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La revolución y la libertad religiosa en España


- I -

Acabamos de presenciar uno de los acontecimientos más importantes que registra nuestra historia hace siglos. Las Cortes Constituyentes, elegidas por el sufragio universal en nombre del pueblo de Torquemada, de Loyola, de Domingo de Guzmán y de Felipe II, han proclamado la libertad religiosa.

No es de extrañar que la discusión que nos llevó a tan dichoso término durase muchos días; no es de extrañar que se haya mostrado en ella toda la vehemencia de la pasión, que anima a los partidos opuestos. Se han pronunciado cuarenta o cincuenta discursos; oradores de extraordinario mérito han conmovido hondamente los corazones y las inteligencias; el debate ha estado a la altura de su objeto y de la nación española, donde son grandes el despejo y el desenfado, y prodigiosa la facilidad de palabra, y donde cabe afirmar, sin hipérbole, que no es rara la elocuencia.

Cualquiera diría, por consiguiente, que el asunto está agotado; que está ya dicho cuanto importa decir sobre cuestión tan grave; pero bien sea porque la cuestión, sobre ser grave, es complicada y difícil, bien sea porque nuestros oradores improvisan y se dejan arrebatar del entusiasmo y de la más lozana y poderosa imaginación, y suelen carecer de aquella calma que tan delicado punto requiere, es lo cierto que hay mucho que decir aún, y que es conveniente que se diga.

El proyecto de Constitución es obra de quince individuos, discretos y eminentes todos, pero venidos de diversas y aun opuestas parcialidades políticas, y que han tenido que transigir, a fin de encontrarse en un término medio y llegar a una avenencia. Este procedimiento ha sido muy útil en las cosas meramente políticas, donde el término medio suele ser el más razonable, y si no el más razonable, el más conveniente y práctico, dado el momento histórico en que se halla el pueblo para quien se legisla. Pero en el asunto superior de la libertad religiosa, la transacción ha producido pocos sazonados frutos. Es cierto que así los quince individuos de la comisión, como la mayoría que los sigue, han tenido que ser y han sido fieles al espíritu de la revolución, y han consignado en la ley fundamental la libertad religiosa, grande conquista de la civilización y de los tiempos modernos, requisito indispensable para que España pueda entrar de lleno en la corriente del progreso y en el noble consorcio de las naciones cultas de Europa; pero ¿cómo no lamentar el modo de introducir la libertad religiosa en la Constitución futura? ¿Cómo no confesar que dicha libertad entra en la Constitución por una puerta falsa y de un modo furtivo y vergonzante?

Aceptado el credo democrático, puestos los derechos individuales como piedra angular del nuevo edificio político que estamos levantando, es innegable que no se podía prescindir de la libertad de conciencia, no inerte y encerrada en sí misma sino con todos sus desenvolvimientos y manifestaciones. ¿Qué vale que sea inviolable el domicilio, si la conciencia no lo es? ¿Qué importa tener derecho de asociarse y de reunirse para cualquier menester bajo y mecánico o para llevar a cabo cualquier propósito de bienestar material, si está vedada la reunión y la asociación para el más trascendental y elevado de todos los propósitos, del cual penden y dimanan nuestras más sublimes esperanzas, en el cual se funda el cumplimiento de nuestro último fin, y por el cual, y en virtud de cuya luz forjamos e iluminamos nuestro ideal, cobramos aliento para realizarlo y nos proponemos un modelo de perfección, así individual como social y colectivo, blanco de nuestro anhelo más fecundo?

Es pues evidente que el más precioso, el más primordial, el más fundamental de los derechos individuales, es la libertad religiosa. Consignados estos derechos, se debió consignar el de la libertad religiosa como el primero. La declaración debió ser más solemne, más explícita; hecha en favor de españoles, que es para quien los españoles legislan; no comenzando por hacerla en favor de los extranjeros y añadiendo luego un tímido si hubiere algún español para darle participación en la misma libertad, para hacer horra su conciencia a la sombra del favor concedido al advenedizo y extraño.

Yo no dudo que la inmensa mayoría, la casi totalidad de los españoles, es católica; yo creo firmemente que ninguno, merced a esta libertad de conciencia, va a renegar de la religión de sus padres para transformarse en budista, mahometano o judío; yo estoy persuadido de que serán raros los que se hagan protestantes, y que de éstos, si los hubiere, la mayor parte lo será por algún motivo que nada tenga que ver con la religión; pero la misma seguridad que yo tengo, y de que participan los católicos más fervorosos, los más decididos partidarios de la intolerancia, lejos de ser un arma en contra de la libertad, debiera servir para tranquilizar los ánimos y hacer comprender que dicha libertad no vendrá a destruir la unidad religiosa, sino a cambiarla, de violenta y forzosa que ha sido hasta el día, en espontánea y libremente aceptada. Y esto, lejos de ofender en lo más mínimo al catolicismo, redundará en gloria suya y clara claro y resplandeciente testimonio, así de lo incontrastable de su verdad como de lo firme de nuestra fe en reconocerla y acatarla.

No me explico, pues, la manera miedosa y algo subrepticia de declarar la libertad religiosa como un derecho de algún español, si lo hubiere, que apetezca usar de ella, ¿Por qué no dar terminantemente esta libertad a todos los españoles que hay? ¿Por qué no darla con el deseo y casi con la más completa esperanza de que han de usar de ella para afirmarse en la fe de sus mayores y conservar en toda su pureza aquellas santas creencias, en cuyo nombre han combatido y triunfado, extendiendo la gloria de la patria, su dominación y su cultura por toda la redondez de la Tierra, de la cual han dilatado los términos y duplicado la extensión con inmensos e ignotos continentes, islas y mares?

Sabido es que nadie tiene derecho al error, que la libertad no se concede para lo malo, y que nosotros, siendo católicos y estando en posesión de la verdad, no queremos abrir la puerta para que la falsedad y la mentira vengan a oscurecerla. Sabido es, además, que el estar unidos es mejor que el estar separados; que el convenir en algo, y sobre todo si este algo es esencial, es un bien grandísimo, y que, por tanto, nadie debe desear que se rompa la unidad religiosa; pero el poder político no puede menos de declararse incompetente para conservar esta unidad por la fuerza; el poder político no puede menos de reconocer que, sobre un punto tan del espíritu como el de la religión, sólo debe tener jurisdicción e imperio un poder espiritual, y sólo deben imponerse penas espirituales; y el poder político, por lo mismo que ha nacido de una revolución democrática, por lo mismo que se funda en la voluntad del pueblo y en su soberanía, no puede menos de convenir en que por cima de esta soberanía, por cima de esa voluntad del pueblo, aunque fuese unánime, están ciertos derechos, de que ningún individuo debe despojarse al aceptar el pacto social, ciertos derechos que nacen de la justicia eterna, anteriores y superiores a toda soberanía, a toda decisión de los poderes públicos, a toda ley que cualquiera sociedad o república quiera imponerse.

Supongamos por un momento que todos los españoles, sin excepción de uno solo, somos católicos. Natural es que, siéndolo, se conserve la unidad religiosa; inútiles son entonces las leyes para retenernos violentamente en el gremio de la Iglesia; en su gremio permaneceremos, porque las amamos. Pero si hubiera un solo español que no sea católico, ¿tendremos derecho los demás para violentarle con coacción material a que lo sea, esto es, a que disimule que no lo es con hipocresía cobarde? ¿Qué ganaría la Iglesia, qué la sociedad con este acto tiránico? ¿Para qué ha de retener por fuerza la Iglesia en su gremio a quien no la ama, y a quien tal vez finge amor por cálculo, por conveniencia o por miedo?

Sin duda que los representantes del pueblo, que están ahora constituyéndolo, tienen poder para mucho, y les ha sido lícito comprometerse a sostener y a hacer que prevalezcan ciertas doctrinas en las futuras leyes fundamentales; pero, aunque todos y cada uno ce los representantes hubieran recibido el mandato de todos y cada uno de sus electores, de imponer por fuerza, con sanción penal, por leve que fuese, la unidad religiosa, este mandato sería írrito y nulo, en virtud de la doctrina misma que ha sido móvil y origen de la revolución, y según la cual el empeño de todos no basta a destruir legalmente en uno solo cualquiera de esos derechos primordiales, cuya base es la libertad de la conciencia.

Lo que sí es, a mi ver, no menos indudable es que ese pueblo, que no puede despojar a nadie de su libertad religiosa, puede, y, sin duda, quiere también, afirmar su concordia, su unidad en punto a religión. En esto no hay nada de contradictorio, a no ser que se mire de un modo somero. El pueblo español, que forma una parte de la Iglesia universal o católica, que es católico en su casi totalidad, en su inmensa mayoría no puede ni debe violentar a nadie a que sea católico. La libertad religiosa es sólo la negación de este poder, la declaración de esta incompetencia de jurisdicción sobre cualquiera conciencia humana. El pueblo reconoce que no hay individuo a quien pueda obligar a pensar como él piensa, y a creer lo que él cree; pero ¿acaso se deduce de aquí que el Estado, que es la manifestación orgánica del conjunto de los españoles, la representación de su vida colectiva, la resultante de sus fuerzas y aspiraciones y el guardador de sus glorias pasadas, de su fama y de su nombre, haya de desechar lejos de sí la religión, y no haya de confesar paladinamente que es católico, siéndolo, como lo son casi todos los españoles, y estando tan enlazada esta religión con nuestra historia, y con nuestras costumbres, que parece propia de nuestro ser y nacida de las grandes calidades que adornan a nuestra raza? ¿Cómo se concibe que la Comisión que ha redactado la Constitución futura haya mostrado aún mayor timidez en este punto que en el de declarar la libertad religiosa?

En el seno de la Comisión había algunos individuos que entendían este punto de un modo totalmente opuesto. Deseaban y pedían la separación de la iglesia y del Estado. Reducían así la Iglesia a una congregación de sectarios contemplativos, que sólo debían emplearse en la meditación de otra vida ultramundana, y en prepararse para ella, sin influir en ésta que vivimos, sin fuerza ni voluntad social ni política para nada; y reducían el Estado, y la congregación o conjunto de hombres que se llama nación, a emplearse sólo en intereses materiales y groseros, sin un ideal colectivo, sin una creencia común que los uniese, sin una sola noble aspiración superior, sin un solo pensamiento propio de todos, que se levantase un codo por cima de la atmósfera densa que nos circunda, que penetrase una línea más allá de lo fenomenal y contingente en la región de lo esencial y de lo absoluto. De esto despojaban a la colectividad; esto no lo veían, no lo reconocían sino en el individuo, y lo apartaban del Estado como impertinente, y no consideraban que dejaban al lado del Estado, y fuera de él, una sociedad compuesta casi del mismo número de individuos, y de los mismos individuos, en donde esos propósitos y fines del alma humana, que ellos no creen sino individuales, tienen una fuerza colectiva, y son el fin y el objeto de la misma sociedad. No comprendían que la Iglesia, siendo así, como sin duda lo es, o tendría que de caer, abdicar, negarse a sí propia, quedando reducida a la congregación de sectarios inertes, teóricos y especulativos de que hemos hablado, herida de esterilidad, mutilada, hechos infecundos y vanos sus elevados principios que propenden a realizarse ya encarnarse en todas las instituciones y en todas las creaciones sociales, o tendría que sobreponerse al Estado y aun absorberlo, por ser más sublime su fin, y su menester más comprensivo, y más trascendental su objeto.

Por las razones expuestas, se engañan los que anhelan la separación de la Iglesia y del Estado; a no ser que abriguen cultamente la esperanza del aniquilamiento de la Iglesia, de su reducción a algo de insignificante e inactivo; a no ser que sueñen con un Estado tan limitado en sus atribuciones, que vengan ya a rayar en los límites de la anarquía proudhoniana. Se equivocan en nuestro sentir, si piensan, con esta separación poner paz entre el Estado y la Iglesia. Roto el lazo que hoy los une, se moverán sin duda, en dos esferas distintas, cuyos centros estarán separados, mas nunca lo bastante para que las esferas no se intercepten y compenetren, quedando en ambas un espacio común, el de la vida activa, más espiritual y elevada, el cual será campo de perpetua batalla por el predominio. Esto es evidente; la teoría y la práctica, la especulación y la Historia, dan testimonio de ello. Donde el Estado es católico no se puede ser buen ciudadano sin ser buen católico también, y no se puede ser buen católico sin ser asimismo buen ciudadano; pero en el Estado que prescinde de la religión, pueden llegar fácilmente las cosas a tal extremo, que los deberes de católico y los deberes de ciudadanos se combatan dentro del pecho del mismo individuo, como dentro de la colectividad toda, y unos rompan con el catolicismo para ser fieles al Estado, y otros con el Estado para quedarse en el seno de la Iglesia.

Atendiendo a tales o parecidas consideraciones, no han consentido muchos individuos de la comisión en que se declare en la ley fundamental la separación del Estado y de la Iglesia; pero tampoco han tenido fuerza y autoridad suficientes a que la unión, alianza o concordia de ambos poderes se consigne de un modo franco y abierto. El plan, el designio, es que la unión siga; pero no se dice. Y no se dice, cuando más que nunca debiera decirse y aun explicarse; porque, dada la gran novedad, la extraordinaria mudanza de la libertad religiosa, las relaciones entre ambos poderes tiene por fuerza que padecer notables y profundas alteraciones, objeto imprescindible de futuras leyes.

No es, pues, inútil, no es tardío no viene ya sobre lo resuelto y decidido cuanto digamos acerca de un asunto de tamaña importancia. Aún hay mucha por resolver y por decidir, sobre lo cual podrían acaso tener algún influjo nuestras observaciones, si fuesen justas, como creemos, y si acertáramos a exponerlas con claridad y con orden. Por esta esperanza nos atrevemos a escribir y hasta nos juzgamos en el deber de escribir, no dando por agotada ni terminada la discusión.

Al desenvolver nuestro pensamiento, aunque inevitablemente tengamos que tocar puntos superiores a la política, no tememos lastimar las conciencias de los católicos ilustrados, ni enunciar una sola idea que sea contraria a su fe. Lamentamos, como se debe, que algunos representantes de la nación hayan lastimado dichas conciencias, y comprendemos el hondo disgusto que han producido, sin aplaudir la exageración y pertinacia con que se han dado muestras en este disgusto. No pocos se prevalen del escándalo y lo aumentan y lo divulgan y lo perpetúan para sus fines reaccionarios. Con pretexto de defender a Dios y de desagraviare, se defienden y desagravian a sí propios. Si la lepra espiritual del ateísmo se ha hecho patente en cuatro o cinco personas, el cuerpo social está sano, y parecería mejor pedir a Dios, sin hacer tanto ruido, que también sanase a dichas personas, que no levantar guerra, no sólo contra ellas, sino contra todos los que las sufren y permiten que hablen, haciendo así de la intolerancia un arma en defensa de Dios, como si Dios necesitase de tan triste defensa. Cuando Job estaba cubierto de lepra material, vinieron aquellos varones conocidos suyos a atormentarle, con pretexto de defender a Dios contra sus quejas; pero Dios, cansado de tanta procacidad y de tanta hipocresía, resolvió intervenir en la disputa, y antes de enojarse contra Job, se enojó contra los defensores de su providencia. Bien podemos dar por cierto que si Dios interviniese en la presente disputa, había de hacer como hizo entonces, zahiriendo más al que alza el pendón de guerra como para defenderle que al infeliz que confiesa que carece de todo sentimiento religioso; lo cual no es negar a Dios, sino negarse a sí mismo, porque no niega la luz radiante del sol quien se declara ciego ni niega las sonoras armonías de la Creación quien se declara sordo. Tanto alboroto en defensa de Dios, que no la necesita ni la quiere sino por los medios blandos y amorosos de la persuasión, da lugar a que se sospeche que muchos de esos paladines divinos se revuelven y levantan furiosos para ocultar en el fondo de sus conciencias una ceguedad igual a la que los escandaliza en quien la descubre.




- II -

Es opinión harto divulgada que vivimos en una época de incredulidad grandísima. Así lo sostienen los que creen hacer el encomio de la época y los que creen hacer la censura; pero lo que hacen unos y otros, al afirmar esto, es poner en pugna la civilización y la fe, la religión y la ciencia. Nadie podrá negar que la civilización es hoy superior a la de cualquier otro momento de la Historia, y mucho menos negará nadie que hoy es superior la ciencia. Por consiguiente, si hoy es inferior la fe, fácil es deducir, generalizando, que el conocer y el creer están en razón inversa, que la fe y la ciencia son incompatibles, o que la una mengua al compás que la otra crece. Si esta sentencia y la observación en que se fundan fuesen exactas, serían igualmente fatales, así a la religión como a la ciencia; serían un tremendo desconsuelo para la especie humana; probarían que la ciencia a trueque de algunas satisfacciones para la vanidad y el orgullo, o para el mayor bienestar material, nos venía a robar nuestras más dulces esperanzas, nuestras más caras ilusiones, y probarían que la fe no nos mostraba verdades superiores a la razón, sino ilusiones que la razón desvanece. Por dicha, no es difícil demostrar que la observación es inexacta y que la sentencia es injusta.

La ignorancia de muchas leyes naturales, el escaso conocimiento que tenían los hombres en otras épocas de todo este Universo visible, eran, sin duda, causa de mayor superstición, pero no de mayor fe. Los fenómenos que hoy explicamos racionalmente por obra de las causas segundas, en virtud de ciertas leyes, ora descubiertas por la observación y la experiencia, ora fundadas, además, en principios matemáticos, o no se explicaban entonces, o se explicaban por medios sobrenaturales y milagrosos. Pero, al explicar hoy estos fenómenos, al dejar que obren las causas segundas para producirlos, ¿tenemos derecho para prescindir de la intervención divina, para negar que es inmanente la presencia de Dios en las cosas todas, para obligar a Dios a que se retire más allá de los límites de cuanto abarca, descubre y explica menos que a medias nuestra observación y nuestra ciencia? El más vano de todos los sabios, el más engreído de todos los positivistas no se atreverá a sostener si lo medita con calma, semejante proposición. Reconocerá que, con los datos de su experiencia y con los esfuerzos de su mente hechos sobre estos datos, logra sólo explicar algunos fenómenos, pero el conjunto de las cosas y su armonía y su fin, y el sistema en que se enlazan, quedan para él desconocidos e ignorados. Lo que puede hacer y hace el positivista es declarar incompetente a su razón para decidir esas cuestiones, negar la posibilidad de descubrir científicamente esas verdades sublimes, poner a la metafísica fuera de los dominios científicos y obligarla a que se refugie en la fe; pero esto no es negar ni destruir la fe, sino acrecentar su imperio y su dominio. Ni tiene derecho tampoco el positivista para hacer que Dios se retire a espacios remotos e inexplorados, dejándole libre y vacío cuanto piensa que está al alcance de su observación. Cerca de él, en él mismo, en el ambiente que le rodea, y no sólo más allá de las más remotas estrellas, reside y vive y se sustrae a su investigación y es inaccesible a su razón, a sus sentidos y a todos sus recursos empíricos, la esencia íntima, la sustancia, el ser de quien sólo conoce algunos accidentes y atributos por medio de los sentidos. Apenas se puede afirmar que tenga idea exacta de esos mismos accidentes en sí, sino de la impresión, de la sensación que en él ocasionan; y de esta suerte bien puede sostenerse que lo misterioso está en el sabio y en torno del sabio, y bajo cualquier objeto, cuyo peso, figura y dimensiones conoce, cuyos elementos analiza y vuelve acaso a componer de nuevo, y cuyas calidades determina. Así es como la ciencia no sólo no destruye la fe, sino que no puede destruir ni amenguar, a no ser casi imperceptiblemente, de un modo apenas apreciable, el campo de la imaginación y de la poesía.

Y no hay que bajar al profundo centro de la Tierra, ni hay que subir al último cielo para que la imaginación cree y la poesía se explaye. La ciencia y la experiencia no le han acotado terreno alguno, no le han cerrado ningún recinto, no le han vedado ningún objeto, haciéndolo completamente propio y exclusivo de ellas. En lo íntimo de las cosas todas hay siempre un impenetrable misterio. Allí no llega el saber; allí sólo llega el creer o el imaginar.

Todos los sabios del mundo no desalojarán, lograrán poner en fuga, con todas sus experiencias y razonamientos, a los seres sobrenaturales, a las misteriosas energías, a las inteligencias secretas que nuestra imaginación o nuestra fe se complazcan en poner en los objetos circunstantes. No los extraerán con el escalpelo, no los verán con el microscopio, no los destilarán por sus alquitaras; pero ¿cómo podrán negarme que yo los veo con un sentido más intenso o con el alma misma sin el auxilio de los sentidos? ¿Cómo podrán negarme que están allí, aunque yo no los vea, ni nadie los vea?

Las que se llaman ciencias positivas son, pues, impotentes para disipar, no ya los asertos de la fe, pero ni los fantasmas de la imaginación. Todos los seres ideales, los genios y las ninfas, las ondinas y las sílfides que los poetas o la inventiva fecunda del pueblo, que es el primero de los poetas, crearon en otras edades, pueden aún vivir tranquilos al lado de la química y de la mecánica, seguros de que ni la mecánica ni la química podrán nunca someterlos a su jurisdicción, ni lanzarlos de lo íntimo y oscuro de las cosas naturales, donde se esconden y adonde no llega nuestra experiencia superficial y capaz sólo de comprender los fenómenos y los accidentes.

Las ciencias positivas son meramente una colección de noticias que explican algo parcialmente, pero carecen de un enlace superior que lo una todo en un sistema, el cual lo explique todo. A esto responde, a esto aspira la metafísica, que dista mucho de ser una ciencia positiva.

Sin embargo, todavía comprendemos que se dé a la metafísica aquella competencia para desechar lo sobrenatural y lo milagroso que a las ciencias positivas negamos. Decir, como dicen algunos positivistas, que negarán todo milagro, como alguna muy acreditada academia de ciencias no lo examine, dé informe sobre él y lo declare tal, nos parece impertinente hasta lo sumo. ¿Quién nos asegura que la academia, en el estado actual de la ciencia, baste a explicar las causas de todos los fenómenos? Si hay algunos cuyas causas ignore, ¿habrá de declararlos milagrosos, siendo naturales? ¿No podrá suceder también que la vanidad científica venga a dar una explicación insuficiente e incompleta y declare caso vulgar y ordinario uno que en efecto sea extraordinario y milagroso? Es claro, por tanto, que este informe sobre el milagro, dado por una academia de ciencias positivas, es impertinente y absurdo. El milagro se niega o se afirma metafísicamente, y antes de toda experiencia, porque lo que se niega o se afirma es que pueda ser o que no sea, según el concepto metafísico que formamos de Dios, que es quien pudiera hacerlo o quien lo hace. La omnipotencia de Dios no se sobrepone a su sabiduría; repugna a nuestra razón que Dios mismo quebrante sin fundado motivo las sabias leyes que ha dado a la Naturaleza. De aquí la negación del milagro; pero el razonamiento, bueno o malo, es metafísico y nada tiene que ver con las ciencias positivas. Nuestro propósito, al decir esto, es sólo hacer ver que no son las ciencias positivas, sino la metafísica, o la filosofía primera, la que se pone como rival de la religión, la que combate con lo sobrenatural y procura destruirlo.

Lo que dicen algunos en defensa del milagro, suponiendo milagro perpetuo la conservación natural del Universo, y milagro intermitente al que por lo general llamamos milagro, esto es, a la alteración o suspensión de las leyes naturales, es un juego de palabras que no merece refutarse. El chiste de Donoso, de llamar al dios de los racionalistas un dios constitucional, porque está sujeto a sus leyes mismas, no pasa de ser un chiste. El llamar al milagro la dictadura de Dios no es serio tampoco. La gran razón en favor del milagro es que entraba el hacerlo en los planes y propósitos eternos del Altísimo, y que no somos jueces de la razón que tuvo para que el milagro se obrara.

Ya se entiende que al apuntar aquí estas consideraciones no vamos a discutir largamente sobre ellas, sino a justificar nuestro parecer de que no son las ciencias positivas, sino la metafísica, la que impugna a la fe, cuando no se somete a la fe, cuando turba la armonía que debe reinar entre las verdades que alcanza o imagina alcanzar con la razón y las que por revelación hemos adquirido.

La metafísica puede ser, por tanto, o la grande amiga o la grande enemiga de la religión; pero como la metafísica no ha necesitado de una larga experiencia para crearse, y como hay metafísica desde las primeras edades del mundo, resulta que desde las primeras edades del mundo hay también, como ahora, racionalistas y ateos. Y no se diga que la metafísica rudimental y grosera no basta a combatir la religión, porque en épocas de barbarie es también rudimental y grosera la metafísica con que el dogma revelado, o que se cree revelado, se sostiene, y así el combate se equilibra y se perpetúa. Las armas de que se valen los combatientes son hoy de mejor temple y de más alcance; pero son proporcionalmente iguales a las de entonces.

Desde el principio de las sociedades ha dicho el impío en su corazón que no hay Dios, como lo dice ahora. Desde el principio de las sociedades ha sostenido el creyente que lo hay. Esta lucha ha durado siempre. Sólo las armas con que de una y otra parte se lucha han venido a ser más poderosas.

Esta lucha ha tenido y tiene, en nuestro sentir, un fin providencial elevadísimo: el engrandecimiento ilimitado de la noción de Dios en el alma humana. Por esto han caído las religiones positivas que no eran verdaderas; por que, al agrandarse y perfeccionarse en nosotros la noción de Dios, ha roto el molde, la fórmula, en que la tenía encerrada la religión positiva. Pero cuando la religión positiva es verdadera, esa fórmula es como infinita, es capaz de encerrar en sí con holgura toda noción de Dios por grande que sea. Sólo hay que atender a que no se confunda la imagen, la representación verbal de Dios, con el concepto puro que de él la religión ha formado. Una revelación completa, hasta en la imagen y en el discurso, de la noción de Dios hubiera sido imposible sin alterar o negar el orden del mundo, la marcha y progreso de la Historia, la ley de las inteligencias y el desenvolvimiento de las sociedades. El revelador, el profeta, el fundador de una religión, por pura y santa que sea, no ha podido menos de adaptar su discurso al modo de entender grosero y al grado de cultura del pueblo, de la sociedad, del momento histórico en que vivía. Por eso no se ha de confundir el concepto de Dios con la imagen poética de que ha podido revestirse en épocas bárbaras. Sabido es que Dios no se irrita, ni se arrepiente, ni se alza en su furor las vestiduras hasta los muslos, y pisotea a los pueblos como pisotea un hombre las uvas en el lagar, y se cubre todo de sangre, como el pisador se cubre de mosto. Pero el concepto puro, libre de imágenes que el profeta hebreo se formaba de Dios era tan alto y tan grande, que en ese mismo concepto cabían, sin alterarlo, todas las especulaciones que sobre Dios han hecho hasta nuestros días los más sublimes filósofos, los cuales no se han creído en la necesidad de dejar de ser cristianos, ni han juzgado que, en el fondo, pensaban más recta y noblemente de Dios que dicho profeta.

El símbolo de la fe de Descartes, Malebranche y Leibniz ha permanecido el mismo. No pensaron estos filósofos que fuese estrecho el símbolo para que en él cupiesen sus teodiceas. Otros eminentísimos sabios que, tomando vuelo desde las cimas de las ciencias positivas, se han elevado a la metafísica, han afirmado, como Newton y Clarke, un Dios personal cuyo concepto era digno de la inteligencia de ellos y manifestación nueva de la verdad revelada y de la sublime sentencia que dice que los cielos narran la gloria de Dios.

Lo que sí ha nacido del conocimiento de los cielos, de la idea más vasta que podemos hoy concebir del Universo mundo es una idea más baja del hombre y de su importancia; porque, reducido nuestro Globo a un breve punto en la intensidad, no siendo centro de las esferas, parado el giro y rota la armonía que en torno nuestro iban formando, y confinados y perdidos nosotros en un rincón del espacio infinito, sin valer ni influjo en el sistema general de lo creado, y sin que sea fácil suponer que el Universo haya sido expresamente hecho para nosotros, para nuestro uso y recreo particular, y sin otro fin que el de servirnos, adoctrinarnos y embelesarnos, parece como que se resiste y pugna con nuestra razón creer que hemos sido objeto constante del cuidado, del esmero, del amor, de la revelación, de la más especial providencia y hasta del sacrificio del Todopoderoso. La metafísica desesperada o burlona y misantrópica, fundada en estas consideraciones, se hizo vulgar en el siglo pasado, merced a dos obras de entretenimiento, admirables por el estilo y el ingenio: el Cándido y el Micromegas, de Voltaire, y en nuestros días ha sido principal fundamento de las desconsoladoras y espantosas teorías de un hombre extraordinario, notable filósofo y soberano poeta lírico a la vez: del desdichado Leopardi.

Es evidente, en nuestro sentir, que estas teorías, sólo por una generosa inconsecuencia, sólo por una falta de dialéctica palmaria, pueden llevarnos, en las ciencias morales y políticas de aplicación, a otro término que no sea la declaración de la ruindad, bajeza y vileza de la especie humana, la negación del progreso, el escarnio de la libertad, y un sistema de despotismo como el de Hobbes.

Aquella exclamación de San Agustín: Magna enim quaedam res est homo, factus ad imaginem et similitudinem Dei! es, por el contrario, no sólo el fundamento y la razón de que hay una providencia especial y una revelación de Dios para la especie humana, sino también de que los destinos de la especie humana son tan nobles sobre la Tierra, que para llegar a ellos y alcanzarlos importan la libertad y el progreso, como cosas por todo extremo respetables y hasta sagradas. Ciertamente que sería un absurdo, después de persuadir al hombre de que es un vil gusano, olvidado y perdido en un puñado de cieno, alumbrado por uno de los soles menos brillantes y fecundos que pueblan el espacio infinito, así el querer convencerle de que es objeto predilecto del más singular cuidado de su Hacedor, como el querer convencerle de la grande importancia de sus adelantos, de sus destinos y de sus propósitos sublimes en esta ruin vivienda, y durante su efímera, trabajosa y miserable vida. Menester es formar del hombre el concepto contrario para elevar su aspiración y dar alas a su deseo, así en esta vida como en la vida futura, y para poder decirle, repitiendo las palabras de su Divino Maestro: «Sé perfecto como es perfecto tu Padre que está en el cielo.»

Ha habido y hay, sin embargo, una secta que admite, reconoce y proclama esta idea de la ruindad y vileza del hombre; secta que dice que nada hay más vil y despreciable que el género humano fuera de las vías católicas, esto es, que el género humano es vil y despreciable por naturaleza, y que su entendimiento tiene una afinidad invencible con el error, y que su voluntad la tiene con el pecado y con el crimen, y que ni el milagro más patente, ni la virtud más manifiesta, ni la doctrina más santa y hermosa pueden convencerle. Esta secta sigue, y procede lógicamente en seguir, en política, la opinión de Hobbes. Un tirano con el auxilio del verdugo, cuyo menester convierte en sacerdocio, es quien debe gobernar a los pueblos. Mas por una extraña contradicción, esta secta, que por naturaleza hace tan vil y tan indigno al hombre, le halla merecedor de la gracia, y por la gracia le trastrueca en vaso de elección, en santo o en ángel. El falso catolicismo de esta secta hace un abominable consorcio, y se funda sobre las más groseras doctrinas sensualistas del siglo pasado; es una horrible herejía, que ha venido a contaminar en nuestro país a muchos legos, que presumen de religiosos, y tal vez a alguna parte del clero. Ya se entiende que hablamos de lo que se llama neocatolicismo. En vez de negar el neocatolicismo las opiniones injuriosas al hombre, las acepta y las extrema, y sobre ellas levanta toda la fábrica de su religión, de su moral y de su política. El hombre tan vil, tan bajo, tan rebelde a la evidencia de la verdad, tan contrario a toda virtud, no puede ser gobernado sino con el látigo y no puede ser convertido sino de un modo prodigioso o violento. Ya se sabe que los excesos y extravíos de esta secta han sido la causa principal de la revolución española.

La Iglesia católica ha reprobado esta secta, y no pocos hombres pensadores, fervorosos católicos, siguiendo las huellas de Gioberti, quien, desde Descartes hasta ahora, considera extraviada y heterodoxa la marcha de la filosofía, han tratado de renovar y de adaptar a nuestro tiempo la filosofía del Ángel de la Escuela.

Pero las doctrinas filosóficas se suceden unas a otras; y así, al través de mil contradicciones, va lentamente la Humanidad acercándose a un superior conocimiento. Toda nueva doctrina presupone la que antecede y toma algo de ella aunque venga a contradecirla porque se presenta como su antítesis. El sensualismo, el materialismo, el menosprecio del hombre, caracteres esenciales de la filosofía del siglo pasado, tenían, pues, que producir, y produjeron, una reacción, exagerada sin duda, pero conveniente y hasta indispensable, permítasenos la expresión, para que sirviese de contrapeso, endiosando al hombre, realzándole a tan inmensa altura como hondo había sido el abismo de abyección en que le habían arrojado.

Para allanar el terreno a esta nueva construcción filosófica, se adelantó Kant y echó por tierra los anteriores sistemas con su crítica niveladora; pero, al destruir Kant toda certidumbre metafísica, se refugió en el sentimiento, oyó en el fondo de su conciencia la voz imperiosa del deber, se reconoció libre y responsable de sus acciones, y dedujo que había fuera de él un ser que le imponía ese deber, y que en él mismo había un principio inmortal que libremente lo aceptaba o se resistía a cumplirlo. De esta suerte, y en virtud de evoluciones sucesivas, realizadas por otros tres grandes pensadores, el hombre, a quien el sensualismo y el materialismo habían hecho tan abyecto, fue magnificándose por grados; y todos aquellos espacios infinitos, y todos los soles y mundos que los pueblan, y toda aquella majestad y magnitud sin términos del Universo visible e invisible y cuanto hay en la región de los espíritus, todo vino a cifrarse en el yo, y apareció como una creación suya, confundiéndose con Dios mismo en el ser humano, en el indefinido y ascendente proceso de la Idea.

Este sistema audaz realzó de nuevo la dignidad del hombre, aunque la realzó de un modo impío, y, por decirlo así, en contra de Dios. Mas si prescindimos por un instante de la condición del tiempo, en el cual, para nosotros, se desenvuelve la idea, concebiremos la eternidad, y no habrá proceso, ni pasado ni futuro, ni estará Dios en llegar a ser, sino que será ab eterno y con una personalidad independiente de la personalidad humana.

Ello es lo cierto que el laudable ahínco con que los metafísicos espiritualistas propenden hoy a alcanzar y a probar racionalmente la existencia de este Dios personal no puede prescindir de las creaciones idealistas de la filosofía alemana, y sobre ellas ha de fundarse, aun contradiciéndolas, si ha de obtener un éxito completo.

En resolución: la gran lucha de los espíritus es hoy principalmente entre el panteísmo idealista; el positivismo que tiene una metafísica mezquina, la metafísica que le basta para negar toda metafísica, porque no se puede negar o impugnar una metafísica sino con otra; el materialismo más descarnado; el espiritualismo racionalista, y la religión cristiana, única religión positiva, que esos mismos filósofos impíos, al tratar de explicarla destruyéndola, reconocen como la más bella y sublime de las religiones; de la cual, por una contradicción misteriosa, afirman sus más pujantes enemigos que es la religión definitiva de la Humanidad, prediciendo así su constante duración en la Tierra hasta la consumación de los siglos, ya que ven también la perpetuidad, la firmeza indestructible y la esencial persistencia en el alma humana del sentimiento religioso.

Todas las doctrinas contrarias al catolicismo, de que hemos hablado, agitan los espíritus en Europa; todas han penetrado en España, y socavan hondamente las conciencias para arrancar de ellas la fe. No puede negársenos que la falta de libertad religiosa que ha habido hasta ahora no ha servido de preservativo ni de remedio a este mal. En nuestra edad es empresa imposible aislar a un pueblo para que las malas doctrinas no lo inficionen y corrompan; y es imposible también, porque la mayor dulzura de las costumbres, y, por consiguiente, de las leyes, se opondrían a ello, el cortar con hierro y cauterizar con fuego la parte corrompida, separándola de la parte sana. Pero, en nuestro sentir, no es un mal el que estas elevadas doctrinas se difundan, por más que sean impías. Siempre harán pensar altamente de Dios, aun cuando sea para negarle. No implican tampoco la disminución de la fe. No ha menester de argumentos sutiles, ni de alambicados conceptos, ni de profundas filosofías para desecharla, el desgraciado que la desecha. Tantos y tantos como maldicen y blasfeman horriblemente de Dios por esas calles y plazas, de seguro que no han leído a Fichte, ni a Schelling, ni a Hegel. No tienen estos filósofos, ni otro filósofo alguno la culpa de sus blasfemias e impiedades, Hay, y ha habido siempre, una filosofía burda y rústica, al uso de todos los impíos y ateos semisalvajes, bárbaros o rudos. La impiedad, la carencia de elevación de espíritu, el extravío de la razón que niega a Dios, no son frutos de una superior cultura y de un saber más elevado. Por consiguiente, no es posible destruir la impiedad, ni evitarla por medio de la ignorancia, y entre la impiedad bárbara y la civilizada, es preferible la última.

Es falso, en nuestro sentir, que los siglos medios fueron siglos de mayor fe; antes fueron siglos de mayor ferocidad e ignorancia. En esos siglos, los hombres que renegaban de Dios, a falta de filosofía, se iban con el diablo, y se hacían brujos: a la religión divina oponían la religión diabólica; y los tormentos y las hogueras no los arredraban. Ni tuvieron los impíos de entonces que estudiar la impiedad en libro alguno; ellos mismos supusieron antes, siglos antes de que se escribiese, un libro fantástico, cuya fama y hasta cuyo contenido se extendió por toda Europa. En él eran calificados de farsa y de embuste las tres grandes religiones monoteístas. El libro se titulaba De los tres impostores: Moisés, Jesucristo y Mahoma.

La horripilante crueldad de los suplicios, el arrancar con tenazas la lengua del blasfemo, el quemarle vivo, el descuartizarle, el exterminar pueblos enteros, nada pudo sofocar la rebeldía del hombre contra Dios; sólo se logró en ocasiones que se hiciera más latente.

¿Quién ha de negar que en nuestros días los inexhaustos recursos de la civilización han hecho en general menos dura la vida humana; han aliviado y mitigado los dolores y las penas inherentes a nuestra flaca naturaleza; han arrancado muchos abrojos de la senda que seguimos en este bajo mundo y han sembrado en ella algunas flores? Pero en los siglos de que hablamos antes, toda miseria afligía y pesaba más crudamente; la peste y el hambre y el látigo sangriento del tirano azotaban a las muchedumbres. Sin duda que hubo entonces portentos de resignación; almas escogidas llenas de caridad y de fe; maravillosos dechados de las más altas virtudes; pero en las almas mal inclinadas y groseras hubo mucha más ocasión y pretexto de maldecir a la Providencia y de considerar al Ser Supremo, o como no existente, o como déspota caprichoso y cruel.

En el día de hoy se concibe una moral independiente de toda religión; se concibe y la hay, sin duda, por más que, a nuestro ver, sea una inconsecuencia. En el día hay una moral, aunque se funde en los rastreros principios utilitarios, que, aun negando a Dios, persiste. Entonces negar a Dios era romper todo freno y dar rienda suelta a los más bestiales, feroces y obscenos apetitos.

Todas las razones expuestas me inducen a creer que la verdadera religión ha ganado con la superior cultura, lo mismo que la verdadera moral, y que las mismas impiedades que a la religión combaten, ni son hoy tan nocivas ni se extienden sobre tantos espíritus, ni los llevan a tan negros abismos de perversidad. Creo firmemente que cuando Torquemada quemaba a millares a los judíos, había en España mucha menos religión que ahora. Y creo firmemente que la tolerancia, que la libertad religiosa no nace de que se han relajado las creencias, sino de que se han afirmado, y de que los hombres, haciéndonos mejores, o si se quiere menos malos, nos hemos hecho más dignos de estar en relación con Dios, y más propios y más aptos para darle el noble y libre acatamiento y la espontánea adoración que se le debe, pero que Él sólo tiene derecho a exigirnos.

Entendida de este modo, es como tiene un gran sentido y una alta significación la libertad religiosa que se ha proclamado en España. Y bien puede preverse que muy poco tendrá que descender esta libertad a la vida práctica desde las altas esferas de la especulación filosófica. Lo cual ocurrirá, no porque no se haya proclamado y no porque no haya debido proclamarse en todas partes y para todo, sino porque no habrá mucho menester de esta libertad sino en las regiones que hemos dicho.

¿Qué español, a no ser algo extravagante, va a dejar la religión de sus padres para seguir la religión luterana?

¿Quién no conoce que el momento histórico en que esto pudo ser acaso, pasó ya, por fortuna? En nuestra edad, semejante apostasía es un anacronismo. En el siglo XVI tal vez pudo arrastrarnos la corriente del protestantismo; en el siglo XIX no tiene fuerza para llevar en pos de sí a los hombres de raza latina. ¿Quién de nosotros no ve en Lutero, más que un reformador religioso, un vengador de la raza germánica, que anhela libertarla de la supremacía de los pueblos latinos? Los mismos alemanes lo confiesan; lo que Lutero hizo en punto a religión fue análogo a lo que hizo Arminio en las armas y Lessing en las letras; fue sacudir el yugo y reivindicar la autonomía de su pueblo. Además, tanto en lo esencial como en los accidentes el protestantismo repugna a nuestra idiosincrasia. El español que lea la Biblia, como carece de la candidez y de la paciencia alemanas, si es un ignorante, o confesará modestamente que no la entiende, porque para entenderla necesitaría entender los usos, las costumbres, la historia y el espíritu de edades remotas y de civilizaciones muy distintas de la nuestra, o interpretándolo todo con audaz ignorancia y burlándose de todo con sátira burda, se hará racionalista al punto; esto es: que o bien, sometiéndose a la autoridad de la Iglesia, le pedirá su interpretación ortodoxa y se quedará católico, o bien lo interpretará todo a su manera y se burlará de todo. No se comprende a un español leyendo la Biblia de diario sin entender lo que lee.

La carencia de arte en el culto, la desnudez de los templos, la poca pompa de los ritos y ceremonias, la decaída majestad del sacerdote, que casi se transforma en preceptor o dómine, nada de esto se aviene ni se ajusta con nuestro modo de ser.

Menos verosímil es aún que un español decente se haga hoy judío o mahometano. Sólo a algún escapado del presidio se le puede ocurrir tamaña locura.

¿De qué otra religión de las hoy existentes se podrán hacer neófitos los españoles? Bien se puede afirmar que, a no ser un loco o un perdido, ninguno se hará neófito de ninguna.

Personas que se precian de bien informadas aseguran que hay en España millares de judíos que, cuando la expulsión, se quedaron rezagados por acá, que desde entonces disimulan y se fingen cristianos, y que de oculto persisten en esperar al Mesías; pero esto parece una fábula casi tan absurda como la de las Batuecas. También mister Borrow dio por demostrado que la mitad de los españoles, y muy particularmente los obispos y el clero, éramos muslimes todavía.

Dejando a un lado estas patrañas, que no merecen refutación, bien puede darse por seguro que en España no hay más que católicos, y que van a tener un desengaño, agradable o doloroso, lo mismo los que desean que se rompa la unidad religiosa que los que la temen y lamentan.

La libertad de cultos sólo se realizará en la vida práctica para los extranjeros, y para tan pocos españoles, que su disidencia apenas tendrá significación, ni podrá decirse de ella que rompe la unidad; antes dará testimonio de la espontánea y libérrima conservación de la unidad misma.

En cuanto a los racionalistas o filósofos, casi tenemos la jactancia de haber demostrado que no serán más con la libertad de ahora que con la intolerancia que antes había. Lo que podrá ocurrir es que sean menos bajos sus argumentos. Pero ni el ateo, ni el panteísta, ni el deísta, lo es, por lo común, de un modo constante. No es ése, entre nosotros, un estado permanente del alma humana, salvo raras excepciones. Sujeto hay que durante tres o cuatro horas cada día profesa el ateísmo, y en las veinte restantes se encomienda a Dios de todo corazón y se arrepiente. Muchos, además, son incrédulos, porque imaginan que con esto dan testimonio de grande ilustración y de suma perspicacia; pero no bien comprendan que hasta los patanes pueden serlo, dejarán a un lado esa vanidad mal colocada. Recuerdo que la primera persona que me habló de incredulidad en esta vida fue un mulero que había en casa, allá en mi lugar, el cual, aunque no sabía leer, aseguraba que Moisés era muy hábil en hacer cohetes y otros fuegos de artificio, por donde engañó a los primeros cristianos y les impuso los diez mandamientos y se ciñó la corona. Nadie ignora la multitud de refranes, coplas y cuentos impíos que circulan en España entre el vulgo campesino, más ajeno a toda erudición. Cristo y San Pedro van por esos mundos buscando aventuras, y les ocurren no pocas, que no estarían mal interpoladas en la novela evangélica de Renán, para completarla por el lado cómico y grotesco. San Pedro hace siempre el papel de gracioso; es una especie de Chichón o de Polilla; un término medio entre el fray Antolín, de El diablo predicador, y los lacayos de las antiguas comedias de capa y espada.

Si tales eran los argumentos y las armas de la impiedad del vulgo antes de que hubiese libertad religiosa, no dejaban tampoco de presentarse argumentos por el estilo, en favor de la piedad, entre el vulgo de las clases elegantes y acomodadas, porque también hay vulgo en estas clases. Unos miraban la religión como una reserva sobrenatural de la Guardia Civil veterana, o como un complemento de la Policía; otros, como un asunto de moda, asegurando que ya es rococó, poco fashionable, falto de comme il faut y de chic el ser incrédulo.

Todo esto prueba que el despotismo teocrático, la reclusión de los espíritus y el secuestro y esquivez forzosa a que se los condenaba, separándolos del comercio y trato con otros espíritus, e impidiéndolos pensar sobre cosas espirituales, habían sido contrarios a la religión de los españoles y habían asimismo rebajado en el vulgo, en la masa general, el nivel de las inteligencias.

Esperemos que con la libertad religiosa, con la libertad de los espíritus, remontarán éstos su vuelo y alcanzarán más altas razones, así de creer como de dudar, redundando todo, a la postre, en ventaja de nuestra civilización y del catolicismo, que la informa y anima en cuanto tiene de castizo y de propio. Por esto deben estar muy satisfechos los constituyentes que han promulgado tan benéfica libertad, sin que ningún escrúpulo los atormente, por católicos que sean, pues dicha libertad no ha de entibiar o disminuir la fe de los españoles, antes ha de fundarla sobre más firmes y nobles cimientos.




- III -

Todos, o casi todos los defensores que ha tenido en las Cortes la intolerancia religiosa han incurrido en una gravísima contradicción e inconsecuencia. Se han afanado por demostrar que la Iglesia jamás había sido intolerante, y luego han pedido la intolerancia en nombre de la Iglesia. Esto se explica porque, tanto la palabra Iglesia como la palabra intolerancia, pueden tomarse en varios sentidos, los cuales, con frecuencia, se confunden. Considerada la Iglesia en su conjunto, en su integridad, el Espíritu Santo asiste perpetuamente en ella y la Iglesia no puede engañarse ni pecar: la iglesia es infalible e inmaculada. Los que, considerándola así, la acusan de intolerante en cierto sentido, la ofenden. Pero aun considerada así la Iglesia, es y no puede menos de ser intolerante, entendida la intolerancia de otra manera.

La Iglesia debe definir, custodiar y defender verdades altísimas, de las cuales tiene la convicción profunda de que depende la felicidad de los hombres, así en esta vida como en la otra. ¿Cómo, pues, ha de sufrir, ha de tolerar que dentro de ella misma se contradigan, se impugnen, se pretenda negar estas verdades? Sus censuras, por tanto, sus excomuniones; en suma: todas sus penas espirituales no pueden menos de caer sobre los herejes. Pero de esto a pedir el auxilio del brazo secular y a valerse de él para imponer penas corporales, hay una gran distancia. Este otro modo de ser intolerante es el que negamos que pueda estar en la Iglesia, considerada la Iglesia en lo que tiene de divino. En lo que tiene de humano, esto es, no en la Iglesia misma íntegra, sino en cada uno de los individuos que la componen, la intolerancia ha sido grandísima y constante, desde que la Iglesia se unió a la potestad civil hasta nuestros días. Pero como no es dogma, ni artículo de fe, bien podemos afear y aun destruir esta intolerancia. La mayor dulzura de las costumbres, la menor crudeza y ferocidad de las leyes penales y el creciente influjo de la civilización, ya la habían mitigado, hasta en los pueblos más fervorosos en la creencia; hoy es menester que cese del todo, limitándose a penas espirituales el castigo de los delitos espirituales, de los pecados de impiedad o de herejía.

Los que claman hoy contra la libertad religiosa, sólo claman en realidad contra esta incompetencia que la potestad civil reconoce en sí misma para violentar las conciencias e imponerles la fe por miedo al castigo; pero semejante opinión, que hoy nos parece tan absurda, ha predominado, no sólo entre los católicos, sino en todas las comunidades cristianas, desde San Agustín hasta Bossuet. La proposición Haeretici sunt tollerandi et non occidendi nunca ha pasado por herética, pero ha pasado por escandalosa y piarum aurium offensiva. Según Alfonso de Castro, en su obra magistral De justa haereticorum punitione, era un escándalo, una ofensa a los oídos piadosos, el proponer que no se diese muerte a los herejes.

No sería fácil allegar aquí citas, lucir erudición de segunda mano, aducir textos de santos padres, de doctísimos teólogos y de cuanto ha habido de más ilustre en la Iglesia durante siglos, pidiendo todos a la potestad civil, o más bien exigiendo como un deber ineludible, que castigue con las perlas más atroces a los herejes y a los impíos. La obra de Alfonso de Castro, que ya hemos citado, el Tratado de la religión del príncipe cristiano, del padre Rivadeneira, y los Desengaños filosóficos, del canónigo de Palencia don Vicente Fernández Valcarce, obra esta última publicada en 1797, y no por eso escrita en sentido más humano, son un arsenal abundantísimo de tales autoridades. Con ellas pudiéramos llenar un tomo en folio.

Las razones que dan para el castigo de los herejes o de los impíos, sobre todo si son relapsos, contumaces o incorregibles, son, por lo general, las siguientes: que el príncipe o la república, que castiga a quien falsifica sus decretos, debe castigar más aún a quien falsifica los de Dios, que son las Sagradas Escrituras; que si es reo quien hace moneda falsa, más lo será quien inventa y difunde falsa doctrina; y que si el adúltero recibe pena porque falta en la fe a su consorte, mayor debe recibirla quien falta a Dios en la fe. Además el hereje o el impío es comparado a la levadura que hace fermentar toda la masa, si no se aparta de ella, y al cáncer que inficiona y corrompe las partes sanas si no se cauteriza con fuego. Ninguna fría razón de Estado debe detener al príncipe o al Gobierno en la persecución de la impiedad o de la herejía; ni el que se empobrezcan, ni el que se despueblen, ni el que vuelvan a la barbarie sus dominios. «Si los príncipes cristianos no tomasen las armas contra los herejes -dice San Agustín-, no darían buena cuenta, a Dios del señorío que les dio.» Y Celestino, Papa, escribe a Teodosio: «Mayor cuidado habéis de tener de la fe, y más caso habéis de hacer de ella que del reino.» En suma: la tolerancia no es aceptable sino en el caso de que haya tantos herejes e impíos en el Estado que sea imposible acabar con ellos sino por medio de una guerra atroz y sangrienta. «Por esto sólo -dice Santo Tomás- ha tolerado alguna vez la Iglesia a los herejes y a los paganos: ad vitandum scandalum vel dissidium quod ex hoc oriri posset

Repetimos, sin embargo, que esencialmente no es culpable la Iglesia de esta intolerancia. La intolerancia nacía de la misma condición de los hombres, en épocas más rudas y menos civilizadas que esta en que por dicha vivimos, y, aunque se oponía al dulce y amoroso espíritu del cristianismo, los cristianos de entonces no llegaban a conocerlo.

Toda religión ha sido siempre intolerante con las demás, y mientras más rudo ha sido el pueblo que la profesaba, o más bárbara la época, mayor ha solido ser también la intolerancia. Si alguna vez esta regla general ha fallado, ha sido porque la religión se ha convertido en arma política, porque algún pueblo la ha tomado, digámoslo así, por lema y por bandera, para fundar su predominio sobre los otros pueblos; error mortífero, pero nobilísimo, en que cayó la nación española cuando llegó al colmo de su poder y de su gloria; error que dio al cabo al través con su fortuna, con su grandeza y hasta con su sustancia, si bien después de una lucha obstinada, durante la cual no parecía un sueño vano ni una necia esperanza el prever que España sería la reina o el árbitro de todas las naciones y de todas las gentes.

Pero aun sí, no hay motivo para asegurar, si bien se examina, que nuestra intolerancia ha sido superior a la de otros pueblos, aunque haya durado hasta más tarde; ni menos se debe imaginar que los protestantes, y no los católicos, hayan traído entre los hombres la libertad religiosa. La libertad religiosa es un precioso tesoro que estaba escondido en las entrañas mismas, en el espíritu, en el alma de nuestra santa religión; pero no lo han sacado de allí los protestantes por ser protestantes, ni exclusivamente tampoco lo han sacado de allí los católicos: la libertad religiosa ha aparecido merced a los adelantos de la civilización, y no se debe exclusivamente a nadie.

Guizot, honor del protestantismo y fervoroso protestante, atribuiría esta gloria a su secta si tuviese el menor viso de razón el atribuírsela; Guizot, sin embargo, en su libro de La Iglesia y la sociedad cristianas, dice como sigue: «Sé, y lo reconozco a pesar mío, que la libertad religiosa, esta conquista, este tesoro de la civilización moderna, no ha sido introducida y fundada por los creyentes cristianos. No porque sea contraria, no ya sólo a los principios, pero ni a las tradiciones del cristianismo; en todos tiempos ha tenido esta libertad confesores y defensores en la Iglesia; en el siglo IV, los gloriosos obispos San Hilario de Poitiers y San Martín de Tours se elevaron contra las persecuciones religiosas; en el siglo XVI, Guillermo de Nassau, el Taciturno, fundador de la Holanda protestante, sostenía, contra la mayor parte de sus amigos, la tolerancia para todas las comunidades cristianas. En todas las épocas se ha visto aparecer, en la historia del cristianismo, alguna de esas grandes almas solitarias y esparcidas, que comprendían y reclamaban los derechos de la conciencia y de la dignidad humanas. Pero no ha sido por su propia virtud y por su propio esfuerzo por donde la Iglesia cristiana ha llegado a la libertad: ha sido el espíritu humano quien, elevándose y libertándose, ha libertado la conciencia; ha sido la sociedad civil quien, buscando para sí misma la justicia y la libertad, las ha dado, mejor diré, las ha impuesto a la sociedad religiosa.»

Téngase en cuenta que aducimos estas palabras de Guizot para probar, sin acudir a una larga enumeración de hechos históricos, que a pesar de su decantado libre examen no ha sido el protestantismo quien ha dado al mundo la libertad religiosa. Y téngase en cuenta también que sólo a este propósito podemos y queremos hacer propias las palabras del escritor francés; porque, como no entendemos que los que han llegado a la libertad religiosa careciesen de religión, no podemos entender tampoco que a la sociedad religiosa le haya sido impuesta la libertad, sin que en este beneficio interviniese la Iglesia misma. La virtud y el esfuerzo de su santa doctrina han triunfado al cabo de la barbarie y de la crueldad nativa de los hombres. Así es como nosotros lo entendemos.

Este triunfo se ha logrado poco a poco. Tal vez la crueldad de las penas contra los que atacaban de algún modo la religión contribuyó en los siglos tenebrosos de la Edad Media a los fines providenciales del progreso humano. De la religión dependía entonces más que nunca la moral y el orden de las sociedades; y sin el gran terror de espantosos castigos en este mundo y en el otro, los hombres de entonces se hubieran apartado de Dios más fácilmente que los de ahora. El cuadro de la vida era entonces tan horrible, que difícilmente podían justificar a la Providencia los que lo contemplaban. Los que permanecían fieles a la Providencia tenían que salir de ese cuadro para justificarla, y se fingían en la mente el fin del mundo como muy cercano. Las mismas grandes esperanzas que el cristianismo había infundido y que, bien dirigidas, eran tan alto y eficaz estímulo de progreso, podían, extraviadas, ser causa de la impaciencia más impía y de los horrores más abominables; podían llevar a los hombres, y los llevaban, a la rebeldía contra Dios, a la adoración del mal, al culto del demonio. La concepción del Universo, de esa obra divina, era entonces tan poco elevada y tan incompleta, y su bondad estaba tan subordinada a nuestro egoísmo, que el mal físico se explicaba entonces, lo mismo que el mal moral, con más dificultad que ahora; y sólo espíritus egregios columbraban el orden y el bien y la sabia disposición del Universo para reconocer y bendecir a Dios por la excelencia de sus hechuras y de los fines que se propuso. Nuestro Rey Sabio no dijo, sin duda, que él hubiera hecho mejor el mundo de lo que estaba, pero sus contemporáneos y admiradores le atribuyeron este dicho blasfemo, desde el siglo XIII. Los contemporáneos y admiradores de Newton o de Keplero no podrían atribuirles un dicho semejante. El más alto conocimiento del mundo los llevaba a un más alto conocimiento de Dios y a un pensar más optimista y religioso.

De todo lo expuesto se deduce, a nuestro ver, que se equivocan igualmente así los que, fundándose, aunque no lo confiesen, en que la iglesia fue intolerante, quieren que siga siéndolo, y tildan poco menos que de impío y de hereje al que pide la libertad religiosa, como los que hacen de la atroz intolerancia religiosa de otras edades un grave capítulo de culpas contra la Iglesia y aun contra el catolicismo. Nos parece haber probado que no era la intolerancia la esencia de nuestra religión, sino que nacía de ignorancia, de rudeza o de una crueldad hoy incompatible con la cultura. El pueblo creyente de los siglos pasados excitaba, movía a esa crueldad, lejos de oponerse a ella. Y, al decir el pueblo, no hablamos sólo de la ínfima plebe, sino también de las personas más ilustres y de los ingenios más esclarecidos. Dante encomia soberanamente a Santo Domingo de Guzmán por su crudeza contra los enemigos de Dios.

Por otra parte, cuando cualquier delito se penaba con suplicios duros, no es de extrañar que se penase con suplicios durísimos el delito que se juzgaba superior a todos. ¿Qué tenía que hacer la maldad del que me robaba mi hacienda, o mi honra, o mi vida terrena, con la maldad del que podía robarme, con sus malas doctrinas, la eterna salvación de mi alma? El castigo de esta maldad debía ser superior a todos; no debía imponerse sólo al reo, sino a sus descendientes también, hasta la cuarta y la quinta generación. Alfonso de Castro dice que el delito de impiedad o de herejía vicia la naturaleza, corrompe la sangre y se transmite por herencia hasta los nietos y bisnietos. Por esto, si llegaba a averiguarse que el abuelo o bisabuelo de alguien había sido hereje, podían y debían confiscarse los bienes que habían heredado. Con esta sentencia, no sólo se castigaba al descendiente por la falta de sus mayores, sino que éstos se podía presumir que eran también castigados por la justicia humana; quizá se aumentaban las penas eternas que padecían en los infiernos con la noticia, que llegaba hasta allí, de la infamia y la miseria de sus hijos.

La traición, el asesinato y hasta el regicidio, en las épocas de más respeto a la dignidad real, se justificaban y glorificaban por causa de religión. La matanza de la noche de San Bartolomé, ¿cómo ha de negarse que causó un inmenso júbilo entre los católicos? Felipe II incitó a Catalina de Médicis a que hiciera esta matanza, como consta de cartas autógrafas; y cuando la reina le envió la nueva de que se había hecho, contestó Felipe Il con una carta llena de la más fervorosa alegría y del entusiasmo más profundo. «¡Bien ha mostrado vuestra majestad -le dice- lo que tenía en su cristiano pecho!»

Poco a poco se fue amansando este furor y se fue suavizando este sangriento encono religioso en que toda Europa había ardido. Todavía, sin embargo, el gran Bossuet magnífica y ensalza a Luis XIV y le compara a Ciro y a Carlomagno por sus persecuciones contra los protestantes. La intolerancia estaba aún tan en el fondo de los corazones, que los espíritus superiores que ya la condenaban no se atrevían a confesar que la condenaban. En pleno siglo XVIII, el ilustrado y tolerante Benedicto XIV, que estaba en correspondencia epistolar y amistosa con Voltaire (contra el parecer del Promotor de la fe, el cual sostenía que el venerable siervo de Dios Juan de Ribera, de cuya canonización se trataba, había dado un consejo fanático, cruel y dañino a Felipe III, incitándole a expulsar de su reino a todos los moriscos) hubo de asegurar que tan inicua expulsión fue obra santa y efecto del celo más puro y laudable.

A pesar de esto, no se puede negar que los suplicios atroces, las persecuciones sangrientas y aquellos medios enérgicos de comprensión intelectual que en otras edades se emplearon son ya imposibles. Los fanáticos más desatinados, los hipócritas más insolentes, casi no se atreven abiertamente a pedirlos. La tolerancia de hecho, por la fuerza misma de las cosas, existe, años ha, en todos los estados europeos, sin excluir nuestra España. En balde se han afanado los llamados neocatólicos por destruir esta tolerancia; en balde han hecho propias y esenciales de la religión católica las extravagancias y ferocidades de otros siglos; el espíritu del nuestro ha negado esa solidaridad entre el catolicismo y semejantes abominaciones, y ha declarado nulo tan nefando consorcio. El partido reaccionario extremando o exagerando las doctrinas, ha precipitado en España, por contradicción, el triunfo completo de la libertad religiosa, no ya en las costumbres, sino en la ley.

Ciertos partidos medios, por el contrario, han retardado este triunfo con razones especiosas, con argumentos de algún aparente valer. Alegaban que no hay ya peligro alguno de que impere de nuevo la teocracia; que los castigos contra los librepensadores no volverán a tener la dureza y nociva eficacia que en los siglos pasados y que, existiendo la tolerancia de hecho, no hay motivo para proclamar una libertad legal, que sólo puede conducirnos a que si rompa la unidad católica, a tanta costa adquirida, y a que las más violentas pasiones religiosas vengan a despertarse y a exacerbarse. Añadían, por último, y no sin visos de razón, que la libertad religiosa, singularmente la libertad de cultos, ha nacido, por transacción, en otros países, del choque y aun de la lucha sangrienta y dilatada de sectarios de opuestas religiones; y que, no habiendo en España tales sectarios, sino conviniendo todos en ser católicos, esa libertad era inútil en la práctica, era como un lujo de filosofía en la ley positiva. Por otra parte, no es de presumir, es absurdo y hasta inverosímil, que los españoles, renegando de su natural condición, de su historia, de su sangre, incurriendo en un anacronismo ridículo, se hagan hoy protestantes o adopten otra religión cualquiera, cuya fuerza de proselitismo fue grande siglos ha, pero que no lo es en el día. Así, pues, según los que discurren de esta suerte, la libertad religiosa sólo podía darse con la razón práctica y harto mezquina de atraer a España extranjeros, los cuales, si no vienen, es por otras causas, y vendrían, si estas otras causas cesasen, aunque no hubiera tal libertad.

Este pensamiento de atraer a España extranjeros por medio de la libertad de cultos tiene, sin duda, algo de cómico y se presta a las burlas, sobre todo cuando se trata de que vengan los judíos para que concurran a nuestra prosperidad y a nuestra riqueza. Si de lo que necesitamos es de gente laboriosa, dada a los trabajos mecánicos o industriales, los judíos son quienes menos falta nos hacen. Son inteligentes y poco trabajadores, menos trabajadores que nosotros, menos aptos para cualquier faena material; acaparan y atraen a sí la riqueza, pero no la crean. Son grandes músicos, poetas, filósofos y banqueros, pero no fabricantes y agricultores.

Además, conceder una libertad en favor de los extranjeros no necesitando de ella los del país, siendo para los del país un lujo inútil, es cosa ocasionada a que se confunda con una declaración de inferioridad hecha por nosotros mismos. Esta declaración de inferioridad sería patente si, como ha pretendido un grande orador que pasa por hábil político, hiciésemos tratados con varias naciones, garantizando a los ciudadanos de ellas el libre ejercicio de su culto en nuestro territorio. Esto no lo hacen ya sino los pueblos bárbaros o salvajes del África, del Asia o de la Oceanía, que, siendo mahometanos, idólatras o fetichistas, se ven obligados por las potencias europeas a pactar que han de sufrir a nuestros misioneros y que han de consentir en que fundemos en sus tierras hospitales, iglesias y monasterios.

No es probable, es casi imposible, que aun volviendo a España la más espantosa reacción, pudiera ya destruir la libertad religiosa que le hemos dado. El dios término del progreso no retrocede, en realidad sino sólo en apariencia. Conquista tan esencial como la que hemos hecho no se pierde ya nunca. Pero supongamos, como sin duda supone el hábil político de que hemos hablado, que tal puede venir la reacción que dicha conquista se pierda. ¿Qué lindero, qué valladar, qué muga firmísima es esa de los tratados internacionales? Tales tratados servirían sólo para hacer de peor condición al propio que al extraño; para que, perdida nuestra libertad religiosa, la conservasen los extranjeros entre nosotros, con afrenta nuestra y de nuestro Gobierno. ¿Acaso los españoles estamos tan poco seguros de nuestra constancia en las resoluciones y de nuestro brío para sostenerlas y llevarlas a cabo, que debamos buscar en el auxilio extranjero, en un pacto internacional, la garantía y la certidumbre de que ha de durar una ley, una decisión de tamaña importancia?

Aun sin tratado internacional, es innegable que la fórmula adoptada en la nueva Constitución para consignar la libertad religiosa es harto vergonzante y merecedora de crítica. Sea como sea, consigna la libertad, y por esto la han aprobado los que la quieren; mas esto no obsta para que se critique.

Tan grande alteración como lo es la libertad religiosa no podía entrar en nuestras leyes fundamentales con el propósito de conceder franquicias a judíos o a protestantes extranjeros que pudieran venir a España: no hubiera debido darse, como por incidencia, como por corolario hipotético a los españoles, empezando por concederla a los que no lo son. La libertad religiosa en España, o es inoportuna e inútil, o se funda en más altas consideraciones. La libertad religiosa en España es la solemne declaración del primero de los derechos individuales e imprescriptibles. Sin este derecho son vanos y acéfalos los otros. Por esto debió ir la libertad religiosa, consignada sin hipótesis y sin trazas de tímido corolario, a la cabeza de todos los demás derechos.

No debe, sin embargo, entenderse en manera alguna que esta libertad religiosa no tenga inmediata aplicación útil en nuestro país; sea una mera exigencia dialéctica de la declaración de los otros derechos individuales. A más de darnos la libertad filosófica, que va implícita en ella, convenía que la libertad religiosa fuese entre nosotros una verdad legal para evitar o remediar muchos males que la larga intolerancia pudo introducir o introdujo en España, a pesar del noble carácter y de las excelsas prendas y calidades de los españoles.

El inveterado sistema de apartarnos de toda especulación sublime de todo pensamiento que se eleve algo sobre la esfera de lo material y tangible, dándonos una doctrina ya pensada, para que ciegamente nos sujetemos a ella, engendra a la larga una atonía intelectual peligrosísima, produce la bajeza en los entendimientos y trae consigo, o apática indiferencia, o ateísmo práctico, o hipocresía picaresca y socarrona. Ya hemos dicho que se notan hartos indicios en esto en nuestro país, hasta en las frases y modismos vulgares del idioma. La división común de todas las cosas, creadas e increadas, en cosas de tejas arriba y cosas de tejas abajo, parece la clave de esta ciencia vulgar, permítasenos lo llano de la expresión, de esta gramática parda, hija legítima del régimen inquisitorial y frailuno. No hay para qué ponderar el influjo deletéreo que pueden tener en las costumbres, en la cultura y en los adelantos de una nación, el no pensar nunca, sino por rutina y como máquinas, en las cosas de tejas arriba, tenidas por inasequibles al entendimiento y por inconducentes a la vida animal, y el desplegar para las cosas de tejas abajo toda la agudeza del ingenio y toda la actividad de la mente.

Ni siquiera para el bienestar material de todos vale esta doctrina, porque, cuando el egoísmo es el móvil, nada se adelanta ni se mejora.

Por lo dicho se entenderá cuán grande bien ha de ser en España la libertad religiosa, la cual persisto en creer que no ha de quebrantar, con quebranto apreciable, nuestra unidad de creencias, y que nos ha de poner de lleno en medio de las grandes corrientes del espíritu humano, sin que nuestro propio espíritu pierda nada de su ser y de su originalidad creadora. En verdad que si un lienzo mal urdido y peor pintado se coloca por donde corren aguas con ímpetu, el lienzo se destiñe y desbarata; pero si es consistente, y si son buenos los colores, y si en vez de estar sobrepuestos están en los hilos mismos de la trama y urdimbre, los colores brillan más no bien se limpian, y el tejido no se desbarata, sino que se afirma y aprieta.

Conquistada ya la libertad religiosa en España, abdica el Estado todo poder sobre nuestras conciencias; mas no por eso nosotros, que somos ciudadanos en el Estado y que formamos también parte de la Iglesia como católicos, hemos de desear que las relaciones, los lazos que unen a estas dos sociedades, a las cuales pertenecemos, se rompan para siempre. Nosotros no podemos prescindir, ni comprender siquiera que se prescinda del ser de ciudadanos cuando toca ser católicos, ni del ser de católicos cuando toca ser ciudadanos, alternando en ambas calidades y olvidando la una cuando incumbe a la otra entrar en actividad. Importan, pues, mucho las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Ni siquiera acertamos a concebir lo que se llama la separación completa de ambos poderes. Pero como no pocos políticos dan esta separación por el último extremo a que ha llegado la ciencia, como un fallo de la ciencia, a que sólo el ignorante puede resistirse, y como nos resistimos a dicho fallo y creemos conveniente la resistencia, justo será que expongamos con detención las razones en que nos fundamos, aunque este escrito adquiera sobrada extensión y peque de prolijo.




- IV -

Dicho ya lo más esencial que sobre la libertad religiosa nos convenía decir, vamos a discurrir extensamente sobre sus consecuencias en las relaciones de la Iglesia y el Estado. Muchos sostienen que la completa libertad religiosa no es posible sino a condición de la completa separación de ambos poderes. Antes de refutar por nosotros mismos esta doctrina, no creemos inútil traer aquí en nuestro apoyo la autoridad de un nombre eminente contemporáneo. Esto dará más peso a nuestras ulteriores razones. Dice Guizot en la misma obra que ya hemos citado: «Si la completa libertad religiosa no pudiese existir sino a este precio, sacaríamos una deplorable consecuencia de un excelente principio, porque la sociedad religiosa y la sociedad civil ambas perderían en autoridad moral, en dignidad y firmeza. Las creencias y las asociaciones religiosas son, en la sociedad general, hechos e influencias de primer orden. Reconociéndolas oficialmente y asegurándoles medios de dignidad y de estabilidad, el Estado reconoce y acata su natural importancia, y les señala, en el orden social, la categoría que les pertenece. Cuando la sociedad civil y la sociedad religiosa quedan enteramente extrañas y como ignorándose una a otra, ambas se humillan y enflaquecen. Sin tener relaciones sino con los negocios e intereses terrestres de los hombres, el poder civil pierde la fuerza moral que naturalmente le prestaban sus lazos con los principios y los sentimientos religiosos; mientras que, despojados de todo carácter público, los conductores espirituales de las iglesias diversas no tienen, respecto a las gentes de su misma fe, sino una actitud subalterna y precaria; quedan expuestos a toda la movilidad de las opiniones, a la insolencia y a la ligereza de las voluntades humanas; es lastimoso el contraste entre la altura de su misión y la debilidad de su situación. En este aislamiento mutuo, el Estado se materializa y la Iglesia, si es lícito expresarse así, se divide y se moviliza cada vez más; el orden civil carece de sanción y el orden religioso de estabilidad y de dignidad. Absolutamente separada del Estado, la Iglesia corre otro peligro: cae con facilidad en la exageración de las doctrinas y de los preceptos, pierde la inteligencia de las necesidades legítimas del orden civil, se ve falta de experiencia y de templanza, y, en nombre de su origen celeste y de su misión moral, se torna dura e intratable hacia los sentimientos humanos y los intereses ordinarios de la vida. Los fieles se transforman en sectarios o místicos, y no son cristianos.»

Si estos argumentos de Guizot, así como otros argumentos semejantes que contra la separación de la Iglesia y del Estado emplea Prévost-Paradol en La Nueva Francia, los hacemos propios, nuestros, y los aplicamos a la misma cuestión en España, los argumentos se corroboran, y muchas de las más poderosas objeciones que contra ellos pudieran presentarse desaparecen al punto. En Francia, aunque la mayoría de los ciudadanos es católica, hay no pocos protestantes y judíos, cuya religión acepta también el Estado como oficial, y cuyo culto y cuyos ministros subvenciona. De aquí nace, sin duda, algo de anómalo y monstruoso. El Estado parece ser católico, protestante y judío a la vez. Esta indiferencia, mejor diremos, este panfilismo religioso, da ocasión a que se afirme que, o bien el Estado cree igualmente falsas todas las religiones, o bien las cree igualmente verdaderas; que el Estado no tiene en realidad religión; que el Estado es ateo; que en su alianza con la religión sólo atiende a lo exterior y visible; que la religión sólo es para él una cosa más que administrar.

Todas estas objeciones, todas estas dificultades no existen para España, donde verdaderamente no hay otra religión que la católica, la cual, así como es la religión de la nación, debiera ser también, declarándolo franca y abiertamente, la religión del Estado.

No tendríamos nosotros que apelar a las argucias y falsas sutilezas a que apelan en Francia los liberales. No tendríamos que decir, como Royer-Collard: «¿Se piensa quizá que los estados tienen una religión como las personas; que tienen un alma y otra vida donde serán juzgados según su fe y sus obras?»

Indudablemente, los estados no tienen otra vida, ni hay para ellos infierno ni gloria; pero en esta vida, bien puede afirmarse que tienen un alma, si no inmortal, duradera y permanente al través de los siglos; y el alma de España, como nación y como Estado, ha siglos que es católica. Nuestras más grandes empresas se han llevado a cabo en nombre y en pro del catolicismo; nuestra historia da constante testimonio de nuestra fe en esta religión; uno de nuestros más ilustres blasones se cifra en ser católicos; el dictado de Católicos es ha siglos el distintivo de nuestros reyes. Y a la verdad no comprendemos para qué se ha de desechar todo esto, se ha de renegar de todo esto; no vislumbramos la razón ni el motivo. El elocuente y discreto presidente de la Comisión ha sostenido, ha vaticinado, que pocos serán los españoles que renieguen del catolicismo. ¿Por qué, pues, ha de consentir el presidente en que el Estado reniegue? ¿Será para que no se escandalicen ni se disgusten unos cuantos protestantes y unos cuantos judíos, y acudan a España a hacernos ricos y felices? ¿Para esto sólo se arroja hasta el nombre de Dios de nuestras leyes? ¿Para esto, cuando todo hombre, por lo común, al emprender cualquier trabajo, pide a Dios auxilio y luz, los que legislan en España tendrán que empezar por olvidarse de Dios, como de asunto impertinente a la legislación y que cae fuera de la incumbencia del Estado? Sabido es que una Asamblea política no es un Concilio, ni una Academia de Filosofía; pero no sólo se habla de Dios, y se piensa en Dios, y se tiene cuenta con Dios, en las academias y en los concilios. Ni el Estado es una persona que puede ir al Cielo, al Infierno o al Purgatorio; ni la Asamblea que lo constituye es un Concilio ni una Academia; pero cómo negar la relación, la derivación de la política, de una metafísica o de una religión positiva?

Se concibe una moral independiente de toda religión positiva cuando se apoya en una teodicea, en una religión natural, en una metafísica. De uno de estos fundamentos primeros dimana la moral, y de la moral, las leyes. Mas una moral sin fundamento produce leyes sin fundamento y sin autoridad alguna. Y ¿dónde vamos a hallar nosotros el fundamento de la moral y de las leyes si prescindimos de Dios al aceptar y cumplir el oficio de legisladores?

Claro está que el Estado no crea, ni descubre, ni inventa, la religión ni la metafísica; no son teólogos ni filósofos sus legisladores, pero pueden y deben reconocer una metafísica o una religión y salvar esta dificultad de carecer de base y fundamento para sus leyes. En Francia, y más aún en los Estados Unidos de América, no es obvio, es casi imposible salvar esta dificultad, porque la misma variedad y multitud de sectas religiosas impide que el Estado se decida por ninguna; pero en España, donde apenas hay más religión que la católica, no comprendemos esta vacilación, esta timidez del Estado en aceptarla como verdadera y en ponerla como fundamento y razón de sus leyes e instituciones.

Aunque a los que disientan, aunque a los no católicos, se les dé completa libertad de no serlo, ¿se sigue de aquí el que no se atrevan a ser católicos los que lo son? Y si se atreven a serlo, y si son la inmensa mayoría, la casi totalidad, ¿por qué no afirman su religión como religión del Estado? ¿Por qué no dan autoridad y fuerza a sus leyes en nombre el Dios que reconocen? ¿No es una inconsecuencia pasmarse, ofenderse, manifestar grave disgusto los legisladores, porque tres o cuatro de entre ellos, individual o aisladamente, renieguen de Dios, y renegar todos, en cierta manera, y en conjunto, no hablando de religión en la ley fundamental, sino para decir que el Estado pagará el culto y los ministros de la religión católica, sin osar decir la razón por qué los paga?

Se nos dirá acaso que las leyes que prescinden de la religión no son ateas, sino ateocráticas, y que se fundan en la moral universal, en el derecho natural reconocido en todos los pueblos, gentes y naciones. ¿Cómo hemos de negar nosotros que esta moral universal y que este derecho natural existen? ¿Cómo hemos de negar que son por dondequiera los mismos? Mas no son, con todo, como las matemáticas, construcción ideal, obra subjetiva de nuestro entendimiento, desarrollo de sus propias leyes y formas, que se conciben independientes y aisladas de toda filosofía primera. La moral y el derecho no son así: presuponen una filosofía primera o una religión en que se funden. El mismo Royer-Collard, aunque la afirmación iba contra su tesis, ha tenido la buena fe de afirmarlo: «La moral -dice- no tiene sanción positiva y dogmática sino en la religión.» Por esto añade que las leyes en Francia «distan mucho de ser ateas». Luego el Estado reconoce la existencia de Dios; luego hay una verdad legal religiosa para el Estado; luego es falso que no es la religión de su incumbencia, y que, si bien es sólo con la religión natural, el Estado, por miedo de caer en el ateísmo, hace una alianza con una religión, con una Iglesia. Iglesia extraña es, sin duda, la de los deístas; Iglesia imaginaria y fantástica; pero, al cabo, es la Iglesia oficial y aliada del Estado para los doctrinarios franceses.

Nosotros hubiéramos podido salvar estos inconvenientes; nosotros hubiéramos podido evitar que nuestras leyes fuesen tildadas de ateas, o bien que nos censurasen por hacer implícita y vagamente no sabemos qué alianza con no sabemos qué religión natural o qué filosofía primera. Nosotros hubiéramos debido declarar solemnemente que el Estado era católico. ¿No son católicos casi todos los españoles? ¿Para qué buscar otro fundamento racional a las leyes, cuando el de la religión de la inmensa mayoría de los españoles les basta?

Sabemos bien que los individuos de la Comisión son católicos, y que no lo han declarado de puro modestos, creyendo que se excedían en sus atribuciones; pero en esta modestia precisamente es donde está el error. Comprendemos que en Francia o en otra nación donde haya en gran número sectarios de todas clases, aunque sean católicos todos los encargados de hacer una Constitución, no se atrevan, ni deben atreverse, a declarar el catolicismo religión del Estado; pero en España, aunque todos los individuos de la Comisión hubieran sido ateos, hubieran procedido lógicamente en declarar el catolicismo la religión del Estado. La religión de la casi totalidad de los españoles tiene derecho a serlo; y al afirmar este derecho hubieran dado un sólido fundamento, hubieran dado una consagración a sus leyes. Aunque haya sido por humildad; aunque haya sido por escrúpulo de conciencia; aunque haya sido por no juzgarse con autoridad bastante para hablar de las cosas de tejas arriba, ¿no es un dolor que puedan los malévolos acusarnos de que hemos echado a la religión, y a Dios, por consiguiente, de nuestra Ley fundamental? Esta expulsión ha sido gratuita, inmotivada, injustificable. ¿Qué otra religión, qué otra secta hay en España bastante poderosa para competir con el catolicismo y aspirar como él a ser religión del Estado? Y si no la hay, ¿por qué han vacilado los legisladores? Uno de los individuos de la Comisión ha sostenido con elocuencia y fervor que el futuro heredero de la corona de España debe seguir llamándose príncipe de Asturias. Si tanta importancia da a esto, de presumir es que se la dé mayor a que el futuro rey siga llamándose Su Majestad Católica. Y si esto es así, si estaba en la mente, en el propósito, en la intención y en el deseo de los redactores de la Constitución que el Estado sea católico y que hasta el rey futuro sea Su Majestad Católica, ¿por qué no decir en la Constitución que el Estado tiene la religión católica por religión suya?

Ya hemos dicho el porqué. Porque una parte de la Comisión, los jóvenes discretos y confiados que había en ella, querían la separación absoluta de la Iglesia y del Estado, y en la letra, aunque no en el espíritu, se han acercado mucho al triunfo de sus doctrinas. Dicha separación absoluta es considerada como la última palabra, como el non plus ultra de la sociedad. La ciencia, la ciencia en abstracto, es invocada hoy como una autoridad ineluctable. En otras épocas, el médico citaba a Hipócrates o a Galeno; el filósofo, a Aristóteles o a Platón; el teólogo, a Santo Tomás o al Maestro de las Sentencias, y no había más que callarse. Ahora está en moda citar la ciencia: la ciencia dice, la ciencia afirma, la ciencia decide y resuelve, y no hay apelación. Pero ¿qué ciencia es ésta? Aristóteles, Platón, Santo Tomás, Pedro Lombardo son personajes conocidos y autorizados. La ciencia es un personaje misterioso. Si bien se analiza, no es más esta ciencia que la autoridad y el raciocinio de un autor o de un libro cualquiera de tantos como se escriben y publican, y que por acaso ha leído el que habla en nombre de la ciencia. Contra esa autoridad y contra ese raciocinio hay otros doscientos mil raciocinios y autoridades de otros tantos libros y autores, que, o no conoce el que jura en nombre de la ciencia, o, si los conoce, no quiere tenerlos en cuenta ni seguir su opinión.

Adoptemos también esta moda; hablemos en nombre de la ciencia y continuemos sosteniendo que no es conveniente en parte alguna la separación de la Iglesia y el Estado, y que en España en una nación tan católica como España, es absurda esta separación; no hay nada que la motive; trae mil inconvenientes y no trae ninguna ventaja.




- V -

El punto de partida, el argumento Aquiles, la premisa de los que piden la absoluta separación de la Iglesia y del Estado, es no ver, no reconocer en la Iglesia más carácter que el religioso e individual, y desconocer su carácter social y político.

Verdad es que Cristo dijo: «Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César»; pero al decir esto, no separó ambas potestades: lo que hizo fue distinguirlas. También dijo el Redentor de los hombres que su reino no era de este mundo. Pero ¿cómo hemos de dar a esta sentencia lo mismo que a otras muchas de los Evangelios, una interpretación ceñida a la letra, sin atender al espíritu, a la ocasión y a las circunstancias en que se dijeron? Interpretando de esta suerte las Sagradas Escrituras, nos expondríamos a muchas herejías, y caeríamos en muchos absurdos. Siguiendo literalmente aquello de «si tu ojo te escandaliza, arráncalo», nos tendríamos que mutilar; ajustando nuestra conducta con exactitud a algunas máximas del Sermón de la Montaña, excusadas serían las cajas de ahorros, nadie sería previsor, nadie guardaría sus bienes, nadie juntaría capitales; es más, nadie trabajaría ni procuraría crear la menor riqueza; confiados en Dios, estaríamos completamente inactivos, esperando que Dios nos alimentase como alimenta los pajaritos del cielo, y que nos vistiese como viste los lirios del campo. Es evidente que las tales sentencias son sólo expresión hiperbólica del desprendimiento de todo lo terreno que debe haber en ciertas almas escogidas, las cuales se entregan a la contemplación y se apartan del mundo para darse y confiarse a Dios por completo; pero no se dirigen ni se pueden dirigir sentencias tales a todos los creyentes como regla y ley de la vida. El cristianismo, que ha venido a cambiar y a reformar todas las cosas de Cristo, no puede querer que sean inactivos los que le siguen, los cuales han cumplido y continúan cumpliendo tan alta misión. El mismo Cristo anunciaba que cuando Él estuviese en alto, esto es, clavado en la cruz, llamaría a sí todas las cosas. El Príncipe de los Apóstoles predecía nuevos cielos y tierra nueva. El Apóstol de las gentes buscaba la nueva ciudad, y en ella ponía a Cristo «sobre todo principado y potestad y virtud y dominación, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, más aún en el venidero. Y todas las cosas -añade-, sometió bajo los pies de Él, y le puso por cabeza sobre toda la Iglesia». Y dirigiéndose el mismo Apóstol a los filipenses, les dice que Cristo «reformará nuestro cuerpo abatido, para hacerlo conforme a su cuerpo glorioso, según la operación con que también puede sujetar a sí todas las cosas». Y no se diga que toda esta transformación de las cosas y el reino y dominio de Cristo en ellas se entiende sólo de lo espiritual y de la vida ultramundana, porque también se entiende de esta vida que vivimos en un futuro más o menos remoto. Bien claro lo demuestran las palabras de San Pedro: «Nuevos cielos y tierra nueva.»

Además, aunque el fin del cristianismo fuera únicamente espiritual y ultramundano, como este fin no ha de lograrse sólo por el esfuerzo individual y aislado de cada creyente, sino por el esfuerzo colectivo de una sociedad poderosamente organizada, en la que asiste el mismo Dios, es claro que, si el fin no es social y político, sino muy superior, el medio de lograr el fin, la Iglesia católica es una institución social y política, y no puede dejar de serlo. Hasta la oración dominical nos advierte esto al recitarla todos los días: hágase tu voluntad así en la Tierra como en el cielo; venga a nos el tu reino; esto es: que el reino de Dios venga a la Tierra; que la sociedad política esté basada sobre el cristianismo, y que el cristianismo influya en la constitución y gobierno de esta sociedad, para que la voluntad de Dios se vea cumplida y su reino se realice hasta en esta vida mortal y transitoria. No vamos, pues, contra muy oscuras y alambicadas teologías, sino que vamos contra el Padrenuestro cuando pedimos la absoluta separación de la Iglesia y del Estado.

Las más de las razones que hasta ahora hemos dado en contra de la separación de ambos poderes, presuponen dos cosas: que la mayoría de los españoles es católica, y que el serlo es un bien.

Lo primero es tan evidente, que no hay para qué demostrarlo. Demostrar lo segundo valdría tanto como hacer una apología del catolicismo, y este asunto tan grande ni es adecuado a nuestras débiles fuerzas, ni propio de un artículo de periódico, sino de una obra de muchísimos volúmenes. Remitimos, pues, al lector que no sea católico, a los numerosos y brillantes apologistas que ha tenido nuestra religión. Por nuestro lado, nos limitaremos a hacer algunas muy ligeras consideraciones.

En primer lugar, aun suponiendo que fuese un mal el catolicismo, aun suponiendo que fuera menester dejarlo atrás, librarse de él, saltar por cima de él, para ir adelante por el camino de la civilización y del progreso, nos parece que el hacer del catolicismo la religión del Estado, mientras los más de los españoles siguen siendo católicos, no es estorbo para que dejen de serlo, ya que se les da completa libertad para adoptar la religión que más les plazca, o para desecharlas todas.

Por otra parte, sin entrar en la cuestión de la verdad o falsedad de una religión, y aun negando toda religión, y siendo racionalistas, bien se puede y se debe convenir en la excelencia de la religión cristiana, en que es superior a las otras. Aunque seamos bastante escépticos para negar que el gran desenvolvimiento de la civilización es obra del cristianismo, aunque atribuyamos la primacía de los pueblos de Europa a que la raza vale más, a que el clima nos ha hecho más vigorosos y capaces y a una serie de circunstancias y de leyes históricas que expliquen más o menos satisfactoriamente el hecho indudable de nuestro mayor valer en comparación de los otros pueblos, todavía no se podrá negar que el ser cristianos no nos ha impedido aventajamos y adelantarnos a los demás hombres. Demos por indudable que para nada ha influido el cristianismo en nuestra civilización superior; que se la debemos toda a nuestra superior naturaleza. ¿Hubiéramos progresado más siendo budistas, o judíos, o mahometanos, o ateos, como la secta de los letrados en China? Esto sería difícil que lo demostrase nadie. Entre tanto, es claro como la luz del día que la más inteligente, la más noble, la más activa, la más ilustre porción de la Humanidad es cristiana. Por inclinados que seamos a dudar de todo y a considerar a los europeos muy por cima, naturalmente, de los asiáticos, de los africanos y de los indígenas de América y de las islas del Pacífico, no podremos negar que nuestra religión es la mejor. Si ha sido causa de nuestra civilización, porque nuestra civilización es superior a las otras. Y si no ha sido causa, y si miramos toda religión como un invento humano, también será mejor la nuestra, pues ha sido creación, obra, producto de nuestra superior inventiva y de una civilización más elevada y fecunda.

No ignoramos que la ciencia nueva, la filosofía de la Historia, es en extremo socorrida y varia, mucho más que todas las otras ciencias que están en embrión, que son un desiderátum. La naturaleza humana es tan compleja, los hechos históricos tan múltiples y obedecen a impulsos tan diversos, que es harto difícil penetrar su trabazón y descubrir sus causas y leyes. Cada filósofo histórico baraja y dispone los hechos en virtud de una idea o de un sistema, y los hechos vienen aparentemente a demostrar su verdad. De esta manera, así como hay algunos que, no ya la política y el orden social, sino nuestras artes, nuestra industria, la Imprenta, la brújula, el descubrimiento del Nuevo Mundo, el de los telégrafos, la fotografía y la aplicación del vapor a las máquinas como fuerza motriz, todo se lo atribuyen al cristianismo, así hay otros para quienes no hay calamidad, ni tropiezo, ni obstáculo que en su marcha ascendente hacia un estado mejor haya encontrado y salvado la Humanidad que al cristianismo no pueda atribuirse. Los más conspicuos, entre estos fanáticos de impiedad, han sido los hegelianos de la extrema izquierda en Alemania, y en Francia, Proudhon, divulgador de sus doctrinas. No contentos éstos con llamarse ateos, han querido llamarse antiteístas o enemigos de Dios. Pero, como ya hemos dicho en otro lugar de este escrito, no hay impiedad que sea nueva, y el antiteísmo no lo es tampoco. Sobre todo, el odio a la religión cristiana ha existido más o menos latente en todas épocas, y da claras muestras de sí en la época del Renacimiento, entre muchos sabios, filósofos y eruditos paganizados, si bien la doctrina de estos neopaganos era sólo negativa. A nadie se le podía ocurrir seriamente que se debía restablecer el culto de Júpiter o de Minerva. Maquiavelo, Gibbon y otros mil han condenado el cristianismo, pero no han rayado en la extravagancia de querer restablecerlo. Todos los neopaganos han sido y son, en realidad, impíos. Sin aceptar otra religión, miran la de Cristo como una epidemia, como una pesadilla horrible, como una dolorosa locura que ha afligido a la Humanidad por espacio de siglos; que ha endiablado la Naturaleza, que el paganismo había endiosado; que nos ha hecho amar el dolor y la fealdad y el mal físico; que moviéndonos a despreciar todo regalo ha atajado los progresos materiales; que, recomendándonos la resignación y la paciencia, ha enervado a los hombres y a los pueblos, y los ha entregado como fácil y dócil presa a los tiranos astutos. Y, sin embargo, a pesar de los anatemas o de tales sabios, los pueblos acometidos de esa locura son los que han descubierto más verdades, los que han levantado parte del velo que encubre los misterios de la Naturaleza; los pueblos enervados por esas doctrinas de resignación y de paciencia son los que han sentido y realizado mejor la libertad y la justicia, y los que han puesto más alta la dignidad humana; los pueblos que, por el ascetismo de esa religión, parecía que debieran apartarse más de todo interés terreno, son los más ricos y prósperos, los que han inventado los más extraordinarios prodigios industriales, los que más han perfeccionado las artes del deleite; los pueblos que, en virtud de esa religión melancólica y aborrecedora de la carne, amaban lo feo y se complacían en lo horrible, son los que han competido con los antiguos griegos en las artes plásticas; los que, en el fondo, si no en la forma, se han adelantado a ellos al crear la hermosura por medio de la palabra, y los que, sin duda, en la forma y en el fondo, han ido mil veces más allá, al producir la belleza, en el tiempo, por medio del sonido; y, por último, los pueblos que han seguido con más fervor esa religión contemplativa, provocadora del éxtasis, de la inercia y de los arrobos, desconocedora o despreciadora del mundo, amante de la Humanidad, son los que han dilatado, reconocido y señoreado el mundo, y los que lo han llenado todo él de la fama de su nombre, del estruendo de sus armas y del espanto y terror que inspiraban sus bríos y sus proezas.

Repetimos que no queremos hacer filosofía de la Historia, ni en pro ni mucho menos en contra del cristianismo. No se pretende probar aquí que el cristianismo ha obrado las grandes obras de la civilización europea; pero basta enunciar, recordar la coincidencia de que los pueblos que han obrado esas grandes obras eran y son aún cristianos, para que se reconozca, al menos, que no fue obstáculo el cristianismo. ¿Lo será en lo venidero? ¿Empieza tal vez a serlo ya? ¿Ha crecido, ha medrado por tal arte la civilización que no cabe, que se ahoga ya dentro de su antiguo molde, y anhela y pugna por romperlo y por hallar otro nuevo? ¿Serán posibles aún otras flamantes religiones positivas, que estén en consonancia con los adelantos de la civilización? ¿O está condenado el género humano a perder toda fe a trueque de la ciencia, de la experiencia y del mayor bienestar que ha adquirido y que va adquiriendo? Ya sobre esto hemos consignado nuestra firme opinión, y ahora debemos repetirla: la religión cristiana es la religión definitiva de la Humanidad; dentro de ella caben y cabrán con holgura todas las civilizaciones venideras, no sólo la presente. Esto no es una profecía, ni una esperanza nuestra; es más: es una casi seguridad racional, prescindiendo de toda fe; una casi seguridad que compartimos, no ya sólo con los creyentes, sino con muchos racionalistas; una casi seguridad que se funda en lo esencial, en lo persistente, en lo indestructible del sentimiento religioso, y en la imposibilidad, también casi demostrada, de que pueda aparecer una religión más perfecta, más bella, más noble que la de Cristo, para que venga a satisfacer dicho sentimiento y a aquietar los corazones que sólo en esta satisfacción hallan reposo.

Además, aunque lo definitivo de la religión cristiana hubiera de ponerse en duda, por desgracia nuestra no nos competería el triste derecho de ser los primeros en mudar de religión, o en desecharla, para adoptar una filosofía, en que cupiese nuestra gran civilización. Mayor que la nuestra es hoy la de varios pueblos de Europa, y aún siguen siendo cristianos. Bien podemos seguir siéndolo nosotros hasta llegar siquiera adonde ellos han llegado. Debe asimismo notarse que lo primero, así en los individuos como en los pueblos, es serle que son en la sustancia, antes de mejorar en los accidentes. ¿Qué gran movimiento filosófico, qué gran novedad ha habido aquí, qué notable y gigantesca revolución propia y castiza se ha realizado en la esfera de las ideas, para que se manifieste en hechos? Quizá hace más de dos siglos que casi permanecemos extraños a las altas especulaciones, que somos estériles, que no hemos tenido un gran pensador original. Menester es confesarlo y ser humildes. Apenas si hemos dado alguna vez con la forma de traducir a nuestro idioma, sin adulterarlo, los pensamientos exóticos, filosóficos y políticos.

Si la falta de libertad religiosa y filosófica ha puesto impedimento a nuestra inspiración, ya que tenemos esa libertad, podemos inspirarnos y crear algo nuevo, propio, nuestro, que sustituya lo antiguo, dado que lleguemos a persuadirnos de que lo antiguo es malo. Y mientras no se crea lo nuevo, y no nos convencemos, originalmente también, de que es malo lo antiguo, lo más atinado es conservarlo y respetarlo. De otra suerte, aunque sea grosera comparación, nos sucedería como a Estebanillo González, que se vistió de noble polaco y se quedó Estebanillo González, o como el chivo afeitado, que se quedó chivo aunque se quitó las barbas. Y no se vaya a interpretar aviesa o torpemente esto que decimos. Entiéndase que en las naciones que han tenido la funesta gloria de producir muchos pensadores o filósofos impíos, no por eso se ha proclamado su impiedad como religión o, mejor dicho, como no religión del Estado. La misma fecundidad filosófica que ha producido el veneno ha producido también la triaca. Además, que las filosofías impías no han servido, hasta ahora, sino para uso particular y privado. A nadie se le ha ocurrido fundar sobre ellas leyes, estados y naciones. Los pueblos necesitan más que negaciones para vivir; los pueblos no viven sólo de pan y de confort, sino que han menester grandes consuelos y esperanzas infinitas, y éstas no las da el ateísmo. Se dirá que nadie trata de que España sea un pueblo ateo, ni siquiera un pueblo deísta, sino de que vaya haciéndose protestante. El razonamiento de los que esto quieren es risible a fuerza de ser disparatado. Empiezan por afirmar que en el día, todas las naciones protestantes están más prósperas, ricas y pujantes que las católicas; lo cual, aun cuando fuere cierto, no implica que reconozca por causa el protestantismo. De aquí deducen que, en haciéndose España protestante, volverá a ser, sin duda, la señora del mundo. Pero, en primer lugar, se puede suponer que el protestantismo es adecuado, se ajusta a la condición de los pueblos que lo han aceptado, y que, bajo su influjo, prosperan; y que, no siendo propio ni adecuado a nuestra condición, pudiera rebajarnos y hundirnos más, en vez de realzarnos. Y puede también creerse que no es, a causa del protestantismo, sino tal vez a pesar de él, o sin que él intervenga para nada sino en cuanto es cristianismo, y cediendo igualmente al influjo poderoso de otras causas, por donde Inglaterra, por ejemplo, algunos cantones suizos y mucha porción de Alemania, son regiones y gentes más adelantadas en cultura y más felices y más pujantes que nosotros en el día de hoy. En este supuesto, que es el más atinado y juicioso, sería el más necio de los remedos el inclinarse al protestantismo, a fin de ser más ricos, más laboriosos, menos desgobernados y más fuertes y respetables. Sería tomar una calidad accidental y extraña, por el motivo del fenómeno, a fin de producirlo. Nos pareceríamos al campesino que entró en casa de un óptico y vio a un sujeto que probaba anteojos. «Con éstos no leo», decía, y probaba otros. Dio al fin con unos que le iban bien, y exclamó: «Con éstos leo.» Creyó entonces el rústico que el quid del leer estaba en los anteojos, y fue probándolos todos y diciendo siempre: «Con éstos no leo»; hasta que el óptico le preguntó si sabía leer, y él respondió que no sabía. Entiendan los españoles, que así quieren alucinarse, que está en el propio ser de ellos el volver a ser una nación grande o el no volverlo a ser nunca; pero si alguna vez lo han de volver a ser, será no remedando a nadie, sino siguiendo su propia condición natural y sin deshojarse de la autonomía, ya que tan en moda está dicha palabra. Hombres fatuos hay o puede haber habido, que cojeen porque Byron cojeaba, a fin de parecerse a Byron, o que anden con el pescuezo torcido para parecerse a Alejandro Magno, que tenía torcido el pescuezo; pero de toda una nación tan discreta, tan inclinada a la burla y a la sátira, y tan llena de sentido común como la nación española, no es posible presumir que incurra en la sandez de hacerse protestante, a ver si así salimos de tantos apuros y de tantos ahogos públicos y privados, particulares y generales.

Por todo lo expuesto, nos corroboramos en la idea de que no habrá en España mudanza en punto a religión, y de que la mayoría de los españoles, casi todos, seguirán siendo católicos, y de que lo será de hecho el Estado, aunque la Constitución se lo calle. Pero como nosotros escribimos con ingenuidad, se nos presenta el pro y el contra de todo, y no ocultamos nada y no quitamos su fuerza a ningún argumento. Así, pues, no se extrañará que insistamos en uno que anda hoy muy valido, y del cual ya nos hemos hecho cargo, aunque no lo bastante.

El argumento, en resumen, y en toda su fuerza, es como sigue: «Una nación ni puede prosperar, ni ser libre, ni desenvolver su riqueza, cuando la religión del Estado es el catolicismo, que desdeña todo lo terreno, que condena los goces y grandezas del mundo y que prescribe la más ciega obediencia a las potestades constituidas, cualesquiera que sean.» Esta supuesta pugna, esta soñada contradicción entre el espíritu moderno y la religión católica, entre el cristianismo en general y la civilización presente, no se ha afirmado sólo por filósofos, sino que ha sido divulgada por poetas, los cuales se han valido de símbolos, leyendas o imágenes. Famosísima es La novia de Corinto, de Goethe. Otro eminente poeta, judío de nación, nos describe el festín de los dioses, allá en el Olimpo, donde brilla una luz serena, donde aparece la hermosura perfectísima de Venus, donde Hebe ministra el néctar, donde el Amor reina, donde la Alegría extiende sus alas. De repente se presenta un compatriota del autor; viene cubierto de polvo, de sudor y de sangre; una honda melancolía está pintada en su rostro. El huésped inesperado ahuyenta la Alegría, transforma en feos y abominables demonios las bellas figuras inmortales, y, arrojando sobre la mesa del festín el instrumento de su suplicio, vuelca las ánforas y las pateras, obras de un arte divino, y vierte el beatífico néctar que las colmaba. Otro gran poeta ha comparado la religión cristiana, que crece y se extiende al expirar el Imperio de Roma y la gran civilización antigua, a la luz fosfórica que nace de la descomposición de un cadáver. Si tales detractores ha tenido nuestra religión, aun entre los poetas, más inspirados y egregios han sido los poetas que la han ensalzado dentro del espíritu de la civilización presente, y poniéndola en perfecta concordancia con él. Descuella, entre todos, Manzoni. La musa cristiana, así en el coro de Carmañola como en la oda a la venida del Espíritu Santo, nos persuade y nos convence con su fervor de la total renovación del mundo y de la redención de los hombres por medio del cristianismo, el cual proclamó la fraternidad humana, condenó al fuerte que se alza sobre el débil, maldijo al que contrista a un espíritu inmortal, igualó al señor con el esclavo, nos llenó a todos de una inmensa esperanza, y nos alentó y estimuló con ella a progresos infinitos. Es evidente que, tanto los que aborrecen y denigran de este modo nuestra religión como los que la ensalzan y aman, convienen en un punto: en dar a nuestra religión una importancia grandísima; en conceder a las virtudes y energías metafísicas y religiosas de la mente humana un influjo maravilloso sobre toda la civilización, que miran como su obra. Para todos éstos es una cuestión fundamental la religión de una nación: el que una religión sea o no sea religión del Estado. Mas para los meros economistas y positivistas no puede serlo. Antes deben inclinarse, en buena lógica, a que, concediendo toda libertad, las cosas sigan como estaban. La religión, para ellos, no es causa, es efecto del grado de cultura y de desenvolvimiento a que han llegado las facultades humanas en una región dada; y este grado proviene, a su vez, de los alimentos, del calor, de la humedad, del aire, de la naturaleza circunstante que influye en las razas y de la condición misma de las razas; esto es, de una fuerza exterior y de otra interior, ambas naturales, que tal vez pueden modificarse artificialmente por la industria. Modifiquen, pues, la industria y el arte nuestras condiciones físicas, alimentémonos mejor, venzamos los vicios de nuestra propia naturaleza y resistamos el mal influjo de la naturaleza circunstante y nos mejoraremos también moral e intelectualmente, y acaso así dejemos de ser católicos y vengamos a convencernos de que somos unos monos perfeccionados, merced a la gran cantidad de fósforo que hemos logrado almacenar en el cerebro. Pero es lo cierto que para los que piensan así nada debe haber más absurdo que variar de religión, y es, si no nocivo, indiferente hasta el deliberar que sea o no sea el catolicismo la religión del Estado, mientras que por un buen régimen y mejores alimentos, y por otros medios industriales, físicos y químicos, no se evapore de nuestra cabeza la religión de nuestros mayores, y se alambique, confeccione y precipite en el fondo de la cavidad cerebral, y se combine con la masa encefálica la filosofía positiva.

A quienes tenemos que impugnar, por consiguiente, es a los metafísicos. Contra ellos conviene demostrar que la religión católica no es enemiga del progreso, ni de la libertad, ni de la igualdad, ni de los derechos individuales, y que puede y debe seguir siendo la religión del Estado, aun cuando se haya proclamado todo esto.




- VI -

Sea de buena o de mala fe, es lo cierto que no pocos católicos desconfían hoy del liberalismo, así como del catolicismo desconfían muchos liberales. Hay guerra entre un gran número de partidarios de ambas doctrinas, como si en realidad ambas doctrinas fuesen irreconciliables. Los que buscamos y queremos la reconciliación, los que somos liberales y católicos a la vez, debemos probar que ni es de la esencia del liberalismo el ser impío, ni de la esencia del catolicismo repugnar la civilización y el progreso. La aparente alianza del catolicismo con ideas retrógradas y hasta feroces, que ponen grima a toda personal culta y delicada, y la aparente imprescindible alianza del liberalismo con ideas disolventes y feroces también, que llenan de terror a las clases conservadoras, son obra de espíritus extraviados y amantes de lo paradójico. Las más veces ha nacido este modo de sentir y de pensar de un celo exagerado y tan poco discreto, que, en vez de negar y desechar una acusación de los enemigos, la ha aceptado, tratando de transformar en gloria lo que se presentaba como infamia y vergüenza; haciendo, como vulgarmente se dice, gala del sambenito.

El catolicismo, por ejemplo, y en general el cristianismo, ha sido acusado de santificar la simpleza, de beatificar la cortedad del entendimiento; pero no pocos católicos, lejos de defender su doctrina de esta acusación, la aceptan y se jactan de ella. ¿Cómo se ha de negar que la persona más cuitada y más simple puede salvarse, que no es menester ciencia, ni entendimiento elevado, ni gran despejo para irse al Cielo? Pero no se sigue de aquí que sea un primor el ser idiota y para poco. Esta gran república de naciones europeas a que pertenecemos se llama aún, seguirá llamándose sin duda, y cifra su gloria en llamarse la Cristiandad, y la Cristiandad ha creado una civilización maravillosa, y con ella y en pro de ella se ha enseñoreado del mundo. ¿Qué importa, después de este hecho que lo resume todo, el que algún ascético extravagante encomie la estupidez casi como una virtud evangélica? San Agustín, San Jerónimo, San Juan Crisóstomo, Santo Tomás de Aquino, San Ignacio de Loyola, fray Luis de León y tantos otros héroes y eminentes varones de la Iglesia católica, no eran simples ni por naturaleza ni por gracia, y en ellos estaba, en lo humano, el nervio y la fuerza de nuestra religión. Poco importa después que pueda decirse de algunos bienaventurados lo que dice del venerable fray Francisco del Niño Jesús el padre Boneta: «Era tan incapaz -dice-, que tenía veintitrés años y aún no tenía uso perfecto de razón. En este tiempo quitó la vida a un hombre, y como si hubiera muerto a un pájaro, se volvió a su casa. Era tan estólido, que daba golpes con los vasos de vidrio como si fuesen piedras. Nada, en fin, llegaba a tocar que no desgraciara en sus manos.»

Otra acusación contra el catolicismo ha sido la de que, por su desprecio y aborrecimiento al cuerpo, ha hecho sucios a los hombres; pero ni tal aborrecimiento y desprecio es verdad, ni la suciedad de los pueblos de Europa, hasta hace poco, puede reconocer como causa la religión cristiana. El apóstol ha dicho que nadie debe aborrecer su propia carne; el cuerpo humano es templo del alma, hecha a imagen de Dios; un cuerpo humano, en suma, ha sido tan ensalzado por nuestra religión, que ha merecido unirse con Dios mismo y sigue unido a Él eternamente; y, por último, todo cuerpo humano puede resucitar glorioso, y en esta vida recibir a Dios en sí, por medio de un sacramento. De todas estas razones, más se ha de inferir que la religión católica tiene en mucho al cuerpo, que no lo desprecia; y más se ha de conjeturar que debemos asear, limpiar y pulir nuestro cuerpo, que no debemos descuidarlo como cosa inmunda. Si la carne es un enemigo del alma, no se entiende por la carne el cuerpo, sino los instintos depravados y los bestiales apetitos, que pueden nacer en él, y que nacen más fácilmente y con más brío en cuerpos poco lavados que en cuerpos limpios. ¿Quién va a buscar la castidad y la pureza en los cerdos? Acaso las exquisitas precauciones que recomiendan algunos frailes moralistas para conservar la castidad, como, verbigracia, no acercarse a una mujer a más de cuatro varas de distancia, y si hay que darle algo, no dárselo en la mano, sino ponérselo en una mesa o en una silla, a fin de evitar el menor contacto casual, fuesen indispensables cuando la gente se lavaba menos, porque andaría toda harto encendida y rijosa. Creemos, pues, que por ningún estilo aconseja la religión cristiana la falta de aseo, sino que esta falta era propia de todos los hombres en edades más rudas; y siempre se extremaron en ellas los filósofos, los ascetas y los hombres penitentes y severos de cualquiera religión que fuesen. Juliano el Apóstata se jactaba en el Misopogon de la suciedad de su persona, y hasta de los inmundos parásitos que poblaban su barba. No es de extrañar que varios penitentes cristianos hayan acudido a las mayores suciedades para mortificarse. De algunos refieren los hagiógrafos que dormían con un vaso de materia fétida a la cabecera de la cama para sufrir el hedor. Y el padre Lucena cuenta de San Francisco Javier la más horrible prueba que puede imaginarse de dominio sobre sí mismo en este negocio de suciedad. Cierta asquerosa epidemia, que apareció en Europa a principios del siglo XVI o fines del XV, hacía estragos en Venecia. El santo entró en un hospital para curar a los enfermos, y, a fin de vencer su repugnancia, hizo una cosa que no encuentro palabras con qué expresar aquí; y no quiero valerme de las del padre Lucena, por ser tan parecido el idioma portugués a nuestro idioma. Los parásitos, de que tanto se vanagloriaba el emperador Juliano, eran tan comunes, poco ha, que el ya citado padre Boneta estima como el más estupendo milagro que obró Dios por medio de Santa Teresa, el que no los tuviesen las Carmelitas Descalzas, que cumplían bien con la regla. El ilustre padre Navarrete considera también como raro prodigio el que se le murieran todos, cuando pasó las islas de Barlovento, si bien añade que apenas volvió a Lisboa, renació el antiguo humor, y exclama por último: «¡No alcanzo estas filosofías!» Las filosofías eran la falta de limpieza general en toda Europa. Si aquí pasaba por morisco quien se lavaba, en otros países no se lavaba nadie y no tenía que pasar por morisco. Buckle, en su Historia de la civilización en Inglaterra, prueba con testimonios irrecusables que los escoceses eran tan hidrófobos, que jamás se lavaban el cuerpo, y rara vez la cara, las manos y vestidos. Era tan casi nulo en Escocia el consumo de jabón, que hasta fines del siglo XVII no se había podido establecer una almona. Con la mayor cultura ha venido el aseo, pero sin faltar, ni en la letra ni en el espíritu, a ningún precepto cristiano. Con todo, el singular satírico neocatólico Veuillot, en Los olores de París, trae como prueba del paganismo y de la depravación de nuestra edad el que en París se laven mucho, el que se empocilguen en la limpieza.

Otra acusación contra el catolicismo, mucho más trillada y conocida, es la de que ataja los adelantos científicos. Colón en Salamanca, Galileo en la Cárcel, etcétera, etc., son ya argumentos tan gastados y tan desechados por impertinentes, que no merecen impugnación. El catolicismo, en general, ha favorecido poderosamente todos los adelantos científicos. Sólo en momentos dados, y en épocas no muy largas, una fanática intolerancia, nacida más bien de insanas preocupaciones políticas que de la misma religión, han cortado el vuelo al espíritu humano y ha comprimido la inteligencia. De esto, más que nación alguna, hemos sido víctimas los españoles, durante dos o tres siglos. De ello hablaremos con mayor detención más adelante.

Vamos ahora a la acusación contra el catolicismo que más derechamente se opone y contradice nuestra tesis de que la religión católica debe ser la religión del Estado. ¿Es o no antiliberal la religión católica? Sobre esto hay en el día las más encontradas opiniones; muchas de ellas del más extraño carácter. Cierta laya de católicos liberales hace una curiosa distinción entre el catolicismo individual y meramente religioso, y el social, político y colectivo, el cual, según ellos, ha estado latente hasta hace pocos años, y empezó a mostrarse, a dar razón de sí, con la Revolución francesa de 1789. Lo absurdo y heterodoxo de este supuesto catolicismo es evidente, por mil razones; pero, como apenas hay opinión, por falsa que sea, que no se funde en alguna verdad, en ésta hay, en nuestro sentir, una verdad, y muy estimable, a saber: que es tal la virtud fecunda de nuestra religión, y que anima e informa tan poderosamente la civilización europea, que no es posible explicar instante alguno de su gran desenvolvimiento, paso alguno de su marcha, producto alguno de sus evoluciones, sin que se cuente como móvil, como factor, como energía, el espíritu del catolicismo. La diferencia que nosotros ponemos entre nuestro parecer y el de Huet, Bordas-Demoulin, Buchez, Castelar en España, que antes de hacerse racionalista, fue también de estos neocatólicos; el famoso Lamennais, que lo fue en el segundo período de su vida, en Las palabras de un creyente y Libro del pueblo, y hasta el propio Mazzini, que lo es en no pocos escritos suyos, como, por ejemplo, en Fe y porvenir, consiste en que para ellos el verdadero catolicismo es el que llaman social, y para nosotros el catolicismo social es sólo una herejía del verdadero catolicismo. Son católicos, o, hablando más en general, son cristianos los sentimientos y nociones de igualdad y de fraternidad humanas, con las legítimas y bienhechoras consecuencias que de estos principios se han derivado; pero no es cristiano el espíritu de envidia y de anarquía de muchas democracias: es católico y cristiano el sentimiento de la libertad; pero no lo es el sentimiento faccioso de escándalo, violencia y rebeldía. Cristo pagó el tributo para no escandalizar, ut non escandalicemus eos; mas no se puede presumir que ni a Él ni a los suyos los creyese tributarios del César; si no, ¿hubiera dicho a Pedro: Liberi sunt filii? Confirman esta interpretación las siguientes sentencias del Apóstol: Nemini quicquam debeatis, nisi ut invicem diligatis, y Nolite fieri servi hominum; empti enim estis pretio magno. No cabe duda en que nada puede ser más liberal que esta doctrina; aunque ni Cristo ni sus discípulos quisiesen difundirla y realizarla por la violencia, sino por la predicación y por la persuasión. No cabe duda en que Cristo no sólo vino a libertarnos de la tiranía del pecado y del infierno, sino también de la tiranía de los hombres.

No fue, pues, desde 1789, sino desde que el Hijo del Hombre expiró en el Calvario, cuando empezó a realizarse la gran revolución liberal, no violenta, sino pacífica. Y no fue esta revolución en provecho de un pueblo solo, sino para bien de todas las gentes y naciones. En la sociedad pagana, el extranjero era bárbaro y enemigo. En la sociedad cristiana se puso desde luego la calidad de hombre por cima de toda distinción de clase, nación, lengua o raza. El derecho de gentes, el gran consorcio humano, ha nacido del catolicismo. Entre los pueblos paganos, las relaciones eran naturalmente hostiles, a no haber un pacto internacional, un convenio, una confederación que las hiciese amistosas; entre los pueblos cristianos existen naturalmente la confederación y la alianza. El respeto a la dignidad del hombre no fue nunca sentido por los grandes sabios y pensadores antiguos, como por el último de nuestros moralistas o políticos, que se han inspirado en el catolicismo. En el nombre y con la doctrina de Cristo defendía Las Casas a los indios americanos; Ginesio Sepúlveda los condenaba a la esclavitud en nombre de Aristóteles.

Se habla mucho, y con razón, contra la barbarie, contra las tinieblas y horrores de los siglos medios; pero no fueron estas tinieblas y estos horrores a causa del catolicismo, sino a pesar del catolicismo. ¿Qué hubiera sido de Europa, después de la invasión de los feroces y rudos pueblos del Norte y de la caída de la civilización grecorromana, si la Iglesia católica no hubiese quedado en pie en medio de tanta desolación, de tanto desorden y de tan espantable ruina? Se maldice mucho de la teocracia. Nada más legítimo, ni más santo, ni más favorable al pueblo que la teocracia de entonces. Los derechos naturales de la Humanidad fueron sólo reivindicados por ella. ¿Quién más gran demócrata, más egregio demagogo, en el buen sentido de la palabra, más libertador de las gentes que San Gregorio VII, cuando humilla al emperador, y cuando dice: «Los reyes, los duques, traen su origen de algunos bárbaros que el orgullo, la rapiña, la perfidia, el homicidio, y todos los vicios, y todos los crímenes, y el demonio, primer príncipe del mundo, han levantado sobre sus semejantes e investido de un poder ciego»? Indudablemente, es menester confesar que la Iglesia en la Edad Media, y en particular los grandes papas, como Alejandro III, San Gregorio VII y Bonifacio VIII, han combatido por la libertad del mundo. ¿Qué importan los errores, los extravíos en que, cediendo a la ambición o a otras pasiones humanas, pues al cabo eran hombres, hayan podido incurrir? Lo que hay que considerar es la alta misión que tuvieron y cómo supieron cumplirla. Pero se supone que más tarde, consolidada la autoridad de los reyes sobre la ruina de la anarquía feudal, hubo de cesar esta lucha entre el sacerdocio y el Imperio para convertirse en concordia contraria a la libertad popular; hubo de nacer una estrecha alianza entre el Altar y el Trono, ominosa a la civilización, al progreso y a la libertad de los hombres. Claro está que para contestar a esta acusación por completo sería menester escribir mucho, hacer un análisis detenido de la Historia de Europa durante algunos siglos; pero bien se puede contestar desde luego que, aun siendo cierto el hecho, más se debe atribuir a los vicios y pasiones humanas de los encargados de interpretar y realizar la doctrina de la Iglesia que a la misma doctrina, adversa siempre a toda tiranía, aunque adversa igualmente a que por medio de la sedición y de la violencia se turbe el orden establecido, en el cual ha visto siempre la Iglesia un origen celestial. No estando, como no está, en la doctrina de la Iglesia ese principio, ese germen de servilismo de que algunos la acusan, si se hicieron serviles los pontífices, los prelados y el clero, debió de ser por interés. Mas esto tiene inmediata y fácil respuesta. ¿Por qué hoy, que el interés les aconseja lo opuesto, la Iglesia y sus ministros no se vuelven revolucionarios? ¿Qué no podría hoy la Iglesia aliándose con la revolución? Finjámonos por un momento que esta alianza no era sacrílega, que podía la Iglesia hacerla, que en el año 1848 estaba sentado sobre el trono pontifical un hombre del genio de Hildebrando, y que hizo decididamente esta alianza sin que le detuviesen los escrúpulos, las consideraciones, las razones elevadísimas que detuvieron y aun hicieron retroceder al bondadoso Pío IX. Nosotros creemos firmemente que, a pesar de todos los ateos, materialistas, racionalistas y escépticos que hay en el mundo, ese Pontífice de genio hubiera sido árbitro de Europa, aunque tal vez algún tiranuelo le hubiera llamado, como Pío IX no se libró de que le llamase el rey Bomba, un Robespierre con tiara. Luego si dicha alianza no se hizo, fue porque no estaba en la doctrina de la Iglesia, y no porque no estuviera en sus intereses. Y no porque, según hemos probado ya, no sea liberal la doctrina de la Iglesia, sino porque no es violenta, ni sediciosa, y porque respeta y debe respetar, como obra y prescripción divina, el orden establecido. Por una armonía sobrenatural, por una más que humana concordancia, la doctrina de la Iglesia encierra en sí todo germen de progresos, de libertad y de mejoras para la especie humana, y respeta, más que otra doctrina alguna, el orden y la estabilidad de las sociedades. Sacerdotes, prelados y hasta papas pueden haber adulado, y han adulado, sin duda, a reyes y a pueblos, a la tiranía de los príncipes y a la tiranía de las muchedumbres; todos eran hombres, y, como hombres, no eran impecables; pero la Iglesia, en su integridad, ni adula, ni se doblega, ni cede; y es tan falso que fue una poderosa auxiliar del despotismo de los reyes en los siglos en que los reyes tenían mayor poder, como imposible es que ahora se haga auxiliar de las pasiones de las muchedumbres para compartir con ellas el dominio del mundo.

De aquí dimanan el aborrecimiento que profesan a la Iglesia todas las tiranías, así la de los monarcas que anhelan oprimir a sus pueblos como la de los demagogos que pugnan por introducir en la república peligrosas o dañinas novedades. En cambio, los príncipes justos y los pueblos verdaderamente libres no vemos para qué deban perseguir a la Iglesia ni recelar que de ella pueda sobrevenirles daño alguno.

En los siglos XVI y XVII, cuando estaba más en auge el Poder real, no fueron, por cierto, los teólogos, fueron los jurisconsultos, embebidos en las ideas del cesarismo y del Derecho romano, los que adularon a los reyes. En los grandes autores católicos españoles, por el contrario, la política se conserva pura de todo servilismo.

Aunque rapidísimamente, hemos indicado aquí, quizá exponiéndonos a pasar por poco respetuosos, todas las acusaciones que se dirigen a la religión católica, considerada como fuerza social y como influencia política, después de haber demostrado que no es posible que sea inerte y que no influya ni en la política ni en la sociedad; y hemos hecho ver que dichas acusaciones carecen de fundamento, y que antes deben atribuirse las culpas, defectos y extravíos en que se fundan, a la misma condición de los hombres y a su modo de ser en épocas dadas, que no a la religión.

Sin embargo, advertimos un doloroso divorcio entre el espíritu de ciertos liberales y el espíritu de la Iglesia, y no podemos negar que se manifiesta en ellos un prurito constante, o de rebajar y humillar la Iglesia, conservándola para esto en dura tutela, o de rebajarla y humillarla también, separándola del Estado, apartándola de toda acción sobre los negocios políticos y sociales con el pretexto de hacerla libre. No es, por consecuencia, de maravillar que, si no la Iglesia, muchos de los hombres que están materialmente ligados con ella y que no son ángeles, sino hombres sean hostiles al liberalismo, que los persigue o los humilla. Es más: en no pocos, aun prescindiendo de todo interés personal, puede haber, por celo religioso, un fundado disgusto del liberalismo, visto que va unido con frecuencia a la heterodoxia, y que por muchos se le declara más o menos abiertamente incompatible con la religión católica. De aquí, y por una contradicción apasionada, el que personas religiosas y aun constituidas en muy alta dignidad declaren a su vez incompatible el catolicismo con la civilización presente. En atizar esta horrible discordia, que pudiera traernos funestísimos resultados, tienen el mayor empeño y despliegan el mayor ahínco los hombres que echan de menos en política los vicios y errores del antiguo régimen que las revoluciones han destruido. De lo cual ha nacido un linaje bastardo de católicos, de seudoapologistas cristianos y de santos padres legos, que son la mayor plaga que hoy pesa, así sobre la civilización como sobre la religión. Apenas hay calumnia desaforada, infamia inaudita, extravío increíble, de cuantos los impíos han atribuido al catolicismo, que estos hombres no hayan adoptado, diciendo: Credo, quia absurdum. En vez de llegar que la religión católica sea culpada de lo que la acusan, han convenido sustancialmente en la acusación, y han imaginado ver en el delito o error que se delata un motivo de gloria para su fe, un misterio divino, una perfección más de la doctrina que siguen. Ya hemos hecho notar que por el lado ridículo ha llegado esto al extremo de que Veuillot considere la suciedad como una virtud cristiana. Por el lado terrible ha ido más lejos. De cuantos libros se han escrito contra nuestra religión ninguno más horripilante que uno de un alemán llamado Federico Daumer. Los cabellos se erizan al leerle. Una erudición inmensa y rebuscada y una fantasía diabólica concurren a que la lectura de este libro produzca una especie de vértigo. Supone y trata de probar que el cristianismo es una verdadera hematolatría; que todos sus símbolos místicos, oscuros y ambiguos ocultan en realidad la adoración de la sangre, lo religioso y conveniente de su efusión, la virtud santificante que tiene el derramarla. Pues bien: el conde José de Maistre y el marqués de Valdegamas afirman en sustancia lo mismo que Federico Daumer; el culto de Moloc y el de Jesucristo no se diferencian para ellos. Los que sacrificaban víctimas humanas, dicen, acertaban en mucho y erraban en algo; acertaban en que la ira de Dios debe aplacarse con sangre; erraban en que la sangre de los hombres fuera bastante a calmar esa ira. Era menester que el mismo Dios hiciese verter la suya. Sin embargo, aún después de esta redención, ha quedado en el derramar sangre humana una virtud que santifica. El patíbulo es un altar, y un sacerdote el verdugo. Las consecuencias políticas y sociales que pueden deducirse de tan infame doctrina claro está que no han de estar muy conformes con el liberalismo, con la civilización y con el progreso. Mas ¿cómo hemos de llamar nosotros catolicismo a semejante abominación, y católicos a los dementes que la sostienen?

Con todo, si nosotros exponemos una doctrina católica, en lo que tiene relación con la política, que se ajuste a las ideas liberales de ahora, podrán acusarnos de que es doctrina de católicos complacientes y débiles, de católicos que disimulan o que transigen; en una palabra: de católicos liberales. Nosotros mismos hemos declarado y confesado que existe esa secta de liberalismo católico; que existe un cristianismo social y que no es el verdadero cristianismo. Para allanar estas dificultades, creemos necesario exponer en breves palabras la doctrina catolicopolítica de algunos autores, que no pueden ser recusados, y vamos a elegir dos muy notables. Es el uno el padre Francisco de Vitoria, y el otro, el padre Domingo de Soto catedráticos ambos en la Universidad de Salamanca y gloria ambos de la civilización española en nuestro gran Siglo de Oro. Creemos que sin torcer el sentido en lo más mínimo, hallaremos en ellos la soberanía del pueblo, el sufragio universal, el derecho de insurrección contra el tirano, y hasta los derechos individuales e ilegislables, todo en perfecta armonía con la religión católica, o, mejor dicho, todo fundado en la misma religión católica y en su teología.

También explicaremos, valiéndonos de dichos autores y haciendo de meros intérpretes y comentadores suyos, la diferencia que hay entre la potestad civil y la eclesiástica, y en qué forma y manera importa que ambas potestades estén unidas.

Madrid, 1869.






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Historia de la civilización ibérica


- I -

Hará ya cerca de tres años, en 1885, publicó mi amigo J. P. Oliveira Martins la tercera edición, aumentada y corregida, del libro cuyo título me sirve hoy de epígrafe.

Muy lisonjeado y satisfecho me sentí yo cuando recibí un ejemplar de dicha obra y vi que el señor Oliveira Martins me hacía la honra de dedicármela.

Desde entonces he deseado mostrar al autor mi gratitud, dando a conocer al público español este notable trabajo, generalmente ignorado de la mayoría de mis compatriotas, los cuales suelen leer y saber más, cuando leen y saben, de lo que se publica en Francia, Alemania, Inglaterra y hasta Rusia, que de lo que se publica en el reino vecino.

El recelo de no salir bien de mi empeño y mi natural desidia me han retraído hasta ahora de cumplir mi propósito. Por dicha, o mejor diré, por desdicha, nadie, que yo sepa, se me ha adelantado haciendo lo que yo querría hacer y no hacía.

Pocas personas leen en España libros portugueses, sin que acierte yo a explicarme esta ignorancia o este desdén.

La literatura florece hoy en Portugal y da abundantes y sazonados frutos. Garret, Herculano, Castilho y Méndez Leal, cuentan entre la nueva generación con dignos y numerosos sucesores, y aún viven Andrade Corvo, Latino Coelho, Serpa Pimentel y otros no menos ilustres, de los que fueron sus contemporáneos, émulos o discípulos. La poesía lírica y narrativa, la novela, la Historia y las ciencias sociales, tienen hoy en Portugal quienes con extraordinario éxito la cultiven. La lengua portuguesa difiere más de la castellana por la pronunciación que por las partes léxica y sintáxica. Así es que cualquier español medianamente despejado e instruido entiende, sin necesidad de gramática ni de diccionario, todo libro escrito en portugués, y esto hasta el extremo de considerar yo como lujo superfluo el traducir nada castellano al portugués. Todo libro portugués debiera venderse en nuestras librerías como castellano, así como todo libro castellano debiera venderse en las librerías portuguesas. En este punto sería bien que hubiese, y nada más que nuestra poca afición a leer se opone a que haya, la más completa unión ibérica. Con ella hasta mercantilmente ganaríamos mucho los españoles. A más del público de Portugal, donde me inclino a creer que se lee proporcionalmente más que en España, tendríamos el público del Brasil, cuya población llega ya a doce millones. Algo más conocidos son en Portugal nuestros autores que lo que lo son entre nosotros los portugueses; pero tampoco nos podemos jactar de ser en Portugal muy conocidos. Sin duda influye más que nada en que nos tratemos intelectualmente tan poco la grande modestia o humildad colectiva que nos aqueja, menospreciándonos demasiado y creyéndonos más caídos de lo que estamos en realidad. Esta modestia colectiva en ninguna manera se opone a la soberbia individual que puede tener y que a menudo tiene cada uno; antes bien, realza y aguza la soberbia, pues cada uno puede considerarse y estimarse como rarísima excepción, como personaje de gran valer, extravagante y exótico, en medio de una raza o casta de hombres estéril ya, agotada y seca.

Ello es que el abatimiento nacional eleva más el concepto que formamos de las civilizaciones francesa, inglesa y alemana. En los productos de esas civilizaciones buscamos enseñanza, modelo y guía, y de esta suerte los genios de los pueblos peninsulares se divorcian y apartan cada vez más. Hasta en los idiomas se observa la tendencia divergente. En lo antiguo, en Castilla escribían en portugués reyes como don Alfonso el Sabio y don Alfonso XI, el del Salado, y trovadores como Macías; y escribían versos castellanos Gil Vicente, el infante don Pedro, Sa de Miranda y Camoens, y la mejor prosa castellana brotaba de las plumas de Jorge de Montemayor y de Melo. Pero en lo mismo que escribían entonces en portugués los portugueses, éstos se parecían más a los escritores castellanos de entonces. El estilo y el lenguaje de fray Luis de Souza, por ejemplo, son mil veces más semejantes al estilo y al lenguaje de fray Luis de León y de fray Luis de Granada que el estilo y el lenguaje de dos autores modernos, portugués y castellano, si los comparamos entre sí.

La facilidad de comunicaciones, los telégrafos, ferrocarriles y barcos de vapor, nos separan en vez de acercarnos. El regionalismo crece en la Península no por la abundancia de diversas clases de savia, sino porque vamos todos a buscar en tierra extranjera la savia que nos falta o que creemos que nos falta.

¿Cómo he de negar yo la individualidad portuguesa? Yo no niego tampoco la individualidad catalana. Cataluña tiene una gran historia aparte de Castilla, y tiene literatura y lengua propias, ambas ricas y bellas. Pero, a la verdad, en este movimiento separatista, aunque se tome por meramente literario, que se nota en el día, y que yo celebro cuando veo que produce poetas tan inspirados y sublimes como Verdaguer, noto yo, más que el amor con exceso exclusivista de la Patria, algo de parecido a lo que noto en algunos individuos que vivieron largo tiempo en país extraño, o que se educaron a la extranjera y presumen de excepcionales entre los suyos y de muy superiores a la generalidad. En los portugueses muy portugueses y muy adversos a los castellanos, como Andrade Corvo, por ejemplo, veo yo que el desdén de Castilla estriba en cierta adoración y rendimiento a Inglaterra; y en el catalanismo anticastellano de algunos catalanes hay por base la rara persuasión y la más rara y aun cómica pretensión de que hay un pedazo de nuestra Península y cierto número de personas que le puebla que son como excepción en el general hundimiento; que son europeos cultos y cultivables, y que lo demás está ya perdido, si no lo estuvo siempre, y vale poco o no valió nunca nada para la cultura. En suma: yo no condeno que alguien ame y estime más a su provincia que a toda su Patria; a su ciudad natal más que a todas las otras ciudades de su provincia; a su familia más que a las demás familias del lugar en que vive y a sí mismo, más que a todos los otros individuos de su familia. Este egoísmo es natural; es como una luz y como una fuerza, tanto más brillantes y poderosas cuanto más cerca están del foco de donde brotan e irradian.

Si este egoísmo no se rige y refrena por la caridad, por la prudencia y por otras virtudes, es ridículo en los débiles y dañino y brutalmente cruel en los fuertes; pero también quien carece de este egoísmo, quien no se estima, se quiere y se aprecia en mucho, apenas sirve para nada y apenas hace nunca cosa de provecho o de honra. De aquí que yo no condene, sino que aplauda este egoísmo, con tal de que sea moderado y razonable. Y si no le disculpo sólo, sino que casi lo aplaudo en quien a sí mismo se aplica, ¿cómo he de condenarle en quien le aplica a una región entera y a todos sus habitantes?

El singularismo, el particularismo, el regionalismo, todo este linaje de egoísmos, más o menos estrechos, quedan, aceptados y aun aplaudidos por mí. El amor de la Patria, aunque conste la Patria de veinte, treinta o cuarenta millones de hombres; el amor a las naciones todas que siguen la misma religión o están tácitamente confederadas y ligadas por los mismos principios fundamentales de su cultura, ¿no es egoísmo también, si se compara al sentimiento superior de la solidaridad y la fraternidad humanas? Y con todo, ¿quién se atreverá a censurar el amor de la Patria, o a encontrar inhumano y duro el orgullo noble y bien gobernado que podemos tener en seis o siete naciones de Europa, de haber sido y de seguir siendo los portaestandartes, los apóstoles, los divulgadores y los propugnadores de cuanto más bello, elevado, útil y purificante ocurre al espíritu cuando analiza la idea de progreso?

En el sentimiento que induce a los hombres al regionalismo hay, por tanto, no poco de natural, de conveniente y de justo. Por desgracia, en países como nuestra Península, donde cierta grandeza pasada y la postración y el malestar presentes nos atormentan y nos ponen de perverso humor, nacen del abatimiento colectivo y de la singular o particular soberbia las más deplorables, anárquicas y disolventes maneras de pensar. Varias son estas maneras, y no estará de sobra citar aquí las principales. En todas hay error; pero, ¿cómo negarlo?, algún fundamento de verdad hay en todas.

Nada más común en España que oír a los hombres a quienes la fortuna o el propio mérito ha encumbrado, y que gobiernan o gobernaron la nación, quejarse de que la nación es ingobernable: atribuir a una multitud de vicios, defectos, maldades y flaquezas de la generalidad el que ellos gobiernen mal y no se luzcan como los más eminentes gobernadores de Inglaterra, de Alemania o de otra nación preponderante hoy. Estos, a fuerza de tener razón, no la tienen. Un gran gobernador lo es, en algo por sí, pero en más por el medio en que vive, por el teatro en que representa, por las cartas con que juega y por el pensamiento y la voluntad, acaso inconscientes, pero fecundos, del pueblo que él gobierna, realizándolos al gobernarle. Claro es que, si el nivel intelectual y moral del pueblo estuviese más alto, los que le gobiernan lo estarían también o tendrían que ceder el mando a los que se elevasen por cima de ese nivel; pero si el nivel está bajo, lo natural es que los gobernantes, como hombres salidos de ese pueblo y criados en él, no se levanten mucho por cima del nivel común, no sean seres de otra casta, no valgan ni puedan ni suelan valer mucho más. ¿Cómo no ha de ser así en las artes de la política, cuando en otras artes, manifestaciones de la actividad humana y virtudes, que parecen ser más exentas del influjo del medio ambiente, apenas se da jamás un hombre grande, aislado, y sin predecesores, y sin pueblo y sin séquito? Lo más que podemos imaginar, fuera de la civilización griega de la edad de Alejandro, es un Aristóteles en potencia archirremota, en embrión o en protoplasma. Un Aristóteles en acto supone y exige toda la civilización anterior y circunstante: todo el esfuerzo del pensamiento colectivo de la raza helénica antes de Aristóteles, y persistente y en prolífica actividad aun en tiempo de Aristóteles mismo. De lo contrario, Aristóteles no hubiera nacido. Se me resiste creer, considero caso teratológico, casi imposible y absurdo, un Aristóteles latente, cesante e inactivo entre salvajes. Con mil veces más razón es inconcebible un Alejandro sin griegos y macedonios, un César sin romanos o un Cisneros y un Gran Capitán sin la España del siglo XVI.

Los mismos argumentos aducidos aquí invalidan más aún la afirmación contraria de hombres discretos acaso, pero más agriados y presumidos que discretos, los cuales, o bien por pertenecer a los partidos extremos, o bien por otras causas, no toman nunca parte en la gobernación del Estado. Para éstos, todo el pueblo español es hoy el mismo que en las mejores edades. Los marineros que fueron con Colón y con Magallanes, los guerreros de Pavía y San Quintín, todo subsiste aún. Si España no sigue siendo la primera nación del mundo es por culpa de unos cuantos insolentes, sin corazón y sin inteligencia, sin saber y sin virtudes, que no se comprende cómo se han apoderado del país y le esquilman y le destruyen. Los que sostienen esta tesis, aunque no lo expresen a las claras por cierto pudor, dejan entrever que si ellos gobernasen, todas esas altas prendas de nuestro gran ser, que los malos gobernantes comprimen, se desenvolverían y se mostrarían de nuevo. Así renacerían para España los Siglos de Oro con el predominio y la hegemonía en Europa y en todo el mundo.

Esta teoría es la más falsa de todas. Apenas merece seria refutación, si bien yo he procurado refutarla seriamente en un extenso artículo, juzgando un libro de un amigo muy ingenioso, aunque movido por error, a mi ver, patente. Justo es decir con todo, que si bien esta teoría me parece la menos racional, es la más simpática, por ser la más generosa. La vanidad del que escribe está más disimulada, y no se satisface ni engríe a expensas de todos, sino que a todos los celebra, y sólo echa la culpa de nuestras malas andanzas a unos pocos señores que han sido ya ministros, o por lo menos, altos funcionarios.

Como quiera que sea, entre cuantos señalan las causas de nuestro mal, los que allá, en el centro velado de su pensamiento, la miran como más sin remedio, suelen ser los personajes políticos que ya nos han gobernado. Su razonamiento es muy sencillo: se cae de su peso; es como si dijeran: visto que yo no he podido hacer más de este país, es de inferir que este país no puede dar nada más de sí, ni está llamado a ser más, o para siempre o en siglos.

Los que achacan todas las desdichas a los malos gobiernos nos halagan con esperanzas. Si todas nuestras desdichas provienen de los gobiernos malos, ¿hay más para remediarlas que proporcionarnos uno bueno? Echemos a esos cuantos pícaros tontos que mandan, y de la inmensa mayoría de españoles agudos, sabios y virtuosos elijamos Gobierno que haga que toda ventura y toda grandeza retoñen en nuestro suelo como por ensalmo.

Lo que yo veo de más indudable en estas teorías es que todos los españoles, desde Cádiz hasta Irún y desde Cintra a La Junquera, estamos muy poco contentos, lo cual deploro y somos bastante soberbios y presumidos, lo cual hasta cierto punto aplaudo, porque, si no lo fuéramos, para nada valdríamos.

De nuestra vanidad y de nuestro descontento de lo presente pueden nacer buenas cosas para lo por venir; pero también nacen malos engendros, y el peor de todos, en mi opinión, es el regionalismo. El rasgo de nuestro carácter que le determina es el mismo que nos movió a no pocos actos de ruda intransigencia y de intolerancia fanática. Se parece al de la tripulación de un barco combatido por los vientos y las olas, si imaginase que a bordo hay algunos sujetos que con su mala conducta atraen la cólera del Cielo y los agarrase y los echase al agua para salvarse. Así echamos nosotros a los judíos en el siglo XV y a los moriscos en el siglo XVII; así se separaron de nosotros los portugueses, y así, por último, se advierte en el fondo de todo ese movimiento catalán algo como aspiración a cierta autonomía; el vago pensamiento de que siendo los catalanes más industriosos, más ingeniosos, más activos y más ordenados, pierden muchísimo con estar unidos a los castellanos, flojos, imprevisores e inhábiles para los negocios que importan en el siglo en que vivimos. En balde es que el regionalismo catalán se encubra con el traje literario. Al abrigo de este traje, cuando no late el corazón separatista, se fomenta y se incuba el sentimiento de imaginada o de real superioridad, con sus inevitables consecuencias, poco favorables para Castilla.

Un castellano imparcial, como yo creo que lo soy (salvo la suposición atrevida de llamarme castellano, habiendo nacido en el Reino de Córdoba), reconoce desde luego todas las nobles prendas de los catalanes, admira todas las glorias del antiguo condado y cree que Barcelona es en el día la primera ciudad de España. Entiende, además, que hay una lengua, no un dialecto, propia de Cataluña, en la que se han escrito hermosas poesías y varias crónicas interesantes, lo cual, si añadimos los frutos del renacimiento novísimo, constituye una literatura tan noble y rica, que tal vez no haya región en todo el planeta que habitamos en las circunstancias de Cataluña, de haber sido un antiguo condado independiente, que posea literatura igual. Las consecuencias que saco yo de todo esto son: alegrarme de que tengamos en España tan magnífica ciudad, dar por bien empleada la carestía que hemos sufrido durante muchos años en el vestir y en otros artículos para contribuir a esa magnificencia y hallar que es un primor que para novelas y versos al menos, y para mayor variedad se escriba en catalán a veces, como se puede escribir en mallorquín, en valenciano o en gallego.

Por más que hago, no puedo ir más allá en mis concesiones al catalanismo. El amor fervoroso a la patria limitada no consiente que nos inclinemos a amar el caos de la Edad Media. No menos orgulloso que un barcelonés y no menos desdeñoso del resto de su nación me parece que podría estar en Italia un genovés, un florentino o un veneciano, los cuales han de recordar sin duda cuán poderosas y gloriosas repúblicas fueron sus ciudades natales respectivas. Pero sin salir de España, y si nos empeñásemos en volver los ojos a lo pasado con sobrada ternura, ¿por qué todos mis paisanos los cordobeses, y yo con ellos, no habíamos también de darnos el lustre y el tono de tener cordobesismo? Córdoba, mucho más que Barcelona, pudiera estar quejosa de su unión a Castilla. Córdoba ha menguado y Barcelona ha crecido y crece más cada día. Pues qué, ¿es poca gloria para Córdoba haber sido la capital de un califato español y patria de tal serie y procesión de varones ilustres desde Séneca, Lucano, Osío, Averroes, los Abderramanes y los Almanzores hasta ahora? ¿Habrá muchas comarcas en el mundo que puedan presentar mayor número de héroes, poetas, filósofos y grandes capitanes de mi provincia? Hasta en lejanas y triunfantes expediciones por mar, aunque sea Córdoba ciudad mediterránea, nos hemos adelantado a los catalanes, yendo siglos antes que ellos a Oriente, aterrorizando al califa de Bagdad y entrando un puñado de muladíes cordobeses en Alejandría a saco, quemando luego las naves en Creta, como las quemaron los catalanes imitándonos en Galípoli, y dando el nuevo nombre de Candía a la tierra de Minos, de Ariadna, y aun del mismo Júpiter, donde un forajido de los Pedroches fundó imperio independiente que duró cerca de dos siglos; más que el de los catalanes en Atenas. Y, sin embargo, a pesar de esto que referimos y de mil otras empresas y glorias que pudiéramos referir, a ningún cordobés se le ocurre tener cordobesismo, gracias a Dios.

Hoy en día, tal cual es el concepto de nacionalidad, más fácil de sentir que de expresar, desentona en cualquier oído el sustantivo nación unido al adjetivo cordobesa. Y si no puede haber nación cordobesa, no hay más razón para que pueda haber nación catalana. El tener lengua propia no da este privilegio a Cataluña. Si le diese, podría haber nación gallega y nación mallorquina, y en Italia nación veneciana, y en Sicilia una nación también aparte.

Aunque la lengua propia cultivada sea un elemento de nacionalidad, no es el único.

El castellano, el portugués y el catalán son los tres idiomas principales de la Península: poseedores los tres de rica literatura, pero con una notable diferencia a favor del portugués y del castellano y en contra del catalán. Los dos primeros, por su persistencia, por el número de gentes que los entiende y los habla y por otros mil motivos, son idiomas nacionales. El catalán, con todos sus primores, con todos los libros que se escribieron en él y que en él se sigan escribiendo, será siempre un habla regional. Los que expresen su pensamiento en esa habla tendrán harto pequeño auditorio si no los traducen: esto es, si no se convierten en españoles o en franceses.

El que habla o escribe en castellano puede ser entendido por cuarenta o cincuenta millones de hombres que se dilatan por ambos hemisferios, y cuya lengua nativa es la del autor. El que escribe en portugués escribe hoy para cerca de veinte millones, y con el tiempo para muchos más, porque la lengua portuguesa ha de difundirse con la creciente y floreciente población del Brasil, y en el África y tal vez en la India y en China. El catalán, en cambio está limitado a una pequeña región y al corto número de personas que en ella vive.

A mi ver, pues, y considerando este asunto por todos sus lados, si bien celebramos que Oller escriba en catalán sus novelas y que Verdaguer escriba en catalán La Atlántida, tal vez ganaríamos más, ellos y nosotros, si todo eso estuviera desde luego escrito en la lengua castellana, que ya debe llamarse y se llama española. Pero aun suponiendo que es más primor, más riqueza, más variedad el tener y el seguir teniendo literatura catalana, esta literatura no es contraposición, como pretende el señor Ixart, sino dependencia o ramo de toda la de España. Melli, gran poeta de Sicilia, Gozzi y el mismo Goldoni y otros que en parte o en todo escribieron en veneciano, jamás aspiraron a crear una literatura diametralmente opuesta a la de toda Italia. En Italia, y eso que nunca hubo hasta hace poco unidad política, a nadie, desde los Alpes al Etna, se le ocurrió nunca, a pesar de tantas glorias regionales de todo género, contraponer un espíritu de región, mezquino y vanidoso, al grande y sublime espíritu que informa y anima a la nación entera y que le da unidad sustancial e individual, aunque por casos históricos haya estado dividida políticamente en muchos y diversos Estados.

Se me dirá que el catalanismo no pasa de ser literario, o se limita a cierta jactancia, más o menos fundada, con que algunos catalanes denigran a los demás españoles y se plantan como modelos de orden, laboriosidad y economía; pero ¿quién no nota que en todo esto van incluídos no pocos gérmenes de discordia, y si no el anhelo de cierta autonomía, dentro de la unión, a fin de que la nación (la nación catalana) rompa las ligaduras que la tienen agarrotada y sujeta?

De todos modos, aunque estos gérmenes de discordia no hubieran nunca llegado a tomar consistencia, no ya en artículos escritos a la ligera, improvisados en los periódicos, sino en un libro como el de don Valentín Almirall, no creo yo que el mejor medio de sofocarlos y esterilizarlos sea el fingir que no los vemos, el no darnos por entendidos. No: el mejor, el único medio de combatirlos, es verlos y hacerse cargo de todo y responder a todo. El señor Núñez de Arce no estuvo, pues, en mi sentir, inoportuno e impolítico en contestar al señor Almirall. Aunque en las consecuencias prácticas haya mostrado el señor Almirall exquisita moderación y laudable prudencia, basta una afirmación, teórica capital, base de todo su pensamiento, para que todo español amante de España le combata. La afirmación teórica es que «la causa inicial de la degeneración de la nación catalana, fue el temperamento idealista y absorbente de la raza castellana dominadora, en oposición al temperamento catalán, positivo y analítico.»

Cito las palabras mismas con que el ilustrado crítico catalán Ixart expresa la referida afirmación capital teórica. ¿Hay en tal afirmación algo de castizo, de propio, de exclusivamente catalán? Yo creo que no. En tal afirmación no hay más que la creencia de que hay cierto espíritu mercantil, industrial, positivista y quizá algo racionalista, en el cual, según filosofías de la Historia, inventadas en Francia, Inglaterra o Alemania, para glorificación de estas naciones, fundan hoy muchos, superficialmente y agrupando a su antojo, desfigurando y explicando los hechos históricos, todo el desenvolvimiento y la prosperidad recientes de los principales pueblos de Europa. Como España no siguió ni obedeció la voz de ese espíritu, se quedó pobre, decaída y atrasada: vino a ser una coleta de África. A tan arbitrarias y vulgares filosofías hay no poco que responder; pero no respondamos, al menos por ahora. Supongamos que tales filosofías son la pura verdad y todavía tendremos que colocar sobre ellas el aditamento, más arbitrario aún, de que los pecadores del idealismo que nos perdió fueron sólo los castellanos, y de que los catalanes estaban poseídos de un espíritu enteramente contrario: del mismo espíritu de las grandes naciones progresivas de Europa. Y hasta después de tal aditamento no saldrá el catalanismo. Saldrá, en buena lógica, que es un dolor que no sea Cataluña un pedazo de Francia y lo demás de España un pedazo de Marruecos. ¿Dónde está el carácter propio, exclusivo, enteramente opuesto al de los demás españoles, y diferenciándose también del de los franceses, que preste a Cataluña los elementos propios para ser una nación, como una nación debe ser nación en el día? ¡Cuántos más motivos no tendrían las provincias vascongadas, con lengua distinta, prósperas y ordenadas también, y con una capital tan floreciente como Bilbao para declararse nación! ¿Por qué Galicia no había de ser nación o irse con Portugal y abandonarnos?

Desengañémonos: el catalanismo es absurdo y malsano. Y el regionalismo, en general, no bien traspasa los límites de aspirar a cierta descentralización, lo cual es punto de derecho administrativo que aquí no tocamos, sólo puede conducir al caos del cantonalismo, ideal de Pi y Margall, o a la disolución de un gran pueblo, que pudiera partirse como Polonia, si tuviese por confín grandes potencias y no mares.

No está de más repetir que aquí ni aplaudo ni condeno los proyectos de Constituciones que presenta el señor Almirall para que Cataluña no esté agarrotada y la unidad de España se conserve. Lo que combato, y más que derechamente por incidencia, es el espíritu disolvente que transpira en la obra del señor Almirall, apoyado en una presumida superioridad de Cataluña, la cual, a ser cierta la presunción, no debiera llevar a Cataluña al odio, sino al predominio sobre las otras regiones de España, a quien los catalanes catalanistas no quieren considerar una, sino uniformada: hoy uniformada, dicen de España, pero no una. Ahora bien: si no existe la unidad y si se rompe la uniformación, como pretenden, ¿qué nos dejarán de España?

Y lo más curioso es que las glorias aisladas y exclusivas de Cataluña, llevadas de su espíritu propio y consignadas en la Historia, son pocas en comparación de las glorias de Cataluña, obrando de concierto y como parte integrante, muy principal y honrada, primero del reino de Aragón y luego de España toda. Ni siquiera la lengua florece y brilla como lengua literaria, sino después que Cataluña ha dejado ya de ser nación, o mejor diremos, Estado independiente. Las crónicas interesantes, los grandes poetas, los autores todos de valer que han escrito en lengua catalana, son y no pueden menos de ser posteriores a la unión de Aragón y de Cataluña. Ya entonces, en gran parte de la nación para quien o de quien se componían en catalán aquellas historias no se hablaba el catalán, sino se hablaba el castellano, que así se generalizó y llegó a ser lengua española.

Aunque sea vulgaridad y no sentencia, queremos asegurar que las cosas que son, son porque tienen que ser; porque no pueden dejar de ser. La Providencia, el Destino, la ley natural que gobierna las sociedades, lo que quiera que sea, dejando, a no dudarlo, holgura bastante para el libre albedrío individual, dispone indefectiblemente los sucesos generales. Y, sin embargo, creemos lícito imaginar lo que hubiera podido resultar si los sucesos hubieran sido de otra suerte de como fueron. Imaginemos, pues, que en Aljubarrota, en 1385, hubieran vencido los castellanos y probablemente no hubiera habido jamás nación portuguesa. Portugal hubiera sido como Galicia o Vizcaya, un señorío, por algún tiempo sublevado, que vuelve a formar parte de la nación. O supongamos que más adelante, en 1476, los portugueses vencen en Toro a las gentes de Aragón y Castilla, y tampoco entonces hubiera habido Portugal. Todavía, en 1491, si el príncipe don Alfonso no cae de un caballo y se mata, es probable, es casi seguro, que la ambición de don Juan II de Portugal se hubiera logrado y hubiera habido unión ibérica completa. «Acaso -dice Oliveira Martins- esta unión, realizada en el período ascensional de España, se hubiera consolidado, cortando las alas del alma portuguesa en la era clásica y bastardeando la semilla que nos dio a Camoens.» Esto es: acaso no hubiera habido lengua portuguesa literaria con gran literatura. Camoens, que, súbdito de un reino independiente, escribió parte de sus obras en español, hubiera escrito en español todo, incluso Os Lusiadas, que no hubieran sido ya Os Lusiadas, porque Vasco de Gama u otro hubiera ido a la India en nombre de toda España. «Unido entonces Portugal -añade Oliveira Martins- hubiera que dado como si no hubiese existido, ya que no hubiera llegado a formular su pensamiento histórico ni a consumar su empresa.» Por sí solo, se entiende.

Tal vez peque de exageración Oliveira Martins; pero añade en otro sitio, contestando a los que en el siglo XVI condenaban al rey don Fernando y a los gloriosos infantes don Pedro y don Enrique por haber lanzado a Portugal en empresas marítimas, como Plutarco condenaba a Temístocles: «Si no se hubiese extendido por el mar un nombre, sin razón de ser en Europa, no tendríamos honra en la Historia. Ese nombre de Portugal, no existía sino como recuerdo erudito de cierto condado que, en manos de príncipes astutos y audaces, consiguió vivir algunos siglos separado del cuerpo de la nación española.»

El verdadero título, el diploma, la razón de ser de la nacionalidad portuguesa, la dan, pues, Gama, Álvarez Cabral, Alfonso de Alburquerque, don Francisco de Almeida y don Juan de Castro, los que fueron en busca del preste Juan, los que descubrieron las islas encantadas del Mar Tenebroso, los que vencieron a Adamastor los que conquistaron la India y otras regiones del Asia, desde Ormuz a Malaca, y los que trajeron ovantes al Tajo ufano.


As perolas brilhantes, que adornaban
do sol os ricos pozos
e os thálamos de Aurora.



Aunque escribo de memoria, sin libros en que apoyar mis afirmaciones, cerciorándome previamente, creo poder afirmar que, hasta el último tercio del siglo XV, la literatura catalana tiene más importancia que la literatura portuguesa; hasta entonces no valían los autores de Portugal lo que valían los de Cataluña; pero, en cambio, el idioma portugués era un idioma nacional, y el catalán, desde 1137, no lo era. Ni es de presumir que, si Portugal y Castilla se hubiesen unido, quedando Aragón independiente, hubiera prevalecido allí el idioma catalán. Lo probable es que el castellano hubiera prevalecido. Ya en la corte de Alfonso V, el Magnánimo, de uno de los más grandes monarcas aragoneses, el castellano triunfa por completo. Testimonio y monumento de este triunfo es el Cancionero, de Estúñiga.

El habla de Castilla, aunque Castilla jamás hubiera llegado a ser el núcleo de una realizada unidad política peninsular, estaba, desde antes del siglo XV, llamada a ser el idioma de España.

Apenas había Portugal, y ya tenía Castilla su epopeya del Cid; apenas habla lengua portuguesa, distinta de la gallega, cuyo más antiguo gran monumento nos le dejó Alfonso el Sabio de Castilla en Las Cantigas, y ya había en CastillaLas Partidas, la Crónica general, la Crónica de la gran conquista de Ultramar y El saber de Astronomía. En resolución: la lengua en que después de esto escribe Juan Ruiz el Arcipreste, Lorenzo de Segura, López de Ayala y el infante don Juan Manuel; en que toma forma definitiva el Amadís y en que La Celestina aparece, debía de ser la lengua española, reduciendo a dialectos, o si no se quiere a dialectos, a lenguas regionales, las demás hablas de la Península, a no suceder, como sucedió en Portugal, que la lengua que allí se hablaba y escribía rebosase con la gente y se dilatase y propagase, también con la gente, hasta en imperios extensísimos y

por cuanto son los climas y los mares.



Pero aun pensando sobre esto de un modo contrario, aun afirmando la existencia, no de una, sino de dos, de tres, de siete lenguas nacionales en la Península ibérica; aun concediendo, ya por generosidad, ya por justicia, a cada una de estas lenguas una gran literatura; aun dividiendo a toda España en distintas regiones, con diversas castas y linajes de gentes, cada uno de los cuales linajes o castas tiene, aparte sus aptitudes, sus glorias y hasta senda misión especial en el desenvolvimiento del conjunto, este conjunto subsiste uno y no uniformado; y España no es mera expresión geográfica, sino organismo social de estos que en el día se llaman naciones, con sello peculiar y exclusivo que la distingue y separa de las otras naciones europeas, y con su propia y genuina civilización, en cuya obra, tanto en los defectos como en las excelencias, tanto en los aciertos como en los extravíos, lo mismo han puesto mano los cordobeses y los sevillanos, como los gallegos, y lo mismo los extremeños y castellanos que los asturianos, aragoneses y catalanes.

Si hemos venido a menos, si en el mudado aspecto del mundo y si en el drama novísimo de la Historia no representamos el más brillante papel, no vale decir: «Yo no tengo la culpa; yo soy una excepción; otra cosa sería de mí si yo no estuviese unido a los demás yo que valgo más que los demás en todo.»

Es, por cierto, gran consolación patriótica el ver que, al lado de este regionalismo, que en algunas provincias de España se desenvuelve, y que en la práctica puede propender al federalismo, al cantonalismo y a la disolución y ruina, el españolismo renace en toda su amplitud y viene a contraponerse a tan estrecho y vanidoso espíritu.

Hay en nuestra edad, tan inventora de filosofías a la ligera, ciertas pedanterías sin base que se ponen en moda y que, pasando al lenguaje vulgar, inducen en error y acarrean lamentable extravío al pensamiento y al sentimiento. En este número cuento yo el concepto y la expresión de que hay una América latina poblada de una raza latina, como el Canadá y los Estados Unidos están poblados de una raza germánica o anglosajona. Si bien se mira, si llamamos anglosajones a los Estados Unidos, todos los demás estados y repúblicas de América debieran llamarse visigóticos. Tan visigodo fue todo español o portugués de los que colonizaron las Indias occidentales, como anglosajones los ingleses, los escoceses y los irlandeses que fueron también allí a colonizar. Es verdad que tomaron el nombre de ingleses, derivado de anglos; pero esto no prueba que haya más sangre germánica en sus venas que en las de un portugués o de un español. Si porque los anglosajones conquistaron a Inglaterra se ha de llamar anglosajona, la América conquistada por ingleses bien pudiera también llamarse latina, porque Inglaterra formó parte del Imperio romano, o normanda, porque también los normandos conquistaron a Inglaterra.

Hasta en la clasificación meramente filológica hay, a mi ver, algo de violento y de arbitrario en colocar la lengua inglesa entre las lenguas germánicas. Sin duda que hay más vocablos germánicos en inglés que en español; pero en inglés también hay muchísimos vocablos latinos; casi estoy por afirmar que más que alemanes. Sea de esto lo que se quiera, y aun suponiendo lengua germánica el inglés, no es lícito dar un brinco de la filología a la etnografía y declarar germanos a los ingleses como no es lícito declarar a los españoles latinos. Síguese, pues, que tampoco hay América latina ni América anglosajona o germánica, sino América inglesa y América española, que se han hecho independientes, pero que no se han descastado.

La casta o la nacionalidad se funda en un organismo superior al de la unidad política del Estado, y persiste, aunque la unidad política se rompa. De aquí es que los americanos, en cierto alto sentido, sigan siendo ingleses, españoles o portugueses. Los negros, que fueron a América como esclavos, y que hoy son libres; los indios, más o menos salvajes, que se han cristianizado y civilizado, y la corriente ulterior de emigrados europeos, no bastan aún, ni acaso basten nunca, a destruir el núcleo, el centro orgánico que hace de los Estados Unidos un pueblo inglés; del Brasil un pueblo portugués, y de las demás repúblicas americanas, un pueblo español. Los americanos de los Estados Unidos han tenido que aceptar un apodo para distinguirse de los ingleses, y se llaman yanquis. En lo restante de América, si hay, por cima de las discordias y guerras, cierta comunidad de intereses y cierta fraternidad, al común origen ibérico se debe. Entre guaraníes, tupinambas, aztecas y caribes no hay lazo de unión; pero lo hay entre chilenos, argentinos, venezolanos, colombianos y mejicanos, en cuanto todos, por el origen, por el habla y por la cultura, son españoles. En virtud de este sentimiento, y a pesar de las gravísimas faltas políticas en que desde la emancipación de las colonias hemos incurrido todos, en ellas y en la metrópoli se advierte hoy y se acentúa cada vez más la propensión a reconocer, a conservar y a estrechar el vínculo íntimo y familiar que nos enlaza y aúna.

Es evidente que a ningún español que esté en su juicio se le puede ocurrir ya que vuelvan a constituir con España un Estado solo todos los españoles, que, ocupando inmensa extensión de tierra en el Nuevo Mundo, separado de Europa por el Atlántico, se emanciparon al fin y constituyeron estados independientes; pero esto no borra el sello de españolismo común a todos ni desbarata su fuerza unificante. Si esta fuerza obra a tan largas distancias y difundidas por tantas regiones, ¿qué no debe valer y qué cohesión no debe dar a un pueblo, encerrado en un espacio sin solución de continuidad y separado de los otros por los altos y fragosos Pirineos y por los mares?

Menester ha sido de un conjunto de circunstancias extraordinarias, de un verdadero prodigio histórico, para que en la Península sea y tenga cumplida razón de ser, además de la nación española, otra nación: la nación portuguesa. Menester ha sido, como ya hemos dicho, que ni en 1385, ni en 1476, ni en 1491, se realizase la unión y que permaneciésemos separados en el momento histórico, un siglo, de la más pasmosa expansión y brío del genio peninsular, el cual, no individuo, sino encarnado en dos, se derramó por el mundo, agrandó el concepto de las cosas creadas, se extendió por mares nunca navegados, descubrió inmensos continentes e islas y lo avasalló todo como a porfía. El Vicario de Cristo tuvo que tirar una línea para dividir el planeta que habitamos, y que nos partiésemos en paz su dominio. Orellana, viniendo desde Quito al Pará, navegando por el Amazonas, que descubre, y bajando luego hacia el Sur, se encuentra con Diego Correa en el lugar, que más tarde fue capital del Brasil. Ambos héroes se cuentan sus aventuras maravillosas. Nada simboliza mejor la acción separada, pero concorde, de ambos pueblos peninsulares. Bien pudo, al referir esto, exclamar sin jactancia vana el autor de Caramurú:


   Do Tejo ao China o portugués impera
d'un polo a outro o castelhano voa,
e os dois extremos da terrestre esfera
dependen de Sevilha é de Lisboa!



Se explica, pues, que dilatándose así por el mundo y creando al mismo tiempo una gran literatura, digna de tanta hazaña y de tanta gloria, e imperios futuros, donde esa literatura se continuase, y la lengua en que está escrita se hablase y siguiese escribiéndose, creasen los portugueses una nacionalidad distinta de la nacionalidad española y fundada en suficientes títulos y razones. Nunca, sin embargo, se contrapuso esa nacionalidad a la de España. En los buenos tiempos de Portugal, todo portugués se consideró español. El mayor encomio que se hacía de Camoens era llamarle príncipe de los poetas españoles. Y a pesar del dualismo, que tan altos sucesos justificaron, persistió y persiste la unidad superior, que hace de todos los españoles una misma gente, con la misma civilización y con el mismo genio o espíritu.

El señor Oliveira Martins, no sólo en su Historia de la civilización ibérica, sino en su Historia de Portugal y en todos los demás libros que de su fecunda e infatigable pluma han brotado, viene a dar testimonio de esta verdad y a corroborarla. Los mismos hechos la corroboran. Portugal, no por separarse de España, en 1640, ha vuelto nunca a elevarse a su antigua grandeza. Su decadencia y postración, así como sus períodos de relativa convalecencia y renacimiento, han sido desde entonces casi sincrónicos con los de España, dando así una prueba más de que no es la tiranía avasalladora de Castilla la que hunde o enferma las otras regiones de la Península, sino que el mal es uno, y el vicio, si le hay, es uno, y circula por todas las venas de toda la casta española, con un solo Gobierno, o con dos o con veinticinco. Si hay culpa, no es exclusiva de los castellanos, sino de todos los iberos.

A fin de mostrar esta unidad ibérica en civilización, en destino y en fines, ha escrito su libro el señor Oliveira Martins.

Yo declaro con franqueza que no estoy de acuerdo con mucho de lo que dice en los Pormenores; pero la afirmación capital es tan simpática, que sólo por ella me movería yo a hablar extensamente de él.

Muéveme, además, la elegancia, viveza y claridad del estilo del autor, su erudición y diligencia y la importancia de los puntos que toca.

No se extrañe, pues, que me detenga yo más de lo que acostumbro en el libro del señor Oliveira Martins, y que este artículo sea sólo introducción a los dos o tres, no menos largos, en que pienso dar cuenta del libro y juzgarle, según mi leal aunque corto saber.




- II -

Desde que Bossuet escribió su famoso Discurso sobre la Historia universal, y desde que, hace doscientos años, sobre poco más o menos, el napolitano Vico inventó o puso de moda la ciencia nueva titulada filosofía de la Historia, se han escrito no pocas obras, a fin de explicar las leyes providenciales o fatales que sigue la humanidad en su progreso a través de los siglos. Cada uno de los escritos que hay sobre la materia lo explica todo, según la filosofía fundamental o primera que sirve de guía al autor, y con la que procura quedar de acuerdo. De aquí que el autor, sin que de ello se percate y con perfecta buena fe, ya que no desfigure los hechos, los arregle, ordene y componga de manera que se ajusten y encajen bien en un sistema preconcebido.

A pesar de este inconveniente, la tal filosofía de la Historia tiene irresistible atractivo para todos los hombres. ¿Quién no desea explicarse hacia qué término camina la especie humana y a qué fin la conduce la Providencia divina, o la empuja o la arrastra al ciego impulso de la Naturaleza?

Resulta, pues, que hasta los que no son propiamente filósofos, esto es, los que no han construido una filosofía fundamental ni obedecen a la filosofía fundamental de otros, suelen filosofar sobre la Historia con filosofía incierta, borrosa y vaga. Este género de filosofía se llama tendencia, y este linaje de filósofos, incompletos e inseguros, pensadores.

Voltaire, en el Ensayo sobre las costumbres; Montesquieu, en el Espíritu de las leyes, entre los franceses, y entre los alemanes, Herder, si bien ya con más claro y determinado pensamiento filosófico, han dado a la estampa libros de esta clase. Después, y hasta hoy, los libros de esta clase han llovido y llueven.

El espíritu filosófico y la trascendencia que hay o quiere haber en ellos, han impregnado todos los libros de la Historia, ya universal, ya parcial, de nación, provincia o comarca, singular acontecimiento o biografía de personaje ilustre. En esta última clase de libros, a fin de que, con sólo leer el título, entienda el lector todo su alcance trascendental, suele ponerse, en pos del nombre del sujeto cuya vida se refiere, el aditamento de y su siglo, o con más modestia, de y su tiempo.

Desde hace muchísimos años y sin duda desde que prevalece esta moda, en España se escribe poco de todo y menos de Historia. Las historias se escriben principalmente en Francia, Inglaterra, Alemania e Italia, naciones hoy más adelantadas y mentalmente más fecundas. Y como cada escritor ha procurado dar el mejor papel a su patria y convertirla en foco de adelanto, civilización y mejoras materiales y morales, las gentes han ido eliminando a España y reduciendo su papel hasta el extremo de que el estado floreciente y aun maravilloso de este conjunto de bienes que la civilización nos ha traído, se considere que nace sin el concurso de los españoles, cuando no a pesar y despecho nuestro. Lejos de ponernos como iniciadores o colaboradores en la obra magna nos ponen como estorbos.

Cada escritor ha ensalzado a su nación y la ha puesto por cima de todas las otras con más o menos motivo. Para Guizot, en su Historia de la civilización en Europa, Francia va a la cabeza de los demás pueblos, y la pobre España tan a la cola, que todo se explicaría haciendo de nosotros caso omiso. En Buckle, Historia de la civilización en Inglaterra, Inglaterra se lleva la palma, y España es la peor tratada de todas las demás naciones. ¿Cómo habíamos nosotros de contribuir a la civilización, aturdidos, casi locos por el ridículo temor de Dios y el más cobarde miedo del diablo, que nos han infundido hasta los tuétanos los terremotos que afligen y conmueven con frecuencia nuestra Península?

Contra la soberbia y el desdén de estos historiadores semifilósofos, alemanes, ingleses o franceses, o sea hijos de una nación que tiene un pasado glorioso y que prevalece hoy, se han levantado escritores cuyos pueblos o castas, o de cayeron ya, o tienen sus grandes glorias civilizadores en flor y en esperanza. De estos últimos ha de haber bastantes en Rusia. En los Estados Unidos, nación nueva también, puede presentarse como curiosísima muestra a Draper. Su Historia del desarrollo intelectual de Europa, a la cual sirve de complemento el otro libro que ha escrito sobre Conflictos entre la religión y la ciencia, contiene una singular y para nosotros desconsoladora teoría, que puede interpretarse, si se quiere, en favor de los yanquis. Los pueblos forjan un ideal con la imaginación y la fe. Este ideal atesora en germen e incuba todo el progreso futuro. El germen se va desenvolviendo, fecundando y realizando, hasta que acaba y se agota. Es como un ovillo, del cual se saca hilo, hasta que el ovillo se acaba y no hay ya de qué tirar. Entonces termina la edad de la fe, y la edad de la razón comienza. El progreso se para. La raza o casta de hombres que le seguía se momifica o amojama. Así sucedió desde hace siglos en China. Así nos amenaza Draper con que sucederá pronto en Europa. Urge, pues, que los yanquis no se descuiden y creen a escape un nuevo ideal, bien preñado de futuros primores, porque sería un dolor que el amojamamiento o la impotencia de los europeos, ya inminente, porque se viene encima a más andar, pasase por herencia a los pueblos hijos de los europeos que se han establecido en la otra banda, y nos quedásemos sin ideal, estacionarios, chinificados y fósiles en las cinco partes del mundo.

Hay pueblos cuyas huellas están grabadas de modo tan indeleble y grande en la Historia, cuya acción ha sido de tal duración en sus efectos y cuyo pensamiento ha influido, con tal poder y persistente brío, que todo el orgullo de los pueblos que hoy predominan no puede borrar su glorioso pasado; pero ya que no lo borre, lo enturbia y achica, y, además, se venga, abrumando con su desdén a los descendientes, decaídos o degradados, de aquella raza, en otro tiempo enérgica y superior a las otras.

Ha dado esto ocasión a escritos brillantes en defensa de razas o pueblos menospreciados. Judíos hay que afirman que, a fin de que nos vayamos apercibiendo para comprender el judaísmo y lleguemos a ser capaces de aceptarle, nos dieron hace cerca de mil novecientos años, sacándolos del rincón más desdeñado y oscuro de su país un profeta y una doctrina que nos sirva de educación preparatoria.

En Italia, tan desdeñada en el siglo pasado y en la primera mitad del presente, el furor apologético ha producido toda una magnífica literatura anterior a la revolución y eficaz en ella, y en las guerras y sucesos que han hecho a Italia una como Estado. Nada más hermoso, ni de más ardiente elocuencia, ni más rico en este género, que El primado, de Gioberti. Yo no niego, porque soy muy dado a dudar, que ha de entrar por mucho nuestra pasión en el juicio; pero apenas habrá hombre del mediodía de Europa, aunque no sea italiano, que no dé la razón a Gioberti y que no se incline a creer, al menos cuando está bajo la impresión de la lectura de su libro, que Italia es la reina de las naciones, la maestra de las gentes y la tutora de los pueblos, y que no sacudimos su yugo político sino para caer en la tenebrosa barbarie de los siglos medios; ni desconocimos su magisterio religioso sino para lanzarnos en mil supersticiones absurdas y fanáticas; ni nos sustrajimos a su férula filosófica sino para inventar filosofías falsas y ruines, entre las cuales se atreve Gioberti a poner la de Descartes. Sin duda que en todas estas afirmaciones hay mucho que mermar y aun que echar por tierra; pero siempre queda en pie lo bastante para que, si algo se concede a la vehemencia encomiástica por contradicción, no parezca disparatado aquello que dice un personaje de una tragedia de Nicollini:


   ... Quando, o tedeschi, in mille
stupidi sogni che creo l'ebbrezza,
sognar potrete un avvenir che vinca
la memoria di Roma?



Por último, el pueblo más glorioso en la antigüedad, el pueblo de quien procede, sin que nadie pueda negarlo, casi todo lo grande de la civilización europea, si bien ha suscitado en ciertos momentos agradecida admiración y hasta adoración, lo cual llegó a su colmo poco antes y algo después de Navarino y se divulgó por el mundo con los versos de Byron y de Lamartine, ha sido también el más vilipendiado y escarnecido. Hasta ha venido a negarse la existencia de este pueblo en nuestros días; se ha supuesto que no queda gota de sangre helénica en los que hoy se llaman griegos y descienden acaso de pueblos bárbaros y diversos que acabaron con los verdaderos griegos mucho tiempo ha. Para algunos, el prurito de acortar la vida de Grecia ha ido hasta dar por terminada su historia antes de Alejandro. La grande expansión del genio de Grecia por Egipto y Asia hasta la India no cuenta ya como historia de Grecia. Esto es más irracional que si terminásemos la historia de la verdadera España con la guerra de los Comuneros y el imperio de Carlos V, que ya era flamenco y no español, como Alejandro fue macedonio y no griego. Del imperio bizantino se ha hecho el tipo de la degradación y de la vileza, declarándole bajo por excelencia. Natural era, pues, que Grecia tuviese, como ha tenido, apologistas y defensores de su propia casta y lengua que han tratado de probar la no interrumpida existencia del genio y del ser del helenismo y de la raza de los helenos hasta el día. La Historia del pueblo griego, de C. Paparrigopoulos, es la defensa más profunda, por sus pensamientos, elegante y bella por el estilo y rica por la erudición, que se ha podido hacer contra tales ataques.

Infiérese de lo dicho que en la Historia, tratada así con generalizaciones filosóficas, entra por mucho la inventiva, y que de los mismos hechos, aunque nada se altere, cuando se agrupan y presentan con distinto arte, se sacan también distintas y aun opuestas consecuencias. El deseo en cada autor de defender y de ensalzar a su patria o de sacar triunfantes sus opiniones políticas o religiosas hace que, aun sin que él lo advierta, los casos ocurridos se vengan a ofrecer a su mente ordenados de manera que le den la razón en cuanto previamente él ha construido. La Historia, pues, no puede jactarse de ser una ciencia muy exacta, sobre todo cuando se encumbra a ser historia filosófica, o, más aún, cuando quiere ser filosofía de la Historia.

Para dar a esta ciencia la posible exactitud, menester es, por lo mismo, que todos trabajen y que alegue cada uno los méritos y servicios de su gente, a fin de que todo se tome en cuenta y valga para decidir este litigio cuando aparezcan jueces bastante elevados e imparciales que lo decidan.

Lo malo es que siempre existió y siempre ha de existir algo que tuerza y malee la sentencia, por ejemplar que sea la rectitud de los jueces: el valer de cada litigante en el momento en que la sentencia se dé. Este valer y este poderío, si no sobornan, deslumbran. El pueblo que suministra a su Gobierno tres mil, cuatro mil o más miles de millones de pesetas, en vez de mil o menos; que tiene más de un millón de hombres armados, que posee hoy mucha tierra y que cuenta con muchos navíos guerreros, persuade al historiador a que vale más, no sólo en lo presente, sino en lo pasado, y a que no sólo es más rico, sino también más cuerdo y más sabio que el pueblo pobre que no tiene Ejército ni Marina con que avasallar y atemorizar a las gentes. Quien compara a una nación hoy pujante y triunfadora con otra nación abatida, se inclina sin querer a magnificar todas las cosas pasadas de la nación que hoy prevalece y a empequeñecer y denigrar cuanto fue cuanto hizo y cuanto valió la nación que decae.

Así es como España ha sido la nación más empequeñecida y denigrada en las historias filosóficas, en las filosofías de la Historia y en las historias de la civilización, que hoy se estilan y se escriben. El menosprecio ha sido tan contagioso, que los extranjeros han llegado a infundirlo en el ánimo de no pocos españoles. Al ver lo efímero que fue nuestro predominio, al considerar la bajeza a que hemos venido desde tanta elevación, asalta a algunos la duda de si la momentánea elevación fue fortuita o de si hay en nuestro carácter y en nuestro entendimiento defectos y vicios tales que no podían consentir que durara.

A este desdén desabrido que nosotros mismos nos inspiramos vinieron a unirse la ignorancia y la pereza, con todo lo cual la idea que formamos de nosotros se tornó cada vez más mezquina y cada vez nos sentimos más humillados en el cotejo que hacíamos de nuestra nación con Inglaterra, Alemania y Francia.

Justo es confesar que la simpatía generosa de sabios extranjeros contribuyó más que el esfuerzo de los españoles para sacarnos de este abatimiento y humillación de espíritu.

En los últimos años del reinado de Fernando VII creo que debe fijarse el momento en que estuvimos más hundidos, hasta en nuestro propio concepto.

De fuera vinieron, y sobre todo de Alemania, voces que nos volvieron a realzar a nuestros propios ojos y restituirnos la plena conciencia de nuestro valer. A mí se me figura a veces que en no pocos espíritus de españoles afrancesados debieron de sonar como desatinos las grandes alabanzas que llegaron de Alemania sobre nuestras letras, sobre nuestras artes y aun sobre mucho de nuestra ciencia y de nuestra civilización castiza, en todo lo cual apenas quería ya creer ninguna persona ilustrada de la Península.

Provino de aquí algo de anormal, contradictorio y un tanto cuanto risible. Salvo muchas y honrosas excepciones, porque no se puede generalizar sin hacerlas, tomando las agrupaciones en masa y no contando y comparando individuos aislados, ocurrió que los hombres más amantes del progreso moderno, fija la vista espantada en las altas novedades y en las ideas al parecer recién inventadas de países extraños, de todo lo cual estudiaban poco y mal y remedaban mucho sin maña, supiesen menos del propio país y tal vez apareciesen menos cultos y letrados, de cultura y letras propias, que los que eran acusados de retrógrados y oscurantistas.

Se daba un fenómeno harto lamentable. Para explicarnos nuestra decadencia se imaginaba o había existido realmente extravío o aberración monstruosa en la marcha de nuestra civilización y era menester renegar de lo pasado y condenarlo tomando los principios civilizadores de fuera, o entender mejor nuestro pasado, rehabilitar lo bueno de él, depurarlo de todo elemento deletéreo y continuar sobre él nuestro movimiento ascendente. Para esto se requería inspeccionar nuestro pasado con más exquisita diligencia y con crítica más aguda y desapasionada, y justo y consolador es decir que en tales estudios hemos tenido un fecundo renacimiento en estos últimos tiempos. Para nuestra historia política, Lafuente, Cánovas y Ferrer del Río; para la historia de nuestras leyes e instituciones, Colmeiro, Pidal y Cárdenas; para la historia de nuestra civilización en general, Tapia y Gonzalo Morón, y para la historia de nuestras letras, ciencias y artes, Amador de los Ríos, Valmar, Gayangos, ambos Guerra, Canalejas, Milá y Fontanals, Aribau, Menéndez y Pelayo y otros muchos han hecho estudios y han publicado libros, por cuya virtud podemos ya afirmar que no son sólo los extranjeros benévolos los que acuden a enseñarnos lo que somos y lo que hemos sido.

Causas semejantes producen en Portugal efectos semejantes. Allí también hay un renacimiento en todo linaje de estudio al empezar el segundo tercio de este siglo. El valer y la significación sociales, políticos y literarios de Portugal han sido examinados y puestos de realce por Herculano, Garret, Teófilo Braga, Latino Coelho, Adolfo Coelho, Rebello de Silva, López Praza, Castello Branco, Andrade Corvo, Pinheiro-Chagas, Soromenho, Cama-Barros y otros.

Si he de hablar con franca imparcialidad y observada cierta proporción, yo entiendo que los portugueses se nos han adelantado por la calidad y por la cantidad en sus estudios históricos durante este último período.

Entiendo asimismo que sus libros de más valer se distinguen de los nuestros por ciertos caracteres que provienen de las diferencias de las circunstancias y no de las diferencias de los ingenios.

El fervor del sentimiento religioso intransigente coincidió en Portugal con la pérdida de don Sebastián en África y la absorción del reino por España, mientras que en ésta coinciden el mayor poder y el más lozano florecimiento en ciencias, artes, poesía, teatro y todo, cuando España aparece más armada, más severa y más terrible en defensa del catolicismo.

Natural es, pues, que logre ponerse y se ponga en consonancia, con mayor facilidad, el más acendrado y vehemente portuguesismo con todas las ideas, opiniones y aun preocupaciones que hoy gustan y privan. En Portugal apenas se concibe hoy un hombre ilustrado que no sea muy liberal, en el más vulgar y rastrero sentido que a dicha calificación suele darse. Estando yo en Lisboa, recuerdo que no pocos portugueses de discreción y saber me mostraban su asombro de que Menéndez y Pelayo, Tamayo y Baus y otros sujetos así fuesen, según me decían, neocatólicos o clericales.

Por otra parte, todo el encono que las bizarrías y el predominio de los portugueses pueden haber promovido se quedó en África, en América, en la India y en otras regiones del Asia y del remoto Oriente, mientras que España, que intervino durante dos siglos en cuanto ocurría en Europa, que fue el campeón de una gran causa en larga y empeñadísima contienda religiosa y que sujetó al dominio de sus reyes muchos pueblos de Italia y del centro de Europa, produjo rencores y enojos que tal vez no se han extinguido aún en todas las almas. Asimismo, merced al vigor duradero de pasiones y creencias por cuyo triunfo combatió España, España, a par que odiada y vituperada, es aún ensalzada y amada por individuos y hasta por agrupaciones y partidos en quienes esas creencias y pasiones sobreviven y se agitan. Para Portugal, en cambio, no hubo ni odio ni amor. Los escritores y pensadores de las naciones que hoy predominan le dieron indiferencia y olvido.

A pesar de estas diversas circunstancias, y prescindiendo también de los intereses de mil géneros que tienen vivo en Portugal el sentimiento de su independencia como Estado, la fe en el iberismo, o sea en la unidad de civilización, de fin, de destino y de genio en todos los pueblos peninsulares, que vienen a ser así un solo pueblo, persisten en los pensadores portugueses más aún, si cabe, que en los españoles. El más claro testimonio de esta persistencia lo da el señor Oliveira Martins así en su Historia de la civilización ibérica, que me sugiere estas reflexiones, como en la mayor parte de los demás libros que ha escrito, y cuyo conjunto ordenado constituye una Biblioteca de Ciencias Sociales para el uso de sus compatriotas.

Dentro de esta Biblioteca, y prescindiendo de las obras que ha escrito aparte el señor Oliveira Martins, están su Historia de Portugal, El Brasil y las colonias portuguesas, Portugal contemporáneo, una Antropología, un libro sobre los mythos, otro sobre las instituciones, etc., etc. Todo ello forma como una enciclopedia portuguesa de ciencias históricas.

Yo creo que en estos volúmenes (que pasan de veinte, incluídos todos), y que muestran la actividad fecunda e incansable del señor Oliveira Martins, hay mucho de nuevo, original e interesante en lo que a Portugal exclusivamente se refiere: pensamiento propio y erudición de primera mano en las cosas generales, y en todo laudable claridad, elegancia y amenidad de estilo, conciso sin ser seco.

Sería exigencia absurda pedir al autor que sea todo suyo y que cree él sólo antropología, etnografía, lingüística, mitología comparada, etc., etc.; pero aun en aquello que es o que puede ser erudición de segunda mano, hay el mérito del que pone en orden, concierta y divulga, haciendo concurrir cuanto dice a la creación de un plan y de un sistema que le pertenecen.

Tarea superior a mis fuerzas, a mi tiempo y a mi facilidad para el trabajo sería el analizar y juzgar toda esta grande obra del señor Oliveira Martins, obra que, por otra parte, dista muchísimo de estar ni mediada, porque el autor se halla ahora en lo mejor de su vida, casi en la juventud, y lleva trazas de seguir escribiendo mucho. Es de los pocos autores que hay en la Península que toman el escribir por profesión, sin ser novelistas, periodistas ni dramaturgos, y que hacen del escribir cosas graves el más importante cuidado de la vida y no una distracción para los ocios en los manejos políticos o en las cesantías o sinecuras de los empleos.

Mi intento es hablar sólo de la Historia de la civilización ibérica, que contiene el pensamiento fundamental del autor, y que además nos interesa más que otras de sus obras por el asunto que dilucida.

Si se pudiera determinar y definir con rigor dialéctico ciertas palabras usuales que todos los hombres tienen de continuo en los labios, se ahorrarían muchísimas disputas; pero precisamente estas palabras son las que tienen significado más vago y flotante y más diverso, según se emplean. ¿Qué es nacionalidad? ¿Qué es patria?

Yo creo que el primer concepto que de esto formamos antes de estudiarlo reflexivamente nace del sentir más que del pensar. Todo hombre ama al lugar donde ha nacido, y este amor, que sería meramente animal o misteriosamente fisiológico, si se limitase a la estancia, al edificio, al cortijo, villa o ciudad en que vimos la luz por vez primera, se consagra a toda una gran extensión de terreno, cuyos habitadores están ligados por un Gobierno mismo, hablan tal vez idéntico idioma, llevan ya bastante tiempo de estar unidos y han hecho juntos mil cosas, que ve con orgullo el que pertenece a la asociación por ser obra de sus padres o hermanos. Estos sentimientos son tan naturales e irreflexivos, que allá en las antiguas edades, cuando la imaginación suplía la falta del saber, ya se ideaban caudillos semidivinos o inspirados profetas que daban leyes, cohesión y ser al pueblo, ya héroes patriarcales, de cuyos riñones fecundos había salido por generación el pueblo todo, tomando su nombre, como toma ahora cada cual el apellido de su padre legítimo.

Las cosas han variado mucho: los hombres no son ya tan candorosos; se sabe más y se fantasea menos, y, aunque por fe sigamos creyendo que los agarenos vienen de Abrahán por Agar, y los sarracenos de Sara, y de Ismael los ismaelitas, y de Israel los israelitas, nadie asegura ya que hubiese un Heleno, de quien provengan los helenos, ni un Italo, ni un Hispano, ni casi un Rómulo, que diesen nombre y ser a Italia, España y Roma.

Italia y España existen, no obstante, y son algo más que una expresión geográfica. La Naturaleza ha aislado casi estas regiones, separándolas de las otras por el mar y por altas cordilleras. Y como los pueblos que sucesivamente han ocupado estas regiones se han ido amalgamando, han creado para entenderse un idioma o dos o tres, aunque muy semejantes, y han acometido y llevado a cabo de acuerdo empresas y propósitos, y han formado o han aspirado a formar en distintas épocas cierta unidad política. Cualquiera, por escéptico que sea, y provisoriamente, reservándose el responder a las objeciones o el modificar su opinión si no logra responder a ellas, entiende que España es una nación y todo el nacido en España pertenece a la nacionalidad española.

Por cima del lazo político, que no existe hoy entre Portugal y el resto de España; por cima de la diversidad de lenguas, ya que en Portugal hay una lengua literaria y en la España restante otra, o, mejor dicho, dos o tres, pues no hay razón para negar la calidad de lenguas literarias a la catalana y a la gallega, se da algo de común que hace todos cuantos viven hoy en España una misma gente, y aun incluye en esto a cuantos de España han salido en el momento de su mayor expansión y han llevado su sangre, su cultura, su habla y su modo de ser a remotísimas regiones.

Dentro, pues, de la civilización europea, pero con independencia y originalidad y rasgos característicos que la distinguen, sentimos que hay una gente española y una civilización española que prueba la unidad de esta gente.

En el Siglo de Oro de Portugal y de España, al portugués más acérrimo no se le ocurría negar su calidad de español. Se distinguía, sí, de castellanos, aragoneses, catalanes, andaluces o gallegos; mas para él eran españoles todos. Su gran Camoens era el príncipe de los poetas españoles; España, con Portugal, era la cabeza de Europa toda, y Portugal, parte de España, era como la coronilla o vértice de la cabeza.

Este mismo modo de pensar sigue en el día, si bien, para evitar confusiones y para dar satisfacción a cierta pudibundez autonómica, se califica de ibérico lo que se calificaba de español entonces. Por esto el señor Oliveira Martins llama a su libro Historia de la civilización ibérica; pero, llámela como la llame, en el mero hecho de escribir el libro con sólo poner el epígrafe, afirma la unidad del pueblo y los caracteres propios y exclusivos que le distinguen y separan de los demás pueblos de Europa. Poco importa que a este pueblo uno le llame español, o no se atreva a llamarle español, y le llame ibero.

Presupuesta la unidad, que enlaza a los hombres de la Península hispánica y que los separa de los demás hombres de Europa, el señor Oliveira Martins trata de explicarla y descubrirla y de cantar sus glorias. Esto constituye su libro, del que con rapidez voy a dar un resumen impugnando varios asertos o más bien haciendo salvedades y distinciones ya que disto bastante de estar en todo de acuerdo con el señor Oliveira Martins.

Lo primero que se nos dificulta y que nos causa cierta repugnancia sobre todo al principio, cuando nos coge de susto y desprevenidos, es que el señor Oliveira Martins atribuya a los iberos una cualidad peculiar, con la cual los distingue de la demás gente de Europa, pero con la cual se diría también que nuestro autor quiere hacer gala del sambenito. No sé a qué denigrador de España se le ocurrió la siguiente frase, que hizo fortuna y circuló mucho: «El África empieza en los Pirineos.» Pues bien: el autor portugués sostiene la afirmación. A sus ojos, entendidas las cosas de cierta manera, en los Pirineos empieza el África. Los españoles somos principal y esencialmente africanos.

La verdad es que, al calificarnos de tales, lo hace en son de alabanza, y como tal suena, cuando se atiende a que, si desatendemos la hipótesis y conjeturas que hoy se forjan sobre protoescitas, atlantes y otros pueblos inteligentes, civilizados y civilizadores, que vinieron de la Atlántida, que se hundió, o sabe Dios de dónde, casi toda grande y fecunda civilización nace a orillas del mar Mediterráneo, y la más antigua, la de Egipto, es africana.

En el origen, esto es, quince o dieciséis siglos antes de la Era cristiana, podrían ser los españoles unos con los libios; pero es recia para aceptada la duración de esta identidad o semejanza hasta ahora, ni se puede creer que en el ibero del día persista algo de común, salvo la condición de hombre, que justifique nuestro cercano parentesco con el berberisco, el tuareg o el cabila.

La ciencia reciente llamada filología comparativa ha puesto en moda a los arios. La mayor parte de las naciones europeas presentan como título de nobleza el ser arias o arianas. Yo entiendo que, con no menor razón y hasta el mismo punto, pueda la nación española darse este título. Los arios, al penetrar en Europa, no la hallaron desierta, ni es de creer que exterminaron o aniquilaron a los habitadores de Germanía, de las Galias, de la Gran Bretaña, antes de fijarse en dichos países. Rusia es seguro que estaba ocupada por tribus turaníes y por otras razas inferiores antes de que vinieran a Rusia eslavos, o sea arios. Es evidente, pues, que los arios vinieron por toda Europa a ser una casta superior dominadora, la cual impuso su lengua y transformó en arianas a las poblaciones primitivas; pero el fondo de la población hubo de ser de otras razas, si bien no tan inferiores que no se fundiesen con el pueblo conquistador y predominante. No sucedió en Europa como en la India, donde el ario dominador permaneció separado del pueblo anterior, vencido, formando sobre él una aristocracia sacerdotal y guerrera.

Al llegar a España los primeros navegantes fenicios se debe presumir que la hallaron tan ariana como podía estarlo entonces cualquiera otra nación de Europa. Los celtas, fundiéndose con los iberos, habían dado ser a los celtíberos y ocupaban el centro de España. Hasta donde estas conjeturas sobre casos tan antiguos pueden tener algún fundamento, había regiones, sobre todo hacia Occidente, donde prevalecía el elemento ario o celta, y otras regiones, las más cultas entonces, donde la sangre ibérica prevalecía; así, por ejemplo, el país de los turdetanos, cuyas leyes, poesías y cultura ponderan los antiguos historiadores.

¿Qué lengua hablaban y de dónde provenían estos turdetanos y demás iberos puros? ¿Eran una raza caucásica, como, entre otros, se inclina a creer el padre Fidel Fita en un discurso que leyó en la Academia de la Historia? ¿Hablaban el idioma que aún persiste con el nombre de vascuence? ¿Eran de la misma casta que los númidas y mauritanos o que los berberiscos de hoy? ¿En qué familia de lenguas, aun suponiendo que por toda la Península se extendía antes de la invasión de los celtas, debe colocarse la lengua éuscara? De todo esto se sabe poquísimo.

Pero, aun dado por seguro que los vascos eran libios y que ocupaban antes de la invasión de los celtas y de la colonización de los fenicios casi todo el territorio español, todavía no constituye esto una singularidad favorable o adversa para los españoles. Si hemos de creer a Guillermo de Humboldt, los vascos no ocupaban sólo España, sino también Sicilia, Cerdeña, Córcega, el norte de Italia y toda la Galia narbonense, cuyos habitantes serían, por ende, tan africanos como nosotros.

Ya examinaremos los argumentos del señor Oliveira Martins para probar por qué, según él, persiste más entre nosotros, permítaseme la palabra, el africanismo. Yo creo que a formar la nacionalidad española, dando a los que la constituyen cierto carácter homogéneo, concurrieron, fundiéndose, multitud de razas y pueblos distintos, más acaso que en otras regiones, y sin duda el suelo, el clima y el giro o marcha de los sucesos imprimieron después un sello peculiar a esta fusión, en la que no puede decirse que entren más elementos africanos o kusitas que semitas o indoeuropeos. Si dejando a un lado por ahora el estudio de las instituciones y los casos históricos, y la manifestación del pensamiento español, en hechos y en dichos, en letras y en armas, en la especulación y en la acción, nos concretamos sólo a ver la encarnación más someramente sensible del genio de la raza, la lengua, los españoles o iberos son un pueblo neolatino. El portugués, el castellano y el catalán son tan hijos o más hijos del latín que el mismo italiano. Para los que no somos zahoríes de etimologías, difícil es hallar en castellano muchas más palabras bereberes que acebuche, por ejemplo. Las palabras semitas que debieron dejarnos los fenicios, judíos y cartagineses son contadísimas también, y la constitución indoeuropea del idioma propende a expelerlas de él de continuo. Cohen, verbigracia, que era sustantivo común en el siglo XV, sólo subsiste ya como apellido. Cierta palabra obscena y malsonante, por desgracia harto usada aún como nombre y como interjección, dicen que es también de origen hebreo. Pero fuera de esto, y salvo algunas frases o giros que, o bien los rabinos que tradujeron la Biblia o escribieron en castellano, o bien algunos sabios que sabían hebreo como fray Luis de León, hayan podido introducir, nada hay por donde se parezca nuestra lengua a la hebraica. La tesis paradojal que sostuvo en cierta ocasión don Severino Catalina en un discurso académico, fue sólo para lucir la agudeza extraordinaria de su ingenio.

Los árabes, y los berberiscos más que los árabes, han dominado durante siete siglos nuestra Península, y apenas quedan huellas del idioma o de los idiomas que hablaban en la lengua que hoy hablamos. En el vocabulario de Engelmann y Dozy habrá poco más de mil palabras de origen arábigo o berebere, y muchas de estas palabras han caído ya en desuso; otras, aunque se usen aún, tienen su sinónimo indoeuropeo, como alhucema, alfoncigo, alcayata y almoraduj, y otras por expresar objetos arábigos o cosas técnicas, arábigas en su origen, están en todo idioma culto lo mismo que en el nuestro. Así, álgebra, albornoz, cadí, etc.

Se infiere de lo dicho que España, si no fue aria por origen, se hizo aria o se latinizó por asimilación más pronto y más profundamente que otras provincias del Imperio romano. Los bárbaros del Norte que la invadieron y dominaron durante tres siglos, modificaron el ser de ella menos que los bárbaros del Norte al invadir y dominar otros países. En nuestras leyes, en nuestras instituciones, en nuestra lengua, dejaron menos huellas de germanismo. Sin duda que en español hay menos palabras de origen germánico que en francés y que en italiano. La tierra misma conservó su nombre de España. Los bárbaros no le impusieron otro, como Galia, que se llamó Francia, y Bretaña, que vino a llamarse Inglaterra. Induce todo esto a creer que España, informada por el espíritu de la civilización latina, adquirió cierta unidad instintiva y tuvo cierto genio colectivo, suyo propio, ya desde el tiempo de los romanos, y aunque no pudo constituir como nación una firme y resistente unidad política, tuvo carácter nacional indeleble desde entonces, carácter cuyos rasgos no acertaron a borrar ni a alterar los visigodos y demás pueblos que en el siglo V la invadieron, ni después, durante siete siglos, los árabes y los berberiscos.

El señor Oliveira Martins, aunque obstinado en afirmar nuestro berberisco origen, conviene en la organización de España como nación después de la ocupación romana. «Esta ocupación -dice- hizo de un pueblo semibárbaro y casi nómada, como lo era su hermano de África, una nación en el sentido europeo de la palabra, esto es, una reunión de hombres congregados por un sistema de instituciones fijas y generales, y unidos no sólo por un pensamiento moral, sino también por lazos de orden político. El carácter de esos lazos era romano y procedía del fondo de ideas de los pueblos indoeuropeos. El dominio de Roma, a más de dar a la nación constitución y forma exterior, le reveló un orden de sentimientos y de nociones que la nación se asimiló, y que la apartaron para siempre del sistema de los pueblos a que por la raza parece haber primordialmente pertenecido. A la vida berebere sucedió una existencia socialmente culta; la aldea o el aduar se volvió ciudad, y la tribu fue absorbida en el seno del Estado.» Todo esto podrá ser cierto; pero la rapidez con que esa asimilación se hizo, la firmeza con que después se sostuvo y la fertilidad y el brillo con que dio frutos desde luego y en lo sucesivo, prueban, o que los bereberes de España eran muy civilizados y listos, o que el clima y el suelo españoles ejercieron mágico efecto en la cultura de sus habitantes, viniesen de donde viniesen. No creo que las dos más gloriosas naciones europeas, Inglaterra y Francia, que estuvieron también bajo el dominio de Roma, se civilizasen antes a pesar de no ser bereberes, ni dieran más fruto de civilización mientras duró ese dominio o prevaleció su influencia después, a pesar de la invasión de los bárbaros.

Cicerón elogia ya a los poetas de Córdoba. España dio a Roma a Balbo, a Marcial, a Silio Itálico, a Columela, a Quintiliano, a Séneca y a Lucano. España le dio sus más grandes emperadores: Trajano, Adriano y Teodosio. Y la prolongación de esta cultura, fecundada ya por el cristianismo, nos dio el más sublime de los poetas cristianolatinos, a Prudencio y a los Leandros, Ildefonsos e Isidoros.

Convengo en que esto no prueba que los españoles no sean africanos de origen: que el África no empiece en los Pirineos: África también dio a la Iglesia latina a Tertuliano y a San Agustín; pero esto prueba que España, desde un siglo antes de Cristo hasta el año 700 después de Cristo estuvo tan civilizada y contribuyó tanto a la civilización del mundo romano, ario y católico, como las regiones más florecientes del norte de África, y como Bretaña y las Galias.

Me detengo tal vez demasiado sobre este punto porque, si bien el señor Oliveira Martins no tiene intención de ofendernos cuando nos califica de bereberes por el origen, otras personas menos benignas nos dan la misma calificación para humillarnos. Ya reinando Felipe II hubo un Papa a quien se le hacía tan insufrible el dominio español en Italia, que nos llamaba a su modo bereberes, «malditos de Dios, simiente de moros y de judíos, viles, abyectos y hez del mundo».

Ahora he oído decir que el señor Pompeyo Gener acaba de publicar un libro titulado Herejías, que no ha llegado aún a mis manos, donde supongo que sin saña y por puro amor a la ciencia trata de bereberes a los castellanos y andaluces, y así explica un cúmulo de vicios y defectos que halla en nosotros transmitidos por herencia.

Tal manera de discutir me parece poco fundada, por varias razones; porque no es evidente que seamos más bereberes que otra cualquiera casta, y porque, aun siéndolo, no es lícito afirmar, en todos los bereberes habidos y por haber, cierta irremediable propensión a mil cosas malas: cierto fermento o levadura viciosa en la masa de la sangre. ¿Estaría bien, por ejemplo, que dijésemos que Cataluña fue tan poblada de alanos, y que los alanos prevalecieron tanto allí, que le dieron nombre e hicieron que los catalanes o gotialanos fuesen medio alanos todavía? Esto no tendría otro valer que el de un chiste de pésimo gusto, como el de motejar a los andaluces de hoy de vándalos o de berberiscos. Por esta cuenta, ¿qué no podríamos decir de los húngaros, que tal vez desciendan de los hunos? ¿Qué de los búlgaros de hoy, si provienen de los antiguos búlgaros, cuyo nombre, algo disfrazado sirvió para designar a los sujetos a quienes mancha el más sucio de los vicios? ¿Y qué de algunos pueblos del Imperio ruso, que tal vez descienden de tribus nómadas que los griegos ponían por allí, designándolas con los apodos más espantosos, como, verbigracia, los phtheirófagos? No me parece que contribuya mucho a la civilización el deleitarse con tan inmunda comida, ni menos que los rusos de hoy conserven de abolengo tan asquerosos y depravados apetitos.

La manía de jactarse de ser más arios unos que otros o más indoeuropeos de estirpe, no es tampoco muy racional. ¿Quién fija hoy la dosis de sangre aria que entró en la confección de cada pueblo moderno de Europa, en proporción a la dosis de otra sangre menos ilustre? ¿Quién hará bien el análisis de los elementos naturales que han formado por combinación cada pueblo? Y aun hecho este análisis y determinada la respectiva cantidad de elemento ario, ¿es este elemento siempre de igual calidad, como los elementos simples de la Química? Pues qué, ¿no hubo arios mejores y peores desde ab initio? ¿Cómo hemos de comparar a los suevos y godos o a los anglos, bárbaros groserísimos y rudos cuando ingresaron en Europa, con aquellos arios tan poéticos y finos, que ya veinte o veinticinco siglos antes habían bajado a la India desde las faldas del Parapamiso, con richis inspirados que iban componiendo y entonando los más hermosos himnos del Rig-Veda?

Debe, pues, conjeturarse que si después los portugueses y los ingleses han valido más que los habitantes de la India y han ido por allí a dominarlos, no es por el elemento ario que tenían, elemento cuya calidad era evidentemente inferior a la del de los indios, sino por otros elementos y razones. Y debe, por último, conjeturarse que nada importa el suponer que haya mucho de africano o de berebere en los españoles primitivos. Cuando, por lo pronto, que un siglo antes de Cristo y durante siete siglos después aparecen estos españoles en letras, en instituciones y en todo como el pueblo más europeizado y más romanizado acaso después de Italia.

Confesemos, sin embargo, que a un español que mire los sucesos y los juzgue según el criterio de ahora, sin trasladarse en espíritu a otras edades, para entender bien los sentimientos de entonces, la conquista de España por un puñado de muslimes tiene que aparecerle como una vergüenza. Así es que este español, a fin de no avergonzarse, suele no entrar en averiguaciones y fantasea un ejército innumerable, una muchedumbre sin cuento de árabes, de moros, de sirios y de egipcios, los cuales se vuelcan sobre la pobre España. Debajo de las velas desaparece el mar cuando vienen navegando, y cuando desembarcan, cubren y abruman la tierra con el peso de sus armas; deslumbran con el brillo funesto de sus acicalados y truculentos alfanjes, y oscurecen la luz del sol con las nubes de polvo que levantan sus corceles.

Por dicha, el que se hace cargo de lo que era el mundo al empezar el siglo octavo de nuestra Era, no necesita fingirse todo eso: le basta y aun le sobra con los diez o doce mil hombres que trajo Tarik para cohonestar la pronta sumisión de España al yugo sarraceno. Entonces, y aun algunos siglos después, no se necesitaba de más gente para conquistar una nación. De seguro que no llevaría tanta gente Guillermo el Bastardo cuando conquistó a Inglaterra.

En ninguna parte había nacido aún el patriotismo enérgico, comprensivo y valeroso, que une para la defensa común a millones de hombres que ocupan región extensísima. El patriotismo, o lo que hizo sus veces en la antigüedad, fue la leal devoción a un jefe, a unos dioses o a una tribu, o bien el deber del individuo libre, socio de una ciudad o pequeña república, por la cuál estaba dispuesto a sacrificarse, ora se llamase esta ciudad Atenas o Esparta, ora Astapa, Numancia o Sagunto. Una de estas ciudades, más sabia y fuertemente organizada que las otras, y con mayor aliento y virtud, mafia y fortuna, logró enseñorearse de lo mejor del mundo; le dio leyes y la redujo a cierta unidad culta y política. Dilatado así el patriotismo estrecho de la ciudad, vino a identificarse con el orgullo del ciudadano romano: se convirtió en sentimiento católico, en el sentido amplio que tiene por etimología la palabra. Triunfante después la religión de Cristo, ese alto sentimiento de solidaridad se extendió, se magnificó y se hizo religioso; pero la tardía conversión del Imperio no pudo hacer que se unificara con el patriotismo romano.

Recuerdo que en 1848, cuando el partido güelfo estaba en Italia a la cabeza de la iniciada revolución, de que era Pío IX el ídolo, los patriotas italianos eruditos, clásicos y católicos, que llamaban bárbaros a los austríacos, ponían con frecuencia la hipótesis de lo mucho que hubiera ganado el mundo si el lábaro hubiera aparecido en tiempo de Augusto o de Trajano fundiéndose la antigua civilización y el Imperio con la religión nueva, que los hubiera purificado sin duda. Pero, en fin, cuando esto no fue es porque no debía ser, y más pareció que el cristianismo vino a destruir que a reformar la antigua sociedad y el Imperio. Juliano, considerado el asunto mundanamente, como patriota romano tuvo alguna razón para su apostasía. Su muerte, cuando iba a combatir a los persas, fue celebrada con mal reprimido júbilo por la Iglesia. Y aun ya triunfante ésta, yo entiendo que en San Agustín, en Orosio y en Idacio, a pesar de la ferocidad de los bárbaros, se advierte no sé qué conformidad, que se asemeja a la aprobación, en la ruina del Imperio, cual justo castigo del Cielo.

Tampoco la tardía conversión de los godos del arrianismo al catolicismo pudo hacer que se unificaran los vencidos hispanorromanos con los godos dominantes en un sentimiento de patriotismo común, antes bien el idéntico sentimiento religioso de la Iglesia española y de la aristocracia bárbara, mostrándose en intolerancia cruel, sirvió para sembrar discordias y odios y para enajenar las voluntades de los judíos, fieramente perseguidos, y de la baja plebe de los campos, tal vez pagana aún.

Como quiera que sea, la fusión de las razas en un completo sentimiento común, que hace brotar la nacionalidad española, tal como la nacionalidad se entiende en el día, ocurre después de la Reconquista, sin que esto sea causa de que España, como nación moderna, poderosa e influyente en los destinos de la Humanidad toda, aparezca más tarde que Francia, Inglaterra y Alemania.

Ya veremos, siguiendo al señor Oliveira, cómo esta nación aparece y cómo se manifiesta su acción una y enérgica en el mundo, a pesar del dualismo de portugueses y de castellanos.




- III -

Sean las que sean las gentes que nos dieron origen o fueron la estirpe de la nación española, es un hecho que desde poco después de la conquista romana, hasta principios del siglo XVIII, España aparece como uno de los pueblos más cultos, más latinos y más impregnados e inspirados por el espíritu de la civilización europea.

Confieso ingenuamente que yo no tengo segunda vista histórica ni erudición bastante para determinar aquí de qué suerte, en el ánimo de los hombres, que desde uno o dos siglos antes de la Era cristiana, hasta siete siglos después, vivieron en nuestra Península, se había formado el concepto de nacionalidad o algo que se le pareciese y en que se fundase el amor de la patria. Lo que no se puede negar, lo que se ve a las claras, es que, si en España hubo tan largo período, durante ocho o nueve siglos, algo que fuese o se acercase a la unidad, se debió a un poder extranjero: a los romanos y a los visigodos. Atados por este lazo extraño, había, sin duda, pueblos diversos por su casta, por su religión y hasta por su lengua: judíos, griegos, romanos, suevos, godos y otros muchos linajes de hombres, entre los cuales es difícil concebir algún rasgo característico común que les diese homogeneidad.

El español de ahora, no obstante, extendiendo la idea de la patria, del pueblo suyo, hasta edades en que en realidad no existía, se interesa por los hombres de entonces, como si fuesen sus conciudadanos, y se enorgullece de todos sus triunfos en letras y en armas; por la acción y por el pensamiento, Viriato nos parece tan español como el Empecinado o como Mina; nos jactamos de la heroica barbarie de Sagunto y de Numancia, como de la tremenda resistencia que opuso en nuestro siglo Zaragoza a las huestes de Napoleón; y Silito Itálico, Séneca, Lucano, Prudencio, los Leandro e Isidoro, y hasta remontándonos a épocas prehistóricas, los poemas de los turdetanos, que por referencia se aplauden, cuentan para nosotros como glorias no menos españolas que los dramas de Calderón, las obras de ambos Luises y las poesías de Zorrilla, Quintana y Espronceda. Del mismo modo, todos los crímenes, miserias y bajezas de los hombres que hubo en España desde que hay recuerdo histórico, o nos avergüenzan a nosotros, o valen para que nos zahieran los extranjeros y saquen la consecuencia de que ahora somos lo mismo y de que seguiremos siéndolo siempre.

Es evidente, pues, que en la formación de todo pueblo entran dos elementos distintos, que nos atreveremos a llamar la naturaleza y la idea. Hasta la fusión de estos dos elementos no surge por completo el pueblo distinto y bien determinado; pero antes hay algo como base de ese pueblo: antes hay la patria, el suelo en que hemos nacido, cuyo clima y demás condiciones naturales influyen poderosamente en la formación de la nación futura. Sobre ese suelo y bajo el influjo de su clima y demás naturales circunstancias viene, con el andar de los siglos, a constituirse la nacionalidad, merced a la fuerza plasmante de la Historia, la cual trae el otro elemento que hemos llamado la idea, obra del espíritu.

La Historia, tomando las palabras en su más recto sentido, es sobrenatural, es lo que el espíritu va creando y añadiendo a la Naturaleza. Los que creemos en Dios, creemos en que Él hace todas las cosas que son, con conciencia de que las hace; y los que en Dios no creen, sostienen que las cosas siguen fatal e indefectiblemente su proceso; pero ni en un supuesto ni en otro hay en esto verdadera historia, ya que todas las mudanzas, transformaciones y evoluciones se realizan en virtud de leyes de que no tienen conciencia ni conocimiento las cosas mismas que ciegamente se mudan, se desenvuelven y se transforman. La verdadera Historia nace con la conciencia del ser humano, es hija de su espíritu, es el desarrollo de su idea, la cual se apropia y humaniza la Naturaleza de dos modos: comprendiéndola en la mente y transformándola o añadiendo a ella lo que el espíritu humano va poco a poco creando.

Todo el conjunto de cosas que crea el espíritu humano se llama civilización, y dentro de esta civilización general están las nacionalidades con sus diversos caracteres, miras y fines o propósitos.

Una nación es, pues, obra de arte, creación de nuestra voluntad o de nuestro ingenio; pero el ingenio humano no saca de la nada lo que crea y toma para crear elementos naturales que a ello se prestan; y si no, no logra su fin, por grande que sea su conato.

Entendidas las cosas así, y dando al concepto de nación el valor que hoy tiene, no se puede decir que hay nación española hasta fines del siglo XV. Aún es más: si por nación hemos de entender un solo Estado con un solo organismo político, aún no hemos llegado a ser nación y tal vez nunca lo seamos; pero el prurito de serlo, luchando, sin duda, con otros sentimientos regionales y separatistas, existe desde el siglo XV, por lo menos, y con ese prurito existe una idea, un genio, un espíritu común a todos, que nos une entre nosotros y nos distingue y separa de los demás pueblos europeos, con los cuales formamos, no obstante, cierta superior comunión, y hemos creado y seguimos creando una civilización más alta y comprensiva.

El sentir, el ser y la energía de esta comunión de varios pueblos de Europa, que se adelantan al resto de la Humanidad y la educan y la modelan a su modo, nacieron antes, fueron mucho antes de que apareciesen las naciones modernas, cuales hoy las comprendemos. Grecia primero, después Roma, conquistadora y gentílica, y, por último, el Cristianismo, tomando a Roma por centro y núcleo de su unidad, crearon y conservaron esa comunión, y más bien realizaron sus empresas movidos de ese espíritu universal o católico, que de un espíritu de nacionalidad estrecho y exclusivo. Dentro de esa comunión descollaron, desde que las reunió bajo su poder el Imperio romano y después la Iglesia, Italia, España, Francia y la Gran Bretaña; esto es, las regiones que hoy se llaman así y los hombres que sucesivamente las habitaron; pero italianos, franceses, españoles e ingleses, con marcada nacionalidad, no hubo hasta muchos siglos después.

Cada uno de estos países, unido bajo el poder material de Roma, por algún tiempo, no bien el lazo material se rompe y sólo queda el espiritual y religioso, aparecen como moldes en que vienen a caer simultánea o sucesivamente mil razas y castas diversas, las cuales, amalgamándose, después de lenta elaboración, producen la nación futura con su índole propia. El catolicismo romano, en toda su latitud, ha sido el fondo común, el principio que nos enlaza todavía. Del clima, de la condición de cada suelo y de la idea nacida en la mente de cada una de las castas provenientes de la fusión, ha surgido la diversidad de caracteres nacionales.

Sin duda que un inglés cualquiera, a no ser muy insignificante y vulgar y, permítaseme la expresión, muy descastado o desteñido, hasta sin hablar palabra, nos dejará ver que es inglés, aunque se esconda entre doscientos o trescientos hombres de otras naciones. Y, sin embargo, pocos países, a pesar de ser una isla, han sido más invadidos y conquistados hasta el siglo XI, en que fue la conquista de los normandos. «Lo que resulta -como dice el historiador acaso más juicioso y sabio que últimamente han tenido los ingleses de cosas de Inglaterra, el autor de The making of England- es que pocas naciones son de origen y sangre más mezclados que la nación inglesa. No hay inglés vivo que pueda decir con certidumbre que la sangre de todas las razas que hemos mentado no corra por sus venas.» Y, no obstante, Juan Ricardo Green, que así se llama el historiador, afirma que el inglés, desde un dado momento histórico, queda inglés, a pesar de las mezclas. La fuerza de crear el inglesismo, digámoslo así, aparece en un momento dado. Después, esta fuerza repele o absorbe y asimila todo elemento nuevo; le arroja de sí o le hace inglés. Sostiene Green que esta fuerza, la condición de ser inglés y la virtud de transformar en inglés, nace después de la conquista de los anglosajones.

Se combinan entonces la viveza, la movilidad y la imaginación del celta con la profundidad y energía del teutón, y surge el carácter inglés en toda su grandeza. Después de esto, daneses, normandos y demás pueblos que inmigran en Inglaterra, o refugiándose allí, o conquistándola, son, según el autor que cito, tranquilamente absorbidos en un solo pueblo, cuya forma social y política estaba ya fija. Las modificaciones ulteriores del tipo inglés más parece que se deban al transcurso del tiempo y de los sucesos, al desenvolvimiento de la idea, que a la mezcla de nuevas razas.

En la afirmación de Green hay cierto orgullo insular, cierto protestantismo boreal y lato, que nosotros no podemos ni queremos tener, y que no tenemos. En los elementos que pone para crear el tipo inglés, olvida algo de muy esencial: la civilización romana civil y religiosa. Nosotros ponemos todo esto, y no creemos que ni el celta, aunque también hubo celtas en España; ni el teutón, aunque teutónicos eran los visigodos y otros pueblos del Norte que invadieron la Península y la dominaron, influyesen en gran manera para fijar el tipo nacional. El principal elemento fue algo de europeo, de latino, de católico, que había ya comenzado a hacer la fusión y que apareció como núcleo de la nación futura entre los refugiados de las montañas de Asturias poco después de la invasión musulmana. Se diría que este romanismo, esta absorción del elemento germanicoboreal y la aparición del pueblo neolatino vienen significados en el nombre del primer héroe y rey casi mítico que se llama Pelayo.

Los pueblos del Norte, que invadieron y despedazaron el Imperio romano, ¿quién sabe hasta qué punto remozarían las razas conquistadas en Italia y en España, y aun en Francia misma, con la transfusión de su sangre joven, vigorosa y sana? Pero, salvo este fenómeno fisiológico, difícil de apreciar después de tanto tiempo, los pueblos del Norte hicieron poco o nada de muy estable en nuestras tierras.

Lo que sí puede asegurarse es que por lo pronto, y al contacto de la civilización romana, se marchitaron; tomaron todos los vicios cultos, refinamientos y molicies, y no desecharon la ferocidad nativa.

El señor Oliveira Martins dice, con razón, en mi sentir, que España fue conquistada, pero no germanizada. Ni siquiera nos trajeron los bárbaros el decantado individualismo germánico: cierto supuesto embrión de liberalismo venidero. «Alemania -dice nuestro autor- es hoy aún la nación de derecho divino: la última, si se exceptúa Rusia, en abolir la servidumbre; e Inglaterra también es hoy una nación feudal o aristocrática, a pesar de las invasiones del espíritu burgués, y aún vive apoyada en un sistema de tradiciones religiosas, sociales y morales que rayan en pueriles. Pueblos representados hoy por tales naciones, ¿cómo pudieron ser, doce siglos ha, esos campeones audaces de la independencia, según se complacen en describírnoslos muchos historiadores?» «¿Dónde está esa independencia de carácter, ese brío de la voluntad que se afirma -añade el señor Oliveira-, cuando en el gran momento de crisis de la Europa cristiana, al dejar la anarquía religiosa libre el campo a la franca manifestación de los sentimientos espontáneos, la Alemania de Lutero se levanta, en nombre de la predestinación, negando el mérito de las acciones?»

La verdad es que los visigodos no trajeron a España la misión de fundar nada. Su misión fue la de acabar de destruir el Imperio y la civilización de Roma. El período en que dominaron es el fin de la historia antigua y no el principio de la historia moderna. Los elementos que durante aquel período se conservaron, se aunaron y hasta se organizaron para ser germen de la nueva sociedad, casi nada tienen de germánicos; son los restos de la civilización romana, y la Iglesia romana también. Roma, vencida de un modo, se levantó de otro para seguir gobernando el mundo y constituir nueva civilización y nuevo Imperio.

Por las antedichas razones, es tan interesante el período visigótico de nuestra historia, no por los visigodos, sino porque en él preparó el pueblo español, por medio de su clero, en los concilios toledanos y en el aula regia, con sus Consejos, todo el espíritu católico, latino, clásico antiguo que había de informar el genio de España cuando España saliese del seno del islamismo, triunfante al empezar el siglo VIII.

La superioridad de las leyes de España sobre las leyes de otros países, dominados también por bárbaros, estriba en que los bárbaros que vinieron a España fueron vencidos y arrojados de ella por otros bárbaros, sí; pero por otros bárbaros que aparecen como soldados mercenarios aún al servicio del Imperio, por «una hueste u horda que acepta y recibe todo del pueblo vencido: religión, lengua, códigos e instituciones».

Guizot, tan poco aficionado a España, reconoce la superioridad de los códigos visigóticos sobre los de los francos y borgoñones: «Una influencia especial dirigió la redacción de los primeros: la influencia del clero.»

Los bárbaros, infantiles, corrompidos y viciosos, se dejaban gobernar por él. En un siglo, desde 601 a 701, desde Recaredo a Witiza, hay dieciséis concilios nacionales. La administración fue toda calcada sobre la imperial, hasta la caída de Rodrigo en Guadalete. Y los defectos que después se habían de atribuir a los españoles se muestran ya entonces con mayor violencia y con resultados más deletéreos. El espíritu teocrático, la furia de intolerancia religiosa, nunca fue mayor que en tiempo de Sisebuto, extremándose en la persecución de los judíos.

La ley, por inspiración de la civilización clásica y católica, habla entonces con elevado acento, proclama la igualdad de todos ante ella y se define a sí misma en el Fuero Juzgo, «mensajera de la justicia, soberana de la vida, imponiéndose a varones y a mujeres, a viejos y a mozos, y no defendiendo el interés particular de nadie, sino el de todos los hombres». Pero los visigodos, aunque ilustrados por tan bella teoría, nada hicieron para afirmar o restaurar el edificio social. Todo conspiraba a que se derrumbase. «Los judíos -sigue diciendo el señor Oliveira- ardían en insurrección sorda desde 694; los siervos, en la apatía de la miseria negra, eran indiferentes a la suerte de la nación, y los propietarios eran irreconciliables enemigos de un régimen incapaz de salvarlos. Con esos siervos, armados, se formó la infantería del ejército del rey don Rodrigo. Por eso los doce mil hombres de Tarik bastaron para conquistar la España.»

Y, a la verdad, ninguna de las monarquías fundadas por los bárbaros que invadieron y destrozaron el imperio valió más, ni duró mucho más, ni cayó más gloriosamente. Casi todas tuvieron un periodo efímero de gloria, debido a un príncipe bárbaro, que se romanizó más o menos, y que trató en balde de restaurar la antigua civilización romana. Así, Teodorico, en Italia; en España, Eurico; Alfredo, entre los anglosajones, y, por último, Carlomagno, el más glorioso de todos, entre los francos; pero, como dice Godofredo Kurth en sus Orígenes de la civilización moderna, «los reinos bárbaros fueron el último producto de la decadencia romana. No vinieron a abrir un nuevo mundo, sino a cerrar el antiguo, al cual pertenecían por completo. Hasta cuando parecían más afamados y ganosos de conservarlo, aceleraban su ruina. Las manos de ellos, groseras y desmañadas, no tocaban al mecanismo complicado de la sociedad imperial sin desbaratar sus ruedas y romper sus resortes. Los ministros y empleados romanos no podían andar en todo y conjurar el mal».

«En suma -añade después-: toda la actividad del mundo antiguo se iba parando poco a poco, y se asistía a la extinción gradual de la vida civilizada.»

A esto no podían poner remedio los bárbaros. Lo único que trajeron de sus bosques: la robustez, la lozanía y el vigor rudo, lo perdieron al contacto de la civilización. A poco se hicieron más viciosos y muelles que el más vicioso y muelle de los romanos; y, «hartándose -añade Kurth- con avidez glotona de todos los placeres, perdieron la salud moral y física y llegaron a decrepitud prematura.» Así, los vándalos, que fueron con Genserico el terror del mundo, que asolaron el Mediterráneo y sus puertos con sus piraterías, fueron, al fin, vencidos en una sola batalla por los romanos bizantinos y barridos de la faz de la Tierra. Así acabaron también los burgundos, los ostrogodos y los longobardos.

No es de extrañar, pues, que así acabase el reino visigótico.

Durante seis o siete siglos luchó luego en España la religión de la Cruz contra la religión del Islam. De esta lucha ardorosa, como sale de la fragua el bien templado acero, salió ya definitivamente el genio español y la nacionalidad española; pero yo no creo, como el señor Oliveira Martins, que de la combinación del genio africano y del genio hispanorromano saliese ese nuevo tipo.

Los berberiscos nada influyeron en nuestra civilización, y los árabes, que se educaron durante su expansión conquistadora, no influyeron más en la civilización propia de España. Su influencia y su acción civilizadoras sobre el mundo entero, más como pueblo que transmite y difunde que como pueblo que crea, lo mismo se hizo sentir en Italia o en Francia, o en Germanía que entre nosotros. Sólo hay en esto dos diferencias en nuestro favor. La primera es que la ciencia de los árabes, adquirida en Persia, en la India, en Egipto y en los demás pueblos que los árabes sujetaron y donde había florecido la cultura de Grecia, vino antes a nosotros que a las demás naciones de Europa; y es la segunda que tal vez lo mejor de esa cultura musulmana nació en España y se debió a compatriotas nuestros, muslimes ya, mas que no por eso está probado que fuesen árabes o berberiscos de origen, como Averroes; o a judíos de raza española también, desde muy antiguo acaso, como Avicebrón, Maimónides, Jehuda Leví y los Ben Ezra; o tal vez a la tradición de la ciencia y cultura clásicas, conservada entre nosotros por el clero mozárabe. Indudablemente hay mucho que dilucidar aún sobre esto; pero ya los tra bajos de Dozy, de Schack, de Gayangos, de Menéndez y Pelayo y de Leopoldo Eguílaz, y los de Simonet, que es lástima que permanezcan inéditos, corroboran con hechos mi creencia sobre lo poco o nada que debe la propia cultura de España a una cultura muslímica extranjera y no nacida en nuestro fecundo suelo.

Tal vez, contra lo que dicen Oliveira Martins y otros, si de cierta manera se entiende, mis argumentos nada valgan.

Sin duda que ni los libios primitivos, ni los bereberes después, nos pudieron traer una cultura o un germen de civilización que no tenían; pero su condición y su ser natural pudieron entrar en la masa de nuestra sangre y habernos hecho algo bereberes hasta hoy.

Contra esto hemos respondido ya por lo que atañe al primitivo africanismo. No hay nación más romana, más culta de cultura clásica, más saturada de civilización europea a la caída del Imperio de Roma que nuestra nación. Hasta entonces, pues, se puede decir que, si antes había habido en España africanismo, el africanismo había desaparecido; el elemento africano, cusita o semita había sido absorbido por el ario o romano.

Veamos ahora si desde la conquista musulmana pudo entrar de nuevo en nuestra sangre, en grande cantidad para modificarla o viciarla, el elemento bereber.

En primer lugar, con la misma razón que ha dicho Green de Inglaterra que después de la fusión de celtas y anglosajones se creó el inglesismo con toda su virtud plasmante, y que ya sólo el tiempo y la evolución histórica, y no la mezcla de nueva sangre, lo modificó, puedo sostener yo que el españolismo estaba ya hecho, y con su virtud plasmante, en el siglo V, y que ni suevos, ni alanos, ni vándalos, ni bereberes, ni árabes, lo trastornaron, torcieron o bastardearon más tarde.

No estará de sobra, con todo, apoyar este aserto en hechos y razones que, si no constituyen prueba plena, dan indicios de que el africanismo no hubo de entrar posteriormente a raudales en nuestro corazón y en nuestras venas.

Entre África y España está el mar de por medio, aunque la distancia sea corta, y no es probable que ni para la conquista, que se hizo con un puñado de hombres, ni después para la repartición del botín, viniesen enjambres de moros que nos volviesen moros, poblando nuestro suelo.

A pesar de las exageradas afirmaciones de las antiguas crónicas, no es de creer juiciosamente que los ejércitos muslímicos fuesen nunca tan crecidos.

Cuando uno lee, por ejemplo, que Carlos Martel dejó trescientos mil moros muertos en el campo de batalla, se inclina a suprimir dos ceros y a convertir los moros muertos en tres mil, y aun cree que no se queda corto ni quita a Carlos Martel su gran merecimiento, ni amengua demasiado el extraordinario servicio que prestó a la civilización cristiana. De lo contrario, sería menester imaginar, o que ya iban en el ejército muslim multitud de españoles renegados, o que se volcó el África sobre España, cuando pudo dejar presidios y guarniciones y sujetar la Península toda y parte de las Galias, recién conquistadas, y llegar todavía hasta Poitiers con trescientos mil combatientes, dado que de la batalla no saliese un solo moro con vida, porque, si salió alguno, de fijo entraron en ella más de los trescientos mil hombres.

Hasta es incomprensible el medio de que podría valerse entonces un general para allegar víveres suficientes a la manutención de un ejército de trescientos mil hombres.

Por otra parte, cuando se considera bien lo fáciles que fueron algunas conquistas, se decide que no debieron de ser muchos tampoco los combatientes vencidos, aun en el propio suelo. ¿Serían muchos, verbigracia, los árabes y berberiscos que había en Sicilia cuando ciento veinte o ciento treinta caballeros normandos los vencieron y reconquistaron la isla?

Hasta en la invasión de los bárbaros del Norte, con ser no ejércitos, sino pueblos los que emigraban, si la fantasía finge inmensas muchedumbres y da a la Escandinavia y a otras tierras boreales el título de Oficina de gentes, el buen discurso nos induce a creer que no fueron los bárbaros muchos.

Los vándalos, con haber sido de los más victoriosos, que aterraron el mundo durante uno o dos siglos, y que recorrieron o pisotearon lo mejor del Imperio, no llegaron jamás a tener cuarenta o cincuenta mil combatientes en todo.

El señor Oliveira Martins piensa en esto lo que pienso yo, y así no le impugno aquí, sino corroboro sus afirmaciones capitales:

«La permanencia de la población hispanorromana, congregada en los municipios y mantenida en el régimen del cristianismo.»

«Y que a pesar del contacto íntimo de conquistadores y conquistados, por el uso de la lengua y por la adopción de las costumbres, exageraría la gravedad del caso quien encontrase en él la formación de una nueva raza.»

Para el señor Oliveira Martins no tienen valor etnológico las invasiones históricas. En los períodos en que ya se ha formado el núcleo nacional, el tipo de raza, con su virtud absorbente y plasmante, no es posible la aparición de una raza nueva.

«Lo que nos pintan antiguas crónicas -dice el señor Oliveira- como diluvio de hombres que inunda el patrio suelo, no pasa, por lo común, de decenas de miles de soldados. El terror y la retórica describen la población antigua como eliminada de la faz de la Tierra, y presentan una invasión como una sustitución o renovación del pueblo. Nada dista más de la verdad. Ya demostramos lo que sucedió con los godos. Digamos ahora lo que sucedió con los árabes.»

Las razones y los hechos que aduce en seguida el señor Oliveira son, en mi sentir, indiscutibles.

«El número de los árabes que invadieron la Península fue pequeñísimo. La raza mozárabe provenía, pues, en todo caso, del cruzamiento del hispanorromano con el bereber; pero este cruzamiento, que no puede negarse que se dio, apenas tiene un valor secundario, y cualquiera que fuese la porción de sangre africana que entró en el seno de la raza peninsular, es un hecho que esta raza tenía ya constitución bastante robusta para asimilársela sin transformarse.»

Concluye el señor Oliveira, después de estudiar con detenimiento este punto, que, habiendo terminado la España antigua con la invasión sarracena, esta invasión y la secular ocupación de España por sectarios del Islam no dejan vestigio apreciable ni en el natural de los hombres, ni en las instituciones, ni en las ideas.

Más rastros de sí, en sentir del señor Oliveira, dejaron en España los pueblos germánicos.

«El verdadero influjo de la ocupación sarracena consistió -dice- en la dirección que por causa suya tomó la vida nacional de la España moderna. Naciendo en el seno de los combates y en la desenvoltura de los campamentos, su carácter obedece más a la ley de la naturaleza espontánea que a reglas o dictámenes fundados en antiguas tradiciones romanas o germánicas.»

Quiere decir esto que no sólo no nos arabizó ni nos africanizó la conquista musulmana, sino que hizo que desechásemos no poco de lo que de romanos y godos se nos había artificialmente sobrepuesto y apareciese el ser propio de los españoles como desnudo de extraño vestido y exento de cuanto no era radicalmente suyo.

El africanismo, pues, que nos achaca el señor Oliveira Martins es inicial y primitivo. Consiste en ciertas cualidades épicas y místicas que traen consigo grandes virtudes y eficacias, pero asimismo vicios y defectos enormes, entre los cuales, a lo que se puede colegir, resumiendo los esparcidos asertos del autor, descuellan un extremado amor a la individual independencia, que degenera en indisciplina social, y un fervor religioso que nos lleva al fanatismo y a una dura y cruel intolerancia.

Es singular la condición del señor Oliveira Martins, como la de todo escritor original y notable. Por un lado, cierto naturalismo pesimista le impulsa a pintar las épocas y a narrar los casos más tristes y más feos de lo que fueron en realidad. Su Historia de Portugal es pesimista y naturalista.

Esta es, sin duda, una propensión de los historiadores de ahora. Con la filantropía exquisita y la extremada sensibilidad nerviosa de nuestro tiempo y con ideas morales más severas y refinadas es fácil caer en este, en mi opinión, peligroso defecto. No hay suceso humano que, visto así, no se manche, se denigre y se empequeñezca. Nadie ha extremado más tal manera de escribir la Historia que Taine en Francia. A Oliveira se le puede acusar algo del mismo defecto en los pormenores. Portugal sale muchísimo peor librado de lo que es justo después de leer la Historia que el señor Oliveira ha escrito de Portugal.

Y, sin embargo, el señor Oliveira, en lo trascendente, en lo general y filosófico, tal vez, en mi sentir, más bien nos ensalza demasiado, prestándonos para el bien y para el mal condiciones más poéticas y sublimes que las que poseemos. Acaso no seamos los españoles, por naturaleza y fundamentalmente, ni tan épicos ni tan místicos como él se figura, y acaso no seamos ni hayamos sido nunca ni tan desordenados, ni tan fanáticos, ni tan intolerantes.

Esta manera de elogiarnos está muy en moda, aunque empezó siglos ha. Puede extremarse, y se ha extremado, hasta la caricatura. El más raro ejemplo de ello lo dio el padre Peñalosa en el siglo XVII en un libro que se titula Cinco excelencias del español que despueblan a España. Deduce y trata de probar el bueno del fraile que España estaba ya bastante perdida a fuerza de lo muy excelentes que eran los españoles, porque son los españoles muy nobles, muy generosos, muy valientes, muy religiosos y muy leales. Algo por el estilo dice Buckle también. Nuestra lealtad y nuestra religiosidad nos arruinaron, y, en cambio, según este agudo escritor inglés, los escoceses prosperan porque tienen espíritu tan positivo, que cambiaron de religión cuando les convino, y no sólo hicieron traición a sus reyes, sino que a alguno le vendieron por dinero.

Aunque cito de memoria, no creo, que cito sin exactitud este último extremo, hasta donde la manía de aparecer original e inaudito pudo arrastrar a un hombre de gran entendimiento.

Pero, volviendo a España, yo soy de opinión de que debemos ser más modestos y no creernos tan cinco veces excelentes como asegura el padre Peñalosa ni tan épicos ni tan místicos tampoco como quiere el señor Oliveira, y asimismo importa buscar por otro lado las causas de nuestra decadencia actual, no tan fáciles de ser explicadas, pues a serlo, tendríamos andado ya la mitad del camino para remediarlo todo.

Ni los árabes ni los berberiscos fueron nunca en España más fanáticos ni más intolerantes que en otros países. Nuestro clima y suelo relajaron el fanatismo y mitigaron la intolerancia que árabes y berberiscos pudieron traer. Y el pueblo hispanorromano conquistado distaba tanto de ser fanático e intolerante, que más bien pecó por el defecto contrario. Sin duda que hubo al principio muchísimo renegado. Tal vez algunas de las dinastías de los reinos pequeños que se formaron cuando se disolvió el califato de Córdoba eran de sangre pura española. Aun durante el emirato independiente cordobés los muladíes o renegados españoles se rebelaron muchas veces sin motivo religioso, pues eran musulmanes. Así el célebre Omar-ben-Hacfsun, que vino a ser soberano de medía Andalucía y se sostuvo independiente durante cuarenta años. Así los muladíes, que se alzaron contra Alhaquem II y que, vencidos, saquearon a Alejandría y conquistaron a Creta. Los héroes mismos más brillantes de la Reconquista repugnan tan poco el trato con las gentes del Islam, que con frecuencia se emplean en su servicio. La historia y la tradición poéticas coinciden en afirmar y en celebrar esto, sobreponiéndose a veces el sentimiento de la común patria española al sentimiento religioso divergente. Musulmanes y cristianos españoles se unen en Roncesvalles para derrotar a los franceses y para que Bernardo del Carpio ahogue a don Roldán. El Cid combate en favor del rey mahometano de Zaragoza contra el cristiano conde de Barcelona Berenguer Ramón II, a quien vence y hace prisionero. Un infante de Castilla servía en el ejército del bey de Túnez cuando San Luis fue a conquistar a Túnez. El propio San Fernando había enviado a Marruecos, en servicio de Almamum, un ejército de diez o doce mil cristianos. Guzmán el Bueno militó bajo las órdenes del benimerín Aben Jusef. Y el hijo de San Fernando, don Alfonso el Sabio no tuvo escrúpulo en llamar en su auxilio contra su hijo y contra sus súbditos rebeldes a este soberano musulmán, a quien mira como enemigo en la ley, pero en la voluntad amado y apreciado.

Prolijo sería citar casos que prueban las buenas relaciones que hubo en España entre musulmanes y cristianos durante la Edad Media. Damas cristianas se casaban a veces con príncipes muslimes, empezando por la misma viuda de don Rodrigo. Princesas árabes, como Zaida, se casaban con reyes de Castilla. La leyenda se apoderaba de estos hechos, y hasta al propio Carlomagno le da, en la infanta Galiana, mujer y emperatriz española. Uno de los más ilustres héroes poéticos de nuestros romances, progenitor del Cid, aquel de quien era la espada con que el Cid vengó a su padre y dio principio a sus hazañas, fue hijo de una princesa de Córdoba, sectaria de Mahoma.

Todo induce a creer que el odio intransigente entre los habitantes de España por motivo de religión fue creciendo con el tiempo; que la intolerancia no llegó a su colmo hasta fines del siglo XV.

A pesar de las guerras continuas entre los hombres de las dos opuestas creencias, la tolerancia raya a veces en escepticismo en tiempo de paz. En tierra de moros se consiente el culto de la religión cristiana. Dicen que hubo caso en que dentro del mismo edificio había sinagoga, iglesia católica y mezquita. La condición de los mudéjares no pudo ser más libre. Alfonso VI, después de la conquista de Toledo, dejó a mahometanos y judíos sus templos, sus leyes y el ejercicio de su culto, a pesar de la oposición del arzobispo, que era francés.

Entre aquella multitud de reyezuelos muslimes que hubo en España desde la caída del califato hasta la invasión de los almorávides apenas se citará uno a quien se pueda acusar de fanático. Eran crueles; no retrocedían acaso ante la traición y el asesinato para lograr sus fines; se parecían en lo desalmados a los tiranuelos de Italia, que sirvieron más tarde de modelos al príncipe del secretario florentino, y eran también, como aquéllos, elegantes, literatos, artistas, poetas y descreídos. Recitaban versos en que celebraban a una dama de un modo petrarquista antes de Petrarca, y convidaban a comer a otros altos señores o reyezuelos, y los envenenaban o los ahogaban en el baño con que se regalaban antes del festín; pero ciertamente el menor defecto que tuvieron fue el del fanatismo.

Desde la invasión de los almorávides en adelante toma la historia de España carácter más épico, y la pasión religiosa se recrudece en cristianos y musulmanes; pero, a pesar de la gloriosa energía que desplegaron los cristianos españoles, el rudo fanatismo por su religión no nació, sino vino a amortiguarse entre ellos, así como también el fanatismo musulmán de los almorávides primero y de los almohades más tarde, se amansó y cedió en España. Entre los muslimes españoles, a poco de ser víctimas de las hordas venidas del seno del Magreb-al-Aksa, e impulsadas casi desde el Senegal por el fanatismo de dos sucesivos reformadores, de dos a modo de Lutero del Islam, tanto los almorávides cuanto los almohades, se suavizaron, se pulieron, depusieron su fervor religioso intransigente y cobraron afición a las ciencias y a las artes, y hasta las protegieron. Entre los cristianos españoles se puede afirmar que ocurre algo semejante. El furor fanático viene de fuera. Lo traen los cruzados, que acuden de Francia, Flandes, Alemania y otras regiones del norte de Europa, al llamamiento del Papa Inocencio III, que proclamó la Cruzada. Lo primero que hicieron estos cruzados fue matar y robar a los judíos de Toledo, a quienes tuvieron que defender los españoles. Por dicha, después que se rindió por capitulación el castillo de Calatrava, como los extranjeros quisiesen pasar a cuchillo a los muslimes que se rindieron y los españoles no lo consintiesen, los extranjeros, descontentos, abandonaron la empresa, y así la gran victoria de las Navas de Tolosa se debió casi exclusivamente al valor de los pueblos y príncipes cristianos de la Península.

En las relaciones de los estados españoles con otros estados de Europa, tampoco muestra España el fanatismo que se le atribuye. Pedro II de Aragón murió en Muret, peleando en favor de los albigenses contra los cruzados. Pedro III peleó contra Carlos de Anjou, a quien el Papa sostenía.

Sería interminable seguir recordando sucesos en contra de ese fanatismo constante, que se imagina estar en las entrañas del español, por herencia natural y por influjo del clima y del suelo.

Ese fanatismo, si tal se debe llamar, y no merece más bien el nombre de entusiasmo nacional y religioso y de fe de un pueblo, en su gran misión como pueblo, empieza a mostrarse en todo su brío al unirse Aragón y Castilla bajo el cetro de los Reyes Católicos. Fue caso providencial. Era menester que tuviese el catolicismo un campeón que le sacase triunfante, primero del islamismo, en el cual se despertaron las ambiciones y se enardeció el espíritu belicoso contra la religión cristiana, desde que los turcos tomaron a Constantinopla; después, o casi a la vez, contra el fermento vicioso y gentílico, que trajo consigo el Renacimiento; y, por último, contra la pravedad herética que venía a romper la comunión, el lazo que, en medio de tantas guerras y discordias, aún ligaba a los pueblos de Europa en una civilización común a todos.

A más de esta parte represiva del glorioso papel que la Providencia o el Destino iba a dar a España, había otra parte, que podemos llamar expansiva: la de acrecentar y dilatar magnificándolo el poder civilizador de Europa sobre todos los demás pueblos del mundo, abriéndole no trillados caminos, surcando mares nunca antes navegados y, ya descubriendo y explorando islas hermosas y fértiles y continentes inmensos, ya llegando con sus naves a remotos países, cuna de antiquísimas civilizaciones, y preparando así, para nuestro siglo, un nuevo Renacimiento, no meramente clásico, sino oriental, cosmopolita y completo.

Para hacer tantas cosas, para dar cima a tamaños trabajos, era menester cierto fanatismo, y lo tuvimos. Fue menester que nos creyésemos como un nuevo pueblo de Dios, y tal vez nos creímos ese pueblo. Fueron inevitables las sombras al lado de los resplandores, los inconvenientes a par de las ventajas. El misticismo de que nos acusa el señor Oliveira, la Inquisición, la excesiva cantidad de frailes, algo como una teocracia, democrática y tiránica; todo esto sobrevino porque no podía menos de sobrevenir. Cualquiera otra nación de Europa que desde fines del siglo XV hubiera tenido la gloria y la fortuna de hacer el papel que hizo España, no lo hubiera hecho quemando y expulsando menos judíos, moros y herejes, y atormentando menos indios. Y esto, no porque las atrocidades fuesen condición y requisito esencial de los altos hechos, sino porque en el estado de cultura moral de entonces, los pueblos europeos no eran de otra suerte, y todavía, si vamos a echar la cuenta de la sangre derramada sin razón, de los quemadores y de las tiranías ejercidas en pueblos inferiores y remotos, acaso pesen en la balanza más que los desafueros nuestros los de otros pueblos europeos, con no haber sido tan importante su papel ni de tal empeño y trascendencia en la Historia.

Lo que dio a España fisonomía singular no fue ni el elemento berberisco, ni el africanismo inicial, ni el haber algo de sangre judaica en la clase gobernante, en la cual sangre, ya bautizada, suponen algunas personas más fermento de fanatismo cruel sino el modo con que España se constituyó por sí sola, con cierto aislamiento, menos en contacto con los demás pueblos europeos.

Esta superior y más marcada autonomía española, hasta en la poesía popular, da razón de sí. Políticamente se someten al imperio o a la Iglesia otras potencias de Europa. España se considera independiente; cree que a nadie debe nada. El Cid, cuando oye decir que el Papa ha dispuesto que todas las naciones presten homenaje al emperador, se enfurece contra el Papa, monta a caballo, se pone al frente de su tropa y se va hacia Roma para imponerse al Papa. Su Santidad, por fortuna, se amedrenta al saber el estrago que el buen Cid metiendo iba, y envía a decir al Cid que España está libre y exenta de toda humana ley que no se imponga ella misma. En otra ocasión, estando el Cid en Roma, vio en San Pedro la silla del rey de Francia algo más alta que la del rey de Castilla, y derribó de un puntapié la silla del rey de Francia El Papa le descomulgó o tuvo intenciones de descomulgarle; pero el Cid se puso tan bravo, que el Papa levantó la excomunión o no oso lanzarla. Sin duda que estos romances se compusieron en tiempos de Carlos V o de Felipe II, pero son una muestra del sentimiento popular, justifican la idea de algunos historiadores extranjeros cuando hablan de un catolicismo que se impone y triunfa en tiempo de la Reforma; que manda a Borbón y a Alba contra el Papa y suscita a Ignacio de Loyola contra Lutero.

Campanella quiso adularnos, sin duda, pero, a través de la adulación, hay algún viso de verdad en el fundamento que da, en su tiempo, a nuestra preponderancia en el mundo. Dice que, inventadas la Artillería y otras artes que hacen que el dominio político no se deba a la fuerza material, sino a la inteligencia, a la astucia y a otras virtudes del alma, tuvieron que prevalecer los españoles. Al vernos hoy tan decaídos, aún pudiera sostener Campanella su misma teoría, diciendo que el industrialismo, el trabajo manual, cierto arreglo ordenado, han vuelto a hacer que la fuerza material se sobreponga, habilitando al pueblo que es rico o económico a tener ejércitos de un millón y más hombres armados con toda clase de pertrechos y de máquinas mortíferas.

Sea como sea, el señor Oliveira Martins llega al momento en que se constituye la unidad nacional, no sin explicar sus caracteres con erudición y buena crítica. Los concejos son como pequeñas repúblicas democráticas, llenas de vida exuberante, que a veces se manifiesta en guerras civiles y contiendas dentro de la misma ciudad, pero que crea la vigorosa cohesión y la soberbia varonil que celebra un poeta en Fuenteovejuna, y el honrado imperio de la autoridad democrática, que canta otro poeta en Zalamea; y que tal vez, rompiendo en alzamientos parciales, creando juntas y aunándose luego en Junta central, presta al pueblo activa vida política. Al lado de esto surge una nobleza guerrera con señorío y con fuerza, pero que, frente a frente de la democracia concejil, no logra establecer nunca un feudalismo como el del norte de Europa. Y por cima de todo aparece el rey, en quien se muestran al principio inciertos y complicados los caracteres: el del caudillo, que tiene su señorío, del cual señorío, heredado o ganado con su espada, cree poder disponer como de una cosa propia, transmitiéndolo por herencia, entero o dividido, entre sus hijos; y en este carácter, el rey es como el primero de los nobles y grandes señores: es el jefe aristocrático de la aristocracia; y por otra parte, el rey es el alto magistrado, el que ejerce un oficio de la república, aquel en quien se cifra y resume la soberanía del pueblo, justificada por la ley, augusta y venerada por la tradición y consagrada y santificada por la Iglesia.

Este segundo y más alto modo de comprender la realeza predomina y triunfa al cabo; primero, teóricamente en Las Partidas, y después, en la práctica, gracias principalmente a don Alfonso XI, y a los Reyes Católicos por último. Así se crea, apoyándose en la Iglesia y en el pueblo, lo que llama el señor Oliveira Martins, por excelencia, la monarquía católica.

Al terminar esta primera parte de su obra dice el señor Oliveira Martins: «A fin de que el cuerpo de la nación alcanzase el grado de robustez necesario para la ejecución de la obra que España inconscientemente medita, era menester que desapareciese el inorganismo primitivo; que los elementos rebeldes aún se asimilasen y que la unificación se expresase geográficamente. Tal es la significación del reinado de Fernando e Isabel. El casamiento de los príncipes une a Aragón y a Castilla, y juntos conquistan a Granada. El dualismo político de la Península, Castilla y Portugal, es el sistema bajo el cual España aparece en el concierto de las naciones europeas, hermana en la forma, acorde en el pensamiento, unificada en la acción. Después de ocho siglos de aislamiento político, desde que la invasión de los árabes puso en los Pirineos la frontera de África, España acude al convite de los pueblos de Europa para imponer a ellos y al mundo una hegemonía que se funda en la fuerza heroica de su genio y de su brazo armado, en la unanimidad enérgica de su fe y en la cohesión compacta de sus ejércitos.»

Madrid, 1887






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Los jesuitas, de puertas adentro

o un barrido hacia afuera en la Compañía de Jesús


No hace muchos días que, con el título que antecede y sin nombre de autor, salió a luz un libro en extremo interesante, por el asunto de que trata, y de agradabilísima lectura, por el ingenio, la gracia, la fecunda vena satírica y el estilo castizo y magistral con que está redactado. Sin que se adviertan mucho el esfuerzo y la afectación, el libro no parece escrito en el lenguaje vulgar y corriente de ahora, sino como un autor clásico de la Edad de Oro de nuestra literatura hubiera podido escribirlo.

Aunque no hubiese llegado a mi noticia por diversos caminos claros indicios de quién es el autor del libro, creo que de seguro hubiera yo adivinado el nombre del autor; pero como él entró en el palenque y combate con la visera calada, yo no quiero ser ni seré quien le quite la visera y descubra su rostro y su nombre. Diré, sin embargo, que es, en mi sentir, persona apasionada, movida por quejas justas y que deja notar en cuanto afirma cierto enojo harto motivado, que tal vez le impulsa a ir más allá de lo merecido en la reprobación y en la censura.

Como yo en este punto, remedando al historiador romano, puedo decir de los jesuitas que no los conozco nec beneficio, nec injuria, trataré aquí del libro y daré sobre él y sobre la Compañía mi opinión imparcial, movido por el aliciente que tiene para mí la materia, y exponiéndome a no agradar a nadie, ni a los jesuitas, ni al autor incógnito.

Como el primer fundamento de las acusaciones es la supuesta carencia de humildad cristiana que hay en los jesuitas, empezaré por hablar de la humildad y de la manera en que yo la entiendo.

Bueno y santo es ser humilde, no rebajar a nadie para realzarse a sí propio y reconocer nuestra condición miserable y pecadora, sobre todo cuando pensamos en Dios y en sus perfecciones infinitas, y cuando, encendidas ya en amor de Dios nuestras almas, volvemos los ojos hacia las criaturas que son obra de Dios y a quienes por amor de Él amamos, procurando, en vez de rebajarlas, poner en ellas un reflejo, un destello, un trasunto de las mencionadas perfecciones divinas. Así, por virtud de este procedimiento mental, el buen cristiano no ensalza y encomia a cuantos seres le rodean y se muestra lleno de candorosa indulgencia para con todos ellos, siendo sólo severo consigo mismo y reconociendo y confesando los propios defectos, pecados y vicios. Esto, a mi ver, es la humildad cristiana. Pero si miramos el caso de otra manera y con más hondo mirar, yo creo que el cristianismo, en vez de hacernos humildes y abyectos, según no pocos impíos le acusan, eleva los espíritus y los corazones y los enorgullece, magnifica y endiosa. ¿Qué razón ni motivo tiene el buen cristiano para humillarse después de exclamar con San Agustín: «Gran cosa es el hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios»? Y no sólo su alma, sino su cuerpo, tiene mucho de digno y no poco de sagrado, cuando se piensa que el mismo Verbo divino no sólo se unió a un alma humana por inefable y sublime misterio, sino también a un cuerpo de hombre de la condición y forma de nuestro cuerpo; deificando así, hasta cierto punto, nuestra doble naturaleza, y dándole, para término de sus aspiraciones y para blanco de sus esperanzas, la misma perfección de Dios. Es extraño, aunque se comprende y se admira, que sea, con pequeñísima diferencia, el fin que propuso el demonio del orgullo a nuestros primeros padres, casi idéntico al consejo, o más bien al precepto principal que nos dio Cristo en el Sermón de la Montaña. «Si coméis del fruto del árbol prohibido, seréis como dioses», dijo la serpiente. Y Cristo dijo: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre que está en el Cielo.»

El error, pues, está en el camino que hay que seguir para llegar a la perfección, pero no en aspirar a ella. Y, ciertamente, quien aspira a ser perfecto como Dios, no se comprende que pueda ser humilde, a no ser en el primer sentido arriba expresado.

Y si descendemos de las alturas teológicas y pensamos en esto de la humildad o de la soberbia, mundanamente y en la práctica, yo no me explico tampoco cómo el muy humilde, a no ser exterior su humildad, confundiéndose con la buena crianza y con la afable dulzura, acierte a hacer cosa de provecho y a ser útil para algo. Lo primero es tener confianza en el propio valer y contar con que no han de fallecernos las fuerzas y el ánimo. El individuo o la colectividad que acomete grandes empresas y que tiene elevados propósitos y miras, no puede menos de tener también el inevitable orgullo, o sea la creencia de que es capaz de dar cima a aquellas empresas y de realizar aquellos propósitos, claro está que contado siempre con el auxilio divino, lo cual será muy piadoso, pero, francamente y en realidad, no es humilde. La humildad existirá acaso con relación al Omnipotente, mas para todo lo que hay, y no es Dios, no entiendo yo qué humildad cabe en la firme esperanza de que Dios ha de ayudarnos, a fin de que se logre y se cumpla lo que queremos.

Partiendo de las anteriores consideraciones, entiendo yo que el autor de que hablo acusa con poca razón a los jesuitas de no ser humildes, sino orgullosos. Nada más natural, en mi sentir, que creer la mejor del mundo la sociedad o compañía a que pertenecemos. Todavía si el acaso, si circunstancias independientes de nuestra voluntad, o si una providencial disposición nos colocase entre esta o entre aquella gente, podría parecer soberbia de nuestra parte el considerar como la mejor del mundo a la gente entre la cual estuviésemos colocados. Y, con todo, aun así, más suele aplaudirse que vituperarse este modo de sentir y de pensar. Yo no soy español, por ejemplo, porque lo he querido, sino porque el Cielo ha dispuesto que lo sea, y, sin embargo, no pocas personas celebran y muchas disculpan el elevado concepto que tengo yo de los españoles. Y si esto es así en una sociedad en donde yo no entro voluntariamente, ¿cómo ha de poder censurarse el altísimo concepto que forme cualquiera de la sociedad o compañía en cuyas filas se alista por voluntad propia? Nadie ama sino bajo el concepto de bueno; todos buscan y procuran lo mejor; y el hombre honrado que se asocia con otros hombres, no sólo es disculpable que crea, sino que debe creer que la tal asociación es la mejor del mundo, y que los fines a que se ordena y endereza son, por todo extremo, excelentes.

Justo es, pues, y sobre justo inevitable, que todo jesuita, y más aún mientras mayores sean su candor y su buena fe, esté persuadido de que la Compañía de Jesús es la mejor del mundo, de que no hay virtud ni ciencia que en ella no resida y de que proceden de ella y procederán muchos bienes para el linaje humano.

No creer lo antedicho y hacerse, sin embargo, jesuita, presupondría falta de discreción o razones y motivos egoístas y bajos en quien tal hiciese. Alistarse en las filas del jesuitismo sin creer en su superior condición sólo se explicaría entonces por la gana de tener una posición o una carrera, de buscarse un modo de vivir, de ingeniarse o de industriarse, en suma. Y aun así, aun en esta bajeza, la predilección precedería a la elección, y todavía, sin elevarse sobre tan bajos motivos, o carecería de juicio el que se hiciese jesuita, o consideraría que el serlo era mejor profesión o carrera que todas las otras que hubiera podido seguir.

Por consiguiente, no hay pecado, ni falta, ni defecto, en la voluntad de los jesuitas cuando forman de la Compañía a que pertenecen un concepto sublime. Esto no se opone a que en dicho concepto haya error o exageración del entendimiento.

Apartando de mi espíritu toda prevención apasionada, no considerando el asunto ni como católico, ni como sectario de ninguna otra doctrina religiosa; aceptando por un momento la más completa indiferencia en punto a religión, hablando y decidiendo en virtud de un criterio librepensador y racionalista, yo, lejos de condenar la Compañía de Jesús, me siento irremisiblemente inclinado a glorificarla y a dar por seguro que honra en extremo a España que entre nosotros naciese su fundador, cuya obra pasmosa me parece que importó muchísimo en la historia del linaje humano, haciendo de Ignacio de Loyola no sólo el digno rival de Lutero, sino el personaje que se le sobrepone y le eclipsa. Se diría que cuando la Reforma parecía que iba a extenderse como voraz incendio por todo el mundo civilizado, y ya que no a extinguir, a empequeñecer la cristiandad católica, Dios suscitó para ésta un campeón poderoso, cuyas huestes combatieron sin descanso la herejía y la vencieron a menudo en Europa, mientras que al mismo tiempo extendían la fe católica por el resto del mundo, ganando para ella más almas en países remotos y en inexploradas regiones que en Europa había perdido por culpa de Lutero y de los otros heresiarcas del siglo XVI.

En la Compañía hay que admirar el feliz consorcio del pensamiento y de la acción, de lo práctico y de lo especulativo. Fue un ejército conquistador, sin más armas que la palabra, que se extendió por el mundo con extraña rapidez, avasallándolo y dominándolo. Si contemplamos en espíritu al fundador glorioso en el momento de su muerte, nos parece a modo de un Alejandro incruento. Sus dominios se han dilatado ya sobre toda la redondez de la Tierra. La Compañía tiene casas y colegios, gran poder e influjo en Castilla, en Portugal, en Alemania, en Francia y en las Indias Orientales y Occidentales. Bien puede, sin vanidad ni soberbia, exclamar el padre Rivadeneira que al mismo tiempo que Martín Lutero «quitaba la obediencia a la Iglesia romana, y hacía gente para combatirla con todas sus fuerzas, levantaba Dios a este santo capitán para que allegase soldados por todo el mundo y resistiese con obras y con palabras a la herética doctrina».

Y no hay sólo en el padre Ignacio el espíritu conservador, sino también el de reforma y el de progreso. «Todos sus pensamientos y cuidados -dice el ya citado biógrafo- tiraban al blanco de conservar en la parte sana o de restaurar en la caída, por sí o por los suyos, la sinceridad y limpieza de nuestra fe.» Todavía hay otra idea elevadísima, si no desconocida y seguida en otros institutos religiosos, por ninguna observación y seguida con más firmeza y perseverancia que por la Compañía de Jesús: la idea y el propósito de divulgar la ciencia, las letras y toda cultura, haciendo de ella y del progreso humano preciosos y dignos auxiliares de la religión.

Con notable injusticia, se acusa a la Compañía de que aniquila las voluntades y nivela y pone trabas a los entendimientos con los firmes y duros lazos de su obediencia ciega. No puede haber acusación menos razonable. Jamás se ha formado una sociedad con el intento de producir genios. El genio es una virtud o un poder que tiene algo de sobrehumano, y que aparece individualmente en el espíritu de este o aquel hombre cuando Dios o la Naturaleza así lo decretan. Y este genio, virtud o poder, ni hay sociedad que lo cree, ni tampoco hay sociedad que lo destruya. Es, además, harto arbitrario y vago el determinar o medir la altura que ha de tener un hombre para ser genio y no ser medianía. No seré yo quien clasifique y coloque entre las medianías o entre los genios a muchísimos padres de la Compañía de Jesús; pero sí me atrevo a asegurar que, durante los tres siglos XVI, XVII y XVIII, hasta después de su extinción bajo el pontificado de Clemente XIV, figura en ella una brillantísima serie de varones admirables por la acción, como predicadores, viajeros, mártires heroicos y exploradores atrevidos de países incógnitos y bárbaros, y una lucidísima cohorte de hombres eminentes en ciencias y en letras, descollando entre ellos muchísimos españoles, por lo cual, estando España hoy tan decaída no goza acaso el nombre de ellos toda la fama y el alto aplauso que merecen.

Para infundir en la mente de mis lectores un elevadísimo concepto y para entonar un himno en alabanza de la Compañía de Jesús, no he de ir yo a buscar frases y datos en libros escritos por jesuitas, ni en disertaciones e historias de católicos fervorosos y hasta fanáticos, sino que tomaré los datos y frases en un autor inglés, criado en el protestantismo y librepensador más tarde; en el famoso historiador y ensayista lord Macaulay. Harto merece ser traducido todo lo que él dice de los jesuitas y de su fundador; pero, a fin de no ser prolijo, me limitaré a traducir algunos trozos: «Ignacio de Loyola, en la gran reacción católica, tuvo la misma parte que Lutero en el gran movimiento del protestantismo. Pobre, oscuro, sin protector, sin recomendaciones, entró en Roma, donde hoy dos regios templos, ricos en pinturas y en mármoles y jaspes, conmemoran sus grandes servicios a la Iglesia; donde su imagen está esculpida en plata maciza; donde sus huesos, en una urna cubierta de joyas, se ven colocados ante el altar de Dios. Su actividad y su celo vencieron todas las oposiciones, y bajo su mando la Orden de los jesuitas empezó a existir y creció rápidamente hasta el colmo de sus gigantescos poderes. ¡Con qué vehemencia, con qué política, con qué exacta disciplina, con qué valor indomable, con qué abnegación, con qué olvido de los más queridos lazos de amistad y parentesco, con qué intensa y firme devoción a un fin único, con qué poco escrupulosa laxitud y versatilidad en la elección de los medios riñeron los jesuitas la batalla de su Iglesia, está escrito en cada página de los anales de Europa, durante muchas generaciones! En la Orden de Jesús se concentró la quinta esencia del espíritu católico: la historia de la Orden de Jesús es la historia de la gran reacción del catolicismo. Esta Orden se apoderó de todos los medios y fuerzas con que se dirige y manda el espíritu del pueblo: del púlpito, de la Prensa, del confesonario y de las academias. Donde predicaba el jesuita, la Iglesia era pequeña para el auditorio. Su nombre en la primera página aseguraba la circulación de un libro. A los pies del jesuita, la juventud de la nobleza y de la clase media era guiada desde la niñez a la edad viril, y desde los primeros rudimentos hasta la filosofía. La literatura y la ciencia, que parecían haberse asociado con los infieles y con los herejes, volvieron a ser las aliadas de la ortodoxia. Dominante ya en el sur de Europa, la gran orden se extendió pronto, conquistando y para conquistar. A despecho de océanos y desiertos, de hambre y de peste, de espías y leyes penales, de calabozos y torturas y de los más espantosos suplicios, los jesuitas penetraban, bajo cualquier disfraz, en todos los países; como maestros, como médicos y como siervos; arguyendo, instruyendo, consolando, cautivando los corazones de la juventud, animando el valor de los tímidos, presentando el Crucifijo ante los ojos del moribundo. El orbe antiguo no fue bastante extenso para la extraña actividad de los jesuitas. Ellos invadieron todas las regiones que los grandes y recientes descubrimientos marítimos habían abierto al emprendedor genio de Europa. Los jesuitas aparecían en las profundidades de las minas del Perú, en los mercados de esclavos de África, en las costas de las islas de las Especias y en los observatorios de la China; y hacían prosélitos y conversiones en países donde ni la avaricia ni la curiosidad habían tentado aún a sus compatricios para que penetrasen; y predicaban y disputaban en idiomas de los que ningún otro natural de nuestro Occidente entendía palabra.»

Cuando la Reforma se levantó contra la Iglesia católica, el clero secular y regular, aun en la misma Roma, estaba corrompido y viciado y hasta lleno de descreimiento. «Sólo la Orden de los jesuitas -añade nuestro historiador- pudo mostrar muchos hombres no inferiores en sinceridad, constancia, valor y austeridad de vida a los apóstoles de la Reforma.» A los jesuitas, pues, a su poder persuasivo y al influjo de su palabra se debió en gran parte la restauración y reverdecimiento en el seno de la Iglesia católica de aquel hondo sentir religioso y de aquella «extraña energía que eleva a los hombres sobre el amor del deleite y el miedo de la pena; que transforma el sacrificio en gloria y que trueca la muerte en principio de más alta y dichosa vida».

Declara asimismo Macaulay que el prodigioso cambio, que el triunfo inesperado del catolicismo sobre el protestantismo se debió en gran parte a los jesuitas y a la profunda política con que Roma supo valerse de ellos. «Cincuenta años después de la separación de Lutero, el catolicismo apenas podía sostenerse en las costas del Mediterráneo; cien años después, apenas podía el protestantismo mantenerse en las orillas del Báltico. Grandes talentos y grandes virtudes se desplegaron por ambas partes en esta tremenda lucha. La victoria se declaró, al fin, en favor de la Iglesia romana. Al expirar el siglo XVI, la vemos triunfante y dominante en Francia, en Bélgica, en Baviera, en Bohemia, en Austria, en Polonia y en Hungría. El protestantismo, en los siglos que han venido después, no ha podido reconquistar lo que perdió entonces.» Y añade Macaulay: He insistido detenidamente sobre este punto, porque creo que de las muchas causas a las que debió la Iglesia de Roma su salvación y su triunfo al terminar el siglo XVI, la causa principal fue la profunda política con que dicha Iglesia se aprovechó del fanatismo de personas tales como San Ignacio y Santa Teresa.»

Es muy de notar que esto que Macaulay, con su criterio protestante o racionalista, llama fanatismo, podrá ser llamado así por el brío y la intensidad con que se sintió y se pensó, pero tanto el sentimiento como el pensamiento, analizados, examinados y juzgados hasta por un hombre descreído del siglo XIX, fueron, en el siglo XVI, permítasenos las palabras, más razonables y más progresistas que cuanto Lutero, Calvino y los otros apóstoles de la Reforma pensaron, sintieron y dijeron. No fue el misticismo español de entonces huraño, egoísta y meramente contemplativo, aspirando a elevarse y a unirse con Dios para aniquilarse allí, confundiéndose en la esencia infinita y desvaneciéndose en un perpetuo nirvana. El amor de Dios y la aspiración a unirse con Él, según mil veces lo explican nuestros místicos, fueron una preparación y habilitación de las almas para que obrasen luego, en la vida terrenal, inauditos prodigios de amor al prójimo y para que diesen cima a casi sobrehumanas empresas. Las almas, según dichos místicos, cuando ardían en el fuego del amor divino y derretidas por la fuerza de este fuego se diría que se identificaban con Dios, eran como la espada que parece fuego en la fragua, de donde sale después con más fino temple y con superior aptitud para ejercer sus funciones. Lo místico y lo contemplativo en los jesuitas no fue el fin, sino el medio para apercibirse a la acción y cobrar fuerzas y virtud mayores con que alcanzar en ella la victoria. Y no fue la victoria en favor sólo del catolicismo, sino también para conservar o restaurar el lazo y principio unificante de la civilización europea, que los protestantes habían roto; para hacer que triunfase dicha civilización, amenazada por nueva barbarie, y para salvar la libertad y el valor y mérito de nuestras obras, casi negados por el fanatismo cruel y pesimista con que los protestantes denigraban y hacían odiosa a la divinidad y esclavizaban a la humana naturaleza, sacrificándola en aras de una predestinación y de una gracia caprichosas y ciegas.

Nadie podrá acusar de jesuítico al célebre y malogrado historiador y polígrafo Oliveira Martins, y, sin embargo, en este punto que tocamos ahora, ensalza como nadie a los jesuitas, haciendo que la gloria de ellos y su triunfo en el Concilio de Trento aparezcan acaso como el mayor triunfo y como la más espléndida gloria de la civilización ibérica en el siglo XVI. «Los protestantes -dice Oliveira Martins- no excluyen las buenas obras; pero no es el mérito de ellas el que redime: es únicamente el mérito de Cristo, independientemente del hombre. Esta doctrina es la condenación del hombre y de su actividad, de su voluntad, de la fuerza íntima que constituye su vida. Condenando al hombre los protestantes condenan el mundo: transfiguran la realidad y conducen a los abismos de la esclavitud trascendente. En cambio, la doctrina de los jesuitas Salmerón y Láinez, vencedora en Trento, diviniza al mundo y al hombre, revelando y haciendo resplandecer la justicia de Dios en la fe del hombre y en sus buenas obras, cuyos méritos elevan a la gracia. El genio español fue, pues, por la boca elocuente de Láinez y Salmerón, el defensor de la cultura humana, deteniendo a Europa en la pendiente de una predestinación fatalista.»

Debo observar que yo no cito aquí a Oliveira Martins como quien cita a un Padre de la Iglesia; que en asunto tan difícil como la conciliación de la gracia y del libre albedrío no le doy autoridad alguna; y que tampoco hago a los jesuitas pelagianos o semipelagianos para ponderar lo que valían. Sólo afirmo que, sin incurrir en error contra la fe, porque ni el molinismo, ni menos su mitigación por el congruismo de Suárez, fueron nunca calificados de heréticos, los jesuitas defendieron y sostuvieron la libertad del hombre, sin salir fuera del círculo de la creencia católica, y en cuestión la más oscura y difícil de la teología, y aun de todo pensar filosófico, por donde será siempre para teólogos y filósofos manantial y semillero de disputas hasta la consumación de los siglos. No quiero seguir ponderando aquí y recapitulando todo lo que en alabanza de los jesuitas puede decirse y se ha dicho hasta la extinción de la Orden en el siglo pasado. Las acusaciones lanzadas contra ellos y la multitud de enemigos acérrimos que tuvieron, primero entre los protestantes, después entre los jansenistas, y, por último, entre los librepensadores, redundan en cierto modo en elogio de los jesuitas, ya que prueban el extraordinario poder y la importancia que tenían. El mérito de ellos, no obstante, tiene que ser reconocido hasta por sus mayores contrarios, si se precian de candorosos e imparciales. Así, por ejemplo, Mosheim dice: «El candor y la imparcialidad me obligan a confesar que los adversarios de los jesuitas, al mostrar la torpeza y negrura de varias de sus máximas y opiniones, han ido más allá de lo que debían, y han exagerado las cosas para abrir más extenso campo a su celo y a su elocuencia. Fácil me será probarlo con ejemplos sacados de las doctrinas de la probabilidad y de la restricción mental, imputadas como un crimen a los jesuitas; pero esto me apartaría demasiado de mi asunto. Observaré sólo que en la disputa se han atribuido a los jesuitas principios que sus enemigos sacan por inducción de la doctrina de ellos, sin que ellos los confiesen; que no siempre han interpretado sus términos y sus expresiones en el verdadero sentido, y que nos han presentado las consecuencias de su sistema de una manera parcial, que no está de acuerdo con la equidad exacta.»

Esta confesión de Mosheim en favor de los jesuitas los honra mucho, porque es uno de sus más declarados enemigos, y porque, sin nombrarlas, censura de parcialidad y de más o menos inconsciente falsía las encomiadas Providenciales, de Blas Pascal, obra que, según muchos afirman, ha hecho más daño a los jesuitas que la indignación de los soberanos y que todas las calamidades que han caído después sobre su Orden.

No he de dilatarme yo más, defendiéndola aquí. No ataca ni condena su pasado el autor incógnito del libro de que doy cuenta. Sólo añadiré, para terminar, que nadie puede pretender, ni los más fervorosos jesuitas, que la Compañía estuvo exenta de faltas y que todos sus individuos, que se contaban por miles, fueron unos santos, sin pecado y sin vicio, hasta la extinción de la Compañía en 1773.

Al caer entonces, los jesuitas cayeron como los héroes de una noble tragedia, donde toda la simpatía y el aplauso fue para las víctimas, y la reprobación, en los más elevados espíritus, para los tiranos y opresores; para Pombal, para la Pompadour, para Tanucci y para el conde de Aranda. Las alabanzas de la Orden extinguida se renovaron o surgieron entonces, derramándose sobre ella como sobre fúnebre monumento un diluvio de flores. Los más eminentes personajes de Europa, aun entre los no católicos, habían celebrado o celebraron a los jesuitas: Enrique IV de Francia, Catalina II de Rusia, Rousseau, Diderot, Leibniz, Lessing, Herder y mil otros.

Voltaire dice de ellos: «Tienen escritores de un mérito raro, sabios, hombres elocuentes y genios.» D'Alembert: «Los jesuitas se han empleado con éxito en todos los géneros: elocuencia, historia, antigüedades, geometría y literatura profunda y agradable. Apenas hay disciplina en que no cuenten ellos hombres de primer orden.»

Federico el Grande de Prusia escribía a Voltaire: «Esta Orden ha dado a Francia hombres del genio más elevado.»

Después de suprimida la Compañía, los jesuitas arrojados impíamente de todos los dominios españoles y refugiados en Italia, se esmeraron en dar clarísimo testimonio y brillantes muestras de su valer, redundando así cuanto hicieron en mayor vergüenza y descrédito de sus perseguidores y en alta honra de España, su patria.

Jamás, desde la toma de Constantinopla por los turcos y la venida a Italia de los sabios griegos, había penetrado en aquella península hueste más lucida y docta de extranjeros fugitivos. La historia científica y literaria de los ex jesuitas españoles, que por toda Italia se difundieron, carece todavía de un historiador digno. De esperar es que lo sea con el tiempo el erudito y elegante escritor don Marcelino Menéndez y Pelayo. Entre tanto, no faltan eruditos italianos que se ocupen con amor en ese asunto. Recientemente, la Real Academia de Ciencias de Turín ha publicado sobre él una hermosa Memoria, debida al saber y talento del doctor Victorio Cian. Al dar cuenta de esta Memoria el ya citado Menéndez y Pelayo, en el número de enero último de la Revista Crítica de Historia y Literatura, amplifica y esclarece las noticias del doctor Cian con no pocas más que demuestran la importancia y el valer de aquellos nuestros ilustres compatriotas. Los padres Andrés, Arteaga, Eximeno y Masdéu, son elogiados por el doctor Clan, según su mérito; pero, en cambio, sólo hace rápida mención de Hervás y Panduro, creador de una nueva ciencia: la filología comparativa; el padre Juan Bautista Gener, autor de los seis primeros tomos de una enciclopedia teológica, que implica la renovación de los estudios eclesiásticos; el padre Tomás Serrano, elegante y sabio humanista; del gramático Garcés, cuyo libro Vigor y elegancia de la lengua castellana se lee aún con fruto; del padre Aponte, egregio helenista, maestro del cardenal Mezzofanti; del insigne historiador de Méjico, Clavijero; del naturalista chileno Molina; de Landival, cuyo Rusticatio Mexicana es uno de los más curiosos poemas de la latinidad moderna, hasta por lo original y exótico del asunto, y de Márquez, tan benemérito, por sus libros de la arqueología romana y de la historia de la Arquitectura.

Aunque el doctor Cian diga poco o nada sobre los mencionados escritores, todavía basta con los que celebra para hacer que se forme elevadísimo concepto de los jesuitas españoles emigrados en Italia y de cuantos trabajaron y escribieron desde 1767 hasta 1814. Acrecientan la elevación de este concepto las nobles palabras con que el doctor Cian termina y resume su Memoria: «Aquellos hombres -dice-, arrojados de su patria, obligados a vivir entre las desconfianzas, las envidias, los rencores antiguos y recientes, en país extranjero, guardan celosamente el culto de la patria en su corazón, y al mismo tiempo se enlazan en afectuosa amistad con algunos de los nuestros y de los mejores, estudian y adoptan e ilustran la lengua y la literatura del país que les ha dado hospitalidad; pero cuando ven que algún italiano quiere lanzar la más leve sombra sobre el honor literario de España, se levantan con fiereza caballeresca, propia de su raza, y no temen defenderse y pasar muchas veces de la defensa a la ofensa vigorosa y audaz... No podemos menos de sentir una admiración profunda por estos emigrados que, en tan breve período de años, respondieron tranquilos y altivos, con la mejor de las venganzas, a las injurias de la fortuna, a las persecuciones, a los odios de los hombres que pretendían extinguirlos, y se levantaron y se purificaron a los ojos de la Historia, a nuestros propios ojos, a los ojos de aquellos mismos que se creían y aspiraban a verlos aniquilados para siempre. Su producción múltiple, varia y a veces profunda y original, es un fenómeno singularísimo. En vano se buscaría en la historia de las literaturas europeas otro fenómeno semejante de colonización literaria; violenta, forzada en sus causas y en los medios con que fue realizada; espontánea, duradera y digna en sus complejas manifestaciones; útil y gloriosa para aquellos colonos, dotados de extraordinaria flexibilidad y gran virtud asimiladora; no ingloriosa para la madre patria que los desterraba; ventajosa y honorífica para la nueva patria latina que los acogía en su seno hospitalario.»

Harto reconocerá el lector por lo expuesto hasta aquí que yo soy un admirador fervoroso y sincero de la antigua Compañía de Jesús; pero esto no se opone a que yo dé crédito e importancia a las tremendas acusaciones que lanza contra la Compañía el autor anónimo, cuyo libro me induce a escribir este artículo.

No recuerdo quién dijo, tal vez fue Cervantes, que las segundas partes nunca fueron buenas, y yo confieso que me siento inclinado a aplicar el dicho a la Compañía de Jesús, restaurada, desde 1814 hasta ahora.

La primera Revolución francesa, con tantos horrores y tanta sangre, y dando por último resultado a un déspota, que, sin propósito fijo, civilizador y humano, mantiene durante años la confusión y la guerra en Europa; la propensión del pensamiento filosófico hacia el pesimismo y hacia el más grosero ateísmo, y la aparición o la mayor difusión y el más hondo arraigo de espantosas doctrinas, que no sólo tiran a subvertir el organismo social, sino a arrancar de cuajo los fundamentos en que el orden actual se sostiene, han apocado acaso, con la repugnancia y el terror que inspiran, el espíritu religioso de muchos individuos e instituciones, y entre éstas, las de los jesuitas, sin duda. Lo cierto es que ya no son como eran antes. A mi ver, ya no pueden decir: Sint ut sunt, aut non sint. Ya son otros de lo que eran. Antes, al defender la fe católica, de que se hicieron y fueron maravillosos adalides, se pusieron en el camino del progreso, a la cabeza de la Humanidad, levantando el lábaro y apareciendo casi, así por el amor de la religión como por el amor de la ciencia, semejantes a la columna de fuego que guió en el desierto a los israelitas durante la noche.

Hoy, por el contrario, faltos de fe los jesuitas y engañados por el pesimismo, imaginan, sin duda, que la civilización ha descarrilado, que se ha extraviado saliendo de la senda que debía seguir, y, en vez de ponerse delante y servir de guía, se han puesto a la zaga, y hacen todos los posibles esfuerzos porque ceje y retroceda hacia un punto absurdo y fantástico, que jamás existió, y con el que ellos sueñan. De aquí que todo progreso, toda elevada cultura, todo pensamiento sano de libertad y de mejoras, sea tildado por ellos de liberalismo y aborrecido de muerte. Esto es peor que carecer de un ideal; es tener un ideal falso e inasequible, por ser contrario a las ideas y a las esperanzas de la porción más activa, inteligente y hábil de la novísima sociedad humana.

En esta situación, sin verdadero entusiasmo, porque reacción tan disparatada no puede inspirarle, no es extraño que los jesuitas modernos tengan todas las flaquezas y pequeñeces e incurran en cuantos vicios y pecados el autor anónimo les imputa en su iracunda y despiadada sátira.

Todo lo que el autor anónimo nos declara que hay ahora de malo en la Compañía, pudo existir y existió probablemente en ella, hasta cierto punto, desde su origen. No era posible que entre millares de hombres, formando una asociación poderosísima, no se albergasen la ambición, la codicia, el apetito de deleites y regalos y otras mundanas pasiones; pero entonces era tan elevado el propósito, era tan generoso y fecundo el pensamiento capital que informaba a la Compañía, y era tan numerosa y refulgente la falange de sus héroes, de sus santos, de sus exploradores, de sus sabios y de sus mártires, que deslumbraba con su resplandor y no dejaba ver lo vicioso y lo malo que había en la Compañía, y que es tan inherente y propio y tan difícil de extirpar por completo de nuestra decaída naturaleza.

Es asimismo de recelar que el jesuitismo moderno, si bien fustiga con sobrada acritud los vicios del día, se haya dejado, sin sentirlo, inficionar por algunos de ellos, y en particular por los que afean más ahora a las clases medias y elevadas de la sociedad, con las que los jesuitas tratan y alternan frecuentemente. La afición, pues, al regalo, a la pompa, a ciertos refinamientos y elegancias y al dinero, que lo proporciona todo, no deja de ser natural que se haya infiltrado en las almas de los decaídos sucesores de Francisco Javier, de Francisco de Boria y de tantos y tantos gloriosos misioneros, confesores y mártires de la fe de Cristo.

Cuantos hechos, anécdotas y casos refiere el autor incógnito para rebajar y humillar a los jesuitas del día, tienen trazas de verdaderos y dejan harto malparados a los padres. Referidos con notable primor de estilo, desenfado y gracia, entretienen tanto o más que una novela picaresca. Así, los dos capítulos Cuestión de cuartos y Los dineros del sacristán, nos pintan a los padres sedientos de oro y valiéndose para adquirirlo de mil medios poco decorosos: de la usura, del agio y de la adulación para con los ricos, a fin de conseguir de ellos donaciones y herencias; y nos los pintan al mismo tiempo manirrotos, despilfarrados y faltos de juicio, de buen gusto y de previsión, para gastar, o más bien para derrochar, estas poco bien adquiridas riquezas. En el capítulo El politiqueo aparecen los padres como facciosos, excitadores a guerra civil y tan partidarios de don Carlos que cantaban el tedéum cuando ocurría algún suceso funesto para las armas de España; verbigracia: la muerte del caballeroso y heroico marqués del Duero.

Para no fatigar a los que me lean no seguiré extractando aquí el inmenso cúmulo de acusaciones que lanza contra los jesuitas el autor anónimo. Recomendaré, sin embargo, la lectura del capítulo El mujerío, porque tiene muchísimo chiste. Sobre todo en cuanto se refiere a las relaciones espirituales de los padres con las duquesas, marquesas y condesitas, y en la descripción que hace de la devoción elegante, del misticismo cómodo y de la religiosidad high-life y a la moda.

Todo esto, no obstante, por más que sea digno de reprobación y deba ser condenado, en este, en aquel o en el otro individuo, tal vez afecte menos a la Compañía en general de lo que el autor anónimo imagina y pretende. En una asociación tan numerosa y que alcanza extraordinario influjo y crédito, es difícil, es casi imposible evitar que algunos, que tal vez muchos de los que a la asociación pertenecen, no se prevalgan de ese influjo y de ese crédito para lograr provechos y ventajas materiales. Y, por otra parte, el despilfarro de esos provechos, casi siempre en cosas deleitables para la colectividad o que satisfacen y lisonjean su orgullo, prueba que no hay grande egoísmo en el individuo que los ha logrado, e inclina a creer que la codicia jesuítica, más que viciosa, es poco juiciosa.

En mi sentir, pues, los capítulos de mayores culpas del libro del autor anónimo contra los jesuitas son los dos que se titulan De ciencia y santidad, la mitad de la mitad.

Ni en ciencia, ni en literatura, ni en artes, llegan hoy los jesuitas de España a lo que fueron en lo pasado. Quedan además muy por bajo del nivel de los escritores seglares y de los escritores del clero y de los otros institutos religiosos. La fama, al menos, no hace resonar mucho sus nombres ni difunde su gloria.

En este punto, sin embargo, y si hemos de dar crédito al autor anónimo y no tildar de exageración sus alabanzas, él las prodiga de tal suerte al padre Juan José Urraburu, que le coloca muy por cima de todos los filósofos, pensadores y escritores aficionados a la filosofía que ha habido en nuestra nación en el siglo presente. No he de negar yo que sean muy estimables las obras filosóficas de Balmes, del padre Ceferino González, de don Manuel Ortiz y Lara, de Sanz del Río y de la turba de sus prosélitos; pero de ninguno de ellos se podría afirmar sin exagerada benevolencia lo que el autor anónimo afirma de la obra filosófica del padre Juan José Urraburu, declarando que es notabilísima, que hace honor a España y que debe contarse entre las mejores, si ya no es la mejor publicada en Europa, después de la restauración filosófica pregonada por León XIII. Es cierto que el autor anónimo limita luego la alabanza, considerando la obra del padre Urraburu como mera exposición de la sana filosofía escolástica. Pero, aun así, la alabanza es muy grande si la tal exposición es completa y si es la mejor que se ha hecho en Europa, comparando bien la antigua filosofía, que expone, con todos los ulteriores sistemas, y sacándola ilesa de los ataques, y victoriosa y colocada por cima de todos.

Fuera de los méritos de este padre Urraburu, del que confieso ingenuamente que ni había oído hablar, poco o nada hay que el autor anónimo celebre y estime en algo en el movimiento intelectual de los jesuitas. Y la verdad es que ninguno de sus escritos ha alcanzado en España la popularidad y el aplauso que las obras de otros escritores pertenecientes al clero. No tienen poetas como mosén Jacinto Verdaguer, ni ardientes y fervorosos polemistas como don Miguel Sánchez, ni entusiastas y candorosos moralizadores, de fecunda inspiración popular, como el excelente padre Claret, harto injustamente ridiculizado por la pasión política y por la ligereza de liberales y librepensadores.

La revista El Mensajero del Corazón de Jesús está, según el autor anónimo, muy por bajo de La Ciudad de Dios, de los padres agustinos. Y lo que más desgracia dicha revista o Mensajero siempre según nuestro autor, son las novelas y cuentecitos que allí se insertan, «donde hierven tales osadías de ideas y tales arrojamientos de frases y de palabras, y donde se refieren lances y percances tan crudos y poco decentes y situaciones tan escandalosas, que muchos padres de familia, luego que recibían el tal Mensajero, lo escondían con cuidado para que no lo leyesen sus hijas».

Son más de extrañar estas libertades si se atiende, según afirma el autor anónimo, a que los padres jesuitas de España han censurado al cardenal Wiseman por su Fabiola, y al inocentísimo Fernán Caballero, por varias de sus novelas, y a que (¡apenas parece creíble!) en un gran colegio de la Compañía celebraron una muy devota procesión y quemaron muchos libros por impíos, liberales y poco decentes, entre ellos el Quijote.

El autor anónimo niega también historiadores a la moderna Compañía de Jesús en España.

En lo que toca a ciencias naturales, no tienen nada de qué jactarse. «No sólo -dice- no pueden presentar una obra como la del agustino padre Blanco sobre la flora de Filipinas, pero ni un observador de la Naturaleza, como el escolapio padre Ainza.»

En mi sentir, hay un punto sobre el cual no vierte bastante luz el autor anónimo, ni nos habilita, fiándonos de lo que dice, para dar una sentencia adversa o favorable. Es este punto la virtud o capacidad docente de los padres de la Compañía. Sobre ello, por tanto, no daremos nuestra opinión; pero sí diremos que la del público en general es muy favorable a los padres, y lo prueban la multitud de colegios que tienen, su prosperidad y el empeño con que muchas personas, hasta opuestas al jesuitismo, liberales y librepensadores, envían a sus hijos a los colegios de los jesuitas para que allí se eduquen. Y no puede negarse que el buen éxito de los jesuitas en este ministerio de la enseñanza de la juventud produce y puede producir los mejores efectos, aunque no sea más que despertando la emulación y excitando el celo de los otros establecimientos pedagógicos, ya por ejemplo, de los institutos oficiales y laicos, ya de otras órdenes religiosas o clericales congregaciones. Los padres agustinos, sin duda, se esmerarán más en sus enseñanzas para competir con los padres de la Compañía y vencerlos, si pueden. Y es probable que, contemplando la prosperidad y crédito de los jesuitas como cuerpo docente, los canónigos del Sacro Monte se hayan animado y resuelto a ampliar los estudios de su colegio, convirtiéndolo en Universidad católica, donde ya se enseña la jurisprudencia y donde se aspira y se quiere enseñar (como complemento y corona de las asignaturas de teología) griego, hebreo y árabe y otras lenguas orientales, así como muchas ciencias profanas y muchas teorías y descubrimientos novísimos, a fin de ponerlos en armonía con la religión revelada y de que valgan para su sostén y concurran a su triunfo, en vez de parecer, como parecen, un ariete en manos de los incrédulos.

Concretándome ahora al examen del libro del autor anónimo, y expresando aquí sobre él mi parecer, franco y sincero, diré, para concluir, aunque me acusen, como han sido acusados con frecuencia los jesuitas, de tener la manga muy ancha, que los pecados y vicios que saca a la vergüenza el autor anónimo, si bien sería de desear que no los hubiese, no me mueven tanto a condenar la Compañía, compuesta de seres humanos, entre los cuales no puede menos de haber bastantes pecadores, como la carencia del espíritu elevado, amplio, civilizador y progresivo que la inspiró en mejores días. Volver a informarse de este espíritu es, en mi sentir, lo que la Compañía necesita, y no las mejoras y modificaciones de sus institutos, que el autor anónimo propone, manifestando deseo de que la Iglesia las adopte y establezca.

No va por un lado el espíritu del siglo y no va por el lado opuesto el espíritu de la verdadera religión. Ambos caminan y deben caminar unidos, a fin de que la mente y el corazón de los hombres se eleven a superiores esferas. Cristo no enseñó cuanto hay que saber, sino que dejó mucho, aun en las cosas más esenciales, para que los hombres lo averiguasen y lo enseñasen con el transcurso del tiempo. El adelanto, el desenvolvimiento de la metafísica y de toda doctrina social, política y hasta ética, no está reñido con la revelación, que no fue ni pudo ser de una vez, sino que, en cierto modo y altamente aceptada, es progresiva. Las mismas palabras del Redentor lo declaran: Adhue multa habeo vobis dicere, sed non potesti portare modo. Lo que entonces no dijo Cristo, porque no hubieran acertado a entenderlo; lo que, aun después de descender sobre los apóstoles las lenguas de fuego, cuando estaban congregados en el Cenáculo, no quiere o no puede revelar San Pablo, constituye la ulterior revelación y presta, digámoslo así, una flexibilidad sublime a nuestro dogma religioso, que le hace capaz de contener dentro de sí, sin romperse ni quebrantarse, toda civilización futura, por grande y maravillosa que sea.

Yo entiendo, pues, que la mejor reforma que pudieran adoptar los jesuitas sería la de inspirarse en tan sublime y fundamental pensamiento, que, sin salir fuera de las vías católicas y sin cobardes condescendencias y transacciones con incrédulos e infieles, hiciese posible la aspiración de Jaime Freeman Clarke al terminar su obra sobre Las diez grandes religiones, y al proclamar la cristiana como la religión definitiva e imperecedera del humano linaje: que no se amengüe la libertad del espíritu; que no se acepte con ceguedad lo que contradiga al sentido común; que no se achique o mutile la ciencia por miedo de que triunfe de la fe; que ningún placer inocente, que ninguna natural alegría de la vida y que nada de cuanto hay hermoso en la literatura, en el arte, en la sociedad y en el hogar doméstico, sea sacrificado, sino que todos los hombres vengan a Jesús y hallen en Él el medio más poderoso de elevarse hasta su eterno Padre y la revelación más cumplida de perdón, paz, esperanza y vida eterna, indispensable para el desarrollo perfecto y completísimo de nuestro ser humano.

En los jesuitas hay en nuestro tiempo una limitación y una estrechez de miras harto contrarias a las susodichas aspiraciones. Se olvidan de que la letra mata y el espíritu vivifica, y se olvidan de que el espíritu de verdad hará resplandecer toda verdad ante los ojos de los que le siguen.

Madrid, 1896.



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