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Carta de Ribera al Rey de 17 de abril de 1613.



 

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Anganamón, en efecto, ha adquirido en la historia tradicional de Chile una reputación extraordinaria. Los cronistas de la Compañía, que hasta el hallazgo casi reciente de los documentos depositados en los archivos, han sido el único guía de los cronistas e historiadores subsiguientes, le han atribuido un poder y una autoridad que no sólo no tuvo sino que jamás poseyeron los más prestigiosos jefes de los indios. A este respecto, nada es más curioso que la lámina en que está representada la muerte de los tres padres jesuitas en la Histórica relación del padre jesuita Alonso de Ovalle, publicada en Roma en 1646. Anganamón, vestido con un traje romano, con corona real en la cabeza y con el cetro en la mano derecha, está sentado sobre un alto trono, desde el cual manda en latín que maten a los padres.

El padre Diego de Rosales, que ha escrito la historia de estos sucesos en el mismo sentido, y con el mismo criterio de los otros cronistas de la Compañía, dice que «Dios dio licencia a los demonios para perseguir al padre Valdivia, y estorbar por sus ocultos juicios a la conversión de los indios, porque viendo que por estos medios les habían de quitar tantas almas y hacerles cruda guerra, se armaron todas las furias infernales para estorbar las paces y la conversión de los infieles y tomaron una traza diabólica que fue revolver en torpes amores a un español, cuyo nombre callo, con una mujer de Anganamón, española cautiva, con la cual trató con el tiempo que se ajustaban las paces, y persuadida de él a que se huyese del poder de Anganamón, se huyó y se vino tras él, deseosa de su libertad». Historia jeneral, libro VI, cap. 12.

Esta historia debió circular con mucho crédito en el tiempo en que escribía el padre Rosales. Don Francisco Núñez de Pineda y Bascunán, que escribía en la misma época su Cautiverio feliz, ha contado que hallándose preso entre los indios en 1629, tuvo una larga conversación con Anganamón, en que éste le refirió este suceso, contándole que el raptor de sus mujeres había sido el mismo Pedro Meléndez, el emisario que el padre Valdivia había enviado al territorio enemigo a ofrecer la paz. Añade Bascunán que habiendo recobrado su libertad, recogió entre los españoles detalles que completaban o que rectificaban aquella historia. Cautiverio feliz, disc. II, caps. 11 y 12. Todo me hace creer que el autor de este libro no ha hecho más que dar forma a una simple tradición más o menos verídica, y que la historia de su conferencia con Anganamón es un recurso literario con que ha pretendido dar interés a su relación. Baste decir que el español que indujo a las mujeres de Anganamón a tomar la fuga, no fue Pedro Meléndez, sino el sargento Torres, rescatado, como dijimos en Paicaví. El padre Valdivia, que es el testigo más autorizado de estos sucesos, refiere este incidente en la forma que sigue: «Sucedió que cuando el sargento Torres pasó por casa de Anganamón para ser rescatado, se aficionó y quiso casarse con una española cautiva que era mujer de Anganamón, en quien tenía una hija de nueve años, y la persuadió a que se huyese. Hízolo ella después, cuando Anganamón estaba arriba (en la Imperial) tratando de la quietud, y trajo consigo su hija y dos mujeres de Anganamón, infieles». Copio estas palabras de un extenso y curioso memorial que el padre Valdivia presentó al Rey en 1621, y que hizo publicar en Madrid en un reducido número de ejemplares, para sostener el sistema de guerra defensiva.



 

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Carta de Ribera al Rey, de 17 de abril de 1613.



 

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Carta anua citada del padre Diego de Torres. Padre Rosales, libro VI, capítulo 15.



 

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Padre Olivares, Historia de los jesuitas en Chile, p. 182.



 

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Padre Rosales, libro VI, capítulo 14. Padre Lozano, libro VII, capítulo 11.



 

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La primera constancia escrita de este prodigio se halla en una carta escrita en el Perú en 1615 por el padre Luis Bertonio, jesuita italiano, célebre por sus, trabajos gramaticales sobre la lengua aimará, pero para que no se crea que es invención suya, añade que se lo han contado «como verdad». Según el padre Bertonio, el que habló después de habérsele arrancado el corazón fue el padre Vechi; pero el padre Ovalle, libro VII, capítulo 6, hace extensivo el milagro al padre Aranda, lo que ha repetido el padre Lozano, en el libro VII, capítulo 11.



 

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El padre Ovalle, declarando expresamente que no es «amigo de hacer milagro lo que no lo es», cuenta este prodigio, probando con larga discusión lo servicios que en casos semejantes suelen prestar los ángeles. Véase el libro VI, capítulo 15.



 

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Padres Ovalle y Rosales en los lugares citados, y padre Lozano, libro VII, capítulo 11.



 

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Padre Lozano, obra citada, libro VII, capítulo 11, tomo II, p. 524. El padre Rosales refiere que el padre provincial Diego de Torres dirigió una consulta a uno de los más insignes teólogos que entonces tenía la Compañía de Jesús, al célebre padre Francisco Suárez, que en esos años estaba en el auge de su gloria y de su prestigio, sobre el concepto en que se debía tener a los jesuitas asesinados en Elicura. El padre Rosales agrega que aquella «lumbrera de la Iglesia y mar de sabiduría, respondió que no tenía duda sino que eran mártires y dignos de proponerse a la sede apostólica para que los declarase por tales». Creo, sin embargo, que las cosas quedaron allí; y que al poco tiempo después no se volvió a hablar de la canonización de aquellas desgraciadas víctimas de la ferocidad natural de los salvajes.



 
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