-fol. 81r-
En acabando Elicio, luego Damón, al son de la mesma zampoña de Erastro, desta manera comenzó a cantar:
Acabó Damón y comenzó Tirsi, al son de los instrumentos de los tres pastores, a cantar este soneto:
-fol. 81v-TIRSI | ||||||||||||||||||||
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Al acabar de Tirsi, todos los intrumentos de los pastores formaron tan agradable música, que causaba grande contento a quien la oía; y más, ayudándoles de entre las espesas ramas mil suertes de pintados pajarillos que, con divina armonía, parece que como a coros les iban respondiendo. Desta suerte -fol. 82r- habían caminado un trecho, cuando llegaron a una antigua ermita que en la ladera de un montecillo estaba, no tan desviada del camino que dejase de oírse el son de una arpa que dentro, al parecer, tañían; el cual oído por Erastro, dijo:
-Deteneos, pastores, que según pienso, hoy oiremos todos lo que ha días que yo deseo oír, que es la voz de un agraciado mozo que dentro de aquella ermita habrá doce o catorce días se ha venido a vivir una vida más áspera de lo que a mí me parece que puedan llevar sus pocos años, y algunas veces que por aquí he pasado, he sentido tocar una arpa y entonar una voz tan suave que me ha puesto en grandísimo deseo de escucharla; pero siempre he llegado a punto que él le ponía en su canto. Y, aunque con hablarle he procurado hacerme su amigo, ofreciéndole a su servicio todo lo que valgo y puedo, nunca he podido acabar con él que me descubra quién es y las causas que le han movido a venir de tan pocos años a ponerse en tanta soledad y -fol. 82v- estrecheza.
Lo que Erastro decía del mozo y nuevo ermitaño puso en los pastores el mesmo deseo de conocerle que él tenía. Y así, acordaron de llegarse a la ermita de modo que, sin ser sentidos, pudiesen entender lo que cantaba antes que llegasen a hablarle; y, haciéndolo así, les sucedió tan bien, que se pusieron de parte donde, sin ser vistos ni sentidos, oyeron que al son de la arpa, el que estaba dentro semejantes versos decía:
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-fol. 83r- | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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-fol. 83v- | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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-fol. 84r- | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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-fol. 84v- | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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Con un profundo sospiro dio fin al lastimado canto el recogido mozo que dentro de la ermita estaba. Y, sintiendo los pastores que adelante no procedía, sin detenerse más, todos juntos entraron en ella, donde vieron a un cabo, -fol. 85r- sentado encima de una dura piedra, a un dispuesto y agraciado mancebo, al parecer de edad de veinte y dos años, vestido de un tosco buriel con los pies descalzos y una áspera soga ceñida al cuerpo, que de cordón le servía. Estaba con la cabeza inclinada a un lado, y la una mano asida de la parte de la túnica que sobre el corazón caía, y el otro brazo a la otra parte flojamente derribado. Y, por verle desta manera, y por no haber hecho movimiento al entrar de los pastores, claramente conocieron que desmayado estaba, como era la verdad, porque la profunda imaginación de sus miserias, muchas veces a semejante término le conducía. Llegóse a él Erastro, y, trabándole recio del brazo, le hizo volver en sí, aunque tan desacordado que parecía que de un pesado sueño recordaba, las cuales muestras de dolor no pequeño le causaron a los que le veían, y luego Erastro le dijo:
-¿Qué es esto, señor? ¿Qué es lo que siente vuestro fatigado pecho? No dejéis de decirlo, que presentes tenéis quien -fol. 85v- no rehusará fatiga alguna por dar remedio a la vuestra.
-No son esos -respondió el mancebo con voz algo desmayada- los primeros ofrecimientos, comedido pastor, que me has hecho, ni aun serían los últimos que yo acertase a servir si pudiese; pero hame traído la Fortuna a términos, que ni ellos pueden aprovecharme ni yo satisfacerlos más de con el deseo. Éste puedes tomar en cuenta del bueno que me ofreces; y si otra cosa de mí deseas saber, el tiempo, que no encubre nada, te dirá más de lo que yo quisiera.
-Si al tiempo dejas que me satisfaga de lo que me dices -respondió Erastro- poco debe agradecerse tal paga, pues él, a pesar nuestro, echa en las plazas lo más secreto de nuestros corazones.
A este tiempo, todos los demás pastores le rogaron que la ocasión de su tristeza les contase, especialmente Tirsi, que con eficaces razones le persuadió, y dio a entender que no hay mal en esta vida que con ella su remedio no se alcanzase, si ya la muerte, atajadora de los humanos discursos, no se opone -fol. 86r- a ellos. Y a esto añadió otras palabras que al obstinado mozo movieron a que con la suyas hiciese satisfechos a todos de lo que dél saber deseaban. Y así, les dijo:
-Puesto que a mí me fuera mejor, ¡oh agradable compañía!, vivir lo poco que me queda de vida sin ella, y haberme recogido a mayor soledad de la que tengo, todavía, por no mostrarme esquivo a la voluntad que me habéis mostrado, determino de contaros todo aquello que entiendo bastará, y los términos por donde la mudable Fortuna me ha traído al estrecho estado en que me hallo; pero, porque me parece que es ya algo tarde, y, según mis desventuras son muchas, sería posible que antes de contároslas la noche sobreviniese, será bien que todos juntos a la aldea nos vamos, pues a mí no me hace otra descomodidad de hacer el camino esta noche que mañana tenía determinado, y esto me es forzoso, pues de vuestra aldea soy proveído de lo que he menester para mi sustento, y por el camino, como mejor pudiere, os haré -fol. 86v- ciertos de mis desgracias.
A todos pareció bien lo que el mozo ermitaño decía, y, puniéndole en medio dellos, con vagarosos pasos tornaron a seguir el camino de la aldea, y luego el lastimado ermitaño, con muestras de mucho dolor, desta manera al cuento de sus miserias dio principio:
-«En la antigua y famosa ciudad de Jerez, cuyos moradores de Minerva y Marte son favorescidos, nasció Timbrio, un valeroso caballero, del cual, si sus virtudes y generosidad de ánimo hubiese de contar, a difícil empresa me pondría. Basta saber que, no sé si por la mucha bondad suya o por la fuerza de las estrellas, que a ello me inclinaban, yo procuré, por todas las vías que pude, serle particular amigo, y fueme el cielo en esto tan favorable que, casi olvidándose a los que nos conoscían el nombre de Timbrio y el de Silerio -que es el mío-, solamente los dos amigos nos llamaban, haciendo nosotros, con nuestra continua conversación y amigables obras, que tal opinión no fuese vana.
»Desta -fol. 87r- suerte los dos, con increíble gusto y contento, los mozos años pasábamos, ora en el campo en el ejercicio de la caza, ora en la ciudad en el del honroso Marte entreteniéndonos, hasta que un día, de los muchos aciagos que el enemigo tiempo en el discurso de mi vida me ha hecho ver, le sucedió a mi amigo Timbrio una pesada pendencia con un poderoso caballero, vecino de la mesma ciudad. Llegó a término la quistión que el caballero quedó lastimado en la honra, y a Timbrio fue forzoso ausentarse, por dar lugar a que la furiosa discordia cesase que entre los dos parentales se comenzaba a encender, dejando escrita una carta a su enemigo, dándole aviso que le hallaría en Italia, en la ciudad de Milán o de Nápoles, todas las veces que, como caballero, de su agravio satisfacerse quisiese. Con esto cesaron los bandos entre los parientes de entrambos, y ordenóse que a igual y mortal batalla el ofendido caballero, que Pransiles se llamaba, a Timbrio desafiase, y que, en hallando -fol. 87v- campo seguro para la batalla, se avisase a Timbrio. Ordenó más mi suerte: que al tiempo que esto sucedió yo me hallase tan falto de salud, que apenas del lecho levantarme podía, y por esta ocasión se me pasó la de seguir a mi amigo dondequiera que fuese, el cual al partir se despidió de mí con no pequeño descontento, encargándome que, en cobrando fuerzas, le buscase, que en la ciudad de Nápoles le hallaría. Y así, se partió, dejándome con más pena que yo sabré agora significaros. Mas, al cabo de pocos días, pudiendo en mí más el deseo que de verle tenía, que no la flaqueza que me fatigaba, me puse luego en camino; y, para que con más brevedad y más seguro le hiciese, la ventura me ofreció la comodidad de cuatro galeras que en la famosa Isla de Cádiz, de partida para Italia, prestas y aparejadas estaban. Embarquéme en una dellas, y, con próspero viento, en tiempo breve, las riberas catalanas descubrimos; y, habiendo dado fondo en un puerto dellas, yo, que algo fatigado -fol. 88r- de la mar venía, asegurado primero de que por aquella noche las galeras de allí no partirían, me desembarqué con solo un amigo y un criado mío. Y no creo que debía de ser la media noche, cuando los marineros y los que a cargo las galeras llevaban, viendo que la serenidad del cielo calma o próspero viento señalaba, por no perder la buena ocasión que se les ofrecía, a la segunda guardia hicieron la señal de partida, y, zarpando las áncoras, dieron con mucha presteza los remos al sesgo mar y las velas al sosegado viento. Y fue, como digo, con tanta diligencia hecho que, por mucha que yo puse para volver a embarcarme, no fui a tiempo; y así, me hube de quedar en la marina con el enojo que podrá considerar quien por semejantes y ordinarios casos habrá pasado, porque quedaba mal acomodado de todas las cosas que para seguir mi viaje por tierra eran necesarias. Mas, considerando que, de quedarme allí, poco remedio se esperaba, acordé de volverme a Barcelona, adonde, -fol. 88v- como ciudad más grande, podría ser hallar quien me acomodase de lo que me faltaba, correspondiendo a Jerez o a Sevilla con la paga dello.
»Amanecióme en estos pensamientos, y, con determinación de ponerlos en efecto, aguardaba a que el día más se levantase; y, estando a punto de partirme, sentí un grande estruendo por la tierra y que toda la gente corría a la calle más principal del pueblo, y, preguntando a uno qué era aquello, me respondió: “Llegaos, señor, aquella esquina, que a voz de pregonero sabréis lo que deseáis”. Hícelo así, y lo primero en que puse los ojos fue en un alto crucifijo y en mucho tumulto de gente, señales que alguno sentenciado a muerte entre ellos venía, todo lo cual me certificó la voz del pregonero, que declaraba que, por haber sido salteador y bandolero, la justicia mandaba ahorcar un hombre, que, como a mí llegó, luego conocí que era el mi buen amigo Timbrio, el cual venía a pie, con unas esposas a las manos y una soga a la garganta, los ojos -fol. 89r- enclavados en el crucifijo que delante llevaba, diciendo y protestando a los clérigos que con él iban, que por la estrecha cuenta que pensaba dar en breves horas al verdadero Dios, cuyo retrato delante los ojos tenía, que nunca en todo el discurso de su vida había cometido cosa por donde públicamente meresciese rescebir tan ignominiosa muerte; y que a todos rogaba rogasen a los jueces le diesen algún término para probar cuán inocente estaba de lo que le acusaban.
»Considérese aquí, si tanto la consideración pudo levantarse, cuál quedaría yo al horrendo espectáculo que a los ojos se me ofrecía. No sé qué os diga, señores, sino que quedé tan embelesado y fuera de mí, y de tal modo quedé ajeno de todos mis sentidos, que una estatua de mármol debiera de parecer a quien en aquel punto me miraba. Pero ya que el confuso rumor del pueblo, las levantadas voces de los pregoneros, las lastimosas palabras de Timbrio y las consoladoras de los sacerdotes, y el verdadero -fol. 89v- conocimiento de mi buen amigo, me hubieron vuelto de aquel embelesamiento primero, y la alterada sangre acudió a dar ayuda al desmayado corazón, y despertado en él la cólera debida a la notoria venganza de la ofensa de Timbrio, sin mirar al peligro que me ponía, sino al de Timbrio, por ver si podía librarle, o seguirle hasta la otra vida, con poco temor de perder la mía, eché mano a la espada, y con más que ordinaria furia entré por medio de la confusa turba, hasta que llegué adonde Timbrio iba, el cual, no sabiendo si en provecho suyo tantas espadas se habían desenvainado, con perplejo y angustiado ánimo, estaba mirando lo que pasaba, hasta que yo le dije: “¿Adónde está, ¡oh Timbrio!, el esfuerzo de tu valeroso pecho? ¿Qué esperas, o qué aguardas? ¿Por qué no te favoreces de la ocasión presente? Procura, ¡oh verdadero amigo!, salvar tu vida, en tanto que esta mía hace escudo a la sinrazón que, según creo, aquí te es hecha”. Estas palabras mías y el conocerme Timbrio, fue parte -fol. 90r- para que, olvidado todo temor, rompiese las ataduras o esposas de las manos; mas todo su ardimiento fuera poco si los sacerdotes, de compasión movidos, no ayudaran su deseo, los cuales, tomándole en peso, a pesar de los que estorbarlo querían, se entraron con él en una iglesia que allí junto estaba, dejándome a mí en medio de toda la justicia, que con grande instancia procuraba prenderme, como al fin lo hizo, pues a tantas fuerzas juntas no fue poderosa la sola mía de resistirlas. Y, con más ofensas que, a mi parecer, mi pecado merescía, a la cárcel pública, herido de dos heridas, me llevaron.
»El atrevimiento mío, y el haberse escapado Timbrio, augmentó mi culpa y el enojo en los jueces, los cuales, condenando bien el exceso por mí cometido, pareciéndoles ser justo que yo muriese, y luego luego, la cruel sentencia pronunciaron, y para otro día guardaban la ejecución. Llegó a Timbrio esta triste nueva allá en la iglesia donde estaba, y, según yo después supe, más alteración le dio mi sentencia -fol. 90v- que le había dado la de su muerte; y, por librarme della, de nuevo se ofrecía a entregarse otra vez en poder de la justicia, pero los sacerdotes le aconsejaron que servía de poco aquello, antes era añadir mal a mal y desgracia a desgracia, pues no sería parte el entregarse él para que yo fuese suelto, pues no lo podía ser sin ser castigado de la culpa cometida. No fueron menester pocas razones para persuadir a Timbrio no se diese a la justicia; pero sosegóse con proponer en su ánimo de hacer otro día por mí lo que yo por él había hecho, por pagarme en la mesma moneda, o morir en la demanda. De toda su intención fui avisado por un clérigo que a confesarme vino, con el cual le envié a decir que el mejor remedio que mi desdicha podía tener era que él se salvase, y procurase que, con toda brevedad, el virrey de Barcelona supiese todo el suceso antes que la justicia de aquel pueblo la ejecutase en él. Supe también la causa por que a mi amigo Timbrio llevaban al amargo suplicio, según me -fol. 91r- contó el mesmo sacerdote que os he dicho; y fue que, viniendo Timbrio caminando por el reino de Cataluña, a la salida de Perpiñán, dieron con él una cantidad de bandoleros, los cuales tenían por señor y cabeza a un valeroso caballero catalán, que por ciertas enemistades andaba en la compañía, como es ya antiguo uso de aquel reino, cuando los enemistados son personas de cuenta, salirse a ella y hacerse todo el mal que pueden, no solamente en las vidas, pero en las haciendas: cosa ajena de toda cristiandad y digna de toda lástima.
»Sucedió, pues, que, al tiempo que los bandoleros estaban ocupados en quitar a Timbrio lo que llevaba, llegó en aquella sazón el señor y caudillo dellos, y como en fin era caballero, no quiso que delante de sus ojos agravio alguno a Timbrio se hiciese; antes, pareciéndole hombre de valor y prendas, le hizo mil corteses ofrecimientos, rogándole que por aquella noche se quedase con él en un lugar allí cerca, que otro día por la mañana le daría una señal de seguro para -fol. 91v- que sin temor alguno pudiese seguir su camino hasta salir de aquella provincia. No pudo Timbrio dejar de hacer lo que el cortés caballero le pedía, obligado de las buenas obras dél rescibidas. Fuéronse juntos, y llegaron a un pequeño lugar, donde por los del pueblo alegremente rescebidos fueron. Mas la Fortuna, que hasta entonces con Timbrio se había burlado, ordenó que aquella mesma noche diesen con los bandoleros una compañía de soldados, sólo para este efecto juntada; y, habiéndolos cogido de sobresalto, con facilidad los desbarataron, y, puesto que no pudieron prender al caudillo, prendieron y mataron a otros muchos, y uno de los presos fue Timbrio, a quien tuvieron por un famoso salteador que en aquella compañía andaba; y, según se debe imaginar, sin duda le debía de parecer mucho, pues con atestiguar los demás presos que aquél no era el que pensaban, contando la verdad de todo el caso, pudo tanto la malicia en el pecho de los jueces que, sin más averiguaciones, le sentenciaron a muerte, la cual fuera puesta en efecto si -fol. 92r- el cielo, favorescedor de los justos intentos, no ordenara que las galeras se fuesen y yo en tierra quedase, para hacer lo que hasta agora os he contado que hice.
»Estábase Timbrio en la iglesia, y yo en la cárcel, ordenando de partirse aquella noche a Barcelona; y yo, que esperando estaba en qué pararía la furia de los ofendidos jueces, [cuando] con otra mayor desventura suya, Timbrio y yo de la nuestra fuimos librados. Mas, ¡ójala fuera servido el cielo que en mí solo se ejecutara la furia de su ira, con tal que la alzaran de aquel pequeño y desventurado pueblo, que a los filos de mil bárbaras espadas tuvo puesto el miserable cuello! Poco más de media noche sería, hora acomodada a facinorosos insultos, y en la cual la trabajada gente suele entregar los trabajados miembros en brazos del dulce sueño, cuando improvisamente por todo el pueblo se levantó una confusa vocería, diciendo: “¡Al arma, al arma, que turcos hay en tierra!” Los ecos destas tristes voces ¿quién duda que no causaron -fol. 92v- espanto en los mujeriles pechos, y aun pusieron confusión en los fuertes ánimos de los varones? No sé qué os diga, señores, sino que en un punto la miserable tierra comenzó a arder con tanta gana, que no parecía sino que las mesmas piedras, con que las casas fabricadas estaban, ofrecían acomodada materia al encendido fuego, que todo lo consumía. A la luz de las furiosas llamas se vieron relucir los bárbaros alfanjes y parecerse las blancas tocas de la turca gente, que, encendida, con sigures o hachas de duro acero, las puertas de las casas derribaban, y, entrando en ellas, de cristianos despojos salían cargados. Cuál llevaba la fatigada madre, y cuál el pequeñuelo hijo, que con cansados y débiles gemidos, la madre por el hijo, y el hijo por la madre, preguntaba; y alguno sé que hubo que con sacrílega mano estorbó el cumplimiento de los justos deseos de la casta recién desposada virgen y del esposo desdichado, ante cuyos llorosos ojos quizá vio coger el fruto de que el sin ventura pensaba -fol. 93r- gozar en tiempo breve. La confusión era tanta, tantos los gritos y mezclas de las voces tan diferentes, que gran espanto ponían. La fiera y endiablada canalla, viendo cuán poca resistencia se les hacía, se atrevieron a entrar en los sagrados templos y poner las descomulgadas manos en las sanctas reliquias, poniendo en el seno el oro con que guarnecidas estaban, y arrojándolas en el suelo con asqueroso menosprecio. Poco le valía al sacerdote su santimonia, y al fraile su retraimiento, y al viejo sus nevadas canas, y al mozo su juventud gallarda, y al pequeño niño su inocencia simple, que de todos llevaban el saco aquellos descreídos perros; los cuales, después de abrasadas las casas, robado los templos, desflorado las vírgines, muertos los defensores, más cansados que satisfechos de lo hecho, al tiempo que el alba venía, sin impedimento alguno se volvieron a sus bajeles, habiéndolos ya cargado de todo lo mejor que en el pueblo había, dejándole desolado y sin gente, porque toda -fol. 93v- la más gente se llevaban, y la otra a la montaña se había recogido.
»¿Quién en tan triste espectáculo pudiera tener quedas las manos y enjutos los ojos? Mas, ¡ay!, que está tan llena de miserias nuestra vida, que en tan doloroso suceso como el que os he contado, hubo cristianos corazones que se alegraron; y estos fueron los de aquellos que en la cárcel estaban, que con la desdicha general cobraron la dicha propria, porque, en son de ir a defender el pueblo, rompieron las puertas de la prisión y en libertad se pusieron, procurando cada uno, no de ofender a los contrarios, sino de salvar a sí mesmos, entre los cuales yo gocé de la libertad tan caramente adquirida. Y, viendo que no había quien hiciese rostro a los enemigos, por no venir a su poder ni tornar al de la prisión, desamparando el consumido pueblo, con no pequeño dolor de lo que había visto y con el que mis heridas me causaban, seguí a un hombre que me dijo que seguramente me llevaría a un monasterio que en aquellas montañas estaba, donde de mis llagas sería curado, y aun defendido -fol. 94r- si de nuevo prenderme quisiesen. Seguíle, en fin, como os he dicho, con deseo de saber qué habría hecho la Fortuna de mi amigo Timbrio, el cual, como después supe, con algunas heridas se había escapado y seguido por la montaña otro camino diferente del que yo llevaba; vino a parar al puerto de Rosas, donde estuvo algunos días, procurando saber qué suceso habría sido el mío, y que, en fin, sin saber nuevas algunas, se partió en una nave y con próspero viento llegó a la gran ciudad de Nápoles. Yo volví a Barcelona, y allí me acomodé de lo que menester había; y después, ya sano de mis heridas, torné a seguir mi viaje, y, sin sucederme revés alguno, llegué a Nápoles, donde hallé enfermo a Timbrio; y fue tal el contento que en vernos los dos recibimos, que no me siento con fuerzas para encarecérosle por agora.
»Allí nos dimos cuenta de nuestras vidas y de todo aquello que hasta aquel momento nos había sucedido; pero todo este placer mío se aguaba con el ver a Timbrio no tan bueno como yo quisiera; -fol. 94v- antes, tan malo, y de una enfermedad tan estraña, que si yo a aquella sazón no llegara, pudiera llegar a tiempo de hacerle las obsequias de su muerte y no solemnizar las alegrías de su vista. Después que él hubo sabido de mí todo lo que quiso, con lágrimas en los ojos, me dijo: “¡Ay, amigo Silerio, y cómo creo que el cielo procura cargar la mano en mis desventuras, para que, dándome la salud por la vuestra, quede yo cada día con más obligación de serviros!” Palabras fueron estas de Timbrio que me enternecieron; mas, por parecerme de comedimientos, tan poco usados entre nosotros, me admiraron. Y, por no cansaros en deciros punto por punto lo que yo le respondí y lo que él más replicó, sólo os diré que el desdichado de Timbrio estaba enamorado de una señora principal de aquella ciudad, cuyos padres eran españoles, aunque ella en Nápoles había nascido. Su nombre era Nísida y su hermosura tanta, que me atrevo a decir que la naturaleza cifró en ella el estremo de sus pe[r]fectiones; -fol. 95r- y andaban tan a una en ella la honestidad y belleza, que lo que la una encendía la otra enfriaba, y los deseos que su gentileza hasta el más subido cielo levantaba, su honesta gravedad hasta lo más bajo de la tierra abatía. A esta causa estaba Timbrio tan pobre de esperanza, cuan rico de pensamientos, y sobre todo falto de salud, y en términos de acabar la vida sin descubrirlos: tal era el temor y reverencia que había cobrado a la hermosa Nísida. Pero, después que tuve bien conocida su enfermedad y hube visto a Nísida, y considerado la calidad y nobleza de sus padres, determiné de posponer por él la hacienda, la vida y la honra, y más si más tuviera y pudiera. Y así, usé de un artificio, el más estraño que hasta hoy se habrá oído ni leído; y fue que acordé de vestirme como truhán y con una guitarra entrarme en casa de Nísida, que por ser, como ya he dicho, sus padres de los principales de la ciudad, de otros muchos truhanes era continuada. Parecióle bien este acuerdo a Timbrio, y resignó -fol. 95v- luego en las manos de mi industria todo su contento. Hice yo hacer luego muchas y diferentes galas, y, en vistiéndome, comencé a ensayarme en el nuevo oficio delante de Timbrio, que no poco reía de verme tan truhanamente vestido; y, por ver si la habilidad correspondía al hábito, me dijo que, haciendo cuenta que él era un gran príncipe y que yo de nuevo venía a visitarle, le dijese algo. Y si yo no me acuerdo mal, y si vosotros, señores, no os cansáis de escucharme, diréos lo que entonces le canté, con ser la primera vez.»
Todos dijeron que ninguna cosa les daría más contento que saber por estenso todo el suceso de su negocio, y que así, le rogaban que ninguna cosa, por de poco momento que fuese, dejase de contarles.
-Pues esa licencia me dais -dijo el ermitaño-, no quiero dejaros de decir cómo comencé a dar muestras de mi locura; que fue con estos versos que a Timbrio canté, imaginando ser un gran señor a quien los decía:
-fol. 96r-SILERIO | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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-fol. 96v- | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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»Estas y otras cosas de más risa y juego canté entonces a Timbrio, procurando acomodar el brío y donaire del cuerpo a que en todo diese muestras de ejercitado truhán; y salí tan bien con ello que en pocos días fui -fol. 97r- conocido de toda la más gente principal de la ciudad; y la fama del truhán español por toda ella volaba, hasta tanto que ya en casa del padre de Nísida me deseaban ver, el cual deseo les cumpliera yo con mucha facilidad, si de industria no aguardara a ser rogado. Mas, en fin, no me pude escusar que un día de un banquete allá no fuese, donde vi más cerca la justa causa que Timbrio tenía de padecer, y la que el cielo me dio para quitarme el contento todos los días que en esta vida durare. Vi a Nísida, a Nísida vi, para no ver más, ni hay más que ver después de haberla visto. ¡Oh fuerza poderosa de amor, contra quien valen poco las poderosas nuestras! ¿Y es posible que en un punto, en un momento, los reparos y pertrechos de mi lealtad pusieses en términos de dar con todos ellos por tierra? ¡Ay, que si se tardara un poco en socorrerme la consideración de quien yo era, la amistad que a Timbrio debía, el mucho valor de Nísida, el afrentoso hábito en que me hallaba [...]; que todo era impedimento a que, con el -fol. 97v- nuevo y amoroso deseo que en mí había nascido, no nasciese también la esperanza de alcanzarla, que es el arrimo con que el amor camina o vuelve atrás en los enamorados principios! En fin, vi la belleza que os he dicho, y, porque me importaba tanto el verla, siempre procuré granjear el amistad de sus padres y de todos los de su casa, y esto con hacer del gracioso y bien criado, haciendo mi oficio con la mayor discreción y gracia a mí posible. Y, rogándome un caballero que aquel día a la mesa estaba que alguna cosa en loor de la hermosura de Nísida cantase, quiso la ventura que me acordase de unos versos que muchos días antes, para otra ocasión casi semejante, yo había hecho; y, sirviéndome para la presente, los dije; que eran estos:
SILERIO | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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»Con estas y otras cosas que entonces canté, quedaron todos tan mis aficionados, especialmente los padres de Nísida, que me ofrecieron todo lo que menester hubiese y me rogaron que ningún día dejase de visitarlos. -fol. 99r- Y así, sin descubrirse ni imaginarse mi industria, vine a salir con mi primero disignio, que era facilitar la entrada en casa de Nísida, la cual gustaba en estremo de mis desenvolturas. Pero ya que los muchos días y la mucha conversación mía, y la grande amistad que todos los de aquella casa me mostraban, hubieron quitado algunas sombras al demasiado temor que de descubrir mi intento a Nísida tenía, determiné ver a do llegaba la ventura de Timbrio, que sólo de mi solicitud la esperaba. Mas, ¡ay de mí!, que yo estaba entonces más para pedir medicina para mi llaga que salud para la ajena, porque el donaire, belleza, discreción, gravedad de Nísida, habían hecho en mi alma tal efecto, que no estaba en menos estremo de dolor y de amor puesta que la del lastimado Timbrio. A vuestra consideración discreta dejo el imaginar lo que podía sentir un corazón a quien de una parte combatían las leyes de la amistad, y de otra las inviolables de Cupido; porque si las unas le obligaban -fol. 99v- a no salir de lo que ellas y la razón le pedían, las otras le forzaban que tuviese cuenta con lo que a su contento era obligado.
»Estos sobresaltos y combates me apretaban de manera que, sin procurar la salud ajena, comencé a dudar de la propria y a ponerme tan flaco y amarillo que causaba general compasión a todos los que me miraban; y los que más la mostraban eran los padres de Nísida; y aun ella mesma, con limpias y cristianas entrañas, me rogó muchas veces que la causa de mi enfermedad le dijese, ofreciéndome todo lo necesario para el remedio della. “¡Ay -decía yo entre mí cuando Nísida tales ofrecimientos me hacía-, y con cuánta facilidad, hermosa Nísida, podría remediar vuestra mano el mal que vuestra hermosura ha hecho! Pero préciome tanto de buen amigo que, aunque tuviese tan cierto mi remedio como le tengo por imposible, imposible sería que le acetase”. Y, como estas consideraciones en aquellos instantes me turbasen la fantasía, no acertaba a responder a -fol. 100r- Nísida cosa alguna, de lo cual ella y otra hermana suya, que Blanca se llamaba, de menos años, aunque no de menos discreción y hermosura que Nísida, estaban maravilladas; y con más deseo de saber el origen de mi tristeza, con muchas importunaciones me rogaban que nada de mi dolor les encubriese. Viendo, pues, yo que la ventura me ofrecía la comodidad de poner en efecto lo que hasta aquel punto mi industria había fabricado, una vez que, acaso, Nísida y su hermana solas se hallaban, tornando ellas de nuevo a pedirme lo que tantas veces, les dije: “No penséis, señoras, que el silencio que hasta agora he tenido en no deciros la causa de la pena que imagináis que siento lo haya causado tener yo poco deseo de obedeceros, pues ya se sabe que si algún bien mi abatido estado en esta vida tiene, es haber granjeado con él venir a términos de conoceros y como criado serviros; sólo ha sido la causa imaginar que, aunque la descubra, no servirá para más de daros lástima, viendo cuán -fol. 100v- lejos está el remedio della. Pero, ya que me es forzoso satisfaceros en esto, sabréis, señoras, que en esta ciudad está un caballero natural de mi mesma patria, a quien tengo por señor, por amparo y por amigo, el más liberal, discreto y gentilhombre que en gran parte hallarse pueda, el cual está aquí ausente de la amada patria por ciertas quistiones que allá le sucedieron, que le forzaron a venir a esta ciudad, creyendo que si allá en la suya dejaba enemigos, acá en la ajena no le faltarán amigos; más hale salido tan al revés su pensamiento, que un solo enemigo, que él mesmo, sin saber cómo, aquí se ha procurado, le tiene puesto en tal estremo, que si el cielo no le socorre, con acabar la vida acabará sus amistades y enemistades. Y como yo conozco el valor de Timbrio -que este es el nombre del caballero cuya desgracia os voy contando-, y sé lo que perderá el mundo en perderle, y lo que yo perderé si le pierdo, doy las muestras de sentimiento que habéis visto, y aun son pocas, según a lo que me obliga el -fol. 101r- peligro en que Timbrio está puesto. Bien sé que desearéis saber, señoras, quién es el enemigo que a tan valeroso caballero, como es el que os he pintado, tiene puesto en tal estremo; pero también sé que, en diciéndoosle, no os maravillaréis sino de cómo ya no le tiene consumido y muerto. Su enemigo es amor, universal destruidor de nuestros sosiegos y bienandanzas. Este fiero enemigo tomó posesión de sus entrañas. En entrando en esta ciudad, vio Timbrio una hermosa dama, de singular valor y hermosura, mas tan principal y honesta que jamás el miserable se ha aventurado a descubrirle su pensamiento”.
»A este punto llegaba yo cuando Nísida me dijo: “Por cierto, Astor -que entonces era este el nombre mío-, que no sé yo si crea que ese caballero sea tan valeroso y discreto como dices, pues tan fácil mente se ha dejado rendir a un mal deseo tan recién nacido, entregándose tan sin ocasión alguna en los brazos de la desesperación. Y, aunque a mí se me alcanza poco destos amorosos -fol. 101v- efectos, todavía me parece que es simplicidad y flaqueza dejar, el que se vee fatigado dellos, de descubrir su pensamiento a quien se le causa, puesto que sea del valor que imaginar se puede; porque, ¿qué afrenta se le puede seguir a ella de saber que es bien querida, o a él qué mayor mal de su aceda y desabrida respuesta, que la muerte que él mesmo se procura callando? Y no sería bien que por tener un juez fama de riguroso, dejase alguno de alegar de su derecho. Pero pongamos que sucede la muerte de un amante tan callado y temeroso como ese tu amigo; dime, ¿llamarías tú cruel a la dama de quien estaba enamorado? No, por cierto; que mal puede remediar nadie la necesidad que no llega a su noticia, ni cae en su obligación procurar saberla para remediarla. Así que, Astor, perdóname, que las obras de ese tu amigo no hacen muy verdaderas las alabanzas que le das”.
»Cuando yo oí a Nísida semejantes razones, luego luego quisiera con las mías descubrirle todo el secreto de -fol. 102r- mi pecho; mas, como yo entendía la bondad y llaneza con que ella las hablaba, hube de detenerme y esperar más sola y mejor coyuntura; y así, le respondí: “Cuando los casos de amor, hermosa Nísida, con libres ojos se miran, tantos desatinos se veen en ellos, que no menos de risa que de compasión son dignos; pero si de la sotil red amorosa se halla enlazada el alma, allí están los sentidos tan trabados y tan fuera de su proprio ser, que la memoria sólo sirve de tesorera y guardadora del objecto que los ojos miraron, y el entendimiento en escudriñar y conocer el valor de la que bien ama, y la voluntad de consentir de que la memoria y entendimiento en otra cosa no se ocupen; y así, los ojos veen como por espejo de alinde, que todas las cosas se les hacen mayores: ora cresce la esperanza cuando son favorescidos, ora el temor cuando desechados; y así, sucede a muchos lo que a Timbrio ha sucedido, que, pareciéndoles a los principios altísimo el objecto a quien los ojos levantaron, pierden -fol. 102v- la esperanza de alcanzarle; pero no de manera que no les diga amor allá dentro en el alma: ‘¿Quién sabe? Podría ser...’. Y con esto anda la esperanza, como decirse suele, entre dos aguas, la cual si del todo les desamparase, con ella huiría el amor. Y de aquí nasce andar, entre el temor y osar, el corazón del amante tan afligido que, sin aventurarse a decirla, se recoge y aprieta en su llaga, y espera, aunque no sabe de quién, el remedio de que se vee tan apartado. En este mesmo estremo he yo hallado a Timbrio, aunque todavía, a persuasiones mías, ha escripto una carta a la dama por quien muere, la cual me dio para que la viese y mirase si en alguna manera se mostraba en ella descomedido, porque la enmendaría. Encargóme asimesmo que buscase orden de ponerla en manos de su señora, que creo será imposible, no porque yo no me aventure a ello, pues lo menos que aventuraré será la vida por servirle, mas porque me parece que no he de hallar ocasión para darla”. “Veámosla -dijo Nísida-, porque -fol. 103r- deseo ver cómo escriben los enamorados discretos”. Luego saqué yo una carta del seno, que algunos días antes estaba escripta, esperando ocasión de que Nísida la viese; y, ofreciéndome la ventura ésta, se la mostré; la cual, por haberla yo leído muchas veces, se me quedó en la memoria, cuyas razones eran éstas:
TIMBRIO A NÍSIDA
»Determinado había, hermosa señora, que el fin desastrado mío os diese noticia de quien yo era, pareciéndome ser mejor que alabárades mi silencio en la muerte, que no que vituperárades mi atrevimiento en la vida; mas, porque imagino que a mi alma conviene partirse deste mundo en gracia vuestra, porque en el otro no le niegue amor el premio de lo que ha padecido, os hago sabidora del estado en que vuestra rara beldad me tiene puesto, que es tal, que, a poder significarle, no procurara su remedio, pues por pequeñas -fol. 103v- cosas nadie se ha de aventurar a ofender el valor estremado vuestro, del cual y de vuestra honesta liberalidad espero restaurar la vida para serviros, o alcanzar la muerte para nunca más ofenderos.
»Con mucha atención estuvo Nísida escuchando esta carta, y, en acabándola de oír, dijo: “No tiene de qué agraviarse la dama a quien esta carta se envía, si ya de puro grave no da en ser melindrosa, enfermedad de quien no se escapa la mayor parte de las damas desta ciudad. Pero, con todo eso, no dejes, Astor, de dársela, pues, como ya te he dicho, no se puede esperar más mal de su respuesta, que no sea peor el que agora dices que tu amigo padece. Y, para más animarte, te quiero asegurar que no hay mujer tan recatada y tan puesta en atalaya para mirar por su honra, que le pese mucho de ver y saber que es querida, porque entonces conoce ella que no es vana la presumpción que de sí tiene, lo cual sería al revés si viese que de nadie era solicitada”. “Bien -fol. 104r- sé, señora, que es verdad lo que dices -respondí yo-, mas tengo temor que el atreverme a darla, por lo menos, me ha de costar negarme de allí adelante la entrada en aquella casa, de que no menor daño me vendría a mí que a Timbrio”. “No quieras, Astor -replicó Nísida-, confirmar tú la sentencia que aún el juez no tiene dada. Muestra buen ánimo, que no es riguroso trance de batalla éste a que te aventuras”. “¡Pluguiera al cielo, hermosa Nísida -respondí yo-, que en ese término me viera, que de mejor gana ofreciera el pecho al peligro y rigor de mil contrapuestas armas, que no la mano a dar esta amorosa carta a quien temo que, siendo con ella ofendida, ha de arrojar sobre mis hombros la pena que la ajena culpa meresce! Pero, con todos estos inconvinientes, pienso seguir, señora, el consejo que me has dado, puesto que aguardaré tiempo en que el temor no tenga tan ocupados mis sentidos como agora; y en este entretanto te suplico que, haciendo cuenta que tú eres a quien esta carta se envía, -fol. 104v- me des alguna respuesta que lleve a Timbrio, para que con este engaño él se entretenga un poco, y a mí el tiempo y las ocasiones me descubran lo que tengo de hacer”. “De mal artificio quieres usar -respondió Nísida-, porque, puesto caso que yo agora diese en nombre ajeno alguna blanda o esquiva respuesta, ¿no ves que el tiempo, descubridor de nuestros fines, aclarará el engaño y Timbrio quedará de ti más quejoso que satisfecho?; cuanto más que, por no haber dado hasta agora respuesta a semejantes cartas, no querría comenzar a darlas mentirosa y fingidamente; mas, aunque sepa ir contra lo que a mí mesma debo, si me prometes de decir quién es la dama, yo te diré qué digas a tu amigo, y cosa tal, que él quede contento por agora; y, puesto que después las cosas sucedan al revés de lo que él pensare, no por eso se averiguará la mentira”. “Eso no me lo mandes, ¡oh Nísida! -respondí yo-, porque en tanta confusión me pone decirte yo a ti su nombre, como me pondría el darle a ella la -fol. 105r- carta; basta saber que es principal, y que, sin hacerte agravio alguno, no te debe nada en la hermosura, que con esto me parece que la encarezco sobre cuantas son nascidas”. “No me maravillo que digas eso de mí -dijo Nísida-, pues los hombres de vuestra condición y trato, lisonjear es su propio oficio. Mas, dejando todo esto a una parte, porque deseo que no pierdas la comodidad de un tan buen amigo, te aconsejo que le digas que fuiste a dar la carta a su dama, y que has pasado con ella todas las razones que conmigo, sin faltar punto, y cómo leyó tu carta, y el ánimo que te daba para que a su dama la llevases, pensando que no era ella a quien venía; y que, aunque no te atreviste a declarar del todo, que has conoscido della que, cuando sepa ser ella para quien la carta venía, no le causará el engaño y desengaño mucha pesadumbre. Desta suerte rescibirá él algún alivio en su trabajo; y después, al descubrir tu intención a su dama, puedes responder a Timbrio lo que ella te respondiere, pues hasta el -fol. 105v- punto que ella lo sepa, queda en fuerza esta mentira y la verdad de lo que sucediere, sin que haga al caso el engaño de agora”.
»Admirado quedé de la discreta traza de Nísida, y aun no sin sospecha de la verdad de mi artificio. Y así, besándole las manos por el buen aviso, y quedando con ella que de cualquiera cosa que en este negocio sucediere le había de dar particular cuenta, vine a contar a Timbrio todo lo que con Nísida me había sucedido, que fue parte para que la tuviese en su alma la esperanza, y volviese de nuevo a sustentarle y a desterrar de su corazón los nublados del frío temor que hasta entonces le tenían ofuscado. Y todo este gusto se le acrescentaba el prometerle yo a cada paso que los míos no serían dados sino en servicio suyo, y que otra vez que con Nísida me hallase, sacaría el juego de maña con tan buen suceso como sus pensamientos merecían. Una cosa se me ha olvidado de deciros: que en todo el tiempo que con Nísida y su hermana estuve hablando, jamás la menor -fol. 106r- hermana habló palabra, sino que, con un estraño silencio, estuvo siempre colgada de las mías. Y seos decir, señores, que si callaba, no era por no saber hablar con toda discreción y donaire, porque en estas dos hermanas mostró naturaleza todo lo que ella puede y vale; y, con todo esto, no sé si os diga que holgara que me hubiera negado el cielo la ventura de haberlas conocido, especialmente a Nísida, principio y fin de toda mi desdicha. Pero, ¿qué puedo hacer, si lo que los hados tienen ordenado no puede por discursos humanos estorbarse? Yo quise, quiero y querré bien a Nísida, tan sin ofensa de Timbrio cuanto lo ha mostrado bien mi cansada lengua, que jamás la habló que en favor de Timbrio no fuese, encubriendo siempre, con más que ordinaria discreción, la pena propria por remediar la ajena.
»Sucedió, pues, que, como la belleza de Nísida tan esculpida en mi alma quedó desde el primer punto que mis ojos la vieron, no pudiendo tener mi pecho tan rico tesoro encubierto, cuando solo o apartado -fol. 106v- alguna vez me hallaba, con algunas amorosas y lamentables canciones le descubría con velo de fingido nombre. Y así, una noche, pensando que ni Timbrio ni otro alguno me escuchaba, por dar alivio un poco al fatigado espíritu, en un retirado aposento, sólo de un laúd acompañado, canté unos versos, que, por haberme puesto en una confusión gravísima, os los habré de decir, que eran éstos:
SILERIO | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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-fol. 107v- | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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»El estar tan trasportado en mis continuas imaginaciones fue ocasión para que yo no tuviese cuenta en cantar estos versos que he dicho con tan baja voz como debiera, ni el lugar do estaba era tan escondido que estorbara que -fol. 108r- de Timbrio no fueran escuchados, el cual, así como los oyó, le vino al pensamiento que el mío no estaba libre de amor, y que si yo alguno tenía, era a Nísida, según se podía colegir de mi canto. Y, aunque él alcanzó la verdad de mis pensamientos, no alcanzó la de mis deseos; antes, entendiendo ser al contrario de lo que yo pensaba, determinó de ausentarse aquella mesma noche e irse adonde de ninguno fuese hallado, sólo por dejarme comodidad de que solo a Nísida sirviese. Todo esto supe yo de un paje suyo, sabidor de todos sus secretos, el cual vino a mí muy angustiado y me dijo: “Acudid, señor Silerio, que Timbrio, mi señor y vuestro amigo, nos quiere dejar y partirse esta noche, y no me ha dicho adónde, sino que le apareje no sé qué dineros, y que a nadie diga que se parte. Principalmente me dijo que a vos no lo dijese. Y este pensamiento le ha venido después que estuvo escuchando no sé qué versos que poco ha cantábades, y, según los estremos que le he visto hacer, creo que va a desesperarse. -fol. 108v- Y, por parecerme que debo antes acudir a su remedio que a obedecer su mandado, os lo vengo a decir, como a quien puede ser parte para que no ponga en efecto tan dañado propósito”.
»Con estraño sobresalto escuché lo que el paje me decía, y fui luego a ver a Timbrio a su aposento, y, antes que dentro entrase, me paré a ver lo que hacía, el cual estaba tendido encima de su lecho boca abajo, derramando infinitas lágrimas, acompañadas de profundos sospiros, y con baja voz y mal formadas razones me pareció que éstas decía: “Procura, verdadero amigo Silerio, alcanzar el fruto que tu solicitud y trabajo tiene bien merescido, y no quieras, por lo que te parece que debes a mi amistad, dejar de dar gusto a tu deseo, que yo refrenaré el mío, aunque sea con el medio estremo de la muerte, que, pues tú della me libraste, cuando con tanto amor y fortaleza al rigor de mil espadas te ofreciste, no es mucho que yo agora te pague en parte tan buena obra con dar lugar a que, sin el impedimento que mi presencia -fol. 109r- causarte puede, goces de aquélla en quien cifró el cielo toda su belleza y puso el amor todo mi contento. De una sola cosa me pesa, dulce amigo, y es que no puedo despedirme de ti en esta amarga partida; mas, admite por disculpa el ser tú la causa della. ¡Oh Nísida, Nísida, y cuán cierto está de tu hermosura, que se ha de pagar la culpa del que se atreve a mirarla con la pena de morir por ella! Silerio la vio, y si no quedara cual imagino que ha quedado, perdiera en gran parte conmigo la opinión que tiene de discreto. Mas, pues mi ventura así lo ha querido, sepa el cielo que no soy menos amigo de Silerio que él lo es mío; y, para muestras desta verdad, apártese Timbrio de su gloria, destiérrese de su contento, vaya peregrino de tierra en tierra, ausente de Silerio y de Nísida, dos verdaderas y mejores mitades de su alma”. Y luego, con mucha furia, se levantó del lecho y abrió la puerta, y, hallándome allí, me dijo: “¿Qué quieres, amigo, a tales horas? ¿Hay, por ventura, algo de nuevo?” “Hay tanto -le respondí -fol. 109v- yo- que, aunque hubiera menos no me pesara”. En fin, por no cansaros más, yo llegué a tales términos con él, que le persuadí y di a entender ser su imaginación falsa, no en cuanto estaba yo enamorado, sino en el de quién, porque no era de Nísida, sino de su hermana Blanca; y súpelo decir esto de manera que él lo tuvo por verdadero. Y, porque más crédito a ello diese, la memoria me ofreció unas estancias que muchos días antes yo mesmo había hecho a otra dama del mesmo nombre, y díjele que para la hermana de Nísida las había compuesto, las cuales vinieron tan a pro pósito que, aunque sea fuera dél decirlas ahora, no las quiero pasar en silencio, que fueron estas:
SILERIO | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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Adelante pasara con su cuento Silerio, si no lo estorbara el son de muchas zampoñas y acordados caramillos que a sus espaldas se oía; y, volviendo la cabeza, vieron venir hacia ellos hasta una docena de gallardos pastores puestos en dos hileras, y en medio venía un dispuesto pastor, coronado con una guirnalda de madreselva y de otras diferentes flores. Traía un bastón en la una mano, y con grave paso poco a poco se movía; y los demás pastores, andando con el mesmo aplauso y tocando todos sus instrumentos, daban de sí agradable y estraña muestra. Luego que Elicio los vio, conosció ser Daranio el pastor que en medio traían, y los demás -fol. 111r- ser todos circunvecinos que a sus bodas querían hallarse, a las cuales asimesmo Tirsi y Damón vinieron, y, por alegrar la fiesta del desposorio y honrar al nuevo desposado, de aquella manera hacia el aldea se encaminaban. Pero, viendo Tirsi que su venida había puesto silencio al cuento de Silerio, le rogó que aquella noche juntos en la aldea la pasasen, donde sería servido con la voluntad posible, y haría satisfechas las suyas con acabar el comenzado suceso. Silerio lo prometió. Y a esta sazón llegó el montón alegre de pastores, los cuales conosciendo a Elicio y Daranio, a Tirsi y a Damón, sus amigos, con señales de grande alegría se recibieron; y, renovando la música y renovando el contento, tornaron a proseguir el comenzado camino; y, ya que llegaban junto al aldea, llegó a sus oídos el son de la zampoña del desamorado Lenio, de que no poco gusto recibieron todos, porque ya conocían la estremada condición suya. Y, así como Lenio los vio y conoció, sin interromper el suave canto, -fol. 111v- desta manera cantando hacia ellos se vino:
LENIO | ||||
Por bienaventurada, | ||||
por llena de contento y alegría, | ||||
será por mí juzgada | ||||
tan dulce compañía, | ||||
si no siente de amor la tiranía. | 5 | |||
Y besaré la tierra | ||||
que pisa aquel que de su pensamiento | ||||
el falso amor destierra | ||||
y tiene el pecho esento | ||||
desta furia cruel, deste tormento. | 10 | |||
Y llamaré dichoso | ||||
al rústico advertido ganadero | ||||
que vive cuidadoso | ||||
del pobre manso apero | ||||
y muestra el rostro al crudo amor severo. | 15 | |||
Deste tal las corderas, | ||||
antes que venga la sazón madura, | ||||
-fol. 112r- | ||||
serán ya parideras, | ||||
y en la peña más dura | ||||
hallarán claras aguas y verdura. | 20 | |||
Si, estando amor airado | ||||
con él, pusiere en su salud desvío, | ||||
llevaré su ganado, | ||||
con el ganado mío, | ||||
al abundoso pasto, al claro río. | 25 | |||
Y en tanto, del encienso | ||||
el humo sancto irá volando al cielo, | ||||
a quien decirle pienso | ||||
con pío y justo celo, | ||||
las rodillas prostradas por el suelo: | 30 | |||
«¡Oh cielo sancto y justo!, | ||||
pues eres protector del que pretende | ||||
hacer lo que es tu gusto, | ||||
a la salud atiende | ||||
de aquel que por servirte amor le ofende. | 35 | |||
No lleve este tirano | ||||
-fol. 112v- | ||||
los despojos a ti solo debidos; | ||||
antes, con larga mano | ||||
y premios merescidos, | ||||
restituye su fuerza a los sentidos». | 40 |
En acabando de cantar Lenio, fue de todos los pastores cortésmente rescibido, el cual, como oyese nombrar a Damón y a Tirsi, a quien él sólo por fama conoscía, quedó admirado en ver su estremada presencia; y así, les dijo:
-¿Qué encarecimientos bastarían, aunque fueran los mejores que en la elocuencia pudieran hallarse, a poder levantar y encarecer el valor vuestro, famosos pastores, si por ventura las niñerías de amor no se mezclaran con las veras de vuestros celebrados escriptos? Pero, pues ya estáis éticos de amor, enfermedad al parecer incurable, puesto que mi rudeza, con estimar y alabar vuestra rara discreción, os pague lo que os debe, imposible será que yo deje de vituperar vuestros pensamientos.
-Si los tuyos tuvieras, discreto Lenio -respondió Tirsi-, -fol. 113r- sin las sombras de la vana opinión que los ocupa, vieras luego la claridad de los nuestros, y que, por ser amorosos, merescen más gloria y alabanza que por ninguna otra sutileza o discreción que encerrar pudieran.
-No más, Tirsi, no más -replicó Lenio-, que bien sé que contra tantos y tan obstinados enemigos poca fuerza tendrán mis razones.
-Si ellas lo fueran -respondió Elicio-, tan amigos son de la verdad los que aquí están, que ni aun burlando la contradijeran; y en esto podrás ver, Lenio, cuán fuera vas della, pues no hay ninguno que apruebe tus palabras, ni aun tenga por buenas tus intenciones.
-Pues, a fe -dijo Lenio-, que no te salve a ti la tuya, ¡oh Elicio! Si no, dígalo el aire, a quien contino acrescientas con sospiros, y la yerba destos prados, que va cresciendo con tus lágrimas, y los versos que el otro día en las hayas de aquel bosque escribiste, que en ellos se verá qué es lo que en ti alabas y en mí vituperas.
No quedara Lenio sin respuesta, si no vieran venir hacia donde ellos estaban a la hermosa -fol. 113v- Galatea con las discretas pastoras Florisa y Teolinda, la cual, por no ser conoscida de Damón y Tirsi, se había puesto un blanco velo ante su hermoso rostro. Llegaron y fueron de los pastores con alegre acogimiento rescebidas, principalmente de los enamorados Elicio y Erastro, que con la vista de Galatea tan estraño contento rescibieron que, no pudiendo Erastro disimularle, en señal dél, sin mandárselo alguno, hizo señas a Elicio que su zampoña tocase, al son de la cual, con alegres y suaves acentos, cantó los siguientes versos:
ERASTRO | ||||
Vea yo los ojos bellos | ||||
deste sol que estoy mirando, | ||||
y si se van apartando, | ||||
váyase el alma tras ellos. | ||||
Sin ellos no hay claridad, | 5 | |||
ni mi alma no la espere, | ||||
que, ausente dellos, no quiere | ||||
luz, salud, ni libertad. | ||||
-fol. 114r- | ||||
Mire quien puede estos ojos, | ||||
que no es posible alaballos; | 10 | |||
mas ha de dar por mirallos | ||||
de la vida los despojos. | ||||
Yo los veo y yo los vi, | ||||
y cada vez que los veo | ||||
les doy un nuevo deseo | 15 | |||
tras el alma que les di. | ||||
Ya no tengo más que dar | ||||
ni imagino más que dé, | ||||
si por premio de mi fe | ||||
no se admite el desear. | 20 | |||
Cierta está mi perdición | ||||
si estos ojos do el bien sobra | ||||
los pusieren en la obra | ||||
y no en la sana intención. | ||||
Aunque durase este día | 25 | |||
mil siglos, como deseo, | ||||
a mí, que tanto bien veo, | ||||
un punto parecería. | ||||
No hace el tiempo ligero | ||||
-fol. 114v- | ||||
curso en alterar mi edad, | 30 | |||
mientras miro la beldad | ||||
de la vida por quien muero. | ||||
En esta vista reposa | ||||
mi alma y halla sosiego, | ||||
y vive en el vivo fuego | 35 | |||
de su luz pura, hermosa. | ||||
Y hace amor tan alta prueba | ||||
con ella, que en esta llama | ||||
a dulce vida la llama | ||||
y, cual fénix, la renueva. | 40 | |||
Salgo con mi pensamiento | ||||
buscando mi dulce gloria, | ||||
y al fin hallo en mi memoria | ||||
encerrado mi contento. | ||||
Allí está y allí se encierra, | 45 | |||
no en mandos, no en poderíos, | ||||
no en pompas, no en señoríos | ||||
ni en riquezas de la tierra. |
-fol. 115r-
Aquí acabó su canto Erastro, y se acabó el camino de llegar a la aldea, adonde Tirsi y Damón y Silerio en casa de Elicio se recogieron, por no perder la ocasión de saber en qué paraba el comenzado cuento de Silerio. Las hermosas pastoras Galatea y Florisa, ofreciendo de hallarse el venidero día a las bodas de Daranio, dejaron a los pastores, y todos o los más con el desposado se quedaron, y ellas a sus casas se fueron. Y aquella mesma noche, solicitado Silerio de su amigo Erastro, y por el deseo que le fatigaba de volver a su ermita, dio fin al suceso de su historia, como se verá en el siguiente libro.
FIN DEL SEGUNDO LIBRO