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Capítulo VII

Estado administrativo y social en los primeros treinta años del siglo XVII


1. El situado, su influencia en el progreso de la colonia. 2. Incremento de la población de origen español: los extranjeros. 3. Dificultades de la administración pública: los gobernadores y la Audiencia. 4. Frecuentes controversias entre las autoridades eclesiástica y civil. 5. Espíritu religioso de la colonia: número e influencia del clero. 6. Nulidad de su acción para convertir a los indios y para mejorar las costumbres de los colonos. 7. Desorganización administrativa: sus causas. 8. Industria y comercio. 9. Entradas y gastos fiscales. 10. Instrucción pública: escuelas de los jesuitas y de los dominicanos. 11. Progresos de la ciudad de Santiago: fiestas y lujo.



1. El situado, su influencia en el progreso de la colonia

En medio de las inquietudes y quebrantos producidos por la guerra que los españoles sostenían en el sur de Chile y por las expediciones marítimas de los holandeses, la colonia había progresado considerablemente en los primeros treinta años del siglo XVII. El formidable levantamiento de los araucanos de 1599, que había destruido seis ciudades y causados tantos y tan grandes daños, puso por un momento la dominación española al borde de su ruina; pero sobreponiéndose a tantos desastres bajo el primer gobierno de Alonso de Ribera, logró mantenerse y consolidarse. Pocos años después de pasados aquellos desastres, la población y la riqueza de la colonia se habían desarrollado notablemente, y hasta en la industria y la cultura se percibía cierto progreso.

Como hemos tenido ocasión de decirlo, se debían, sobre todo, estos beneficios al establecimiento del situado. Las entradas propias del reino de Chile eran exiguas, y no bastaban para satisfacer los ingentes gastos que demandaba la guerra de Arauco. Felipe III dispuso en 1600 que la Corona suministrara al gobernador de Chile la suma de sesenta mil ducados. Esa suma, según se recordará, había sido elevada más tarde a ciento veinte mil ducados, cuando en 1603 el Rey dispuso la creación de un ejército permanente pagado por la Corona; y por último, ascendida a doscientos doce mil ducados, que equivalían a 293279 pesos fuertes. Se pensaba entonces que la pacificación de Chile, contando con este subsidio, no podría tardar muchos años; y, en consecuencia, el Rey lo concedió con el carácter de provisorio. Pero la guerra, que se había creído de corta duración, se alargó y llegó a hacerse fija y constante, y fue necesario mantener el situado como una erogación permanente. A consecuencia de las penurias del erario real, el soberano pensó más de una vez en suprimirlo o en limitarlo. Las incesantes reclamaciones de los gobernadores de Chile aseguraron su subsistencia.

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El tesoro fiscal del Perú, ricamente provisto, particularmente por los impuestos que gravaban la producción de las minas, podía hacer frente a todos los gastos del virreinato y enviar, además, cada año a la metrópoli una remesa considerable de dinero. El situado anual con que el Rey se dignaba socorrer al reino de Chile, era pagado por la tesorería fiscal de Lima. Esa subvención estaba destinada a satisfacer las necesidades de la guerra. Enviábase una parte de él en vestuario, armas y municiones y el resto en dinero para pago de los sueldos militares. La compra de aquellos objetos daba lugar en Lima a todo orden de especulaciones, y en Chile la distribución de los sueldos era el origen de numerosos fraudes. Negociantes poco escrupulosos, ordinariamente los militares de cierto rango o los empleados de la administración militar, explotaban a los soldados vendiéndoles las provisiones, por altos precios y a crédito, para pagarse el día de la llegada del situado.

De todas maneras, el establecimiento del situado, incorporando cada año en el comercio y en la circulación una suma relativamente considerable de dinero, había venido a dar vida al movimiento comercial e industrial de la colonia. La moneda acuñada, casi absolutamente desconocida en Chile durante los primeros sesenta años de la dominación española, comenzó a ser gradualmente, desde 1601, el instrumento ordinario de los cambios249. Muchos de los productos nacionales subieron de valor con el aumento natural de compradores, y el comercio, que comenzaba a enriquecerse, pudo también dar mayor impulso a los negocios.

Pero el establecimiento del situado produjo otros beneficios. Hasta fines del siglo XVI todos los colonos estaban obligados a marchar a la guerra con sus armas y caballos. Los cuerpos de tropas formados de esa manera, tenían escasa disciplina y prestaban un servicio intermitente e irregular. Salían a campaña en octubre o noviembre, y volvían a sus hogares a entradas de invierno, es decir, servían durante los meses de guerra activa, lo que obligaba a la mayor parte de los colonos a desatender las cosechas y los trabajos más importantes de los campos. Instituido el situado para sostener un ejército permanente y asalariado, no sólo se consiguió mejorar su condición y su disciplina sino que los vecinos que no eran militares, pudieron consagrarse más libremente a atender las faenas agrícolas. Esta reforma contribuyó notablemente a aumentar la producción y el comercio de exportación al Perú.




2. Incremento de la población de origen español: los extranjeros

Desde que el servicio militar dejó de ser obligatorio a todos los habitantes del reino, comenzaron a establecerse en él algunos individuos que querían labrarse una fortuna en las ocupaciones tranquilas del comercio y de la industria. De esta manera, la población de origen europeo, incrementada, además, con los refuerzos de tropa que llegaban de España y del Perú, recibió esos años un aumento que puede llamarse notable. Los antiguos documentos   -169-   no contienen datos precisos para apreciar en su justo valor este aumento de la población, pero no es difícil recoger en ellos algunas indicaciones que pueden darlo a conocer aproximativamente250.

Según esas indicaciones, la población de puro origen español que tenía el reino de Chile al terminar el tercer decenio del siglo XVII no podía bajar de ocho a nueve mil habitantes251. Esta suma puede descomponerse en: mil setecientos militares o soldados en servicio activo o retirados, ochocientos eclesiásticos, clérigos y frailes, ciento cincuenta o doscientas monjas, y el resto: agricultores, comerciantes, funcionarios públicos y artesanos.

Pero al lado de la población de pura sangre española, se formaba en los rangos inferiores de la escala social una población criolla más abundante todavía. Los trabajos excesivos que   -170-   se imponían a los indios de servicio y las guerras a que se les obligaba a asistir como auxiliares de los españoles, además de las frecuentes epidemias de viruelas, habían reducido considerablemente la población viril de la raza indígena. Muchos de esos indios huían lejos para libertarse de la servidumbre. Las mujeres, en cambio, quedaban en las ciudades y en los campos al servicio de los españoles; y en medio de la relajación de costumbres, resultaban con suma frecuencia uniones clandestinas. «Las indias que han quedado, escribía el obispo de Santiago dando cuenta de estos hechos, están en esta ciudad o en las estancias repartidas, las más asentadas por carta (contrato de servicio) o a su albedrío, de forma que no se casan (con los indios), porque las que son mozas viven mal con mestizos y españoles, y perseveran en su pecado con ellos, de que tienen muchos hijos, que hoy hay en este reino más mestizos habitados de esta manera que españoles»252. Así se formaba la masa del pueblo que iba reemplazando gradualmente a la raza indígena y ocupando el vacío que ésta dejaba en el cultivo de los campos, en los trabajos industriales y en el servicio doméstico.

La población de origen europeo no estaba reconcentrada en las ciudades, como lo había estado largo tiempo después de la Conquista. En toda la región del norte y centro de Chile hasta las orillas del río Maule, los agricultores y ganaderos comenzaban a habitar sus estancias. Había algunos distritos de campo particularmente poblados. En 1626, el gobernador don Luis Fernández de Córdoba tenía resuelto fundar dos villas, una en el valle de Colchagua y otra en el de Quillota, con el fin de reunir a los moradores que en ellos habitaban; pero cuando se preparaba para ejecutar este proyecto, llegó a Chile una cédula firmada por Felipe IV en que disponía que no se fundase «ninguna ciudad ni villa sin la expresa orden de su real persona»253.Sólo un siglo más tarde pudieron llevarse a cabo esas fundaciones.

Los dominios americanos del rey de España habrían podido poblarse con mucha mayor rapidez, y su riqueza habría debido desarrollarse en gran escala, sin las trabas y prohibiciones que las leyes vigentes oponían a la inmigración. Los españoles, como dijimos en otra parte, no podían venir a América sino con un permiso del Rey, que no era fácil obtener. Aun los que lo alcanzaban debían embarcarse en Sevilla, lo que, dadas las dificultades de los viajes terrestres en la metrópoli y la incomunicación de sus provincias, casi equivalía a cerrar la puerta de la emigración al nuevo mundo a los súbditos españoles que habitaban los distritos más apartados de Andalucía. Las colonias americanas no podían tampoco esperar el aumento de su población por el arribo de extranjeros, porque a éstos les estaba prohibido llegar a ellas, a menos de haber obtenido una licencia real que no se daba sino con numerosas restricciones. La legislación que regía esta materia se aparta tanto del espíritu cosmopolita de nuestro tiempo que merece ser analizada para que se comprenda aquel estado de cosas.

La ley prohibía a todo extranjero el pasar a las Indias o el comerciar en ellas bajo pena de confiscación de sus mercaderías y de sus demás bienes, que debían repartirse por iguales partes entre el denunciador, el juez de la causa y el fisco254. Los colonos de cualquier rango que cometieran el delito de negociar con los extranjeros, incurrían en las penas de muerte y de confiscación de todos sus bienes, pesando la pena de destitución sobre los gobernadores   -171-   y demás funcionarios de la Corona que hubiesen autorizado ese comercio255. Aun en los casos en que un extranjero obtuviera permiso para comerciar en alguna de las colonias, le era prohibido pasar más adentro de los puertos de su destino; y los gobernadores mismos estaban privados de la facultad de permitir que el extranjero se internara en las provincias de su mando256. El permiso concedido en algunas ocasiones a los extranjeros para comerciar en las Indias, no se extendía a todas sus producciones. Había algunos artículos como: el oro, la plata y la cochinilla, que les era prohibido adquirir y exportar257.

Se creería que los permisos acordados por el Rey de que hablan estas leyes, eran más o menos frecuentes y no difíciles de obtener; pero las condiciones exigidas para ello, dejan ver que no debían ser muchos los que llegaban a alcanzarlos. «Para que un extranjero pudiera obtener carta de naturaleza que lo pusiera en aptitud de ser admitido a tratar en las Indias, era preciso: 1.º que hubiera vivido en España o América por espacio de veinte años continuos; 2.º que fuese propietario diez años antes, de casa y bienes raíces que representasen un capital propio de cuatro mil ducados; 3.º que estuviese casado con nacional o hija de extranjero nacida en España o América; 4.º que el Consejo de Indias hubiese declarado que podía gozar de este privilegio después de una prolija información que debía rendirse ante la Audiencia, estando todavía el pretendiente sujeto a otros trámites y diligencias»258.

Estas prescripciones, hijas de las ideas de esos tiempos, debían parecer entonces mucho menos chocantes desde que la legislación de todos los países era generalmente restrictiva respecto de los extranjeros. La corte de España, implantándolas en su organización colonial, no hacía más que obedecer a las preocupaciones corrientes que casi consideraban enemigo a todo extranjero, si bien exageró extraordinariamente esas restricciones y las mantuvo en vigencia hasta un tiempo en que aquellas ideas se modificaban en los pueblos más civilizados. Pero esas prescripciones, que impidieron el desarrollo de la población en las colonias españolas y el aumento de su riqueza, daban, además, lugar a muchos abusos. Así, pues, por grandes que fueran las precauciones que en España y en América se tomaran para impedir en estos países la entrada de los extranjeros, siempre se pasaban algunos, ordinariamente hombres de humilde estado; y no era raro que en las colonias alcanzasen éstos una situación mucho más ventajosa. Cuando las angustias del tesoro real pusieron al soberano a punto de no poder sufragar los gastos más premiosos de palacio, creyó hallar en la violación de esas disposiciones un ramo seguro de entradas. En efecto, Felipe III, después de haber hecho levantar con el mayor secreto por medio de los gobernadores una especie de censo de los extranjeros que se hallaban en cada provincia, con especificación de su nacionalidad, estado civil y demás circunstancias, firmó en 10 de diciembre de 1618 una real cédula que merece recordarse. «Como quiera, decía, que por ser éste un caso de tan dañosa consecuencia, pudiera mandar proceder contra ellos, y que se ejecutaran en sus personas y bienes las penas en que han incurrido, todavía por hacerles bien y merced, y por   -172-   otras justas causas que a ello me han movido, usando de benignidad y clemencia por esta vez, con acuerdo y parecer de los de mi Consejo de las Indias, he tenido por bien que sirviéndome cada uno de los dichos extranjeros con la cantidad que fuese justo, y os pareciere, se les permita que puedan estar, vivir y residir en las dichas mis Indias, y tratar y contratar en ellas... Y si se hallare algún extranjero tan pobre que no pueda componer en cantidad que sea considerable, reservaréis el hacerlo para mejor tiempo y ocasión en que haya adquirido más hacienda, y enviaréis razón muy particular y distinta de las personas que se fueren componiendo, y cantidad con que cada uno me sirviere, y los motivos y causas que hubiere para admitirles a composición, y de qué nación es, qué ocupaciones han tenido y tienen, y a qué se aplican, y si es gente pacífica o de quien se puede tener alguna sospecha, para que habiéndose visto por los del dicho mi Consejo, se os ordene lo que pareciere convenir». El Rey mandaba, además, que cada Gobernador llevase un libro de matrícula de los extranjeros residentes en su distrito, en que se anotasen todas estas circunstancias.

Sin duda, en las otras colonias del rey de España, que gozaban de tranquilidad interior a la vez que de una gran reputación de riqueza, debían residir muchos extranjeros, y el impuesto de composición podía producir sumas considerables. Pero en Chile casi no se hallaban más que algunos portugueses que, aunque súbditos de Felipe III, no tenían facultad para establecerse en los países conquistados por los españoles. El doctor don Cristóbal de la Cerda, que gobernaba interinamente este país cuando llegó la cédula del Rey, tuvo que darle cumplimiento. «En conformidad de la cédula de Vuestra Majestad en que manda que se compongan los extranjeros que hubiere en este reino, escribía con este motivo, la Audiencia me dio comisión para que en esta ciudad (Concepción) y términos hiciese las diligencias y averiguaciones necesarias en orden a saber los extranjeros que hay en este distrito que hayan pasado a estas partes sin licencia de Vuestra Majestad y haciendas que tuvieren, para que sabido y averiguado se ejecute y cumpla lo contenido en dicha cédula, en que pondré la diligencia y cuidado posible para que Vuestra Majestad sea servido; y, aunque es verdad que hay algunos extranjeros, los más son soldados muy pobres»259.

Pero los órdenes del Rey se hicieron en breve más francas y premiosas. Felipe IV, al subir al trono, halló el tesoro real tan falto de fondos, que no tuvo inconveniente en firmar el 14 de junio de 1621 una cédula en que se encuentran estas palabras: «Las necesidades y aprietos de hacienda en que me hallo, son tan grandes y precisas que forzosamente obligan a buscar todos los medios posibles para aplicarles algún remedio. Y porque parece se podría sacar alguna cantidad de hacienda de la composición de extranjeros que han pasado a esas partes sin licencia de los reyes, tratando y contratando, y teniendo otras granjerías con que algunos de ellos han fundado grandes caudales, y los demás viven con descanso y comodidad, como quiera que pudiera mandarlos echar de la tierra por haber contravenido a las cédulas que sobre esto disponen, por hacerles bien y que me sirvan en esta ocasión, os mando deis orden en que se haga una lista de los extranjeros de todas naciones que hubiere en el distrito de esa Audiencia, y les obliguéis a que contribuya cada uno según o conforme a la hacienda que tuviere, entendiéndose que esto no ha de ser acto voluntario sino preciso, dándoles a entender el beneficio que se les hace y cuán grande es para ellos dejarlos en sosiego y quietud, haciendo vos el repartimiento conforme al caudal de cada uno». En esa   -173-   misma cédula, el Rey reprobaba la moderación con que habían procedido algunos gobernadores aceptando composiciones por precios que consideraba bajos.

El ejecutor de esta ordenanza en Chile fue el gobernador don Pedro Osores de Ulloa. Desplegando, sin duda, los medios de rigor, consiguió reunir la suma de diez y ocho mil pesos por el derecho de composición, y creía que habría reunido una cantidad más considerable si hubiera contado con el apoyo de la Real Audiencia. Pero este alto tribunal, movido por el doctor don Cristóbal de la Cerda, le opuso toda clase de dificultades, acogiendo las apelaciones de los extranjeros y suscitando otro orden de cuestiones260. Cuando el Rey tuvo noticia de estas contradicciones, resolvió «que en cuanto a composiciones, no es materia que toca a la Audiencia, ni que admite recurso por ningún camino a ella, porque el Gobernador es el que lo ha de efectuar y tratar, y tampoco es materia que admite recusaciones»261. En adelante, los gobernadores quedaron autorizados para fijar sin contrapeso la suma que debían pagar los extranjeros por derecho de composición.




3. Dificultades de la administración pública: los gobernadores y la Audiencia

Estas frecuentes competencias de autoridades, de que hemos tenido que hablar en tantas ocasiones y de que tendremos que ocuparnos más adelante, producían una gran perturbación en la marcha administrativa pero contribuían al mismo resultado otras causas. Los gobernadores estaban obligados a pasar largas temporadas, a veces años enteros, en Concepción y en los fuertes de la frontera, confiando el gobierno de la capital y la administración civil de la colonia al corregidor de Santiago. Aun, durante cierto tiempo, como ya dijimos, se había sostenido que no podía subsistir este funcionario en las ciudades en que había Audiencia, y era este tribunal el que hacía las veces del Gobernador. Se recordará que don Luis Fernández de Córdoba puso término a esta práctica en 1625 haciendo respetar la autoridad del corregidor que había nombrado.

Al fundar la audiencia de Santiago, el Rey había querido instituir no sólo un tribunal encargado de la administración de justicia sino un consejo que sirviese a los gobernadores para facilitar la acción administrativa. Pero el soberano, que quería también que aquellos dos poderes, el Gobernador y la Audiencia, ejercieran uno sobre el otro una vigilancia recíproca, había confundido en muchos detalles las atribuciones de ambos, y creado una situación que debía dar lugar a dificultades de todo orden, a menos que uno y otro estuvieran animados del más tranquilo espíritu de conciliación. Así habría debido suceder si el Gobernador y los oidores se hubieran mantenido dentro de sus atribuciones respectivas y, sobre todo, en los límites de la prudencia. Pero a poco de instalado ese tribunal, nacieron dificultades y contradicciones que fueron haciéndose más y más graves. Originadas unas por disputas de jurisdicción, pretendiendo el Gobernador sustraer de la competencia del tribunal el conocimiento de ciertos negocios que juzgaba exclusivamente militares o administrativos,   -174-   provocadas otras por la arrogancia o el espíritu pendenciero de alguno de los oidores, esas cuestiones, según hemos contado, dieron origen a verdaderos escándalos y entorpecieron la acción gubernativa. Estas ruidosas competencias habían estimulado a algunos de los gobernadores a proponer al Rey los remedios que creían más eficaces para evitarlas. Dos de ellos, don Lope de Ulloa y Lemos y don Luis Fernández de Córdoba, habían propuesto que la Audiencia fuese trasladada a Concepción, para tenerla más cerca y bajo una vigilancia más inmediata. Don Pedro Osores de Ulloa pedía un remedio más enérgico todavía, la supresión absoluta de la Real Audiencia262. El Rey, como sabemos, se negó a adoptar cualquiera de estos dos arbitrios, limitándose a dictar medidas subalternas para evitar la repetición de esas dificultades. Según el sistema administrativo adoptado por la Corte, la Audiencia era u contrapeso de las atribuciones de los gobernadores, debía vigilar los actos de éstos y fortificar el poder real haciendo que se cumplieran todos sus mandatos.

Entre otros fundamentos que algunos funcionarios habían tenido para pedir la supresión de la Real Audiencia, era el más serio la insignificancia de los litigios civiles que se ventilaban ante ella, y que habría podido resolver un solo juez como sucedía antes de la creación de ese tribunal. «Heme certificado de uno de los de la Audiencia de mayor experiencia en ella, escribía con este motivo el obispo de Santiago, que todos los pleitos que en ella se han acabado desde su fundación no importan los salarios que llevan los ministros y oficiales de ella, porque los más pleitos son por un indio o por un pedazo de tierra para sembrar o criar ganados, o porque apelan del Obispo y se presentan por vía de fuerza; y después de retenidos los pleitos algunas veces dos meses, debiéndose declarar sobre tabla, los suelen detener, y si son para pedir auxilio, lo relatan en audiencia pública, por donde siendo criminales tienen las partes noticia de quién(es) son los testigos, y los hacen retractar antes de dar el auxilio»263.

Sin duda alguna, esas frecuentes reyertas entre los gobernadores y la Audiencia debían menoscabar el prestigio de la administración de justicia y hacer menos respetables las personas de los oidores. Pero hechos de otro orden contribuían más poderosamente a este resultado. El Rey había querido hacer de esos funcionarios jueces verdaderamente incorruptibles, asignándoles un sueldo que asegurase su independencia, y aislándolos legalmente   -175-   en medio de la sociedad en que vivían para sustraerlos a las influencias de familia y amistad. Al paso que se les quería rodear de todo el prestigio, debido a los más altos representantes del soberano, dando a los oidores el lugar preferente en las concurrencias públicas, señalándoles un vestido especial, la garnacha o traje talar con mangas y sobrecuello a manera de esclavina y exigiendo a todos que les guardasen el más aparatoso respeto, a ellos mismos se les ordenaba vivir, en cierto modo, segregados de la sociedad en cuyo seno tenían que residir. La ley les prohibía expresamente, así como a los virreyes y gobernadores, casarse en el distrito de la Audiencia sin un permiso especial del Rey, tener propiedades ni negocio de ningún género, recibir dádivas u obsequios, mantener amistades estrechas, ser padrinos de matrimonio o de bautizo y asistir a casamientos o entierros. Estas prohibiciones, que eran extensivas a las mujeres e hijos de los oidores, tenían por finalidad garantir la imparcialidad de la administración de justicia y revestir a los oidores del respeto que debía infundir ese alejamiento. Sin embargo, todas estas precauciones legales debían ser, en la práctica, ineficaces para conseguir esos fines. Los oidores destinados a estos países, eran en gran parte letrados de modestos antecedentes que debían su elevación al empeño y al favor, y que, hallándose tan lejos del ojo escrutador del soberano, y en poblaciones pequeñas en que por fuerza tenían que conocer y tratar a todos los hombres de algún valer, no podían dejar de ser influenciados de un modo u otro. Los abusos de este orden eran frecuentes y a veces escandalosos.

En efecto, la administración de justicia se resintió en su pureza desde los primeros tiempos de instalada la Real Audiencia. Como hemos visto, ésta había traído el encargo de abolir radicalmente el servicio personal de los indígenas; pero cediendo a las influencias de los encomenderos, celebró el acuerdo de 28 de septiembre de 1609, que anulaba en su fondo la reforma decretada por el Rey264. Pero otros actos mucho más ofensivos para la justicia vinieron en breve a hacer dudar de la rectitud de esos jueces, y acarrearles las más tremendas acusaciones265. Crímenes horribles quedaron impunes o merecieron penas irrisorias   -176-   cuando los culpables eran gentes de alta posición y de fortuna. Una señora principal, llamada doña Catalina Lisperguer, hija de aquella Catalina de los Ríos, de quien se contaba que había intentado envenenar al gobernador Ribera, y que con la protección de algunos frailes burló la acción de la justicia266, hacía asesinar una noche de mayo de 1624 a un amante suyo, y después de un proceso en que se reveló toda la parcialidad de los jueces, y que duró diez largos meses, fue condenada a pagar cuatro mil pesos. En enero de 1633, la misma doña Catalina Lisperguer preparaba el asesinato del cura de la Ligua; y este crimen, a pesar de la intervención del Obispo, quedaba impune por el favor que algunos de los miembros de la Audiencia prestaban a aquella señora. Los otros crímenes perpetrados por esa familia, crímenes horribles y que dejan ver una espantosa depravación, fueron igualmente disimulados por la justicia, y la historia social que en nuestros días los ha sacado a luz, prueba con ellos la corrupción de las costumbres de esa época y hasta dónde había llegado la impureza de aquellos magistrados y el poder de las familias acaudaladas para vivir seguras de la más escandalosa impunidad267. Todo hace creer que aquellos hechos no fueron excepcionales, y que por esos años la fortuna y la posición social eran un amparo protector, franco y casi sin disimulo, contra la acción de la justicia.




4. Frecuentes controversias entre las autoridades eclesiástica y civil

La organización dada por el Rey al poder eclesiástico en sus dominios de Indias, contribuía a aumentar el número de esas competencias y dificultades domésticas que dificultaban la marcha administrativa. Había querido constituir en los obispos y en el clero un elemento   -177-   que afianzase y robusteciese la autoridad del soberano. Para ello se había reservado el derecho de proponer a los obispos y de nombrar para todos los beneficios eclesiásticos. El alto clero, expresamente elegido por el Rey, debía secundar la acción de éste eficaz y resueltamente. Dependía del Papa sólo en los negocios espirituales, pero en la administración eclesiástica y, aun, en muchos accidentes del ceremonial del culto, estaba sometido a las prescripciones dictadas por el soberano. En este terreno, el clero tenía la obligación de sostener con su poder y su influencia aquel sistema administrativo, y debía por tanto proclamar y defender el pretendido derecho divino de los reyes.

Pero al mismo tiempo se le habían concedido por la ley y por la práctica atribuciones que no podían dejar de dar origen a dificultades. Si bien el Rey depositaba la mayor suma de poder en manos de los virreyes y gobernadores, obedeciendo a un espíritu persistente de desconfianza, quería también que ese poder estuviera contrapesado, y su ejercicio vigilado por otros funcionarios para mantener la sumisión de todos, coartando la libertad de acción de cada uno de ellos. Hemos dicho que así como los virreyes y gobernadores debían vigilar la conducta de las audiencias, éstas tenían el derecho de inspeccionar la conducta de aquellos altos funcionarios e informar al Rey acerca de sus actos268. De la misma manera, los obispos, encargados de morigerar las costumbres y de señalar los abusos, formaban en cierto modo un contrapeso a la autoridad de los gobernadores y de las audiencias. Ellos se dirigían al Rey para darle cuenta de todo lo que pasaba en sus distritos respectivos. En su correspondencia hablaban de la paz y de guerra, del estado del gobierno y de la administración de justicia, acusaban o recomendaban a los funcionarios civiles, y pedían reformas en las instituciones o en los negocios más ajenos a los intereses eclesiásticos. Además de esto, en su simple carácter de obispos, y como encargados de velar por las buenas costumbres, comenzaron, en breve, a dictar providencias y decretos sobre asuntos que eran del exclusivo resorte de la autoridad civil, y que, sin embargo, fueron más tarde confirmados y promulgados en los sínodos de las diócesis.

Este orden de cosas, de que hemos señalado algunos ejemplos en las páginas anteriores, se había planteado poco a poco, y comenzaba a estar en pleno vigor a principios del siglo XVII. Las consecuencias de este sistema no debían ser otras que el entorpecimiento de la libertad de acción de cada uno de estos poderes y la necesidad de recurrir a cada paso al Rey para que dirimiera las competencias. El clero, por otra parte, envanecido con el prestigio de que lo rodeaban las ideas religiosas de la época, se sentía inclinado a promover pendencias por cuestiones de etiqueta, y a pretexto de sostener lo que llamaba las prerrogativas de la Iglesia, no vacilaba en provocar verdaderos conflictos.

Aunque este espíritu fue común a casi todos los prelados del período colonial, ha quedado famoso en la historia el obispo de Santiago don fray Juan Pérez de Espinoza, de cuyas   -178-   rencillas bajo el primer gobierno de Alonso de Ribera hemos tenido ocasión de hablar en otra parte269. Durante su episcopado, que se extendió de 1601 a 1618, suscitó numerosas cuestiones a los gobernadores, a sus tenientes, a la Real Audiencia, a los prelados de las órdenes religiosas y a muchos particulares, todas las cuales debieron producir en la colonia la más viva agitación. Nacidas ordinariamente de causas frívolas y casi insignificantes, algunas de ellas tomaron, sin embargo, grandes proporciones y fueron un motivo de inquietudes y de alarmas. Sería largo e innecesario el referirlas aquí en todos sus complicados accidentes, pero debemos recordar la más grave de ellas.

Enemistado con todas las autoridades, y particularmente con la Real Audiencia, con la cual acababa de tener una ruidosa y acerva cuestión de competencia jurisdiccional, el obispo Pérez de Espinoza salía de una reyerta para entrar en otra. En 1612, un cambio de comunicaciones con la Real Audiencia, originada, según se dice, por una simple cuestión de etiqueta, tomó un carácter destemplado por la intemperancia del Obispo, y exasperó de tal suerte al supremo tribunal que expidió contra aquél una orden de arresto. Pero el prelado tenía en sus manos un poder suficiente en aquella época para imponer a la Audiencia y para obligarla a retroceder. Salió de Santiago, y fue a establecerse una legua al noreste, en un   -179-   lugar que por largo tiempo conservó el nombre de «quebrada del obispo», y desde allí lanzó un tremendo decreto por el cual ponía en entredicho la ciudad. Según la jurisprudencia canónica, entonces en práctica, aquella censura privaba a los habitantes de la ciudad del uso de los sacramentos, del servicio divino y de la sepultura religiosa, y apenas era permitido administrar el bautismo a los recién nacidos y la comunión a los moribundos. Puede suponerse la consternación que aquel decreto debió producir en Santiago. La Audiencia se vio en la necesidad de revocar su auto, y de abatirse ante el orgulloso Obispo para que éste consintiera en volver a la ciudad y en levantar el entredicho.

A pesar de su triunfo, el obispo Pérez de Espinoza se hallaba en Chile en una situación muy desagradable. Aquellas repetidas luchas en que se había atraído tantos enemigos, le hacían difícil residir en este país, al cual, por otra parte, no había tomado afecto. Desde tiempo atrás pedía empeñosamente al Rey que aceptase la renuncia que hacía de su mitra, representando, al efecto, que su larga residencia en América lo hacía acreedor a una situación más tranquila. Después de sus últimas cuestiones con la Real Audiencia, repitió estas peticiones con mayor instancia, recordando sus servicios y acusando con mucha dureza a sus adversarios. «Tengo gran confianza, escribía con este motivo, en que Vuestra Majestad me ha de hacer merced de sacarme de Chile jubilándome para que me pueda ir a mi patria a acabar lo poco que me falta de vida con quietud. Esto suplico a Vuestra Majestad con el encarecimiento posible, pues bastan trece años de purgatorio de Chile con tantas persecuciones de los ministros de Vuestra Majestad coloreadas con título de patronazgo real»270. Sus peticiones fueron desatendidas por el Rey. El Obispo, obligado a permanecer en Chile, se vio todavía envuelto en nuevas y ruidosas reyertas con el provincial de los jesuitas por la secularización de un padre de la Compañía271; pero al fin no pudo tolerar aquella situación. En 1617, por muerte de Alonso de Ribera, tomó interinamente el gobierno de Chile el licenciado Hernando Talaverano Gallegos. El obispo Pérez de Espinoza, que había sostenido con éste las más ardientes controversias, abandonó su diócesis, y sin pedir permiso a nadie, ni al Gobernador ni al Rey, trasmontó las cordilleras y se dirigió a España por la vía de Buenos Aires. Uno de sus sucesores, el obispo Villarroel, refiere que eligió este camino porque en él no hallaría audiencias ni oidores, que habían llegado a hacérsele tan odiosos272. En España, sin embargo, lo esperaba un nuevo litigio, más ruidoso que todos los anteriores, que había de costarle una ultrajante condenación y que debía amargar sus últimos días273.

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Aunque el obispo Pérez de Espinoza fue el más batallador de todos aquellos prelados, este espíritu de controversia y de lucha se encuentra más o menos en todos ellos y, aun, en las autoridades eclesiásticas subalternas. En 1618, el mismo año en que aquel prelado partía para España, surgía en Concepción otra grave controversia suscitada por el provisor que tenía a su cargo el gobierno de la diócesis. La audiencia de Santiago, por encargo del Rey, y queriendo poner remedio a los abusos que cometían los eclesiásticos en la cobranza de derechos parroquiales, había establecido un arancel en que esos derechos estaban tasados en una cantidad muy superior a lo que se pagaba en España, pero que, en cambio, establecía una regla fija e invariable. El provisor de Concepción, cuyo nombre no aparece en los documentos que tenemos a la vista, se negó resueltamente a promulgar y hacer cumplir el nuevo arancel. Fue más lejos todavía: excomulgó al juez que le notificaba la resolución de la Audiencia; y algunos de los clérigos de su dependencia, dieron de golpes y estropearon a ese funcionario, rompiéndole la vara, símbolo de su autoridad. La Audiencia, formada por el oidor don Cristóbal de la Cerda y dos letrados de Santiago, acordó el extrañamiento del provisor en pena de ese desacato. Pero este fallo no llegó a ejecutarse. Estando embarcado en el buque que debía transportarlo al Perú, el provisor lanzó sobre la ciudad de Concepción el decreto de entredicho eclesiástico. Ante la alarma producida por esta censura, el gobernador don López de Ulloa y Lemos revocó el arancel sancionado por la Audiencia, y mandó suspender los efectos de las providencias dictadas por este alto tribunal. El provisor, que había atropellado los respetos debidos a la administración de justicia, quedó impune de su falta y pudo cantar por entonces una victoria completa274.

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Pero estas repetidas controversias entre las autoridades eclesiásticas y civiles tenían un carácter particular. Los obispos que las provocaban, sostenían que su resistencia era a los desmanes de los agentes del Rey, y no a las órdenes y mandatos de este último, por el cual proclamaban la más absoluta y respetuosa deferencia. Más de una vez esos prelados se vieron en la grave dificultad de optar entre las órdenes emanadas del Papa y los mandatos dictados por el soberano, y al fin se decidieron por respetar los de éste. Tal fue lo que sucedió respecto de la publicación de la famosa bula In cœna Domini 275. Por ella los papas habían pretendido establecer la supremacía del poder eclesiástico sobre el poder civil; pero los reyes de España, cuyas prerrogativas se intentaba menoscabar, como las de los demás soberanos, se habían negado a darle publicidad y cumplimiento en sus dominios. En 1610, Paulo V volvía a reiterarla, y mandaba que todos los obispos del catolicismo la publicaran   -182-   en sus iglesias catedrales el Jueves Santo de cada año. Los prelados de Chile se disponían a cumplir esta orden de su jefe espiritual; pero bastó que la Real Audiencia les comunicase que aquella bula no tenía la sanción real para que se abstuvieran de hacerlo. «Su Santidad tiene mandado, escribía en 1625 el gobernador eclesiástico de la diócesis de Santiago, que todos los jueves santos se lea y publique la bula de la cena del Señor, y vuestro presidente y oidores de esta Real Audiencia la prohíben por decir que no está pasada por vuestro Consejo de las Indias. Suplico a Vuestra Majestad se sirva mandar lo que en esto se ha de hacer, que por evitar escándalos he obedecido los autos que en esta razón se me han notificado»276. Tres años más tarde, el obispo don Francisco de Salcedo y el cabildo eclesiástico de Santiago, pedían al Rey algunas concesiones para su iglesia. «Suplican, decían allí, se mande dar cédula para que la Audiencia no impida que se lea y publique los jueves santos a su hora la bula In cœna Domini, o lo que en esto se deba hacer». El Rey no dio al fin el permiso que se le pedía; y contra los repetidos mandatos del Papa, los obispos de Chile se abstuvieron de publicar aquella famosa bula o, para salvar las apariencias, la hacían leer en latín y cuando no se hallaban en la iglesia ni el presidente ni los oidores277.




5. Espíritu religioso de la colonia: número e influencia del clero

Esta repetición frecuente de escándalos y de pendencias que sin duda apasionaban a todo el reino, habrían debido menoscabar la fe o, a lo menos, la veneración con que eran mirados los eclesiásticos. Pero los españoles que poblaban Chile a principios del siglo XVII eran inconmovibles en sus ideas religiosas, y ni aquellos sucesos ni el espectáculo de la relajación de las costumbres del clero, ni la apasionada lucha que sostuvieron contra los jesuitas con motivo de la guerra defensiva y de la abolición del servicio personal, podían debilitar su fervorosa devoción.

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Muy al contrario de eso, el espíritu religioso parecía haberse exaltado a principios de ese siglo. La influencia del acrecentamiento de la devoción en la corte de España bajo el reinado de Felipe III, se había hecho sentir en Chile; y el arribo de los jesuitas había venido a dar mayor vida a todas las manifestaciones exteriores del culto, ya que no a operar una saludable modificación en las costumbres. Los jesuitas, en efecto, organizaron hermandades y cofradías no sólo para los españoles sino, también, para los indios y para los negros. Dieron, además, a las funciones de iglesia una ostentación y un aparato desconocidos hasta entonces, y consiguieron revestirlas por la música y los fuegos de artificio en verdaderas fiestas populares. Esas funciones eran de varias clases, unas plácidas y de júbilo como las de Pascua y de Corpus Christi, amenizadas por los cantos del pueblo, y otras terribles, como las de Cuaresma, en que los asistentes solían concurrir cargados con cruces y cadenas, en que la predicación tenía por finalidad provocar el arrepentimiento con la amenaza de las llamas del infierno, y en que se cantaba el Miserere a oscuras y en medio de los ayes lastimosos de los que se destrozaban sus carnes con crueles disciplinazos. Las procesiones por las calles de la ciudad, eran, además, frecuentes y dispuestas con esmero para producir impresión en el ánimo del vulgo ignorante. Empleábanse imágenes a las cuales se les daba movimiento por medio de cuerdas para hacerlas representar pasajes de la vida de Jesucristo o de los santos. Algunas de esas fiestas se celebraban por medio de tres procesiones distintas, que convergían a un solo punto de la ciudad, para representar con más viveza el suceso que se recordaba278.

Aparte de las fiestas y procesiones ordinarias, y que podríamos llamar de tabla, ya bastante numerosas, ocurrían las extraordinarias motivadas por algún accidente luctuoso o para celebrar algún suceso favorable. Los libros de acuerdos de los cabildos y los otros documentos de la época, están llenos de noticias de funciones religiosas de esta última clase, que imponían a las ciudades gastos onerosos. Desde que en los meses de otoño se hacía sentir una de las frecuentes epidemias de viruelas, comenzaban las rogativas y las procesiones y, aunque la experiencia de muchos años enseñaba que la intensidad de la epidemia no cedía sino con el cambio de estación, la superstición popular conservó su fe inquebrantable en la eficacia de los medios sobrenaturales279. Procedimientos análogos se empleaban contra la langosta que solía aparecer algunos veranos en los campos, y, aun, entonces se apelaba a una práctica más supersticiosa todavía: la de hacer conjurar por el Obispo aquellos perjudiciales insectos280. Pero sucesos de otro orden daban lugar a fiestas religiosas más ostentosas todavía. Los jesuitas hicieron en Santiago en 1612 una gran procesión para fascinar al pueblo celebrando las pretendidas ventajas alcanzadas por la guerra defensiva. El Rey, por otra parte, disponía desde España que las iglesias de sus dominios de Indias celebrasen solemnemente los sucesos favorables a su corona o a su familia, ya fueran éstos la preñez de la Reina o el nacimiento de un Príncipe o de una Infanta. Felipe IV mandó que a perpetuidad se celebrase en todos sus reinos el 29 de noviembre una solemnísima fiesta religiosa en honor del Santísimo Sacramento por haber salvado, se decía, a las flotas de Indias y de Nueva   -184-   España de caer en manos de los ingleses que atacaron a Cádiz en 1625281. ¡Tales eran los triunfos que en esos tiempos de decadencia de la monarquía celebraban los vasallos del Rey católico! Y aquí conviene recordar que Felipe IV se hacía dar el título de «grande», que no se había dado a sus abuelos Fernando el Católico, Carlos V y Felipe II.

Fue memorable entre todas esas fiestas religiosas una que se celebró en Chile en noviembre de 1618. Felipe III, en medio de las numerosas devociones que lo preocupaban a toda hora, tenía una muy especial por la Virgen, «deseando con todas sus fuerzas, dice un antiguo cronista, se determinase en Roma la materia tan incautamente disputable de su Purísima Concepción»282. Por una real cédula mandó que en todos sus dominios se celebrase una gran fiesta, como si con ella hubiera querido acelerar la declaración del misterio que el piadoso monarca no alcanzó a ver proclamado. El cabildo de Santiago quiso que, con este motivo, se desplegase un lujo excepcional, que las casas se cubriesen de colgaduras, que acudiesen las milicias y que se hiciese una solemne procesión que saldría del templo de los jesuitas. El día que ésta tuvo lugar, fue declarado festivo, y se corrieron toros, cañas, sortijas y carreras. El pueblo acompañaba a la procesión entonando cánticos preparados por los jesuitas. «Las fiestas de regocijos exteriores duraron muchos días, dice un escritor contemporáneo. Tocó uno de ellos a la congregación de españoles, que está fundada en la Compañía de Jesús, la cual hizo una muy costosa y concertada mascarada en que concurrían todas las naciones del mundo con sus reyes y príncipes, todos vestidos a su usanza, con grandes acompañamientos y detrás de todos el Papa, a quien llegaba cada nación con su Rey a suplicarle favoreciese este misterio»283. Estas mascaradas de carácter religioso, repetidas en otra forma de los días subsiguientes, debieron procurar una gran diversión a los habitantes de Santiago, pero les proporcionaron también un gasto considerable en la confección de trajes, en las andas de los santos y en el pago de alumbrado, que entonces era muy caro.

La devoción de aquella sociedad se reflejaba por otros accidentes. Reinaba en ella una pasión decidida por todo lo maravilloso y sobrenatural. Los sermones que se predicaban en el púlpito, las historietas que se contaban cada día, los poquísimos libros que se leían, estaban llenos de milagros, de apariciones de santos y de demonios, de prodigios singulares que casi nadie osaba poner en duda. Los hechos más comunes y naturales se explicaban como milagros evidentes y fuera de toda cuestión. Cada iglesia tenía una o más imágenes milagrosas a las cuales se atribuían las virtudes más extraordinarias, y que recibían los valiosos   -185-   presentes de los fieles. Las pocas relaciones que nos han quedado de esos tiempos, las cartas anuas de los jesuitas y las crónicas religiosas, contienen uno o muchos prodigios en cada página y nos dan una idea del extravío de la razón y del criterio bajo aquel régimen de ignorancia y de superstición284.

Esta fe en los milagros explica otra faz de aquel estado social. Las mandas de dinero para obtener la protección de los santos, la institución de censos y capellanías para fundar aniversarios piadosos, los donativos y los legados a los conventos, se hacían cada día más considerables, a pesar de la pobreza del país, y comenzaban a enriquecer extraordinariamente a las órdenes religiosas. «Los conventos de Santo Domingo, San Agustín, la Merced y la Compañía de Jesús, escribía con este motivo el obispo de Santiago, se van apoderando de muchas tierras que heredan y compran, y no solamente ellos no quieren pagar diezmos, mas defienden a los colonos a quien los alquilan, para que no los paguen, y ellos los cobran. A este paso, en poco tiempo más será toda la tierra de estas religiones si Vuestra Majestad no pone el remedio que conviene»285. Los temores expresados por el Obispo no carecían de fundamento. Las órdenes religiosas se iban adueñando poco a poco de las más hermosas propiedades territoriales del país. Los jesuitas, sobre todo, a los pocos años de su arribo a Chile, tenían extensas y valiosas estancias, y seguían procurándose muchas otras hasta constituir un siglo más tarde una riqueza verdaderamente prodigiosa.

En tales condiciones y bajo tal espíritu, el clero no podía dejar de ser muy numeroso en Chile, como lo era entonces en la metrópoli y en las otras posesiones del rey de España. En algunas de éstas en que se vivía en medio de la abundancia y la riqueza, en que se gozaba de paz interior y de grandes comodidades, la afluencia de clérigos y frailes había tomado proporciones desmedidas. Se ha dicho que el Perú tenía a principios del siglo XVII, seis mil eclesiásticos de misa286. Chile, mucho más pobre entonces, expuesto a todas las contingencias y peligros de la guerra, tenía sólo unos ochocientos lo que, sin embargo, era enorme, si se toma en cuenta la escasez de su población. La sola ciudad de Santiago contaba en 1610 cinco conventos con 156 frailes y dos monasterios con 104 monjas, y existían, además, conventos de frailes en todas las ciudades, aunque cada uno con menos número de individuos. Veinte años más tarde era tal su abundancia, que el obispo de Santiago la calificaba de verdadera plaga287. Pero el clero secular no era menos numeroso. La carrera eclesiástica   -186-   atraía muchas gentes no sólo porque aseguraba una existencia cómoda y descansada, sustraída a las penurias de la pobreza y a las fatigas y peligros de la vida militar, sino porque bajo aquel estado social ella procuraba una gran consideración y un notable valimiento en las familias. Su influencia era decisiva en la mayor parte de los asuntos de gobierno o de administración de justicia, por su prestigio cerca de los más altos funcionarios; y en el seno de la vida doméstica, se les veía siempre ocupados en concertar matrimonios, disponer testamentos y entender en los negocios más privados como consejeros y directores de las familias. Según las ideas morales de esos tiempos, la respetuosa deferencia por el clero, el hacer regalos para el culto y donativos a los conventos, constituían la primera de las virtudes que podían adornar a un individuo, y excusaban o hacían olvidar sus faltas. «No puedo ocultar una singular virtud del doctor don Cristóbal de la Cerda, escribía un cronista contemporáneo, por ser de tanta estimación en los que gobiernan y tan necesaria para el buen ejemplo de aquella nueva cristiandad, y es una particularísima reverencia y respeto al estado sacerdotal. Jamás vi que consintiese que ningún sacerdote, por mozo y menos autorizado que fuese, le permitiese ir a su lado izquierdo. Siempre daba a todos el derecho, y hacía otras cortesías que le hacían tanto mayor a los ojos de los hombres y de Dios cuanto honraba más a sus ministros»288. La famosa doña Catalina de los Río, de cuyos crímenes hemos hablado sumariamente, tenía asegurada su impunidad ante la ley por la protección que le dispensaban algunos miembros de la Real Audiencia; pero ella y su familia contaban, sobre todo, con el apoyo moral que se habían conquistado mediante sus larguezas en favor de los conventos y de las iglesias.

Debe, además, tomarse en cuenta que el clero, tanto regular como secular, se reclutaba exclusivamente en la población de puro origen español, ya fuera nativa de la metrópoli, ya de las nuevas colonias. Los mestizos, aunque habilitados por una real cédula dada por Felipe II en 28 de septiembre de 1588, para recibir las órdenes sacerdotales a condición de que hubiesen nacido de legítimo matrimonio, ocupaban en Chile una posición tan humilde que   -187-   no podían aspirar a este honor. En cambio, no había una familia de origen español que no tuviese algunos de los suyos en los conventos o en el clero. En las ideas españolas de ese tiempo, éste era un título que recomendaba grandemente a una familia. Es frecuente hallar en las informaciones de méritos y servicios de algunos letrados o militares, que se hacía valer muy particularmente la circunstancia de tener varios hijos o hermanos que habían abrazado la carrera sacerdotal, o hijas que se habían hecho monjas profesas289.




6. Nulidad de su acción para convertir a los indios y para mejorar las costumbres de los colonos

Se ha contado que la sociedad en que se hacía sentir la influencia de este orden de ideas era un modelo de orden y de regularidad en las costumbres. Los cronistas de las órdenes religiosas, y en especial los historiadores de la Compañía de Jesús, han pretendido presentarnos bajo esta luz la vida de esos tiempos. Dicen estos últimos que cuando ellos llegaron a Chile, la sociedad estaba dominada por todos los vicios, que el demonio imperaba sin contrapeso, pero que ellos trabaron una lucha resuelta contra «ese implacable enemigo del género humano», y que en poco tiempo consiguieron vencerlo. «Así se vio la ciudad de Santiago antes y después de la entrada de nuestros padres, escribe uno de ellos, que si antes estaba tan profana se vio una Nínive penitente»290. Es cierto, como hemos dicho, que a poco de haber entrado a Chile los jesuitas, se aumentaron las procesiones y las fiestas de iglesia, se hicieron éstas más ostentosas, se crearon cofradías y hermandades; pero la moral pública y las costumbres no ganaron nada con todas esas ceremonias.

Del mismo modo, se han referido los prodigios operados en la conversión de los indígenas. Según esas crónicas, y según las cartas anuas de los jesuitas, los misioneros habrían ganado al cristianismo y a la civilización millares de indios. Pero el estudio detenido de los documentos enseña que esas noticias no pasan de ser invenciones destituidas de toda verdad. Los indios se dejaban bautizar fácilmente, ya fuera para recobrar su libertad o para obtener algún obsequio; pero quedaban tan infieles como antes, se fugaban a sus tierras en la primera oportunidad, y volvían a la vida salvaje sin acordarse más de su pretendida conversión. El príncipe de Esquilache, virrey del Perú, había conocido este resultado negativo de la obra de los misioneros, e impulsado por sus sentimientos profundamente religiosos, creyó hallar el remedio a aquel estado de cosas en una medida que sólo había de producir la prolongación de los sufrimientos de los españoles que se hallaban cautivos entre los indios. «Uno de los puntos más sustanciales que se ha ofrecido en la guerra de Chile, decía, es si   -188-   convendrá trocar los indios de guerra recién convertidos con los españoles cautivos; y habiendo yo juzgado que no era justo hacerlo considerando que éstos son neófitos en quien la fe, así por su fatalidad como por estar nuevamente planteada en ellos, se exponía evidentemente el peligro de la apostasía. Y habiendo dado cuenta a Su Majestad y dudándose en el real Consejo de Indias, se me ordenó lo consultase con las personas doctas de Chile, y habiéndolo hecho así y juntándose para ello en la ciudad de Santiago y en la de la Concepción todas las personas doctas así juristas como teólogos, resolvieron lo mismo que yo consulté a Vuestra Majestad»291. Con esta medida, volvemos a repetirlo, sólo se consiguió alargar el cautiverio de los españoles que eran retenidos en el territorio enemigo. Los indios, convertidos de esa manera, aun después de una larga residencia en las ciudades españolas, volvían a sus antiguos usos una vez que recobraban su libertad. En 1621, bajo el gobierno de don Lope de Ulloa, se hizo mucho ruido en Chile con un suceso que los padres misioneros presentaban como un espléndido triunfo. Dos hijos del formidable caudillo Pelantaro, cogidos prisioneros en la guerra, habían abrazado el cristianismo y recibido el bautismo teniendo por padrino al mismo Gobernador, y se mostraban grandes amigos de los españoles292. Después de vivir mucho tiempo en la más aparente sumisión, se les sorprendió huyendo cautelosamente para el territorio de guerra donde se tramaba un nuevo levantamiento.

Los padres jesuitas, especialmente encargados de estas misiones, recibían del Rey una subvención pecuniaria; pero, aunque ellos y sus superiores recordaban con particular insistencia los beneficios que se alcanzaban con sus trabajos, otros funcionarios así civiles como eclesiásticos no vacilaban en declarar que ése era un gasto inútil. «Entre los fuertes de la frontera, escribía el obispo de Concepción don fray Luis Jerónimo de Oré, hay unas reducciones de indios amigos, los más de ellos infieles y algunos bautizados, pero mal convertidos. En la reducción de San Cristóbal y de Talcamávida están dos religiosos de la Compañía que trabajan con poco fruto en la conversión de los indios infieles amigos, sino es el bautizar los niños pequeños. Tiran salario cada uno de 480 ducados de once reales. En las reducciones de Arauco están otros dos religiosos de la Compañía que tienen de salario otros 480 ducados. En la provincia de Chiloé hay otros dos religiosos de la Compañía que no sirven curato ni reducción alguna con el mismo salario, de manera que estos seis tiran más salarios que todos los demás curas y capellanes. Por lo cual don Pedro Osores de Ulloa, Gobernador que fue de este reino, les quiso quitar este salario tan subido por decir que no se convertían los indios ni recibían el bautismo ni la fe. Y, si bien es verdad que el dicho don Pedro Osores siendo Gobernador, les quitó este salario a los padres por decir que para el poco fruto que ellos mismos confiesan se hace, podían suplir otros sacerdotes clérigos y frailes de Santo Domingo, un año se les dejó de pagar esta cantidad que dejó entablada el padre Luis de Valdivia, de la Compañía; pero después que murió don Pedro se les dio lo que dejaron de cobrar y se les da todos los años esta cantidad a cada uno de los seis religiosos referidos. Vuestra Majestad mandará lo que fuere servido, que si bien lo merecen los padres por ser hombres   -189-   doctos y de virtud y ejemplo, se quitan lo que llevan del socorro que habían de llevar los soldados que pasan gran necesidad de hambre y están desnudos»293.

No sería justo reprochar al clero la nulidad de sus trabajos en la conversión de los indígenas. Es indudable que entre los sacerdotes de esa época hubo muchos sinceramente interesados en favor de los indios, que quisieron atraer a éstos al cristianismo y mejorar su condición evitando los malos tratamientos de que los españoles los hacían víctimas por medio de la esclavitud y del servicio personal. El ardor que en esos trabajos ponían algunos de aquellos sacerdotes, podía ser, en parte, inspirado por propósitos mundanos, por la ambición de conquistar renombre para sí o para su orden, pero era también hijo de sentimientos más elevados, del deseo de hacer una obra propicia a Dios. Sin embargo, esos misioneros tenían una idea equivocada de la condición de los indios, ignoraban que éstos por su inferioridad moral e intelectual no estaban preparados para apreciar los beneficios de una civilización superior, y mucho menos para recibir ideas religiosas que no pueden entrar en la cabeza de un salvaje. Por eso, todas las tentativas que se hicieron debían fracasar ante la fuerza brutal de una resistencia inerte, pero invencible.

En cambio, la acción del clero habría podido ejercitarse con mejor éxito en suavizar las costumbres de la población de origen europeo, en reprimir las violencias y en exaltar los sentimientos de honradez moral y de confraternidad. Seguramente, no faltaron sacerdotes que hicieran tentativas en este sentido; pero es la verdad que el mayor número de ellos daba a sus trabajos una dirección particular encaminada a fomentar la devoción, que según las ideas más arraigadas, excusaba, como dijimos, las mayores faltas. Sólo así se explica la repetición de crímenes horribles, de pendencias sangrientas, de rivalidades y de odios encarnizados y de escándalos de todo orden, entre individuos y familias que a la vez profesaban una piedad religiosa que rayaba en la superstición.

El clero estaba revestido del poder suficiente para corregir las costumbres no sólo con las penas espirituales sino con castigos corporales. No hablamos aquí de las atribuciones de la Inquisición para castigar los delitos de herejía y otros de ese orden, porque, aunque el temible tribunal establecido en Lima tenía en Chile sus delegados, esos delitos eran excesivamente raros, y la acción de la justicia inquisitorial se ejercía sólo sobre algunos infelices acusados de hechiceros294. Pero los obispos y el clero tenían el encargo de corregir los pecados públicos; y ejercían sus poderes de una manera que estaba en pugna con las nociones más vulgares de la correcta moral. Una constitución del tercer concilio celebrado en Lima en 1583 bajo la presidencia de santo Toribio de Mogrovejo, mandaba a los obispos que antes de comenzar la visita de su diócesis, publicaran un edicto cuya fórmula fue arreglada en el mismo concilio. «Os exhortamos. decía aquel edicto, aconsejamos y mandamos (a todos los diocesanos) en virtud de santa obediencia y bajo pena de excomunión mayor, previa la trina monición canónica, que cualquiera de vosotros que tuviere noticia de alguno   -190-   de los vicios o pecados públicos abajo designados o de otros cualesquiera cuya corrección y castigo pertenezca a nos, comparezca a decirlo, denunciarlo y manifestarlo ante nos dentro de nueve días que fijamos en lugar de los tres términos, en conformidad con la regla de derecho, advirtiendo que transcurrido dicho término, se procederá contra los contumaces con todo rigor»295. Después de detallar todos los vicios y pecados que debían denunciarse al Obispo, el edicto terminaba conminando otra vez más con la pena de excomunión mayor a los que no hicieren dicho denuncio. Como estas visitas episcopales se hacían con intervalos más o menos largos, luego se simplificó este sistema de delaciones. Cada año la autoridad eclesiástica publicaba un edicto en que mandaba a todos los diocesanos que le denunciasen los pecados ajenos contra las buenas costumbres. Las delaciones eran recibidas bajo la promesa de la mayor reserva, y ellas habilitaban al Obispo para imponer las penas discrecionales cuya aplicación entraba en sus facultades, sin más información y sin dar los fundamentos de su fallo. Fácil es comprender los abusos a que debía dar lugar este sistema de procedimientos. El denuncio garantido por la reserva que se ofrecía al delator, era un arma poderosa y pérfida que, manejada por espíritus aviesos, no podía dejar de servir para la satisfacción de innobles venganzas. Mientras tanto, esta intervención de la autoridad eclesiástica, que originaba escándalos mayores que los que se querían evitar, no tenía la menor eficacia para la corrección y pureza de las costumbres.

Es verdad que en buena parte del clero no podía predicar otra moral con el ejemplo de su vida. El ardor que ponía en sus riñas y competencias con la autoridad civil, demostraba que sus pasiones y sus odios no tenían freno. Pero faltas de otro orden revelaban una chocante desmoralización. En el curso de los capítulos anteriores hemos tenido que recordar algunos de esos hechos296. «En las religiones (conventos) de este reino, escribía el piadoso gobernador Femández de Córdoba, se ofrecen de ordinario disgustos en que es fuerza entrar la mano el gobierno, y yo lo he hecho con mucho recato, consideración y celo del servicio de Vuestra Majestad, y he compuesto y conformado algunas discordias, y hoy tienen quietud»297. Pero esas discordias degeneraban a veces en riñas encarnizadas en que los frailes peleaban a mojicones y a puñaladas produciendo un gran escándalo en toda la ciudad. Es famosa, entre otras, una que tuvo lugar en el convento de San Agustín, y que después de cerca de dos años de escandalosas luchas, llamó en 1640 la atención de la Real Audiencia que, sin embargo, era impotente para ponerle término298.

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Esos desórdenes frecuentes en el clero tanto regular como secular, eran en gran parte el resultado de su ignorancia. El clero de Chile era formado en parte de eclesiásticos salidos de España, que por su escaso mérito y por su rango más o menos humilde, no tenían allí nada que esperar. La colonia suministraba también no pocos sacerdotes; pero muchos de éstos eran jóvenes que querían sustraerse del servicio militar o antiguos soldados que buscaban en la carrera eclesiástica el descanso que les proporcionaba una vida exenta de cuidados. La falta de cultura intelectual de esos sacerdotes se revela por numerosos hechos. Un clérigo llamado Lope de Landa Buitrón, chileno de nacimiento, que se había señalado en el valle de Quillota por una escandalosa reyerta a mano armada contra la justicia civil, fue hecho por el rey canónigo maestrescuela de la catedral. Acerca de él daba el Obispo el informe que sigue: «Lope de Landa Buitrón es sumamente idiota, que aun leer no sabe: también es muy soberbio e inquieto y vicioso, como consta de muchos procesos que se le han hecho»299. Esto no impidió, sin embargo, para que poco más tarde se le elevara al rango de arcediano. Aunque el clero por su instituto gozaba de la tranquilidad y por sus riquezas de la independencia, condiciones ambas que debían estimularlo a los trabajos intelectuales, eran muy contados los eclesiásticos que se consagraban al estudio, y los pocos escritos que nos han dejado reflejan casi en su totalidad la más mediocre preparación.




7. Desorganización administrativa: sus causas

Hemos señalado en las páginas anteriores algunas de las causas que dificultaban e impedían la marcha regular y ordenada de la administración de la colonia. Pero sobre todas ellas es necesario recordar la enorme distancia que la separaba de la metrópoli, y la dificultad y lentitud de las comunicaciones. Bajo el régimen de la monarquía absoluta que imperaba en España, y bajo el poder eminentemente centralizador que el Rey se había reservado para el gobierno de sus colonias, estaban éstas obligadas a esperarlo todo de la decisión del soberano, a dirigirse a él para los asuntos más nimios y de más fácil despacho, y a aguardar largo tiempo, dos años a lo menos desde Chile, para obtener la resolución. Pero ese estado de cosas no sólo importaba la demora y el aplazamiento de negocios que habría sido útil resolver   -192-   prontamente sino que relajaba todos los resortes de la máquina administrativa. No puede desconocerse que muchas de las disposiciones legales dictadas por el Rey para el gobierno de sus colonias eran inspiradas por el propósito sincero de propender al bienestar y a la prosperidad de éstas; pero esas disposiciones aplicadas a millares de leguas, en países en que era difícil si no imposible la inspección del soberano, o que obligaban a éste a imponerse del resultado de su aplicación por informes interesados y con frecuencia contradictorios, debían dar lugar a abusos de toda naturaleza300. Así, el despotismo de la monarquía absoluta era mucho más duro y descarnado en las colonias que en la misma España, y la desorganización administrativa era también mucho mayor. En Chile, a pesar de la vigilancia recíproca que ejercían unas sobre otras las diversas autoridades, eran frecuentes los actos del más rudo despotismo, y el atropello de las leyes. Como hemos visto en otras partes, no sólo algunos de los gobernadores sino, también, sus subalternos, hacían ahorcar o azotar en castigo, sin duda, de delitos verdaderos, pero casi sin forma de proceso y, a veces, por una simple orden. Según hemos contado, la administración de justicia daba lugar a numerosos abusos amparando a los que gozaban de una posición ventajosa. En el gobierno eclesiástico, los obispos cometían frecuentes abusos de autoridad que a veces quedaban sancionados, y otras daban origen a enojosas competencias.

Del mismo modo, la distancia que separaba a aquellos funcionarios de la vigilancia directa del Rey y de sus inmediatos consejeros, había permitido que se desmoralizara considerablemente la administración. El empeño que pusieron algunos gobernadores por extirpar los abusos, fue siempre ineficaz. En la provisión de los cargos públicos, civiles o militares, en la concesión de encomiendas de indios o de repartimientos de tierras, no eran los más meritorios los que obtenían la preferencia. En la administración militar los escándalos eran todavía mayores. Los capitanes o los empleados civiles del ejército, explotaban miserablemente a los soldados vendiéndoles los víveres, el vino, la ropa y hasta las armas a precios subidísimos y mediante expedientes vituperables. Un visitador enviado del Perú, en 1619, el doctor Juan de Canseco y Quiñones, instruyó en pocos meses cuarenta y ocho procesos por delitos de ese orden, y en el mayor número de ellos creyó descubrir culpabilidad en   -193-   aquellos funcionarios. Y, aunque se le acusó de haber torcido él mismo la justicia y de haber aprovechado su viaje a Chile para hacer negocios que le estaban prohibidos, esta misma acusación revela cuál era el grado de inmoralidad que se había introducido en la administración pública.

Este desorden producía sus efectos más visibles todavía en los rangos inferiores del ejército. Los soldados, pagados ordinariamente con retardo, y viéndose privados de sus sueldos por la explotación de que se les hacía víctimas, se resarcían cometiendo robos y depredaciones en las ciudades y en los campos, e infundiendo la alarma por donde pasaban. Las partidas de tropa que tenían que hacer alguna marcha, las que salían de Santiago para ir al teatro de la guerra, o las que volvían a invernar a la capital, tomaban los caballos, las vacas, las ropas y hasta los indios de servicio que hallaban a su paso, sin preocuparse de sus verdaderos dueños, lo que en el lenguaje de la soldadesca se llamaba pertrecharse. Estos delitos eran rara vez castigados, porque los mismos oficiales se aprovechaban de estas fechorías para proveerse de caballos y de otros objetos. «El principal de los daños que con la guerra reciben los vecinos de Chile, decía un testigo de vista, consiste en los hurtos que cada año les hacen los soldados, especialmente los de caballería, de los caballos, indios y indias de su servicio, que son el medio esencial del sustento de sus familias, y que quitárselos es desposeerlos de sus pies y manos; y hacen esto sin más duelo ni piedad que la que tienen de los moros los que de nuestras fortalezas de Berbería entran en sus tierras a saquear y robar sus aduares»301.

La circunstancia de no tener el Gobernador una residencia estable, de hallarse obligado a dirigir personalmente las operaciones de la guerra dejando a otras manos el cuidado de la administración civil, era otra causa de desorden y de dificultades. Resultaba de aquí que los documentos gubernativos tenían que estar repartidos y que el mayor número de ellos se perdía. Hasta 1622 no había en Chile un archivo de gobierno en que se guardasen las providencias dictadas por los gobernadores ni las cédulas del Rey que, sin embargo, constituían las leyes de la colonia. «Luego como llegué a este gobierno, escribía don Pedro Osores de Ulloa, di cuenta a Vuestra Majestad cuan desencuadernadas hallé las cosas de él, y la falta de instrucciones, cédulas y mandatos antiguos y modernos que había, porque los gobernadores letrados se habían apoderado de ellos, cada uno en su tiempo; y los escribanos de los demás, que por no ser propietarios no han dejado inventario ni razón»302. Fácil es inferir los males producidos por este desorden desde que los mismos gobernadores no podían conocer las leyes o reglamentos a que tenían que sujetar su conducta. Parece que Osores de Ulloa se empeñó en poner algún arreglo en esta materia; pero fue don Luis Fernández de Córdoba el que tuvo más interés en ello. Con diligencia y con algunos gastos, juntó muchos papeles y algunas relaciones históricas de los tiempos pasados, que si bien se mantuvieron sin uso durante largo tiempo, sirvieron más tarde como fuente de informaciones para una de las más prolijas crónicas303.



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8. Industria y comercio

A pesar de la guerra, la industria había tomado en Chile mayor desarrollo a principios del siglo XVII. La explotación de los lavaderos de oro, que había comenzado a dar muy pobres resultados por la escasez de trabajadores, cesó casi del todo desde que disminuyó más el número de los indios, y desde que las cédulas del Rey sobre la abolición del servicio personal, se propusieron suprimir el trabajo obligatorio. «De quintos reales de oro, escribía en 1628 uno de los tesoreros de Santiago, no entra nada en esta real caja por no sacarse nada por la falta de gente y tenerlo mandado Vuestra Merced que no se saque»304. En cambio, la industria del cobre, que debía ser mucho más productiva, comenzaba a tomar algún desarrollo. Se trabajaban minas de este metal en la provincia de Coquimbo y, aunque la explotación estaba montada en muy pequeña escala, la producción era relativamente abundante. Aquellas minas suministraban el cobre que los virreyes del Perú convirtieron en cañones para fortificar la plaza del Callao contra los ataques de los holandeses. Poco más tarde, Felipe IV hacía comprar en Chile el cobre para renovar su artillería305. Aunque el precio a que entonces se pagaba ese metal era sumamente bajo (cuatro o cinco pesos el quintal), su abundancia y la facilidad de su extracción permitían explotarlo.

De todos modos, la industria minera tenía entonces muy pequeñas proporciones. La agricultura y la ganadería formaban la ocupación del mayor número de los habitantes de Chile, porque si ellas no satisfacían las ilusiones de riquezas enormes que en los primeros tiempos de la conquista habían creído hallar los españoles en la explotación de los lavaderos de oro, producían, en cambio, un resultado mucho más modesto, pero más seguro y positivo. Las propiedades rurales que en los principios no tenían valor alguno, o que sólo se   -195-   estimaban por el número mayor o menor de indios de encomienda que contenían, comenzaban a ser consideradas como una fuente de producción y de fortuna.

Conocida la pequeña población de Chile en aquellos años, se comprenderá que por extensas que fueran las propiedades, quedaban todavía grandes porciones territoriales que no habían sido pedidas ni ocupadas. Los campos que hasta entonces habían sido poblados, eran los que al primer aspecto parecían más favorables para el cultivo, y sobre todo los que no ofrecían grandes inconvenientes para su fácil comunicación con las ciudades. En ellos se habían propagado rápidamente las cabras, las ovejas y las vacas. Según contamos en otra parte, los estancieros descuidaron por algún tiempo la crianza de caballos porque, como las continuas derramas decretadas para la guerra solían arrebatarles los mejores animales que tenían en sus potreros, no les ofrecía este ramo de industria la compensación de sus afanes. Los otros ganados, que por su abundancia habían llegado a tener precios ínfimos, eran explotados casi exclusivamente por sus cueros y por su grasa, que se llevaban al Perú. «En general, queman toda su carne, dice un escritor contemporáneo, que parecerá notable perdición mirando a lo que se estima y vale en España, a lo que va cada año cada familia por diciembre, enero y febrero, meses que son allá de verano, a sus haciendas y alquerías, que comúnmente dicen que van a la quema. Y es tan grande este número que queman de ganados, que pasan cada año de cien mil cabezas entre carneros y cabras, y de vacas serán más de doce mil»306. Los cueros de esos animales eran transformados en cordobanes, badanas y suelas para la exportación.

Los cultivos principales eran el maíz, el trigo y la cebada, pero todos estos artículos servían sólo para el consumo interior. En cambio, el cáñamo, cultivado especialmente en el valle de Quillota, permitía hacer en escala relativamente pequeña la fabricación de jarcias para los buques de todas estas costas, de sogas y de cuerdas para dar fuego a los arcabuces. Las frutas de origen europeo, como hemos dicho en otra parte, habían prosperado admirablemente en el país; y la vid, sobre todo, era un objeto de considerable y provechoso cultivo. Hacíanse grandes cantidades de vino ordinario, que se consumía en el país y se exportaba al Perú en vasijas de barro, tan imperfectamente acondicionado que era de poca duración. Exportábanse, además, nueces, aceitunas, cocos, micrococus chilensis, frutas secas y algún aceite.

En esa época, las órdenes religiosas poseían ya extensas y valiosas propiedades. Entre éstas, eran las de los jesuitas las mejor cultivadas, las más abundantes en ganados y a la vez las más productivas. El mismo padre Luis de Valdivia, en medio de los cuidados que le imponía la planteación de su sistema de guerra defensiva, prestaba la más esmerada atención al progreso de una estancia que la Compañía tenía en las orillas del río Itata.

Desde el tiempo de Alonso de Ribera, los gobernadores habían mostrado particular interés por el adelanto de las denominadas estancias del rey. Eran grandes porciones de terreno destinadas al cultivo de los cereales y a la crianza de ganados, para proporcionar alimento barato y seguro para la manutención del ejército. Esas estancias, cuya administración no podía ser tan cuidada como las de los particulares, y que, en efecto, daba lugar a muchas observaciones, prosperaron, sin embargo; pero bajo el gobierno de Osores de Ulloa, viéndose angustiado de fondos por la reducción del situado que hacían los tesoreros reales de   -196-   Lima, fue indispensable realizar una porción considerable de los ganados para satisfacer las necesidades del ejército.

A los mismos inconvenientes estaba sometido el obraje de paños planteado por Ribera en el valle de Melipilla. Había querido que allí se hiciesen tejidos de lana para el uso de los soldados, y, en efecto, había establecido su fabricación destinando a su servicio cierto número de indios. El obraje de Melipilla producía paños ordinarios o jergas y mantas o frazadas; pero a pesar del interés que en ello pusieron algunos de los gobernadores, ese ensayo de administración fiscal no dio los resultados que se esperaban, de tal suerte que, aunque dejaba alguna utilidad, los gastos de administración eran excesivos. Cuando comenzaron a desaparecer las ilusiones que en el principio se habían formado, se propuso un remedio que conviene recordar. «En otras cartas que tengo escritas a Vuestra Majestad decía en 1628 el tesorero fiscal de Santiago, le he dado razón del obraje de Melipilla; y por lo que conviene ponerle remedio para la conservación de la real hacienda digo, señor, que convendría procurar arrendar este obraje con los indios que tiene y no administrarse por cuenta de Vuestra Majestad como se administra, y si pareciere convenir el administrarse, bastará lo haga un hombre ordinario de confianza y que lo entienda, con salario de doscientos pesos de a ocho reales, que se hallarán hartos que lo hagan, y que éste dé cuenta cada mes a los oficiales reales y entregue los géneros que se hagan, por querer los gobernadores poner un capitán con oficio de corregidor y con salario de cuatrocientos treinta pesos pagados por su mano de lo mejor parado de dicho obraje, que no atienden a su buena administración por no entenderlo»307.

En esa época el sistema comercial creado por los reyes de España para sus colonias de América, estaba definitivamente establecido en la forma en que subsistió hasta mediados del siglo último. Mediante una serie de medidas que tenían por objetivo asegurar a la metrópoli el comercio exclusivo de sus posesiones ultramarinas, y resguardar las naves que se ocupaban en este tráfico de los ataques de las escuadras enemigas de España, se había llegado a constituir un régimen que debemos exponer aquí en sus rasgos principales.

Cada año, por los meses de marzo o abril, salían de Sevilla dos flotas destinadas la una a los puertos de la Nueva España, y la otra a los de Tierra Firme. Esta última, que era la que debía proveer a las colonias del Pacífico, tocaba primero en Cartagena de Indias, a donde acudían los mercaderes de Caracas, de Santa Marta y de todo el nuevo reino de Granada, y enseguida pasaba a Puertobello, que era el mercado del comercio del Perú y Chile. Nadie podía enviar de Europa mercadería alguna a todos estos países sino por esas flotas, cuyo carguío y cuyos viajes eran particularmente vigilados por la casa de contratación de Sevilla. Conviene advertir que, aunque el despacho de esas flotas estuviera regularizado por la ley, solían ocurrir a causa de las guerras, de las epidemias o de otras causas, además de los accidentes fortuitos de mar, sensibles retardos, y en algunas ocasiones suspensión absoluta del tráfico.

Semejante sistema no habría podido sostenerse en todo su vigor sino a condición de que la nación en cuyo beneficio se establecía el monopolio, hubiese poseído una industria tan rica y tan variada que bastase para satisfacer por sí sola las necesidades de su dilatado imperio colonial. Pero España, que en los primeros años del establecimiento de este régimen era una nación rica e industriosa, comenzó luego a decaer de su antigua prosperidad.

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Sus fábricas y su producción se hicieron cada día menores, y antes de mediados del siglo XVII su postración industrial era verdaderamente desastrosa. En esta época precisamente sucedió que mientras el aumento de población en América exigía cada año un número mayor de mercaderías, la metrópoli no podía suministrar más que una porción reducida de las que se necesitaban. Las dos flotas que partían de Sevilla no cargaban cada año más que 27.500 toneladas y, aun, de esa cantidad de mercaderías, insuficiente para satisfacer las demandas de las colonias, sólo una parte muy reducida era producción del suelo y de las fábricas españolas308. El resto, aunque introducido en América con el nombre de mercaderías españolas, era manufactura extranjera, de tal suerte que los tesoros de Indias de que la metrópoli había querido gozar sin competencia, servían en su mayor parte para pagar a los extraños el valor de las mercaderías que se les compraban. De este orden de cosas resultaban naturalmente consecuencias fatales para la metrópoli y para sus colonias. Al paso que aquélla no lograba enriquecerse con el comercio exclusivo de las Indias, éstas estaban obligadas a pagar las mercaderías europeas a precios subidísimos por el recargo de valor que creaba ese sistema, y por los efectos naturales de un monopolio ejercido sin competencia. Los comerciantes privilegiados con el monopolio, elevaban sus precios mucho más allá de lo que habría permitido hacer el comercio libre.

El beneficio de esas negociaciones alentó el comercio de contrabando, a pesar de las penas terribles con que estaba condenado. En efecto, el contrabando no sólo era un medio de comercio que aseguraba pingües ganancias sino que satisfacía una necesidad real y efectiva, desde que la metrópoli no bastaba para surtir a sus colonias. Entonces, como en todos los tiempos y países en que se ha abusado del sistema de restricciones y prohibiciones, el comercio ilícito tomó un gran desarrollo y llegó a ser una especulación condenada por la   -198-   ley, pero que no tenía nada de deshonroso ante la opinión309. El contrabando se circunscribió en los primeros tiempos a los puertos que estaban más al alcance de los europeos, franceses, ingleses y holandeses, es decir, a las costas del Atlántico. Las colonias del Pacífico, esto es, las que formaban el virreinato del Perú, siguieron por largos años surtiéndose exclusivamente en la feria de Puertobello.

En el Pacífico se había organizado gradualmente un sistema análogo de transportes que completaba aquel régimen comercial. Los virreyes del Perú se empeñaron en regularizar este servicio desde que los corsarios ingleses y holandeses hicieron sus primeras apariciones en estos mares. Una flotilla de quince o veinte barcos mercantes escoltados por dos o tres buques armados en guerra, salía regularmente del Callao en mayo o junio de cada año. Transportaba a Panamá los caudales con que el tesoro del Perú contribuía a aumentar las rentas de la corona de España, y los productos americanos, en su mayor parte oro o plata en barra o en moneda, que debían negociarse en la feria de Puertobello. En esa flotilla iban también los mercaderes o sus agentes encargados de esta negociación.

Después de un viaje penosísimo hecho a lomo de mula, los comerciantes del Pacífico cruzaban la región del istmo y llegaban a su destino en agosto o septiembre a esperar el arribo de los galeones de España. La pequeña ciudad de Puertobello, situada, como se sabe, sobre el mar de las Antillas, poblada habitualmente sólo por algunos centenares de negros y de mulatos y por una corta guarnición, era durante mes y medio, a pesar de la insalubridad de su clima, el centro de un importantísimo movimiento comercial, mientras se efectuaba el desembarco y la venta de las mercaderías de España, y la carga de los productos americanos. Terminadas estas compras, los comerciantes del Pacífico tomaban otra vez la flota en Panamá, y en noviembre o diciembre estaban de vuelta en el Callao con sus nuevas mercaderías.

En aquellos tiempos, los individuos que ejercían el comercio en Chile, eran pobres mercaderes de última mano que ni siquiera llegaban a surtirse a la feria de Puertobello. Compraban sus mercaderías en Lima, cuando ya estaban recargadas con todos los costos que exigía aquella organización comercial y con las utilidades que sacaba cada uno de los vendedores por cuyas manos habían pasado. Esos pequeños comerciantes, que estaban obligados a ir al Perú a hacer su surtido y que por falta de otros medios para trasladar sus valores,   -199-   debían llevar consigo el dinero en barras metálicas o en plata amonedada, tenían que pagar fuertes fletes para transportar sus mercaderías a los puertos de Chile, y que pagar, además, en estos puertos nuevos derechos de aduana, o de almojarifazgo, como entonces se decía. Todas estas trabas recargaban de tal suerte el precio de las mercaderías, que en general los artículos europeos costaban en Chile a lo menos el doble de lo que costaban en el Perú, y el cuádruplo, a lo menos, de lo que habían costado en España. Bajo tales condiciones, el comercio no podía tomar un gran desarrollo. La pobreza de los pobladores de Chile no les permitía comprar por aquellos altos precios más que lo que les era estrictamente indispensable. Sólo desde el segundo decenio del siglo XVII, cuando el situado real había repartido en el país algunos capitales, los consumos de artículos europeos comenzaron a ser un poco mayores, y mayores también las utilidades de los comerciantes. Pero entonces mismo tuvieron éstos que experimentar contrariedades de otro orden. Las correrías de los corsarios en nuestras costas les causaron no pocos daños; y el solo anuncio de su reaparición en el Pacífico era causa de alarma y de consternación.

Semejante estado de cosas debía naturalmente estimular el contrabando; y, sin duda, si en aquellos tiempos hubiera sido más conocida y practicable la navegación de estos mares, el comercio ilícito habría tomado gran desenvolvimiento, como lo tomó más tarde. Pero no por esto dejaba de hacerse en la escala que era posible. En efecto, se transportaban mercaderías de Buenos Aires y se importaban a Chile sin pagar los derechos de almojarifazgo. Los directores de estas especulaciones fraudulentas eran algunos religiosos que, sin duda, contaban para ello con la cooperación que podían prestarles los conventos de sus órdenes respectivas, diseminados, como se sabe, en todas las ciudades de América. Aunque este comercio no podía adquirir grandes proporciones, llamó la atención de las autoridades eclesiásticas y fue denunciado al Rey310.

Aquel sistema comercial, que hemos expuesto en sus rasgos más característicos, había sido establecido, como dijimos, con la idea de crear un monopolio que enriqueciese a España, alejando de sus colonias la competencia de cualquier otra nación. El insigne economista escocés Adam Smith se sorprendía con razón en el siglo pasado de que en las metrópolis se impusieran tantos sacrificios «con el objeto de ejecutar un proyecto de pura malicia y de pura rivalidad, el de excluir cuanto es posible a todas las otras naciones de la participación del comercio de sus colonias». Pero más parte que la malicia y que la rivalidad, tenía en la organización de aquel estado de cosas el desconocimiento más o menos general en esa época de las verdaderas causas de la prosperidad de las naciones. Inglaterra, Holanda y Francia practicaban los mismos principios; pero España, poseedora de las colonias más vastas y más apartadas que jamás hubiera tenido imperio alguno, hizo más vigoroso ese sistema, lo desarrolló en una escala más vasta, implantándolo bajo un pie mucho más restrictivo, y al fin experimentó sus más funestas consecuencias.

Los monarcas españoles no entregaron el comercio de América a compañías privilegiadas, como en esa época solían hacerlo con sus colonias otras naciones. Pero la designación de Sevilla como puerto único para negociar con las colonias españolas, aunque hecha sólo con el propósito de mantener la más estricta vigilancia en el despacho y descarga de las naves,   -200-   estableció un monopolio, que equivalía a la constitución de un privilegio en favor de los comerciantes de esa ciudad. Pero ese régimen que, como el de las compañías privilegiadas, pudo ser útil para establecer en los principios el comercio con las nuevas colonias, cuando no se podía saber si él indemnizaría los sacrificios que iba a imponer, vino a ser más tarde causa de los más graves males311. Los comerciantes favorecidos con el monopolio, al paso que no alcanzaban a surtir a América de los artículos que ésta necesitaba, se creyeron autorizados para elevar los precios, seguros siempre de la venta, y para mantener en las colonias el encarecimiento de los objetos europeos y, por tanto, consiguieron limitar su consumo con perjuicio del mismo comercio y, más tarde, fomentar el contrabando como una necesidad indispensable e ineludible. Por otra parte, los productos americanos que no podían venderse más que a un número limitado de negociantes, sufrían los efectos desastrosos de aquel monopolio. Estos negociantes, libres de toda competencia legal, eran dueños de fijar el precio a los artículos americanos que compraban, y como únicos poseedores de esos artículos, les fijaban enseguida precios subidísimos en los mercados de España, limitando, por consecuencia, su consumo y, en último resultado, haciendo innecesario el aumento de producción en las colonias312. En efecto, al mismo tiempo que los productos americanos se vendían en Europa, y en la misma España a precios inaccesibles para el mayor número, América tenía una producción limitadísima de esos mismos artículos por falta de compradores.

El monopolio producía provechos maravillosos a los comerciantes favorecidos por aquel estado de cosas. Sus especulaciones, según los informes de escritores autorizados, eran consideradas vulgares y casi mezquinas cuando sólo dejaban una utilidad de uno, dos, o trescientos por ciento313. Pero, como lo observa Adam Smith, esos enormes beneficios, que   -201-   sólo favorecían a unos cuantos individuos, no aumentaron los capitales de España. Los gastos de lujo insensato de los comerciantes se elevaban a tal altura que aquellos beneficios, lejos de engrosar el capital general del país, apenas parecían haber bastado para mantener el fondo de los capitales que los había producido. Por otra parte, el goce de un monopolio que alejaba toda competencia legal, no estimulaba a hacer innovaciones de ninguna clase, a mejorar los medios de transporte, a disminuir los gastos que recargaban el valor de las mercaderías, ni a simplificar las operaciones comerciales. Después de más de doscientos años de práctica de este sistema, la marina mercante española se encontraba a mediados del siglo XVIII en el mismo estado que tenía en el siglo XVI, lo que era un evidente retroceso, y un debilitamiento del poder de la metrópoli, puesto que un régimen menos restrictivo había levantado la influencia comercial y el poder material de otras naciones314. Fue entonces cuando España, aleccionada por una dolorosa experiencia, acometió reformas trascendentales en el sistema económico de sus colonias; y ya que las ideas dominantes en ese tiempo no permitían establecer la absoluta libertad comercial, que habría sido el remedio salvador, hizo al menos desaparecer bajo el reinado de Carlos III el monopolio establecido en favor de un solo puerto de la metrópoli.




9. Entradas y gastos fiscales

El gobierno de la metrópoli habría debido conocer los inconvenientes de ese sistema por la renta relativamente escasa que le producían sus ricas y dilatadas colonias de América. El desorden económico, los gastos inmoderados de la Corte, las constantes guerras europeas, mantenían al tesoro español en el estado de la más lastimosa penuria. Los reyes se habían empeñado en que sus posesiones ultramarinas remediasen aquella situación. Para ello, implantaron en América todas las contribuciones que existían en España, crearon otras nuevas, pidieron, a título de donativos, frecuentes subsidios pecuniarios, apelaron a otros expedientes como: al expendio de bulas, la venta de oficios y la composición de extranjeros, y establecieron el más riguroso fiscalismo para la recaudación de estos diversos recursos. Sin embargo, todas esas entradas, así ordinarias como extraordinarias, no correspondieron nunca   -202-   a los deseos ni a las esperanzas de los soberanos. Un régimen menos restrictivo en las relaciones comerciales, y la supresión de algunas de las trabas que impedían el acrecentamiento de la población en las colonias y el arribo de extranjeros, habrían desarrollado rápidamente la industria en estos países, creado grandes emporios de riqueza y producido rentas inmensamente mayores y más seguras para la Corona.

De todas las fuentes de recursos que las colonias procuraban al Rey, la más considerable era el impuesto que pesaba sobre la extracción de metales preciosos, esto es, el quinto real que se cobraba sobre los productos de las minas de plata y de los lavaderos de oro, además de que eran estas industrias las que atraían un número mayor de gente, y daban, por tanto, ocasión a consumos más considerables, y, por lo mismo, origen al incremento de las otras entradas. Bajo aquel régimen, eran los países mineros, el Perú y México, los que atraían más población, los que tenían más actividad industrial y los que producían mayores rentas al gobierno. No sólo satisfacían todos los gastos de su administración sino que cada año enviaban a la metrópoli el excedente de sus entradas, que ascendían aproximadamente a cuatro millones de pesos315.

Chile ocupaba, desde este punto de vista, el rango más modesto entre las colonias españolas de América. Sus lavaderos de oro habían producido en los primeros tiempos una entrada fiscal relativamente pequeña, de la cual sólo una parte muy reducida había sido enviada a España. La extracción del codiciado metal, por limitada que fuese, rendía provechos considerables mientras los encomenderos pudieron contar con el trabajo gratuito y obligatorio de los indios; pero desde que éstos comenzaron a disminuir, y sobre todo desde que las ordenanzas reales acerca del servicio personal de los indígenas reglamentaron el trabajo de los lavaderos, fijando salario a los trabajadores, esta industria, según dijimos,   -203-   sufrió una paralización casi completa. La renta fiscal que ella producía, disminuyó en la misma proporción, y acabó por desaparecer casi completamente. Aunque los documentos que nos han quedado de esa época no son bastante completos acerca de este orden de hechos, contienen noticias suficientes para demostramos cuán miserables eran las entradas fiscales del reino de Chile a principios del siglo XVII.

En 1620, Fernando de la Guerra, contador de la real hacienda del distrito del obispado de Concepción, daba un informe acerca de las entradas que había tenido la tesorería fiscal de Chile en los últimos años, y después de enumerar las cantidades recibidas por cuenta del situado y el producto de las estancias del rey y del obraje de paños de Melipilla, agrega estas palabras: «Asimismo, parece por los libros de la real caja haber entrado en ella por cuenta de quintos reales, almojarifazgos, novenos de los diezmos y penas de cámara desde el año de 1609 hasta el año de 1618, 16547 pesos; los 6536 pesos de quintos, y 3055 de almojarifazgo; y 4550 de novenos de los diezmos, y 2355 de penas de cámara, inclusos 2068 pesos en que fue condenado el gobernador Alonso de Ribera en la residencia que le tomó el doctor Luis Merlo de la Fuente, y los 48 pesos de oficios vendidos, que todo monta la dicha cantidad, la que se ha distribuido en salarios de oficiales reales; y los 2068 pesos de la condenación se remitieron al Consejo de Indias en virtud de una ejecutoria»316.

Ocho años más tarde, otro alto funcionario de la real hacienda, Jerónimo Hurtado de Mendoza, escribía al Rey desde la ciudad de Santiago lo que sigue: «En cumplimiento de lo mandado por Vuestra Majestad, y continuando siempre lo que he hecho, doy razón a Vuestra Majestad de la real hacienda que en la real caja de la ciudad de Santiago de Chile tiene Vuestra Majestad. El estanque de los naipes se arrienda por mil pesos de a ocho reales en cada un año, que este arrendamiento no ha subido ni bajado en nada todo el tiempo que ha que sirvo a Vuestra Majestad. La razón es porque no hay quien sepa hacerlos en este reino sino el que los tiene arrendados, y así no tiene competidor317. Los dos novenos que Vuestra Majestad tiene en los diezmos de este obispado, montan mil pesos de a ocho reales, algunos años poco más o poco menos, que nunca suben de 1150 pesos; y éstos los goza Vuestra Majestad por haberse cumplido la merced que Vuestra Majestad tenía hecha de ellos a la catedral de esta ciudad, la cual iglesia está ya acabada, aunque la sacristía no es igual en la fábrica con la iglesia. Los almojarifazgos (rentas de aduana) suben y bajan todos los años conforme a los navíos que entran y salen, que lo ordinario suelen montar poco más o menos de mil pesos de a ocho reales, aunque este año pasado han excedido de más de dos mil y quinientos pesos. Los oficios vendidos se van cobrando como van cayendo los plazos, y de los que se han vendido tengo ya avisado a Vuestra Majestad. Y lo procedido de los ramos referidos se distribuye en salarios de oficiales reales, oficial de la contaduría y del portero de la Real Audiencia y en las ayudas de costas que Vuestra Majestad manda pagar a los oidores que cada un año me toman las cuentas de la real hacienda, y si sobra se paga con ello las limosnas que Vuestra Majestad tiene hechas de merced a los conventos de religiosos y monjas fundados en este reino, y algunos años se les ha pagado alguna cantidad a los oidores de la Real Audiencia de este reino a cuenta de sus salarios. De penas de cámara y estrados, es muy poco lo que entra en esta real   -204-   caja, porque algunos años no llegan a doscientos pesos, y así con mucho no se alcanza a pagar los salarios que están situados en los dichos ramos. De quintos reales del oro no entra nada en esta real caja por no sacarse oro por la falta de gente y tenerlo mandado Vuestra Majestad que no se saque. Del derecho de la mesada318 que Vuestra Majestad ha mandado se pague, se ha puesto en ejecución en este reino, y no han procedido de él este año pasado más de cien pesos y siete reales de a ocho que se han enviado a los oficiales reales de Lima para que los remitan a la persona que Vuestra Majestad tiene ordenado y mandado. Ésta es brevemente la relación de la real hacienda de la caja de mi cargo y su distribución, que la que se hace más particular con distinción con las cuentas de cada un año, se envía a la ciudad de los Reyes, al tribunal mayor de cuentas, conforme a lo mandado por Vuestra Majestad»319.

Una renta tan limitada era del todo insuficiente para atender las necesidades más premiosas de la administración pública, aun, sin contar con los gastos considerables que ocasionaba el mantenimiento del ejército, sostenido, como sabemos, con otro orden de recursos. Pero el fisco tenía, además, otras entradas que resultaban del obraje de paños de Melipilla, de un molino en Concepción y de las estancias del rey en Quillota y en el sur, en que se hacían grandes siembras y se criaban ganados. Los productos de estas diferentes industrias, eran vendidos a la administración militar, que corría por cuenta diferente, y después de deducidos los gastos, dejaban una utilidad más o menos considerable que se aplicaba a satisfacer los costos de la administración320. Aun contando con estas entradas, las rentas fiscales bastaban apenas para satisfacer las más premiosas necesidades públicas.

La administración militar era servida, como hemos dicho en otras ocasiones, por el situado que por cuenta del Rey pagaba cada año el tesoro del Perú. Aunque esta subvención había sido elevada al fin a una suma considerable (212000 ducados, equivalentes a 293279 pesos), bastaba apenas para cubrir los costos de la guerra. Así, según las cuentas de abril de 1620, el ejército de Chile constaba sólo de 1587 plazas, incluyendo en éstas al Gobernador del reino, los oficiales y soldados en servicio activo y retirados, los capellanes, cirujanos, pilotos y marineros de dos pequeños buques para el servicio del ejército, y consumía sólo en el pago de sueldos 256283 pesos 6 reales321. Con el resto de esa cantidad debía atenderse a   -205-   la construcción y reparación de los fuertes, al pago de municiones y a todos los otros gastos, además de que se consideraba muy deficiente ese número de tropa. Por esto mismo, era frecuente el pedir al Rey que elevase el situado, representándole las escaseces porque había que pasar para el pago del ejército.




10. Instrucción pública: escuelas de los jesuitas y de los dominicanos

El aumento de la población y el desarrollo de la riqueza pública de la colonia, aunque sumamente lentos y retardados por las causas que hemos tratado de dar a conocer en las páginas anteriores, habían permitido que apareciesen otros signos de progreso. Recordando lo que pasaba en Chile en los primeros años de la Conquista, cuando no había en todo el país una sola escuela, el estado a que alcanzó la instrucción pública en los principios del siglo XVII podría considerarse un notable adelanto.

En otra parte hemos referido los primeros esfuerzos intentados en este sentido322. Parece que la escuela de primeras letras, fundada en 1584 con la intervención del cabildo de Santiago, tuvo una existencia efímera. Ocurrieron, luego, los grandes desastres de la guerra del sur, que pusieron el reino al borde de su ruina, sobrevino una gran pobreza y, sin duda, la escuela se cerró porque no había muchas personas que pudiesen pagar la educación de sus hijos. Sólo en 1618 vemos al Cabildo volver a ocuparse en estos asuntos, dando a dos individuos, llamados Juan de Oropesa y Melchor Torres Padilla, permiso para «que pongan escuelas de enseñar a leer y escribir», y fijándoles el arancel por el cual habían de cobrar sus honorarios ya fuesen en dinero o en frutos de la tierra, y el número de alumnos que podían admitir323. Los antiguos documentos no dan mucha luz acerca de la duración ni del desarrollo de esos establecimientos.

Mientras tanto, las escuelas de un rango superior se habían asentado de una manera más estable. Las noticias que acerca de las primeras de ellas dan los cronistas de las órdenes religiosas están recargadas de exageraciones sobre la importancia de sus estudios. Seguramente, por mucho tiempo, sólo algunos frailes se ocuparon en preparar a los novicios de cada convento. Pero el 9 de diciembre de 1595, los padres dominicanos de Santiago abrieron   -206-   solemnemente una escuela pública de gramática latina, que luego fue ensanchada con cursos de filosofía y de teología. El Rey, por una cédula de 1591, que hemos recordado en otra parte, había acordado a ese convento una subvención de 450 pesos cada año para sostener aquellos estudios. Pero, aunque esa escuela siguió funcionando regularmente, la pobreza del tesoro del reino y, sin duda, también, influencias de otro orden, no permitieron que se le pagara sino durante algunos años la subvención real.

En esa época habían llegado a Chile los padres jesuitas. Comenzaron, como ya dijimos, por establecer numerosas cofradías, y entre otras una de niños a quienes enseñaban las oraciones y hacían salir en procesión por las calles de la ciudad cantando versos piadosos y recitando la doctrina cristiana. El 15 de agosto de 1696 abrieron, además, clases de gramática y de filosofía324. Antes de mucho tiempo tuvieron también cursos de estudios teológicos; pero durante algunos años éstos fueron trasladados a Córdoba de Tucumán, hasta que en 1625 fundaron definitivamente un convictorio como anexo a la casa central que tenían en Santiago325. Habiendo adquirido, diez años más tarde, un valioso solar al lado mismo de su iglesia, los jesuitas, en medio de una fiesta solemne a que concurrieron «el Obispo, la Real Audiencia, los cabildos eclesiástico y seglar, las religiones y toda la gente noble de la ciudad», instalaron allí su casa de estudios con el nombre de convictorio de San Francisco Javier, que por cerca de más de siglo y medio fue el establecimiento de educación más considerable de todo el reino326. Los jesuitas, además, tuvieron aulas de gramática en algunas   -207-   otras casas de residencia que fundaron en el país, y establecieron estudios especiales para sus propios novicios.

Aunque los franciscanos, los agustinos y los mercenarios fundaron casi al mismo tiempo en sus conventos respectivos escuelas de gramática latina y de teología, éstas no eran concurridas más que por los jóvenes que querían incorporarse en esas órdenes religiosas; y fueron las de los jesuitas y de los dominicanos las más célebres y las que reunieron mayor número de estudiantes. Por concesión especial del Papa, hecha a petición del Rey, estas dos últimas escuelas tuvieron el título de universidades pontificias, de tal suerte que sus alumnos a los cinco años de estudios, podían recibir del obispo de Santiago, y después de las pruebas a que eran sometidos, los grados literarios de bachilleres, licenciados y doctores en teología327. Las autoridades eclesiásticas solicitaron todavía del Rey otras distinciones en favor de esas escuelas. El canónigo doctor don Juan de la Fuente Loarte, que en 1625 gobernaba la diócesis de Santiago por delegación del obispo Salcedo, escribía a este respecto al Rey lo que sigue: «Por bula de Su Santidad, concedida a instancia de Vuestra Majestad, se han fundado en los conventos de Santo Domingo y de la Compañía de Jesús de esta ciudad estudios para que los que hubieren cursado en ellos artes y teología puedan recibir de mano del ordinario todos los grados, de que ha de resultar gran bien, porque mediante este premio se animan a estudiar, y habrá para los beneficios clérigos doctos de que hasta ahora ha habido notable falta por la dificultad e imposibles de ir a cursar a la universidad de la ciudad de los Reyes, donde los gastos son mayores y la salud menos segura por la oposición de los temples. Suplico humildemente a Vuestra Majestad se sirva mandar despachar una real cédula en favor de los dichos estudios para que los que aprovecharen en ellos entiendan que han de ser premiados, y con más cuidado y afecto los continúen»328. El gobernador del obispado quería simplemente que el Rey confiriese los beneficios eclesiásticos sólo a los individuos que   -208-   obtuvieran títulos en esas escuelas, en vez de concederlos como hasta entonces, sin consultar para nada los antecedentes ni la competencia de los agraciados.

Aquellas dos escuelas que parecían encaminadas a un mismo objetivo, el de formar sacerdotes doctos, como se decía entonces, fueron desde los primeros días establecimientos rivales. Los jesuitas, más activos y sagaces que los dominicanos, obtuvieron la preferencia ante la opinión de la mayoría de los colonos. No pudieron los últimos obtener siquiera que se les siguiese pagando la subvención acordada por el Rey. Fue inútil que éste y el gobernador de Chile decretaran que se cumpliese aquella gracia. Los oficiales reales declararon que no había fondos con que hacerlo; pero en esta negativa entraba también por mucho su mala voluntad hacia la escuela de los dominicanos a causa de la preferencia que daban al convictorio de los jesuitas329.

Poco más tarde que aquellas escuelas, se fundó en Santiago el primer seminario conciliar de la diócesis. En 1608, el obispo Pérez de Espinoza, estando de vuelta de Lima, a donde había ido a sostener su litigio contra Alonso de Ribera, echó las bases de este establecimiento bajo la advocación del santo Ángel de la Guarda, y con el objetivo de formar sacerdotes idóneos para el servicio del culto. Aunque el Seminario pudo disponer desde los primeros días, de un local espacioso y, aunque tuvo siempre un rector titular, se le destinaron tan escasos recursos que por entonces llevó una existencia precaria y, aun, durante algunos años estuvo incorporado al colegio de los jesuitas330. Así, pues, este último establecimiento y la titulada Universidad Pontificia que regentaban los dominicanos, fueron por largos años los grandes planteles de enseñanza con que contó el reino de Chile.

Desgraciadamente, aquellos colegios no podían ser de gran utilidad para propender al desarrollo de la ilustración y de la cultura de la colonia. Su objetivo exclusivo era crear sacerdotes formados en el molde del clero español de esa época. La instrucción que allí se   -209-   daba estaba limitada al latín suficiente para entender los escritos de los teólogos y comentadores, a la filosofía escolástica, enseñada según los expositores de segunda y tercera mano, y a la teología, tal como comenzaban a tratarla los escritores de la Compañía. Esos estudios parecían destinados a ensanchar la memoria y a impedir el despertar de la razón, encaminando el espíritu de los estudiantes hacia la discusión casuística bajo el predominio de la autoridad magistral de ciertos libros. La educación iba encaminada no a formar ciudadanos preparados para la lucha de la vida, útiles a su familia y a su patria, sino hombres piadosos, destinados a aumentar la población de los claustros y conventos. Nada bosqueja mejor el espíritu de esa educación que las palabras con que el mismo fundador del convictorio de Santiago daba cuenta de este suceso al padre general de la Compañía. «A mi ver, decía, uno de los mayores frutos y más señalados servicios que han hecho los hijos de la Compañía a la majestad de Nuestro Señor es el que coge este colegio, pues de él depende el bien de toda la tierra, en criarles sus hijos con el recogimiento como si fueran religiosos, de que no es pequeña muestra el hablar en sus conversaciones de Dios con la facilidad que si lo fueran; hacer sus mortificaciones en el refectorio; pedir les oigan sus faltas; besar los pies; comer debajo de las mesas; oír la lección espiritual que se les lee mientras comen; frecuentar los sacramentos; no oírse entre ellos juramentos, murmuraciones ni palabra ofensiva; no salir sino raras veces, y eso sólo a casa de sus padres; y otras cosas de mucha edificación y consuelo que, aunque he visto colegios seminarios en varias partes, ninguno hace ventaja a éste»331. Tal era el ideal que aquellos educacionistas se habían formado acerca del fin y objetivo de los establecimientos de esa especie.




11. Progresos de la ciudad de Santiago: fiestas y lujo

Junto con los modestos progresos de otro orden, habían mejorado relativamente las condiciones generales de vida de los colonos de Chile. No debe creerse que esas agrupaciones de modestos edificios que los antiguos documentos denominan ciudades, merecieran propiamente el nombre de tales, ni siquiera que pudieran soportar la comparación con las verdaderas ciudades que entonces se levantaban ya en otras provincias de América, y sobre todo en México y el Perú. Eran pobres villorrios formados por casas mezquinas, en su mayor parte cubiertas con techos de paja. Pero Santiago había dejado de ser la aldea miserable habitada por unos cuantos centenares de individuos. En 1610 tenía doscientas casas332; diez años después el Cabildo computaba en doscientos cincuenta el número de sus vecinos, es decir, individuos domiciliados con sus familias y gozando los fueros y derechos de vecindad333. Por fin, en 1630 su población, que había aumentado mucho más, no podía bajar de tres mil habitantes de origen español334.

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La ciudad se había incrementado y embellecido con nuevas construcciones. Las órdenes religiosas habían ensanchado o terminado sus templos con cierto lujo desconocido en los primeros tiempos. La catedral acababa de ser reconstruida de piedra de cantería con los fondos concedidos por el Rey y con las erogaciones de los vecinos. Las casas reales, que ocupaban el costado norte de la plaza principal, habían sido también reconstruidas para la Audiencia, la tesorería real, el Cabildo, la cárcel pública y las habitaciones del Gobernador, y formaban un edificio de ladrillo de dos cuerpos con portales a la plaza. Las habitaciones particulares eran mucho más modestas, sin elegancia ni grandeza arquitectural, construidas con adobes, y en su mayor parte de un solo piso, si bien no faltaban algunas de dos cuerpos, como las que caían a la plaza, cuyos balcones servían para presenciar las frecuentes procesiones y las corridas de toros. Los antiguos solares, que en los primeros tiempos formaban la cuarta parte de la manzana, se habían subdividido en su mayor parte, pero siempre formaban sitios espaciosos, de tal suerte que cada casa tenía en su interior un huerto de árboles frutales, en que se cultivaban, además, plantas útiles y de adorno, y tenía también locales para la crianza de aves domésticas.

La modesta sencillez de la vida de los primeros días de la colonia comenzaba a desaparecer. Los habitantes de Chile, como los que poblaban las otras posesiones españolas, tenían una inclinación que puede llamarse hereditaria por el lujo y la ostentación; y desde que se formaron algunas fortunas más o menos considerables, sus poseedores dieron en la medida de sus fuerzas, rienda suelta a estos gustos. En las casas de los ricos se notaba en los adornos del edificio, en los muebles, en la vajilla y en las alhajas, ciertas aspiraciones al lujo, que formaban contraste con la pobreza general del país. Pero era en los trajes en lo que se gastaba más ostentación. El obispo de Santiago, testigo de esta transformación de las costumbres, hija como se comprende del desarrollo de la riqueza pública, lo atribuía al influjo de la Real Audiencia, cuyos miembros, pagados con un sueldo considerable, podían llevar una vida ostentosa e incitaban con su ejemplo a hacer gastos desordenados. «La Audiencia, decía, ha causado graves daños en este reino, que por poder deponer acerca de él de más de cuarenta años, lo digo con esta resolución. Entre ellos es que solían sus habitadores ser hombres llanos, el traje honesto, hechos a sufrir trabajos en la guerra y fuera de ella, a acompañar a los gobernadores, y a ayudarlos con lo que la tierra da: hoy ha entrado la locura de los trajes tan aprisa que trabajan sólo para sustentar la vanidad, olvidados de sus obligaciones y sólo acordados de que sus padres y abuelos sirvieron a Vuestra Majestad»335. Poco más tarde insistía nuevamente sobre el mismo punto. «Otro daño, decía, se ha seguido a los vecinos y moradores de esta ciudad, que muchos no advierten (aunque lo padecen) que después que vino la Audiencia sus trajes y adornos de mujeres son tan costosos y cortesanos que para sustentarlos me consta que no visten a sus hijos, ni los traen a las escuelas muchos de ellos por parecer honrados en la plaza, y rompen sedas y telas, y siempre viven adeudados   -211-   por sustentar el lustre que no era necesario ni se usaba cuando había en esta ciudad un teniente general o un corregidor, y se pasaban entonces los vecinos y moradores con vestirse de paño, y tenían más descanso, y la tierra sobrada de todo»336.

Si estos gastos de vestuario y de lujo imponían sacrificios considerables a los colonos, la satisfacción de las necesidades materiales de la vida no costaba casi nada. Los alimentos se obtenían con muy poco gasto. «Es toda aquella tierra tan fértil y abundante de mantenimientos en todas las partes que se cultivan y benefician, decía por esos años un inteligente observador, que casi todos los de las tierras de paz y pobladas, comen de balde, y por ninguna parte poblada se camina que sea menester llevar dinero para el gasto del mantenimiento de personas y caballos; por lo que, aunque hay gente pobre en aquella tierra, no hay ninguno mendigante»337. Esta misma abundancia de los artículos alimenticios ofrecía los más graves inconvenientes. Las clases inferiores, sobre todo, seguras de satisfacer sus más premiosas necesidades, no se sentían estimuladas al trabajo; y esta situación daba origen a la vagancia y a la ociosidad. La frecuencia de los días festivos contribuía a desarrollar la pasión por la ebriedad que los mestizos parecían haber heredado de los indios, y que daba origen a borrascosas orgías terminadas, de ordinario, por sangrientas pendencias. Los reglamentos dictados por la autoridad, los castigos severos que se aplicaban a los ebrios, ya fueran indios, mestizos o negros, no bastaban para corregirlos; como fueron también ineficaces las predicaciones de algunos religiosos para hacer desaparecer aquellas bárbaras costumbres, que sólo podían morigerar una cultura superior y los hábitos de trabajo.

Por triste y monótona que debiera ser la vida en una ciudad pobre, de cerca de tres mil habitantes, y situada a tan gran distancia de la metrópoli y de los grandes centros de población en las colonias, Santiago gozaba en Chile del prestigio y de la estimación de una especie de Corte. Era el asiento del gobierno civil, de la Audiencia, de la gente más acaudalada y del movimiento industrial y comercial. El lujo desordenado de sus habitantes y la frecuencia de fiestas públicas le daban cierta animación y realzaban su prestigio. Esas fiestas consistían en las lidias de toros y en las corridas de cañas y sortija que se jugaban en la plaza principal por los caballeros de más alto rango de la colonia. Pero las fiestas religiosas, las ostentosas procesiones, mucho más frecuentes todavía, daban más animación a la ciudad.   -212-   Los jesuitas, que habían impreso a estas fiestas cierto carácter dramático por medio de la representación material de algunos pasajes de la historia sagrada, introdujeron también en ella la representación de diálogos de carácter místico por medio de jóvenes que aparecían vestidos con trajes adaptados a las circunstancias. Además de aquellas representaciones, los habitantes de Santiago conocieron por esos años verdaderas comedias, probablemente también sobre asuntos religiosos, como los autos sacramentales de los españoles. En enero de 1626, con motivo de las celebraciones que se hicieron por el restablecimiento de la guerra ofensiva, tuvieron lugar las primeras fiestas de esta clase de que se haga mención en las historias338.





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