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Libro veinte y siete

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Año 1545

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- I -

[Paz entre los príncipes cristianos. -Trátase del nombramiento de un nuevo Papa.]

     El año más descansado de la vida del César, cargado del Imperio, fue éste de 1545, porque el rey Francisco, cansado de las armas continuas y porfiadas, y de los años, que ya le fatigaban, estuvo quedo, contento con la paz que con Carlos había capitulado. El inglés, con la presa de Bolonia, se retiró a su reino. El Turco, con las guerras de Asia, dejó nuestra Europa, y los mares que el cosario Barbarroja inquietaba con la armada, quedaron algo seguros con su muerte.

     Visitó el Emperador las ciudades de Flandres, trayendo consigo a su hermana la reina María. Los males de la gota y otras enfermedades le apretaban, y más un cuidado de grandísimo peso y consideración, que con celo de verdadero defensor de la Iglesia tenía, sobre la pureza de la fe católica, que en Alemaña estaba muy estragada. Sabía los tratos malos, la multitud de herejes que en aquella gran provincia había y el favor que daban a los destinos de Lutero algunos de los príncipes y ciudades del Imperio. Los cuales les pedían un remedio tan costoso de vidas y sangre, que apenas sus fuerzas bastarían.

     La salud del Pontífice andaba muy quebrada, de suerte que se cuidaba más del que en la Silla Romana había de suceder, que de Paulo Farnesio, que la tenía.

     Escribíanle de Roma sus ministros y aficionados, les avisase en quién Su Majestad ponía los ojos, para que ellos, con sus fuerzas y amigos, ayudasen; y el César, estando en Bruselas, a 4 de abril de 1545, escribió a Joan de Vega, su embajador en Roma, la satisfacción que tenía de las voluntades en su servicio de los cardenales Carpi y Salviati. Del uno muy poca, y del otro grande; y de la elección del futuro Pontífice, las palabras siguientes:

     «En lo que toca al futuro Pontificado están en la mano de Dios lo que podrá ser. Aunque no nos querríamos empachar de la creación, sino por lo que toca a la necesidad de la Cristiandad, y obviar los inconvenientes que podrían suceder de no seguir aquella como conviene; porque cierto es gran escrúpulo de conciencia, tomar parte de estas elecciones, y de la culpa que puede haber, no siendo hechas como se deben; y así estaréis advertido para favorecer en tal caso lo que fuere más servicio de Dios, y bien común de la Cristiandad, temporizando en este medio con el dicho cardenal Salviati, con todo el recato y miramiento que veréis convenir al bien de los negocios, pues de aquí allá con el tiempo se verá y entenderá lo que se debe hacer en tal caso.»



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- II -

[Quienes se Emperador cerca de la corte de Roma contra los herejes.]

     El cuidado, demás de esto, que el Emperador tenía del remedio de Alemaña, y reducir al gremio de la Iglesia católica romana los que ciegamente se habían apartado de ella, era grande, y deseaba juntar las fuerzas y armas que para jornada tan importante eran necesarias.

     Estando en Wormes, a 5 de julio de este año, envió a Roma a monseñor de Andalot, su caballerizo, ordenándole que en el camino visitase (y éste fuese el color de su jornada) a la duquesa de Camarino, su hija, señaladamente por su preñada, mostrándole el amor que Su Majestad la tenía y el placer que había recebido de ello, y cerca de esto hiciese con el duque de Camarino, su marido, lo mismo, con Su Santidad y con todos los de la casa Farnesa. Que habiéndose comunicado con el embajador Joan de Vega en Roma, le dijese que después del último despacho y cartas, que se escribieron a 28 de junio al dicho Joan de Vega sobre lo que se había platicado, comunicado y resuelto con el obispo Veraldo, nuncio de Su Santidad, se había continuamente entendido en ver examinar y consultar con el secreto necesario las cosas que se debían ver y proveer para hacer la empresa contra los desviados de la fe. Que como este negocio era de tanta importancia, en que iba tanto que se hiciese como convenía, y que cualquier yerro o falta que en la ejecución de ella hubiese podría traer inconvenientes irremediables, se habían hallado en la discusión dificultades, que aunque era muy contra el ánimo y deseo del César, pero se le habían apuntado tan evidentes y claras, que no obstante que de muy mala gana quería consentir en ellas, pero para no usar en esto más con afición, que con la razón que debía en todas las cosas, señaladamente en las de la guerra, serle superior, le había parecido avisar a Su Santidad realmente de lo que en esto se apuntaba; confiando que Su Santidad, con su gran prudencia y larga experiencia, miraría y resolvería lo que más viese ser servicio de Dios, y que en esto se hiciese todo lo que pareciere poderse emprender y hacer con razón; y aun confiarse en la divina clemencia y bondad, que querría asistir en este negocio por su propria causa. Y por esto le despachaba con tanta diligencia, porque haciéndola en todo, pudiese con la brevedad posible entender el parecer de Su Santidad y resolverse en lo que se hubiese de hacer; lo cual difiriría hasta su vuelta. Que demás del grandísimo deseo que tenía de entender en tan buena y santa obra, y aun tan necesaria; y sin la cual es claro que se perdiera la Germanía cuanto a la religión, y traería aún más inconvenientes en todo, veía claramente que la coyuntura y oportunidad se ofrecía muy grande, hallándose allí en persona, desembarazado de guerra contra el Turco y también de cristianos, y teniendo gente española a propósito allí y en Italia; que de todas maneras era forzoso sostenerla, y que tenía la correspondencia tan buena de Su Santidad y de su parte. Y que por ventura podría acaecer embarazo, difiriéndose esta empresa, para que después no se pudiese hacer con tan buena coyuntura y comodidad. Que sólo en contrario de esto había la brevedad del tiempo para hacer esta empresa en lo que quedaba del verano, y la imposibilidad que se hallaba en proveer las cosas necesarias. Y lo que en esto más se dudaba, no ver cómo se podía apercebir, levantar y juntar el ejército, tal y tan poderoso como se requería, aunque tuviese todo el dinero que era menester en la mano, y se hiciese toda la diligencia posible antes de Nuestra Señora de setiembre, a mediado el mes; y señaladamente la gente alemana de caballo, sin la cual no se podía hacer bastante ejército. Y iba mucho en haberla tal que se pudiese fiar de ella en lo que tocaba a la religión; demás que los enemigos harían todo lo que pudiesen para embarazar su camino y juntamiento; y serían muy poderosos la gente de a caballo, y de los mejores de la Germanía. Que también los diez mil infantes y seiscientos lanzas con que el rey de Francia había de ayudar para contra el Turco, o para lo de la religión, a voluntad del César, como Su Santidad lo tenía entendido, para enviarlos después de la requisición, tenía cuarenta días de término, se debía considerar cuándo llegaría, si bien no por ello se dejaría de hacer lo que era justo, si lo demás se pudiese proveer con tiempo.

     Demás de lo cual, también había el no poder hacer los cambios del dinero de tanta suma como era menester, señaladamente sobre la concesión de los medios frutos, ventas de los vasallos de los monasterios y otros expedientes que de fuerza se habían de buscar. Y tanto más, comprendiéndose que los mercaderes de aquellas partes no querrían entender en ello por miedo de los dichos desviados, y los otros mercaderes habían hecho ya muchos cambios, por las guerras que se continuaban en Francia y Ingalaterra, y la ocasión de ellas, teníase por muy dificultoso poder hacer los cambios, y de tanta suma, y haber el dinero para servirse de él al tiempo que sería menester. También había la provisión de las vituallas, señaladamente de carne y vino, y en la parte donde se tenía fin de hacer la masa, y también la artillería y municiones, aunque en esto bien se hallaría medio. Que siendo así, que no se pudiese juntar el ejército antes del tiempo sobredicho, pero que no obstante las otras dificultades ya dichas, se hallase en ser para marchar, todavía se consideraba que no podría entrar en tierra de enemigos antes de los 25 o fin de setiembre, y que entonces ya se sentía comúnmente el frío del invierno, señaladamente en aquellas partes, y era tiempo de muchas aguas, y que viendo esto los enemigos, se deternían en defensión, esperando que no podría ser largo el ímpetu de la guerra, y aunque se ganase algo, y se quisiese sostener, sería en parte trabajosa por el rigor del invierno, y con necesidad de bastimentos que se habrían de traer de fuera, y no impedir a los enemigos que no se fortificasen, preparasen y hiciesen más fuertes durante el invierno para tornar sobre los católicos estando ya cansados, y habiendo gastado mucho con poco efecto, y comenzando la empresa sin poderla acabar; o si se determinase y quisiese hacer, y no se pudiese juntar la gente y provisiones, ni ejecutarse por falta de tiempo, cualquier de estas cosas traería inconvenientes irreparables, y se siguiría la total ruina de los católicos, perlados y otros, y pérdida de la fe, antes que se pudiese dar remedio alguno.

     Demás de esto, se decía que, según se conocía de la inclinación y costumbres de aquellos desviados, y aún de su obstinación, que era común causa a todos, que comenzando a usar de la fuerza contra ellos, era menester pasarla de golpe adelante, y de manera que ellos viesen que era en tiempo y con disposición y provisión para poderlo sostener, que, como, haciéndolo así, sería el verdadero medio para sojuzgarlos y reducirlos a la razón, también, comenzando por el contrario, se seguiría, más obstinación con la asistencia de las otras setas, y aun de los anabautistas, porque no obstante que los luteranos y otras setas los aborrecían, pero cuando se trata de emprender contra ellos, se aunan y defienden como si fueran una misma cosa. Que asimismo había que el duque Guillelmo de Baviera había resueltamente respondido que no le parecía que por agora se debiese emprender contra los dichos desviados, y era de creer que aunque él tuviese la voluntad que era razón en esto, para que, como era de su cabeza, difícilmente mudaría opinión, y habría mucho que hacer para atraerlo a que viniese bien en que se hiciese luego esta empresa; señaladamente que se sabía que no tenía dineros, ni medios para poderlos hallar tan presto, ni disponer a sus vasallos para hacer la guerra. Mayormente, que se hallaba muchas y grandes deudas de su hermano, y que tenía que hacer con sus vasallos, y otras cosas que de su muerte habían procedido. Y no solamente era menester que viniese bien cuanto a sí a este negocio, mas también convenía que con su intervención, medio y parecer, se mirase cómo se debía haber la asistencia y ayuda de los eclesiásticos y otros estados católicos, y esto en su tiempo y sazón, para guardar el secreto necesario. Y a lo que se había dicho de los embarazos que podría haber, dicen que, tomando esta jornada con tiempo al principio del verano, que el Turco no la podría impedir, aunque no corriese la tregua adelante, y que ningún príncipe cristiano lo querría embarazar, ni lo podría hacer, ni haber medio para ello, usando de esta presteza; y demás de esto, que se pudiera durante aquel invierno platicar y encaminar para dividir las ciudades de los príncipes y Estados desviados, y aun incitar algunos que, con querellas particulares, y esperanza de vengarse y cobrar lo suyo, podrían particularmente dar en qué entender a estos príncipes, como al, duque de Jassa, por las competencias que tienen con él algunos vecinos, y el lantzgrave con el conde Guillermo de Nasao, y el duque de Branzuic de su parte. Y también había otros príncipes que tenían competencias con las ciudades, lo cual se platicaría y trataría en su tiempo y lugar, y con la disimulación y manera que el caso respectivamente requiría, y la sospecha y temor que entre sí tenían, y lo que entendían que contra ellos se trataba, señaladamente por cartas venidas de Roma, con lo cual estaban agora muy apercebidos y proveídos, y viendo que no se hacen las provisiones, se caería esta voz y fama que había de que se iba contra ellos, y después podrían ser más descuidados en creerlo, y hacerlas provisiones, jugando que sería como lo de agora.

     Concluye diciendo el César ser esto lo que se apuntaba y ofrecía en negocio tan importante; pero que, con todo, se ofrecía a que, siendo posible vencer estas dificultades, que sobre la brevedad del tiempo se tocaban, que él estaba muy presto a entrar desde luego en esta empresa, si bien fuese con riesgo y aventura. Pero que tocando este negocio no sólo a él, mas a Dios y a Su Santidad, había querido avisar confidentemente, y con el respeto filial que debía, de lo que ocurría, para que si había medio de emprender esta buena obra, desde luego, que se hiciese en el nombre de Dios. Que ya que esto no podía ser agora por las dificultades dichas (que de fuerza se habían de confesar si bien fuesen contra lo que tanto deseaba), que eran grandes, quería también que Su Santidad supiese que su voluntad era y siempre sería la misma, para que con la ayuda de Nuestro Señor se emprendiese y hiciese el año venidero, y se comenzase a poner las manos en la obra lo más presto y temprano que ser pudiese, y que no se dejase entretanto un solo momento de tiempo de preparar con el secreto que convenía, lo que para esto era necesario, para que se hiciese de manera que Dios fuese servido con ello, y la santa fe remediada, y guardada la autoridad de Su Santidad y de la Sede Apostólica.

     Y para que esto quedase firme entre Su Santidad y el César, era Su Majestad contento, y deseaba que se capitulase y tratase distinta y particularmente, según ya estaba escrito a Joan de Vega, lo que se había de hacer, y señaladamente, de asegurar, por parte del César a Su Santidad de no tratar ni hacer cosa tocante a la fe sin su expreso consentimiento, ni gastar el dinero que se sacaría de la concesión de los medios, frutos y rentas de los vasallos de los monasterios, sino en esto; ni tampoco tocar en el dinero de los docientos mil ducados que Su Santidad había ofrecido de proveer para esto.

     Y también confiaba que el Pontífice, como era razón, miraría y proveería que fuesen ciertos para servir a esto en su tiempo, y asimismo los dineros que serían menester para sustentar la gente de pie y de caballo que había ofrecido. Y también miraría Su Santidad en los otros cien mil ducados, demás de los dichos docientos mil, y en lo que más sería menester, según durase la empresa, y que las diligencias se hiciesen con el duque de Baviera y con los otros Estados católicos, como se consideraba deberse hacer de parte de Su Santidad y de la del César, para el buen efecto de la empresa, y guardando el secreto que se requiría para ello.

     Y asimismo era razón que Su Santidad y el César se uniesen en esto y en todas las cosas que tocasen al servicio de Dios y bien público de la Cristiandad; y señaladamente, que si por esta ocasión de remediar las cosas de la fe, algunos príncipes cristianos se quisiesen mover a embarazarlo, el sentimiento fuese común a Su Santidad y al César, y de su parte hiciese todo lo que fuese menester a su oficio y dignidad para asistir al César, y que, como en cosa común y propria de cada uno, hiciesen ambos todo lo que fuese conveniente.

     Demás de esto, se había considerado sobre lo que se había apuntado de parte de Su Santidad: Que en la provisión de los dineros que se había contratado de hacer, y también de la concesión de los medios, frutos y rentas de los vasallos de los monasterios, convenía que diese razón al Consistorio, que lo que se platicara y tratara sobre esto con el Consistorio fuese con fundamento de la resistencia contra el Turco, en caso que fuese menester, incluyendo debajo de esto el sostenimiento de la fe católica, y lo que en esto se hallase ser necesario, porque con esta causa se podría justificar todo lo que el Pontífice quisiese hacer, siendo tan santa y buena obra, y miraría Su Santidad si sería bien que esto se articulase para guardar mejor la disimulación, pues iba tanto en el secreto, con el cual los desviados podrían descuidar, y también con la manera que se podría usar de consentir un coloquio y inducir otra Dieta para el invierno próximo siguiente, en la cual diría el César que se quería hallar personalmente. Pero quería que esto del coloquio y indición de la Dieta fuese sin tocar en alguna manera a lo del Concilio y progreso de él, y con el presupuesto antes dicho, de no hacer cosa alguna en lo de la fe sin consentimiento de Su Santidad, y cuando no pudiese hacer consentir aquellos desviados a que se hiciese el receso con su consentimiento (lo cual creía que no harían), tenía pensado de hacerlo de soberana autoridad imperial, y darles a entender que, si alguno de los Estados contraviniese en ello, que sería con lo que hubiese mandado por el dicho receso, en el cual pensaba poner una cláusula:

     Que todas las innovaciones hechas desde el precedente receso se quitasen por incluir lo que tocaba al elector de Colonia, y también que todas cosas de hecho, y violencias, desde el dicho receso, y las que se podrían hacer, se juzgasen conforme a derecho, para incluir las ocupaciones que habían hecho el duque de Jassa, marqués de Brandemburg y otros, contra los obispos electos y otras iglesias. Pero que entretenía la cosa hasta que tuviese respuesta de Su Santidad, y también esto del receso no pasaría así sin trabajo y mucho malcontento de los desviados.

     Hallábase el César con trabajo, por la obstinación del arzobispo de Colonia, y se habían tomado cartas suyas, que escribía a los Estados, en que se veía su perdición. También, por otra parte, se temían los de la Iglesia y ciudad de Colonia de él y del común popular que en todas partes se inclinaban mucho a las novedades heréticas y así se temía una gran ruina en las gentes de aquel Arzobispado. Y el César consultó sobre ello a Su Santidad, pidiéndole que con brevedad le avisase y diese su parecer para hacer lo más conveniente, siendo su fin, en caso que esta empresa no se pudiese hacer aquel verano, de volver a Flandres luego, para dar orden en las cosas de allí, y ser de vuelta en Alemaña para el día de los Reyes, para dar, con el ayuda de Dios, principio a esta santa empresa lo más presto y temprano que ser pudiese el año venidero. Y fue parecer del César, supuesto lo arriba dicho, que se debía dejar el Concilio en pie, procediendo en él en la mejor manera que ser pudiese, y que viniendo a hacerse la aperción, se metiesen adelante cosas que no pareciesen en este principio directamente contra los dichos protestantes y su seta, sino que se tratasen otros puntos que fuesen tocantes a lo general de la Cristiandad, y que se tratase de la reformación y vivir de las personas eclesiásticas, para que los desviados tuviesen menos temor; pero no de manera que lo perdiesen del todo, porque el Concilio, por una parte, y ver estar en ello la generalidad de los príncipes católicos, y la amistad entre Su Santidad y el César, y que la tendrían sobre sí si hiciesen algún motivo contra los católicos, contra el receso, los hiciese estar quedos a los perlados en el Concilio, por el favor que tan cerca tenían, y a los herejes en no ofenderlos, por el respeto y temor que habían de tener estando tan cerca el César.

     Con estos avisos tan católicos y bien considerados, acaba el Emperador la instrucción y memoria con que en Wormes despachó a monseñor de Andalot, a 5 de julio de 1545.



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- III -

El celo santo que tuvo de remediar los males de Alemaña, cuando no bastase el bien, con fuego y sangre. -El cuidado y pena que el Emperador tenía por las herejías de Alemaña. -Liga que con providencia humana los herejes hicieron. Presunción loca de los herejes de Alemaña.

     De la cual consta cómo la cosa que más fatigaba su ánima, era la nueva religión de Alemaña y reformación de ella, porque demás de lo que tocaba a la fe católica, que era lo principal que miraba, hallaba otros graves inconvenientes que se seguían si este mal pasase adelante. Que si aquella gran provincia se dividía en nuevas actas y parcialidades sobre la religión, eran forzosas las guerras entre ellos mismos; y fuera de que aquella nobilísima gente y tierra perdía su antiguo honor y decoro, y el nombre tan célebre y honrado que siempre tuvo de cristianísima, se había de consumir en guerras civiles, y a su reputación imperial tocaba y era forzoso, tomar las armas contra sus proprios vasallos y naturales, y se gastarían sus fuerzas y vidas entre sí mesmos, que tanto importaban contra los turcos, que fueron los deseos más eficaces que el Emperador siempre tuvo, y en que el demonio le atravesó mayores estorbos.

     Pensaba qué medios, qué trazas daría para curar tanto mal no con fuego, ni hierros ardiendo, ni derramamiento de sangre, sino por otros caminos suaves, fáciles y llanos. Lo cual veía dificultoso, si no era que los herejes, nuevos inventores y docmatizadores, se allanasen y volviesen a la obediencia de la Iglesia católica romana; hallaba que se podía hacer, celebrándose un Concilio general de toda la Cristiandad, con potestad plena de la Cámara imperial, y determinándose a que los herejes que rehusasen hallarse en este Concilio, no se quiriendo sujetar a lo que allí se determinase, tomaría luego las armas y les haría cruel guerra, como a rebeldes contumaces, enemigos de la Iglesia y del Imperio romano, para rendir y sujetar rigurosamente a los que con blandura no quisieron dejar sus nuevas dotrinas y notorios errores, con la potencia y furor de las armas. En lo cual esperaba el favor del cielo, cuya causa él hacía.

     Este pecho valeroso y celo cristiano del César, había días que los herejes sentían y temían, y así, como hijos de este siglo y ministros del demonio, que en esto los ayudaba, con providencia humana se habían concertado y confederado diez años antes de este en la ciudad de Smalcalda y en otros muchos conventículos que entre sí habían tenido. Y habían procurado que cayesen en esta liga muchos señores poderosos de Alemaña y fuera, con grandes ciudades poderosas y ricas, cuales las hay en Alemaña. Llamaban a esta liga y conjuración Smalcalda, defensiva de la nueva religión y libertad de Alemaña. Tanto se atrevían ya los herejes de Alemaña, sabiendo el príncipe que tenían, que no estaba hecho a sufrir semejantes demasías, y de la manera que había castigado otros atrevimientos no tan pesados. Fue el atrevimiento terrible hacerse legisladores en la Iglesia, y en la república, presumiendo locamente de hacer, aquellos bárbaros viciosos, una nueva república, nuevo Imperio, nueva Iglesia y queriendo unos idiotas sensuales hacer ciegos a todos sus pasados, desde que recibieron la ley pura y limpia de la boca de los Apóstoles y predicadores santos del Evangelio; y que ellos solos habían sido los alumbrados y favorecidos del cielo para ver y conocer la libertad del Evangelio y el precio de la cruz y sangre de Cristo, con que querían comprar y gozar la vida más ancha y viciosa que tuvo nación del mundo, después que se pobló de hombres. Estos son los que agora tienen en cuidado al santo Emperador, y a mí me han de dar que decir los dos años que vienen después de este.



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- IV -

Muerte temprana de la princesa de España. -Murió Carlos, duque de Orleáns.

     Y pues he comenzado a llorar lástimas, diré una de harto dolor, que fue de la muerte de la serenísima princesa de España, doña María, mujer del príncipe don Felipe, señor único heredero de estos reinos. Murió esta malograda princesa en Valladolid, a doce días del mes de julio de este año. Parió al príncipe don Carlos el desdichado, a 8 de julio, a las once de la noche, entrando el día nono, según cuentan los astrólogos, que se engañaron harto en lo que de este príncipe dijeron, particularmente el maestre Antonio Pacheco, catedrático astrólogo de Coimbra, y de ahí a cuatro días murió, en domingo.

     Fue su cuerpo depositado en el monasterio de San Pablo de Valladolid, y a 8 de setiembre de este año, fue la muerte, que dije, de Carlos, duque de Orleáns; yendo con su padre y hermano el delfín, con poderoso ejército, a cobrar a Bolonia del inglés, enfermó de una calentura pestilencial. Murió de edad de veintidós años. Era príncipe amable por la condición y rostro que tenía.

     Murmuróse mucho su muerte y la de su hermano Francisco, que también murió malogrado. Decían que les habían dado veneno, con consejo e industria de Catalina de Médicis, su cuñada, que deseó la muerte de Francisco por verse reina de Francia, y no le pesó de la de Carlos, ni aun a su marido Enrico, tocado de envidia por el favor que el rey, su padre, y el Emperador, le hacían.

     Luego envió el rey a Claudio Annibaldo, dando cuenta al Emperador de la muerte de su hijo, y pidiéndole que, pues era muerto Carlos, se volviese a confirmar la paz, con otras nuevas condiciones. Esperó Claudio la respuesta del César, y no le dio otra, más de prometer que por su parte él no quebraría la concordia haciendo guerra al rey, si él primero no la hacía; y con esta respuesta tan seca, quedaron algo dudosas las voluntades.



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- V -

Dieta en Wormes. -Contradicen los alemanes el Concilio en Trento.

     Había el Emperador mandado que los príncipes y ciudades de Alemaña se juntasen en Wormes para tener Dieta con ellos, y porque impedido de la gota no pudo él acudir, presidió en esta junta como vicario suyo y rey de romanos, su hermano don Hernando. No se hizo cosa buena, ni por más que el rey les representó cuánto les importaba la paz, y que le ayudasen contra el Turco; no bastó razón, y faltaron muchos, aunque enviaron sus procuradores, con orden que abiertamente contradijesen el Concilio de Trento, y que ellos no obedecerían cosa que el Emperador les mandase, tocante a esto ni a la nueva religión, más de en aquello que bien les estuviese.

     Con esto se deshizo la Dieta, y el Emperador, cansado ya de sufrir tantas demasías de los herejes, echó la Dieta para Ratisbona, donde, habiéndole dejado la gota, fue en persona.



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- VI -

Muerte de fray Antonio de Guevara, coronista del Emperador.

     Debo hacer memoria de la muerte de fray Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo, coronista del Emperador, religioso muy docto y principal, y de gente ilustre; en cuyo oficio yo sucedí, y en los que a él le sucedieron, y en sus papeles. Murió año de 1545, y sepultóse en una rica capilla que él mandó hacer en el monasterio de San Francisco, de Valladolid. Escribió algunas cosas que andan impresas. De la historia, que era su principal oficio, muy poco y sin concierto, que no le tenía el borrón que iba haciendo, esta mesma historia. Estos papeles hallé en Almenara, aldea de Olmedo, donde él edificó una casa; vílos, aunque muy apriesa, porque los tenía una mujer, y pensaba que en ellos estaba el remedio de sus hijos.

     En cuatro días saqué de ellos lo que me pareció que se podía poner en esta historia, para la cual no he tenido otra ayuda, y lo que escribió Pedro Mejía, que fue hasta el año de 1529, habiéndose cargado cinco coronistas de hacer esta obra; que en menos de un año comencé y acabé, y tardé en imprimirla, por el poco socorro que tuve, dos años.

     Murieron este año en Castilla otros muchos perlados y caballeros principales, que así se acaba esta vida y las dignidades de ella, que se desvanecen como el humo y ligeros vapores de la tierra.



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- VII -

Alteraciones del Pirú. -Va Blasco Núñez Vela por virrey, en el año 1543. -Prende el virrey a Vaca de Castro. -Gonzalo Pizarro, procurador general. -Comienzan las juntas y alteración de ánimos. -Levantan los alterados banderas y armas. -Sello real y audiencia en Lima, 1544. -Comienza Pizarro a hacer oficio de tirano. -Caravajal, maestre de campo de Pizarro. -Mata el virrey injustamente al fator Illán Juárez. -Retírase el virrey a Trujillo. -Discordia entre el virrey y oidores. -Saquea la gente de guerra la casa del virrey, y casi los oidores le prenden. -Pónense en armas unos contra otros. -Los parientes del fator quieren matar al virrey. -Quieren los oidores enviar medio preso al virrey en España. -Requieren los oidores a Pizarro que deje las armas y derrame la gente. -Pónese Pizarro con su campo a cuarto de legua de Lima. -Amenaza Pizarro con saco y muertes a los oidores. -Dánle los oidores, vencidos del miedo, título de gobernador. -Entra Pizarro en Lima, de guerra, con aparato. -Recíbenle, a pesar de la audiencia, por gobernador. -El virrey, que se escapó de la prisión, llama gente y pónese en orden contra Pizarro. -Allanamiento del Pirú.-El licenciado Pedro de la Gasca va a pacificar el Pirú. -Gana Gasca a Hernán Mejía. -Gana a Hinojosa y otros capitanes, con la armada: principio del bien. - Pareceres sobre la venida del presidente. -Entrégase la armada al presidente. -Quiere Pizarro impedir que de la armada no saltasen en tierra. -Los partidas que de parte del Emperador se hacían a Pizarro. -Procura Lorenzo de Aldana que la gente levantada entienda el perdón y mercedes que el Emperador hacía. -Vásele gente a Pizarro. -Dicho de Caravajal, viendo írsele a Pizarro la gente. -Alzase Lima por el rey. -Deshecho Pizarro. -Acudía gente al presidente Gasca. -Marcha el presidente, con su campo, al valle de Jauja. -Tiranía grande de Pizarro. Ordena el presidente su campo para acometer a Pizarro.-Pedro de Valdivia, escogido capitán, valió mucho contra Caravajal. -Siéntese Pizarro apretado; requiere al presidente que suspenda la armada. -Alójase Pizarro en sitio fuerte para esperar al presidente. -Ofrece Pizarro la batalla. Cepeda y otros se pasan al campo de los leales. Estando para romper, se deshacía la gente de Pizarro y pasaba al presidente. -Dicho cristiano de Pizarro. Viendo que se le iban todos, ríndese y entrega. -Prenden a Caravajal. -Justician a Gonzalo Pizarro y otros. -Prudencia notable del presidente.

     Diré aquí las alteraciones del Pirú y sus provincias, que causó Ia ordenanza que se hizo en Valladolid, según dije, año de 1544, porque no he de hacer más que una breve relación; y ellas duraron hasta el año 1549, en que el licenciado Pedro de la Gasca los allanó con sumo valor y prudencia, dejando aquellas tierras remotísimas, y corazones tan alterados, y de suyo altivos, muy en servicio de su rey. No podré guardar aquí el orden de contar cada cosa en su año y en su libro, sino que de fuerza juntos, y en una pella o párrafo, diré recogidamente, antes de contar los hechos de Alemaña, lo que fueron y en lo que pararon estas alteraciones desde el año de 1544, en que comenzaron hasta el de 1549 en que, acabadas, sosegada ya la tierra, Gasca volvió en España.

     Dije brevemente las ordenanzas que se habían hecho cerca de las quejas que había del mal tratamiento que se hacía a los indios, las cuales se publicaron en Madrid año 1542, y luego se enviaron traslados de ellas a diversas partes de las Indias, de que se recibió muy gran escándalo entre los conquistadores, especialmente en la provincia del Pirú, donde era mayor el daño, porque a todos se les quitaban las haciendas y quedaban, como dicen, a puertas.

     Murmuraban largo; quejábanse, con sentimiento, al descubierto. Acudieron muchos al Cuzco a dar sus memoriales y quejas al licenciado Vaca de Castro, que gobernaba, y por su consejo enviaron a suplicar de la ordenanza a Su Majestad. Antes que llegasen en España los procuradores de los indianos, habían proveído a Blasco Núñez Vela, caballero vecino de la ciudad de Avila, que a la sazón era veedor general de las guardas de Castilla, para que fuese por virrey, capitán general y ejecutor de la ordenanza al Pirú, y se proveyeron con él cuatro oidores para la audiencia que se había puesto en aquel reino, y todos se hicieron a la vela en el puerto de Sanlúcar de Barrameda primero de noviembre, año mil y quinientos y cuarenta y tres; y el virrey se adelantó sin querer esperar a los oidores, y fue ejecutando las ordenanzas que llevaba.

     Y la primera fue que los indios se volviesen a sus naturalezas, estando fuera de ellas, y en desembarcando en Túmbez, puerto del Pirú, comenzó a ejecutar las ordenanzas en cada lugar por do pasaba, si bien le suplicaron esperase a que los oidores se juntasen en la ciudad de Lima y que los oyesen para bien informar a Su Majestad, él no quiso, de suerte que Blasco Núñez entró en el Pirú, con poco gusto de todos, y aún de los oidores sus compañeros, con quien ya venía desconforme, y ellos con él; y así, tuvo mal fin su jornada. Requirió a Vaca de Castro, con las provisiones que traía, para que él desistiese del gobierno.

     Luego comenzaron a sentir el rigor del virrey, y había pareceres, y persuadían a Vaca de Castro que no le admitiesen, y que si él no quería ponerse en esto, que se estuviese a la mira, que ellos lo harían, de suerte que ya la cosa se iba poniendo en malos términos. Procuraba Vaca de Castro sosegarlos, mas no bastaba su autoridad, aunque el virrey se lo agradeció poco, y le prendió por sospechas de que era parte en los motines que había.

     Recogiéronse en el Cuzco muchos de los principales, y comenzaron a juntar armas, y la artillería que había en Guamanga, con grande alboroto. Vino luego allí Gonzalo Pizarro, y nombráronle por procurador general de toda la tierra.

     Era Gonzalo Pizarro hermano del marqués Francisco Pizarro y de Hernando Pizarro, principales descubridores y conquistadores de esta tierra. Pedían todos a Gonzalo Pizarro que tomase la mano y se hiciese cabeza, para suplicar de las ordenanzas. En lo cual no reparó mucho, porque tenía buen ánimo y había días que deseaba ser gobernador del Pirú. Recogió ciento y cincuenta mil castellanos, trajo consigo hasta treinta personas, y en el Cuzco le recibieron con gran aplauso, y cada día se le juntaban gentes, y de la ciudad de los Reyes venían blasfemando del virrey, diciendo mucho más de lo que hacía para indignar más los ánimos.

     En el cabildo del Cuzco se hicieron muchas juntas sobre la venida del virrey; unos decían que le recibiesen, y se enviasen procuradores a suplicar de las ordenanzas. Otros, que recibiéndolo una vez y ejecutando las ordenanzas, como lo hacía, les quitaría los indios, y que una vez desposeídos, tarde volvieran a cobrarlos. Resolviéronse en que Gonzalo Pizarro fuese, como procurador general, a la ciudad de los Reyes, y suplicase de las ordenanzas en la audiencia real. Y que fuese acompañado de gente armada, porque el virrey había ya tocado atambores en la ciudad de los Reyes para castigar a los que habían ocupado la artillería, y también porque le tenían por hombre áspero y demasiadamente riguroso, y que hacía de hecho y amenazaba a muchos, y que sin la audiencia real, él no podía hacer nada. Daban otros muchos colores al venir Pizarro con gente armada, y había pareceres de letrados que lo podían hacer, y con esto levantaron banderas y hicieron gente, y con demasiada pasión se le juntaron muchos.

     Y el virrey tuvo aviso de este levantamiento, y queriendo juntar gente para remediarlo, llegaron los oidores, y se recibió el sello real en Lima, con gran solemnidad, año 1544. Y se formó la audiencia, pero tan malos concertados los oidores con el virrey, como si fueran enemigos, y no sirvieran todos a un rey y señor.

     Hay de esto historias particulares, la del contador Agustín de Zárate, y de otros que dicen largamente estas cosas. Diré brevemente lo que basta para ésta del Emperador. Sabido por el virrey y audiencia los aparejos de guerra que Pizarro y otros hacían en el Cuzco, despacharon provisiones, llamando gente con armas para servir al rey. Nombraron capitanes, y hízose un ejército en que había seiscientos hombres de guerra, sin los vecinos de Lima, los ciento de caballo y docientos arcabuceros, y los demás piqueros. Mandó el virrey hacer muchos arcabuces de hierro, y de fundición de unas campanas de la iglesia mayor, que para ello quitó. Prendió al licenciado Vaca de Castro y a otros caballeros, sin hacerles cargo de su prisión; Gonzalo Pizarro, justificando su causa, hizo toda la gente que pudo y salió de la ciudad del Cuzco con campo formado, y hasta veinte tiros de artillería y razonable munición; apartáronsele hasta veinte y cinco hombres principales, que sintiendo cómo el negocio iba dañado y en deservicio del rey, cumpliendo las provisiones en que el virrey y audiencia los llamaban, por caminos encubiertos y desviados de Pizarro, fueron a la ciudad de Lima para servir al rey. Lo cual sintió mucho Pizarro, y si los cogiera les costara la vida; y otros que venían en el campo de Pizarro, procuraron reducirse, viendo que Pizarro iba usurpando autoridad y mando más de lo que convenía al servicio del rey; otros como Pedro de Puelles, teniente de Guanuco, y Jerónimo de Villegas, con cuarenta de a caballo se pasaron al bando de Pizarro, y muchos eran del mismo parecer, y buscaban ocasiones para meterse en su campo, por el interés de la hacienda, que de esto y la mala condición del virrey, los asombraba.

     Mató Gonzalo Pizarro algunos capitanes principales de su campo, porque sintió que se querían pasar al servicio del rey. Hizo maestre de campo a Francisco Caravajal, soldado que se había hallado en la batalla de Rávena, de los valientes y sagaces capitanes de su tiempo, aunque mal cristiano, y de sus hechos y dichos se escriben cosas notables en las dos historias que dije.

     Mató el virrey dentro de su casa a puñaladas al fator Illán Juárez de Caravajal, con sospechas de que unos sobrinos suyos se habían pasado al campo de Pizarro. Sintióse mal de esta muerte en la ciudad de los Reyes, que fue domingo en la noche, 13 de setiembre, año 1545, y la Audiencia hizo proceso sobre ella contra el virrey. Con la muerte del fator acabó el virrey de caer en total desgracia del pueblo, y habiendo pensado esperar a Pizarro en la ciudad Lima, o Reyes, y pelear allí con él, para lo cual había mandado a fortificar, determinó (no se hallando ya seguro en ella) de retirarse ochenta leguas atrás, en la ciudad de Trujillo, despoblando aquella de los Reyes, y en el camino todos los lugares llanos, y haciendo subir los indios a la sierra. Los oidores no fueron de este parecer, y se pusieron en que no habían de salir de allí.

     El virrey tomó el sello real para llevarlo consigo a Trujillo; puso en un navío los hijos del marqués Francisco Pizarro con el licenciado Vaca de Castro como en prisión, y no bastó razón que no sacase de allí. Supieron los oidores que el virrey les quería llevar el sello real, y ellos lo quitaron al chanciller y lo pusieron en poder del licenciado Cepeda, como oidor más antiguo. Despacharon una provisión para los capitanes y gente de guerra, mandándoles que si el virrey les quisiese hacer alguna fuerza, embarcándolos contra su voluntad, para sacar la Audiencia de allí, se juntasen con ellos y les diesen favor y ayuda para resistirle, pues era contra lo que Su Majestad tenía expresamente mandado.

     Finalmente, el rompimiento fue tal entre el virrey y los oidores, que una noche se pusieron en armas unos contra otros, y por hallarse el virrey con menos gente, se encerró en su casa, y los oidores se pusieron en la plaza y dispararon algunos arcabuces de una parte y otra, y cien soldados que guardaban la persona del virrey, lo desampararon, y se pasaron a la parte de los oidores, y como la gente de guerra vieron sola la casa del virrey, la entraron y saquearon algunos aposentos de los criados.

     Viéndose el virrey solo y en tanto peligro, se metió en la iglesia mayor, donde los oidores se habían metido, y se entregó a ellos, los cuales le llevaron en casa del licenciado Cepeda, oidor, armado como estaba con su cota y coracinas. Luego se proveyó que el virrey se embarcase y se viniese a España, porque si llegaba Gonzalo Pizarro y le hallaba preso, le mataría. Y también temían que algunos deudos del fator harían lo mesmo en venganza de su muerte. Tomaron con harto trabajo los oidores la armada, y antes que la tuviesen, temiendo que los parientes del fator habían de matar al virrey, como lo habían intentado, acordaron de llevarlo a una isla que está dos leguas del puerto, metiéndole a él y a otros veinte que le guardasen, en unas balsas de espadañas secas, que los indios llaman enea.

     Y sabida la entrega de la armada, determinaron de enviar a Su Majestad al virrey, con cierta información que contra él hicieron, y se concertaron con el licenciado Alvarez, oidor, para que lo trajese en forma de preso.

     Los oidores enviaron a hacer saber a Gonzalo Pizarro la prisión del virrey, en la cual él no creía, sino que entendía que era ruido hechizo para hacerle derramar la gente. Requiriéronle que, pues estaban allí, en nombre de Su Majestad, para administrar justicia, y pues habían suspendido la ejecución de las ordenanzas y otorgado la suplicación de ellas, y enviado al virrey en España, que era mucho más de lo que ellos habían pedido, que luego deshiciesen su campo y gente de guerra, y que viniesen de paz, y si para seguridad de sus personas quisiesen, podrían traer hasta quince o veinte de a caballo.

     Pero no hallaban quién se atreviese a ir con esta provisión. Al fin fueron Agustín de Zárate, contador del rey, con Antonio de Rivera. Dificultad tuvieron en hacer su embajada, porque sabiéndola Pizarro, no gustaba de oirla.

     Oyólos al fin Pizarro, avisándoles primero de lo que habían de decir; y respondió que dijesen a los oidores, de parte de los procuradores y capitanes de las ciudades, que hiciesen a Gonzalo Pizarro gobernador del Pirú, que así convenía al bien de la tierra, y que no le haciendo, saquearían la ciudad, con riesgo de sus vidas. Volvió Zárate con esta respuesta tan resuelta a los oidores, que los puso en harta confusión y miedo, y entretanto que se trataban estas cosas, Pizarro se puso a cuarto de legua de la ciudad y asentó su campo y artillería, y como vio que se dilató aquel día la provisión, envió la noche siguiente a su maestre de campo, Caravajal, con treinta arcabuceros, el cual prendió hasta veinte y ocho personas que habían favorecido al virrey, que eran de los principales de la tierra, a los cuales puso en la cárcel pública, y se apoderó de ella, sin ser parte los oidores para se lo estorbar, porque en toda la ciudad no había cincuenta hombres de guerra, que todos se habían pasado a Gonzalo Pizarro, con los cuales y con los que él traía, llegaban a mil y docientos, muy bien armados.

     Y otro día amenazaron a los oidores que si no daban la provisión de gobernador a Gonzalo Pizarro, meterían a fuego y a sangre la ciudad, y serían ellos los primeros que pasarían por ello. Y Caravajal sacó de la cárcel tres o cuatro hombres principales y les colgó de un árbol, diciéndoles donaires; y de tal manera apretaron y amenazaron, que los oidores hubieron de dar la provisión para que Pizarro fuese gobernador de aquella tierra, hasta tanto que Su Majestad mandase otra cosa, dejando la superioridad a la Audiencia y haciendo pleito homenaje de la obedecer, y dio fianzas que estaría a residencia. Recibió Pizarro la provisión, y luego entró en la ciudad en forma de guerra, llevando delante de sí veinte y dos piezas de artillería de campo, con más de seis mil indios, que traían en hombros los cañones y las municiones, e íbanlos disparando por las calles.

     Luego iban entrando los capitanes con sus compañías, piqueros y arcabuceros, muy en orden. Y luego seguía el mesmo Pizarro, con tres capitanes de infantería delante de sí, como lacayos, y él en un hermoso caballo, con sola la cota de malla y encima una ropeta de tela de oro. Detrás de él venían otros capitanes con el estandarte de las armas reales, y otro de las armas del Cuzco y otro de las de Pizarro, y tras ellos toda la caballería muy bien armados, a punto de guerra.

     Y en la plaza ordenó su escuadrón, y de ahí fue en casa del oidor Zárate, que se había hecho malo por no ir a la Audiencia a le recibir, y los oidores le recibieron, y hizo el juramento y dio las fianzas. Después le recibieron los regidores en las casas del Cabildo con las ceremonias acostumbradas.

     Esta entrada y recibimiento, y el hacerse Gonzalo Pizarro gobernador del Pirú, fue en fin de octubre, año de mil y quinientos y cuarenta y cuatro, cuarenta días después de la prisión del virrey. Y de ahí adelante, Pizarro administró las cosas tocante a la guerra, y los oidores las que eran de justicia.

     El virrey Blasco Núñez Vela habíase concertado con el licenciado Alvarez, a quien los oidores le habían dado para que le trajese a Castilla, y saltó en tierra del navío en que iba en el puerto de Túmbez. Allí supo lo que Pizarro había hecho en los Reyes. Despachó provisiones llamando gente y mandando que de las cajas reales le trajesen dineros. Nombró capitanes; contra el cual envió Gonzalo Pizarro algunos capitanes para que le quitasen la gente que llamaban y le desasosegasen. Fue el capitán Bachicao por la mar, derecho al puerto de Túmbez, y pensando el virrey que era Pizarro, y que venía sobre él con todas sus fuerzas, huyó a Quito, porque no se hallaba con más de ciento y cincuenta hombres. Bachicao le tomó los navíos que tenía en el puerto y recogió otros, y cerca de docientos hombres de guerra.

     Llevó Bachicao en sus navíos al oidor Tejada, y a otros dos que de parte de Gonzalo Pizarro y de la Audiencia venían a dar cuenta a Su Majestad de la prisión del virrey, y de las demás cosas que en el Pirú se habían hecho. Quiso esto Pizarro, si bien contra la voluntad de Caravajal y Bachicao, por deshacer la Audiencia y por satisfacer al pueblo, no pareciese que tan desvergonzadamente y sin respeto de su rey hubiesen procedido. Murió en el camino, de su enfermedad, el oidor Tejada. Llegaron en España Francisco Maldonado y Diego Alvarez de Cueto y pasaron a Alemaña, donde estaba el Emperador. Entre tanto que éstos hicieron su jornada en el Pirú hubo muchas cosas, que ya los atrevimientos de los levantados iban muy adelante, y si bien el virrey Blasco Núñez Vela, como caballero valeroso, puso las fuerzas posibles para rehacerse, y muchos con toda lealtad le ayudaron, deseando el servicio de su rey, y echar de la tierra tiranos, el poder de Pizarro era ya tan grande, y los capitanes tan diestros y soldados viejos, que viniendo a darse batalla campal, el virrey fue vencido y muerto, con que quedó Pizarro tan señor en la tierra, que tuvo pareceres que se coronase. Fueron muchas las guerrillas y encuentros que pasaron en el Pirú, con gran daño y destruición de la tierra y acabamiento de los españoles.

     Sabido por el Emperador, que estaba en Alemaña peleando contra los herejes y haciendo la causa de la Iglesia católica, y habiéndose informado de Diego Alvarez de Cueto, cuñado del virrey, y de Francisco Maldonado, que fueron con la relación de los hechos del Pirú, aunque no sabían el último rompimiento y muerte del virrey, detúvose, como suele, el despacho, por estar el Emperador fuera de Castilla, y muy impedido con los negocios de Alemaña, y a veces fatigado de la gota; finalmente, se resolvió que fuese al Pirú el licenciado Pedro de la Gasca, que a la sazón era del Consejo de la Inquisición, de quien se tenía gran satisfacción, por la experiencia que de negocios que se le habían encomendado, de él se tenía. Llevó título del presidente de la Audiencia real del Pirú, con plenario poder para todo lo que tocase a la gobernación de la tierra y pacificación de las alteraciones de ella, y comisión para perdonar todos los delitos y casos sucedidos, o que sucediesen durante su estada. Llevó consigo, por oidores, al licenciado Antonio de Cianea, y al licenciado Rentería, con los despachos necesarios en caso que conveniese hacer guerra. Bien éstos fueron secretos, porque no publicaba ni trataba de más que de los perdones, y de los otros medios de paz que pensaba usar, y con tanto, se hizo a la vela sin llevar más gente que sus criados, por el mes de mayo del año 1546; y llegando a Santa Marta tuvo aviso cómo Melchor Verdugo había sido vencido y desbaratado por la gente de Hinojosa, capitán de Pizarro, y que le estaba aguardando en el puerto de Cartagena, y él determinó pasar al Nombre de Dios sin verse con él, considerando que si lo llevaba consigo causaría escándalo en la gente de Hinojosa, por el odio que con él tenían, y podría ser que no le recibiesen. Y así fue a surgir al Nombre de Dios, donde Hinojosa había dejado a Hernán Mejía de Guzmán con ciento ochenta hombres, que guardasen la tierra contra el Verdugo.

     El presidente hizo saltar en tierra al mariscal Alonso de Alvarado, que desde Castilla había ido con él, y habló a Hernán Mejía y le dio noticia de la venida del presidente, diciendo quién era y a lo que venía, sin declararse más el uno al otro. El mariscal se volvió a la mar, y Hernán Mejía envió a pedir al presidente que saltase en tierra, y así lo hizo, y Hernán Mejía le salió a recebir en una fragata con veinte arcabuceros, dejando su escuadrón hecho en la marina, y salió en el batel del presidente y le trajo a tierra, donde le hizo muy gran salva y recibimiento, y hablándose en particular, Hernán Mejía le descubrió su pecho y el deseo que tenía de servir a Su Majestad, y que estaba muy gozoso con su venida, y por ser en ocasión que tenía allí mucha gente de Pizarro, él solo era capitán de ella, y con facilidad la reduciría, y que si quería, alzarían luego bandera por el Emperador, y que entendía que, sabida su venida, y las particularidades de ella, Hinojosa y los demás capitanes harían lo mesmo, sin contradición alguna. El presidente se lo agradeció mucho. Y acordaron guardar secreto por entonces, sin querer hacer novedad alguna.

     Supo Pedro Alonso de Hinojosa, general de Pizarro, el recebimiento que Hernán Mejía había hecho al presidente, y enojóse, porque no sabía el despacho que traía, y porque se había hecho sin darle parte. Hernán Mejía fue a verse con Hinojosa, y le desenojó y puso en camino; y finalmente, el presidente se hubo con tanta prudencia con estos y otros capitanes, que sin saber unos de otros, les ganó las voluntades de suerte que ya se atrevía a hablar públicamente a todos y persuadirles lo que convenía al servicio de Su Majestad. Valió mucho la buena crianza y blandura grande de que usaba el presidente, y también la autoridad del mariscal Alonso de Alvarado. No se declaró luego Hinojosa, antes envió a avisar de la venida del presidente a Gonzalo Pizarro, y había pareceres de muchos y avisaron de ello a Pizarro, que no le convenía que el presidente entrase en el Pirú. Procuraba cuanto podía el presidente ganar al Hinojosa, alzando dél que fuese uno de los que con él venían de Castilla con cartas a Pizarro; una carta era del Emperador y otra del presidente para Pizarro, en que con mucha blandura el Emperador trata al Pizarro y le manda reciba al presidente y le dé favor y ayuda, y la del presidente la más cortés del mundo. Llevó estas cartas Pedro Hernández Paniagua, natural de Plasencia; partió de Panarná a 26 de setiembre del año de 1546.

     Alteróse mucho Gonzalo Pizarro cuando supo la venida del presidente, y comunicándolo con sus capitanes y gente principal, hubo entre ellos diversos pareceres. Unos querían que pública o encubiertamente le matasen; otros, que le trajesen al Pirú, y que allí sería fácil hacer de él lo que quisiesen; otros, que le pusiesen en alguna isla con soldados de confianza, y que se juntasen en las ciudades, y se enviasen procuradores a Castilla, para pedir confirmación de lo que pretendían, y que se diese el gobierno del Pirú a Pizarro, y los descargos de la muerte del virrey, pues los había bastantes.

     Para esto nombraron a fray Jerónimo de Loaisa, arzobispo de los Reyes, y a Lorenzo de Aldana, y a fray Tomás de San Martín, provincial de los dominicos, y rogaron al obispo de Santa Marta que viniese a España con ellos, y Pizarro envió en particular a Lorenzo de Aldana, su criado, para que le avisase de todo con suma diligencia. El cual, sintiendo mal de lo que Pizarro y los suyos hacían en Panamá, se ofreció al presidente, y él y Hernando Mejía apretaron a Hinojosa para que se pasase al servicio de Su Majestad, que lo hubo de hacer, y se hizo reseña de toda la armada, y se entregó al presidente, y hicieron todos pleito homenaje de le seguir, y servir a su rey, y el presidente recibió las banderas, y las volvió a dar a los mismos capitanes, y el oficio de general a Hinojosa, en nombre de Su Majestad, y embarcáronse todos, que serían como trecientos, y los perlados que venían por embajadores a Castilla se volvieron con ellos para dar el favor que pudiesen, y el presidente envió a la Nueva España y a otras partes pidiendo socorro. Quisieran los de la armada llegar al Puerto de los Reyes sin ser sentidos, por lo mucho que importaba tomar de sobresalto a Pizarro, si bien no se pudo hacer por lo que se dirá.

     Pero Hernández Paniagua, que llevaba los despachos que dije, llegó al Pirú cuando Pizarro esperaba saber lo que hallaba en Panamá, mediado enero, año 1547. Lleváronle medio preso a Pizarro; mandáronle, so pena de la vida, que no abriese la boca. Dióle Pizarro audiencia delante de sus capitanes y amigos, y que hablase libremente, con protesto que si, salido de allí decía palabra, le costaría la vida. Hubo pareceres que lo matasen, y otros muy desacatados y de peligrosa resolución.

     Envió Pizarro a llamar a Caravajal, y que trajese toda la plata y oro, y armas y gente que pudiese, y esto sin saber la entrega de la armada, que se había hecho en Panamá por Hinojosa al presidente, la cual llegó al puerto de Trujillo, y allí la recibió Diego de Mora, reduciéndose con otros al servicio de Su Majestad. Supo ya Pizarro cómo tenía perdida la armada, y que no tenía la seguridad que pensaba, y así, nombró nuevos capitanes y les repartió la gente.

     Tocáronse atambores y dieron pregones para que todos los vecinos de los Reyes se pusiesen debajo de banderas y fuesen a recibir pagas, so pena de la vida. Diéronles dineros largamente a los capitanes para hacer gente. Luego sacaron sus banderas y hicieron reseña de la gente, y en los pendones sacaban letras y cifras que decían el nombre d e Pizarro, y otras adulaciones. Hizo mercedes y largas pagas en la reseña general, y halló en ella mil hombres tan bien armados y aderezados como se podían hallar en Italia. Había mucha cantidad de pólvora; mandó que todos los soldados se pusiesen a caballo. Gastó en todos estos aparejos más de quinientos mil castellanos de oro.

     Era maestre de campo Caravajal; despachó algunos capitanes a recoger la gente que había en otras partes, en Quito, Arequipa y el Cuzco, Guamanca, con las armas y caballos que pudiesen haber. Justificaba estos hechos Pizarro con las razones más coloradas que podía, y echaba la culpa al presidente de la guerra que intentaba.

     Tratóse de que el licenciado Caravajal fuese a correr la costa con gente de guerra. No se hizo porque se fiaba poco de él, y ya de todos se recelaba Pizarro, como es ordinario en los que hacen mal. Hizo que todos los vecinos de la ciudad de los Reyes jurasen de seguirle y no desampararle, haciéndoles un razonamiento muy justificado de las causas que tenía para resistir al presidente y hacerle guerra.

     Tuvo aviso Gonzalo Pizarro que Lorenzo de Aldana había llegado con unos navíos al puerto, quince leguas del de los Reyes, y acordóse salir de la ciudad con toda su gente y irse a poner cerca de la mar, temiendo que si los navíos llegaban al puerto, habría tan gran turbación en la ciudad, que tendrían lugar los que quisiesen de irse a embarcar, y así se hizo; pregonando, so pena de la vida, que ninguno que pudiese tomar armas quedase en la ciudad, con lo cual había en ella tanta turbación que no se entendían.

     Descubriéronse otro día tres velas en el puerto; salió Pizarro con su gente, púsose en medio del camino entre la ciudad y el puerto para quitar que ninguno de la ciudad pasase al puerto, ni del puerto a la ciudad. Proveyó Pizarro que un Juan Hernández fuese en una balsa a los navíos, y que dijese a Lorenzo de Aldana que le enviase una persona, y que él quedaría en rehenes para que se pudiesen entender y saber la razón de su venida, y como Juan Hernández pareció solo en la marina, vino el capitán Palomino en un batel, por él, y llevóle a la capitana, y Lorenzo de Aldana oyó lo que decía Pizarro, y reteniendo el Juan Fernández, envió al capitán Peña, y Pizarro mandó que Peña no entrase en el real hasta de noche, porque nadie le hablase, y entrado le dio el poder del presidente y del perdón general que el Emperador hacía, y la revocación de las ordenanzas, y dijo de palabra lo mucho que aquel reino ganaba en obedecer a su rey, y que la voluntad real era que él gobernase, y que para ello enviaba al presidente con poderes tan bastantes, sabiendo lo sucedido en la tierra. A lo cual respondió Pizarro que haría cuartos a cuantos venían en el armada, y castigaría al presidente por su atrevimiento en detenerle los embajadores que enviaba a Su Majestad y la traición que Lorenzo de Aldana le había hecho. Esto dijo delante de sus capitanes, y en particular, que le darían cien mil castellanos si le tomaba el galeón de la armada, en quien estaba toda la fuerza de ella. Mas Peña no dio oídos a esto, antes se enojó mucho de que se lo hubiese dicho, y así se volvió a la mar.

     Viendo Lorenzo de Aldana que el buen suceso de esta jornada estaba en que los soldados supiesen el perdón y mercedes que Su Majestad hacía a todos, procuró ganar al Juan Fernández, y que él lo hiciese con una cautela tan discreta como peligrosa, y fue: que Lorenzo de Aldana le dio todos los despachos duplicados, y cartas para algunas personas señaladas del campo, y escondiendo las unas en las botas, trajo las otras a Pizarro, y tomándole aparte le dijo cómo Aldana le había persuadido que publicase el perdón en el campo, y que había tornado aquellos despachos, lo uno por entretener a Aldana; lo otro, porque viese el trato que traía. Pizarro le agradeció el aviso, y concibió dél gran crédito, y de ellas luego el Juan Fernández dio algunas cartas, y hizo perdedizas otras, de manera que vinieron a noticia y poder de sus dueños.

     Por esta buena diligencia comenzaron a írsele a Pizarro algunos de los principales que le seguían, y si bien él hizo diligencias por cogerlos para justiciarlos, no le valieron todo lo que había menester, que ya se entendía al descubierto la tiranía, y los que le dejaban eran los más y mejores, y los que quedaban, muy temerosos de que el negocio de Pizarro estaba muy de quiebra, así en las fuerzas como en la justificación, y los demás determinaban irse. Llegó a tanto, que a vista de Gonzalo Pizarro se le fueron dos de a caballo, diciendo a voces que Gonzalo Pizarro era tirano, y apellidando al rey.

     Aquí fue donde dijo Caravajal: «Estos mis cabellicos, madre, dos a dos me los lleva el aire.»

     Ya Pizarro sentía su perdición y se temía de todos, y comenzó a marchar la vía de Arequipa, huyéndosele muchos cada día. Alzóse la ciudad de los Reyes por Su Majestad, pregonando públicamente con el pendón real las provisiones y perdones que traía el presidente.

     Sentía ya Pizarro su perdición; envió a llamar a Juan de Acosta que se fuese a juntar con él, al cual también se le fueron muchos, y por más diligencias que hizo en prender y castigar a los que se huían, no le bastaron. Fue al Cuzco, y de allí a Arequipa, donde se juntó con Pizarro, el cual estaba ya tan deshecho, que habiendo tenido mil y quinientos hombres, no tenía más que trecientos, y todo lo que él se disminuía crecía la parte del presidente y de sus capitanes.

     Habíase ya embarcado el presidente en Panamá con el resto de su ejército muy bien proveído de lo necesario para su armada, de armas y bastimentos, y otras cosas. Llevaba hasta quinientos hombres. Apuertó con buen tiempo al puerto Túmbez. En saltando en tierra, todos le escribieron, ofreciéndose a su servicio, y de todas partes le acudía tanta gente, que ya le parecía no había menester ayuda de otras provincias, y así avisó a la Nueva España, Guatimala y Nicaragua, y Santo Domingo, dando cuenta del buen suceso de sus negocios, y que no había menester sus ayudas. Proveyó que Hinojosa, su general, caminase con la gente hasta juntarse con los capitanes y ejército, que residían en Cajamalca, para que de todos se hiciese un cuerpo, y que Pablo de Meneses fuese con la armada. Y él caminó por los llanos para Trujillo, determinado de no entrar en la ciudad de los Reyes hasta dar fin a esta empresa, y mandó que todos los que estaban por Su Majestad se juntasen con él en el valle de Jauja, que era sitio conveniente para esperar o acometer al tirano, y donde había abundancia de bastimentos, y así caminó, tomando la sierra con su campo, en el cual había más de mil hombres de guerra con gran gozo esperando verse libres de la ruina de Pizarro, que todos estaban muy escandalizados, viendo muertos más de quinientos hombres principales a horca y cuchillo, que no tenían hora segura con él.

     Diego Centeno fue siempre muy leal servidor de Su Majestad; vióse en grandes peligros con Pizarro, Caravajal y otros capitanes. Ahora, cuando Pizarro iba tan de caída, se topó con él; procuró ganarle por bien, ofreciéndole buenos partidos; no le valió, y un día 19 de octubre, año 1547, vinieron a toparse. Tenía Diego Centeno más de mil hombres, y entre ellos había docientos caballos y ciento y cincuenta arcabuceros, y los demás piqueros. Pizarro llevaba trecientos arcabuceros muy diestros y ochenta caballos; los demás, hasta cumplimiento de quinientos, eran piqueros.

     Al fin, rompieron los unos con los otros, y por ser tan diestro Caravajal, maestre de campo de Pizarro, si bien eran la mitad menos, Diego Centeno y sus capitanes fueron vencidos, muriendo de su parte más de trecientos, y de la de Pizarro, ciento, y otros heridos. Supo el presidente la rota de Diego Centeno estando ya en el valle de Jauja, y si bien la disimuló, sintióla mucho, y comenzó a dar prisa para que se juntase su gente; mandó venir la que había en los Reyes, y algunos tiros, armas y ropa, lo cual se hizo con toda diligencia. Pedro Alonso de Hinojosa quedó por general, como lo era cuando entregó la armada; fue maestre de campo el mariscal Alonso de Alvarado, y el licenciado Benito de Caravajal, alférez general, y Pedro de Villavicencio, sargento mayor; y por capitanes de gente de a caballo, don Pedro de Cabrera y Gómez de Alvarado, y Juan de Saavedra, los más leales servidores de Su Majestad. En la última reseña se hallaron setecientos arcabuceros, quinientos piqueros y cuatrocientos caballos, y después se le fueron juntando hasta llegar a número de mil y novecientos hombres de pelea, y así salio el campo de Jauja a 29 de diciembre año 1547, caminando en buena orden la vía del Cuzco en demanda de Pizarro.

     Llegó al campo el capitán Pedro de Valdivia, que habiendo venido de Chili a la ciudad de los Reyes, y sabiendo el estado de las cosas, fue luego en seguimiento del presidente para servir a Su Majestad. Y con su llegada cobraron mucho ánimo todos, porque los había espantado la victoria que Pizarro, por la gran inteligencia de su maestre de campo Francisco de Caravajal había alcanzado, y cierto le temían, y en las Indias no había quien se le osase oponer ni igualar como Pedro de Valdivia, el cual, en llegando, comenzó como principal a entender con los demás capitanes en las cosas de la guerra. Llegaron a Andaguaylas, donde se detuvieron casi todo el invierno, que fue recio, por lo mucho que de día y de noche llovía, y enfermaron más de cuatrocientos, a los cuales curaron con mucho cuidado.

     Luego que comenzó a abrir la primavera de este año mil y quinientos y cuarenta y siete, salieron de Andaguaylas, y fueron a ponerse veinte leguas de Cuzco, y esperaron a que se hiciese una puente para pasar el río Apurima, doce leguas del Cuzco. Habían los enemigos quebrado todas las puentes de aquel río, de suerte que parecía cosa muy imposible poderlo pasar si no arrodeaban más de setenta leguas, y así procuraron hacer las puentes, y con harto trabajo, miedo y peligro, y pérdida de caballos, pasaron el río.

     Envió el presidente a don Juan de Sandoval, caballero de estima por su valor y por ser hijo de don Diego de Sandoval, y nieto de don Pedro de Sandoval, hijo del adelantado Diego Gómez, de donde son los Sandovales de Ontiveros y otros caballeros, en que yo falté tratando de esta familia, y lo enmendaré en lugar conveniente. Pues este caballero don Juan de Sandoval fue con una banda de caballos a descubrir el campo del contrario, y corrieron más de tres leguas sin topar con hombre de Pizarro.

     Pasóse al campo del presidente Juan Núñez de Prado, natural de Badajoz, y éste fue el que le dio aviso de todo lo que había en el campo de Pizarro, y que Acosta venía con más de trecientos arcabuceros a embarazarles el paso. Por estas nuevas mandó el presidente que marchasen más de novecientos soldados bien armados, y como Acosta vio tanta pujanza, retiróse, avisando a Pizarro lo que pasaba. Subió el presidente con su gente una gran sierra más de legua y media, y descansó allí tres días.

     Viéndose Gonzalo Pizarro en tanta manera y por todas partes de todo punto tan apretado, envió a requerir al presidente que no pasase adelante y que suspendiese las armas hasta que se supiese lo que el Emperador mandaba. Envió asimismo a hacer grandes ofertas a Hinojosa y a Alonso de Alvarado, y que se juntasen con él. El presidente escribió a Pizarro persuadiéndole que se redujese y haciéndole muy buenos partidos, y enviábale el traslado del perdón, y esto hizo muchas veces en todo este camino, dando los despachos a los corredores, para que topando a los de Pizarro se los diesen, y como Pizarro supo que el presidente había pasado el río y tomado lo alto de la cuesta, salió del Cuzco con nuevecientos infantes y caballos, los quinientos y cincuenta arcabuceros y seis piezas de artillería, y púsose en Xaquixaguana, cinco leguas del Cuzco, en un llano al pie del camino, por donde el real del presidente había de pasar, bajando la sierra, y asentó el campo en lugar tan fuerte, que no le podían acometer sino por una ladera angosta que delante de sí tenía, teniendo a un lado de sí el río y la ciénaga; a otro la montaña, y por las espaldas una honda cava quebrada. Y desde allí, dos o tres días antes que la batalla se diese, salían a escaramuzar los más valientes, y en pasando el presidente con su campo a alojarse, salió Pizarro con su gente en escuadrones, sacadas sus mangas de arcabuceros, y en orden para dar la batalla, y comenzó a disparar la artillería y arcabuces para que sus contrarios le viesen y oyesen.

     Quisiera el presidente diferir la batalla con esperanzas de que se le pasarían muchos; mas no le daba lugar su alojamiento y falta de comida, y por el gran hielo y frío que hacía, y ni aún tenía leña para remediarlo, y también les faltaba el agua. Las cuales faltas no sentía Pizarro, porque de todo estaba muy bien proveído. Quisieran Pizarro y su maestre de campo acometer aquella noche secretamente el real del presidente por tres partes, que hicieran una buena suerte; no lo hicieron, porque se les huyó un soldado llamado Nava, y así entendieron que los avisaría.

     Este Nava, y Joan Núñez Prado, aconsejaron al presidente que se detuviese en dar la batalla, porque de la gente que andaba con Pizarro se le pasaría mucha, particularmente los que habían escapado de la rota de Centeno, que los traía medio forzados, y habiendo bajado la cuesta, si bien con trabajo, se pusieron en orden y se pasaron algunos al campo del presidente, como fue el licenciado Cepeda, oidor que había sido; Garcilaso de la Vega y otros muchos. Pizarro se estaba parado con su campo, creyendo que sus contrarios se le habían de meter en las manos, como lo hicieron en Guaniva.

     El general Hinojosa caminó con su campo paso a paso hasta ponerse en un sitio bajo a tiro de arcabuz del enemigo, donde la artillería no le podía coger. Ibanse muchos del bando de Pizarro, y rogaban al presidente y sus capitanes que se detuviesen, porque sin riesgo de batalla desharían al enemigo, y estando en esto, una manga de treinta arcabuceros del escuadrón de Pizarro se pasó como los demás, y luego comenzaron a desbaratarse los escuadrones, por enviar tras ellos, huyendo unos para el Cuzco y otros hacia el presidente, y algunos ni tuvieron ánimo para huir ni para pelear.

     Y viendo esto Gonzalo Pizarro, dijo: «Pues todos se van al rey, yo también.» Aunque fue público que Juan de Acosta, su capitán, dijo: «Señor, demos en ellos; muramos como romanos.»A lo cual dicen que respondió Pizarro: «Mejor es morir como cristianos.» Y viendo cerca de sí al sargento mayor Villavicencio, y sabiendo quién era, se le rindió y le entregó un estoque que traía en el ristre, porque había quebrado la lanza en su mesma gente que se le huía.

     Fue llevado al presidente, y habló con alguna libertad, y entregáronle a Diego Centeno que lo guardase, y luego fueron presos todos los capitanes, y el maestre de campo Caravajal huyó, y pensando escaparse aquella noche, escondiéndose en unos cañaverales, se le metió el caballo en un pantano, donde sus mismos soldados le prendieron y le trajeron al presidente; siguieron el alcance; saquearon el real, donde muchos se hicieron ricos.

     Otro día, después de vencido y desbaratado Pizarro, el presidente cometió el castigo, de él y de lo demás, al licenciado Cianca, oidor, y a Alonso de Alvarado, como maestre de campo suyo, los cuales procedieron contra Pizarro por sola su confesión, atenta la notoriedad del hecho, y le condenaron a que le fuese cortada la cabeza, y que se pusiese en una ventana, que para ello se hizo en el rollo público de la ciudad de los Reyes, cubierta con una red de hierro, y un rétulo que decía: «Esta es la cabeza del traidor Gonzalo Pizarro, que se levantó en el Pirú contra Su Majestad, y dio batalla contra su estandarte real en el valle de Xaquixaguana.»

     Confiscáronle los bienes y derribáronle y sembraron de sal las casas que tenía en el Cuzco, poniendo en el solar un padrón con el mesmo padrón. Murió como buen cristiano, ejecutándose la sentencia aquel mismo día. Enterraron el cuerpo en el Cuzco muy honradamente. Llevóse la cabeza a la ciudad de los Reyes, para cumplir lo que la sentencia mandaba.

     Fue arrastrado y descuartizado aquel día Caravajal, y ahorcados ocho o nueve capitanes, y después se hicieron otras justicias, como iban prendiendo. Dióse esta batalla en aquella provincia memorable, lunes de Cuasimodo, que fue a 9 de abril, año de 1548. Hizo el Presidente un solemne perdón en favor de todos los que en esta batalla se habían hallado, acompañando el estandarte real, de todos y cualesquier delitos que hasta aquel día hubiesen cometido. Repartió las tierras y indios de los condenados, entre los que habían servido con lealtad.

     Señalóse en esta y en otras muchas ocasiones contra Pizarro y sus secuaces Alonso de Zayas, natural de la ciudad de Ecija, de los caballeros de ella de este apellido. Encomendóle a este caballero el repartimiento de Guaqui por sus servicios, que fueron particulares. Puso en orden todas las cosas del reino, con admirable prudencia, con la cual, y con sólo su bonete, allanó un negocio de los más graves y dificultosos que se ofreció al Emperador en todo su tiempo. Donde parece cuánto más valen las letras que no las armas, y la prudencia o sabiduría que la fortaleza; por donde dijo el doctísimo rey de Egipto Trismegisto, que el varón sabio se hace señor de los astros. Asentadas, pues, las cosas de esta manera, el presidente dio la vuelta para España, comenzando a navegar por el mes de diciembre de 1549, y pasó en Alemaña a dar cuenta al Emperador de su muy feliz jornada, merecedora de muy grandes premios.

     Siendo yo estudiante en Alcalá, bien niño, fuí con un tío mío a visitar al licenciado Pedro de la Gasca, que era obispo de Sigüenza, y me parece que era de persona muy disminuida y ruin gesto; mas su valor era grande, como aquí se ha dicho brevemente, y merece contarse entre los claros varones de España. El hizo la iglesia de la Magdalena de esta ciudad de Valladolid, y fundó las capellanías que hay en ella, dejando el patronazgo a sus deudos, que son muy honrados caballeros, y según autores muy graves, de la antiquísima familia, noble y poderosa, de los Gascas romanos.

     Los Reyes Católicos pidieron a los pontífices, diversas veces, no consintiesen los colectores que se enviaban a estos reinos a recoger y llevar los expolios de los obispos difuntos, por ser novedad y cosa no usada en Castilla, y por la autoridad y rigor que en esto usaban, sacando las haciendas antes que los obispos expirasen, y quitándolas a las iglesias y pobres, cuyas eran de derecho antiguo de estos reinos. Y en este año, en las Cortes que se tuvieron en Madrid, se suplicó por parte del reino lo mesmo, y luego sucedió la muerte de don Jerónimo Juárez, obispo de Badajoz, y sobre sus bienes hubo tantos embarazos con el colector, que el Emperador mandó al Consejo real le consultasen sobre ello. Y ellos, habido su acuerdo, dijeron que, según derecho canónico y concilios, estaba determinado que los expolios de lo que los prelados adquieren por respeto de la Iglesia, son de las iglesias y prelados sucesores en ellas, para proveer las necesidades de las mismas iglesias y de los pobres, y que si los nuncios pretendían que había alguna posesión o costumbre en contrario, la tal se comenzó a introducir pidiendo al principio y contentándose con poca cosa, y por esto no se advertía en ello; y porque no hubo quien procurase por las iglesias, y después, con opresión de las censuras y temor de ellas, ninguno salió a la defensa que convenía, y que así iba creciendo cada día de tal manera, que el daño era muy notable para estos reinos, y que no se contentaban con querer tomar todos los expolios, sino que se querían entremeter a ocupar los bienes adquiridos por intuito de las personas, queriendo y pretendiendo ser testamentarios de los obispos que mueren, no lo pudiendo ni debiendo haber de derecho, y haciendo otras molestias y vejaciones a los naturales de estos reinos; y que, por tanto, les parecía que Su Majestad, como cosa que tanto importa al servicio de Dios y bien de las iglesias, hospitales y de los pobres y huérfanos, y por el beneficio que estos reinos recibían en que la moneda no se saque de ellos, no debía permitir que estas vejaciones se hiciesen de hecho como las intentaban, pues los colectores no habían mostrado otra razón, ni la tenían para las hacer más en estos reinos que en otros de la Cristiandad, y que para efectuar esto, debía mandar que se determinase por justicia, en consejo, para que a Su Santidad se le diese lo que era suyo, y a las iglesias y pobres y naturales del reino no se les hiciese agravio ni vejación de hecho contra lo que estaba determinado por derecho, y por la misma Sede Apostólica y concilios generales. Lo cual se había pedido muchas veces por el reino.

     Esto dice el Consejo al Emperador, y he visto otras consultas y pareceres del mismo Consejo cerca de este punto y de las pensiones que se cargan sobre los beneficios, calonjías y dignidades en Roma, y sobre el dar de los beneficios a extranjeros, que no cesaba el reino de quejarse por los daños que con evidencia recibe. Lo que yo puedo decir es que he visto casi todos los papeles de las iglesias y monasterios de los reinos de Castilla. Desde don Pelayo hasta estos días no se hallará pensión cargada, sino que como Dios daba los frutos, y los perlados y prebendados los llevaban, se gastaba en las mesmas iglesias y feligreses de ellas, como en sus hijos naturales, y así se enriquecían y edificaban los templos. Cuando moría un obispo, los bienes que dejaba se partían en tres suertes: una para la sacristía y fábrica de la iglesia; otra para el obispo que sucedía en ella, y la tercera para el rey, que la llevaba por razón del patronazgo y para los gastos de la guerra contra los enemigos de la fe.

     Sé muy bien que en estos días los perlados ya no edifican capillas, hospitales ni monasterios, como solían, y vi una iglesia catedral de las principales del reino, donde hay ochenta prebendados, que para salir a recebir al rey no hubo entre ellos ocho mulas, y tan pobres que no se podían sustentar, no les bastando sus prebendas para pagar las pensiones que tenían cargadas, lo cual debe ser general, y así se ha quejado y queja el reino; y si Su Santidad fuese de ello bien informado, lo remediaría como padre piadoso.

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