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Capítulo III

Segundo gobierno de Alonso de Ribera; continuación de la guerra defensiva. Los holandeses en el Pacífico (1613-1615)


1. Desaparece la armonía entre el gobernador Ribera y el padre Valdivia. 2. Continuación de la guerra defensiva: frecuentes irrupciones de los indios. 3. El Gobernador y el padre visitador sostienen ante el Rey sus sistemas respectivos de guerra. 4. Felipe III manda que se lleve adelante la guerra defensiva. 5. Sale de Holanda una escuadrilla bajo el mando de Jorge van Spilberg para el Pacífico. 6. Aprestos que se hacen en Chile y el Perú para combatir a los holandeses. 7. Campaña de Van Spilberg en las costas de Chile. 8. Sus triunfos en las costas del Perú y fin de su expedición.



1. Desaparece la armonía entre el gobernador Ribera y el padre Valdivia

Durante cerca de un año entero fueron más o menos cordiales las relaciones entre Alonso de Ribera y el padre Luis de Valdivia. Por más que el primero no aprobara muchas de las medidas dictadas por el padre visitador, las había hecho cumplir puntualmente en virtud de las órdenes que le había dado el virrey del Perú. Pero esta armonía no debía durar muy largo tiempo. La responsabilidad que directa o indirectamente pesaba sobre Ribera por aquellos actos, era de tal manera grave que éste no podía dejar de protestar y de producir, en definitiva, un estruendoso rompimiento.

En efecto, a fines de febrero de 1613 llegaron a Lima dos capitanes del ejército de Chile que llevaban al Virrey las cartas en que Ribera contaba lo ocurrido en el parlamento de Paicaví, y la muerte de los padres jesuitas. El Virrey no pudo disimular su descontento, y en una carta concebida con el más visible mal humor y escrita en un tono duro y áspero, echaba a Alonso de Ribera la culpa de esos desastres, atribuyéndolos no a error de concepto sino a un plan premeditado de desprestigiar el sistema de guerra defensiva. «Si los de Chile, decía, hubieran querido echar a perder los frutos de la pretensión que se tiene, comprando con la vida de estos padres la venganza y satisfacción de los que han sido de parecer contrario de atajar la guerra, no se podría tomar mejor medio ni adelantar más buscándola en parte que no pudiese faltar... Si el padre Valdivia no aguardaba a que el beato Ignacio de Loyola o un ángel se lo bajase a decir de parte de Dios, no sé por qué quiso aventurar sus compañeros ni cómo vuestra merced, que tiene mayor obligación de estar más prevenido en estos ardides, lo permitió si no fuese pasando en paciencia que por experiencia de yerros ajenos se diese más fuerza a la opinión que vuestra merced ha tenido de que no conviene continuar la guerra defensiva, cosa que temí desde el principio, y que, aunque la he disimulado hasta   -64-   aquí, no puedo callarlo ahora cumpliendo la obligación en que Su Majestad me ha puesto»107. El Virrey persistía en creer que el nuevo sistema de guerra era el único que podía producir la pacificación de Chile, pero estaba convencido de que los hombres encargados de ponerlo en planta tenían interés en cometer esos errores para desprestigiarlo.

Alonso de Ribera rechazó esos cargos con la más digna entereza. Recordó la amplitud de poderes de que estaba revestido el padre Valdivia, y cómo éste, contra las observaciones de los jefes de ejército y procediendo en todo por su propia autoridad, había comenzado sus tratos con los indios y había dispuesto la entrada de los tres jesuitas al territorio enemigo108. Pero esta áspera reconvención del Virrey indujo al Gobernador a cambiar de conducta. Hasta entonces sólo había hecho sentir su autoridad para mandar cumplir las resoluciones del padre visitador; y aun cuando tuvo con éste algunas discusiones sobre la oportunidad de ciertas medidas, Ribera había cuidado con gran circunspección de hacer ver en todo momento que, debiendo obedecer las órdenes del Rey sin discutirlas, estaba obligado a prestar todo su apoyo a la guerra defensiva. En adelante, no sólo cuidó de expresar franca y resueltamente su opinión sino que hizo intervenir su autoridad en todo lo que de él dependía para evitar la repetición de iguales errores. Así, después de recordar al Rey las faltas cometidas por la credulidad y la inexperiencia del padre Valdivia, Ribera se mostraba resuelto a observar otra conducta. «He tomado la mano que me toca en lo que Vuestra Majestad me tiene encargado, escribía con este motivo, y no la daré al padre de aquí adelante si no fuere en lo que convenga al servicio de Vuestra Majestad y de manera que pueda yo dar buena cuenta de lo que tengo a cargo»109. Esta actitud del Gobernador, que coartaba la acción del padre Valdivia, no podía dejar de inquietar a este último, de provocar sus quejas y sus acusaciones, y de hacer desaparecer la paz y la concordia entre ambos.

A principios de 1614 la ruptura era completa. Las relaciones, tan corteses y cordiales durante algunos meses, habían ido haciéndose más y más tirantes. Se veían pocas veces, y trataban sus negocios por medio de cartas. Habiéndole reprochado el padre Valdivia que consintiera o autorizara que en algunas correrías las tropas españolas pasaran en la persecución de los indios más allá de la raya convenida, atribuyendo a estos hechos el causar el retardo de la pacificación del reino, el Gobernador justificó su conducta en términos duros y perentorios. «Tenga vuestra paternidad por cierto, le decía en una de sus cartas, que si los medios que trajo no hubieran venido acá, estuviera la tierra en mucho mejor paraje, y pudiera ser que estuviese toda de paz. Estos medios (la guerra defensiva) son los que tienen la tierra en mal estado. Y mientras no se mudare el modo de guerrear, no lo tendrá mejor, sino cada día peor. Y no es posible que esto no lo vean todos los hombres que lo miraren sin pasión. Así, suplico a vuestra paternidad que la que tiene la procure echar de sí, que le hará mucho al caso; y que no busque vuestra paternidad tan pequeñas ocasiones y flacos fundamentos para echarme la carga después que ve desbaratados sus intentos»110. No era posible hablar con más franqueza; y estas solas palabras habrían debido hacer comprender al padre Valdivia la actitud resuelta del Gobernador para mantener firmemente en sus manos el poder que correspondía a su cargo, si los hechos mismos no se hubieran encargado de demostrarlo.

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Pero el padre visitador vio, además, aminoradas sus facultades eclesiásticas por la intervención del obispo de Santiago don fray Juan Pérez de Espinoza. Habiendo prestado protección a un padre de la Compañía a quien sus superiores querían castigar con gran severidad, el Obispo estaba en lucha abierta con los jesuitas111. Enredado también en cuestiones mucho más ruidosas todavía con la Real Audiencia, el Obispo había partido para el Perú en 1613 dejando al Cabildo Eclesiástico por Gobernador de los dos obispados que estaban a su cargo, extendiendo hasta Concepción la jurisdicción del provisor y vicario general de la ciudad de Santiago, y nombrando para aquella diócesis un visitador sin declarar qué facultades dejaba al padre Valdivia. Viendo éste limitada su autoridad, prefirió renunciar todo el poder eclesiástico de que había estado revestido durante algunos meses112.




2. Continuación de la guerra defensiva: frecuentes irrupciones de los indios

El virrey del Perú, entretanto, al paso que recomendaba que se procediese con la mayor circunspección sin exponerse a nuevos contratiempos por mostrar confianza en la palabra de los indios, había mandado que se continuasen cumpliendo con la mayor escrupulosidad sus órdenes anteriores sobre la guerra defensiva. Las tropas españolas, en efecto, se abstuvieron de intentar empresa alguna militar. Ni siquiera se volvió a pensar en enviar mensajes de paz a los indios enemigos, «ni hay quien se atreva a llevarlo, escribía Ribera, porque tienen cerrada la puerta con orden en toda su tierra que cualquiera que entrare a tratar de paz muera por ello». Era tal la animosidad que en esas circunstancias desplegaron los bárbaros, que habiéndose fugado del campo español uno de los indios que trajo del Perú el padre Valdivia, y vuéltose a vivir entre los suyos, éstos lo descuartizaron por creerlo emisario encargado de proponer la paz.

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Los españoles conservaban en pie catorce fuertes, en su mayor parte defendidos por simples palizadas. En cada uno de ellos mantenían una guarnición más o menos considerable, sometida a privaciones y fatigas tales que, a pesar de la más estricta vigilancia, no eran raras las deserciones. Los indios que tenían su residencia cerca de los fuertes, eran tenidos por amigos de los españoles y, en efecto, vivían aparentemente en paz con éstos; pero tenían que sufrir las hostilidades incesantes de las tribus del interior, y seguramente muchos de ellos se unían a estos últimos para hacer correrías militares y para robar los caballos y los ganados que estaban cerca de los fuertes.

En efecto, estas correrías de los indios de guerra eran incesantes. Agrupados en partidas ligeras, caían de sorpresa, ya sobre un punto, ya sobre otro, destruían lo que encontraban a su paso, robaban los animales que pillaban, y obligaban a los españoles a vivir en continua alarma. En sólo el año de 1613, hicieron veinticuatro entradas de esa naturaleza, y más adelante se repitieron con mayor vigor. En una de ellas, estuvieron a punto de llevarse dos padres jesuitas en las inmediaciones de uno de los fuertes del Biobío; pero sabiendo éstos la suerte desastrosa que se les esperaba si caían en poder de los indios, buscaron apresuradamente su salvación en la fuga113. Los españoles limitaban su acción a mantenerse a la defensiva, o a perseguir al enemigo hasta corta distancia para rescatar el ganado que se llevaba, o los indios amigos que había apresado. Pero esta actitud daba mayores alientos a los enemigos; y dirigidos o estimulados por Pelantaru, Ainavilu, Tureulipe y Anganamón, o por otros caciques, repetían sus excursiones con la misma o mayor arrogancia.

Hubo momentos en que los partidarios de aquel sistema de guerra debieron persuadirse de que en poco tiempo más podría llegarse a la pacificación del país. «De la costa vinieron dos mensajeros a tratar de la paz de parte de la ciénaga de Purén y de las comarcas vecinas hasta Tirúa, escribía Ribera. Dijeron grandes cosas acerca de que todos querían la paz hasta la Imperial, dejando fuera a Ainavilu y a Anganamón. En Concepción estuvieron con el padre Valdivia y conmigo, donde se les hizo buen agasajo a los unos y a los otros. Se les dio respuesta conforme a su embajada en conformidad de lo que Vuestra Majestad manda. Y estando aquí dando la suya, dieron otros con una junta muy gruesa sobre la reducción de Lebu, y mataron doce indios e hirieron otros tantos, y prendieron cuatro y entre ellos al cacique Cayomari, principal de Molvilla, el cual se escapó la noche siguiente, y volvió con dos heridas al fuerte y después a esta ciudad, donde dio entera noticia del suceso, y de la gente que vino en la junta. Dice que la hizo el cacique Huichalicán, que es el que trataba de la paz; y éste envió a su hermano en nombre de mensajero para conocer la tierra. Y así mismo dice que la gente de la junta eran 140 de Elicura, y los demás de Purén y 40 de Arauco, y algunos de ellos de los que están de paz al presente y otros que de nuevo se han poblado de la tierra que desocupó el fuerte de Paicaví por su despoblación»114. Esta insurrección de los indios de las cercanías   -67-   del fuerte de Arauco estuvo a punto de tomar grandes proporciones, pero la atajaron las medidas activas y enérgicas que emplearon los españoles en esos lugares.

El gobernador Ribera tenía, pues, sobrados motivos para no dar crédito a estas protestas de paz de los indios y para vivir prevenido contra sus constantes asechanzas. En los fuertes de la línea del Biobío, las correrías de los indios eran también incesantes. En una de ellas, los indios amigos se apoderaron de un caudillo llamado Pailahuala, cacique de uno de los valles vecinos a la gran cordillera, así como de varios individuos de su familia y de su tribu, todos ellos hombres inquietos y constantes enemigos de los españoles. Llevados presos al fuerte de Nacimiento, comenzaron a ofrecer la paz para recobrar su libertad. Ribera, sin embargo, pudo descubrir sus verdaderos propósitos y alargó artificiosamente las negociaciones para mantener quietos a los indios de esa tribu. Canjeó uno de los prisioneros por un cautivo español; pero habiendo intentado los indios un ataque sobre la plaza de Nacimiento en febrero de 1614 para libertar a Pailahuala que desde su prisión estaba dirigiendo estas operaciones de los suyos, el Gobernador lo hizo ahorcar después de un juicio sumario en que quedó probada la duplicidad de ese caudillo115.

Estos ataques de los indios siguieron repitiéndose por un lado o por otro con la más obstinada persistencia. Sin obtener ventajas positivas sobre los españoles, los cansaban obligándolos a vivir en la más constante vigilancia, les robaban sus caballos y producían una situación llena de peligros y de zozobras116. La actitud que observaban los defensores de los fuertes, lejos de contribuir a tranquilizar a los indios, parecía aumentar su audacia y estimularlos a nuevas y más riesgosas empresas. En marzo de 1615 pasaron el Biobío en número considerable e intentaron una sorpresa sobre la plaza de Yumbel; pero el Gobemador, advertido a tiempo, acudió con algunas fuerzas, y los enemigos se dispersaron para evitarse una derrota117. A pesar de sus propósitos de mantenerse a la defensiva, y de las órdenes que para ello había recibido del virrey del Perú, Alonso de Ribera se creyó en la necesidad de disponer algunas veces la persecución de los indios hasta más allá de la raya establecida. Esas correrías, ejecutadas por los indios amigos con el auxilio de destacamentos españoles, se hacían rápidamente para retirarse otra vez a los campamentos y a los fuertes.



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3. El Gobernador y el padre visitador sostienen ante el Rey sus sistemas respectivos de guerra

Desde que el padre Valdivia vio coartada, por la intervención de Ribera, la autoridad de que había usado sin contrapeso en sus primeros trabajos, se sintió profundamente contrariado. Parecía conservar toda su fe en los resultados de la guerra defensiva, y creer que éstos debían hacerse sentir en poco tiempo más, pero acusaba al Gobernador de desprestigiar con sus palabras aquel sistema de guerra y de retardar con sus actos la pacificación definitiva del país. «Este negocio, escribía al Rey, pide que el ejecutor lo sienta, quiera y pueda ejecutarlo y esto bastará. Pero si siente lo contrario y manifiesta su opinión a los demás ejecutores y personas que puedan ayudar o dañar, y que tienen librada su comodidad y granjería en el situado, no podrá ser de eficacia la voluntad de ejecutarlo. En mí es al contrario, que siento y quiero, pero no puedo porque me ha dejado el Gobernador sin mano ni autoridad (de la mucha que Vuestra Majestad me mandó dar y se me dio), ni yo pensé fuera menester usar de ella trayéndole tan obligado por la merced que Vuestra Merced le hizo a mi suplicación de enviarle a este gobierno para sólo ejecutar este negocio, sin aguardar la residencia de los que antes tuvo»118. El padre Valdivia agregaba que el gobernador Ribera, tan dócil cooperador de sus proyectos en los principios, había cambiado completamente de actitud después de los deplorables asesinatos de Elicura y, en efecto, como se recordará, fueron esos sucesos los que determinaron a éste a tomar injerencia eficaz en la dirección de las operaciones.

Las quejas del padre Valdivia contra la conducta de Ribera, fueron haciéndose más violentas y apasionadas cada día. Evitaba cuanto le era posible el verse con el Gobernador119; pero continuó enviando sus informes al rey de España y al virrey del Perú para demostrarles que la pacificación de Chile no avanzaba más aprisa por la conducta de este funcionario y de sus allegados. El padre visitador no se limitaba a acusarlo de contrariar la guerra defensiva, sino de proceder así obedeciendo a los móviles más indignos, como el de negociar con la venta de los prisioneros tomados al enemigo. A principios de 1614 envió al Perú al padre Melchor Venegas y a España al padre Gaspar Sobrino con el encargo de dar cuenta de los sucesos de Chile, de hacer la defensa del nuevo sistema de guerra y de reforzar los cargos y acusaciones que se hacían al Gobernador.

Durante algún tiempo, Ribera guardó cierta moderada templanza en su actitud respecto al padre Valdivia; pero cuando supo que era objeto de las acusaciones que éste enviaba al Rey, creyó que debía emprender su defensa con mayor resolución. «Las cosas del padre Valdivia, escribía al Rey en 8 de mayo de 1614, han llegado a términos que no me puedo excusar de dar cuenta a Vuestra Majestad de ellas clara y abiertamente, porque él envía grandes máquinas para acreditarlas, y es muy en daño de su real servicio y bien de este reino, y en particular   -69-   de la hacienda de Vuestra Majestad, porque aunque dure la guerra cien años de la manera que pretende, no ahorrará Vuestra Majestad nada, antes ha de añadir gastos... Entienda Vuestra Majestad, decía más adelante, cómo este hombre siempre ha ido con alguna quimera, atendiendo sólo a su negocio y no al bien general, lo que se ha echado de ver muy patentemente por acá, que como están las ocasiones presentes se han manifestado sus intentos más claros, y con cuántas fuerzas ha procurado impedir lo poco que se ha hecho con los medios que trajo, porque no ha hecho nada ni es posible hacerse; y si hay algunos indios que están de paz, la verdad que quien lo ha hecho son las armas y gente de guerra que aquí tiene Vuestra Majestad». Para reforzar su exposición, Ribera enviaba al Rey las relaciones dadas por los intérpretes que habían acompañado al padre Valdivia a Catirai y a Paicaví, las cartas de algunos capitanes, nuevos informes de los cabildos y todos los documentos que creía conducentes a la defensa de su persona y del sistema de guerra que recomendaba»120.

El Gobernador estaba profundamente convencido de que no había nada que esperar de las negociaciones pacíficas con los indios y, en este sentido, no hizo caso de los tratos que según las comunicaciones que le enviaban de Chiloé, podían entablarse con los indígenas   -70-   de Osorno y sus inmediaciones. Su plan era el mismo que había tratado de llevar a cabo en su primer gobierno. Consistía en ir avanzando gradualmente la línea de frontera, por medio de fuertes bien defendidos, y sin dejar enemigos a su espalda, o dejando a los que, sometidos a las autoridades españolas, pudieran ser convenientemente vigilados. Persuadido de que más tarde o más temprano habría de adoptarse este sistema como el único que podía producir la pacificación del país, no cesaba de pedir al Rey que enviara de España nuevos socorros de tropas, haciéndole, al efecto, un cuadro muy poco lisonjero de la situación militar. Según sus cálculos, la población viril de todo el reino, desde Coquimbo hasta Chiloé, no llegaba a 2500 hombres, «y de éstos, agregaba, serán los mil casados»121, de manera que los restantes apenas alcanzaban para la guarnición y para atender los trabajos agrícolas e industriales de los lugares ocupados. El ejército permanente, divido en dos grandes cuerpos que tenían sus cuarteles centrales uno en Arauco y otro en Yumbel, sufría bajas constantes, aun, durante la guerra defensiva, por las enfermedades y por la deserción122. Más de una vez temió Ribera un levantamiento de los indios sometidos, y creía que en este caso no habrían bastado las fuerzas de su mando para reprimirlo eficazmente. Había, además, que temer la reaparición de los corsarios ingleses u holandeses de que entonces se hablaba fundadamente con particular insistencia. En Chile, por otra parte, eran escasas las armas; y no habiendo medios de fabricarlas en el país, era preciso hacerlas venir de fuera. Mientras tanto, aunque el Gobernador había pedido constantemente auxilios al virrey del Perú, sólo había recibido unos doscientos hombres escasos, de malas condiciones militares y pésimamente armados. De aquí provenía el que sin cesar reclamase del Rey que se le enviasen esos socorros.

En sus cartas al soberano, Ribera exponía este sistema de guerra y estas necesidades del reino con más o menos claridad, pero con convicción absoluta y con toda persistencia. «Son estos indios, le decía en octubre de 1613, de condición que nunca dejan las armas de su voluntad sino sujetándolos; y en viéndose poderosos, nos darán un todo sin perdonar ninguna ocasión de las que hallaren, porque son nuestros enemigos mortales los de paz y los de guerra, y siempre se comunican para nuestro daño, sin atender a otra cosa; y sólo lo impide el temor del castigo. Los de paz, jamás han visto blanco descubierto para hacernos traición que no lo hayan hecho o intentado. Y así me parece que conviene que Vuestra Majestad, les haga la guerra y les pueble la tierra con fuertes hasta sujetarlos. Con los socorros que Vuestra Majestad envía, se va poblando la tierra más aprisa, porque se casan muchos en ella por el buen aparejo que hay de labranza y crianza y otras muchas granjerías de minas de oro y cobre y de maderas, y buenos puertos en la costa para sacarla fuera y para hacer navíos, que en Francia ni Alemania no hay mejores comodidades para este efecto, ni tiene Vuestra Majestad en todos sus reinos ninguno más fértil que éste, y es muy grande; y, aunque ahora sea de algún costo, después de pacificado y poblado, será de mucho fruto, además que tiene otras grandes utilidades y provechos para resguardo de los reinos del Perú. Por estas razones conviene mucho que Vuestra Majestad acabe esta guerra y los sujete del todo; y cosa llana es que cuando a más gente y dinero hubiese para esto, se hará con más facilidad y brevedad. Pero en caso que Vuestra Majestad no quiera hacer más gasto del que   -71-   ahora hace, es bastante para sujetarlo en el estado en que está, metiéndole los 2000 hombres que se pueden pagar con el situado. Y con cumplirse a la gente que va dando la paz lo que Vuestra Majestad manda, como se hace, se puede muy bien pasar adelante hasta poblar a Purén y a Paicaví, y la Imperial y Villarrica, y está la guerra acabada porque todo lo que queda adelante hasta Chiloé es de poca consideración por la poca gente que hay; y de no hacerlo así se seguirán muchos inconvenientes porque siempre quedará la guerra abierta para que éstos la hagan cuando quisieren»123. Profundamente convencido de que con un ejército permanente de dos mil hombres bien armados y equipados, podría llevar a cabo aquella empresa y, además, estimular con el aumento de la población el desarrollo industrial de Chile, Ribera no cesaba en sus cartas de exponer y de defender su sistema de guerra, y de pedir los refuerzos de tropas que necesitaba. Esas cartas, escritas con el desaliño natural en un soldado que había pasadotoda su vida en la guerra, y que, aunque no desprovisto de cierta ilustración, no se había ejercitado en los trabajos literarios, no tuvieron por entonces, como vamos a verlo, en las resoluciones de la Corte, la influencia que él esperaba.




4. Felipe III manda que se lleve adelante la guerra defensiva

En definitiva, era el Rey quien debía resolver acerca del sistema de guerra que había de seguirse. A principios de 1614 se hallaban en Madrid el padre franciscano fray Pedro de Sosa, apoderado de las ciudades de Chile, y el coronel Pedro Cortés, representante del Gobernador y del ejército español, que sostenía la guerra en este país. Con toda actividad iniciaron inmediatamente la gestión de los negocios que se les habían encomendado.

El padre Sosa, que gozaba de la reputación de predicador de gran saber y de mucha literatura, escribió y presentó al soberano dos extensos memoriales. Haciendo abstracción de consideraciones militares, que declaraba no entender, y mirando este negocio a la luz de la teología, se pronunciaba en ellos abiertamente contra la guerra defensiva. Empleando un estilo gerundiano, cuyo sentido cuesta a veces trabajo comprender, recargado de referencias históricas y de citas de los teólogos que entonces gozaban de más fama, el padre Sosa se proponía demostrar que los indios de Chile estaban fuera de la ley de los beligerantes ordinarios, y debían ser tratados como súbditos rebeldes que se han sublevado contra el bondadoso soberano a quien habían jurado sumisión y obediencia. «Usar de clemencia con los rebeldes, decía el padre Sosa, ha sido siempre eternizar la guerra». Según él, Chile se hallaba en el estado más lastimoso, próximo a perderse y, por tanto, debía volverse resueltamente al sistema antiguo, robusteciendo el poder del ejército, para que arrollando toda resistencia, diese pronta cima a la pacificación del país124.

Por su parte, el coronel Pedro Cortés tomó en sus gestiones un camino diferente. En su primer memorial dirigido al Rey, hacía valer su edad avanzada de ochenta años y sus cincuenta y seis de servicios en la guerra de Chile para acreditar su experiencia; recordaba enseguida los desastres que este país había experimentado después de la muerte de Óñez de   -72-   Loyola, y el estado lastimoso en que se hallaba el reino, y terminaba por proponer el remedio que debía aplicarse a esa situación. «El remedio, señor, de todo esto, decía, consiste en reedificar y poblar ocho ciudades, las cinco en los sitios de las que se despoblaron, como son: Angol, la Imperial, Valdivia, Villarrica y Osorno; y las que se han de poblar de nuevo son una ciudad en Paicaví, otra en el valle del Purén y la otra de la otra parte de la cordillera nevada, a las espaldas de Villarrica, treinta leguas de ella. Y con estas poblaciones quedará abarcada toda la tierra de guerra del enemigo, porque ninguna cosa le sujeta más que las poblaciones cercanas a ellos. Y todo lo que en contra de ello se hiciere, es hacer guerra eterna, y que los enemigos tomen ánimo y avilantez... Para remedio de todo esto, y tener buen suceso, agregaba más adelante, son menester 3000 hombres armados en esta manera; mil picas con coseletes o cotas de malla fuertes; mil arcabuceros; mil mosqueteros, todos con cotas, que son las armas defensivas más importantes para la guerra de aquel reino. Y con esto quinientas hachas vizcaínas, mil azadones y mil palas; y con 1300 soldados militares que él dejó en Chile, podrá el Gobernador, en los cinco años que tiene dichos, fortificar los pueblos que así se dicen. Y acabada la guerra cesarán los grandes gastos. Y en estos cinco años convendrá se amplíe más el situado conforme a la gente militar que anduviese en el dicho reino»125. Por auto de 18 de mayo de 1614, el Rey hizo pasar este memorial a la Junta de Guerra del Consejo de Indias, que debía informar sobre la materia.

El plan de Pedro Cortés era impracticable en aquellos momentos. El tesoro español, cada día más angustiado, no se hallaba en situación de enviar a Chile los tres mil hombres que se le pedían ni de aumentar la subvención anual que el Rey hacía pagar para los gastos de la guerra. Desde 1609 el Rey había determinado que se enviase a Chile un socorro considerable de gente de España; pero esta resolución quedó escrita en el papel sin que se le pudiera dar cumplimiento. En diciembre del año siguiente, cuando el Rey acordó la guerra defensiva, había dispuesto igualmente que se enviasen a Chile 300 hombres, y que cada año se enviasen otros 150 para llenar las bajas que hubiera en el ejército. pero esta resolución quedó también sin cumplimiento. Por último, en 5 de junio de 1613 la Junta de Guerra del Consejo de Indias, en vista de las exigencias premiosas del gobernador de Chile, Alonso de Ribera, había acordado representar al Rey la urgencia que había en enviarle un socorro de gente, de armas y de pertrechos, señalando el itinerario que debían seguir para que el viaje fuese más rápido, más seguro y menos costoso. Cuando un año más tarde iniciaban sus gestiones en Madrid los representantes de Chile, no se había hecho nada todavía para satisfacer esta necesidad. Júzguese por estos antecedentes, si el gobierno metropolitano se hallaba en condición de hacer los esfuerzos y sacrificios que exigía el proyecto de Cortés.

Sin embargo, los informes que los representantes de Chile comunicaban acerca de la situación en que había quedado este país, y las cartas del gobernador Ribera en que daba cuenta de la arrogancia que habían cobrado los indios con la guerra defensiva y del peligro que amenazaba a los españoles de este país, estimularon a la Junta a recomendar al Rey en 2 de septiembre de 1614 que se organizase rápidamente un refuerzo de mil hombres. El   -73-   Rey, después de recibir muchos otros informes, aprobó este acuerdo en 14 de mayo del año siguiente y, en efecto, se mandaron hacer los reclutamientos, resolviéndose, por fin, que ese contingente se acantonase en Andalucía para seguir de allí su viaje directamente al Río de la Plata, sin tocar en el Brasil. Pedro Cortés debía volver a Chile con esas tropas126.

El Rey, entretanto, había resuelto que se continuase en Chile la guerra defensiva. Más que los memoriales de Cortés y del padre Sosa, y que las cartas y representaciones del Gobemador y de los cabildos de Chile, había influido en su ánimo un informe del virrey del Perú. En efecto, el marqués de Montes Claros, inconmovible en su antigua opinión acerca de aquellos negocios, escribía al Rey con fecha de 8 de marzo de 1614 para pedirle que enviase a Chile un refuerzo de 650 soldados; pero le advertía que en este país no había ocurrido «mudanza considerable para variar la determinación tomada en la guerra defensiva, y que convenía oír con recelo las relaciones que de allá se enviasen mayormente las de los interesados en la continuación de la guerra». Este informe debía ser decisivo, tanto más cuanto que él venía a secundar los propósitos del Rey, cuyo tesoro no le permitía sufragar los gastos que había de ocasionarle la ejecución de los proyectos militares que proponía Pedro Cortés.

Felipe III acababa de nombrar un nuevo Virrey para el Perú. Era éste don Francisco de Borja y Aragón, caballero de alta alcurnia y poeta celebrado127. Estando para partir a hacerse cargo de su destino, el Rey le hizo entregar una cédula en que le trazaba la línea de conducta que debía seguir en los negocios de Chile. «Habiéndose visto todo por mi Junta de Guerra de Indias, decía el soberano, y que por ahora no se puede, como se quisiera, enviar el socorro que de allá se pide, me ha parecido encargaros, como efectivamente lo hago, el cumplimiento de las órdenes que sobre esto se dieron al marqués de Montes Claros, vuestro antecesor, y el acudir al reparo de las necesidades de aquel reino que, mediante vuestro mucho y continuo cuidado, espero en Nuestro Señor que aquellas cosas tomarán mejor estado. Y en lo que toca a aquella resolución del dicho Gobernador y padre Luis de Valdivia sobre que entrando el enemigo en tierra de los indios amigos y de paz a hacerles daño, pueden seguir el alcance con los soldados españoles que los amparasen, hasta quitarles los presos, saliendo de la raya, ha parecido que esto no exceda de los límites de la guerra defensiva conforme al sentimiento que acá se tuvo en la orden que aquí se dio al dicho marqués de Montes Claros; y ordenaréis que se guarde inviolablemente lo que tengo mandado acerca del servicio   -74-   personal de los dichos indios, y lo que el dicho Virrey marqués de Montes Claros ordenó en aquella conformidad»128.

La continuación de la guerra defensiva quedaba, pues, terminantemente resuelta. Sin embargo, fray Pedro de Sosa y Pedro Cortés quedaron en la Corte gestionando con todo el empeño que les era posible emplear para obtener que se volviese al sistema antiguo, a fin de reducir por la fuerza a los indios de Chile. En estos trabajos tenían que luchar contra la influencia poderosa de los jesuitas. Uno de éstos, el padre Francisco de Figueroa, en representación del padre Valdivia, repitió sus memoriales en defensa de éste y de la guerra defensiva. Pero a principios de ese mismo año de 1615, llegó a Madrid un adversario mucho más formidable de las pretensiones que sostenían en la Corte aquellos dos apoderados del ejército y de las ciudades de Chile. Era éste el padre Gaspar Sobrino, jesuita inteligente y de una rara actividad, que había salido de Chile en abril del año anterior con amplios poderes del padre Valdivia, y provisto de todos los documentos y antecedentes que podían hacer a la defensa de éste y del sistema de guerra que patrocinaba.

Sin pérdida de tiempo comenzó sus trabajos el padre Sobrino presentando al Rey extensos memoriales en que se proponía refutar cuanto habían dicho Cortés y el padre Sosa en contra de la guerra defensiva. En ellos hacía valer todos los argumentos que antes se habían dado en defensa de ese sistema; y los ratificaba intentando demostrar que los sucesos habían venido a confirmar las esperanzas que había hecho concebir. Según él, la pacificación de Chile estaba muy avanzada y quedaría concluida en poco tiempo más; y se habían conseguido también grandes ventajas, entre las cuales enumeraba el rescate de siete españoles que estaban cautivos entre los indios129, y la conversión de más de setecientos indios a los cuales había bautizado el padre Valdivia, casando, además, ante la Iglesia a más de trescientos, lo cual no se había visto nunca antes en tan corto tiempo. Por lo demás, él no escaseaba los cargos y las acusaciones contra el gobernador Ribera y contra todos los que, por intereses particulares, contrariaban los trabajos del padre Valdivia. Pedro Cortés, que se encargó de contestar esos memoriales, habría podido rectificar muchos de los hechos alegados por sus adversarios, reducir a su verdadero significado las pretendidas conversiones de los indios y rechazar los cargos que se hacían a los que no aprobaban la guerra defensiva; pero por templanza de su carácter y por el respeto que le inspiraba el carácter sacerdotal de sus contendores, guardó la más esmerada moderación. «Las consideraciones que exponen los padres Valdivia y Sobrino, decía, las creo fundadas en buena intención y celo de acertar en todo lo que tratan, y la reverencia y devoción que tengo a semejantes religiosos, me alejan de cuestiones y disputas, ajenas a la templanza de mi condición; pero no puedo excusar ni encubrir las advertencias adquiridas en sesenta años de carrera de soldado, de capitán, sargento   -75-   mayor, coronel y maestre de campo general de aquella guerra, habiendo venido con ochenta años de edad a postrar mis canas a los reales pies de Vuestra Majestad y a ofrecer a su real servicio el desengaño de los grandes inconvenientes que se siguen de la novedad de haberse alterado la orden militar de la dicha guerra»130. El viejo soldado pasaba enseguida a demostrar de una manera confusa y con poco arte, que los indios de Chile eran irreductibles por otros medios que las armas y la fundación de fuertes y de ciudades dentro de su territorio.

Pero la causa que éste defendía con tanta convicción estaba perdida por entonces. El tesoro del Rey no se hallaba en estado de sufragar los gastos que demandaba esta empresa que, por otra parte, contaba con muy poderosos contradictores. El marqués de Montes Claros, al separarse del gobierno del Perú, sostenía su opinión inconmovible en favor de la guerra defensiva en los términos siguientes: «Las cosas de Chile se están en el mismo estado, según las desayudan los que las administran. Queriendo necesitar (hacer necesaria) la continuación de la guerra con ocasión de la nueva de enemigos y con voz (pretexto) de tomar lengua, hizo el Gobernador (Ribera) una entrada la tierra dentro, de donde sacó algunas piezas (prisioneros). Todo es pedir gente y contradecir los medios de paz. Yo les he enviado este año más de 300 hombres. Mientras ha corrido el cuidado por mi cuenta, artificiosamente he ido templando los socorros para que ni la cortedad causase riesgo ni la sobra ocasionase mucho aliento a continuar la empresa por medio de sangre y rigor. Queda ya esto en otras manos, y yo con sólo la obligación de hablar en materia tan peligrosa y controvertida. Ratifícome, pues, en todo lo que sobre ella tengo escrito, y vivo en mi opinión de que cuando dificultosamente esforcemos la justicia de esta guerra, el útil, la necesidad y la prudencia piden que no haya más armas que las precisas a conservar la paz de lo que se está poseyendo»131.

Favorecido por estos informes, el padre Gaspar Sobrino ganó por completo la cuestión que lo había llevado a Madrid. El Rey, firme en su propósito de mantener la guerra defensiva, le entregó, junto con una real cédula de que hablaremos más adelante, una carta autógrafa para el padre Valdivia. «Todo, le decía en ella, va proveído como lo pedís, en los despachos que lleva el padre Gaspar Sobrino, a quien enviasteis a estos reinos a la solicitud de estos puestos. Yo os encargo y mando que de mi parte vayáis ayudando esta resolución, teniendo la conformidad y buena correspondencia con el mi Gobernador, a quien ordeno y mando la tenga con vos, y a mi virrey del Perú y Audiencia de ese reino que os amparen en lo que está a vuestro cargo para que mejor podáis ayudar a las cosas de mi servicio, como yo de vos lo fio»132. El padre Sobrino partió para Chile en marzo de 1616 con las importantes comunicaciones en que constaba el feliz resultado de su misión.

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Pedro Cortés quedó todavía en España. Ya que no había podido conseguir que el Rey aboliese las ordenanzas que establecían la guerra defensiva en Chile, creyó que al menos podría traer a Ribera el contingente de tropas que éste reclamaba con tanta insistencia. Sus esperanzas fueron también burladas. En septiembre de 1615 se habían reunido en Andalucía las fuerzas reclutadas para marchar a este destino el mes siguiente. Cuando se buscaban las naves que debían transportarlas al Río de la Plata, llegaron órdenes de la Corte para reunirlas a otro contingente que se quería enviar a las islas Filipinas, donde los españoles estaban obligados a mantener tropas para defender las posesiones que tenían en esos mares contra los ataques de los holandeses. Esta expedición quedó también sin efecto; y entonces se dispuso que la gente reunida fuese destinada al servicio de la flota real. Pedro Cortés renovó con este motivo sus gestiones para que esas tropas fueran enviadas a Chile; pero no pudo conseguirlo. Ese socorro demandaba gastos considerables, que el tesoro real no habría podido hacer sino desatendiendo otras necesidades que se consideraban más premiosas.

El Rey, sin embargo, hizo guardar al viejo soldado de las guerras de Chile las consideraciones personales a que lo hacían acreedor sus dilatados servicios, la rectitud de su carácter y su avanzada edad. En una real cédula expedida en su favor, Felipe III reconocía que Pedro Cortés había peleado como valiente y como leal en ciento diez y nueve combates, y mandaba que los tesoreros de Chile le pagaran dos mil pesos anuales por el resto de sus días. Este premio acordado a un hombre que entonces contaba ochenta y cuatro años, no podía imponer grandes sacrificios al soberano. En efecto, Pedro Cortés falleció pocos meses más tarde en Panamá, cuando regresaba a Chile133.




5. Sale de Holanda una escuadrilla bajo el mando de Jorge van Spilberg para el Pacífico

Mientras en España se gestionaban estos negocios, las costas occidentales de América habían sido visitadas otra vez por los corsarios holandeses, y Chile y el Perú pasaron por días de la mayor inquietud.

La pequeña república de Holanda, en medio de la guerra crudísima que había tenido que sostener durante cuarenta y dos años para conquistar su independencia, había hecho progresos incalculables y desarrollado un gran poder militar. El rey de España no podía continuar esa lucha; pero en vez de reconocer franca y explícitamente la independencia de la Holanda, se limitó a celebrar el 9 de abril de 1609 un tratado de tregua. «La dicha tregua, decía aquel pacto, será buena, fiel, firme, leal, inviolable, y por el tiempo de doce años; durante los cuales habrá cesación de todos actos de hostilidad de cualquiera manera que sean entre los dichos señores, Rey, Archiduque y estados generales, tanto por mar y otras aguas como por tierra, en todos sus reinos, países y señoríos, y por todos sus sujetos y habitantes, de cualquiera calidad y condición que sean, sin excepción de lugares ni personas». Este tratado permitía, además, a todos los súbditos de cada estado contratante viajar y comerciar en los   -77-   territorios del otro mientras durase la tregua; pero, obedeciendo al sistema que la España había adoptado de no permitir extranjeros en sus dominios coloniales, Felipe III puso la siguiente limitación a esta parte del convenio. «El dicho señor Rey entiende ser distrito y limitado en los reinos, países, tierras y señoríos que tiene y posee en la Europa y otros lugares y mares donde los sujetos de los reyes y príncipes que son sus amigos y aliados, tienen la dicha tráfica de bueno a bueno; y por el respeto de los lugares, villas, puertos y obras que tiene fuera de los límites susodichos, que los dichos señores estados (la Holanda) y sus sujetos no puedan ejercitar tráfica alguna sin expreso consentimiento del dicho señor Rey (de España)»134.

Esa limitación fue causa de que ese pacto, ejecutado con más o menos fidelidad en Europa, no tuviera cumplimiento en las posesiones de ultramar. Los holandeses, como hemos dicho, a causa del estado de guerra con España, se habían visto forzados a ir a buscar con las armas en la mano a los mares de Asia, las mercaderías que los españoles les impedían procurarse de otra manera. En esa empresa desarrollaron un gran poder naval y militar, y al cabo de pocos años tenían factorías en varias partes, y los intereses comerciales tomaron un vuelo incalculable. Así, a pesar de las cláusulas de la tregua, continuaron negociando en aquellos mares, y el estado de guerra se mantuvo allí como si no hubiera nada pactado entre ambos gobiernos. España y Holanda, en paz durante doce años en Europa, siguieron siendo enemigos en las Molucas y en los archipiélagos vecinos. Cada cual engrosaba sus escuadras y sus tropas en Asia con toda resolución y casi sin disimulo.

En 1613 la Compañía Holandesa de las Indias Orientales resolvió enviar a las Molucas por la vía del estrecho de Magallanes, una escuadrilla de seis naves, bien provista de armas y municiones, y con una abundante tripulación. Dio el mando de ella, con el título de Almirante, a Joris van Spilberghen (Jorge de Spilberg), marino inteligente y experimentado que se había hecho famoso por una feliz expedición a los mares de Asia durante los años de 1601-1604, y que a pesar de su edad avanzada, conservaba la energía física y moral requerida para tal empresa. Terminados los aprestos, la escuadrilla salió de Texel el 8 de agosto de 1614. Después de algunas peripecias, un conato de sublevación en uno de los buques, y algunos combates con los portugueses y los indios en las costas del sur del Brasil, donde los holandeses recalaron para tomar víveres frescos, se hallaron el 8 de marzo del año siguiente (1615) en la boca oriental del estrecho de Magallanes. Las primeras tentativas para penetrar en él los demoraron algunos días. Como la estación parecía algo avanzada para continuar el viaje por aquellos canales, se hicieron sentir murmuraciones y quejas entre los navegantes, algunos de los cuales creían que no era posible pasar el estrecho con los grandes buques. Proponiánse diversos arbitrios: invernar en uno de los puertos de la Patagonia o dirigirse a la India oriental por el cabo de Buena Esperanza. Spilberg, sin embargo, se mantuvo incontrastable. A los oficiales que fueron a preguntarle cuáles eran sus propósitos, contestó con la más resuelta firmeza: «Tenemos orden de pasar por el estrecho de Magallanes; y yo no tengo otro camino que indicaros. Haced cuanto os sea posible para que nuestras naves no se separen». En consecuencia, la escuadrilla penetró en el estrecho antes de fines de marzo; y   -78-   después de vencer diestramente las dificultades que ofrecía la navegación de aquellos canales, se halló reunida el 16 de abril en la bahía de Cordes. Una sola de las naves, en que se habían hecho sentir diversas revueltas, se había apartado poco antes de la flota aprovechándose de la oscuridad de una noche, y dado la vuelta a Europa.




6. Aprestos que se hacen en Chile y el Perú para combatir a los holandeses

En Chile y en el Perú se tenían por entonces noticias de la expedición de los holandeses. Los espías que el rey de España mantenía en Holanda, habían comunicado a la Corte los aprestos que se hacían en Amsterdam para la partida de esa escuadra, y de Madrid se transmitió el aviso a las colonias de América. Como era natural, en todas éstas se produjo una gran alarma, y comenzaron a hacerse rápidos preparativos para rechazar a los enemigos. El virrey del Perú, que tenía a su disposición algunas naves, las armó y equipó prontamente. En Chile, Ribera, desprovisto de otros medios de defensa, se limitó a recomendar la más estricta vigilancia en la costa para saber a qué punto se acercaban los holandeses y para acudir a combatirlos si intentaban desembarcar. Estos preparativos dieron origen a constantes inquietudes y a falsas alarmas que debían producir una gran consternación en todo el reino. En septiembre de 1614, un indio de Cayocupil, tomado prisionero en el fuerte de Lebu, declaró que pocos días antes habían fondeado en el puerto de Valdivia cuatro grandes buques, que había desembarcado mucha gente y que ésta parecía prepararse para establecerse definitivamente allí. Aunque Ribera no daba entero crédito a esta noticia, se apresuró a comunicarla a la real audiencia de Santiago para que hiciera llegar el aviso al Perú; mandó hacer una entrada por la costa en el territorio enemigo a fin de recoger informes más seguros y despachó un buque al sur con encargo de avanzar hasta Chiloé para descubrir el paradero del enemigo135. Los emisarios del Gobernador volvieron antes de mucho tiempo asegurando que por ninguna parte habían hallado el menor vestigio de los buques holandeses. En efecto, el aviso dado por ese indio era absolutamente falso. Como se recordará, en esos momentos la escuadrilla de Spilberg venía cruzando tranquilamente el océano Atlántico.

En el Perú fue mayor todavía la alarma producida por aquel falso aviso de los indios de Chile. El Virrey dispuso inmediatamente que saliese del Callao en busca de los corsarios una división de la flota que tenía organizada. Alistáronse, en efecto, dos hermosas carabelas, de 24 cañones la una y de 14 la otra, y un ligero patache que debía servir de aviso, y se pusieron a su bordo, junto con una abundante provisión de municiones, quinientos trece hombres. Tomó el mando de esa división el jefe mismo de toda la flota, el general don Rodrigo de Mendoza, sobrino del Virrey y hombre valiente y empeñoso por el buen servicio, pero de poca experiencia militar. Aquella división salió del Callao a fines de diciembre de 1614, conduciendo, además, para Chile un pequeño refuerzo de tropas y el dinero del situado.

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I. PERSONAJES NOTABLES (1600 a 1655)

I. PERSONAJES NOTABLES (1600 a 1655)

1. Alonso García Ramón. 2. Alonso de Ribera. 3. Padre Diego de Torres. 4. Padre Luis de Valdivia. 5. Doctor Luis Merlo de la Fuente. 6. Don Francisco de Quiñones. 7. Jerónimo Morales de Albornoz.

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Todo aquello fue trabajo perdido. Don Rodrigo de Mendoza llegó a Concepción el 21 de febrero de 1615. Desembarcó allí el dinero y los soldados que traía para el gobernador Ribera, y enseguida se hizo de nuevo a la vela para los mares del sur. Reconoció toda la costa, entró al puerto de Valdivia, pero en ninguna parte halló noticias del enemigo que buscaba. De vuelta a Concepción, permaneció allí algunos días, hasta que, persuadido de que, por entonces, no había nada que temer y obedeciendo las instrucciones del Virrey, el 6 de abril se hizo de nuevo a la vela para el Perú. «No se ha sabido hasta hoy, escribía Ribera pocos días más tarde, que hayan pasado a este mar ningunos navíos de corsarios, y presumo que no vendrán este verano; pero por lo que puede suceder se estará siempre con el cuidado y prevención que impone el servicio de Vuestra Majestad»136.




7. Campaña de Van Spilberg en las costas de Chile

Contra las previsiones de Ribera, el enemigo se hallaba entonces en el estrecho de Magallanes preparándose para entrar inmediatamente en campaña. Como dijimos más atrás, el 16 de abril se encontraron reunidos los cinco buques holandeses en la bahía de Cordes. «Fue un favor muy particular de Dios, dice el cronista de la expedición, que naves tan grandes, contrariadas por los vientos, retardadas por el mal tiempo, teniendo que atravesar canales tan estrechos, que experimentar vientos tan diversos, y que sufrir tantas marejadas y corrientes que variaban, se encontrasen precisamente un mismo día en el lugar de la cita después de haberse apartado los unos de los otros y de haber hecho la primera parte de su camino con tiempos tan diversos»137. Los luteranos holandeses tenían tanta fe en la protección del cielo para llevar a cabo aquella empresa como los católicos españoles para defenderse con buena fortuna y destruir a sus enemigos.

Allí se detuvieron los holandeses ocho días en limpiar sus buques, renovar su provisión de leña y de agua, y en coger moluscos de que hallaron gran abundancia, y algunos de los   -81-   cuales les parecieron mejores que las ostras. El 24 de abril se hicieron nuevamente a la vela; pero no les fue posible avanzar con rapidez, y tuvieron, además, que experimentar las hostilidades de los indígenas, en cuyas manos murieron dos marineros que imprudentemente bajaron a tierra. Por fin, el 6 de mayo entraron en el océano Pacífico después de una travesía que, dadas las condiciones de la navegación de esos tiempos, podía considerarse felicísima.

Los holandeses llegaban a esos parajes a entradas del invierno, cuando los vientos del norte, frecuentes en esta estación, levantan tempestades constantes y peligrosas. Aquellos hábiles marinos, sin embargo, vencieron todas las dificultades, y el 25 de mayo fondeaban en frente de la isla de la Mocha. En la mañana siguiente, Spilberg bajó a tierra con un buen destacamento de tropas, entró en tratos con los indios que poblaban la isla, y en cambio de las mercaderías que les ofrecía, obtuvo una abundante provisión de víveres. «A mediodía, dice la relación holandesa, el Almirante volvió a bordo con los refrescos y con el soberano (cacique) de la isla y su hijo. Después de haber sido éstos regalados, visitaron la nave; y mostrándoles los cañones, se les hizo entender que el objeto de este viaje era combatir a los españoles, por lo cual los indios demostraron su alegría». El día siguiente, cuando se les envió a tierra, continuaron las negociaciones. «Cambiamos hachas, cuentas de vidrio y otras mercaderías por corderos. Obteníamos dos de estos animales por una hacha pequeña. Tuvimos así más de cien ovejas o corderos grandes y gordos y de lana blanca, como los de nuestro país, y muchas gallinas y otras naves, por hachas, cuchillos, camisas, sombreros, etc.»138. Después de esto, los mismos indios les pidieron que se alejasen de su isla.

Pero Spilberg no quería tampoco prolongar su residencia en la Mocha. En la mañana del 28 de mayo, favorecido por un viento fresco del sur, se hizo a la vela, y el 29, poco después de mediodía, fue a fondear cerca de la isla de Santa María. Inmediatamente hizo bajar a tierra un destacamento de tropas a cargo de Cristián Stulinck, fiscal de la expedición, para proponer cambios de mercaderías a los habitantes de la isla. El corregidor español Juan de Hinojosa, que allí mandaba, los recibió con demostraciones amistosas, y dejando en rehenes en tierra a un sargento holandés, consintió en trasladarse él mismo a bordo, donde pasó la noche muy bien atendido por los holandeses. Pero estas buenas relaciones no podían durar largo tiempo. El 30 de mayo el corregidor invitó al almirante holandés y a algunos de sus capitanes a bajar a tierra a comer en su compañía. Cuando desembarcaban los holandeses, se les comunicó que allí cerca había un destacamento de tropas sobre las armas; y creyéndose traicionados, se volvieron apresuradamente a sus buques llevándose consigo a un español llamado José Cornejo y a un cacique que estaba cerca139. Por éste supieron que en Chile y en el Perú se tenían noticias ciertas de su próximo arribo a estos mares, que se   -82-   hacían aprestos para combatirlos y que una división de la escuadra del Virrey acababa de estar en aquellos mares. Estos informes debían producir la ruptura definitiva de aquellos primeros tratos en que indudablemente cada bando había creído engañar a sus adversarios.

Al amanecer del domingo 31 de mayo, Spilberg desembarcó resueltamente en la isla con tres compañías de soldados y algunos marineros. Los españoles, impotentes para oponer una resistencia formal, pegaron fuego a la iglesia y a las rancherías que les servían de almacenes de depósito, y tomaron la fuga. Las tropas holandesas avanzaron en su persecución. En esas pequeñas escaramuzas tuvieron dos hombres heridos, pero mataron cuatro españoles, mientras los demás se salvaban apresuradamente favorecidos por sus caballos. Libre de enemigos, Spilberg saqueó todas las casas que halló en su camino, que eran simples chozas cubiertas de paja, les puso fuego, y en la tarde volvió a sus buques con quinientas ovejas y muchos otros víveres140. Después de esto, se hicieron a la vela para el norte; y el 3 de junio se presentaron en la bahía de Concepción, bastante lejos de tierra.

Ribera, entretanto, estaba sobre las armas en esta ciudad. Al saber que los holandeses se hallaban en la isla de Santa María, despachó un buque a llevar el aviso al Perú, y comunicó por mar y por tierra sus órdenes a Santiago para organizar la defensa de Valparaíso y de los otros puertos del norte. «Hecho esto, dice él mismo, comencé a fortificar la ciudad (Concepción) lo más aprisa que fue posible, con trincheras y parapetos en la estacada y entrada encubierta, y otras prevenciones que creí necesarias, y junté la más gente que pude así de españoles como de indios amigos, y con ella iba haciendo las obras que digo; y cuando el enemigo llegó a la boca de este puerto, que fue a 3 de junio, a hora de las dos después de mediodía, estaba todo tan bien dispuesto que tengo por seguro que si saltara en tierra, hiciéramos un gran servicio a Vuestra Majestad y bien a este reino, porque fuera tan descalabrado que no quedara para hacer los daños que hizo en el Perú. Y hizo harto en escaparse, porque yo me hallaba con 900 españoles, incluso los vecinos y moradores, estantes y habitantes de esta ciudad y su contorno, y con 300 indios amigos de Talcamávida, Arauco y otros de la ribera del Itata, todos los cuales mostraron muy buen ánimo de servir a Vuestra Majestad y se me venían a ofrecer con palabras en que lo daban a entender». El Gobernador, sin embargo, creyó descubrir más tarde que esos indios estaban dispuestos a plegarse a los holandeses si los españoles hubiesen sufrido el menor contraste.

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Spilberg no pensaba en desembarcar en Concepción. Aunque creía que los españoles tenían allí sólo unos doscientos hombres, no intentó exponer su gente a las contingencias de un combate. El día siguiente (4 de junio) «a las cuatro de la tarde, añade Ribera, los holandeses se hicieron a la mar sin hacer ningún daño en este lugar con artillería ni de otra manera, porque no pudieron entrar dentro del puerto respecto de un desgarrón de puelche (viento de tierra, llamado así por los indios de Chile) grande que se lo impidió»141. Navegando a corta distancia de la costa y, aun, desembarcando en ciertos lugares que les parecían amenos y que estaban desiertos, los holandeses estuvieron en Valparaíso el 11 de junio, de donde pasaron el siguiente día a la playa de Concón, en que se hallaba el buque San Agustín que poco antes había despachado Ribera de Concepción.

En virtud del aviso del Gobernador, los españoles estaban allí sobre las armas. El capitán Juan Pérez de Urasandi había reunido 700 hombres, en su mayor parte de caballería, enviados de Santiago para resguardar la costa. No habiendo alcanzado a hacer salir el navío San Agustin, le hizo prender fuego cuando los enemigos se dirigían a tomarlo, perdiéndose 800 fanegas de trigo, 150 quintales de bizcocho y 64 de cuerda de arcabuz que tenía a su bordo para abastecer el ejército del sur. Spilberg, que no había conseguido apoderarse de ese buque, bajó a tierra con 200 hombres y una pieza de artillería. «Encontraron también las casas incendiadas, dice la relación holandesa, y los españoles tanto jinetes como infantes, en orden de batalla, sin atreverse, sin embargo, a acercársenos a causa de nuestro cañón que hacía fuego sin cesar. Al contrario, a medida que avanzábamos, ellos retrocedían. Al fin, habiendo sobrevenido la bruma, el Almirante se reembarcó con sus tropas, y haciendo levantar las anclas nos dirigimos al norte a toda vela».

A pesar de las precauciones que los holandeses tomaban para no equivocarse en su itinerario, en la mañana del 13 de junio se encontraron en el puerto de Papudo, creyendo que se hallaban en Quintero142. Allí desembarcaron con todas las precauciones requeridas por su situación. Divisaron a lo lejos muchos caballos salvajes que acudían a beber a un arroyo, y cerca de éste establecieron su campamento en forma de medialuna para hacer su provisión de agua, de que los buques estaban escasos. «Encontramos, además, dice la relación holandesa, otro riachuelo en que cogimos mucho pescado. Hicimos cómodamente nuestra provisión de leña, y se puede tomar allí cuanta se quiera. Es el lugar del mundo más aparente para   -84-   refrescar las tripulaciones y hacer abundantes provisiones». Spilberg dio allí libertad al indio que había apresado en la isla de Santa María, y a dos portugueses, uno de ellos capitán de buque, que traía como prisioneros desde las costas del Brasil. En ese puerto se le huyeron también dos soldados, un holandés y un alemán, que dieron a los españoles importantes noticias sobre el objetivo del viaje»143. Por fin, el 17 de junio, los holandeses se hicieron a la vela para el norte, tocando sólo de paso en otros puntos de la costa de Chile, y llevando la resolución de ir a buscar a otra parte aventuras más peligrosas todavía que las que acababan de correr.




8. Sus triunfos en las costas del Perú y fin de su expedición

Otros hombres de menos resolución que Spilberg y sus valientes compañeros se habrían alejado allí mismo de las costas de América para dirigirse a los mares de Asia, que eran el objetivo y el término de su viaje. Sabían que el Perú era el centro del poder y de los recursos de España en las costas del Pacífico, y se les había informado, además, que el Virrey tenía a sus órdenes una escuadra relativamente formidable con la cual les sería forzoso batirse. A pesar de todo, resolvieron ir a provocarla a combate y, en efecto, tomaron el rumbo del norte sin alejarse mucho de la costa y, aun, acercándose para reconocerla y para apoderarse de las pequeñas embarcaciones que hallaban a su paso.

El Virrey, marqués de Montes Claros, advertido de la proximidad de los corsarios, dispuso la salida de su flota, contra el parecer de los que creían que era preferible artillar el Callao y mantenerse a la defensiva. Componíase de cinco buenos buques de guerra, armados de cañones y bien tripulados, y de tres buques mercantes que no llevaban artillería, pero que tenían a su bordo destacamentos de arcabuceros. El 11 de julio salió del Callao bajo el mando del general don Rodrigo de Mendoza, que lleno de arrogancia había prometido alcanzar una espléndida victoria.

Las dos escuadras se avistaron a la altura de Cañete en la tarde del 17 de julio. Los holandeses, a pesar de su inferioridad, siguieron avanzando hacia el enemigo, sin pretender entrar en combate que, según las apariencias, debía serles desastroso; pero la caída de la noche parecía aplazarlo hasta el día siguiente. Sin embargo, a eso de las diez, y en medio de una oscuridad completa, el general español, despreciando los consejos de los más caracterizados de sus oficiales, se adelantó con su nave y trabó la pelea rompiendo primero el fuego de arcabuz y enseguida el de cañón. El combate se hizo luego general, en medio de la confusión consiguiente a las circunstancias en que se había empeñado, y que aumentaba el redoble de los tambores, el sonido de las trompetas y los gritos y provocaciones de los combatientes. Los holandeses se defendieron con tanta habilidad como audacia, y obligaron a los españoles a retirarse con pérdida de uno de sus buques menores, que fue echado a pique a cañonazos.

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En la mañana siguiente (18 de julio) Spilberg, aprovechándose de la dispersión en que se hallaban los buques españoles, se adelantó resueltamente, y empeñó de nuevo el combate, que duró casi todo el día. La habilidad de los holandeses y la energía con que se batieron, les dio la victoria. Después de muchos incidentes que no tenemos para qué contar, echaron a pique otros dos buques enemigos, uno de los cuales era el que montaba el general español, tomaron numerosos prisioneros y pusieron a los otros en precipitada fuga. «Tal fue, exclama la relación holandesa, el resultado de este combate en que plugo a Dios protegernos extraordinariamente. ¡Gracias le sean siempre dadas por su infinita misericordia!».

Aquella victoria, que costaba a los holandeses pérdidas casi insignificantes, los estimuló a continuar su campaña en las costas del Pacífico. El 20 de julio, Spilberg se presentó en la bahía del Callao. Había allí trece a catorce pequeños buques mercantes, pero estaban tan cerca de tierra que los holandeses no pudieron, por falta de fondo, llevar hasta ellos sus naves mayores. El patache, que se adelantó algo más, recibió un cañonazo que atravesó su casco y que lo puso en peligro de irse a pique. Como Spilberg creyese que el puerto estaba bien defendido por la artillería, y que el Virrey contaba con fuerzas considerables, se mantuvo prudentemente a la distancia, haciendo varias tentativas para apoderarse de algunos de los buques españoles, que no se alejaban de la costa; y al fin, el 26 de julio, se hizo a la vela para el norte144.

Spilberg recorrió todavía las costas septentrionales del virreinato del Perú, desembarcando en algunos puntos, haciendo presas más o menos valiosas, e infundiendo el terror en   -86-   las poblaciones. Visitó, enseguida, las costas de Nueva España con idénticos propósitos, y allí también hizo temible el nombre holandés. Por fin, sin perder ninguno de sus buques, se dirigió a los mares de Asia, donde tuvo que sostener nuevos combates antes de volver a Europa. En toda ocasión, el almirante holandés desplegó la entereza de carácter y la inteligencia de marino que lo colocan en el rango de uno de los más intrépidos y de los más hábiles navegantes de su siglo. A su regreso a Holanda, en julio de 1617 por la vía del cabo de Buena Esperanza, fue recibido por sus compatriotas con las muestras de aplauso a que se había hecho merecedor.

En efecto, si el viaje alrededor del mundo de Jorge Spilberg no había dado origen al descubrimiento de nuevas tierras, y si por lo tanto no había contribuido a los progresos de la geografía, las circunstancias todas de esa navegación, la prudencia con que había sido dirigida, el valor desplegado en los combates y la buena fortuna con que la empresa había sido llevada a cabo, realzaban el poder y la gloria de Holanda y comprobaban, además, que había comenzado para España la época de la decadencia naval y militar.





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