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ArribaAbajo- XVI -

Minora canamus.

El Empecinadillo tenía más de dos años, casi tres; andaba regularmente, y despechado al fin, muy tarde por cierto y no sin malas noches y peores días, por mamá Santurrias, comía como un descosido. Todo era poco para él; pero teniendo a su favor la compasión del ejército entero, recibía mil golosinas de este y del otro.

El Empecinadillo hablaba; pero ¡qué lenguaje tan escogido el suyo! Así como la generalidad de los niños empiezan diciendo papá y mamá, él había empezado por los más abominables y horrendos vocablos del idioma. Sus palabrotas soeces, pronunciadas a medias, servían de diversión a la tropa. También decía malchen, fuego, apunten y otras voces marciales. Últimamente empezaba a ejercitarse en el discurso, expresando juicios claramente, y hasta podía sostener un diálogo tirado, siempre que se estimulase su incipiente locuacidad con horribles palabrotas.

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El Empecinadillo hacía diversas gracias. Tenía un palito que le servía de escopeta para hacer el ejercicio, y otro palito más pequeño, pendiente de la cintura, el cual era su sable. Montaba a caballo en el garrote de mamá Santurrias, y cuando salía en medio del corrillo con la mano izquierda en la brida y agitando en la derecha el sable, su aspecto era terrible. Nos reíamos mucho con él, y nos le comíamos a besos.

El Empecinadillo pronunciaba los nombres de todos los oficiales, desfigurándolos con su torpe lengua. Con todos hacía buenas migas, menos con uno que le inspiraba mucho miedo. Era éste mosén Antón. En el varonil y rudo carácter del cíclope, las gracias infantiles eran como rasguños con que se quiere desmoronar una montaña. Jamás se acercó al corrillo en que nos entreteníamos viendo al Empecinadillo hacer el ejercicio. Este, al verle de lejos, huía de su temerosa figura, y le llamaba el coco.

Cuando el Empecinadillo no se quería dormir en el alojamiento y nos importunaba con sus chillidos, le decíamos: «que viene Trijueque» y callaba. Era el único medio de llamarle al orden y el solo freno de aquella alma tan impetuosa como traviesa.

Pero cuando el feísimo guerrillero se separó de nosotros, el Empecinadillo, como un individuo para quien desaparece la ley moral y el freno coercitivo de las reglas sociales, no conoció límites a su desvergüenza. Hacía lo que le daba la gana. Rompía las cacerolas del   —146→   rancho, destapaba los pellejos de vino para ver correr el líquido: se emborrachaba, se subía como un gato a las sillas de los caballos cuando estaban sin jinetes; se caía rompiéndose la cabeza; hacía las aguas menores en el escaso fuego a cuyo amor nos calentábamos; escondía o perdía cuanto se hallaba al alcance de su mano; vaciaba el tintero del escribiente en la olla donde se cocía la cecina; cogía las piedras de chispa para jugar; agujereaba con una navaja el parche de los tambores, dando a estos instrumentos de guerra ronco y apagado sonido; traía siempre medio loco al Sr. Moscaverde22, cerrajero de la partida, el cual componía las llaves de los fusiles, y en más de una ocasión se encontró sin herramientas; quitaba además la paja a los caballos, a los soldados los cartuchos, y a todos la paciencia con sus diabluras sin fin. Recibía sí, más azotes que un condenado a galeras; pero como buen soldado, hecho a penas y dolores, no perdía su buen humor con23 los castigos.

Se me ocurre nombrar a este personaje, porque, recuerdo que lo llevé en la perilla de mi cabalgadura desde Cabrera hasta cerca de Castejón, y por más señas, que me volvió loco por todo el camino haciéndome preguntas, mientras sus piernecitas espoleaban sin cesar la cruz del animal. Convengo con mis oyentes en que es en mí puerilidad casi indisculpable detenerme en contar las hazañas de este héroe, menos importantes sin duda que las de aquel cuyo nombre va al frente de esta relación; pero yo quiero que aquí, como en la Naturaleza,   —147→   las pequeñas cosas vayan al lado de las grandes, enlazadas y confundidas, encubriendo el misterioso lazo que une la gota de agua con la montaña y el fugaz segundo con el siglo, lleno de historia.

Y dicho esto, voy a contar lo que ocurrió cuando encontramos a D. Juan Martín.




ArribaAbajo- XVII -

El cual estaba en Almadrones con la mayor parte de las fuerzas de su ejército. Cuando le contamos lo que se decía entre nosotros sobre la defección de Trijueque, enfureciose y nos dijo:

-No me vengan acá con embustes. Eso no puede ser. Mosén Antón tiene sus defectos; es capaz de abrasarme las entrañas con sus majaderías; pero antes me creeré a mí mismo traidor que suponerle vendido a los franceses... Por vida de... ¿Ustedes han pensado bien lo que dicen? ¡Pasarse Trijueque al enemigo?...

-Pronto hemos de salir de dudas -dijo Sardina, que no participaba del optimismo de su jefe y amigo-. Un hombre envidioso es capaz de todo. Yo tenía a Trijueque por persona díscola; pero con un fondo de rectitud superior a traiciones, dobleces y alevosías, como las de D. Saturnino. Sin embargo, tengo comezón por saber...

  —148→  

-Y yo -repitió D. Juan con ademán sombrío.

Dicho esto el héroe quedó profundamente pensativo. Estaba inmóvil junto a la ventana de su alojamiento delante de un espejillo, y dispuesto a afeitarse, tenía en la mano derecha la navaja y cubierta de jabón la barba. Nosotros callábamos viendo su melancolía. Por fin dando un suspiro alzó el brazo como quien se va a degollar, y a toda prisa se rasuró con movimientos tan inseguros y nerviosos, que su curtida piel quedó adornada con algunas cortaduras. Luego volviéndose a Sardina, le dijo:

-¿Le parece a usted que salgamos esta noche en busca de esa canalla?

D. Vicente miraba el paisaje exterior al través de los turbios cristales verdosos.

-Mala noche nos espera. La nieve cae con gana, y los senderos están cubiertos y desfigurados. ¿No vale más que esperemos a mañana?

-De esta, amigo D. Vicente -exclamó con ira el general-, o me dejo matar por ellos, o cazo a los renegados en alguna parte. El pellejo de Albuín y de Trijueque me parecerán poco para componer los tambores rotos. Hay que ir tras ellos... hay que24 cazarlos con perros, y abrirles luego en canal para sacarles las entrañas... ¡Malditos sean! Un lobo de estos montes es más leal que los canallas que se pasan al enemigo... ¡Dios mío he vivido para ver esto!... ¿De qué me valen la fama, la buena suerte, el buen nombre, si los amigos me hacen traición y los que favorecí me venden?... En marcha   —149→   ahora mismo, señor Sardina... en marcha.

-¿Pero a dónde vamos? -preguntó con turbación el segundo jefe.

-¡Al demonio!... -repuso con exaltación D. Juan.

-¿También usted se me encabrita? ¿Pues no dice que a dónde vamos? En busca de esos granujas... ¿Necesito decirlo otra vez? Si usted lo quiere, ladraré.

-¿Usted sabe dónde les encontraremos? ¿Usted sabe que están solos, y no acompañados con fuerzas considerables del francés?

-Aunque esté con ellos el mismo Napoleón con un millón de hombres... -añadió en el colmo de su rabia el guerrillero-. ¡Si quiero que me maten a mí!... ¿Pues qué, no me explico bien?... Si quiero que me maten esos condenados... ¡Si quiero morir!...

-En marcha -dijo Sardina-. Aprovechemos lo que resta de día para salir de la sierra.

-Quiero morir o cogerles para atarles una cuerda a la cintura y pasearles delante del ejército... ¡España está deshonrada! ¡Juan Martín está deshonrado! ¿Hay más traidores en mi ejército? ¿Hay alguno más? Pues que venga acá... quiero ver a uno delante de mí.

Sus brazos se agarrotaban, contraíanse sus dedos, estrangulando en el vacío imaginarias víctimas, y la mirada del héroe, extraviada y salvaje, parecía querer herir con su rayo todo aquello en que se fijaba.

Por lo que he referido se ve que el Empecinado no permitió ningún descanso a los que acabábamos de llegar. Calientes aún las sillas   —150→   de las cabalgaduras, volvimos a montar en ellas, y la partida se puso en marcha. El tiempo era tan malo que la tarde parecía noche y la noche, que vino poco después de nuestra salida, horrenda y desesperante eternidad. El suelo estaba cubierto de nieve, en cuya floja masa se hundían hasta las rodillas hombres y caballos; habían desaparecido los caminos bajo el espeso sudario blanco y los cerros vecinos parecían una cosa destinada a la muerte, una inmensa losa sepulcral, un monumento cinerario, bajo cuya glacial pesadumbre se escondía el alma de la Naturaleza buscando el calor en las entrañas de la tierra. El cielo no era cielo, sino un techo blanco. Alumbraba el paisaje esa fría claridad de la nieve, la luz helada como el agua, semejante al fúnebre reflejo de tristes lámparas lejanas.

Malo el camino de por sí, era detestable por ser invisible y los caballos resbalaban al borde los precipicios. Los jinetes bajábamos de nuestras cabalgaduras para vencer andando el frío. La partida iba silenciosa y resignada. Mirando de lejos la vanguardia que se escurría despacio buscando el incierto sendero, parecía una culebra negra que resbalaba inquieta y azorada tras el calor de su agujero. No he visto noche más triste ni ejército más meditabundo. Nadie hablaba. El tenue chasquido de la nieve polvorosa al hundirse bajo las plantas de tanta gente, era el único rumor que marcaba el paso de aquellos mil hombres abatidos por fúnebre presentimiento.

Junto a D. Juan Martín reinaba el mismo   —151→   silencio. Con la barba hundida en el cuello del capote, el héroe había abandonado las riendas de su corcel, que marchaba, como animal práctico e inteligente, cuidando de poner en sólido la herradura y tanteando cuidadosamente el terreno.

En Mirabuenos, adonde llegamos por la mañana, supimos que los renegados (pues desde luego recibieron este nombre) estaban con el general Gui hacia Rebollar de Sigüenza. Reanimose con la noticia D. Juan Martín y a eso del medio día, después que descansamos y comimos lo que se encontró, la partida se puso de nuevo en marcha.

-Esta noche -me dijo el general- les encontraré en un lado o en otro, y me cazan o les cazo. Prepare todo el mundo el pellejo para la más gorda hazaña de nuestra historia... ¡Maldita sea nuestra historia! Señores, mi alma es hoy un volcán. O echa fuera el fuego que tiene dentro o revienta... ¡Pasarse al francés, pasarse al enemigo!... Ni por miedo a las penas del infierno, por toda la eternidad, lo haría yo... A ver: ¿hay alguno más en mi ejército que quiera hacer traición?... Que me lo traigan... quiero verlo... pónganmelo delante... deseo ver la cara del demonio... Adelante, pues... ¿Están en Rebollar de Sigüenza? ¿Cuántos son? ¿Quinientos mil? No importa... Si no quieren ustedes seguirme, iré yo solo.

Nadie le contestó. La frialdad de la temperatura reinaba también en el ejército. Allí no había más volcán que el pecho de D. Juan Martín.

  —152→  

Entrada ya la noche, el ejército se detuvo. Estábamos en una vasta e irregular planicie. A nuestra izquierda se elevaban altos cerros; a nuestra derecha el terreno descendía bruscamente en rápido y vertiginoso declive hasta terminar en un barranco cuya profundidad no podía distinguirse. Parecía la noche más oscura, más tenebrosa y siniestra que la anterior. Una lluvia menuda y glacial, nieve fina o agua congelada en invisibles puntas de aguja, nos azotaba el rostro. El frío era horroroso y temblábamos bajo los capotes, sintiendo imposibilitados los dedos para empuñar las armas.

Un soldado se acercó al general, diciendo:

-Por aquellos cerros de la izquierda baja alguna gente. Han disparado un tiro.

-No puede ser -dijo Sardina-. Estáis viendo visiones. No hay nadie capaz de apostarse en aquellos empinados cerros a estas horas, con este frío, y no sabiendo fijamente que pasaríamos por aquí.

-Sí, hay alguien capaz de eso y de más -dijo D. Juan Martín con arrebato-. Allí está mosén Antón... lo veo... sólo mosén Antón es capaz de quitarles su puesto a los cernícalos para acechar la carne que pasa.

-¡Que viene gente! -dijo otra voz.

-¿Son españoles o franceses?

-¡Españoles!

-A ellos -gritó D. Juan Martín-. Esperemos a esos cobardes. Esta planicie es buena... desplegad la caballería... Lo malo es este barranco   —153→   de la derecha... Pero no hay cuidado... aquí estoy yo.

Avanzamos y nuestra vanguardia rompió el fuego.

-¡Ahí están, ahí están! -exclamó exaltado y con júbilo el general-. Conozco a Trijueque... él es... Enriscarse en esa altura para sorprendernos... eso no puede hacerlo más que el diablo o Trijueque... No bajarán, tienen que venir rodando o volando... Ánimo... que no haya confusión... Dejar sola a la vanguardia... Prepárense los caballos en el llano... Toda la demás gente a retaguardia... no se necesitará... Es Trijueque, no me queda duda. Yo le he enseñado estas hazañas... le veo rodando entre las piedras por la montaña abajo, y el aire que hacen sus alas negras me llega a azotar la cara... No puede ser otro. Sus cuatro patas, al bajar, se llevan por delante medio monte... Es el bravo animal, la bestia traidora más valiente que cien leones, y con una cabeza que no cabe dentro del mundo. ¡Adelante, muchachos! Hay que cazar esa fiera que se nos ha escapado, y volverla a la jaula.

Efectivamente, una partida de españoles nos quería cortar el paso; pero no sabíamos si era mandada por Albuín o Trijueque. Al principio permanecieron en su altura haciendo fuego: los nuestros quisieron escalarla, mas en vano. Un segundo esfuerzo sirvió para que los empecinados dominasen una parte del terreno enemigo; pero este era tan favorable que tuvieron que abandonarlo. En la llanura no   —154→   podíamos temerles, y siendo nuestro objeto pasar adelante, el general dispuso que algunas fuerzas contuvieran a los renegados, mientras el resto del ejército pasaba de largo. Pero nos equivocamos respecto al número de enemigos, y respecto a su intención de no bajar a la llanura. Bajaron sí, de improviso y con tal empuje, que lograron por un momento desconcertar nuestras filas, arrojando sobre la nieve muchos cuerpos heridos o muertos.

-Aquí los quiero ver -exclamó D. Juan Martín abalanzándose al frente de su tropa escogida-. Aquí los quiero ver... que bajen, que vengan acá.

El impetuoso caballo del general lanzose sobre la infantería enemiga entre un diluvio de balas, y corrimos ciegos tras él los demás, acuchillando y aplastando con furia salvaje. Zumbaban las balas en nuestros oídos, y las bayonetas buscaban el pecho de los fogosos corceles. La embestida no careció de confusión; pero fue tremenda y eficaz, porque deshicimos a los renegados que habían bajado de la montaña.

El caballo de D. Juan Martín cayó gravemente herido. Al punto ofrecí al general el mío, quedándome a pie. En tanto los renegados se retiraban a toda prisa a su altura, donde era difícil seguirles.

-Estamos haciendo el papel que han hecho siempre los franceses en esta clase de guerra -dijo el Empecinado con rabia- y ellos están haciendo el mío... Cría cuervos... ¿Qué gente hemos perdido? Poca cosa. Adelante... ¿Dónde   —155→   están los carros? Recoger25 los muertos... digo, los heridos.

Cuando esto decía, oyose de repente vivo fuego de fusilería. No sonaba, no, en la altura que servía de fortaleza a los renegados: sonaba delante de nosotros, allá por donde se extendía el camino que pensábamos seguir. Hubo un momento de angustiosa perplejidad. Miramos y nada vimos; las sombras de la noche ocultaban el cercano peligro. De repente en el ejército mil voces clamaron:

-¡Los franceses, los franceses!

-¡Gracias a Dios! -gritó D. Juan Martín-. Franceses y traidores, todo junto... Así les acabaremos a todos de una vez.




ArribaAbajo- XVIII -

-Tenemos retirada segura -gritó Sardina que había examinado el terreno a nuestra espalda.

-¿Cómo retirada? -bramó el general-. Maldita noche que no alumbra. Que se repliegue toda la tropa, y esperemos... A ver, que los de Orejitas tomen posición a la izquierda.

-Es mal sitio, porque amenazan los renegados desde la altura.

-Pues a la derecha.

-A la derecha, sí: pero cuidado con el barranco.

  —156→  

-Esta gente no sirve para nada. ¿Son muchos los franceses?

-No vemos nada.

-Son muchos, muchísimos -gritó una voz.

-Mejor, mucho mejor... El Crudo a vanguardia. Crudo, mucho cuidado. Clavarse en el suelo... hasta ver si empujan fuerte. Si empujan blando echarse encima... si empujan gordo... aguantar. Aquí estoy yo con mi gente... Buena presa vamos a hacer hoy.

La avanzada francesa embistió a nuestro ejército. El vivo fuego indicaba empeño formidable de una y otra parte. Nuestra vanguardia llevaba ventaja; pero ¡ay!, sobre la blancura de la nieve se destacaban enormes masas de franceses, y de pronto no sólo la vanguardia, sino toda la línea se vio amenazada.

Apretando los dientes y crispando los puños D. Juan Martín gritó:

-¡Morir antes que retirarnos!

Destrozada nuestra derecha, y no pudiendo desarrollarse por aquel lado táctica alguna a causa de la peligrosa configuración del terreno, retrocedió con violencia. Sardina, tratando de restablecer el orden para la retirada, se internó entre la tropa y pudo conseguir algo. Pero los franceses, cuyo número era muy superior al nuestro, se echaban encima, no daban tiempo a ordenar la resistencia, y hostilizados nosotros por el frente y desde la montaña, nos hallábamos en la situación más crítica que darse puede.

D. Juan Martín, extraviado, furioso, febril, vociferaba de este modo:

  —157→  

-¡Aquí estoy, venid aquí!... Vengan traidores y franceses.

-No podemos hacer nada, ¡rayo! -exclamó Sardina-; pero aún podemos salvarnos.

-¡Resistir a todo trance!... Los empecinados no pueden rendirse -exclamaba el general.

Y abandonando el caballo se lanzó sable en mano al combate. Su presencia hizo muy buen efecto, y aquellos pobres soldados, rendidos de fatiga y muertos de frío, resistieron en medio de la nieve el tremendo ataque de los franceses. No peleaban en correcta línea nuestros guerrilleros, porque ni sabían hacerlo, ni el sitio y la oscuridad lo permitían, y la cuestión se decidía en luchas parciales de grupos que encontrándose frente a frente se destrozaban con ferocidad. En los sitios de mayor empeño estaban D. Juan y Sardina con todos los de su comitiva, defendiéndonos más bien que atacando, pues ya no era posible conservar ilusiones respecto al resultado de aquel funesto encuentro. Era difícil demarcar con exactitud los límites de cada uno de los ejércitos, ni señalar dónde acababa uno y empezaba el otro, pues en aquella revuelta masa habíanse mezclado los unos con los otros en brutal choque sin arte ni táctica. La nieve pisoteada era fango y sangre, y nos hundíamos en aquel mar de espuma, que nos salpicaba al rostro. Los movimientos eran difíciles por la falta de suelo, y más que batalla, aquello parecía un baile de exterminio en las regiones a donde por vez primera se llevaran los odios humanos.

  —158→  

De pronto un remolino espantoso agitó aquellos cuerpos incansables; redobláronse los gritos y todos cambiamos de sitio, mezclándonos más que antes; fuimos arrastrados, como si la movediza escena corriera de un punto a otro, dividiéndose, quebrándose en pedazos mil. Nuevas fuerzas francesas habían entrado en el campo de batalla avanzando con orden, y dejando tras sí, a gran número de empecinados.

-¡Que nos copan! -gritó con pánico una voz que reconocí como la de Sardina.

Miré en derredor mío, y no vi a ninguno de los que peleaban a mi lado. Pero no tardé en sentir muy cerca de mí la voz del Empecinado, que gritaba:

-Aquí estoy, ¡cuernos de Satanás! ¡Rayo de Dios! Veremos si hay quien se atreva a ponérseme delante.

Corrí allá. D. Juan Martín, acompañado de sus más fieles amigos, se defendía con bravura, y allí mataban franceses y renegados de lo lindo. Era un grupo aquel que atraía y fascinaba. En el centro, el general se multiplicaba, y con el espectáculo de su heroísmo no había a su lado quien no se sintiera con fuerza sobrenatural y un gran aliento para ayudarle. La idea de que cayese prisionero dábanos a todos un coraje loco que retardaba el fin de tan encarnizada lucha.

Al fin, de entre la masa de enemigos que teníamos delante, destacose una negra figura a caballo. Era mosén Antón, que venía gritando:

  —159→  

-¡Ahí está!... No le dejéis escapar.

-¡Ven a cogerme!... animal... -exclamó el Empecinado-. ¡Aguarda, traidor Judas!

Y quiso lanzarse en medio del fuego. Una mano vigorosa asió por el brazo al jefe de la partida y le arrastró hacia atrás. En medio del estruendo de aquel instante supremo oí la voz de Sardina, diciendo:

-Retirémonos... Juan, ahí tienes mi caballo... Vuela en él.

En derredor mío yacían muchos cuerpos que cayeron para no levantarse más. Yo me asombraba de encontrarme vivo... Retrocedimos haciendo fuego. Los aullidos de los franceses y los renegados anunciaban el júbilo de la victoria. Íbamos a caer prisioneros. Ya no había resistencia posible, y permanecer allí era locura, porque si los fusileros con quienes nos habíamos batido apenas inspiraban cuidado, detrás venía una fuerte columna de dragones con mosén Antón a la cabeza. Estábamos vencidos. Era preciso escapar.

-No hay remedio -dije para mí-. Nos cogen prisioneros.

Retrocedí sin precipitación, aguardando con relativa tranquilidad mi suerte, y al borde del barranco encontré a D. Juan Martín, llevado, o mejor dicho, arrastrado por sus amigos.

-¡Que vienen... que nos cogen! -gritó una voz.

Los caballos, con rápida carrera, avanzaban acuchillando a los dispersos. En un instante estuvieron sobre nosotros, y algunos renegados,   —160→   a pie, avanzaban trabuco en mano.

-¡A ese, a ese... ahí está! -gritaban con feroces berridos.

Todos corrieron por el llano; D. Juan Martín, agitando los brazos con temblor frenético, vomitó estas palabras:

-Ladrones... ¡venid por mí! ¡Coged al Empecinado!

Y diciéndolo, se precipitó por el barranco abajo, y resbalando por la nieve, se hundió en aquel abismo, cuyo fondo ocultaba la oscuridad de la noche.

Los bandidos miraban a todos lados; los caballos se encabritaron al llegar al borde y perdiose en aquellos toda esperanza de echar mano al bravo guerrillero. Esto pasó en un período de segundos más breve que el tiempo empleado por mí en contarlo. No me es posible precisar de un modo exacto todos los detalles de aquel suceso, y hasta es probable que altere sin saberlo el orden con que se26 sucedían, porque lo que pasa en tales momentos de confusión y espanto queda en la memoria con rasgos y formas indecisas como la sensación producida por el relámpago o las turbias sombras de la pesadilla... Sólo puedo decir, sin precisar sitio ni momento, que el Crudo, otros tres y yo nos vimos rodeados por una chusma que nos quería coger prisioneros.

-Aquí nos tienes -exclamé asiendo vigorosamente la carabina por el cañón y descargando con la culata golpe tan vigoroso sobre la cabeza del más cercano, que lo tendí sobre la nieve.

  —161→  

Nos dispararon varios tiros; el Crudo cayó a mi lado y una navaja atravesó mi manga derecha rozándome la piel... Sé que corrí hacia un punto donde sentía la voz de Orejitas y Sardina... Sé que no pude llegar hasta ellos, y que me encontré junto a otros empecinados que aún se defendían bravamente... Pero no puedo decir por dónde escaparon los que lograron hacerlo... En la confusión con que mi mente me presenta hoy estos recuerdos, sólo veo con claridad lo que voy a contar, y es que por un espacio de tiempo que me pareció muy largo corrí sobre la nieve sin encontrar a nadie en mi carrera, oyendo, sí, gritos, voces, juramentos, aullidos, que ora sonaban a mi derecha, ora a mi izquierda. Miré hacia atrás y vi algunos caballos, no sé si diez o ciento que corrían en la misma dirección que yo... apreté el paso y vi delante de mí sobre el pisoteado fango de nieve un bulto, un trapo, un envoltorio, del cual salía un lastimero llanto. A pesar de la oscuridad se distinguían dos delicadas manecitas, alzándose hacia el cielo. Maquinalmente y casi sin detenerme, cogí el bulto entre mis brazos y seguí corriendo. Pero los caballos que seguían mis pasos, me alcanzaron al fin.

-¡Date, date! -gritaban a mi espalda.

Me sentí asido fuertemente. Había caído prisionero.

En derredor mío había muchos franceses, todos frenéticos, poseídos de la terrible borrachera de la victoria. Uno de ellos apuntome con su fusil al pecho, con intento de matarme.   —162→   Otro, desviando el cañón, me dijo mezclando el francés con el castellano:

-¿Qué traes ahí, fripon?... Un petit... ¿Dónde lo has robado?

-Deja a un lado el petit, que te vamos a fusilar -dijo otro.

-Es un oficial -indicó un tercero, mostrándome benevolencia.

El guerrillero llamado Narices estaba a mi lado sujeto por dos robustos dragones, y al poco rato aparecieron otros cuatro empecinados prisioneros.

-Para esta canalla no debe haber cuartel -exclamó un sargento-; fusilémosles.

Narices, con un movimiento rapidísimo, se desasió de los que le sujetaban, y esgrimiendo la navaja, gritó:

-¡Compañeros, a mí!... Despachemos a estos cobardes.

Y asestó tal puñada al sargento, que le dejó seco. Íbamos a secundar su movimiento; pero acudiendo otros, nos ataron despiadadamente. Al ver un camarada muerto, quisieron rematarnos a todos allí mismo; pero un oficial dio orden de diferir la ejecución, y luego presentose un hombre, cuya cara reconocí al momento.

-Es Araceli -me dijo- después hablaremos.

-Recoja usted su petit -me dijo el oficial.

Dos horas después, al cabo de una marcha penosa, entraba yo en Rebollar de Sigüenza custodiado por los dragones franceses. Éramos doscientos.



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ArribaAbajo- XIX -

Al llegar al pueblo, la mayor parte de los prisioneros fueron distribuidos en varias casas. Los considerados comotunantes que era preciso exterminar, fuimos conducidos a la parte alta de la casa del Ayuntamiento y encerrados separadamente. Al entrar en mi prisión el peso del Empecinadillo me era insoportable: arrojeme sobre el suelo, poniéndole a mi lado, y cuando los franceses me dejaron solo no tardé en dormirme profundamente. Mis ojos, al abrirse, recibieron la impresión de la claridad del día, e hirió mis oídos el débil quejido del chiquillo que pedía de comer. Abrigado por el pedazo de colcha que le servía de capote, el pobre niño estaba en un rincón, muy bien colocado y envuelto en una manta desconocida para mí, como si una mano cariñosa lo agasajara en aquella posición durante mi sueño. Yo no recordaba haberlo hecho.

El niño estaba caliente. Yo sentía mucho frío. Reconociendo el sitio en que me encontraba, vi que era una habitación abohardillada, grande y de techo tan bajo, que era difícil estar en pie sin tocar con la cabeza en el maderamen. Entraba la luz por una reja compuesta de ocho barrotes cruzados y poco gruesos pero nuevos y fuertes. Una puerta   —164→   de viejas tablas muy sólidas, aseguradas con planchas de hierro y con barrotes y dobles resguardados, cerraba la entrada. No había mueble alguno en aquella fría y tristísima estancia.

Despertó, como he dicho, el Empecinadillo, y extrañando el sitio o la ausencia de mamá Santurrias, y más que nada la falta de alimento, puso el grito en el Cielo. Yo apuré todas las razones imaginables para convencerle de su importunidad, mas nada logré. Por fortuna no tardamos en ser visitados por un soldado francés, que nos traía nuestro desayuno.

-Ya sabréis -me dijo en lengua mixta- que vais a ser arcabuceado.

Alargome un pan, y como yo no hiciera movimiento alguno para tomarlo, él mismo cortó un pedazo para darlo al pequeño.

-Que vais a ser arcabuceado por traidor -repitió alzando la voz y cuadrándose ante mí-. Si cuando os cogieron prisionero os hubierais contentado con vuestra suerte... Pero asesinasteis al sargento Duclós.

Miré entonces fijamente al francés. Era un toro, un pedazo de hombre capaz de derribar una pared a puñetazos. Su rostro sanguíneo se adornaba con una pomposa barba rubia que le salía desde los encendidos pómulos, y aun la nariz atomatada no estaba exenta de pelo. El conjunto de su imponente persona era un buen modelo de las históricas figuras con que la escultura oficial ha adornado los trofeos del imperio. Usaba la enorme gorra   —165→   peluda, y su corpachón se cubría casi totalmente con el delantal de cuero blanco, distintivo de los gastadores.

Contrariado sin duda por mi laconismo, alzó la voz, y coléricamente repitió:

-¡Arcabuceado!... Sí señor... ¿Lo oís bien? Vuestro camarada, que está en el cuarto próximo, lo sabe también y se ha puesto a rezar. ¿No rezáis vos?... Es preciso limpiar de tunantes este país... Es la opinión del Emperador y la mía.

Mientras se expresaba de este modo, advertí que sus miradas más que a mí se dirigían al Empecinadillo, ocupado en devorar un pedazo de pan.

-¡Pobre niño! -dijo el francés con lástima-. Esta madrugada, cuando os trajeron aquí, el pequeño estaba muy frío. Le pusisteis en el suelo... ¡Qué inhumano sois!, ¿no temíais que se helara? Yo mientras dormíais le arropé junto a vos, y además le cubrí con ese pedazo de manta que veis.

Estas palabras me hicieron fijar la atención en mi carcelero con algún interés.

-Suponiendo que tendría hambre, os he servido el desayuno temprano, y además le he traído esto.

El francés metiendo la mano bajo el mandil de cuero, sacó un pequeño roscón de mazapán que presentó al Empecinadillo, el cual una vez recobrada su actividad y travesura con la pitanza, sintiendo en su espíritu el generoso impulso de los grandes hechos, se lanzó al centro de la pieza sable en mano, ejecutando   —166→   algunas maniobras militares. No era corto de genio y más se entusiasmaba cuanto más le aplaudían. El francés le miraba con admiración y ternura, siguiéndole en sus inquietos giros y vueltas; se sonrió y luego volviendo hacia mí sus ojazos alegres, y su boca risueña, me dijo estas palabras:

-Cuando os hayan arcabuceado, recogeré a vuestro niño y me lo llevaré conmigo... Es muy lindo y muy galán...

No le respondí nada.

-Hacéis bien en traer vuestro niño a la guerra. Así os distraéis con él... Lo dicho: cuando os despachen, me quedaré con esta alhaja y le llevaré conmigo a todas partes. No le faltará nada y le enseñaré a que me llame papá.

Al decir esto, noté súbita alteración en las rudas facciones del soldado. Hizo algunos visajes como luchando con una inoportuna sensibilidad; mas no pudiendo vencerla, le vi que con disimulo se llevaba la mano a los ojos para limpiarse una lágrima.

-¿Llora usted? -le dije.

-¡No... yo llorar! -exclamó ahuecando la voz-. Nada de eso... Es que... Os diré la verdad. Este muñeco me recuerda a mi pequeño Claudio, a quien dejé en mi pueblo. Yo soy de Arnay-le-Duc en Borgoña. Mi niño tiene ahora dos años y medio, y debe de estar lo mismo que este.

-¿Es usted casado?

-Sí -respondió cogiendo al Empecinadillo en una de sus rápidas vueltas y besándole con   —167→   brutal cariño-. Soy casado, pero en la última conscripción el Emperador echó mano a los casados. Es un dolor, una picardía, ¿no es verdad? Ahora que nadie nos oye... ¡Separarle a uno de su mujer y de su hijo para traerle a esta maldita guerra de España, que no se acaba nunca!... Mi pequeño Claudio no se aparta de mi memoria.

En aquel caso sí podía decirse que el chico era comido a besos. El francés oprimía de tal modo la cabecita y el cuerpo de mi camarada, que este lloró.

-No llores, mi amor -le dijo-. Hagamos el ejercicio... tum, turum, tum... ¡Marchen! ¡Armas al hombro!

Y marcando vivamente el paso, recorrió el descomunal soldado la habitación, imitando el ruido de cornetas y tambores. Viéndole con el niño en brazos, recordaba yo las imágenes de San Cristóbal que había visto en algunas catedrales.

Por fin el gastador dejó al chico a mi lado después de besarle mucho y de prometerle que le traería alguna golosina. En el mismo instante como yo mirase al exterior por la reja, único respiro de la triste estancia, púsome su pesada mano en el hombro, y me dijo ya sin sensibilidades ni enternecimientos:

-No creáis que podréis escaparos. No os salvarán la astucia, ni la fuerza, ni el soborno, ni nada. Esta reja cae sobre el balcón, y del balcón abajo no podréis saltar sin romperos el espinazo. Al fin de la puerta hay un centinela, y lo que es por esa puerta me parece que no   —168→   encontraréis salida... Y cuidado con intentar alguna picardía, porque...

Me miró con expresión terrible y amenazadora.

-Creo que os mandarán al otro mundo esta tarde. Si queréis que se anticipe la función, tratad de escaparos.

Marchose después de hablar así, despidiéndose del Empecinadillo con fiestas y besos.

Cuando me quedé solo, medité largo rato sobre mi suerte, y si en un momento me dejé arrebatar por la más amarga desesperación, luego con elevar a Dios mis pensamientos, se calmaron un tanto las borrascas de mi espíritu. Con la resignación llenose este de una paz dulce y triste que me disponía al doloroso cambio de nuestra vida por otra mejor. Traía a la memoria las imágenes de las personas amadas, hablaba con ellas, les dirigía tiernas palabras, y explorando después con la mirada del espíritu el tiempo futuro, aquel tiempo en que nadie se acordaría de mi existencia cortada en flor, me sumergía en hondas melancolías. Pero la esperanza no abandona al hombre cristiano. Yo traía a Dios a mi corazón. No puedo expresar de otro modo aquel empeño mío de santificar mis últimas horas.

Habían pasado dos horas desde la visita del gastador, cuando la puerta de mi prisión se abrió de nuevo, y presentose el hombre que había pasado por delante de mí como imagen fugaz en el momento de caer prisionero.



  —169→  

ArribaAbajo- XX -

Era D. Luis de Santorcaz. Había variado bastante su aspecto desde la última vez que le vi en Madrid, y estaba pálido su rostro y desmejorada y enflaquecida su persona, como quien convalece de penosa enfermedad. En cambio había ganado mucho en el vestir, y al pronto agradaba su buen porte, no exento de nobleza y grave elegancia.

-No sospechabas tú verme en este sitio -me dijo-. ¿Te acuerdas de mí? ¿Necesito refrescarte la memoria?

-No, recuerdo bien.

-Estás hecho un personaje, y es lástima que te quiten la vida -dijo buscando asiento con la vista-. ¿No hay aquí dónde sentarse? No puedo estar en pie. Padezco mucho.

-¿Está usted enfermo?

-Sí -me respondió, echándose en el suelo y oprimiendo su pecho con la mano izquierda, mientras se apoyaba en el derecho brazo-. He contraído una enfermedad en el corazón... es de tanto sentir. Soy desgraciado, Gabriel; no se puede vivir con estas serpientes enroscadas en el órgano principal de la vida... Conque vamos a ver, joven; ya nos conocemos de antiguo y son ociosos los preámbulos. Vengo aquí a salvarte la vida.

  —170→  

-Lo agradezco -dije levantándome-. ¿Me puedo marchar?

-No, todavía no. Antes hablaremos. No se te puede perdonar por tu linda cara. El comandante está furioso, porque tú y los que contigo fueron hechos prisioneros asesinaron a traición al sargento Duclós. No hay perdón para una cosa semejante. Sin embargo, considerando que eres oficial, el comandante te perdona, siempre que te comprometas desde hoy a servir a la causa francesa, cambiando tu bandera por la nuestra. Yo le dije al comandante que lo harías.

-Mal dicho -repuse con calma-, porque no lo haré. Acepto la muerte. Semejante infamia no es propia de mí. Si no ha traído usted otra comisión puede retirarse.

-Aquí no se trata de hacer el tonto con sublimidades -me contestó-. Piensa bien lo que dices. En otro tiempo comprendo que tuvieras escrúpulos de pasarte a nosotros; pero hoy... Vamos ganando la partida. Tomada Valencia, sometidas Tarragona, Tortosa, Lérida, todo este país será nuestro. Los más famosos guerrilleros comprenden que tendremos gobierno de José para un rato, y vienen a que les demos grados y pagas. En la batalla de anoche el ejército de D. Juan Martín ha sido completamente destrozado. ¿Qué piensas hacer? ¿Qué ambición tienes? ¿Sabes que Cádiz no podrá resistir dos semanas, y que Wellington ha sido envuelto y se ha refugiado de nuevo en Portugal?

-Todo eso podrá ser verdad o error -repuse-;   —171→   pero yo no me paso al enemigo. Estoy dispuesto a morir.

-Mira que no te salvan todas las potencias celestiales... Pon atención... silencio. ¿No oyes ruido en la pieza inmediata?

Al través del muro se oían voces y fuertes pisadas.

-Es que sacan a Narices para arcabucearle. A ti te tocará esta tarde o mañana temprano, porque siendo oficial de ejército, conviene dar a esto la forma de proceso.

-Solo, abandonado, pobre, sin fortuna, sin honores -respondí-, prefiero la muerte a la deshonra. Hay en mí un alma que no se vende. Este hombre oscuro se consuela de la muerte en la grandeza de su conciencia. Señor D. Luis, hágame usted el favor de dejarme solo.

D. Luis calló un breve rato. Luego oímos algunos tiros y temblé. Un sudor frío inundó mi frente, y mi espíritu vaciló. Puedo deciros que sentí tambalear mi conciencia como un edificio que amenaza ruina.

-Narices ha dejado de existir -dijo Santorcaz clavando en mí sus expresivos ojos-. Se me olvidaba decirte que tendrás el grado inmediato, dinero, y si quieres un título de nobleza...

-Lo que quiero es la muerte -exclamé sintiendo que de improviso se redoblaba mi entereza-. ¡Quiero la muerte, sí, porque aborrezco la vida en medio de esta vil canalla! Antes que estrechar la mano de un español renegado o de un francés, me dejaré morir de hambre   —172→   en esta prisión, si no me matan pronto o me ponen en libertad. Señor Santorcaz, si no quiere usted que le manifieste cuánto desprecio a la miserable gente que me quiere sobornar, y a usted mismo y a todos los renegados y perjuros que están con los franceses, déjeme usted solo. Quiero estar solo. Váyase usted con Dios o con el diablo.

Poniéndome en pie, le volví la espalda.

-Bien -dijo Santorcaz con calma-: me retiro y te dejo solo. Pero di, ¿es tuyo este chiquillo? Es preciso retirarlo de aquí. Pues que no quieres vivir, voy a decir al comandante tu resolución... Ya no te veré más, porque parto dentro de una hora para Cifuentes.

Esta palabra me hizo estremecer, y volviendo al lado de Santorcaz, le miré con extraviados ojos.

-¿Por qué me miras así? -me preguntó.

-Por nada -repuse.

-Puesto que voy a Cifuentes -añadió-, me ofrezco a llevar, si gustas confiármelos, tus últimos recuerdos para dos personas que no te quieren mal, y que están en dicha villa.

Al oír esto, no pude, no, no pude contener una amarguísima congoja que llenó mi pecho, oprimió mi garganta, turbó mi cerebro, paralizando en mí la vida por breve tiempo. Hice esfuerzos por vencer aquel dolor inmenso... iba a llorar, nada menos que a llorar como un chiquillo delante de mi sobornador: y reconcentrando en el corazón toda la energía de mi voluntad, me lo retorcí, lo ahogué, lo acogoté   —173→   como se acogota a un animal que muerde, venciéndole al fin.

-No tengo ningún recado que mandar -exclamé mirando frente a frente al afrancesado.

-Es lástima -dijo él con aquella flema imperturbable que le abandonaba rara vez-; es lástima que no te despidas de ellas, porque según oí, madre e hija te aprecian mucho.

-Lo sé... -repuse vacilando-. Les enviaría una carta, mas no con usted.

-Haces mal, porque forzosamente he de verlas. ¡Pobrecitas, cómo se entristecerán cuando sepan que has muerto! Dame alguna prenda tuya, tu reló27, un anillo, cualquier cosa, para llevárselo a la que has considerado hasta aquí como destinada a ser tu esposa.

Con esta puñalada, Santorcaz me atravesó de parte a parte el corazón.

-No tengo nada que mandar -repuse sombríamente-. ¿Y se puede saber con qué fin va usted a casa de esas señoras?

-Debiera reírme de tu pregunta y enviarte a paseo. Pero a un hombre que va a morir deben guardársele ciertas consideraciones. ¿Sabes que la condesa desde hace algunos días está enferma en cama? Voy a Cifuentes, porque ha llegado la ocasión de apropiarme lo que me pertenece. Inés es mi hija.

No le contesté nada.

-Las supercherías -prosiguió- empleadas para desfigurar la verdad, han hecho muy desgraciada a la pobre condesa. Ha reñido con su tía; reclama sus derechos de madre, y la   —174→   ley no le hace caso. D. Felipe ha muerto en Madrid el mes pasado después de poner en duda en un documento solemne la legitimación de la muchacha. Yo quiero cortar bruscamente la cuestión llevándome a mi hija conmigo. Este ha sido el pensamiento de toda mi vida; y si en la corte no lo pude conseguir, lo conseguiré en Cifuentes. Cuando descubrí que estaban allí, me puse enfermo de alegría.

Tampoco ahora le contesté nada.

-Ya no está en mi poder -prosiguió- porque no he querido promover un escándalo. Estas cosas deben hacerse con arte...

-¡Con cuánta fuerza se han desarrollado en usted los sentimientos paternales! -exclamé con colérica ironía.

-No te burles -respondió con la misma calma-. Ya sé que me tienes por un malvado abominable, por un calavera empedernido y sin corazón. Si algo de esto es verdad, culpa a la condesa y a su familia, no a mí. Yo era un buen muchacho. ¡Ay!, me envenenaron el alma... Afortunadamente ahora me toca a mí. La vuelta colosal que ha dado el mundo ¡quién lo creería!, me ha puesto a mí arriba y a ellos abajo. Pasó la hora en que ellos eran fuertes y yo débil, y estamos en la hora de mi poder y de su flaqueza. Descargaré la mano rompiendo lo que encuentre.

Yo estaba aterrado ¿a qué negarlo? Largo tiempo miré en silencio a aquel hombre, interrogándole con la vista. Quería sondearle y al mismo tiempo temía al mismo tiempo conocer sus pavorosos secretos.

  —175→  

-A un desgraciado que va a morir -me dijo mudando de postura para conllevar las dolencias de su pecho- se le puede confiar cualquier cosa. Voy a decirte lo necesario para que no veas en mí una criatura díscola y vengativa que se goza en hacer daño.




ArribaAbajo- XXI -

El Empecinadillo dormía a mi lado. Santorcaz me habló así:

-«Yo soy salamanquino y mi familia es de labradores honrados con puntas de hidalguía. Estudiando en la gran Universidad, tuve una disputa con un joven de Ciudad-Rodrigo, nos desafiamos, le maté, y este funesto suceso me obligó a huir de aquel país, viniendo a Alcalá para seguir mis estudios. Era yo muy travieso, armaba frecuentes camorras, corría la tuna como nadie, me batía con el demonio, apedreaba a los maestros y mis diabluras traían conmovida a la ciudad complutense. Te diré además, aunque parezca vanidad, que era yo entonces muy hermoso, y a más de hermoso, atrevido, de fácil palabra, y con arte habilísimo para congraciarme con todo el mundo y principalmente con las muchachas. Mi imaginación impetuosa era mi única riqueza, mas de tal modo parecíame estimable este tesoro en aquella edad, que con él lo tenía todo.

  —176→  

»Cuatro compañeros y yo corríamos la tuna por estos pueblos, y en una noche de invierno, pedimos hospitalidad en el castillo de Cifuentes. El frío y el cansancio me habían afectado de tal modo que al día siguiente me encontré gravemente enfermo. Mis amigos se marcharon y yo me quedé allí. Asistiéronme los dueños de aquel palacio con mucho cariño, pero cuando sané me despidieron de la casa. Yo salí con el corazón hecho pedazos, porque estaba enamorado.

»Cambió mi carácter; volvime taciturno, huía del bullicio y las soledades eran mi delicia. Olvidé los estudios, olvidé a mis padres y a mis amigos, y puedo decir que no vivía en el mundo. Vagaba por los alrededores de Cifuentes extraño a la hermosa naturaleza que me rodeaba, y para mí no había cielo, ni árboles, ni ríos, ni montañas. Ocupado mi interior por una inmensidad indefinible que se había metido en mí, el mundo era para mí como un paisaje lejano del cual no se ven más que vagas sombras, indignas de que se fijara la vista en ellas.

»Un año pasó de este modo. La veía muy rara vez en Madrid, muy rara vez en Cifuentes, y en un viaje que hicieron a Andalucía seguí a la familia, caminando a pie. Volvieron a Cifuentes en el invierno del 92; pero me vi detenido en Madrid por un suceso lamentable, y fue que habiendo contraído bastantes deudas por mi desmedido lujo en el vestir, mis acreedores dieron conmigo en la cárcel. Al fin salí. Si en aquella ocasión hubiera yo renunciado   —177→   a mis locos devaneos, conformándome con la humildad de mi posición, mi suerte en el mundo habría sido distinta. Pero entonces la idea de renunciar al tormento era para mí mucho más dolorosa que el tormento mismo.

»Corrí a Cifuentes. Mil estratagemas ingeniosas, la audacia y la cavilación reunidas me permitieron entrar en el castillo. Yo adoraba aquellas piedras antiguas que encerraban la más extraordinaria, la más preciosa y admirable obra del Criador. ¡Cuánto las he aborrecido después!

»Recuerdo cómo avanzaba yo lentamente por la penumbra de aquella sala, inmediata al torreón del Mediodía; recuerdo las paredes cubiertas de tapices, adornadas con armas, retratos y arcones de encina tallada. Me parece que aquellas horas son las únicas en que he vivido, y que lo demás de mi existencia es una pesadilla de cuarenta años. Al sentirme amado, me decía: 'No puedo ser yo mismo este ser felicísimo que aquí está'.

»Una mañana, al descolgarme del torreón con una escala de cuerda, los criados me vieron, y como me maltrataran de un modo soez, creyéndome ladrón, disparé mis pistolas sobre ellos y maté a uno. Fui llevado a la cárcel de Guadalajara, de donde los mismos señores de Cifuentes me sacaron, temiendo que si llevaban adelante la causa, se descubriera su deshonra.

»Mientras con habilidad suma hicieron esfuerzos para que todo quedase en la sombra,   —178→   emprendieron contra mí una persecución cruel, con la cual me era muy difícil luchar. Varias veces estuve a punto de ser cogido en las levas que hacían en el interior del país para llevar gente a los barcos del rey; me vigilaban constantemente, y extendieron de tal modo la opinión de que yo era un vicioso, calavera y vagabundo, que varios respetables sujetos a quienes mi padre me había recomendado cuando vine a Madrid, me cerraron las puertas de su casa.

»Yo quería quitarme de encima la pesadumbre de la infamia que habían arrojado sobre mí; luchaba con las piedras que se me habían caído encima sepultándome, y mis débiles manos no podían levantar una sola. Quise ser militar y solicité una banderola; pero no se me concedió. Quise estudiar, pero ya era tarde. Había pasado la edad de los estudios, olvidándoseme lo que a tiempo aprendí. Mi padre, a cuya noticia llegó la artificial fama de mis faltas, me escribió diciéndome que no volviera más a su casa y que me considerase huérfano.

»Intenté verla; pero esto era ya más imposible que escalar el cielo. Mis cartas no llegaban a ella. Sus padres, al resguardarla de mí, habían tenido arte para librarla de toda mancha ante la sociedad. Jamás secreto alguno ha sido mejor guardado.

»Caí enfermo, y convaleciente aún, los alguaciles me prendieron en mi casa para llevarme como vagabundo al arsenal de Cartagena, simplemente porque les daba la gana. No pude resistir; pero en el camino me escapé,   —179→   y con mil dificultades y privaciones y peligros fui a Francia.

«Entré en París el 21 de Enero del 93, y sin saber cómo me encontré en una gran plaza, donde el pueblo estaba reunido para ver matar a un hombre. Este era Luis XVI. Cuando el verdugo enseñó al pueblo su cabeza, yo aplaudí como los demás, gritando: 'Está muy bien hecho'.

»¡Ay!, aquella sociedad, aquel caos, aquel infierno era lo que hacía falta a mi turbada y rabiosa alma. Sentíame entre tal gente inundado de salvaje alegría. Al instante tomé parte en todos los alborotos, frecuenté las tribunas de la Convención, acompañaba chillando y aullando a las pobres víctimas que iban en carreta desde la Conserjería a la plaza de la Guillotina, y me emborraché como los parisienses con el vapor de la sangre y el bárbaro frenesí revolucionario. Tenía siempre la vista fija en mi país, y cuando la Convención declaró la guerra a España en la sesión del 7 de Marzo, yo, que estaba en la tribuna, grité: '¡Me alegro: llevaremos allá todo esto!'.

»Yo habitaba con Marchena en un miserable cuartucho del barrio de San Marcial. Íbamos a los Jacobinos y a los clubs más soeces, más desvergonzados, más cínicos de la gran ciudad. Los dos vivíamos en lo más execrable de aquella fermentación horrible. En la puerta de la casa que nos albergaba, pusimos un cartel que decía: Aquí se enseña el ateísmo por principios.

»Marchena y yo nos adiestramos pronto   —180→   en la lengua francesa. Él escribía folletos contra los frailes y yo peroraba en los clubs. Nos hicimos amigos de Marat y de Robespierre que nos tenían por grandes hombres. Cuando la Montaña triunfó sobre la Gironda yo me sentía inflamado por la pasión política, y recorría las calles con el populacho pidiendo la cabeza de los veintiún convencionales encerrados en la cárcel. El 16 de Octubre nos dieron la cabeza de María Antonieta, y el 31 las de los veintiún girondinos. ¡Cuán presentes están estos horrores en mi memoria, y qué huella dejaron en mi entendimiento y en mi espíritu! Al contacto de las llamaradas de aquel incendio, yo sentí nacer en mí nuevas y espantosas pasiones.

»Yo era de los más frenéticos. Toda la sangre derramada me parecía poca para reformar una sociedad que no era de mi gusto, y estimaba lo mejor hacerla desaparecer en la guillotina, dejando a Dios el cuidado de hacer otra nueva. ¿Pero a qué nombrar a Dios? Entonces sólo el nombrarlo era un insulto a la razón, única divinidad que adorábamos. Marchena y yo habíamos inventado un dios irrisorio al cual llamábamos Ibrascha.

»En mi delirio, insulté públicamente a Robespierre, nuestro protector y amigo, porque había proclamado la existencia del Ser Supremo. ¡El pícaro Maximiliano se pasaba a los realistas! Mi amigo y yo fuimos presos y aguardábamos en la Conserjería la carreta que nos debía llevar a la guillotina.

»Una exaltación febril, una embriaguez   —181→   de imaginación nos enloquecía, y anhelábamos la muerte, no con la entereza del estoico, sino con el estúpido heroísmo de la calentura política. Caí gravemente enfermo, y un pobre cura que compartía nuestro calabozo quiso convertirme. Gritando como un insensato ¡No hay más Dios que Ibrascha! maltraté a aquel buen hombre...

»La caída de Robespierre y la subida de los Termidorianos nos puso al fin en libertad. Pero en la insurrección de las secciones contra la Convención en Vendimiario, fui mal herido y estuve a punto de morir. Cuando sané, encontreme viejo, gastado, débil, y con una fuerte disposición a la sensibilidad. Me causaba horror la presencia de mis antiguos compañeros, y buscando la soledad pasaba muchas horas llorando. Convalecía mi alma. Cuando salí a las calles de París después de muchos meses de encierro, advertí que la fiebre de la revolución iba pasando.

»Sentí vivo deseo de volver a España y volví. Dulces memorias alegraban mi alma y experimentaba alivio placentero pensando en la que había amado. Pero al dar en Madrid los primeros pasos, saliome al encuentro mi reputación de revolucionario y guillotinista. La que era ya condesa y mujer casada no quiso recibirme, y advertí que ya no le inspiraba desdén, sino horror. La familia gestionó para enviarme a los presidios de Ceuta... No puedo pintar la rabia, el furor que esto me producía. Mi corazón agitose de nuevo con pasiones salvajes. Recordé a París, recordé la Convención   —182→   y las carretas que iban desde la Conserjería a la plaza. Yo hablaba de esto y todos se reían de mí.

»Iba a las tertulias de las librerías, y los poetas y hombres ilustrados me tenían por loco. Los necios me aplaudían. Ocupábame en fundar logias y clubs que al punto se poblaron de tontos... Huí de nuevo de España, lleno el pecho de rencores y afiliándome en el ejército de Bonaparte, estuve en Montenotte, en Mondovi y en Lodi. Cuando él fue a Egipto, le dejé y viví en París practicando varios oficios. Alisteme luego en tiempo del imperio y le serví hasta la capitulación de Erfurth.

»Ya sabes que vine a España después de la invasión. ¡Qué inmensa alegría! Figurábaseme que los pies de los doscientos mil franceses que vinieron, eran míos y que con todos ellos estaba yo pisoteando el aborrecido suelo patrio... La condesa estaba viuda. Quise verla y toda la familia se horrorizó de nuevo. Tú conoces mi viaje a Andalucía, donde serví accidentalmente la causa nacional; pero mi corazón me impelía a servir a mi patria adoptiva, a mi querida Francia que había cortado la cabeza al rey y a los nobles.

»Creo que conoces mis proyectos. Busqué a mi hija. Quise recogerla, pero no pude. Al fin las circunstancias me han favorecido de tal modo, que este deseo ardiente de mi vida se cumplirá mañana mismo».



  —183→  

ArribaAbajo- XXII -

-Yo no veo en esto -le dije- sino una cruel venganza. Muero con la ilusión de que Dios protegerá a esas dos personas que no quieren separarse.

-Eres un necio. Cifuentes está ocupado por los franceses, y no dejan salir ni una mosca.

-¡Están presas! -exclamé con angustia.

-Presas, sí. La condesa se ha puesto bajo la protección del jefe de brigada Verdier; él no permitirá que se las ofenda.

-Dios bendiga a ese buen caballero.

-Joven amigo -me dijo con socarronería-, yo sé más que el brigadier Verdier. Y no te digo más, porque me marcho. Por última vez te pregunto si aceptas lo que te he propuesto.

-¿Pasarme al enemigo? Los hombres como yo no hacen tales infamias. Ruego a usted que se marche. Quiero estar solo.

-¡Desgraciado joven! -exclamó contemplándome con lástima-. Dios sabe que me es imposible salvarte. La ley de la guerra es inexorable. El general Belliard ha dado órdenes terribles para exterminar la pillería de las partidas. Dame la mano, Gabriel.

Levantose no sin trabajo y acercándose a mí, estrechó mi mano.

  —184→  

-Este hombre empedernido -me dijo con cierta alteración en la voz- no siente indiferencia al considerar tu triste suerte. Adiós... ¿No me das ningún recado?

No contesté nada. Mi postración, mi abatimiento moral eran extraordinarios.

-Adiós -repitió apretándome ambas manos. Las mías estaban heladas y las suyas ardían.

Se despidió de mí, sin arrancarme una palabra más. Yo me hallaba en un estado de estupefacción dolorosa, cual si todas mis facultades se hallasen en suspenso. La abundancia, la aglomeración de ideas en mi cerebro, hacía un efecto parecido al de no tener ninguna. Me había vuelto estúpido. No podía fijarme en ningún orden determinado de pensamientos, porque en mi cabeza reinaba el caos. Mi vida pasada y28 la futura, aquella vida frustrada, se resolvía en él, y me era imposible expulsar de mí aquella tenebrosa balumba para llenar sólo con Dios mi entendimiento.

El Empecinadillo, después de hartarse por segunda vez de pan, dio varios paseos militares por la prisión. Luego sintiéronse pasos fuera, acompañados de una tos perruna, y mi tierno compañero corrió azorado hacia mí gritando: -El coco.

Mosén Antón entró en la estancia, buscándome con la vista. Al verme, acercóseme con cierto respeto, y su cabeza tropezó repetidas veces en las vigas del techo. Mas encorvándose llegó hasta mí, y apoyando las manos   —185→   en las rodillas, doblado por la cintura y alargado el hocico, me contempló largo rato. Yo no me movía. El Empecinadillo, refugiándose en el rincón detrás de mí, metió la cabeza entre el pedazo de manta, y no hizo movimiento alguno mientras estuvo allí el coco.

Trijueque, golpeándome con la punta del pie, me dijo:

-Araceli, ¿duerme usted?... ¡Oh conciencia tranquila!

-Mosén Antón, ¿viene usted a convertirme? -le pregunté.

Turbose ligeramente, y luego doblándose para sentarse, habló así en voz baja:

-No se puede aguantar a esa canalla.

-¿A qué canalla?

-A los franceses.

-No se habla mal de los amigos. Sr. Trijueque, ¿le han hecho ya general en premio de su traición?

Mosén Antón se puso pálido.

-El general Gui -dijo con violenta ira- me llamó esta mañana para darme una bolsita con dinero. La tiré y salí sin decir nada... Araceli... ¿lo creerá usted? Esos canallas se burlan de mí, me llaman monsieur le chanoine,y hace poco los soldados me pedían riendo la bendición. Di a uno tan fuerte bofetada que lo doblé... Pero vamos a otra cosa: el comandante me dijo: «Ese desgraciado que está arriba necesitará tal vez oír exhortaciones espirituales. Suba usted, padre, y a ver si le convence de que se pase a nuestro campo». ¿Hase visto insolencia semejante?... ¡Tratar   —186→   de este modo a un hombre, a un guerrero como mosén Antón!

-He oído que a los franceses no les gustan los curas soldados.

-Así debe ser -repuso con amargura el buen ex-párroco-, porque me manifiestan un desprecio... ¡Y quieren que le catecique29a usted para que sea afrancesado! ¡No, mil veces no! ¿Sabe usted lo que le aconsejo? Que les mande a paseo... Vale más una muerte gloriosa...

Trijueque dio tan fuerte puñada en el suelo, que creí se había roto la mano.

-¡Morir, morir mil veces es mejor! -exclamó como hablando consigo mismo-. No se pase usted a los franceses, que son unos ladronazos sin vergüenza... ¡Ay, con qué gusto les vería arder a todos!... Pero vamos a cuenta. Dígame usted, ¿qué piensan de mí en la partida?

-Hablan de mosén Antón con tanto desprecio, que si yo fuera mosén Antón, me moriría de vergüenza.

El cura dejó caer la cabeza sobre el pecho, y estuvo largo rato meditabundo.

-¿Y Juan Martín, qué dice? -preguntó después.

-¿Qué ha de decir el hombre que se ha visto vendido del modo más vil, el hombre a quien un traidor amigo tendió celada tan horrible como la de anoche?... ¿Qué ha de decir de los que se pasaron al enemigo, y guiaron o ayudaron a este para coparnos y matar a nuestro general?

  —187→  

-¡Matarle no! -dijo vivamente el guerrillero.

-O cogerle prisionero, que es peor. Don Juan Martín habrá muerto tal vez, y su grande alma ha recibido la recompensa acordada a los justos. Los infames traidores vivirán aborrecidos y despreciados de todo el mundo, y los mismos franceses huirán de ellos con horror, porque la traición es una mancha que no se cubre ni se borra.

De lo más hondo del pecho de Trijueque salió un suspiro o resoplido.

-Juan Martín nos trataba muy mal -dijo-. No le podíamos aguantar. Se empeñaba en deslucirme... Yo quería mandar por mi cuenta y hacer lo que me diera la gana... Yo tengo un genio muy malo, y no me gusta que nadie se ponga sobre mí... Cuando vi que Albuín se marchó al campo enemigo, tuve tentaciones de hacer lo propio; pero por el pronto me vencí. Estuve pensándolo mucho tiempo... ¡ay qué noches! Yo no podía dormir, ¡me reviento en Judas! La cólera que sentía contra Juan porque no me dejaba hacer mi gusto, y las promesas de los franceses...

-Dicen allá que le prometieron a usted un arzobispado.

-¡Mentira! ¿Quién dice tal cosa? ¡Eso es burlarse de mí! -exclamó mirándome con ojos furiosos-. Lo que me prometieron fue darme el mando de tres mil hombres. El general Gui me escribió una carta llamándome el primer estratégico del siglo, y diciéndome que el Emperador y el rey José querían conocerme.

  —188→  

No pude contener la risa. Viéndome reír púsose más furioso el gran Trijueque, deslenguándose en improperios contra los franceses.

-¡Quién me lo había de decir! Pero estos perros me las pagarán todas juntas... ¡Engañarle a uno, engañar a un hombre que sería capaz de revolver el mundo si le dieran tres mil hombres escogidos; a un hombre que sería capaz de afianzar la corona en las sienes del rey José o en las del rey Fernando, según su antojo y voluntad!

-En resumen, señor cura -le dije-, usted está en camino de arrepentirse de su traición y volverse al campo empecinado. Creo que lo recibirían como merece, es decir, a tiros. No habrá entre todos los leales que siguieron la suerte de D. Juan Martín, uno solo que no se crea deshonrado sólo de tocar la mano de mosén Antón.

Mirome el guerrillero con expresión extraña. Había en ella tanto de congoja como de ira. Después de una pausa me dijo:

-No, mosén Antón no vuelve atrás... No es éste hombre de los que piden perdón. Lo que hice, hecho está. Soy una montaña y no me ablando con gotas de agua... ¡Me reviento en Judas! Váyase Juan Martín con mil demonios, y si los franceses me tratan mal, que me traten, y si me llaman monsieur le chanoine, que me lo llamen, y si me quieren matar, que me maten. Yo no me doblo; lo que hice, hecho está... Pues no faltaba más... Conmigo no se juega. Tan canallas son los unos   —189→   como los otros... Pero no me arrepiento, no. Agradezca Juan Martín a Dios que no le hayamos cogido.

-Esos fieros, Sr. Trijueque -le dije- prueban una conciencia alborotada.

-Y usted, ¿cómo tiene la suya? -me preguntó con interés.

-La mía está tranquila. Voy a morir. Mi alma se turba al considerar este trance; pero he cumplido con mi deber; no he hecho traición, no he vendido a mis jefes, no he cometido la vileza de auxiliar a mis enemigos. Muero con dolor, pero con calma.

Trijueque me miró largo rato. Luego, tomándome la mano, me la estrechó con fuerza y me dijo:

-Aunque parezca mentira, le tengo a usted envidia.

-Lo comprendo -repuse- porque a pesar de mi situación no me cambiaría con usted.

El cura se levantó sobresaltado; su cabeza dio en el techo; mas sin hacer caso del golpe ni del dolor consiguiente, corrió varias veces de un extremo a otro de la estancia.

-Mosén Antón -le dije- cálmese usted. Un hombre de tal temple debe sufrir con más entereza la adversidad.

Yo, vencido y destinado a morir, consolaba al vencedor y al verdugo.

-¡Hermoso fin será el de usted! -exclamó parándose ante mí-. Bajará usted a la explanada, y entrando con severo continente en el cuadro, usted mismo mandará el fuego. Bonito final. Eso se llama morir como un valiente,   —190→   y no por castigo de traición, sino por la ley fatal de la guerra que a veces trae estas catástrofes... Y ahora, Sr. Araceli -añadió sentándose de nuevo junto a mí- aconséjeme usted lo que debo hacer.

-El insigne mosén Antón, el gran estratégico, el hombre eminente, ¿necesita que yo le aconseje?, ¡yo que no valgo nada y que voy a morir! Hanle mandado aquí para que me exhorte, y venimos a parar en que yo he de exhortarle.

-Sí -repuso el gigante con cierto embarazo pueril en la palabra-. Es que yo... yo soy bastante desgraciado. Desde anoche no sé lo que pasa en mí. Paréceme que el alma, esta grande alma mía, me da saltos dentro del pecho... paréceme que el cielo... desde anoche, todo desde anoche... se me ha caído encima, y que tengo que estar con las manos en alto sosteniéndolo para que no me aplaste.

-Pues bien -dije- ya sé el mal que padece mosén Antón. Me lo figuraba. La situación en que me hallo me autoriza para aconsejar a persona de más edad y experiencia. ¿Quiere usted curarse de su mal? Pues no hay más que un remedio, y consiste en huir de aquí, abandonando a los franceses, buscar a D. Juan Martín, si es que vive, echarse a sus pies, pedirle perdón humildemente y suplicarle le conceda a usted, no el mando de un batallón, que eso es imposible, ni siquiera el mando de una compañía, sino una plaza de simple soldado en el ejército empecinado.

-¡Eso jamás! -exclamó con súbita agitación   —191→   el guerrillero-. ¡Usted se burla de mí! ¡Rayos y truenos!... ¿Soy algún monigote?... ¡Pedir perdón! No sé cómo le escucho con paciencia.

-Pues desechado ese remedio, aún queda otro, el único.

-¿Cuál?

-Ahorcarse. Es de un efecto inmediato. Siga usted el ejemplo de Judas, después de haber vendido a Jesús.

-¡Qué consejos da usted! ¡Pedir perdón a Juan Martín!...

-Como le veo a usted arrepentido...

-Arrepentido precisamente, no... -dijo con afectada entereza-. Un hombre como Trijueque... sabe lo que hace y por qué lo hace...

-Entonces no hablemos más... Que le aproveche a usted el arzobispado que le van a dar.

-¡Arzobispado a mí! -exclamó con furia, sacudiéndome el brazo-. Sepa usted que de mí no se ríe nadie, nadie.

-Mosén Antón -indiqué, deseando poner fin a aquella conferencia- déjeme usted solo.

-No me da la gana... Vamos a ver... He subido para ayudarle a usted a bien morir, y si me ven bajar tan pronto, esa gentuza dirá que monsieur le chanoine despacha a los reos demasiado pronto...

-Sin embargo, si alguno nos oye creerá que el reo es usted y yo el padre capellán.

-En resumidas cuentas, Sr. Araceli -dijo con mucha impaciencia- ¿qué cree usted que debo hacer?

-Ya lo he dicho; a no ser que prefiera el   —192→   buen cura quedarse entre los franceses diciendo misa...

Los ojos de Trijueque despedían fuego.

-¡No, no, no! -gritó con exaltada inquietud, haciendo gestos de loco-. Yo no puedo pedir perdón a Juan Martín. Desde anoche un demonio está montado sobre mi hombro, y con la boca pegada a mi oído me dice: «Pide perdón a Juan Martín...». No, mil veces no. Este hombre, este gran Trijueque, este corazón de bronce no será capaz de tanta bajeza... Juan Martín me ha faltado, me ha humillado, no quería que yo fuese general como él, cuando me siento con alma y cabeza para mandar todos los ejércitos de Napoleón.

-D. Juan quería que sus subalternos le obedecieran. Esta es su gran culpa.

-Juan tenía envidia de mis victorias.

-Él le sacó a usted de la nada y le dio nombre y poder.

-Es verdad; no negaré que debo a mi enemigo la reputación que he adquirido, porque hace tres años yo no era más que cura. ¡Qué tiempos! Me parece que fue ayer, y al recordarlo el corazón me baila en el pecho... Desde mi juventud conocí que Dios no me había llamado por el camino de la Iglesia. Frecuentemente, ya después de ser clérigo, pensaba en batallas y duelos, y más que con la lectura de teólogos y doctores, mi espíritu se apacentaba con las obras de Ginés Pérez de Hita, de D. Diego y D. Bernardino de Mendoza... y otros historiadores de guerras. En mi curato de Botorrita viví tranquilamente muchos   —193→   años. Yo era un Juan Lanas: decía misa, predicaba, asistía a los enfermos y daba limosna a los pobres. ¡Ay! En tanto tiempo, ni siquiera supe cómo se mataba un mosquito. Pero mi alma, sin saber por qué, no estaba contenta con aquella vida, y mi pensamiento vivía en otras esferas.

»Estalló la guerra. El día en que llegó a Botorrita la noticia de los sucesos del Dos de Mayo, me puse furioso, me volví salvaje. Salí a la calle, y entrando en casa de un vecino empecé a dar gritos, por lo cual me llevaron en triunfo... ¡Ay, qué día! Compré un trabuco y me ocupé en disparar tiros al aire, diciendo: 'Ya cayó un francés... allá va otro...'. Pasó un mes, y un domingo del mes de Junio yo estaba en la sacristía vistiéndome para salir a la misa mayor, cuando el sacristán me dijo que acababa de entrar en el pueblo D. Juan Martín Díez, a quien yo conocía, con una partida de gente armada para defender la patria... Me entró tal temblor, tal desasosiego, que empecé la misa sin saber lo que hacía... el latín se me atravesaba en la boca y me equivocaba a cada instante. Como el monaguillo me advirtiera mis equivocaciones, le di un bofetón delante de los fieles.

»Dicho el Evangelio subí al púlpito para predicar a punto que muchos hombres de la partida de Juan Martín entraban en la iglesia. Mi plan era hablar del Espíritu Santo; pero no me acordaba de lo que había pensado y dije a los botorritanos: 'Hijos míos, San Juan Crisóstomo en el capítulo veinte y   —194→   nueve escribe que Napoleón es un tunante... Sed buenos, no cometáis pecado. Napoleo precitus est. No se debe robar, porque el demonio os llevará al infierno, así como Napoleón se ha llevado a Francia a nuestro rey... ¿Quiénes son esos valientes macabeos que entran en el templo de Dios, armados de guerreros trabucos, cual los hijos de Asmoneo? Benditos sean los soldados que vienen con su tren de escopetas y navajas, como Matatías, cuando marchó contra Antíoco Epifano. ¿Y quién es aquel belicoso Josué que ahora entra por la puertecilla de las Ánimas? ¿Quién puede ser sino el santo varón de Castrillo de Duero, que va a Gabaón en su jaca negra, para vencer a Adonisedec rey de Jebús? Celebremos con cánticos la caída de las murallas de Jericó, al son de los bélicos cuernos y de las retumbantes castañuelas'.

»Y en este estilo, seguí ensartando disparates. Yo no sabía lo que predicaba. El pueblo y los guerrilleros se volvieron locos y con sus patadas y gritos atronaron la iglesia. Seguí mi misa... ¡Ay!, cuando consumí no supe lo que hice: no respondo de haber tratado con miramiento al santo cuerpo y a la santa sangre de Nuestro Señor... El cáliz se me volcó. Durante el lavatorio, el monaguillo entusiasmado se puso a dar brincos delante del altar... Yo no cabía en mí y los pies se me levantaban del suelo. Todo cuanto tocaba ardía, y hasta dentro de mí creí sentir las llamas de un volcán. Cuando me volví al pueblo para decir Dominus vobiscum, alcé los brazos y grité   —195→   con toda la fuerza de mis pulmones: ¡Viva Fernando VII, muera Napoleón!... Juan Martín subiendo precipitadamente al presbiterio me abrazó, y yo por primera y única vez en mi vida me eché a llorar. El pueblo aplaudía, llorando también.

»Un momento después, yo había ensillado mi caballo y seguía la partida de Juan Martín».




ArribaAbajo- XXIII -

-Vaya usted preparando su espíritu con esos recuerdos -le dije-, y al fin comprenderá que no tiene otro camino que pedir perdón a D. Juan de esa gran villanía que usted cometió en un momento de despecho. Todos los hombres tienen un mal cuarto de hora.

-No... nada de perdones -repuso dejando caer la cabeza sobre el pecho-. Juan me ha tratado mal. Tiene envidia de mis hazañas. ¡Oh! Si le hubiera yo cogido anoche, le habría dicho: «Ea, Sr. Empecinado, ¿de qué le valen a usted esos humos? Ya está usted a merced de mosén Antón... Abajo esos galones y váyase usted a su casa». Le hubiéramos perdonado, tomando yo el mando de toda la gente, pues así lo concerté con Albuín.

-Dios protegió al soldado leal y la traición victoriosa por un momento es despreciada por   —196→   los mismos enemigos. ¿Hay en el mundo un ser más desgraciado que usted? El peso de sus remordimientos, la repugnancia que como traidor inspira a los franceses, ¿no le han movido a desear cambiarse por mí, condenado a morir?

-¡Sí... me cambiaría, me cambiaría! -dijo lúgubremente-. En verdad no hay un hombre más desgraciado que yo en toda la redondez de la tierra. El Manco está contento porque al fin... ese no quería más que dinero y ya lo tiene. Pero yo he ambicionado lo que no me pueden dar, lo que no alcanzaré nunca, no... yo quiero un gran ejército, y creí que el demonio me lo daría. El demonio se ríe de mí y me llama ¡monsieur le chanoine!

Mosén Antón dio un salto, y con frenético ardor, poseído de insana rabia, golpeó la pared con su cabeza, exclamando:

-¡Rómpete, cabeza, rómpete!... ¿para qué me sirves ya? ¿De qué te vale lo que llevas dentro?... inventa sermones para embobar a los botorritanos, y nada más. ¡Epaminondas, César, Alejandro, Gran Capitán, Bonaparte! Vosotros tuvisteis ejércitos que mandar, yo no mandaré más que en mi iglesia, y el ama y mi sobrina y el sacristán y el monago me obedecerán tan sólo.

-Basta -dije apartándole de la pared, temiendo que realmente se estrellara el cráneo.

El Empecinadillo sacó la cabeza fuera de la manta, para mirar un instante con aterrados ojos a Trijueque. Después se volvió a esconder.

  —197→  

-Hasta que no me echen abajo esta montaña que llevo sobre los hombros... Mi cabeza es demasiado grande y harto pesada para uno solo. Con ella habría para dar entendimiento a veinte.

Los ojos se le querían saltar de las irritadas órbitas; respiraba con ardiente resoplido y el aspecto de su cara era el de un delirante.

-Me voy -dijo-. Quiero pasear por el campo... pensaré lo que debo hacer. Valiente joven, ánimo. La situación de usted es de las más gloriosas.

-Sí -repuse con honda tristeza.

-Le fusilarán de madrugada. Su recuerdo quedará vivo y respetado en el ejército. «¡Araceli, dirán, gran muchacho! Murió por no querer pasarse al enemigo...». Se escribirá su nombre en la historia... ¡bonita página...!, hermosa vida y más hermosa muerte.

No le respondí nada.

-¿Será usted capaz de flaquear en el momento supremo? Esa alma varonil ¿será capaz de sentir turbación cuando el cuerpo se vea dentro del fúnebre cuadro?

-No.

-Ánimo. Si le viera a usted decaer de su apogeo glorioso, tendría un disgusto. Pues no se envanecería poco esa vil canalla si usted se afrancesara... No, no, vil gentuza francesa... no le tendréis... El heroico joven morirá antes que servir bajo vuestra ignominiosa bandera... ¡Maldito sea el español que cae en vuestros lazos!, ¡miserables secuaces del gran bandido!... Valor, joven. Que le vea yo a usted   —198→   dentro del cuadro, abatiendo con su noble altivez la vanidad de esos cobardes.

-Es extraño que de tal modo me hable un hombre que ha hecho lo que ha hecho.

-No me hable usted de mí. Yo soy un... Anoche, santo Dios... cómo me abrumaba el peso... Conque valor, mucho valor. Este ejemplo que tengo ante la vista me entusiasma... Francamente, cuando vi que subía a conferenciar con usted ese farsante a quien llaman Santorcaz, temí...

-Le conozco hace tiempo. Ese hombre y yo no podemos hacer buena compañía.

-Él se las prometía muy felices. Es un bribón. En verdad que no es de los que peor me tratan. Dicen que todas esas idas y venidas al ejército francés y el recorrer los pueblos de la Alcarria es por cuestión de unos amores con cierta jovenzuela de Cifuentes.

-¿Eso dicen?

-Sí... y ahora me viene a la memoria que entre él y ese zascandil de D. Pelayo, que vino acá conmigo, están tramando una picardía... El nombre del señor Araceli danza en la fiesta.

-¿Mi nombre?

-Sí: pero ¿qué le importan estas tonterías a un hombre que está con un pie en la inmortalidad?

-Cuénteme usted todo lo que sepa...

-Ello es que... a ver si me acuerdo. Tiene uno la cabeza tan llena de ideas, que no se fija en lo que se dice a su lado...

-Haga usted memoria; nada me sorprenderá, pues todo lo he previsto.

  —199→  

-Ello es que... -dijo rascándose la oreja-. ¡Ah!, ya me acuerdo. Hay una chica en Cifuentes.

-Es muy natural que haya, no una, sino varias.

-Y esa chica es al modo de novia de Araceli. Un soldado como usted no debe meterse en noviazgos... ¡Ah!, es evidente que Santorcaz quiere llevársela. Es verdad, fusilarle a uno y quitarle después su novia es un poco fuerte. Pero no haga usted caso. Ánimo, joven. Las grandes almas desprecian las pequeñeces del mundo.

-¿No sabe usted más?

-Sí. Ese D. Luis estaba esta mañana discurriendo el modo de sacarla... Si pudiera acordarme de lo que dijo... ¡Cómo se reían los tunantes!... El D. Pelayo mostró a Santorcaz una carta que usted había escrito a esa damisela desde Sigüenza, y que le confió a él para que la llevase.

-Es verdad. Hace más de diez días -dije con la mayor ansiedad.

-Santorcaz la leyó. Después, después... ya me acuerdo. Después dijo que era preciso escribir otra imitando la letra de usted.

-¿Para qué?...

-Una cartita en que se figurase que usted escribía a la tal chiquilla... (¿para qué se mete usted en chicoleos con las muchachas?) pues... una esquela diciéndole: «Estaba preso en Gárgoles, y me he escapado. Unos amigos me han escondido. Quiero veros, lucero mío, sí... quiero veros. Venid al instante. Sé que vuestra   —200→   mamá está enferma en cama. No le digáis nada. Tengo que confiaros una cosa, de que depende el porvenir etc... Salid un momento por la puertecilla de la huerta. Estoy en la casa de enfrente. Fiaos del que os entregará esta, que es mi mejor amigo...». Cuando yo subí, D. Pelayo, que es gran pendolista, estaba escribiendo la carta. El demonio son los enamorados. He aquí una debilidad que yo no he tenido nunca. Esos bribones quieren obligarla a salir de la casa, para echarle el guante.

Al oír esto quedeme absorto y mudo. Después la sangre saltó dentro de mí, y una cólera impetuosa se desató en mi pecho. Levantándome con ímpetu frenético corrí a la puerta, que Trijueque había cerrado por dentro guardando la llave, y la sacudí con violencia.

-¡Quiero salir! -grité-. ¡Quiero salir! No puedo estar aquí ni un momento más. ¡Mi libertad, que me devuelvan mi libertad!

Mosén Antón, corriendo tras de mí, me sujetó.

-¿Qué es eso de libertad? Silencio.

El furor me abrasaba la sangre. Mi corazón estallaba, y olvidé mi próxima muerte.

-¡Quiero mi libertad! ¡Yo necesito salir de aquí, hablaré al comandante!... ¡Esos infames merecen que les arranque las entrañas!

Di tan fuertes patadas en la puerta, que el edificio retemblaba con violenta convulsión.

-Araceli -dijo Trijueque alzando la voz-, esa puerta no se pasa sino para ir al cuadro o   —201→   para ponerse al amparo de la bandera francesa.

Exaltado por la ira, loco, fuera de mí, ardiendo todo, cuerpo y alma, grité:

-Pues bien, me paso a los franceses... me paso, hago traición. Pero que me saquen de aquí, que me den mi libertad... quiero correr fuera de aquí... Tengo que hacer en otra parte.

-¡Desgraciado, insensato, miserable! -exclamó Trijueque estrechándome en sus brazos de hierro-. ¿Así habla un español valiente y patriota; así se renuncia a la gloria, al honor? Silencio, porque si vuelves a hablar de pasarte al enemigo, aquí mismo... ¡Pasarse a la canalla!... ¡Ahí es nada!... ¡Eso quisieran ellos!... No lo consentiré.

-¿Quién habla así? -grité luchando con el coloso para desasirme de él-. El mayor30 y más vil traidor del mundo. Usted, mosén Antón, que ha vendido a su jefe.

-Pero yo... -repuso con gran turbación-. Repara que yo soy...

Lanzando un rugido, se cubrió la cara con las manos y terminó la frase así.

-¡Yo soy un hombre indigno, un Judas!

Al ruido que ambos hicimos, acudió gente, y abriendo mosén Antón la puerta, llenose mi prisión de oficiales y soldados.

-¿Qué pasa aquí? -preguntó el oficial de guardia mirándome con fieros ojos.

-¿Ha querido escapar atropellando a monsieur le chanoine? -dijo otro observando la turbación de Trijueque.

  —202→  

Este, con voz campanuda y acción imponente, habló así:

-Es un salvaje, un bárbaro, y al que habla de pasarse a los franceses le quiere matar. Había que oírle, señores oficiales, había que oírle. Para él todos ustedes son unos canallas, perdidos sin vergüenza, y dice que prefiere cien muertes a servir bajo las deshonradas banderas del imperio. Cuando se lo propuse se echó sobre mí llamándome traidor... No hay que hablarle más que de la honra, de la conciencia y otras majaderías... A este joven se le ha puesto en la cabeza que primero es el honor que nada. Mi opinión es que le fusilen al momento.

Los franceses no comprendieron la ironía de las palabras de mosén Antón. Yo, abrumado, confundido por tan extraña salida, sentí desfallecer mi ánimo y disiparse aquella exaltación que me había hecho pedir a voces la deshonra. Contesté afirmativamente al oficial, cuando me preguntó si me ratificaba en lo dicho por el clérigo, fuéronse todos y quedé solo otra vez.




ArribaAbajo- XXIV -

El día empezaba a declinar. Mi alma cayó en la oscuridad. Estaba irritada, demente y forcejeaba en doloroso pugilato con las sombras, con las ideas, con las sensaciones. A ratos   —203→   apetecía la libertad con vehemencia terrible; después se abrazaba a la cruz de su honor anhelando no separarse de ella. ¡Cuán difícil me es pintar lo que pasó dentro de mí aquella noche! Si alguien ha visto la muerte delante de sí y ha abofeteado sin respeto ni pavor la imagen del tránsito terrible, para echarse después llorando en sus brazos y decirle: «Vamos, vamos de una vez», comprenderá lo que yo padecí.

En aquellos instantes de turbación espantosa reflexione que una defección fingida no me serviría de nada, porque los franceses me retendrían allí, imposibilitándome acudir a Cifuentes, como yo deseaba. Era preciso, pues, resignarse a morir. La traición no cabía en mi pecho, y me aterraba más que la muerte desconsolada, fría y sin gloria que tenía tan cerca.

Largo tiempo estuve solo. Turbaba el silencio de la solitaria pieza la voz del Empecinadillo que hablaba con sus juguetes en un rincón. El pobre chico, cuando se sentía fatigado de correr, sacaba de entre sus ropas objetos diferentes que le servían de diversión. Un par de botones eran caballos, un pedazo de clavo hacía de coche y una piedra de chispa era el cochero. Si su fantasía se inclinaba a las cosas militares, las mismas baratijas eran cañones, cuerpos de ejército y generales. Otras veces eran personas que le hablaban y sostenían con él chispeantes diálogos. En mi tribulación ¡cuán inefable deleite experimentaba oyéndole!

  —204→  

Entró ya de noche un oficial en compañía del mismo soldado que me visitara por la mañana. Echome el primero a la cara la luz de una linterna y después leyó un papel que parecía ser mi sentencia de muerte.

-Al romper el día -añadió- seréis pasado por las armas.

Era extraña la sentencia de un consejo de guerra que me mandaba fusilar sin oírme. Pero no procedía hacer reflexiones sobre esta anomalía. Además, los guerrilleros, excepto don Juan Martín, acostumbraban despachar a cuantos franceses caían en sus manos, sin molestarse en el uso de procedimientos. Los enemigos al menos tenían la consideración de leerle a uno un papel donde constaba la picardía inaudita de defender la patria.

El zapador traía comida abundante para mí y para el Empecinadillo, que recogiendo sus juguetes, se había refugiado entre mis brazos. Es costumbre, hasta en los campamentos, engordar y emborrachar a los que van a morir, aunque no consta este precepto entre las obras de caridad de la religión cristiana.

-Mi teniente -dijo el soldado arreglando los platos en el suelo-, creo que debe retirarse de aquí este chiquillo.

-Si el preso quiere retenerlo en su compañía hasta mañana, dejadlo aquí, Plobertin. Ese niño será suyo. No debe mortificarse inútilmente a los desgraciados que van a morir. La comida es excelente, señor español, y el vino de lo mejor.

Después de esta explosión de sentimientos   —205→   caritativos, el francés me miró con lástima.

-Mañana -prosiguió- se recogerá este infeliz huérfano para entregarlo en el primer hospicio que encontremos en el camino.

Retirose el oficial, y Plobertin seguía poniendo en orden los platos. Observele a la luz de la linterna, y con gran sorpresa vi su rostro bañado en lágrimas.

-¿Qué tiene usted? -le pregunté.

Plobertin, por única respuesta, corrió hacia el Empecinadillo, y estrechándole en sus brazos, le besó con ardiente efusión.

-Es una mengua -dijo- que un soldado del imperio llore a moco y baba, ¿no es verdad? Pero no lo puedo remediar. Mis camaradas se han reído de mí. Al ver esta noche a vuestro niño el corazón se me ha derretido... Señor oficial, me muero de dolor.

Sin cuidarse de la comida que me servía, sentose ante mí, sosteniendo al chico sobre sus piernas cruzadas.

-Toma -dijo sacando del bolsillo varias golosinas-. Te voy a hacer un vestido de lancero y una espadita de hierro con su vaina y correaje. Me dejaré emplumar antes que permitir, como quiere el teniente Houdinot, que te quedes en un hospicio. ¡Ay, mi pequeño Claudio, corazón y alma mía! Mañana me pertenecerás. El pobre soldado, ausente de su hogar, triste y sin familia te llevará en sus brazos.

-¡Cuánta sensiblería! Ya sabemos que vuestro niño era como este.

-Sí -exclamó con intensa congoja-. Era   —206→   como este, era, señor oficial, pero ya no es. ¿No dije a usted que hoy esperábamos el correo de Francia? Pues el correo vino; ojalá no viniera. El corazón me anunciaba una desgracia. ¡Ay, mi hijo único, mi pequeño Claudio, el alma de mi vida está ya en el cielo!

Cubriéndose el rostro con ambas manos, lloró sin consuelo.

-En la Borgoña -añadió- el sarampión se está llevando todos los niños. El señor cura Riviere me escribe (porque mi esposa a causa de su desolación no puede hacerlo, además de que no sabe escribir), y me dice que el pequeño Claudio... mi corazón se despedaza. El pobre niño no se apartaba de mi memoria en toda la campaña. ¡Oh!, si yo hubiera estado en Arnay-le-duc mi pequeñín no hubiera muerto... ¡cómo es posible! Tiene la culpa el Emperador... ese ambicioso sin corazón... ¡Que Dios le quite al rey de Roma, como me ha quitado el mío!... Yo tenía mi rey de Roma, que no nació para hacer daño a nadie... ¡Pobre de mí! No tengo consuelo... Era rubio como este, con dos pedazos de cielo azul por ojos, y este aire tan marcial, esta gracia, esta monería. Cuando yo le tomaba en brazos para llevarle a paseo, me sentía más orgulloso que un rey y todos los papanatas de Arnay-le-duc se morían de envidia...

La congoja le impedía hablar. La cara del Empecinadillo se perdía en sus magníficas barbas, humedecidas por las lágrimas. Aquella personificación de la fuerza humana, aquel león, cuya sola vista causaba miedo, estaba   —207→   delante de mí, dominado y vencido por el amor de un niño.

-La semejanza -dijo- de este angelito con el mío es tanta, que me parece que Dios, después de llamar a mi pequeño Claudio al cielo, le envía a hacerme una visita. Como me den la licencia en Marzo, espero entrar en Arnay-le-duc con vuestro muñeco en brazos y presentarme en mi casa diciendo: «Señora Catalina, aquí le traigo. El buen Dios que sabía mi soledad, lo mandó a mi campamento. Has estado sola unos meses... Todo no ha de ser para ti... Ya estamos juntos los tres. Convidemos a todos los vecinos, celebremos una fiesta, pongamos a la cabecera de la mesa al cura Mr. Riviere, para que nos explique este milagro de Dios».

Después, y mientras el Empecinadillo comía, me miró fijamente y me dijo:

-Aquí hace bastante frío. Además, este chico os servirá de estorbo. ¿Por qué no me lo dais desde ahora?

-Sr. Plobertin -repuse-, este niño no se apartará de mí mientras yo viva: ¿verdad, lucero?

El Empecinadillo, saltando de los brazos del zapador, corrió a arrojarse en los míos.

-Ven acá, tunante -le dije-. Tú no quieres a los asesinos de papá... Dile a ese animal que se marche, que no quieres verle.

El niño miró a Plobertin con miedo y se aferró a mi cuello, juntando su cara con la mía.

-Os equivocáis, Sr. Plobertin -añadí- si   —208→   pensáis apoderaros de esta criatura luego que yo muera. Le dejaré en poder del comandante, el cual en su caballerosidad no permitirá que por más tiempo esté ausente de sus padres.

-¿No es vuestro?

-¡Qué desatino! ¿Habéis visto alguna vez que un oficial lleve sus hijos a la guerra?

-Muchas veces; en los ejércitos imperiales se han criado algunos niños.

-Este que veis aquí es hijo de los señores duques de Alcalá. Hallábase en poder de su nodriza en un pueblo de la Alcarria; quemaron nuestros soldados el lugar, recogiendo a este señor duquito; mas sabida por D. Juan Martín la elevación de su origen, ordenó que fuese entregado en Jadraque a la servidumbre del señor duque, que lo está buscando. Con este fin le llevábamos, cuando nos sorprendieron los renegados y los franceses. Yo le recogí del campo de batalla, a punto de ser pisoteado por la caballería.

Plobertin, hombre de poca perspicacia, creyó lo del ducado.

-Antes de morir lo entregaré al señor comandante para que lo retenga en su poder hasta que pueda ser puesto en manos de la gente del de Alcalá. Os advierto que el señor duque es partidario y amigo del rey José. Conque pensad si vuestro comandante tendrá cuidado de complacerle.

Plobertin lo creyó todo. Bestia de mucha fuerza, pero de poca astucia, no supo evitar el lazo que yo le tendía. Mirábame con asombro y desconsuelo.

  —209→  

-De modo que no hay pequeño Claudio para el Sr. Plobertin -añadí-. Sois un hombre sensible, un padre cariñoso; pero Dios ha querido probaros, y el consuelo que deseabais os será negado. Sin embargo (al decir esto acerqueme más a él) os propongo un medio para que adquiráis este juguete que tanto os agrada.

-¿Cuál?

-No puede ser más sencillo -le contesté con serenidad-. Dejadme escapar y os dejaré esta prenda.

Levantose con viveza el león y enfurecido me dijo:

-¡Que os deje escapar! ¿Qué habéis dicho? ¿Por quién me tomáis? ¿Creéis que somos aquí como en las partidas? ¿Creéis que los franceses nos vendemos por un cigarrillo como vuestros guerrilleros?... ¡Escapar! ¡Sólo Dios haciendo un milagro os salvaría!

-Sr. Plobertin, un buen soldado como vos ¿será cómplice del asesinato que se va a perpetrar en mí?

-¡Asesinato! -exclamó mostrándome sus formidables puños-. Que os salpiquen los sesos ¿a mí qué me importa? Lo mismo debieran hacer con todos los españoles, a ver si de una vez se acababa esta maldita guerra... Miradme bien, mirad estas manos. ¿Creéis que necesito armas contra un alfeñique como vos? Si lo dudáis y queréis probarlo, hablad por31 segunda vez de escaparos. Estando en Portugal con Junot, custodiaba a un preso. Quiso fugarse, le cogí el cuello con la izquierda y con la derecha   —210→   dile tan fuerte martillazo sobre el cráneo que ahorré algunos cartuchos a los tiradores que le aguardaban en el cuadro...

Luego quiso tomar en brazos al Empecinadillo, diciendo:

-Dame un beso, amor mío, que me voy. Despídete de tu querido papá.

El chiquillo se aferró a mi cuello con toda su fuerza, y ocultando el rostro, sacudió sus patitas que azotaron la cara del formidable zapador. Gruñendo y jurando alejose este, después de darme las buenas noches con muy mal talante.

La débil esperanza que me había reanimado por un momento, desaparecía.




ArribaAbajo- XXV -

Puse al Empecinadillo sobre mis rodillas, y le dije:

-Pobre niño, esperé que me salvarías; pero Dios no lo quiere.

Pareció que me comprendía y se puso a llorar.

-No llores, no llores... a ver, come de este pastel que el Sr. Plobertin ha traído para ti. Parece que está bueno.

La soledad y profunda tristeza en que me encontraba, me inducían a comunicarme con mi compañero, cual si fuese una persona capaz de comprenderme.

  —211→  

-Considera tú si no es una iniquidad lo que van a hacer conmigo. ¡Matarme, asesinarme...!, porque es un asesinato, hijo mío, ¿no lo crees así? ¿Qué he hecho yo? Servir lealmente a la patria. Esos esclavos de Bonaparte, que le obedecen como máquinas y le sirven como perros, no comprenden el sentimiento de la patria.

El Empecinadillo me miró con sus dulces ojos azules llenos de luz y expresión. Creyendo advertir en su mirada un categórico asentimiento a mi discurso, proseguí de este modo:

-¡Glorioso es morir sin culpa! ¡Gran premio del bien obrar, de la inocencia y de la virtud, es esa inmortalidad gozosa que la religión nos ha ofrecido, niño mío! Pero mi alma no está tranquila; mi alma no tiene bastante serenidad ni bastante entereza para afrontar los horrores del tránsito, y se apega un poco a la tierra. ¡Qué infeliz soy! Bien lo sabes tú. En mi vida agitada, triste y dolorosa, sin padres, sin familia, sin fortuna, obligado a luchar con el destino y a vivir con mis propios esfuerzos, sólo dos personas me han amado con desinteresado y santo cariño. Esas dos personas están a punto de ser víctimas de una infame acción, y aquí me tienes imposibilitado de socorrerlas, preso, dispuesto a morir, casi muerto ya. ¡Qué triste momento! ¿No me dices nada, no me consuelas?

El Empecinadillo se comía su pastel.

-Come, hermoso animalito, no tengas reparo de comer -continué-; aprovecha el   —212→   tiempo, aprovecha las horas de tu inocencia, estas horas en que siempre hallarás personas caritativas que te den el sustento, que te abriguen y consuelen. Pero crecerás, crecerás; la carga de la vida empezará a pesar sobre tus hombros hoy libres; ¡sabrás lo que son penas, luchas, fatigas y dolores!

Le abracé y besé con dolorosa emoción. Era la única forma viva del mundo delante de mí, y su pequeño corazón, que yo sentía palpitar entre mis brazos, parecía indicarme la despedida de los sentimientos que yo había logrado inspirar en la tierra. Le apretaba contra mí, como si quisiera metérmelo en el pecho.

-¿Me quieres mucho? -le pregunté.

-Sí -me respondió, añadiendo mi nombre, desfigurado por su media lengua.

-¿De veras me quieres mucho? -le pregunté de nuevo experimentando las más puras delicias al oírle decir que me amaba-. ¿Y quieres que me maten?

Movía la cabeza negativamente y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Yo experimentaba una angustia insoportable y el corazón se me deshacía. Nuevamente me sentí atacado de la desesperación, y levantándome impetuosamente y corriendo a la reja, intenté moverla con colosales esfuerzos. La reja, bien clavada en el muro no se movía, y aunque sus barrotes no eran muy gruesos, tenían la robustez suficiente para no ceder al empuje de manos humanas, aunque fueran las del zapador Plobertin.

-Y si pudiera romper esta reja -dije para   —213→   mí-, ¿de qué me serviría, si la salida de la huerta está cerrada, y todo custodiado por centinelas?

Corrí por la habitación como un demente; aplicaba el oído a la cerradura de la puerta, tocaba con mis manos las vigas del techo por ver si alguna cedía, golpeaba con violentos puntapiés las paredes. No había salida por ninguna parte.

En tanto mi compañero, bien porque tuviera frío, bien porque se asustara de verme en tan lastimoso estado de locura, empezó a llorar a gritos.

-Calla, mi niño, calla por Dios... -le dije-; tus llantos me hacen daño. ¡Plobertin va a venir y te comerá!

No me engañaba. Al poco rato sentí que descorrían los pesados cerrojos, y entraron un sargento que hacía de carcelero y tras él Plobertin muy irritado, diciendo:

-¿Por qué llora ese niño? Desde abajo le he sentido. Le estáis mortificando, señor oficial, y os las veréis conmigo... ¿Qué te ha hecho este judío, amor mío, qué quieres?

-Sr. Plobertin -dije-, hacedme el favor de no molestarme más con vuestras visitas. Me quejaré al comandante.

-Señor oficial -dijo él furiosamente-, os advierto que si seguís mortificando a la criatura, no podréis decirle nada al comandante, porque aquí mismo... Ya me conocéis... Contento está el comandante de vos... No entro de guardia hasta la madrugada; estaré abajo; y si siento llorar otra vez al pequeño   —214→   Claudio... Sin duda os habréis comido las golosinas que traje para él...

-Vámonos, Plobertin -dijo el sargento-. El comandante ha mandado que se le deje tranquilo.

Se fueron. El muchacho calló. Arropándole para que durmiera, le dije:

-Empecinadillo, no hay más remedio que resignarse a la muerte. Duerme, niñito mío; recemos antes. ¿Sabes rezar?

Sus labios articularon dos o tres vocablos de los más feos, atroces e indecentes de nuestra lengua.

-Eso no se dice, chiquillo. ¿Mamá Santurrias no te ha enseñado el Padre nuestro, ni siquiera el Bendito?

Me contestó en la lengua que sabía.

-Chiquillo, ¿tú no sabes que hay un Dios, el que te da de comer, el que te ha dado la vida, el que ahora ha dispuesto que me la quiten a mí?

Esto no lo entendía, y me miraba atentamente. En mi pecho se desbordaba el sentimiento religioso, y mi alma, en su exaltación, buscaba otra alma que armonizase con ella, que la acompañase, guiándola en su misterioso vuelo.

-Empecinadillo -proseguí sin caer en la cuenta de que hablaba con un niño-, recemos. Dios dispone del destino de las criaturas. Dios da la vida y la muerte. Yo elevo mi espíritu al Supremo bien, y le digo: «Señor que estás en los cielos, recíbeme en tu seno».

El huérfano, repentinamente atacado de   —215→   una jovialidad inagotable, pronunciaba, recalcándolas con complacencia infantil, las palabrotas de su repertorio. Yo quisiera poderlas copiar; pero el pudor del lenguaje me lo veda, quitando todo su interés a la escena que describo.

-Niñito mío -le dije-, olvida esas barbaridades que te han enseñado. Pero eres un ángel, y en tu boca el fango es oro. Pide a Dios por mí. ¿Tú sabes quién es Dios?

Sin responder nada, miraba al techo.

-Dios está arriba -añadí-, encima del cielo azul, ¿sabes? Recemos juntos, y pidámosle piedad para la desgraciada víctima de las pasiones de los hombres... Pero tú no entiendes esto... Duérmete, pobrecillo, que es locura hacerte participar de mi congoja.

Quise rezar solo y no podía, porque no se puede rezar mintiendo. Las palabras formuladas en mi pensamiento, sin pasar a la boca, expresaban piadosa resignación con la muerte; pero la voz de mi corazón repetía dentro de mí con estruendo más sonoro que el eco de cien tempestades: «quiero vivir».

-Empecinadillo -grité dando rienda suelta a mi dolor-, no duermas, no, no me dejes solo. Pidamos a Dios que me dé la libertad y la vida.

El niño abrió los ojos y me habló... como él sabía hablar.

-¡No blasfemes, por piedad! -exclamé horrorizado-. ¡Dios mío! Las palabras de los hombres, ¿llegan hasta ti?

Mi compañero sacó los brazos de su envoltorio,   —216→   y empezó a dar palmadas y a reír.

-¿Por qué ríes, ángel? Tu risa me causa inmenso dolor.

Arrojose sobre mí, besándome y acariciándome.

Después me dio varias bofetadas, que acepté sin ofenderme. Le cogí en brazos, y mi mano chocó con un cuerpo extraño, que anteriormente había tocado; pero en el cual hasta entonces, por circunstancias especiales del espíritu, no fijara yo la atención. Con avidez registré las ropas, mejor dicho, los envoltorios que cubrían al Empecinadillo, y encontré una cavidad, un inmundo bolsillo lleno de baratijas. Saquélo todo, y vi un pedazo de cazoleta, un cordón verde, dos o tres botones, una corona arrancada a un bordado y una lima, un pedazo de lima como de cuatro pulgadas de largo, bastante ancha, con diente duro y afilado.

Un rayo de luz iluminó mi entendimiento. ¡Una lima! Era fácil limar uno o dos de los hierros de la reja y desengranar los demás. Levanteme de un salto... Me creía salvado, y di gracias a Dios con una sola frase, con una exclamación pronunciada por todo mi ser... Corrí a la reja... probé la herramienta... Era admirable, y comía el hierro con su bien templada dentadura.

-¿De dónde has sacado esto? -pregunté al Empecinadillo.

-Mocavelde -me contestó.

-Ya... se la robaste a Moscaverde32, el cerrajero de la partida... Hiciste bien... Dios bendiga   —217→   tus manos de ángel. Duérmete ahora que voy a trabajar, y cuidado cómo lloras.




ArribaAbajo- XXVI -

Empecé mi tarea. El hierro cedía fácilmente; pero la faena era larga, y no parecía fácil terminarla en toda la noche, a pesar de no ser grande el grueso de las barras. Yo calculé que si lograba arrancar dos, estas me servirían de palanca para quitar las otras. Fiando en Dios, cuya protección creí segura, no calculé que una vez abierta la salida, encontraría después obstáculos quizás más difíciles de vencer. Tenía a mi favor algunas circunstancias. El furioso viento que había empezado a soplar entrada la noche, impedía a mis carceleros oír el chirrido de la lima. Además la lluvia glacial que inundaba la tierra, ¿no haría perezosos a los centinelas? ¿No era probable que se retirasen, que se durmieran, que se helasen o que se los llevara el demonio?

-¡Dios está conmigo! -exclamé-. Adelante... Veremos lo que dice Plobertin, si logro escaparme. Aquí le dejaré su pequeño Claudio, mi ángel tutelar, mi salvador.

Al mismo tiempo examinaba la configuración del terreno en lo exterior. Como a tres varas de la reja había un balcón largo y ruinoso, el cual estaba a bastante altura sobre el suelo, a diez varas próximamente según observé   —218→   desde arriba. Aquella fachada daba a una huerta triangular: por el costado derecho la limitaba una construcción baja, que debía ser granero, cuadra o almacén, y por el izquierdo un muro de tres varas de alto daba a un patio donde los franceses jugaban a la pelota durante el día. En el ángulo del fondo había una puerta, por la cual podía salirse (siempre que estuviese abierta) a una pequeña explanada, donde había una choza que servía de garita al centinela. En aquel momento no podía distinguir los objetos a causa de la oscuridad de la noche; pero durante el día había visto que detrás de aquel muro había un precipicio. La casa como todo el pueblo de Rebollar estaba construida sobre una gran peña al borde de la honda cuenca del Henares.

-Necesito hacer una cuerda -dije para mí-. De aquí al balcón es fácil saltar; pero del balcón al suelo necesito ayuda... me escurriré por la huerta, para lo cual me favorecen las matas... y luego entra lo difícil, saltar la tapia por el ángulo... El declive que baja al Henares no será muy rápido y podré descender a gatas... En tal caso, la operación puede hacerse sin que me vea el centinela que debe estar en aquella choza de la explanada. Ánimo, Dios es conmigo. Señora condesa, Inés de mi vida, rogad a Dios por mí. Llegaré a tiempo a Cifuentes...

Las manos me sangraban, heridas por los picos de la lima rota; pero seguía en mi trabajo, deteniéndome sólo cuando calmado el viento, reinaba en torno a la casa el grave   —219→   silencio de la noche. Me parecía que no sólo mis manos, sino mis brazos, eran una lima, y que mi cuerpo todo estaba erizado de dientes de acero. Rascaba sin descanso el hierro, que oxidado por algunas partes, cedía blandamente.

Al fin establecí la solución de continuidad en una de las barras; pero no pude arrancarla, por estar engastada en las otras. La ataqué por otra parte, y al fin a eso de la media noche quedó en mis manos. Usela como palanca; mas no me fue posible adelantar nada; emprendila con otra barra, y al fin, señores, al fin, después de esfuerzos inauditos, cuando hirieron mis oídos las campanadas de un reloj lejano que marcaba las tres, la reja estaba en disposición de dar salida al pobre prisionero.

Faltaba la cuerda. Con la misma lima, desgarré en anchas tiras mi capote, quedándome completamente desabrigado. No siendo ni con mucho suficiente, tomé la manta del Empecinadillo, y con los diversos lienzos torcidos y anudados convenientemente, fabriqué una cuerda que bien podía resistir el peso de mi cuerpo. No hay que perder tiempo. ¡Afuera! -exclamé con toda mi alma.

Pero una contrariedad inesperada me detuvo. El Empecinadillo, sintiéndose sin abrigo, empezó a llorar; a dar gritos como los que a prima noche habían hecho subir al fiero zapador Plobertin.

-Estoy perdido -dije acariciándole-. Por Dios y por todos los santos, Empecinadito de   —220→   mi alma, si gritas soy perdido. Calla, calla, desgraciado.

Pero no callaba, y yo ardía en impaciencia y temblaba de terror.

-Calla -repetí-. Pero, hombre, no seas cruel; hazte cargo de que me pierdes. ¿No ves que quiero escaparme? ¿No ves que me van a matar? Fuiste mi salvación y ahora me pierdes.

Cuando le tomé en mis brazos, calló; pero desde que le abandonaba, su voz de clarinete atronaba la estancia. Había que optar entre estos dos extremos; o dejarle allí tapándole la boca, lo cual equivalía a matarle, o llevármelo conmigo. Fueme preciso tomar esta resolución, que no dejaba de ofrecer algún peligro. El infeliz comprendió que yo me marchaba y se colgó de mi cuello, adhiriéndose a mí con brazos y piernas.

Semejante carga me molestaba en mi huida; pero la acepté con gusto. No me fue difícil saltar al balcón; pero del balcón a la huerta el descenso fue bastante penoso, porque mis manos ensangrentadas y ateridas de frío, empuñaban con torpeza la cuerda. Debilitado también mi cuerpo por el insomnio y el no comer, hallábame en estado poco a propósito para la aventura; mas la ansiedad y el deseo de verme libre avivaban mis fuerzas.

En la huerta me detuve un instante. Cuando paraba el mugido del viento, el silencio era profundo. No se sentía rumor alguno de voces humanas. Avanzando despacio por entre las matas sin hojas, hundíanse mis pies en el lodo, y   —221→   en tan poco tiempo la lluvia me había empapado la ropa. Seguía con precaución hasta el ángulo final y allí observé que la choza que servía de garita en la explanada de la derecha estaba ocupada por un centinela. Le sentí toser y vi el débil fulgor de una pipa encendida. A pesar de esto se podía escalar la tapia por el ángulo y saltar afuera, siempre que hubiese terreno donde poner los pies del otro lado.

Estreché a la criatura contra mí. Con los ojos le mandé callar, y el pobrecito, participando de mi ansiedad, apenas respiraba. Escalé la tapia, valido de la fuerte cepa de una parra que en ella se apoyaba, y al llegar al borde, donde me puse a horcajadas, el espanto y la desesperación se apoderaron de mí. ¡Maldición y muerte!

Era imposible saltar afuera, porque del otro lado de la tapia no había terreno, sino un precipicio, un abismo sin fondo. Levantada la pared en la cima de la roca, desde los mismos cimientos empezaba un despeñadero horrible, por donde ni el hombre ni ningún cuadrumano, como no fuera el gato montés, podían dar un paso. El agua de la lluvia, al precipitarse por allí abajo de roca en roca, entre la maleza y los espinos producía un rumor medroso, semejante a quejidos lastimeros. El burbujar de la impetuosa corriente, la presteza con que el abismo deglutía los chorros, indicaban que el cuerpo que por allí abajo se aventurara sería precipitado, atraído, despedazado, masticado por las rocas y engullido   —222→   al fin por el hidrópico Henares en menos de un minuto.

El borde, a pesar de la oscuridad, se veía perfectamente: lo demás se adivinaba por el ruido. Allá abajo el murmullo y zumbido de un hervidero indicaban el Henares, hinchado, espumoso, insolente riachuelo que se convertía en inmenso río por la lluvia y el rápido deshielo.

Comprendí la imposibilidad de saltar por allí, a menos que no quisiese suicidarme. No había más salida que por la derecha, saltando a la explanada. Era esta pequeña y había en ella dos cosas, un cañón y la choza del centinela. Saltar cuidadosamente, deslizándose sin ruido a lo largo del muro, y escurrirse por detrás de la choza, era cosa dificilísima, pero no imposible del todo. Aunque la abertura de la garita daba frente a frente a la tapia, restaba aún la esperanza de que el centinela se durmiese. ¡Oh, Dios magnánimo y misericordioso! Si se dormía, yo podía escaparme.

Avancé, pues, cuidadosamente por lo alto del muro, con peligro de resbalar sobre los húmedos ladrillos. Entonces comprendí cuán mal había hecho en traer al Empecinadillo, que estorbaba mis movimientos, cuando debían ser flexibles y resbaladizos como los de una culebra. Por un momento se me ocurrió dejarle en la huerta; pero esta idea fue prontamente desechada. Resolví perecer o salvarme con él.

Por fin llegué a traspasar el espacio en que las ramas de un árbol seco me resguardaban de la vista del centinela. Halleme cerca de la   —223→   garita, y me agaché para ocultarme todo lo posible. Si en aquel instante supremo el centinela no me veía, era señal evidente de que Dios había cerrado sus ojos con benéfico sueño. Medí con la vista el espacio que me separaba del piso de la explanada, y lo hallé corto. Podía saltar sin peligro, sosteniéndome con las manos en las junturas de los ladrillos, aun a riesgo de perder la mitad de los dedos. Observé el interior de la garita. Estaba oscura como boca de lobo, y no se distinguía nada en ella.

Ya me disponía a saltar, cuando una voz colérica me hizo estremecer gritando:

-¡Eh! ¡Alto!, ¿quién va?

De la garita salió un hombre alto, fuerte, terrible. El terror que su vista me causara en aquel momento, en aquel lugar, le engrandeció tanto a mis ojos, que creí ver la punta de su sombrero tocando el cielo. El obstáculo que me detenía era tan grande como el mundo... Quedeme helado y sin movimiento. Ya no había esperanza para mí, y cuando el coloso me apuntó con su fusil, exclamé reconociéndole:

-¡Fuego, Sr. Plobertin! Tirad de una vez.

El Empecinadillo había roto el silencio.

-Os escapáis... ¿Lleváis el muñeco con vos? -dijo el zapador dejando de apuntarme-. Ahora mismo os volveréis por donde habéis venido;¡sacrebleu! Agradeced a esa criatura, pegada a vuestro cuerpo, que no os haya dejado seco de un fusilazo... Adentro pronto; bajad a la huerta, o aquí mismo... Hombre   —224→   cruel y sin caridad, ¿no veis que ese niño va a morir de frío?... Ya os ajustaremos las cuentas. ¡Adentro!

-Sr. Plobertin, volveré a mi prisión: no os sofoquéis. Estos ladrillos son resbaladizos, y es preciso andar con precaución sobre ellos.

-¿Habéis roto la reja? ¡Por la sandalia del Papa, os juro!... Si os hubieran despachado esta mañana como yo decía...

-He escapado por un milagro, ¡por un milagro de Dios! Vuestro pequeño Claudio me ha salvado.

El soldado se acercó a la tapia con actitud que más indicaba curiosidad que amenaza.

-Yo estaba durmiendo -continué- cuando me despertó una música sobrenatural. Vi al pequeño Claudio delante de mí, rodeado de otros ángeles de su tamaño y todos inundados en una celeste luz, de cuyos resplandores no podéis formar idea, Sr. Plobertin, sin haberlos visto. Corrieron todos a la reja y el pequeño Claudio, con sus manecitas delicadas, rompió los hierros cual si fueran de cera. La visión desapareció en seguida, recobrando el muñeco su forma natural. Quise huir solo; pero vuestro niño se pegó a mí con tanta fuerza, que no pude separarle. Dios lo ha puesto a mi lado para que perezca o se salve conmigo.

No podía distinguir las facciones de Plobertin, pero por su silencio comprendí que experimentaba cierto estupor. Cuando esto dije desliceme trabajosamente hacia el sitio desde donde había explorado el despeñadero, y exclamé:

  —225→  

-Sr. Plobertin, no he salido de mi encierro para volver a él. Si no me permitís la fuga estoy decidido a morir. Dad un paso hacia mí, hacedme fuego, llamad a vuestros compañeros, y en el mismo instante veréis cómo me precipito en este abismo sin fondo. Estoy resuelto a salvarme o a morir, ¿lo oís bien, Sr. Plobertin?, ¿lo oís?... En cambio si me dejáis escapar, os devolveré a vuestro pequeño Claudio, para que gocéis de él toda la vida. Decidlo pronto, porque hace mucho frío.

-Gastáis bromas muy raras. ¿Me juzgáis capaz de creer tales simplezas?

-Imbécil -exclamé con exaltación, y poseído ya del vértigo que a la vez el abismo y la muerte producían en mí-. Tu alma de verdugo es incapaz de comprender una acción semejante. Prefiero darme la muerte a caer otra vez en tus manos.

-¡Alto, bergante! -me dijo-. No deis un paso más y hablaremos... Bajad a la huerta y yo entraré en ella.

Al instante abrió la puerta que comunicaba la explanada con la huerta, y se puso junto a la tapia y debajo de mí. Estirándose todo, alargó la mano y tocó el pie del Empecinadillo.

-Está muerto de frío -dijo-. Dádmelo acá.

-Poco a poco -repuse-. Va conmigo a visitar la corriente del Henares. Apartaos de la tapia y respondedme sin pérdida de tiempo si puedo contar con vuestra bondad.

-Soy un hombre que nunca ha faltado a   —226→   su deber -dijo-. Sin embargo, os dejaré marchar. ¿Cómo saltasteis del balcón?

-Con una cuerda.

-Pues bien, poned la cuerda en el tejado de los graneros, para que mañana crean que os fugasteis por las eras del pueblo.

-Es un trabajo penoso del cual podéis encargaros vos, Sr. Plobertin. La ocurrencia es hábil y no podrán acusaros mañana.

-Pero dadme acá ese bebé que se muere de frío. Le subiré otra vez a la prisión para que se crea que le dejasteis allí.

-Muy bien pensado; pero no me fío de vos.

-Cuando Plobertin da su palabra... Os digo que podéis huir tranquilo. Yo os indicaré la vereda.

-Jurádmelo por vuestro niño muerto, por la señora Catalina, por el alma de vuestros padres.

-Yo soy un hombre de honor, y no necesito jurar; pero si os empeñáis lo juro... Echad acá ese muchacho.

-Es que todavía necesito deciros algunas condiciones que había olvidado.

-Acabad.

-Necesito un capote; he hecho trizas el mío y me voy a helar por esos campos... Dadme el vuestro.

-No sois poco melindroso... Bien, ¡rayo de Dios!, os daré el capote.

-Necesito algo más.

-¿Más?, a fe que sois pesado.

-No puedo emprender mi camino sin algún   —227→   arma para defenderme. ¿Tenéis una pistola?

-El demonio cargue con vos... No sé cómo tengo paciencia y no os dejo que os estrelléis por ahí abajo... ¿Y para qué queréis la pistola?

-Para lo que os he dicho, y además para que me sirva de defensa contra vos, si me hacéis traición. En cuanto chistéis a mi lado os levantaré la tapa de los sesos.

-¡Dudar de mí! No sois caballero como yo. Dejad caer el muchacho sobre mis brazos y tendréis la pistola.

-Si os parece bien, dadme el arma primero.

-¡Tomadla, con mil bombas! -exclamó sacándola de la pistolera y alargándomela cogida por el cañón.

-Parece cargada... bien. Ahora hacedme el favor de ir al otro extremo de la huerta y dejar allí vuestro fusil.

Plobertin hizo lo que le mandaba. Cuando volvió al pie de la tapia, bajé sin cuidado y le dije:

-Tened la bondad de marchar delante de mí. Si gritáis o intentáis engañarme os haré fuego. Cuando esté fuera del campamento cambiaremos el muñeco por el capote. En marcha.

Plobertin abrió la puerta, seguile y me condujo a una vereda por donde podía fácilmente huir sin necesidad de atravesar el Henares, rodeando el pueblo para subir a la sierra.

-Tomad vuestro niño -le dije cuando me   —228→   creí seguro-. Dios lo resucita y os lo devuelve en pago de vuestra buena obra... Escribid a la señora Catalina el hallazgo y dadle memorias mías. Es una excelente señora, a quien aprecio mucho.

-¡Ah, no sabéis bien todo lo que vale! -dijo con la mayor sencillez.

-Adiós, vuestro capote abriga bien... No os olvidéis de poner la cuerda en el tejado de la cuadra. No os acusarán de mal centinela. Decidme: ¿el señor de Santorcaz ha salido para Cifuentes?

-Sale al rayar el día.

-Quedad con Dios.

Un momento después, yo corría por la sierra buscando el camino de Algora.




ArribaAbajo- XXVIII -

La lluvia había disminuido un poco; pero los senderos estaban intransitables. Además, no era fácil atravesar la sierra sin perderse, y a cada instante corría peligro de caer en poder de los destacamentos franceses. Esperaba hallar auxilio en los caseríos no ocupados por el enemigo y quien me proporcionase lo más necesario, es decir, ropa seca, comida, armas y sobre todo un caballo. Caminé largo trecho sin encontrar a nadie, y ya de día como sintiese ruido de cabalgaduras, aparteme de la senda y   —229→   oculto tras un matorral observé quién pasaba. Eran españoles y franceses, a juzgar por algunas voces de los dos idiomas que oí desde mi escondite, y figurándome serían renegados les dejé pasar ocultándome mejor hasta que les consideré bastante lejos. Su paso, sin embargo, fue un bien para mí, porque me sirvió de guía, y algunas horas después salí de la sierra, pisando el camino real.

Pedí hospitalidad en una casucha donde había un anciano inválido y una mujer joven, ambos muy afligidos por las vejaciones que sufrieran de los franceses el día anterior, y cuando les conté cómo había escapado, con gran gozo diéronme de comer y alguna ropa que troqué por la mía húmeda y desgarrada. Pero no pudieron proporcionarme lo que más deseaba, y los dejé, continuando mi marcha hacia el Mediodía.

En un caserío cerca de Algora encontré algunos españoles, a quienes al punto conocí. Eran de la partida de Orejitas. Nos felicitamos por el encuentro y me dieron noticias de don Juan Martín.

-Dicen que D. Juan vive y ha ido con algunos hacia la sierra -me dijo uno-. Está juntando la gente, y nosotros vamos en busca suya. Orejitas está herido y D. Vicente no tiene novedad.

-Pues vamos todos allá -repuse-. ¿Decís que hacia Cifuentes?

-No; en Cifuentes está el francés.

-De todos modos, amigos míos, yo quisiera que me proporcionarais un caballo.

  —230→  

-¡Un caballo! Por medio daríamos nosotros un ojo de la cara.

-Entremos en esta casa a tomar un bocado.

-¡Muchachos, a correr! -gritaba uno viniendo con precipitación hacia nosotros-. ¡Que vienen, que vienen!

-¿Quién viene?

-Los franceses.

-¿Cuántos son?

-Diez.

-Nosotros seis -dije contando las filas-. Tenemos buenas armas. Pero ¿dónde están esos señores?

-Acaban de entrar en el pueblo -añadió el mensajero- y se han metido en la posada junto al molino. Son de caballería.

-Pues ataquémosles, muchachos -exclamé resuelto a todo-. Si hay alguno entre nosotros que prefiera hacer a pie la jornada, que se retire.

-Esto debe pensarse -dijo uno, que era sargento veterano en la partida-. Perico, ¿los has visto tú, o tu miedo?

-¡Los he visto!

-¿Han dejado los caballos y se han metido en la posada para comer y beber?

-No: están en el corralón, todos a caballo, trasegando el tinto. Parece que van a seguir su camino. Son tiradores. Llevan carabina, sable y pistola. Da miedo verles.

-¡A ellos! -grité sin saber lo que decía-. Les quitaremos los caballos.

-Están prevenidos -repuso el sargento-. Pero por mí no ha de quedar. Vamos allá.

  —231→  

-¿El posadero es nuestro?- pregunté.

-No; pero su mujer es capaz de cualquier cosa.

Algunos, considerando altamente peligrosa la hazaña, no querían seguirme. Pero al fin, echándoles en cara su cobardía, pude convencerles, y desviándonos del camino nos metimos en el pueblo por las callejas del Norte, acercándonos sigilosamente a la posada y al molino del señor Perogordo. Entramos por una puerta excusada que nos condujo a la cocina y desde allí subimos a la parte alta del edificio para explorar las fuerzas enemigas y escoger posición. Miraba yo hacia el patio por un ventanillo abierto en la alcoba de la señora Bárbara, esposa de Perogordo, mientras los compañeros aguardaban mis órdenes en la pieza inmediata, cuando sentí que por detrás me tiraban del capote. Al volverme vi a la señora Bárbara que en voz baja me dijo:

-¿Se atreven ustedes a mandar al infierno a esos herejes?

-De eso me ocupaba, señora -repuse observando a los franceses que estaban a caballo en el patio, recibiendo el vino que les servía el criado de Perogordo.

-En la cocina -añadió la posadera- tengo un gran calderón de agua hirviendo. Lo puse al fuego para pelar el cerdo que matamos esta mañana; pero voy a rociar con él a esos marranos.

-No se precipite usted -dije deteniéndola-, porque puede malograrse el patriótico pensamiento de arrojar el agua.

  —232→  

-Aquí tiene usted la escopeta de mi marido, el hacha, el cuchillo grande y dos pedreñales.

-¡Magnífico arsenal!

Entró el Sr. Perogordo, diciendo:

-Es preciso tener prudencia. Esos condenados me quemaran la casa.

-Eres un mandria, Blas -repuso la señora Bárbara-. Si les hubieras echado en el vino esos polvos que te dio el boticario para los ratones, reventarían todos, sin necesidad de hacer aquí una carnicería. Te veo yo muy agabachado, Blas... Ea, tengamos la fiesta en paz.

-Señor oficial -me dijo Perogordo-, lo mejor será que usted y los suyos salgan al camino para esperar fuera a los franceses.

-Señor Perogordo -repuse-, haré lo que me convenga para acabar con ellos. Tienen magníficos caballos que nos hacen mucha falta.

-¡Qué bien parlado! -exclamó la posadera-. Estos tres que están bajo la ventana grande, parece que están pidiendo el agua del Santo Bautismo. Voy allá.

Y diciendo y haciendo, la diligente y más que diligente patriota señora Bárbara corrió a la habitación inmediata, y empuñando las asas de un enorme caldero de agua caliente, que poco antes había subido, vaciolo por la ventana sobre los cuerpos de los franceses, que, a pesar del frío no recibieron con agrado aquel sistema de calefacción. Oyéronse gritos horribles, relincharon con espantoso alarido los caballos, y en el mismo instante, mi gente empezó a   —233→   hacer fuego desde las ventanas altas, mientras doña Bárbara, su hija y la criada arrojaban con esa presteza propia de las mujeres feroces, ladrillos, piedras y cuanto habían33 a la mano.

-Cese el fuego -grité furioso-, abajo todo el mundo. Atacarles cuerpo a cuerpo.

Corrimos abajo y la emprendimos con los imperiales, embistiéndoles con tanta energía, que no pudieron resistir mucho tiempo. Además de que la sorpresa les tenía desconcertado, tres de ellos habían quedado incapaces de defensa, con el horrible sacramento administrado por la atroz posadera. Los caballos les estorbaban dentro del corralón. Alguno echó pie a tierra y nos recibió a sablazos, descalabrando con fuerte mano a todo el que se acercaba; pero al fin pudimos más que ellos, porque la gente del pueblo acudió con hoces y azadas, y la señora Bárbara con su hija se dio la satisfacción de arrastrar a uno hasta el brocal del pozo34 arrojándole dentro, sin duda para curarle con agua fría las heridas ocasionadas por la caliente.

Cuatro de ellos huyeron, corriendo a uña de caballo y los demás o quedaron fuera de combate, o se dejaron maniatar para permanecer allí como prisioneros de guerra, bajo la vigilancia de la señora Bárbara.

Perogordo se me acercó después del combate, y con gran aflicción me dijo:

-Señor oficial, ¿y quién me paga el gasto? Esa loca de mi mujer tiene la culpa de todo. Detrás de estos franceses vendrán otros, porque ahora dominan en el país, y ¡pobre casa mía!

  —234→  

Pero yo no me cuidaba de contestarle, y recogiendo del campo de batalla un sable, dos buenas pistolas y una escopeta, monté en el caballo que me pareció mejor. En el mismo momento agolpose la gente del lugar en la portalada del corralón, y mirando todos con espanto hacia lo alto del camino, decían:

-¡Los franceses, los franceses!...

En efecto, venían en la misma dirección que yo había seguido; pero no eran dos ni tres, sino más de cincuenta. No quise detenerme a contarlos, y picando espuelas lancé mi caballo a toda carrera por el camino abajo en dirección a Cifuentes.

-Cuatro leguas largas hay de aquí allá -decía para mí-. Aunque el caballo está cansado, podré recorrerlas en dos horas. Esos que entraban en Algora cuando yo salía, deben ser Santorcaz y algún destacamento que les acompañe. Llegaré antes que ellos a Cifuentes y podré, si no ponerlas a salvo, al menos prevenirlas. Vuela, caballo, vuela.

Pero el caballo, desobedeciendo mis órdenes, no volaba, y un cuarto de hora después de la salida, ni siquiera corría medianamente. Al fin dio en la flor de pararse, insensible al látigo, a la espuela y a los denuestos, y sólo con blandas exhortaciones podía convencerle de que me llevase al paso y cojeando. Mi ansiedad era inmensa, pues temía verme alcanzado y cogido por los franceses que castigarían inmediatamente en mí la escapatoria de Rebollar   —235→   y la diablura de Algora. Apenas había andado una legua después de hora y media de marcha, cuando llegué a un caserío donde ofrecí cuanto llevaba (la suma no era ciertamente deslumbradora), si me proporcionaban un caballo; pero todo fue inútil. Imposibilitado de marchar con rapidez, seguí, resuelto a abandonar la cabalgadura y a internarme en el monte, en caso de que me viera en peligro de caer en manos de los que venían detrás.

Era cerca de media tarde, cuando sentí el trote vivo del destacamento que había entrado en Algora mientras yo salía; hundí las espuelas a mi caballo; mas el pobre animal, que apenas podía ya con el peso de su propio cuerpo, dio con este en tierra para no levantarse más. A toda prisa me aparté del camino. Cuando pasaron cerca sorprendiéronse de ver el animal en mitad del camino; algunos sospecharon que yo estaría oculto en los alrededores y les vi abandonar la senda como para buscarme; pero sin duda no faltó entre ellos quien creyese más oportuno seguir camino adelante, y en efecto, siguieron. Distinguí perfectamente a mosén Antón.

Después de este suceso perdí toda esperanza. Ya no podía llegar a tiempo a Cifuentes. Mi desesperación y rabia eran tan grandes que eché a correr camino abajo deseando seguir a los jinetes. Mi sangre hervía, mi corazón iba a estallar, rompíase mi cerebro en mil pedazos y el sofocado aliento me ahogaba. Arrojeme en el suelo, maldiciendo mi suerte y evocando en mi ayuda no sé qué potencias infernales.   —236→   Mis ojos distinguían por todos lados inmenso horizonte y en toda aquella tierra no había un caballo para mí. Fijé la vista en el fango del camino y todo él estaba lleno de las huellas que deja la herradura. ¡Tanto animal yendo y viniendo y ni uno solo para mí!

Aún entonces conservaba alguna esperanza.

-Ellos se detienen mucho en los pueblos -me dije-. Beben y comen en todos los mesones. Si se detuvieran más de tres horas en otra parte quizás no lleguen a Cifuentes hasta la noche. De aquí a la noche bien pueden andarse cuatro leguas. Ánimo, pues.

Seguí adelante. En el camino unos pastores dijéronme que el Empecinado y D. Vicente Sardina habían pasado muy de mañana por la sierra y que caminaban hacia Yela. Pregunté sobre los atajos que podrían llevarme más pronto a Cifuentes; pero sus noticias eran tan vagas que juzgué prudente seguir por el camino para no perderme. Avanzando siempre encontré antes de llegar a Moranchel un obstáculo en que hasta entonces no había pensado, un obstáculo invencible y aterrador, el Tajuña, bastante crecido para que nadie intentase vadearlo. La barca estaba al otro lado abandonada y sola.



  —237→  

ArribaAbajo- XXIX -

Senteme en una piedra junto al río y pensé en Dios. Al punto vino a mi memoria la Caleta de Cádiz y mi habilidad natatoria. Extendí la vista por la superficie del agua: agitome una bullidora inquietud, y aquella fuerza secreta que me impelía a seguir adelante, redoblose en mí. Pensarlo era perder el tiempo. Arrolleme el capote en torno al cuello, abandoné la escopeta, y cogiendo el sable entre los dientes me lancé al agua.

Los primeros pasos en ella me dieron esperanza; pero al poco rato sentime transido de frío; mis pies fueron dos pedazos de inmóvil hielo, mis piernas rígidas no me pertenecían y en vano se esforzaba la voluntad en darles movimiento. Aquella muerte glacial invadía mi cuerpo subiéndome hasta el pecho. Tendiendo la vista con angustia a las dos orillas, vi mas cerca aquella de donde había partido: mis brazos remaron en el agua para acercarme a ella: hice esfuerzos terribles; pero no podía llegar porque la corriente me arrastraba río abajo además la masa de agua profunda me chupaba hacia adentro. Recordando sin embargo que la serenidad es lo único que puede salvar en tales casos, me esforcé por adquirir tranquilidad y aplomo. Felizmente aún podía disponer de los brazos; trabajé poderosamente con ellos;   —238→   pero aquella orilla no se aproximaba a mí tanto como yo quería. Por fin ¡Dios misericordioso!, una rama que besaba las aguas estuvo al alcance de mí. Agarrándome a aquella mano del cielo que me salvaba, pude al cabo pisar tierra. Había perdido el capote en el agua y me moría de frío en la misma ribera de donde partí.

A pesar de tan horribles contratiempos, la tenacidad de mi propósito era tan grande que aún creí posible seguir mi camino. Sin embargo mi estado era tal que si no me guarecía bajo techo, estaba en peligro evidente de perecer aquella noche. Y la noche venía a toda prisa, lóbrega, húmeda, helada, espantosa. Miré en derredor y no vi casa, ni cabaña, ni choza, ni abrigo. Estaba desamparado, completamente solo en medio de la naturaleza irritada contra el hombre. Todo en torno mío tendía a exterminarme y no podía considerar sino que aquel suelo, aquel viento, aquellas pardas nubes venían contra mí.

Otro hubiera cedido, pero yo no cedí. Tenía delante el aparato formidable de la naturaleza y de las circunstancias que me decían «de aquí no pasarás»; mas ¿qué vale esto al lado del poder invencible de la voluntad humana, que cuando da en ser grande, ni cielo ni tierra la detienen?

Corrí para vencer el frío; pero las articulaciones me lo impedían con su agudo dolor. Procurando animarme, hablé conmigo en voz alta y canté, como los niños cuando tienen miedo. El sonido de mi propia voz me halagaba en aquella soledad horrorosa y a ratos sentía   —239→   no ser dueño de mi pensamiento. Corriendo en diversas direcciones vencí un poco el frío; pero las ropas empapadas no querían secarse. Me parecía que llevaba todo el Tajuña encima de mí.

Después que cerró completamente la noche, sentí ruido de voces.

-Gracias a Dios que está habitado el planeta -dije para mí-. El género humano no ha concluido.

Las voces sonaban del otro lado del río hacia la barca.

-Alguien pasa el río -exclamé con alegría-. Dejarán la barca en este lado y podré pasar después.

Al punto conocí que eran franceses, porque algunas palabras llegaron hasta mí. Escondime aguardando a que pasaran... ¡Ay! ¡Cómo bendije su aparición! ¡Con qué gozo sentí el suave rumor del agua agitada por la pértiga! ¡Cómo conté los segundos que duró el viaje y los que emplearon en desembarcar y marcharse! Pero se me heló la sangre en las venas, cuando vi desde mi escondite que uno de ellos quedaba en la embarcación, y que otro de los que se alejaron le dijo:

-Espera ahí, pues volveremos antes de media noche. Que la barca no se mueva de esta orilla.

El peligro, sin embargo, no era invencible. Un hombre no es un ejército. Acerqueme lentamente a la orilla, miré a la barca y vi a mi marinero dispuesto a pasar bien la noche, abrigado en su capote.

  —240→  

-No hay tiempo que perder -dije-, echémonos encima.

En efecto de buenas a primeras, llegueme a él y le di un sablazo de plano sobre la espalda. Saltó el maldito gritando:

-¿Quién va?... ¿qué quiere usted?

-¿Qué he de querer? Pasar.

Al punto reconocí en él a un renegado que había servido con mosén Antón.

-No se pasa -repuso-. ¡Qué modos, hombre! ¿Y quién es usted?

-Ya me conoces bien. Si quieres ir al agua ahora mismo, ándate con preguntas y no desates la barca.

-Es Araceli -dijo-, vamos a ver, ¿y si no me diera la gana de pasar?

Sin hacerle caso, me metí en la embarcación y con la pértiga la empujé hacia la otra orilla. El renegado no puso obstáculo, y ayudándome, me dijo:

-Pero ¿no le fusilaron a usted esta mañana?

-Parece que no.

-¿Sabe usted que andan azorados?

-¿Quiénes?

-Los musiures35. Paeje que D. Juan está en la sierra con alguna gente. Yo me voy otra vez con D. Juan. Nos han engañado.

-Dime, ¿has visto a mosén Antón?

-Ha quedado con los demás del destacamento y el Sr. D. Luis en una venta que hay a mano derecha del camino a una legua de Cifuentes.

-¿Les has dejado allí? ¿Sabes si se detendrán mucho?

  —241→  

-Me paeje que sí. Están todos borrachos. Se conoce que no tienen prisa. Trijueque y el jefe francés han tenido una riña por el camino. Creo que nos empecinamos otra vez.

-¿Tienes qué comer?

-Medio pan puedo dar a usted. Ahí va.

Antes de poner pie en tierra, comí con ansia. Luego que desembarqué, despidiéndome del renegado, seguí precipitadamente mi camino. Todavía tenía esperanza de llegar a tiempo.

-Como saben que nadie les ha de estorbar -dije para mí-, irán con calma. Dios alargue su borrachera... Sin embargo, si resuelven poner en ejecución su plan a prima noche, es cosa perdida. Si le dejan para mañana... ¡Dios poderoso, llévame pronto allá!

El frío me mortificaba mucho, sin que me fuese posible vencerlo con la velocidad de la carrera, porque lleno mi cuerpo de dolores agudísimos, me era muy difícil andar a prisa. No llovía, y a causa del recio viento que reinara durante el día, el piso estaba algo duro, además de que la fuerte helada de aquella noche petrificaba el suelo. A poco de alejarme del río, noté que necesitaba gran esfuerzo para seguir andando; quería avivar el paso, pero mientras más a prisa marchaba, más viva sentía aquella resistencia de mis piernas a llevarme adelante. Senteme para recobrar fuerzas, y al sentarme aumentó mi malestar. Dentro de mí surgía una inclinación enérgica al reposo, un deseo profundo de no mover brazo ni pierna. Quise sacudir la pereza y anduve   —242→   otro poco; pero al corto trecho sentí que desde las rodillas abajo mi persona no era mi persona, sino un apéndice extraño, una extremidad de madera o de hierro que me obedecía sí, pero ¡de qué mala gana!

Moví los brazos, y ¡cosa singular!, encontreme sin manos, es decir, perdí la sensación de poseerlas. Esto me produjo mucha congoja; pero aún permanecía potente en medio del invasor enfriamiento el horno de mi corazón que no anhelaba descanso sino carrera.

-Tú no te enfriarás, corazón -exclamé-. Mientras tú conserves una chispa de calor, el cuerpo de Gabriel marchará adelante. Si es preciso me daré de palos.

Quise gritar y cantar; pero mi garganta se negó a articular sonidos. Parecía que una invisible mano me la apretaba.

-Esto no es nada -pensé-. Ninguna falta me hace la voz. Ánimo, corazón. Parece que llevo una fragua dentro de mí. Pero la fragua se iba extinguiendo también. Bien pronto mis rodillas fueron una masa dura, rígida, mohosa, un gozne roñoso y sin juego. Al notarlo, hice lo que me había prometido, me apaleé. Pero ¡ay!, mi brazo derecho no pudo manejar el sable, que se me escapó de la mano... Anduve más... quise de nuevo correr, y mis piernas se doblaron. ¡Qué sensación tan extraña! El suelo helado me parecía caliente.

Erguí la cabeza, moví el cuerpo, pero nada más. Mis manos que aún conservaban alguna   —243→   sensibilidad, tocaron unos objetos largos, inertes y fríos, y al notar que eran mis piernas, no pude evitar una sonrisa fúnebre. Mi voluntad poderosa quería reanimar aquel vidrio que había sido mi carne y mi sangre; pero no pudo. El corazón latía con furia y en mis oídos un zumbar monótono me enloquecía con lúgubre música. De momento en momento me achicaba. La conciencia corporal iba estrechando los límites de mi persona: y sentí que el mundo exterior, el cosmos, digámoslo así, aunque parezca pedantería, empezaba en mi cintura y en mis hombros.

-Tremendo es -pensé- que esté uno metido dentro de una cosa que se hiela como el agua... ¡Dios inhumano, un rayo que me derrita!

Yo tenía un alma y me reconocía piedra.

Mi cuerpo tendía cada instante con más fuerza a la inmovilidad absoluta. Como el moribundo desea la vida, deseé que alguien viniese y a martillazos me machacara.

Con ansiedad inmensa mi vista exploró el camino, y allá lejos, muy lejos, observé gente que venía. Sonaba rumor de caballos, que acrecía acercándose.

-Serán franceses -me dije-. ¡Malditos sean! Me salvarán, y otra vez estoy en poder de esa canalla.

Efectivamente, eran franceses, si bien cuando estuvieron próximos, a pesar de que iba yo perdiendo el claro uso de mis sentidos, creí distinguir voces españolas empeñadas con las francesas en viva disputa. Venían también   —244→   algunos renegados. Después de tantos esfuerzos, de tantas luchas, cuando se había agotado la energía de mi cuerpo y de mi espíritu, volvía a encontrarme prisionero. Casi anhelé que pasaran de largo sin hacerme caso. Pero oí a mi lado la voz de mosén Antón, que decía:

-Aquí hay un hombre helado. Es Araceli. Es preciso llevarle al mesón.




ArribaAbajo- XXX -

Hallábame después de un espacio de tiempo cuya longitud no puedo apreciar, en el interior de una venta, y en una habitación tan parecida a mi famosa prisión en Rebollar de Sigüenza, que pensé que no había salido de ella. Pero una observación atenta me hizo ver alguna diferencia y principalmente el montón de paja con que me habían cubierto, y cuyo suave calor me volvía lentamente a la vida. A mi lado estaban algunos renegados y mosén Antón. El local era la parte alta de una venta del camino ocupada por los franceses con los caseríos inmediatos.

-Estoy otra vez prisionero- dije instintivamente.

-Sí señor -repuso el clérigo con cierta socarronería-. Y ahora no se nos escapará usted.

-¿Qué hora es? -pregunté.

  —245→  

-¿Para qué quiere usted saberlo?

-Es que quisiera marcharme, Sr. Trijueque. ¿Qué distancia hay de aquí a Cifuentes?

-No es mucha; pero aunque pudiera usted salir, amiguito, y fuera a donde desea, no conseguiría nada. Otros le han tomado la delantera.

Ya había previsto la noticia, y la pena y rabia que sentía apenas se aumentó.

-Supongo que estos bandidos me castigarán por haberme escapado de Rebollar y por lo de Algora.

-Los castigos y crueldades de esta gentuza -me dijo mosén Antón acercando su rostro a mi oído y expresándose en voz muy queda-, honran y enaltecen a la víctima.

Algunos renegados salieron, y los franceses que quedaron en la habitación, dormían. Trijueque pudo hablarme con más libertad.

-Ya llegó a su colmo mi paciencia -me dijo-, y estoy decidido a romper con estos pillos. Son más orgullosos que Rodrigo en la horca y a los que nos hemos pasado a sus banderas, nos humillan tratándonos con un desprecio... Mi rabia es tan grande, Araceli, que les ahorcaría a todos sin piedad, si en mi mano estuviera. ¿Querrá usted creer que siguen prodigándome insultos, y que su insolencia para conmigo va en aumento? No satisfechos con llamarme monsieur le chanoine, se empeñan en denigrarme más, y hoy un oficial me llamó monseigneur l'éveque.

-Mosén Antón, ¿los demás renegados que están aquí piensan lo mismo que usted? -le   —246→   pregunté, sintiendo que por encanto me restablecía.

-Lo mismo. Todos desean volver allá.

-¿Cuántos son?

-No llegamos a veinte.

-¿Y los franceses?

-En esta venta y en las casas inmediatas hay más de ciento. La lucha sería muy desigual.

-La traición ha vuelto cobarde al gran Trijueque. Somos pocos; pero vale más morir que ser juguete de esta chusma.

-Sí, y mil veces sí -exclamó el cura con exaltación-. Araceli, veo que hay un gran corazón dentro de ese cuerpo. Con que... Pero déjeme usted que le explique -añadió bajando la voz-, he sabido que Juan Martín está vivo y ha reunido alguna gente.

-También yo lo he sabido. ¿Y dónde están?

-Un pastor me dijo que Sardina había ido a parar a Grajanejos... Juan Martín pasó ayer tarde por la sierra. Muchos dispersos estaban en Yela.

-Es fácil que se hayan reunido y traten de reconstituir el ejército.

-Creo que sí, y harán bien -dijo el ogro-. Me alegraría de que diesen una paliza a esta gente. Si mi previsión militar, si mi conocimiento del país no me engaña esta vez -añadió bajando más la voz-, Juan Martín y Sardina reunirán su gente en Cíbicas que está a legua y media de aquí... ¡qué admirable posición para caer sobre este destacamento y hacerlo polvo!... Si yo estuviera en su lugar...   —247→   pero ni el uno ni el otro ven más allá de sus narices.

-Hay que hacer un esfuerzo para salir de aquí. Nos uniremos a D. Juan y usted, luego que le pida perdón...

-¡Yo perdón!... ¡perdón! -dijo el guerrillero con voz cavernosa y ademán sombrío-. Eso jamás.

-Nos presentaremos al Empecinado...

-Yo no; mi decoro, mi dignidad... -añadió balbuciendo-. En suma, mosén Antón se cortará con sus propias manos su gran cabeza, que envidiarán más de cuatro, primero que volver atrás del paso que dio. Los hombres de mi estambre no retroceden, y lo que hicieron hecho está. Mi intento ahora es renunciar a la guerra y marcharme a morir a Botorrita.

Después de meditar un momento, mosén Antón se levantó para marcharse.

-No me deje usted solo -le dije deteniéndole.

-No puedo estar aquí más... Quiero correr fuera... quiero huir. ¿No he dicho a usted que Juan Martín está en Cíbicas?

-Mejor.

-Figúrese usted -añadió con espanto- que viene aquí, que sorprende a estos bolos, que nos coge a todos, que me ve...

-¡Oh! Ese suceso es demasiado feliz para que pueda suceder. Estamos dejados de la mano de Dios.

-Yo me voy.

-¿En dónde está Albuín?

  —248→  

-No lo sé ni quiero saberlo. ¡Ojalá se lo tragara la tierra!... Condenado Juan Martín: si tuviera dos dedos de frente, podía caer encima de este destacamento y aniquilarlo. Todos los generales del mundo son unos zotes. Si yo tuviera un ejército, ¡me reviento en...!, si yo tuviera un ejército de españoles, de franceses, de griegos, de chinos o de demonios... ¡Maldita sea mi estrella!... ¡Oh, qué gozo sería que Juan Martín aplastara a esta vil gentuza! Yo sin tomar partido por unos ni por otros, aplaudiría desde lejos; sí señor, aplaudiría... ¡Llamarme monseigneur l'éveque, ultrajar a un guerrero como yo!... Dan el mando de media compañía al hombre que puede coger cincuenta mil soldados en la palma de la mano y sembrarlos sobre el campo de batalla, sin que ninguno caiga fuera de su natural puesto... a mí, que salgo al campo, doy un resoplido, huelo media España y ya sé por dónde anda el enemigo; a mí que soy capaz... pero no quiero hacer elogios de mí mismo.

-Sr. Trijueque, usted está corroído, abrasado por los remordimientos.

-¿Yo?... ¡qué desatino! -exclamó con enfado-. Sr. Araceli, de mí no se burla un mozalbete. ¿Soy algún muñeco para que se ponga en duda la entereza de mis acciones?

-Hagamos una hombrada, señor cura. Hable usted a los renegados que están en la venta. Sublevémonos contra esa canalla, y así acabaremos de una vez. O muerte o libertad.

  —249→  

Trijueque se frotó las manos y arqueó las cejas, más negras que la noche.

-¡Admirable suceso! -dijo-. Nos sublevamos, vencemos ¿y después...?

-Nos uniremos a D. Juan Martín.

El cura frunciendo el ceño, demostró disgusto.

-No... ¡me voy, me voy a mi pueblo! -exclamó con febril inquietud-. ¿Y quiere usted que nos sublevemos, que pasemos por sobre los cuerpos de estos cobardes?... Después de hecho eso no podemos permanecer solos. Necesitamos buscar a Juan Martín, y si nos unimos a él, forzosamente me tiene que ver.

-Bien, ¿y qué?

-Y si me ve, me dirá algo.

-Y usted le confesará que se equivocó, que se alucinó.

-¡Rayos y centellas! -gritó con furor-. ¿Soy niño de teta?... Araceli, este hombre de bronce, esta naturaleza de gigante, este Trijueque a quien Dios formó por equivocación con el material que tenía preparado para veinte hombres, no se doblega ante nadie. ¿Por qué he de exponerme a que él me vea? En este momento no temo a todos los ejércitos franceses, no temo a todo el mundo armado contra mí; pero si Juan Martín entra por esa puerta y me mira, y me echa encima el rayo de sus ojos negros, caigo rodando al suelo... ¡Váyase Juan Martín con mil demonios! Quiero huir de la Alcarria; quiero irme a Aragón y pronto, ahora mismo...

-Hagamos antes la gran calaverada. Yo estoy   —250→   enfermo. Solo no puedo nada; pero al lado de mosén Antón me encuentro capaz de todo. Los renegados tienen buenas armas.

Trijueque iba a contestarme cuando sentimos gran ruido abajo, ruido de gente de armas a pie y a caballo, que acababa de entrar en la venta.

-Ahí están -dijo el clérigo-. ¿No conoce usted una voz entre todas las voces? Es la de su amigo de usted el Sr. D. Luis de Santorcaz.

Ciego de ira me lancé hacia la puerta; pero un francés que la custodiaba, me detuvo, amenazándome con ensartarme en su bayoneta. Al principio no vino a mi mente palabra bastante dura para manifestar mi cólera: luché un rato con el atleta que me prohibía salir, y grité repetidas veces...

-¡Bandidos! ¡Infame Santorcaz, embustero y falsario!

Trijueque llegose a mí y con una sonrisa de brutal estoicismo que me hizo el efecto de un bofetón, me dijo:

-Sr. Araceli, es increíble que un guerrero animoso tome tan a pechos este sainete de amores.

-Quite usted de en medio a ese miserable que me impide salir y veremos.

Eché mano a la empuñadura del sable que el guerrillero llevaba en el cinto; pero con rápido movimiento Trijueque detuvo mi mano. En el mismo instante, sentí gritos de mujer que helaron la sangre en mis venas. Pugné de nuevo por salir; pero manos poderosas me sujetaron. Mi cuerpo ya no era hielo, era una   —251→   antorcha en que se enroscaban las abrasadoras llamas de mi odio. Respiraba fuego.

Entró precipitadamente un hombre que no era otro que el Sr. D. Pelayo, el cual dijo:

-¿Dónde está el señor obispo?... ¡Ah!, ya le veo... Necesitan abajo a Su Ilustrísima.

-¿Para qué, deslenguado y sin vergüenza? ¿Va a marchar mi compañía?

-No señor. Es que se han atascado las ruedas del coche en que llevamos a esa señorita, y como la mula no podía tirar de él, dijeron: «¡Que venga Su Ilustrísima!». ¡Pronto abajo36... a tirar del carro... arre!

-D. Pelayo -dijo Trijueque-, no te estrangulo por conmiseración. Dile al falsario y bellaco que te mandó, que tire del carro, si gusta.

-D. Luis está más borracho que una cuba -repuso D. Pelayo riendo-. ¡Oh, qué noche! Y todavía no sé cuánto voy ganando. Me ha prometido hacerme oficial de la guardia del rey José...

Imposibilitado de hacer movimiento alguno, vomité los denuestos más horribles sobre aquel miserable.

-Muy bravo está el Sr. Araceli -me dijo envalentonándose al ver que no podía hacerle daño.

-Infame tahúr, pide a Dios que no te deje caer en mis manos, si algún día puedo hacer uso de ellas.37

Sentí otra vez angustiosos gritos de mujer que pedía socorro. Al verme hacer colosales esfuerzos para desasirme, al oír mis alaridos de furor, Trijueque, poseído de indignación,   —252→   si no tan ruidosa, tan intensa como la mía, abandonó la estancia, diciéndome:

-Esto no se puede tolerar... Mi sangre hierve.

D. Pelayo, riendo como vil bufón, exclamó:

-¿Se enfada también porque chilla la de Cifuentes?... ¡Qué guapa es! Mimos y suspiritos por todo el camino... Nos traía locos... Será preciso taparle la boquirrita con un pañuelo... Araceli, que pase usted buena noche. Adiós.

Todo esto se ofreció a mis sentidos como las imágenes de un delirio. «¿Estoy despierto?» me preguntaba. Mi cuerpo se blandía entre las lazadas de la cuerda con que aquellos bárbaros le habían sujetado y no me quedaba libre más que la voz para echar por su conducto en forma de improperios38horribles toda mi alma. Cuando pasado algún tiempo, quedó en silencio la venta y alejáronse los que poco antes entraran en ella, yo había sufrido una transformación horrorosa. Me había vuelto imbécil. Surgían en mi pensamiento las ideas con un aspecto entre risible y monstruoso, y dominado por un pueril terror no podía expresar cosa alguna sin reír, sin desbordarme en una hilaridad atrabiliaria que desgarraba mi pecho, envolviendo en sombras tristísimas mi alma.



  —253→  

ArribaAbajo- XXXI -

A pesar de mi singular situación de espíritu, entendía perfectamente lo que a mi lado hablaban.

-Este fue el que escapó de la casa de Ayuntamiento en Rebollar de Sigüenza -dijo uno-. Bravo mozo.

-Y el que dirigió la matanza de nuestros compañeros en la batalla de Algora -afirmó otro-. No se asesina a los franceses impunemente. Es preciso quitaros de en medio.

-Sin embargo, merece un vaso de vino -digo un tercero, acercándolo a mis labios.

Un comandante subió y estuvo examinándome largo tiempo.

-Parece que se finge demente este joven para evitar el castigo. Desatadle y veremos.

Hicieron lo que se les mandaba.

-Si os pusiera en libertad -me preguntó el comandante- ¿qué haríais?

-¡Matar! -repuse con siniestra calma.

-¿Es cierto que os escapasteis de la prisión en Rebollar?

-Sí.

-¿Y asesinasteis a los tiradores que llevaban un parte mío al general Gui?

-Yo quería un caballo -respondí.

-Responded a lo que os pregunto -dijo   —254→   con enfado-, y no hagáis el tonto. Puedo mandaros fusilar al momento.

-Es lo que deseo -repuse, sintiéndome otra vez invadido por la risa.

-Si pensáis salvaros así, es peor. Estoy inclinado a la benevolencia, porque ha intercedido hace poco por vos una persona a quien estimo, un español de orden civil que sirve lealmente al rey José.

La imagen de Santorcaz pasó sangrienta y terrible por delante de mis ojos.

-No le hagáis caso -dije-. Es un borracho, como vos y como vuestro rey José.

Dije esto, no como quien habla, sino como quien escupe. Con tales palabras pronuncié mi sentencia. Pero había llegado a una situación física y moral tan deplorable, que la muerte era para mí un accidente sin importancia. Me sentía enfermo otra vez, mortificado por acerbos dolores; y además, la idea de que Dios me había abandonado en mi noble empresa decretando el triunfo del crimen, dábame un profundo desaliento, en virtud del cual casi empezaba a morir. Recordaba los sucesos de aquella noche con la vaguedad indiferente y triste con que el alma inmortal parece ha de recordar en los instantes que siguen a la muerte los últimos accidentes del mundo recién abandonado, de cuya esfera el infinito acaba de separarla.

Cuando me bajaron, apenas me podía mover; mas los franceses, con inhumanidad indisculpable, me empujaban golpeándome. Un oficial, sin embargo, me tomó la mano y con   —255→   noble delicadeza rogome que descansase en uno de los bancos de piedra que había en el patio. Allí escuché claramente estas palabras, dichas al comandante por otro oficial:

-Este joven no debe de estar en su sano juicio.

-Interrogadle otra vez -ordenó el comandante, alejándose.

-¿Habéis servido mucho tiempo a las órdenes del general Empecinado? -me preguntaron.

Entrome de nuevo el ansia de reír y les contesté de un modo que no les satisfizo.

-¿Estuvisteis en la acción de Rebollar, donde murió el célebre D. Juan Martín Díez?

Al oír esto contúvoseme la risa y sentí alguna claridad en mi espíritu.

-D. Juan Martín no ha muerto -respondí.

-¿Vive ese buen hombre? -dijo con ironía uno de los oficiales-. ¿Por dónde lleva ahora sus fabulosos ejércitos de bandidos?

-Si vive -añadió otro de los que me observaban-, no debe tener un solo hombre consigo, pues disuelta la gran partida, unos están con nosotros y otros han formado cuadrillas de salteadores.

Solté de nuevo la risa, y el oficial afirmó:

-El miedo y los padecimientos le vuelven imbécil: haced un esfuerzo y fijaos bien en lo que os pregunto. ¿No sabéis a dónde se ha retirado lo que quedó del disuelto ejército de don Juan Martín?

Un rayo de luz entró en mi mente.

-El ejército de D. Juan Martín -respondí   —256→   con serenidad-, no se ha disuelto. Se dividió y ha vuelto a reunirse.

-¿En dónde está?

Desde el patio donde nos encontrábamos se veía todo el país cercano por Occidente. Era la hora en que las primeras claridades del alba comienzan a iluminar la tierra, y sobre el turbio cielo se destacaban vagamente unos cerros escalonados. Mirando al horizonte, señalé con mi mano temblorosa, y dije:

-Allí.

-Allí -repitieron los oficiales-. En esa dirección, a legua y media de distancia, hay una aldea llamada Cíbicas. Sabemos que a prima noche merodeaba por allí una cuadrilla de bandoleros. ¿Es ese el ejército que decís? ¿En qué os fundáis para asegurar que allí se han reunido los grupos disueltos del ejército empecinado?

-Lo adivino -repuse experimentando otra vez el sacudimiento nervioso que me hacía reír.

-El estado de este joven -dijo uno de ellos- es tal que debe suponerse no existe en él verdadera responsabilidad.

-Sois demasiado jurista, Saint-Amand -dijo otro-. Los guerrilleros son gente astuta. Acordaos de aquel bárbaro patriota gallego que después de haber envenenado a treinta franceses, se fingió tonto para eludir el castigo.

Otro de los oficiales se apartó de mí para dar algunas órdenes y vi que varios soldados marchaban de acá para allá. Entonces oí claramente   —257→   que un zapador que acababa de entrar en el patio dijo a los demás:

-Los escuchas han anunciado la aproximación de alguna gente del lado de Cíbicas.

-Merodeadores y gente menuda.

-Pienso que se debe enviar media compañía a vigilar el sendero que hay en aquel cerro. ¿Dónde está el comandante?

-Duerme -repuso otro-, y ha mandado que no se le despierte, a menos que venga aviso del general Gui.

Oyose un disparo.

-Ha sonado un tiro en las avanzadas. ¿Qué es eso?

En el mismo instante el vivo redoblar de un tambor llegando hasta nosotros, infundió cierta inquietud a aquella gente, y empezaron a no ocuparse gran cosa de mí.

-No es nada -indicó uno.

-¿Cómo que no es nada? -exclamó azoradamente un oficial que con precipitación acababa de entrar en el patio-. Por el sendero de Cíbicas ha aparecido mucha gente. Se corren por ese cerro de la izquierda que está sobre nuestras cabezas. ¡A las armas!

-Llamar39 al comandante.

-Es preciso escarmentar a esos miserables. Son ladrones de caminos.

Oí un disparo y después otro, y luego muchos.

Varios soldados franceses aparecieron corriendo con precipitación, y un grito terrible resonó en aquel recinto, un grito que al punto puso gran pánico en el ánimo de aquellos   —258→   desapercibidos guerreros. El grito era:

-¡Los empecinados! ¡A las armas!

En efecto eran los míos. El movimiento previsto por la atrevida mente de mosén Antón se había verificado, y las tropas que asediaban el destacamento francés eran unos quinientos hombres que con gran trabajo había logrado reunir Sardina. Las guerrillas no necesitan, como los ejércitos, mil prolijos melindres para organizarse. Se organizan como se disuelven, por instinto, por ley misteriosa de su inquieta y traviesa índole. Desparrámanse como el humo, al ser vencidos, y se condensan como los vapores atmosféricos, para llover sobre el enemigo cuando menos este lo espera.

Bien pronto se entabló la lucha. Los guerrilleros atacaron con brío, como gente ofendida y rabiosa que quiere vengar un agravio. Los franceses se defendieron bien; mas no les fue posible contener a mis amigos, que tuvieron tiempo de acercarse en silencio y escoger la posición y el punto de ataque que les pareció más ventajoso. Un pelotón de imperiales, colocado al abrigo de una casucha inmediata al edificio en que yo estaba, resistieron40 con sublime denuedo; pero no tenían los franceses bastante gente, y los de Sardina entraron por distintos puntos de la aldea atropellándolo todo. No he visto nunca mayor saña para acorralar y destruir a un enemigo que se replega41 y cede después de haber hecho colosales esfuerzos. Los empecinados no daban cuartel a nadie y ¡ay de aquel que se oponía a su paso!   —259→   Cuando entraron victoriosos en el patio, grité con toda la fuerza que me permitía mi voz:

-¡Aquí, bravos compañeros! Dadme un sable, que todavía os puedo ayudar. En la cuadra de la derecha se han escondido algunos... Otros tratan de escaparse por el arroyo... ¡A ellos! Rematadlos.

Me sentí poseído del trágico furor de la matanza, y las crueldades de mis camaradas con los franceses enardecían mi alma. En medio del patio, un espectáculo terrible puso límite a mi exaltación. Un hombre bajó precipitadamente de las habitaciones altas. Era el comandante francés. Viendo a los suyos que saltaban las tapias para huir, o se escondían en los sótanos, gritó blandiendo el sable:

-Deteneos, miserables, y ved aquí a qué precio vende su vida un guerrero de las Pirámides y de Austerliz42.

Y acometió a los nuestros con furia, más propia de leones que de hombres.

-¡Atrás, bandidos! -gritaba-. No hay más rey de España que José I.

Diciendo esto, cayó en tierra para no levantarse más.

Poco después me estrechaba en sus brazos el bravo y noble Sardina.



  —260→  

ArribaAbajo- XXXII -

La partida victoriosa tornó al punto a la sierra. Diéronme ropa, un caballo, y medianamente enfermo les seguí. No me fue posible adquirir noticia alguna de la dirección que había tomado Santorcaz con su presa, y mientras la Providencia me deparaba alguna luz, resolví bajar a Cifuentes, que estaba a muy corta distancia del sitio donde hicimos alto al medio día. No había peligro alguno en tal expedición, porque acordadamente con la marcha de Sardina, D. Juan Martín había hecho otra sobre Cifuentes, cuya guarnición puso a tiempo pies en polvorosa.

Bajé, pues, a la villa, donde me recibió D. Juan con gran agasajo. Tenía un brazo43 derecho en cabestrillo, a consecuencia de la fuerte contusión alcanzada cuando se salvó, como dice la historia, echándose a rodar por un despeñadero abajo. Contome cómo pudo allegar alguna gente y congregarla sin descanso, gracias a la docilidad y buenas prendas de los que a todo trance le seguían; y yo a instancias suyas le referí los lances de mi prisión y las dos entrevistas que tuve con el gran Trijueque.

  —261→  

No me detuve con él en largas conferencias, porque impaciente por ver a Amaranta, corrí sin perder tiempo al célebre castillo. Encontrela en estado tan deplorable de cuerpo y de espíritu, que tardó en reconocerme cuando me presenté. ¡Cómo había decaído en el breve espacio de algunos días aquella incomparable naturaleza tan potente en su fenomenal hermosura, que parecía destinada a no ajarse ni con los años ni con las pesadumbres, cual inalterable modelo de una raza perfecta! Aumentada con la palidez y la demacración la intensa negrura de sus ojos, había perdido aquella dulce armonía de su rostro. Ya no era esbelto y flexible su talle, y un enflaquecimiento repentino desfiguraba los hermosos hombros y garganta, que no habían tenido rival. La voz, cuyo timbre producía antes inexplicable sensación en los que la escuchaban, se había debilitado y enronquecido, y por la congoja del pecho, necesitaba hacer dolorosos esfuerzos para hacerse oír.

Cuando me reconoció, arrojose llorando en mis brazos, estrechándome en ellos durante largo tiempo con fuerza nerviosa y un ardiente anhelo de que sólo es capaz el maternal cariño. Ni ella ni yo podíamos hablar. Sus lágrimas mojaban mi seno.

Mirome luego, asombrándose de encontrarme tan desfigurado como yo la encontré a ella. Volviome a abrazar con efusión, y me dijo:

-¡Hijo mío! ¡Cuánto has padecido!

-Inútilmente -repuse sentándome junto   —262→   a ella y besando sus manos-, porque he llegado tarde.

Callamos de nuevo, sin acertar con las palabras propias para expresar nuestra congoja.

-¡La hemos perdido para siempre! -exclamó elevando al cielo los ojos bañados en lágrimas-. ¡Bien sospechaba yo que ese hombre no me perdonaría jamás! ¡Ha esperado largo tiempo la ocasión de su venganza, y al fin la ha consumado!

-Señora -le dije-, no se ha perdido todo. Yo buscaré a Inés por toda España, por todo el mundo, si es preciso, y al fin, con la ayuda de Dios, espero encontrarla.

La infeliz, sin contestarme de palabra, expresó en su rostro la más dolorosa duda.

-No -repitió-, ya sabía yo que ese hombre no me perdonaría... Pero esto me parece un sueño. Mi hija desapareció de mi lado sin que hasta ahora me haya sido posible averiguar cómo y a qué hora. Sé que unos aldeanos la vieron conducida en un coche y custodiada por españoles y franceses... y nada más. El corazón me dice que no la volveré a ver... ¿Piensas tú lo mismo? Ese hombre me impondrá condiciones ignominiosas que no podré aceptar sin deshonrarme.

Cubriose el rostro con las manos.

-Señora -le dije-, o no valgo nada, o la arrancaré del poder de ese hombre. Es para mí una deuda de honor y a satisfacerla me consagraré, mientras tenga un aliento de vida. Este infame atropello me hiere en lo más delicado   —263→   de mi ser. He sido robado, señora, vilmente robado, porque Inés es mía, ¿no lo sabía usted?

-Es tuya -respondió la condesa-. No me atrevo a negarlo. En este momento terrible, cuando me siento herida, castigada sin duda por Dios; cuando veo por tierra mi orgullo; cuando volviendo a todos lados los ojos, no veo más que ruinas; en esta triste ocasión, en que considero disipadas mis glorias, oscurecido el lustre de mi casa, perdido mi prestigio y valimiento; ahora que me veo enferma y quizás próxima al sepulcro, me parece que el mayor, el único consuelo de mi alma es estrecharte entre mis brazos y llamarte mi hijo. Gabriel, te prometo, te juro que si encuentras a Inés, si me la devuelves, será tu mujer. ¿Quién puede oponerse a esto?

-Nadie, señora -respondí con orgullo-. Nadie.

Estreché sus hermosas manos entre las mías. Era el único lenguaje que mi emoción me permitía.

-Solo en el mundo, abandonado a mí mismo -le dije después de una larga pausa- me echo de hoy para siempre en los brazos de la que fue mi ama y hoy representa para mí la familia, la amistad, el amor, todo aquello que me ha faltado, y que busco con el afán del sediento en mi solitaria vida.

-Y yo te recibo en ellos -exclamó-. ¿Por qué no? ¿Quién me lo impide? Dios ha lanzado tu vida con la nuestra y todas las potencias de la tierra no pueden separarla. ¿Debo atender   —264→   a mi familia? Pero yo estoy loca. ¿Acaso tengo familia? Perseguida por mis parientes, olvidada de todos, Dios ha dispuesto las cosas de modo que mi único amparo, mi único consuelo sea este generoso joven, tú, Gabriel, que con mi pobre hija llenas el vacío de mi corazón. ¡Cómo se elevan las personas, Dios mío, cómo triunfan finalmente las dotes elevadas del alma, abriéndose camino por entre la miseria, la humildad y el olvido del mundo, para establecer su imperio sobre las gentes! ¿De qué valéis, grandezas exteriores, títulos vanos, fortuna y pompas de los hombres? Como ejemplo de lo que sois, aquí me tenéis. En cambio, ¿quién puede negar que existe una aristocracia de las almas cuya nobleza, aunque la ahoguen desgracias y privaciones, al fin ha de abrirse paso y llevar su dominio hasta las mismas esferas donde campean llenos de hinchazón los orgullosos? Ejemplo eres tú, ¡hijo mío!... Me siento desfallecer al darte este nombre que trae a mi espíritu desconocidas alegrías... Gabriel, búscala, búscala por piedad, pronto, hoy mismo. De eso depende que veas en mí la más desgraciada o la más feliz entre las mujeres nacidas; de eso depende el cariño que te debo tener, que tengo ya por ti; de eso depende todo, querido mío. Vas a probarme la energía de tu voluntad, el temple de tu alma y si eres digno de aquello que con tan noble audacia has deseado y solicitado, desafiándome a mí, a toda mi familia y al mundo entero.

-Señora y madre mía -exclamé puesto de rodillas frente a ella, con la solemne expresión de   —265→   quien descubre ante Dios lo más hondo de su conciencia-, no hay dentro de mí una sola gota de sangre que me pertenezca. Pertenezco a mi familia, por quien desde hoy vivo. Si no amase a Inés como la amo, la buscaría por la tierra y moriría cien veces por devolverla a la persona que con cuatro palabras ha engrandecido mi alma a mis propios ojos, abriéndome los horizontes de la vida; haciéndome ver que los latidos de mi corazón no eran un esfuerzo solitario, inútil y perdido en el caos de los sentimientos humanos; llenando de una vez este vacío y poblando esta soledad espantosa que desde el nacer me rodea. Si no la amara como la amo, y aun con la certidumbre de que no había de ser para mí, yo emplearía toda mi voluntad, toda mi fuerza y la vida toda en rescatarla de sus infames secuestradores. Tengo la seguridad de que lo conseguiré. Señora, Dios está con nosotros; y si en la ocasión terrible que acaba de pasar no nos ha favorecido, es porque nos exige mayores y más nobles esfuerzos para merecer el galardón de su misericordia infinita. Señora condesa -añadí levantándome-, ánimo. Dios está con nosotros.

La desgraciada madre se arrojó de nuevo en mis brazos. Entonces advertí su deplorable situación en lo relativo al vestir y a las diversas comodidades domésticas que una persona de su posición exigía. Contestando a mi pregunta, dijo:

-¿Pero no sabes que los franceses al retirarse esta mañana se llevaron todo lo que había   —266→   en la casa? Hace ya días que me quitaron el último dinero que tenía. Hoy no han dejado ni una pieza de ropa, ni una manta de abrigo, ni un mantel. Rompieron toda la loza porque no podían llevársela. Nada te digo de la plata y vajillas de valor, pues todo eso pasó hace tiempo al tesoro del rey José. En suma, hijo mío, esta mañana he necesitado un alfiler, y he tenido que pedirlo prestado. Esta ropa con que me visto es de la tía Pepa, mujer de uno de los guardas del monte. ¿Verdad que estoy guapa?

-Poco a poco se irá usted curando de su afición a los extranjeros -le dije con melancólica jovialidad.

-No, ya estoy curada por completo... Pero di, ¿qué piensas hacer? ¡En qué horrible trance nos hallamos! ¿Has averiguado algo de la dirección que tomaron esos bandidos?

-Es demasiado pronto. No será imposible averiguarlo. Debe tenerse en cuenta que su vida no corre peligro. Además, para ocultarla de un modo absoluto, Santorcaz tendrá que ocultarse también él mismo, y un hombre que funda su poder en un cargo público, ha de estar visible en alguna parte. La situación no es desesperada ni mucho menos. Santorcaz es un hombre, no un demonio.

-¿Podrás darme hoy mismo alguna esperanza, alguna noticia satisfactoria? -me preguntó con amargo desconsuelo.

-Es difícil. Entre tanto, procure usted reposar de tanta fatiga, calmar un poco las angustias de su corazón destrozado... Es urgente   —267→   proporcionar a usted algunas comodidades.

-No te preocupes de eso, ni emplees en mí un tiempo precioso. Yo estoy bien así.

-Escribiremos a Madrid para que el administrador de la casa envíe a usted ropas, vajilla y dinero.

-Es inútil -me respondió sonriendo-. Mi señor administrador tiene orden del jefe de la familia para no darme nada mientras yo misma no escriba a dicho jefe, pidiéndole perdón de mis... faltas. Y como antes que dar este paso pediré limosna de puerta en puerta...

Esta revelación me indujo a tristes meditaciones.

-Ya te he dicho que vienen penosísimos y horribles días para mí... Hablan de mis faltas. Sin duda he cometido alguna muy grande, inmensa... -dijo cerrando los ojos como aletargada o para rodearse de las sombras que le permitieran explorar con ojo seguro su conciencia.

La contemplé largo rato, lleno de tristeza y consideraba a qué extremo de desventura había descendido la que yo conocí en el apogeo de la grandeza, de los honores y del orgullo. Después de largo silencio, abrió los ojos y mirándome inmóvil a su lado, me tomó la mano y besándola me dijo:

-No tengo más amparo que mi paje del Escorial44 en aquellos tiempos felices en que yo era una de las más poderosas personas de la monarquía, cuando repartía bandoleras, prebendas,   —268→   mitras, canonjías y ejecutorias. ¡Dios mío, cuánto he descendido!




ArribaAbajo- XXXIII -

Di a la condesa todo el dinero que llevaba, y además todo el que pude lograr que me prestasen mis amigos. Después bajé a la plaza en busca de noticias.

D. Juan Martín había resuelto permanecer en Cifuentes dos o tres días para rehacer sus fuerzas y organizar convenientemente su partida. No había peligro alguno en estacionarse allí, porque esperábamos de un momento a otro en el mismo Cifuentes a las tropas de D. Pedro Villacampa, el cual venía de Murcia para regresar a Aragón pasando por Cuenca a la Alcarria alta. Todo aquel país estaba seguro de franceses, mientras los dos célebres guerrilleros lo ocupasen, así como de Algora para arriba no había un palmo de terreno de que pudiera llamarse rey el Sr. D. Fernando VII. El Empecinado para no permanecer ocioso había mandado destacar pequeñas cuadrillas que recorrían la sierra y vertiente izquierda del Tajuña para observar al enemigo y sorprender algún destacamento que se descuidase, lo cual, como se ha visto, ocurría con harta frecuencia.

En la mañana siguiente del día en que me   —269→   presenté a la condesa, estaba D. Juan Martín conferenciando con Villacampa en la portada del convento de dominicos, cuando vi llegar a Sardina, que jovialmente decía:

-Le hemos cogido, Juan, hemos cazado a la pobre bestia azorada que no sabía en cuál agujero de estos montes meterse.

-Apuesto a que me hablas de Trijueque -dijo D. Juan Martín con disgusto-. No quiero verle.

-Es un pícaro de tal calidad, que si no se hace un escarmiento con él, no podremos en lo sucesivo fiarnos ni aun de nuestra propia camisa -dijo Sardina-. La gente le ha querido fusilar, y él lo pide a gritos; pero he mandado que antes te lo presenten.

-Que no me le traigan acá -voceó D. Juan Martín-. Que no me le pongan delante, porque si una vez maté un asno a puñetazos en Perales de Tajuña, no quiero hacer estas gracias todos los días.

No tardó, sin embargo, en aparecer mosén Antón. ¡Horrible espectáculo! Traíanlo con las manos atadas a la espalda, y los más pillos, desvergonzados y crueles voluntarios de aquella partida asían la larga cuerda por el otro extremo, obligándole con repetidos golpes y puntapiés a marchar delante. Mosén Antón había enflaquecido, se había vuelto más pálido, más verde, más negro, y hasta parecía haber crecido en su descomunal estatura en el breve espacio de dos días. La siniestra cara estaba de tal modo desfigurada, tan contraídas las enérgicas facciones, y al mismo tiempo   —270→   había tal ferocidad en la delirante expresión de su mirada, que esta constituía toda su fisonomía. Su rostro eran sus ojos sanguinolentos y espantados. Había perdido la gorra y pañizuelo que cubrían su cabeza, mostrando la convexidad lobulosa y deforme de su calva. Su sotana veíase ya reducida a un compuesto de jirones que se enlazaban unos con otros, dejando entre sí agujeros disparatados e irregulares, por cuyas luces se veían las piernas del héroe traidor, que no temblaban de frío ni de miedo.

-¿Dónde le habéis cogido? -preguntó don Juan Martín, contemplando con estupor la triste imagen del que fue su amigo.

-Hacia Canredondo -contestó uno-. Venía hacia acá con otros cuatro. Nosotros gritamos: «Mosén Antón, date, date» y corrimos tras él.

-¿Hizo resistencia?

-Ninguna. Vino derecho hacia nosotros diciendo: «Aquí me tenéis, amigos. Disparad sobre mí...». Cuando le atamos para traerle aquí se puso furioso y por poco... Verdad que éramos diez y ocho contra cuatro y no nos acobardamos...

-¡Ya estás otra vez delante de mí perro! -exclamó el Empecinado apretando los puños y las mandíbulas, pálido de cólera-. ¿Dime qué debo hacer contigo, infame traidor que me vendiste al enemigo?

-A los traidores de mi clase se les fusila sin piedad -dijo mosén Antón frunciendo el torvo ceño y sin mirar al general-; no se les pasea   —271→   por el campamento como a una mona o a un perro gracioso para hacer reír a los soldados...

-Dime, alma más negra que la de Satanás -gritó D. Juan-, ¿hay algún castigo que sea para ti más terrible que la muerte? Porque la muerte para ese corazón tan grande como una montaña, es menos sensible que un rasguño.

-Haces bien en creer que no temo la muerte -dijo Trijueque-. Mil veces he despreciado la vida en beneficio tuyo, por conquistarte honores, grados, fama... Mátame de una vez, bárbaro, y no me insultes.

-Antes has de confesar que cuanto hago en contra tuya, lo tienes merecido -dijo el general-. Has de confesar que para tu infame traición la muerte es benevolencia y caridad. Desgraciado, ¿hay en esa alma alguna otra cosa que bravura?

-Sí -repuso el cura sombríamente-. Hay algo más, hay ambición de gloria, de llevar a cabo grandes proezas, de asombrar al mundo con el poder de un solo hombre; hay una ansia45 horrorosa de que ningún nacido valga más que yo, ni pueda más que yo; hay la costumbre de mirar siempre para abajo cuando quiero ver al género humano.

-Bárbaro envidioso -exclamó D. Juan-, eres capaz de vender a Dios por... envidia, sí, por envidia de que Él haya hecho el mundo y tú no... En fin, Trijueque, confiesa delante de mí tu infame alevosía, y te perdonaré la vida.

  —272→  

-¡Yo... confesar! -exclamó mosén Antón, como quien oye el mayor absurdo-. Lo que hice, hecho está.

-Todavía sostiene que estuvo bien hecho -dijo el Empecinado-. Todavía sostendrá que pasarse al enemigo, hacer armas contra sus compatriotas, vender a su general, tenderle una emboscada para cogerle prisionero son acciones que merecen premio. Este hombre es así: si le ahorcan cien veces, y cien veces resucita, no confesará su crimen.

D. Pedro Villacampa, que oía este diálogo, rompió al fin el silencio, diciendo:

-¡Desgraciado Trijueque!... ¡Lástima que tan grandes guerreros no tengan una conciencia a prueba de sobornos! Y después de todo, el buen cura recibiría una bicoca... ¡Que hombres tan bravos se vendan por mil o dos mil duros!...

Mosén Antón expresó en su semblante la más amarga ira.

-Sr. Villacampa -dijo-, agradezca usted que estoy amarrado como una bestia salvaje; que si no, mosén Antón no se dejaría insultar villanamente. En todo el mundo no hay bastante dinero para comprarme: sépalo usted y cuantos me oyen.

-De eso respondo -dijo D. Juan Martín-. Trijueque es capaz de pegar fuego al universo por despecho; pero si ve a sus pies todos los tesoros de la tierra, no se bajará a cogerlos. Dentro de este animal hay tanto orgullo que no queda hueco para nada más. Por orgullo se hizo francés.

  —273→  

-¡Yo francés! ¡Qué dices, desgraciado! -exclamó el cura haciendo esfuerzos por desasirse de la cuerda que le sujetaba-. No hay paciencia para soportar tal injuria. Yo no soy francés. Huí de mi campo, no por servir a los franceses, sino porque ellos me sirvieran a mí. Huí de mi campo para castigar tu fiero orgullo, para desposeerte de un puesto que, en mi entender, me pertenecía, para emanciparme de una superioridad que me era insoportable, porque yo, mosén Antón Trijueque, no quepo debajo de nadie, ni he nacido para la obediencia; porque yo he nacido para llevar gente detrás de mí, no para ir detrás de nadie; porque yo, que siento las maniobras de la guerra, como sientes tú la pulga que te pica, necesito dar pasto a mi iniciativa, porque mi cerebro pide batallas, marchas, movimientos y operaciones que no puede realizar un subalterno; porque yo necesito un ejército para mí solo, para mi propio gusto, para llenar todo este país con mis hazañas, como lo lleno con mi guerrero espíritu. Por eso te abandoné; por eso rompí los hierros que me sujetaban y levanté el vuelo, graznando a mis anchas sin traba alguna. Por eso traté de coparte, y adiviné tu movimiento, y me subí a los riscos de Rebollar, donde tú no habías subido jamás, y me dispuse a caer sobre ti y aniquilarte para que vieses cómo se burla esta águila poderosa de los cernícalos que te rodean; por eso llamé a los franceses en mi ayuda, y si no te cogimos fue porque los franceses no quisieron hacer lo que yo decía y me despreciaron, figurándose ¡oh, inmundas y rastreras lagartijas!, que era un traidor   —274→   adocenado... Yo desprecio a los franceses, yo desprecio a todos: me basto y me sobro. Fuerte soy en la adversidad y no bajo, no, del alto picacho donde clavo los garfios de mis patas y desde donde os veo, como ratas que corren tras una miga de pan... ¡Quieres que cante el yo pecador y me humille ante ti...! ¡Eso jamás, jamás, jamás! Reconozco que me salió mal la empresa y estoy consumido por la rabia.

-Por los remordimientos, dilo de una vez, espantajo -exclamó el general-. Estoy viendo tu miserable alma cómo se retuerce dentro del cuerpo, cómo se hace un ovillo, ¡caramba!, y se muerde a sí misma porque no puede soportar su afrenta. Vuelve la vista a todos lados. ¿No te espantan las miradas de todos esos bravos soldados que te desprecian? ¿No conoces que el peor de todos vale más que tú? ¿No te cambiarías por el último condenado furriel de mi ejército?

-¡La muerte, la muerte! -exclamó Trijueque con desesperación-. No estoy arrepentido, no, de mi acción, pero estoy furioso. Por no haber sabido triunfar, merezco que me echen del mundo a fusilazos o que me corten esta gran cabeza, esta montaña cuyo peso no puedo resistir.

-Cura de Botorrita -dijo gravemente don Juan-, eres un desgraciado, y principio a tenerte compasión. Dime una palabra, una palabra sola que sea no súplica humillante de perdón, sino una palabra que me demuestre que en esa alma hay un tantico así de sentimiento por haber vendido al jefe y al amigo... Tengo ganas de perdonar, ¡rayo de Dios!

  —275→  

-¿Quieres oír la palabra? -dijo Trijueque lúgubremente-. Pues óyela: «Fuego» esa es la palabreja. Fuego sobre mí. No quiero vivir: me ahogo en el mundo. Estoy como un hombre a quien dijeran: «Camina cien leguas dentro de un barril de aceitunas». Fuera, fuera de aquí... Muchachos, allí hay una pared... preparad vuestros fusiles, y matadme como gustéis, bien o mal, y apuntad a donde os plazca, con tal que me apuntéis.

-Cura de Botorrita -dijo D. Juan Martín con voz grave y poniéndose pálido-, en esta ocasión terrible quiero también que mi voluntad esté sobre la tuya. Te perdono. Irás al pueblo de donde en mal hora te saqué, y predicarás, y dirás misa, que es tu verdadero oficio.

-Mi oficio es enseñar el arte sublime de la guerra a los tontos -repuso el cura sintiéndose herido en lo más sensible de su orgullo con lo del curato.

-Marcha a tu pueblo -repuso el general sin hacer caso del dardo-. Los clérigos no toman las armas. Te perdono y te destituyo. Ea, muchachos, arrancadle esa charretera que lleva en el hombro. Tan noble insignia no debe adornar el cuerpo de un infame traidor.

La canalla que rodeaba al pobre guerrillero destituido no esperó segunda orden para arrancarle la charretera. Mosén Antón dio un salto y cayó al suelo.

-Ahora desatadle y que se vaya con Dios.

-¡Me perdonas tú, miserable!... -exclamó con gran coraje la víctima-. ¿Y quién te ha pedido ese perdón que arrojas como un hueso?   —276→   No soy perro hambriento, y no roeré tu perdón Recógelo.

Empezaron a desatarle. Con furor salvaje revolviose Trijueque contra los que le rodeaban, y gritó:

-Juan Martín, no mandes desatar a Trijueque, no dejes en libertad las manos de Trijueque.

-Desatadle -repitió el general.

Mosén Antón quedó al instante libre.

-¿Piensas que te temo? -añadió D. Juan-. Cura de Botorrita, vete a tu iglesia, arrodíllate delante del altar y pídele a Dios que te perdone tu crimen como te lo perdono yo.

Diciendo esto, entró con Villacampa y Sardina en el convento de dominicos.

Los soldados, cuando el general se marchó, dieron en mortificar a mosén Antón. Este abriéndose paso con el empuje de sus brazos de hierro, gritó:

-Acabad conmigo de una vez.

Con la presteza y la iniciativa propias de la verdadera travesura, uno de los circunstantes había hecho un gorro de papel y lo encajó en la calva cabeza del guerrillero exonerado, diciendo:

-Ya tiene el señor obispo su mitra. Échenos la bendición.

Otro quiso ponerle en la mano una caña, y dijo:

-Aquí tienes el báculo.

-Santurrias -dijo Viriato-, trae aquel pedazo de estera vieja para hacerle la capa pluvial.

-Matadme -gritó la víctima-; pero no   —277→   insultéis al que ha sido vuestro coronel.

Por mi parte sentía viva lástima del infeliz guerrillero, y recordando además que me había salvado la vida después del paso del Tajuña, no pude menos de interceder en su favor. Lo libré primero de las insignias episcopales, y tomándole luego el brazo, traté de llevarlo fuera del pueblo para que huyese.

Gran trabajo me costó conseguir esto último, porque la multitud le hostigaba, insultándole del modo más despiadado y atroz.

-Señor cura, diga una misa por su propia alma que se ha llevado el demonio.

-Señor cura, si los franceses pagan a mil doblones un coronel ¿qué dan por un soldado?

-Señor cura, que se metió a general y no sirve más que para tirar de una carreta... ¿Pues no quería mandar un ejército?

-De gallinas tal vez o de monagos.

-Si es un bobo: los franceses lo destinaron a que les limpiara las botas...

Además de injuriarle con estas y otras frases, a cada paso tiraban de la larga cuerda que aún llevaba atada en su cintura, y que le arrastraba detrás como un largo rabo.

Empujando aquí y allí, haciendo valer mi autoridad contra tan ruin gente, logré al fin sacarlo de la villa. Hice que todos volviesen atrás dejándonos solos y señalando la sierra, le dije al despedirle:

-Huya usted por aquí, desgraciado, y que Dios dé paz a su conciencia.

Le observé bien. Estaba horrible, con los ojos húmedos, las mejillas amoratadas, la boca   —278→   espumante, y todo tembloroso y convulso.

-Hace mucho frío esta tarde -le dije, ofreciéndole mi capote-. Lléveselo usted.

Mas en vez de aceptar la oferta y darme las gracias, rechazola, diciéndome bruscamente:

-No necesito nada. Adiós.

Y sin dignarse mirarme, se internó en la sierra.




Arriba- XXXIV -

Figuraos cuál sería mi indignación, cuando en la plaza de Cifuentes (media hora después de la partida de mosén Antón) vi que se me acercaba con semblante risueño y sin duda con el injurioso intento de abrazarme, el señor D. Pelayo en persona. El infame me dijo riendo con toda la desvergüenza tunesca de las Universidades de aquel tiempo.

-Al fin Dios me depara el gustazo de ver sano y salvo al Sr. de Araceli. ¡Qué inaudita alegría! ¿Cómo va de salud, señor y dueño mío?

-¡Ah, miserable ladrón falsario! -exclamé con violenta ira, cogiéndole por el cuello y arrojándole al suelo con intento de deshacer contra las piedras tan execrable reptil.

-¡Oh! -dijo con dolor-, me ha deshecho usted las rodillas, querido señor mío. Ya, ya comprendo la causa de su disgustillo, poca cosa, una broma mía.

  —279→  

-Ahora mismo vas a morir, infame, estrellado contra estas piedras -grité golpeándole sin piedad.

-Perdón, perdón, Sr. de Araceli, perdón para este delincuente. Déjeme usted decir dos palabras, dos palabricas, y luego será más amigo mío que Pílades lo fue de Orestes.

-Dime, ¿te cogieron con mosén Antón?

-Quia: yo vine esta mañana. Cuando vi la cosa mal parada allá, me abracé a las banderas de la patria y entré en Cifuentes gritando: «¡Viva el Empecinado y Fernando VII...!». Otros cuatro y yo pedimos perdón al general, diciendo que nos habían engañado.

-Truhán redomado. Ahora mismo vas a dejar de existir, si no me dices a dónde llevasteis tú, Santorcaz y demás bandidos a la desgraciada joven que robasteis en esta villa.

-Sr. de Araceli -repuso-, déjeme usted respirar un poco y diré lo que sé... por piedad, quietas las manos. Pues por la salvación de mi alma, señor y dueño mío, juro y rejuro que no sé dónde está aquella hermosa señorita. Si miento que me muera aquí mismo.

-Tú saliste con ellos de la venta.

-Es cierto; pero como había llegado a mí noticia que D. Juan Martín estaba en Cíbicas, vi la cosa mal parada y corrí a presentarme a él. Pregunte usted al mismo general si no me le presenté de madrugada.

-Mientes como un bellaco y vas a morir.

-Señor, querido señor Araceli, por el que murió en la cruz, juro que digo la verdad. ¿Sabe usted quién puede informarle del pueblo a donde   —280→   llevaron a la novia de usted?... ¡hermosa novia a fe mía!

-¿Quién lo sabe?

-Mosén Antón. ¿Por qué no le preguntó usted?

-¿Mosén Antón fue con Santorcaz?

-Sí, Trijueque condujo el convoy hasta no sé qué pueblo donde parece que la dejaron y luego regresó.

-¡Y ese desgraciado huyó sin decirme nada! -exclamé con viva inquietud-. Corro a buscarle.

Salí precipitadamente del pueblo, internándome en la sierra por la misma senda que había seguido el cura guerrillero. Como principiaba a anochecer y concluía oscurísima la tarde, era inútil que tratase de buscarle con la vista delante de mí. Corriendo, grité varias veces:

-¡Mosén Antón, mosén Antón!

Pero nadie me respondía. A un cuarto de legua de Cifuentes y cuando me disponía a regresar creyendo que el cura había tomado dirección distinta, divisé un bulto negro, un cuerpo y los jirones de la hopalanda agitada por el viento. ¡Qué horror! Todo esto colgaba, sacudiéndose aún de las ramas de una poderosa encina.

-¡Judas! -exclamé con pavor alzando la vista para observar aquel despojo.

Recé un Padre Nuestro y me volví a Cifuentes.




 
 
FIN
 
 


Diciembre de 1874.