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Capítulo XI

Gobierno del marqués de Baldes; los holandeses en Valdivia; los españoles ocupan este puerto (1643-1646)


1. Expedición holandesa de Enrique Brouwer contra las costas de Chile. 2. Los holandeses en Chiloé: incendio y destrucción de la ciudad de Castro. 3. Muerte de Brouwer: los holandeses se trasladan a Valdivia. 4. Se ven forzados a desistir de sus proyectos, y se vuelven al Brasil. Historiadores de esta expedición (nota). 5. Perturbación producida en Chile y el Perú por la expedición holandesa. 6. El virrey del Perú hace fortificar el puerto de Valdivia. 7. Fin del gobierno del marqués de Baides. Su muerte (nota).



1. Expedición holandesa de Enrique Brouwer contra las costas de Chile

Después del desastroso desenlace de la expedición de L' Hermite en 1624, los holandeses se habían abstenido de acometer empresa alguna contra las colonias españolas de las costas del Pacífico. Reconcentraron todo su poder y toda su acción en América, a la conquista de una parte del Brasil, pero concibieron el pensamiento de fomentar las sublevaciones de los indígenas y de los criollos de las otras provincias para crear, así, nuevos obstáculos al rey de España. Los buques holandeses que se acercaban a las costas americanas, tenían el encargo de arrojar a tierra proclamas impresas en lengua castellana, en las cuales se recomendaba a los indígenas y a los criollos que se levantasen contra el despotismo español para gozar de los beneficios que procura la libertad. Así como los colonos no estaban preparados para aceptar estos consejos, los indios no se hallaban en estado de entenderlos; pero aquellas proclamas sirvieron, al menos, para mantener a las autoridades de estos países en constante alarma428.

En 1641 la situación de España, como hemos visto, se hizo más difícil. A los problemas creados por las guerras exteriores vinieron a agregarse otros, producidos por las insurrecciones de Cataluña y de Portugal. En Holanda, donde se mantenía aún la guerra contra España, y donde los geógrafos y los marinos hablaban siempre de las ventajas que resultarían a la nación de fundar algunos establecimientos holandeses en las costas occidentales de América, se creyó que esas circunstancias se prestaban para hacer una nueva tentativa con este objetivo. El promotor de esta idea fue un viejo navegante y soldado que gozaba de gran reputación. Enrique (Hendrick) Brouwer, éste era su nombre, había servido largo tiempo en   -278-   mar y en tierra en los archipiélagos de Asia, y de 1632 a 1635 desempeñó el alto cargo de Gobernador General de las posesiones holandesas de la India Oriental, demostrando en todas ocasiones un carácter intrépido en los peligros, firme y prudente en el mando. «Era hombre de señalado valor, recto proceder y notable integridad, dice un distinguido historiador, pero odioso a sus subordinados, porque su disciplina era dura a fuerza de ser severa, lo que provenía tal vez más del genio que de falta de discernimiento, pues, como la mayor parte de sus compatriotas de aquel siglo, no conocía Brouwer la compasión ni la clemencia»429.

«Al regresar a su patria, dice una relación contemporánea, habría podido gozar de una vejez tranquila; pero su espíritu no le permitía vivir sino ocupado siempre en meditar en qué podía servir a su patria y en qué podía hacer daño a nuestros implacables enemigos (los españoles). Habiendo concebido el proyecto de expedicionar Chile, lo consultó con la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, de que él mismo era miembro, ofreciendo su propia persona para llevarlo a cabo»430. Aprobado este pensamiento, se le confió el mando de tres buques bien tripulados con el encargo de pasar a Pernambuco, de solicitar del príncipe Mauricio de Nassau, Gobernador de las posesiones holandesas en el Brasil, la autorización para esta empresa, y de acordar los medios de ejecutarla.

La escuadrilla de Brouwer salió de Texel el 6 de noviembre de 1642, en compañía de otros buques que llevaban destinos diversos, y llegó a Pemambuco el 22 de diciembre. Aunque Mauricio de Nassau estaba empeñado en una guerra tenaz para mantener la conquista holandesa en el Brasil, aprobó el proyecto de Brouwer. Al lado de éste tomaron servicio algunos oficiales que conocían la lengua castellana, y que debían servir de intérpretes en sus relaciones con los españoles y con los indios. La flota, destinada a esta expedición, fue engrosada con otras dos naves, se elevó a poco más de 350 hombres el número de los soldados de desembarco, y se les dio una regular provisión de víveres. Con el rango de Vicealmirante, o de segundo jefe de la empresa, se embarcó en Pemambuco un capitán llamado Elías Herckmans, hombre prestigioso como soldado y como poeta, que en el Brasil había desempeñado el cargo de gobernador de Parahiba431. Terminados estos arreglos, Brouwer y sus compañeros se alejaron de las costas del Brasil el 15 de enero de 1643.

Los expedicionarios debían someterse estrictamente a las instrucciones dadas por el príncipe Mauricio. Por ellas se les encargaba que de paso procurasen descubrir y reconocer las tierras australes, y al llegar a Chile, ofrecer su auxilio a los indios en la guerra que sostenían contra los españoles, haciéndoles entender que éstos eran también los enemigos de los holandeses. Con la esperanza de procurarse el oro que, según se decía entonces, era muy abundante   -279-   en Chile, debían sonsacar a los indios el secreto de sus minas. Encargábaseles, además, explorar la isla de Santa María, con el propósito de fundar allí un puerto militar que fuese la base del poder holandés en el Pacífico, y establecerse si era posible en Valdivia con el apoyo de los indios. Por último los holandeses, para cubrir los gastos de la expedición, debían llevar de Chile vicuñas para propagar en Brasil salitre y diferentes sustancias tintóreas de que se creía productor a nuestro país, de una de las cuales se decía que era superior a la cochinilla. Todo esto revela que los holandeses se hacían grandes ilusiones sobre los beneficios que iba a reportarles esta empresa.

A principios de marzo se hallaban los expedicionarios a la altura del estrecho de Magallanes; pero buscando el derrotero seguido por Shouten y Le Maire en 1616, pasaron un poco más al sur, y dando la vuelta a la tierra de los Estados, reconocieron que ésta era una isla y no la porción de un continente austral como suponían los geógrafos432. Al penetrar en los mares vecinos al cabo de Hornos, los expedicionarios se vieron asaltados por furiosas tormentas que dispersaban sus naves y que obligaron a una de ellas a volver atrás433. Arrastrados por los vientos del norte hasta la latitud de 61º 59', en un mar cubierto de témpanos de hielo, los holandeses sufrieron todo género de molestias, un frío penetrante y continuado, lluvia, granizo y nieve; pero conservaron la entereza de espíritu que los hizo tan famosos en sus expediciones en tierra y en mar. Por fin, el 7 de abril, un fuerte viento del sur les permitió seguir su viaje hacia las costas del Pacífico.




2. Los holandeses en Chiloé: incendio y destrucción de la ciudad de Castro

Las autoridades españolas de Chile y del Perú no tenían noticias seguras de la expedición de Brouwer; pero desde tiempo atrás temían cada verano ver llegar a los holandeses. En el archipiélago de Chiloé, sobre todo, se habían tomado muchas medidas para la defensa del territorio. El virrey del Perú envió algunos cañones para sus fuertes, arcabuces y mosquetes para armar la población, y las instrucciones necesarias para mantener la más empeñosa vigilancia. En febrero de ese mismo año (1643), el marqués de Baides había enviado treinta hombres para reforzar la guarnición de Chiloé. En el mes de abril, con la entrada del invierno, se creyó alejado todo peligro por ese año; pero no se descuidó completamente la vigilancia.

Mientras tanto, los holandeses se acercaban a ese archipiélago. El 30 de abril avistaron las costas occidentales de Chiloé, y el siguiente día 1 de mayo, habiéndose acercado más a tierra, distinguieron mediante un tiempo claro y despejado, las humaredas con que, sin duda, se daba aviso en la isla de la presencia de naves sospechosas. Percibieron algunos hombres   -280-   de a pie o de a caballo, que corrían de un punto a otro a corta distancia del mar; pero no les fue posible entrar en comunicación con ellos, ni siquiera acercarse a la orilla por la fuerte reventazón de las olas. Los pilotos de la escuadrilla tenían un conocimiento regular de la hidrografía de esta región por las cartas publicadas en Holanda, seguramente con las indicaciones dadas por los compañeros de Baltasar de Cordes434, y buscaban la entrada de los canales que separan la isla del continente. Después de practicar algunos reconocimientos, el 9 de mayo fondearon en un puerto que ya entonces nombraban Inglés, y al cual los holandeses llamaron Brouwerhaven (bahía de Brouwer) en honor de su General. En estos reconocimientos vieron en tierra algunos hombres a caballo, pero sin poder descubrir si eran españoles o indios, y mucho menos entrar en relaciones con ellos, por más invitaciones que les hiciesen. El 16 de mayo, uno de los oficiales holandeses, el mayor Blaeuwbeeck, habiéndose acercado a la playa vecina con una compañía de tropa, renovó las invitaciones amistosas a las gentes de tierra. «Pero éstas, agrega la relación holandesa, sin hacer caso de nuestras señales, empezaron a gritar muy fuerte en un idioma que los nuestros no podían entender, y después se expresaron en castellano del modo siguiente: 'Avancen los arcabuceros y los caballeros'; añadiendo insultos y provocaciones, pero sin salir del bosque. Conociendo que no eran indios sino españoles, desarbolamos la bandera blanca, largamos la bandera de sangre (bloet Vlagge) por detrás, y la bandera del príncipe arriba, para dar a conocer que los tomábamos por enemigos, y rompimos el fuego con bala sobre el bosque». Desembarcando sus tropas, Blaeuwbeeck ocupó dos casas que los españoles habían abandonado, se apoderó de dos canoas que estaban amarradas en la playa y de algunos víveres; pero si logró hacer retroceder a los españoles, uno de sus soldados llamado Joost Lambertsz, que se alejó de los suyos, quedó prisionero. En cambio, los holandeses sólo pudieron apresar una india vieja con dos niños, que no hablaban castellano, y con quienes fue imposible entenderse.

En la costa opuesta del canal existía el fuerte español de Carelmapu, construido de palizadas, armado de dos cañones y defendido por unos sesenta hombres. El 20 de mayo, el mayor Blaeuwbeeck, apoyado por la artillería de uno de sus buques, desembarcó en esa costa y marchó resueltamente al ataque del fuerte. Como los españoles lo hubieran abandonado, siguió sin detenerse en persecución de éstos, y habiéndolos alcanzado en el bosque vecino, sostuvo un corto tiroteo, y los dispersó causándoles la muerte de seis hombres. Uno de ellos era el capitán Andrés Muñoz Herrera435, que mandaba en Chiloé con el título de corregidor, y que había llegado apresuradamente de Castro para reunir las tropas y rechazar la invasión extranjera. El fuerte de Carelmapu fue incendiado por los holandeses ese mismo día.

Después de esta fácil victoria, Brouwer proyectó apoderarse de otro fuerte que los españoles tenían en la isla de Calbuco. El peligro de perder algunas de sus naves en los escollos submarinos que reconocieron sus exploradores, lo obligaron a desistir de este propósito, y a dirigir sus operaciones sobre la ciudad de Castro, capital de toda la provincia. En efecto, en los últimos días de mayo, sin arredrarse por los temporales y neblinas tan frecuentes en esa estación, penetró con solo dos de sus buques en los canales del oeste, acercándose a las islas   -281-   que encontraban en su camino para ver de tomar algunos prisioneros de quienes recoger los informes que necesitaba. En una de ellas hicieron los holandeses una abundante provisión de ovejas y guanacos para el mantenimiento de sus tropas. En otras, encontraron un buquecillo español, cargado de maderas, que sus tripulantes acababan de abandonar. Los expedicionarios recogieron su carga, pero quemaron la nave sin que nadie pretendiese defenderla. La misma desolación hallaron por todas partes hasta el 5 de junio, en que se acercaron a la ciudad de Castro.

Pero tampoco debían hallar allí una formal resistencia. Por muerte del corregidor Muñoz Herrera, había tomado el mando militar del archipiélago don Fernando de Alvarado, vecino pacífico, natural de la destruida ciudad de Osomo, y establecido en Chiloé como encomendero desde cuarenta años atrás. La invasión de los holandeses lo había hecho salir a campaña; y quizá sin pretenderlo, se había visto elevado al rango de jefe. A pesar de su edad avanzada, Alvarado desplegó en esas circunstancias una gran actividad. Distribuyó del mejor modo posible las tropas que quedaban en Carelmapu y en Calbuco para contener cualquier levantamiento de los indios y para hostilizar a los invasores y, enseguida, tomando los ásperos senderos de la costa del continente, se trasladó apresuradamente a Castro para intentar la defensa del archipiélago. Las fuerzas que pudo reunir no pasaban de cien hombres. Al saber que los holandeses se dirigían sobre esta ciudad, Alvarado mandó despoblarla apresuradamente, y que sus habitantes se retirasen a los bosques vecinos llevando consigo todos los objetos que pudieran excitar la codicia de los invasores. Se comprenderán los sufrimientos de los infelices pobladores de Castro cuando se recuerde que esto ocurría en el corazón del invierno, en medio de lluvias deshechas e incesantes que habían convertido los campos en fangales casi intransitables.

En esa situación se presentó Brouwer delante de Castro. «El 6 de junio, al amanecer, dice la relación holandesa, después de haber empezado a bombardear la ciudad, aparecieron fuerzas españolas de a pie y de a caballo, en la playa y en las alturas vecinas. De orden del General, bajó a tierra el mayor Blaeuwbeeck con todas las fuerzas militares y las colocó en la ribera en orden de batalla. El teniente Croeger subió a las alturas con la vanguardia, y seguido luego por todas las fuerzas, penetraron éstos en la ciudad sin resistencia alguna. La hallaron abandonada y destruida. Muchas de las casas estaban reducidas a cenizas: las demás, y entre ellas las iglesias y los edificios públicos, estaban sin techo y completamente desiertos. Los habitantes habían huido a los bosques llevándose todo lo que podían cargar. Algunos destacamentos holandeses despachados en su persecución para tomar prisioneros de quienes recoger informes, no pudieron conseguir ese objeto por el mayor conocimiento que los fugitivos tenían del terreno». Los holandeses hicieron en los campos vecinos una abundante provisión de manzanas, acabaron la destrucción de la ciudad y fijaron un cartel escrito en latín en que hacían burla de los españoles. «Vuestra fama, decían, llegará a oídos de vuestro Rey. No habéis hecho lo que hicieron los habitantes de Carelmapu, una parte de los cuales murió como mueren los soldados. Vosotros os habéis fugado como los cobardes». Enseguida, regresaron a sus buques, y convencidos de que no tenían nada que hacer en esos lugares, dieron la vuelta al norte el 8 de junio.

En su retirada, los holandeses desembarcaron en las diversas islas que hallaban a su paso, recogieron ovejas, cerdos, gallinas y todo cuanto los habitantes habían abandonado para replegarse al interior. Sólo en la de Quinchao hallaron un indio joven y una mujer española que, por su aspecto, parecía tener setenta y cinco años de edad. Llamábase Luisa   -282-   Pizarro, era viuda de Jerónimo de Trujillo, antiguo encomendero de Osorno, y parecía ser persona de condición y de entendimiento claro. Conducida a bordo como prisionera, esa anciana contó al general holandés la historia lastimosa de la destrucción de aquella ciudad y de los sufrimientos infinitos de sus pobladores para llegar a Chiloé. Diole, además, noticias de la administración de esta provincia, de sus producciones, del sistema de encomiendas a que estaban sometidos los indios y de una epidemia de viruela que cuatro años antes había diezmado a éstos, causando grandes daños a los encomenderos por la falta de trabajadores. Los compañeros de Brouwer anotaban cuidadosamente estas noticias de que, sin duda, pensaban aprovecharse para establecer su dominación en aquellos lugares.




3. Muerte de Brouwer: los holandeses se trasladan a Valdivia

En toda esta campaña los holandeses habían demostrado una rara habilidad de marinos en la navegación de aquellos peligrosos canales. Cada noche buscaban un fondeadero seguro, y sólo aprovechaban las pocas horas de luz de los más cortos y sombríos días de invierno. Por fin, el 20 de junio, toda la escuadrilla se encontró reunida en el puerto Inglés. La lluvia, acompañada de constantes vientos del norte, no daba a los expedicionarios un solo día de descanso, complicaba la maniobra de sus buques y hacía casi imposible toda tentativa de desembarco, porque los campos estaban convertidos en fangales intransitables. Apenas les fue posible bajar a tierra para renovar sus provisiones de agua y de leña. Brouwer, agobiado por las fatigas de una empresa que sólo podían sobrellevar los hombres jóvenes y vigorosos, cayó gravemente enfermo. Sin embargo, su energía no lo abandonó un momento, y desde el lecho en que estaba postrado, impartía sus órdenes para seguir el viaje a Valdivia. Cuando se convenció de que los temporales incesantes hacían muy peligrosa si no imposible la salida de sus naves al océano, atravesó el canal y fue a establecerse de nuevo en el fuerte de Carelmapu (11 de julio). Un destacamento holandés que bajó a tierra a cargo del teniente Rembagh, apresó a corta distancia tres soldados españoles a quienes obligó a dar informes más extensos y completos sobre la situación militar y sobre los recursos de aquellas provincias436. Siguiendo las indicaciones de estos prisioneros, los holandeses desenterraron en el bosque vecino una caja en que los fugitivos de Carelmapu habían ocultado sus tesoros. Esa caja no contenía más que 325 pesos de a ocho reales y veintiséis libras de plata labrada. Los miserables habitantes del archipiélago debían mirar ese depósito como una gran riqueza.

La retirada de los españoles hacia el interior dejaba a los holandeses dueños absolutos de la costa. Los indios, que al principio habían huido de los invasores, comenzaron a acercarse y a entrar en trato con ellos. Cuando supieron que éstos eran enemigos de los españoles, se mostraron todavía más afanosos en servirlos y en darles todas las noticias que podían interesarles.   -283-   Descubrieron el lugar en que los fugitivos habían enterrado una pieza de artillería, y se mostraron resueltos a acompañar a los holandeses en sus empresas militares. Un cacique de las inmediaciones, conocido con el nombre de don Felipe, testificaba su odio hacia los españoles señalando la cabeza de uno de éstos que él mismo había asesinado hacía quince días. «Cada cual puede imaginarse, dice la relación holandesa, cuán agradable sería el olor que despedía esa cabeza». Brouwer aceptó gustoso esos ofrecimientos, esperando hallar en los indios los auxiliares indispensables para consumar la empresa que lo había traído a Chile.

Pero el jefe holandés no se hallaba en estado de llevarla a cabo. Su salud era peor cada día. En el último tiempo había tenido que sustraerse a todo trabajo. «Por fin, el 7 de agosto, entre las diez y las once de la mañana, añade la relación citada, sucumbió nuestro general Hendrick Brouwer a consecuencia de su larga enfermedad, habiendo rogado antes a sus dos primeros consejeros E. Herckmans y E. Crispijnsen que cuando el Todopoderoso pusiere término a su vida, se conservara su cadáver y se le hicieran los honores fúnebres en Valdivia. Para cumplir este encargo, y para salvar el cadáver de una descomposición extraordinaria debida a la humedad del aire, se le abrió para sacarle las entrañas. Éstas fueron colocadas en una caja que sepultamos el 15 de agosto en la bahía Brouwer, y el tronco del cuerpo, después de embalsamado con óleos diversos, con yerbas y especias, fue depositado en el mismo buque».

Por la entereza de su carácter, y por la habilidad con que dirigió las operaciones militares, Brouwer había justificado la estimación con que lo distinguían sus subalternos y los aplausos que posteriormente le tributaron los historiadores holandeses. Su muerte, sin embargo, había sido prevista. A su partida de Pernambuco los oficiales superiores de la escuadra recibieron del conde Mauricio de Nassau un pliego sellado en que se designaba la persona que a falta de Brouwer debía tomar el mando. El 18 de agosto fue abierto ese pliego en junta de oficiales; y en virtud de lo que allí se disponía, Elías Herckmans fue aclamado jefe de la expedición, en medio de las salvas de artillería y de las muestras de adhesión de los oficiales, de los marineros y de los soldados. Todos se mostraban dispuestos para continuar la proyectada campaña a Valdivia.

El tiempo, por otra parte, comenzaba a mostrarse favorable para esta empresa. Las lluvias eran menos frecuentes y los primeros vientos de primavera invitaban a continuar el viaje. Muchos indios de Chiloé que habían auxiliado a los holandeses, temerosos, sin duda, de las venganzas de los españoles, y deseando libertarse de la esclavitud a que vivían sometidos bajo el régimen de las encomiendas, se mostraban dispuestos, como ya dijimos, a acompañar a los invasores, y habían obtenido que éstos transportaran en los buques a las mujeres y a los niños, ofreciéndose ellos a seguir su viaje a Valdivia por los caminos de tierra. «Cuando estuvieron prontos para partir, dice la relación holandesa, se les dio noticia de que los españoles les cerrarían con fuerzas considerables el camino de Osorno. Con este motivo pidieron se les permitiese hacer el viaje en los buques, lo que se les concedió, recibiendo en ello gran contento. Lo mismo que las mujeres y los niños que ya se habían embarcado, fueron estos indios distribuidos en los cuatro buques, formando entre todos un total de 470 personas. Llevaban consigo abundantes provisiones de cebada, arvejas, habas, papas, ovejas y cerdos para su sustento». Terminados todos los preparativos, la escuadrilla holandesa partió de Chiloé el 21 de agosto con un tiempo favorable, y dos días después se hallaba en la embocadura del río de Valdivia.



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4. Se ven forzados a desistir de sus proyectos, y se vuelven al Brasil. Historiadores de esta expedición

Por más diestros que fueran los pilotos holandeses, la entrada de ese río les presentó muy serias dificultades. Dos de sus naves, sin embargo, consiguieron remontarlo e ir a fondear enfrente de las ruinas de la ciudad, haciendo una salva de artillería para avisar su arribo. Los indios de la comarca, que desde la primera aparición de los extranjeros, habían comenzado a visitarlos en sus buques, se mostraban sus amigos resueltos y decididos: «pero eran muy inclinados a robar, agrega la relación holandesa, y codiciosos sobre todo de las cosas de hierro. Todo lo que veían excitaba su codicia, hasta la brújula que sacaron de su bitácora. Por este motivo, cada vez que esas gentes venían a bordo era necesario encerrar y poner a salvo cuanto pudieran llevarse». A pesar de esto, los holandeses conservaron sus ilusiones en la importancia de tales aliados, y siguieron tratándolos con las más amistosas consideraciones.

Al fin, el 29 de agosto tuvo lugar el primer parlamento. Herckmans, después de haber hecho desembarcar a todos los indios que traía de Chiloé, bajó a tierra donde lo esperaban unos trescientos indígenas, a quienes explicó en un discurso el objetivo de su viaje. Venía, les dijo, enviado del Brasil por el poderoso príncipe Mauricio de Nassau, según se veía por una carta que les leyó, para ayudarlos a sostener la guerra contra los españoles, que eran a la vez los enemigos de Holanda. Sus palabras, vertidas al castellano, y traducidas después al idioma chileno, fueron favorablemente acogidas por los indios, sobre todo cuando vieron al general holandés obsequiar algunas armas al cacique principal. Habiendo acudido un número mucho más considerable de indios, se celebró un segundo y más aparatoso parlamento el 3 de septiembre en que, después de los largos discursos usados en esas ocasiones y de repartir a los caciques las cartas en que el príncipe Mauricio les ofrecía su amistad, se estipuló el pacto de alianza. Los holandeses auxiliarían a los indios en la guerra en que éstos se hallaban empeñados, pero necesitaban establecer un fuerte para su defensa, y pedían, además, que se les proporcionasen víveres que, por su parte, se comprometían a pagar en armas y otras mercaderías. Los indios aceptaron, al parecer, gustosos estas proposiciones, y ofrecieron suministrar a los holandeses más víveres de los que pudieran necesitar. Quedó convenido también el sitio en que debiera levantarse la fortaleza que proyectaban los extranjeros; y, en efecto, pronto comenzaron a limpiar el terreno para dar principio a su construcción.

Todo parecía asegurar a los holandeses un éxito feliz en su empresa. Recibieron mensajeros y luego la visita de un cacique poderoso de Mariquina, llamado Manqueante, que ofrecía su amistad, diciéndose más partidario de los extranjeros que todos los indios de Valdivia. Obtuvieron, además, algunas provisiones en cambio de hierro viejo y de algunas armas. Herckmans, alentado por estas manifestaciones, continuaba sus trabajos lleno de entusiasmo, comenzando a levantar los muros del fuerte. El 16 de septiembre hizo desembarcar el cadáver de Brouwer, y después de tributarle los más ostentosos honores fúnebres que permitían las circunstancias, le dio sepultura en el sitio mismo en que se había levantado la ciudad de Valdivia. Resolvió, al mismo tiempo, que el capitán A. Elbert Crispijsen partiese con una de sus naves para Pernambuco a dar cuenta del aspecto favorable que presentaba la marcha de la expedición, desde que la actitud de los indios hacía creer en la firmeza y en la valía de su alianza. Herckmans estaba profundamente convencido de que con diez o doce buques y con ochocientos hombres bien armados, y contando con la cooperación de los   -285-   indios, podría no sólo apoderarse de Chile sino sublevar la mayor parte del Perú. Al partir del río de Valdivia, el 25 de septiembre, el emisario Crispijsen llevaba el encargo de pedir el pronto envío de esos socorros para dar cima a esta empresa.

Pero antes de muchos días, los holandeses pudieron conocer mejor su verdadera situación. A pesar de sus repetidas protestas de amistad, los indios, cavilosos y desconfiados, miraban a los extranjeros con recelo, sobre todo desde que los vieron dispuestos a establecerse fijamente en el país. Los holandeses, por otra parte, cometieron una gran imprudencia. Habían oído tantas historias acerca de las grandes cantidades de oro que los españoles sacaban de Valdivia, que creyendo que los indios lo tenían en abundancia, les pidieron este metal en cambio de las armas y de los otros objetos que les ofrecían. «Los caciques, agrega la relación holandesa, se excusaron unánimemente diciendo que no sabían nada de minas de oro, puesto que desde muchos años no comerciaban con él ni lo usaban para la fabricación de cosa alguna; pero que recordaban perfectamente las insoportables crueldades que ejercían los españoles con los indios cuando éstos les llevaban un abundante tributo de oro. Añadieron que entonces les cortaban las orejas y las narices, de manera que ahora se horrorizaban al pensar en ello, que el solo hecho de oír nombrar el oro los haría retirarse al interior y que por lo mismo ni se buscaba ni se estimaba». En efecto, sólo en una ocasión entregó un indio dos onzas y media de oro. Los indios, además, comenzaron a disminuir la provisión de víveres que llevaban al campamento holandés, alegando que apenas los poseían para su sustento, puesto que no habían sido prevenidos con anticipación del arribo de los extranjeros. Si era posible dar crédito a estas excusas, un hecho posterior vino a desautorizarlas. Uno de los prisioneros españoles tomados en Carelmapu, llamado Antonio Sánchez Ginés, que por su conocimiento de la lengua del país servía de intérprete a los holandeses, refirió que algunos indios de Valdivia habían querido asesinarlo acusándolo de haber servido de guía a los holandeses, y de haberles hecho entender que abundaba el oro en esa región. Herckmans, a pesar de la confianza que había tenido en sus aliados, comenzó a sospechar de su lealtad. Así, cuando algunos indios le contaron que los españoles se estaban reuniendo en número considerable en las inmediaciones de la Imperial, y le aconsejaron que marchase a atacarlos con una parte de sus tropas, ofreciéndose ellos mismos a acompañarlo en esta empresa, el jefe holandés creyó que lo querían llevar traidoramente a una emboscada para acabar con él y con los suyos, y se abstuvo de moverse de Valdivia.

Por otra parte, la situación de los holandeses comenzaba a hacerse insostenible. Cada día era mayor la escasez de víveres, y las privaciones habían llegado a desmoralizar a sus soldados excitándolos a desertarse. Algunos de ellos abandonaron secretamente el campamento, dispuestos a afrontar todos los peligros para llegar hasta Concepción a entregarse a los españoles. Todo hacía temer que muchos otros trataran de seguir este ejemplo437. El 15 de octubre, cuando comprendió que los indios le negaban sistemáticamente los víveres por orden de sus caciques, reunió a sus oficiales y les hizo firmar un acta por la cual todos se hacían responsables de la determinación de abandonar la empresa de poblar Valdivia. Decían   -286-   allí que «la escasez de provisiones, así como el insuficiente socorro que habían recibido de los chilenos, y la aversión de éstos a labrar las minas, hacían indispensable el dar la vuelta al Brasil con los víveres que quedaban, para acelerar el envío de nuevos refuerzos». Herckmans, sin embargo, se despidió amistosamente de los indios, haciéndoles entender que antes de mucho tiempo volvería a Valdivia con tropas más considerables y con mayores recursos. En los momentos de partir, los indios le suministraron algunas escasas provisiones en cambio de armas. «Se mostraban muy tristes por nuestra partida, dice la relación holandesa. Cuando preguntaron al General por el motivo de su determinación, éste les contestó que ellos no habían cumplido sus promesas ni suministrádole los víveres ofrecidos. Entonces, sin replicar una palabra, dejaron el buque llevándose las dos espadas enmohecidas que se les habían regalado».

Antes de su partida, los jefes holandeses practicaron un acto de rigurosa justicia militar. El 16 de octubre aprehendieron cuatro desertores, dos de los cuales fueron fusilados en tierra. Estando ya embarcados, «el 26 de octubre se reunió el consejo de guerra para juzgar a otros desertores y sus cómplices. Seis de ellos fueron condenados a muerte y otros seis a sufrir una corrida de baquetas (van de Ree loopen). En consecuencia, cinco de ellos fueron fusilados inmediatamente y sus cadáveres arrojados al agua. Al resto se les perdonó después de haber sido exhortados». El 28 de octubre, los tres buques holandeses, levaron anclas y se hicieron al mar.

La vuelta de aquellos atrevidos expedicionarios, fue relativamente feliz a pesar de la escasez de víveres y de las enfermedades que se declararon a bordo. En su marcha al sur, bajaron hasta la latitud de 57 grados, por tanto, a gran distancia del continente americano. Cambiando allí su rumbo el 16 de noviembre, llegaron sin dificultad al otro mar, y siguieron su navegación con menores inconvenientes. Por fin, el 28 de diciembre entraban al puerto de Pernambuco, «teniendo motivos, dice el historiador de la expedición, para dar gracias a Dios por su clemente protección». Aquella campaña había durado cerca de un año entero.

El arribo de Herckmans fue una verdadera decepción para los holandeses que mandaban en Pernambuco. Tres semanas antes había llegado Elbert Crispijsen con la noticia de la ocupación de Valdivia y de la posibilidad de establecer allí la dominación holandesa. El príncipe Mauricio, halagado con la idea de llevar a cabo esta conquista, recibió estas informaciones con la más viva satisfacción; y, al mismo tiempo, que pedía nuevos refuerzos a Holanda para apoyar aquella empresa, hizo equipar un buque para llevar socorros a Valdivia, y ese buque se hallaba listo para emprender su viaje. Al ver desvanecidas estas ilusiones, se suscitaron, no sólo entre el vulgo sino en el mismo seno del gobierno, violentas acusaciones contra Herckmans. Para justificarse, éste podía invocar en su apoyo el acta que sus oficiales habían firmado en Valdivia, y hacer la relación verdadera de todos los sucesos de la campaña. Pero antes de que se pudiese proceder a la investigación, Herckmans murió, víctima, sin duda, de las amarguras que le produjeron esas acusaciones y el desastre de la empresa. Los holandeses, cuyos recursos en el Brasil eran muy limitados, y que, además, tenían que sostener una guerra tenaz con los portugueses para defender por algún tiempo sus posesiones, desistieron de renovar sus tentativas contra el reino de Chile438.



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5. Perturbación producida en Chile y el Perú por la expedición holandesa

El gobernador de Chile, entretanto, pasó cuatro meses sin tener la menor noticia del desembarco de los holandeses en el mismo territorio que estaba encargado de defender. En aquellos   -288-   años, los pobladores de Chiloé, cuyo comercio era limitadísimo, vivían en un aislamiento casi completo. Cada verano llegaban a sus puertos uno o dos buques con la correspondencia oficial y con algunas mercaderías; y después de la vuelta de esas naves, quedaba interrumpida toda comunicación. Por más urgencia que hubiera en hacer llegar a Chile el aviso de la presencia del enemigo en aquellos mares, no fue posible conseguirlo sino después de vencer las más serias dificultades.

Al llegar a Castro en los últimos días de mayo, el corregidor accidental de la provincia de Chiloé, don Fernando de Alvarado, mandó preparar una pequeña embarcación en una de las caletas del sur de la isla grande. Mediante las erogaciones de los vecinos y un trabajo incesante, el buque estuvo listo para salir al mar a principios de julio. Embarcáronse en él algunos soldados, bajo el mando del capitán Domingo Lorenzo, y saliendo del archipiélago, por los canales del sur para evitar todo encuentro con los holandeses que cerraban la salida de Ancud, se dirigieron a las costas de Chile. Fue en el barco para consuelo y ánimo de los soldados, agrega el cronista que ha consignado estas noticias, el padre Domingo Lázaro, de la Compañía de Jesús, mallorquín, gran misionero y que trabajó mucho en la conversión de los indios»439. En la misma embarcación fue enviado a Chile un marinero holandés llamado Joost Lambertsz, que según contamos, había sido capturado por los españoles en la primera escaramuza que tuvieron con el enemigo.

Después de un viaje penosísimo y sembrado de peligros en aquella estación de riguroso invierno y de frecuentes temporales, ese buque llegaba a la plaza de Arauco en los últimos días de agosto. Fácil es imaginarse la alarma que debió producir la noticia del arribo de los holandeses a Chiloé, sobre todo cuando se supo el verdadero objetivo de su expedición. A los informes que pudieron dar los españoles que venían en la nave, se agregaron, luego, las revelaciones que hizo el marinero Lambertsz acerca de las fuerzas y de los proyectos de los enemigos, así como de los auxilios que éstos debían recibir del Brasil440. El gobernador de Chile se hallaba en la más absoluta imposibilidad de enviar al archipiélago una división capaz de hacer frente a los holandeses. Se limitó a reforzar las fortificaciones de Concepción, para ponerlas a cubierto de cualquier ataque; pero, equipando a toda prisa un buque, despachó al Perú al capitán don Alonso de Mujica y Buitrón y al mismo padre Lázaro. Debían dar cuenta al Virrey de tan graves acontecimientos, y pedirle el pronto envío de fuerzas de mar y tierra.

En Santiago, la noticia produjo la mayor consternación. La ciudad se hallaba sobrecogida de espanto por un violento temblor de tierra, ocurrido el 6 de septiembre, cuando al día   -289-   siguiente llegaba la noticia del desembarco de los holandeses en Chiloé. En medio de la inquietud producida por estos dos sucesos, que la superstición debía relacionar como castigo del cielo, las autoridades civiles y eclesiásticas acordaron inmediatamente despachar también un aviso al virrey del Perú, a expensas del Cabildo441. El general don Tomás Calderón, que desempeñaba el cargo de corregidor, no limitó a esto sólo su empeño. Como si la ciudad estuviese amenazada por los invasores, llamó al servicio militar a todos los hombres que podían cargar las armas, así españoles como mulatos e indios, los distribuyó en compañías y los tuvo en pie de guerra para acudir al punto de la costa vecina en que se dejase ver el enemigo.

Se sabe que en esos momentos los holandeses, después de abandonar el archipiélago, se habían trasladado a Valdivia; pero pasaron muchos días sin que el gobernador de Chile tuviera noticia de estas últimas ocurrencias. Por fin, a fines de septiembre, llegó a Concepción un segundo mensaje, enviado por el corregidor de Chiloé. Contaba éste que los holandeses se habían retirado de esa isla llevándose un número considerable de indios; que su objetivo era establecerse en Valdivia, y que el archipiélago quedaba amenazado de una insurrección general de los indígenas, excitados a la revuelta por los extranjeros. El corregidor pedía con instancias el pronto envío de socorros; pero como el marqués de Baides no podía suministrárselos, se limitó a enviar un nuevo mensaje al Perú.

Gobernaba este virreinato, desde cuatro años atrás, don Pedro de Toledo y Leiva, marqués de Mancera, funcionario empeñoso en el servicio del soberano. La primera noticia del arribo de los holandeses a Chiloé llegó a Lima el 19 de septiembre, produciendo la alarma que debe suponerse. Pero, aunque el Perú poseía recursos mucho más abundantes que Chile, no se hallaba en situación de formar y de equipar en pocos días una escuadra capaz de abrir inmediatamente una campaña contra los holandeses. Así, pues, el Virrey mandó hacer los aprestos para salir al mar pocos meses más tarde; y sabiendo que el enemigo había abandonado Chiloé, envió una nave a cargo del capitán don Alonso de Mujica a llevar algunos socorros a ese archipiélago. Poco más tarde despachó otro buque con idéntico objetivo.

Por lo demás, el virrey del Perú creía que habiendo desembarcado los holandeses en el continente y posesionádose del puerto de Valdivia, era posible atacarlos por tierra. En esta inteligencia, encargó al gobernador de Chile que reuniese todo el ejército de su mando, que alcanzaba por junto a dos mil hombres, y marchase prontamente con él a combatir al enemigo. Estas órdenes dejan ver que el marqués de Mancera conocía muy imperfectamente la situación de Chile. Para llevar a cabo esa campaña habría sido necesario atravesar todo el territorio ocupado por los indios de guerra, y exponer a las tropas españolas a las contingencias de una lucha sumamente peligrosa antes de llegar al punto de su destino. Por otra parte, la concentración de todo el ejército español en un solo cuerpo de operaciones, habría ocasionado el abandono de los fuertes de la frontera y, por tanto, dejar a éstos y a las ciudades inmediatas a merced de los indios. Así, pues, cuando el gobernador de Chile reunió a sus capitanes para pedirles consejo, todos de común acuerdo declararon que la campaña dispuesta por el virrey del Perú era irrealizable. Uno de esos capitanes, el maestre de campo   -290-   Alonso de Villanueva Soberal, fue encargado de pasar al Perú a demostrar al Virrey las dificultades de esa empresa y a pedirle el envío de los socorros que se consideraban indispensables para expulsar a los holandeses de Valdivia442.

Mientras tanto el gobernador de Chile vivía en medio de las mayores inquietudes. Además de las zozobras que le causaba la permanencia de aquellos enemigos dentro del territorio que estaba encargado de defender, las agitaciones y turbulencias de los indios lo obligaban a mantener la más activa vigilancia militar. El marqués de Baides pasó todo ese verano sobre las armas para contener los síntomas de levantamiento de los indígenas, pero sin querer complicar la situación provocándolos a la guerra. Al mismo tiempo hacía entrar algunos emisarios al territorio enemigo para recoger noticias acerca de los holandeses, de quienes se decía que estaban fortificándose en Valdivia. Los informes recogidos por este medio eran vagos y contradictorios y, además, conocido el carácter artificioso y embustero de los indios, inspiraban muy poca confianza a los españoles. En esas circunstancias, llegó a manos de éstos un documento que había debido tranquilizarlos. Un soldado llamado Gaspar Álvarez, que era uno de los agentes que habían entrado a las tierras de los indios a recoger noticias de los holandeses, envió original la carta en que el general Elías Herckmans anunciaba al cacique Manqueante que la falta de víveres lo ponía en el caso de reembarcarse con su gente, y le pedía que aprehendiese y diera muerte a los soldados holandeses que habían desertado de sus filas. Aunque esa carta no contenía una sola palabra que no fuera la expresión de la verdad, el Gobernador y sus consejeros sospecharon que envolviese una estratagema del enemigo, esto es, que hubiese sido escrita para hacer llegar a Concepción una falsa noticia que desarmase cualquier proyecto militar de los españoles. Estas sospechas se robustecieron en breve. El capitán Alonso de Mujica, que había ido a Chiloé con el buque que le dio el virrey del Perú, se acercó a la isla de la Mocha a recoger noticias de los holandeses, y ni allí ni en ninguna otra parte halló a nadie que hubiera visto la partida de las naves enemigas. Así, pues, a fines de abril de 1644, cuando ya hacía más de seis meses que Herckmans y sus tropas habían abandonado Valdivia, en Chile y en el Perú se ignoraban por completo estas últimas ocurrencias que habrían restablecido la tranquilidad.

Al fin, el marqués de Baides se decidió a hacer un nuevo esfuerzo para procurarse noticias más positivas. «Para salir de confusión, dice él mismo, me resolví a enviar desde esta ciudad de Concepción en un barco con infantería al capitán Juan de Acevedo a reconocer el puerto de Valdivia para tomar nuevas ciertas del estado en que se hallaba el enemigo holandés, que se había apoderado de él». Acevedo partió el 30 de abril, y no hallando noticia alguna del enemigo en ninguna parte de la costa, se resolvió a entrar a Valdivia con las   -291-   mayores precauciones. Allí supo que los holandeses habían partido mucho tiempo antes, sin haber construido fortificaciones ni bajado artillería de sus buques, si bien al marcharse anunciaron que pronto volverían con mayores fuerzas. Los indios que suministraban estas noticias, invitaron al capitán Acevedo a bajar a tierra; pero como éste conocía por una larga experiencia la perfidia natural de esos bárbaros, no aceptó esa invitación, y al cabo de tres días, dio la vuelta al norte a comunicar al Gobernador el resultado de su exploración. Esta noticia produjo un gran contento en el reino, fue comunicada inmediatamente al Perú y a España y fue celebrada en todas partes como si fuera una gran victoria443. Para recoger noticias más claras y completas acerca de los proyectos del enemigo, partió poco después para Valdivia el capitán don Alonso de Mujica. Como llevaba a sus órdenes una fragata y fuerzas más considerables, este capitán pudo bajar a tierra y reconocer prolijamente las obras que habían comenzado los holandeses. Desenterró el cadáver de Brouwer, «y por ser hereje lo quemó», dice un escritor contemporáneo. Entrando en relaciones con los indios de la comarca, obtuvo de éstos que le entregaran cuatro desertores del ejército enemigo que habían quedado en el país; y con ellos dio la vuelta a Chile y luego al Perú «para que enterado el Virrey de los intentos del enemigo pirata, y sabiendo de cierto cómo había desamparado la población, se diese prisa a enviar gente y lo necesario para poblar a Valdivia, antes que el enemigo intentase volver a ella»444.




6. El virrey del Perú hace fortificar el puerto de Valdivia

El virrey del Perú, por su parte, tenía resuelta la repoblación de esa ciudad; pero creyendo hacerla más estable y consistente, persistía en su pensamiento de dejar expedita su comunicación por tierra con las otras ciudades de Chile, esto es, en el proyecto quimérico de dominar a la vez el territorio ocupado por los indios de guerra. «Fundar y fortificar a Valdivia sin comunicarse el ejército de Chile con aquel puerto, decía con este motivo, sería lo mismo que entregarlo con las banderas, artillería y gente que allí estuviese a la primera escuadra de enemigos que intentase tomarlo»445. Invariable en esta idea, no cesaba de ordenar al gobernador de Chile que aprestase todo su ejército para llegar hasta Valdivia estableciendo esa comunicación.

Con el objetivo de reconcentrar más la población española del reino de Chile, y de procurarse gente con que llevar a cabo ese plan, el Virrey había aceptado la idea de abandonar Chiloé, que a juicio de sus consejeros era un territorio miserable y sin provecho alguno, y de trasladar a Valdivia los habitantes del archipiélago. El capitán Dionisio de Rueda, que acababa de ser nombrado corregidor de esa provincia, se había trasladado a Lima, y consiguió   -292-   demostrar al Virrey «que el pasar la gente de Chiloé a Valdivia no era dar fuerzas a aquella fortificación, sino aumentar las del enemigo». En efecto, la despoblación del archipiélago por los españoles, habría dejado a los indios de las islas y de la región vecina en libertad para juntarse con los de Osorno y su comarca, y hacer más difícil la existencia de la ciudad que se quería repoblar.

Desde que hubo tomado su resolución, el marqués de Mancera mandó enganchar gente en todo el Perú y equipar en el Callao una numerosa escuadra. Desplegó en estos aprestos un ardor que no reconocía ningún obstáculo. Creía consumar una empresa que habría de darle mucha fama, y de atraer un gran prestigio a su familia. En efecto, eligió para jefe de la expedición a su hijo primogénito don Antonio Sebastián de Toledo y Leiva. Reunió cuidadosamente todas las noticias, informes y planos que podían dar a conocer el territorio en que se iba a operar, para facilitar con ellos el éxito de la expedición. Sin reparar en gastos, armó en guerra doce galeones con ciento ochenta y ocho piezas de artillería, cuarenta y cinco de las cuales estaban destinadas a los fuertes que debían construirse en Valdivia; proveyó esas naves de víveres abundantes, de armas y municiones de toda clase y de cuantos objetos y materiales podían necesitarse en la nueva población446, y formó un cuerpo de operarios, albañiles, carpinteros, herreros, armeros y demás artesanos útiles para ejecutar los trabajos de construcción. El número de gente enrolada para esta expedición ascendió a la cifra considerable de mil ochocientos hombres entre oficiales, soldados y marineros. El Virrey embarcó, además, diez religiosos, cuatro de ellos jesuitas, que debían servir de consejeros a su hijo en la dirección de la campaña, y de capellanes del ejército y de la escuadra. Habíanse previsto todas las necesidades de la empresa hasta en sus más menudos detalles, y el marqués de Mancera se había empeñado en llenarlas ampliamente. A la mezquindad con que los altos funcionarios del Perú atendían los pedidos de socorros de los gobernadores de Chile, había sucedido una largueza que rayaba en la prodigalidad para formar el ejército y abastecer la escuadra que debía mandar el hijo del Virrey. Jamás había navegado en el Pacífico una escuadra más formidable ni un ejército tan numeroso y tan bien equipado.

La expedición zarpó del Callao el 31 de diciembre. Después de treinta y siete días de navegación, llegaba a Valdivia el 6 de febrero de 1645. Aunque las fuerzas que traía a Chile don Antonio de Toledo eran con exceso más que suficientes para llevar a cabo la empresa que se le había encomendado, el virrey del Perú, queriendo asegurar su éxito por todos los medios, había repetido las órdenes más premiosas y terminantes al gobernador de Chile para que acudiese a Valdivia con las tropas de su mando y, aun, había reforzado su ejército con un socorro de 300 hombres. Avisábale con ese motivo que la flota del Perú estaría en este puerto del 15 al 20 de enero447. El marqués de Baides, que estaba obligado a atender con sus tropas los diversos puntos de la frontera, a hacer frecuentes entradas en el territorio enemigo para desarmar los proyectos bélicos de los indios y, aun, a sostener con éstos algunos combates, se apresuró a cumplir esas órdenes; y en los primeros días de enero se puso en marcha a la cabeza de una columna por los caminos de la costa. Venciendo no poca resistencia de los naturales, viéndose obligado a hacer correrías en los campos que atravesaba,   -293-   llegó el 9 de febrero hasta las orillas del Toltén, que no pisaban los españoles desde cerca de medio siglo atrás. Todas las diligencias que hizo para procurarse noticias de lo que pasaba en Valdivia fueron absolutamente ineficaces. Se le había anunciado que don Antonio de Toledo, al desembarcar, trataría de darle aviso de su arribo, pero ese aviso no llegaba, y el tiempo transcurrido hacía temer que la anunciada expedición hubiese quedado sin efecto. Por otra parte, la resistencia tenaz, aunque encubierta de los indios, hacía comprender que sería imposible a las tropas españolas el llegar hasta Valdivia. Un destacamento de auxiliares, que custodiaban diez soldados españoles, fue sorprendido una noche por los enemigos, y destrozado completa y lastimosamente. El marqués de Baides, ante una situación que le parecía insostenible, se decidió a dar la vuelta a Concepción. Su conducta en esta campaña dio lugar a que el Virrey formulase los más severos cargos contra el gobernador de Chile, y que éste se viera en la necesidad de justificarse ante el soberano448.

Mientras tanto, don Antonio de Toledo desembarcaba tranquilamente en una pequeña isla situada en la embocadura del río de Valdivia a que los españoles daban el nombre de Constantino. En ese río halló al capitán don Alonso de Mujica, que acababa de llegar de Chiloé con un cargamento de tablas para dar principio a las construcciones. Los primeros trabajos se limitaron a fortificar esa isla y a levantar otros fuertes en las tierras vecinas. El objetivo de estos trabajos no era propiamente repoblar la ciudad de Valdivia, sino poner el puerto en estado de rechazar cualquier ataque exterior de los enemigos que el Rey tenía en Europa, y especialmente de los holandeses, de quienes se contaba que preparaban en el Brasil una expedición sobre las costas de Chile, más formidable que la anterior. Por otra parte, la actitud de los indios comarcanos inspiraba la más viva desconfianza. En los meses anteriores se habían mostrado dispuestos a vivir en paz con los españoles, manifestando a los diversos capitanes que se habían acercado a reconocer el puerto y que estaban determinados a favorecer la repoblación de la ciudad. Pero sea por su natural inclinación a faltar a todos sus compromisos o, porque, como ellos decían, uno de esos capitanes, el corregidor de Chiloé Dionisio de Rueda había apresado algunos indios al pasar por Valdivia y llevádoselos cautivos, se mostraban ahora retraídos y desconfiados. Don Antonio de Toledo, que mandó que uno de sus buques remontase el río, encargó a sus tripulantes que no bajaran a tierra; y como cuatro de ellos, engañados por los halagos de los indígenas, se atreviesen a desobedecer esta orden, fueron víctimas de una sorpresa en que perecieron tres de ellos, y quedó el cuarto prisionero.

Trazadas las fortificaciones, e iniciados los trabajos de fortificación de los fuertes en la isla de Constantino y en las dos orillas del río, don Antonio de Toledo se dispuso a dar la vuelta al Perú. Confió el cargo de gobernador de la plaza al maestre de campo Alonso de Villanueva Soberal, puso bajo sus órdenes novecientos soldados, le dejó cuarenta y cinco cañones para la defensa de los fuertes y una abundante dotación de otras armas, de municiones y de víveres, y zarpó para el Callao el 1 de abril, para recibir en la corte del Virrey los aplausos que se suelen tributar a los capitanes que han obtenido los más grandes triunfos. La historia de esta expedición fue contada en verso y en prosa con las alabanzas más enfáticas que podían discurrir los ingenios palaciegos de la colonia449.

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Sin embargo, aquella empresa no merecía estas alabanzas, ni sus resultados inmediatos fueron de gran consideración. La plaza militar de Valdivia quedó colocada por entonces bajo la dependencia inmediata del virrey del Perú; pero el gobernador de Chile tuvo necesidad de prestarle sus socorros. A poco de haber partido de allí don Antonio de Toledo, se desarrolló una epidemia que diezmó su guarnición y que costó la vida del maestre de campo Villanueva Soberal450. Los víveres traídos del Perú, sobre no ser de buena calidad, sufrieron un gran deterioro por efecto de las lluvias que cayeron antes que estuviesen construidos los almacenes en que debían depositarse. El marqués de Baides hizo llegar hasta allá un refuerzo de 159 hombres, y numerosas provisiones despachadas de Chile. Aun con estos socorros, la repoblación de la ciudad de Valdivia no pudo llevarse a cabo sino dos años después.



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7. Fin del gobierno del marqués de Baides. Su muerte

Desde los primeros días de su gobierno, el marqués de Baides había pedido al Rey que lo relevase del mando de Chile. «Deseo, decía, proseguir el servir a Vuestra Majestad en diferente parte. Sírvase darme licencia para ir a servir a los ojos de Vuestra Majestad para que mi ejercicio, edad y deseo tengan mejor logro que en estos destierros»451. Sin embargo, sólo a fines de 1644 recibió la noticia de que el Rey le había nombrado un sucesor, y de que en poco tiempo más podría salir de Chile. Siguió, por tanto, entendiendo en todos los negocios de la administración y de la guerra para entregar el gobierno en las mejores condiciones posibles; pero se apresuró a dar al Rey las más expresivas gracias por haber accedido a su petición. «Vuestra Majestad viva muchos años, le decía, por la merced que me ha hecho de enviarme sucesor. Con su llegada trataré luego de mi viaje para ir a servir a Vuestra Majestad donde a sus ojos merezca las honras y mercedes que espero de su real mano, y acudir al amparo de mi casa que tan sin dueño está».

Aparte de los afanes que le imponía la lucha contra los indios y los sucesos a que dio lugar la expedición contra los holandeses, el marqués de Baides tenía que consagrar su atención a dificultades de otro orden. Las frecuentes competencias de las diversas ramas del poder público, los altercados entre la Audiencia y el gobierno militar del reino por motivos de jurisdicción, tomaron un carácter peligroso de violencia, por cuanto algunos oficiales y soldados desobedecían a mano armada los mandatos del supremo tribunal y ultrajaban a los funcionarios encargados de hacerlos cumplir452. Sin duda, el Gobernador no aprobaba estos escándalos y, aun, debió tratar de reprimirlos; pero existía una gran desmoralización en el ejército, y su acción no pudo ser eficaz para corregir abusos inveterados.

El marqués de Baides, por otra parte, estaba obligado por su situación a hacer ejecutar ciertas leyes que debían hallar una gran resistencia entre sus gobernados. Las más resistidas de éstas eran las que se referían al establecimiento y cobranza de los nuevos impuestos creados por el Rey. La contribución de alcabalas, que había costado tanto trabajo introducir, quedó al fin planteada. El cabildo de Santiago, obligado, como ya dijimos, a pagar al tesoro real la cuota en que éste había tasado a la ciudad, redujo a todos los comerciantes de Santiago a firmar un auto en que se comprometían a entregar cada año la suma de cinco mil y quinientos pesos en que se avaluaba el derecho fiscal sobre la venta de mercaderías453. Esta contribución, que afectaba a todos los colonos, puesto que debía hacer subir el precio de las referidas mercaderías, halló, como debe suponerse, muchas más dificultades que la del papel sellado, que también le tocó establecer al marqués de Baides en 1641. Por pragmática de 17 de diciembre de 1636, Felipe IV dispuso que todos los títulos y despachos reales, escrituras públicas, contratos entre partes, actuaciones judiciales, representaciones y solicitudes al Rey y a las autoridades, debían necesariamente escribirse en papel sellado, del cual habría cuatro clases de distintos valores, para usarlo con arreglo a la tarifa según la importancia de los contratos. Cuando el marqués de Baides quiso justificar ante el Rey su conducta administrativa, señalaba como uno de los mejores timbres de su gobierno el haber planteado estas contribuciones sin provocar revueltas ni inquietudes que siempre debían temerse «en   -296-   partes tan remotas»454. Sin embargo, esos impuestos que sólo rendían a la Corona un provecho muy limitado, dieron lugar poco más tarde a instancias y reclamaciones de parte de los pobladores de Chile, cuando nuevas desgracias afligieron a la colonia.

Mientras el Gobernador estaba más preocupado en su campaña al interior del territorio enemigo para llegar hasta Valdivia, la colonia tuvo que sufrir los estragos de una cruel epidemia. La viruela que aparecía cada año en los meses de otoño con más o menos intensidad, tomó en 1645 la más alarmante proporción. Las autoridades, en vez de dictar las medidas higiénicas que habrían podido reducir, a lo menos para más tarde, las proporciones del mal, acudieron sólo a los remedios que les aconsejaba su supersticiosa devoción. El 7 de marzo, el cabildo de Santiago acordaba que se hiciese una solemne rogativa, que del templo de la Merced se sacase en procesión la efigie de san Sebastián, protector de los apestados, y que se le llevara a la catedral para celebrar una novena455. Estas fiestas tuvieron lugar con todo el aparato posible y con concurrencia de la mayor parte del vecindario; pero, como debe suponerse, la epidemia no comenzó a decaer sino con la entrada del invierno.

Otro negocio, de carácter igualmente religioso, tuvo ese año muy agitados los ánimos de los vecinos de Santiago, y nos da la medida de las ideas de la época. Por cédula de 10 de mayo de 1643, Felipe IV había mandado que todas las ciudades de Indias tomaran por abogada y protectora a la Virgen María, bajo la advocación que fuere más de la devoción de la ciudad, y que cada año le celebraran una fiesta especial en el carácter de patrona. El rey de España, cuyos ejércitos estaban sufriendo casi diariamente en Europa los más repetidos y dolorosos desastres, quería asegurarse por este medio la protección del cielo «para los buenos sucesos, decía, contra los enemigos de nuestra santa fe católica y de la real corona». El cabildo de Santiago, congregado aparatosamente para tratar este grave asunto, acordó por siete votos contra tres, dados en favor de la Virgen de Mercedes, que la patrona de la ciudad fuese la Virgen del Socorro, cuya efigie se veneraba con gran acatamiento en el templo de San Francisco desde los primeros días de la conquista. A pesar de esta designación, los oidores de la Audiencia y el obispo de Santiago, proclamaron patrona de la ciudad a la Virgen de la Victoria, y el 23 de abril, domingo de cuasimodo, celebraron en su honor, en la catedral, una suntuosa fiesta con novenario de misas, sermones y vigilias, cuyo costo fue pagado con los propios recursos de la ciudad. Pero la Virgen del Socorro, gozaba entre los vecinos de Santiago de un prestigio tradicional, «por ser, decía el Cabildo, la de mayor devoción que hay en la ciudad, y ha habido desde su fundación y que este Cabildo la tomó en los principios por abogada y patrona de los buenos sucesos de la guerra de este reino, a quien los antiguos pobladores y conquistadores de él tenían en tanta veneración y devoción que se sabe de cierto que ninguno salía de la ciudad para fuera de ella o para la guerra que primero no la visitase, y lo mismo de vuelta antes de entrar en sus casas». El vecindario de Santiago experimentó un gran desconsuelo al ver menospreciada a la Virgen del Socorro, y el Cabildo, en acuerdo celebrado el 28 de abril, resolvió consultar este negocio al Rey, y que mientras éste no dictara una providencia en contrario, se hiciera cada año a expensas de los capitulares, una fiesta a la referida imagen456. Esta cuestión que, según se desprende de los documentos, agitó mucho los ánimos, quedó resuelta de esta manera: en adelante siguieron   -297-   celebrándose dos fiestas religiosas con gran satisfacción de los devotos pobladores de la ciudad.

Mientras tanto, la guerra contra los indios se sostenía con más o menos actividad en diversos puntos de la frontera, obligando a las guarniciones españolas a vivir sobre las armas y a hacer frecuentes correrías en el territorio enemigo. En diciembre de 1644, un cuerpo de indios había penetrado por la cordillera hasta los campos vecinos a Chillán, cometiendo destrozos en las estancias de los españoles, y llevándose cierto número de cautivos, y entre éstos algunas señoras notables de esas localidades, sin que hubiera sido posible darles alcance457. El año siguiente, preparaban, según refiere el Gobernador, operaciones más importantes; pero atacados en sus propias tierras por las tropas del tercio de Arauco, fueron dispersados el mes de noviembre con pérdida de algunos muertos y de más de cien prisioneros. Uno de éstos era un indio principal llamado Tinoquepo, soldado prestigioso entre los suyos, y uno de los caudillos que más empeño había puesto poco antes para celebrar las llamadas paces de Quillín. Aunque se le respetó la vida para obtener la libertad de algunos españoles que permanecían en el cautiverio, el Gobernador debió ver en este hecho una prueba más de cuán infundadas eran las esperanzas de los que creían posible conseguir, por medio de tratados, la pacificación de aquellos bárbaros indomables. Sin embargo, en los últimos días de su gobierno, se manifestaba satisfecho del resultado de sus trabajos militares, invocando en su apoyo ante el Rey el testimonio que acerca de su conducta daban los padres jesuitas, que en realidad habían sido sus consejeros. «Quisiera, agregaba, haber obrado mucho más y dejar a Vuestra Majestad todo el reino pacífico, como quedan en él muchas tierras ganadas y desocupadas, que ni el enemigo las aprovecha por estar metido y retirado en las montañas, ni nosotros no nos podemos valer de ellas, siendo de las mejores que hay en lo descubierto y al temple de España y con los mejores minerales de oro del reino, y esto por no haber gente con que se pueblen, que si la hubiera en muy pocos años estuviera todo llano, y gozara Vuestra Majestad de uno de los mejores reinos de su monarquía»458. Palabras análogas a éstas eran las que repetían casi todos los gobernadores de Chile al dejar el mando. Creían haber conseguido grandes ventajas sobre los indios; pero estaban forzados a declarar que la conquista del reino se hallaba en el mismo estado que tenía cuando se recibieron del gobierno.

Cuando el marqués de Baides escribía esas palabras, se hallaba en Concepción esperando al maestre de campo don Martín de Mujica, que venía de España a reemplazarlo en el gobierno de Chile. El arribo de éste el 8 de mayo de 1646 puso término a su administración. Sus contemporáneos elogiaban su celo por el servicio del Rey, la pureza de sus costumbres privadas, su devoción y la generosidad con que socorría a los que se hallaban necesitados. El más ardoroso panegirista del marqués de Baides, termina el retrato de éste con los rasgos siguientes: «Gobernábase por sí y por buenos consejeros (los jesuitas), no por su mujer, que suele ser dañoso en los gobiernos el dejarse gobernar de las mujeres. Nadie tuvo que capitularle en materia de agravios ni intereses, porque aunque sacó buena plata del gobierno, trajo mucha, y con poner tienda en varias partes por medio de administradores, buscó   -298-   muy bien, sin quitar nada a nadie, pues a cada uno le era libre el comprar de ellas o no sacar nada. De las piezas (indios prisioneros y esclavos) tuvo algún aprovechamiento; mas, la experiencia ha mostrado que es tan mal empleo que ninguno le ha logrado, quizá porque Dios no se agrada de él»459. Teniendo que dar cuenta de sus actos en el juicio de residencia que se le siguió en Concepción y en Santiago, el marqués de Baides se vio forzado a permanecer en Chile algunos meses más. Absuelto de toda culpa, y obligado sólo a pagar ciertos derechos que correspondían a la Corona, vivió en Santiago rodeado de consideraciones, y a mediados de octubre regresaba tranquilamente al Perú.

Diez años más tarde, en 1656, el marqués de Baides volvía a España con su familia; pero la flota que lo conducía, fue asaltada por los ingleses a la altura de Cádiz, y allí pereció en un combate desastroso para la marina y para el tesoro del rey de España460.

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 IV. PERSONAJES NOTABLES (1600 A 1655)

IV. PERSONAJES NOTABLES (1600 A 1655)

1. Doña Inés de Córdoba Aguilera. 2. Don Martín de Mujica. 3. Doctor don Nicolás Polanco de Santillana. 4. Juan García Tato. 5. Don Luis Fernández de Córdoba y Arce. 6. Don Francisco Lazo de la Vega. 7. El Marqués de Baides.





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