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  -[fol. 238r]-  

ArribaAbajoQuinto libro de Galatea

ERA TANTO el deseo que el enamorado Timbrio y las dos hermosas hermanas Nísida y Blanca llevaban de llegar a la ermita de Silerio, que la ligereza de los pasos, aunque era mucha, no era posible que a la de la voluntad llegase; y, por conoscer esto, no quisieron Tirsi y Damón importunar a Timbrio cumpliese la palabra que había dado de contarles en el camino todo lo por él sucedido después que se apartó de Silerio. Pero todavía, llevados del deseo que tenían de saberlo, se lo iban ya a preguntar, si en aquel punto no hiriera en los oídos de todos una voz de un pastor que, un poco apartado del camino, entre unos verdes árboles, cantando estaba, que luego, en el son no muy concertado de la voz y en lo que cantaba, fue de los más que allí venían conoscido, principalmente de su amigo Damón, porque era el pastor Lauso el que, al son de un pequeño   -[fol. 238v]-   rabel, unos versos decía; y, por ser el pastor tan conoscido y saber ya todos la mudanza que de su libre voluntad había hecho, de común parecer recogieron el paso y se pararon a escuchar lo que Lauso cantaba, que era esto:




LAUSO


    ¿Quién mi libre pensamiento
me le vino a sujetar?
¿Quién pudo en flaco cimiento
sin ventura fabricar
tan altas torres de viento?  5
¿Quién rindió mi libertad,
estando en seguridad
de mi vida satisfecho?
¿Quién abrió y rompió mi pecho,
y robó mi voluntad?  10

    ¿Dónde está la fantasía
de mi esquiva condición?
¿Dó el alma que ya fue mía,
y dónde mi corazón,
que no está donde solía?  15
-fol. 239r-
Mas, yo todo, ¿dónde estoy,
dónde vengo, o adónde voy?
A dicha, ¿sé yo de mí?
¿Soy, por ventura, el que fui,
o nunca he sido el que soy?  20

    Estrecha cuenta me pido,
sin poder averigualla,
pues a tal punto he venido,
que aquello que en mí se halla,
es sombra de lo que he sido.  25
No me entiendo de entenderme,
ni me valgo por valerme,
y en tan ciega confusión,
cierta está mi perdición,
y no pienso de perderme.  30

    La fuerza de mi cuidado
y el amor que lo consiente
me tienen en tal estado,
que adoro el tiempo presente,
y lloro por el pasado.  35
Véome en éste morir,
-fol. 239v-
y en el pasado, vivir;
y en éste adoro mi muerte,
y en el pasado, la suerte,
que ya no puede venir.  40

    En tan estraña agonía,
el sentido tengo ciego,
pues viendo que amor porfía
y que estoy dentro del fuego,
aborrezco el agua fría;  45
que si no es la de mis ojos,
qu’el fuego augmenta y despojos,
en esta amorosa fragua,
no quiero ni busco otro agua
ni otro alivio a mis enojos.  50

    Todo mi bien comenzara,
todo mi mal feneciera,
si mi ventura ordenara
que de ser mi fe sincera
Silena se asegurara.  55
Sospiros, aseguralda;
ojos míos, enteralda
-fol. 240r-
llorando en esta verdad;
pluma, lengua, voluntad,
en tal razón confirmalda.  60

No pudo ni quiso el presuroso Timbrio aguardar a que más adelante el pastor Lauso con su canto pasase, porque, rogando a los pastores que el camino de la ermita le enseñasen, si ellos quedarse querían, hizo muestras de adelantarse; y así, todos le siguieron, y pasaron tan cerca de donde el enamorado Lauso estaba, que no pudo dejar de sentirlo y de salirles al encuentro, como lo hizo, con cuya compañía todos se holgaron, especialmente Damón, su verdadero amigo, con el cual se acompañó todo el camino que desde allí a la ermita había, razonando en diversos y varios acaecimientos que a los dos habían sucedido después que dejaron de verse, que fue desde el tiempo que el valeroso y nombrado pastor Astraliano había dejado los cisalpinos pastos por ir a reducir aquéllos que del famoso hermano y de la verdadera   -fol. 240v-   religión se habían rebelado; y al cabo, vinieron a reducir su razonamiento a tratar de los amores de Lauso, preguntándole ahincadamente Damón que le dijese quién era la pastora que con tanta facilidad la libre voluntad le había rendido. Y, cuando esto no pudo saber de Lauso, le rogó que, a lo menos, le dijese en qué estado se hallaba, si era de temor o de esperanza, si le fatigaba ingratitud o si le atormentaban celos. A todo lo cual le satisfizo bien Lauso, contándole algunas cosas que con su pastora le habían sucedido; y, entre otras, le dijo cómo, hallándose un día celoso y desfavorescido, había llegado a términos de desesperarse o de dar alguna muestra que en daño de su persona y en el del crédito y honra de su pastora redundase; pero que todo se remedió con haberla él hablado, y haberle ella asegurado ser falsa la sospecha que tenía, confirmando todo esto con darle un anillo de su mano, que fue parte para volver a mejor discurso su entendimiento y para solemnizar aquel favor con   -fol. 241r-   un soneto, que de algunos que le vieron fue por bueno estimado. Pidió entonces Damón a Lauso que le dijese. Y así, sin poder escusarse, le hubo de decir; que era éste:




LAUSO


    ¡Rica y dichosa prenda que adornaste
el precioso marfil, la nieve pura!
¡Prenda que de la muerte y sombra escura
a la nueva luz y vida me tornaste!

    El claro cielo de tu bien trocaste  5
con el infierno de mi desventura,
porque viviese en dulce paz segura
la esperanza que en mí resuscitaste.

    Sabes cuánto me cuestas, dulce prenda,
el alma, y aun no quedo satisfecho,  10
pues menos doy de aquello que rescibo.

    Mas, porque el mundo tu valor entienda,
sé tú mi alma, enciérrate en mi pecho,
verán cómo por ti sin alma vivo.

Dijo Lauso el soneto, y Damón le tornó a rogar que, si otra alguna cosa a su pastora había   -fol. 241v-   escripto, se la dijese, pues sabía de cuánto gusto le eran a él oír sus versos. A esto respondió Lauso:

-Eso será, Damón, por haberme sido tú maestro en ellos, y el deseo que tienes de ver lo que en mí aprovechaste te hace desear oírlos; pero sea lo que fuere, que ninguna cosa de las que yo pudiere te ha de ser negada. Y ansí, te digo que, en estos mesmos días, cuando andaba celoso y mal seguro, envié estos versos a mi pastora:




LAUSO A SILENA


    En tan notoria simpleza,
nascida de intento sano,
el amor rige la mano,
y la intención tu belleza.
    El amor y tu hermosura,  5
Silena, en esta ocasión,
juzgarán a discreción
lo que tendrás tú a locura.
    Él me fuerza y ella mueve
a que te adore y escriba;  10
-fol. 242r-
y como en los dos estriba
mi fe, la mano se atreve.
    Y, aunque en esta grave culpa
me amenaza tu rigor,
mi fe, tu hermosura, amor,  15
darán del yerro disculpa.
   Pues con un arrimo tal,
puesto que culpa me den,
bien podré decir el bien
que ha nascido de mi mal;  20
    el cual bien, según yo siento,
no es otra cosa, Silena,
sino que tenga en la pena
un estraño sufrimiento.
    Y no lo encarezco poco  25
este bien de ser sufrido,
que si no lo hubiera sido,
ya el mal me tuviera loco.
    Mas mis sentidos, de acuerdo
todos, han dado en decir  30
que, ya que haya de morir,
-fol. 242v-
que muera sufrido y cuerdo.
    Pero, bien considerado,
mal podrá tener paciencia
en la amorosa dolencia  35
un celoso y desamado;
    que, en el mal de mis enojos,
todo mi bien desconcierta
tener la esperanza muerta
y el enemigo a los ojos.  40
    Goces, pastora, mil años
el bien de tu pensamiento,
que yo no quiero contento
granjeado con tus daños.
    Sigue tu gusto, señora,  45
pues te parece tan bueno,
que yo por el bien ajeno
no pienso llorar agora.
    Porque fuera liviandad
entregar mi alma al alma  50
que tiene por gloria y palma
-fol. 243r-
el no tener libertad.
    Mas, ¡ay!, que fortuna quiere
y el amor que viene en ello,
que no pueda huir el cuello  55
del cuchillo que me hiere.
    Conozco claro que voy
tras quien ha de condemnarme,
y cuando pienso apartarme,
más quedo y más firme estoy.  60
    ¿Qué lazos, qué redes tienen,
Silena, tus ojos bellos,
que cuanto más huigo dellos,
más me enlazan y detienen?
    ¡Ay, ojos, de quien recelo  65
que si soy de vos mirado,
es por crecerme el cuidado
y por menguarme el consuelo!
    Ser vuestras vistas fingidas
conmigo, es pura verdad,  70
pues pagan mi voluntad
con prendas aborrecidas.
-fol. 243v-
    ¡Qué recelos, qué temores
persiguen mi pensamiento,
y qué de contrarios siento  75
en mis secretos amores!
    Déjame, aguda memoria;
olvídate, no te acuerdes
del bien ajeno, pues pierdes
en ello tu propria gloria.  80
    Con tantas firmas afirmas
el amor que está en tu pecho,
Silena, que a mi despecho,
siempre mis males confirmas.
    ¡Oh pérfido amor cruel!  85
¿Cuál ley tuya me condemna
que dé yo el alma a Silena
y que me niegue un papel?
    No más, Silena, que toco
en puntos de tal porfía,  90
qu’el menor dellos podría
dejarme sin vida o loco.
    No pase de aquí mi pluma,
-fol. 244r-
pues tú la haces sentir
que no puede reducir  95
tanto mal a breve summa.

En lo que se detuvo Lauso en decir estos versos y en alabar la singular hermosura, discreción, donaire, honestidad y valor de su pastora, a él y a Damón se les aligeró la pesadumbre del camino y se les pasó el tiempo sin ser sentido, hasta que llegaron junto de la ermita de Silerio, en la cual no querían entrar Timbrio, Nísida y Blanca, por no sobresaltarle con su no pensada venida. Mas la suerte lo ordenó de otra manera, porque, habiéndose adelantado Tirsi y Damón a ver lo que Silerio hacía, hallaron la ermita abierta y sin ninguna persona dentro; y, estando confusos, sin saber dónde podría estar Silerio a tales horas, llegó a sus oídos el son de su arpa, por do entendieron que él no debía estar lejos; y, saliendo a buscarle, guiados por el sonido de la arpa, con el resplandor claro de la luna vieron que estaba sentado   -fol. 244v-   en el tronco de un olivo, solo y sin otra compañía que la de su arpa, la cual tan dulcemente tocaba que, por gozar de tan suave armonía, no quisieron los pastores llegar luego a hablarle, y más cuando oyeron que con estremada voz estos versos comenzó a cantar:




SILERIO


    Ligeras horas del ligero tiempo,
para mí perezosas y cansadas:
si no estáis en mi daño conjuradas,
parézcaos ya que es de acabarme tiempo.

    Si agora me acabáis, haréislo a tiempo  5
que están mis desventuras más colmadas;
mirad que menguarán si sois pesadas,
qu’el mal se acaba si da tiempo al tiempo.

    No os pido que vengáis dulces, sabrosas,
pues no hallaréis camino, senda o paso  10
de reducirme al ser que ya he perdido.

    ¡Horas a cualquier otro venturosas,
aquélla dulce del mortal traspaso,
aquélla de mi muerte sola os pido!

  -fol. 245r-  

Después que los pastores escucharon lo que Silerio cantado había, sin que él los viese, se volvieron a encontrar los demás que allí venían, con intención que Timbrio hiciese lo que agora oiréis: que fue que, habiéndole dicho de la manera que habían hallado a Silerio y en el lugar do quedaba, le rogó a Tirsi que, sin que ninguno dellos se le diese a conoscer, se fuesen llegando poco a poco hacia él, ora les viese o no, porque aunque la noche hacía clara, no por eso sería alguno conoscido; y que hiciese ansimesmo que Nísida o él algo cantasen; y todo esto hacía por entretener el gusto que de su venida había de rescibir Silerio. Contentóse Timbrio dello, y, diciéndoselo a Nísida, vino en su mesmo parescer. Y así, cuando a Tirsi le paresció que estaban ya tan cerca que de Silerio podían ser oídos, hizo a la bella Nísida que comenzase, la cual, al son del rabel del celoso Orfino, desta manera comenzó a cantar:

  -fol. 245v-  


NÍSIDA


    Aunque es el bien que poseo
tal que al alma satisface,
le turba en parte y deshace
otro bien que vi y no veo;
    que amor y fortuna escasa,  5
enemigos de mi vida,
me dan el bien por medida
y el mal sin término o tasa.
    En el amoroso estado,
aunque sobre el merescer,  10
tan solo viene el placer,
cuanto el mal acompañado.
    Andan los males unidos,
sin un momento apartarse;
los bienes, por acabarse,  15
en mil partes divididos.
    Lo que cuesta, si se alcanza,
del amor algún contento,
declárelo el sufrimiento,
el amor y la esperanza.  20
-fol. 246r-
    Mil penas cuesta una gloria;
un contento, mil enojos:
sábenlo bien estos ojos
y mi cansada memoria;
    la cual se acuerda contino  25
de quien pudo mejoralla,
y para hallarle no halla
alguna senda o camino.
    ¡Ay, dulce amigo de aquél
que te tuvo por tan suyo  30
cuanto él se tuvo por tuyo
y cuanto yo lo soy dél!
    Mejora con tu presencia
nuestra no pensada dicha,
y no la vuelva en desdicha  35
tu tan larga esquiva ausencia.
    A duro mal me provoca
la memoria, que me acuerda
que fuiste loco y yo cuerda,
y eres cuerdo y yo estoy loca.  40
-fol. 246v-
    Aquel que, por buena suerte,
tú mesmo quisiste darme
no ganó tanto en ganarme
cuanto ha perdido en perderte.
    Mitad de su alma fuiste,  45
y medio por quien la mía
pudo alcanzar la alegría
que tu ausencia tiene triste.

Si la estremada gracia con que la hermosa Nísida cantaba causó admiración a los que con ella iban, ¿qué causaría en el pecho de Silerio, que, sin faltar punto, notó y escuchó todas las circunstancias de su canto? Y, como tenía tan en el alma la voz de Nísida, apenas llegó a sus oídos el acento suyo, cuando él se comenzó a alborotar, y a suspender y enajenar de sí mesmo, elevado en lo que escuchaba. Y, aunque verdaderamente le pareció que era la voz de Nísida aquélla, tenía tan perdida la esperanza de verla, y más en semejante lugar, que en ninguna manera podía asegurar su sospecha. Desta suerte   -fol. 247r-   llegaron todos donde él estaba, y, en saludándole, Tirsi le dijo:

-Tan aficionados nos dejaste, amigo Silerio, de la condición y conversación tuya, que, atraídos Damón y yo de la experiencia, y toda esta compañía de la fama della, dejando el camino que llevábamos, te hemos venido a buscar a tu ermita, donde, no hallándote, como no te hallamos, quedara sin cumplirse nuestro deseo, si el son de tu arpa y el de tu estimado canto aquí no nos hubiera encaminado.

-Harto mejor fuera, señores -respondió Silerio-, que no me hallárades, pues en mí no hallaréis sino ocasiones que a tristeza os mueva[n], pues la que yo padezco en el alma, tiene cuidado el tiempo cada día renovarla, no sólo con la memoria del bien pasado, sino con las sombras del presente, que al fin lo serán, pues de mi ventura no se puede esperar otra cosa que bienes fingidos y temores ciertos.

Lástima pusieron las razones de Silerio en todos los que le conoscían, principalmente en Timbrio, Nísida y Blanca, que tanto le amaban,   -fol. 247v-   y luego quisieran dársele a conoscer, si no fuera por no salir de lo que Tirsi les había rogado; el cual hizo que todos sobre la verde yerba se sentasen, y de manera que los rayos de la clara luna hiriesen de espaldas los rostros de Nísida y Blanca, porque Silerio no los conosciese. Estando, pues, desta suerte, y después que Damón a Silerio había dicho algunas palabras de consuelo, porque el tiempo no se pasase todo en tratar en cosas de tristeza, y por dar principio a que la de Silerio feneciese, le rogó que su arpa tocase, al son de la cual el mesmo Damón cantó este soneto:




DAMÓN


    Si el áspero furor del mar airado
por largo tiempo en su rigor durase,
mal se podría hallar quien entregase
su flaca nave al piélago alterado.

    No permanesce siempre en un estado  5
el bien ni el mal, que el uno y otro vase;
porque si huyese el bien y el mal quedase,
ya sería el mundo a confusión tornado.
-fol. 248r-

    La noche al día, y el calor al frío,
la flor al fruto van en seguimiento,  10
formando de contrarios igual tela.

    La sujeción se cambia en señorío,
en placer el pesar, la gloria en viento,
che per tal variar natura è bella.

Acabó Damón de cantar, y luego hizo de señas a Timbrio que lo mesmo hiciese; el cual, al proprio son de la arpa de Silerio, dio principio a un soneto que en el tiempo del hervor de sus amores había hecho, el cual de Silerio era tan sabido como del mesmo Timbrio:




TIMBRIO


    Tan bien fundada tengo la esperanza,
que, aunque más sople riguroso viento,
no podrá desdecir de su cimiento:
tal fe, tal suerte y tal valor alcanza.

No pudo acabar Timbrio el comenzado soneto, porque el oír Silerio su voz y el conocerle todo fue uno; y, sin ser parte a otra cosa,   -fol. 248v-   se levantó de do sentado estaba y se fue a abrazar del cuello de Timbrio, con muestras de tan estraño contento y sobresalto que, sin hablar palabra, se transpuso y estuvo un rato sin acuerdo, con tanto dolor de los presentes, temerosos de algún mal suceso, que ya condemnaban por mala el astucia de Tirsi; pero quien más estremos de dolor hacía era la hermosa Blanca, como aquélla que tiernamente le amaba. Acudió luego Nísida y su hermana a remediar el desmayo de Silerio, el cual, a cabo de poco espacio, volvió en sí diciendo:

-¡Oh poderoso cielo! ¿Y es posible que el que tengo presente es mi verdadero amigo Timbrio? ¿Es Timbrio el que oigo? ¿Es Timbrio el que veo? Sí es, si no me burla mi ventura, y mis ojos no me engañan.

-Ni tu ventura te burla, ni tus ojos te engañan, dulce amigo mío -respondió Timbrio-, que yo soy el que sin ti no era, y el que no lo fuera jamás si el cielo no permitiera que te hallara. Cesen ya tus lágrimas, Silerio amigo, si por mí las has derramado, pues ya me tienes presente; que yo   -fol. 249r-   atajaré las mías, pues te tengo delante, llamándome el más dichoso de cuantos viven en el mundo, pues mis desventuras y adversidades han traído tal descuento, que goza mi alma de la posesión de Nísida, y mis ojos de tu presencia.

Por estas palabras de Timbrio, entendió Silerio que la que cantado había y la que allí estaba era Nísida; pero certificóse más en ello cuando ella mesma le dijo:

-¿Qué es esto, Silerio mío? ¿Qué soledad y qué hábito es éste, que tantas muestras dan de tu descontento? ¿Qué falsas sospechas o qué engaños te han conducido a tal estremo, para que Timbrio y yo le tuviésemos de dolor toda la vida, ausentes de ti, que nos la diste?

-Engaños fueron, hermosa Nísida -respondió Silerio-; mas, por haber traído tales desengaños, serán celebrados de mi memoria el tiempo que ella me durare.

Lo más deste tiempo tenía Blanca asida una mano de Silerio, mirándole atentamente al rostro, derramando algunas lágrimas que de la alegría y lástima de su corazón daban manifiesto indicio.   -fol. 249v-   Largo sería de contar las palabras de amor y contento que entre Silerio, Timbrio, Nísida y Blanca pasaron, que fueron tan tiernas y tales, que todos los pastores que las escuchaban tenían los ojos bañados en lágrimas de alegría. Contó luego Silerio brevemente la ocasión que le había movido a retirarse en aquella ermita, con pensamiento de acabar en ella la vida, pues de la dellos no había podido saber nueva alguna; y todo lo que dijo fue ocasión de avivar más en el pecho de Timbrio el amor y amistad que a Silerio tenía, y en el de Blanca la lástima de su miseria. Y, así como acabó de contar Silerio lo que después que partió de Nápoles le había sucedido; y así, rogó a Timbrio que lo mesmo hiciese, porque en estremo lo deseaba, y que no se recelase de los pastores que estaban presentes, que todos ellos, o los más, sabían ya su mucha amistad y parte de sus sucesos. Holgóse Timbrio de hacer lo que Silerio pedía, y más se holgaron los pastores, que ansimesmo lo   -fol. 25r [250r]-   deseaban; que ya, porque Tirsi se lo había contado, todos sabían los amores de Timbrio y Nísida, y todo aquello que el mesmo Tirsi de Silerio había oído. Sentados, pues, todos, como ya he dicho, en la verde yerba, con maravillosa atención estaban esperando lo que Timbrio diría, el cual dijo:

-«Después que la Fortuna me fue tan favorable y tan adversa, que me dejó vencer a mi enemigo y me venció con el sobresalto de la falsa nueva de la muerte de Nísida, con el dolor que pensar se puede, en aquel mesmo instante me partí para Nápoles, y, confirmándose allí el desdichado suceso de Nísida, por no ver las casas de su padre, donde yo la había visto, y porque las calles, ventanas y otras partes donde yo la solía ver no me renovasen continuamente la memoria de mi bien pasado, sin saber qué camino tomase y sin tener algún discurso mi albedrío, salí de la ciudad, y a cabo de dos días llegué a la fuerte Gaeta, donde hallé una nave que ya quería desplegar las velas al viento para partirse a   -fol. 25v [250v]-   España. Embarquéme en ella, no más de por huir la odiosa tierra donde dejaba mi cielo; mas, apenas los diligentes marineros zarparon los ferros y descogieron las velas, y al mar algún tanto se alargaron, cuando se levantó una no pensada y súbita borrasca, y una ráfiga de viento imbistió las velas del navío con tanta furia que rompió el árbol del trinquete, y la vela mezana abrió de arriba abajo. Acudieron luego los prestos marineros al remedio, y, con dificultad grandísima, amainaron todas las velas, porque la borrasca crescía, y la mar comenzaba a alterarse, y el cielo daba señales de durable y espantosa fortuna. No fue volver al puerto posible, porque era maestral el viento que soplaba, y con tan grande violencia que fue forzoso poner la vela de trinquete al árbol mayor y amollar -como dicen- en popa, dejándose llevar donde el viento quisiese. Y así, comenzó la nave, llevada de su furia, a correr por el levantado mar con tanta ligereza que, en dos días que duró el maestral, discurrimos   -fol. 251r-   por todas las islas de aquel derecho, sin poder en ninguna tomar abrigo, pasando siempre a vista dellas, sin que Estrómbalo nos abrigase, ni Lípar nos acogiese, ni el Cimbalo, Lampadosa ni Pantanalea sirviesen para nuestro remedio; y pasamos tan cerca de Berbería que los recién derribados muros de la Goleta se descubrían y las antiguas ruinas de Cartago se manifestaban. No fue pequeño el miedo de los que en la nave iban, temiendo que, si el viento algo más reforzaba, era forzoso embestir en la enemiga tierra; mas, cuando desto estaban más temerosos, la suerte, que mejor nos la tenía guardada, o el cielo, que escuchó los votos y promesas que allí se hicieron, ordenó que el maestral se cambiase en un mediodía tan reforzado, y que tocaba en la cuarta del jaloque, que en otros dos días nos volvió al mesmo puerto de Gaeta, donde habíamos partido, con tanto consuelo de todos que algunos se partieron a cumplir las romerías y promesas que en el peligro pasado habían hecho.

  -fol. 251v-  

»Estuvo allí la nave otros cuatro días, reparándose de algunas cosas que le faltaban, al cabo de los cuales tornó a seguir su viaje con más sosegado mar y próspero viento, llevando a vista la hermosa ribera de Génova, llena de adornados jardines, blancas casas y relumbrantes capiteles, que, heridos de los rayos del sol, reverberan con tan encendidos rayos que apenas dejan mirarse. Todas estas cosas que desde la nave se miraban pudieran causar contento, como le causaban a todos los que en la nave iban, sino a mí, que me era ocasión de más pesadumbre. Sólo el descanso que tenía era entretenerme la mentando mis penas, cantándolas o, por mejor decir, llorándolas al son de un laúd de uno de aquellos marineros. Y una noche, me acuerdo -y aun es bien que me acuerde, pues en ella comenzó a amanecer mi día- que, estando sosegado el mar, quietos los vientos, las velas pegadas a los árboles, y los marineros, sin cuidado alguno, por diferentes partes del navío tendidos,   -fol. 252r-   y el timonero casi dormido por la bonanza que había y por la que el cielo le aseguraba, en medio deste silencio y en medio de mis imaginaciones, como mis dolores no me dejaban entregar los ojos al sueño, sentado en el castillo de popa, tomé el laúd y comencé a cantar unos versos que habré de repetir agora, porque se advierta de qué estremo de tristeza y cuán sin pensarlo me pasó la suerte al mayor de alegría que imaginar supiera. Era, si no me acuerdo mal, lo que cantaba esto:




TIMBRIO


    »Agora que calla el viento
y el sesgo mar está en calma,
no se calle mi tormento:
salga con la voz el alma,
para mayor sentimiento.  5
Que, para contar mis males,
mostrando en parte que son,
por fuerza han de dar señales
el alma y el corazón
-fol. 252v-
de vivas ansias mortales.  10

   »Llevóme el amor en vuelo
por uno y otro dolor
hasta ponerme en el cielo,
y agora muerte y amor
me han derribado en el suelo.  15
Amor y muerte ordenaron
una muerte y amor tal,
cual en Nísida causaron,
y de mi bien y su mal
eterna fama ganaron.  20

    »Con nueva voz y terrible,
de hoy más, y en son espantoso,
hará la fama creíble
qu’el amor es poderoso
y la muerte es invencible.  25
De su poder satisfecho
quedará el mundo, si advierte
qué hazaña los dos han hecho,
qué vida llevó la muerte,
qué tal tiene amor mi pecho.  30
-fol. 253r-

   »Mas creo, pues no he venido
a morir o estar más loco
con el daño que he sufrido,
o que muerte puede poco
o que no tengo sentido.  35
Que si sentido tuviera,
según mis penas crescidas
me persiguen dondequiera,
aunque tuviera mil vidas,
cien mil veces muerto fuera.  40

   »Mi victoria tan subida,
fue con muerte celebrada
de la más ilustre vida
que en la presente o pasada
edad fue ni es conoscida.  45
Della llevé por despojos
dolor en el corazón,
mil lágrimas en los ojos,
en el alma confusión
y en el firme pecho enojos.  50

   »¡Oh fiera mano enemiga!
-fol. 253v-
¡Cómo, si allí me acabaras,
te tuviera por amiga,
pues, con matarme, estorbaras
las ansias de mi fatiga!  55
¡Oh!, ¡cuán amargo descuento
trujo la victoria mía,
pues pagaré, según siento,
el gusto solo de un día
con mil siglos de tormento!  60

   »¡Tú, mar, que escuchas mi llanto;
tú, cielo, que le ordenaste;
amor, por quien lloro tanto;
muerte, que mi bien llevaste;
acabad ya mi quebranto!  65
¡Tú, mar, mi cuerpo rescibe;
tú, cielo, acoge mi alma;
tú, amor, con la fama escribe
que muerte llevó la palma
desta vida que no vive!  70

   »¡No os descuidéis de ayudarme,
mar, cielo, amor y la muerte!
-fol. 254r-
¡Acabad ya de acabarme,
que será la mejor suerte
que yo espero y podréis darme!  75
Pues si no me anega el mar,
y no me recoge el cielo,
y el amor ha de durar,
y de no morir recelo,
no sé en qué habré de parar.  80

»Acuérdome que llegaba a estos últimos versos que he dicho, cuando, sin poder pasar adelante, interrompido de infinitos sospiros y sollozos que de mi lastimado pecho despedía, aquejado de la memoria de mis desventuras, del puro sentimiento dellas, vine a perder el sentido, con un parasismo tal que me tuvo un buen rato fuera de todo acuerdo; pero ya, después que el amargo accidente hubo pasado, abrí mis cansados ojos y halléme puesta la cabeza en las faldas de una mujer vestida en hábito de peregrina, y a mi lado estaba otra con el mesmo traje adornada, la cual, estando   -fol. 254v-   de mis manos asida, la una y la otra tiernamente lloraban. Cuando yo me vi de aquella manera, quedé admirado y confuso, y estaba dudando si era sueño aquello que veía, porque nunca tales mujeres había visto jamás en la nave después que en ella andaba; pero desta confusión me sacó presto la hermosa Nísida, que aquí está, que era la peregrina que allá estaba, diciéndome: “¡Ay Timbrio, verdadero señor y amigo mío! ¿Qué falsas imaginaciones o qué desdichados accidentes han sido parte para poneros donde agora estáis, y para que yo y mi hermana tuviésemos tan poca cuenta con lo que a nuestras honras debíamos, y que, sin mirar en inconviniente alguno, hayamos querido dejar nuestros amados padres y nuestros usados trajes, con intención de buscaros y desengañaros de tan incierta muerte mía que pudiera causar la verdadera vuestra?” Cuando yo tales razones oí, de todo punto acabé de creer que soñaba, y que era alguna visión aquella que delante los ojos tenía, y que la continua   -fol. 255r-   imaginación, que de Nísida no se apartaba, era la causa que allí a los ojos viva la representase. Mil preguntas les hice, y a todas ellas enteramente me satisficieron, primero que pudiese sosegar el entendimiento y enterarme que ellas eran Nísida y Blanca. Mas, cuando yo fui conosciendo la verdad, el gozo que sentí fue de manera que también me puso en condición de perder la vida, como el dolor pasado había hecho. Allí supe de Nísida cómo el engaño y descuido que tuviste, ¡oh Silerio!, en hacer la señal de la toca fue la causa para que, creyendo algún mal suceso mío, le sucedi[e]se el parasismo y desmayo, tal que todos creyeron que era muerta, como yo lo pensé, y tú, Silerio, lo creíste. Díjome también cómo, después de vuelta en sí, supo la verdad de la victoria mía, junto con mi súbita y arrebatada partida, y la ausencia tuya, cuyas nuevas la pusieron en estremo de hacer verdaderas las de su muerte. Pero ya que al último término no la llegaron, hicieron con ella y con su hermana, por   -fol. 255v-   industria de una ama suya que con ellas venía, que vistiéndose en hábitos de peregrinas, desconocidamente se saliesen de con sus padres una noche que llegaban junto a Gaeta, a la vuelta que a Nápoles se volvían; y fue a tiempo que la nave donde yo estaba embarcado, después de reparada de la pasada tormenta, estaba ya para pa[r]tirse. Y, diciendo al capitán que querían pasar en España para ir a Sanctiago de Galicia, se concertaron con él y se embarcaron, con prosupuesto de venir a buscarme a Jerez, do pensaban hallarme o saber de mí nueva alguna, y en todo el tiempo que en la nave estuvieron, que sería cuatro días, no habían salido de un aposento que el capitán en la popa les había dado, hasta que, oyéndome cantar los versos que os he dicho, y conosciéndome en la voz y en lo que en ellos decía, salieron al tiempo que os he contado, donde, solemnizando con alegres lágrimas el contento de habernos hallado, estábamos mirando los unos a los otros, sin saber con qué palabras engrandecer nuestra nueva y no pensada   -fol. 256r-   alegría, la cual se acrescentara más y llegara al término y punto que agora llega, si de ti, amigo Silerio, allí supiéramos nueva alguna; pero, como no hay placer que venga tan entero que de todo en todo al corazón satisfaga, en el que entonces teníamos, no sólo nos faltó tu presencia, pero aun las nuevas della. La claridad de la noche, el fresco y agradable viento, que en aquel instante comenzó a herir las velas próspera y blandamente, el mar tranquilo y desembarazado cielo, parece que todos juntos, y cada uno por sí, ayudaban a solemnizar la alegría de nuestros corazones.

»Mas la fortuna variable, de cuya condición no se puede prometer firmeza alguna, envidiosa de nuestra ventura, quiso turbarla con la mayor desventura que imaginar se pudiera, si el tiempo y los prósperos sucesos no la hubieran reducido a mejor término. Sucedió, pues, que a la sazón que el viento comenzaba a refrescar, los solícitos marineros izaron más todas las velas, y con general alegría de todos, seguro y próspero   -fol. 256v-   viaje se aseguraban. Uno dellos, que a una parte de la proa iba sentado, descubrió, con la claridad de los bajos rayos de la luna, que cuatro bajeles de remo, a larga y tirada boga, con gran celeridad y priesa, hacia la nave se encaminaban, y al momento conosció ser de contrarios, y con grandes voces comenzó a gritar: “¡Arma, arma, que bajeles turquescos se descubren!” Esta voz y súbito alarido puso tanto sobresalto en todos los de la nave que, sin saber darse maña en el cercano peligro, unos a otros se miraban; mas el capitán della, que en semejantes ocasiones algunas veces se había visto, viniéndose a la proa, procuró reconoscer qué tamaño de bajeles y cuántos eran, y descubrió dos más que el marinero, y conosció que eran galeotas forzadas, de que no poco temor debió de rescibir; pero, disimulando lo mejor que pudo, mandó luego alistar la artillería y cargar las velas todo lo más que se pudiese la vuelta de los contrarios bajeles, por ver si podría entrarse entre ellos y jugar de todas   -fol. 257r-   bandas la artillería. Acudieron luego todos a las armas, y repartidos por sus postas como mejor se pudo, la venida de los enemigos esperaban.

»¡Quién podrá significaros, señores, la pena que yo a esta sazón tenía, viendo con tanta celeridad turbado mi contento y tan cerca de poder perderle, y más cuando vi que Nísida y Blanca se miraban, sin hablarse palabra, confusas del estruendo y vocería que en la nave andaba y viéndome a mí rogarles que en su aposento se encerrasen y rogasen a Dios que de las enemigas manos nos librase! Paso y punto fue éste que desmaya la imaginación cuando dél se acuerda la memoria. Sus descubiertas lágrimas, y la fuerza que yo me hacía por no mostrar las mías, me tenían de tal manera, que casi me olvidaba de lo que debía hacer, o quién era, y a lo que el peligro obligaba. Mas, en fin, las hice retraer a su estancia casi desmayadas, y, cerrándolas por defuera, acudí a ver lo que el capitán ordenaba, el cual, con prudente solicitud, todas las cosas al caso necesarias   -fol. 257v-   estaba proveyendo; y, dando cargo a Darinto -que es aquel caballero que hoy se partió de nosotros- de la guarda del castillo de proa y encomendándome a mí el de popa, él con algunos marineros y pasajeros, por todo el cuerpo de la nave, a una y a otra parte discurría. No tardaron mucho en llegar los enemigos, y tardó harto menos en calmar el viento, que fue la total causa de la perdición nuestra. No osaron los enemigos llegar a bordo, porque, viendo que el viento calmaba, les pareció mejor aguardar el día para embestirnos. Hiciéronlo así, y, el día venido, aunque ya los habíamos contado, acabamos de ver que eran quince bajeles gruesos los que cercados nos tenían, y entonces se acabó de confirmar en nuestros pechos el temor de perdernos. Con todo eso, no desmayando el valeroso capitán ni alguno de los que con él estaban, esperó a ver lo que los contrarios harían, los cuales, luego como vino la mañana, echaron de su capitana una barquilla al agua, y con un renegado enviaron   -fol. 258r-   a decir a nuestro capitán que se rindiese, pues veía ser imposible defenderse de tantos bajeles; y más, que eran todos los mejores de Argel, amenazándole de parte de Arnaut Mamí, su general, que si disparaba alguna pieza el navío, que le había de colgar de una entena en cogiéndole, y añadiendo a éstas otras amenazas. El renegado le persuadió que se rindiese; mas, no quiriéndolo hacer el capitán, respondió al renegado que se alargase de la nave, si no, que le echaría a fondo con la artillería. Oyó Arnaute esta respuesta, y luego, cebando el navío por todas partes, comenzó a jugar desde lejos el artillería con tanta priesa, furia y estruendo que era maravilla. Nuestra nave comenzó a hacer lo mesmo, tan venturosamente, que a uno de los bajeles que por la popa la combatían echó a fondo, porque le acertó con una bala junto a la cinta, de modo que, sin ser socorrido, en breve espacio se le sorbió el mar. Viendo esto los turcos, apresuraron el combate, y en cuatro horas nos embistieron   -fol. 258v-   cuatro veces, y otras tantas se retiraron, con mucho daño suyo y no con poco nuestro.

»Mas, por no iros cansando contándoos particularmente las cosas sucedidas en este combate, sólo diré que, después de habernos combatido diez y seis horas, y después de haber muerto nuestro capitán y toda la más gente del navío, a cabo de nueve asaltos que nos dieron, al último dellos entraron furiosamente en el navío. Tampoco, aunque quiera, no podré encarecer el dolor que a mi alma llegó cuando vi que las amadas prendas mías, que ahora tengo delante, habían de ser entonces entregadas y venidas a poder de aquellos crueles carniceros. Y así, llevado de la ira que este temor y consideración me causaba, con pecho desarmado me arrojé por medio de las bárbaras espadas, deseoso de morir al rigor de sus filos, antes que ver a mis ojos lo que esperaba. Pero sucedióme al revés mi pensamiento, porque, abrazándose conmigo tres membrudos turcos, y yo forcejando con ellos, de tropel venimos a   -fol. 259r-   dar todos en la puerta de la cámara donde Nísida y Blanca estaban; y con el ímpetu del golpe se rompió y abrió la puerta, que hizo manifiesto el tesoro que allí estaba encerrado, del cual codiciosos los enemigos, el uno dellos asió a Nísida y el otro a Blanca; y yo, que de los dos me vi libre, al otro que me tenía hice dejar la vida a mis pies, y de los dos pensaba hacer lo mesmo, si ellos, advertidos del peligro, no dejaran la presa de las damas y con dos grandes heridas no me derribaran en el suelo; lo cual visto por Nísida, arrojándose sobre mi herido cuerpo, con lamentables voces pedía a los dos turcos que la acabasen.

»En este instante, atraído de las voces y lamento[s] de Blanca y Nísida, acudió a aquella estancia Arnaute, el general de los bajeles, e, informándose de los soldados de lo que pasaba, hizo llevar a Nísida y a Blanca a su galera, y, a ruegos de Nísida, mandó también que a mí me llevasen, pues no estaba aún muerto. Desta manera, sin tener yo sentido alguno, me llevaron a la   -fol. 259v-   enemiga galera capitana, donde fui luego curado con alguna diligencia, porque Nísida había dicho al capitán que yo era hombre principal y de gran rescate, con intención que, cebados de la codicia y del dinero que de mí podrían haber, con algo más recato mirasen por la salud mía. Sucedió, pues, que estando curándome las heridas, con el dolor dellas volví en mi acuerdo, y, volviendo los ojos a una parte y a otra, conoscí que estaba en poder de mis enemigos y en el bajel contrario; pero ninguna cosa me llegó tan al alma como fue ver en la popa de la galera a Nísida y Blanca, sentadas a los pies del perro general, derramando por sus ojos infinitas lágrimas, indicios del interno dolor que padecían. No el temor de la afrentosa muerte que esperaba cuando tú della, buen amigo Silerio, en Cataluña me libraste; no la falsa nueva de la muerte de Nísida, de mí por verdadera creída; no el dolor de mis mortales heridas ni otra cualquiera aflición que imaginar pudiera me causó ni causará   -fol. 260r-   más sentimiento que el que me vino de ver a Nísida y Blanca en poder de aquel bárbaro descreído, donde a tan cercano y claro peligro estaban puestas sus honras. El dolor deste sentimiento hizo tal operación en mi alma, que torné de nuevo a perder los sentidos y a quitar la esperanza de mi salud y vida al cirujano que me curaba, de tal modo que, creyendo que era muerto, paró en medio de la cura, certificando a todos que ya yo desta vida había pasado. Oídas estas nuevas por las dos desdichadas hermanas, digan ellas lo que sintieron, si se atreven; que yo sólo sé decir que después supe que, levantándose las dos de do estaban, tirando de sus rubios cabellos y arañando sus hermosos rostros, sin que nadie pudiese detenerlas, vinieron adonde yo desmayado estaba, y allí comenzaron a hacer tan lastimero llanto que a los mesmos pechos de los crueles bárbaros enternecieron. Con las lágrimas de Nísida que en el rostro me caían, o por las ya frías y enconadas heridas, que gran dolor   -fol. 260v-   me causaban, torné a volver de nuevo en mi acuerdo, para acordarme de mi nueva desventura. Pasaré en silencio agora las lastimeras y amorosas palabras que en aquel desdichado punto entre mí y Nísida pasaron, por no entristecer tanto el alegre en que ahora nos hallamos, ni quiero decir por extenso los trances que ella me contó que con el capitán había pasado, el cual, vencido de su hermosura, mil promesas, mil regalos, mil amenazas le hizo porque viniese a condecender con la desordenada voluntad suya; pero, mostrándose ella con él tan esquiva como honrada, y tan honrada como esquiva, pudo todo aquel día y otra noche siguiente defenderse de las pesadas importunaciones del cosario. Mas, como la continua presencia de Nísida iba cresciendo en él por puntos el libidinoso deseo, sin duda alguna se pudiera temer, como yo temía, que, dejando los ruegos y usando la fuerza, Nísida perdiera su honra, o la vida, que era lo más cierto que de su bondad se podía esperar.

»Pero, cansada ya   -fol. 261r-   la fortuna de habernos puesto en el más bajo estado de miseria, quiso darnos a entender ser verdad lo que de la instabilidad suya se pregona, por un medio que nos puso en términos de rogar al cielo que en aquella desdichada suerte nos mantuviese, a trueco de no perder la vida sobre las hinchadas ondas del mar airado, el cual, a cabo de dos días que captivos fuimos, y a la sazón que llevábamos el derecho viaje de Berbería, movido de un furioso jaloque, comenzó a hacer montañas de agua y a azotar con tanta furia la cosaria armada que, sin poder los cansados remeros aprovecharse de los remos, afrenillaron y acudieron al usado remedio de la vela del trinquete al árbol, y a dejarse llevar por donde el viento y mar quisiese; y de tal manera cresció la tormenta que en menos de media hora esparció y apartó a diferentes partes los bajeles, sin que ninguno pudiese tener cuenta con seguir su capitán; antes, en poco rato divididos todos, como he dicho, vino nuestro bajel a quedar solo y a   -fol. 261v-   ser el que más el peligro amenazaba, porque comenzó a hacer tanta agua por las costuras que, por mucho que por todas las cámaras de popa, proa y medianía le agotaban, siempre en la centina llegaba el agua a la rodilla; y añadióse a toda esta desgracia sobrevenir la noche, que en semejantes casos, más que en otros algunos, el medroso temor acrescienta; y vino con tanta escuridad y nueva borrasca que, de todo en todo, todos desesperamos de remedio. No queráis más saber, señores, sino que los mesmos turcos rogaban a los cristianos que iban al remo captivos que invocasen y llamasen a sus sanctos y a su Cristo para que de tal desventura los librase; y no fueron tan en vano las plegarias de los míseros cristianos que allí iban, que, movido el alto cielo dellas, dejase sosegar el viento; antes, le cresció con tanto ímpetu y furia que al amanescer del día, que sólo pudo conoscerse por las horas del reloj de arena por quien se rigen, se halló el mal gobernado bajel en la costa de   -fol. 262r-   Cataluña, tan cerca de tierra y tan sin poder apartarse della, que fue forzoso alzar un poco más la vela para que con más furia embistiese en una ancha playa que delante se nos ofrecía: que el amor de la vida les hizo parecer dulce a los turcos la esclavitud que esperaban.

»Apenas hubo la galera embestido en tierra, cuando luego acudió a la playa mucha gente armada, cuyo traje y lengua dio a entender ser catalanes y ser de Cataluña aquella costa, y aun aquel mesmo lugar donde, a riesgo de la tuya, amigo Silerio, la vida mía escapaste. ¡Quién pudiera exagerar agora el gozo de los cristianos, que del insufrible y pesado yugo del amargo captiverio veían libres y desembarazados sus cuellos, y las plegarias y ruegos que los turcos, poco antes libres y señores, hacían a sus mesmos esclavos, rogándoles fuesen parte para que de los indignados cristianos maltratados no fuesen, los cuales ya en la playa los esperaban, con deseo de vengarse de la ofensa que estos mesmos turcos les habían hecho, saqueándoles   -fol. 262v-   su lugar, como tú, Silerio, sabes! Y no les salió vano el temor que tenían, porque, en entrando los del pueblo en la galera, que encallada en la arena estaba, hicieron tan cruel matanza en los cosarios, que muy pocos quedaron con la vida; y si no fuera que les cegó la codicia de robar la galera, todos los turcos en aquel primero ímpetu fueran muertos. Finalmente, los turcos que quedaron y cristianos captivos que allí veníamos, todos fuimos saqueados, y si los vestidos que yo traía no estuvieran sangrentados, creo que aun no me los dejaran. Darinto, que también allí venía, acudió luego a mirar por Nísida y Blanca y a procurar que me sacasen a tierra donde fuese curado.

»Cuando yo salí y reconocí el lugar donde estaba, y consideré el peligro en que en él me había visto, no dejó de darme alguna pesadumbre, causada de temor no fuese conoscido y castigado por lo que no debía; y así, rogué a Darinto que, sin poner dilación alguna, procurase que a Barcelona nos fuésemos, diciéndole   -fol. 263r-   la causa que me movía a ello; pero no fue posible, porque mis heridas me fatigaban de manera que me forzaron a que allí algunos días estuviese, como estuve, sin ser de más de un cirujano visitado. En este entretanto fue Darinto a Barcelona, donde proveyéndose de lo que menester habíamos, dio la vuelta; y, hallándome mejor y con más fuerza, luego nos pusimos en camino para la ciudad de Toledo, por saber de los parientes de Nísida que sí sabían de sus padres, a quien ya hemos escripto todo el suceso de nuestras vidas, pidiéndole perdón de nuestros pasados yerros. Y todo el contento y dolor destos buenos y malos sucesos, lo ha acrescentado o diminuido la ausencia tuya, Silerio. Mas, pues el cielo agora con tantas ventajas ha dado remedio a nuestras calamidades, no resta otra cosa sino que, dándole las debidas gracias por ello, tú, Silerio amigo, deseches la tristeza pasada con la ocasión de la alegría presente, y procures darla a quien ha muchos días que por tu causa vive sin ella,   -fol. 263v-   como lo sabrás cuando más a solas y contigo las comunique. Otras algunas cosas me quedan por decir que me han sucedido en el discurso desta mi peregrinación; pero dejarlas he por agora, por no dar con la prolijidad dellas disgusto a estos pastores, que han sido el instrumento de todo mi placer y gusto.» Éste es, pues, Silerio amigo y amigos pastores, el suceso de mi vida: ved si, por la que he pasado y por la que agora paso, me puedo llamar el más lastimado y venturoso hombre de los que hoy viven.

Con estas últimas palabras dio fin a su cuento el alegre Timbrio, y todos los que presentes estaban se alegraron del felice suceso que sus trabajos habían tenido, pasando el contento de Silerio a todo lo que decir se puede; el cual, tornando de nuevo a abrazar a Timbrio, forzado del deseo de saber quién era la persona que por su causa sin contento vivía, pidiendo licencia a los pastores, se apartó con Timbrio a una parte, donde supo dél que la hermosa Blanca, hermana de Nísida, era la que más que a sí le amaba desde el mesmo día y   -fol. 264r-   punto que ella supo quién él era y el valor de su persona; y que jamás, por no ir contra aquello que a su honestidad estaba obligada, había querido descubrir este pensamiento sino a su hermana, por cuyo medio esperaba tenerle honrado en el cumplimiento de sus deseos. Díjole asimismo Timbrio cómo aquel caballero Darinto, que con él venía, y de quien él había hecho mención en la plática pasada, conosciendo quién era Blanca y llevado de su hermosura, se había enamorado della con tantas veras que la pidió por esposa a su hermana Nísida, la cual le desengañó que Blanca no lo haría en manera alguna, y que, agraviado desto Darinto, creyendo que por el poco valor suyo le desechaban, y por sacarle desta sospecha, le hubo de decir Nísida cómo Blanca tenía ocupados los pensamientos en Silerio; mas, que no por esto Darinto había desmayado ni dejado la empresa, «porque, como supo que de ti, Silerio, no se sabía nueva alguna, imaginó que los   -fol. 264v-   servicios que él pensaba hacer a Blanca, y el tiempo, la apartarían de su intención primera; y con este presupuesto jamás nos quiso dejar, hasta que ayer, oyendo a los pastores las ciertas nuevas de tu vida y conosciendo el contento que con ellas Blanca había rescibido, y considerando ser imposible que, paresciendo Silerio, pudiese Darinto alcanzar lo que deseaba, sin despedirse de ninguno, se había, con muestras de grandísimo dolor, apartado de todos.» Junto con esto, aconsejó Timbrio a su amigo fuese contento de que Blanca le tuviese, escogiéndola y aceptándola por esposa, pues ya la conoscía y no ignoraba su valor y honestidad, encareciéndole el gusto y placer que los dos tendrían viéndose con tales dos hermanas casados. Silerio le respondió que le diese espacio para pensar en aquel hecho, aunque él sabía que al cabo era imposible dejar de hacer lo que él le mandase.

A esta sazón, comenzaba ya la blanca aurora a dar señales de su nueva venida, y las estrellas poco a poco iban escondiendo   -fol. 265r-   la claridad suya; y a este mesmo punto llegó a los oídos de todos la voz del enamorado Lauso, el cual, como su amigo Damón había sabido que aquella noche la habían de pasar en la ermita de Silerio, quiso venir a hallarse con él y con los demás pastores; y, como todo su gusto y pasatiempo era cantar al son de su rabel los sucesos prósperos o adversos de sus amores, llevado de la condición suya, y convidado de la soledad del camino y de la sabrosa armonía de las aves, que ya comenzaban con su dulce y concertado canto a saludar el venidero día, con baja voz, semejantes versos venía cantando:




LAUSO


    Alzo la vista a la más noble parte
que puede imaginar el pensamiento,
donde miro el valor, admiro el arte
que suspende el más alto entendimiento.
Mas, si queréis saber quién fue la parte  5
que puso fiero yugo al cuello esento,
quién me entregó, quién lleva mis despojos,
-fol. 265v-
mis ojos son, Silena, y son tus ojos.

    Tus ojos son, de cuya luz serena
me viene la que al cielo me encamina:  10
luz de cualquiera escuridad ajena,
segura muestra de la luz divina.
Por ella el fuego, el yugo y la cadena
que me consume, carga y desatina,
es refrigerio, alivio, es gloria, es palma  15
al alma, y vida que te ha dado el alma.

    ¡Divinos ojos, bien del alma mía,
término y fin de todo mi deseo;
ojos que serenáis el turbio día,
ojos por quien yo veo si algo veo!  20
En vuestra luz mi pena y mi alegría
ha puesto amor; en vos contemplo y leo
la dulce, amarga, verdadera historia
del cierto infierno, de mi incierta gloria.

    En ciega escuridad andaba cuando  25
vuestra luz me faltaba, ¡oh bellos ojos!;
acá y allá, sin ver el cielo, errando
-fol. 266r-
entre agudas espinas y entre abrojos;
mas luego, en el momento que tocando
fueron al alma mía los manojos  30
de vuestros rayos claros, vi a la clara
la senda de mi bien abierta y clara.

    Vi que sois y seréis, ojos serenos,
quien me levanta y puede levantarme
a que entre el corto número de buenos  35
venga como mejor a señalarme.
Esto podréis hacer no siendo ajenos
y con pequeño acuerdo de mirarme,
que el gusto del más bien enamorado
consiste en el mirar y ser mirado.  40

    Si esto es verdad, Silena, ¿quién ha sido,
es ni será que, con firmeza pura,
cual yo te quiera ni te habrá querido,
por más que amor le ayude y la ventura?
La gloria de tu vista he merescido  45
por mi inviolable fe; mas es locura
pensar que pueda merecerse aquello
que apenas puede contemplarse en ello.

  -fol. 266v-  

El canto y el camino acabó en un mesmo punto el enamorado Lauso, el cual de todos los que con Silerio estaban fue amorosamente recibido, acrescentando con su presencia el alegría que todos tenían por el buen suceso que los trabajos de Silerio habían tenido. Y, estándoselos Damón contando, vieron asomar por junto a la ermita al venerable Aurelio, que, con algunos de sus pastores, traía algunos regalos con que regalar y satisfacer a los que allí estaban, como lo había prometido el día antes que dellos se partió. Maravillados quedaron Tirsi y Damón de verle venir sin Elicio y Erastro; y más lo fueron cuando vinieron a entender la causa del haberse quedado. Llegó Aurelio, y su llegada augmentara más el contento de todos, si no dijera, encaminando su razón a Timbrio:

-Si te precias, como es razón que te precies, valeroso Timbrio, de ser verdadero amigo del que lo es tuyo, agora es tiempo de mostrarlo, acudiendo a remediar a Darinto, que no lejos de aquí queda tan triste y apasionado,   -fol. 267r-   y tan fuera de admitir consuelo alguno en el dolor que padece, que algunos que yo le di no fueron parte para que él los tuviese por tales. Hallámosle Elicio, Erastro y yo, habrá dos horas, en medio de aquel monte que a esta mano derecha se descubre, el caballo arrendado a un pino, y él en el suelo boca abajo tendido, dando tiernos y dolorosos sospiros, y de cuando en cuando decía algunas palabras que a maldecir su ventura se encaminaban; al son lastimero de las cuales, llegamos a él, y con el rayo de la luna, aunque con dificultad, fue de nosotros conoscido; e importunado que la causa de su mal nos dijese, díjonosla, y por ella entendimos el poco remedio que tenía. Con todo eso, se han quedado con él Elicio y Erastro, y yo he venido a darte las nuevas del término en que le tienen sus pensamientos; y, pues a ti te son tan manifiestos, procura remediarlos con obras, o acude a consolarlos con palabras.

-Palabras serán todas, buen Aurelio -respondió Timbrio-, las que yo en esto gastaré,   -fol. 267v-   si ya él no quiere aprovecharse de la ocasión del desengaño y disponer sus deseos a que el tiempo y la ausencia hagan en él sus acostumbrados efectos. Mas, porque no se piense que no correspondo a lo que a su amistad estoy obligado, enséñame, Aurelio, a qué parte le dejaste, que yo quiero ir luego a verle.

-Yo iré contigo -respondió Aurelio.

Y luego, al momento, se levantaron todos los pastores para acompañar a Timbrio y saber la causa del mal de Darinto, dejando a Silerio con Nísida y Blanca, con tanto contento de los tres que no se acertaban a hablar palabra. En el camino que había desde allí adonde Aurelio a Darinto había dejado, contó Timbrio a los que con él iban la ocasión de la pena de Darinto y el poco remedio que della se podría esperar, pues la hermosa Blanca, por quien él penaba, tenía ocupados sus deseos en su buen amigo Silerio; diciéndoles, asimesmo, que había de procurar con toda su industria y fuerzas que Silerio viniese en lo que Blanca deseaba, suplicándoles   -fol. 268r-   que todos fuesen en ayudar a favorescer su intención, porque, en dejando a Darinto, quería que todos a Silerio rogasen diese el sí de rescibir a Blanca por su ligítima esposa. Los pastores se ofrecieron de hacer lo que se les mandaba, y en estas pláticas llegaron adonde creyó Aurelio que Elicio, Darinto y Erastro estarían; pero no hallaron alguno, aunque rodearon y anduvieron gran parte de un pequeño bosque que allí estaba, de que no poco pesar rescibieron todos. Pero, estando en esto, oyeron un tan doloroso sospiro que les puso en confusión y deseo de saber quién le había dado; mas sacóles presto desta duda otro que oyeron no menos triste que el pasado, y, acudiendo todos a aquella parte adonde el sospiro venía, vieron estar no lejos dellos, al pie de un crescido nogal, dos pastores: el uno sentado sobre la yerba verde, y el otro tendido en el suelo y la cabeza puesta sobre las rodillas del otro. Estaba el sentado con la cabeza   -fol. 268v-   inclinada, derramando lágrimas y mirando atentamente al que en las rodillas tenía; y, así por esto como por estar el otro con color perdida y rostro desmayado, no pudieron luego conoscer quién era; mas, cuando más cerca llegaron, luego conoscieron que los pastores eran Elicio y Erastro: Elicio, el desmayado, y Erastro, el lloroso. Grande admiración y tristeza causó en todos los que allí venían la triste semblanza de los dos lastimados pastores, por ser tan amigos suyos y por ignorar la causa que de tal modo los tenía; pero el que más se maravilló fue Aurelio, por ver que tan poco antes los había dejado en compañía de Darinto con muestras de todo placer y contento, como si él no hubiera sido la causa de toda su desdicha. Viendo, pues, Erastro, que los pastores a él se llegaban, estremeció a Elicio, diciéndole:

-Vuelve en ti, lastimado pastor; levántate y busca lugar donde puedas a solas llorar tu desventura, que yo pienso hacer lo mesmo hasta acabar la vida.

Y, diciendo esto, cogió   -fol. 269r-   con las dos manos la cabeza de Elicio, y, quitándola de sus rodillas, la puso en el suelo, sin que el pastor pudiese volver en su acuerdo; y, levantándose Erastro, volvía las espaldas para irse, si Tirsi y Damón y los demás pastores no se lo impidieran. Llegó Damón adonde Elicio estaba, y, tomándole entre los brazos, le hizo volver en sí. Abrió Elicio los ojos, y, porque conosció a todos los que allí estaban, tuvo cuenta con que su lengua, movida y forzada del dolor, no dijese algo que la causa dél manifestase; y, aunque ésta le fue preguntada por todos los pastores, jamás respondió sino que no sabía otra cosa de sí mismo sino que, estando hablando con Erastro, le había tomado un recio desmayo. Lo proprio decía Erastro, y a esta causa los pastores dejaron de preguntarle más la causa de su pasión; antes, le rogaron que con ellos a la ermita de Silerio se volviese, y que desde allí le llevarían a la aldea o a su cabaña; mas no fue posible que con él esto se acabase,   -fol. 269v-   sino que le dejasen volver a la aldea. Viendo, pues, que ésta era su voluntad, no quisieron contradecírsela; antes, se ofrecieron de ir con él; pero de ninguno quiso compañía, ni la llevara si la porfía de su amigo Damón no le venciera; y así, se hubo de partir con él, dejando concertado Damón con Tirsi que se viesen aquella noche en el aldea o cabaña de Elicio, para dar orden de volverse a la suya. Aurelio y Timbrio preguntaron a Erastro por Darinto, el cual les respondió que, ansí como Aurelio se había apartado dellos, le tomó el desmayo a Elicio, y que entretanto que él le socorría, Darinto se había partido con toda priesa, y que nunca más le habían visto. Viendo, pues, Timbrio y los que con él venían que a Darinto no hallaban, determinaron de volver a la ermita a rogar a Silerio aceptase a la hermosa Blanca por su esposa, y con esta intención se volvieron todos, excepto Erastro, que quiso seguir   -fol. 270r-   a su amigo Elicio. Y así, despidiéndose dellos, acompañado de solo su rabel, se apartó por el mesmo camino que Elicio había ido, el cual, habiéndose un rato apartado con su amigo Damón de la demás compañía, con lágrimas en los ojos y con muestras de grandísima tristeza, así le comenzó a decir:

-Bien sé, discreto Damón, que tienes de los efectos de amor tanta experiencia que no te maravillarás de los que agora pienso contarte, que son tales que, a la cuenta de mi opinión, los estimo y tengo por de los más desastrados que en el amor se hallan.

Damón, que no deseaba otra cosa que saber la causa del desmayo y tristeza suya, le aseguró que ninguna cosa le sería a él nueva, como tocase a los males que el amor suele hacer. Y así, Elicio, con este seguro, y con el mayor que de su amistad tenía, prosiguió diciendo:

-Ya sabes, amigo Damón, cómo la buena suerte mía -que este nombre de buena le daré siempre, aunque me cueste la vida el haberla tenido-;   -fol. 270v-   digo, pues, que la buena suerte mía quiso, como todo el cielo y todas estas riberas saben, que yo amase, ¿qué digo amase?, que adorase a la sin par Galatea, con tan limpio y verdadero amor cual a su merescimiento se debe; juntamente te confieso, amigo, que, en todo el tiempo que ha que ella tiene noticia de mi cabal deseo, no ha correspondido a él con otras muestras que las generales que suele y debe dar un casto y agradescido pecho; y así, ha algunos años que, sustentada mi esperanza con una honesta correspondencia amorosa, he vivido tan alegre y satisfecho de mis pensamientos, que me juzgaba por el más dichoso pastor que jamás apascentó ganado, contentándome sólo de mirar a Galatea y de ver que, si no me quería, no me aborrecía, y que otro ningún pastor no se podría alabar que aun della fuese mirado; que no era poca satisfación de mi deseo tener puestos mis pensamientos en tan segura parte que de otros algunos no me recelaba, confirmándome en esta verdad la opinión que conmigo   -fol. 271r-   tiene el valor de Galatea, que es tal, que no da lugar a que se le atreva el mesmo atrevimiento. Contra este bien que tan a poca costa el amor me daba, contra esta gloria tan sin ofensa de Galatea gozada, contra este gusto tan justamente de mi deseo merescido, se ha dado hoy irrevocable sentencia: que el bien se acabe, que la gloria fenezca, que el gusto se cambie y que, finalmente, se concluya la tragedia de mi dolorosa vida. Porque sabrás, Damón, que esta mañana, viniendo con Aurelio, padre de Galatea, a buscaros a la ermita de Silerio, en el camino me dijo cómo tenía concertado de casar a Galatea con un pastor lusitano que en las riberas del blando Lima gran número de ganado apascienta. Pidióme que le dijese qué me parescía, porque, de la amistad que me tenía y de mi entendimiento, esperaba ser bien aconsejado. Lo que yo le respondí fue que me parescía cosa recia poder acabar con su voluntad privarse de la vista de tan hermosa hija, desterrándola a tan apartadas tierras, y que si   -fol. 271v-   lo hacía llevado y cebado de las riquezas del estranjero pastor, que considerase que no carecía él tanto dellas que no tuviese para vivir en su lugar mejor que cuantos en él de ricos presumían, y que ninguno de los mejores de cuantos habitan las riberas de Tajo dejaría de tenerse por venturoso cuando alcanzase a Galatea por esposa. No fueron mal admitidas mis razones del venerable Aurelio; pero, en fin, se resolvió diciendo que el rabadán mayor de todos los aperos se lo mandaba, y él era el que lo había concertado y tratado, y que era imposible deshacerse. Preguntéle con qué semblante Galatea había rescibido las nuevas de su destierro. Díjome que se había conformado con su voluntad, y que disponía la suya a hacer todo lo que él quisiese, como obediente hija. Esto supe de Aurelio, y ésta es, Damón, la causa de mi desmayo, y la que será de mi muerte, pues de ver a Galatea en poder ajeno y ajena de mi vista, no se puede esperar otra cosa que el fin   -fol. 272r-   de mis días.

Acabó su razón el enamorado Elicio y comenzaron sus lágrimas, derramadas en tanta abundancia que, enternecido el pecho de su amigo Damón, no pudo dejar de acompañarle en ellas; más, a cabo de poco espacio, comenzó, con las mejores razones que supo, a consolar a Elicio; pero todas sus palabras en ser palabras paraban, sin que ningún otro efecto hiciesen. Todavía quedaron de acuerdo que Elicio a Galatea hablase y supiese della si de su volun[t]ad consintía en el casamiento que su padre le trataba; y que, cuando no fuese con el gusto suyo, se le ofreciese de librarla de aquella fuerza, pues para ello no le faltaría ayuda. Parecióle bien a Elicio lo que Damón decía, y determinó de ir a buscar a Galatea, para declararle su voluntad y saber la que ella en su pecho encerraba. Y así, trocando el camino que de su cabaña llevaban, hacia el aldea se encaminaron; y, llegando a una encrucijada que junto a ella cuatro caminos dividía,   -fol. 272v-   por uno dellos vieron venir hasta ocho dispuestos pastores, todos con azagayas en las manos, excepto uno dellos, que a caballo venía sobre una hermosa yegua, vestido con un gabán morado, y los demás a pie, y todos rebozados los rostros con unos pañizuelos. Damón y Elicio se pararon hasta que los pastores pasasen, los cuales, pasando junto a ellos, bajando las cabezas, cortésmente les saludaron, sin que alguno alguna palabra hablase. Maravillados quedaron los dos de ver la estrañeza de los ocho, y estuvieron quedos por ver qué camino seguían; pero luego vieron que el de la aldea tomaban, aunque por otro diferente que por el que ellos iban. Dijo Damón a Elicio que los siguiesen, mas no quiso, diciendo que por aquel camino que él quería seguir, junto a una fuente que no lejos dél estaba, solía estar muchas veces Galatea con algunas pastoras del lugar, y que sería bien ver si la dicha se la ofrescía tan buena que allí la hallasen. Contentóse Damón de lo que Elicio quería; y así, le dijo   -fol. 273r-   que guiase por do quisiese. Y sucedióle la suerte como él mesmo se había imaginado, porque no anduvieron mucho cuando llegó a sus oídos la zampoña de Florisa, acompañada de la voz de la hermosa Galatea, que, como de los pastores fue oída, quedaron enajenados de sí mesmos. Entonces acabó de conoscer Damón cuánta verdad decían todos los que las gracias de Galatea alababan, la cual estaba en compañía de Rosaura y Florisa, y de la hermosa y recién casada Silveria, con otras dos pastoras de la mesma aldea. Y, puesto que Galatea vio venir a los pastores, no por eso quiso dejar su comenzado canto; antes, pareció dar muestras de que recibía contento en que los pastores la escuchasen, los cuales ansí lo hicieron con toda la atención posible; y lo que alcanzaron a oír de lo que la pastora cantaba fue lo siguiente: