegó la provisión de el Audiencia de los Reyes a quien el reino de Chile estaba en aquel tiempo sujeto, en que mandaba los alcaldes administrasen justicia cada uno en su jurisdicción, y que ponían la tierra en aquel ser y punto que estaba cuando Valdivia murió. Con este proveimiento los alcaldes tomaron toda cosa a su cargo. Sucedió una cosa en aquel tiempo que por ser notable la quiero escrebir. Cuando se alzaron los indios de la ciudad de Valdivia tomaron una mujer negra de un vecino llamado Esteban de Guevara; esta negra llevaron a la ribera de un río y la ataron de pies y manos; tendida a lo largo le echaban cántaros de agua encima y con arena le fregaban con toda el aspereza a ellos posible, creyendo que la color que tenía no era natural, sino compuesta; y desque vieron que no podían quitalle aquella color negra, la mataron, desollándola como gente tan cruel; y el pellejo lleno de paja traían por la provincia. Todo lo dicho acaeció en estas ciudades dichas año de 1556 años, que después acá ha hecho y hace grande lástima ver aquellos hermosos campos fértiles y frutíferos, despoblados. ¡Plega a Dios sea servido que en su santísimo nombre y servicio se pueblen de cristianos dando gracias a su Criador!




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Capítulo XXI


De lo que acaeció en la ciudad de Santiago después que Villagra dejó el cargo de capitán general


Entendido por los vecinos de la Concepción que los señores de la Audiencia de los Reyes mandaban volviesen a poblar aquella ciudad, y que las justicias de la ciudad de Santiago les diesen todo el favor y auxilio necesario, viéndose por casas ajenas, acordándose que en las suyas eran servidos y estaban sin necesidad, para ponello en efeto se comenzaron aderezar y con ellos algunos soldados que quisieron ir en su compañía a los cuales les ayudaron con dineros, porque yendo más gente, más efeto tendría su jornada. Los oficiales de el rey que en Santiago residían les prestaron ocho mill pesos obligándose por ellos al rey. Con esta ayuda y con lo que ellos pudieron juntar, se hallaron setenta hombres bien aderezados, y para mejor efeto, llevaron un navío con las cosas pesadas de su servicio y bastimentos.

Puestos en camino a la ligera, llegaron a la Concepción y reconocieron sitio en donde hacer un fuerte pareciéndoles estaba a propósito un lugar alto que señoreaba el pueblo y eran casas de un vecino llamado Diego Díaz; lo repararon luego, y en él todos juntos residían. Los indios de la comarca les salieron a dar la paz y servilles de todo lo que les mandaban hasta tiempo de dos meses. En este tiempo, reconocido el número de gente que era y la defensa que tenían, se concertaron servilles muy mejor para descuidallos. El capitán que tenían era un hidalgo llamado Juan de Alvarado, montañés, a quien Villagra había dado un repartimiento de indios en aquella ciudad: teníanle por su capitán para las cosas de guerra, que en lo demás los alcaldes conforme a la provisión que tenían hacían justicia; porque yendo caminando un soldado pobre con otro como él se revolvieron con un soldado principal y le dieron ciertas lanzadas que de ellas sanó breve; con el primer ímpetu el uno de los alcaldes llamado Francisco de Castañeda, prendió al uno de ellos, el más culpable y lo mandó luego ahorcar.

El capitán Alvarado después que hizo asiento en la parte dicha, salió a visitar los repartimientos con quince hombres. Los indios todos conforme a lo que entre ellos estaba concertado, le sirvieron y dijeron harían lo que les mandase; y ansí vinieron a la Concepción a ver a sus amos y servilles debajo de la cautela que tenían ordenada, la cual el capitán no entendió por no tener tanta plática de guerra, aunque la había seguido con Villagra. Vuelto, pues, a la Concepción, un día víspera de Santa Lucía por la mañana, año de 1556, que para aquel día y tiempo por la orden de la luna (que es la cuenta que ellos tienen, a tantos de creciente o a tantos de menguante, por ella se entienden), se juntaron todos los indios de guerra comarcanos y otros muchos con ellos. Hablados y repartido capitanes, como cosa que ya tenían en sus pechos concebida la vitoria, se mostraron por una loma rasa bajando hacia la ciudad doce mill indios y más con muchas varas largas y gruesas como la pierna: con ellas hicieron luego un fuerte en donde estar reparados; hincándolas en tierra atravesaban otras entre aquéllas, y con muchos garrotes tan largos como el brazo y menores, que de ellos trajeron muchas cargas, y con sus lanzas largas y arcos y grande cantidad de flechas, armados con unos pedazos de cuero de lobo marino cudrio y grueso, que a manera de coracinas les defendía el hueco del cuerpo; y platicado entre sí de la manera que pelearían, tomaron esta orden: que hecha la palizada, cuando los cristianos viniesen a romper en ellos, pues eran tan pocos, disparasen los garrotes a las caras de los caballos, arrojadizos, y que siendo, como eran, muchos, dándoles tanta lluvia de palos en las caras y cabezas, harían mucho efeto para que no osasen llegar a ellos: que ésta era toda la fuerza que los cristianos tenían; y que si los caballos viniesen tan armados que no tuviesen temor a los muchos garrotejos que les tirarían y los rompiesen, se recogerían a la palizada que tenían hecha, pues detrás della tenían una quebrada, que aunque era pequeña los hacía fuertes, y que desta manera comenzarían su pelea, pues era cierto que los cristianos, en viéndolos, habían de salir a pelear con ellos, y que si los desbaratasen en la primera refriega, tuviesen entendido que en ninguna parte otra tendrían defensa; y si no los desbarataban, como entendían, por lo menos los dejarían medrosos, y los caballos con temor para no osar llegar más a ellos; y pues les tenían tomados los caminos, diciéndoles mal, los acabarían en ellos de matar; y que si iban al navío que en el puerto tenían, por lo menos les habían de dejar los caballos y ropas. Esta plática y orden de guerra tuvieron, sin haber hombre señalado entre ellos más de su behetría, a manera de república, porque estos indios, si tuvieran señor a quien obedecer, en general fuera conquista muy trabajosa. Los cristianos, después de haberlos reconocido, tratan la orden que tendrán para pelear y defender todo lo que tenían en tierra: unos contradecían a otros, porque decían que el servicio de mujeres, que son indias de la provincia, y algunos yanaconas con las ropas, se fuesen al navío; otros que no porque los indios no se animasen y lo tomasen, como eran tan supersticiosos, por buen pronóstico de fortuna, sino que se apeasen parte de ellos para pelear, pues estaban en tierra llana; y que si los indios se recogiesen a la palizada que tenían hecha, con los arcabuces los desbaratarían, y los que tenían buenos caballos rompiesen todos a un tiempo, teniendo cuidado de socorrer a los de a pie. De esta manera fué el capitán Alvarado hacia los enemigos, en una loma sin monte, junto a la ciudad, los cuales, llegando a romper, dispararon en ellos una gran tempestad de garrotejos; dándoles por las caras y cabezas de los caballos los hacían remolinar, y si algunos pasaban adelante, les ponían las lanzas a su defensa, y por los dos lados de la palizada. En este tiempo que peleaban salieron dos mangas de muchos indios con muchas lanzas; éstos derribaron cuatro cristianos, y entre ellos a Pedro Gómez de las Montañas, buen soldado; sin que se los pudiesen quitar, los hicieron pedazos. Los cristianos de a pie pelearon con la frente de la palizada, y los indios que la estaban defendiendo que no llegasen a entralles, hirieron a Francisco Peña, valiente soldado, de dos lanzadas en la cara, y dándoles otras muchas heridas. Con los cuatro cristianos que habían muerto cobraron tanto ánimo, que sin hacer caudal de el fuerte que tenían, salieron de tropel y los llevaron a espaldas vueltas hasta metellos en el fuerte que tenían hecho. Reconociendo que les tenían miedo, viendo como ya huían al navío, los acometieron dentro de su propio fuerte, en la cual entrada pelearon y les mataron muchos indios, derribándolos con las lanza, a los que intentaban entrar. Estaba entre los cristianos un clérigo, natural de Lepe, llamado Hernando de Abrigo, valiente hombre, junto con un soldado de Medellín llamado Hernando Ortiz; para animar a los demás salieron de el fuerte con intención de trabar nueva pelea con los indios; a estos dos hombres valientes les tomaron la puerta, cercados por todas partes peleando; después de haber muerto muchos indios, los mataron a lanzadas. Viendo los demás que no podían dejar de perderse, salieron de conformidad por una ladera abajo hacia la mar, y los que estaban a pie, lo mismo; los indios los fueron siguiendo hasta el llano de la mar, que más adelante no osaron, por ser tierra llana y parte que no tenían defensa para caballos, aunque de los que iban a pie mataron seis cristianos al pasar de un río pequeño que allí había. Francisco Peña, natural de Valdepeñas, como estaba tan mal herido de las lanzadas que en la palizada le habían dado, se fué al navío; pudo llegar a tiempo que le tomaron en el batel. Diego Cano, natural de Madrigal, quiso irse el navío; cuando llegó a la playa vido el batel que iba a lo largo; después de haberlo llamado, como vido que no quería volver, porque iba muy cargado, pareciéndole que más seguro camino era para salvar su vida aquél, dió al caballo de las espuelas y se metió por la mar adelante nadando tras de el barco: ¡tanto puede hacer el miedo en casos semejantes! Los del batel, cuando le vieron venir, porque no se perdiese, le esperaron y tomaron consigo; el caballo, desechado su señor de sí, se volvió a tierra y siguió a los cristianos que huían. Los indios siguieron a los demás hasta metellos en el camino de Santiago; allí los dejaron por volver a gozar del despojo, entendiendo que los que estaban a la guarda del camino los acabarían de matar. Los que iban huyendo, en sólo aquello pláticos, tomaron otro camino por la costa de la mar que no era tan usado, aunque también lo hallaron cerrado: cortando los árboles grandes que junto a él estaban, éstos cayendo en medio lo cerraban de tal manera que no podían pasar; allí los hallaban con sus lanzas a la defensa. Ayudóles mucho ir todos juntos para pasar estos pasos, que aunque mataron algunos, los mataran a todos.

De esta desdicha y mala orden decían en Santiago se tenían ellos la culpa, y les fué bien merecida la pena, querer poblar una ciudad setenta hombres, que ciento y treinta la habían despoblado, sin tener fuerte bastante, careciendo de artillería y arcabuceo; y cierto el suceso que tuvieron, en la ciudad de Santiago por algunos hombres que lo entendían les fué dicho, consideradas todas las cosas, que se habían de perder. Murieron en este recuentro y alcance diez y nueve soldados; los demás que escaparon llegaron a Santiago como gente desbaratada. Los que estaban en el navío, vista su perdición, hicieron vela y se fueron al puerto de Valparaíso, donde habían partido. Decían que Villagra no mostró pesarle de este desbarato, diciendo que él despobló teniendo tino a lo de adelante, porque de él dependía todo, y por no perder más de lo perdido se retiró con tiempo, antes que, queriendo, no pudiese.




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Capítulo XXII


De cómo vino de el audiencia de los reyes proveído Villagra por corregidor de todo el reino, y de lo que hizo


Como fueron llegados los vecinos de la Concepción a la ciudad de Santiago tan desbaratados y perdidos, llegó luego desde a poco un mercader llamado Rodrigo Volante que venia de el Pirú. Este trajo a Villagra una provisión de el Audiencia de los Reyes, en que aquellos señores le nombraban por corregidor de todo el reino. Recibióse en el cabildo conforme a la orden que se tenía, y a su proveimiento tuvo ansí mesmo nueva del mercader cómo su magestad había proveído en España a Jerónimo de Alderete por gobernador, sabida la muerte de Valdivia, y héchole mucha merced, en que le había dado un hábito de Santiago y título de Adelantado, lo qual Villagra no podía disimular sin que diese a entender el desgusto que rescebía, porque esperaba que Gaspar Orense le negociaría la gobernación para él, como atrás se dijo.

Estando en Santiago tratando en esta cosas y otras, los indios de Arauco, viendo los buenos sucesos que habían tenido en la guerra, se levantó entre ellos un indio llamado Lautaro, mancebo belicoso. Este, ensoberbecido con otros como él, se juntaron número de trescientos indios e, informados de la disposición de la tierra, sabiendo por mensajeros la voluntad que tenían los indios de Santiago para alzarse, tomaron aquel camino con intención de hacer mal a cristianos en todo lo que pudiesen. Caminando cada día se le juntaban más, entendida la demanda que llevaba; y teniendo plática que en el río de Maule sacaban oro algunos cristianos, bien descuidados, llegaron una noche sobre ellos y al amanecer dieron en el asiento que tenían. Levantando una grita como lo suelen hacer, los mineros salieron huyendo; de éstos mataron dos, los demás se escaparon por el monte; los muertos no eran hombres de cuenta. Tornaron algunas mujeres indias de la tierra que tenían de su servicio y toda la herramienta con que sacaban el oro. Con esta presa, el Lautaro, como era ladino en su lengua, hizo una oración a los indios que allí estaban, enviándolos por mensajeros a sus caciques que de su parte les dijesen él había venido a aquella provincia para quitallos del trabajo en que estaban: que les rogaba se viniesen a él llamando a sus comarcanos, porque tenía deseo de les hablar a todos juntos y tratar en cosas de su libertad.

Llegada y extendida la nueva por la provincia, vinieron muchos principales e indios a ver gentes que tan grandes vitorias habían tenido de cristianos. Estando todos juntos, el Lautaro tocó la trompeta que traía de las que en la guerra había ganado; después de habella tocado subió en su caballo, y puesto en medio de todos, porque le pudiesen mejor ver y oír, les comenzó a hacer una oración con palabras recias y bravas, poniéndoles por delante la miseria y cativerio que tenían, y que él, movido de lástima, había salido de su tierra a procuralles libertad; y pues vían cuán oprimidos estaban, tornasen las armas y se juntasen todos, que con la orden que él les daría no dudasen de pelear, porque convenía ansí para alcanzar su deseo, y que echarían a los cristianos de toda su tierra, pues ellos eran hombres y tenían tan grandes cuerpos como otros indios cualesquiera. Con sus pies y manos libres, ¿en qué les podían ellos hacer ventaja, pues todos eran tinos y parientes antiguos? Y que bien habían sabido las muchas vitorias que los indios de Arauco habían tenido de cristianos, y cómo se habían libertado con las armas, que les rogaba las tomasen y enviasen mensajeros los unos a los otros para que todos con una voluntad tomasen aquella guerra. Los indios, animados con esta plática que les hizo el Lautaro, le dieron por respuesta que en todo lo que les mandase le obedecerían y harían su voluntad y le agradecían mucho el trabajo que había tomado por su remedio.

Luego el Lautaro tomó plática de la tierra, y reconociendo la disposición que en sí tenía, llegó a un llano donde les mandó, por ser lugar conveniente, que con las herramientas que tenían hiciesen un foso conforme al lugar que les señalaba, cercado de hoyos grandes a manera de sepulturas, para que los caballos no pudiesen llegar a él; y ansí mesmo les dió orden que trajesen bastimentos para todos, repartiéndolo entre los señores principales por su orden; y como era hombre de guerra, les dijo que no tuviesen duda, sino que los cristianos en sabiendo que estaban allí, habían de venir a pelear con ellos, y que peleando a su ventaja, como las demás veces lo habían hecho, tendrían cierta la vitoria; diciéndoles que los cristianos, aunque eran valientes, no sabían pelear ni tenían orden de guerra, y que andaban tan cargados de armas que a pie luego eran perdidos; que la fuerza que tenían era los caballos, y que para pelear con ellos en aquel fuerte, de necesidad los habían de desamparar y pelear a pie.

Francisco de Villagra tuvo luego nueva de lo que el Lautaro hacía, que parecía los indios le tenían tan ganada su fortuna, que lo venían a buscar, y para reparo de lo que podían hacer, envió a Diego Cano con veinte hombres a caballo. Los indios pelearon con él al paso de una ciénaga en un monte y le mataron un soldado. Diego Cano se retiró a mejor puesto; los indios desollaron el muerto y, lleno el pellejo de paja, lo colgaron en el camino, de un árbol.

Estendida esta nueva por la provincia, tomaron más reputación. Villagra que lo supo, envió al capitán Pedro de Villagra que en la ciudad Imperial había sido su teniente, hombre plático de guerra, porque se venía alzando la provincia, con treinta y cuatro soldados. El Lautaro, como tuvo la nueva, se recogió a su fuerte, y mandó que no les estorbasen el caminar, sino que los dejasen llegar a donde él estaba, y que cuando tocase la trompeta saliesen a pelear por las partes que les señalaba, y cuando la volviese a tocar, se retirasen. Con esta orden esperó lo que Pedro de Villagra haría; el cual llegó y se puso a caballo con toda su gente en un alto junto al fuerte, y mandó a quince soldados se apeasen y llegasen a reconocer de la manera que estaba; con éstos se apearon otros que no se quisieron quedar a caballo. Los indios los dejaron llegar y desque estuvieron junto al fuerte, tocando su trompeta salieron por dos partes, como les estaba señalado; tomándolos en medio pelearon lanza a lanza; los cristianos mataron algunos con los arcabuces. Allí fué cosa de ver un soldado esclavón de nación pelear tan bravamente, que al indio que con su espada alcanzaba lo cortaba de tal manera, que si le daba por la mitad de el cuerpo lo cortaba todo, y al respeto por cualquiera otra parte, llamado de nombre Andrea, valentísimo hombre; de tal manera peleaba que aunque quebró su espada, no osaban los indios llegar a él: ¡tanto temor le tenían!

Viendo Pedro de Villagra que no se hacía efeto y que le herían la gente, los comenzó a retirar. Los indios, que serían número de seiscientos, vinieron tras ellos con tanta determinación que a un soldado natural de Zamora, llamado Bernardino de Ocampo, que había peleado con una espada y rodela valientemente, teniendo ojo en él-llevaba su rodela a las espaldas, porque le guardase aquel lugar de las flechas-un indio le alcanzó y le asió de la rodela con tanta fuerza que quebrantó la correa con que iba asida, la sacó y se la llevó. Pedro de Villagra se retiró tanto como un tiro de arcabuz, que era ya tarde; y otro día con nueva orden volver a pelear. El Lautaro, conociendo que estaba allí perdido, se salió aquella noche del fuerte y se fué al río de Maule, diciendo que él había visto la dispusición de la tierra y que era a propósito para hacer la guerra por ser abundosa de bastimentos; animando a los principales dijesen que compelidos no habían podido hacer menos, porque el Lautaro no los destruyese.

Pedro de Villagra fué luego por la mañana a ver el fuerte. No los hallando en él, se informó iban la vuelta de Maule y no los podían alcanzar, porque iban para su seguridad por el camino de el monte y malos pasos para caballos. Se volvió a la dormida; después de haber hablado a algunos principales, se fué a Santiago. En la cual jornada, entre los émulos que tenía, perdió de reputación en que estaba de hombre de guerra.

Francisco de Villagra luego a la primavera, como vido que no había movimiento alguno en los términos de Santiago, se determinó ir a la ciudad de la Serena, porque de aquella ciudad por muchas cartas le enviaban a llamar, diciéndole que para la quietud de el pueblo convenía residiese algunos días allí. Villagra, a lo que se entendía de él, lo deseaba, porque Aguirre era hombre bravo y de grande ánimo, y le pesaba mucho sufrir mayor; por este respeto se fué a Copayapó para estarse en aquel valle mientras Villagra tuviese mando. Villagra salió de Santiago con treinta soldados, sus amigos; aunque en el camino tuvo algunas armas, diciendo Francisco de Aguirre venía a meterse en la Serena antes que él entrase-que todo fué echadizo-supo cierto estaba en el valle de Copayapó. Llegado que fué al pueblo, le envió a rogar viniese a su casa, porque de su estada allí tanto tiempo los indios eran vejados, y que por el bien de ellos y descargo de su conciencia estaba obligado a decírselo. Aguirre, como en su pecho tenía determinado de no verse con hombre que tan odioso era para él su nombre, lo entretenía con razones aparentes en su descargo. Viendo que en tres meses que había estado en el pueblo no podía persuadirle viniese a él, se determinó personalmente ir allá, y si lo esperara en Copayapó castigallo por justicia, porque tenía consigo gente la que había menester, y más la voz del rey que llevaba. Por otra parte, si Aguirre no lo esperaba, y se retiraba a los Diaguitas o Juries, era imposible venir a sus manos.

En este tiempo que trataba de la partida, llegó por el despoblado un soldado, que lo enviaba el marqués de Cañete, visorrey del Pirú, en que les hacía saber la muerte de Jerónimo de Alderete, y que en esta ausencia había proveído por gobernador de Chile a don García de Mendoza, su hijo. Aguirre rescibió la carta de el marqués, y escribió a Villagra diciéndole mirase cómo eran tratados, porque en el sobre escrito decía: «Muy noble señor.» Villagra calló al sobre escrito de su carta, diciendo que de cualquier manera que el señor visorrey le tratase era mucha merced que le hacía, y ansí salió a rescebir al mensajero una milla de la ciudad con trompetas; y después de ser informado de todo lo demás que quiso, le mandó dar quinientos pesos en un pedazo de oro; y porque estaba un navío en el puerto de aquella ciudad y de partida para el Pirú, no quiso ir a la ciudad de Santiago, sino volverse al Pirú, pues llevaba respuesta de su embajada. Villagra escribió al visorrey, y a don García, su hijo, y se volvió a Santiago con la gente que tenía y con los que le quisieron seguir. Subió a la ciudad Imperial para dar nueva de lo proveído para Chile.

Después de haber caminado cien leguas y llegado y tratado lo que el visorrey le escrebía, y proveído tenientes de corregidor para en cosas de justicia sobre los alcaldes, se volvió por el camino que había llevado hasta el río de Maule. Pasando su camino por los Promacaes topó con el capitán Juan Godíñez, que iba con veinte hombres en busca de Lautaro, porque este indio, llegado que fué a su tierra, dió nueva de la fertilidad de Santiago y de la voluntad que había hallado en los indios para echar de su tierra a los cristianos; con esta nueva se le juntaron muchos indios valientes y briosos, con los cuales dió vuelta a los términos de Santiago y desasosegaba aquella provincia.

Pues como se topó Villagra con Juan Godíñez, después de informado de la tierra que Lautaro tenía y donde al presente estaba, caminaron juntos a dar sobre él, con guías que los llevaron por buen camino toda la noche, y a la que amanecía llegaron a un carrizal, donde estaba con sus indios bien descuidado y durmiendo, porque fué tanta la presteza que llevaron caminando, que el Lautaro no pudo tener aviso. Luego se apearon cincuenta soldados con los indios que llevaban por amigos, y dieron en ellos. Los de guerra tomaron las armas para pelear; hallándose cercados de cristianos pelearon con grande determinación, dando y rescibiendo muchas heridas. El Lautaro quiso salir de una choza pequeña donde estaba durmiendo, y fué su suerte que un soldado, hallándose cerca sin lo conocer, le atravesó el espada por el cuerpo. Los indios, viéndose sin capitán ni trompeta que los acaudillase, pelearon tan valientemente sin quererse rendir, que un soldado, hombre noble, llamado Juan de Villagra, queriendo temerariamente entrar en ello al pasar de una ciénaga, confiado en un buen caballo que llevaba, fué muerto en presencia y a vista de muchos que aunque quisieron dalle socorro no lo pudieron. Murieron en este asalto más de trescientos indios, sin otros muchos rendidos y castigados.

Quedando aquella provincia castigada y puesta en quietud se fué a Santiago, donde estando bien descuidado oyendo misa en San Francisco, le llegó una carta en que por ella le decía un estanciero que residía cerca de Santiago, había llegado a su asiento un capitán con muchos soldados, y que traían arcabuces y otras muchas armas, y que decían [que] don García de Mendoza quedaba en la ciudad de la Serena. Luego tras esta carta llegó a la ciudad de Santiago Juan Ramón, que venía por maestro de campo, y traía consigo treinta hombres, con orden de recebirse en nombre de don García en aquella ciudad. Fuése apear a las casas de Villagra, y envió a San Francisco a un hidalgo llamado Vicencio de Monte, natural de Milán, a quien Valdivia había hecho vecino en la Concepción. Este entró en la iglesia, y después de habelle saludado, le dijo que el capitán Juan Ramón sería breve allí, dejándolo en sus casas que son mañas secretas que muchos hombres tienen. Después que oyó misa se fué a su casa, en donde le estaban esperando; llegado a la puerta le salió a recebir Juan Ramón, y le dijo traía orden de don García de Mendoza que su merced mandase juntar el cabildo, y todos juntos verían los poderes que de el marqués de Cañete, visorrey del Pirú, traía, y los que su hijo don García había dado de gobernador de Chile. Juntos en cabildo rescibieron a Juan Ramón en nombre de don García, por poder suyo. Luego que fué rescebido prendió a Villagra, y le puso guardas porque no hablase con él ninguna persona; y otro día, luego por la mañana, lo llevó a la mar y embarcó en un navío que para el efeto don García desde la Serena había enviado, y lo entregó al maestre, que se hizo a la vela con él. De esta manera acabó Villagra su representación de fortuna, tan contraria cuanto le había sido favorable para traelle siempre en cargos honrosos.




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Capítulo XXIII


De cómo don García de Mendoza entró en Chile y, rescebido por gobernador, las cosas que hizo


Llegado Jerónimo de Alderete a España en nombre de Pedro de Valdivia para negociar con su majestad, le fué necesario pasar a Ingalaterra, porque el Emperador don Carlos había renunciado todos sus reinos en el serenísimo príncipe don Felipe, su hijo, y retirado en un monasterio de religiosos, no entendía cosa alguna, ni en proveimiento de ninguna suerte; por donde le convino Alderete irse a ver con el rey, que a causa de se haber casado con la reina de Ingalaterra estaba en aquel reino. Llegado allá, e informado el rey de su venida, desde a pocos días le hizo merced dalle a Valdivia la gobernación por su vida, y más, que le sucediese la persona que él nombrase; con este despacho se partió de Ingalaterra. Entrando por Francia le alcanzó un correo, que le hizo Eraso, secretario del rey, en que le decía que por cartas había el rey sabido era Valdivia muerto; que le parecía se debía volver a hacer sus negocios, porque el secretario Eraso, siendo informado que la tierra de Chile tenía mucho oro debajo de tierra, hizo una compañía con Alderete, en que ponía Eraso ciertos esclavos para labrar las minas, y Alderete lo demás, con un tesorero que desde allá venía para el efeto de tener cuenta con lo que de las minas se sacase; viendo que el tiempo le ordenaba por la muerte de Valdivia reformalla mejor, dió aviso. Alderete, con esta nueva, volvió a Londres, donde el rey estaba; con buenos terceros que tuvo, y por crédito que el rey tenía de su persona, le hizo merced dalle la gobernación de Chile, ansí como la tenía Valdivia, y más un hábito de Santiago y título de Adelantado; con esta merced se partió de España para Chile. Llegado a Panamá, que es y ha sido sepoltura de cristianos, enfermó de calenturas, y apretándole la enfermedad, murió.

En este tiempo el marqués de Cañete venía proveído por visorrey de el Pirú y capitán general. Llegado a la ciudad de los Reyes, y rescebido por el Audiencia que en ella reside, desde a pocos días muchos hombres principales, vecinos de Chile, que estaban esperando Alderete, le fueron a besar las manos, informándole de el estado de Chile y la grosedad de la tierra; le suplicaron y pidieron por merced les diese a don García, su hijo, por gobernador. El marqués, después de haberlo pensado, se determinó enviarlo, porque gobernando el padre el Pirú y el hijo a Chile, de gente, armas y lo demás necesario, lo proveería; y para que hubiese buen efeto tener de paz el reino, y por poner a su hijo en buen lugar, teniendo atención a lo de adelante, porque siendo, como era, mancebo, tenía aparejo desde aquel puesto para grandes efetos. El marqués, como era hombre prudente, considerado todo lo proveyó, y para que viniese conforme a la calidad del padre y presunción suya, mandó hacer gente en Lima, y rogando a otros personalmente que ayudasen a don García en aquella jornada, entendiendo que al marqués daban contento, muchos hombres nobles se ofrecieron irle a servir: algunos por culpa que sentían en sí de las rebeliones pasadas quisieron tenelle propicio, y muchos hidalgos que habían venido de Castilla con Alderete. Y para mejor efeto, el marqués, como era generoso y liberal, gastó de la hacienda de el rey número de cien mill pesos, que dió en socorros y ayudas a muchos soldados que con don García venían. Juntó el marqués para la jornada trecientos hombres, y con tres navíos bien aderezados de artillería, arcabuces y mucha munición de guerra, lo envió que gobernase el reino de Chile, y acompañado de religiosos, hombres de buena vida y ejemplo, salió a la vela de el puerto, de los Reyes, año de 1557. Con buen tiempo que tuvo llegó en tres meses a la ciudad de la Serena; fué rescebido con grande alegría de el pueblo. Estando allí le llegaron procuradores de Santiago pidiéndole por merced quisiese entrar en aquella ciudad; rescibiólos amorosamente, y los despachó diciendo que él venía a poblar la ciudad de la Concepción, por cuyo respeto no pensaba entrar en Santiago por entonces; que rescebía su voluntad y se lo agradecía mucho.

Tratando con Francisco de Aguirre, en cuya casa posaba, de algunas cosas de el reino, entendió de él no estaba bien en amistad con Villagra, y que era cierto las revueltas que en el Pirú había habido, las más habían sido por no ponelles remedio breve. Quiso atajar lo que algunos le decían podía ser; siendo como eran hombres poderosos, y tenían muchos amigos, era bien quitalles la ocasión y enviallos al Pirú, mientras a la tierra de Chile se hacía la guerra y la ponía de paz. Con este acuerdo envió a la ciudad de Santiago, llegado que fué a la Serena, embarcasen a Villagra y lo enviasen a donde él estaba. Preso Villagra, como atrás dijimos, lo llevaron en un navío. Entrando por el puerto, comenzó a hacer salva con el artillería que llevaba, y un galeón que estaba surto en el mesmo puerto, respondió a la selva con el artillería que tenía. Don García mandó ir a ver qué era: supo traían preso a Villagra. Holgándose infinito, lo mandó visitar de su parte, y que lo pasasen a otro navío, en donde estaba Francisco de Aguirre preso, y escribiendo al marqués, su padre, los entregó a un hijodalgo, natural de Bormes, en Alemaña, llamado Pedro Lisperguer, que los llevase a su cargo, el cual se hizo con ellos a la vela y fué al Pirú, donde los entregó al marqués de Cañete, que los rescibió con mucho amor y mucho honor, y porque iban pobres les mandó dar dineros que gastasen de presente, dándoles esperanza de hacelles mucha merced; se andaban en su corte, como ellos querían, hasta que desde a dos años Aguirre se volvió a Chile con licencia que le dió el marqués.




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Capítulo XXIV


De cómo don García de Mendoza llegó a el puerto de la Concepción, y de lo que acaeció hasta que llegaron los de a caballo por tierra


Siendo rescebido don García por gobernador, como atrás se ha dicho, después que envió a Villagra y Aguirre al Pirú, se hizo a la vela de el puerto de la Serena para la Concepción, enviando primero al capitán Juan Ramón que diese orden en llevar los soldados, y vecinos que le habían de ayudar en la guerra presente a la primavera: y para que tuviesen buen aviamiento, envió con él a Jerónimo de Villegas, que traía comisión de contador de cuentas, para que en la caja del rey se pagasen las libranzas que don García diese, y con orden que tomase la ropa que le pareciese nescesaria para proveer soldados, que era informado estaban pobres y desnudos. Con esta orden de ropa y armas, estando en ello ocupado, llegó don Luis de Toledo por tierra con número de gente que por traer caballos de el Pirú se había puesto en aquel camino con título de coronel para en todas las cosas de guerra. Don García llegó al puerto de la Concepción con dos navíos, y hasta ver y reconocer la tierra tomó puerto en una isla que hace en mitad de la bahía, por no tener caballos que le descubriesen y asegurasen la campaña. En esta isla estuvo cuarenta días con docientos hombres, sustentándose de ración que les mandaba dar del matalotaje que traía. Desde allí envió algunos capitanes con un barco reconociesen lugar donde se pudiese hacer un fuerte cerca de la mar en parte segura para podellos proveer de el armada.

Estando en esta obra ocupado, llegó un navío de Santiago con mucho bastimento que aquella ciudad le enviaba, parte de ello en servicio y parte comprado con la hacienda de el rey. Los que fueron en el barco hallaron en una punta sobre la mar sitio que para fortaleza con poco trabajo se ponía en mucha defensa; con esta nueva mandó venir allí los navíos y salir la gente en tierra; con herramientas que traían lo comenzaron a hacer, y tanta priesa se dieron que en seis días lo tenían acabado.

Todos recogidos dentro de él con sus tiendas y pabellones, daba contento a la vista, fortificándolo de cada día más, puesto en buena defensa con sus piezas de artillería asestadas al campo y esperando a los capitanes que por tierra venían con la gente de caballo, haciéndosele a don García cada día un año.

Acaeció que los indios, como hombres que tantas victorias de cristianos habían tenido, se juntaron y trataron qué orden tendrían para pelear, pareciéndoles que era nueva manera de guerra aquella que traían, estando dentro del fuerte, velándose de noche y no entrándoles la tierra adentro; enviaron algunos indios sueltos que de noche reconociesen el fuerte, pues por falta de caballos lo podían bien hacer y llegar sin temor alguno. Sabiendo de sus amigos y parientes que venía por tierra caminando mucha gente de caballo, aunque no sabían el número cierto más de que eran muchos, se determinaron antes que llegasen pelear con los que en el fuerte estaban. Con esta determinación en quince de agosto año de 1557, una mañana a las diez de el día parecieron en una loma rasa grande número de indios juntos. Los cristianos, visto que eran muchos, dando arma se recogieron todos. Como no tenían caballos que los reconociesen, hasta ver qué era su disinio se estuvieron quedos. Los indios comenzaron a caminar hacia la trinchea número de tres mill, que no esperaron se juntasen más; como hombres que venían a cosa ganada, porque les cupiese más parte de el despojo, no esperaron más gente. Don García mandó que ningún arcabucero tirase, ni pieza de artillería disparase hasta que él lo mandase; con esta orden esperaron qué harían. Los indios llegaron a la trinchea sin temor alguno jugando de sus flechas; los soldados dispararon en ellos gran tempestad de arcabuzazos, de que mataron muchos. No por esto desmayaron, antes saltando la trinchea llegaron a pelear pie a pie con los que dentro estaban. Allí se vido un indio valiente hombre, dejar su pica de las manos y asir a un soldado llamado Martín de Erbira, natural de Olvera, de la pica que en sus manos tenía, y tirando della con brava fuerza, se la sacó y llevó. Otros indios valientes que quisieron entrar dentro de el fuerte, fueron muertos, y viendo cómo los mataban con los arcabuces y que no les podían entrar, se retiraron, donde a la retirada con el artillería gruesa mataron muchos. Viendo el daño que habían rescebido, se apartaron de allí y procuraron ver si los podrían tomar fuera del fuerte antes que llegasen los de a caballo; y para este efecto les pusieron emboscadas, y como vieron el mucho recato y cuidado con que de ordinario se guardaban, no trataron más de venir sobre ellos, ni parecer hasta tomar plática de lo que harían. Comunicándolo con sus amigos, pues iba por todos, se metieron la tierra adentro.

Como don García había peleado con los indios dentro de el fuerte, y se vía allí encerrado rescibiendo pena con la tardanza de los de a caballo que por tierra venían, y mohino por haberle dicho algunos que cerca de él andaban en privanza, que lo hacían mal sabiendo que su gobernador estaba tanto tiempo había metido en un fuerte estarse ellos en Santiago sirviendo damas -que de estos hombres siempre se hallan tales amigos de ganar y grangear por allí la gracia que no son para ganar de otra manera-, le indinaron de tal suerte que les escribió al camino desfavorable, dándoles mucha reprehensión, mandando al capitán Juan Ramón, que traía a su cargo la gente, no le viese, aunque después lo rescibió en su gracia, porque en este tiempo don García estaba tan altivo como no tenía mayor ni igual. Libremente disponía en todas las cosas como le parecía, porque en el tratamiento de su persona, casa, criados y guardia de alabarderos estaba igual al marqués su padre; y como era mancebo de veinte años, con la calor de la sangre levantaba los pensamientos a cosas grandes.

Llegados los de a caballo a quince de setiembre del año de 1557, se olvidó lo pasado y salieron todos a alojarse al campo. Repartidos cuarteles era hermosa cosa ver tanta gente junta, que hasta entonces no se había visto en Chile.




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Capítulo XXV


De cómo don García ordenó compañías de a pie y de a caballo, y de la orden que tuvo para pasar el río Biobio y la batalla que los indios le dieron


Pues como llegó la gente que se esperaba, desde a pocos días mandó don García hacer correrías por el campo de a cuatro y seis leguas, tomando plática de la tierra; y para que con mejor orden se hiciese, tomó muestra de toda la gente que tenía, y halló por todos quinientos soldados. Hizo luego compañías de a pie, señalando a cada una el número de soldados que había de tener; después de habelles dado banderas les mandó tuviesen cuenta con ellas, y que entendiesen que los que había señalado por soldados en ellas, aunque tuviesen buenos caballos, habían de pelear a pie siempre que se ofreciese, y hacer la guardia con todo lo demás que se ofreciese, y repartió la gente de caballo, y ansí mesmo les dió estandartes que llevasen, y sennialó estandarte general con las armas reales, y para sí tomó una compañía de arcabuceros y lanzas, y les señaló un soldado antiguo a quien respetasen y tuviesen por su capitán, como a su persona. Hechas estas prevenciones, mandó que Francisco de Ulloa capitán de caballos, con su compañía fuese a echar de la otra parte de Biobio tres hombres camino de la Imperial, doce leguas de la Concepción, con una carta suya a aquellas ciudades, para que entendiesen estaba de camino para entrar a hacer la guerra a Arauco: que les rogaba con la más gente que pudiesen le viniesen ayudar, y que para tal día señalado estuviesen al paso del río por donde lo había de pasar.

Prevenido esto, mandó al capitán Bautista de Pastene, hombre plático de la mar, que lo tomase a su cargo, y que con los carpinteros que en el campo se hallaban hiciese una barca llana con su puerta, que cupiese seis caballos, en que pasar el río de Biobio, lo cual hizo con mucha brevedad, que para este efeto se traían los materiales de atrás, y toda cosa prevenida. Estando en este proveimiento llegó el obispo don Rodrigo González con doce caballos muy buenos de rienda, con sus mozos que los curaban, y por la mar un navío cargado de bastimento. Todo lo cual dió graciosamente a don García sin ninguna pretensión ni interés, que fué señalado servicio en el tiempo en que estaba, como hombre tan celoso de nuestra religión católica; y viendo a don García puesto en aquel camino y jornada tan santa, le quiso ayudar con su hacienda y renta para que mejor eleto tuviese su deseo. Pues volviendo a don García, en el inter que se hacía la barca maridaba reconocer y ver si las simenteras que los indios tenían estaban de sazón para poder campear tanta gente. Sabiendo que las cebadas estaban maduras y otras cosas de comer que les ayudaban para campear, mandó que la harca y los bateles de navíos que allí estaban se llevasen por la mar al río de Biobio, y que en donde el río entra en la mar esperasen; y para seguridad de los barcos envió algunos arcabuceros. Luego partió con su campo aquella jornada y se puso en su ribera, y porque era aquél el tiempo y día que habían sennialado a los de la Imperial, envió un capitán de caballos que fuese en su demanda asegurando los pasos. Dos leguas de el campo topó con ellos: venían sesenta hombres bien aderezados, valientes soldados y muy ejercitados en la guerra. Todos juntos se volvieron al río, en donde don García estaba dando orden en el pasar de la gente que en la barca y bateles pasaban a mucha priesa con oficiales de el campo que solicitaban el pasaje, y anal con brevedad se pasó todo el servicio y caballos, mudando los remeros, que de cansados no podían más. Y un hombre extranjero que había trabajado mucho, natural de la isla de Lipar, frontero de Nápoles, estando el pobre cansado, se escondió para tomar algún reposo y comer; don García lo mandó con mucha diligencia buscar, y luego que pareció lo mandó ahorcar. Sin admitirle descargo alguno, mandaba se pusiese en efeto, y porque no había árbol en la parte en donde estaba para ahorcallo, era tanta la cólera que tenía, que sacando su espada mesma de la cinta, la arrojó al alguacil para que con ella le cortase la cabeza. A este tiempo llegaron unos religiosos frailes que en su campo llevaba, éstos lo amansaron, y el pobre hombre volvió a remar.

Teniendo, pues, su campo de la otra parte del río, mandó al capitán Reinoso como a hombre que sabía la tierra, fuese a descubrir el campo por donde había de caminar otro día. Reinoso fué con su compañía hasta la entrada de Andelican, tierra de los indios que habían desbaratado a Villagra. Don García mejoró su campo una legua de allí para ponerse en parte que tuviese pasto para los caballos y servicio para el campo. Yendo Reinoso descubriendo su camino, llegó a un fuerte que los indios tenían hecho en una loma, por donde había de pasar, con su trinchea. Reinoso, reconociendo que estaban allí perdidos viniendo sobre ellos un campo tan grande, mostrando tener temor, y para más animallos a que no desamparasen el fuerte que tenían, con apariencia de miedo, volvió las espaldas el camino que había traído para dar aviso en el campo. Los indios, como le vieron volver, sin consideración alguna salen todos juntos una ladera abajo en su seguimiento, hasta llegar al llano, número de ocho mill indios. Reinoso, como traía poca gente, aunque la tierra era llana, se iba retirando y envió un soldado que diese aviso en el campo. Don García envió a su maestro de campo con sesenta arcabuceros a caballo, y entre ellos algunas lanzas, para que les diese socorro y no peleasen, sino que todos juntos se retirasen hacia el campo y le diesen aviso el número de la gente que era y la tierra que traían.

Juan Ramón, usando oficio de soldado más que de capitán, no guardó la orden que llevaba, antes trabó batalla con los indios, andando envuelto con ellos; mataron algunos y quedaron de los cristianos también heridos, haciendo de ordinario arremetidas dentro en los indios, que como era tierra llana y venían en seguimiento de caballos no podían venir juntos; derribaron algunos de los caballeros a lanzadas, que ponían éstos a los demás en mucha necesidad por socorrellos. Un soldado natural de Sevilla, llamado Hernán Pérez, se arrojó entre muchos indios por alcanzar uno en quien había puesto los ojos; diéronle muchas lanzadas, y si no le socorrieran Diego de Aranda y Campofrío de Carvajal con otro, lo mataran allí; mal herido él y su caballo escapó de no ser muerto con los demás que le fueron a socorrer, por acudir tantos soldados valientes en su favor, y ansí peleando los trajeron tres leguas de camino llano hasta ponerse a vista de el campo. Don García los esperaba con orden de guerra, la infantería a los lados de la caballería y sacada una manga de arcabuceros que peleasen en la parte que pareciese convenir más. Los indios, como llegaron a vista del campo y vieron tanto estandarte y banderas, viéndose perdidos se llegaron a una ciénaga, y en ella se hicieron fuertes, porque el lugar lo era de suyo para gente desnuda, que si aquel día alguno de los capitanes diera aviso a don García conforme a la orden que llevaban, se hiciera una suerte que no escapara indio ninguno, y ansí se fueron por la ciénaga sin que se les hiciese mal. Otro día después de bien informado de lo hecho el día de atrás, estando el campo asentado en donde los indios habían tenido el fuerte, se movió plática de lo pasado. El capitán Reinoso decía que Juan Ramón como maestro de campo tenía el mando, y que él tenía de dar aviso, pues él no era allí más de un soldado: que lo que a su cargo había llevado lo había hecho y avisado de todo lo que convenía: que su maestro de campo, si había querido pelear y no avisalle, ¿qué culpa tenía él de ello? Don García, después de haberles oído y enojado con las disculpas que daban, les dijo que no había ninguno dellos que tuviese plática de guerra a las veras, sino al poco más o menos, y que vía y sabía que no entendían la guerra, por lo que dellos había visto, más que su pantuflo. Entre los presentes tenido fué por blasfemia grande para un mancebo reptar capitanes viejos y que tantas veces habían peleado con indios, venciendo y siendo vencidos por hombres tan torpes de entendimiento. Fué causa lo que aquel día dijo para que desde allí adelante en los ánimos de los hombres antiguos fuese malquisto. Don García, como era hombre de buen entendimiento y tenía el supremo mando, arrojábase con libertad a lo que quería, de lo cual era causa su edad.

Desde allí se partió para Arauco y envió escolta de caballo delante que le descubriese la cuesta grande donde habían desbaratado a Villagra. Llegado aquel día al llano se regocijaron todos con una hermosa escaramuza de caballo y de a pie, y para más buena orden en esta jornada, llevaba un navío por la costa surgendo por las jornadas que el campo hacía, y [para] proveelle de lo que hubiese menester. Allí mandó se sacase algún bastimento para proveer el servicio de el campo, que iba falto de ello, y al maestre de el navío mandó se fuese de allí para su seguridad a una isla que estaba cerca y de buen puerto, llamada de Santa María.




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Capítulo XXVI


De cómo salió el campo de Arauco para ir a Tucapel, y de la batalla que le dieron los indios en Millarapue


Llegado que fué don García al valle de Arauco, estuvo dos días en él y envió en ellos a su maestro de campo que reconociese sitio donde se pudiese mudar de allí. Trájole relación que de la otra parte del río que pasa por este valle estaba un llano muy a propósito, porque tenía cerca todas las cosas de que tenía necesidad. Otro día levantó el campo y se fué [a] aquel asiento: desde allí envió a correr y descobrir el camino de adelante y tomar plática de los indios, que por no parecer ninguno era señal debían de estar juntos. Arnao Cegarra, que era contador del rey, natural de Sevilla, fué con una compañía de caballo esta jornada. Queriendo don García guiarse más por calidad que por plática de guerra, pues era cierto Arnao Cegarra no tenía ninguna, y ansí no llevando su gente recogida para lo que le sucediese, un soldado entró por el monte tras de unos indios, que como le vieron solo revolvieron sobre él, y peleando lo mataron, después de haberlo buscado, que lo vinieron a hallar despojado de las armas y vestidos, lo cargaron en un caballo y llevaron al campo a enterrar. Don García, desgustoso por la mala orden que se había tenido, dió una reprehensión al que los llevaba a su cargo, y no le encomendó cosa otra alguna.

Después de esto envió al capitán Rodrigo de Quiroga que tomase lengua de un fuerte, en donde le decían estar juntos los indios esperándole. Yendo su camino, llegó a un paso cerrado con muchos árboles grandes cortados, que junto al camino los había criado naturaleza; estos árboles cayendo cerraban el camino, de suerte que no se podía pasar por él si no era quitando aquel impedimento; y para habello de quitar había de ser el trabajo mayor, porque era mucha la longitud, y los indios pretendían ocupallos en aquella obra para pelear con ellos en aquel monte, teniéndolos encerrados en él. Después que hubo reconocido lo que convenía, se volvió y dijo a don García era trabajoso llevar el campo por aquel camino. Por este respeto acordó en su consejo de guerra llevarlo por la tierra llana entre la costa de la mar y el camino cerrado; pues había caminos muchos y buenos que iban perlongando la tierra, el viaje que se llevaba, sin rodeo alguno; cuanto más que aunque lo hubiera se tenía por mejor.

Echado bando para partir, las espías que estaban dentro de el campo dieron luego aviso el camino que llevaba. Siendo informados, y pareciéndoles que de temor había dejado de ir el camino de el fuerte por no pelear con ellos, se determinaron aquella noche ir, y al amanecer pelear con él en donde estaba antes que saliese a mejor tierra, porque la de Millarapue, que ansí se llamaba donde tenía don García el campo asentado, por ser, como era, tierra doblada de valles y cerros, aunque pequennios, era mucho a su propósito, y que tendrían ventaja a los caballos. Con esta determinación salieron de el fuerte repartidos por tres partes, teniéndole en poco a causa de las muchas vitorias y buenos sucesos de atrás; los tenían tan soberbios, que sin consideración alguna, sino como hombres temerarios, la siguiente mañana al amanecer vinieron sobre el campo: traían por su capitán mayor a Queupulican, hombre de grandes fuerzas y muy cruel. Luego que fueron descubiertos de las centinelas, que aún no se habían retirado, tocaron arma. Los indios, oyendo una trompeta que se tocó en el campo, entendiendo por ella eran descubiertos, dieron una grande grita, a la cual despertó todo el campo: tomando las armas esperaron la orden que se les daba. Los indios caminaron hasta ponerse a tiro de mosquete, allí hicieron alto por dos partes que venían caminando, los unos a vista de los otros; y cuando los unos hicieron alto, los otros pararon y se estuvieron quedos. Representada la batalla, llamando a los cristianos a ella, el otro escuadrón que venía por las espaldas tardó tanto, que no llegó a tiempo de pelear. Don García mandó cargar el artillería, que eran cuatro piezas de campo que estaban puestas en un alto y señoreaban los indios bien al descubierto: dejó por guarda de el campo una compañía de infantería, de que era capitán un caballero de Plasencia, llamado don Alonso Pachecol y proveyó que dos compañías de caballo y una de infantería se pusiesen al encuentro de los indios, y que no peleasen si no les compeliese necesidad, hasta que él lo mandase. Ellos, no teniendo sufrimiento para guardar la orden que les fué dada, rompieron con los indios, y anduvieron peleando de tal suerte, que dos soldados que entraron en ellos los derribaron de los caballos: socorriólos el capitán Rodrigo de Quiroga con algunos infantes y gente de caballo. Los indios les tenían ventaja, porque se peleaba en poco llano y muchas laderas, y en saliendo de el llano que tenían no los podían enojar, si no eran los infantes, que hicieron mucho efeto, porque andando peleando iban siempre ganando con ellos. El otro escuadrón, que estaba a la mira, mejor ordenado, cerrado con sus capitanes delante poniéndolos en orden, atados unos rabos de zorra a la cinta por la parte trasera, que les colgaba a manera de cola de lobo, por braveza entre ellos usada: éstos traen los más señalados y valientes.

Acaeció una cosa entonces, que por ser dina de memoria la escribo, para que entienda el que esto leyere y considere cuán valientes hombres son estos bárbaros, y cuán bien defienden su tierra. Unos corredores le trajeron a don García un indio, al qual mandó que le cortasen las manos por las muñecas; ansí castigado lo envió a donde los señores principales estaban, y que les dijese si le venían a servir les guardaría la paz, y si no lo querían hacer que a todos había de poner de aquella manera. Ellos, tomando por instrumento o castigo hecho en el indio para su disinio, hablaron su gente, y para ello tomó la mano el Queupulican, como después se supo por cierto, y les dijo como ya vían los cristianos estaban dentro en sus casas, y que éstos eran los mesmos que otras veces habían desbaratado, y que agora, porque se vían muchos juntos, los enviaban amenazas; que todos peleasen animosamente, teniendo tino a la vitoria, de la cual todos quedarían ricos, pues era cierto traían grande cantidad de ropas, caballos y otras muchas preseas de que habían de estar muy regocijados, pues les cabría tanta parte de el despojo a todos en general, y que si lo que él no creía, le sucediese mal, no tuviesen temor de dar otra y otra batalla, hasta morir todos: y que cuánto mejor les era morir peleando valientemente, que no verse como aquel indio cortadas las manos: y para más animallos andaba el indio las manos cortadas por el escuadrón diciendo a todos su mal.

En este punto y de la manera dicha estaban los indios en su escuadrón representada la batalla, y entre ellos el indio sin manos diciéndoles en voz alta que peleasen, no se viesen como él. Los indios, viendo que a sus compañeros hasta entonces no les iba mal, sino que peleaban bien, estaban parados esperando a los cristianos que iban poco a poco a ellos. Comenzó a jugar la artillería tan bien que, metiendo las pelotas en la multitud, hicieron grande estrago y pusieron mayor temor, porque yo vide una pelota (que me hallé presente y peleé en todo lo más de lo contenido en este libro) que yendo algo alta, primero que dió en los enemigos llevó por delante grande número de picas que las tenían enhiestas, haciéndoselas pedazos, y sacándoselas de las manos los dejaban con espanto de caso tan nuevo para ellos, porque aunque otras veces habían peleado contra artillería, era pequeña y no había hecho en ellos tanto daño. Don García llevó por delante dos compañías de arcabuceros con grande determinación, disparando en el escuadrón sus arcabuces, derribando muchos a causa de tomallos juntos: y viendo tres estandartes de a caballo que venían a romper con ellos y el artillería que no cesaba, no pudiendo sufrir su perdición volvieron las espaldas, los de a caballo entre ellos alanceando muchos; y por estar cerca una quebrada grande y honda escaparon los más echándose por ella: allí los mataban los soldados de a pie a estocadas y lanzadas: muchos se rindieron, que pasada aquella furia escaparon las vidas con pequeño castigo. El otro escuadrón que peleaba con el capitán Rodrigo de Quiroga, como vido su daño tan al ojo, por no pasar por donde sus amigos y compañeros huyeron y por ser el sitio donde se peleaba áspero, murieron pocos.

Tomáronse entre todos sietecientos indios a prisión, sin más de otros tantos que murieron peleando. Serían los indios que vinieron aquella mañana, a lo que ellos dijeron, diez mill indios, aunque todos no llegaron a pelear por la tardanza que tuvo el postrero escuadrón. Tomáronse prisioneros diez caciques, señores principales, que hacían oficio de capitán: Queupulican, capitán mayor, huyó. A estos principales, don García los mandó ahorcar todos. Allí se vido un cacique, hombre belicoso y señor principal, que en tiempo de Valdivia había servido bien, indio de buen entendimiento, después de haber procurado que lo diesen la vida, no pudiéndolo alcanzar, aunque muchos lo procuraron por ser tan conocido. Este, viendo que a los demás habían ahorcado, rogó mucho al alguacil que lo ahorcase encima de todos en el más alto ramo que el árbol tenía, porque los indios que por allí pasasen viesen había muerto por la defensión de su tierra.

De los cristianos no murió ninguno; hubo muchos heridos aunque no de heridas peligrosas; tomáronse armas, cosa increíble.




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Capítulo XXVII


De cómo don García de Mendoza pobló la ciudad de Cañete, y de lo que allí le sucedió


Después que don García desbarató los indios en Millarapue, y hecho castigo en los que se tomaron a prisión, partió con su campo la vuelta de Tucapel, unas veces por buen camino y otras por malo, tal cual las guías que le llevaban le decían. Llegó en tres jornadas a la casa fuerte que Valdivia en su tiempo allí tenía, que della no parecía más de sólo las ruinas. Después que asentó su campo, envió otro día desde aquel asiento a recoger y buscar bastimento por compañías. Los indios de aquella provincia, cuando vieron que había hecho asiento, por guardar sus bastimentos y tenellos secretos, quemaron todas sus casas, que era en donde los tenían debajo de tierra, escondiéndolos en unos silos, pareciéndoles como el fuego de la casa caía encima, quedaba el silo guardado. Era gran lástima ver arder tantas casas voluntariamente, puesto el fuego por los propios cuyas eran, que para de indios eran muy buenas. Los cristianos apartaban las cenizas después de muerto el fuego, y sacaban de los silos todo lo que hallaban, y ansí se trajo al campo mucho trigo, maíz y cebada.

Los indios, como vieron tanto cristiano, servicio y caballos, y sabían que con grande crueldad los habían muerto y castigado dos veces que peleado habían, no osaron por entonces probar ventura: y ansí se subieron a la montaña, como tierra áspera, con sus mujeres e hijos, esperando ver si los cristianos se dividían para tomar conforme al tiempo el consejo, y ansí se estuvieron a la mira.

Don García mandó, para seguridad de la gente que allí había, de dejar se hiciese un muro que cercase el sitio que la casa fuerte antiguamente tenía en frente de una loma rasa que hacía de una esquina a otra de el mesmo fuerte, porque lo demás de suyo estaba bien fortificado, con un foso grande y peinado. Repartidos los cuarteles, señaló a cada una compañía lo que había de hacer. Hízose esta obra con tanta brevedad, que no es creedero decillo, porque sacar la piedra y traella a los hombros, hacer la mezcla y asentallo, todo fué acabado en tres días, con dos torres grandes, en que estaban a las esquinas de el fuerte cuatro piezas de artillería. Puesto en esta defensa, envió algunas compañías a correr y tomar plática de los indios, si querían venir de paz o de como se sentían, porque ningún indio quiso venir a serville, de que se entendía su pertinacia.

A este efeto fué el capitán Rodrigo de Quiroga con una compañía de caballo a correr el campo. Los indios, que desde lo alto lo vieron con poca gente, y que no eran más de cuarenta de caballo, dieron aviso a los demás que por allí estaban juntos, y con grande ánimo bajan a pelear con el número de mill indios, mostrándosele por delante, y para el efeto suyo dejándole pasar una quebrada de mal camino y despeñadero, diciendo que si los desbarataban, cincuenta indios que tornasen el alto les defenderían el paso y allí los matarían todos. Traían los indios en este tiempo para defenderse de los arcabuces unos tablones tan anchos como un pavés, y de grosor de cuatro dedos, y los que estas armas traían se ponían en el avanguardia, cerrados con esta pavesada para recebir el primer ímpetu de la arcabucería, y ansí se vinieron poco a poco hacia los cristianos. El capitán Rodrigo de Quiroga juntó su gente, y les dijo que no podían dejar de pelear, porque si se retiraban y hallaban tomado el paso se habían de perder: que era mejor, pues estaban en tierra llana, romper con aquellos indios con determinación de hombres, pues no les iba menos que las vidas; porque, demás de la flaqueza que se hacía en no pelear, no había camino por donde pudiesen volver que no estuviese cerrado, y que desbaratándolos todos lo hallarían abierto. Luego hizo de la gente que llevaba dos cuadrillas: puestos en ala, rompió con ellos, y aunque los caballos entraron por ellos, y atropellaron muchos y alancearon otros, no por eso dejaron los indios de pelear, alanceando muchos soldados y caballos, aunque los llevaban bien armados de cueros cudrios, no dividiéndose los cristianos, sino siempre juntos y cerrados. Después de haber peleado un buen rato, desbarataron los indios, con muerte de muchos de ellos.

De allí se volvió Rodrigo de Quiroga al campo, y dió nueva a don García del suceso que había tenido. Entendiendo por él no tenían voluntad de venir de paz, envió al capitán Francisco de Ulloa al puerto de Labapi, que le mandase traer del navío que allí estaba surto, algunas cosas para proveimiento de el campo, y mandó al capitán Bautista de Pastene, natural de Génova, fuese en su compañía y reconociese por la costa si había algún río que tuviese puerto para escala de navíos, o de otra manera puerto alguno. Caminando con cincuenta hombres bien descuidado seis leguas del campo, dió en una junta de gente que estaban retirados en una quebrada de muchos pangües entre unos grandes cerros junto a la mar, que por ser menguante andaban todos buscando marisco, donde había muchos caciques, mujeres y muchachos, más de seiscientas personas, porque los indios, como gente de guerra, dejando sus mujeres y Dios en guarda con estos principales, andaban ellos en frontera de los cristianos: tomaron de estas piezas todas las que pudieron llevar, y vuelto Francisco de Ulloa al campo, hecho su viaje, unos religiosos frailes recogieron muchos de ellos; con éstos enviaron a llamar los principales viniesen a dar la paz, dándoles a entender su aprovechamiento. Vinieron algunos a servir, aunque fingido y falso todavía tuvo mucho tiempo.

En estos días don García mandó a Jerónimo de Villegas que con ciento y cincuenta hombres que le señalaba se partiese a poblar la ciudad de la Concepción y alzase árbol de justicia en nombre de el rey y hiciese alcaldes y regidores como a él le pareciese. Villegas fué por el camino que había llevado don García, y porque tuvo nueva que los indios le esperaban en la cuesta grande que es al asomada de Arauco, con parecer de algunos que se lo aconsejaron tomó otro camino dando lado a los indios, por el cual fué a salir al río de Biobio: pasándolo en balsas y canoas llegó la Concepción y pobló luego aquella ciudad, dándole el nombre que de antes tenía en cinco días del mes de enero de 1558 años. Procuró luego traer su comarca de paz y hacer casas y simenteras, plantar viñas y otros árboles de frutas que hoy la adornan y enoblecen mucho. Después que hubo despachado esta gente, personalmente comenzó a buscar sitio donde poblar una ciudad, porque en la parte en donde estaba no era lugar conviniente, y por ser gente tan belicosa la de aquella comarca, ques lo más de todo el reino. Halló un llano ribera de un fresco río, cerca de el monte, pareciéndole buen puesto, pobló una ciudad y púsole nombre Cañete de la Frontera; y desde allí se quiso luego ir a la Imperial para desde allí ir a poblar otra ciudad en lo que Valdivia había descubierto y descubrir lo demás que pudiese, teniendo puesto el pensamiento no sólo en hacer lo posible, mas en dejar gloria y fama. Envió al capitán Diego García de Cáceres a la ciudad de Valdivia para que teniendo el pueblo a su cargo despachase con brevedad un navío cargado de trigo para el proveimiento de aquella ciudad nuevamente poblada; porque tuviesen los vecinos que en ella había nombrado con qué hacer sus simenteras, y mandó al maestre llevase el navío [a] aquel puerto para rescebir la carga. Y porque no le quedase nada por hacer, envió a la ciudad Imperial un capitán con sesenta hombres a caballo, y con comisión a los oficiales de el rey, que de las deudas de diezmos que a su majestad eran debidas, le proveyesen en descuento de ellas de ganado para repartillo en los vecinos que en aquella ciudad dejaba, obligándose a la deuda cada uno de lo que le cupiese, y que para tal día estuviese en la casa fuerte que había sido en Puren. Volvieron al mesmo tiempo con dos mill cabezas de ganado la vuelta de Tucapel. Don García envió al capitán Alonso de Reinoso con cincuenta soldados, los más de ellos arcabuceros, que estuviesen en Puren aquel día que los que venían de la Imperial habían de llegar.

Los indios de la provincia por sus espías fueron avisados que los cristianos iban por aquel ganado: pareciéndoles que en el camino podían hacer suerte en ellos, se hablaron y juntaron por sus mensajeros grandísimo número de ellos, y concertándose que en una quebrada que hace el camino estrecho, porque se juntan dos cerros grandes y lo dejan de tal manera que sólo dos hombres juntos a caballo pueden caminar por él, y por la parte de arriba hace un andén, que desde él se descubre el camino, que allí los esperasen, y entrando los cristianos en la quebrada y angostura que un escuadrón se le representase en una plaza pequeña que al remate de la quebrada estaba, y peleando con ellos les defendiese el pasar adelante, y que otro escuadrón pelease con la retaguardia, y que teniéndolos ansí pervertidos, compelidos acudir a tantas partes, los que estaban en lo alto con grande número de piedras disparasen en ellos con grande fuerza sus tiros, y que desta manera era cierto los desbaratarían y tomarían todo el ganado y muchas capas buenas, caballos y armas. Animados con esta orden, se juntaron en la quebrada donde habían de pelear, poniendo en lo alto grandísimo número de piedras en montones. El capitán Reinoso, cuando iba a Puren a rescebir a los que de la Imperial venían con el ganado, pasó por allí. Estando los indios mirándole sin se mover por no ser sentido, pareciéndoles que pues les tenían tomado el sitio y tan bien puestos que no dudaban la vitoria, los dejaron. Llegado aquel día a Puren, el mismo día llegaron los que venían con el ganado. Otro día siguiente tomaron su camino bien embarazados, porque demás del ganado traían muchas cargas de refresco. Llegados a la quebrada los dejaron entrar hasta que llegaron al cabo: allí los hallaron con sus lanzas y muchos arcos puestos a la defensa; los que iban delante tocaron arma y comenzaron a pelear con los arcabuces; los que iban de rezaga hicieron lo mismo. Los indios que estaban en lo alto, viéndolos que estaban en aquella confusión parados, dispararon en ellos grandísima tempestad de piedras grandes, que los golpes de ellas los desatinaban. Los cristianos con los arcabuces disparaban en los indios los tiros que podían; los demás peleaban con lanzas y dargas a pie, porque a caballo no era posible, siendo lugar tan angosto; de esta manera pelearon un rato: el ganado y todas las cargas estaban recogidas en la mesma quebrada, que no podían volver atrás ni pasar adelante. Estando en este aprieto, no sabiendo qué se hacer, a causa de tenelle los indios tanta ventaja y pelear a su salvo, el capitán Reinoso, buscando si habría camino para subir a lo alto, halló una senda mal usada; subió por ella a caballo, y detrás de él, otros soldados; subiendo a lo alto se hallaron una montañuela que señoreaba el andén, puesto que los indios tenían que aunque era más fuerte para el efeto de tirar las piedras, no era tan a propósito, porque estaba más lejos que el que tenían. Tomado, Reinoso mandó disparar los arcabuces: los indios que estaban en lo bajo como los oyeron y vieron que les tenían tomado aquel alto que los señoreaba, conocieron que si perseveraban se perderían, porque comenzaban a tiralles a terrero y morían muchos; dejando las arrijas, comenzaron a huir. Tomáronse algunos a prisión; los demás no se pudieron seguir por ser la montaña áspera. Saliéndoles a bien este recuentro, hicieron su camino maravillados de el ardid que los indios habían tenido. De los cristianos pocos fueron heridos y muchos maltratados de las piedras. Otro día llegaron al campo; don García les salió a rescebir y hizo al capitán Reinoso muchos favores.

Luego un soldado, pareciéndole que don García no había tenido buena orden en el repartir de los indios, y que en el tratamiento de los hombres estaba áspero, teniendo en poco a los antiguos que allí estaban, despreciándolos en sus palabras, sabiendo que en su retraimiento triscaba de ellos, le escribió una carta y la echó en su aposento. Leída por él, rescibió tanto enojo, que luego mandó con mucha cólera se supiese cuya era la letra; y porque un día antes el capitán Juan de Alvarado, pidiéndole que le diese de comer y le hiciese merced [le dijo], lo tratase bien de palabra cuando él negociase, porque le llamaba de vos, diciéndole que era hijodalgo, por estas palabras creyó don García que era el que le había echado la carta: sin más averiguación lo mandó prender y desterrar de el reino, y esto fué lo que más se pudo negociar con él a contemplación de principales personas que se lo rogaron.

Luego mandó se juntasen todos los que andaban en el campo, que les quería hablar; puesto en frente de los que cupieron en el aposento, les dijo entendiesen de él, que a los caballeros que del Pirú había traído consigo no los había de engañar, y que les había de dar de comer en lo que hubiese, porque en Chile no hallaba cuatro hombres que se les conociese padre, y que si Valdivia los engañó, o Villagra, que engañados se quedasen; y en el cabo de su plática, les dijo: «¿En qué se andan aquí estos hijos de las putas?» Fueron palabras que, volviendo con ellas las espaldas los dejó tan lastimados, y hicieron tanta impresión en los ánimos de los que las oyeron, estando delante muchos hombres nobles que habían ayudado a ganar aquel reino y sustentallo. Desde aquel día le tomaron tanto odio, y estuvieron tan mal con él, que jamás los pudo hacer amigos en lo secreto, ¡tanto mal le querían! Después se ofrecieron algunas cosas que en ellas se lo daban a entender, y ansí cuando salió de Chile, como le querían mal, se holgaban de vello ir pobre y mal quisto. Luego, desde a poco, vino Villagra por gobernador, y en la residencia que le mandó tomar dijeron contra él tantas cosas, que por ellas en el Consejo real le pusieron mal: por donde ninguno, por poderoso que sea, trate mal a ningún pequeño ni a otro ninguno, porque si es de ánimo noble tiene tino a vengarse por su persona, y si es bajo, de la manera que puede.




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Capítulo XXVIII


De cómo don García salió de Cañete para ir a poblar en lo que Valdivia, había descubierto, y de lo que acaeció en Cañete al capitán reinoso


Después que hubo don García repartido la provincia de Tucapel y dado indios a las personas que le pareció, quiso ir a poblar una ciudad en lo que estaba descubierto, que agora es Osorno llamada; y para este efeto habló a los que allí quedaban, rogándoles rescibiesen con buen ánimo su ausencia, que él volvería breve a dalles de comer en la parte que más aprovechados fuesen, y porque muchos quedaban de mala gana, les habló de la manera dicha, que allí les dejaba al capitán Reinoso, que le respetasen como a su persona; finalmente, quél tendría de todos cuidado. Dejada esta orden, llevó consigo ciento y cincuenta soldados.

Reinoso, como hombre que pretendía tener buen lugar par de don García, procuró por mañas atraer los indios de paz, aunque bien entendía que de la manera que la daban era fingida; no embargante entendello, la rescebía, dando a entender que a los Principios convenía rescebilla de cualquier manera que la diesen, hasta que poco a poco fuesen perdiendo el temor. Luego comenzaron a venir algunos más para reconocer qué tanta gente quedaba en el fuerte, y la orden que se tenía en la vela, qué para servir, y ver qué manera tendrían para probar la mano: y vínoles como lo deseaban, porque un yanacona que estaba allí, había servido mucho tiempo a cristianos, y tenía grande plática de mañas y tratos de indios: era indio discreto, llamado Andresico, que mandaba otros muchos yanaconas que estaban allí con él. Yendo este yanacona por leña al monte se topó con un indio que servía a los cristianos que estaban en el fuerte, y era de los indios de guerra: tratando con él, le dijo muchas cosas para sacalle lo que tenía en su pecho. Estando ambos solos, y viendo el indio de guerra las razones que le daba, entendió eran verdaderas, porque le decía había muchos años que servía a cristianos trayendo leña y yerba a sus hombros, haciéndoles simenteras y cogiéndolas, y en todo lo demás que le mandaban, y que de ellos no había rescebido obra buena ninguna, sino por momentos llamándole perro y otros vituperios peores; afirmando les deseaba todo mal y daño, y que tenía gran tino a venganza; que le rogaba, viéndose con sus caciques, les dijese deseaba hablar con ellos en secreto algunas cosas que convenían a su bien. El indio, como aquello entendió, le dijo que muy junto allí estaban, porque esperando coyuntura no se habían apartado; que él iría a hablalles, y que otro día el mesmo indio iría al fuerte a hablar con él de parte de los señores principales, y le llevaría algo en señal de que entendiese era ansí; desta manera se despidieron. El indio fué luego a los principales y les contó cómo había hablado con el yanacona, y lo que habían concertado, de que se holgaron en gran manera, pareciéndoles tenían abierto el camino que deseaban. Luego, otro día, enviaron con el mesmo indio de presente un cesto de chaquira, que cabría un celemín, que es entre los indios tenida en más que entre los cristianos el oro, y que esta chaquira diese al yanacona en nombre de los principales, y que dijese lo esperaban en cierta parte, cerca de allí, para tratar con él en aquellas cosas que les había enviado a decir. Andresico, después que hubo hablado con el indio, entró en el fuerte y lo contó al capitán Reinoso, el cual le mandó lo tratase de manera que los engañase y pudiese castigar. El yanacona, teniendo la voluntad de el capitán, trató consigo la orden que tendría para mejor efeto, si pasase adelante el trato que traían. Y fué ansí, que luego llegó el indio con el presente que de parte de los principales le traía, él lo rescibió alegremente y le dió de comer en su casa y trató muy bien: mandóle se fuese y le esperase a la entrada de el monte, que él iría solo, porque los cristianos, como malos, no sospechasen algo. El indio se fué, y el yanacona, dando aviso al capitán, se fué tras él llevando en la mano una hacha de cortar leña para más disimular su cautela; en llegando al monte salió el indio a él y le llevó a donde estaban juntos los de guerra. Los principales, como le vieron solo y tan bien aderezado, por le honrar a su usanza dejaron la gente y le salieron a rescebir dándole el parabién de su venida; y después de habérselo agradescido mucho, le dijeron qué orden tendrían para matar los cristianos; pues él trataba de ordinario con ellos, se lo dijese, que en todo harían lo que él ordenase, y obedecerían como a su capitán, de más de que le darían grandes dones. Andresico, como era astuto, les dijo que luego otro día, pues estaban juntos, le parecía se podría hacer, y que no dudasen en ello, porque los cristianos de noche dormían armados y se velaban siempre en su ordinario, y que de día desnudos estaban en las camas durmiendo, y sus yanaconas les llevaban los caballos a dar agua al río, y por el calor grande que hacía los estaban lavando, descuidados de toda cosa por estar en aquel llano: que a aquella hora era lo mejor acometellos y tomallos ansí de la manera que había dicho, y que para que entendiesen que era como decía, luego otro día al mediodía fuese allá un principal con un cesto de fruta, que él lo estaría esperando junto a su casa, que era el camino por donde había de pasar; y que les rogaba, porque no tenía cosa alguna que podelles dar, al señor de Tucapel que entre ellos estaba, rescebiese de él aquella hacha que entre los indios es tenida en mucho. Él quedó muy contento, creyendo que era ansí como el yanacona le había dicho, rescibiendo su hacha. Se fué y contó al capitán Reinoso; le dijo lo hiciese como lo tenía concertado. Luego otro día a la hora que estaba sennialada vino el principal con la frutilla, halló al yanacona que lo estaba esperando; después de rescebido, lo llevó a su casa y dió de comer y beber. Después que hubo descansado un poco, lo metió dentro de el fuerte para que viese cómo era de la manera que les había dicho.

Este mismo día llegó don Miguel de Velasco, a quien don García había enviado desde la Imperial con sesenta hombres por el camino de la costa que fuese llamando aquellos indios de paz hasta la ciudad de Cañete, para que los naturales entendiesen que en parte alguna no tenían seguridad si no era dando la paz.

Los indios, aunque vieron que era llegada tanta gente no por eso dejaron de poner en efeto lo que tenían determinado. Reinoso mandó que no pareciese ningún cristiano, sino que se recogiesen en sus estancias. El yanacona entró con el principal en el fuerte, y se lo anduvo mostrando, y que mirase los caballos estaban en el río, que por respeto de la mucha calor los refrescaban y algunos cristianos pocos que parecían estaban jugando; y para más quitalle de sospecha, concertó con él que por dos puertas que el fuerte tenía, por ambas le acometiesen y entrasen con buen ánimo, que a todos tomarían en las camas. El principal se fué luego con la nueva a los demás que le esperaban, e informados partieron con una priesa increíble, pareciéndoles en ella consistía todo su bien, como de cierto fuera ansí, si no hubiera cautela. Vinieron con tanta determinación, que llegaron junto al fuerte y algunos quisieron entrar en él por la puerta principal; mas como era cosa ordenada ansí, estaban los más de los soldados a caballo, la artillería cargada, los arcabuceros de mampuesto dieron una gran ruciada de pelotas en los pobres que venían engañados, y el artillería que se disparó en ellos con grande crueldad; luego salieron los de caballo alanceando tantos que movía a lástima ver aquel campo con tantos muertos. Los yanaconas y negros, como a gente rendida, mataban muchos. Escapáronse los que tuvieron buenos pies ligeros; tomáronse muchos a prisión, que después por justicia se castigaron, y con el artillería atados y puestos en hilera los mataban, ¡tan enemistados estaban con estos indios! Habiendo Reinoso dado orden y consentido en este castigo que para su ánimo no sería muy seguro.

Quedaron tan temerosos, que nunca más hubo junta para pelear, antes andaban en borracheras unos con otros, y de una que tuvo plática estaba bebiendo mucha gente, envió una noche lluviendo y con gran tempestad al capitán don Pedro de Avendaño con cincuenta soldados; dió en ellos sin ser sentido, por respeto del mucho llover, a la que amanecía. Mataron algunos y otros hubieron prisioneros, y entre ellos un principal señor de Pilmayquen, que era en donde estaban bebiendo, llamado Queupulican, hombre valiente y membrudo, a quien los indios temían mucho, porque de mas de ser guerrero era muy cruel con los que no querían andar en la guerra y seguir su voluntad. Este indio traído delante de Reinoso, entre otras razones dijo que le daría el espada y celada de Valdivia y una cadena de oro con un crucifijo que en su poder tenía, que él se lo había quitado cuando lo mató, y le serviría perpetuamente bien; y que viéndole servir a él, toda la provincia haría lo mesmo. Reinoso le mandó que trajese lo que había dicho y que trayéndolo tendría crédito con él para lo demás que decía. El Queupulican le trajo en largas algunos días enviando mensajeros por ello: visto que era entretenimiento y mentira, pretendiendo soltarse, mandó a Cristóbal de Arévalo, alguacil de el campo, que lo empalase y ansí murió. Este es aquel Queupulican que don Alonso de Arcila en su Araucana tanto levanta sus cosas. Muerto este indio belicoso, comenzó a venir de paz la demás parte que no la había querido dar, aunque mala y no verdadera, sino cautelosa y fingida, porque son los más belicosos indios y guerreros que se han visto en todas las Indias, y que no pueden acabar consigo a tener quietud, sino morir o libertarse.




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Capítulo XXIX


De como don García fue a poblar la ciudad de Osorno, y de lo demás que hizo [en] aquella jornada


Después que don García llegó a la ciudad Imperial, descansando cuatro días, partió a la ciudad de Valdivia, y porque le dijeron que ir por la Ciudad Rica rodeaba camino, atravesó los montes de Guanchuala para ir por el valle de Marequina. Los vecinos de Valdivia que lo supieron salieron a este valle a serville, que es término de su ciudad.

En el mesmo valle, estando dos vecinos haciendo una casa junto al camino para su aposento, los indios trataron entre sí de matallos: pues estaban descuidados, lo podían hacer; pues determinados, andando el uno de los cristianos mandándoles lo que habían de hacer, un indio se llegó a él con una hacha por detrás y le dió un golpe en la cabeza que lo derribó; luego dieron una grita y van a donde estaba su compañero descuidado de lo que habían hecho, aunque cuando oyó la grita bien entendió lo que había; mas considerando que no se podía escapar peleó como valiente hombre: el uno era natural de Génova y el otro de Portugal. Desde a dos días, don García llegó a este valle y mandó que castigasen los matadores y los demás que habían consentido en la muerte, y se fué desde allí a Valdivia y luego pasó a poblar en donde tenía determinado, con docientos hombres que llevaba y se le habían juntado. Atravesando por los llanos llegó al asiento donde agora está poblada la ciudad de Osorno.

Después de visto el sitio ser bueno, pasó adelante antes que el verano se le acabase, tomando el camino por más arriba que lo llevó Valdivia cuando fué aquella jornada: pasó el lago que se llamó de Valdivia por un río que nacía en las cabezadas de él, y caminó por aquellos montes mal camino de tremedales, que se mancaban los caballos de el mucho atollar entre las raíces de los árboles. Más adelante llegó a un brazo de mar grande: viendo que no lo podía pasar, envió al licenciado Altamirano [que] con algunas piraguas fuese por la costa de la otra banda, prolongando la tierra cuatro días de ida, y que donde les tomase el cuarto día se volviesen y le trajesen relación de lo que había. Vueltos, le dieron razón era un arcipiélago grande de islas montosas, aunque bien poblado de naturales, y que parecía la contratación de indios ser toda la más por la mar. Y como entraba el invierno, viendo que no había por dónde pasar ni ir adelante, se volvió al lugar y asiento donde había de poblar. En la ribera de un buen río trazó el pueblo, y dió solares a los que allí habían de ser vecinos; dejando alcaldes y regidores se vino a la ciudad de Valdivia, y les envió por capitán al licenciado Alonso Ortiz, natural de Medellín. En llegando a Valdivia, hizo repartimiento de todos los indios que en aquella ciudad había, que por la exclamación que había hecho Villagra lo halló todo vaco, y los dió a quien quiso. Hecho esto se fué a la Imperial por tener allí el invierno, a causa de estar cerca de Cañete, donde había dejado al capitán Reinoso, y de podelle proveer de gente. Aquel invierno desde la Imperial a Cañete se andaba el camino con alguna seguridad por los muchos castigos que se habían hecho, aunque dieron los indios en una invención de guerra dañosa, que hacían hoyos secretos, grandes y cuadrados en mitad de los caminos, y en ellos hincaban varas, tostadas las puntas y muy agudas, tan gruesas como astas de dardos, y cubrían estos hoyos por cima de tal manera que se mataban muchos caballos dentro de ellos, metiéndose aquellas astas por las tripas, y hubo grandes castigos para quitalles que no lo hiciesen, empalando dentro en los hoyos los indios que se tomaban en aquella comarca.

Don García, estando en este tiempo en la ciudad Imperial regocijándose en juegos de cañas y correr sortija con otras maneras de regocijo, quiso un día salir de máscara disfrazado a correr ciertas lanzas en una sortija por una puerta falsa que tenía en su posada, acompañado de muchos hombres principales que iban delante, y más cerca de su persona don Alonso de Arzila, el que hizo el Araucana, y Pedro Dolmos de Aguilera, natural de Córdoba. Un otro caballero llamado don Juan de Pineda, natural de Sevilla, se metió en medio de ambos; don Alonso, que le vido venía a entrar entre ellos, revolvióse hacia él echando mano a su espada; don Juan hizo lo mesmo. Don García, que vido aquella desenvoltura, tomó una maza que llevaba colgando del arzón de la silla, y arremetiendo el caballo hacia don Alonso, como contra hombre que lo había revuelto, le dió un gran golpe de maza en un hombro, y tras de aquél, otro. Ellos huyeron a la iglesia de Nuestra Señora, y se metieron dentro. Luego mandó que los sacasen y cortasen las cabezas al pie de la horca, y para el efeto se trujo un repostero y escalera para ponelles las cabezas en lo alto de la horca; y él se fué a su posada y mandó cerrar las puertas, dejando comisión a don Luis de Toledo que los castigase; mas en aquella hora muchas damas que en aquella ciudad había, queriendo estorbar el castigo, o que no fuese con tanto rigor, quitándole alguna parte del enojo, con algunos hombres de autoridad entraron por una ventana en su casa, y se lo pidieron por merced. Condecendiendo a ruego, los mandó desterrar de todo el reino. Luego le llegaron mensajeros de la ciudad de Cañete, que le certificaban aquella provincia daba muestra de querer pelear, y cuan necesaria era su persona para con fuerza de gente castigallos, porque hacían fuertes donde meterse.




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Capítulo XXX


De cómo don García llegó a Cañete y de las cosas que hizo, y de cómo desbarató el fuerte que los indios tenían hecho en Quiapo, y del castigo que en ellos hizo


Teniendo don García nueva cuánto convenía su persona en la provincia de Arauco y Tucapel, por algunos movimientos que entre los indios había, a causa que el capitán Reinoso, dejado el fuerte, se salió con la gente que tenía a poblar la ciudad y que cada uno de los vecinos edificase en su solar y hiciese casas en que viviese, puestos en esta obra, viendo los indios que estaban en parte donde les pudiesen hacer algún daño, trataron una noche dar en ellos, porque estando sin fuerte como estaban harían alguna suerte, que era lo que siempre habían pretendido, tener algún suceso bueno para levantar a los demás, tomando todos más ánimo para lo de adelante. Con esta determinación se juntó mucho número de indios junto al asiento de el pueblo para hacer su efeto cuando les pareciese. Reinoso, que tuvo plática de lo que trataban, mandó luego recoger a todos los vecinos y soldados que estuviesen juntos para toda hora que se les ofreciese caso repentino, y mandó juntar alguna piedra y hacer con ella una pared de altura hasta los pechos por la frente, y por los lados mandó hincar varas gruesas en la tierra con otras atravesadas y atadas. Con esta prevención le pareció estaba al seguro, y despachó dos mensajeros haciendo saber a don García todo lo que se hacía ansí por su parte como por la contraria. Don García envió luego a don Luis de Toledo con cincuenta hombres a caballo muy a la ligera. Llegó a tiempo, que aquella noche se esperaba pelear. Con este socorro ceso fortificar el sitio, y por los indios entendido mudaron propósito.

Desde a tres días llegó don García con docientos hombres, y mandó luego trazar cuatro solares en cuadro, y con dos pares de tapiales la mandó cercar, y con tanta presteza que en quince días estaba esta obra acabada de dos tapias en alto, con dos torres altas de adobes que señoreaban el campo y el fuerte, puestas dos piezas de artillería en cada una. Andando en esta obra, un día en público se comenzaron de alzar los indios, que cierto dió pena a todos ver que de nuevo se había de volver a hacer la guerra. Los indios se juntaron en el fuerte que habían hecho en Quiapo más número de ocho mill indios para pelear en él, porque, demás de los que estaban dentro en el fuerte, eran muchos los que con las armas en las manos estaban esperando el suceso que tendrían para dar ellos por un lado en los cristianos o en los bagajes, como mejor les pareciese. Don García, después de haber acabado la fuerza que hacía, dejó en ella al capitán Juan de Riba Martín, de las montañas de Burgos, hidalgo noble, y setenta soldados con él, y no le dejó más porque, estando en tan buen fuerte, bastaban para sustentallo hasta quél hubiese hollado la comarca y desbaratado los indios que le estaban esperando en el camino, para el cual efeto le era necesario llevar fuerza de gente, y que siendo tiempo, él le proveería de la que hubiese menester.

Llevando consigo al capitán Reinoso por su maestro de campo, y con trecientos hombres bien aderezados de armas y caballos, con dos piezas de campo, se partió la vuelta de Quiapo, que era en donde los indios le esperaban. Todos los demás comarcanos se fueron detrás de él a hallarse en aquella junta donde esperaban una gran vitoria. Llegó don García en dos jornadas, y otro día luego por la mañana los fué a reconocer. Después que vió el sitio que tenían trató cómo desbaratallos, y para el efeto repartió por cuarteles la gente y mandó asestar el artillería contra los indios y palos que tenían por delante, y luego los comenzó de batir. Los indios, cuando se disparaba el artillería, se echaban en tierra, y después de pasadas las pelotas, tomaban las armas guardando su puesto. Tenían ansí mesmo por delante de el fuerte muchos hoyos en que cayesen los que quisiesen entrar a ellos. Los cristianos se llegaron disparando sus arcabuces y lanza a lanza peleaban por entrar; los indios les defendían la entrada: ¡era hermosa cosa de ver! Don García mandó que por las espaldas fuese una cuadrilla de arcabuceros y con ellos algunos soldados de lanzas y dargas para que mejor se bandeasen unos a otros. Estos llegados pasaron una ciénaga pequeña que hacía junto al fuerte y llegaron a la palizada sin que fuesen vistos, ni los indios mirasen en ellos: como estaban revueltos peleando y con tanto sonido de arcabuces y los dos tiros de campo que los ensordecían, pudieron quitar dos anaderos y por aquel hueco que hacía de puerta entró delante un soldado llamado Francisco Peña, y tras de él, Hernando de Paredes y Gonzalo Hernández Buenosaños, con los demás que tras de ellos iban disparando en los indios los arcabuces, los cuales, como volvieron las caras, viendo a los cristianos junto a sí, y que los demás con quien estaban peleando los apretaban mucho, viéndose perdidos, se arrojaron por una quebrada de cañas que junto al fuerte estaba, sennialada entre ellos para si les decía mal retirarse por ella. Los cristianos, como entraron apresuradamente, mataron muchos y tomaron a prisión muchos más, porque los que mandó matar el maestro de campo por justicia, como hombre que conocía sus maldades, pasaron de sietecientos. Fué tan grande este castigo y puso tanto temor en toda la provincia, que los que se habían alzado vinieron a servir de allí adelante.

Hecho esto, don García pasó a Arauco, sin haber indio que más osase pelear con él ni con capitán suyo, porque en ventura deste mozo sucede bien todo lo que manda. Esta plática en general traían los indios entre sí, porque en aquel tiempo don García era mancebo desbarbado. Llegado a Arauco, le vinieron algunos principales de paz: éstos a entender qué hallaban en él, sospechosos de sus culpas, venían a tentar para obrar adelante conforme a lo que de presente hallaban. Allí dejó al capitán Reinoso para que acabase de asentar aquel valle y le hiciese una casa en el sitio y lugar donde Valdivia la había tenido, y él se fué a la Concepción.



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