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ArribaAbajoLibro IV


ArribaAbajoCapítulo I

Permítese a Motezuma que se deje ver en público saliendo a sus templos y recreaciones: trata Cortés de algunas prevenciones que tuvo por necesarias, y se duda que intentasen los españoles por esta sazón derribar los ídolos de Méjico


Quedó Motezuma desde aquel día prisionero voluntario de los españoles: hízose amable a todos con su agrado y liberalidad. Sus mismos criados desconocían su mansedumbre y moderación, como virtudes adquiridas en el trato de los extranjeros y o extranjeras de su natural. Acreditó diversas veces con palabras y acciones la sinceridad de su ánimo; y cuando le pareció que tenía segura y merecida la confianza de Cortés, se resolvió a experimentarla, pidiéndole licencia para salir alguna vez a sus templos: diole palabra de que se volvería puntualmente a la prisión, que así la solía llamar cuando no estaba presente alguno de los suyos: díjole «que ya deseaba por su conveniencia y la de los mismos españoles dejarse ver de su pueblo, porque se iba creyendo que le tenían oprimido, como había cesado la causa de su detención con el castigo de Qualpopoca; y se podría temer alguna turbación más que popular, si no se ocurría brevemente al remedio con aquella demostración de su libertad». Hernán Cortés conociendo su razón, y deseando también complacer a los mejicanos, le respondió liberal y cortésmente: «que podría salir cuando gustase, atribuyendo a exceso de su benignidad el pedir semejante permisión cuando él y todos los suyos estaban a su obediencia». Pero aceptó la palabra que le daba de no hacer novedad en su habitación, como quien deseaba no perder la honra que recibía.

Hízole alguna interior disonancia el motivo de acudir a sus templos, y para cumplir consigo en la forma que podía, capituló con él, que habían de cesar desde aquel día los sacrificios de sangre humana, contentándose con esta parte de remedio, porque no era tiempo de aspirar a la enmienda total de los demás errores; y siempre que no se puede lo mejor, es prudencia dividir la dificultad para vencer uno a uno los inconvenientes. Ofreciólo así Motezuma, prohibiendo con efecto en todos sus adoratorios este género de sacrificios; y aunque se duda si lo cumplió, es cierto que cesó la publicidad, y que si los hicieron alguna vez, fue a puerta cerrada, y tratándolos como delito.

Su primera salida fue al templo mayor de la ciudad, con la misma grandeza y acompañamiento que acostumbraba; llevó consigo algunos españoles, y se previno llamándolos él mismo antes que se los pusiesen al lado como guardas o testigos. Celebró con grandes regocijos el pueblo esta primera vista de su rey: procuraron todos manifestar su alegría con aquellas demostraciones de que se componían sus aplausos; no porque le amasen o tuviesen olvidada la opresión en que vivían, sino porque hacía la natural obligación el oficio de la voluntad; y tiene sus influencias hasta en la frente del tirano la corona. Él iba recibiendo las aclamaciones con gratitud majestuosa, y anduvo aquel día muy liberal, porque hizo diferentes mercedes a sus nobles, y repartió algunas dádivas entre la gente popular. Subió después al templo descansando sobre los brazos de los sacerdotes; y en cumpliendo con los ritos menos escandalosos de su adoración, se volvió al cuartel, donde se congratuló nuevamente con los españoles; dando a entender que le traían con igual fuerza el desempeño de su palabra y el gusto de vivir entre sus amigos.

Continuáronse después sus salidas sin hacer novedad, unas veces al palacio donde tenía sus mujeres, y otras a sus adoratorios o casas de recreación; usando siempre con Hernán Cortés la ceremonia de tomar su licencia, o llevándole consigo cuando era decente la función: pero nunca hizo noche fuera del alojamiento, ni discurrió en mudar habitación; antes se llegó a mirar entre los mejicanos aquella perseverancia suya como favor de los españoles; tanto, que ya visitaban a Cortés los ministros y los nobles de la ciudad, valiéndose de su intercesión para encaminar sus pretensiones, y todos los españoles que tenían algún lugar en su gracia, se hallaron asistidos y contemporizados: achaque ordinario de las cortes, adorar a los favorecidos, fabricando con el ruego estos ídolos humanos.

Entretanto que duraba este género de tranquilidad no se descuidaba Hernán Cortés en las prevenciones que podrían conducir a su seguridad, y adelantar los altos designios que perseveraban en su corazón sin objeto determinado, ni saber hasta entonces hacia dónde le llamaba la oscuridad lisonjera de sus esperanzas. Luego que vacó el gobierno de la Vera-Cruz por muerte de Juan de Escalante, y se aseguraron los caminos con el castigo de los culpados, nombró en aquella ocupación al capitán Gonzalo de Sandoval; y porque no faltase de su lado en esta ocurrencia un cabo de tanta satisfacción, envió con título de teniente suyo a un soldado particular que llamaban Alonso de Grado, sujeto de habilidad y talento, pero de ánimo inquieto, y uno de los que se hicieron conocer en las turbaciones pasadas. Creyóse que le ocupaba por satisfacerle y desviarle; pero no fue buena política poner hombre poco seguro en una plaza que se mantenía para la retirada, y contra las avenidas que se podían temer de la isla de Cuba. Pudiera ser de grave inconveniente su asistencia en aquel puerto, si llegaran poco antes los bajeles que fletó Diego Velázquez en prosecución de su antigua demanda; pero al mismo Alonso de Grado enmendó con su proceder el yerro de su elección; porque vinieron dentro de pocos días tantas quejas de los vecinos y lugares del contorno, que fue necesario traerle preso y enviar al propietario.

Con la ocasión de estos viajes dispuso Hernán Cortés que se condujesen de la Vera-Cruz algunas jarcias, velas, clavazón y otros despojos de los navíos que se barrenaron, con ánimo de fabricar dos bergantines para tener a su disposición el paso de la laguna; porque no podía echar de sí las medias palabras que oyeron los tlascaltecas sobre cortar los puentes o romper las calzadas. Introdujo primero esta novedad, haciéndosela desear a Motezuma, con pretexto de que viese las grandes embarcaciones que se usaban en España, y la facilidad con que se movían, haciendo trabajar al viento en alivio de los remos: primor de que no se hacía capaz sin la demostración, porque ignoraban los mejicanos el uso de las velas, y ya miraba como punto de conveniencia suya, que aprendiesen aquel arte de navegar sus marineros. Llegaron brevemente de la Vera-Cruz los géneros que se habían pedido, y se dio principio a la fábrica por mano de algunos maestros de esta profesión, que vinieron en el ejército con plaza de soldados, asistiendo a cortar y conducir la madera de orden de Motezuma los carpinteros de la ciudad; con que se acabaron los dos bergantines dentro de breves días, y él mismo determinó entrenarlos, embarcándose con los españoles para conocer desde más cerca las maestrías de aquella navegación.

Previno no para este fin una de sus monterías más solemnes en paraje de larga travesía porque no faltase tiempo a su observación; y el día señalado amanecieron sobre la laguna todas las canoas del séquito real, con su familia y cazadores, reforzada en ella la boga, no sin presunción de acreditar su ligereza, con descrédito de las embarcaciones extranjeras, que a su parecer eran pesadas, y serían dificultosas de manejar; pero tardaron poco en desengañarse, porque los bergantines partieron a vela y remo, favorecidos oportunamente del viento, y se dejaron atrás las canoas con largo espacio y no menor admiración de los indios. Fue un día muy festivo y de gran divertimiento para los españoles, tanto por la novedad y circunstancias de la montería, como por la opulencia del banquete: y Motezuma estuvo muy entretenido con sus marineros, burlándose de lo que forcejeaban en el alcance de los bergantines, y celebrando como suya la victoria de los españoles.

Concurrió después toda la ciudad a ver aquellas que en su lengua llamaban casas portátiles: hizo sus ordinarios efectos la novedad, y sobre todo admiraron el manejo del timón, y el oficio de las velas, que a su entender mandaban al agua y al viento; invención que celebraron los más avisados como invención del arte, superior a su ingenio; y el vulgo como sutileza más que natural, o predominio sobre los elementos. Consiguióse finalmente que fuesen bien recibidos aquellos bergantines que se fabricaron a mayor intento, y tuvo su parte de felicidad esta providencia de Cortés, pues se hizo lo que convenía, y se ganó reputación.

Al mismo tiempo iba caminando en otras diligencias que le dictaban su vigilancia y actividad. Introducía con Motezuma y con los nobles que le visitaban la estimación de su rey: ponderaba su clemencia y engrandecía su poder, trayendo a su dictamen los ánimos con tanta suavidad y destreza, que llegó a desearse generalmente la confederación que proponía, y el comercio de los españoles, como noticias importantes por vía de conversación y sencilla interés de aquella monarquía. Tomaba también alguna curiosidad. Informóse muy particularmente de la magnitud y límites del imperio mejicano, de sus provincias y confines, de los montes, ríos y minas principales; de las distancias de ambos mares, su calidad y surgideros: tan lejos de mostrar cuidado en sus observaciones, que Motezuma para informarle mejor y complacerle, hizo que sus pintores delineasen, con asistencia de hombres noticiosos, un lienzo semejante a nuestros mapas, en que se contenía la demarcación de sus dominios, a cuya vista la hizo capaz de todas las particularidades que merecían reflexión; y permitió después que fuesen algunos españoles a reconocer las minas de mayor nombre, y los puertos o ensenadas que parecían capaces de bajeles: propúsolo Hernán Cortés, con pretexto de llevar a su príncipe distinta relación de lo más noble; y él concedió, no solamente su beneplácito, pero señaló gente militar que los acompañase, y despachó sus órdenes para que les franqueasen el paso y las noticias: bastante seña de que vivía sin recelo y andaban conformes su intención y sus palabras.

Pero en esta razón, y cuando más se debían temer las novedades como peligro de la quietud y de la confianza, refieren nuestros historiadores una resolución de los españoles, tan desproporcionada y fuera de tiempo, que nos inclinamos a dudarla ya que no hallamos razón para omitirla. Dice Bernal Díaz del Castillo, y lo escribió primero Francisco López de Gómara, concordando alguna vez en lo menos tolerable: que se determinaron a derribar los ídolos de Méjico, y convertir en iglesia el adoratorio principal; que salieron a ejecutarlo por más que lo resistió y procuró embarazar Motezuma; que se armaron los sacerdotes, y estuvo conmovida toda la ciudad en defensa de sus dioses; durando la porfía, sin llegar a rompimiento, hasta que por bien de paz se quedaron los ídolos en su lugar, y se limpió una capilla, y levantó un altar dentro del mismo adoratorio, donde se colocó la cruz de Cristo, y la imagen de su Madre Santísima: se celebró misa cantada, y perseveró muchos días el altar, cuidando de su limpieza y adorno los mismos sacerdotes de los ídolos. Así lo refiere también Antonio de Herrera, y se aparta de los dos, añadiendo algunas circunstancias que pasan los límites de la exornación, si ésta puede caber en la retórica del historiador: porque describe una procesión devota y armada, que se ordenó para conducir las santas imágenes al adoratorio: pone a la letra, o supone la oración recta que hizo Cortés delante de un Crucifijo; y pondera un casi milagro de su devoción, animándose a decir, no sabemos de qué origen, que se inquietaron poco después los mejicanos, porque faltó el agua del cielo para el beneficio de sus campos; que acudieron al mismo Cortés con principios de sedición, clamando sobre que no llovían sus dioses, porque se habían introducido en sus templos deidades forasteras; que para conseguir que se quietasen les ofreció de parte de su Dios copiosa lluvia dentro de breves horas, y que respondió el cielo puntualmente a su promesa con grande admiración de Motezuma y de toda la ciudad.

No discurrimos del empeño en que se puso, prometiendo milagros delante de unos infieles en prueba de su religión, que pudo ser ímpetu de su piedad; ni extrañamos la maravilla del suceso, que también pudo tener entonces aquel átomo de fe viva con que se merecen y consiguen los milagros. Pero el mismo hecho disuena tanto a la razón, que parece dificultoso de creer en las advertencias de Cortés, y en el genio y letras de fray Bartolomé de Olmedo. Pero caso que sucediese así el hecho de arruinar los ídolos de Méjico en la forma y en el tiempo que viene supuesto, siendo lícito al historiador el hacer juicio alguna vez de las acciones que refiere, hallamos en ésta diferentes reparos, que nos obligan por lo menos a dudar el acierto de semejante determinación en una ciudad tan populosa, donde se pudo tener por imposible lo que fue dificultoso en Cozumel. Corríase bien con Motezuma: consistía en su benevolencia toda la seguridad que se gozaba: no había dado esperanzas de admitir el evangelio; antes duraba inexorable y obstinado en su idolatría: los mejicanos, sobre la dureza con que adoraban y defendían sus errores, andaban fáciles de inquietar contra los españoles. ¿Pues qué prudencia pudo aconsejar que se intentase contra la voluntad de Motezuma semejante contratiempo? Si miramos el fin que se pretendía, le hallaremos inútil y fuera de toda razón. Empezar por los ídolos el desengaño de los idólatras: tratar una exterioridad infructuosa como triunfo de la religión: colocar las santas imágenes en un lugar inmundo y detestable; dejarlas al arbitrio de los sacerdotes gentiles, aventuradas a la irreverencia y al sacrilegio; celebrar entre los simulacros del demonio el inefable sacrificio de la misa. Y Antonio de Herrera califica estos atentados, con título de facción memorable. Juzguelo quien lo leyere, que nosotros no hallamos razón de congruencia política o cristiana para que se perdonasen tantos inconvenientes; y dejando en duda el acierto, querríamos antes que no hubiera sucedido esta irregularidad como la refieren, o que no tuvieran lugar en la historia las verdades increíbles.




ArribaAbajoCapítulo II

Descúbrese una conspiración que se iba disponiendo contra los españoles, ordenada por el rey de Tezcuco; y Motezuma, parte con su industria, y parte por las advertencias de Cortés, la sosiega castigando al que la fomentaba


Tuvo desde sus principios esta empresa de los españoles notable desigualdad de accidentes: alternábanse continuamente la inquietud y los cuidados: unos días reinaba sobre las dificultades la esperanza y otros renacían los peligros de la misma seguridad: propia condición de los sucesos humanos, encadenarse y sucederse con breve intermisión los bienes y los males. Y debemos creer que fue conveniente su instabilidad para corregir la destemplanza de nuestras pasiones.

La ciega gentilidad ponía esta serie de los acaecimientos en una rueda imaginaria que se formaba en la trabazón de lo próspero y lo adverso, a cuyo movimiento daban cierta inteligencia sin elección, que llamaron fortuna, con que dejaban al acaso todo lo que deseaban o temían; siendo en la verdad alta disposición de la divina Providencia que duren poco en un estado las felicidades y los infortunios de la tierra, para que se posean o toleren con moderación, y suba el entendimiento a buscar la realidad de las cosas en la región de las almas.

Hallábanse ya los españoles bastantemente asegurados en la voluntad de Motezuma y en la estimación de los mejicanos; pero al mismo tiempo que se gozaba de aquel sosiego favorable, se levantó nueva tempestad que puso en contingencia todas las prevenciones de Cortés. Movióla Cacumatzin, sobrino de Motezuma, rey de Tezcuco, y primer elector del imperio. Era mozo inconsiderado y bullicioso, y dejándose aconsejar de su ambición, determinó hacerse memorable a su nación, sacando la cara contra los españoles con pretexto de poner en libertad a su rey: favorecíanle su dignidad y su sangre para esperar en la primera elección el imperio; y le pareció que una vez desnuda la espada podría llegar el caso de acercarse a la corona. Su primera diligencia fue desacreditar a Motezuma, murmurando entre los suyos de la indignidad y falta de espíritu con que se dejaba estar en aquella violenta sujeción. Acusó después a los españoles, culpando como principio de tiranía la opresión en que le tenían, y la mano que se iban tomando en el gobierno, sin perdonar medio alguno de hacerlos odiosos y despreciables. Sembró después la misma cizaña entre los demás reyezuelos de la laguna; y hallando bastante disposición en los ánimos, se resolvió a poner en ejecución sus intentos, a cuyo fin convocó una junta de todos sus amigos y parientes, que se hizo de secreto en su palacio, concurriendo en ella los reyes de Cuyoacan, Iztapalapa, Tacuba y Matalcingo, y otros señores o caciques del contorno, personas de séquito y suposición que mandaban gente de guerra y se preciaban de soldados.

Hízoles un razonamiento de grande aparato; y dando colores de celo a sus ocultos designios, ponderó el estado en que se hallaba su rey, olvidado al parecer de su misma libertad, y la obligación que tenían de concurrir todos como buenos vasallos a sacarle de aquella servidumbre. Sinceróse con la proximidad de la sangre que le interesaba en los aciertos de su tío, y volviendo la mira contra los españoles: «¿a qué aguardamos, amigos y parientes, dijo, que no abrimos los ojos al oprobio de nuestra nación, y a la vileza de nuestro sufrimiento? ¿Nosotros que nacimos a las armas, y ponemos nuestra mayor felicidad en el terror de nuestros enemigos, concedemos la cerviz al yugo afrentoso de una gente avenediza? ¿Qué son sus atrevimientos sino acusaciones de nuestra flojedad y desprecios de nuestra paciencia? Consideremos lo que han conseguido en breves días y conoceremos primero nuestro desaire, y después nuestra obligación. Arrojáronse a la corte de Méjico, insolentes de cuatro victorias en que los hizo valientes la falta de resistencia. Entraron en ella triunfantes a despecho de nuestro rey, y contra la voluntad de la nobleza y gobierno. Introdujeron consigo nuestros enemigos o rebeldes, y los mantienen armados a nuestros ojos dando vanidad a los tlascaltecas, y pisando el pundonor de los mejicanos. Quitaron la vida con público y escandaloso castigo a un general del imperio, tomando en ajeno dominio jurisdicción de magistrados, o autoridad de legisladores. Y últimamente, prendieron al gran Motezuma en su alojamiento sacándole violentamente de su palacio; y no contentos con ponerle guardas a nuestra vista, pasaron a ultrajar su persona y dignidad con las prisiones de sus delincuentes. Así pasó: todos lo sabemos; ¿pero quién habrá que lo crea sin desmentir a sus ojos? ¡Oh verdad ignominiosa, digna del silencio y mejor para el olvido! ¿Pues en qué os detenéis, ilustres mejicanos? ¿Preso vuestro rey, y vosotros desarmados? Esa libertad aparente de que le veis gozar estos días, no es libertad, sino un tránsito engañoso, por el cual ha pasado insensiblemente a otro cautiverio de mayor indecencia, pues le han tiranizado el corazón y se han hecho dueños de su voluntad, que es la prisión más indigna de los reyes. Ellos nos gobiernan y nos mandan, pues el que nos había de mandar los obedece. Ya le veis descuidado en la conservación de sus dominios, desatento a la defensa de sus leyes, y convertido el ánimo real en espíritu servil. Nosotros que suponemos tanto en el imperio mejicano, debemos impedir con todo el hombro su ruina. Lo que nos toca es juntar nuestras fuerzas, acabar con estos avenedizos, y poner en libertad a nuestro rey. Si le desagradáremos, dejándole de obedecer en lo que conviene, conocerá el remedio cuando convalezca de la enfermedad; y si no le conociere, hombres tiene Méjico que sabrán llenar con sus sienes la corona; y no será el primero de nuestros reyes, que por no saber reinar, o reinar descuidadamente, se dejó caer el cetro de las manos».

En esta sustancia oró Cacumatzin, y con tanto fervor, que le siguieron todos, prorrumpiendo en grandes amenazas contra los españoles, y ofreciendo servir en la facción personalmente. Sólo el señor de Matalcingo, que se hallaba en el mismo grado, pariente de Motezuma, y tenía sus pensamientos de reinar, conoció lo interior de la propuesta, y tiró a desvanecer los designios de su competidor, añadiendo: «que tenía por necesario, y por más conveniente a la obligación de todos, que se previniese a Motezuma de lo que intentaban y se tomase primero su licencia; pues no era razón que se arrojasen armados a la casa donde residía sin poner en salvo su persona, tanto por el peligro de su vida como por la disonancia de que pereciesen aquellos hombres debajo de las alas de su rey». Bajaron los demás esta proposición como impracticable, diciéndole Cacumatzin algunos pesares que sufrió por no descomponer sus esperanzas, y se acabó la junta, quedando señalado el día, discurrido el modo, y encargado el secreto.

Supieron casi a un mismo tiempo Motezuma y Cortés esta conjuración: Motezuma por un aviso reservado que se atribuyó al señor de Matalcingo; y Cortés por la inteligencia de sus espías y confidentes. Buscáronse luego los dos para comunicarse la noticia de semejante novedad, y tuvo Motezuma la dicha de hablar primero, con que dejó saneada su intención. Diole cuenta de lo que pasaba: mostró grande irritación contra su sobrino el de Tezcuco, y contra los demás conjurados, y propuso castigarlos con el rigor que merecían. Pero Hernán Cortés, dándole a entender que sabía todo el caso con algunas circunstancias que no dejasen en duda su comprensión, le respondió: «que sentía mucho haber ocasionado aquella inquietud en sus vasallos, y que por la misma razón se hallaba obligado a tomar por su cuenta el remedio, y venía con ánimo de pedirle licencia para marchar con sus españoles a Tezcuco, y atajar en su origen el daño, trayéndole preso a Cacumatzin, antes que se uniese con los demás coligados, y fuese necesario pasar a mayores remedio». No admitió Motezuma esta proposición, antes procuró desviarla con total repugnancia, conociendo lo que perdería su autoridad y su poder, si se valiese de armas forasteras para castigar atrevimiento de esta calidad en hombres de aquella suposición. Pidióle que disimulase por él su desabrimiento; y le dijo por última resolución: «que no quería ni era conveniente que se moviesen los españoles, porque no se hiciese obstinación el odio con que procuraban apartarlos de su lado, sino que le ayudasen a sujetar aquellos rebeldes, asistiéndole con el consejo, y haciendo si fuese menester el oficio de medianeros».

Parecióle después que sería bien intentar primero los medios suaves, y que su sobrino, como persona más dependiente de su respeto, sería fácil de reducir a la quietud acordándole su obligación, y haciéndole amigo de los españoles. Para cuyo efecto le envió a llamar con uno de sus criados principales, el cual le intimó la orden que llevaba de su rey: y le dijo de parte de Cortés; «que deseaba su amistad, y tenerles más cerca para que la experimentase». Pero él que se hallaba ya lejos de la obediencia, o tenía más cerca su ambición, respondió a Motezuma con desacato de hombre precipitado, y a Cortés con tanta desestimación y arrojamiento, que le obligó a pedir con nueva instancia la empresa de sujetarle, cuya propuesta reprimió segunda vez Motezuma, diciéndole: «que aquel era de los casos en que se debía usar primero del entendimiento que de las manos, y que le dejase obrar según la experiencia y conocimiento que tenía de aquellos humores y de sus causas».

Portóse después con gran reserva entre sus ministros, despreciando el delito para descuidar al delincuente; a cuyo fin les decía: «que aquel atrevimiento de su sobrino se debía tomar como ardor juvenil, o primer movimiento de hombre sin capacidad». Y al mismo tiempo formó una conjuración secreta contra el mismo conjurado, valiéndose de algunos criados suyos que atendieron a su primera obligación, o la conocieron a vista de las dádivas y las promesas: por cuyo medio consiguió que le asaltasen una noche dentro de su casa, y embarcándose con él en una canoa que tenían prevenida, le trajesen preso a Méjico sin que pudiese resistirlo. Descubrió entonces Motezuma todo el enojo que disimulaba, y sin permitir que le viese ni dar lugar a sus disculpas, le mandó poner, con acuerdo y parecer de Cortés, en la cárcel más estrecha de sus nobles, tratándole como a reo de culpa irremisible y de pena capital.

Hallábase a esta sazón en Méjico un hermano de Cacumatzin, que pocos días antes escapó dichosamente de sus manos, porque intentó quitarle insidiosamente la vida sobre algunas desconfianzas domésticas y de poco fundamento. Amparóle Motezuma en su palacio, y le hizo alistar en su familia para darle mayor seguridad. Era mozo de valor y grandes habilidades, bien recibido en la corte y entre los vasallos de su hermano, haciéndole con unos y otros más recomendable la circunstancia de perseguido. Puso Cortés los ojos en él, y deseando ganarle por amigo y traerle a su partido, propuso a Motezuma que le diese la investidura y señorío de Tezcuco, pues ya no era capaz su hermano de volver a reinar, habiendo conspirado contra su príncipe: díjole «que no era seguro castigar por entonces con pena de la vida a un delincuente de tanto séquito cuando estaban conmovidos los ánimos de los nobles; que privándole del reino le daba otro género de muerte menos ruidosa y de bastante severidad para el terror de sus parciales; que aquel mozo tenía mejor natural; y debiéndole ya la vida le debería también la corona, y quedaría más obligado a su obediencia por la oposición de su hermano; y últimamente que con esta demostración daba el reino a quien debía suceder en él, y dejaba en su sangre la dignidad de primer elector que tanto suponía en el imperio».

Agradó tanto a Motezuma este pensamiento de Cortés que le comunicó luego a su consejo, donde se alabó como benigna y justificada la resolución, y autorizando los ministros el decreto real, fue desposeído Cacumatzin, según la costumbre de aquella tierra, de todos sus honores, como rebelde a su príncipe; y nombrado su hermano por sucesor del reino y voz electoral. Llamóle después Motezuma, y en el acto de la investidura que tenía sus ceremonias y solemnidades, le hizo una oración majestuosa en que redujo a pocas palabras todos los motivos que podían acrecentar el empeño de su fidelidad, y le dijo públicamente: «que había tomado aquella determinación por consejo de Hernán Cortés»; dándole a conocer que le debía la corona. Puédese creer que ya lo sabría el interesado, porque no era tiempo de oscurecer los beneficios; pero es de reparar lo que cuidaba Motezuma de hacerle bienquisto, y de ganar los ánimos de los suyos a favor de los españoles.

Partió luego el nuevo rey a su corte, y fue recibido y coronado en ella con grandes aclamaciones y regocijos, celebrando todos su exaltación con diferentes motivos: unos porque le amaban y sentían su persecución; otros por la mala voluntad que tenían a Cacumatzin; y los más por dar a entender que aborrecían su delito. Tuvo notable aplauso en todo el imperio este género de castigo sin sangre que se atribuyó al superior juicio de los españoles, porque no esperaban de Motezuma semejante moderación; y fue de tanta consecuencia la misma novedad para el escarmiento, que los demás conjurados derramaron luego sus tropas, y trataron de recurrir desarmados a la clemencia de su rey. Valiéronse de Cortés, y últimamente consiguieron por su medio el perdón, con que se deshizo aquella tempestad; y habiéndose levantado contra él, salió del peligro mejorado, parte por su industria, y parte porque le favorecieron los mismos accidentes; pues Motezuma le agradeció la quietud de su reino, se declaró por su hechura el mayor príncipe del imperio, y favoreciendo a los demás que intentaban destruirle, se halló con nuevo caudal de amigos y obligados.




ArribaAbajoCapítulo III

Resuelve Motezuma despachar a Cortés respondiendo a su embajada: junta sus nobles, y dispone que sea reconocido el rey de España por sucesor de aquel imperio, determinando que se le dé la obediencia y pague tributo como a descendiente de su conquistador


Sosegados aquellos rumores que llegaron a ocupar todo el cuidado, sintió Motezuma el ruido que deja en la imaginación la memoria del peligro. Empezó a discurrir para consigo el estado en que se hallaba; parecióle que ya se detenían mucho los españoles, y que habiéndose mirado como falta de libertad en él la benevolencia con que los trataba, debía familiarizarse menos, y dar otro color a las exterioridades. Avergonzábase del pretexto que tomó Cacumatzin para su conjuración, atribuyendo a falta de espíritu su benignidad, y alguna vez se acusaba de haber ocasionado aquella murmuración: sentía la flaqueza de su autoridad, cuyos celos andan siempre cerca de la corona, y ocupan el primer lugar entre las pasiones que mandan a los reyes. Temía que se volviesen a inquietar sus vasallos, y que saltasen nuevas centellas de aquel incendio recién apagado. Quisiera decir a Cortés que tratase de abreviar su jornada, y no hallaba camino decente de proponérselo; ni los recelos por ser especie de miedo se confiesan con facilidad. Duró algunos días en esta irresolución, y últimamente determinó que le convenía en todo caso despachar luego a los españoles, y quitar aquel tropiezo a la fidelidad de sus vasallos.

Dispuso la materia con noble sagacidad; porque antes de comunicar su intento a Cortés, llevó prevenidas sus réplicas, saliendo a todos los motivos en que pudiera fundar su detención. Aguardó que le viniese a visitar como solía: recibióle sin hacer novedad en el agrado ni en el cumplimiento; introdujo la plática de su rey al modo que otras veces; ponderó cuánto le veneraba, y dejando traer su propuesta de la misma conversación, le dijo: «que había discurrido en reconocerle de su propia voluntad el vasallaje que se le debía, como sucesor de Quezalcoal y dueño propietario de aquel imperio». Así lo entendía, y en esto sólo hablé con afectación; pero no se trataba entonces de restituirle sus dominios, sino de apartar a Cortés y facilitar su despacho; a cuyo fin añadió: «que pensaba convocar la nobleza de sus reinos, y hacer en su presencia este reconocimiento para que todos a su imitación le diesen la obediencia y estableciesen el vasallaje con alguna contribución en que pensaba también darles ejemplo, pues tenía ya prevenidas diferentes joyas y preseas de mucho valor para cumplir por su parte con esta obligación; y no dudaba que sus nobles acudirían a ella con lo mejor de sus riquezas, ni desconfiaba de que se juntaría cantidad tan considerable que pudiese llegar sin desaire a la presencia de aquel príncipe, como primera demostración del imperio mejicano».

Ésta fue su proposición, y en ella concedía de una vez todo lo que a su parecer podían atreverse a desear los españoles, satisfaciendo a su ambición y a su codicia para quitarles enteramente la razón de perseverar en su corte antes de ordenarles que se retirasen. Y encubrió con tanta destreza el fin a que caminaba, que no le conoció entonces Hernán Cortés; antes le rindió las gracias de aquella liberalidad, sin extrañarla ni encarecerla, como quien aceptaba de parte de su rey lo que se le debía, y quedó sumamente gustoso de haber conseguido más de lo que parecía practicable, según el estado presente de las cosas. Celebró después con sus capitanes y soldados el servicio que harían al rey don Carlos si conseguían que se declarase por súbdito y tributarlo suyo un monarca tan poderoso: discurrió en las grandes riquezas con que podrían acompañar esta noticia para que no llegase desnuda la relación y peligrase de increíble. Y a la verdad no pensaba entonces apartarse de su empresa, ni le parecía dificultoso el mantenerse hasta que sabiendo en España el estado en que la tenía, se le ordenase lo que debía ejecutar: seguridad a que le pudo inducir lo que le favorecía Motezuma; los amigos que iba ganando; la facilidad con que se le venían a las manos los sucesos, o alguna causa de origen superior que le dilataba el ánimo para que a vista de cuanto pudiera desear no se acabase de componer con sus esperanzas.

Pero Motezuma que tiraba sus líneas a otro centro, y sabía resolver despacio y ejecutar sin dilación, despachó luego sus convocatorias a los caciques de su reino como se acostumbraba cuando se ofrecía negocio público en que hubiese de intervenir la nobleza, sin alargarse a los más distantes por abreviar el intento principal de aquella diligencia. Vinieron todos a Méjico dentro de pocos días con el séquito que solían asistir en la corte, y tan numeroso, que hiciera ruido en el cuidado si se ignorara la ocasión y la costumbre. Juntólos Motezuma en el cuarto de su habitación, y en presencia de Cortés que fue llamado a esta conferencia, y concurrió en ella con sus intérpretes y algunos de sus capitanes, les hizo un razonamiento en que dio los motivos y facilitó la dureza de aquella notable resolución. Bernal Díaz del Castillo dice que hubo dos juntas, y que no asistió Cortés en la primera: pudo ser alguna de sus equivocaciones, porque no lo callaría el mismo Hernán Cortés en la segunda relación de su jornada; y cuando se trataba de satisfacerle y confiarle no era tiempo de juntas reservadas.

Fue grande aparato y autoridad esta función, porque asistieron también a ella los nobles y ministros que residían en la corte; y Motezuma después de haberlos mirado una y dos veces con agradable majestad, empezó su oración haciéndolos benévolos y atentos con ponerles delante: «cuánto los amaba, y cuánto le debían. Acordóles que tenían de su mano todas las riquezas y dignidades que poseían; y sacó por ilación deste principio, la obligación en que se hallaban de creer que no les propondría materia que no fuese de su mayor conveniencia después de haberla premeditado con madura deliberación, consultando a sus dioses el acierto, y tenido señales evidentes de que hacía su voluntad».

Afectaba muchas veces estas vislumbres de inspiración para dar algo de divinidad a sus resoluciones, y entonces le creyeron, porque no era novedad que le favoreciese con sus respuestas el demonio. Asentada esta reconvención y este misterio, refirió con brevedad «el origen del imperio mejicano, la expedición de los nabatlacas, las hazañas prodigiosas de Quezalcoal, su primer emperador, y lo que dejó profetizado cuando se apartó a las conquistas del Oriente, previniendo con impulso del cielo que habían de volver a reinar en aquella tierra sus descendientes. Tocó después como punto indubitable: que el rey de los españoles que dominaba en aquellas regiones orientales, era legítimo sucesor del mismo Quezalcoal. Y añadió: que siendo el monarca, de quien había de proceder aquel príncipe tan deseado entre los mejicanos, y tan prometido en los oráculos y profecías que veneraban su nación, debían todos reconocer en su persona este derecho hereditario, dando a su sangre lo que a falta de ella se introdujo en elección: que si hubiera venido entonces personalmente, como envió sus embajadores, era tan amigo de la razón, y amaba tanto a sus vasallos, que por su mayor felicidad sería el primero en desnudarse de la dignidad que poseía, rindiendo a sus pies la corona, fuese para dejarla en sus sienes, o para recibirla de su mano. Pero que debiendo a los dioses la buena fortuna de que hubiese llegado en su tiempo noticia tan deseada, quería ser el primero en manifestar la prontitud de su ánimo; y había discurrido en ofrecerle desde luego su obediencia, y hacerle algún servicio considerable. A cuyo fin tenía destinadas las joyas más preciosas de su tesoro, y quería que sus nobles le imitasen, no sólo en hacer el mismo reconocimiento, sino en acompañarle con alguna contribución de sus riquezas para que siendo mayor el servicio, llegase más decoroso a los ojos de aquel príncipe».

En esta sustancia concluyó Motezuma su razonamiento, aunque no de una vez; porque a despecho de lo que se procuró esforzar en este acto, cuando llegó a pronunciarse vasallo de otro rey, le hizo tal disonancia esta proposición, que se detuvo un rato sin hallar las palabras con que había de formar la razón; y al acabarla se enterneció tan declaradamente, que se vieron algunas lágrimas discurrir por su rostro, como lloradas contra la voluntad de los ojos. Y los mejicanos, conociendo su turbación, y la causa de que procedía, empezaron también a enternecerse prorrumpiendo en sollozos menos recatados, y deseando al parecer con algo de lisonja que hiciese ruido su fidelidad. Fue necesario que Cortés pidiese licencia de hablar y alentase a Motezuma diciendo: «que no era él ánimo de su rey desposeerle de su dignidad, ni trataba de que se hiciese novedad en sus dominios, porque sólo querría que se aclarase por entonces su derecho a favor de sus descendientes, respecto de hallarse tan distante de aquellas regiones, y tan ocupado en otras conquistas, que no podría llegar en muchos años el caso en que hablaban sus tradiciones y profecía», con cuyo desahogo cobró aliento, volvió a serenar el semblante, y acabó su oración como se ha referido.

Quedaron los mejicanos atónitos o confusos de oír semejante resolución, extrañándola como desproporcionada o menos decente a la majestad de un príncipe tan grande y tan celoso de su dominación. Miráronse unos a otros sin atreverse a replicar ni a conceder, dudando en qué se ajustarían más a su intención; y duró este silencio reverente hasta que tomó la mano el primero de sus magistrados; y con mejor conocimiento de su dictamen respondió por los demás: «que todos los nobles que concurrían en aquella junta le respetaban como a su rey y señor natural, y estarían prontos a obedecer lo que proponía por su benignidad y mandaba con su ejemplo, porque no dudaban que lo tendría bien discurrido y consultado con el cielo, ni tenían instrumento más sagrado que el de su voz para entender la voluntad de los dioses»: concurrieron todos en el mismo sentir, y Hernán Cortés cuando llegó el caso de significar su agradecimiento, fue dictando a sus intérpretes otra oración no menos artificiosa, en que dio las gracias a Motezuma y a todos los circunstantes de aquella demostración, aceptando en nombre de su rey el servicio, y midiendo sus ponderaciones con la máxima de no extrañar mucho que asistiesen a su obligación; al modo que se recibe la deuda, y se agradece la puntualidad en el deudor.

Pero no bastaron aquellas lágrimas de Motezuma para que recelase Cortés entonces de su liberalidad, ni conociese que se trataba de su despacho final, en que se dejó llevar del primer sonido con alguna disculpa; porque donde halló introducida como verdad infalible aquella notable aprensión de los descendientes de Quezalcoal, y tenían a su rey indubitablemente por uno de ellos, no le parecería tan irregular esta demostración, que se debiese mirar como afectada o sospechosa. Sobre cuyo presupuesto pudo también atribuir el llanto de Motezuma, y aquella congoja con que llegó a pronunciar las cláusulas del vasallaje, a la misma violencia con que se desprende la corona y se mide la suma distancia que hay entre la soberanía y la sujeción: caso verdaderamente de aquellos en que puede faltar el ánimo con algo de magnanimidad. Pero se debe creer que Motezuma, por más que mirase al rey de España como legítimo sucesor de aquel imperio, no tuvo intento de cumplir lo que ofrecía. Su mira fue deshacerse de los españoles, y tomar tiempo para entenderse después con su ambición, sin hacer mucho caso de su palabra; y no estaría fuera de su centro entre aquellos reyes bárbaros la simulación; cuya indignidad, bastante a manchar el pundonor de un hombre particular, pusieron otros bárbaros estadistas entre las artes necesarias del reinar.

Desde aquel día, como quiera que fuese, quedó reconocido el emperador Carlos V, por señor del imperio mejicano, legítimo hereditario en el sentir de aquella gente; y en la verdad destinado por el cielo a mejor posesión de aquella corona, sobre cuya resolución se formó público instrumento con todas las solemnidades que parecieron necesarias según el estilo de los homenajes que solían prestar a sus reyes, dando este allanamiento de príncipe y vasallos, poco más que el nombre de rey, al emperador; y siendo una como insinuación misteriosa del título que se debió después al derecho de las armas sobre justa provocación, como lo veremos en su lugar, circunstancia particular que concurrió en la conquista de Méjico para mayor justificación de aquel dominio sobre las demás consideraciones generales, que no sólo hicieran lícita la guerra en otras partes, sino legítima y razonable, siempre que se puso en términos de medio necesario para la introducción del Evangelio.




ArribaAbajoCapítulo IV

Entra en poder de Hernán Cortés el oro y joyas que se juntaron de aquellos presentes: dícele Motezuma con resolución que trate de su jornada, y él procura dilatarla sin replicarle; al mismo tiempo que se tiene aviso de que han llegado navíos españoles a la costa


No se descuidó Motezuma en acercase como pudo al fin que deseaba, resuelto a ganar las horas en el despacho de los españoles, y ya violento en aquel género de sujeción que se hallaba obligado a conservar porque no dejase de parecer voluntaria. Entregó con este cuidado a Cortés el presente que tenía prevenido, y se componía de varias curiosidades de oro con alguna pedrería; unas de las que usaba en el adorno de su persona, y otras de las que se guardaban por grandeza y servían a la ostentación: diferentes piezas del mismo género y metal en figura de animales, aves y pescados, en que se miraba como segunda riqueza el artificio: cantidad de aquellas piedras que llamaban chalcuis, parecidas en el color a las esmeraldas, y en la vana estimación a nuestros diamantes; y algunas pinturas de pluma, cuyos colores naturales, o imitaban mejor, o tenían menos que fingir en la imitación de la naturaleza: dádiva de ánimo real que se hallaba oprimido y trataba de poner en precio su libertad.

Siguiéronse a esta demostración los presentes de los nobles que venían con título de contribución, y se redujeron a piezas de oro y otras preseas de la misma calidad, en que se compitieron unos a otros con deseo, al parecer, de sobresalir en la obediencia de su rey, y mezclando esta subordinación con algo de propia vanidad. Todo venía dirigido a Motezuma, y pasaba con recado suyo al cuarto de Cortés. Nombráronse contador y tesorero para que se llevase la razón de lo que se iba recibiendo; y se juntó en breves días tanta cantidad de oro, que reservando las joyas y piezas de primor, y habiéndose fundido lo demás, se hallaron seiscientos mil pesos reducidos a barra de buena ley, de cuya suma se apartó el quinto para el rey, y del residuo segundo quinto para Hernán Cortés, con beneplácito de su gente y cargo de acudir a las necesidades públicas del ejército. Separó también la cantidad en que estaba empeñado para satisfacer la deuda de Diego Velázquez, y lo que le prestaron sus amigos en la isla de Cuba; y lo demás se repartió entre los capitanes y soldados, comprendiendo a los que se hallaban en la Vera-Cruz.

Diéronse iguales porciones a los que tenían ocupación; pero entre los de plaza sencilla hubo alguna diferencia, porque fueron mejor remunerados los de mayores servicios; o menos inquietos en los rumores antecedentes: peligrosa equidad en que hace agraviados el premio y quejosos la comparación. Hubo murmuraciones y palabras atrevidas contra Hernán Cortés y contra los capitanes; porque al ver tanta riqueza junta, querían igual recompensa los que merecían menos, y no era posible llenar su codicia, ni conviniera en razón la desigualdad.

Bernal Díaz del Castillo discurre con indecencia en este punto, y gasta demasiado papel en ponderar y encarecer lo que padecieron los pobres soldados en este repartimiento, hasta referir como donaire y discreción lo que dijo éste o aquél en los corrillos.

Habla más como pobre soldado que como historiador; y Antonio de Herrera le sigue con descuidada seguridad, siendo en la historia igual prevaricación decir de paso lo que se debe ponderar y detenerse mucho en lo que se pudiera omitir. Pero uno y otro asientan que se quietó este desabrimiento de los soldados, repartiendo Cortés del oro que le había tocado todo lo que fue necesario para satisfacer a los quejosos, y alaban después su liberalidad y desinterés, deshaciendo en vez de borrar lo que sobra en su narración.

Motezuma, luego que por su parte y la de sus nobles se dio cumplimiento al servicio que se ofreció en la junta, hizo llamar a Cortés, y con alguna severidad fuera de su costumbre, le dijo: «que ya era razón que tratase de su jornada, pues se hallaba enteramente despachado; y que habiendo cesado todos los motivos o pretextos de su detención, y conseguido en obsequio a su rey tan favorable respuesta de su embajada, ni sus vasallos dejarían de presumir intentos mayores si le viesen perseverar en su corte voluntariamente, ni él podría estar de su parte cuando no estaba de su parte la razón». Esta breve insinuación de su ánimo, dicha en términos de amenaza y con señas de resolución premeditada, hizo tanta novedad a Cortés que tardó en socorrerse de su discreción para la respuesta; y conociendo entonces el artificio de aquellas liberalidades y favores de la junta pasada, tuvo primeros movimientos de replicarle con alguna entereza, valiéndose del genio superior con que le dominaba; y fuese con este fin, o porque llegó a recelar viéndole tan sobre sí que traería guardadas las espaldas, ordenó recatadamente a uno de sus capitanes que hiciese tomar las armas a los soldados, y los tuviese prontos para lo que se ofreciese. Pero entrando en mejor consejo se determinó a condescender por entonces con su voluntad; y para dar motivo a la detención de la respuesta, disculpó cortesanamente lo que se había embarazado, viéndole menos agradable cuando eran tan puesto en razón lo que ordenaba. Díjole: «que trataría luego de abreviar su viaje: que ya traía entre las manos las prevenciones de que necesitaba; y que deseando ejecutarle sin dilación, había discurrido en pedirle licencia para que se fabricasen algunos bajeles capaces de tan larga navegación, por haberse perdido, como sabía, los que le condujeron a sus costas». Conque dejó introducida y pendiente su obediencia, satisfaciendo al empeño en que se hallaba, y dando tiempo a la resolución.

Dicen que tuvo Motezuma prevenidos cincuenta mil hombres para este lance; y que vino con determinación de hacerse obedecer, valiéndose de la fuerza si fuese necesario; y es cierto que temió la réplica de Cortés, y que deseaba excusar el rompimiento, porque le abrazó con particular afecto, estimando su respuesta como quien no la esperaba. Obligóse de que le quitase la ocasión de irritarse contra él. Amábale con un género de voluntad que tenía parte de inclinación y parte de respeto; y bien hallado con su mismo desenojo le dijo: «que no era su intento apresurase su jornada sin darle medios para que la ejecutase: que se dispondría luego la fábrica de los bajeles, y entretanto no tenía que hacer novedad ni apartarse de su lado, pues bastaría para la satisfacción de sus dioses y quietud de sus vasallos, aquella prontitud con que se trataba de obedecer a los unos y complacer a los otros». Fatigábale aquellos días el demonio con horribles amenazas, dando voz o semejanza de voz a los ídolos para irritarle contra los españoles. Congojábanle también los nuevos rumores que se iban encendiendo entre los suyos por haberse recibido mal que se hiciese tributario de otro príncipe, mirando aquella desautoridad suya como nuevo gravamen que bajaría con el tiempo a los hombros de sus vasallos. De suerte que se hallaba combatido por una parte de la política, y por otra de la religión; y fue mucho que se determinase a dar esta permisión a Cortés, por ser observantísimo con sus dioses, y no menos supersticioso con el ídolo de su conversación.

Diéronse luego las órdenes para la fábrica de los bajeles. Publicóse la jornada, y Motezuma hizo pregonar que acudiesen a la costa de Ulúa todos los carpinteros del contorno, señalando los parajes donde se podría cortar la madera, y los lugares que habían de contribuir con indios de carga para que la condujesen al astillero. Hernán Cortés por su parte afectó las exterioridades de obediente. Despachó luego a los maestros y oficiales que fabricaron los bergantines, conocidos ya entre los mejicanos. Discurrió públicamente con ellos del porte y calidad de los bajeles, ordenándoles que se aprovechasen del hierro, jarcias y velamen de los que se barrenaron; y todo era tratar del viaje como si le tuviera resuelto; con que adormeció las inquietudes que se iban forjando, y aseguró en la confianza de Motezuma.

Pero al tiempo de partir esta gente a la Vera-Cruz habló reservadamente a Martín López, vizcaíno de nación, que iba por cabo principal; y siendo maestro consumado en este género de fábricas, sabía cumplir mejor con la profesión de soldado. Encargóle «que se fuese poco a poco en la formación de los bajeles, y procurase alargar la obra cuanto pudiese con tal artificio que se consiguiese la tardanza sin que pareciese dilación». Era su fin conservarse con este color en aquella corte, y hacer lugar para que pudiesen volver de España sus comisarios Alonso Hernández Portocarrero y Francisco de Montejo, con esperanza de que le trajesen algún socorro de gente, o por lo menos el despacho y órdenes de que necesitaba para la dirección de su empresa, porque siempre tuvo firme resolución de proseguirla. Y caso que le arrojase de Méjico la última necesidad, pensaba esperarlos en la Vera-Cruz, y mantenerse al abrigo de aquella fortificación, valiéndose de las naciones amigas para resistir a los mejicanos: admirable constancia, que no sólo duraba entre las dificultades presentes, pero se prevenía para no descaecer en las contingencias.

Sobrevino dentro de pocos días otro accidente que descompuso estas disposiciones, llamando la prudencia y el valor a nuevo cuidado. Tuvo noticia Motezuma de que andaban en la costa de Ulúa diez y ocho navíos extranjeros, y los ministros de aquel paraje se los enviaron pintados en aquellos lienzos que hacían el oficio de cartas, con las señas de la gente que se había dejado ver en ellos, y algunos caracteres en que venía significado lo que se podría recelar de sus intentos, siendo españoles al parecer, y llegando en ocasión que se trataba de aviar a los que residían en su corte. Diésele o no cuidado esta representación de sus gobernadores, lo que resultó de ella fue llamar luego a Cortés, ponerle delante la pintura, y decirle: «que ya no sería necesaria la prevención que se hacía para su jornada, pues habían llegado a la costa bajeles de su nación en que podría ejecutarla». Miró Cortés la pintura con más atención que sobresalto; y aunque no entendió los caracteres que la especificaban, conoció en el traje de la gente, porte y hechura de los navíos, lo bastante para no dudar que fuesen españoles. Su primer movimiento fue alegrarse, teniendo por cierto que habrían llegado sus procuradores, y fingiéndose grandes socorros en tanto número de bajeles. Vase con facilidad la imaginación a lo que se desea, y no se persuadió entonces a que pudiese venir contra él armada tan poderosa; porque discurría noblemente según la llaneza de su proceder; y las sinrazones ocurren tarde a los bien intencionados. Su respuesta fue: «que se partiría luego si aquellos navíos estuviesen de vuelta para los dominios de su rey». Y no extrañando que hubiese llegado primero a su noticia esta novedad, porque sabía la incesable diligencia de sus correos, añadió: «que no podía tardar el aviso de los españoles que asistían en Zempoala, por cuyo medio se sabrían con fundamento la derrota y designios de aquella gente, y se vería si era necesario proseguir en la fábrica de los bajeles, o posible adelantar sin ellos su viaje». Aprobó Motezuma este reparo, agradeciendo la prontitud y conociendo la razón. Pero tardaron poco en llegar las cartas de la Vera-Cruz, en que avisaba Gonzalo de Sandoval: «que aquellos bajeles eran de Diego Velázquez, y venían en ellos ochocientos españoles contra Hernán Cortés y su conquista»; cuyo golpe no esperado recibió en presencia de Motezuma, y necesitó de todo su aliento para encubrir su turbación. Hallóse con el peligro donde aguardaba el socorro. La ocasión era terrible: angustias por todas partes: desconfianzas en Méjico y enemigos en la costa. Pero haciendo lo que pudo para componer el semblante con la respiración, negó su cuidado a Motezuma, endulzó la noticia entre los suyos, y se retiró después a desapasionar el discurso para que se diese con libertad a las diligencias del remedio.




ArribaAbajoCapítulo V

Refiérense las nuevas prevenciones que hizo Diego Velázquez para destruir a Hernán Cortés: el ejército y armada que envió contra él a cargo de Pánfilo de Narbáez; su arribo a las costas de Nueva España; y su primer intento de reducir a los españoles de la Vera-Cruz


Dejamos a Diego Velázquez envuelto en sus desconfianzas, impaciente de que se hubiesen malogrado los esfuerzos que hizo para detener a Hernán Cortés, y desacreditando con nombre de traición la fuga que ocasionaron sus violencias para disponer su venganza con título de remedio. Recibió las cartas del licenciado Benito Martín, su capellán, con nombramiento de adelantado por el rey, no sólo de aquella isla, sino de las tierras que se descubriesen y conquistasen por su inteligencia. Dábale noticia de la gratitud, o fuese agradecimiento, con que le defendía y patrocinaba el presidente de las Indias, obispo de Burgos, desfavoreciendo por este respeto a los procuradores de Cortés. Pero al mismo tiempo le avisaba de la benignidad con que los oyó el emperador en Tordesillas; del ruido que habían hecho en España las riquezas que llevaron, y del concepto grande con que se habla ya en aquella conquista, dándole el primer lugar entre las antecedentes.

Entró con el nuevo dictado en mayores pensamientos. Diéronle osadía y presunción los favores del presidente, y como crecen con el poder las pasiones humanas, o es propiedad en ellas el mandar más en los más poderosos, miró su ofensa con otro género de irritación más empeñada o con otra especie de superioridad que le desfiguraba la envidia con el traje de justificación. Afligían y precipitaban su paciencia los aplausos de Cortés, y aunque las obligaciones de su sangre dejaban siempre su lugar al servicio del rey, no podía sufrir que se llevase otro las gracias que a su parecer se le debían: tan vanaglorioso en el aprecio de la parte que tuvo en la primera disposición de aquella jornada, que se atribuía, sin otro fundamento, el renombre de conquistador; y tan dueño en su estimación de toda la empresa, que le parecían suyas hasta las hazañas con que se había conseguido.

Con estos motivos y con esta destemplanza de aprensiones trató luego de formar armada y ejército con que destruir a Hernán Cortés y a cuantos le seguían: compró bajeles, alistó soldados, y discurrió personalmente por toda la isla, visitando las estancias de los españoles, y animándolos a la facción. Poníales delante de obligación que tenían de asistir a su desagravio: partía con ellos anticipadamente las grandes riquezas de aquella conquista, usurpadas entonces (así lo decía) por unos rebeldes mal aconsejados que salieron de Cuba fugitivos para no dejar en duda su falta de valor; con cuyas esperanzas y algunos socorros, en que gastó mucha parte de su caudal, juntó en breves días un ejército, que allí se pudo llamar formidable por el número y calidad de la gente. Constaba de ochocientos infantes españoles, ochenta caballos y diez o doce piezas de artillería, con abundante provisión de bastimentos, armas y municiones. Nombró por cabo principal a Pánfilo de Narbáez, natural de Valladolid, sujeto capaz, y en aquella isla de la primera estimación, aunque amigo de sus opiniones, y de alguna dureza en los dictámenes. Diole título de teniente suyo, nombrándose gobernador, cuando menos, de la Nueva España.

Diole también instrucción secreta en que le ordenaba: «que procurase prender a Cortés, y se le remitiese con buena guardia para que recibiese de su mano el castigo que merecía: que hiciese lo mismo con la gente principal que le seguía si no se redujesen a dejar su partido, y que tomase posesión en su nombre de todo lo conquistado, adjudicándolo al distrito de su adelantamiento»; sin detenerse mucho a discurrir en los accidentes que se le podían ofrecer, porque a vista de tan ventajosas fuerzas, le parecía fácil de conseguir cuanto le proponía su deseo y la confianza; vicio familiar de ingenios apasionados; o mira desde lejos los peligros, o no conoce, hasta que padece las dificultades.

Tuvieron aviso de este movimiento y prevenciones los religiosos de San Jerónimo que presidían a la real audiencia de Santo Domingo, con suprema jurisdicción sobre las otras islas; y previniendo los inconvenientes que podían resultar de tan ruidosa competencia, enviaron al licenciado Lucas Vázquez de Ayllón, juez de la misma real audiencia, para que procurase poner en razón a Diego Velázquez: y no bastando los medios suaves le intimase las órdenes que llevaba, mandándole con graves penas que desarmase la gente, deshiciese la armada, y no perturbase o pusiese impedimento a la conquista en que estaba entendido Hernán Cortés, so color de pertenecerle por cualquier razón o pretexto que fuese; y que dado que tuviese alguna querella contra su persona, o algún derecho sobre la tierra que andaba pacificando, acudiese a los tribunales del rey, donde tendría segura, por los términos regulares, su justicia.

Llegó este ministro a la isla de Cuba cuando ya estaba prevenida la armada, que se componía de once navíos de alto bordo, y siete poco más que bergantines, unos y otros de buena calidad; y Diego Velázquez andaba muy solícito en adelantar la embarcación de la gente. Procuró reducirle sirviéndose amigablemente de cuantas razones le ocurrieron para detenerle y confiarle. Diole a conocer «lo que aventuraba si se pusiese Cortés en resistencia, interesados ya en defender sus mismas utilidades los soldados que le seguían: el daño que podría resultar de que viesen aquellos indios belicosos y recién conquistados una guerra civil entre los españoles; que si por esta desunión se perdiese una conquista, de que ya se hacía tanta estimación en España, peligraría su crédito en un cargo de mala calidad, sin que le pudiesen defender los que más le favorecían». Púsose de parte de su justicia para persuadirle «a que la pidiese, donde se miraría con diferente atención, si no la desacreditase con aquella violencia». Y últimamente, viéndole incapaz de consejo porque le parecía impracticable todo lo que no fuese destruir a Hernán Cortés, pasó a lo judicial, manifestó las órdenes, y se las hizo notificar por un escribano que llevaba prevenido, acompañándolas con diferentes requerimientos y protestas; pero nada bastó a detener su resolución, porque sonaba tanto en su concepto el título de adelantado, que dio muestras de no reconocer superior en su distrito, y se quedó en su obstinación hecha ya porfía la inobediencia. Disimuló el oidor algunos desacatos, sin atreverse a contradecirle derechamente por no hacer mayor su precipicio; y viendo que trataba de abreviar la embarcación de la gente, fingió deseo de ver aquella tierra tan encarecida, y se ofreció a seguir el viaje con apariencias de curiosidad, a que salió fácilmente Diego Velázquez porque llegase más tarde a la isla de Santo Domingo la noticia de su atrevimiento, y él consiguió el embarcarse con gusto y estimación de todos: resolución que, bien fuese de su dictamen o procediese de su instrucción, pareció bien discurrida y conveniente para estorbar el rompimiento de aquellos españoles. Persuadióse con bastante probabilidad a que sería más fácil de conseguir lejos de Diego Velázquez la obediencia de las órdenes, o tendría diferente autoridad su mediación con Pánfilo de Narbáez, y aunque fue su asistencia de nuevo inconveniente, como lo veremos después, no por eso dejaron de merecer alabanza su celo y su discurso: que los sucesos por el mismo caso que se apartan muchas veces de los medios proporcionados, no pueden quitar el nombre al acierto de las resoluciones. Embarcóse también Andrés de Duero, aquel secretario de Velázquez que favoreció tanto a Cortés en los principios de su fortuna. Dicen unos que se ofreció a esta jornada por disfrutar sus riquezas acordando el beneficio; y otros que fue su intención mediar con Narbáez y embarazar en cuanto pudiese la ruina de su amigo; a cuyo sentir nos aplicaremos antes que al primero, por no estar bien con los historiadores que se precian de tener mal inclinadas las conjeturas.

Hiciéronse a la vela, y favoreciéndolos el viento se hallaron en breves días a vista de la tierra que buscaban. Surgió la armada en el puerto de Ulúa, y Pánfilo de Narbáez echó algunos soldados en tierra para que tomasen lengua y reconociesen las poblaciones vecinas. Hallaron éstos a poca diligencia dos o tres españoles que andaban desmandados por aquel paraje. Lleváronlos a la presencia de su capitán; y ellos, o temerosos de alguna violencia, o inclinados a la novedad, le informaron de todo lo que pasaba en Méjico y en la Vera-Cruz, buscando su lisonja en el descrédito de Cortés: sobre cuya noticia fue lo primero que resolvió tratar con Gonzalo de Sandoval que le rindiese aquella fortaleza de su cargo, manteniéndola por él, o la desmantelase, pasándose a su ejército con la gente de la guarnición. Encargó esta negociación a un clérigo que llevaba consigo, llamado Juan Ruiz de Guevara, hombre de condición menos reprimida que pedía el sacerdocio. Fueron con él tres soldados que sirviesen de testigos, y un escribano real, por si fuese necesario llegar a términos de notificación. Tenía Gonzalo de Sandoval sus centinelas a trechos para que observasen los movimientos de la armada, y se fuesen unas a otras, por cuyo medio supo que venían mucho antes que llegasen; y con certidumbre de que no los seguía mayor número de gente, mandó abrir las puertas de la villa, y se retiró a esperarlos en su posada. Llegaron ellos, no sin alguna presunción de que serían bien admitidos; y el clérigo, después de las primeras urbanidades, y haber puesto en manos de Sandoval su carta de creencia, le dio noticia de las fuerzas con que venía Pánfilo de Narbáez a tomar satisfacción por Diego Velázquez de la ofensa que le hizo Hernán Cortés en apartarse de su obediencia, siendo suya enteramente la conquista de aquella tierra, por haberse intentado de su orden y a su costa. Hizo su proposición como punto sin dificultad en que sobraban los motivos; y esperó gracias de venirle a buscar con un partido ventajoso, donde se habían juntado la fuerza y la razón. Respondióle Gonzalo de Sandoval con alguna destemplanza, mal escondida en el sosiego exterior: «que Pánfilo de Narbáez era su amigo, y tan atento vasallo de su rey, que sólo desearía lo que fuese más conveniente a su servicio: que la ocurrencia de las cosas y el mismo estado en que se hallaba la conquista pedían que se uniesen sus fuerzas con las de Cortés, y le ayudasen a perfeccionar lo que tenía tan adelantado, tratándose primero de la primera obligación, pues no se hizo el tribunal de las armas para querellas de particulares; pero que dado caso que anteponiendo el interés o la venganza de su amigo se arrojase a intentar alguna violencia contra Hernán Cortés, tuviese desde luego entendido que así él como todos los soldados de aquella plaza querrían antes morir a su lado, que concurrir a semejante desalumbramiento».

Sintió el clérigo, como golpe, improviso, esta repulsa; y más acostumbrado a dejarse llevar que a reprimir su natural, prorrumpió en injurias y amenazas contra Hernán Cortés, llamándole traidor, y alargándose a decir que lo serían Gonzalo de Sandoval y cuantos le siguiesen. Procuraron unos y otros moderarle y contenerle acordándole su dignidad, para que supiese a lo menos la razón por qué le sufrían; pero él, levantando la voz sin mudar el estilo, mandó al escribano: «que hiciese notorias las órdenes que llevaba para que supiesen todos que habían de obedecer a Narbáez, pena de la vida»; y no pudo lograr esta diligencia porque la embarazó Gonzalo de Sandoval, diciendo al escribano que le haría poner en una horca si se atreviese a notificarle órdenes que no fuesen del rey. Crecieron tanto las voces y los desacatos, que los mandó llevar presos no sin alguna impaciencia. Pero considerando poco después el daño que podrían hacer si volviesen irritados a la presencia de Narbáez, resolvió enviarlos a Méjico para que se asegurase de ellos Hernán Cortés, o procurase reducirlos; y lo ejecutó sin dilación, haciendo prevenir indios de carga que los llevasen aprisionados sobre sus hombros en aquel género de andas que les servían de literas. Fue con ellos por cabo de la guardia un español de su confianza que se llamaba Pedro de Solís: encargóle que no se les hiciese molestia ni mal tratamiento en el camino; despachó correo adelantando a Cortés era noticia, y trató de prevenir su gente y convocar los indios amigos para la defensa de su plaza, disponiendo cuanto le tocaba, como advertido y cuidadoso capitán.

No se puede negar que obró con algún arrojamiento más que militar en la prisión de aquel sacerdote, dando a su irritación sobrada licencia, si ya no la resolvió políticamente, considerando que no estaría bien cerca de Narbáez un hombre de aquella violencia y precipitación, para que se consiguiese la paz que tanto convenía. Puédese creer que se dieron la mano en su resolución el propio sentimiento y la conveniencia principal; y si obró con esta mira, como lo persuade la misma reportación con que le había sufrido y respetado, no se debe culpar todo el hecho por este o aquel motivo menos moderado: que algunas veces acierta el enojo lo que no acertara la modestia, y sirve la ira de dar calor a la prudencia.




ArribaAbajoCapítulo VI

Discurso y prevenciones de Hernán Cortés en orden a excusar el rompimiento: introduce tratados de paz; no los admite Narbáez; antes publica la guerra, y prende al licenciado Lucas Vázquez de Ayllón


De todas estas particularidades iba teniendo Hernán Cortés frecuentes avisos que hicieron evidencia su recelo; y poco después supo que había tomado tierra Pánfilo de Narbáez, y marchaba con su ejército en orden la vuelta de Zempoala. Padeció mucho aquellos días con su mismo discurso, vario en los medios y perspicaz en los inconvenientes. No hallaba partido en que no quedase mal satisfecho su cuidado. Buscar a Narbáez en la campaña con fuerzas tan desiguales era temeridad, particularmente cuando se hallaba obligado a dejar en Méjico parte de su gente para cubrir el cuartel, defender el tesoro adquirido, y conservar aquel género de guardia en que se dejaba estar Motezuma. Esperar a su enemigo en la ciudad era revolver los humores sediciosos de que adolecían ya los mejicanos, darles ocasión para que se armasen con pretexto de la propia defensa, y tener otro peligro a las espaldas: introducir pláticas de paz con Narbáez y solicitar la unión de aquellas fuerzas, siendo lo más conveniente, le pareció lo más dificultoso, por conocer la dureza de su condición y no hallar camino de reducirle, aunque se rindiese a rogarle con su amistad; a que no se determinaba por ser el ruego poco feliz con los porfiados, y en proposiciones de paz desairado medianero. Poníasele delante la perdición total de su conquista, el malogro de aquellos grandes principios, la causa de la religión desatendida, el servicio del rey atropellado; y era su mayor congoja el hallarse obligado a fingir seguridad y desahogo, trayendo en el rostro la quietud, y dejando en el pecho la tempestad.

A Motezuma decía que aquellos españoles eran vasallos de su rey que traerían segunda embajada en prosecución de la primera: que venían con ejército por costumbre de su nación, que procuraría disponer que se volviesen, y se volvería con ellos, pues se hallaba ya despachado, sin que hubiese dejado su grandeza que desear a los que venían de nuevo con la misma proposición. A sus soldados animaba con varios presupuestos, cuya falencia conocía. Decíales que Narbáez era su amigo, y hombre de tantas obligaciones y de tan buena capacidad, que no dejaría de inclinarse a la razón, anteponiendo el servicio de Dios y del rey a los intereses de un particular; que Diego Velázquez había despoblado la isla de Cuba para disponer su venganza, y a su parecer les enviaba un socorro de gente con que proseguir su conquista: porque no desconfiaba de que se hiciesen compañeros los que venían como enemigos. Con sus capitanes andaba menos recatado; comunicábales parte de sus recelos, discurría como de prevención en los accidentes que se podían ofrecer; ponderaba la poca milicia de Narbáez, la mala calidad de su gente, la injusticia de su causa, y otros motivos de consuelo en que trabajaba también su disimulación, dándoles en la verdad más esperanzas que tenía.

Pidióles finalmente su parecer, como lo acostumbraba en casos de semejante consecuencia, y disponiendo que le aconsejasen lo que tenía por mejor, resolvió tentar primero el camino de la paz, y hacer tales partidos a Narbáez, que no se pudiese negar a ellos sin cargar sobre sí los inconvenientes del rompimiento. Pero al mismo tiempo hizo algunas prevenciones para cumplir con su actividad. Avisó a sus amigos los de Tlascala que le tuviesen prontos hasta seis mil hombres de guerra para una facción en que sería posible haberlos menester. Ordenó al cabo de tres o cuatro soldados españoles que andaban en la provincia de Chinantla descubriendo las minas de aquel paraje, que procurase disponer con los caciques una leva de otros dos mil hombres, y que los tuviese prevenidos para marchar con ellos al primer aviso. Eran los chinantecas enemigos de los mejicanos, y se habían declarado con grande afecto por los españoles, y enviado secretamente a dar la obediencia; gente valerosa y guerrera, que le pareció también a propósito para reforzar su ejército; y acordándose de haber oído alabar las picas o lanzas de que usaban en sus guerras, por ser de vara consistente y de mayor alcance que las nuestras, dispuso que le trajesen luego trescientas para repartirlas entre sus soldados, y las hizo armar con puntas de cobre templado que suplía bastantemente la falta del hierro: prevención que adelantó a las demás porque le daba cuidado la caballería de Narbáez, y porque hubiese tiempo de imponer en el manejo de ellas a los españoles.

Llegó entretanto Pedro de Solís con los presos que remitía Gonzalo de Sandoval: avisó a Cortés, y esperó su orden antes de entrar en la laguna. Pero él que ya los aguardaba por la noticia que vino delante, salió a recibirlos con más que ordinario acompañamiento. Mandó que les quitasen las prisiones: abrazólos con grande humanidad, y al licenciado Guevara primera y segunda vez con mayor agasajo. Díjole: «que castigaría a Gonzalo de Sandoval la desatención de no respetar como debía su persona y dignidad». Llevóle a su cuarto, diole su mesa, y le significó algunas veces con bien adornada exterioridad «cuánto celebraba la dicha de tener a Pánfilo de Narbáez en aquella tierra, por lo que se prometía de su amistad y antiguas obligaciones». Cuidó de que anduviesen delante de él alegres y animosos los españoles. Púsole donde viese los favores que le hacía Motezuma, y la veneración con que le trataban los príncipes mejicanos. Diole algunas joyas de valor con que iba quebrantando los ímpetus de su natural. Hizo lo mismo con sus compañeros, y sin darles a entender que necesitaba de sus oficios para suavizar a Narbáez, los despachó dentro de cuatro días inclinados a su razón y cautivos de su liberalidad.

Hecha esta primorosa diligencia, y dejando al tiempo lo que podría fructificar, resolvió enviar persona de satisfacción que propusiese a Narbáez los medios que parecían practicables y eran convenientes. Eligió para esta negociación al padre fray Bartolomé de Olmedo, en quien concurrían con ventajas conocidas la elocuencia y la autoridad. Abrevió cuanto fue posible su despacho, y le dio cartas para Narbáez, para el licenciado Lucas Vázquez de Ayllón, y para el secretario Andrés de Duero con diferentes joyas que repartiese, conforme al dictamen de su prudencia. Era la importancia de la paz el argumento de las cartas, y en la de Narbáez le daba la bien venida con palabras de toda estimación; y después de acordarle su amistad y confianza, «le informaba el estado en que tenía su conquista, descubriéndole por mayor las provincias que había sujetado, la sagacidad y valentía de sus naturales, y el poder y grandeza de Motezuma». No tanto para encarecer su hazaña, como para traerle al conocimiento de lo que importaba que se uniesen ambos ejércitos a perfeccionar la empresa. Dábale a entender «cuánto se debía recelar que los mejicanos, gente advertida y belicosa, llegasen a conocer discordia entre los españoles, porque sabrían aprovecharse de la ocasión y destruir ambos partidos para sacudir el yugo forastero». Y últimamente le decía: «que para excusar lances y disputas convendría que sin más dilación le hiciesen notorias las órdenes que llevaba; porque si eran del rey estaba pronto a obedecerlas, dejando en sus manos el bastón y el ejército de su cargo; pero si eran de Diego Velázquez debían ambos considerar con igual atención lo que aventuraban; porque a vista de una dependencia, en que se interponía la causa del rey, hacían poco bulto las pretensiones de un vasallo, que se podrían ajustar a menos costa, siendo su ánimo satisfacerle todo el gasto de su primer avío, y partir con él no solamente las riquezas, sino la misma gloria de la conquista. En este sentir concluyó su carta; y pareciéndole que se había detenido mucho en el deseo de la paz, añadió en el fin algunas cláusulas briosas, dándole a entender que no se valía de la razón porque le faltasen las manos; y que de la misma suerte que sabía ponderarla, sabría defenderla».

Tenía Pánfilo de Narbáez asentado su cuartel y alojado su ejército en Zempoala; y el cacique Gordo anduvo muy solícito en el agasajo de aquellos españoles, creyendo que venían de socorro a su amigo Hernán Cortés; pero tardó poco en desengañarse, porque no hallaba en ellos el estilo a que le tenían enseñado los primeros; y aunque no traían lengua para darse a entender, hablaban las demostraciones y los diferenciaba el proceder. Reconoció en Narbáez un género de imperiosa desazón que le puso en cuidado, y no le quedó que dudar cuando vio que le quitaba contra su voluntad todas las alhajas y joyas que había dejado en su casa Hernán Cortés. Los soldados, a quien servía de licencia el ejemplo de su capitán, trataban a sus huéspedes como enemigos, y ejecutaba la extorsión lo que mandaba la codicia.

Llegó el licenciado Guevara y refirió los sucesos de su jornada, las grandezas de Méjico, cuán bien recibido estaba Hernán Cortés en aquella corte, lo que le amaba Motezuma y respetaban sus vasallos: encareció la humanidad y cortesía con que le había recibido y hospedado; empezó a discurrir en lo que deseaba, que no se llegase a conocer discordia entre los españoles, inclinándose al ajustamento; y no pudo proseguir porque le atajó Narbáez, diciéndole que se volviese a Méjico si le hacían tanta fuerza los artificios de Cortés, y le arrojó de su presencia con desabrimiento. Pero el clérigo y sus compañeros buscaron nuevo auditorio, pasando con aquellas noticias y con aquellas dádivas a los corrillos de los soldados, y se logró en lo que más importaba la diligencia de Cortés: porque algunos se inclinaron a su razón; otros a su liberalidad, quedando todos aficionados a la paz, y llegando los más a tener por sospechosa la dureza de Narbáez.

Poco después vino el padre fray Bartolomé de Olmedo, y halló en Pánfilo de Narbáez más entereza que agasajo. Puso en sus manos la carta, leyóla por cumplimiento, y con señas de hombre que se reprimía, se dispuso a escucharle, dando a entender que sufría la embajada por el embajador. Fue la oración del religioso elocuente y sustancial. Acordó en el exordio «las obligaciones de su profesión para introducirse a medianero desinteresado en aquellas diferencias». Procuró «sincerar el ánimo de Cortés, como testigo de vista obligado a la verdad». Asentó «que por su parte sería fácil de conseguir cuanto se le propusiese razonable y conveniente»: ponderó «lo que se aventuraba en la desunión de los españoles: cuánto adelantaría Diego Velázquez su derecho si cooperase con aquellas armas a la perfección de la conquista»; y añadió: «que teniéndolas él a su disposición debía medir el uso de ellas con el estado presente de las cosas; punto que vendría presupuesto en su instrucción: pues se dejaba siempre a la prudencia de los capitanes el arbitrio de los medios con que se había de asegurar el pretendido; y ellos estaban obligados a obrar según el tiempo y sus accidentes, para no destruir con la ejecución el intento de las órdenes».

La respuesta de Narbáez fue precipitada y descompuesta: «que no era decente a Diego Velázquez el pactar con un súbdito rebelde, cuyo castigo era el primer negocio de aquel ejército; que mandaría luego declarar por traidores a cuantos le siguiesen; y que traía bastantes fuerzas para quitarle de las manos la conquista, sin necesitar de advertencias presumidas o consejos de culpados que se valían para persuadirle de la razón con que se hallaban para temerle». Replicóle fray Bartolomé sin dejar su moderación: «que mirase bien lo que determinaba, porque antes de llegar a Méjico había provincias enteras de indios guerreros amigos de Cortés que tomarían las armas en su defensa; y que no eran tan fácil como pensaba el atropellarle; porque sus españoles estaban arrestados a perderse con él, y que tenía de su parte a Motezuma, príncipe de tantas fuerzas que podría juntar un ejército para cada uno de sus soldados; y últimamente, que una materia de aquella calidad no era para resuelta de la primera vez; que la discurriese con segunda reflexión, y él volvería por la respuesta». Con lo cual se despidió, dejando en sus oídos este género de animosidad, porque le pareció necesaria para mitigar aquella confianza de sus fuerzas en que consistía la mayor vehemencia de su obstinación.

Pasó luego a ejecutar las otras diligencias de su instrucción. Visitó al licenciado Lucas Vázquez de Ayllón y al secretario Andrés de Duero que alabaron su celo, aprobando lo que propuso a Narbáez, y ofreciendo asistir a su despacho con todos los medios posibles, para que consiguiese la paz que tanto convenía. Dejáse ver de los capitanes y soldados que conocía; publicó su comisión; procuró acreditar la intención de Cortés; hizo desear el ajustamiento; repartió con buena elección sus joyas y sus ofertas; y pudo esperar que se formase partido a favor de Cortés, o por lo menos a favor de la paz, si Pánfilo de Narbáez, que tuvo noticia de estas pláticas, no le hubiera estrechado a que no las prosiguiese. Mandóle venir a su presencia y a grandes voces le atropelló con injurias y amenazas. Llamóle amotinador y sedicioso; calificó por especie de traición el andar sembrando entre su gente las alabanzas de Cortés; y estuvo resuelto a prenderle, como se hubiera ejecutado si no se interpusiera el secretario Andrés de Duero; a cuya instancia corrigió su dictamen ordenando que saliese luego de Zempoala.

Pero el licenciado Lucas Vázquez de Ayllón, que llegó advertidamente a la sazón, fue de sentir que se debía convocar antes una junta en que se hallasen todos los cabos del ejército para que se discurriese con mayor acuerdo la respuesta que se había de dar a Hernán Cortés, puesto que se mostraba inclinado a la paz, y no parecía dificultoso que se llegase a poner en términos proporcionados y decentes; a cuya proporción se inclinaban algunos de los capitanes que se hallaron presentes; pero Narbáez la oyó con un género de impaciencia que tocaba en desprecio: y para responder de una vez al oidor y al religioso, mandó publicar a sus oídos con voz de pregonero la guerra contra Hernán Cortés a sangre y fuego, declarándole por traidor al rey, señalando talla para quien le prendiese o matase y dando las órdenes para que se previniese la marcha del ejército.

No pudo ni debió aquel ministro sufrir o tolerar semejante desacato, ni dejar de ocurrir al remedio con su autoridad. Mandó que cesasen los pregones: hízole notificar «que no se moviese de Zempoala pena de la vida, ni usase de aquellas armas sin acuerdo y parecer de todo el ejército»: ordenó a los capitanes y soldados que no le obedeciesen, y duró en sus protestas y requerimientos con tanta resolución, que Narbáez, ciego ya de cólera y perdido el respeto a su persona y representación, le hizo prender ignominiosamente, y dispuso que le llevasen luego a la isla de Cuba en uno de sus bajeles: de cuya ejecución volvió escandalizado el padre fray Bartolomé de Olmedo sin otra respuesta; y lo quedaron tanto sus mismos capitanes y soldados, que los de mayor discurso viendo prender a un ministro de aquella suposición, se hallaron obligados a mirar con alguna cautela por el servicio del rey; y los de menos punto con bastante materia para la murmuración y el desafecto a su capitán; mejorándose con este atrevimiento de Narbáez la causa de Cortés en la inclinación de los soldados, y sirviéndole como diligencias suyas los mismos desaciertos de su enemigo.




ArribaAbajoCapítulo VII

Persevera Motezuma en su buen ánimo para con los españoles de Cortés, y se tiene por improbable la mudanza que atribuyen algunos a diligencias de Narbáez; resuelve Cortés su jornada, y la ejecuta dejando en Méjico parte de su gente


Asientan algunos de nuestros escritores, que Pánfilo de Narbáez introdujo pláticas de grande intimidad y confidencia con Motezuma; que iban y venían correos de Méjico y Zempúala, por cuyo medio le dio a entender que traía comisión de su rey para castigar los desafueros y exorbitancias de Cortés; que no sólo él, sino todos los que seguían sus banderas andaban forajidos y fuera de obediencia; y que habiendo sabido la opresión en que se hallaba su persona, trataría luego de marchar con su ejército para dejarle restituido en su libertad, y en pacífica posesión de sus dominios; con otras imposturas de semejante malignidad. A cuyas esperanzas dicen no sólo que asintió Motezuma, pero que llegó a entenderse con él, y le hizo grandes presentes, recatándose de Cortés, y deseando romper su prisión con ocultas diligencias. No sabemos cómo pudieron llegar a sus oídos estas sugestiones; porque Narbáez no tuvo intérpretes con que darse a entender a los indios, ni pudo introducir por su medio con el lenguaje de las señas tan concertada negociación. De sus españoles sólo vinieron a Méjico el licenciado Guevara con los demás que remitió Sandoval, y éstos no hablaron reservadamente a Motezuma; ni cuando se diera en Cortés semejante descuido, pudieran hacer este razonamiento sin valerse de Aguilar y doña Marina: caso incompatible con lo que se refiere de su fidelidad. Débese creer que los indios zempoales conocieron de los semblantes y señas exteriores la enemistad y oposición de aquellos dos ejércitos, cuya noticia dieron a Motezuma sus confidentes o ministros; porque no es dudable que la tuvo antes que se la participase Cortés; pero de lo mismo que obró en esta ocasión se arguye que tenía el ánimo seguro, y sin alguna preocupación de siniestros informes.

No se niega que hizo algunos presentes de consideración a Narbáez; pero tampoco se colige de ellos que hubiese correspondencia entre los dos; porque aquellos príncipes solían usar este género de agasajo con los extranjeros que arribaban a sus costas, como se hizo con el ejército de Cortés, a quien pudo encubrir sin artificio esta demostración, por ser materia sin novedad, o por hacer menos caso de sus dádivas. Pero es de reparar que hasta en ellas mismas, fuesen ocultas o ignoradas, hubo requisitos o circunstancias casuales que aprovecharon al crédito de Cortés; porque al recibirlas descubrió Narbáez más complacencia o más aplicación que fuera conveniente. Mandábalas guardar con demasiada cuenta y razón, sin dar alguna seña de su liberalidad a los que más favorecían; y los soldados que no conocen su avaricia cuando culpan la de sus capitanes, empezaron a desanimarse con este desengaño de sus esperanzas; y poniendo el propio interés entre las causas de la guerra, o daban la razón a Cortés, o se la quitaban al menos generoso.

Volvió finalmente de su jornada fray Bartolomé de Olmedo, y Hernán Cortés halló en su relación lo mismo que recelaba de Narbáez: sintió el desprecio de sus proposiciones, menos por sí que por su razón, conoció en la prisión del oidor cuán lejos estaba de atender al servicio del rey quien traía tan desenfrenada la osadía: oyó sin enojo, a lo menos exterior, las injurias y denuestos con que maltrataba sus ausencias, y ponderan justamente los autores, que llegando a su noticia por diversas partes el menosprecio con que hablaba de su persona, las indecencias de su estilo, y cuanto le repetía el oprobio de traidor, no se le oyó jamás una palabra descompuesta, ni dejar de llamar a Pánfilo de Narbáez por su nombre: ¡rara constancia o predominio sobre sus pasiones, y digno siempre de envidia un corazón donde caben los agravios sin estorbar el sufrimiento!

Consolóle mucho con la noticia que le dio fray Bartolomé de Olmedo de la buena disposición que había reconocido en la gente de Narbáez, por la mayor parte deseosa de la paz, o con poco afecto a sus dictámenes; y no desconfió de hacerle la guerra, o traerle al ajustamiento que deseaba, con la fuerza, o con la flojedad de sus mismos soldados. Comunicó uno y otro a sus capitanes, y considerados los inconvenientes que por todas partes ocurrían, se tuvo por el menor o el menos aventurado salir a la campaña con el mayor número de gente que fuese posible, procurar incorporarse con los indios que se habían prevenido en Tlascala y Chinantla, y marchar unidos la vuelta de Zempoala; con presupuesto de hacer alto en algún lugar amigo, para volver a introducir desde más cerca las pláticas de la paz; logrando la ven taja de capitular con las armas en la mano, y la conveniencia de asistir en paraje donde se pudiese recoger la gente de Narbáez, que se determinase a dejar su partido. Publicóse luego entre los soldados esta resolución, y se recibió con notable aplauso y alegría. No ignoraban la desigualdad incomparable del ejército contrario; pero estuvieron a vista del peligro tan lejos del temor, que los de menos obligaciones hicieron pretensión de salir a la empresa, y fue necesario que trabajasen el ruego y la autoridad, cuando llegó el caso de nombrar a los que se dejaron en Méjico, tanto se fiaban los unos en la prudencia, los otros en el valor, y los más en la fortuna de su capitán, que así llamaban aquella repetición extraordinaria de sucesos favorables con que solía conseguir cuanto intentaba: propiedad que puede mucho en el ánimo de los soldados; y pudiera más, si supieran retribuir a su autor estos efectos inopinados que se llaman felicidades, porque vienen de causa no entendida.

Pasó luego Hernán Cortés al cuarto de Motezuma, prevenido ya de varios pretextos, para darle cuenta de su viaje, sin descubrirle su cuidado; pero él le obligó a tomar nueva senda en su discurso, dando principio a la conversación. Recibióle diciendo: «que había reparado en que andaba cuidadoso; y sentía que le hubiese recatado la ocasión, cuando por diferentes partes le avisaban que venía de mal ánimo contra él y contra los suyos, aquel capitán de su nación que residía en Zempoala; y que no extrañaba tanto que fuesen enemigos por alguna querella particular, como que siendo vasallos de un rey, acaudillasen dos ejércitos de contraria facción, en los cuales era preciso que por lo menos el uno anduviese fuera de su obediencia». Esta noticia no esperada en Motezuma y esta reconvención que tenía fuerza de argumento, pudieran embarazar a Cortés; y no dejaron de turbarle interiormente: pero con aquella prontitud natural que le sacaba de semejantes aprietos, le respondió sin detenerse: «que los que habían observado la mala voluntad de aquella gente, y las amenazas imprudentes de su caudillo, le avisaban la verdad; y él venía con ánimo de comunicársela, no habiendo podido cumplir antes con esta obligación, porque acababa de llegar el padre fray Bartolomé de Olmedo con el primer aviso de semejante novedad. Que aquel capitán de su nación, aunque tan arrojado en las demostraciones de su enojo, no se debía mirar como inobediente, sino como engañado en el servicio de su rey; porque venía despachado con voces de substituto y lugarteniente de un gobernador poco advertido, que por residir en provincia muy distante no sabía las últimas resoluciones de la corte, y estaba persuadido a que le tocaba por su puesto la función de aquella embajada. Pero que todo el aparato de tan frívola pretensión se desvanecería fácilmente, sin más diligencia que manifestarle sus despachos, en cuya virtud se hallaba con plena jurisdicción para que le obedeciesen todos los capitanes y soldados que se dejasen ver en aquellas costas: y antes que pasase a mayor empeño su ceguedad, había resuelto marchar a Zempoala con parte de su gente, para disponer que se volviesen a embarcar aquellos españoles, y darle a entender que ya debían respetar los pueblos del imperio mejicano, como admitidos a la protección de su rey; lo cual ejecutaría luego: siendo el principal motivo de abreviar su jornada la justa consideración de no permitir que se acercasen a su corte, por componerse aquel ejército de gente menos atenta, y menos corregida que fuera razón, para fiarse de su vecindad, sin riesgo de que pudiesen ocasionar alguna turbación entre sus vasallos».

Así procuró interesarle como pudo en su resolución; y Motezuma, que sabía ya las vejaciones de que se quejaban los zempoales, alabó su intención, teniendo por conveniente que se procurase apartar de su corte aquellos soldados de tan violento proceder; pero le pareció temeridad que habiéndose ya declarado por sus enemigos, y hallándose con fuerzas tan superiores a las suyas, se aventurase a la contingencia de que no le atendiesen o le atropellasen. Ofrecióle formar ejército que le guardase las espaldas, cuyos cabos irían a su orden, y la llevarían de obedecerle y respetarle como a su misma persona: punto que procuró esforzar con diferentes instancias, en que se dejaba conocer el afecto sin alguna mezcla de afectación; pero Hernán Cortés agradeció la oferta, y se defendió de admitirla; porque a la verdad fiaba poco de los mejicanos, y no quiso incurrir en el desacierto de admitir armas auxiliares que le pudiesen dominar: como quien sabía cuánto embaraza en las facciones de la guerra tener a un tiempo empeñada la frente y el lado receloso.

Suavizados en esta forma los motivos de su viaje, dio todo el cuidado a las demás prevenciones, con ánimo de volver a sus inteligencias antes que se moviese Narbáez. Resolvió dejar en Méjico hasta ochenta españoles a cargo de Pedro de Alvarado, que pareció a todos más a propósito, porque tenía el afecto de Motezuma; y sobre ser capitán de valor y entendimiento, le ayudaban mucho la cortesanía y el despejo natural, para no ceder a las dificultades y pedir al ingenio lo que faltase a las fuerzas. Encargóle que procurase mantener a Motezuma en aquella especie de libertad que le hacía desconocer su prisión; resistiendo cuanto fuese posible que se estrechase a pláticas secretas con los mejicanos: dejó a su cargo el tesoro del rey y de los particulares; y sobre todo le advirtió «cuánto importaba conservar aquel pie de su ejército en la corte, y aquel príncipe a su devoción»; presupuestos a que debía encaminar sus operaciones con igual vigilancia, por consistir en ellos la común seguridad.

A los soldados ordenó «que obedeciesen a su capitán, que sirviesen y respetasen con mayor solicitud y rendimiento a Motezuma, que corriesen de buena conformidad con su familia y los de su cortejo», exhortándolos por su misma seguridad a la unión entre sí, y a la modestia con los demás.

Despachó correo a Gonzalo de Sandoval, ordenándole que le saliese a recibir, o le esperase con los españoles de su cargo en el paraje donde pensaba detenerse, y que dejase la fortaleza de la Vera-Cruz a la confianza de los confederados, que sería poco menos que abandonarla; porque ya no era tiempo de mantenerse desunidos, ni aquella fortificación que se fabricaba contra los indios, era capaz de resistir a los españoles. Previno los víveres que parecieron necesarios, para no ir a la providencia o a la extorsión de los paisanos: hizo juntar los indios de carga que habían de conducir el bagaje; y tomando la mañana el día de la marcha, dispuso que se dijese una misa del Espíritu Santo, y que la oyesen todos sus soldados, y encomendasen a Dios el buen suceso de aquella jornada: protestando en presencia del altar que sólo deseaba su servicio y el de su rey, inseparables en aquella ocurrencia; y que iba sin odio ni ambición, puesta la mira en ambas obligaciones, ya asegurado en lo mismo que abogaba por él la justicia de su causa.

Entró luego a despedirse de Motezuma, y le pidió con encarecimiento «que cuidase de aquellos pocos españoles que dejaba en su compañía, que no los desamparase, o descubriese con apartarse de ellos, porque de cualquiera mudanza o menos gratitud que reconociesen los suyos, podían resultar graves inconvenientes que pidiesen graves remedios; y que sentiría mucho hallarse obligado a volver quejoso, cuando iba tan reconocido: a que añadió: que Pedro de Alvarado quedaba substituyendo su persona; y así, como le tocaban en su ausencia las prerrogativas de embajador, dejaba en él su misma obligación de asistir en todo a su mayor servicio; y que no desconfiaba de volver con mucha brevedad a su presencia, libre de aquel embarazo, para recibir sus órdenes, disponer su viaje, y llevar al emperador con sus presentes la noticia de su amistad y confederación, que sería la joya de su mayor aprecio».

Volvióse a contristar Motezuma de que saliese con fuerzas tan desiguales. Pidióle «que si necesitase de las armas para dar a entender su razón, procurase dilatar el rompimiento hasta que llegasen los socorros de su gente, que tendría prontos en el número que los pidiese. Diole palabra de no desamparar a los españoles que dejaba con Pedro de Alvarado, ni hacer mudanza en su habitación pendiente su ausencia». Y añade Antonio de Herrera que le salió acompañando largo trecho con todo el séquito de su corte; pero atribuye, con malicia voluntaria, esta demostración a lo que deseaba verse libre de los españoles, suponiéndole ya desabrido y de mal ánimo contra Hernán Cortés y contra los suyos. Lo que vemos es que cumplió puntualmente su palabra, perseverando en aquel alojamiento, y en su primera benignidad, por más que se le ofrecieron grandes turbaciones, que pudo remediar con volverse a su palacio; y tanto en lo que obró para defender a los españoles que le asistían, como en lo que dejó de obrar contra los demás en esta desunión de sus fuerzas se conoce que no hubo doblez o novedad en su intención. Es verdad que llegó a desear que se fuesen, porque le instaba la quietud de su república; pero nunca se determinó a romper con ellos, ni dejó de conocer el vínculo de la salvaguardia real en que vivían; y aunque parecen estas atenciones de príncipe menos bárbaro, y poco adecuadas a su condición, fue una de las maravillas que obró Dios para facilitar esta conquista, la mudanza total de aquel hombre interior, porque la rara inclinación y el temor reverencial que tuvo siempre a Cortés, se oponían derechamente a su altivez desenfrenada, y se deben mirar como dos afectos enemigos de su genio, que tuvieron de inspirados todo aquello que les faltaba de naturales.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Marcha Hernán Cortés la vuelta de Zempoala y, sin conseguir la gente que tenía prevenida en Tlascala, continúa su viaje hasta Matalequita, donde vuelve a las pláticas de paz, y con nueva irritación rompe la guerra


Diose principio a la marcha, y se fue siguiendo el camino de Cholula con todas las cautelas y resguardos que pedía la seguridad, y abrazaba fácilmente la costumbre de aquellos soldados diestros en las puntualidades que ordena la milicia, y hechos a obedecer sin discurrir. Fueron recibidos en aquella ciudad con agradable prontitud, convertido ya en veneración afectuosa el miedo servil con que vinieron a la obediencia. De allí pasaron a Tlascala, y media legua de aquella ciudad hallaron un lucido acompañamiento, que se componía de la nobleza y el senado. La entrada se celebró con notables demostraciones de alegría, correspondientes al nuevo mérito con que volvían los españoles por haber preso a Motezuma, y quebrantado el orgullo de los mejicanos: circunstancia que multiplicó entonces los aplausos, y mejoró las asistencias. Juntóse luego el senado para tratar de la respuesta que se debía dar a Hernán Cortés sobre la gente de guerra que había pedido a la república. Y aquí hallamos otra de aquellas discordancias de autores, que ocurren con frecuente infelicidad en estas narraciones de las Indias, obligando algunas veces a que se abrace lo más verosímil, y otras a buscar trabajosamente lo posible. Dice Bernal Díaz que pidió cuatro mil hombres, y que se los negaron con pretexto de que no se atrevían sus soldados a tomar las armas contra españoles, porque no se hallaban capaces de resistir a los caballos y armas de fuego: y Antonio de Herrera, que dieron seis mil hombres efectivos, y le ofrecían mayor número; los cuales refiere que se agregaron a las compañías de los españoles, y que a tres leguas de marcha se volvieron, por no estar acostumbrados a pelear lejos de sus confines. Pero como quiera que sucediese (que no todo se debe apurar), es cierto que no se hallaron los tlascaltecas en esta facción: pidiólos Hernán Cortés más por hacer ruido a Narbáez, que porque se fiase de sus armas, ni fuese de codiciar su estilo de pelear contra enemigos españoles: pero también es cierto que salió de aquella ciudad sin queja suya ni desconfianza de los tlascaltecas; porque los buscó después, y los halló cuando los hubo menester contra otros indios, en cuyos combates eran valientes y resueltos, como lo asegura el haber conservado su libertad a despecho de los mejicanos, tan cerca de su corte, y en tiempo de un príncipe que tenía su mayor vanidad en el renombre de Conquistador.

Detúvose poco el ejército en Tlascala, y alargando los tránsitos, pasó a Matalequita, lugar de indios amigos, distante doce leguas de Zempoala, donde llegó casi al mismo tiempo Gonzalo de Sandoval con la gente de su cargo, y siete soldados más, que se pasaron a la Vera-Cruz del ejército de Narbáez el día siguiente a la prisión del oidor, teniendo por sospechoso aquel partido. Supo en ellos Hernán Cortés cuánto pasaba en el cuartel de su enemigo, y Gonzalo de Sandoval le dio más frescas noticias de todo, porque antes de partir tuvo inteligencia para introducir en Zempoala dos soldados españoles, que imitaban con propiedad los ademanes y movimientos de los indios, y no les desayudaba el color para la semejanza. Éstos se desnudaron con alegre solicitud, y cubriendo parte de su desnudez con los arreos de la tierra, entraron al amanecer en Zempoala con dos banastas de fruta sobre la cabeza; y puestos entre los demás que manejaban este género de granjería, la fueron trocando a cuenta de vidrio, tan diestros en fingir la simplicidad y la codicia de los paisanos, que nadie hizo reparo en ellos; con que pudieron discurrir por la villa, y escapar a su salvo con la noticia que buscaban: pero no contentos con esta diligencia, y deseando también llevar averiguado con qué género de guardias pasaba la noche aquel ejército volvieron a entrar con segunda carga de yerba entre algunos indios que salían a forrajear; y no sólo reconocieron la poca vigilancia del cuartel, pero la comprobaron, trayendo a la Vera-Cruz un caballo que pudieron sacar de la misma plaza, sin que hubiese quien se lo embarazase; y acertó a ser del capitán Salvatierra, uno de los que más irritaban a Narbáez contra Hernán Cortés: circunstancia que dio estimación a la presa. Hicieron estos exploradores por su fama cuanto pudo en la industria y el valor; y se callaron desgraciadamente sus nombres en una facción tan bien ejecutada, y en una historia donde se hallan a cada paso hazañas menores con dueño encarecido.

Fundaba Cortés parte de sus esperanzas en la corta milicia de aquella gente; y el descuido con que gobernaba su cuartel Pánfilo de Narbáez, le traía varios designios a la imaginación: podía nacer de lo mismo que desestimaba sus fuerzas, y así lo conocía; pero no le pesaba de verlas tan desacreditadas que produjesen aquella seguridad en el ejército contrario, la cual favorecía su intento, y a su parecer militaba de su parte, en que discurría sobre buenos principios; siendo evidente que la seguridad es enemiga del cuidado, y ha destruido a muchos capitanes. Débese poner entre los peligros de la guerra, porque ordinariamente cuando llega el caso de medir las fuerzas, queda mejor el enemigo despreciado. Trató de abreviar sus disposiciones, y estrechar a Narbáez con las instancias de la paz que por su parte debían preceder al rompimiento.

Hizo reseña de su gente, y se halló con doscientos sesenta y seis españoles, inclusos los oficiales y los soldados que vinieron con Gonzalo de Sandoval, sin los indios de carga que fueron necesarios para el bagaje. Despachó segunda vez al padre fray Bartolomé de Olmedo, para que volviese a porfiar en el ajustamiento, y le avisó brevemente del poco efecto que producían sus diligencias. Pero deseando hacer algo más por la razón, o ganar algún tiempo en que pudiesen llegar los dos mil indios que aguardaba de Cinantla, determinó enviar al capitán Juan Velázquez de León, creyendo que por su autoridad y por el parentesco de Diego Velázquez sería mejor admitida su mediación. Tenía experimentada su fidelidad, y pocos días antes le había repetido las ofertas de morir a su lado, con ocasión de poner en sus manos una carta que le escribió Narbáez, llamándole a su partido con grandes conveniencias: demostración a cuyo agradecimiento correspondió Hernán Cortés, fiando entonces de su ingenuidad y entereza tan peligrosa negociación.

Creyeron todos cuando llegó a Zempoala que iba reducido a seguir las banderas de su pariente; y Narbáez salió a recibirle con grande alborozo; pero cuando llegó a entender su comisión, y conoció que se iba empeñando en apadrinar la razón de Cortés, atajó el razonamiento, y se apartó de él con alguna desazón, aunque no sin esperanzas de reducirle; porque antes de volver a la plática ordenó que se hiciese un alarde a sus ojos de toda su gente, deseando al parecer atemorizarle, o convencerle con aquella vana ostentación de sus fuerzas. Aconsejáronle algunos que le prendiese, pero no se atrevió, porque tenía muchos amigos en aquel ejército; antes le convidó a comer el día siguiente, y convidó también a los capitanes de su confidencia, para que le ayudasen a persuadirle. Diéronse a la urbanidad y cumplimiento los principios de la conversación; pero a breve rato se introdujo la murmuración de Cortés entre licencias del banquete, y aunque procuró disimular Juan Velázquez por no destruir el negocio de su cargo, pasando a términos indecentes la irrisión y el desacato, no se pudo contener en el desaire de su paciencia, y dijo en voz alta y descompuesta: «que pasasen a otra plática, porque delante de un hombre como él no debían tratar como ausente a su capitán; y que cualquiera dellos que no tuviese a Cortés y a cuantos le seguían por buenos vasallos del rey, se lo dijese con menos testigos, y le desengañaría como quisiese». Callaron todos, y calló Pánfilo de Narbáez, como embarazado en la dificultad de la respuesta; pero un capitán mozo, sobrino de Diego Velázquez, y de su mismo nombre, se adelantó a decirle: «que no tenía sangre de Velázquez, o la tenía indignamente quien apadrinaba con tanto empeño la causa de un traidor»: a que respondió Juan Velázquez desmintiéndole, y sacando la espada con tanta resolución de castigar su atrevimiento, que trabajaron todos en reprimirle; y últimamente le instaron en que se volviese al real de Cortés, porque temieron los inconvenientes que podría ocasionar su detención; y él lo ejecutó luego, llevándose consigo al padre fray Bartolomé de Olmedo, y diciendo al partir algunas palabras como advertidas, que hacían a su venganza, o la trataban como decisión del rompimiento.

Quedaron algunos de los capitanes mal satisfechos de que Narbáez le dejase volver sin ajustar el duelo de su pariente, para oírle y despacharle bien o mal, según lo que de nuevo representase; a cuyo propósito decían: «que una persona de aquella suposición y autoridad, se debía tratar con otro género de atención: que de su juicio y entereza no se podía creer que hubiese venido con proposiciones descaminadas, o menos razonables; que las puntualidades de la guerra nunca llegaban a impedir la franqueza de los oídos; ni era buena política, o buen camino de poner en cuidado al enemigo, darle a entender que se temía su razón»: discursos que pasaron de los capitanes a los soldados, con tanto conocimiento de la poca justificación con que se procedía en aquella guerra, que Pánfilo de Narbáez necesitó para sosegarlos de nombrar persona que fuese a disculpar en su nombre y el de todos aquella falta de urbanidad, y a saber de Cortés a qué punto se reducía la comisión de Juan Velázquez de León; para cuya diligencia eligieron él y los suyos al secretario Andrés de Duero, que por menos apasionado contra Cortés, pareció a propósito para la satisfacción de los mal contentos; y por criado de Diego Velázquez no desmereció la confianza de los que procuraban estorbar el ajustamiento.

Hernán Cortés entretanto, con las noticias que llevaron fray Bartolomé de Olmedo y Juan Velázquez de León, entró en conocimiento de que había cumplido sobradamente con las diligencias de la paz; y teniendo ya por necesario el rompimiento, movió su ejército con ánimo de acercarse más, y ocupar algún puesto ventajoso donde aguardar a los chinantecas, y aconsejarse con el tiempo.

Iba continuando su marcha cuando volvieron los batidores con noticia de que venía de Zempoala el secretario Andrés de Duero; y Hernán Cortés, no sin esperanza de alguna favorable novedad, se adelantó a recibirle. Saludáronse los dos con igual demostración de su afecto: renováronse con los abrazos, o se volvieron a formar los antiguos vínculos de su amistad: concurrieron al aplauso de su venida todos los capitanes, y antes de llegar a lo inmediato de la negociación, le hizo Cortés algunos presentes mezclados con mayores ofertas. Detúvose hasta otro día después de comer, en este tiempo se apartaron los dos a diferentes conferencias de grande intimidad. Discurriéronse algunos medios, en orden a la unión de ambos partidos, con deseo de hallar camino para reducir a Narbáez, cuya obstinación era él único impedimento de la paz. Llegó Cortés a ofrecer que le dejaría la empresa de Méjico, y se apartaría con los suyos a otras conquistas: y Andrés de Duero, viéndole tan liberal con su enemigo, le propuso que se viese con él, pareciéndole que podría conseguir de Narbáez este abocamiento, y que se vencerían mejor las dificultades con la presencia y viva voz de las partes. Dicen unos que llevaba orden para introducir esta plática; otros que fue pensamiento de Cortés; y concuerdan todos en que se ajustaron las vistas de ambos capitanes luego que volvió Andrés de Duero a Zempoala; por cuya solicitud se hizo capitulación auténtica, señalando la hora y el sitio donde había de ser la conferencia, y asegurando cada uno con su palabra y su firma, que saldrían al puesto con solos diez compañeros, para que fuesen testigos de lo que discurriese y ajustase.

Pero al mismo tiempo que se disponía Hernán Cortés para dar cumplimiento por su parte a lo capitulado, le avisó de secreto Andrés de Duero que se andaba previniendo una emboscada, con ánimo de prenderle o matarle sobre seguro; cuya noticia (que se confirmó también por otros confidentes) le obligó a darse por entendido con Narbáez de que había descubierto el doblez de su trato; y con el primer calor de su enojo le escribió una carta rompiendo la capitulación, y remitiendo a la espada su desagravio. Llevábale ciegamente a las manos de su enemigo la misma nobleza de su proceder, y acertaba mal a disculpar con los suyos aquella falta de cautela, o precipitada sinceridad con que se fiaba de Narbáez, teniendo conocida su intención y mala voluntad; pero nadie pudo acusarle de poco advertido capitán en esta confianza, siendo el rompimiento de la palabra, en semejantes convenciones una de las malignidades que no se deben recelar del enemigo; porque las supercherías no están en el número de las estratagemas, ni caben estos engaños que manchan el pundonor en toda la malicia de la guerra.




ArribaAbajoCapítulo IX

Prosigue su marcha Hernán Cortés hasta una legua de Zempoala; sale con su ejército en campaña Pánfilo de Narbáez; sobreviene una tempestad y se retira; con cuya noticia resuelve Cortés acometerle en su alojamiento


Quedó Hernán Cortés más animoso que irritado con esta última sinrazón de Narbáez, pareciéndole indigno de su temor un enemigo de tan humildes pensamientos; y que no fiaba mucho de su ejército ni de sí, quien trataba de asegurar la victoria con detrimento de la reputación. Siguió su marcha en más que ordinaria diligencia, no porque tuviese resuelta la facción, ni discurridos los medios, sino porque llevaba el corazón lleno de esperanzas, madrugando a confortar su resolución aquellas premisas que suelen venir delante de los sucesos. Asentó su cuartel a una legua de Zempoala en paraje defendido por la frente del río que llamaban de Canoas, y abrigado por las espaldas con la vecindad de la Vera-Cruz, donde le dieron unas caserías o habitaciones: bastante comodidad para que se reparase la gente de lo que había padecido con la fuerza del sol, y prolijidad del camino. Hizo pasar algunos batidores y centinelas a la otra parte del río; y dando el primer lugar al descanso de su ejército, reservó para después el discurrir con sus capitanes lo que se hubiese de intentar, según las noticias que llegasen del ejército contrario, donde tenía ganados algunos confidentes, y estaba creyendo que lo habían de ser en la ocasión cuantos aborrecían aquella guerra; cuyo presupuesto y las cortas experiencias de Narbáez, le dieron bastante seguridad para que pudiese acercarse tanto a Zempoala sin falta de precaución o nota de temeridad.

Llegó a Narbáez la noticia del paraje donde se hallaba su enemigo; y más apresurado que diligente, o con un género de celeridad embarazada que tocaba en turbación, trató de sacar su ejército en campaña. Hizo pregonar la guerra, como si ya no estuviera pública: señaló dos mil pesos de talla por la cabeza de Cortés; puso en precio menor las de Gonzalo de Sandoval y Juan Velázquez de León; mandaba muchas cosas a un tiempo sin olvidarse de su enojo; mezclábanse las órdenes con las amenazas; y todo era despreciar al enemigo con apariencias de temerle. Puesto en orden el ejército, menos por su disposición que por lo que acertaron sin obedecer sus capitanes, marchó como un cuarto de legua con todo el grueso, y resolvió hacer alto para esperar a Cortés en campo abierto: persuadiéndose a que venía tan deslumbrado que le había de acometer donde pudiese lograr todas sus ventajas el mayor número de gente. Duró en este sitio y en esta credulidad todo el día, gastando el tiempo y engañando la imaginación con varios discursos de alegre confianza: conceder el pillaje a los soldados: enriquecer con el tesoro de Méjico a los capitanes; y hablar más en la victoria que en la batalla. Pero al caer el sol se levantó un nublado que adelantó la noche, y empezó a despedir tanta cantidad de agua, que aquellos soldados maldijeron la salida, y clamaron por volverse al cuartel: en cuya impaciencia entraron poco después los capitanes, y no se trabajó mucho en reducir a Narbáez, que sentía también su incomodidad, faltando en todos la costumbre de resistir a las inclemencias del tiempo, y en muchos la inclinación a un rompimiento de tantos inconvenientes.

Había llegado poco antes aviso de que se mantenía Cortés de la otra parte del río, de que no sin alguna disculpa conjeturaron que no había que recelar por aquella noche; y como nunca se halla con dificultad la razón que busca el deseo, dieron todos por conveniente la retirada, y la pusieron en ejecución desconcertadamente, caminando al cubierto menos como soldados que como fugitivos.

No permitió Narbáez que su ejército se desuniese aquella noche; más porque discurrió en salir temprano a la campaña, que porque tuviese algún recelo de Cortés; aunque afectó por lo demás el cuidado a que obligaba la cercanía del enemigo. Alojáronse todos en el adoratorio principal de la villa, que constaba de tres torreones o capillas poco distantes, sitio eminente y capaz; a cuyo plano se subía por unas gradas pendientes y desabridas que daban mayor seguridad a la eminencia.

Guarneció con su artillería el pretil que servía de remate a las gradas. Eligió para su persona el torreón de enmedio, donde se retiró con algunos capitanes, y hasta cien hombres de su confidencia, y repartió en los otros dos el resto de la gente: dispuso que saliesen algunos caballos a correr la campaña; nombró dos centinelas que se alargasen a reconocer las avenidas; y con estos resguardos, que a su parecer no dejaban que desear a la buena disciplina, dio al sosiego lo que restaba de la noche, tan lejos el peligro de su imaginación, que se dejó rendir al sueño con poca o ninguna resistencia del cuidado.

Despachó luego Andrés de Duero a Hernán Cortés un confidente suyo que pudo echar fuera de la plaza con poco riesgo para que a boca le diese cuenta de la retirada y de la forma en que se había dispuesto el alojamiento; más por asegurarle amigablemente que podía pasar la noche sin recelo, que por advertirle o provocarle a nuevos designios. Pero él con esta noticia tardó poco en determinarse a lograr la ocasión que a su parecer le convidaba con el suceso. Tenía premeditados todos los lances que se le podían ofrecer en aquella guerra, y alguna vez se deben cerrar los ojos a las dificultades, porque suelen parecer mayores desde lejos, y hay casos en que daña el discurrir al ejecutar. Convocó su gente sin más dilación, y la puso en orden aunque duraba la tempestad; pero aquellos soldados, endurecidos ya en mayores trabajos, obedecieron sin hacer caso de su incomodidad, ni preguntar la ocasión de aquel movimiento inopinado: tanto se dejaban a la providencia de su capitán. Pasaron el río con el agua sobre la cintura, y vencida esta dificultad, hizo a todos un breve razonamiento en que les comunicó lo que llevaba discurrido, sin poner duda en su resolución, ni cerrar las puertas al consejo. Dioles noticia de la turbación con que se habían retirado los enemigos buscando el abrigo de su cuartel contra el rigor de la noche, y de la separación y desorden con que habían ocupado los torreones del adoratorio: ponderó el descuido y seguridad en que se hallaban, la facilidad con que podían ser asaltados antes que negasen a unirse, o tuviesen lugar para doblarse; y viendo que no sólo se aprobaba, pero se aplaudía la proposición: «esta noche -prosiguió diciendo con nuevo fervor- esta noche, amigos, ha puesto el cielo en nuestras manos la mayor ocasión que se pudiera fingir nuestro deseo: veréis ahora lo que fío de vuestro valor, y yo confesaré que vuestro mismo valor hace grandes mis intentos. Poco ha que aguardábamos a nuestros enemigos con esperanzas de vencerlos al reparo de esa ribera: ya los tenemos descuidados y desunidos, militando por nosotros el mismo desprecio con que nos tratan. De la impaciencia vergonzosa con que desampararon la campaña, huyendo esos rigores de la noche, pequeños males de la naturaleza, se colige cómo estarán en el sosiego unos hombres que le buscaron con flojedad y le disfrutan sin recelo. Narbáez entiende poco de las puntualidades a que obligan las contingencias de la guerra. Sus soldados por la mayor parte son bisoños, gente de la primera ocasión que no ha menester la noche para moverse con desacierto y ceguedad; muchos se hallan desobligados o quejosos de su capitán; no faltan algunos a quien debe inclinación nuestro partido; ni son pocos los que aborrecen como voluntario este rompimiento; y suelen pesar los brazos cuando se mueven contra el dictamen o contra la voluntad: unos y otros se deben tratar como enemigos hasta que se declaren; porque si ellos nos vencen hemos de ser nosotros los traidores. Verdad es que nos asiste la razón: pero en la guerra es la razón enemiga de los negligentes, y ordinariamente se quedan con ella los que pueden más. A usurparos vienen cuanto habéis adquirido: no aspiran a menos que hacerse dueños de vuestra libertad, de vuestras haciendas y de vuestras esperanzas, suyas se han de llamar nuestras victorias, suya la tierra que habéis conquistado con vuestra sangre, suya la gloria de vuestras hazañas; y lo peor es que con el mismo pie que intentan pisar nuestra cerviz, quieren atropellar el servicio de nuestro rey, y atajar los progresos de nuestra religión: porque se han de perder si nos pierden; y siendo suyo el delito, han de quedar en duda los culpados. A todo se ocurre con que obréis esta noche como acostumbráis: mejor sabréis ejecutarlo que yo discurrirlo; alto a las armas y a la costumbre de vencer: Dios y el rey en el corazón, el pundonor a la vista, y la razón en las manos, que yo seré vuestro compañero en el peligro, y entiendo menos de animar con las palabras que de persuadir con el ejemplo».

Quedaron tan encendidos los ánimos con esta oración de Cortés, que hacían instancia los soldados sobre que no no se dilatase la marcha. Todos le agradecieron el acierto de la resolución, y algunos le protestaron, que si trataba de ajustarse con Narbáez le habían de negar la obediencia: palabras de hombres resueltos que no le sonaron mal, porque hacían al brío más que al desacato. Formó sin perder tiempo tres pequeños escuadrones de su gente, los cuales se habían de ir sucediendo en el asalto. Encargó el primero a Gonzalo de Sandoval con setenta hombres, en cuyo número fueron comprendidos los capitanes Jorge y Gonzalo de Alvarado, Alonso Dávila, Juan Velázquez de León, Juan Núñez de Mercado, y nuestro Bernal Díaz del Castillo. Nombró por cabo del segundo al maestre de campo Cristóbal de Olid, con otros sesenta hombres, y asistencia de Andrés de Tapia, Rodrigo Rangel, Juan Xaramillo, y Bernardino Vázquez de Tapia; y él se quedó con el resto de la gente, y con los capitanes Diego de Ordaz, Alonso de Grado, Cristóbal y Martín de Gamboa, Diego Pizarro y Domingo de Alburquerque. La orden fue que Gonzalo de Sandoval con su vanguardia procurase vencer la primera dificultad de las gradas, y embarazar el uso de la artillería; dividiéndose a estorbar la comunicación de los dos torreones de los lados, y poniendo gran cuidado en el silencio de su gente: que Cristóbal de Olid subiese inmediatamente con mayor diligencia y embistiese al torreón de Narbáez, apretando el ataque a viva fuerza; y él seguiría con los suyos para dar calor y asistir donde llamase la necesidad, rompiendo entonces las cajas y demás estruendos militares para que su misma novedad diese al asombro y a la confusión el primer movimiento del enemigo.

Entró luego fray Bartolomé de Olmedo con su exhortación espiritual, y asentado el presupuesto de que iban a pelear por la causa de Dios, los dispuso a que hiciesen de su parte lo que debían para merecer su favor. Había una cruz en el camino que fijaron ellos mismos cuando pasaron a Méjico; y puesto de rodillas delante de ella todo el ejército, les dictó un acto de contrición que iban repitiendo con voz afectuosa: mandóles decir la confesión general, y bendiciéndolos después con la forma de la absolución, dejó en sus corazones otro espíritu de mejor calidad, aunque parecido al primero; porque la quietud de la conciencia quita el horror a los peligros; o mejora el desprecio de la muerte.

Concluida esta piadosa diligencia formó Hernán Cortés sus tres escuadrones: puso en su lugar las picas y las bocas de fuego; repitió las órdenes a los cabos; encargó a todos el silencio; dio por seña y por invocación el nombre del Espíritu Santo, en cuya Pascua sucedió esta interpresa, y empezó a marchar en la misma ordenanza que se había de acometer, caminando muy poco a poco por que llegase descansada la gente, y por dar tiempo a la noche para que se apoderase más del enemigo; de cuya ciega seguridad y culpable descuido pensaba servirse para vencerle a menos costa, sin quedarle algún escrúpulo de que obraba menos valerosamente que solía en este género de insidias generosas, que llamó la antigüedad delitos de emperadores o capitanes generales: siendo los engaños que no se oponen a la buena fe, lícitas permisiones del arte militar, y disputable la preferencia entre la industria y el valor de los soldados.




ArribaAbajoCapítulo X

Llega Hernán Cortés a Zempoala, donde halla resistencia; consigue con las armas la victoria; prende a Narbáez, cuyo ejército se reduce a servir debajo de su mano


Habría marchado el ejército de Cortés algo más de media legua cuando volvieron los batidores con una centinela de Narbáez que cayó en sus manos, y dieron noticia que se les había escapado entre la maleza otra que venía poco después: accidente que destruía el presupuesto de hallar descuidado al enemigo. Hízose una breve consulta entre los capitanes, y vinieron todos en que no era posible que aquel soldado, caso que hubiese descubierto el ejército, se atreviese por entonces a seguir el camino derecho, siendo más verosímil que tornase algún rodeo por no dar en el peligro: de que resultó, con aplauso común, la resolución de alargar el paso para llegar antes que la espía, o entrar al mismo tiempo en el cuartel de los enemigos, suponiendo que si no se lograse la ventaja de asaltarlos dormidos, se conseguiría por lo menos la de hallarlos mal despiertos, y en el preciso embarazo de la primera turbación. Así lo discurrieron sin detenerse, y empezaron a marchar en mayor diligencia, dejando en un ribazo fuera de camino los caballos, el bagaje y los demás impedimentos. Pero la centinela que debió a su miedo parte de su agilidad, consiguió el llegar antes, y puso en arma el cuartel diciendo a voces que venía el enemigo. Acudieron a las armas los que se hallaron más prontos: lleváronle a la presencia de Narbáez, y él después de hacerle algunas preguntas, despreció el aviso, y al que le traía, teniendo por impracticable que se atreviese Cortés a buscarle con tan poca gente dentro de su alojamiento, ni pudiese campear en noche tan oscura y tempestuosa.

Serían poco más de las doce cuando llegó Hernán Cortés a Zempoala, y tuvo dicha en que no le descubriesen los caballos de Narbáez, que al parecer perdieron el camino con la oscuridad, si no se apartaron de él para buscar algún abrigo en que defenderse del agua. Pudo entrar en la villa, y llegar con su ejército a vista del adoratorio, sin hallar un cuerpo de guardia, ni una centinela en que detenerse. Duraba entonces la disputa de Narbáez con el soldado que se afirmaba de haber reconocido, no solamente los batidores, sino todo el ejército en marcha diligente; pero se buscaban todavía pretextos a la seguridad, y se perdía en el examen de la noticia el tiempo que aun siendo incierta, se debía lograr en la prevención. La gente andaba inquieta y desvelada cruzando por el atrio superior: unos dudosos, y otros en la inteligencia de su capitán; pero todos con las armas en las manos, y poco menos que prevenidos.

Conoció Hernán Cortés que le habían descubierto; y hallándose ya en el segundo caso que llevaba discurrido, trató de asaltarlos antes que se ordenasen. Hizo la seña de acometer, y Gonzalo de Sandoval con su vanguardia empezó a subir las gradas según el orden que llevaba. Sintieron el rumor algunos de los artilleros que estaban de guardia, y dando fuego a dos o tres piezas, tocaron al arma segunda vez, sin dejar duda en la primera. Siguióse el estruendo de la artillería el de las cajas y las voces, y acudiendo luego a la defensa de las gradas los que se hallaron más cerca. Creció brevemente la oposición: estrechóse a las picas y a las espadas el combate; y Gonzalo de Sandoval hizo mucho en mantenerse forcejeando a un tiempo con el mayor número de la gente, y con la diferencia del sitio inferior; pero le socorrió entonces Cristóbal de Olid; y Hernán Cortés dejando formado su retén, se arrojó a lo más ardiente del conflicto, y facilitó el avance de unos y otros, obrando con la espada lo que infundía con la voz, a cuyo esfuerzo no pudieron resistir los enemigos, que tardaron poco en dejar libre la última grada, y poco más en retirarse desordenadamente, desamparando el atrio y la artillería. Huyeron muchos a sus alojamientos, y otros acudieron a cubrir la puerta del torreón principal, donde se volvió a pelear breve rato con igual valor de ambas partes.

Dejóse ver a este tiempo Pánfilo de Narbáez, que se detuvo en armarse a persuasión de sus amigos; y después de animar a los que peleaban, y hacer cuanto pudo para ordenarlos, se adelantó con tanto denuedo a lo más recio del combate, que hallándose cerca Pedro Sánchez Farfán, uno de los soldados que asistían a Sandoval, le dio un picazo en el rostro, de cuyo golpe le sacó un ojo y derribó en tierra sin más aliento que el que hubo menester para decir que le habían muerto. Corrió esta voz entre sus soldados, y cayó sobre todos el espanto y la turbación con varios efectos, porque unos le desampararon ignominiosamente; otros se detuvieron por falta de movimiento, y los que más se quisieron esforzar a socorrerle peleaban embarazados y confusos del súbito accidente: conque se hallaron obligados a retroceder, dando lugar a los vencedores para que le retirasen. Bajáronle por las gradas poco menos que arrastrando. Envió Cortés a Gonzalo de Sandoval para que cuidase de asegurar su persona, lo cual se ejecutó entregándole al último escuadrón; y el que poco antes miraba con tanto descuido aquella guerra, se halló al volver en sí, no sólo con el dolor de su herida, sino en poder de sus enemigos, y con dos pares de grillos que le ponían más lejos su libertad.

Llegó el caso de cesar la batalla porque cesó la resistencia. Encerráronse todos los de Narbáez en sus torreones tan amedrentados, que no se atrevían a disparar, y sólo cuidaban de poner estorbos a la entrada. Los de Cortés apellidaron a voces la victoria, unos por Cortés, y otros por el rey, y los más atentos por el Espíritu Santo: gritos de alborozo anticipado que ayudaron entonces al terror de los enemigos, y fue circunstancia que hizo al caso en aquella coyuntura que se persuadiesen los más a que traía Cortés un ejército muy poderoso, el cual a su parecer ocupaba gran parte de la campaña; porque desde las ventanas de su encerramiento descubrían a diferentes distancias algunas luces que interrumpiendo la oscuridad parecían a sus ojos cuerdas encendidas y tropas de arcabuceros, siendo unos gusanos que resplandecen de noche, semejantes a nuestras lucernas o noctículas, aunque de mayor tamaño y resplandor en aquel hemisferio: aprensión que hizo particular materia en el vulgo del ejército, y que dejó dudosos a los que más se animaban: tanto engaña el temor a los afligidos, y tanto se inclinan los adminículos menores de la casualidad a ser parciales de los afortunados.

Mandó Cortés que cesasen las aclamaciones de la victoria; cuya credulidad intempestiva suele dañar en los ejércitos, y se debe atajar, porque descuida y desordena los soldados. Hizo volver la artillería contra los torreones; dispuso que a guisa de pregón se publicase indulto general a favor de los que se rindiesen, ofreciendo partidos razonables y comunicación de interés a los que se determinasen a seguir sus banderas: libertad y pasaje a los que se quisiesen retirar a la isla de Cuba, y a todos salva la ropa y las personas: diligencia que fue bien discurrida, porque importó mucho que se hiciese notoria esta manifestación de su ánimo antes que el día, cuya primera luz no estaba lejos, desengañase aquella gente de las pocas fuerzas que los tenían oprimidos, y les diese resolución para cobrarse de la pusilanimidad mal concebida: que algunas veces el miedo suele hacerse temeridad, avergonzando al que le tuvo con poco fundamento.

Apenas se acabó de intimar el bando a las tres separaciones donde se había retraído la gente, cuando empezaron a venir tropas de oficiales y soldados a rendirse. Iban entregando las armas como llegaban, y Cortés sin faltar a la urbanidad ni al agasajo, hizo también desarmar a sus confidentes, porque no se les conociese la inclinación, o porque diesen ejemplo a los demás. Creció tanto en breve tiempo el número de los rendidos, que fue necesario dividirlos y asegurarlos con guardia suficiente, hasta que saliendo el día se descubriesen las caras y los efectos.

Cuidó en este intermedio Gonzalo de Sandoval de que se curase la herida de Narbáez; y Hernán Cortés que acudía incansablemente a todas partes, y tenía en aquella su principal cuidado, se acercó a verle con algún recato por no afligirle con su presencia; pero le descubrió el respeto de sus soldados; y Narbáez volviéndose a mirar con semblante de hombre que no acababa de conocer su fortuna, le dijo: «tened en mucho, señor capitán, la dicha que habéis conseguido en hacerme vuestro prisionero». A que le respondió Cortés: «de todo, amigo, se deben las gracias a Dios; pero sin género de vanidad os puedo asegurar que pongo esta victoria y vuestra prisión entre las cosas menores que se han obrado en esta tierra».

Llegó entonces noticia de que se resistía con obstinación uno de los torreones donde se habían hecho fuertes el capitán Salvatierra y Diego de Velázquez el mozo, deteniendo con su autoridad y persuasiones a los soldados que se hallaban con ellos. Volvió Cortés a subir las gradas: hízoles intimar que se rindiesen, o serían tratados con todo el rigor de la guerra; y viéndolos resueltos a defenderse o capitular, dispuso, no sin alguna cólera, que se disparasen al torreón dos piezas de artillería, y poco después ordenó a los artilleros que levantasen la mira y diesen la carga en lo alto del edificio, más para espantar que para ofender. Así lo ejecutaron, y no fue necesaria mayor diligencia para que saliesen muchos a pedir cuartel, dejando libre la entrada de la torre que acabó de allanar Juan Velázquez de León con una escuadra de los suyos: prendieron a los capitanes Salvatierra y Velázquez, enemigos declarados, de quien se podía temer que aspirasen a ocupar el vacío de Narbáez, con que se declaró enteramente la victoria por Cortés. Murieron de su parte sólo dos soldados, y hubo algunos heridos, de los cuales hay quien diga que murieron otros dos. En el ejército contrario quedaron muertos quince soldados, un alférez y un capitán, y fue mucho mayor el número de los heridos. Narbáez y Salvatierra fueron llevados a la Vera-Cruz con la guardia que pareció necesaria. Quedó prisionero de Juan Velázquez de León, Diego Velázquez el mozo; y aunque le tenía justamente irritado con el lance de Zempoala, cuidó con particular asistencia de su cura y regalo: generosidad en que medió como intercesora la igualdad de la sangre, y como superior la nobleza del ánimo. Y todo esto quedó ejecutado antes de amanecer. ¡Notable facción! en que se midieron por instantes los aciertos de Cortés, y los deslumbramientos de Narbáez.

Al romper el alba llegaron los dos mil chinantecas que se habían prevenido; y aunque vinieron después de la victoria, celebró Cortés el socorro, teniéndole por oportuno para que viesen los de Narbáez que no le faltaban amigos que le asistiesen. Miraban aquellos pobres rendidos con vergüenza y confusión el estado en que se hallaban: dioles el día con su ignominia en los ojos; vieron llegar este socorro, y conocieron las pocas fuerzas con que se había conseguido la victoria: maldecían la confianza de Narbáez; acusaban su descuido, y todo cedía en mayor estimación de Cortés, cuya vigilancia y ardimiento ponderaban con igual admiración. Prerrogativa es del valor, en la guerra particularmente, que no le aborrezcan los mismos que le envidian: pueden sentir su fortuna los perdidosos; pero nunca desagradan al vencido las hazañas del vencedor; máxima que se verificó en esta ocasión, porque cada uno sin fiarse de los demás, se iba inclinando a mejorar de capitán, y a seguir las banderas de un ejército donde vencían y medraban los soldados. Había entre los prisioneros algunos amigos de Cortés, muchos aficionados a su valor y muchos a su liberalidad. Rompieron los amigos el velo de la disimulación: dieron principio a sus aclamaciones, con que se declararon luego los aficionados, siguiendo a la mayor parte los demás. Permitióse que fuesen llegando a la presencia del nuevo capitán: arrojáranse muchos a sus pies, si él no los detuviera con los brazos, dieron todos el nombre haciendo pretensión de ganar antigüedad en las listas, no hubo entre tantos uno que se quisiese volver a la isla de Cuba; y logró con esto Hernán Cortés el principal fruto de su empresa, porque no deseaba tanto vencer como conquistar aquellos españoles. Fue reconociendo los ánimos, y halló en todos bastante sinceridad, pues ordenó luego que se les volviesen las armas: acción que resistieron algunos de sus capitanes; pero no faltarían motivos a esta seguridad, siendo amigos los que más suponían entre aquella gente, y estando allí los chinantecas que aseguraban su partido. Conocieron ellos el favor que recibían: aplaudieron esta confianza con nuevas aclamaciones, y él se halló en breves horas con un ejército que pasaba ya de mil españoles; presos los enemigos de quien se podía recelar, con una armada de once navíos y siete bergantines a su disposición; deshecho el último esfuerzo de Velázquez, y con fuerzas proporcionadas para volver a la conquista principal: debiéndose todo a su gran corazón, suma vigilancia y talento militar; y no menos al valor de sus soldados que abrazaron primero con el ánimo una resolución tan peligrosa, y después con la espada y con el brío le dieron, no solamente la victoria, sino el acierto de la misma resolución: porque al voto de los hombres que dan o quitan la fama, el conseguir es crédito del intentar; y las más veces se debe a los sucesos el quedar con opinión de prudentes los consejos aventurados.