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Historia general de Chile

Tomo IV

Parte IV

La Colonia de 1610 a 1700


Diego Barros Arana



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Capítulo I

Gobiernos de Merlo de la Fuente y De la Jaraquemada. Se manda poner en ejecución la guerra defensiva (1610-1612)


1. Toma el gobierno interino el doctor Merlo de la Fuente: se prepara activamente para continuar la guerra contra los indios. 2. Sofoca la insurrección de los indios de la costa y hace una campaña en el territorio de Purén. 3. Llega a Chile el capitán Juan de la Jaraquemada nombrado Gobernador por el virrey del Perú: sus trabajos administrativos. 4. Sus campañas militares; la sublevación de los indios pone en peligro la línea fortificada de fronteras. 5. Alarmas que produce en la Corte la prolongación de la guerra de Chile y los costos que ocasionaba. 6. Los jesuitas y la supresión del servicio personal de los indígenas. 7. El virrey del Perú propone que se plantee en Chile la guerra defensiva y envía a España al padre Luis de Valdivia a sostener este proyecto. 8. Después de largas deliberaciones, el Consejo de Indias aprueba este plan, y el soberano autoriza al virrey del Perú para que lo ponga en ejecución. 9. El Virrey, después de nuevas consultas, decreta la guerra defensiva y manda a Chile al padre Valdivia. 10. Desaprobación general que halla en Chile esta reforma.



1. Toma el gobierno interino el doctor Merlo de la Fuente: se prepara activamente para continuar la guerra contra los indios

El doctor Luis Merlo de la Fuente, llamado al gobierno interino de Chile por designación de Alonso García Ramón, era un letrado anciano que contaba más de veintidós años de servicios en las Indias. Nombrado por Felipe II alcalde de Corte de la ciudad de Lima, había desempeñado, además, diversas comisiones en Chile, en Panamá, en Puerto Bello y en Cartagena, y al fin había merecido que se le diese el título de oidor decano de la nueva audiencia de Santiago con el encargo de plantearla. Dotado de cierta inteligencia y de una actividad mayor todavía, teníase conquistada la reputación de hombre adusto e intransigente en el cumplimiento de sus obligaciones. En el juicio de residencia de Alonso de Ribera había desplegado, como hemos dicho, una gran severidad, y anteriormente había sostenido en Lima algunos altercados no sólo con sus colegas sino con el mismo Virrey, porque encargado «de castigar los delitos y pecados públicos», no había vacilado en llevar la acción de la justicia hasta procesar y perseguir a hombres ventajosamente colocados por sus relaciones de familia y hasta a los servidores del mismo Virrey. Acusado más tarde ante el soberano por su conducta funcionaria, Merlo de la Fuente fue severamente reprendido, porque, «aunque se muestra celoso de justicia, decía Felipe III, procede en ella inadvertidamente, se   -10-   aviene mal con sus compañeros, es descortés con la gente del reino, de poco estilo y áspera condición»1. Estas palabras hacen en cierto modo el retrato de este viejo magistrado.

La noticia de la muerte de García Ramón llegó a Santiago en la noche del domingo 15 de agosto de 1610. En el mismo instante, Merlo de la Fuente asumió de hecho el gobierno del reino. Mandó que en todas las iglesias de la ciudad se dijeran misas y se hicieran preces por el alma del finado. Sin pérdida de tiempo comenzó a prepararse para marchar a Concepción a dirigir personalmente las operaciones de la guerra, temiendo que la muerte del Gobernador fuera causa de perturbaciones y de trastornos. En efecto, el día siguiente, apenas reconocido por el Cabildo en su carácter de Gobernador, hizo publicar diversos bandos. «Mandé, dice, que todos los soldados y ministros de guerra que con ocasión de la invernada han bajado a esta ciudad, se apresten y salgan conmigo so pena de la vida. Y otro (bando) en que mandé que todos los vecinos encomenderos que tienen repartimiento desde el río Cachapoal hasta el de Itaca se fuesen a los pueblos de sus repartimientos, a donde estuviesen hasta que por mi otra cosa les fuese ordenada, para por este medio prevenir algunas inquietudes que se podrían principiar. Y otro en que mandé que los vecinos de la Concepción, y San Bartolomé de Chillán y de las demás ciudades despobladas, subiesen conmigo a la ciudad de la Concepción, (bajo) pena a los unos y a los otros de privación de los indios»2. Con el mismo celo   -11-   mandó hacer los sembrados en las estancias del rey en el valle de Quillota, y tomó algunas medidas para asegurar la concordia y la armonía entre las diversas autoridades durante su ausencia.

Merlo de la Fuente quería salir a campaña con el mayor número posible de tropas. Para ello, intentó organizar en Santiago cuatro compañías de voluntarios bajo el mando de otros tantos capitanes3. No pudiendo apelar a los reclutamientos forzosos, que estaban prohibidos por las ordenanzas vigentes, el Gobernador congregó el 20 de agosto al Cabildo y a los vecinos más respetables de la ciudad para demostrarles cuánto importaba al honor de éstos y al servicio del Rey el acudir a la guerra en esas circunstancias; pero como estas amonestaciones no produjeran el efecto que se buscaba, apeló a otro arbitrio que consideraba más eficaz. Hasta entonces no se había dado cumplimiento a la real cédula de mayo de 1608, por la cual el Rey había decretado la esclavitud de los indios que se tomasen con las armas en la mano. Merlo de la Fuente la mandó publicar por bando, creyendo así incitar la codicia de los vecinos encomenderos que quisiesen aumentar el número de sus servidores4. No parece, sin embargo, que este recurso produjo mejores resultados. El Gobernador, al partir de Santiago, dejó encargado al capitán Castroverde Valiente que le llevase a Concepción los voluntarios que creía poder reunir; pero cuando esperaba contar con cien hombres de refuerzo, sólo recibió dos. La Real Audiencia se había opuesto resueltamente a toda medida coercitiva para obligar a nadie a tomar servicio en el ejército5.




2. Sofoca la insurrección de los indios de la costa y hace una campaña en el territorio de Purén

Estos aprestos demoraron al Gobernador en Santiago mucho más tiempo de lo que había pensado. Al fin, a mediados de septiembre se ponía en marcha y llegaba a Concepción el 6 de octubre. Su presencia en aquellos lugares había llegado a hacerse indispensable. Los indios de la región de la costa, que se fingían sometidos a la dominación española, al saber la muerte de García Ramón, se habían puesto en comunicación con los de Purén y preparaban un gran levantamiento que debía tener lugar al fin de esa luna, esto es, el 17 de octubre. La guarnición del fuerte de Paicaví, sospechando estos aprestos, se había retirado al fuerte   -12-   de Lebu; y poco después los defensores de ambas plazas se replegaron más al norte para reconcentrarse en Arauco, todo lo cual parecía alentar los proyectos del enemigo.

Advertido de este peligro, Merlo de la Fuente salió sin tardanza de Concepción con las pocas tropas que pudo reunir, y sacando más fuerzas de la plaza de Arauco, fue a situarse en Lebu, donde debía estallar la rebelión. Los indios estaban todavía en la más perfecta quietud; pero el Gobernador hizo apresar a los principales e inició la averiguación de sus proyectos. «Fue Dios servido, dice el mismo, que con la buena diligencia que puse dentro de nueve días de como salí de la Concepción, tuve averiguada la causa de modo que en sus confesiones todos los cinco caciques confesaron sus delitos, a los cuales hice dar garrote en el fuerte de Lebu. Y fui tan venturoso que exhortándoles lo que les convenía a su salvación, murieron todos cinco con agua de bautismo, cosa que no se había hecho otras veces. Y les hice quemar sus casas y sembrarlas de sal, y a sus mujeres e hijos los desterré para la ciudad de Santiago. Y con este castigo, entendida por todos la justificación de él, quedaron con ejemplo y temor que espero en la misericordia de Dios, ha de ser para muy grande quietud»6. Enseguida dispuso que el capitán Núñez de Pineda, comandante de todas las fuerzas de la región de la costa, volviese a ocupar la plaza de Paicaví y se preparase para hacer una nueva campaña en los campos de Angol y de Purén.

Merlo de la Fuente regresó a Concepción a reunir la gente y los recursos de que podía disponer para esas operaciones. Venciendo todo género de inconvenientes, salía otra vez a campaña el 15 de noviembre y se dirigía a buscar al enemigo en el corazón de su territorio. Habiendo engrosado sus tropas con los soldados que pudo sacar de los fuertes vecinos al Biobío, hasta contar 544 hombres, se puso en marcha para las ciénagas de Purén. Según estaba convenido, allí se le juntó el maestre de campo Núñez de Pineda con las fuerzas que tenía a sus órdenes en la región de la costa. Reunidas ambas divisiones, el ejército expedicionario ascendía a 946 soldados españoles y ochocientos indios auxiliares, lo que les daba una superioridad tal sobre los indios, que éstos no se atrevieron a presentar batalla campal, limitándose, según su táctica de guerra, a retirarse a los bosques para esperar que el enemigo se cansase en inútiles correrías y poder hostilizarlo en la ocasión propicia. El gobernador interino se vio forzado a repetir los mismos actos de destrucción que en circunstancias análogas habían ejecutado sus predecesores. «En dieciocho días, dice el mismo, hice entrar en su ciénaga, tan temida, tres veces, que se les cortasen, como se les cortaron, todas sus comidas que tenían en tres islas que se hacen en ella, en que había muchas, y especialmente en la que llaman de Paillamachu, toda la cual estaba cubierta de sementeras. Y en estas   -13-   entradas se mataron dos caciques, y se les tomaron cantidad de ganados de Castilla y de la tierra, y caballos que dentro de ellas había; y recobré una pieza de artillería que tenían medio hincada, como columna por trofeo, en principio de la dicha isla de Paillamachu, y fue de las que se perdieron en el fuerte de Curampe en tiempo del gobernador Loyola. Y se les quemaron todos los ranchos y casas, y se les tomaron otras piezas de indios e indias andando por diversas partes toda la ciénaga y alrededor y contorno, cortando en todos sus valles todos los dieciocho días todas las comidas de trigo y cebada, y arrancándoles en berza todos los maíces, papadas, frejoles, porotos, arvejas y otras legumbres, sin que se les dejase ninguna en todos los términos de Purén que no quedase asolada y destruida. Pasando hasta lo de Ainabilu y Anganamón, que es el valle de Pelauquén, tierra doblada y fuerte, que ha sido y es la corte donde se han fraguado todas las juntas y maldades que conciertan y hacen estos indios, tierra y partes donde ha muchos años que el poder de Vuestra Majestad no había sido poderoso de lo señorear ni aun mirar, ha sido Dios servido que les haya hecho hacer una tala tal cual aseguro a Vuestra Majestad en conciencia que según ha entendido, nunca se ha visto ni hecho en Chile... Y dejé colgados once caciques y capitanes principales, demás de otros seis que he traído cautivos, los cinco de ellos para rescate de otros tantos capitanes españoles»7.

El resultado de esta campaña, a pesar de todo, era más o menos el mismo que otros gobernadores habían obtenido después de análogas campeadas, sin que ellas permitiesen divisar el término posible de aquella guerra interminable. Ni siquiera la destrucción de los sembrados de los indígenas debía tener la influencia que se esperaba para privarlos de víveres y recursos. Poco más tarde, los españoles supieron que los indios, astutos y cavilosos, hacían dobles sementeras; y que destinando las de Angol y de Purén para dar entretenimiento a sus enemigos, que se ocupaban en destruirlas sin pasar más adelante, reservaban las del interior para la provisión de sus familias8. Merlo de la Fuente, queriendo afianzar la tranquilidad de aquella comarca, que había creído conseguir después de esa campaña, quiso perfeccionar la repoblación de Angol comenzada un año antes por su predecesor. Al efecto, en los últimos días de diciembre, la trasladó a un lugar vecino que creía más apropiado para este objeto, construyó un espacioso fuerte y dio a la ciudad el nombre de San Luis de Angol.

El gobernador interino habría querido continuar las operaciones militares y llegar hasta el territorio de la Imperial. El maestre de campo Núñez de Pineda obtuvo todavía en la región de la costa una señalada victoria en que tomó más de cien indios prisioneros que fueron marcados para ser vendidos por esclavos9. Pero no fue posible pasar más adelante. Los capitanes españoles sabían que el gobierno de Merlo de la Fuente no podía durar largo tiempo, y ponían poco empeño en obedecer sus órdenes y en secundar sus planes. Uno de ellos, llamado Guillén de Casanova, que mandaba en la plaza de Arauco, llevó su espíritu de insubordinación hasta impedir el paso a un mensajero del Gobernador que conducía la orden de hacer entrar en campaña a una división10. Y una desobediencia de esta naturaleza,   -14-   que pudo ser causa de un gran desastre, debía quedar impune por el cambio de mandatario que se operó muy poco después.




3. Llega a Chile el capitán Juan de la Jaraquemada nombrado Gobernador por el virrey del Perú: sus trabajos administrativos

A pesar de estas contrariedades, y, aunque Merlo de la Fuente no era militar, había dirigido la guerra con vigor, y evitado las sorpresas y desastres que sufrieron otros gobernadores. Las prolijas instrucciones que dejó a su sucesor al entregarle el mando, revelan que había estudiado bien la situación militar del reino y que comprendía la necesidad de introducir reformas trascendentales en la manera de hacer la guerra. Las observaciones que se permitió hacer al Rey contra un cambio radical en el sistema de conquista, de que tendremos que hablar más adelante, dejaban ver también un juicio recto y seguro, así como un anhelo desinteresado por el servicio público. A juzgar por lo que dicen dos cronistas que pudieron recoger la tradición de los contemporáneos, debió creerse que si su gobierno se hubiera prolongado algunos años, el gobernador interino habría podido adelantar y tal vez terminar aquella fatigosa guerra11. Había en esto, sin duda alguna, una simple ilusión; pero es lo cierto, que por su entereza, por su integridad y por su rectitud, Merlo de la Fuente habría podido mejorar la organización militar de los españoles y corregir numerosos abusos.

Sin embargo, el gobierno de Merlo de la Fuente no podía ser de larga duración. El virrey del Perú, marqués de Montes Claros, había sido expresamente autorizado por el Rey, en cédula de 25 de enero de 1609, para nombrar gobernador del reino de Chile, con la declaración textual de que la persona «nombrada por el dicho Alonso García Ramón o por la Audiencia, decía ese documento, sirva el cargo de gobernador y capitán general hasta que llegue la que nombrare el Virrey». Conocidas las relaciones tirantes que existían entre este funcionario y el gobernador interino, no era de esperarse que lo confirmara en el mando. En efecto, el marqués de Montes Claros, al saber la muerte de García Ramón, expidió con fecha 20 y 27 de noviembre, dos provisiones por las cuales nombraba gobernador y presidente de la real audiencia de Chile al capitán Juan de la Jaraquemada12.

Era éste un militar originario de Canarias, de unos cincuenta años de edad, que desde su primera juventud había servido en el ejército español durante las prolongadas y penosas guerras de Flandes. Protegido por la familia del marqués de Montes Claros, había pasado con éste a América como empleado de su casa, y había merecido su confianza en el desempeño de varias comisiones que le confió en México y el Perú. «La persona (Jaraquemada), decía el Virrey, es cuerda, prudente, de autoridad y canas, y de quien vi hacer al adelantado mayor de Castilla, mi tío, mucha estimación y confianza, que me obligó a encargarle, después   -15-   que estoy en las Indias, cosas graves y de importancia, de que ha dado satisfacción»13. Para rodearlo de buenos consejeros que pudieran serle útiles en el gobierno, el Virrey dio al coronel Pedro Cortés, que entonces se hallaba en Lima, el título de maestre de campo del ejército de Chile, y escribió a algunos militares de este país, y entre ellos al coronel Miguel de Silva, para que acompañase a Jaraquemada en los primeros trabajos de su gobierno.

Habíase organizado en Lima una columna de doscientos hombres para socorrer el ejército de Chile. Con ellos zarpó del Callao el gobernador Jaraquemada el 4 de diciembre, y después de una navegación felicísima de veintisiete días, llegaba a Valparaíso el 1 de enero de 1611. La miseria de la población de este puerto le sorprendió sobremanera. No había allí más que una iglesia techada con paja y algunos galpones para depositar las mercaderías. Al arribo de cada buque, y durante el tiempo de la carga y descarga, se trasladaban de Santiago los oficiales o tesoreros reales para vigilar esta operación y percibir los impuestos debidos a la Corona, lo que daba lugar al contrabando por la falta de vigilancia constante en el puerto. Jaraquemada resolvió que fuese el centro de todo el distrito comarcano, dotándolo de un corregidor especial, y dio este cargo al capitán Pedro de Recalde, antiguo militar y encomendero de fortuna, que se ofreció a construir a sus expensas casas y bodegas para el servicio del comercio14. Al trasladarse a Santiago, el Gobernador se detuvo todavía en Melipilla para visitar el obraje de tejidos de lana que allí se mantenía por cuenta de la Corona.

Estos afanes retardaron su arribo a la capital. Al fin, el 15 de enero era recibido por el Cabildo, y el 17 por la Real Audiencia en el carácter de jefe superior del reino15; y desde entonces se contrajo con toda actividad al desempeño de su cargo. Jaraquemada se vio asediado de informes desfavorables a la administración de sus predecesores; y, aunque observó una conducta circunspecta y prudente, se convenció de que el sometimiento de una gran porción de los indios de guerra, de que García Ramón hablaba al Rey con tanta confianza, era un simple engaño, y llegó a creer que la situación del reino era verdaderamente lastimosa. «Certifico a Vuestra Majestad, escribía con este motivo, que está esto en peor estado que jamás, y que ha sido engaño manifiesto todo lo que se ha asegurado de esta paz, y que quien lo hizo, se debió de ver tan perdido que quiso con esta cautela arrestarlo todo porque con el continuo ejercicio de estos indios y con las victorias que han obtenido, están alentados de manera que casi se vienen a meter por lo que ha quedado de paz».

Bajo el peso de esta convicción, Jaraquemada dispuso que inmediatamente partiese al sur el coronel Pedro Cortés a hacerse cargo del mando del ejército y de la dirección de la guerra; y él se quedó en Santiago ocupado en el despacho de los más urgentes negocios administrativos. Llamó su atención la escasez de caballos para montar sus tropas. Los hacendados de Chile, viéndose frecuentemente despojados de sus caballos por vía de contribución   -16-   de guerra, habían dedicado sus yeguadas a la crianza de mulas, que tenían muy buen expendio en el país para el transporte de mercaderías, y que llevaban también al Perú, en cuyos minerales eran compradas a buen precio. En cambio, habían comenzado a introducirse caballos de las provincias de Cuyo y de Tucumán, pero éstos eran pocos y malos. En 1608, García Ramón había dictado una ordenanza por la cual imponía penas a los que criasen mulas; y en febrero de 1611 Jaraquemada, recordando que era una vergüenza que los españoles careciesen de caballos mientras los indios los tenían en gran abundancia, repitió aquel mandato, reagravando las penas a los que lo desobedeciesen16. Esta ordenanza, característica de las ideas económicas y administrativas de ese tiempo, era en realidad una amenaza a la propiedad de los ganaderos, que de un modo u otro debían seguir contribuyendo con sus caballadas para el equipo del ejército.

Pero entonces los ánimos de los encomenderos y propietarios de Chile estaban preocupados con otro peligro más grave todavía. Sabíase que el Rey, bajo la acción de empeñosas diligencias, de que habremos de hablar más adelante, persistía en la supresión del servicio personal de los indígenas, lo que importaba para los agricultores de Chile la privación de brazos para la explotación de los campos. La alarma era general en todo el reino. En Santiago se celebraba en esos mismos días, el 7 de febrero, un solemne cabildo abierto en que se trató de este importante asunto, y se acordaba elevar nuevas súplicas al Rey para obtener la permanencia del régimen existente. Aunque el cabildo de Santiago tenía acreditado en la Corte con este objetivo al religioso franciscano fray Francisco de Riberos, resolvió darle por compañero a fray Diego de Urbina, creyendo, sin duda, que el carácter sacerdotal de ambos tendría gran peso en las decisiones que tomase el piadoso Felipe III17. Jaraquemada, testigo de esta agitación, comenzó a comprender los peligros de las reformas que preparaba la Corte.




4. Sus campañas militares; la sublevación de los indios pone en peligro la línea fortificada de fronteras

A mediados de febrero, cuando se hubo desembarazado de estas primeras atenciones, el Gobernador partía para Concepción. No encontró obstáculo alguno para recibirse del mando. Merlo de la Fuente parecía deseoso de dejar el gobierno que había desempeñado seis meses, y sin darse por agraviado con la resolución que el Virrey había tomado nombrando a otro Gobernador, se empeñó en dar a éste en un largo memorial todas las instrucciones que podían ponerlo al corriente de las necesidades de la guerra. Durante los meses de otoño, Jaraquemada visitó uno a uno todos los fuertes de la frontera, estudió prolijamente la situación militar, y de vuelta a Concepción, en 1 de mayo de 1611, pudo informar al Rey acerca de aquel estado de cosas con bastante conocimiento de causa18. El Gobernador estaba persuadido   -17-   de que las llamadas paces de los indios eran artificio que no debía engañar a nadie, y que era urgente prepararse para continuar la guerra. En consecuencia, pedía al Rey que a la mayor brevedad le enviase socorros de tropas y de armas.

Los indios, hostigados con las persecuciones que habían sufrido en los meses anteriores, se mostraban tranquilos y pacíficos mientras hacían sus cosechas o se habían retirado más al interior. Por otra parte, las viruelas se habían desarrollado ese año en sus tierras haciendo numerosas víctimas y produciendo por todas partes el terror y el espanto. Sólo en la primavera siguiente se hicieron sentir los síntomas de revuelta y de guerra que cada año dejaban ver la poca estabilidad de la conquista.

Jaraquemada permaneció todo el invierno en Concepción. En los primeros días de diciembre de 1611, cuando hubo reunido su ejército para entrar en campaña, se puso en marcha para Angol. Preparábase para expedicionar en el territorio de Purén, a fin de hacer al enemigo todo el daño posible, cuando supo que en la estancia de Hualqui, al norte del Biobío, habían sido asesinados dos españoles, y más tarde, que se preparaba un levantamiento general de los indios de Talcamávida y Catirai que se consideraban sometidos. El Gobernador se vio forzado a hacer volver una parte de sus tropas para reprimir esta insurrección mandando ahorcar a algunos indios que se creían sus promotores. En Angol, además, se vio obligado a detenerse para castigar a algunos soldados españoles, que después de cometer delitos vergonzosos, preparaban su fuga al campo enemigo19.

El 19 de diciembre se le reunieron en Angol las tropas que a las órdenes de Núñez de Pineda estaban destacadas en la región de la costa. El Gobernador pudo contar con cerca de ochocientos hombres, a cuya cabeza abrió la campaña con todas las precauciones imaginables. Más al sur, el cacique Ainavilu había reconcentrado cerca de seis mil guerreros entre los cuales había muchos venidos de las comarcas de la Imperial, Villarrica y Valdivia. Después de algunas escaramuzas, Jaraquemada sostuvo un reñido combate el 29 de diciembre, y consiguió desorganizar al enemigo sin poder, sin embargo, causarle más grandes daños20. El Gobernador se demoró algunos días en Angol para trasladar de nuevo el fuerte al sitio en que lo había establecido anteriormente García Ramón. Pero en vez de pasar adelante, como había pensado hacerlo ese verano, se vio obligado a volver a las orillas del Biobío, donde la insurrección de los indios había tomado las más alarmantes proporciones.

En efecto, a mediados de febrero de 1612, los indios sorprendieron en una emboscada a doce o catorce soldados españoles del fuerte de Monterrey, y los mataron despiadadamente.   -18-   Repartidas las cabezas de esos infelices en toda la comarca, el alzamiento de los indígenas comenzó a hacerse general, de tal modo que los defensores de los fuertes se vieron encerrados en ellos, sin poder comunicarse entre sí ni prestarse ningún auxilio. En poco tiempo se extendió la alarma por todas partes, y en Concepción, donde no había tropas disponibles para sofocar el levantamiento, el corregidor Diego Simón no halló otro arbitrio que tocar que el pedir auxilios a Santiago. Como debe suponerse, todo esto extendió la confusión y el sobresalto al ver seriamente amenazada la línea fortificada de frontera que hasta entonces había inspirado tanta confianza.

En Santiago se esperaba entonces el arribo de otro Gobernador que por encargo del Rey venía a plantear en Chile un nuevo sistema de guerra. Los auxilios que de aquí se mandasen, no podían dejar de ser tardíos para atajar el alzamiento. Pero el gobernador Jaraquemada, que también tuvo noticia de él, volvió apresuradamente de Angol con sus tropas y comenzó a hacer en esa comarca las campeadas de costumbre en persecución de los indios. Incapaces éstos de resistir en combate franco, se asilaban en los bosques y en las montañas, mientras sus chozas y sus sembrados eran destruidos inexorablemente. En estas operaciones que tan poco resultado daban para obtener la pacificación de los indios, se pasaron los meses del otoño, hasta que Jaraquemada tuvo que entregar el mando a su sucesor21.




5. Alarmas que produce en la Corte la prolongación de la guerra de Chile y los costos que ocasionaba

Sin duda alguna, la situación del reino de Chile había cambiado considerablemente desde aquellos días aciagos que se siguieron a la muerte del gobernador Óñez de Loyola y a la destrucción de las ciudades. Los españoles habían perdido toda la porción del territorio en que se levantaban esas ciudades; pero, en cambio, habían aislado la formidable insurrección de los indígenas y afianzado la paz en todo el resto del país, que estuvo igualmente amenazada en aquellos años funestos. La confianza en la estabilidad de la conquista había renacido de nuevo. Por otra parte, la creación de un ejército permanente, suprimiendo el servicio militar obligatorio para todos los colonos, dejaba a mucha gente en libertad de consagrarse a los trabajos industriales; y el comercio, así como el cultivo de los campos, comenzaban a tomar desarrollo. La institución del situado real para pagar las tropas, que hasta entonces, habían servido sin remuneración alguna, introdujo en el país el dinero circulante, aumentó la riqueza pública y dio mayor vida al comercio. Pero estos progresos simplemente relativos, eran apenas perceptibles para los contemporáneos que sólo comenzaban a gozar de los primeros beneficios de aquella nueva situación.

Más fácil que percibir estos progresos era palpar los inconvenientes y peligros de ese estado de cosas. Las rentas públicas eran todavía casi nulas, de manera que ni siquiera alcanzaban para atender a los gastos más premiosos de la administración civil. El cabildo de Santiago no pudo pagar el costo de las fiestas con que se celebró la instalación de la Real   -19-   Audiencia y el solemne recibimiento del sello real. El situado de doscientos doce mil ducados que por orden del Rey entregaba cada año el tesoro del Perú, bastaba apenas para pagar el ejército y los otros gastos de guerra. Más aún, el soberano había acordado esa subvención con notable resistencia, y en la confianza de que antes de mucho tiempo sería innecesaria. García Ramón había prometido terminar la guerra en tres años. Este plazo había expirado ya, y la situación de Chile comenzaba a inspirar en la Corte la más serías desconfianzas, y a sugerir la idea de intentar un nuevo sistema de guerra que fuese más eficaz y, sobre todo, menos costoso.

Aunque García Ramón no había cesado de representar al Rey las esperanzas que tenía de llevar a término la pacificación definitiva de Chile, los informes que llegaban a la Corte por otros conductos eran mucho menos tranquilizadores. Don Juan de Villela, oidor de la audiencia de Lima y nombrado presidente de la audiencia de Guadalajara, escribía al Rey desde aquella ciudad con fecha de 3 de junio de 1607 para decirle «que después de haberse consumido en la guerra de Chile tan grande suma de gente y de dinero con el objeto de ver el fin de ella tan deseado y procurado, estaba tan a los principios, como si nunca se hubiera puesto mano en ella», y para aconsejarle un cambio radical en el sistema de conquista. El coronel Pedro Cortés, con el prestigio que le daban cuarenta años de buenos servicios en Chile, se dirigía al Rey desde Santiago en 1605 y en 1608 para demostrarle que había sido engañado por los que dieron en la Corte informes contra Alonso de Ribera, porque este capitán era el que había comprendido mejor la manera de pacificar el país.

Otros informes eran todavía más desconsoladores y revelaban males y abusos de la mayor trascendencia. «Puedo certificar a Vuestra Majestad, escribía en febrero de 1610 el veedor general don Francisco Villaseñor y Acuña, que está esta tierra muy trabajosa y de manera que ahora parece que comienza la guerra después de tan copiosos socorros de gente y de dinero como a ella han venido de España y del Perú por mandado de Vuestra Majestad, pues está en balance de perderse todo; y para su reparo sería necesario ponerle de nuevo gobernador que sea soldado y entienda las cosas de guerra, porque, aunque el que al presente la gobierna lo es (García Ramón) no sé si su demasiada edad y poca salud o su mala fortuna son causa de tenerla en el trabajoso estado en que digo, pues al fin de cinco años que ha que la gobierna, se ha ido perdiendo El día de hoy está tan sin fuerza para resistir al enemigo que el año que viene imposiblemente podrá hacer guerra si Vuestra Majestad no se sirve mandar de proveer de cantidad de gente y de dinero para poderla hacer; porque por no haber sabido conservar la que había, que era la cantidad que convenía para acabarla, ha venido a quedar tan imposibilitado como he dicho»22. Y pocos meses más tarde, dando cuenta al Rey del fallecimiento de García Ramón, le decía lo que sigue: «Todo este reino pide al gobernador Alonso de Ribera. Yo de mi parte digo que es la persona más a propósito que se puede buscar para las cosas de esta tierra, así por su mucha experiencia y práctica de soldado como por tenerlas tomado el tiento para caminar con ellas. Desengaño a Vuestra Majestad que el que hubiere de venir a gobernar esta tierra conviene no sea hombre práctico ni baqueano del Perú, porque los que vienen de aquella provincia a ésta traen por escuela el interés, y en esto se ejercitan más que en otra   -20-   cosa. Ultra de que se sigue otro daño y no menor, que como de allá traen obligaciones, atienden a la satisfacción de ellas y no a la de antiguos soldados que sirven en esta tierra, y como esto suele ser por tiempo prestado, llegan bisoños y salen bisoños sin que se saque más fruto que gasto de hacienda, y alargación de guerra. Y, aunque he entendido que al Consejo Real de Indias escriben algunos pareceres de que esta guerra es inacabable, digo que estos tales son los bisoños, y digo más que como el que las gobernase quisiese hacer lo que conviene, no hay guerra en Chile para cuatro años... También suplico a Vuestra Majestad con todo encarecimiento, mande al virrey del Perú que en adelante fuere no envíe criado, deudo ni allegado de su casa a servir a este reino, porque no sirven más que para llevarse lo mejor que hay en él sin que lo trabajen ni lo merezcan»23.

Cualquiera que sea la pasión que se suponga en los autores de estos informes, es lo cierto que la institución del situado, que imponía a la Corona un gravamen tanto más serio cuanto que el estado de su tesoro era sumamente precario, había introducido los más deplorables abusos. Hemos hablado otras veces de la miseria y de los sufrimientos a que estaban reducidos los soldados del ejército español. Cuando llegó el caso de pagarles el sueldo decretado por el Rey, los soldados fueron víctimas de una escandalosa explotación ejercida por algunos de los empleados superiores. Se les cargaba la comida y el vestuario a precios excesivos. «Da lástima, decía un testigo muy autorizado, de que en esta guerra se haya introducido una cosa tan reprobada cuanto digna de remedio, y es que los más que gobiernan en ella, capitanes y soldados, se han vuelto tratantes y pulperos, que el cuidado que habían de tener en mirar por los soldados y sus armas lo ponen en investigar modos y trazas para despojarlos de sus sueldos, revendiéndoles los bastimentos a precios excesivos, porque de sus propias estancias y sementeras, que muchos de ellos las tienen, llevan a los fuertes los carneros, ovejas y demás bastimentos, o los compran para revenderlos por tres veces su valor... De esta manera, la mayor parte del situado, o por mejor decir, todo se viene a consumir entre recatores y tratantes, pues cuando llega de Lima, ya el miserable soldado debe más de lo que tiene ganado de sueldo... Ha podido tanto la codicia, que inventaron para pagar a muchos por libranzas adelantadas, y con la necesidad que se pasa no pagándoselas, les obligan a que las vendan por la mitad o al tercio, comprándoselas por terceros los que más obligación tienen de mirar por ellos. De esta forma, ni los soldados visten, ni calzan, ni comen, pasando miserablemente sin zapatos ni medias, y sobre sí solamente por vestido una manta o pellejo con que andan la mitad descubiertos: y así, no faltaron algunos que apretados por la necesidad se han pasado al enemigo»24.

Tales eran los informes que antes y después de haber tomado una resolución acerca de la guerra de Chile llegaban a los oídos del virrey del Perú y del rey de España. Contra todas las esperanzas que se habían concebido de ver terminada la pacificación en pocos años, mediante los sacrificios de dinero que se había impuesto la corona, la guerra se prolongaba indefinidamente, y el situado mismo se había convertido en un objeto de explotación y de   -21-   comercio. No era extraño que ante una situación semejante se pensase en hallarle un remedio efectivo y radical.




6. Los jesuitas y la supresión del servicio personal de los indígenas

Tanto en la corte de los virreyes como en la corte del rey de España se había tratado en muchas ocasiones de este negocio. Desde tiempo atrás se había sostenido que las crueldades ejercidas por los españoles sobre los prisioneros y el mal tratamiento dado a los indios de encomienda, eran la causa de la prolongación de la guerra. Como se recordará, el Rey había dictado y repetido las más terminantes ordenanzas para suprimir el servicio personal de los indígenas, y los tres últimos virreyes del Perú habían demostrado el mayor empeño en que se cumpliesen esas ordenanzas.

Se saben los motivos que se habían opuesto a la ejecución de esta reforma. Los encomenderos de Chile comprendían que la supresión del servicio personal de los indígenas iba a privarlos de brazos para la explotación de sus estancias, y que los escasos beneficios de sus industrias no les permitían comprar esclavos africanos ni tener trabajadores asalariados. En cambio, los padres jesuitas que habían adquirido gran influencia en el país, y que comenzaban a poseer por legados y donaciones extensas propiedades rurales, se habían declarado abiertos adversarios del servicio personal, predicaban contra él y pedían con la mayor instancia que se cumpliesen las órdenes del Rey. Pero los padres jesuitas se hallaban en mejor situación que los encomenderos para proporcionarse trabajadores. En los primeros días de marzo de 1608 llegaba a Santiago el padre provincial Diego de Torres, y hacía celebrar en esta ciudad, con asistencia de diez religiosos, una congregación de la orden, en la cual se sancionaba entre otros el siguiente acuerdo: «Que se pida facultad al padre general para que el procurador de esta provincia negocie en la corte de España licencia de S.M.C. para comprar algunos negros esclavos, que labren los campos de nuestro colegio de Santiago de Chile, porque los indios yanaconas de este reino, de que hasta ahora se ha servido, están mandados eximir del servicio personal por cédula de Su Majestad, bien que hasta ahora no se ha ejecutado por razones que se han alegado a los ministros reales para que la suspendiesen hasta hacer al Rey nuestro señor consulta»25. De manera que, según la teología acomodaticia de los padres jesuitas, era un grave pecado tener indios de encomienda y de servicio, pero no lo era el tener esclavos negros, por más que éstos estuviesen, como se sabe, sometidos a un régimen legal mucho más riguroso que todas las ordenanzas dictadas sobre el trato de los indios.

Para reforzar sus predicaciones con el ejemplo práctico de su conducta, el padre Torres sancionó, con fecha de 28 de abril de 1608, un auto por el cual se suprimía el servicio   -22-   personal de los indígenas en las estancias y casas de la Compañía «en cuanto se publiquen las cédulas del Rey, que será presto», decía aquel documento. Mientras tanto, y hasta que llegase el caso de poner en ejecución los mandatos del Rey, el padre provincial disponía que a los indios de sus estancias se les dieren ciertos auxilios para mejorar su condición y en pago de los servicios que prestaban. Aunque la concesión hecha en esta forma era absolutamente ilusoria, puesto que la libertad de los indios sólo debía tener efecto el día en que todos los encomenderos estuviesen obligados a someterse a una ley de carácter general, produjo inmediatamente grandes beneficios a la Compañía. «Para que se conociese cuán agradable había sido a Nuestro Señor la disposición del padre provincial, dice el más prolijo historiador de la orden, el mismo día que dispuso la libertad de los indios, le envió Dios caudal con que el colegio pudiese pagarles sus salarios»26.

Pero los encomenderos que no recibían donaciones análogas para resarcirse de los perjuicios que debía causarles la supresión del servicio personal de los indígenas, continuaron oponiéndose a esta reforma con la más resuelta energía. Hemos contado que la misma Real Audiencia, que trajo a Chile el encargo de hacer cumplir las cédulas reales, tuvo que desistir de sus intentos y que dictar una medida conciliatoria que en realidad importaba el desobedecimiento de las órdenes del Rey27. Más tarde, cuando volvió a tratarse del mismo negocio, renacieron las dificultades y resistencias, y los vecinos encomenderos de Chile desplegaron la misma energía en defensa de sus intereses.




7. El virrey del Perú propone que se plantee en Chile la guerra defensiva y envía a España al padre Luis de Valdivia a sostener este proyecto

Mientras tanto, el padre Luis de Valdivia, el más decidido adversario del servicio personal de los indígenas, seguía trabajando empeñosamente en el Perú y en España para obtener su abrogación. Después de acompañar a García Ramón en los primeros meses de su gobierno, había vuelto al Perú en mayo de 160628 a dar cuenta al Vir rey del resultado de la comisión que le había confiado de estudiar la situación de Chile y de contribuir a plantear un nuevo orden en la conquista y pacificación. El padre Valdivia, que había visto por sí mismo la tenacidad incontrastable de los indios de guerra, y el ningún caso que hacían de las órdenes del Rey y de la paz que en su nombre se les ofrecía, se mostraba, sin embargo, profundamente convencido de que la supresión del servicio personal de los indígenas, la suspensión de los rigores y crueldades de la guerra, y el empleo de las misiones religiosas habían de convertir a esos bárbaros en hombres mansos y dóciles, aptos para recibir una civilización y un orden de gobierno para los cuales no estaban preparados y que rechazaban con la más   -23-   porfiada energía. Sus ilusiones a este respecto eran tales, que parecía creer que la paz aparente que García Ramón había impuesto a los indios de la costa de Arauco y Paicaví, era la obra de sus predicaciones y de sus esfuerzos29.

Cuando el padre Valdivia llegó a Lima, acababa de morir el conde de Monterrey, y el gobierno vacante del virreinato corría a cargo de la Real Audiencia. Teniendo que esperar allí el arribo del nuevo Virrey, el padre Valdivia se ocupó en publicar su gramática y su vocabulario de la lengua chilena para la enseñanza de los misioneros que debían venir a este país30. Sólo en diciembre de 1607 entraba a Lima el nuevo virrey marqués de Montes Claros, y pudo el padre Valdivia dar principio a sus trabajos.

Llegaba este funcionario perfectamente preparado para aceptar la reforma que se trataba de introducir en la dirección de la guerra de Chile. Venía de la Nueva España, que acababa de gobernar, y sabía que algunas tribus semicivilizadas de México habían depuesto las armas y dado la paz a los conquistadores españoles bajo la garantía de tratarlas benignamente. El marqués de Montes Claros creía que los indios de Chile se hallaban en una condición idéntica, y que un trato semejante debía producir iguales resultados. El padre Valdivia, que había residido largo tiempo en este país, y que conocía a sus habitantes, sus costumbres y su lengua, contribuyó con sus informes a afianzarlo en este error.

Sin embargo, el Virrey no se atrevió por sí solo a tomar una determinación en tan grave asunto. Pidió parecer al gobernador de Chile Alonso García Ramón, exponiéndole el proyecto que tenía de cambiar radicalmente el sistema de guerra que se hacía a los indios, reduciéndola a puramente defensiva. García Ramón no era hombre que pudiera rebatir de una manera clara y convincente aquellos proyectos; pero conocía bastante el país, y pudo dar su opinión con la experiencia recogida en largos años de guerra y de gobierno. Según él, los indios de Chile no se someterían jamás por los medios pacíficos; y los tratos y convenciones que con ellos se hiciesen para llegar a este resultado, serían siempre absolutamente infructuosos, como lo habían sido hasta entonces, desde que por su barbarie, esos indios eran incapaces de darles cumplimiento ni de apreciar los beneficios de la paz. La designación de una línea divisoria más allá de la cual se dejase a los indios vivir en paz, sin hacerles guerra, y esperando que quisieran someterse, no haría más, a juicio del Gobernador, que enorgullecerlos permitiéndoles comprender que los españoles no tenían fuerzas para continuar la conquista, y envalentonarlos para venir a atacar a estos últimos en sus tierras y en sus ciudades. García Ramón sostenía, además, que era inútil pensar en convertir esos indios al cristianismo, y que los esfuerzos que se hiciesen en este sentido, no darían fruto alguno. Todo hacía creer que, a pesar de estos informes, el Virrey habría de decidirse por el sistema que recomendaba el padre Valdivia. Temiendo que así sucediera, García Ramón dispuso   -24-   que su propio secretario, el capitán Lorenzo del Salto, partiese para España a sostener en la Corte, como apoderado del reino de Chile, el mantenimiento de la guerra enérgica y eficaz contra los indios.

El marqués de Montes Claros, en efecto, estaba resueltamente inclinado por el sistema opuesto. En su correspondencia al rey de España combatía con calor las opiniones del gobernador de Chile; pero como no se creyese autorizado para tomar por sí mismo una resolución definitiva en tan grave negocio, determinó enviar todos los antecedentes al rey de España, y hacer que el padre Valdivia y el capitán Lorenzo del Salto, que acababa de llegar a Lima, fuesen a defender en la Corte sus respectivos pareceres. «El padre Luis de Valdivia, escribía el Virrey, tiene mucha inteligencia de todas aquellas provincias, por haber administrado en ellas la doctrina con mucha edificación y buen nombre; y porque me parece que esta causa pide relación más particular que la que se puede hacer por escrito, habiéndole comunicado mis motivos, le envío y suplico a Vuestra Majestad le oiga, y cuando la materia esté resuelta, le mande volver, porque será necesario para efectos importantes de su servicio. El gobernador de Chile envía por su parte al capitán Lorenzo del Salto, y como en la materia va tanto, es muy justo que todos sean admitidos y que Vuestra Majestad mande digan lo que sienten sobre ella»31. Ambos comisionados partieron del Callao el 30 de marzo de 1609.




8. Después de largas deliberaciones, el Consejo de Indias aprueba este plan, y el soberano autoriza al virrey del Perú para que lo ponga en ejecución

Después de seis meses de viaje, llegaban a Sevilla a fines de septiembre de 1609, y sin pérdida de tiempo se trasladaban a la Corte para dar principio a sus gestiones. Creían, sin duda, despacharse en corto plazo, vista la gravedad del negocio que los ocupaba y las premiosas recomendaciones de que iban acompañados. Pero el gobierno español tenía en ese momento entre manos un asunto que atraía toda su atención. Estaba empeñado en la expulsión de los moriscos de toda España, y esta medida absurda, que había de precipitar la ruina de la industria de la metrópoli, era estimulada por el fanatismo religioso, se la consideraba el más grande de los beneficios que el Rey podía hacer a su pueblo, y tenía preocupados a todos los espíritus. Los comisionados que iban de América a tratar de la guerra de Chile, pasaron algunos meses en la Corte sin hallar quien quisiera oírlos. Sólo a principios de 1610 pudieron presentar sus memoriales a la Junta o Consejo de Guerra de Indias, encargada de dictaminar sobre este negocio.

El capitán Lorenzo del Salto tenía allí un protector decidido. Era éste don Alonso de Sotomayor, antiguo gobernador de Chile, amigo de García Ramón, y partidario resuelto de la guerra enérgica contra los indios32. En los consejos de gobierno se le reconocía una gran   -25-   competencia en todo lo que se refería a los negocios de Indias y en especial de los de Chile. En 1607, apenas se había incorporado en la junta de guerra, su parecer había sido decisivo para decretar la esclavitud de los indios que se tomasen con las armas en la mano33. Ahora iba a sostener con la misma decisión que se continuasen las operaciones militares, y que para ello se socorriese al ejército de Chile, y a combatir los proyectos quiméricos de los que creían posible consumar la conquista definitiva de este país por los medios pacíficos. En las primeras deliberaciones de la junta de guerra, la opinión de Sotomayor fue oída con respeto, y se tomó nota de las razones que daba para que fuese rechazado el proyecto de sus adversarios34. Pero don Alonso falleció en los primeros días de mayo de 161035, y desde entonces la causa que sostenía Lorenzo del Salto perdió su más decidido y poderoso defensor.

El padre Valdivia, por su parte, tenía muchos y muy ardorosos protectores. Un hermano suyo llamado Alonso Núñez de Valdivia, era secretario del Consejo de Hacienda, y poseía en la Corte relaciones y parientes de influencia. Pero aparte de estas influencias de familia, el padre Valdivia tenía en su carácter sacerdotal, un elemento mucho más poderoso de prestigio y de poder. España, en plena decadencia, se hallaba entonces dirigida en todos sus negocios por clérigos y frailes que ejercían un predominio absoluto sobre el ánimo apocado de su inepto soberano, y sobre los consejos de gobierno. La Corte vivía en medio de fiestas religiosas, de viajes a las provincias para visitar un santuario, ganar un jubileo o inaugurar un nuevo monasterio. Cada día se contaba la historia de un nuevo milagro ocurrido en tal o cual ciudad, las profecías hechas por un monje sobre la suerte que estaba reservada a la monarquía o la presencia de los demonios en un convento de Valencia, donde se entretenían   -26-   en mortificar a los frailes36. Los jesuitas, mantenidos a cierta distancia del poder bajo el anterior gobierno, habían cobrado gran valimiento en el reinado de Felipe III, se sobreponían artificiosamente a las otras órdenes, y tomaban una parte principal en la dirección de los negocios públicos37. En sus hermanos de religión hallaba el padre Valdivia su más poderoso apoyo.

Pero, al mismo tiempo había otras consideraciones que favorecían su causa. Era un hecho incuestionable que después de más de medio siglo de constante batallar, y de sacrificios de vidas y de gastos considerables, la guerra de Chile, lejos de dar los resultados que se esperaban, había producido los más deplorables desastres, la ruina de varias ciudades, el abandono de una gran porción de territorio de que antes se habían enseñoreado los españoles, la humillación militar de éstos y la pujanza de sus bárbaros enemigos. El padre Valdivia defendía un nuevo plan de conquista que consideraba más humano, más práctico y menos costoso. Según él, se debía dejar a los indios en pacífica posesión de su territorio, no emplear el ejército sino para impedirles que ejecutaran correrías y depredaciones fuera de la línea que se fijase como frontera, y tratar de reducirlos a vivir en paz y a someterse al dominio español, por los medios de la suavidad y la persuasión, predicándoles la religión cristiana y haciéndoles conocer los beneficios de la vida civilizada. A juzgar por los escritos que nos ha dejado, el padre Valdivia no poseía una elocuencia muy persuasiva; pero en Madrid tenía una gran ventaja sobre los que pretendieran impugnar sus proyectos, y era la experiencia adquirida en cerca de diez años de residencia en Chile, el conocer personalmente a los indios que sostenían la guerra contra los españoles y el poder referir las conversiones que pretendía haber hecho entre esos bárbaros mediante la predicación religiosa. Apoyándose en esta experiencia, él sostenía que esos indios, feroces e intratables cuando se les atacaba a mano armada, eran mansos, humanos y dóciles ante los medios de suavidad y de persuasión. No debe extrañarse que los que no conocían las condiciones de los salvajes, su incapacidad moral para apreciar los beneficios de la paz, de la civilización y de una vida arreglada a un sistema regular de gobierno, creyesen las relaciones que hacía el padre Valdivia y aun tuviesen fe en los frutos que podían recogerse con el sistema de conquista que defendía.

Después de largas deliberaciones, la Junta de Guerra acordaba a fines de mayo de 1610 que se ensayara en Chile por tres o cuatro años el sistema de guerra defensiva que se proponía. El Rey prestó su aprobación a este acuerdo, pero dando al virrey del Perú, como el funcionario encargado de ejecutarlo, la facultad de hacerlo reconsiderar en Lima por las personas más competentes en la materia, y mandar o no cumplirlo según pareciere más   -27-   conveniente. Pasose entonces a tratar de los medios de llevar a cabo esta reforma. La Junta de Guerra propuso con fecha de 2 de junio, que el padre Valdivia volviese a Chile, como lo proponía el virrey del Perú, «por ser, decía aquella corporación, el instrumento principal para disponer los medios de la paz y doctrina de aquellos indios». Pero convenía revestirlo de un título y de un carácter que le diese autoridad y prestigio. En esa época el obispado de Concepción (o de la Imperial, como entonces se decía) estaba vacante por promoción de don fray Reginaldo Lizarraga a la sede del Paraguay. El Rey, autorizado para ello por el Papa, había encomendado el gobierno de aquella diócesis al obispo de Santiago don fray Juan Pérez de Espinoza. La Junta de Guerra creyó que convenía escribir a este Obispo mandándole que confiase al padre Valdivia el gobierno espiritual de los pueblos que quedaban en pie en la diócesis de la Imperial. El Rey, sin embargo, no aprobó este dictamen. A la consulta de la Junta de Guerra contestó «que lo que se hubiese de escribir al obispo de Santiago no fuese con orden precisa, sino diciéndole que aquello ha parecido a propósito, y así se lo hace saber para que si no hallare inconveniente lo haga o lo que más viere convenir». Fue inútil que la Junta insistiera en representación de 14 de agosto, con nuevas razones, en la necesidad de que el padre Valdivia volviese a Chile provisto de órdenes imperativas para que el obispo de Santiago no pudiera negarse a revestirlo de los poderes indispensables para ejercer el gobierno espiritual en la diócesis de Concepción. El Rey puso por toda resolución al pie de esta nueva solicitud, las palabras textuales que siguen: «Hágase lo que tengo mandado, y la carta vaya muy apretada, pero conforme a lo resuelto»38.

A pesar de esta negativa, el Rey se mostró solícito por favorecer los aprestos para aquella empresa. El padre Valdivia había elegido en Madrid ocho religiosos jesuitas y dos hermanos coadjutores para que lo acompañasen en sus trabajos39. Aunque éstos debían hacer el viaje a expensas del Estado, el Rey mandó entregarles mil novecientos ducados para sus preparativos personales, y ordenó al virrey del Perú que en Lima les proporcionase lo que necesitaran para llegar a Chile. Felipe III solicitó, además, y obtuvo del papa Paulo V grandes indulgencias para los que, de un modo u otro, y hasta con sus oraciones, ayudasen a la pacificación de los indios de Chile por los medios de la suavidad y de la persuasión40. El piadoso monarca, a pesar de los desastres que por todas partes comenzaban a sufrir las   -28-   armas españolas, siempre favorecidas por esta clase de gracias espirituales, persistía en creer que las indulgencias de los papas eran más eficaces que la mejor artillería.

El padre Valdivia, entretanto, hacía empeñosamente sus aprestos para el viaje. El padre Claudio Aquaviva, general de la Compañía de Jesús, había aprobado la empresa de la cual se esperaba gran gloria, y había revestido a aquél de latos poderes. Pero existía siempre una dificultad que mantenía perplejo al padre Valdivia, y era el temor de las resistencias que podía hallar en el gobernador de Chile y en el obispo de Santiago. En ese tiempo habían llegado nuevas comunicaciones del virrey del Perú en que, insistiendo en la conveniencia de plantear cuanto antes el nuevo sistema de guerra, recomendaba con mayor instancia que se proveyese al padre Valdivia de las más amplias facultades, y aconsejaba que se le diese el obispado vacante de Concepción.

La recomendación del Virrey debía tener, según parecía, un gran peso en el ánimo del soberano. El padre Valdivia lo creyó así, y con fecha de 28 de noviembre de 1610 elevó una nueva representación al Rey, y otra al presidente del Consejo de Indias. Manifestaba al primero que la empresa podía fracasar y perderse los gastos hechos, si él no era revestido de más amplios poderes, porque el obispo de Santiago, libre de hacer su voluntad, podía colocar en los pueblos de la diócesis de Concepción curas y misioneros extraños a la Compañía de Jesús, que no estuviesen animados del mismo espíritu, y que contrariasen sus trabajos imponiendo gravámenes y contribuciones a los indios recién convertidos. En su representación al presidente del Consejo de Indias, el padre Valdivia era todavía más franco y explícito. Referíale que por las comunicaciones que había recibido del provincial de los jesuitas de Chile, sabía que el obispo de Santiago era desfavorable a la Compañía, y que en una situación semejante, y ante las dificultades en que iba a verse envuelto en el desempeño de su misión, sería mejor que se la confiasen a los padres franciscanos, si él no había de tener la suma necesaria de poderes para obrar con cierta independencia y sin las trabas que pudieran suscitarle. A pesar de las influencias que en todo sentido debieron tocar los padres jesuitas, el Rey y el Consejo de Indias, se mantuvieron inflexibles. En acuerdo de 9 de diciembre resolvió éste que no convenía dar al padre Valdivia el cargo de Obispo, que este título debía serle embarazoso en el ejercicio de sus funciones, y que se cumpliera sólo lo que estaba anteriormente acordado41. El Rey, por su parte, dirigía al padre Valdivia con fecha de 8 de diciembre, una carta en que sin entrar en muchos pormenores sobre la latitud de sus poderes, le encargaba que se sometiera en el desempeño de su misión a las órdenes e instrucciones que le dieran el virrey del Perú y el obispo de Santiago, a quienes se había escrito sobre el particular42. Estas terminantes resoluciones pusieron término definitivo a las gestiones del padre Valdivia y de los suyos para obtener ampliación de facultades.

Según la determinación del soberano, era el virrey del Perú el que en último resultado debía decidir si se adoptaba o no el plan de guerra defensiva. Pero como éste era quien lo había propuesto, y como había mostrado tanto empeño en que se llevase a cabo, casi no   -29-   cabía lugar a duda acerca de su resolución. Felipe III, creyéndolo así, firmó una carta dirigida a los «caciques, capitanes, toquis e indios principales de las provincias de Chile». En ella les hacía saber la decisión que había tomado acerca de la guerra, su deseo de hacer cesar las hostilidades, su interés porque abrazasen el cristianismo para la salvación de sus almas, y la misión de paz que había confiado al padre Valdivia. «Os ruego y encargo, les decía, le oigáis muy atentamente y deis entero crédito a lo que dijere acerca de esto, que todo lo que él os tratare y ofreciere de mi parte tocante a vuestro buen tratamiento y alivio del servicio personal y de las demás vejaciones, se os guardará y cumplirá puntualmente, de manera que conozcáis cuan bien os está el vivir quietos y pacíficos en vuestras tierras, debajo de mi corona y protección real, como lo están los indios del Perú y otras partes, perdonándoos todas las culpas y delitos que en la prosecución de tantos años de rebelión habéis cometido, así a vosotros como a los mestizos, morenos, soldados españoles fugitivos y otras cualesquier personas que se han ido a vivir entre los que estáis de guerra»43. Esta carta, inspirada por el padre Valdivia, deja ver que cualquiera que pudiese ser la rectitud de sus intenciones, su criterio era muy poco seguro. Casi no se comprende que un hombre que había conocido personalmente a los indios de Chile, y que habría debido apreciar las condiciones de su estado moral e intelectual, pudiese creer la buena fe que las promesas y halagos del Rey tendrían la menor influencia para inducirlos a la paz.

Desde que la Junta de Guerra se pronunció en Madrid por la guerra defensiva, se creyó que era necesario nombrar un nuevo Gobernador para el reino de Chile. García Ramón, cuya muerte ocurría en Concepción en esa misma época (5 de agosto de 1610), estaba absolutamente desconceptuado. Se le acusaba de incapacidad para el gobierno, y se decía que su edad y sus achaques lo hacían enteramente inútil. El padre Valdivia, por su parte, se empeñaba en demostrar que a esos inconvenientes debía agregarse el que era enemigo decidido de la guerra defensiva, y que por esto mismo había de poner obstáculos a la reforma. El capitán Lorenzo del Salto hizo esfuerzos desesperados para defenderlo. Sostenía que García Ramón, aunque anciano, conservaba su energía y su actividad, y que había prestado buenos servicios y adelantado la conquista44. Todo lo que pudo conseguir fue que se le reconociese el derecho de seguir gozando el sueldo de gobernador hasta el fin de sus días.

Mientras tanto, las cartas que llegaban de Chile recomendaban con instancia a Alonso de Ribera, y el mismo padre Valdivia designaba a éste como un hombre prestigioso por sus antiguos servicios y muy adecuado para poner en planta el nuevo sistema de guerra. Durante su primer gobierno, Ribera, en efecto, había cultivado buenas relaciones con los jesuitas de Chile, y la circunstancia de que un hermano de su esposa fuese religioso de la Compañía, daba motivos para que se creyera generalmente que en todo caso sería deferente a esta institución45. Pero el padre Valdivia demostraba el más absoluto desconocimiento del corazón   -30-   humano cuando creía que el impetuoso capitán había de secundar largo tiempo sus proyectos. En realidad, habría sido imposible hallar un hombre menos a propósito que Alonso de Ribera para someterse a la ejecución del plan de la llamada guerra defensiva; y la experiencia vino a demostrar en breve cuánto se había engañado en sus previsiones el candoroso jesuita. Los consejeros del Rey, obedeciendo, sin duda, a otros motivos, creyendo quizá que no convenía reponer en el gobierno de Chile a un hombre que había sido destituido poco antes, y al cual se le hacían numerosas acusaciones, resistieron por algún tiempo a estas exigencias. Al fin, el 23 de febrero de 1611, el Rey firmaba el nombramiento de gobernador de Chile en favor de Ribera. Junto con ese nombramiento, le dirigió una carta en que después de decirle que su elección era debida a las recomendaciones del padre Valdivia y de otros religiosos, le mandaba que cooperase por todos medios a ejecutar las órdenes del virrey del Perú para la planteación del nuevo sistema de guerra46.




9. El Virrey, después de nuevas consultas, decreta la guerra defensiva y manda a Chile al padre Valdivia

Terminados estos arreglos, el padre Valdivia y sus compañeros partían de España en los primeros días de abril de 1611 en la flota real que salía para las Indias47. Llegaron a Lima a mediados de noviembre, y sin tardanza dieron principio a sus trabajos. El Virrey, lleno de fe y de confianza en los resultados que debía producir la guerra defensiva, mandó publicar las indulgencias que el Papa había concedido a los que se interesasen en esta empresa. Él, sus consejeros y los vecinos más caracterizados de la ciudad, se confesaron y comulgaron para ganar aquellas gracias espirituales y tener al cielo propicio en los acuerdos que iban a tomarse. El 22 de noviembre, cuando se hubieron terminado estos preparativos, celebró la primera consulta. Concurrieron a ella los oidores de la Audiencia, los prelados de las órdenes religiosas, cuatro militares y otras personas graves y consideradas, hasta completar veinte individuos. La opinión de todos fue unánime en favor del nuevo sistema de guerra; y, aunque había que allanar diversas dificultades en los medios que debían escojitarse para la ejecución del proyecto, todo quedó definitivamente sancionado después de dos largas sesiones.

Aunque el Virrey había abierto aquella junta haciendo leer los documentos que habían dado origen a esta reforma, es cierto que en ella no habían tenido representación las ciudades de Chile, ni los militares que hacían la guerra en este país, y que, en definitiva, eran los   -31-   más competentes para dar su parecer sobre la materia. Pero en esas circunstancias llegaba de Chile fray Jerónimo de Hinojosa, religioso dominicano de gran prestigio, que había acompañado a García Ramón en sus campañas militares, y a quien éste recomendaba ante el Rey como digno de ocupar el obispado vacante de Concepción. El padre Hinojosa llegaba a Lima como apoderado de las ciudades de Chile para representar los peligros que envolvía la guerra defensiva y la supresión del servicio personal de los indígenas. El Virrey, por un acto de deferencia a la persona de este religioso y para dar mayor prestigio a los acuerdos de aquella junta, la convocó nuevamente. El padre Hinojosa se encontró solo y aislado: sus argumentos buenos o malos, no pudieron convencer a nadie, y al fin tuvo que ceder ante la opinión de la mayoría o, más propiamente, de todos los miembros de la asamblea48.

Celebrados estos acuerdos, el Virrey hizo publicar y circular un pequeño opúsculo en que estaban anotadas las razones en que se fundaba el nuevo sistema de guerra que había de plantearse en Chile. La primera y la que se creía la más fundamental, era la unanimidad de pareceres con que tanto en Madrid como en Lima se había aprobado la reforma; pero el padre Valdivia, que indudablemente fue el autor de ese escrito, cuidó de agrupar todos los argumentos que en favor de ese sistema se habían hecho valer en este largo debate. «Consta, decía al terminar, que se ha oído todo lo que dicen los de Chile; y todas cuantas personas hay en Lima venidas de Chile, capitanes, clérigos y religiosos, sienten por muy acertado lo que se hace, diciendo que no se ha entendido bien allá lo que se ha resuelto, y que en entendiéndolo, todos alzaran las manos al cielo viendo cuán bien les está»49. Ya veremos que lejos de ser cierto el hecho aseverado, la guerra defensiva iba a ser condenada por todos en el reino de Chile.

El Virrey expidió enseguida y en nombre de Felipe III que lo autorizaba para ello, una serie de ordenanzas y de decretos para hacer efectiva la reforma. Dio al padre Valdivia el título de visitador general de las provincias de Chile, y mandó que el Gobernador y la Real Audiencia secundasen su acción en todo lo que se relacionaba con el desempeño de su   -32-   encargo. Publicó el indulto incondicional y absoluto de todos los indios que en Chile hubiesen hecho armas contra el Rey, cualesquiera que fueran sus crímenes y delitos. Dispuso que se fijase el río Biobío como límite fronterizo entre las posesiones de los españoles y de los indios, destruyendo los fuertes que se hubiesen fundado en el territorio de éstos y retirando sus guarniciones, si bien en la región de la costa podrían conservarse los de Arauco y Lebu para la defensa de los indios amigos de esa región. Dictó, además, diversas providencias para regularizar la administración militar y para impedir los negocios fraudulentos que se hacían en la provisión de los soldados. Por último, derogó la real cédula que declaraba esclavos a los indios prisioneros que se tomasen en la guerra, y mandó que los que se hallaban en Lima para ser vendidos como tales esclavos, fueran restituidos a la libertad50. El padre Valdivia pudo tomar algunos de esos indios para traerlos a Chile. En los primeros días de abril de 1612 estuvo todo pronto para la partida.

Aunque el Virrey se había mostrado deferente al padre Valdivia en todos estos aprestos, se suscitaron entre ellos dificultades que pudieron tener graves resultados. Sin duda, este último reclamaba en Lima la concesión de algunas atribuciones que el Virrey no creyó conveniente acordarle «por no ser conformes a su profesión ni al fin espiritual a que era enviado». Con fecha de 1 de marzo, el padre Valdivia pedía en un memorial que se le exonerase de la comisión que le había confiado el Rey, y que «la encargue, decía, a otra persona que con más proporción y menos defectos pueda acudir a ella». El Virrey debió sentirse molesto con esta renuncia. La retuvo en su poder veintiocho días sin proveerla; y, aunque entonces, al firmar el nombramiento de visitador, se la devolvió en términos lisonjeros, dejándose traslucir en todo esto algún desabrimiento en sus relaciones con el padre Valdivia.




10. Desaprobación general que halla en Chile esta reforma

Mientras tanto, en Chile reinaba la mayor alarma y la mayor consternación. Al paso que los encomenderos, como hemos contado más atrás, se inquietaban por la supresión del servicio personal de los indígenas que iba a privarlos de trabajadores para sus campos, los capitanes del ejército y los encargados del gobierno veían en la guerra defensiva una humillación indeleble para las armas españolas, y el origen de una situación sembrada de peligros de todo orden. García Ramón no había cesado de representar al Rey los inconvenientes del proyecto del virrey del Perú, y sus sucesores fueron más explícitos todavía desde que conocieron la verdadera situación del país.

El doctor Merlo de la Fuente, en todas las cartas que escribió al Rey durante su gobierno de seis meses, se había pronunciado enérgicamente contra la guerra defensiva; y en 1611, cuando dejó el mando y cuando pedía al soberano que le concediera su retiro para pasar en paz los últimos años de su vida, refundía sus opiniones sobre la materia en los términos siguientes: «Por todas las cartas que he escrito a Vuestra Majestad, habiendo antes tenido noticia cómo a petición y solicitud del padre Luis de Valdivia, de la Compañía de Jesús, Vuestra Majestad se había   -33-   servido mandar que la guerra de este reino se atajase por la ribera del Biobío, considerando los evidentes daños que de esto se esperan y con el celo que siempre he tenido del mayor servicio de Vuestra Majestad, he suplicado y suplico por ésta se sirva tener por cierto que haciéndose el dicho tajo no servirá de más que de perdimiento de hacienda de Vuestra Majestad y de las vidas y honras de los estantes en estas provincias, porque el río Biobío, aunque caudaloso, el más tiempo del año tiene vados abiertos y se pasa sin riesgo en mil partes; y no haciéndose de nuestra parte guerra a los indios, nos la harán ellos tan cruel como se verá, y los demás indios que ahora tenemos por amigos, no haciendo nosotros guerra a los rebeldes mientras ellos nos la hacen, se pasarán todos con ellos. Demás de esto, en desamparar los fuertes que tenemos al otro lado de ese río, se pierde mucha reputación. Tengo por cosa de sueño imaginar que estos indios tan rebeldes y traidores, hayan virtud y abracen nuestra ley. Y el ejemplo de esto está en la mano, por la cruda guerra que nos han hecho, y procuran hacer y, sin embargo, de ser muchos de ellos cristianos, han hecho tantas abominaciones y sacrilegios que no se pueden referir sin notable sentimiento y desconsuelo, y no hay en ellos más memoria de cristiandad que si nunca la hubieran abrazado y tenido, ni fueran cristianos bautizados. Para que estos rebeldes vengan a gozar de este bien de ser cristianos, ha de ser por fuerza de armas»51.

El gobernador Juan de la Jaraquemada, hechura del virrey del Perú, y que, sin duda, tenía al llegar a Chile las mismas ideas de este alto funcionario acerca de la guerra, acabó por comprender que aquel proyecto era no sólo irrealizable sino que su ensayo podría producir los mayores males. Al terminar el año en que desempeñó el gobierno, escribía al Rey las palabras que siguen: «Hartas voces he dado a Vuestra Majestad y al virrey del Perú sobre esta causa, y ahora vuelvo a referir y digo que cuando no hubiese hecho otro servicio en este reino a Vuestra Majestad más de haber desentrañado este pensamiento del padre Valdivia, es y se puede tener por muy señalado y particular, por ser uno de los mayores engaños que se pueden pensar, y el más cierto camino para acabarlo de destruir y arruinar todo... No ha llegado (el padre Valdivia), agrega, que lo deseo para darle a entender que le hubiera estado más a cuenta estarse en su celda que meterse a arbitrar cosas de guerra y el error en que está, lo cual sienten todos los de este reino, sin que haya un parecer en contrario. Y yo, por la experiencia que tengo de sus cosas, me conformo con él. Con lo cual y con haber hecho yo las diligencias que Vuestra Majestad entenderá sobre este particular, y dicho lo que he sentido, me parece que he cumplido bastantemente con la obligación que tengo de su criado. Por lo que debo a tal, no me excusaré de hallarme presente con el nuevo Gobernador en las juntas que se hicieren sobre el caso, procurando como es justo que se desmenuce hasta la quinta esencia, que yo tengo por tan gran soldado a Alonso de Ribera y tan entendido en las cosas de esta guerra, que verá lo que conviene al servicio de Vuestra Majestad y como lo dicen todos, y se desoirá de semejantes abusos como los del padre Valdivia»52.

A no caber duda, Jaraquemada tenía plena razón en algunas de sus apreciaciones. Era cierto que la guerra defensiva estaba fundada en un engaño intencional o de ilusión, que todos los pobladores de Chile, por un motivo o por otro, estaban contra ella, y que Alonso de Ribera era el llamado a impedir y a reparar los daños que ella podía traer.





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