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Capítulo X

Gobierno del marqués de Baides: las paces de Quillín (1639-1643)


1. El marqués de Baides toma posesión del gobierno de Chile. 2. Escasos recursos que le ofrecía el reino para continuar la guerra. 3. Primera entrada del marqués de Baides al territorio enemigo: su proyecto de hacer la paz con los indios. 4. Resistencias que encuentra este proyecto: el Gobernador resuelve llevarlo a cabo. 5. Las paces de Quillín. 6. El Rey les presta su aprobación. 7. Insubsistencia de las paces: el Gobernador hace una nueva campaña en el territorio enemigo.



1. El marqués de Baides toma posesión del gobierno de Chile

Don Francisco López de Zúñiga, marqués de Baides y caballero del hábito de Santiago, que acababa de asumir el gobierno de Chile, era un capitán español que aún no había cumplido cuarenta años de edad, pero que había prestado a la Corona largos y buenos servicios militares. Hijo de un caballero de ilustre familia a quien Felipe IV dio en 1622 el título de marqués de Baides399, don Francisco se incorporó al ejército cuando sólo contaba diez y siete años, y sirvió quince en las famosas campañas de Flandes, en la infantería primero y luego en la caballería, hasta alcanzar al rango de capitán. Habiendo vuelto a España por los años de 1636 con una licencia temporal, el Rey le dio el puesto de gobernador de la provincia de Santa Cruz de la Sierra, en el Alto Perú, cuyo nombramiento lo obligó a pasar a América.

Por muerte de su padre, que lo dejaba en posesión del título de Marqués y de un modesto mayorazgo, López de Zúñiga se disponía a fines de 1638 a volver a España, sin haberse recibido del gobierno de Santa Cruz de la Sierra; y, en efecto, se hallaba en camino para Lima cuando llegó a sus manos una cédula real de 30 de marzo de ese mismo año, en la cual se le nombraba gobernador de Chile por un período de ocho años400. Ese nombramiento tenía dos cláusulas que revelan la pobreza a que había llegado el tesoro español, y los expedientes   -258-   a que recurría el Rey para procurarse recursos. El marqués de Baides no debía comenzar a recibir su sueldo sino el día en que se recibiese del gobierno, y estaba, además, obligado a pagar adelantado a la Corona la mitad del sueldo correspondiente al primer año. Era éste el impuesto de media anata con que Felipe IV acababa de gravar a los funcionarios públicos401. Estos onerosos gravámenes debían hacer muy difícil la situación de los gobernadores en los primeros días de mando, teniendo que hacer gastos considerables en su viaje y en su instalación.

A pesar de todo, el marqués de Baides aceptó gustoso el puesto a que se le llamaba, se trasladó inmediatamente a Lima, y con toda actividad comenzó a hacer sus aprestos de viaje. Con los dineros del situado pudo reunir 326 hombres distribuidos en tres compañías, y comprar algunas armas; pero estos gastos, así como el pago de algunos compromisos anteriores, disminuyeron considerablemente sus recursos402. Al fin, venciendo todo género de inconvenientes, partía del Callao el 20 de marzo de 1639, llegaba a Concepción en la noche del 1 de mayo siguiente, y como ya dijimos, se recibía del gobierno pocas horas más tarde, a la luz de las antorchas y de las luminarias.

La estación de las lluvias había paralizado por entonces las operaciones militares. El nuevo Gobernador se instaló en Concepción, y desde allí pudo enviar algunos socorros a los cuerpos españoles destacados en los fuertes de la frontera, y estudiar el estado de la guerra que le pareció poco satisfactorio y sembrado de peligros. «Las relaciones que Vuestra Majestad tenía de mis antecesores de los presidios, fuertes y de lo demás de que se compone este reino, escribía al soberano, son los que ha habido de veinte años a esta parte, excepto el fuerte de Angol que hizo don Francisco Lazo cuatro leguas más adelante del de Nacimiento. Las guarniciones y fuerzas con que los hallé, son más de nombradía que de efecto, pues de 2000 plazas de españoles que están consignadas en el situado, no hallo efectivas y de servicio 1738, y tan desarmados que en rompiéndose un mosquete o arcabuz queda el soldado desarmado, por no haberlos a comprar; y sin bocas de fuego, ya ve Vuestra Majestad de qué servicio pueden ser los soldados, y más en esta guerra, y esperando cada día a los enemigos de Europa que con mucha facilidad pueden venir. Y así debe Vuestra Majestad mandar se traigan de España 600 arcabuces,   -259-   200 mosquetes y 400 hierros de picas al costo de allá, que en Lima se pagarán luego de los situados para este reino, porque la gente de milicia de él (es decir, los individuos que no estaban enrolados en el ejército permanente) está toda desarmada, y tan olvidada de este ejercicio como si no estuvieran en tierras de guerra... Si bien considero, añadía más adelante, los vivos aprietos en que Vuestra Majestad se halla, y que fuera mejor excusar el añadir este cuidado, el celo del servicio de Vuestra Majestad en lo que está a mi cargo, me obliga a significarlo»403. A pesar de todo, estas humildes peticiones del gobernador de Chile debían ser desatendidas en la Corte, no ya por la pobreza del erario, puesto que no iban a imponerle ningún gravamen, sino por serias complicaciones europeas que casi no dejaban tiempo a los consejeros del Rey para pensar en los negocios administrativos de las colonias.




2. Escasos recursos que le ofrecía el reino para continuar la guerra

A principios de septiembre, cuando la primavera comenzaba a facilitar el tráfico de los caminos, el marqués de Baides se puso en viaje para Santiago. El Cabildo de la capital tenía hechos los aprestos para recibirlo con las solemnidades acostumbradas. Habiéndole tomado el juramento de estilo, lo puso en posesión del gobierno el 22 de septiembre (1639), en medio de las fiestas con que la ciudad celebraba la entrada de cada nuevo Gobernador. Antes de muchos días, el contento había desaparecido, y suscitádose un inquietante descontento.

Hasta entonces el reino de Chile, a causa del estado de guerra y de su evidente pobreza, se había sustraído al pago de algunas de las numerosas contribuciones con que estaban gravados los súbditos del rey de España. Una de las más onerosas entre éstas era la de alcabala, conocida también con el nombre de «unión de las armas», por el destino militar que al principio se dio a su producido. Gravaba no sólo las transferencias de las propiedades raíces sino las ventas de mercaderías, y no sólo constituía una traba pesadísima a las operaciones comerciales sino que recargaba considerablemente el precio de los artículos más necesarios. Para la más fácil y expedita percepción del impuesto, el Rey fijaba en cifras redondas la cantidad anual que debía pagar cada ciudad, dejando a cargo del Cabildo o de otras autoridades el cuidado de cobrar el derecho en la forma en que fuere más conveniente404. Pero este impuesto era tan odiado por las poblaciones, que su establecimiento daba lugar a las más serias dificultades. A fines del siglo XVI, cuando el Virrey, don García Hurtado de Mendoza, lo planteó en el Perú, la ciudad de Quito se puso en abierta rebelión, y fue necesaria una campaña militar para someterla. Los desastres ocurridos en Chile después de la muerte de Óñez de Loyola, fueron causa de que este reino se eximiera por entonces del pago de aquella odiada y gravosa contribución.

Pero los apuros siempre crecientes del tesoro real no permitían que se perpetuase esta excepción. En tres diversas cédulas expedidas por Felipe IV en 1627, 1633 y 1636, había   -260-   dispuesto que la contribución de alcabala se estableciese en todos estos países. El marqués de Baides llegaba a Santiago en septiembre de 1639 con la orden terminante de plantear en Chile ese impuesto, y de hacer pagar cada año veinte mil ducados para la Corona, como producto calculado por el virrey del Perú de lo que debía producir el derecho de cuatro por ciento sobre las ventas de bienes raíces y las transacciones comerciales. Prodújose inmediatamente en la ciudad una gran alarma. El vecindario, convocado al toque de campana, como solía hacerse en las grandes ocasiones, celebró un Cabildo abierto el 13 de octubre bajo la presidencia del general don Valeriano de Ahumada, corregidor de la ciudad. Allí se expuso la pobreza del reino, la escasez de su población, los sacrificios que le había impuesto el estado de guerra y la enormidad de un impuesto que se juzgaba superior a lo que el país podía pagar. Acordose enseguida solicitar respetuosamente del virrey del Perú que se eximiese a Chile de aquella gravosa contribución. Un mes más tarde el cabildo de Santiago nombraba los apoderados que debían entablar en Lima estas gestiones. El mismo Gobernador, testigo de la angustiada situación de Chile, parecía ponerse de parte del vecindario al comunicar al Rey estas ocurrencias405. Pero todas estas gestiones sólo dieron por resultado una reducción del impuesto. La tasación de este país para el pago de alcabala fue fijada en 12500 pesos, esto es, en la mitad de la suma que había pedido el virrey del Perú.

Otro negocio que por entonces preocupaba al marqués de Baides era la proyectada repoblación de la ciudad de Valdivia. Felipe IV, por despachos expedidos en abril de 1637, había reprobado duramente la conducta del virrey del Perú que, como contamos, se atrevió a objetar las órdenes supremas en que se disponía llevar a cabo esa repoblación. Pero al insistir nuevamente en ello, exigía que esta obra se ejecutase con los solos recursos de estos países y sin otro gasto de la real hacienda. Por más que la situación de Chile fuese muy poco favorable para acometer esa empresa sin auxilio extraño, el Gobernador parecía resuelto a dar cumplimiento a las órdenes del soberano, y así lo anunció al cabildo de Santiago. Esta corporación, aprobando el proyecto, pero recordando que sus recursos no le permitían hacer erogaciones más considerables, ofreció suministrar anualmente, y durante cuatro años, como donativo del vecindario, dos mil quintales de charqui para el mantenimiento de la guarnición que se estableciese en Valdivia406. Este donativo, por considerable que fuese, no bastaba para emprender la repoblación y fortificación de esa plaza, y el Gobernador se vio al fin forzado a desistir de su intento.

Por otra parte, las exigencias del marqués de Baides no se limitaban a esto sólo. Como su predecesor, se creía autorizado para imponer a los habitantes de Chile el servicio militar obligatorio, cada vez que los peligros de la guerra hicieran necesario este sacrificio. Anunciábase, entonces, que los indios de Arauco preparaban una gran invasión a las tierras ocupadas por los españoles, y se avisaba de la frontera que éstos no tenían fuerzas suficientes   -261-   para resistir al enemigo. El Gobernador se persuadió de que semejante estado de cosas lo facultaba para obligar a los vecinos de Santiago a salir a campaña con sus armas y caballos; y, en efecto, lo dispuso así por bando que hizo publicar en la ciudad.

En estas circunstancias, el cabildo de Santiago recibió (el 11 de noviembre) diversas cédulas en que el soberano resolvía algunas cuestiones promovidas por esta corporación. Una de ellas, firmada en El Escorial el 2 de noviembre de 1638, reproducía las disposiciones anteriores por las cuales se eximía a los vecinos de Santiago de la obligación de salir a la guerra «sino en casos forzosos y que no se puedan excusar», y mandaba que en adelante se le diera el más puntual cumplimiento. Esta resolución en verdad, por más terminante que pareciera, dejaba las cosas en el mismo estado, desde que el Gobernador estaba autorizado para declarar cuándo las circunstancias exigían este sacrificio de los vecinos; y ahora vino a renovar las competencias y dificultades a que estas mismas cuestiones habían dado lugar en los años anteriores. Requerido el Gobernador por el Cabildo para que diese cumplimiento a aquella real cédula, el marqués de Baides, acatándola respetuosamente, sostuvo que los peligros que amenazaban la frontera por la anunciada invasión de los indios lo había puesto en la necesidad de llamar a los vecinos a la defensa del reino407. Sin embargo, no queriendo emplear los medios coercitivos y violentos, sólo pudo reunir algunos voluntarios y otros enganchados a sueldo para salir a campaña.




3. Primera entrada del marqués de Baides al territorio enemigo: su proyecto de hacer la paz con los indios

El nuevo Gobernador no tenía, en realidad, el propósito de dar impulso a las operaciones militares. Sometido desde su arribo a Chile a los consejos de los padres jesuitas, cuyo poder y cuya influencia eran cada día mayores, se sentía inclinado a hacer revivir el proyecto de pacificación en que había fracasado el padre Luis de Valdivia. El marqués de Baides llegó a persuadirse de que la guerra de Chile era interminable, a menos de contar con recursos que era imposible conseguir. De acuerdo con la Real Audiencia, hizo levantar en Santiago una información «en que declararon diez personas de las más expertas, celosas y calificadas de esta ciudad», para probar al Rey que, al paso que el poder español se había debilitado en Chile por las epidemias y las deserciones de los soldados, los indios estaban en una situación mejor para continuar la resistencia. Esa información fue remitida al Rey con una carta que firmaron el Gobernador y los oidores. «La guerra de este reino y pacificación de estos rebeldes, decía allí, en común sentir de soldados prácticos, se halla al presente no menos dificultosa y entera que antes, y tanto que al paso y en la forma que hasta aquí se ha tratado no se debe esperar prudentemente en largos años su conclusión y fin deseado, antes bien se reputa por perpetua, por considerarse al enemigo más soldado con el continuo ejercicio que ha tenido de las armas, y más incorporado con las muchas malocas que se le han hecho, pues, con haberse retirado los fronterizos de Purén y otras parcialidades, han conseguido entre sí conformidad y unión más grande para defenderse y guerreamos... En las causas más principales a que se atribuye la duración de esta guerra tan larga, una de ellas es no   -262-   haberse tomado forma igual y conveniente de gobernarla, mudándose en cada gobierno. En uno se practican más los malones, en otros las campeadas, y en otros los fuertes y poblaciones, que es como los capitanes generales han sido diferentes, aunque el fin que se pretende sea uno, lo han sido también los medios y trazas que han tomado para disponerla, con que siempre se empieza y nunca se fenece y acaba, siendo común opinión de los más versados soldados que si no es con más cuerpo de ejército, mayor número de plazas, más cuantioso situado y haciendo poblaciones, es imposible se reduzca este indio rebelde, ni le traigan a sujeción solas las dos mil (plazas), aun cuando estén llenas, que hoy militan en este reino»408. Sin proponer expresamente el restablecimiento del sistema de la guerra defensiva, el Gobernador y los oidores dejaban ver que la sujeción de los indios por medio de las armas era absolutamente irrealizable con los recursos de que se disponía.

Al partir de Santiago, a fines de noviembre, el marqués de Baides estaba, sin embargo, perplejo sobre el plan de conducta que debía seguir en la dirección de las operaciones militares. «Para ver qué modo tendría de sujetar al enemigo, pidió a los dos obispos, don fray Gaspar de Villarroel (de Santiago) y don Diego Zambrano de Villalobos (de Concepción) y a todas las religiones encomendasen a Dios una causa tan del servicio de Dios y del Rey, esperando en el favor de la santísima Virgen, cuyo devoto era, y en la intercesión de los santos, tener buenos sucesos y conseguir buenos fines de sus buenos intentos. Hizo bordar en su guión con primor la imagen de Nuestra Señora a un lado y al otro lado la del apóstol de oriente san Francisco Javier, a quien tomó por patrón de sus empresas y para que alcanzase de Dios la conversión de estos indios occidentales»409. El Gobernador esperaba que el cielo lo iluminaría para salir airoso en aquella empresa.

Las tropas españolas, que debían expedicionar ese verano en el territorio enemigo, se reconcentraron en las inmediaciones de la plaza de Nacimiento. Formaban un total de cerca de mil setecientos hombres, en su mayor parte soldados de experiencia en aquellas guerras. El marqués de Baides, poniéndose a su cabeza, emprendió la marcha al sur el 4 de enero de 1640, y sin hallar resistencia de ningún género, avanzó hasta las orillas del río Cautín. Los indios, escarmentados por sus desastres anteriores y sintiéndose incapaces de resistir a las fuerzas numerosas y compactas de los invasores, habían abandonado, según su costumbre, sus chozas y sus campos, y refugiádose a las montañas y a los bosques. Sea que el Gobernador enviara mensajeros a ofrecer la paz al enemigo, como refieren unos, sea que éste hiciere espontáneamente los ofrecimientos, como cuentan otros, antes de muchos días se entablaron negociaciones entre los contendientes410. Lincopichón, caudillo de las tribus que habitaban   -263-   las faldas de la cordillera, después de haber cambiado algunas proposiciones, se presentó en el campamento español a conferenciar sobre la paz, y fue recibido afectuosamente por el Gobernador.

Apenas iniciados estos primeros trabajos, se dejó sentir la división de pareceres entre los capitanes españoles. Los más experimentados en aquella guerra, no tenían confianza alguna en las proposiciones de paz que hacían los indios. Creían ellos que ahora, como siempre, las tribus que prometían deponer las armas y someterse a la dominación extranjera, pensaban sólo en salvar sus sementeras y ganados de la destrucción que los amenazaba, para sublevarse de nuevo después de las cosechas. Sabían, además, que las negociaciones celebradas con uno o varios caudillos debían ser absolutamente estériles desde que los enemigos no formaban un cuerpo de nación sometido a una cabeza. Por el contrario, el marqués de Baides, mucho menos conocedor del carácter de los indios, y sometido también a los consejos de los padres jesuitas que iban en su compañía, y uno de los cuales era su propio confesor (el padre Francisco de Vargas), se inclinaba a dar oído alas proposiciones de Lincopichón y de los suyos, creyendo poder llegar, por este medio, a la pacificación definitiva del país. Movido por estos sentimientos, se abstuvo de ejecutar cualquier acto de hostilidad; y después de largas conferencias con los indios, y de hacerles los agasajos y obsequios que podían serles más agradables, se separó de ellos en términos amistosos. El Gobernador volvía a la frontera a preparar las cosas para celebrar la paz, y Lincopichón y sus compañeros quedaban tranquilos en sus tierras, y resueltos, según decían, a inclinar a las otras tribus a someterse a los españoles.

A mediados de marzo regresaba a Concepción el marqués de Baides. Para nadie podía ser un misterio su propósito de celebrar la paz con los indios; pero no quería asumir la responsabilidad de una medida de tanta trascendencia, y guardaba sobre ella la más estudiada reserva. Proponíanse él y sus consejeros dirigir este negocio con toda cautela, para dar a los tratos que se hiciesen con el enemigo las apariencias de ser empeñosamente solicitados por éste, y aprobados por los capitanes españoles como el resultado más útil y ventajoso que se podía sacar de las circunstancias. En esos días debía despachar su correspondencia oficial para la Corte. En las cartas que entonces escribió, refiere sumariamente la entrada que acababa de hacer al territorio enemigo, y apenas hablaba de sus proyectos de celebrar las paces con los indios. Pero queriendo indudablemente preparar el ánimo del Rey para que no llevase a mal la suspensión de las operaciones militares sin haber consumado la conquista definitiva del país, el marqués de Baides se empeñaba en demostrarle el estado desastroso que presentaba la guerra. Según sus comunicaciones, don Francisco Lazo de la Vega había engañado al soberano cuando le dio cuenta de las ventajas alcanzadas sobre el enemigo. El ejército, diezmado por la guerra, por las pestes y por las deserciones, tenía muchos soldados inútiles para el servicio. Los indios auxiliares se hallaban también muy reducidos por idénticas causas. La nueva ciudad de Angol, situada desventajosamente, en un lugar malsano, de   -264-   difícil defensa y desprovisto de mantenimientos y de forrajes, construida con malos paredones y con débiles estacadas, lejos de ser de alguna utilidad, era un peligro porque estaba expuesta a ser presa del enemigo cuando éste quisiera tomarla. La situación de los indios de guerra, por el contrario, era más ventajosa que nunca. Lejos de haberse retirado de la frontera, como había escrito Lazo de la Vega, estaban más atrevidos y resueltos que nunca, podían poner en pie al norte del río Imperial un ejército de seis mil hombres, y hacían frecuentes correrías en el territorio ocupado por los españoles. «La mayor conveniencia que yo hallo en el estado presente para esta conquista, decía al terminar ese tristísimo cuadro de la situación del reino, ha de ser agasajar estos rebeldes, procurando atraerlos por buenos medios a que se reduzcan en amistad, mostrándoles asimismo para ello el rigor de las armas, como lo he hecho en esta campeada»411.




4. Resistencias que encuentra este proyecto: el Gobernador resuelve llevarlo a cabo

Estimulado por el propósito de hacer la paz con el enemigo, el marqués de Baides no se movió de Concepción en todo ese invierno. Lejos de disponer acto alguno de hostilidad, mandó que sus capitanes se abstuvieran de hacer cualquier expedición o correría, al mismo tiempo que sus agentes mantenían relaciones con los indios para ganarlos a la paz. Algunos de estos últimos, atraídos, sin duda, por los agasajos y obsequios que se les repartían, visitaron los fuertes españoles y, aun, se atrevieron a pasar a Concepción. El Gobernador los recibió amistosamente, les distribuyó ropas vistosas, como las que usaban los españoles, bastones con casquillos de plata y otras bagatelas siempre codiciadas por esos bárbaros, y los dejó visitar libremente la ciudad. «El veedor general, Francisco de la Fuente Villalobos, imitador del Marqués en agasajar los indios y en desear su conversión, los llevó a su casa, y con gran gasto de su hacienda y admirable liberalidad, los regaló y banqueteó todo el tiempo que estuvieron en la Concepción, y no sólo a éstos, sino que sin cansarse ni enfadarse de sus importunidades, recibía a cuantos venían de la tierra adentro, regalándolos y sirviéndoseles en su casa, aunque fuesen muchos, como si fueran unos príncipes»412. Esos indios volvían a sus tierras esparciendo la fama de la liberalidad del Gobernador, e incitando a otros a acudir a Concepción para gozar de favores semejantes.

Sin duda alguna, estos agasajos bastaban para inclinar a los indios a aceptar una paz de aparato, que en realidad no los obligaba a nada. Pero los escritores jesuitas que han contado con muchos pormenores la historia de estas negociaciones que dirigían algunos de los padres de esa orden, refieren que en esas circunstancias el cielo operó los más singulares prodigios para «ablandar los duros corazones de aquellos rebeldes araucanos y moverlos a rendir las armas y tratar de las paces. El primero fue haberse visto águilas reales (de dos cabezas) las cuales tienen por tradición que se vieron antes que entrasen los españoles en aquel reino, y que después acá no se han visto más en él hasta el año de 40 que dio principio a estas paces. La segunda señal fue la que por el mes de febrero del mismo año de 40, se vio y sintió en todas sus tierras, de que dan fe todos los indios, y los cautivos españoles lo   -265-   testifican con toda aseveración, y aún en nuestros presidios y tierras de paz resonó el eco, sin saber de dónde naciese, juzgando en el campo de San Felipe (Yumbel), cuando oyeron el estruendo, que disparaban mosquetes o piezas de artillería en los demás fuertes vecinos a él; y en éstos, juzgando lo mismo del de San Felipe, hasta que nuestros reconocedores lo fueron también del desengaño, averiguando el caso. Y fue así que en la tierra y jurisdicción del cacique Aliante reventó un volcán (el de Villarrica), y comenzó a arder con tanta fuerza que arrojaba de dentro peñascos y grandes montes encendidos, con tan formidable estruendo que del espanto y pavor, afirman, mal parieron todas las mujeres que en todo aquel contorno había preñadas. Viéronse en este tiempo en el aire formados dos ejércitos y escuadrones de gente armada, puestos en campo y orden de pelea, el uno a la banda de nuestras tierras, donde sobresalía y se señalaba un valiente capitán en un caballo blanco, armado con todas armas, y con espada ancha en la mano, desenvainada (el apóstol Santiago), mostrando tanto valor y gallardía que daba alientos y ánimo a todo su ejército y le quitaba al campo contrario; el cual se vio plantado a la parte de las tierras del enemigo; y acometiéndole el nuestro le dejó desbaratado en todos los encuentros que tuvieron, representación que les duró por tiempo de tres meses para que hubiese menos que dudar. Fue en tanta cantidad la piedra que arrojó el volcán y tan encendida, y tanta la magnitud de la ceniza ardiendo que cayó en el río de Alipen413, que ardían las aguas de manera que cocieron cuanto pescado había en él, y corriendo su raudal hasta juntarse con el río de Toltén, que es muy grande, le calentaron e hicieron hervir sus corrientes causando los mismos efectos desde que se juntaron los dos ríos hasta la mar; de suerte que por tiempo de cuatro meses ni se pudieron beber sus aguas ni probar el pescado que muerto dio en sus playas y marginó sus riberas, por el mal olor y sabor que el azufre le daba; y lo que no menos espanta, con la abundancia de ceniza y piedras que el volcán arrojaba, rebalsaron estos ríos, y rebosaron sus corrientes tanto que llegaron sus aguas espesas como argamasa a inundarles sus campos hasta entrárseles por las puertas de sus casas, con tenerlas sitiadas en lomas, laderas y sitios eminentes. Prosiguió el fuego del volcán con tal tesón y violencia, que partió por medio el cerro por donde abrió boca cuando reventó, dejándole dividido en dos pedazos, el uno que cayó a la parte del oriente y el otro a la del occidente, y la laguna de la Villarrica creció hasta derrarmarse por los campos, inundando las tierras y pueblos de los indios, que huyendo de la furia con que se les entraba por sus casas, no paraban hasta ganar las cumbres de los montes, donde aún se hallaban mal seguros de tanto peligro. Ni aumentó poco su pavor y miedo la espantosa vista de un árbol que vieron correr sobre las aguas tan cesgo y derecho que no lo estuviera más asido de sus raíces a la tierra que le produjo. Iba todo él ardiendo, y en su seguimiento una bestia fiera, llena de astas retorcidas la cabeza, dando espantosos bramidos y lamentables voces...Éstas son las señales, añade, que parece haber dado el cielo de que quiere Nuestro Señor rindan ya (los indios) su cuello al suave yugo de su cruz y ley evangélica por medio de la obediencia y sujeción a nuestro católico Rey»414. En todo este tejido de prodigios, en que no hay más verdad que la erupción del volcán de Villarrica, se descubre   -266-   naturalmente el propósito de presentar aquellas negociaciones como un suceso providencial operado por el cielo en favor de los españoles.

Por más inclinado que se mostrase el marqués de Baides en favor de la paz, por más que en apoyo de ella hiciera valer la presencia de algunos indios enemigos en Concepción y las protestas que repetían de sus sentimientos pacíficos, había en el campamento español y en todo el reino muchas personas experimentadas en aquella guerra que manifestaban una viva desconfianza. Algunos de los más caracterizados capitanes no cesaban de manifestar con el recuerdo de los hechos pasados, que todos los tratos que se celebrasen con los indios habían de ser ilusorios; que no teniendo éstos un gobierno regular, los compromisos contraídos por algunas tribus no obligaban en manera alguna a las demás y, por último, que las mismas que ofrecían la paz en una ocasión, apremiadas por el poder del enemigo, se apresuraban a violarla en el primer momento que creían favorable para volver a levantarse y para repetir sus depredaciones. No faltaron avisos de la estudiada falsía con que procedían los indios en tales circunstancias, negociando la paz sin el menor propósito de respetarla. Pero más que todas estas advertencias pudieron en el ánimo del Gobernador los consejos de los padres jesuitas que lo habían tomado bajo su dirección. Representábanle éstos que las resistencias que hallaba en la ejecución de su proyecto, eran la obra del demonio, empeñado en impedir el triunfo de la causa del rey de España, que era también la causa de Dios. «Pero, como Dios parece que meneaba esta acción, agrega la relación citada, como fundamento de que depende la salvación de tantas almas, no pudo el demonio, ni sus ministros, prevalecer contra estas paces». El marqués de Baides, persuadido, según se deja ver, de que era el instrumento de la voluntad divina, se dispuso resueltamente para la celebración de ese pacto.

De todas maneras, se creyó necesario rodearlo del aparato posible para darle prestigio dentro del reino y para hacerlo aceptable ante el soberano. El 6 de octubre, el Gobernador expidió un auto que se pregonó en las diversas ciudades de Chile. Mandaba por él que todos los vecinos encomenderos y muchos de los moradores se hallasen reunidos en Concepción el 15 de diciembre para acompañarlo al solemne parlamento que iba a celebrar con los indios. En Santiago, donde había muy pocas personas que tuvieran confianza en aquellos tratos, el Cabildo, queriendo eximir a los habitantes de la ciudad de esta obligación, puso dificultades y dilaciones al mandato del Gobernador415. Así, pues, si los pobladores del reino no podían oponer una resistencia formal a la ejecución de los proyectos del marqués de Baides, no disimulaban tampoco la desconfianza que les inspiraban las negociaciones con que éste pretendía poner término definitivo a la guerra.




5. Las paces de Quillín

Los jesuitas, por su parte, se empeñaron en dar a aquella expedición el carácter de una cruzada religiosa. «Eligiose por patrón de esta jornada, cuenta uno de ellos, el apóstol del   -267-   oriente san Francisco Javier, por la singular devoción con que el Marqués le venera, y así le dedicó la población que se hiciese, y lo llevó en su guión». Las tropas comenzaron a salir de Concepción por destacamentos; y el Gobernador, después de las fiestas religiosas destinadas a pedir una vez más la protección del cielo, se puso en marcha el 18 de diciembre, «acompañado de su capellán mayor y de los capitanes reformados y caballeros ofrecidos (voluntarios), y de algunos religiosos de la Compañía de Jesús que quiso llevar consigo por sus confesores y capellanes y para que hiciesen las partes de la conquista espiritual de las almas». En la plaza de Nacimiento, donde se reconcentraron todas las fuerzas expedicionarias, el marqués de Baides les pasó una revista general, y contó 1376 españoles y 940 indios auxiliares, número mucho menor del que había pensado llevar consigo para dar prestigio a las paces que soñaba celebrar. En su marcha al sur, tenían cada día distribuciones religiosas revestidas de la mayor solemnidad. Al pasar por Curalaba, sitio en que había sido sorprendido y muerto el gobernador Óñez de Loyola cuarenta y dos años antes, se celebraron unas exequias suntuosas por el descanso eterno de los españoles que perecieron en aquella noche funesta.

Por fin, el 6 de enero de 1641, se hallaron reunidos en los llanos de Quillín, a orillas del río del mismo nombre, uno de los afluentes del Cholchol, lugar ameno y pintoresco al cual habían sido citados los indios que querían dar la paz. «Habiendo lo primero prevenido a Dios este día, ofreciéndole los sacrificios de todas las misas que se pudieron decir por el buen suceso de estas paces», añade el historiador de esta jornada, formaron los españoles sus tropas en semicírculo para dar lugar a la asamblea, y el Gobernador, yendo a ocupar el centro, esperó a los caciques o caudillos que aparecían como directores de la negociación. Comenzaron éstos por dar muerte a algunas ovejas de la tierra (guanacos); y arrancándoles el corazón, rociaron con la sangre una rama de canelo, drymis chilensis, como símbolo de paz, y enseguida se sentaron aparatosamente en tomo de las ovejas muertas. Diose principio a la conferencia por un discurso del Gobernador, transmitido a los indios por el capitán Miguel de Ibancos, intérprete general del reino, en el cual trató de convencerlos de que el poderoso rey de España no había buscado en esta guerra el dar mayor extensión a sus dilatados dominios, sino la conversión y la felicidad espiritual y temporal de los mismos indios. Algunos de éstos contestaron en largos y fatigosos discursos en que a su vez se mostraban grandes partidarios de la paz. Al terminarse la conferencia, los indios dieron muerte a otras ovejas, repartiéronse los corazones en pequeños pedazos, enterraron en el suelo algunas armas y ejecutaron otras ceremonias con que querían dar a entender que daban por terminada la guerra, y que pasaban a ser amigos firmes y decididos de los españoles. Los tratos se terminaron con el cambio de obsequios. Los indios daban aves, corderos y algunas frutas de la tierra, al paso que el Gobernador les hacía repartir ropas, chaquiras, listones, añil para teñir sus telas y otros artículos muy apreciados por los bárbaros. Por lo demás, el marqués de Baides no omitió agasajo alguno para despedir contentos a sus nuevos amigos. Sentó a su propia mesa a los caciques principales y los colmó de atenciones.

Aquella negociación, que por las condiciones de uno de los contratantes no podía formularse en un tratado escrito ni tampoco había de ser largo tiempo respetada, no consta de ningún instrumento serio; y sus estipulaciones no nos son conocidas sino por lo que acerca de ellas escribieron los españoles. Las únicas bases que mencionaron, despojadas de todo artificio de palabras con que los historiadores de la negociación han pretendido revestirlas, podrían formularse en los términos siguientes: los indios conservarían su absoluta independencia   -268-   y libertad sin que nadie pudiera inquietarlos en su territorio ni reducirlos a esclavitud. Debían devolver los cautivos españoles que retenían en sus tierras. Ofrecían dejar entrar los misioneros que en son de paz fueran a predicarles el cristianismo. Comprometiéronse, además, a tener por enemigos a los enemigos de los españoles, es decir, a no aliarse con los extranjeros que pudieran arribar a nuestras costas con propósitos hostiles. El marqués de Baides y sus consejeros parecían persuadidos de que esta paz les permitiría antes de mucho tiempo ganarse la voluntad de los indios y establecer poblaciones dentro del territorio de éstos.

Terminadas aquellas conferencias, el ejército español avanzó hasta la Imperial. Los españoles reconocieron las ruinas de la ciudad, celebraron una misa solemne «en conmemoración de tantos como habían muerto en ella», y recogieron las cenizas de don Agustín Cisneros, el único de sus obispos que estuviera sepultado allí, para trasladarlas a Concepción. Los indios de esta comarca, que en esa estación se preparaban para hacer sus cosechas, se presentaron como amigos y dispuestos a reconocer y afirmar las paces. El marqués de Baides celebró con ellos un nuevo parlamento, y cambió en él las protestas pacíficas con que por ambas partes se prometía poner término a la guerra secular que había ensangrentado aquellos campos.

Después de emplear un mes entero en estos afanes, el Gobernador dio la vuelta al norte con todas sus tropas, y entraba a Concepción el 9 de febrero. Desde allí anunció a Santiago y a las otras ciudades del reino el resultado de su última expedición. Él y los suyos escribían que el territorio enemigo quedaba pacificado. Los padres jesuitas, que habían acompañado al Gobernador, contaban que en todas partes los indios les pedían que se quedasen en sus tierras para predicarles el cristianismo, y que no era posible dudar de la sincera ternura con que ofrecían la paz. Sin embargo, tanto en Santiago como en Concepción, las gentes recibían con la más marcada desconfianza tales noticias. Se creía generalmente que aquellos tratos, como los que se habían celebrado en otras ocasiones, serían rotos antes de mucho tiempo por los indios, y que la guerra recomenzaría con la misma tenacidad. Aun los que pensaban que era posible tratar con los indios, sostenían que el pacto celebrado por el marqués de Baides era depresivo para los españoles.

En efecto, los indios quedaban dueños del territorio disputado, y su independencia quedaba reconocida. Habíase obtenido, es verdad, la libertad de algunos españoles que habían vivido cautivos entre los bárbaros; pero se sabía que muchos otros permanecían todavía en el cautiverio o que se negaban a volver al lado de los suyos porque tenían hijos numerosos y un pedazo de tierra que les procuraba el sustento de sus familias dentro del suelo enemigo. En cambio, el Gobernador, para tranquilizar a los indios, dispuso la despoblación de Angol, y, por tanto, el retroceso de la frontera, lo que era, a la vez, la pérdida de territorio, una deshonra para las armas españolas. Un soldado contemporáneo, que pocos años más tarde refería sumariamente estos sucesos, juzgaba en los términos siguientes la paz celebrada por el marqués de Baides: «No es otra cosa que perdonar a los indios sus pasados desórdenes, dejarlos en posesión de la tierra y darles comodidad y facultad para correrías, muertes y robos»416.



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6. El Rey les presta su aprobación

Faltaba todavía que el Rey diese su aprobación a las paces de Quillín. Felipe IV, impuesto por las comunicaciones de Lazo de la Vega de los triunfos alcanzados contra los indios de Chile, había creído que la pacificación definitiva de este país estaba a punto de terminarse. Escribiendo al marqués de Baides en 17 de diciembre de 1638, le hacía a este respecto las siguientes recomendaciones: «Porque, como sabéis, consiste la reducción de aquéllos a nuestra santa fe católica en su pacificación, cosa que tanto deseo por el bien de sus almas, os encargo que teniendo presentes vuestras obligaciones, apliquéis para ello todo vuestro celo, desvelo y cuidado y diligencia, sin perdonar ningún trabajo ni medios que os ofreciesen para conseguir cosa que tanto importa, así a los habitantes de aquella tierra como al beneficio espiritual de los indios, y es necesaria para evitar los excesivos gastos que se hacen de mi real hacienda con la continuación de aquella guerra»417. Por más que el marqués de Baides, para preparar el ánimo del Rey a la aceptación de las paces, había dado, como contamos, los informes más desfavorables sobre el estado de la guerra, era de temerse que la Corte desaprobase el pacto celebrado con los indios.

En sus nuevas comunicaciones (marzo de 1641), el gobernador de Chile daba cuenta al Rey de haber celebrado la paz con los indios, le enviaba los documentos que se referían a estas negociaciones, y se empeñaba en presentarlas como el resultado más ventajoso que se podía esperar en aquella situación. Decía en ellas que todo el territorio quedaba pacificado, que los mismos indios solicitaban que se fundasen poblaciones españolas dentro de su territorio, pero que para esto se necesitaba de mayor número de gente que aquélla de que podía disponer. Pedíale con este motivo «que le enviase mil hombres para ir poblando la tierra, porque éste y no otro es el medio eficaz para concluir con aquella conquista, porque con estos hombres y una buena cantidad de mujeres que se podían sacar de la ciudad de Santiago, sin que hiciesen falta, porque hay muchas de sobra, se podrían ir reedificando las ciudades antiguas, que ya vuelven los indios, para que libremente las volvamos a habitar, y yéndose poblando los españoles y aumentándose como lo han hecho en las otras ciudades que quedaron en pie, quedaría asegurada en poco tiempo toda la tierra y se aumentaría y crecería más a prisa que otras por el gran fundamento que tiene para ello»418.

Creyendo, sin duda, que las cartas del Gobernador no tuvieran en la Corte el crédito que se necesitaba para dar la sanción real a las llamadas paces de Quillín, los jesuitas de Chile pusieron en juego todas sus relaciones y todas sus influencias. Escribieron numerosas cartas a Madrid, en las cuales se empeñaban en demostrar las ventajas que resultaban de aquel pacto, refiriendo, al efecto, lo que había ocurrido en aquellas negociaciones, en la forma y con el colorido más aparente para hacerlas aceptables. Contaban que la paz obtenida en Chile era sólida, y que, por tanto, sería duradera, que los indios la habían pedido de buena fe, y que solicitaban que los españoles volviesen a poblar las ciudades destruidas, y que entrasen en el territorio de guerra los padres jesuitas a enseñarles la religión cristiana. Enviaron,   -270-   además, una extensa relación de todo lo que había ocurrido en Chile, calculada para darse a la prensa419. El padre Alonso de Ovalle, que había ido a Europa con el título de procurador de los jesuitas de Chile cerca del padre general establecido en Roma, se hallaba a la sazón en Madrid, y utilizando esos informes, escribió una prolija relación de estos acontecimientos, que dio a la prensa a principios de 1642420. Todo en ella estaba dispuesto para presentar las paces de Quillín como una obra providencial operada por medio de los milagros más evidentes y portentosos.

Sin embargo, los sucesos referidos en aquellos informes y en estas relaciones pasaron casi desapercibidos en la Corte, a tal punto que en las memorias y documentos de ese tiempo no hallamos la menor mención de ellos421. España se hallaba entonces envuelta en las más difíciles complicaciones que ocupaban por entero la atención de los gobernantes y de cuantos se interesaban por la cosa pública. A los problemas creados por las guerras de Flandes y de Alemania, se había añadido la ruptura con Francia, origen de nuevas guerras en el Rosellón   -271-   y en Italia. En esas circunstancias se sublevaba Cataluña, llamaba en su auxilio a los franceses y obtenía señaladas victorias contra los ejércitos españoles, al paso que Portugal se levantaba con un gran vigor para recobrar su independencia. El erario público, reducido a la más angustiada situación, no podía hacer frente a las premiosas necesidades del Estado ni era posible sacar nuevos recursos del pueblo, que sufría las consecuencias de la espantosa decadencia de la industria y del comercio. El gobierno, dirigido por manos inhábiles, y minado por la inmoralidad de sus administradores y de sus directores, no tenía poder ni energía para resistir a la tempestad que se desencadenaba por todas partes. En medio de semejante estado de cosas, el Rey y sus consejeros no podían dar gran importancia a los negocios de Chile, la más pobre y la más apartada de sus colonias de ultramar, ni dedicar mucho tiempo al estudio de los sucesos que aquí se desenvolvían.

En efecto, aunque las cartas del marqués de Baides llegaron a Madrid en noviembre de 1641, pasaron cerca de dieciocho meses sin que el Rey tomara una resolución cualquiera. Por fin, el 29 de abril de 1643, Felipe IV firmaba en Madrid una cédula en que aprobaba la conducta del gobernador de Chile. «Habiéndose visto (vuestra carta) por los de mi Junta de Guerra de Indias, decía el Rey, y platicádose sobre ello con toda atención, y consultádoseme, me ha parecido daros las gracias, como lo hago, de lo bien y prudente que os vais gobernando en lo que a esto toca; y encárgoos continuéis por todos los medios posibles el efecto de la paz, reducción y población de los dichos indios, haciéndoles toda caricia, buen tratamiento y agasajo, de suerte que se persuadan cuan bien les estará ajustarse y prevalecer en la obediencia que me deben; y según lo que fuéredes reconociendo de su inclinación y afecto a nuestra santa fe católica, podréis ir introduciendo que algunos religiosos los vayan reduciendo y catequizando a su verdadero conocimiento, que es el fin principal con que siempre se ha tratado de esa pacificación; por cuya atención y la imposibilidad de enviar los mil hombres que pedís, y órdenes para su paga, respecto del estado de las cosas de acá, ha parecido que se deben excusar por ahora las poblaciones en sus tierras, y también por no tenerlos en sospechas, recelos y cuidados de desconfianza y por librarlos de las vejaciones que suelen hacer los españoles y asegurarlos de todas maneras para que prevalezcan en el buen ánimo que muestran». Recomendábale, además, el soberano que mantuviese la más estricta vigilancia para desarmar con tiempo cualquier complot de los indios, y que, si de acuerdo con el virrey del Perú creyese conveniente hacer una nueva población, lo pusiese por obra a condición de no imponer otros gastos al tesoro real. El Rey, por otra parte, parecía persuadido de que la pacificación de Chile quedaría consumada en poco tiempo más, y de que la subvención real bastaría descansadamente para satisfacer todos los gastos que originasen las nuevas poblaciones422.



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7. Insubsistencia de las paces: el Gobernador hace una nueva campaña en el territorio enemigo

Todo hace creer que el marqués de Baides abrigó algún tiempo las mismas esperanzas. Sin embargo, no le faltaban motivos para conocer la verdad acerca de la situación. Habiéndose instalado en Concepción para vigilar personalmente el cumplimiento de las paces, el Gobernador vivía en continua alarma por las frecuentes denuncias que se le daban de las inquietudes y preparativos bélicos de los indios. Algunos de éstos se presentaban en Concepción bajo apariencias amistosas, recibían los obsequios que allí se les daban y volvían libremente a sus tierras; pero su conducta cavilosa inspiraba las más serias sospechas a los capitanes españoles y daba lugar a averiguaciones y diligencias que mantenían la intranquilidad y la desconfianza.

En medio de estas alarmas, cuidados de otro orden vinieron a preocupar la atención del Gobernador. La revolución de Portugal iniciada en Lisboa el 1 de diciembre de 1640, había repercutido en el Brasil. Los diversos funcionarios que gobernaban en este país en nombre del rey de España, que eran portugueses de nacimiento, se adhirieron a la revolución y se pusieron sobre las armas para defenderse contra cualquier tentativa de los españoles. Las autoridades de Buenos Aires, por su parte, temiendo verse atacadas por las tropas que se levantaban en el Brasil, dispusieron que los portugueses que residían en aquella ciudad fueran confinados a Chile, y pidieron con instancias refuerzos de tropas al Gobernador de este reino. A pesar de la escasez de sus recursos, el marqués de Baides no vaciló en prestar a Buenos Aires todos los socorros que le fue posible reunir.

Con este objetivo, se trasladó apresuradamente a Santiago, y llegaba a esta ciudad en los primeros días de octubre423. Por más que se reconociera la necesidad de enviar esos auxilios, ni el Cabildo ni el tesoro real de la colonia podían contribuir a esta obra por el estado de pobreza permanente en que vivían. El marqués de Baides reunió entonces en su palacio al Obispo, a la Audiencia y a los oficiales reales, y después de cuatro días de conferencias, obtuvo por vía de donativo gracioso de esos funcionarios y de los vecinos de la ciudad, el dinero indispensable para equipar y mantener doscientos hombres que se alistaron a toda prisa. El obispo de Santiago don fray Gaspar de Villarroel, desplegó en esas circunstancias el más ardoroso empeño para servir al Rey. No sólo estimuló con su palabra a los vecinos de la capital a que contribuyesen con sus donativos sino que él mismo erogó una suma considerable de dinero, vendiendo al efecto sus ornamentos424. A principios de enero de 1642,   -273-   cuando dejó en camino la columna que iba a socorrer a Buenos Aires, el Gobernador regresó apresuradamente a Concepción para seguir vigilando la tranquilidad de la frontera.

Ese verano, sin embargo, se pasó sin graves alteraciones. Los indios, en posesión de su absoluta independencia, libres de toda hostilidad, y reponiéndose de los quebrantos que habían sufrido en las entradas que hizo en su territorio don Francisco Lazo de la Vega, no ejecutaron por entonces ningún acto de hostilidad manifiesta. Lejos de eso, dieron libertad a algunos de los cautivos españoles que retenían en su territorio. Aquella tranquilidad relativa, que duraba más de un año, hizo concebir mayores esperanzas en los resultados probables de las paces, y dio lugar a fiestas religiosas para dar gracias a Dios por tamaños beneficios. En abril de 1642 se celebraron en Santiago misas y procesiones con esta intención425; pero antes de mucho tiempo renacieron las inquietudes, y se reconoció la inconsistencia de los tratos que se hacían con los indios.

En efecto, cada día llegaban a Concepción nuevos avisos de los aprestos y trabajos del enemigo para recomenzar la guerra. Estos avisos, aunque contradictorios en sus detalles, no dejaban lugar a duda acerca de la inminencia de un rompimiento. El mismo marqués de Baides, que había tenido la confianza más absoluta en la estabilidad de las paces, no pudiendo resistirse a creer las frecuentes denuncias que se le daban, concibió sospechas de la conducta de los indios, y para descubrir sus tramas, ordenó la prisión de varios caciques que, aunque acusados de ser los que preparaban el levantamiento de los suyos, acudían a los fuertes españoles con las apariencias de amigos decididos de la paz. Entre los presos en esas circunstancias se hallaron Butapichón, el infatigable caudillo de las campañas anteriores, y Lincopichón, que había aparecido como el principal promotor del parlamento y de las paces de Quillín. Las investigaciones que se hicieron, sin llegar al descubrimiento cabal de la verdad, demostraron, sin embargo, la inconsistencia de la paz. En los consejos que con este motivo celebró el Gobernador, algunos de los capitanes más caracterizados de su ejército opinaron porque se aplicara a esos indios la pena de muerte: los jesuitas, inconmovibles en su ilusión de poder reducir a los indígenas por los medios pacíficos, pidieron que se les retuviera presos, pero que al mismo tiempo se les tratara con benevolencia. El Gobernador optó por este último partido.

Pero parecía indispensable tomar medidas más eficaces para contener la insurrección naciente en el interior del territorio enemigo. En las juntas celebradas por el Gobernador con este motivo, se resolvió llevar la guerra a las tribus que se mostraban hostiles. El marqués de Baides, partiendo de los cuarteles de Yumbel en los primeros días de enero de 1643, reunió al sur del Biobío todas las tropas movibles de que podía disponer y penetró resueltamente hacia el sur. Los indios, cualesquiera que fuesen sus propósitos, no estaban preparados para la guerra o, a lo menos, no había unión entre ellos para organizar la resistencia. El Gobernador llegó sin dificultad hasta las inmediaciones de la Imperial. Mientras las tribus de los llanos y de la costa, queriendo salvar sus sementeras de una destrucción inevitable, lo acogían haciéndole las más ardorosas protestas de amistad, los indios de las faldas de la cordillera se mostraban abiertamente hostiles, y fue necesario enviar algunos destamentos a perseguirlos y destruir sus campos, sus chozas y sus ganados. Toda aquella campaña, sin embargo, no produjo resultados de consideración. El Gobernador consiguió rescatar algunos   -274-   españoles cautivos, tomó al enemigo bastante ganado y un número considerable de prisioneros; pero el estado general del país dejaba ver cuán infundadas eran las esperanzas que se tenían en el resultado de las paces. El marqués de Baides, con todo, volvía a Concepción a fines de febrero, satisfecho, al parecer, de aquella campaña. Tanto él como sus consejeros anunciaban a todas partes que las turbulencias de las tribus de la cordillera eran de escasa importancia desde que la porción mayor y más vigorosa de los indios estaba decidida por la paz, y desde que los pocos rebeldes habían recibido un castigo que debía escarmentarlos426. En Concepción se hicieron ostentosas fiestas religiosas para dar gracias a Dios por las ventajas alcanzadas en la última campaña.

Sin embargo, el marqués de Baides no podía desconocer, después de los últimos sucesos, cuán poca confianza debía tenerse en la conservación de la paz. En esos mismos días escribía al virrey del Perú, y le trazaba el cuadro siguiente de la situación del reino. «Vanse continuando los sucesos de esta guerra, como Vuestra Señoría sabrá de la que en esta ocasión escribo a Su Majestad y real consejo, con que paso sucintamente a significar el riesgo tan grande en que me hallo (por falta) de gente y armas para las ocasiones que se pudieren ofrecer de invasión de enemigos de Europa, por no tener de do valerme, ni poder socorreme de los soldados del ejército ni sacarlos de los tercios, porque los indios, viéndose sin fuerzas sobre sí, con cualquier accidente harán un alzamiento general, que como sea contra nosotros, siempre están dispuestos, y más si hallan ocasión. A lo que se allega haber muchos portugueses en el reino, sin los que hay en el ejército, y los que cada día van viniendo de Buenos Aires por orden del virrey del Perú, e indios y mestizos, gente sin obligaciones, y que no se puede prometer de ellos cosa que nos esté bien. Y en tan grande riesgo, señor, nada puede minorar mi desvelo y cuidado, en lo que no faltaré a mi sangre ni a la defensa de lo que Su Majestad me ha encargado»427.

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Previendo, al parecer, las nuevas dificultades y complicaciones que se le esperaban en el gobierno de Chile, el marqués de Baides expresaba en esa carta, así como en las que escribía al Rey, el deseo de volver a España a continuar allí sus servicios. Vamos a ver que antes de obtener que se le relevase del mando, se iba a hallar en una situación llena de alarmas y de peligros.





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