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- XXI -

Los fugitivos, antes que cayera la noche, devoraron al galope una distancia considerable.

Tenían por delante la inmensa extensión desierta, arroyos, ríos y selvas.

Aldama era el baqueano en la zona que recorrían, y conocía en ella según él afirmaba, con aire chocarrero, entre las sombras de la noche, los campos, por el gusto de las yerbas, y la hacienda gorda, por el ruido de las pezuñas.

Caía el crepúsculo, cuando ellos resolvieron guarecerse en los montes del Río Negro, cuajados entonces de matreros.

Denominábanse así, no sólo los delincuentes y contrabandistas que la Hermandad perseguía sin tregua, sino también a los que, sin tener cuentas con la justicia del Rey, eludían el servicio de las armas resignándose a una vida montaraz de perpetua zozobra.

Esta tenía múltiples faces pintorescas y dramáticas.

  -118-  

Los días se pasaban en la espesura, donde el sol deslizaba uno que otro hilo de luz.

Se hacía existencia común con los «carpinchos», las zorras, los perros cimarrones y aún con el jaguareté. La costumbre genesíaca era para ellos una realidad. Las fuerzas ciegas de la naturaleza les formaban un círculo infranqueable.

Domaban el potro y le enseñaban a vivir en potriles tenebrosos, a recorrer los senderos más estrechos y torcidos, a pastar en las praderas sombrías, a abrevar en el cauce oculto del río, y hasta a reprimir sus relinchos en presencia de sus congéneres. El caballo así adiestrado, era un amigo inestimable, leal, inteligente y dócil.

De esta manera, el hombre, como los seres inferiores que se arrastran, tomaba parte en el concierto de la selva; se arrastraba también al pie de las mismas gusaneras erigidas sobre pedestal de helechos bajo las bóvedas, comía a veces como el tipo primitivo el ave que cogía en la rama, el cogollo de palma, la raíz jugosa o la fruta silvestre, y rendíale el sueño en el ramaje, donde arreglaba su lecho, o en el suelo mismo cuando no se veía rastro de alimaña, en medio de un coro de extrañas notas, estridulaciones, gritos, vagidos, silbos, gorjeos, gruñidos y rumores siniestros, a que concluía por habituarse en su condición miserable.

Las barbas y el cabello hacían de la cabeza un matorral.

Cuando las ropas caían a fragmentos deshechas por el uso y la intemperie, se reemplazaban por otras idénticas, si era eso posible, en las excursiones sigilosas: de lo contrario, se suplían con pieles de novillo o de carnero, se fabricaban chiripáes peludos, aunque sobados, y gorros de manga, a cuchillo y lezna, y por hilo, tientos de cuero yeguarizo.

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En los casos de enfermedades, la «marcela» macho y hembra y la infundía de lagarto, servían de drogas. Esos organismos dados a la fatiga, de nalgas de hierro y piernas domadoras, rara vez necesitaban sin embargo, de diuréticos, de emplastos y de astringentes. Cuando lograban entrarse al monte mal heridos en una refriega, lastimados en la entraña como el toro en la pelea, ganaban arrastrándose las anfractuosidades más oscuras, y agotadas ya todas las fuerzas, allí morían en soledad profunda, sin que nadie oyera sus maldiciones o lamentos.

Las salidas furtivas en busca de ganado, se efectuaban en ciertas horas, cuando se presentía algún peligro cercano: al rayar el día o al cerrar la noche, pues aún en medio de las tinieblas, el campero sagaz descubre y escoge los animales gordos, cuyo peso bruto, como decía Aldama, denuncia «el ruido de las pezuñas». Un oído experto distingue en la oscuridad los pasos de un niño de los de un hombre; y del mismo modo el gaucho astuto clasifica la res de carnes sólidas entre otras de menos valía.

A ocasiones, veía el matrero trascurrir semanas en sus escondrijos sin tentar aventuras; y sucedía esto siempre que conseguía reunirse a otros compañeros en la tupida red del monte, y que una punta de hacienda arisca se guarecía en los fértiles prados de su interior. Convertíanse entonces en pastores de aquella dehesa salvaje, dividíanse con el puma con color y el jaguareté las vaquillonas tiernas y rellenas, hasta que el ganado abandonaba el sitio un día, rompiendo ramajes, arrastrando lianas añosas y hundiéndose en lo profundo de la selva.

Las entradas y senderos, eran muy estrechos como caminos de coatíes; se bifurcaban y trifurcaban,   -120-   atravesándoseles a trechos con gruesos troncos, que bien pronto bordaban las enredaderas silvestres en frondosos belvederes. Estas sendas parecían guiar a los escondites y guaridas, cuando en realidad llevaban lejos de ellos al explorador osado.

Hay un ave en los campos que al menor peligro corre entre las yerbas en silencio, levanta el vuelo y va a cantar muy lejos, irritada, aleteando en redor del transeúnte, como si su nido y sus huevos se encontrasen en el círculo que traza con su vuelo, y no en aquel que poco antes abandonó rápida y cautelosa. El gaucho errante que copiaba la naturaleza, aguzando su ingenio y sus instintos, observaba en lo interior de los montes la astuta maña del «teru» y comúnmente su asilo seguro estaba a la inversa de las sendas y caminillos de «carpinchos», en lugares extraviados y hondas espesuras.

Semejante a esos cerdos acuáticos, el matrero se deslizaba por debajo de los ramajes, escurríase por entre las lianas, volvía y se revolvía en los matorrales y salvaba la cuenca del río para perderse en caso necesario en el monte de la orilla opuesta. Cuando era preciso, su cuchillo o su facón servíanle de hacha para trozar brazos de árboles o para tender muerto al imprudente adversario que caía en aquellas redes enmarañadas.

Pero, su guarida era rara vez descubierta. Como la araña que al esconderse en su cueva cierra la entrada con una puertecilla de tierra dura; como la culebra que no habita la galería curva que abre en el subsuelo, y si en el hueco de una de sus paredes laterales en donde se arrolla y enrosca; como el lechuzón que horada la tierra en espiral, hincha la costra y construye diversas puertas y ventanas a todos los vientos, para entrarse por una y aparecer   -121-   por otra; como la nutria, la viscacha, el zorro cuyas industriosas viviendas sugerían al instinto del hombre sus artimañas para la mayor seguridad del escondrijo, el gaucho selvático buscaba su sitio de reposo allí donde fuera difícil todo acceso a la planta humana, tapizado de malezas y espeso cortinaje de hojarascas, con salidas a algún potril oscuro propio para apacentar su caballo, no lejos de la corriente de agua.

De semejantes sitios escabrosos sólo salía apremiado por las necesidades, aunque hubiese peligro; hacía el merodeo en las sombras, gateaba entre las maciegas de paja brava a la orilla del monte para examinar los contornos, antes de sacar su caballo, y si el peligro no era inmediato, encaminábase a rumbos conocidos por campos quebrados que facilitasen luego su fuga; proveíase de lo necesario en ciertos ranchos de gente aparcera, o en alguna pulpería solitaria de ventanilla y mostrador reforzados con rejas de hierro, y aún con troneras en el muro endeble, a manera de fortín para abocar escopetas o trabucos en caso de asalto.

Ya en posesión de aguardiente, tabaco, yerba, y alguna pieza de lienzo, tenía tiempo todavía para platicar con el pulpero mientras tomaba su cañita, y de averiguarle qué gente andaba por el pago, a quién habían lonjeao ese día o metido chuza por los riñones.

Impuesto de todo por el pulpero, a quién convenía estar a partir una galleta con el gaucho bravo, si el riesgo había desaparecido determinábase entonces a dar un galope hasta el rancho de la «china», y aún a robar a ésta si era su consentida, para lo que no era preciso cencia sino juerza en los puños y resolvencia, según la lógica del matrero.

Y entraba a robarla. Bien montado, se acercaba   -122-   de noche al rancho, apeábase a poca distancia asegurando el «pingo» en el palenque o al pie de un «ombú»; ladino y sagaz aguardaba que la muchacha se entrase a la cocina, y después arremetía allí haciendo sonar las espuelas, la mano en el mango del facón y el gesto iracundo.

Las campesinas viejas se quedaban acurrucadas entre las guascas y cueros peludos, atónitas ante el gaucho malo y por miedo a una tunda a rebenque; pero la «china», como era frecuente en estos casos, no hacia mucha resistencia y se dejaba levantar del suelo, con chancletas o sin ellas, al aire las piernas percudidas, las greñas sueltas, sin desmayos ni cosas semejantes; y él la conducía así hasta su caballo, la enancaba bien, si es que por la premura a veces no la hacía montar a «lo hombre», y partía a la carrera muy contento con su presa.

A ocasiones solía sacarla de la misma cama, y aún tenía que reñir de veras con el padre o con algún gaucho forastero que la andaba requebrando en su ausencia.

Entonces, una vez ganado el monte procuraba salir lo menos posible en los primeros días del suceso por evitar encuentros con las partidas de la Hermandad, y para holgarse mejor de su luna de miel en lo más salvaje de la floresta.




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- XXII -

Las gentes del preboste solían establecerse en puntos estratégicos; y entonces la reclusión era obligada. De lo alto de una palmera que los más ágiles escalaban, después de practicar escisiones que   -123-   sirviesen de puntos de apoyo al pie desnudo, los matreros dominaban el paisaje, desde el fondo del bosque, y seguían todos los movimientos de la Hermandad, o en su caso, de la caballería reglada. El vigía no podía encontrar mejor atalaya; y lo cierto es que el monte estaba atalayado, con sus palmas a intervalos, en vez de ladroneras. A cualquier rumbo se escudriñaba sin inquietud alguna. De la línea verde del bosque solo sobresalían las copas de los palmares, simulando caprichosos quita-soles, de modo que el vigía ascendía hasta donde era prudente, sin ser visto de las altas lomas. Encubríalo el follaje por completo.

Si movido el campamento, algún «celador» quedaba rezagado por exceso de sueño o con ánimo de refocilarse en el rancho en que unos ojos oscuros le hirieron el sensorio, al día siguiente una cruz grosera allí clavada por la piedad campesina, marcaba el sitio en que fuera inmolado a los odios del perseguido.

Cuenta la leyenda de los campos, en su lenguaje sencillo e ingenuo, que en noche lóbrega y lluviosa detúvose en una ladera pelada un pequeño destacamento de dragones.

Los soldados venían sin comer, y habían marchado todo el día bajo el agua. Desolláronse dos ovejas de la majada única de un viejo achacoso, para satisfacer el hambre de la tropa; pero faltaba leña.

Los residuos del ganado no ardían. La lluvia los había convertido en negras esponjas llenas, y las chispas del eslabón y la mecha ardiendo chisporroteaban al contacto, para apagarse de súbito.

La tropa se deshacía en juramentos.

Resolviose ir a un monte de allí distante tres cuadras,   -124-   por leña; mas el monte maldito estaba plagado de marteros; razón por la cual el alférez, que era cauto y discreto, no había querido hacer el descanso allí, por el número reducido de sus hombres que alcanzaban a siete, y por el estado pésimo de las cabalgaduras.

Tres de los dragones, un cabo entre ellos, vagaban en las sombras tanteando el terreno, por doquiera húmedo y resbaladizo; hasta que, el cabo, más feliz que sus compañeros, dio con unas grandes piedras que en lo empinado de la ladera había.

Recordó él entonces que al pasar por el sitio el destacamento, y a la última luz del día, se alcanzaron a ver sobre esas rocas dos cajones de difuntos.

Alargó el brazo, y palpó.

Sus dedos tropezaron con uno de los ataúdes de aquel cementerio colgante, de que estaban llenas las soledades; vaciló un momento, y al fin venciendo su repugnancia, cogiolo con ambas manos, y lo derribó.

La caída hizo saltar la tapa en fragmentos, pues el ataúd se componía de tablas mal unidas. El olfato denunció al cabo, por si no hubiese bastado el peso, que ellos contenían un cuerpo fresco; mas él, sin preocuparse de la fuerza terrible de los gases, ni de si la mortaja estaba abierta por delante, volcó el féretro, y sobrecogido recién de espanto, echoselo al hombro, y diose a correr como un condenado, sin apercibirse que el cadáver había dejado la mortaja flotante, adherida como ella estaba al fondo del cajón por una junción súbita de las maderas, al desencajarse con el golpe.

Y añade la leyenda que, muy inclinado el ataúd sobre los ojos, privó al cabo divisar a sus compañeros, por cuyo motivo pasó a algunas varas de ellos   -125-   con la velocidad de una centella arrastrando aquel sudario; y, que al ver tan grande fantasma negro con una cabeza así espantosa, y largo velo blanco que le colgaba de un lado lo mismo que vestimenta de ánima de purgatorio, ¡el alférez mandó a caballo! con ronca voz, y el destacamento se precipitó despavorido al llano tenebroso en frenética carrera.

En la soledad de los campos, toda aquella noche, de cerca y lejos, en fuga sin rumbo peleando con las tinieblas, furioso y desesperado, el violador de tumbas lanzó gritos horribles y angustiosos lamentos, que escucharon tal vez los matreros desde el fondo de sus guaridas e hicieron bramar al tigre en los juncales.

El hecho es que al día siguiente cuando el viejecito achacoso acercose en su rocín para recoger las pieles de sus ovejas, cuyas carnes habían despedazado los pumas, observó cerca del monte un cuerpo humano con la cabeza separada del tronco a filo de cuchillo, y al derredor de ese tronco con los hocicos ensangrentados, en las postrimerías de su festín lúgubre, una banda de perros cimarrones.

El paisano se hizo la señal de la cruz, y sacando fuerzas de flaqueza, volvió riendas, castigando a dos lados su rocín.

De análogas tragedias, eran mudos testimonios las numerosas cruces que por aquellos tiempos se veían a lo largo de los montes del Río Negro.

El abigeato, la industria del cuatrero, el contrabando, delitos previstos y castigados implacablemente por una severísima legislación penal, constituían sin embargo los hechos más frecuentes de los que «vivían sobre el país».

La justicia del Rey tenía que habérselas con centenares   -126-   de centauros errantes, e igual número de contrabandistas; hasta que Don José Gervasio Artigas a quien hemos exhibido al principio de este libro en compañía del capitán Pacheco -tantas veces vencido por él en las duras refriegas del contrabando- produjo una crisis purgadora.

El teniente de Blandengues depuró bien pronto fronteras y campañas, al estremo de merecer honores y recompensas excepcionales en su época. Los audaces merodeadores y filibusteros portugueses, que tenían sus razones para conocerle, concluyeron por temblar en su presencia, y desaparecer de un teatro sembrado de crueles hazañas.

En el andar de los tiempos, y especialmente en aquellos cuyas escenas venimos relatando, Artigas ya en clase de capitán, después de su gresca con el General Muesas, gobernador español de la Colonia, a cuyas órdenes servía, se había separado del viejo orden de cosas, y pasado a Buenos Aires a ofrecer a los patriotas de Mayo el concurso de su brazo y de su prestigio.

Por esto, en los pródromos de la sacudida en esta banda, insurrección que venía preparando el mismo espíritu local estimulado por nuevas ideas, y por el ejemplo de la revolución argentina, operábase en la campaña una resistencia de hostilidad manifiesta contra las autoridades realistas; y de ahí que, relajado ya el lazo de la disciplina colonial, la actitud agresiva empezara por renovarse en montes y fronteras.

Corrían auras de guerra, y revelábanse las impaciencias en los lances sangrientos de cada día.

Explícase así que un gran número de matreros perteneciesen a la clase honesta y laboriosa, a la espera en los bosques del grito de libertad.

  -127-  

A esa cantidad selecta, se había unido también el elemento no menos considerable de la gente bravía, con foja nutrida de episodios terribles.

De muchos de estos hombres cerriles, sin embargo, se hizo más tarde bizarros veteranos, laureados en cien batallas gloriosas.




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- XXIII -

Los montes extensos del Río Negro, asilaban como hemos dicho, el mayor número de matreros; que ora vivían aislados, y en grupos de dos o tres en parajes desconocidos, ora en bandas de treinta y cuarenta, allí donde eran más apropiados los claros o potriles de la selva.

El observador que no estuviese en el secreto de las astucias y estratagemas usadas por los habitantes de las malezas, difícilmente podría descubrir huella o signo de vida en el mismo centro de sus maniobras; aún en el caso, inverosímil, de que él se hubiese aventurado hasta allí, sin recibir antes un golpe de facón o una descarga de trabuco a quemarropa.

Sus únicos refugios contra el hielo, el rigor de los inviernos, las lluvias torrenciales y la crudeza de los vientos, consistían en las espesuras del follaje o en los zarzos hechos con ramas flexibles en forma de ranchos que cubrían y recubrían con cueros vacunos y aún de carneros por todas partes, dejando apenas espacio para removerse ellos en sus camas duras de caronas y cojinillos.

Trataban siempre de improvisar estas viviendas en terrenos altos, para evitar que las aguas corriesen   -128-   por debajo. Preservados así de la humedad, el calor de los cuerpos, el humo del cigarro y la proximidad del fogón a un lado de la puerta o abertura, por la que era preciso entrarse a cuatro manos mantenían en el interior un ambiente tibio y agradable que estimulaba los hábitos de holganza y de indolencia, especialmente en los días sin sol y en las largas noches de junio, mezcla de heladas, de tinieblas y de constante lluvia.

En el interior de esas viviendas, los matreros colgaban sus guascas y utensilios más rudimentarios, tocaban la guitarra, jugaban a la baraja, y concertaban sus golpes de mano y estratagemas nocturnas, respetándose recíprocamente, al menos los que tenían el mismo poder de garra y de ronca, así como se respetan las fieras aún tratándose de la prioridad en los despojos.

Si alguna vez, por un avance atrevido de los agentes de vigilancia, sus guaridas eran descubiertas, no volvían ya ellos a esos sitios, y hacían otras en lugares más distantes e intrincados, con mayores precauciones, sin miedo al tigre y al yacaré, por más que el primero tuviese por allí su madriguera y el segundo incubase sus huevos en la arena del ribazo.

Por la noche, los fogones ardían, casi invisibles a pocas varas de distancia.

La leña se echaba en hoyos a propósito, remedos de taperas, de modo que la llama se expandiese en las anfractuosidades de la excavación, lamiendo arena y greda; y en abertura regularmente ancha se colocaba la caldera sobre trébedes de troncos, que se reemplazaban así que el fuego los consumía.

De igual manera quedaba encubierto el resplandor   -129-   de esos hornos especiales, cuando se asaba la carne; los asadores circuían la boca, y todo quedaba en la penumbra, o claridad dudosa de un crepúsculo.

De día no se encendían estos fuegos, porque el humo los denunciaba a la distancia.

En realidad no dejaba de presentar un aspecto imponente el cuadro original formado por un grupo de matreros en rededor de un fogón, tomando mate en las altas horas de la noche; especialmente si contra toda costumbre, ese fogón había sido encendido al ras del suelo con grandes troncos secos y trozos de estiércol vacuno.

Los árboles negros y tupidos, la soledad selvática, las señas misteriosas del espía o «bombero» colocado a la entrada del monte entre algunos «talas» o «sarandíes», el sordo bramar de las alimañas a lo lejos, el ruido de algún caballo al azotarse al río con su jinete en el interior de la selva, la rotura imprevista de las ramas al empuje de un novillo «alzado» que luego se volvía estrujándolo todo sobrecogido por la sorpresa o por el grito gutural de uno de los matreros, el resplandor rojizo del fuego en los rostros pálidos y barbudos del grupo, las voces bajas de los que hablaban de alguna hazaña lúgubre o hacían alguna historia de ataque o salteo, la inmovilidad de los cuerpos con las piernas cruzadas en el suelo, envueltos en sus ponchos oscuros abuchados hacia atrás por la culata del trabuco o el mango del facón, la mirada torva y el taimado gesto de los semblantes, las manos de peludos dedos saliéndose a cada momento del abrigo para coger el mate o sacar los puchos de atrás de la oreja, alguna risa bronca a labios cerrados, algún terno rudo, alguna ironía sangrienta   -130-   escapándose como un tiro de bola de una boca escondida entre un montón de pelos erizados; todo esto, era bastante para estremecer a un observador trasladado de súbito a semejantes lugares, y mayormente aún, si llegaba a escuchar cómo este robó un cinto lleno de onzas de oro a un «tropero» empujándolo luego al fondo de un barranco, cómo éste otro dio muerte a dos soldados de un trabucazo por el ventanillo de una cocina al caer de una noche, cómo aquel desnucó a un capataz con la marca de hierro un día que estaban solos junto al corral de las yeguas, y cómo el de más allá sacó una tarde a su «china» de un rancho en que se bailaba, después de abrirle el vientre con una cuchilla mangorrera al «cantor», que le había roto la guitarra en la cabeza «blanqueándosela» de astillas...

Vería el observador al apuntar el día, cómo el aislamiento agreste había impreso su sello duro y áspero en aquellas figuras, y cómo el interior de sus almas se transparentaba en los rostros con la cruda altivez del macho que no ha conocido el freno; algo como una carnadura de hombre primitivo en esos seres siempre agitados bajo el ala del «pampero», en crecimiento y connubio con las fuerzas de la naturaleza, algo de modelo escultural y de belleza protea en sus cráneos cabelludos, en sus pechos salientes, en sus cuellos robustos, en sus miembros admirablemente conformados, en la trabazón férrea de sus músculos, en las formas correctas de sus caras varoniles, en la flexibilidad de sus talles y la plenitud fisiológica de sus troncos de centauros, habituados al columpio de los potros y a la embestida de la hacienda brava.

Y al contemplarlos ágiles y airosos sobre el caballo   -131-   arrancar a escape por las cuestas y sofrenar en la loma, altaneros y arrogantes, para mirar al horizonte; o revolear en su diestra las boleadoras, arma temible que ellos tomaron del charrúa perfeccionándola de una en tres bolas anudadas, con el pintoresco nombre de las tres Marías; o agitar el lazo de trenza sobre sus cabezas en un día de combate para coger infantes y maturrangos dentro o fuera del entrevero; o pelear a cuchillo en alguna pulpería y abrirse paso por en medio de las gentes del preboste derribando hombres aquí y acullá con los encuentros de sus caballos, para golpearse luego las bocas en son de burla a la orilla del monte; convendría entonces el que los observase, que todo en ellos era instinto y fuerza, materia prima del valor heroico, sin otra noción moral de la patria que el fanatismo del pago, ni otra idea de Dios que una creencia fría, vaga y casi indiferente.

Por eso -fuerzas e instintos- aveníanse bien con la vida montaraz.

¡Extraña vida, y escenas de vigoroso colorido las de la odisea gaucha en los montes!

En las altas horas, el tañido de la guitarra y algún canto melancólico interrumpían el silencio. A menudo se oía el peicón alegre, o el cielito cadencioso, en cuyo éter a fuer de cielo en miniatura, deberían vagar al rayo de la luna ángeles de trenza y tez morena, perseguidos por silfos de luengas melenas, hermosos y apasionados, que calzaban «domadoras», en vez de coturnos con alas transparentes.

Estas tertulias, amenizadas a veces con la presencia de garridas criollas, capaces de sujetar un bagual en el declive de una loma, constituían el acto sociable por excelencia en el falansterio de la floresta. El concierto cotidiano de las aves, al rayar el alba, y el   -132-   de las alimañas a media noche por filo, suplían otro género de distracciones; si bien el primero era para sus oídos como gotear de lluvia, y el segundo se iniciaba en mitad de un sueño profundo, sólo perturbado por algún sonámbulo, de grito más penetrante que el de los zorros pendencieros.

Cuando no había probabilidad alguna de ataque o sorpresa en campo raso, los matreros pasaban largas horas en los ranchos, en bailes o velorios de «angelitos», reposando en la lealtad de los vecindarios, que les advertían la hora conveniente del repliegue, así que vislumbraban algo de sospechoso en el horizonte.

Si llegaban a ser sorprendidos hacían causa común, y se batían con bravura, en la firme convicción de un fin desastroso, en caso de caer prisioneros.

Más de una vez, un solo matrero ha hecho frente a un destacamento, y aún salvádose por su arrojo de entre los sables y lanzas.

A un instinto poderoso de existencia libre, se unía en ellos un coraje indómito. Verdaderos hijos del clima, como Artigas, poseían la tendencia irreductible hacia las pasiones primitivas, y la crudeza del vigor local. Peleaban sin contar el número, y caían con resignación heroica.

No deja de ofrecer también originalidad cierta faz psicológica por decirlo así del matrero, y que lo presenta con un tinte simpático e interesante en medio de los azares y extravíos de su existencia semi-bárbara; y es la de muy acentuados sentimientos de gratitud y nobleza en determinadas ocasiones, los que revelaban en sus actos como una prenda segura de lealtad nativa.

Un sencillo episodio pondrá mejor de relieve esas cualidades del gaucho errante.

  -133-  

Sobre la costa del Río Negro, en la época a que nos referimos, vivía solo un paisano viejo, hospitalario y decidor, en un pequeño rancho por él construido, y que era el «tronco» de su «campito» en que pastoreaba algunas vacas y yeguas.

Las partidas del Preboste y los dragones de vigilancia solían acampar cerca del rancho del paisano Ramón, por encontrarse en aquellos sitios una de las picadas de salida de los matreros a campo raso, y ser por consiguiente más a propósito para seguir el rastro a los que vivían sin rey ni ley.

Siempre que esto acaecía, el paisano Ramón se guardaba bien de ir por leña al monte, por miedo de que la polecia lo tomase por aparcero de la jente «alzada»; pero en cambio, caída la noche, encendía algunas leñas de reserva en la cocina, y se estaba allí tomando mate con los soldados de la guardia hasta primer canto de gallo.

Los matreros sabían que el viejo se acostaba al escurecer, y que cuando se estaba hasta tan tarde en la cocina había «godos» en el campo; cosa que ellos observaban desde los árboles altos, manteniéndose entonces en el monte mientras durara el peligro o efectuando sus salidas por otras picadas secretas. Si en la noche siguiente la cocina estaba a escuras, los matreros decían:

-Siá costao oi con las gayinas, el paisano Ramón.

Y salían sin cuidado.

Siempre que aquel veía en desgracia algún celador de las partidas, ya acosado por un enemigo fuerte, ya caído y con la pierna rota por efectos de una rodadura, ya inquiriendo rumbos y noticias por el pago, pudiendo él socorrerlo o encaminarlo en uno u otro caso, para salvarle la vida en el primero   -134-   o evitar su muerte en el segundo, pasaba de largo como si nada observase u oyese, mirando al monte y haciendo un guiño de ojo muy significativo, aunque nadie se ocupase de parar en él su atención en ese momento.

En cambio, si el paisano Ramón encontraba por acaso entre algún zarzal o entre los «talas» espinosos alguna yegua arisca y bellaca, presa por la cola y las crines en los pinchos, al punto de no poderse mover, y estarse quieta desgarrada y temblando, él detenía su galope, se apeaba compasivo, cortaba ramas y espinas con paciencia y ponía en libertad al animal que de puro grato al servicio, solía enviarle a distancia sacudiendo rabioso la cabeza dos o tres coces furibundas.

Luego él decía, al hacer el cuento de la yegua, que la había «desenredao por projimidá».

Un día, tuvo necesidad el viejo de hacer un viaje a Montevideo; y, sin que nadie lo notase se salió del pago.

Los matreros se extrañaron una semana después, de ver abandonado el rancho y las pocas yeguas y vacas, de las que ellos nunca carneaban.

El paisano Ramón al irse, había cerrado la puerta y las dos ventanillas, dejando dentro sus pobres muebles, sin esperanza alguna de encontrarlos al regreso.

Los matreros sin embargo, pasaban siempre cerca del rancho, y jamás intentaron abrir su endeble puerta de un empellón. Tenían cierto cariño al buen gaucho que los había salvado más de una vez de la muerte, y respetaban su propiedad, no permitiendo que nadie se acercase a ella. Sabían también que el paisano Ramón era muy pobre, y que no guardaba en su vivienda ningún tesoro, ni siquiera   -135-   un «cinto» de cuero de nutria con botones de plata.

Cruzaban pues, por sus cercanías sin intención del menor daño, y cómo siempre se guarecían en el monte, hacia cuyos bordes daban las ventanas del rancho.

Una tarde cayó el viejo al pago sin que ser viviente alguno lo viera, y no pudo menos de admirarse al detener su «manso» frente a la puerta, de que todo se conservase como él lo dejó, pues que aquella continuaba cerrada con llave, según pudo confirmarlo empujándola despacio de a caballo.

-Pá que vea no más... -dijo en voz alta. No es tan mala la gente del monte, que ai güen lao en la mesma entraña fiera.

Pero, apenas acababa de hacerse este raciocinio, cuando las ventanas que daban a la parte del monte, y que de allí no podía ver, cayeron con estruendo, como si hubiesen sido forzadas con un tronco de «lapacho» entero.

El paisano Ramón sin asustarse, y en voz fuerte para que lo oyesen los ladrones, exclamó con muy buen talante:

-Juntito con el ablar me tapiaron la boca, ¡mosos!

Y se echó a reír, con esa risa socarrona, simpática y contagiosa del gaucho comadrero e inofensivo.

Creía él matreros los intrusos; pero nadie le contestó.

En cambio sintió dentro del rancho un gran ruido, caídas de bancos y mesas que se chocaban con estrépito.

-¡Ehu, mosos!... gritó jovial, ¡pilchéen lo que quieran;   -136-   pero no ruempan el almario y la consola vieja!

El barullo seguía en el rancho.

Todo venía por el suelo; un mueble dio contra la puerta, y otros se estrellaban entre sí y en la pared, con increíble violencia.

Por su parte, él seguía gritando a voz en cuello:

-No regüelvan el cofre de abajo e la cama que no ai que escapolarios de ña Simona, y un crocifijo de gampa... que jué de la dijunta, por Dios bendito.

Y en acabando de hablar, el paisano viejo se sonreía con humildad, por si asomaba por allí algún trabuco.

Ni una voz le respondía.

El estruendo iba en aumento: los bancos parecían pelearse con la mesa, el armario de pino con la cama, el cofre con una cabeza de vaca; y aunque sucediese a intervalos el silencio, la batahola se renovaba con furia como si allí hubiese entrado el diablo.

El paisano Ramón empezó a parar la oreja.

Y viendo que nadie le contestaba dio vuelta al rancho en su caballo, paso ante paso, se sacó el sombrero nuevo de «panza de burro» que había comprado en el «pueblo», y antes de enfrentarse a una de las ventanas abiertas, iba diciendo a voces.

Toito es de ostedes, mosos!... ¡pero no quiebren el mobilario que es enocente, Cristo padre!...

Con el sombrero en la mano, y sin apearse, se echó sobre el pescuezo del caballo para asomar la cabeza por el ventanillo; y en ese instante, uno de dos enormes jaguaretées que estaban dentro, lamiéndose los bigotes, lo saludó con un bramido.

-¡Miá! -dijo el paisano Ramón, muy azorado,   -137-   y dio vuelta con la rapidez del rayo, metiéndose en el brazo por el barbijo el sombrero.

Ruido de espuelas y rebenque, y arranque a escape del mancarrón, fue lo único que se sintió en un segundo.

El paisano viejo corrió en un soplo cinco cuadras, y el quíntuple habría seguido corriendo desaforado, si un encuentro imprevisto con una partida de matreros no lo hubiese compelido a sujetar riendas en un bajo.

Eran cinco mocetones de largas guedejas, que se pararon a mirarle con su ceño arisco y sombrío, cambiándose entre ellos algunas palabras.

El paisano se acercó todo arrollado en los lomos de su cebruno, al que aún le temblaban los corvejones, y dijo con una risita insegura:

-¡Güenas tardesitas, mosos!...

¿Quieren pitar?

Aquí traibo unas tagarninas del «pueblo». ¡Es güen tabaco!...

Los matreros le contestaron el saludo y le aceptaron los cigarros.

El viejo desató entonces la lengua y contó la causa de su fuga.

-Es el mesmo -dijo uno de ellos, mirándolo atentamente. ¿Diaonde sale, paisano Ramón?

-De Montivideu -respondió éste, todavía espantado.

Y que vea: juntito que me ayegué al rancho, no parecía sino que el mesmo demonio se abia colao por la chiminea... Qué cocear adentro del mobilario, ¡Cristo bendito!

-¿Son petisos los juagares, ñó Ramón?

-Se me asen más grandes que un toruno; y macho y embra an de ser porque de adentro venía un jedor recalentao que volteó el osico al mancarrón.

  -138-  

Los matreros rieron y se miraron.

-No tengás cuidao, viejito -dijo uno. Aurita vamos a desoyarlos pá que no güelvan a aser cría en la cama del paisano Ramón.

Todos cinco arrancaron tras estas palabras, a gran galope, armando uno los lazos y revisando otros los trabucos.

El viejo se quedó por allí más de media hora, caminando de acá para acullá, un poco temeroso; y cuando hubo él calculado que la cosa debía estar ya en punto, encaminose al rancho con un trotecito menudo.

Uno de los tigres había sido muerto, y estaba extendida su piel sobre las yerbas, como un presente de la gente montaraz.

Si bien todo se veía revuelto en el rancho, no faltaba absolutamente nada, y por el contrario los banquitos, la mesa y la consola, por que tanto se afligía el paisano, habían sido levantados y puestos en montón en el centro de su vivienda.

Los matreros habían desaparecido, dejando encima de la cama del gaucho viejo, muy bien acomodados los signos del jaguareté hembra, que parecía haber sido la víctima como más débil.




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- XXIV -

Entre hombres de esta entraña, buscaron refugió Aldama e Ismael. La selva era una patria libre.

Cuando al trote de sus caballos se aproximaban al monte al declinar un día caluroso, vieron en un claro hasta cuatro hombres que echaron pie a tierra,   -139-   obligando a hacer lo mismo a un soldado del cuerpo de Dragones, mozo de buena planta que vendía salud por lo rollizo y fuerte.

El dragón estaba sin armas; los gauchos tenían facones o chafarotes de una longitud asustadora.

Estos gauchos eran matreros. A la distancia, por sus largas barbas y cabellos, sus chiripáes y botas peludas, sus sombreros gachos y boleadores anudadas en la cintura, descubríaseles la índole selvática.

Se les veía apenas la nariz y un dedo de frente entre el boscaje de pelos.

Uno de ellos desnudó el facón de pronto, y tentó la punta con el dedo.

Enseguida hizo hincar al soldado, tironeándolo con fuerza, lo mismo que si agarrara a un redomón bellaco de la oreja para bajarle el testuz. El soldado cedió al manotón brutal, poniéndose de rodillas sin protesta alguna.

El sitio era una especie de encrucijada tupida de malezas. No se oían voces en aquel grupo siniestro.

Tres de los matreros salieron al encuentro de Ismael y Aldama que ya estaban encima y venían canturreando; y no suscitándoles sospechas, se volvieron, diciendo uno con acento bronco:

Rezá pronto el credo cimarrón, melico!

-Aurá no ai tutia -añadió otro-. ¡Estirá el gañote!

Aquellos rostros respiraban fiereza.

El que tenía cogido al prisionero lo sacudió del pelo con la mano izquierda, y sin decir palabra, le hundió de golpe con la derecha el facón en un costado.

Al sentirse herido y empujado, y al ver pintada en el rostro de su matador una expresión de placer   -140-   salvaje, el hombre trató de zafarse en un arranque convulsivo, y gritó en su impotencia entre estertores:

-¡No me degüeye por su madre!

Pero el gaucho siempre callado e implacable dio dos o tres brincos forcejeando, lo derribó de espaldas y púsole la bota de potro con su enorme rodaja en el pecho como pudiera sentar la zarpa un animal feroz; y cogiéndole de la barba echole para atrás la cabeza, introdújole la punta del acero a un lado del pescuezo y se lo cortó de oreja a oreja hasta hacer saltar la traquea hacia afuera como un resorte elástico.

De la carótida partida saltó un chorro de sangre caliente entre ronquidos de fuelle, el cuerpo se sacudió y retorció levantándose sobre los hombros en espantosas convulsiones, al punto de que la cabeza se sangoloteó prendida por solo la nuca al tronco como la espiga que cuelga por una arista en su tallo, empañáronse los ojos enormemente abiertos, torciose la boca con una última contracción muscular hasta fijar en la comisura una mueca de máscara, encogiéronse en arco los brazos entre temblores con los dedos crispados y también las piernas a la altura de las rodillas. En el cuello solo quedó un gran cuajarón de sangre venosa.

-¡Güen corbatin! prorrumpió Aldama, acomodándose en el recado.

El gaucho limpió el facón en la ropa del muerto; y todos seis quedaron mirándole en silencio, un breve rato.

El que había degollado, envainó su acero, y dijo con fría saña, echando al cuerpo una última ojeada:

-No vas a volver a lonjear matreros, apestao.

  -141-  

Después de esta oración fúnebre pusiéronse a desnudarlo, y a dividirse las pilchas, empezando por las botas y espuelas.

Cuando le despojaban de la casaquilla sucia y con algunos botones de menos, un gaucho exclamó:

-Fijáte si en las junturas ai tropa de lomos coloraos; questos melicos saben tener más criaderos que cueva de comadreja.

- mí, la blusa camina -agregó un segundo. ¡Pucha que jedor de chivo!

-¡Gaucho zafao!... Déme un taco.

Diole el uno al otro la bota de «caña», y éste volviéndose a Ismael y Aldama que se habían apeado, díjoles:

-Ayéguense, mosos. ¡Rodando las piedras se topan y se juntan!

Y los invitó con un trago de aguardiente, que los dos paladearon con fruición.

Entraron entonces ellos a enterarlos de un choque que habían tenido horas antes con unos soldados sueltos, del que resultó coger prisionero al que acababan de matar, hombre a quién siempre se tuvo hincha por madrugador de matreros; y convidando después a los recién venidos a entrarse en el monte, se marcharon juntos del sitio, en el que sólo quedó el cadáver entre un gran charco de sangre para pasto del coatí y del cimarrón.

Aquel despojo lívido no llegó a merecer más que una mirada oblicua de los gauchos, al retirarse.

Dirigíanse al tranco hacia la picada oscura, cuando de súbito saltó entre las yerbas pisada por uno de los caballos en la cola una culebra gruesa, cabeza chata y color de un pardo sucio, que al apartarse de   -142-   la ruta retorcía sus anillos y abría la boca de anchas fauces enloquecida por el dolor.

El que había dado muerte al dragón, la siguió de cerca, e inclinándose bien sobre el estribo, levantó el mango del rebenque para descargarlo sobre ella.

En ese momento, Ismael, que apenas había despegado los labios desde que se incorporó al grupo, sin experimentar ninguna emoción ante el degüello -gritó con enojo:

-¡No matar!

Este grito fue tan enérgico e imperativo, que el matrero suspendió el golpe, y quedose mirándolo.

Todos hicieron lo mismo, y se pararon.

Ismael tenía en la cara un ceño terrible.

En medio de una palidez profunda, sus ojos centelleaban coléricos.

En el acto espoleó él su caballo hasta ponerse encima de la culebra, y se tiró al suelo veloz.

El reptil se alejaba, volviendo en alto a cada instante la cabeza.

Velarde se acercó a grandes pasos, alargó la mano que introdujo por debajo del vientre de la culebra y la agarró, levantándola a la altura de su rostro, mientras que con la otra mano la acariciaba suavemente a lo largo del lomo.

El reptil se aquietó, refregándose en su pescuezo, e introduciéndole su feo hocico por las ropas.

La dejó él hacer; y poco a poco, como halagada por el calor de sus carnes, la culebra fuese escurriendo en el pecho del gaucho, sin temblores ni contorsiones.

Ismael volvió a montar, mirando todavía con mal ojo al matrero.

-¡Güeno! -dijo éste encogiéndose de hombros.

  -143-  

-Y si no ai güeno, es lo mesmo -respondió Ismael, muy encrespado y prevenido-. El culebrón no ase mal a naide.

El gaucho se calló. Todos se miraron en silencio, y siguieron su camino. Aldama se iba riendo socarronamente, y daba fuego a los avíos para encender un pucho.

Velarde se había puesto esta vez delante; y de cuando en cuando, encariñaba a la culebra, que solía asomar la cabeza por la abertura del saco muy mansa y tranquila.

Como muchos de los hombres de su índole, que no temían a Dios, ni sabían orar y sí apenas hacerse en la boca la señal de la cruz; que no poseían de la vida humana un concepto muy superior al de la de sus caballos, tratándose de enemigos, y a quienes incendiaba la propia el olor de la sangre vertida, como el mejor aroma de adobe para sus naturalezas; -sin vínculos de familia y de hogar, al calor de cuyos afectos la conciencia se forma y relampaguea una noción de la justicia y de la verdad, ni otros recuerdos en la memoria que una niñez vagabunda y una persecución constante- Ismael tenía por ciertos bichos, como él los llamaba, un respeto supersticioso y un cariño salvaje sin que nunca hallase de ello una razón clara en las oscuridades de su cerebro.

Los quería, y eso era todo. Así como al pasar por la noche delante de algún rancho abandonado, dónde habían dejado uno o más muertos los matreros, se descubría ante un fuego fatuo que vagaba en las tinieblas y que al agitarse el aire parecía perseguirle, oscilar y detenerse lo mismo que si fuese el alma del difunto, sublevábasele la sangre cuando en su presencia se mataban culebras de la especie   -144-   de su predilección, y a las que él hacía inofensivas con sólo prepararles nido en su pecho, dócil al cosquilleo de las escamas.

Los gauchos que no participaban de estas preocupaciones, aún poseyendo análoga índole idiosincrásica, las miraban con respeto, sin contrariarlas ni escarnecerlas. La tolerancia en esta materia, fue siempre el carácter distintivo de la entereza criolla.

Por eso, los nuevos compañeros de Ismael se mantuvieron silenciosos y prudentes, cuando él estalló en cólera en defensa de una culebra. ¿Qué no haría en defensa del pago, y de su vida misma?

Este principio de tolerancia en materia de creencias íntimas distinguíase en el matrero mismo, en medio de sus apetitos desordenados y feroces.

Veía orar con gravedad y silencio, a las mujeres en los ranchos, encender velas a las estampas de las vírgenes y persignarse al estallido del trueno; y él mismo cuando la tormenta lo sorprendía al galope, tiraba de las riendas y se acordaba de Santa Bárbara, pareciéndole que se le escurrían dentro del cuerpo los rejucilos, como llamaba a los relámpagos, y que en el aire andaba «el daño» con olor a «mixto».

Si entraba por casualidad a alguna capilla, se mantenía muy quieto y manso, con el sombrero en la mano, y hacía como que oía la misa, sin entender de ella la media, extrañándose que el cura comiera costras de pan y tomase vino delante de la gente.

Poco habituado a este culto y a una idea superior acerca de lo divino, limitado a lo humano y a la fiereza del sentimiento de independencia individual, que adobaba bien la cruda vida del desierto, el gaucho errante tuvo que subordinar su sentido   -145-   moral a ciertas preocupaciones y supercherías que daban halago a sus instintos, adquirían engorde en su ignorancia y ofrecían excusa o pretexto a sus arranques geniales y a sus caprichos crueles.

De allí las supersticiones torpes, que a la vez que deprimían su conciencia moral, endurecían la fibra, y lo arrastraban a la acción trágica y al romántico denuedo.

Los gauchos a que se habían reunido Ismael y Aldama pertenecían al género bravío, y a una temible banda de cuarenta individuos de distintas razas y clases vinculados por la misma desgracia y un destino común.

Este grupo acampaba en un prado fresco y pastoso, casi encima del cauce del Negro, cuya comunicación con el exterior sólo podía establecerse por medio de la picada larga, tortuosa y estrecha -verdadero túnel de arborescencias- que hemos descrito en uno de los anteriores capítulos, en circunstancias en que Aldama e Ismaél, de regreso del pago de Viera, como se verá bien luego, eran vivamente acosados cayendo aquel en poder de las partidas del Preboste.

La banda obedecía y se guiaba por las inspiraciones de un campero influyente ex-cabo de caballería le milicias, llamado Venancio Benavides.

Este hombre de acción encaminaba los desertores y los gauchos errantes a aquella guarida; hasta que llegó a formar una partida gruesa, que más adelante se complementó con algunos vecinos sublevados en su distrito, para iniciar en Asencio con Pedro José Viera la gloriosa campaña del año XI.

Ismael y Aldama, por muchos días, hicieron vida de clausura en el monte, resignándose a esperar con paciencia que el país ardiese en guerra, como se   -146-   ansiaba, y sentíase palpitar en la atmósfera inflamada de aquel tiempo.

Una noche de Febrero presentose en la picada Venancio Benavides, y reuniéndolos a todos en la pradera, les dijo que era ya llegado el momento de alzarse contra los «godos» que oprimían la tierra, para lo cual se precisaba dar hasta la vida; pero que antes de empuñar las chuzas convenía preparar a los muchachos del pago de Capilla Nueva, y a su compañero Perico el Bailarín con quién estaba en arreglos, y el que «por puro amor a la libertad» se había propuesto levantarse en armas, según él mismo se lo declaró en su última entrevista. Que la guerra sería a muerte, y que en ella habían de ser ayudados por Buenos Aires con hombres, pólvora y balas.

Los gauchos escucharon con mucha atención y silencio las palabras de Venancio, y cuando él hubo concluido, echarónse atrás los sombreros, e hicieron juramento de pelear hasta morir, inflamados ya a la idea de la refriega, con una expresión de odio profundo en los ojos -puertas en que asomaban envelados en sangre los instintos indómitos y los deseos vehementes de la venganza.

Siguiéronse pronto entre ellos, las confidencias sobre persecuciones y animosidades de otros tiempos, y los agravios a vengar sin perdón.

Toda esa noche se agitó el grupo, y se rasguearon las guitarras cantándose aires de la tierra y décimas belicosas.

Venancio tomó sus medidas; y escogiendo por emisarios seguros a los dos fugitivos de la estancia de Fuentes, cuyas cualidades conocía, los envió a Pedro José Viera para que se informasen del «estado de los asuntos», del día y paraje de la   -147-   reunión, y combinar en definitiva el plan de guerra, así como la designación de los distritos que no debían desampararse.

Cuando Aldama y Esmaél -como llamaban a Velarde sus compañeros- se disponían a la marcha, al rayar el día ya en campo raso, Venancio, dijo:

-Alviertan a Perico que ya es tiempo de sulevarse. Si a la güelta se topan con los «godos», primero enchipaos4que «cantores», muchachos.

-De juramente, repuso Ismael con calma.

Y los dos gauchos partieron a media rienda.



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- XXV -

Aquel día, penúltimo de Febrero, era de jolgorio en la estancia de Capilla Nueva. Se paraba rodeo para «aparte» de reses, y con ese motivo habíanse reunido en el campo más de sesenta hombres bien montados, tan dispuestos a contribuir sin interés pecuniario a la faena, como a participar del suculento festín al raso con que brindaba a la riunión el bizarro capataz Pedro José Viera.

Tres novillos con más grasa que músculo, en cuya piel podía pasarse la uña, sin tropezarse en el hueso, buenos rimeros de pasteles o tortas que se freían en grande olla de tres pies en el centro de la cocina, y mate cimarrón en cinco o seis calabazas que iban y venían con sus bombillas de lata, constituían con un regular número de botas de «caña» los manjares y brebajes del banquete campestre.

La gente de chiripá se sentía contenta y vocinglera, concluida la faena.

Los últimos que llegaban del rodeo desensillaban y largaban sus pinos sudorosos, dándoles un golpecito con las riendas en los cuartos, después de acariciarles con dos o tres palmadas el cuello, y de pasarles de la cruz a la cola el lomo del cuchillo para refrescar la traspiración espumosa bien señalada por los bastos, las bajeras y la carona.

Tendían luego las piezas de sus recados en los palos de una enramada, colgaban los frenos en los ganchos de madera, y con los rebenques cogidos de los extremos o colgantes por las manijas de las muñecas, confundíanse a otros grupos retozando como ganado en el llano, o tendiéndose entre   -149-   ellos en aptitud de brega a cuchillo, o chiflando un aire de la tierra con la borlilla del barboquejo por flauta, o removiéndose con pasos de pericón entre los yuyos con el gesto ladino del que tiene una hembra delante.

Junto a un corral de palo a pique se jugaba a la taba.

En la cocina, entre el humo, y cerca de los pasteles que se iban extrayendo con dos palillos de la olla en donde saltaban dorados bajo el hervor de la grasa, se hacían partidas al truco, llevándose la cuenta con palitos de yerba misionera.

El capataz ensartaba en grandes asadores la carne de los novillos; y los colocaba enseguida junto a dos grandes fogones, encendidos a pocos pasos de un «ombú» gigantesco.

Bajo de este árbol indígena, dos guitarristas de uñas como garras y enruladas melenas templaban sus instrumentos, mortificando cuerdas y clavijas; y a su frente, agitándose en círculos, o deteniéndose de súbito para volver a jadear, canturreando décimas, se refregaban algunos mancebos de calzoncillo cribado por el mero gusto de hacer trinar las lloronas.

Oíase como un ruido de alborozo en la enramada, donde un cantor unía las notas de su voz bronca a las de la prima y la bordona, atrayendo al sitio algunas mozas de trenza y pollera corta, y no pocas comadres de edad madura.

Fuera de uno que otro gaucho de mirar receloso o taimado, todos los semblantes expresaban alegría. El mate circulaba por doquiera; se picaba tabaco en la mano con el cuchillo; se hacían comentarios sobre la hacienda vendida y el trompón que un orejano dio al zaino del tropero y la «rodada» con   -150-   suerte del paisano Ramón y la malaventura de Basilio al tirar el «lazo» a una vaca barrosa, y la caída «fiera» de Serapio por las ancas al repuntar el ciñuelo.

Después de estos diálogos pintorescos entre resuello y resuello del cantor, volvíase a poner atención al cielito; y era de verse entonces con qué aire serio lanzaba el tañedor sus trovas, trémula la mano callosa sobre la caja del instrumento, con la cabeza inclinada y lánguidos los ojos hacia las hembras al entonar el ¡ay! de la calandria hermosa, y tendida a lo largo una de las piernas, cubierta en parte por la bota de potro, de cuya extremidad surgían los dedos amoratados por el roce constante del estribo.

De repente estallaba una cuerda, enmudecía el trovador de súbito lo mismo que un gallo sorprendido en mitad de su canto por un golpe en la cabeza, y había que esperar con paciencia a que se echase el ñudo y se afinara el estrumento.




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- XXVI -

El capataz se movía en tanto de un lado a otro, con una actividad vertiginosa apresurando la merienda. Las mujeres atendían los pasteles y los peones los asados, a los que daban las últimas vueltas en las brasas, ya bien en punto y goteando grasa color de oro.

En una de esas inspecciones, el capataz cogió un asador y lo tendió para que una moza arremangada, y de brazo tan tostado como la carne con pelo, echase la salmuera; chupose luego los dedos, y dijo:

  -151-  

-¡Lindo no más! Ayasito se ha de yantar.

Y señaló el lado de sombra opuesto del ombú.

Pedro José Viera era oriundo de Porto-Alegre, Brasil, colonia entonces de Portugal.

Había cobrado verdadero cariño al suelo en que vivía; y sus raras prendas personales creáronle en el transcurso del tiempo un prestigio real entre los hombres del pago. Amaba la libertad por instinto, a su manera, y venían rozando sus oídos hacía meses, como voces extrañas de una vida nueva, los ecos simpáticos del movimiento inicial de Mayo.

Una de sus habilidades era de bailar en zancos; habilidad que debía él ejecutar por última vez acaso, el día en que lo exhibimos.

Cuando Perico, como le llamaban los paisanos, cogía sus zancos e iniciaba sus vueltas y quiebros en el patio con pasmosa destreza, era ésta la señal de «armarse el baile»; y los tupamaros, indios y cambujos en pintoresca amalgama de castas y razas coincidían en el mismo gusto, lanzándose a un pericón entusiasta, al son de la tradicional vihuela, cual si ese baile criollo constituyera el primer vínculo o lazo de unión de propensiones e instintos comunes, una faz risueña de la idiosincrasia nativa y de un espíritu nacional incipiente, tan distinto de la jota y de la petenera, como de la raza madre la variedad o sub-género que constituía el tipo de nuestra primera generación.

Perico el bailarín, aunque brasilero, hablaba sin dificultad el idioma de los criollos, bien que comúnmente le hacía gracia expresarse en una jerga especial, mezclando en sus dichos y conversaciones vocablos portugueses. Los paisanos celebraban sus ocurrencias, y le querían, porque era un buen compañero, servicial y hospitalario, a la vez que amigo de fandangos y velorios.

  -152-  

Como perneador en el baile, pocos le igualaban. Su fama pues, tenía un fundamento sólido.

En la edad del gaucho, -tiempos que ya se van alejando de nosotros-, la sencillez ruda, semi-bárbara de la vida se resumía en la danza, en la música -ambas primitivas- y en la proeza del músculo.

La fuerza brutal, desde luego, la destreza, la astucia, la habelidá para tañer, para bailar, cantar, domar, pelear y vencer, eran cualidades y condiciones sobresalientes. Los que las poseían ejercían insensiblemente cierta superioridad avasalladora en sus pagos, influían sobre el número y lo atraían por el ejemplo y la magia de las costumbres varoniles. Como el semental arisco de crines llenas de abrojos, repuntaban la grey con alaridos de feroz independencia personal, sin perjuicio de mostrarse siempre sufridos, callados y pacientes en su existencia original de taimonias y resabios.

La ley del hábito los retenía en el lazo de una disciplina social, que no se conciliaba con la deficiencia de los medios. En la época de que hablamos, pocos eran los que no habían revistado en blandengues y en caballería de milicias, y experimentado los deseos sensuales del mando, tan en armonía con las tendencias del fondo del carácter hispano-colonial, refractario a la obediencia y rebelde al servilismo.

Pedro José Viera se había asimilado las energías de su pago. Su prestigio se esparcía por todo el distrito de Capilla Nueva, y estaba en relación con algunos hombres de valer.

Explícase así, entonces, por qué había él logrado reunir tantos vecinos en el establecimiento de Cayetano Almagro, el día a que nos referimos.

Brillaba el sol de las diez, puro y, radiante, cuando   -153-   Perico clavó el primer asador a la sombra del «ombú», gritando a un mulato de cabellera crespa, negra y espesa como un matorral, que revolvía en sus manos un sobre-costillar jugoso y caliente:

-¡Eh, muleque! ¿Trujiste el panbazo? ¡Mové esas tabas, muleque!...

El apostrofado corrió hacia la cocina.

Perico invitó seguidamente a yantar a la concurrencia, que hizo círculo en torno de los asadores, cuchillos y dagas en mano, en tanto él decía con voz bronca y alegre, refiriéndose al muleque:

-Este diavo foi parido d'una zanja... ¡Presto, Macario!...

Y luego, dirigiéndose a los del círculo que se repartían con suma velocidad granos de pecho y enormes tajadas con pelo hecho carbón, añadía dominando el conjunto:

Desemulen el ruido de tripas, mozos!... Metan diente al destajo... La picana pá mi compadre Fulgencio, que le gusta el rabo. Esta achurita pá Basilio que yerró el tiro a la barrosa...

-¿Ainda izo chegaste, Macario?...

Serapio, prendete a ese riñón por la parada de lomos, en el ciñuelo. ¡Tuitita tu sabeduría se jué por el trasero del mancarrón, flojonazo!

La mozada reía.

A Serapio se le coloreó un tanto el rostro; pero estaba muy entretenido con un buen trozo de carne de pecho, para perder el tiempo en contestar.

Y no era él solo. Movíanse todas las mandíbulas con fruición; chorreaban sabroso jugo los dedos; los cuchillos con los filos para arriba pasaban el bocado a los labios antes de dar el último tajo; las botas de «caña» circulaban de mano en mano para rociar las gargantas; las galletas duras y el panbazo que   -154-   las mozas y Macario echaron en el pasto, se zabullían en las lagunillas de grasa caliente que al despegar la carne se formaban en el cuero, y crujían luego bajo los caninos blancos y lustrosos.

Al cabo de algunos minutos, siguiose la conversación sobre bueyes perdidos, y subieron de punto las bromas y la algazara y los planazos y las corridas; hasta que Perico poniéndose de pie con arrogancia, pidió los zancos.




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- XXVII -

El bullicio entonces, tomó creces.

Perico iba a bailar, y la fiesta sería completa. La «caña» de las botas, libada en abundancia, había enardecido todos los cerebros. Se reía, se vivaba, se corría, se «escarceaba» y ensayábanse figuras y pasos con castañeteo de dedos y trinar de espuelas, en tanto los guitarristas a la voz de prevención se reunían bajo el «ombú» probando las cuerdas y armonizando los tonos, con sus sombreros de «panza de burro» en la nuca y el barboquejo en la nariz, los rostros húmedos, brillantes los ojos, entreabiertos los labios al tarareo de los aires criollos, todo bajo una atmósfera de luz y un cielo apacible apenas moteado aquí y acullá por pequeñas nubes de blancura intensa.

Las mozas se habían arreglado al cuello las pañoletas, y en singular confusión, rubias, mulatas y «chanáes» de trenza cerduda y pie descalzo agrupábanse en el centro, al tañido de rasgueos alegres, aguardando el momento del quiebro y el sandungueo. Aunque la brisa que corría era fresca y   -155-   agradable, imperaba en la riunión un buen grado de calentura.

Cuando Perico empezó a ejecutar su juego de zancos, el entusiasmo se convirtió en aplauso y vocerío.

Los dos maderos en rápidos giros, sin tropezarse nunca, recorrían de extremo a extremo el sitio de la zambra, manteniendo el zanco su equilibrio con notable destreza en cada avance o volteo, sin zafarse de la horquilla, y agitando en su brazo derecho la chapona de lienzo en forma de alón esponjado de un colosal ñandú.

Las exclamaciones se sucedían sin tregua en derredor del bailarín.

-Apriende Serapio a ginetiar en patas de arañal -decía uno, zampándose todavía buenos bocados de carne asada.

-¡Véanlo al mulita! -argüía el aludido. Muentá vos esa langosta con eso me reigo!

-Aijuna, ¡las canillas de cigüeña! Asujetá Perico, que están crojiendo.

-Juertes se me hacen, cuñao, lo mesmo que garrón de avestruz... ¡Qui an de erojir!

-¡A un lao la bajera, aparcero Ramón, que no refale esa pata de enválido, qui anda mosquiando!...

Al cabo de algunos minutos, Perico se detuvo sonriente y jadeante, sus musculosos brazos tendidos, y gritó con voz de trueno:

-¡A danzar, agora, aparceros!... ¡A manhan danzaremos melhor!

Saludó estas palabras un gran clamoreo, en que se mezclaron alaridos de fiereza y juramentos enérgicos, cual si una ráfaga misteriosa de combate hubiese acariciado todas las frentes.

  -156-  

Las guitarras rompieron en rasgueos más unísonos y alegres.

El pericón, -y no se trata aquí del caballo de bastos del juego de quinolas-, puso en facha a sus ecos, múltiples parejas.

De una parte, polleras y enaguas un tanto morenas sacudidas, dejando ver pantorrillas bien torneadas cuando no tiesas cachilas enfundadas en medias de algodón crudo, o gruesas gambas desnudas a la vez que arqueadas en vaivén sostenido y airoso; de la otra parte, chiripáes flotantes, pieles de potro rascando el suelo, zancajos al descubierto con espuelas de grandes rodajas que sembraban rayuelas en la tierra, cuerpos flexibles adornados de cintos cuyas monedas de plata o botones de bronce difundían ruidos de cascabeles, y largas melenas azotando los rostros trasudantes.

El conjunto, bizarro y pintoresco. Roces, cosquilleos, visajes, amoricones, posturas provocativas, volteos de domadores, quiebros de mojiganga, risas y fraseos dominando el tañido de las guitarras.

Corría en el enjambre como un aura epiléptica. Perico en zuecos, se había agregado al gran grupo y hacía chás chás con los talones, acompariándose de manos y repartiendo chicoleos; y unas chinas viejas, con los brazos en jarras, atraídas por el bullicio y el tumulto, comenzaron algo distantes de la zambra a menudear sus pies cortos y regordetes, citando a prueba a los camastrones y mauleros.

Fue en ese instante que, sin que nadie se apercibiera de su llegada, Ismael y Aldama echaron pie a tierra junto a la enramada; y que, mientras el primero se recostaba en el palenque, taimado, arisco y sombrío, el segundo se desprendía del cuello un pañuelo de seda y sacudiéndolo en alto se acercaba   -157-   a saltos al grupo alegre, afirmábase sobre las corvas como si en ellas hinchase el lomo un redomón, y hacía sonar las nazarenas con ruido mayor que el de las vihuelas.

En cambio, Perico, apenas divisó a Ismael con todos los signos de haber hecho una larga jornada, separose rápidamente del baile y dirigiéndose a él, cogiole del brazo y apresurose a entrarse con el joven gaucho en el rancho.

En una de sus piezas interiores permanecieron por espacio de media hora.

Cuando salieron, Viera le puso la mano en el hombro, y díjole con aire grave algunas frases al oído.

Ismael, de ánimo reconcentrado y caviloso, era sobrio de palabras.

Pasó junto al lugar de la fiesta, dirigiendo apenas al conjunto una ojeada por debajo del a la del sombrero, y encaminándose a la enramada, comenzó a bajar prenda por prenda su recao de los lomos del bayo, que al sentirse alivianado alargaba con alborozo el cuello barruntando relinchos.

El mismo Perico trájole por el cabestro un alazán, que era un animal de crucero alto y remos delgados, uno de sus caballos de confianza, educado para los escondrijos y matorrales en los tiempos de persecuciones.

La campaña toda estaba llena de matreros, y era considerable el número de caballos, -sus compañeros inseparables-, adiestrados desde potrillos, a la vida azarosa y aventurera de los amos.

El alazán quedó bien pronto enjaezado; y en tanto Aldama cambiaba también de caballo, gruñendo, Ismael púsose a merendar junto al palenque,   -158-   rociando sus bocanadas con algunos sorbos de «caña».

Aldama no tardó en imitarlo, después de ceñirse a gusto el chiripá y el cinto, y de asegurarse las espuelas.

Pedro José Viera se paseaba contento, ya clareadas por el cansancio las filas del pericón, escarbándose con la punta de la daga los dientes.

Brillaba en su semblante tostado, franco y abierto como un reflejo de gozo íntimo, y conocíase a primer golpe de vista que aquel hombre rústico, enérgico y viril acariciaba en sus adentros un proyecto de seria importancia.

Revelábase también cierta impaciencia en sus gestos y ademanes, al observar la cachaza y la flema de Ismael, quién, concluido su almuerzo, se había dejado estar en cuclillas, dándose golpecitos de plano con su daga en la bota.

Perico se acercó al fin rezongando, con cierto aire jovial, y dijo en buen acento criollo:

-¡A sacudir la potra, que el día se va, aparceros!

Sonriose Ismael, incorporándose despacio; y levantando los brazos bien en alto, desperezose. Aldama le acompañó con un gran bostezo. Pero, los dos se alistaron de buen talante, porque eran jinetes duros.

Viera les estrechó las manos en señal de compañerismo, y enseguida dioles una carta para Benavides, hablándoles de algo muy interesante en voz muy baja. Centellaron de súbito los ojos de los dos emisarios, que saltaron incontinenti en sus caballos, y dando un adiós partieron a gran galope.

Perico los siguió con la mirada atenta hasta que desaparecieron detrás de las próximas cuchillas entre una nube de polvo.

  -159-  

Luego volviose a paso lento a las casas, sacándose un pucho de cigarro que tenía detrás de la oreja, el cual se detuvo a encender con el eslabón y la yesca, muy concienzudamente, atizando la brasa con la uña del pulgar, y despidiendo con ruido una gruesa espiral de humo.

Desde esa hora, hasta la noche, anduvo inquieto.

Todos menos él, durmieron larga siesta, como anticipo compensador de una noche fatigosa.




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- XXVIII -

A intervalos, por la tarde, habían ido llegando a la población grupos de tres, cinco y, más hombres bien montados, y algunos de ellos armados de varas con medias lunas, de las que servían para cortar jarretes.

Todos estos hombres eran mocetones robustos, negros cimarrones, zambos de indio, y aún «tapes» de chiripá y boleadoras, con vinchas en la frente para sujetar las greñas cerdosas. Varios perros enormes los seguían.

También al oscurecer, se había encerrado en la manguera, algo distante de las casas, una tropilla de caballos y no pocos redomones, a las que más de un jinete había hecho bufar en la cuesta saltándolos «en pelos», por segunda domadura. Aquellos animales briosos, habituados al campo libre, metían alboroto de relinchos, cada vez que sentían próximo el tropel de las yeguas que erraban azoradas por los alrededores.

Los negros, munidos de cuchillejas mangorreras, se entretenían en cortar y sobar tiras de cuero vacuno   -160-   en la cocina, a la rojiza claridad de mechas envueltas en sebo fresco que despedían una humaza espesa y nauseabunda.

Improvisaban riendas, estriberas, cabestros y maneadores, en silenciosa actividad, y con cierto aire cerril y despavorido.

Aquellos rostros retintos llenos de sajaduras, con los cráneos hundidos, las narices aplastadas de enormes hornallas y los labios de esponja salientes como chatos higos maduros, ropajes miserables, piernas al aire, brazos sin mangas y cintas de cuero de «carpincho», aparecían imponentes, entre la atmósfera color de incendio en que se agitaban febriles, cual si el amor a la libertad y la esperanza de adquirirla a hierro y fuego, les hubiese devuelto el brío montaraz que abatiera la esclavitud.

En una tapera de allí apartada cien metros, podía percibirse en medio de la oscuridad un grupo numeroso de caballos, y de hombres a pie, que iban y venían en preparativos sigilosos, sin dejar de hablar en voz baja y de reír de una manera sonora de vez en cuando.

Las mozas cuchicheaban asomadas a la puerta y al ventanillo de la pieza principal en que se habían reunido, como las viscachas en las entradas de sus cuevas, y callaban de improviso, así que sentían los pasos o la voz bronca de Perico el bailarín.

El bizarro capataz, lo era y de veras. Su presencia infundía respeto.

Pasada media noche, algunas de las que aún se conservaban curiosas e inquietas en el ventanillo, le vieron con gran asombro atravesar con su gran faca cruzada por detrás, botas, poncho, sombrero de paja y un trabuco en la diestra.

Él volviose de mal talante, y dio un grito.

  -161-  

Todas desaparecieron como por encanto.

Perico siguió su camino, refunfuñando, y entrose en otro rancho pequeño que servía de depósito de marcas, guascas y trebejos.

En la puerta baja y estrecha estaban tres hombres, que le siguieron al interior, alumbrado apenas por un candilejo cuya mecha tenía una pulgada de pavesa. Uno de aquellos hombres lo despabiló con los dedos. Púdose entonces distinguir mejor los objetos.

Viera registró con la mano izquierda detrás de un fardo; y extrayendo de allí un arma de fuego, pasósela a uno de los circunstantes, diciéndole:

- voltear «godos». Serapio -esa garabina.

La tal arma era una tercerola llena de orín, de piedra de chispa, con la cazoleta descompuesta y la caja resquebrajada.

Serapio la miró con mucha calma, balanceola como para calcular su peso, y dijo a su vez, encogiéndose de hombros:

-Más juego da un cañuto.

Perico siguió manipulando, y a poco sacó del escondrijo una pistola de caballería, pesada y larga, cañón de bronce fundido, también de chispa; y se la alcanzó a Basilio, quién al tomarla murmuró:

-¡Ansina se cuede roncar!...

Viera extrajo, por último, un sable sin vaina y con parte de la empuñadura rota, mellado en más de un tercio de su hoja, que sin duda había servido para partir leña; y dióselo a un negro cimarrón que aguardaba su turno, muy tieso y silencioso.

Güen serrucho! Hasele filo en la piedra, Macachin.

Los tres hombres salieron, seguidos de Perico quién les dijo con toda seguridad que muy pronto   -162-   tendrían mejores armas, enviadas de Buenos Aires, donde por entonces se encontraba don José Artigas.

Algunos pasos más adelante, Viera tropezó con el domador Ramón, que venía en busca de un arma cualquiera para bregar con los «godos».

El capataz le dio su trabuco, con un saquillo de pólvora y otro de balines, «cortados» y clavos que llevaba en los huecos del cinto.

Debajo del «ombú», rodeando su ancho tronco en forma de pabellón, se habían colocado varias lanzas de moharra triangular las unas, obra de un herrero de Mercedes, de hojas de tijeras de esquila, medias lunas de desjarretar y largos clavos cuadrangulares las otras, enastados en cañas duras o en recias varas de guayabos, ostentando algunas banderolas tricolores a fajas rojas, blancas y azules.

Cerca de estas armas había un grupo, como haciendo su vela; y de este grupo se desprendían sombras de vez en cuando que se deslizaban por debajo del ventanillo, y que las mozas detenían al pasar, abriendo y cerrando aquel a cada momento al menor ruido, para proseguir sabrosas pláticas en voz baja, y permitir que las encariñasen los héroes de aquella temerosa aventura.

Galanteos cerriles de una hora con la florcilla agreste en los labios y besos sonoros en las carnes tostadas y macizas, de pocas palabras y muchos manotones y golpes de zarpa, saltos de gato «montés» y verdadero sipizape de encelamientos, hasta que la aproximación del bailarín de zancos ponía en desbande toda la hueste amorosa.

Lucían las últimas estrellas en un cielo límpido y tranquilo, y comenzaba el alba a tender sus blanquecinos velos en el horizonte con sus orlas de rosas   -163-   pálidas, cuando un movimiento acompañado de confusos rumores se operó alrededor de las «casas».

Los hombres montaban a caballo, entre chasquidos de rebenques, fragor de armas, escarceos de piafadores redomones y choques de jinetes que buscaban entrar en las filas en orden de marcha, a un flanco de la enramada.

La voz de Pedro José Viera retumbaba atronadora a la cabeza de la columna hablando de libertad e independencia, y un grito formidable lanzado por cien bocas respondía a su corta y viril arenga, entre los brincos y bufidos de los potros alborotados por la espuela y el vocerío.

Las mujeres se lanzaron fuera, mozas y viejas, oprimiéndose entre sí, estrujándose y haciendo al fin compacto pelotón en torno del ombú, arrebujadas apenas algunas de ellas y todas con las cabelleras sueltas, desencajadas, temblorosas, escudriñando los detalles del cuadro que se ofrecía a su vista.

¡Parecía soplar un viento de tormenta!

Las medias tintas crepusculares cedían su puesto a los resplandores de la aurora, que esparcía por campos y bosques su luz suave y tibia.

La columna negra no se había aún movido: las lanzas en alto se agitaban nerviosas, en pintoresca confusión de moharras, medias-lunas, tijeras, clavos y banderolas; los trabucos enmohecidos, las tercerolas inservibles, las pistolas sin baquetas, los sables viejos, las dagas de canales, las bolas retobadas con piel de lagarto de los zambos, los picas toscas de los «tapes», -todo se movía y levantaba con los brazos robustos, para jurar la guerra al opresor.

  -164-  

Los instintos guerreros bramaban iracundos en aquella gran manada de pumas.

Y las mujeres vieron de repente, como aquel conjunto de andrajos y de desechos que encubrían cuerpos vigorosos, de razas y de castas arrastradas por la misma idea y el mismo sentimiento, de cambujos bravíos y de negros de aspecto feroz, de bizarros tupamaros con luengas barbas y rostros blancos, desarmados algunos, pero entusiastas y resueltos; vieron, como aquel conjunto de fierezas, cóleras y rabias tanto tiempo contenidas, se movía como una tromba entre torbellinos de polvo e imponente alarido, -y alzaron entonces sus manos y agitaron los pañuelos en el aire-, hasta que la tromba desapareció en el horizonte dejando en pos de sí una niebla parda en el ambiente, semejante a las espumas que el huracán arrebata a la cresta de la ola fragorosa y disuelve en el espacio.




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- XXIX -

El regreso de su excursión, fue cuando Ismael y su amigo se vieron atacados y perseguidos por una partida avanzada del Preboste, cayendo prisionero Aldama, y refugiándose Velarde en los montes del Río Negro.

Se recordará desde luego, que, impuesto Benavides del suceso por boca del emisario, y de la carta de que fue portador, mandó que su gente ensillase los caballos de reserva, para ponerse en movimiento a la madrugada y es aquí donde pasamos a reanudar el hilo de nuestro relato, y a desenvolver en su orden cronológico los episodios del drama.

  -165-  

A cuarenta alcanzaba el número de los hombres de que disponía Benavides, diseminados en grupos en distintos lugares del bosque, pero muy próximos al potril donde acampaba el grueso de la fuerza.

Los tupamaros figuraban en primera línea; y, sabido es que bajo ese dictado irónico era como distinguían a los criollos o nativos los dominadores, comparándolos con los adeptos del animoso cuanto infortunado Tupac-Amarú, dividido en pedazos al furioso arranque de cuatro potros; y aún a los innumerables próceres de la independencia de Sud-América, -sin excluir a sabios ilustres, que sufrieron otro género de suplicio-, el de arcabuceo por la espalda.

A esos tupamaros que sumaban las dos terceras partes del grupo, uníanse algunos zambos y negros cimarrones, vestidos de andrajos, que vagaban desde hacía tiempo en compañía de las fieras, menos crueles con ellos que sus amos.

Esta sufrida raza sobre la que habían refluido bajo otra forma de labor inicua el tributo real, el obraje, la mita y todas las cargas abrumadoras del sistema, era un continente estimable, vinculado al movimiento por el derecho a la libertad y a la vida; y en aquellos tiempos legendarios no es menos luminosa que la de los criollos, la ruta que los batallones negros sembraron de proezas inmortales.

Tres o cuatro indígenas completaban la partida, los más de ellos con vestimenta primitiva, muy diferente a los trapiches y guiñapos de los negros. El quillapí de venado y la camiseta de piel, constituían todo su ropaje. Habían reemplazado por lanzas largas sus aljabas de flechas cortas, y llevaban a la cintura boleadoras y cuchillos.

Con siglos de existencia esta raza indomable no debía   -166-   salir de su edad de piedra. No obstante, ella era como el nervio del desierto, en perpetua vibración. Por reiteradas veces en combates parciales, españoles y portugueses habían sentido el rigor de sus venganzas; los yaros y los bohanes les rindieron tributo de la vida; y ahora, reducidos ya a un número pequeño de guerreros, persistían errantes en el suelo de sus mayores, sin ideales ni creencias, sin otro vínculo de familia que la junción sexual, ni otra pasión por la tierra que el instinto fiero y duro que crean y agigantan el desierto y el clima. La tribu se conservaba arisca y soberbia, no reconociendo más ley que la de sus caciques, y en sus marchas vagabundas hacía pesar sobre el país ya poblado la fuerza de sus hábitos desoladores.

Algunos, sin embargo, se apartaron del aduar al primer grito de guerra, y se reunieron con los matreros. Fueron estos, mocetones que habían crecido en trato frecuente con los tupamaros, y cuya costumbre llegó al fin a modificarse en ese roce, en sentido de suavizar la crudeza de su barbarie. Servían para la pelea, eran ágiles y baqueanos. Afianzaba su lealtad, un odio inveterado y profundo a los conquistadores. Por eso se les veía en una u otra partida revolucionaria, de a dos o tres, como dispersas y estériles semillas de una raza condenada a desaparecer con su oscura etnología, formando con los mestizos, negros y cambujos esa mezcla caprichosa de «piel de tigre», que en los grandes años del valor heroico se fundió en la masa de que había de surgir un pueblo nuevo.

Entre aquellos de que hablamos, apartados de la tribu, la que al fin había de entrar también por su cuenta en la lucha, distinguíase Aperiá, por sus calidades de sabueso.

  -167-  

Poseía este indígena todas las que eran características o típicas de su raza, en grado notable.

Buena talla, cabeza erguida, frente abierta, perfiles regulares, ojos pequeños, negros, relucientes, de extraordinario poder visual, dentadura blanca y vigorosa, cabello cerdudo, miembros robustos, pie corto y bien conformado como la mano, algunos pelos lustrosos y gruesos sobre el labio, la piel negruzca, el oído fino y sutil, y un olor acre de bestia feroz.

El efluvio charrúa tenía en realidad mucho de felino: denunciábase a la distancia como emanación de caverna o de guarida, por el unto de los cuerpos con grasa de alimañas o de potro, que usaban quizás como preservativo contra la crudeza del aire.

Aperiá, sin ser una excepción, solía bañarse en los días de gran calor, rompiendo con los hábitos de indolencia de su tribu. Y cuando él salía del cauce en que se había zabullido como un «carpincho», y saltaba al ribazo, algún criollo decía al persignarse, desnudo, para bañarse a su vez: ¡Dejá que corra la agua al remanse, qui a quedao overa!

La fuerza así compuesta por elementos tan heterogéneos, obedecía como hemos dicho a Venancio Benavides, ex-clase de caballería de milicias y oriundo de Soriano; hombre de grande estatura, músculos de acero, gesto adusto y caviloso de taimonia soberbia, forrado en pasiones e instintos, y predestinado a agitarse y a morir en la acción, que empezó para el patriota en una mañana de gloria y acabó entre las sombras, bajo las banderas del rey.

Venancio tenía que incorporarse a Viera el día último de Febrero en el paso Dénis del arroyo de Asencio, para lanzar unidos el grito de independencia;   -168-   y forzábale a ese paso la premura del tiempo, así como la necesidad de levantar algunos parciales, ya prevenidos de su tránsito por el distrito.

En prosecusión de este plan, puso al indígena en campaña, librando a su sagacidad el descubrir la posición exacta del fuerte destacamento de caballería que vigilaba las orillas del monte, y en cuyo poder había caído Aldama en la tarde anterior.

Aperiá montó en pelos su overo, cogió la lanza, y escurriose por la picada, cuando ya se iban alejando las sombras de la noche.

La columna empezó a su vez el desfile, uno en fondo, abriendo la marcha Ismael.

Había tenido éste tiempo para asar su «mulita», de la que iba saboreando una pierna con deleite. Otro trozo con concha, pendía del «fiador», en previsión de las emergencias posibles.

Aperiá franqueó cauteloso la picada, después de inspeccionar a pie las proximidades de la salida. Su vista viva y penetrante había sondado bien la sombra. La naturaleza que ha concedido a ciertos seres a más de la pupila una luz fosforescente para guiar su marcha y descubrir la presa, no había sido menos próvida con él, pues que podía con su ojo pequeño y brillante competir en las asperezas del rastro con el del gato montés en acecho.

Fuese recorriendo los contornos al paso, echado sobre el cuello de su caballo, con cuya crin cubríase una parte del rostro. Por algunos instantes se enderezó, y estuvo mirando a todos los vientos, y no percibiendo nada, continuó su avance hasta un barranco que remataba el declive de una loma enhiesta.

Allí, el overo fue acortando el paso, piafó bajo   -169-   y sordamente dos veces, y se detuvo con el hocico estirado y las orejas tiesas.

La mano de su amo acariciole la frente y la nariz, y bajole con suavidad la cabeza.

El overo quedose sosegado.




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- XXX -

El charrúa se desmontó, y púsole manea.

Echose luego en tierra sobre el vientre, y fuese arrastrando entre las matas, evitando en lo posible todo ruido.

Las rótulas y los codos a manera de rodillo, impulsaban vigorosamente su cuerpo, que al deslizarse en la espesura parecía desarticulado o elástico.

Esa marcha de jaguar y de reptil tuvo sus pausas.

Deteníase el indígena por momentos, apoyábase en las manos arqueando los brazos y levantaba poco a poco la cabeza, hasta dominar con su visual el mar de las yerbas. Enseguida, satisfecho de su observación, renovaba sus esfuerzos, procurando dominar la cuchilla -verdadero punto de mira para el logro de su pesquisa. Nada había visto hasta entonces que le inspirara sospechas. El campo parecía desierto.

Sin embargo, después de arrastrarse breves momentos, ya próximo a la cresta de la loma, el charrúa aplicó el oído al suelo, y estúvose escuchando inmóvil por algunos minutos.

Hecha esta experiencia, siguió avanzando con mayor cautela, y esa lentitud propia de la alimaña que ha husmeado su presa, alzada la frente, fijos   -170-   los ojillos negros en la sombra y hundido el cuerpo en la maleza sin descubrir el dorso.

Pronto llegó a la cresta, apartó con las mejillas el pastizal seco, y púsose a escudriñar la ladera...

Cinco o seis hombres, dos de ellos a caballo, y los demás sentados en derredor de un fogón reducido a brasas, distinguíanse en el declive.

Allá en el fondo, a tres o más cuadras de distancia, veíanse otros fogones casi apagados y un considerable número de sombras que iban y venían, de hombres que recorrían tal vez los vivacs, y de caballos que giraban en torno de sus estacas, pellizcando las yerbas.

Aperiá se estuvo quieto.

Luego que hubo observado, púsose boca arriba para tomar resuello, arreglose el quillapí, y rascose las espaldas en las raíces, al igual de un mastín de estancia que ha corrido todo el día detrás de la hacienda arisca.

Bien necesitaba de ese refriegamiento, pues que en su tronco embadurnado los insectos habían hundido sus aguijones, en tanto él los había ido espantando de sus sitios de reposo.

Siempre echado, giró luego sobre sus vértebras dorsales como un trompo, y empezó a retirarse en la misma forma en que había avanzado, deteniéndose y aplastándose bien a la tierra lo mismo que un gusano retráctil y sutil, toda vez que percibía el más leve rumor.

Cuando llegó al lugar escabroso en que se encontraba su caballo, comenzaba a elevarse en tenues velos del suelo una niebla cenicienta, que hacía juego armonioso con los primeros indecisos resplandores del alba en las alturas.

Aperiá se incorporó, y llegose a su cabalgadura   -171-   -que al reconocerle resopló con las narices bien abiertas-, y desprendiendo un pedazo de cuerno o chifle, con tapón de madera, del lomillo, bebiose un buen trago de aguardiente con la mayor tranquilidad.

La partida en tanto, había seguido avanzando hasta el barranco a marcha lenta y pausada, tendida en línea de combate; y llegó a reunirse con el charrúa antes que éste hubiese andado diez varas al paso de su overo.

Aperiá se acercó a Benavides, cuya figura corpulenta se destacaba al extremo derecho del ala; y, levantando el brazo, señaló con firmeza el rumbo...

La hueste se detuvo un instante, en medio de profundo silencio, apenas interrumpido por algún escarceo impaciente o el roce de las rodajas. Las lanzas y los sables en posición horizontal, se agitaban a intervalos, entre esas voces bajas o ruidos sordos que tanto se asemejan al resuello del tigre en la oscuridad. Pocos pasos a retaguardia, quince o más hombres formados en escalón constituían la reserva, también con las armas bajas, en actitud de pelea.

A poco prosiguió el avance con el sigilo posible entre la niebla.

Pero, antes de coronar la hueste la cuchilla, resonó un estampido; y una bala de tercero la pasó silbando por un claro de la fila, hiriendo a un hombre de la reserva.

A esta detonación, sucediose un alarido formidable.

Y la hueste se lanzó a toda rienda, salvando la loma y la ladera con la celeridad de una manada de potros, hasta caer sobre la tropa acampada en el llano, en momentos en que buscaba su formación entre espantoso desorden.

  -172-  

Fue aquello como un choque de hierros que se rompen.

Voces enérgicas, gritos salvajes, sordas caídas, chasquidos de rebenques, rotura de astiles, desenfrenadas carreras, ahogados lamentos, relinchos despavoridos, fogonazos, blasfemias, maldiciones, y después... un tropel prolongado de fuga, negros fantasmas alejándose del lugar de la sorpresa como en alas del viento, botes de lanza en el suelo, siniestros golpes de sable sobre cuerpos que se revolvían bajo los caballos derribados, pavoroso torbellino de hombres y cuadrúpedos en la tierra estremecida bajo los cascos con el redoble del trueno.

La gente del preboste había sido deshecha y dispersa con una sola carga, en las que cien rabiosos gritos de guerra hicieron el efecto de otros tantos clarines. Cinco minutos después, había rendido la vida el que no se había librado a la fuga.

Yacían por tierra hombres de uno y otro bando.

En cierto sitio, un grupo despenaba a dos o tres moribundos con golpes de gracia; en otro, los negros cimarrones despojaban los muertos de sus prendas; y en círculo más extenso perseguíanse algunos caballos enjaezados que vagaban sin ginetes por las alturas, con las riendas destrozadas y los aperos revueltos.

Esta refriega oscura duró lo que una tromba.

Benavides cruzó el campo, haciendo recoger a su paso las armas blancas y tercerolas de pedernal esparcidas por las yerbas, que debían servir a los que en defecto de lanzas habían cargado a cuchillo; y llegose hasta una tapera, resto de un ranchejo de paredes de tierra y ramas que alzaba sus picachos de lodo seco junto a un pedregal riscoso.

  -173-  

Allí se detuvo a esperar el regreso de los compañeros que habían seguido la persecución fuera del campo, en banda dispersa, o a grupos aislados.

El charrúa rastreador que iba junto a él, enrollándose en el brazo un poncho de vichará habido en buena brega, díjole muy pronto con su voz muy queda, señalando al interior de las ruinas, donde sus ojos parecieron descubrir algo sospechoso:

Mirá, amigo!

Venancio volvió el rostro, y dirigiose con la lanza baja al sitio, preguntando con acento ronco y fiero:

-¿Quién se regüelve en la tapera?

-Hombre güeno ha de ser -contestó una voz varonil. Desenrrie de este pié de amigo, comendante, que aquí Aldama dende ayer, todito amarrao.

Benavides lanzó una exclamación de agradable sorpresa unida a un terno enérgico, y clavando en tierra la lanza, se arrojó del caballo.

Pero, no tan presto, que ya Aperiá no se le hubiese anticipado, y estuviera cortando con mano diestra las ligaduras de nudo potreador que imposibilitaban al prisionero el uso de sus miembros.

-Creibamos que ayer no más te hubieran despachao, muchacho -dijo Venancio alegremente, al oprimirle la mano con ese aire de protección propio de un cabo de milicias convertido en caudillo.

-¡Cuasi jué ansina, por Cristo!...

Arrimate, enfiel, que me caigo de escaldao y emprestame tu chifle pá darle un beso.

Aperiá sacó su cuerno retaceado, en el que Aldama sorbió algunos tragos.

Ya más entonado y contento, volviolo a su dueño, diciendo:

¡Jiede a indio, pero da calor! ¿Y qué es de Esmaél?

  -174-  

-Atrás de los «godos» -dijo Benavides-. A la cuenta no lanceó a gusto aquí en el bajo... ¡Ya güelven los muchachos!

Aldama saliose tambaleando de la tapera; en tanto el charrúa montado ya en su overo, lanzábase a escape sobre un caballo ensillado -cuyo dueño quedara sobre el campo-. Un tiro certero de boleadoras le sujetó de los corvejones, a pocas varas del sitio.

Momentos después, el caballo sentía en su cuello húmedo la mano de Aldama, quién no satisfecho de su alzada y contextura le motejaba de «mancarrón bichoco», y decía riéndose a Aperiá:

-Ayudáme a volear la lisiada, ¡enfiel!

Iban en tanto llegando al campo de la sorpresa los hombres que de él se habían apartado en la fiebre de la pelea. Recogíanse los despojos, vendábanse con tiras de ropas las heridas, y a la voz imperiosa de Benavides se entraba en formación para emprender la marcha hasta el pago de Viera.

Antes que abriese el día, moviose a gran trote el escuadrón, devorando en pocas horas largas distancias, y recogiendo al paso nuevos contijentes.

En el arroyo de Asencio, donde esperaba el refuerzo Pedro José Viera, hizo alto, confundiéndose en una aclamación unánime y, vibrante los gritos de todos los pechos: ¡«independencia o muerte»!

Esta hueste debía iniciar ese mismo día con la toma de Mercedes, la serie de sus triunfos.

Cuando a mitad de la jornada se dio en la marcha de que hablamos una tregua al escuadrón, notó recién Benavides que Ismael faltaba de las filas.

Esta ausencia al parecer inexplicable, debíase a un accidente serio, ocurrido en la persecución.

Ismael, ardiendo por desagraviarse de la que había   -175-   sufrido con Aldama, disipado el entrevero y producido el desbande de los enemigos, lanzose sobre los dispersos con todo el arranque de su alazán; y fue así como su lanza logró alcanzar por la espalda a más de uno de los fugitivos que derribó en medio de las tinieblas, sin detenerse en su osada carrera.




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- XXXI -

A media legua del lugar de la sorpresa, y llevando siempre su caballo a gran galope, Ismael no pudo apercibirse sino cuando era tarde, que se había entrado en un estero peligroso.

La tierra se ahondaba bajo los cascos.

El sufrido alazán de Viera luchaba a saltos, para hundirse cada vez más en los tembladerales o sea tremedales, de que estaba sembrado el suelo.

Al principio encajose hasta las rodillas en el lodo, arrancándose con brío en cada hundimiento; pero, luego llegole la masa viscosa al pecho, y los esfuerzos potentes fueron creciendo, al punto de alzarse sobre los remos delanteros desesperado, sepultando en aquella gelatina negra y espesa sus ancas por completo.

Todavía pugnó, hacia adelante, sin obedecer ya la brida.

En sus supremos arranques desviose de la recta, pisó firme, se abalanzó torpe y asustado, volvió a hundirse en otra ciénaga traidora, zafose nuevamente esparciendo en su redor una lluvia de barro; y al resoplar de contento y orgullo, dio un brinco, y tornó a perder pie en una hoya gelatinosa donde   -176-   se sacudió en vano breves instantes con las crines pegadas al cuero, para quedarse al fin inmóvil, trémulo y rendido.

Aquella sima blanda y correosa, parecía absorberlo.

-¡Fíate en la virgen! -murmuró Ismael con sorda rabia.

Y sondó el fondo con su lanza.

Había más de un metro, y así mismo ese fondo no era muy sólido y consistente, a juzgar por la facilidad con que penetraba el cuento del astil al más pequeño empuje.

Ismael se quedó indeciso, casi hincado sobre el lomillo.

El alazán no daba señales de vida, inerme en su sepultura de lodo.

Había cesado todo ruido de persecución en los contornos.

Solo el volido de los patos salvajes, que cruzaban en bandas sobre la cabeza de Ismael, transformado en estatua ecuestre de barro, interrumpía a intervalos la profunda calma de la atmósfera.

En aquella posición difícil, era forzoso esperar el día que no tardaría ya en aparecer.

Resignábase a ello Ismael, tras un nuevo esfuerzo de su parte, que solo hizo hipar su cabalgadura sin conseguir moverla del cieno, cuando llegó a vislumbrar un bulto que se arrastraba lentamente a uno de los flancos, como quién evita perder la costra firme o lengüeta de tierra sólida que serpentea en los tremedales sirviéndoles de línea divisoria.

Un olor particular hirió su olfato, e imaginose al principio que le rondaba una fiera, atraída por sus juramentos enérgicos y por las violentas sacudidas del alazán al chapuzarse en las cuencas traidoras.

  -177-  

Pero, pronto modificó su creencia, así que el viento trajo a sus narices un efluvio de grasa o pella de «peludo», y díjose:

-Indio se me ase.

El bulto se detuvo a mitad de su marcha, y Velarde quedó con su vista fija en él, y la lanza cruzada por delante del rostro y el pecho, verticalmente, en previsión de una flecha corta o de un golpe de bola.

Apenas la aurora dilató sus luces por el espacio e hiciéronse algo distintos los objetos, Ismael bajó la lanza, y sin dejar de mirar con fijeza su fantasma, dio una gran voz al reconocerle:

-¡Tacuabé!

El bulto que se escurría sobre el verde, era en verdad uno de los indios amigos de la partida de Venancio, así llamado, que a impulsos del instinto del carcheo, había llegado hasta allí en la persecución, y husmeaba a la distancia una presa, creyendo que el que se debatía en las ciénagas era un soldado de la fuerza dispersa.

Con su oído sutil y su mirada perspicaz, se había venido al rumbo, atando antes su caballo a una «sombra de toro» de las que cubrían a trechos el llano, y puéstose a atisbar los movimientos desesperados del jinete, avanzándose al fin con el cuchillo en la boca por el terreno firme y angosto que formaba como itsmos en aquella red de pantanos.

Al grito de Ismael, el indio levantó la cabeza, y púsose de pie. Lo que él creyó presa segura, era blanco amigo. Pronunció en voz baja y en su idioma algunas palabras, y fuese acercando muelle y lentamente.

Ayudó, mudo e impasible a Ismael, haciéndole   -178-   saltar en seco, a dos varas apenas del sitio en que se hundiera el alazán; y, después, siempre sin decir palabra, cogiole la bota de cuero de nutria que llevaba atada a la cintura, y se la empinó en la boca, trasegando largos sorbos de aguardiente.

Dio un ligero chasquido con la lengua y los labios, y púsose a mirar el horizonte.

Ismael sacó un trozo de tabaco negro del cinto, cortó con su cuchillo un pedazo y dioselo a Tacuabé, diciendo con todo su aire calmoso:

-Pá mascar.

El indio cogió el tabaco, lo mordió despacio arrancándole un fragmento con sus dientes blancos, pequeños y cortantes como cuchillas, y comenzó a revolverlo en la cavidad bucal sin un solo visaje.

Ismael entretanto, tiraba del cabestro, y azuzaba al alazán con el rebenque para que abandonase la hoya de lodo pútrido; lo que consiguió después de ruda faena, arrastrando al animal casi entumecido por la costra sólida, iluminada ya por el sol naciente.

Tacuabé seguíale silencioso, reuniendo en la boca buena cantidad de zumo de tabaco, para confundirlo y tragarlo luego con un buche de alcohol.

Abandonaban aquellos sitios atormentados por el tábano y la mosca brava, cubiertos de barro y de abrojos.

Lejos de ellos, Ismael echó pie a tierra junto a una cañada de aguas transparentes; desensilló su caballo, tendiendo al sol las piezas de su «recado», después de lavarlas, y desnudose a su vez, para hacer lo mismo con sus ropas.

Enseguida obligó a entrar al agua al alazán, y le roció bien los lomos.

Concluida esta diligencia, condújolo a un trecho   -179-   de pasto alto, en donde bien pronto el caballo se revolcó hipando.

Después, quedose él con la vista en el agua.

Descalzose las espuelas y las botas, que frotó con los dedos en la corriente hasta limpiarlas del lodo, y tirándolas sobre la yerba, dijo, resollante:

-A sacar la mugre.

Y se entró en la cuenca, donde se zabulló, resurgiendo a poco con la cabellera de mujer negra y lustrosa, distendida a lo largo del cráneo y de la espalda, cuya blancura hacía contraste con su cuello tostado y enrojecido.

Tacuabé, lejos de imitarle, dejó pastar a su caballo sin bajarle la dura carona, ni extraerle el bocado que le servía de gobierno.

Por su parte, él se echó en el suelo boca abajo, masticando ahora un trozo de la «mulita» de Ismael que habíase atrapado por rapaz instinto; y contemplábale en sus chapuces, con un gesto de glacial indiferencia, caídas las greñas sobre los hombros y rozando las yerbas, en las que se escondía su cuerpo lleno de untos, tierra y costurones.

Una hora más tarde, alejábanse a buen trote de este lugar.

En la imposibilidad de seguir la columna de Benavides, que debía haber emprendido marchas forzadas por rumbos desconocidos, Ismael se determinó a sepultarse de nuevo en los montes del Río Negro.

La existencia azarosa del matrero reiniciose para él por algunos días; hasta que al caer de una tarde, Tacuabé, que había desaparecido desde muchas horas antes, entrose al monte con la nueva de que andaban «amigos» en el campo.

El indio no se había equivocado.

  -180-  

Una fuerza revolucionaria campeaba entre los dos ríos, llamando a sus filas a los hombres valerosos, al grito de «independencia».

Ismael y Tacuabé ocuparon en ese nuevo escuadrón su puesto de combate.




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- XXXII -

Aquella fuerza a que se había incorporado Ismael, se componía de los contingentes reunidos de la zona comprendida entre los ríos Yí y Negro; y venía comandada por Félix Rivera, vecino de excelente fama y prestigio, a la sazón quebrantado por una dolencia que debía concluir con él a las pocas jornadas.

Félix, como todos los tenientes que sirvieron al principio de la lucha era un jefe improvisado, si bien hubiese figurado en calidad de oficial de milicias bajo el régimen colonial.

Patriota y resuelto, su gruesa partida le seguía con fe, mal armada, pero llena de entusiasmo y de denuedo. Aquel nuevo escuadrón buscaba a través de las grandes distancias, lo que por otros rumbos lejanos venían intentando otras huestes, -su unión con el núcleo principal, o con los grupos ya organizados en cuerpos compactos- a manera de esas ondas rumorosas que en las playas de Maldonado se van sucediendo en escalones para refundir al fin sus bramidos en un solo y colosal estruendo.

Algunos indígenas, expertos y durísimos jinetes, acompañaban esta columna, también, guiándola uno de ellos como baqueano por esteros y montes, cuyas   -181-   entradas y vados descubría con certeza entre las sombras mismas de la noche.

La tropa revolucionaria forzando sus marchas entrose en las serranías de Minas, escurriose por sus valles prolongados y estrechos, engrosándose aquí y acullá con distintos grupos.

En una de esas marchas ocurrió un suceso interesante.

Llamaba la atención en el campamento un gauchito conversador y simpático.

Veíasele de fogón en fogón, echando su cuarto a espadas en todas las cuestiones de bregas y carreras que en ellos se departían; cuando no en juegos de manos o de rebenque con otros compañeros, canchando con estrépito; o en disputa acalorada sobre de quién era la trampa en una partida de taba; y no pocas veces apoderándose del mate y aún de la caldera ajena, para servirse a su gusto del brebaje mientras durase el agua caliente.

Al principio, esto ocasionaba pendencias y altercados; pero, como el mozo era hermano del jefe le la partida, tolerábasele con frecuencia su espíritu de travesura.

Por otra parte, hacía él uso de chistes y gracejos que acogían bien los paisanos, y le daban lugar de preferencia en los fogones. Ciertas cualidades externas por decirlo así, recomendáronle también desde el principio.

Diestro para el caballo, siempre en continuo movimiento, campero sagaz, rastreador certero, su actividad y osadía tenían pocos ejemplares.

No obstaban estos méritos a que él gastase bromas de mal género con sus camaradas.

Reíase luego de los reclamos y protestas. Decidor, insinuante, socarrón y liberal en sus hábitos,   -182-   daba lo propio sin reservas, así como echaba mano de lo que no era suyo por una propensión casi ingénita, a semejanza del zorro y de la urraca. Tenía en los ojos una mirada constante de pilluelo, y en los labios alguna ocurrencia picante y sabrosa que desarmaba casi de súbito, como un golpe de lanceta en la sangría.

Jovial, quiebra, comadrero, entraba a un pericón con los brazos abiertos, la cabeza echada atrás, el vientre en giro de peonza y las piernas encogidas, embrollando o aturdiendo a las criollas, que concluían por aficionársele, y dar lugar a alguna gresca de sable y daga.

Las chinas y el juego le sacaban de quicio.

Sus sensualismos rayaban en extremos; por manera que, siendo su organismo vigoroso, la saciedad era difícil.

Después de un baile o una orgía grotesca en los ranchos, montaba a caballo contento, y aún cuando fuera nocturna la marcha, de crepúsculo; crepúsculo, él amanecía tieso y firme, cual si formara parte integrante de su cabalgadura.

Sin monedas en su «cinto», transformábase en taimado y taciturno, adquiriendo entonces una movilidad increíble su natural inquieto, hasta conseguir la satisfacción de su apetito insaciable.

La pasión del juego le subyugaba por entero y por esta circunstancia traía alborotado el campamento, en cada uno de cuyos vivacs dejaba lenguas ganase o perdiese. Esa pasión lo había hecho su siervo, al igual que una viciosa llena de encanto al mancebo ardiente que consume en sus brazos. Jugaba pues sin escrúpulos por tendencia irreductible, sin importársele nada del juicio o la censura de los otros. Esta propensión tomó desarrollo   -183-   incremento en su vida errante, y en su roce familiar con los matreros, entre los cuales había buscado refugio al alejarse de la casa paterna.

De esta existencia errática pasó a la no menos agitada del campamento revolucionario, en el vigor de su juventud, perfectamente conformado para la lucha, física y moralmente, a la vez que lleno de resabios y de instintos indomables.

Era centauro, guerrillero, gauchi-político, bailarín, tahúr, mani-rota, tramposo, camorrista; y en el desenvolvimiento gradual de estas calidades, los paisanos concluyeron por mirarle con interés. Como buen engendro del clima, él poseía, -y ellos se apercibieron del fenómeno-, algo del puma, del zorro y del ñandú.

Tenía la faz morena, nariz bien delineada, frente de regular amplitud, boca de labio inferior carnudo, el torso erguido, garboso el continente. Cierto aire indígena le llenaba de originalidad y colorido. El viento, el sol, el aroma sensual de las soledades habían oscurecido más aún su tez, y nutrido sus pulmones.

Los paisanos conocíanle bajo el nombre de Frutos, corrupción del de Fructuoso.

Al principio chocó él con Ismael; pero, muy pronto, descubriéndole Frutos la dureza de la fibra, hízose su amigo, con esa viveza peculiar que debía caracterizarle en lo futuro para conocer y sondar los hombres.

El joven gaucho de cara de mujer y entraña de valiente, fue desde entonces su camarada de fogón y de aventuras.

Un día que jugaban al naipe, sorprendió a Frutos el aviso de que su hermano Félix se encontraba moribundo en su tienda de ramaje, y que deseaba hablarle.

  -184-  

Algunos de los hombres del comando subalterno, alféreces y sargentos, se habían reunido ya en la tienda, cuando Frutos llegó apresuradamente.

Félix dirigió entonces la palabra a la reunión, manifestando que, próximo a su fin por la agravación sobrevenida en su dolencia interesaba a la causa que se designase cuanto antes la persona que debía sucederle en el mando de la fuerza, hasta tanto D. José Artigas resolviese sobre la efectividad del nombramiento; que al efecto, indicaba él a su hermano Fructuoso, como su reemplazante, y pedía a todos sus compañeros de armas le prestasen respeto y obediencia.

Esta expresión de última voluntad de un hombre patriota, fue acatada en el acto. Así también lo imponía la fuerza de la costumbre.

Producido el fallecimiento poco después, Frutos fue reconocido en su nuevo carácter por la milicia.

El travieso campero sintió entonces por primera vez quizás, una impresión profunda de halago e íntimo goce. ¡Mandaba una hueste!

Recién se apercibía que en medio de las borrascosas pasiones de sus veinte años, existía una, absorbente y despótica, verdadero acicate de su genio activo, díscolo y enredador, la ambición de mando, que había de arrastrarlo desde la escena de terribles vorágines, al fausto y a la pompa de la vida regalada.

Frutos empezó a crecerse, y supo hacerse obedecer. Era dominante, y tenía todo el instinto de absorción que singulariza al régulo.

El caudillo surgía de su agreste envoltura, en los albores de juventud, encelado y brioso, lo mismo que el semental que se larga del potril rumbo a la   -185-   dehesa, con las crines revueltas y el ojo hecho ascua.

Todos los gustos sensuales y las ambiciones ardientes rebosaban en el fuerte temperamento de Frutos, sin que en su cerebro mermase nunca el fósforo de la astucia; y en su nueva posición, caudillo y obedecido, señor de lanza y banderola, comenzó a campar con altiva osadía.

Este tipo criollo, fundido como se ve en molde nada común, debía ser en el andar de los tiempos un candidato seguro a la admiración de las huestes indisciplinadas, a la vez que a los altos puestos y honores.

Debía serlo...

Como todos los hombres que hacen gesto enérgico al destino, presintiendo quizás dentro de sí mismos la mayor suma de audacia y de vigor, no se preocupaba seriamente del futuro. Tenía fe en las circunstancias en medio de las cuales había surgido, en la corriente del tiempo en que se embarcaba, sin dejar en pos más que recuerdos tristes de juventud turbulenta.

Cuando el mocetón de una tribu ya diezmada y abatida se resolvía a abandonar el toldo, a las márgenes de los grandes ríos, en busca de más profundas soledades, ahuecaba groseramente un tronco, fabricaba una pala y se abandonaba osado a la aventura, enhiesta la pluma de ñandú en su cráneo, el carcaj al flanco, y una sonrisa de desafío en sus labios.

Ese camino andaba, y le llevaría lejos.

Las revoluciones son, en cierta manera, caminos que andan; y Frutos se lanzó a sus olas, solo, pobre, licencioso, sin miedo al contraste, anhelante de impresiones, resuelto, con muecas de desprecio   -186-   al pasado y mirada de halcón al porvenir, en cuyos senos oscuros se elevarían pedestales a la prepotencia personal.

¿No llegaría él a imponerse algún día?...

Se creía apto para arrastrar masas, a fuer de arrojado, dúctil, sagaz, maleable, vicioso, pendenciero. El ingenio se anidaba bajo sus párpados, y en sus manos estaban presas todas las mañas.

Jinete duro, marchador infatigable, hablador locuaz, camarada libertino dentro y fuera de su tienda, con rasgos de generosidad y nobleza en medio de su misma disipación -conocía el secreto de seducir y de imperar sobre la hueste, cuidando de no hacerla conocer nunca el rigor de la disciplina ni la regla del orden; pues, no poseyendo él mismo escuela militar, sabía bien que el prestigio se cimentaba sobre la abolición absoluta de la ordenanza y de la pena.

Podría comparársele a caballo, en sus marchas vertiginosas, al ser biforme que abatiera la maza de Hércules, porque era en realidad un ágil centauro lleno de fuerza y de osadía.

En este tronco extraño sin fondo moral -único tal vez en su género- la savia producía como hemos dicho, buenos y malos frutos; por manera que se mezclaban en él las más toscas vulgaridades, con las inspiraciones y arranques de un espíritu inteligente. Parecía llamado a improvisar en todos sus conflictos actitudes singulares, cediendo sin esfuerzos o ensamblándose en las situaciones críticas como la madera fina sobre la gruesa. En su vida de campamento dio a la astucia lugar preferente, sin perjuicio de la iniciativa en la acción; semejante al metal que se extiende bajo el martillo, o en hilos delgados -casi impalpables- se doblegaba   -187-   o escurría, y ponía miedo a sus propios bríos, con la misma asombrosa facilidad con que los exasperaba y embravecía en hora oportuna.




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- XXXIII -

En la época en que lo presentamos, Frutos era muy joven.

Sus veintitrés años no cumplidos, que desbordaban savia, se envanecieron en los primeros días con los honores del mando.

Tenía él una hueste para pelear y vencer a los «godos», y era preciso mostrarse jefe.

El fuero del caudillo principió a regir; organizó la gente a su manera, y el movimiento ordinario de la mesnada llegó a convertirse a veces en torbellino.

Las marchas y contramarchas se sucedían con velocidad extrema; considerables «caballadas» recogidas por doquiera, precipitábanse en ruidoso tropel a retaguardia y a los flancos de la columna; acampábase en sitios donde abundara la hacienda «flor», o sea gorda y selecta, para voltear reses cuya carne hiciese olvidar al soldado sus fatigas; dormíase pocas horas por la noche y quedaba desierto el campamento antes de romper la aurora, cuando no se hacía camino de tarde al alba, y sueño a la luz del día; aumentábanse las filas con desertores y matreros, algunos de ellos acompañados de chinas crudas pero jóvenes, y no pocas agraciadas, que eran el regocijo del comandante; fabricábanse lanzas en las herrerías del trayecto, y se perseguía a los destacamentos   -188-   aislados que refluían hacia la capital para formar núcleos y resistir la embestida.

Todo aquello, a no dudarlo, traía alarmados a los defensores del sistema secular. Parecía estrecharse su círculo de acción, reducirse a un espacio sin holgura, pues de todos los vientos llegaban los siniestros voceríos de la gente sublevada.

Era que al grito de independencia, extraño, nuevo, seductor, hiriendo en lo vivo los instintos y halagando vagos anhelos, iba en repercusiones vibrantes extendiéndose por comarcas y desiertos.

A sus ecos, los criollos respondían lanzándose a las armas; y hasta el salvaje en sus toldos levantaba la cabeza, para arrojar un alarido de guerra.

En medio de sus correrías y rápidos zigzags por sierras y montes, supo Frutos que los vecinos de Maldonado se habían adherido al movimiento bajo las órdenes de Manuel Francisco Artigas; y en el deseo de presentarse ante el jefe superior que debía ya pisar el suelo de su país, con un contingente considerable, resolvió invitar a la reunión con las suyas, aquellas milicias, para emprender enseguida la marcha a través del territorio.

Ismael ofreciose como emisario. Continuaba su odisea borrascosa.

Habíase apoderado de él un afán insaciable de movilidad.

Aparte de sus hábitos de vida errante, parecía haberle trasmitido algo de su fluido vertiginoso la vorágine del tiempo.

Su natural indolente gozábase en las emociones de la aventura y del peligro, como si ellas le hicieran olvidar alguna pena negra.

Halagábale la posibilidad de volver a las riberas del Santa-Lucía con una partida gruesa de hombres   -189-   guapos, y de campar por allí a punta de hierro, dejando solo a Dios que perdonase.

La travesía pues a Maldonado, le cautivó, en la esperanza de encontrar entre las gentes de los esteros y valles, quienes se resolvieran a entrarse en el riñón del país.

Esta vez como se verá, Ismael estuvo certero.

Frutos diole cinco hombres, entre los cuáles se distinguía por su cuerpo macizo nuestro indio Tacuabé.

Y dijo a Velarde, al despedirlo, señalándole al charrúa:

-Es de los pocos mansos. Hacelo rastrear el rumbo.

Tacuabé se había puesto delante, montado en un «oscuro» de planta vigorosa.

Ismael siguió sus pasos, mirando de soslayo la robusta contextura de su camarada del estero.

Pertenecía en realidad a la misma raza indómita, cuyos últimos guerreros al escapar chorreando sangre de la matanza de la Cueva del Tigre, veinte años después, habían de decir al caudillo impasible, y entonces prepotente: ¡Mira Frutos, matando amigos! -para perderse en las selvas del norte y librar el último combate a muerte, en el que su último cacique como trofeo de expiatoria hecatombe debía enastar en el hierro de su lanza las venas de Bernabé- uno de los orientales más bravos que haya abortado la leonera de los caudillos.



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- XXXIV -

En tanto ocurrían estos hechos en la zona del levante, hacia el centro del país tomaba proporciones el hervor revolucionario, venciendo resistencias y arrastrando a los hombres en su tumultuosa corriente.

Sacudíase todo el armazón de la colonia como una coraza vieja en el tronco de un esqueleto, al soplo de un «pampero» de borrasca.

Los gauchos de los ribazos del Arroyo Grande, habían seguido el ejemplo de sus compañeros de otros distritos, reuniéndose en gran grupo a las órdenes de dos paraguayos, Baltasar y Marcos Vargas, vecinos de Porongos.

El grupo era compuesto de hombres de entraña, avezados al encuentro, aguerridos en la pelea oscura, confundiéndose en las mismas filas los soldados de la antigua milicia, con los gauchos errantes.

Balta -como llamaban al mayor de los hermanos sus compañeros-, era un tipo de empresa y de aventura, decidido y valeroso, que años después, perdido el rumbo en la furiosa oleada de aquellos tiempos, debía caer bajo las garras del primer tirano de su patria.

Cualquier terreno era adecuado para la pelea, entonces, en que un profundo sentimiento americano vinculaba estrechamente los espíritus varoniles. Concíbese así que Balta, oriundo del Paraguay, hiciera suya la causa de los orientales, y le siguiesen numerosos adeptos.

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En esta partida terrible, figuraban cuatro hembras de un valor nada común.

No eran precisamente de esos seres que hacen sobrellevar con resignación sus fatigas al soldado, o que se consagran a restañar sus heridas una vez retirados del fuego.

Ni vivanderas, ni enfermeras, en la acepción más noble de estos vocablos.

Eran sencillamente rudos dragones, hábiles en el manejo del caballo y de la lanza o el sable, vestidas de hombre, y capaces de ejecutar en las horas de prueba los mismos actos de un esforzado varón.

En el escuadrón volante gozaban de esa fama, y una de ellas había merecido las jinetas de sargento. Esta cruda amazona, llamábase Sinforosa. Con su boca de labios finos y dentadura de loba, su nariz chata y sus ojillos de coatí, podía ser confundida con un cacique de raza, de esos que tenían tres pelillos por bigotes y algún perigallo en el cuello. Se imponía en la pelea, a la par de sus tres compañeras de aventuras.

Esta curiosa cuaternidad intrigaba el campamento.

Tenían ellas el capricho de darse a los que más habían sobresalido en el combate, sin distinción de clases, porque poseían la pasión del valor.

Eran como la zanga, la cascarela, el cinquillo y el renegado de un cuatrillo heroico.

Si descubría su hilacha o fibra floja un cobarde en las filas, le miraban con desprecio, y le enseñaban alguno de sus pechos recogidos y enjutos, como indicándole que precisaba mamar en aquella ubre leche de fiera para mejorar su sangre de gallina.

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En cambio, los valientes las subyugaban, y complacíanse ellas en colocárseles al lado en la carga y en el entrevero, recogiendo sus ternos y juramentos de coraje para repetirlos luego en los fogones.

Los gauchos indolentes, desidiosos, de tez pálida y ensortijados cabellos, mirar osco, delgados, esbeltos, que peleaban a cuchillo cuando se les rompía el astil de la lanza y no dejaban con vida al adversario en rabiosa lucha por el suelo, las tenían siempre detrás, para reemplazarlos en la brega, así que eran muertos o heridos, y salir ellas mismas con la piel desgarrada por el puñal o el sable, orgullosas de haber sentido las fuertes emociones del sangriento choque.

El humo de la pólvora y las notas del clarín, producían en ellas efectos semejantes a los de los caballos ariscos. Inflamábanseles los ojos y las narices; y en vez de hablar, resoplaban, sintiendo entre sus piernas la nerviosa agitación de sus cabalgaduras, y dentro del pecho las sacudidas sordas de su entraña llena de fiereza.

No pocos dispersos o rezagados morían a sus manos.

Concluido un combate, en que la faena había sido dura, se las veía entre los cadáveres y despojos, las piltrajas y la sangre caliente rodeadas de mastines, dando vuelta a los que habían caído de rostro para reconocerlos y hacer también su botín, que reducíase a veces a escapularios en los cuerpos despojados ya por los vencedores de sus mejores prendas.

Si notaban en las orejas de los muertos algún zarcillo de plata u oro, de los que usaban entonces no pocos militares, no perdían el tiempo en abrir el resorte, y cortaban lisa y llanamente de un tajo   -193-   la parte aquella del pabellón; pues en ese carcheo había que andar aprisa. Tratándose de sortijas, se cortaba el dedo.

Carchar, o sea despojar a los vencidos, muertos en leal pelea, o en mitad de su fuga por la caballería de reserva, era el complemento necesario del triunfo. Los criollos eran pobres, combatían casi desnudos y se apoderaban luego de las prendas de sus adversarios, con razón más justificada que los ejércitos de línea, siempre mejor provistos y atendidos. En aquella edad del hierro y del heroísmo no había recompensas halagadoras, fuera del ascenso y del carcheo, Los brazos no se ocupaban en otra faena que en esgrimir las armas, o en afilarlas, y eso fue obra de más dedos lustros. La vida marcial desterró por diez años -lapso precisamente del ostracismo griego- el arado y el pico. Sangre y no sudor, regaba la tierra.

Una segunda naturaleza, un carácter nuevo con todas las asperezas de una formación tosca, se fundía en el viejo molde de la familia colonial, que se iba rompiendo con estruendo en todas sus piezas, abortando el tipo derivado y confundiendo las castas en una lucha común, sin rumbos bien definidos, ni aspiraciones subordinadas a un ideal fijo y luminoso.

Blancos, negros, mestizos, bronceados formaban en las mismas filas. Las mujeres de raza alternaban con los hombres de pelea; y de esta junción, de esta fraternidad del valor y de la audacia, de esta existencia azarosa y turbulenta que iba dejando, dispersas sus semillas en un terreno removido sin cesar por los escuadrones en tropel, formábase paulatinamente aquel «espíritu nuevo» de que hablaba Fray Benito, cuyo germen cuajaba al azar,   -194-   librado a las fuerzas de la naturaleza y calentado luego por los instintos locales, lo mismo que un huevo de anfibio poderoso al calor de las arenas.

Las indias semi-civilizadas, los zambos de indios, los cambujos constituían una hueste numerosa en la nacionalidad que se fundía. Los tupamaros de la clase inferior cruzaban con ellos su sangre, y brotaban engendros con desviación más acentuada del tipo originario; sólo en los focos de población importante se conservaba la prístina pureza, y hasta el hábito de antaño, de orgulloso predominio.

Así como el aduar del guerrero indígena era también el de la familia, había su mezcla singular de hogar y de vivac en los primeros ejércitos de la independencia.

Odios santos, sensualismos y amores, todo en ellos se refundía.

Las costumbres del desierto se ataban con el nudo de heroísmo. Los párvulos solían nacer al ruido de los clarines, o a poca distancia del estridor de la pelea, como engendros de guerra; y era su bautismo el humo de la pólvora.

Sinforosa resumía las propensiones idiosincrásicas del tipo nativo. No quería su tierra y sus campiñas sino para los criollos, y transformábase en furiosa amazona en el campo de la acción, con un sable a la cintura y una lanza de moharra curva en la diestra.

Despreciaba las armas de fuego, porque el pedernal fallaba a cada instante. Con el hierro se medía bien el bulto y el golpe era más certero.

Mascaba tabaco y se entonaba con aguardiente. Joven y robusta, no la rendía la fatiga, ni la abrumaban las largas marchas a caballo por la noche; marchas comúnmente llenas de inquietudes y peripecias,   -195-   de avances y retrocesos, sorpresas y combates parciales, en los que se requiere vigor físico, valor y presencia de ánimo para imponerse a la aventura y al peligro.

Tenía sus liviandades y sus grescas de fogón, como sus compañeras; entonces, a semejanza de Aquiles cambiaba de tienda, y aún se escondía de noche en alguna cañada seca cubierta de pajizales, para burlar al trompa del escuadrón, su preferido.

Allí se mantenía arisca como un coatí, hasta la hora de diana.




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- XXXV -

Ese su galán, se llamaba Casimiro Alcoba, y era un zambo de indio morrudo y alegre, color de cacao, ojos pequeños muy brillantes, boca grande con dientes de criatura, ancho de espaldas, y pie tan breve como el de una muchacha impúbera.

De un pie semejante, era por donde Sinforosa había comenzado por enamorarse, en cuanto al detalle; pues la primera causal de su pasión, había sido la bravura con que el trompa la librara de la muerte en un entrevero.

Casimiro era el único clarín de aquella tropa de centauros. Había servido en un regimiento de milicias con Benavides, entonces cabo, bajo el dominio español; y en aquella época, aún no lejana, había ensayado la trompa con éxito y también revistado en una banda lisa.

El instrumento bélico, lisiado o inválido en varias partes del tubo, había sido sustraído de un cuerpo de   -196-   guardia de San José en donde estaba arrumbado, por el mismo cambujo en la noche de su deserción.

Las soldaduras de estaño le quitaron luego el aspecto de flauta que ofrecía su cuello de bronce, y cuando Casimiro ponía sus anchos labios en la embocadura, el instrumento parecía arrojar notas más agudas que en sus buenas épocas.

En las refriegas a sable corvo y lanzas de medialuna, Sinforosa a horcajadas en un cebruno entero solía gritar al cambujo en medio del choque de armas y caballos:

-¡Camero!... ¡Meté las pulpas en el tubo, mandria!

El bravo cambujo, a quien su hembra motejaba con el nombre de Camero acercaba a la embocadura sus gruesos labios, que era como refundir una trompa en otra trompa, y salían entonces del retorcido bronce esas notas que convierten en furor el denuedo del soldado, y que los caballos contestan con enérgicos relinchos, trémulos, con el ojo encendido, los molares como engarzados en el freno y las crines sacudidas bajo el hervor de la sangre generosa.

Él se vengaba de las demasías de aquella vivandera formidable, llamándola Sinfora, y echándole en el botijo de «caña» fuerte, con que brindaba a los soldados del escuadrón, todo un cartucho de pólvora gruesa, de la que se usaba para carga de las tercerolas de chispa.

Verdad que él mismo se aplicaba frecuentemente la pena, echando un trago de aquel líquido abrasador en su garganta y que aún lo extrañaba de veras momentos antes de entrar en pelea. Lo que es a Sínfora, el licor le sabía siempre bien.

Los tres gustos de Casimiro se resumían pues, en estas tres cosas:

  -197-  

Sinfora, caña y pólvora.

Y era a mérito del primero, que él se había permitido poner a prueba la fecundidad de la amazona terrible, para que no se extinguiese «la casta». Tenía ella que dar buenos dragones. De ahí que Sinforosa hubiese engruesado notablemente, y esto había tenido su principio mucho antes de que Perico el Bailarín y Venancio dieran el grito de libertad en Asencio.

A la sazón, Sinforosa se iba en bulto, y parecía a caballo con su cara chata, sus pechos salientes y su gran vientre una peonza con ojillos y verruga.

No demoró ella en disimular su obesidad falsa ciñéndose una faja; y se cinchó sin piedad, hasta disminuir casi en dos tercios el volumen.

Esto apresuró el suceso, y las caderas empezaron a resentirse seriamente. Con todo, ella seguía en sus tareas habituales de campamento, recogía leña en el monte para su fogón, desollaba ovejas, iba al arroyo por agua, ataba los caballos a la estaca, ponía la carne en el asador, y, aún se permitía algún solaz con los pujantes dragones, sin casco ni coraza, de Baltasar Vargas.

En cierto día, del alba al meridiano, el escuadrón hizo una jornada de diez leguas, a trote firme con ligeras treguas, al solo objeto de dar resuello a las cabalgaduras.

Cuando se mandó acampar, Sinforosa que venía acosada por los dolores, siguió a prisa su marcha hacia unos árboles pequeños que hacían isleta junto al arroyo.

Casimiro, que aún no se había apeado, díjola al pasar:

-¿Aónde vas juyendo Sínfora?

  -198-  

Ella, que iba mascando tabaco, escupió con un visaje iracundo, desprendiose el botijo de aguardiente, que a manera de cantimplora llevaba atado a la cintura, lo dejó caer en el pasto, y contestó:

Mi apura er guachito, sarnoso!

El clarín se echó a reír.

Ella prosiguió su marcha a trote largo, mostrando el puño.

Más adelante, dejó caer el sable corvo y la caldera y una calabaza de pico enorme y un pedazo de tabaco negro. Las angustias aumentaban.




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- XXXVI -

Sinforosa no perdió por eso el ánimo.

La fiera amazona no podía arredrarse ante un fenómeno natural como el que sentía operarse en sus entrañas de indígena bravía.

Arrojose sin ayuda del caballo, en un trecho de verde y abundante gramilla, casi encima del borde del arroyo, al reparo de los arrayanes en grupo; levantose la pollera corta, hasta enseñar por encima de las rodillas dos piernas fornidas, algo cambadas, color de cobre; echose en las yerbas dando una especie de rugido, ahogado por la energía indómita, y sacudió los brazos bajo su cabeza cubierta de greñas, con las manos bien abiertas y temblantes, buscando dónde cogerse. La acometía un dolor agudo en las caderas.

Al fin, sus dedos tropezaron con un tronco de arrayán, y se afirmaron en él como dos tenazas.

El cuerpo de Sinforosa se agitaba y encogía a uno y otro lado en contorsiones violentas: pero   -199-   ella pugnaba por dominar el trance; y, con los ojos cerrados, había como hundido en su labio inferior sus dientes pequeños, blancos y filosos, para sofocar el quejido y aumentar el esfuerzo.

Por dos veces creyó triunfar, y otras tantas se retorció.

Algunos minutos quedose inmóvil, como muerta. Luego se estremeció, arrancose la vincha entre temblores, volvió a aferrarse al tronco hasta hacerse un arco, y de pronto, lanzó un grito, echando a un lado la cabeza. Algo se removía al alcance de su brazo en medio de vagidos; más, Sinforosa, dejose estar quieta por largos momentos. Sabía ella bien que lo que allí se movía era un criollito berrendo en negro.

Solamente abrió los ojos al graznar de un cuervo de cabeza calva, que intentó abatirse sobre el grupo.

Entonces, ella se puso sobre los codos, apretó los labios colérica, y escupió hacia arriba.

El cuervo pasó con las alas tendidas, mirando abajo, entreabierto el curvo pico, como si hubiese atisbado desde muy alto una presa segura.

Sinforosa se acomodó despacio maniobrando a su manera; incorporose en parte, irguiendo el cuello; echó su zarpa corta y gorda a la criatura; fuela atrayendo poco a poco hasta colocarla a un lado y la cubrió con el girón de poncho o bayeta.

Después de este esfuerzo, quedose boca arriba, y se durmió.

Despertáronla al cabo de dos horas, las notas del clarín.

Sinforosa sintió quebranto y un gran calor.

Los tábanos zumbaban por doquiera, y uno de ellos se le había prendido en la frente, en donde aún   -200-   se solazaba su trompa, Sinforosa se dio un manotón con ira en la parte dañada, y el tábano cayó muerto, dejando en aquella un coágulo de sangre roja.

Enseguida, este puma hembra alargó el brazo hasta el borde del arroyo que como hemos dicho, estaba muy próximo; hundió la mano en el agua, y como satisfecha de su grado de templanza, cogió el párvulo, arrastrose un poco hacia el ribazo, y, tendida siempre de lado, empezó a bañarlo por entero.

Sin hacer caso de sus gritos plañideros, lo sumergió dos veces en el arroyo, y frotole el cuerpecito color de tabaco, con la misma bayeta que le había servido de envoltorio.

Cubriolo luego con el lienzo con que ella semanas antes se fajara el vientre, y lo arrojó en el pasto donde rodó como un gusano de parra.

Después, ella se arrojó al arroyo y se bañó.

Casimiro en tanto, se había acercado a un rancho o puesto, de allí distante una milla, en procura de alguna espiga de maíz o de un poco de yerba-mate con que proveer a su mísero vivac.

Una vez allí, sólo pudo aplacar la sed en un piporro o botijo de barro sin asa, pues en el rancho, habitado por dos mujeres y tres o cuatro chicuelos descalzos que andaban mezclados con los mastines, no había más yerba en ese día que para una cebadura.

Una de las mujeres dijo al cambujo que «su hombre», a la sazón ausente, traería provisiones en esa tarde, y que si él quería volver para entonces, no le faltaría con qué merendar.

Casimiro agradeció; y, ya se iba, cuando vínosele algo a la memoria.

Llamó aparte a la mujer, rascose entre la melena   -201-   lacia y polvorienta, echose el clarín a la espalda, y por fin díjole algo a media voz señalando el grupo de arrayanes, cuyas copas se divisaban sobre la línea de una lomada baja.

Repuso la paisana, al oírle:

-Por projimidá se ha de hacer. ¿En el playo, dice?

-Mesmito. Y Dios se lo pague, doña.

El combujo regresó enseguida al campamento.

Media hora después, Casimiro se embocaba el clarín viejo para tocar marcha.

Soplando con todo el vigor de sus pulmones junto a su jefe, en movimiento ya el escuadrón, echó una última mirada al grupo de arrayanes.

Sinforosa, que después del baño se había tendido en el pasto, sintió el toque de marcha, como todos los de clarín, por ella bien conocido.

A sus ecos marciales se incorporó de súbito y púsose a temblar, tendiendo el brazo con el puño crispado como amenazando a un enemigo invisible.

Y a medida que los sones se alejaban para cesar bien luego, y que sintió estremecerse el suelo bajo los cascos de aquel trozo de caballería guerrera, de jinetes de vincha y brazo arremangado, espesas barbas y revueltas melenas, cuyas enormes espuelas al trotar en la pendiente hacían una música feroz, enderezose, hasta quedar sentada; arrancó furiosa con ambas manos la yerba que arrojó, haciendo una mueca de máscara hacia el rumbo del escuadrón, y dejose caer desvanecida en su lecho de tréboles y gramillas.



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- XXXVII -

Dejamos a Ismael y sus compañeros camino de Maldonado, en busca de las milicias sublevadas.

En sus largas horas de marcha, Velarde encorvado en su cabalgadura, mantúvose silencioso con la mirada vaga perdida en el verdegay de las cuchillas.

Sin dejar de ser brusco, sensual y atrevido, el joven gaucho tenía la imaginación ardiente y la índole un tanto apasionada. No olvidaba los afectos, ni los odios.

Todo ello era propio de su raza y de sus hábitos; se lo habían dado el origen y el clima, la vida errante y la soledad triste.

Reconcentrado y arisco, tenía muy vivo en la memoria el recuerdo de los sucesos de la estancia de Fuentes. Acordábase de aquellos tiempos de sus amores, cuando cruzaba el campo a media rienda entre los gritos del chajá y los silbidos del ñandú, para sofrenar en la enramada al caer la noche; o cuando contra toda costumbre recorría a pié algún arenal caliente, clavándose espinas de la cruz más duras que espuelas de domar, para coger un camuatí o lechiguana nueva, que colgar en la cocina, sin decir palabra; o cuando acosado por el celo y la rabia se metía en el monte e iba arrancando al paso habas del aire para tirárselas en montón a algún «carpincho» lerdo...

Y también recordaba que a la vuelta, después de las horas robadas en siestas al trabajo se arreglaba   -203-   con primor el pañuelo al cuello, terciaba el ala del chambergo para lucir la melena, hacía con gracia un nudo en la cola del «pingo», y para ponerle airoso lo lanzaba a un rigor de las «lloronas» sobre algún gamo como él vagabundo que alzaba sus cuernos a la orilla del bañado...

Veníansele después otras cosas a la memoria. La noche aquella en que Felisa fue a la tahona y él comenzó a preludiar, sin saber por qué -como un pájaro que oye cerca el aleteo de la hembra, cayéndosele la guitarra de las manos y «entrando a encariciar a la moza» con toda la fuerza del querer, hasta que vino el mayordomo a quemarle la sangre «en mitad del gusto».

De todo esto y mucho más se iba acordando Ismael, y, preguntábase qué habría sido de la pobre china, después de su brega con Almagro, a quién él tendiera en el suelo de una puñalada.

De aquel rumbo, pocos venían. García de Zúñiga y Fernando Torgués no habían dejado más que viejos e inválidos en los ranchos y «pueblitos» de ese pago. Por eso mismo Ismael anhelaba incorporarse a una fuerza cualquiera que se dirigiese a allí; lo trabajaba algo como un disgusto de ausencia, una nostalgia de pago cada día en aumento.

Los males del cuerpo tenían a veces sus remedios; y valían contra «el daño» la zarza y la cepa, la «marcela» y el «tártago». El «guaycurú» ofrecía alivios, el «cambará» consuelos, la yerba de las piedras era como un aliento de ánima bendita en los labios de las úlceras.

Pero, aquel ansia casi brutal que él sentía al recordarse del goce ¿qué güena bruja lo aliviara?

Las aventuras, los riesgos, los ruidos de la guerra que de todos lados le llegaban en su travesía azarosa, encargábanse de contestar esta pregunta.

  -204-  

Todo parecía conmovido en los distritos de la costa.

En esos días habíase producido efectivamente el alzamiento de las milicias del éste, las que, obedeciendo al impulso incontrastable de la iniciativa revolucionaria, habían entrado a la acción sin pérdida de tiempo, apoderándose de Maldonado, -la vieja ciudad colonial, asentada entre áridos arenales, como símbolo exacto y fiel del sistema.

Esta sacudida había sido el resultado de los trabajos emprendidos por Manuel Francisco Artigas, hermano del jefe de blandengues, segundado en sus propósitos por algunos hombres influyentes de aquella jurisdicción. Entre estos resueltos auxiliares debe mencionarse a Machado, Pimienta, Pérez y Bustamante, -quienes, como los demás vecinos de importancia de otros puntos del territorio que habían cooperado a las insurrecciones parciales con sus personas y dineros, abrigaban fe en el prestigio y en la autoridad que ejercía en el país D. José Gervasio Artigas.




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- XXXVIII -

Después de largas marchas pausadas, Ismael y sus compañeros penetraron en lo arduo de la región montañosa regada por hondos canales y lagos, cubierta de morros y crestas, valles profundos, esteros y ciénagas interminables, eslabones y estribaderos erizados de riscos, por cuyas sajaduras y barrancos rodaban gruesos caudales entre espumas mugidoras.

Varias veces perdieron el rumbo, en medio de   -205-   aquellos conos azules, escarpados cerros y red de vertientes; y tuvieron que desandar el camino, para extraviarse de nuevo en una mañana brumosa cerca de las ásperas faldas de Pan de Azúcar.

Resolviose hacer allí alto, en tanto Tacuabé descubría el terreno en el flanco que aparecía despejado, y por el que, según pronto lo advirtieron, cruzaba la carretera o camino real.

La niebla era muy densa, y no permitía descubrir los objetos sino a breves pasos. Unida a las brumas naturales del suelo peñascoso, formaba una de esas capas nutridas que a veces sólo la fuerza del sol de meridiano puede deshacer. El viento parecía dormido.

Tacuabé fuese adelantando con lentitud por el llano, echado sobre el cuello de su «oscuro».

En esa posición, recorrió más de doscientas varas sin tropiezo alguno, por un suelo que iba perdiendo sus asperezas, y debía extenderse al frente en suaves ondulaciones, a juzgar por el trayecto andado.

De improviso, el indio sujetó su caballo, que había parado las orejas en perfectas paralelas volviendo el pabellón a vanguardia, y dado un soplo fuerte con las narices.

Deslizose en el acto del lomo con la agilidad de un gato, y tendido sobre el vientre, miró adelante.

Al ras de la tierra, la niebla un tanto elevada permitía distinguir a pequeña distancia los extremos inferiores de los objetos, troncos de arbustos, y aún cascos de caballos.

Estos cascos no eran pocos y se perdían allá en lo denso de la niebla, regularmente alineados, y movíanse impacientes, como si soportasen el doble peso de monturas y jinetes.

  -206-  

Si Tacuabé hubiera sabido contar o calcular con claridad y precisión, habría estimado en veinticinco o treinta el número de caballerías, allí quietas.

Otra circunstancia interesante pasó desapercibida para el rastreador; y era la de que estas caballerías estaban divididas en escalones sobre una lomada, cayendo las últimas líneas en el declive como en un plano inclinado, cual si se hubiese querido así ocultar el grueso de la fuerza.

Tacuabé puso el oído en tierra.

Llegó a percibir roce de sables en sus vainas de metal.

Desvanecidas así sus dudas, saltó en el «oscuro», y volviose a la falda abrupta.

Las piedras que iban reapareciendo a su paso de retroceso, encamináronle con leve desviación al punto de partida.

Ismael y sus compañeros se encontraban ya a caballo, aguardando su regreso.

El indio cogió callado su lanza clavada en el suelo, púsole en la moharra con los dedos que se metió en la boca, un poco de saliva, y señaló enseguida la dirección del peligro.

Ismael comprendió. Pero se mantuvo quieto.

Comenzaba a soplar en ese momento una brisa fresca del este, que introdujo sus alas en la niebla, y como un vértigo de torbellinos y volutas.

La bruma se arrancó en espirales, y clareó a trechos.

Allá, en el fondo del valle, percibiose entonces por un instante un trozo o ala de caballería, con uniforme realista, -visión que ocultose de súbito tras la sábana de niebla; y de esta parte, en la loma, por encima del blanco sudario que se distendía   -207-   por segundos al roce de la brisa, llegáronse a ver como fantásticos gallardetes o banderolas de lanzas, que flotaban en una zona ya límpida a manera de porta-guiones de un escuadrón aéreo.

Luego corriose, menos densa, la cortina de vapores; y a poco enroscáronse unas con otras las volutas en caprichosos giros, levantándose dos varas del suelo, quedando a la vista las colas y ancas de ocho caballos en fila, que era la última de la hueste en escalones.

Cubrió el velo otra vez, cuerpos y moharras; revoloteó en las cabezas ya convertido en tul transparente; y remontose al fin en largos cendales, hasta dejar en descubierto la masa de hombres y cabalgaduras.

Cual si hubiesen cedido a un impulso eléctrico, Ismael y sus cinco compañeros formaron fila, y fueron a colocarse a retaguardia de la partida de independientes, cuya procedencia ignoraban.

Abriose apenas en el valle la bruma, rasgándose en anchos girones, cuando un clarín lanzó la nota aguda de «atención», y en pos de ella el toque de «carga».

A esa señal, el destacamento se arrojó sobre el enemigo formado en el llano; y prodújose un choque sostenido y sangriento.

Los escalones deshechos en la carga, rehiciéronse en pocos minutos a retaguardia de la fuerza realista poniendo en fuga su reserva; y a media brida volvieron cara, cargando de nuevo sobre el grueso, en tremenda confusión de lanzas y sables, encuentros y volteos.

El clarín sonaba ronco en medio de los gritos de rabia y del crujir de los aceros.

Tacuabé rodaba por las yerbas a brazo partido   -208-   con un soldado de casaca azul, cuyos botones blancos le habían llamado la atención; Ismael, desmontado por una rodadura de su alazán en el declive, defendíase con la lanza en rápidos molinetes contra un grupo de adversarios tenaces, que habíanle ya teñido de sangre el cuerpo en varias partes; cerca de él, yacían rígidos dos de sus compañeros, con hondas heridas en el pecho, y las bocas entreabiertas todavía, como si no hubiese concluido de escapar a ellas el último grito del coraje; y en el centro de la pelea, revueltos en deforme montón hombres y, caballos, hacían retemblar el suelo del valle, arrancando profundos ecos a las concavidades de la sierra.

Ismael, rendido y jadeante, sintió de repente quebrarse en sus manos la lanza.

Empuñó el fragmento armado del hierro, y tentó entonces abrirse paso precipitándose sobre el más próximo de sus enemigos; pero éste, evitando el encuentro con un salto de su caballo, asestole un golpe en el brazo con tal violencia que el sable cayó de lomo, haciendo escapar el rejón ensangrentado de la mano de Velarde.

La rueda se estrechó en el acto, y todas las moharras se dirigieron a su pecho.

En aquel instante, un jinete rompió impetuosamente el círculo formado por el grupo de lanceros, derribando a uno de estos mal herido.

El resto se arremolinó indeciso.

El nuevo combatiente, mocetón fornido, de ancho dorso, piernas vigorosas bien ceñidas al recado, brazo corto y nervudo, mirar bravío bajo pobladas cejas, curvo sable, aire impávido de feroz denuedo, arremetió al grupo revolviéndose con su bridón.

A un golpe de su sable un cráneo fue hendido,   -209-   cayendo el adversario por las ancas sin soltar la lanza hasta rodar por tierra; los demás retrocedieron confundiéndose en breve con el grupo.

El jinete sujetó su caballo, y dio una carcajada homérica, bajando con el sable su brazo desnudo, cubierto de sangre y polvo. Pasolo así por la frente sudorosa, dejando en ella rojizo surco, y dijo como embriagado por el tufo de la matanza:

-Despená esos godos... ¡En el bajo arroyan!

Ismael se precipitó daga en mano sobre uno de los heridos que se había levantado, sepultándosela dos y tres veces en el cuerpo hasta rendirlo sin vida; y cayendo en el acto sobre el otro, sin darle tiempo a incorporarse le cortó el pescuezo como a un carnero. Saltó enseguida en un caballo que el jinete había logrado coger del cabestro, apoderose de una lanza de los caídos, y arrancándole la banderola realista, preguntó con acento ronco:

-¿Cómo es su apelativo?

-Juan Antonio Lavalleja -respondió el jinete, con aire de simplote campesino.

Ismael se le juntó callado, y los dos arrimaron espuelas.

En ese momento la partida enemiga huía dispersa, tirando sus armas en el camino; y el trompa de los independientes tocaba «a degüello».




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- XXXIX -

Hacia el rumbo a que se encaminaba Balta, alzábase como un clamor confuso de guerra. Otros escuadrones y otros caudillos buscaban la cohesión en los distritos del centro, que era donde el enemigo   -210-   mantenía tropas regladas y se aprestaba al combate. Fuerte corriente de viriles entusiasmos cruzaba el territorio, hiriendo en lo vivo la fibra popular. Y así como habían adherido entre otros a la insurrección, el capitán Jorge Pacheco en Paysandú, Vázquez en San José, Ojeda en Tacuarembó, Pintos y Laguna en Belén, Delgado en Cerro-Largo, Márquez y Zúñiga en Canelones, Torgués en el Pantanoso, Basualdo en Lunarejo, Manuel Artigas había a su vez reunido todos los mocetones de la zona del nordeste, armándolos con cuchillos enastados en varas toscas, algunos trabucos y tercerolas que, con ser armas más reforzadas que la carabina, sólo servían para hacer renegar a los milicianos de la invención de la pólvora. Bajo las órdenes de ese arrojado teniente, la partida había abandonado en los primeros días de Abril las márgenes del Casupá, corriéndose más hacia el centro y propagando a su paso la fiebre de lucha.

A la puerta de cada rancho, los hombres, ya a caballo, se despedían de sus mujeres y volvían riendas sin escuchar sus ruegos para lanzarse al galope hacia aquel punto del horizonte donde la polvareda, como un guión flotante en el espacio, indicaba a lo lejos el paso precipitado de la hueste.

De los montes que bordaban arroyos y ríos, surgían de improviso centauros de espesas greñas, altos y morrudos, que en ardorosa carrera iban a engrosar la columna entre gritos de fraternal regocijo.

Los paisanos viejos sentían en su sangre como una llamarada de juventud, y saludaban la milicia a su tránsito, dirigiendo a todos rumbos sus ojos, azorados ante aquella sulevación imponente.

A grupos solían pasar cantando algún aire de la tierra gauchitos imberbes, por delante de las mujerachas   -211-   angustiadas, que fuera de sus ranchos contemplaban el tropel; y a la vista de esos voluntarios que apenas podían con las lanzas, cuyos cuentos arrastraban por el suelo, levantaban sus manos juntas con una invocación a la «virgen santísima», que iba a confundirse con el himno semi-salvaje de aquella prole dispersa atraída por el estrépito de las armas cuando recién empezaba a vivir.

En gran parte de esos distritos quedaban los ganados sin pastores, las estancias sin caballos y las mozas sin «requiebros». Los más bizarros mancebos del pago se iban en busca de aventuras guerreras, sin acordarse de sus alegres beiles, pericones y cielitos, ni pensar tampoco que la pelea, salvo algunas treguas reducidas, debía durar cerca de diez años a sangre y fuego, como en los cuentos de brujas y gigantes. Remolones y valientes, matreros y hacendados, todos formaban en las mismas filas, y sentíanse animosos ante la actitud resuelta de su capitán.

Manuel Artigas, ayudante del general Belgrano en las tristes jornadas de Tacuarí y Paraguarí, y primo del futuro jefe de las huestes, era un oficial distinguido y culto que tenía, a más de su coraje, el prestigio del apellido, pronunciado por todas las bocas en aquellos años tumultuosos, desde las costas del Plata hasta las más lejanas fronteras, como el de un hombre activo capaz de las empresas más audaces.

Su milicia, que iba engrosándose a medida que salvaba las distancias, dejando en pos de sí como un rumor de marea, debía encontrarse pronto con la tropa de Balta. Esta, en unión con la de Benavides que acababa de rendir el Colla, venía en marcha hacia el centro.

  -212-  

Por algunos días rodó esta columna sin hallar aliciente a su fiereza, hasta que una mañana de Abril al cruzar el río San José, encontrose con una fuerza realista tendida en batalla frente al paso del Rey.

Una bala de cañón, que pasó gruñendo por un flanco sin producir estrago alguno, recibió a la hueste. La pieza que la había vomitado estaba sostenida por un trozo de infantería reglada al mando de los oficiales superiores Gayón Bustamante, Sampiére y Herrera, que el general Elío había destacado de Montevideo para evitar que tomara proporciones el alzamiento de las milicias.

Las lanzas se levantaron por encima de las cabezas como respuesta al saludo del cañón; rompieron fuego las tercerolas en guerrilla, y a un toque de Casimiro, tendiéronse en alas los escuadrones.

Los Voluntarios de Madrid por su parte, abrieron fuego por hileras, la pieza de artillería escupió algunas metrallas, las balas de fusil hicieron diversos claros en el centro; pero a un amago de carga a fondo de la hueste, agitáronse los guías y la tropa española emprendió en orden hacia la villa su retirada.

El clarín de Balta tocó paso de trote. La línea se movió entre roncas aclamaciones. Un escuadrón de tiradores en despliegue picaba la retaguardia al comando de Diego Herrera, cuyos soldados mordían tranquilamente el cartucho, hacían sus disparos y continuaban la marcha.

Así batiéndose, los Voluntarios de Madrid penetraron en la villa de San José; y en su plaza y azoteas se prepararon a la resistencia. La fuerza de los independientes rodeó los parapetos.

Por dos días con sus noches se oyeron detonaciones y tumultos, sin que el destacamento del tercio circuido por un cinturón de lanzas, manifestase signos de cejar.

  -213-  

Pero en la última tarde, tras una marcha forzada, Manuel Artigas, al frente de su caballería cayó al asedio; y, cambiadas algunas frases concisas y enérgicas con los otros dos capitanes, resolviose el ataque a primera luz de la mañana.

Al llegar el día, efectuase el avance hacia la plaza por las calles paralelas, y dase principio a un combate que debía durar cuatro horas. La hueste no se arredra ante el fuego graneado; y los huecos en las filas se recubren con otros combatientes.

Una compañía desplegada en cazadores detrás de la plaza, quema con sus descargas al escuadrón de Balta: de las peladillas que cruzan roza una el pómulo saliente de Casimiro, dejando allí un surco rojo, en momentos en que el amante de Sinfora lanzaba la nota de «atención».

El trompa «mosquea».

La pieza de artillería da un ronquido, silba con ruido estridente un tarro de metralla haciéndose cien fragmentos al rozar en un muro, y derriba por el suelo ensangrentado a Manuel Artigas.

La hueste se arremolina, se inquieta, vocea iracunda, los caballos ariscos se encabritan y algunos hombres son lanzados de los lomos en medio de un granizo de balas.

-Tocá degüeyo -dijo Balta.




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- XL -

Camero, como le llamaba Sinforosa, lleva el clarín a la boca e hincha la pulpa; pero al arrancar al instrumento los terribles sones de la matanza, una bala se lo troza por el cuello y en el choque le quiebra dos dientes.

  -214-  

El escuadrón con todo, se había movido impetuoso.

Casimiro tira el fragmento de la trompa que quedaba en su mano, desnuda la daga y con la sola espuela que tenía en el pie desnudo aguijonea su caballo que se abalanza despavorido en la humareda.

Ya encima del cerco, el clarín descubre a un lado la pieza y a un artillero con la mecha encendida: la hueste cargaba en nutrido montón, y la descarga iba a sembrar la calle de sangrientos despojos.

Camero no trepida; e iba ya a arrojarse al suelo, cuando su caballo recibe un proyectil en la cabeza que lo derrumba inerte. El clarín rueda junto al cerco como una peonza.

La carga flaquea, y los primeros escalones vuelven bridas.

De uno de ellos se desprende sin embargo, un jinete macizo y algo rechoncho montado en un tordillo de arranque; quién en vez de seguir el ejemplo, se precipita al cerco con la lanza enristrada, sepulta el hierro en el vientre de un soldado que iba a destrozar con la culata de su fusil el cráneo de Casimiro, y en su ímpetu se estrella contra el obstáculo cayendo con su cabalgadura al lado del cambujo.

Este había recibido un hachazo en las cejas y colgábale la piel sobre los ojos como un velo de carne negra.

El acero brillaba en su puño, moviéndose siniestro en el vacío. Habíase mojado dos veces en alguna entraña.

El del tordillo se puso de pie, tentando recoger su lanza, que no era más que una caña con una hoja de tijera de esquila.

Alzola con la mano izquierda, y alargando crispada   -215-   la diestra hacia el cantón barbotó un grito de rabia.

Casimiro pasose los dedos por los ojos, cuyas pestañas había pegado un cuajarón de sangre, revolviéndose en el suelo como un jaguar herido en el codillo.

Sonó una descarga.

El compañero del clarín dio una vuelta sobre sus talones, llevose la mano al pecho, y se desplomó de boca encima de él, resoplando.

Ciego y aturdido, con aquel peso sobre su vientre, Camero cesó de moverse.

En su tronco al descubierto por delante, pues que sólo lo resguardaban una camisa y una blusa sin botones, sintió él que de aquel cuerpo le caía y bañaba un licor caliente, como la sangre que diluía a coágulos de sus ojos la cuchillada feroz.

El plomo seguía silbando a todos los rumbos y a intervalos el cañón mezclaba su voz al fragor del combate. Camero tenía el oído como atrofiado por el golpe; pero así mismo percibía furiosos galopes en medio del tiroteo, y los ecos del trompa de Benavides que parecía contestar a lo lejos los redobles del tambor de la defensa.

Nadie se había acercado al sitio en que él y el «otro» estaban tendidos, y, sin duda los creerían muertos. Las gotas calientes, aunque ya menos abundantes, seguían cayéndole en las carnes; por lo que él llegó a inferir que su bravo compañero se habría guardado una metralla entera en los riñones.

De repente apercibiose que el fuego se había apagado en los dos campos; y que a este silencio se sucedía un tropel de caballos, cuyo ruido aumentaba por momentos, hasta cesar a poca distancia del cerco.

  -216-  

Un clarín había dado el toque de «alto».

-Los «godos» no trujieron trompa, -se dijo Camero.

Acababa de hacer esta observación mental, cuando el cuerpo asentado a plomo sobre su pecho, dio una sacudida retorciéndose con fuerza, y tras ella lanzó un estertor, siguiéndose el hipo de la muerte. Al esfuerzo, escapose de la herida un chorro de sangre espesa y negra que hizo llegar a las narices del trompa un vapor cálido, empapándolo hasta el vientre; y luego se quedó inmóvil.

El silencio continuaba.

De pronto los tambores tocaron «a formar», y el clarín revolucionario lanzó a pocos pasos de Camero el toque de diana, y luego el de marcha entre vítores ruidosos.

Era que la fuerza del tercio realista, con sus jefes y oficiales a la cabeza, se rendía a discreción, y la caballería de Benavides5desfilaba en columna a ocupar un flanco de la plaza, en tanto que Balta6 y   -217-   Quinteros procedían al desarme de la tropa española.

Casimiro se incorporó violentamente, apartando el cadáver que le oprimía el esternón, al que hizo rodar hasta sus pies. Una vez sentado, y siempre con un gran zumbido en las sienes y orejas, metiose los dedos en la boca en cuyas encías sentía también un dolor agudo; mojolos en la saliva sanguinolenta, y púsose a humedecerse los ojos, has a limpiarlos de los coágulos que habían como soldado sus párpados y pestañas. Los abrió y cerró varias veces, pugnando por suavizar el ardor de la inflamación; y, cuando ya pudo ver un poco claro a través de un velo rojizo, su primer mirada fue para el compañero de pelea, que estaba allí, tieso, con los ojos y la boca muy abiertos, desprendido un pedazo de poncho vichará que le había servido de abrigo y al aire una camisa andrajosa, con parte del pecho bañado en sangre.

Al mirar aquel cuerpo, el clarín dio un salto y restregose de nuevo los párpados, como si su vista le hubiese engañado.

Después se arrastró en cuatro manos hasta el cadáver, a cuyo rostro frío y lívido que conservaba en el labio torcido una última expresión de soberbia, acercó bien el suyo, espantosamente desfigurado por el sablazo; y como olfateando en la boca del   -218-   muerto un resto de vida, exclamó lleno de profundo asombro:

-¡Sinfora!

Y se quedó mirándola con aire estúpido.




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- XLI -

Aquel cadáver era el de Sinfora, en efecto. Un proyectil le había entrado por el seno derecho rompiéndole una vértebra dorsal a su salida; y en el extremo de su mamaria inflada y fecunda asomaban algunas gotas de jugo lechoso casi mezcladas con el cuajarón sanguinolento.

¿A qué circunstancias se debía la presencia de Sinforosa en el combate, y cómo había conseguido ella incorporarse a la hueste después del suceso en el montecillo de arrayanes?

Es lo que pasamos a explicar.

Quince días habían trascurrido, desde aquel en que el escuadrón de Balta se moviera de las alturas del Arroyo Grande, en busca de su cohesión con la milicia de Manuel Artigas, cuyo movimiento en Casupá y Santa Lucía llegó a noticia de Vargas en la tarde a que hacemos referencia.

Antes de caer el sol de ese día ardiente, las pobres mujeres del rancho a que se había acercado Casimiro se hicieron cargo de Sinfora y de su hijo, acomodándola en una cocina de paredes negras y techo de paja agujereado por las goteras.

Sinfora halló todo muy bien, y pareció conformarse durante unos días con esa vida de reposo, tratando a su «cachorro» con el desapego propio de su espíritu bravío. Una de aquellas mujeres, que   -219-   acababa de perder su «angelito», miraba con estupor el desabrimiento de Sinforosa, y solía dar su pecho al vástago de Casimiro cuando la madre se obstinaba en no complacerlo.

Una mañana pasaron por allí tres gauchos, y pidieron permiso para asar un costillar que traían, en la cocina.

Después que merendaron, Sinfora oyó que uno de ellos hablaba de Balta, añadiendo que buscaban incorporarse a su fuerza, lo que sería posible de allí a dos días. -Ella fuese a ensillar en silencio su caballo, que apartó del corral en que estaba encerrada una pequeña manada de yeguas; y regresando al rancho, dijo a los gauchos que se ponía en marcha también, porque en el escuadrón de Balta iba «su hombre», que era el clarín Camero-. Los hombres melenudos riéronse con sorna, y aceptaron la compañía. Sinfora enastó entonces en una caña una hoja de tijera de esquilar, que con otros trebejos estaba arrumbada en un rincón de la cocina, ciñéndola fuertemente con largos tientos de piel vacuna. Los gauchos, que vieron esto, miráronse unos a otros con aire serio, y a la china hombruna con cierto respeto. Encargó ella su indiecito a la mujer que solía lactarlo, -que Dios se lo tendría en cuenta-; y antes que el sol quemase, desapareció del sitio con la gente vagabunda.

A los tres días de marcha, el grupo tropezó con la hueste de Manuel Artigas, que venía a trote y galope al ruido del escopeteo y del cañón en San José, y siguiendo su retaguardia, a lo lejos, penetraron por la noche a altas horas en la línea del asedio.

Era la intención de Sinfora «pelear» rudamente a Camero; pero, en las cortas horas que promediaron   -220-   entre su llegada y el ataque, no tuvo ella ocasión de ponerse encima de «su hombre».

Pasose al escuadrón de Balta al rayar el día, y desde la sexta fila vio a Camero a la cabeza, y cómo le maltrataban las «gruñidoras», hasta romperle la trompa en su trompa misma. Y cuando, antes que eso ocurriera, el cambujo tocó a degüello y se lanzó luego al cerco por delante del escuadrón bramando de coraje, Sinfora prorrumpió en un alarido y se abrió paso entre los escalones en desorden en el amago de carga, atropellando caballos y jinetes, hasta ir a estrellarse en las cadenas del cerco que ella no vio por el humo de la pólvora.

Ahora, estaba allí muerta en buena lid, como había caído el brillante y culto oficial Manuel Artigas; arrastrada por la pasión del valor, con su camisa hecha hilachas y el chiripá lleno de abrojos, polvorientas las greñas y destrozado el pecho, casi al pie mismo del cañón enemigo. Era ella como la imagen de la casta intermedia, ¡el tipo del elemento crudo que ungía con el sacrificio heroico la existencia nueva que se abría a mejores destinos!

Camero seguía mirándola con su gesto de idiota.

Un jinete acercose al grupo, clavó su lanza en tierra y desmontose rápido. Quedose contemplando un instante el cuerpo de Sinfora cuyas ropas acomodó con aire compasivo; y mordiendo el barboquejo como para reprimir un sentimiento de pena, exclamó enérgico:

-¡Ai júna chína brava!

Aquel miliciano, era Aldama, el aparcero de Ismael.

El clarín alzó la cabeza con su colgajo sangriento sobre los ojos, los que clavó en el recién llegado; y púsose de pie, sin decir palabra.

  -221-  

Después, volvió a dirigir aquellos al cadáver.

Sinfora tenía atada a la cintura una calabaza larga y angosta, a modo de cantimplora, llena de «caña» fuerte.

Aldama se desprendió el pañuelo del cuello, y se lo ciñó bien en la frente al cambujo, diciendo:

-¡Más de alma jué el trompa!

Camero dejó hacer. Aldama se inclinó enseguida, desprendiendo la calabaza de la cintura de la muerta. Echose luego en la palma de la mano un poco del líquido alcohólico, y humedeció con él el vendaje, por encima.

Tosió un poco, se empinó el pico de la calabaza y saboreó el trago con alguna carraspera, murmurando:

-Pobre Sinfora, era güena mujer.

Camero tomó la bota de mate y contemplola triste.

Pasose la manga por los ojos, y volviendo la espalda -sin duda para que no le viesen aquellos de Sinfora, pequeños y antes tan vivarachos como los del coatí- volcó a su vez la calabaza en su boca; y, aún cuando parecieron arder sus encías lastimadas al contacto de la «caña», la gorgoratada fue completa sin burbujear ni un momento.




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- XLII -

Días después de estos sucesos, de la milicia de Manuel Francisco Artigas que a trote firme devoraba las distancias una mañana de mayo, a una orden de su hermano en marcha sobre la columna del capitán de fragata D. José de Posadas,   -222-   desprendiose a la altura de Pando un jinete armado de lanza y sable que con el sombrero en la nuca batido por el viento y bajo una lluvia menuda, tomaba luego a gran galope el rumbo de la calera de Zúñiga, sobre el Santa Lucía.

Llevaba este jinete vendada la frente con un pañuelo, y parecía ocuparse poco de la inclemencia del tiempo, arrastrando su lanza de hierro retorcido en espiral y banderola, con el cuerpo echado sobre el cuello de su cabalgadura, como aquel que ha hecho un largo trayecto sin tregua alguna ni descanso.

Galopaba sin rodeos, cortando campos, y yéndose sin vacilar hacia los vados de los «cañadones» que rebasaban sus bordes engrosados por una lluvia de dos días consecutivos. Solía acompañarse en la marcha con alguna cántiga alegre y trunca; en tanto la tronada recia recorría la atmósfera y nuevos aguaceros deslizaban como una cascada de gotas por las haldas de su poncho de invierno.

Muy largo rato duró su carrera; y por fin fue a detenerse cerca de unos ranchos que aparecían solitarios a poca distancia del río, sin un signo que revelase en sus contornos la animación del trabajo. -Aquellas poblaciones eran las de la estancia de la viuda de Fuentes.

El jinete fuese aproximando al trote, con la vista fija en ciertos sitios como si ellos le recordaran sucesos imborrables.

Su observación se detuvo especialmente en tres cajones de difuntos que había encima de unas piedras del declive...

Ningún ser viviente se distinguía en los alrededores. El corral estaba desierto, y en la manguera no se revolvía la manada arisca. El ruido de los cascos   -223-   de su caballo en la cuesta era lo único que interrumpía el silencio casi sepulcral que rodeaba aquellas viviendas envueltas en ese instante por el velo de nieblas, en que convertía las gotas de lluvia el sudeste.

Halló a su paso el miliciano una tahona y volvió riendas, parándose enfrente de su puerta baja y estrecha. Allí estuvo inmóvil algunos momentos, con la lanza hundida en tierra, el rostro apoyado en el astil, y la mirada torva clavada en el interior, cual si de él brotase algún eco misterioso que evocara en su memoria cosas de otro tiempo. Y, cuando ya iba a continuar su camino, enderezándose en el recado con un gesto de altivez ceñuda, un gran perro apareciose de pronto en el umbral, el que dando dos saltos al verle gruñó de contento, y quedose moviendo la cola con la cabeza erguida y el ojo alegre puesto en el jinete.

-¡Blandengue! -dijo él, como hablando consigo mismo.

Dejó caer enseguida la barba sobre el pecho, y encaminose al rancho paso a paso seguido del mastín, que a intervalos se alzaba hasta el estribo para olerle con aire concienzudo la bota de potro.

En la cocina, junto al fogón, muy encogidos y silenciosos, se encontraban un hombre viejo y una negra esclava, -únicos moradores al parecer de la estancia-: el antiguo domador Melchor, a quién los peones llamaban Tata-Melcho, y la cocinera Gertrudis, negra baja y obesa que andaba con las medias al garrón las pocas veces que las usaba, dormía sobre pellones, y era afecta a la carne de comadreja. Los gauchos la motejaban con el apodo de Garrapata.

Estos dos seres, huyendo del frío y de la   -224-   lluvia, entreteníanse en asar y comer achuras de oveja, a la espera sin duda de que entrase en hervor el agua de una caldera para emprenderla con el mate hasta la entrada de la noche.

El jinete recostó la lanza en la pared, y echó pie a tierra. Sin demora desprendió el cinchón, separó de los bastos el «sobrepuesto», el cojinillo y las maletas, y arrojolos dentro sin largar la punta del cabestro. Puso luego manea al caballo, que dio los cuartos al viento y al agua; y él se entró en la cocina a grandes pasos mesurados y como al rimo del chis-chas del sable y las rodajas.

Tata-Melcho, sin moverse de su sitio, exclamó al verle entrar con aire de atontamiento:

-¡Esmaél!

-Güenas tardes -dijo éste, secándose el semblante con el dorso de la manga, y sacudiendo hacia atrás la mojada melena.

Sin esperar que le invitasen sentose derrengado, muy pálido cerca del fuego, a cuya viva llama aproximó las manos ateridas; y por mucho rato los tres guardaron silencio.

Blandengue, relamiéndose el hocico, había venido a echarse sobre sus patas traseras al lado de Ismael, y a treguas, movía su enorme cabeza sin dejar de mirar al gaucho con un aspecto arrogante.

Este comenzó a mirar de soslayo a la negra y al viejo domador; y después de tomar el mate cimarrón que le alargaba la primera, preguntó, sacudiendo una halda del chiripá empapado por la lluvia:

-¿Qué jué de Felisa?

Tata-Melcho lanzó su tos de viejo. La negra estirose con los dedos la pulpa de sus labios. Pero, ni uno ni otra respondieron palabra.

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Ismael siguió sorbiendo el mate con apresuramiento, como para calentarse el estómago, hasta hacer sonar de un modo ruidoso la «bombilla». Devolvió en silencio el mate a Gertrudis, y enseguida se puso a picar con la daga un trozo de tabaco negro, deshaciendo los fragmentos en la palma de la mano.

Sacó luego del «cinto» un papel de hilo, doblado y comido en partes por la humedad, cortó una tira pequeña y envolvió en ella la picadura, haciendo un cigarrillo grueso. Escogió en el fogón un tronco con la punta hecha brasa, encendió despacio en él el cigarro, y al tirarlo entre la llama, miró esta vez fuerte al domador, diciendo recio:

Decí Tata-Melcho!

El viejo habló entonces, y también Gertrudis.

Narraron a su manera en su parte sustancial, lo que nosotros pasamos a referir, acaecido en la estancia de Fuentes después de la ida de Aldama y de Velarde.

En esos meses de ausencia, según Tata-Melcho, las cosas habían ido como el diablo, que había mesturao su pezuña en el guiso, y amontonao osamentas en menos que se hace de un bagual sotreta y de un toro güey. Hasta el ganao se había ido campo ajuera, aparte de algún animal yeguarizo que de puro bellaco, antes «patea al juego que asujetarlo el mesmo diablo».



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