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La incógnita

Benito Pérez Galdós



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ArribaAbajoA D. Equis X, en Orbajosa

Madrid, 11 de Noviembre.

Querido Equis: Allá va mi primera carta. La empiezo recordándote la condición sine qua non de mi compromiso epistolar, a saber: que esto no ha de leerlo nadie más que tú. Sólo con la seguridad de que humanos ojos, fuera de los tuyos de ratón, no han de ver el contenido de estas cartas, puedo ser, como me propongo, absolutamente sincero al escribirlas. A cambio de la solemne promesa de tu discreción, nada te ocultaré, ni aun aquello que recelamos confiar verbalmente al amigo más íntimo.

Ya que por tus pecados, de los cuales más vale no hablar, te ves recluido en la estrechez carcelaria de ese lugarón, donde todas las murrias del alma humana tienen su asiento, quiero enviarte la sal de estas cartas para que sazones con ella el pan desabrido de tu destierro   —6→   forzado o voluntario, que esto es harina de otro costal. En ellas verás personas, sucesos, chismes y trapisondas de esta pícara Corte, cuya confusión y bullicio tanto te agradan, como buen gato madrileño; y la sociedad que has dejado con pena, la vida esta, entretenidísima, variada y estimulante, revivirán en tu espíritu, descritas sin galanura, pero con veracidad, por tu mejor amigo.

Hemos cambiado nuestros papeles, como trocamos nuestra residencia. Yo perdí de vista a la gran Orbajosa, muy a gusto mío, para venirme acá, y tú abandonas tu patria intelectual para confinarte en lo que fue mi destierro durante cinco años de faenas tan necesarias como fastidiosas, arreglando dos testamentarías, midiendo y partijando fincas, pleiteando con medio pueblo, deshaciendo enredos de curiales y líos de lugareños astutos, deslindando pertenencias mineras, con otras muchas fatigas y trabajos que me permiten hombrearme con Hércules, y tener por niños de teta a los héroes más templados de la antigüedad. Yo resucito y tú mueres; yo salgo a la luz, y tú caes en ese pozo de ignorancia, malicia y salvaje ruindad. Y así como en mi largo cautiverio me distraje contándote las marrullerías y gansadas de esos lugareños, capaces de marear a Cristo, si Nuestro Señor tuviera el mal gusto de meterse con ellos; ahora que estoy en Madrid, libre, gozoso,   —7→   rico, sin otra pena que no tenerte a mi lado ahora que me agasajan y miman más de lo que merezco, y que la vida, con mi posición independiente y el cargo de diputado (obtenido de momio y por mi linda cara), es para mí como una racha favorable, que ojalá no se quede corta; ahora, querido Equis, estoy obligado a cuidar de que no te aburras o desesperes, y te escribiré con verdadero ensañamiento, a fin de alegrar algunos instantes de tu existencia solitaria. Lo peor es que no sabré contar la historia de mi vida en Madrid de un modo que te interese y cautive. Ni poseo el arte de vestir con galas pintorescas la desnudez de la realidad, ni mi conciencia y mi estéril ingenio, ambos en perfecto acuerdo, me han de permitir inventar nada para entretenerte con graciosos embustes. Conoces a casi todas las personas de quienes he de hablarte. Mal podría yo, aunque quisiera, desfigurarlas; y en cuanto a los sucesos, que de fijo serán comunes y nada sorprendentes, el único interés que han de tener para ti es el que resulte de mi manera personal de verlos y juzgarlos. La última vez que hablamos me anticipastes 1 la opinión que yo había de formar de ciertas personas. Ya puedo anunciarte que has acertado con respecto a algunas. Otras hay que conoces poco, o al menos no las has visto tan de cerca como ahora las veo yo. Por estas quiero empezar, y creo darte agradable sorpresa estrenándome con   —8→   mi buen tío y padrino D. Carlos María de Cisneros, cuya fama de estrafalario justamente incita tu curiosidad. Sé que has deseado tratarle y que le admiras, por lo que de él se cuenta, como uno de los tipos más extraños de nuestra sociedad y de nuestra raza. Yo te le presentaré. Verás su casa y sus costumbres, le oirás exponer sus ideas, que a las de ningún mortal se parecen, y será tu amigo como lo es mío.

Habíale yo conocido en mi niñez, cuando mi madre vino a Madrid, trayéndome consigo, a consultar los médicos. Recordaba la casa, toda llena de cuadros desde la antesala a la cocina, pinturas ennegrecidas en su mayor parte, entre las cuales me causaban más miedo que admiración las que cubrían las paredes del recibimiento, representando asuntos de frailes cartujos, rostros cadavéricos, muertos que se levantaban de sus ataúdes, y mártires en carne viva o estrangulados, con medio palmo de lengua fuera de la boca. Recordaba también la persona de D. Carlos, un señor muy fino, muy amable, pulcro y decidor, cariñoso con mi madre y conmigo. Después le vi en París dos veces, pero tan rápidamente, que continuaba siendo poco menos que un desconocido para mí. Hasta el mes pasado, cuando me instalé en la Corte, no se me han revelado la persona completa, el carácter originalísimo de este sujeto, que me hizo el honor de tenerme en brazos en la pila bautismal.

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No te quiero decir las bondades y miramientos que he merecido de él, desde que vine aquí. Me cotiza a precio mucho más alto del que debo tener; me mima, me adula, celebra todo lo que hablo, me da palmetazos en la espalda a cada instante, y repite, aunque no venga a cuento, esta frase: «Mira, Manolito, tú no me has de dejar mal, porque cuando te cristiané, hice la profecía de que aquel muñeco que en brazos tuve había de ser un grande hombre». Me ha presentado a todos sus amigos, que son muchos, y entre los cuales hay algunos que no se me quedarán en el tintero. Me convida a almorzar dos veces por semana, haciéndome el increíble honor de discutir conmigo sobre todas las cosas, y de explanarme sus deliciosas teorías políticas y sociales.

La primera vez que fui a su casa, no me dejó salir hasta media noche, y al despedirme, hízome prometer que volvería al día siguiente. La alegría inquieta y locuaz del buen señor era como el entusiasmo de un niño a quien entregan un juguete nuevo. Hablamos de la familia, de mi madre, a quien Cisneros admiraba tanto, de mi padre, que era para él como un hermano. Sacamos a relucir mil episodios de la historia de los Cisneros, de los Calderones de la Barca, de los Infantes, y de toda nuestra parentela, hasta no sé qué generación. Su felicísima memoria le permite restaurar los árboles genealógicos   —10→   más carcomidos y con más saña talados por el tiempo, el abandono y la democracia. El pobre señor no acaba cuando se pone a contar las aventuras que corrió con mi padre, allá por los años del 40 al 50, lances de amor y pendencias que ya no se estilan, porque los muchachos, con esta educación hipócrita de los tiempos modernos, han trocado la inocencia petulante por la formalidad corrompida. El 53 se casaron ambos. Mi padrino tuvo una hija, Agustina Cisneros, mujer de Tomás Orozco, a quien tú conoces mejor que yo; y a mi padre le nacieron cinco hijos, de los cuales yo solo he quedado para muestra. La señora de mi padrino y mi mamá eran primas hermanas, de la familia de los Calderones de Valladolid: se habían criado juntas y se amaban tiernamente. Cisneros también tiene lejano parentesco con los Infantes, y por eso le llamo tío. Suspendo aquí las informaciones genealógicas para no volverte loco. Te diré tan sólo que ambas familias dejaron de tratarse con intimidad y frecuencia hace unos quince años, por residir mi padre casi constantemente en país extranjero.

De este largo periodo de expatriación he tenido que dar cuenta detallada al buen D. Carlos, que no se saciaba de oírme. También le hablé de ti, y te conoce por tus obras, mejor dicho, por la fama de tus obras, pues declara con ingenuidad un tanto vergonzosa que no las ha   —11→   leído. Le he contado cómo se trabó y remachó nuestra amistad en aquel maldito colegio de Beauvais, siendo tu padre cónsul de España en el Havre y después en París. Resulta que Cisneros trató mucho a tu padre, lo que no debes extrañar, porque este buen señor ha sido amigote de todo el género humano. Departimos extensamente sobre las vicisitudes de mi familia, y el santo varón se hace lenguas de mí, admirando que tuviera bastante virtud y firmeza de carácter para sepultarme, a la muerte de mis padres, en esa triste Orbajosa, con el fin de buscar el derecho y la verdad en el caos de mi herencia.

¿Verdad que no debo quejarme de la suerte? Porque, terminada aquella labor de gigantes y encontrándome más rico de lo que creía, mis amigos y deudos me obsequian una mañanita con un acta de diputado, que tomo con mis manos lavadas; me vengo a Madrid; mi pariente Cisneros, así como su hija, la de Orozco, me acogen con afectuosa simpatía, y el pobre huérfano encuentra en ambos hogares ese calorcillo de familia, que le hace llevadera su soledad. Entro en los Madriles con pie derecho, y en la política con cierto estruendo de notoriedad. Ya supiste los ruidosos incidentes electorales y la guerra sañuda que me hizo en la comisión de actas el candidato derrotado. Pero no sé si llegaron a tu noticia las infamias   —12→   de cierto periódico, diciendo que yo era deudor al Tesoro de gruesas sumas, por atraso en el pago del canon de la mina Esperanza. Para defenderme publiqué una carta que reprodujo la semana pasada toda la prensa. Ha sido muy elogiada por su lacónica dignidad y por las insinuaciones maliciosas que, en justo desquite, supe encajar en ella. Te la mando para que te rías un poco.

Y ahora te diré otra cosa que te hará reír más. Sabes que soy bastante desmañado, y ya puedes figurarte que, al venirme a estas esferas, donde la vida es tan distinta de aquel desgaire tosco que impera en la episcopal Orbajosa, he tenido que arrostrar los azares de la aclimatación social. Cierta aspereza que hay en mí; el desconocimiento de los convencionalismos de forma y de lenguaje que cada sociedad tiene; el no saber encontrar la justa medida que aquí existe entre la etiqueta y la confianza, me han hecho aparecer un tanto desairado y cohibido en el salón de mi prima (por rutina sigo dando este nombre a la hija del célebre Cisneros). Fácilmente comprenderás que mi asimilación ha hecho prodigios en pocos días, y que voy soltando la cáscara de lugareño; pero no he podido evitar, con tan notorios progresos, que se haya ejercitado en mi humilde persona el arte exquisito de esta gente para poner motes muy salados. De mi rudeza social y de la momentánea   —13→   celebridad que adquirí cuando me discutieron el acta, han sacado el dicharacho. Me llaman el payo de la carta. Díjomelo ayer mi prima en casa de su padre, celebrando mucho la ocurrencia; y al ver que yo, no sólo no me enfadaba ni pizca, sino que aplaudía el chiste, añadió que esta broma inocente no disminuía la estimación que me tienen sus amigos. Convenimos todos en reír la gracia, y por mi parte aseguro que no siento molestia alguna. Sin duda te ríes al leerme, como yo me río al escribirte.

Pero mi buen humor no me libra, querido Equis, de la fatiga de esta larga carta. He llenado dos plieguecillos, y tengo más sueño que vergüenza. Dispénsame por esta noche, y aguarda un día o dos la continuación, que si tú rabias porque te cuente cosas de mi padrino, más rabio yo por contártelas. Abúrrete lo menos posible, y que Dios te haga ligera la cruz de tu existencia en la ajosa metrópoli, urbs augusta, que dijeron los romanos, si es que lo dijeron. Aquí de nuestras bromas escépticas. ¿Crees tú que hubo romanos? Quita allá, bobo... Invenciones de los sabios para darse pisto. Siempre tuyo,

MANOLO INFANTE.



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13 de Noviembre.

Pues volviendo a lo mismo, Equis de mis pecados, te diré que encuentro a mi padrino más viejo de lo que yo me lo figuraba. ¡Pero qué chispa en aquella cara, qué ojos de lince, y qué gracia de dicción la suya! Tiene la cara enjuta, morena, bien afeitadita; el labio superior enérgico y velloso, casi negro de la fuerza del pelo bien descañonado; la nariz tajante, corta y unida al labio como si quisiera hacerlo suyo; la mandíbula robusta y saliente; los ojos vivos, bajo cejas tan pobladas que parecen dos tiras de terciopelo negro; la cabeza de perfectísima hechura, sin calva; el pelo con bastantes canas y cortado al rape. Si te digo que su perfil se me parece al del insigne cardenal de su mismo nombre y que tal vez es su pariente, no te digo más que la verdad. No lo creas si no quieres, hombre sin fe. Pertenece a la más genuina cepa castellana o extremeña; es seco como la tierra, agudo con toda la agudeza de la raza, duro y flexible como el clima de aquel país; mezcla de sagaz lugareño y de señor magnánimo, con no sé qué de fraile que lleva pistolas   —15→   debajo del hábito. No te puedo expresar bien mis impresiones acerca de esta figura eminentemente nacional. Trae a tu imaginación aquellos guerreros afeitados que parecían curas, aquellos señores que parecían labriegos vestidos de seda, los comuneros de rostro recurtido por el sol y los hielos de Castilla; piensa en el Obispo Acuña, en el conde de Tendilla, en Torquemada, en San Pedro Alcántara, que sólo comía dos veces por semana; reconstruye el cuño de la raza y tipo de la madre Castilla, y entonces podrás decir: «Vamos, ya le tengo».

Habrás oído que mi padrino posee una buena colección de cuadros y antigüedades, parte por herencia de su hermano D. Diego, parte allegada por él. Y aquí, ¡oh ínclito Equis!, mi sinceridad me hace soltar una herejía, que de seguro leerás con indignación. Mas no me importa, y allá va: Me cargan las antigüedades. No iré tan lejos como el poeta, que, cuando se estaba muriendo, reunió a sus hijos y deudos en torno al lecho del dolor, para decirles con mucho misterio que le cargaba el Dante. Pero sí te aseguro que no tengo maldito entusiasmo por las colecciones de bric-a-brac, pues si bien reconozco que en algunas figuran objetos de extraordinario mérito, la mayor parte sólo tiene un valor convenido. A eso me dirás, ya lo estoy oyendo, que la historia del arte... y que patatín, y que patatán... Estamos conformes: me tomo,   —16→   antes que me lo des, el diploma de bruto. Es que no lo entiendo, y tengo la franqueza de decirlo, mientras que otros, sin entenderlo más que yo, fingen extasiarse delante de cualquier roñoso cachivache o de un trapo incoloro y mugriento. Excuso decirte que me guardaré muy bien de decir esto al amigo D. Carlos, quien al segundo día de nuestro conocimiento, empleó no sé cuántas horas en enseñarme su galería. Si te descuidas, te hará creer con sus aspavientos y exageraciones que el Kensington de Londres es, en comparación de lo que él posee, un puesto del Rastro. Indudablemente, la colección es grande, y a mi parecer, de ti para mí, muy poco selecta. Apenas cabe en aquel enorme principal de la plaza del Progreso, el cual tiene veinticinco balcones y da a tres calles, casa de tal amplitud, que pocas he visto en Madrid con tanta luz y desahogo.

Salí de la visita artística con una mediana jaqueca, y si he de decirte la verdad, fuera de algunos tapices, de media docena de cuadros, de tres o cuatro piezas de armería y herraje, todo me aburrió soberanamente, y más que nada, aquello en que el anticuario funda su orgullo, que es la colección copiosísima de tablas del siglo XV. Repito que soy muy bruto, y declaro que mi antipatía a las tales tablas no es inferior a la que me inspiran los códices en lengua sabia, de esas que no entiende ya ningún cristiano.   —17→   Juzga de mi apuro al tener que asombrarme y entusiasmarme a cada rato, cuando Cisneros me incitaba a ello, mostrándome las maldecidas tablas, sin perdonar una, y explicándome su asunto.

No sé si la pasión de mi padrino por las antiguallas es verdadera o afectada. Bien podría ser lo último, pues le tengo por hombre de esos que, movidos del orgullo, se imponen un papel con el fin de agradar o de distinguirse, y lo representan sin desmayo, llegando, con la perfección histriónica, a formarse una personalidad artificial y a subordinar a ella todos los actos de la vida.

Para satisfacer su codicia arqueológica, en la cual hay más de dilettantismo que de sentimiento artístico. Cisneros ha explorado todos los pueblos de Castilla la Vieja, donde tiene sus propiedades, buscando pinturas, trapos y cacharros. Las sacristías de las iglesias de Toro, Valoria la Buena, Villalón, Villalpando y Bermillo de Sayago le conocen de antiguo. Palacios y conventos expolió con mano dadivosa. Las monjas le agradecen que les haya cambiado por dinero contante tablas apolilladas, algún cerrojo cubierto de orín, o el plato en que debieron de servirle las gachas al pobre Rey que rabió por ellas.

Como todos los fanáticos, el buen Cisneros se corre un poco en la filiación de los objetos   —18→   preciosos que posee. Si hay dudas sobre un autor, se quita de cuentos y le cuelga el milagro a los artistas más ilustres. ¿Trátase de una obra de platería? Pues seguramente es de Arfe... «Arfe legítimo... ¿no lo ves? Conozco la huella del cincel como conocería el carácter de letra de un amigo que me escribiera todas las semanas». Si es cosa de cerrajería, se la endosa al maestro Villalpando. Si el cuadro dudoso tiene figuras atléticas y frescachonas, ello es del propio Rubens, o por lo menos de Jordaens. Si es algún retrato escuálido y con cara de tercianas, por fuerza tiene que ser del Greco, o, a todo tirar, de Juan Bautista Mayo.

En su conversación artística, mejor dicho, en todas las conversaciones, es amenísimo. ¡Qué ideas tiene, y con qué salero las expresa! Te digo que hay que tratarle de cerca para apreciar bien toda su originalidad. Siempre que hablo con él, me acuerdo de ti; pienso que su charla te agradaría extraordinariamente y que sacarías de ella inmenso partido. Y todo en él, fondo y superficie, es digno de observación. Dentro de casa gasta una célebre bata bastante arqueológica, color de guinda, rameada, y parece que se ha salido de una de aquellas tablas del siglo XV que cubren las paredes. ¿Querrás creer que hace dos días, hallándonos presentes tres personas de su intimidad, fumando y tomando café, se empeñó en enseñarnos cómo se bailan las seguidillas   —19→   en los pueblos de tierra de Campos, y las bailó delante de nosotros, haciendo la más graciosa y estrafalaria figura que te puedes imaginar? Pues ayer nos contaba a Villalonga, a Federico Viera y a mí lances de su juventud, entreverando mentiras muy gordas con donaires muy finos, y se dejó decir que en su tiempo no había mujer de alta o baja clase que se le resistiera. Es hombre, además, a quien nunca oyes hablar bien de nadie. Como se le diga algo que enaltezca a cualquier persona, o lo pone en duda o lo admite con salvedades y reticencias malignas. Pero si se le lleva algún cuento que denigra o envilece, le falta tiempo para repetir, haciendo ademán de machacar en el mortero, la célebre frase del boticario aquel: «¡como si lo viera, como si lo viera!».

Hay quien dice que a pesar de estas malicias puramente externas, mi padrino es lo que en lenguaje usual llamamos un infeliz. Con los criados, aparentemente, se las da de hombre de mal genio, y hace el papel de amo severo y gruñón. Pero me han dicho, con referencia a los mismos sirvientes, que en el trato doméstico y cuando no hay delante personas extrañas, es bondadoso y tolerante. Hasta se susurra que los criados, si son listos y saben llevarle el genio, lo dominan y hacen de él lo que quieren.

En el poco tiempo que conozco a este hombre singular, no le he oído tratar con benevolencia   —20→   a ninguna persona de la familia, como no sea a su hija y a mí. Por Agustina, a quien él llama Tinita y todos los demás Augusta, tiene verdadera idolatría. Sólo ante ella doblega su altivez, y pone freno a sus genialidades despóticas y a veces pueriles. Pero de esta influencia de la hija sobre el difícil carácter del padre, no participa el yerno, por quien Cisneros siente una antipatía que a veces logra disimular y a veces manifiesta sin rebozo alguno. Cuán injusta es esta inquina del castellano viejo no necesito demostrártelo, pues conoces a Orozco mejor que yo. Y te diré de paso que los encomios que de él me has hecho, no me parecen exagerados. Mientras más le trato, más me gusta este hombre, todo rectitud, nobleza y veracidad, y que a tan sólidas prendas añade trato afabilísimo y otros adornos personales. Su suegro no le traga: ignoro la causa, y sólo puedo atribuirla a extravagancia, quizás a un sentimiento envidioso por la consideración y las ardientes simpatías que el otro merece de cuantos le tratan.

Por lo que a mí respecta, mi padrino parece quererme tanto como quiere a su hija. ¿Le durará esto? Presumo que no, porque lo que conozco de su carácter me permite reconstruirlo enterito, induciendo de la forma de algunos huesos el conjunto del esqueleto. El hombre que tiene los aspectos que te he descrito, debe de ser también versátil en sus sentimientos,   —21→   antojadizo en sus pasiones; ha de pasar fácilmente del amor al odio, por móviles escondidos, cuya explicación es difícil encontrar en los repliegues de su alma.

Ayer almorzamos con él mi prima y yo. ¡Qué de carantoñas nos hizo, prodigando por igual sus afectos a ella y a mí! ¡Qué expresiones cariñosas para ambos, y qué elogios casi ridículos de mi persona, apelando al testimonio de su hija, que, riendo y bromeando, no vacilaba en asentir a todo para tenerle contento! Al despedirnos nos dijo con paternal benevolencia: «Hijos míos, id con Dios, y divertíos».

Y aquí me despido también yo, hijo de mi alma, incitándote a divertirte todo lo que puedas.



16 de Noviembre.

Modera tu impaciencia, voluntarioso y desocupado Equis. ¿Deseas saber pronto lo que pienso de mi prima? Me había propuesto dejar ese interesante tratado para cuando mi observación hubiese reunido datos suficientes en que apoyar una buena crítica. Pero cedo a tus exigencias de proscrito aburrido y mimoso, y empiezo por decirte que Augusta no me pareció,   —22→   la primera vez que la vi, tan hermosa como yo me la figuraba. No puedo olvidar que nunca me diste una opinión terminante sobre ella, tú que debes de conocerla, aunque no tanto como a su marido. En tus expresiones al hablarme de esta mujer, he notado siempre como una veladura reticente. No creas: el recuerdo de tus vaguedades en tal asunto, me pone en guardia. Observo, miro y escudriño en torno de ella, sospechando que podré descubrir algo que me asombre, y aunque nada veo, nada absolutamente más que una conducta pura y una reputación intachable, la escama persiste en mí, y suspendo mi juicio. Contén tu insana curiosidad, oh varón depravado, que yo, cuando sepa bien a qué atenerme, no me pararé en pelillos para manifestártelo. Por ahora, no me sacarás del cuerpo sino una apreciación breve y superficial. Que Augusta es elegante, no tengo por qué decírtelo. Te reirás sin duda de mi descubrimiento. Sobre si es o no hermosa, ya cabe mayor variedad de opiniones. Hermosa, lo que se llama hermosa, quizás no lo sea para los que creen, como tú, en eso de las reglas y proporciones estéticas. Para mí, que no le encuentro ninguna gracia a la boca chiquita de las Venus griegas y de las Vírgenes de Rafael, una de las mayores seducciones de mi prima es su boca, que un amigo mío llama el templo de la risa. ¡Vaya que es grandecita! ¡Pero qué salada y hechicera!   —23→   Dime, ¿tú la has visto reír, pero con gana, burlándose de alguien o contando un pasaje chistoso? ¿Y no te has extasiado ante aquella doble sarta de dientes blancos, duros, igualitos, de los cuales te dejarías morder si a su dueña se le antojase hacerlo? ¿No te divierte, no te embelesa oír la cascada de aquella risa, que inunda de alegría el mundo y sus arrabales, como el trinar de los pájaros celebrando la aurora? Toma poesía... Otrosí, querido Equis, tiene mi prima unos ojos negros que te marean si fijamente te miran, ojos que llevan en sí el vértigo de las alturas y el misterio de las profundidades (aguántate esa imagen), ojos que... no sigo por temor a mi retórica y a tus guasitas.

Fuera de los ojos, que son, como dice un amigo nuestro, la sucursal del cielo, si miras aisladamente las facciones de Augusta, las encontrarás imperfectas; pero luego se componen y arreglan ellas a su manera, y resulta un conjunto encantador que te vuelve loco; digo, a ti no, pero a otros, si no les ha enloquecido, les enloquecerá. ¿Y qué tienes que decir de su figura? ¿Has conocido alguna más arrogante? Di que no, hombre, di que no, o te pego. Buena talla, sin ser desmedida; buenas carnes, sin gorduras; curvas hermosísimas... Yo me la figuro con poca ropa, y me extasío, como lo harías tú, con castidad estética, delante de la viviente estatua, considerando con la mayor formalidad que la   —24→   belleza de las líneas convierte la carne tibia en el más honesto de los mármoles... Suprimo las imágenes porque te estás riendo de mí, y de seguro dices al leerme: «¡Miren el tonto ese...!». ¡Ah!, la edad la fijo en treinta años; y lo más, lo más que añado, si en ello te empeñas, es dos o tres a lo sumo.

Y pensarás también, haciendo una de esas muequecillas profesionales que son resultado del hábito de la crítica seria: «Mujer hermosa, pero sin instrucción». Ya tenemos en campaña el problema educativo. Pues a eso te digo que en efecto, Augusta carece de instrucción, si por esto entiendes algo más que las llamadas tinturas de las cosas; pero tiene tanto talento natural, y tal gracia y desenfado para abordar cualquier cuestión grave o ligera, que oyéndola no podemos menos de celebrar que no sea instruida de verdad. Si lo fuera, si la sosería de la opinión sensata apuntara en aquellos ojos y en aquella boca, cree que perderían mucho. Habías de oírla cuando se pone a hincar el colmillito en las ridiculeces humanas o a sostener una tesis paradójica. Si entonces no se te caía la baba, no sé yo cuándo se te iba a caer. Pues en aplicar motes no hay quien le gane. Cuando tuvo bastante confianza conmigo, me confesó, llorando de risa, que de su cacumen había salido el apodo de el payo de la carta, y te aseguro que nunca he perdonado con más gusto un agravio.

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Basta, basta; no has de sacarme una palabra más acerca de esta simpática persona. Lo único que me resta decirte es que anoche estuve en el teatro con ella y su marido. Este es un cumplido caballero, digno de poseer tal joya. Paréceme de salud algo delicada. Su mujer le mima, le cuida, y no está profundamente seria sino cuando teme que aquella salud se quebrante más. Hallo perfecta armonía en este matrimonio. Podré equivocarme; pero... ¿Qué es eso?, ¿te ríes? A mí no me descompones tú con tus risitas... ¿He dicho algún disparate? Tu opinión sobre Orozco, ¿no es la mía? ¿No eres tú quien me ha hecho ver en él una excepción dentro de la actual sociedad? ¡Ah!, ya sé por qué te ríes, hombre incrédulo y malicioso. Es porque desde que empecé esta carta estoy diciendo que no quiero hablar de Augusta, y ya llevo tres carillas sin ocuparme de otra cosa. Punto, punto aquí, vive Dios. Pon un punto como una casa, indiscreta pluma, o te estrello contra el papel.

Hablemos otra vez de ese espejo de los padrinos, de esa potencia crítica de primer orden que por sí solo representa una escuela sistemática de sátira social, a la que ajusta sus juicios sangrientos. Tú no sabes bien lo que es este hombre y cuánto se prestan sus pensamientos a la admiración y al análisis. ¡Y yo, tonto de mí, que los primeros días, juzgando por la superficie de las ideas, le tuve por carlista o al menos   —26→   por partidario del poder absoluto! Figúrate, Equis de mi alma, cómo me quedaría hoy cuando me expuso las ideas más contrarias al absolutismo... Poco a poco: quizás no; puede que ello sea el propio absolutismo en su forma más concentrada. Vamos por partes, y dime si estas rarezas merecen que un observador como tú las estudie.

Mi padrino vive, como sabes, en la plaza del Progreso. Aborrece los barrios del Centro y del Este de Madrid, que son los más sanos. La tradición le amarra al Madrid viejo y a la parte aquella donde siente el tufo de la plebe, apiñada en las calles del Sur. Ha vivido siempre al borde del abismo, según dice, y no quiere apartarse de él. Detesta la prensa, que en su sentir es la vocinglería, el embuste, la difamación y el medio seguro empleado por nuestra época para envilecer los caracteres y falsear todas las cuestiones. A pesar de esto, no conozco a nadie que lea más periódicos. Por las mañanas en su casa, se traga tres o cuatro, y de noche en el Casino, media docena. Busca en ellos la comidilla, la información mal intencionada, el palpitar convulsivo de la sociedad que considera enferma. La política, tal como aquí se practica, le inspira despiadadas burlas. Atiende a ella, según dice, como quien asiste a un sainetón extravagante. Para él no hay ministro honrado, ni personaje que no merezca la horca... Y   —27→   sin embargo, muchos son sus amigos, se sientan a su mesa y le celebran las gracias. Cuando surge algún escándalo en la prensa, adopta y da por válidas las versiones más desfavorables. La complacencia y el orgullo iluminan su rostro cuando tiene que dar su opinión pesimista sobre cualquier asunto que cautiva y apasiona al público. Cada frase suya es un alfiler candente que penetra hasta el hueso y hace chisporrotear la carne.

Respecto a mi entrada en la política, me dice cosas y me da consejos que, la verdad, me entristecen. Hoy, después de almorzar, pasamos al gabinete donde habitualmente lee y escribe, y después de ofrecernos (los convidados éramos Federico Viera y yo) un par de cigarros secos, duros, amargos, que tiene en el cajón de una de las papeleras, y que por lo viejos deben de ser los primeros que como muestra vinieron a España en los albores del vicio, dio a Viera una carpeta de estampas para que se entretuviese, y me echó este sermoncito, del cual te doy un extracto, que, gracias a mi excelente memoria, ni tomado por taquígrafos sería más ajustado a la verdad.

«Mira, hijo, todas las cuestiones que se refieren a libertad política, a garantía de derechos, o a leyes que robustezcan la Constitución y los altos poderes, es pura pamema. Oye estas cosas como aquel paleto que decía: por un oído me sale   —28→   y por otro me sale; es decir, que no le entraba por ninguna oreja. Cuida mucho de que estas rimbombancias estériles no te entren en el cerebro, porque si llegan a entrar, siempre queda en la masa celular algo que puede trastornarte. Otra tocata muy común es la organización de los partidos, la necesidad imperiosa de que haya partidos, y de que estén bien disciplinados... ¡Oh!, ¡la gran simpleza...!, bien disciplinaditos. Esto lo oyes y te callas, como se calla uno cuando oye el canto del grillo. ¿Nos vamos a poner a discutir con un grillo y a refutarle lo que canta? No. Pues lo mismo haces cuando te echen el registro ese de los partidos y de la disciplina. En esto sigue la norma de conducta que he seguido yo cuando me han llevado a la reata del Senado o a la del Congreso. Mira, hijo; yo, a los badulaques que me hablaban de cohesión, de apoyar al Gobierno, les contestaba que sí, que muy santo y muy bueno; y después hacía lo que me daba mi santa gana. Siempre que veía al Gobierno comprometido en las secciones, votaba con los enemigos. En el salón, te juro que nadie ha tenido tanta gracia para abstenerse a tiempo. Y nadie supo nunca si yo soltaba el o el no hasta que salía de mis labios. Veo que frunces el ceño y alargas el hocico, como si esto que te digo fuera una gran inmoralidad que escandaliza tu conciencia. Ten calma, que te daré razones convincentes para   —29→   acallar tus escrúpulos. Mi sistema se inspira en el bien universal, no en el interés de unos cuantos charlatanes y explotadores de la nación. Ya lo irás conociendo, ya te vendrás a mi campo, al campo de las negaciones, de todas las negaciones juntas, donde se asienta la gran afirmación.

»También tratarán de meterte en la cabeza esa monserga de la paz... que necesitamos paz para prosperar y enriquecernos con la... la... industria, la agricultura... y dale que le darás Esto, chico, es como si al que no tiene qué comer se le dice que se siente a esperar que le caigan del cielo jamones y perdices, en vez de salir y correr en busca de un pedazo de pan. ¡La paz!... Llamar paz al aburrimiento, a la somnolencia de las naciones, languidez producida por la inanición intelectual y física, por la falta de ideas y pan, es muy chusco. ¿Y para qué queremos esa paz? ¿De qué nos sirve esa imagen de la muerte, ese sueño estúpido, en cuyo seno se aniquila la nación, como el tifoideo que se consume en el sopor de la fiebre? En el fondo de este sueño late la revolución, no esa revolución pueril porque trabajan los que no tienen el presupuesto entro los dientes, sino la verdadera, es decir, la muerte, la que todo debe confundirlo y hacerlo polvo y ceniza, para que de la materia descompuesta salga una vida nueva, otra cosa, otro mundo, querido Manolo, otra sociedad,   —30→   modelada en los principios de justicia».

Al llegar aquí, no pude menos de mostrarme asombrado de que tales ideas profesase un hombre que vive tranquilamente de las rentas extraídas de la propiedad inmueble y de la riqueza mobiliaria, es decir, un fortísimo sillar del edificio del Estado, tal como hoy existe. Por respeto a las canas de Cisneros, no me eché a reír ante ellas. ¿Estará loco este hombre?, me dije. Y le tiré de la lengua, preguntándole qué forma social era esa en la cual quiere que resucitemos después de muertos y putrefactos.

No creas que se acobarda cuando se le argumenta estrechándole y pidiéndole que concrete sus ideas. Al contrario, esto le estimula a exprimir el magín para sacar de él nuevas agudezas. «Es -me dijo- como si me mandaras escribir la historia antes de que ocurran los hechos que han de componerla. ¿Qué es lo que ha de venir? ¿Qué forma traerá la catástrofe y en qué posición van a quedar las piedras del edificio una vez caídas? ¿Cómo he de saber yo eso, tonto? Lo que yo sé es que debo hacer cuanto esté de mi parte por ayudar al principio de suicidio que late en nuestra sociedad, y apresurar la destrucción, contribuyendo a fomentar todo lo negativo y disolvente. Que me hablan de libertades públicas y de los derechos del hombre. Música, bombo y platillos. Contesto que el pueblo no tiene más aspiración que la indiferencia   —31→   política, ni más derecho que el derecho a esperar, cruzado de brazos, el vuelco de la sociedad presente, que ha de producirse por un fenómeno de física social. Háblanme de los partidos y de la disciplina, y hago tanto caso como de las disputas de los chicos de la calle, cuando juegan a los botones, al trompo y a cojito-pie. Me ponderan la necesidad de apoyar a estos gobiernos de filfa para que duren mucho, y yo me persuado más de la urgencia de combatirlos para que duren lo menos posible. ¿No has observado que, cuando se habla de crisis, la sociedad toda parece que se esponja, palpitando de esperanza y de júbilo? Es que tiene la conciencia de que el remedio de sus males ha de venir de la pulverización. Que esas cuadrillas de vividores que se llaman partidos y grupos se dividan cada vez más; que los gobiernos sean semanales, y tengamos jaleos y trapisondas un día sí y otro también. Esta movilidad, este vértigo encierra un gran principio educativo, y la nación va sacando de la confusión el orden, y de lo negativo la afirmación, y de los disparates la verdad. Yo, que siento en mí este prurito de la raza, me alegro cuando soplan aires de crisis, y aunque no la haya, digo y sostengo que la hay o que debe haberla... para que corra... Cuando mi criado entra a afeitarme por las mañanas, siempre le pregunto dos cosas: «¿Cómo está el tiempo, Ramón?... Ramón, ¿hay crisis?».

  —32→  

Con esta tienes para un rato, hijo de mi alma. Mientras la digieres, te preparo la continuación, que irá, Dios mediante, mañana.



17 de Noviembre.

Escucha y tiembla. Después de reír a carcajadas de las observaciones que le hice, hijas, según él, del estúpido eclecticismo de estos tiempos vulgares, burgueses, insignificantes; después de llamarme cándido y paloma torcaz, dijo el gran Cisneros: «¿Pero tú has reflexionado bien lo que significa la anarquía? Medita bien sobre ella y verás que un pueblo sin gobierno de ninguna clase, entregado a sí mismo, un pueblo sin leyes, está en situación de hacer efectivas las leyes verdaderas, las inmortales. ¡Que hay sacudimientos, tiranías, atropellos! Déjalo, tonto, déjalo. Esto es precisamente lo que hace falta para que nazca el verdadero derecho... Por mi parte, detesto estas sociedades acompasadas, verdaderas aglomeraciones de cuákeros, donde la policía y la justicia oficial impiden la florescencia de las facultades humanas. ¿Concibes que el gran arte y la ciencia noble puedan existir en ninguna sociedad donde hay más leyes   —33→   que ciudadanos, y donde sale la Gaceta todos los días con su fárrago de disposiciones, que son otras tantas ligaduras puestas a la acción del individuo? Estas son sociedades estériles; y no me hables de la industria y de los inventos, pues la mayor parte de esas llamadas conquistas, sólo han servido para hacer más infelices a los hombres, y aumentar las horribles desigualdades sociales; para establecer el hambre allí donde reinó la hartura, implantar la tiranía de la ropa, quitar a los viajes su encanto, y destruir el misterio de las cosas, el misterio, sí, fuente que antes manaba delicias, y ahora está seca, seca, con tanta ciencia y tanta máquina, y tanta tontería de adelantos materiales. No me digas que te entusiasma esta edad de hierro, más árida que ninguna otra edad, y más antipática y pedestre.

»¡Y qué trajecitos usamos! ¡Parece que nos vestimos, no para engalarnos, sino para disimular lo deforme y enteco de nuestros cuerpos jimiosos! ¡Y qué costumbres tan necias; y qué idiotismo en las relaciones de los sexos; y qué monotonía desesperante en la vida toda; qué aburrimiento en esta selva inmensa de leyes, que prevén hasta nuestros menores movimientos; qué inmenso tedio en este sistema de profundizar todas las cosas, para matar lo desconocido, lo desconocido, Manolo de mis entrañas, lo desconocido, que es la alegría de las   —34→   almas, la sal de la existencia! No, no; yo quiero que toda esta balumba de artificios y de esclavitudes, formada por el puritanismo inglés y la gazmoñería protestante, desaparezca en el abismo de esa historia fastidiosa que nadie ha de leer. Quiero la libertad, no estas libertades que son como la disciplina de un cuartel, y que lo obligan a uno a andar a compás, a uniformarse, y a no poder toser sin permiso del cabo, sino la verdadera libertad, fundada en la Naturaleza. Quiero que la saciedad florezca, y produzca el gran arte, las virtudes sublimes, la santidad; que en ella sea posible, lo que hoy no existe, la inspiración artística y las acciones heroicas. Quiero que se vaya con mil demonios toda esta corrección grotesca y policiaca que mata la personalidad, la iniciativa, la idea, la santa idea, producto del entendimiento, y ahoga el producto de la fantasía, la imagen... Ea, punto final. Me parece que he hablado bastante. Me sofoco...».

No pude menos de celebrar su elocuencia y de aplaudir su ingenio, añadiendo que, conforme le oía, me iban entrando ganas de trocar mi ropa por cualquier traje de teatro, o por los verdes lampazos de la edad de oro, y echarme a un monte para ser ciudadano de cualquier república de pastores.

Cisneros se levantó de la butaca y dio cuatro o cinco vueltas por la estancia, inquieto y nervioso, cual si quisiera envolver en un ovillo   —35→   el hilo del discurso que acababa de enjaretarme. Acerqueme a Federico Viera que seguía examinando estampas, y de pronto mi padrino se paró ante nosotros, arremangose la bata y nos mostró su pierna, vestida de un pantalón bastante estrecho y no flamante. «A ver, ¿qué tienen que decir de esa pierna? -nos preguntó con pueril orgullo-. Toquen, toquen, para que vean que aquí no hay relleno. Les desafío a que me presenten otra tan bien formada, ni con estas curvas de la pantorrilla... toquen, miren... tan elegantes y tan... ¿No merece esta extremidad vestirse con aquellas calzas de listas rojas y negras que se usaban en Italia en el siglo XV?».

Sin esperar nuestra respuesta, siguió paseándose. Federico y yo nos miramos, conteniendo la risa. ¿Qué pensarás tú al leer esto? Lo mismo que pensaba yo al presenciarlo. Que mi buen padrino, si no está rematado, tiene momentos en que se destornilla casi por completo.

Nuestro amigo Viera, que le conoce hace tiempo y sabe tomarse con él confianzas que yo no me tomaría, le dio bromas sobre aquello de las calzas italianas; pero Cisneros se lo sacudió como se sacude una mosca, diciéndole: «Sois unos encanijados de cuerpo y de espíritu, y en vuestros caletres hidrocefálicos no cabe ninguna idea grande. Sois incapaces de comprender la vida más que como un reglamento, escrito con el fin de que toda la humanidad se ajuste   —36→   a la talla de los tontos... Os he argumentado de un modo parabólico, única manera de que podáis comprenderme, almas cándidas. Vamos a ver...». Puso una mano en el hombro de Viera y otra en el mío, y con tonillo autoritario nos dijo: «¿Creéis vosotros que el Dante habría escrito la Divina Comedia si hubiera sido bachiller en Artes, licenciado en Derecho, después ateneísta, alcanzando famas de persona ilustrada, viviendo entre el tumulto de lo que llaman crítica, y expuesto a ser académico, diputado o quizás, quizás ministro de Fomento?... ¿Creéis, hijos míos, que el autor del Cantar de los Cantares habría compuesto este delicioso poemita si en vez de andar con las piernas al aire, hubiera gastado pantalones?... No admito distingos: contestar sí o no... ¿Creéis que Miguel Ángel habría hecho el Moisés y pintado el techo de la Capilla Sixtina si en su tiempo se hubieran usado los sombreros de copa, los informes de Academias, los estudios de estética y los paraguas?... (diciendo esto, nos sacudía con violencia como si quisiera arrojarnos al suelo) lo que hay es que sois unos pobres idiotas, educados en las tonterías de la enseñanza oficial, de esa enseñanza, que si dura, concluirá por retrotraer a la humanidad a la época de los monos, micos ilustrados si se quiere, pero micos al fin».

  —37→  

Federico y yo le hicimos ver que tales ideas son admisibles como elemento de amenidad en esa literatura sin imprenta que se llama la conversación, y que influye tanto o más que la estampada en la opinión general; pero que no pueden admitirse con pretensiones de formar doctrina. Además, le demostramos que sus pensamientos estaban en contradicción con sus actos. La cosa era bien clara. «Usted -le dijimos- truena contra la Instrucción Pública, como un medio de fabricar tontos y de conseguir la extensión de la cultura a costa de la intensidad. ¿No es eso?».

-Sí -replicó- abomino de esta enseñanza estúpidamente niveladora. ¿Creéis que si a Homero le hubieran dado la nota de sobresaliente en los exámenes, habría compuesto la Iliada?

-Claro que sí -le aseguró mi amigo-, y por ella habría ganado el accésit en cualquier certamen... Pero déjeme completar mi argumento. Si usted es tan enemigo de la Instrucción Pública, ¿para qué ha fundado dos escuelas en Tordehúmos, dotándolas con esplendidez? Y si cree que la actual organización de la sociedad y de la propiedad es tan mala, ¿para qué defiende sus rentas con tanto tesón? Porque a mí me han dicho, D. Carlos, y no vaya a enfadarse por esto, a mí y me han dicho que usted no perdona un céntimo, y al infeliz arrendatario que no es puntual, le revienta sin andarse en chiquitas...

  —38→  

Federico seguía; pero mi padrino le cortó la palabra, airado y descompuesto, y pisando, alterno pede, como caballo que se encabrita, nos dijo: «Sepan, señores mequetrefes, que he fundado las escuelas porque me ha dado la gana, y que mis móviles no cabrán nunca en esas molleras llenas de la paja del saber oficial. Sepan también que si cobro mis rentas, no hago más que tomar lo mío, y defenderme de pillos y ladrones... ¿Pues qué querían?, ¿que tenga lástima de los que se gastan mi dinero en las tabernas y en las timbas de los pueblos? ¡Pobrecicos de mi alma! Cuando me vienen llorando por las malas cosechas, yo les daría una mano de palos por tramposos, embrollones, y por esa fea maña de achacar al Cielo y a la Tierra lo que sólo es culpa de sus vicios... ¿Pues qué quieren estos mocosos, que yo deje a mis colonos reírse de mí y comerse mis rentas?...».

-No; si nosotros no queremos eso... Hemos señalado una contradicción y nada más.

-No hay contradicción... ¿Pero qué entendéis 2 vosotros de esto? Si me querrán marear estos gaznápiros... Sois muy niños para meteros conmigo... Vamos, no quiero haceros caso, no me rebajo a discutir con esta infancia enfatuada, pedantesca... Tengo canas, señores, y no las quiero ensuciar metiéndome con chicos...

Nosotros le estrechábamos, injuriábanos él, mitad en broma, mitad en serio, y nuestra disputa   —39→   habría sido interminable si no la cortara bruscamente la llegada de un amigo de Cisneros, exministro que había soltado la cartera en la última crisis, hombre muy corrido en política, y que tenía mucho metimiento en aquella casa, así como en la de Orozco. Acogiole mi padrino con exclamaciones de gozo, y el visitante no gastó preámbulos para decirle a qué venía. Pues simplemente a pedirle su voto para la elección parcial en no sé qué distrito de Castilla. D. Carlos, poseedor de grandes tierras en Tordehúmos, Magaz y Valoria la Buena, tiene influencia en el país, y como se meta de hoz y de coz en la lucha electoral, se lleva de calle a los contrarios. No bien le explicó el tal sus deseos de sacar adelante al candidato amigo, Cisneros le dio un abrazo, diciéndole: «Pues no faltaba más... Hoy mismo escribiré. ¿Le apoya el Gobierno? Ya sabe usted que soy ministerial de todos los ministerios, ministerial furibundo...».

-Querido D. Carlos, no nos apoye tanto ni nos abrace tan fuerte -dijo el otro riendo-. Temo sus caricias y su ministerialismo.

-Y con razón. Es la mejor manera de ser disolvente. Ya conoce usted mi sistema: apoyo a todos los gobiernos para que duren poco.

-Usted es de los que no temen el diluvio porque tiene ya hecha el arca. Si yo la tuviera...

  —40→  

-¡Que no tiene usted su arca! Yo creía que sí. Pues aquel asunto de la subvención a los ferrocarriles de vía estrecha ¿no le proporcionó algunas tablas para su salvamento, el día en que toquen a ahogarse?

-Don Carlos, D. Carlos -replicó el personaje, en tono agridulce-. No es propio de persona tan respetable acoger los chismorreos del vulgo.

-Pero si yo no le retiro a usted mi estimación...

-Es que debería retirármela.

-No... lo malo es que cuando suban las aguas no habrá arca que las resista. Diga usted, ¿qué hay de eso que tanto da que hablar? ¿Es cierto que dos ministros andan a la greña, y que por una cuestión de faldas presenta su dimisión un alto personaje?

-¡Absurdo, disparate...! D. Carlos de mi vida, ¿cómo cree usted esas cosas?

-Vamos, desahogue ese corazoncito. Aquí todos somos ministeriales, y viene bien aquello de que la ropa sucia debe lavarse en casa. Usted, como todos los que están convalecientes de ministros, tiene lo que llaman los médicos la febris carnis, disgusto, mal cuerpo y peor paladar, tristeza, alternativas de desgana y hambre canina... Vamos, no me niegue usted que está torcido con el Gobierno. Si se lo conozco en la cara. Soy ya perro viejo; he andado algunos   —41→   años en esos trotes de la política, y he visto siempre que todos los que salen se convierten en ruiseñores, es decir, que trinan. Conque, si usted no es un hipócrita, trinemos todos ahora; es decir, mordamos.

El exministro denegó con frases ingeniosas las malicias de Cisneros, declarándose poseído de aquella satisfacción interior, tan necesaria a la disciplina de los ejércitos, así en la milicia como en la política. Pero luego, en el curso de la conversación que trabamos los cuatro sobre los asuntos corrientes, dejaba entrever mi hombre su mal humor. Que las cosas del partido no van bien, y el mejor día puede sobrevenir un desastre; que, si esto sucede, él se lava las manos... Mi padrino, con refinada ironía, le llevaba la contraria; y por fin, tratando de la próxima elección parcial, aprovechó la coyuntura que se le presentaba para arrimar el ascua a su sardina, pues es hombre que, en medio de sus desenfrenos de argumentación paradójica, sabe conservar la serenidad y el sentido práctico, como esos borrachos que, aunque beban mucho y se trastornen, no hacen jamás un disparate que les pueda comprometer.

Este juicio del carácter de D. Carlos es fruto de mi observación en el poco tiempo que llevamos de conocimiento. He visto que, aun en las ocasiones en que parece más delirante y más tocado de la manía de originalidad, lima siempre   —42→   para dentro, si la cuestión que trata conduce a algún fin positivo, que afecte a sus intereses. El exministro desplegaba mucho donaire contra el donaire del castellano viejo, y este, que nunca pierde ripio, le ofreció los votos con las siguientes condiciones: Que sin tardanza sea destituido el Ayuntamiento de Tordehúmos, en el cual hay un concejal que se ha plantificado como una mosca en la nariz de mi buen padrino. El tal es un revolucionario que con el dinero de los consumos levanta partidas, y últimamente disputa a Cisneros una finca que había sido de propios y pasó a manos de este por medios legales. Que se despache prontito el expediente de información posesoria incoado por Cisneros, tocante a la susodicha dehesa de Tordehúmos. Y, por último, que se limpie el comedero al jefe de Propiedades e Impuestos de la Delegación de Hacienda de Palencia, tío del dichoso concejal y encubridor de sus chanchullos, y se dé la vacante al hijo del administrador que mi padrino tiene en Valoria la Buena, muchacho listo, que hoy es oficial segundo en Santander. El exministro se llevó la nota de estos encarguillos, prometiendo recomendarlos, y salimos Federico y yo con él, dando por terminada sesión tan interesante.

Por la calle íbamos haciendo la monografía de D. Carlos, de quien dijo el exministro que es uno de los hombres más amenos que conoce,   —43→   explicándonos por qué, con su talento, riqueza y grandes relaciones, no figura en la política activa. Es que ningún partido ha podido hacer carrera de él, y de todos le han tenido que echar por perturbador y revoltijero. Fíjate ahora en otra cosa, querido Equis, y es que siendo este hombre una calamidad en política, en el terreno privado no hallarás persona de más formalidad. Fuera de ciertos devaneos mujeriles, que con la edad se van concluyendo, es Cisneros lo que se llama un perfecto ciudadano; paga puntualmente sus contribuciones, cumple con fidelidad todos sus deberes, y en sus tratos resplandece la honradez más pura. Dicen que, en cualquier negocio que con él se entable, su palabra vale tanto como la mejor escritura. ¡Y a un hombre así no se le puede fiar, en política, el valor de un alfiler! ¿Cómo me explicas esto tú, sociólogo y psicólogo, tú que sabes tanto, y que, de tanto saber, no se te puede aguantar? ¿Cómo me explicas el fenómeno contrario, no menos real, que sean piezas útiles, y aun necesarias, de la máquina política, tantos y tantos que en el mecanismo privado no son nada de fiar?

Cuando el exministro se separó de nosotros, quedámonos hablando de lo mismo Federico Viera y yo, sin encontrar solución medianamente satisfactoria. Y a propósito: me has preguntado varias veces en tus cartas por tu amigo Viera. Poco te he hablado de él; pero le nombro   —44→   con frecuencia, lo que te bastará para saber que vive y está bueno. De todos los muchachos de nuestro tiempo, con los cuales he reanudado amistad, este es el más agradable y el más simpático para mí. He llegado a quererle mucho y a ser indulgente, pero muy indulgente, con sus defectos graves. Anoche me dijo que te había escrito; pero no sé por qué, se me antoja ponerlo en duda. No desconfío de su veracidad, sino de la fijeza de sus ideas, y me temo que esté persuadido de que te ha escrito sin haberlo hecho. Adiós.



23 de Noviembre.

Ayer estuvo Augusta en la tribuna del Congreso. Fue con las de Trujillo, la marquesa de Monte Cármenes y otras damas ilustres. Por cierto que las infelices pasaron una tarde cruel, prensadas, estrujadas, y lo que es peor, aburridas, como quien va a un baile y se encuentra en un duelo. Desde los escaños, varios amigos y yo las mirábamos con piedad, deplorando no poder dar a los debates un carácter divertido y sainetesco para aliviar la tristísima situación de aquellas desgraciadas. Nosotros, al menos,   —45→   podíamos confortar nuestros decaídos espíritus contemplando aquella batería de mujeres, entre las cuales las había muy guapas. Pero ellas, ¿qué iban ganando con mirar calvas, presenciar una votación, el barullo de los que entran y salen, y el acto de encender el gas? Figúrate que fueron a oír a Castelar, a Cánovas y a todas las primeras partes, atraídas por el cartel parlamentario de aquel día, publicado en los periódicos de la mañana. Como habían madrugado por coger la delantera, al abrirse la sesión, a las dos y cuarto, ya estaban las pobrecillas medio fritas. La parte de la sesión destinada a preguntas las entretuvo un poco y aun las hizo reír, porque tuvimos discurso de chascarrillos. Hombre hubo además, que al hacer su preguntita, parecía que la brindaba a las señoras de la tribuna, mirándolas, como si la defensa del Ayuntamiento de Valderrediles 3 de Abajo no fuese más que fórmula enigmática de una declaración amorosa. Todo esto aliviaba las angustias del plantón, y lo demás se llevaba con paciencia esperando la orden del día. Pero a nuestro Presidente le dio la mala idea, sugerida sin duda por algún espíritu maligno, de meter el embuchado de una enmienda pendiente, con cuya discusión creía despachar en breve tiempo el artículo último de la ley de Jurisdicciones Administrativas. Total, que la discusión se enzarzó cuando menos se creía, y he aquí, mi buen Equis, que entre la general   —46→   decidido a explicar su actitud en aquel asunto, un orador de los que hablan a cántaros, excelente persona por otra parte, pero que tiene la desgracia de no acertar a exponer la cosa más sencilla sin consumir un par de horitas, más bien más que menos. Bien examinado todo lo que mi hombre dijo, era de lo que no le interesa a nadie. Que si en 1870 opinó o dejó de opinar esto o aquello; que si, al poner su firma en la proposición tal, lo hizo simplemente por autorizar la lectura, con todo lo demás que es de cajón, y aquello de si se me permite recordar lo que tuve el honor de exponer ante el Congreso en la tarde de ayer, me será fácil demostrar que al poner de manifiesto en la tarde de hoy las deficiencias del proyecto que se discute, no dije nada, no expuse nada, no expresé nada, ni de cerca ni de lejos, que no estuviese en perfecto acuerdo, en perfecta consonancia, en perfecta conformidad con lo que salió de mis labios en la tarde de anteayer.

Pasó una hora, dos horas, dos horas y media, y la salmodia no tenía fin. Las toses y murmullos parecía que lo animaban cual si fuesen aplausos, y su voz sin matices caía sobre el cerebro del auditorio como lluvia menuda y persistente sobre un techo de cristales. A ratos molestaba como el ruido del andar isócrono de un reloj de pared, cuando luchamos con el insomnio, dando vueltas en la cama; a ratos me   —47→   hacía el efecto de uno de esos cantorrios con que las nodrizas duermen a los niños. Los bancos rojos se despoblaban, como país empobrecido por las malas cosechas, en el cual se propaga la fiebre de la emigración de un modo alarmante. La gente se iba a fumar y a murmurar a los pasillos o a la cantina, y en el salón no quedaban sino unos cuantos amigos del orador, y los que se entretenían timándose con las señoras de arriba.

Estas pobrecitas mártires de la curiosidad me infundían tanta lástima, que subí a consolarlas. Observé en todos y cada uno de los rostros la consternación y el desaliento. Charlaban criticando acerbamente el régimen, y poniendo de oro y azul al Presidente, por haber alterado los números del programa, echando aquella murga insufrible antes del gran quinteto clásico que esperaban oír y gozar. Les llevé dulces y caramelos, y les di esperanza de que pronto concluiría la terrible lata que aquel buen patricio nos estaba dando a todos. «Sí, buenas trazas tiene de acabar -me dijo mi prima-. Ahora ha dicho que esto es grave, gravísimo, y que se ha traído los datos para probarlo. Mira, mira el rimero de papeles que tiene en el banco. ¿Ves?, se prepara a leernos media docena de Gacetas».

Pasó todavía una hora más, una de esas horas negras, tediosas, que se estiran languideciendo,   —48→   y al desperezarse juntan la cabeza con la cola, imitando el emblema de la eternidad, y entonces el orador dijo: Voy a concluir, señores... Las tribunas le hicieron una ovación; y el muy tunante ¿creerás que lo agradeció? En vez de abreviar el epílogo, lo alargó media hora más, regalándonos, por vía de resumen, una nueva paráfrasis de lo que ya había dicho. Las cinco y media serían cuando la Mesa decidió que el debate gordo se quedara para el lunes siguiente. Subí a comunicar la noticia a las pobres mártires, medio muertas ya de calor, estrechez e inmovilidad. Algunas no tenían ni fuerzas para levantarse, otras estaban en pie para salir, y todas maldecían las Jurisdicciones Administrativas y al perro que las inventó. Augusta salió con jaqueca, y cuando la bajaba del brazo, me dijo que no volvería a la tribuna hasta que yo no hablase.

Creo que lloverá bastante de aquí a ese día, porque me siento sin ninguna aptitud para la oratoria, y cuando me figuro que tengo que hablar y que me levanto y empiezo, me parece que el pavor me ha de suspender las ideas y paralizarme la lengua. El afán de Augusta porque yo hable es ya verdadera manía, y siempre que me coge a tiro, me vuelve loco. Anoche me dijo que si no me arranco pronto, hasta me negará el saludo, y que todos mis progresos en el arte de la cortesanía no valen nada, si no suelto el   —49→   último pelo de lugareño lanzándome a usar de la palabra en público. Y puesto que entre tú y yo no ha de haber nunca misterios, según lo convenido, te diré sin rodeos que mi prima me gusta cada día más, y que siento hacia ella una inclinación que me ha ocasionado no pocas horas de tristeza. No había querido contártelo, esperando que pasase esto, que me parecía una fugaz indisposición del alma, semejante a los resfriados en el orden físico. Pero hace días que me encuentro sorprendido con invencible tendencia a pensar en ella, a figurármela delante de mí, a recordar sus gestos y palabras, y a suponer y anticiparme las que me ha de decir la primera vez que nos veamos. Al propio tiempo, nace en mi espíritu una admiración irreflexiva hacia ella, y me sorprendo a mí mismo en la tarea ideal de adornarla con las más excelentes cualidades que jamás embellecieron a criatura alguna. De aquí nace mi mayor pena, pues precisamente las cualidades que le atribuyo, ponen una barrera moral entre ella y yo. Para imaginar que esta aspiración mía, incierta y tímida, pueda satisfacerse alguna vez, tengo que destruir mi propia obra, y exonerar a la señora de mis pensamientos, quitándole aquellas mismas perfecciones 4que le supuse. Aquí tienes la brega que traigo en mi mente estos días, y que viene a ser como una enfermedad que me ha cogido de súbito.

  —50→  

Apuesto a que te reirás de mí al leerme, pues no caen bien, en hombres de nuestra edad descreída, el misticismo amoroso de un Petrarca, ni la fiebre de un Werther. No, todavía disto mucho de llegar a tales extremos. Lo que te cuento no tiene valor más que como presagio. También te diré que se me ha ocurrido visitarla lo menos posible, huir de su trato, apartar de mis ojos su hermosura y gracia incomparables, su donaire y suprema elegancia... Sí, no te rías. Te veo haciendo garatusas y dudando de estas honradas disposiciones mías. Pues sí, querido Equis, la delicadeza me inspira el propósito de evitar su compañía, y te aseguro que he podido cumplirlo, dejando de ir repetidas noches a su palco y a su casa. Pero el demonio, que en todo se mete, ha hecho sin duda juramento de impedir los virtuosos planes de tu amigo; el demonio, ¡asómbrate!, toma la figura de mi buen padrino para perseguirme y llevarse mi alma, pues Cisneros me obliga a almorzar con él casi todos los días, y su hija ha dado en la flor de ir también, allí me vuelve loco con su cháchara, sus monerías, su amabilidad y demás seducciones. De modo que el terreno que gano de noche alejándome de la montaña, lo pierdo por el día viendo venir la montaña hacia mí; y no me vale huir del abismo, porque se me pone delante cuando menos lo pienso. De todo lo cual deduzco que... Vete al diablo, que no tengo ganas de   —51→   hacer deducciones ni de continuar esta deslavazada epístola. Estoy fatigado y de malísimo humor. ¿Te sabe a poco esta? ¿Te deja a media miel? Pues fastídiate, y aguántate, y revienta.



25 de Noviembre.

Continúo, Sr. de X- bajo la influencia de esta tontería, de esta murria estúpida que me iguala al más cándido de los colegiales. Mi desordenado trabajo mental sigue dándome mucha guerra, y por las noches la hiperemia del cerebro no me deja dormir. El gran simpático responde al punto a la presión de arriba, y ya me tienes hecho un ovillo ardiente, de puro nervioso, con alternativas de angustia y de exaltación febril. No te cuento las cosas que se me ocurren en las horas negras de insomnio, porque, de fijo, mis disparates y atrevimientos te parecerían los más estrafalarios que habrías oído en tu vida. Te contaré lo que en pleno día pienso, cuando mi mente se despeja de aquellas nieblas y el contacto del mundo me devuelve la razón.

Verás: ahora he dado en la tecla de que Augusta no es ni con mucho el arquetipo de perfecciones   —52→   que imaginé, llevado de aquel prurito de idealización, que me entró como podría entrarme un dolor neurálgico. Esta maldecida enfermedad ha tomado otro sesgo, y ahora discurro que la bella por quien suspiro (la frasecilla será todo lo cursi que quieras, pero la sostengo) no es un ángel; que está dotada de las seductoras imperfecciones que Naturaleza derramó con sabia mano en la humanidad toda, y que quizás, quizás se juntan y hermanan en ella dichos defectos con mayor relieve que en otras de su edad y clase. No vayas a deducir de esto que la tengo por mala, no. Es que en la tierra no tenemos ángeles, ni en verdad nos hacen gran falta. Mi inclinación hacia Augusta, a quien acabo de borrar del escalafón de los serafines, no es, en esta nueva etapa de mi mal, menos vehemente; y si en ella no hay pureza absoluta, tampoco hay absoluta impureza, pues en las pasiones humanas entran siempre por lo común todos los estímulos que corresponden a las diferentes regiones que componen nuestra naturaleza. Decir amor de corazón, amor de imaginación, amor de sentidos, es no decir nada, o expresar abstracciones sin valor alguno en la realidad. Todo marcha con orgánico engranaje, y ninguna parte de nuestro ser se emancipa de las demás que lo constituyen.

Pero basta ya de filosofías, y sigue prestando la debida atención a las confidencias de tu   —53→   amigo. ¿A que no aciertas en qué empleo ahora mis facultades de idealización? Pues en figurarme al marido de mi prima, Tomás Orozco, como el hombre más completo que imaginarse puede, y en esto no hago más que responder con mis ideas a tu opinión acerca de él. Orozco es, según tú, la mayor perfección moral que en nuestros tiempos puede alcanzarse; Orozco merecería, según tú, el dictado de santo, si nuestra época consintiese aplicar este nombre con propiedad. Es la persona que deberíamos tomar por modelo para cumplir nuestros deberes humanos y sociales. Si alguien existe en quien la observación leal no puede señalar un solo defecto, es Orozco. Fijas están en mi mente tus ardorosas alabanzas de este hombre, y créelo, me duelen como si fueran abrojos de una corona de martirio clavada en mi cabeza. Porque has de saber, amado Teótimo, que este sujeto a ningún otro comparable, según tú; y también según mi entender, me demuestra vivísimo afecto, me rodea de delicadas atenciones cuando voy a su casa, me recuerda la estimación que su familia tuvo siempre a la mía y su padre a mi padre, y con esto ha traído a mi alma una turbación y un desasosiego que no puedo encarecerte.

Ahora falta un término de la ecuación que no puedo resolver, y allá va para que te hagas cargo de todo. Me preguntas si creo que mis pretensiones respecto a Augusta podrán tener   —54→   acogida favorable, y muy bajito, pero muy bajito, de modo que nadie lo entienda más que tú, te respondo que sí. ¿Me fundo acaso en algo terminante y afirmativo? No: es una idea, un presentimiento, una corazonada. Estas cosas se saben sin saber por qué se saben. Es algo que se ve en las brumas del horizonte con los ojos de la previsión y, si se quiere, del temor. Pues bien, amigo mío, espero, y me tengo por un miserable si lo que espero llega. Hay y habrá siempre en mí algo que me impide caer en la depravación y en la laxitud de conciencia de mis contemporáneos. Al menos, creo que seré de los últimos que caigan. Ciertas traiciones, que fácilmente obtienen disculpa en nuestros tiempos, no caben en mí. Y no te digo más, porque fácilmente comprendes mi confusión y la tremenda batahola que llevo en mi conciencia. Aquí pongo punto, porque si me dejara llevar de mi pensamiento, y me abriera todos los grifos para seguir vaciando en el papel lo mucho que sobre el particular se me ocurre, te aburriría; y si intento escribir de otra cosa, no podré, porque el horno no cuece más bollos que los que tiene dentro.

Sigue el consejo que voy a darte. No vuelvas más a este Madrid, donde se pierde el candor, y se deshoja al menor soplo la flor de nuestras honradas ilusiones. Equisillo de mis pecados, quédate en esa ruda Orbajosa, entre   —55→   clérigos y gañanes; búscate una honrada lugareña, con buen dote y hacienda de diez o doce pares de mulas, que las hay, yo te aseguro que las hay. Búscala guapa, no digo rolliza, porque lo que es rollizas y frescas no las habrás visto nunca. Elige la menos amarilla y flácida, la que se te figure menos puerca dentro del hinchado armatoste de refajos verdes y amarillos; cásate con ella, hazte labrador, ten muchos hijos, sanotes y muy brutos, vive vida patriarcal y bucólica, y no aspires a otros goces que los que te brinden esa ciudad y ese campo, productor de los mejores ajos del mundo. Fórmate una familia, en la cual no pueda salir nadie que tenga ideales; come sopas, y no aspires ni a ser cacique de campanario. Dichoso el que logra emanciparse de esta esclavitud de las ideas, y aprende a vivir en la escuela de la verdadera sabiduría, que tiene por modelo a los animales, querido Equis, a los mismísimos animales.



1º de Diciembre.

Vengan esos cinco, Equis de mis entretelas. El espíritu de tu amigo no se dejará dominar de la maleza estúpida que le amenazaba, y cuyas   —56→   primeras manifestaciones pudiste colegir de mis cartas precedentes. Ha surgido en mí una energía medicatriz, que de la noche a la mañana me regenera, atiesando mi voluntad, mi ser todo, dándome noción cierta de la ridiculez de mi enfermedad. Ello ha sido de una manera súbita: me levanté un día con ganas atroces de reírme de mis sandeces amorosas, y me reí, sorprendiéndome mucho de verme objeto de mi propia burla. La naturaleza moral, como la física, tiene estas bruscas remisiones, victorias rápidas que la vida alcanza sobre la muerte, y la razón sobre el principio de tontería que en nosotros llevamos. Bastome aplicar algunos esfuerzos mentales a esta acción interna, para verla crecer y hacerse dueña al fin de todo el campo. No tardé en ver las cosas con claridad, y en notar lo inconveniente de que se rompa la relación armónica que cada individuo debe guardar con su época. Augusta no dejó de parecerme tan interesante y bonita como antes; pero al propio tiempo comprendí que no debía apasionarme como un cadete, ni devanarme los sesos como un seminarista descarriado, sino plantarme, esperando los sucesos con frialdad y mundología. El que tome por lo serio esta sociedad, está expuesto a estrellarse cuando menos lo piense.

El fenómeno que te estoy refiriendo no ha venido aislado. Apareció entre accidentes varios,   —57→   que en el término de un día, de horas quizá, distrajeron mi ánimo, movieron mis ideas como el viento mueve la veleta. La política, hijo de mi alma, con las vehemencias increíbles que determina en nosotros, no ha tenido poca parte en este cambio, de lo que deduzco que la res publica es cosa muy buena, un emoliente, un antiflogístico eficacísimo para ciertos ardores morbosos de la vida. Y las irritaciones que uno coge en este dichoso Congreso, obran también como revulsivo, trasladando el desorden orgánico a la piel, o si quieres, a la lengua, por donde se escapa el mal o fluido pernicioso.

Y a propósito de esto, voy viendo cuán cierto es lo que tantas veces me has dicho, fundado en tu larga experiencia. Aquí hay que hablar o condenarse a perpetua nulidad e insignificancia. Al que se calla no le hacen maldito caso. Supón que eres, como yo, consumado gramático del idioma del silencio, y que en tales condiciones pides un favorcito a cualquier ministro. Como no te teme, ni le prestas tus servicios en el banco de la comisión, ni le consumes la figura de vez en cuando con preguntas fastidiosas, te sonríe muy afable cuando le saludas; pero no te da nada, créelo, no te da más que los buenos días; cosa de sustancia ten por cierto que no te la da. No creas que me incomodo por esto: reconozco que el favor ministerial es un resorte del sistema, y no debemos criticar que se utilice   —58→   para acallar a los descontentos y recompensar a los servidores, porque si suprimimos aquel resorte, adiós sistema. Ello está en la naturaleza humana, y es resultado de la eterna imperfección con que luchamos de tejas abajo. O nos declaramos serafines con patas, o hemos de reconocer que el régimen, bueno o malo, tiene su moral propia, su decálogo, transmitido desde no sé qué Sinaí, y que difiere bastante de la moral corriente; y si no, que salga el Moisés que ha de arreglarlo.

Hoy estoy inspirado, amigo mío, y si no escribo de política, reviento, porque este tema me divierte, hace derivar mis pensamientos del centro congestivo en que me atormentan, y me esponja, créete que me esponja, me refresca el cuerpo y el alma... Pues verás. He caído en la cuenta de que es una sandez este silencio mío, esta pasividad, esta inercia de grano inconsciente en el famoso montón parlamentario que hace las leyes, sostiene los gobiernos y robustece las instituciones. Tiene muy poca gracia desperdiciar la influencia y el favor con que el amigo Estado debe corresponder a nuestros servicios. Nada, yo hablo o reviento, yo me despotrico el mejor día; y aunque me tengo un miedo horrible como orador, y aunque, al considerarme hablando, me entran ganas de prenderme a mí mismo y mandarme a la cárcel, la lógica humana y cierta ambiciosilla que me muerde el   —59→   corazón, impúlsanme a vencer mi torpeza y cobardía. Ya empecé anteayer, como quien deletrea, presentando a primera hora una exposicioncita de Orbajosa para que le rebajen los consumos; pronto seguirá mi aprendizaje en las secciones, dando explicación breve, de acuerdo con otro que me las pida; y por fin, metido en una comisión de fácil asunto, ten por cierto que lo empollo bien, y me largo mi discursito como un caballero. Todo es empezar. Una vez perdida la vergüenza, lo demás va por sus pasos contados. Y dejando de ser pasivo en la política, da uno empleo y desagüe a mil cosas malas que dentro le bullen. Si la política es un vicio, con este daño inocente se pueden matar otras diátesis viciosas que nos trastornan el seso. ¿Qué te parece? ¿Te ríes? Dame tus graves consejos, alma de cántaro; vacía ese saco de filosofías pardas y de marrullerías espirituales. Espero tu exequatur o una rociada de vituperios, porque te conozco, y quien no te conoce, que te consulte. Conque, ¿hablo, o no hablo? ¿Conviene hablar, aunque sea ladrando?



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3 de Diciembre.

Sin esperar tu contestación, te encajo esta. Mira que me escarba en el magín, y más aún en la voluntad, la portentosa oración que ha de sacarme de la sosa esfera de la nulidad parlamentaria; mira que me disparo el mejor día y te avergüenzo, porque saben que eres mi mentor, y los dislates del discípulo recaerán sobre el maestro.

Consulté con mi padrino lo que a ti te consulto, y me dio un abrazo muy apretado, felicitándome por mi sabia resolución. Incitome a hablar contra el Gobierno, sin reparar que este me apoyó a raja tabla en la elección, sacándome por los cabellos de aquella misteriosa urna. Díjome que haciéndolo así prestaba un servicio a la sociedad, y favorecía los principios eternos contra lo transitorio y accidental; que nada es tan útil como los cambios de mandarines, para que el telón de esta comedia suba y baje muchas veces, hasta ver si el público se aburre y prorrumpe en la gran pita final. Augusta, que tales cosas oía, se indignó y tuvo una fuerte agarrada con su padre, diciéndole. «Hubieras sido ministro, serías por lo menos senador vitalicio   —61→   si tuvieras más juicio, papá». Él lo tomaba con calma, recalcando la extravagancia como siempre que se le contradice. De palabra en palabra, en la tertulia de sobremesa, la conversación pasó de la política al arte, y Cisneros se despachó a su gusto, sosteniendo delante de su hija, de Villalonga (el célebre Villalonga ¡qué tipo!) y de mí, que no puede existir el Arte verdadero en los países organizados, donde hay Justicia y Policía, instituciones esencialmente enemigas del numen artístico. Pon atención a esto: «El genio de Shakespeare floreció en medio de la dramática barbarie inglesa del siglo XVI, como las artes italianas en medio del elegante desconcierto de las repúblicas florentina y genovesa, y de las guerras civiles desde el XIV al XVI, en aquellos tiempos pintorescos, anárquicos, de pasiones sin freno, igualmente propicios a la santidad y al crimen, al ascetismo y al homicidio, tiempos en que el derecho público llegó a tener por ley el veneno y el dogal, y se creó la diplomacia de la traición. La frecuencia del asesinato fomentaba en el pueblo la idea del desnudo, la Iglesia protegía las humanidades, y el paganismo resucitaba en el propio regazo de los Papas. César Borgia personifica esa época gloriosa, y cierra el periodo de florecimiento artístico, en el cual caben todas las ideas activas que pueden inflamar la mente de los pueblos. Entre la moral austera de Dante y las licencias   —62→   de Bocaccio, hay una extensión, un campo inmenso y fecundo en que nacen las flores más bellas de la vida humana. Entre el místico Giotto y el aventurero Benvenutto Cellini, se encierran todos los desarrollos de la belleza corporal, base del arte pictórico». Y por aquí siguió deslumbrándonos y confundiéndonos. Su hija le rebatía, como si dijéramos, a puñados, y aunque no estaba muy fuerte en la historia de César Borgia, sostuvo que era un sinvergüenza. Luego soltó varias herejías, hablando pestes del Giotto, de fra Angélico y de todos los pre-Rafaelistas, y diciendo que no daría dos pesetas por ninguna de las tablas del siglo XV ni por la mayor parte de los cuadránganos religiosos que llenan aquella casa. Cisneros llamó a su hija tonta e ignorante, y le dio muchos besos. Así acaban siempre sus reyertas.

En esto entró Malibrán. (Si esto fuera novela pondría Aparición de un nuevo personaje.) Adivino tu gesto de sorpresa al leer este nombre. No sabes quién es, mejor dicho, no lo conoces por su apellido, aunque le has visto y le has hablado. Te ayudaré a hacer memoria. ¿Recuerdas que yendo los dos una tarde de París a Enghien, nos encontramos a un señor a quien teníamos por extranjero, y de pronto nos habló correcto español, y estuvo muy fino y obsequioso con nosotros al despedirse, ofreciéndonos su casa que señaló, extendiendo la mano hacia un   —63→   techo gris cercano a la estación? ¿Recuerdas que, visitando algún tiempo después el Salón, nos le encontramos acompañando a un amigo nuestro, Pepe Díez, y este nos le presentó? Al poco rato nos acompañaba en el examen de algunos cuadros, oficiando de crítico, y mostrándose muy severo con la mayor parte de las obras que vimos. Tú no tienes tan buena memoria como yo; no recordarás que al salir dimos una vuelta por los Campos, y el tal habló pestes de España y de los españoles, nos dijo que su residencia habitual era Italia, que había reunido algunos cuadros antiguos de grandísimo mérito, y que se hallaba en París gestionando la venta de un estupendo Mantegna, por el cual le ofrecía el Louvre cien mil francos y Rostchild 5 un poco más; pero que no pensaba darlo en menos de doscientos mil. ¿No se te ha quedado presente ese detalle del Mantegna? Después de separarnos de él y del amigo con quien iba, hicimos la observación de que nos parecía uno de esos tipos de nacionalidad equívoca que en París tan a menudo se encuentran. Su fisonomía, como su apellido y la facilidad con que se expresa en diferentes idiomas, daban lugar a que se le creyese oriundo de todas las fronteras europeas. Al mismo tiempo notamos su atildada educación, su finura, la elegancia de su vestir.

Pues bien, este sujeto que entonces pasó ante nuestra vista como un cometa y de quien   —64→   hablamos como se habla de aquello que no se espera volver a ver más, llámase Cornelio Malibrán y Orsini, es español y nacido en Madrid, hijo de un antiguo empleado de Palacio, y nieto de un coronel de guardias walonas. Su madre es italiana, hija de no sé qué militar extranjero al servicio de España. De modo que en nuestro D. Cornelio se juntan y mezclan todas las sangres europeas, y en su progenie por ambas líneas, según nos explicaba la otra noche, hay una señora holandesa de la familia de Riperdá, y un caballero portugués, y un emigrado polaco, y que sé yo qué más.

Te presento con tantos pelos y señales a este prójimo, porque presumo he de tener que ocuparme de él más de lo que quisiera. Ha servido en la diplomacia; estuvo algún tiempo cesante, residiendo en Italia y en Francia, y ahora ha logrado pasar al Ministerio. Es célibe, y vive con su madre, señora mayor, según he oído, bastante instruida y que sabe muchas y buenas historias de interioridades palatinas y aristocráticas... Un poco de paciencia, querido Equis, y acabaré el retrato. El origen de la amistad de este D. Cornelio con mi padrino hay que buscarlo en la contagiosa chifladura de ambos en materias de arte pictórico. Cisneros es inteligente (al menos él lo dice, y yo lo creo bajo su palabra) en tablas españolas del siglo XV; pero en pintura italiana me parece a   —65→   mí que no da pie con bola, y precisamente las escuelas italianas anteriores a Rafael son el fuerte de Malibrán. En cualquier sombrajo negro y ahumado, donde nosotros apenas vemos algún torso indefinible, señala él un Boticelli, un Sodoma, un Signorelli o un fra Bartolomeo, nombres que rara vez sonaron en mis profanos oídos. Mi tío y él se pasan largas horas discutiendo sobre los inciertos caracteres que separan la escuela paduana de la veneciana, o acerca de otro problema pictórico tan obscuro como este.

De la intimidad con Cisneros vino la introducción de Malibrán en la casa de Orozco, donde le tienes todas, todas las noches. Su finísimo trato, su conocimiento del mundo le ponen en primera línea en toda sociedad, sin que él necesite esforzarse por alcanzar aquel puesto. Descuella naturalmente y por la propia virtud de sus modales, que son la misma perfección, pues hay en ellos el grado exacto de rigidez compatible con la soltura. Sabe combinar como nadie la cortesía respetuosa con esas licencias que hoy agradan tanto, usadas discretamente, como la sal y los picantes en la culinaria. No conozco otro que sepa entretener y divertir a las damas como él las entretiene; es la única persona a quien he oído sostener largas conversaciones sobre vestidos, mostrando en ella la espiritual erudición que al asunto corresponde.   —66→   Las señoras le consultan acerca de sus trajes, del adorno de sus casas, y sobre todo las asesora con maestría. Al propio tiempo, si le hablas de política extranjera, te pasmas oyéndole, querido Equis, porque la conoce al dedillo, tan bien como podríamos apreciar nosotros la nuestra.

Pues bien, presentado el tipo, me falta expresarte, para concluir, un sentimiento mío con respecto a él. Allá va, y no te asustes. Este hombre me es profundamente antipático, tanto que mi antipatía traspasa los límites que separan este sentimiento del odio verdadero. Te oigo preguntarme: «¿por qué?». Te asombrarás si te digo que no me es fácil definir la causa. Malibrán me considera mucho; parece estimarme, y aun quererme. Jamás ha tenido palabra ni acto, con respecto a mí, que puedan molestarme. Hasta se digna elogiar lo que digo, y oírme con afable atención. Pero ello es que no le puedo ver. Te muestro este fenómeno de mi alma, como le mostraría al médico una llaga que nadie ha visto y que sólo el médico debe ver. Yo mismo me asombro de llevar en mí un afecto depresivo que no me favorece; me sondeo, y trato de analizarlo para encontrar su origen. ¿Es envidia, es más bien intuición? ¿Es que penetro, sin darme cuenta de ello, el carácter de este individuo, y adivino que es una mala persona revestida de brillantes adornos sociales? ¿Es que...?

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Pero estoy fatigado, aturdido, y presumo que en mi próxima, después de pensar un poco en este peregrino caso, te podré decir algo más concreto.



6 de Diciembre.

He vuelto a las andadas, compañero, y aquella serenidad de espíritu que adquirí dándome un baño (perdona lo extravagante de la figura), en las turbias aguas de la política, se la llevó la trampa. Hoy estoy muy nervioso, y a pesar mío saldrán a relucir en mi carta conceptos amargos y apreciaciones que no se ajustarán quizás a la realidad. He pasado mala noche, batiéndome con lo absurdo, queriendo ahuyentar las cavilaciones sin poderlo conseguir, porque me atacaban con lógica deslumbradora, y me desarmaban y me rendían. No extrañes, pues, que está hoy inaguantable.

Ese Malibrán se me ha atravesado de tal modo que no le puedo tragar. Seguramente te has olvidado de su fisonomía, y quiero recordártela. Representa como unos cuarenta años, pero creo que tiene más. Buena figura; es lo que comúnmente se llama un hombre guapo.   —68→   No se olvida, vista una vez, su cara expresiva, que comparo, relacionándola con la pintura, a algo que abunda en la variada colección de mi tío. Aquel rostro afilado, aquel mirar penetrante, aquellas facciones correctísimas, la barba rubia acabada en punta, la frente de marfil, la color anémica, te recuerdan esos cuadros votivos de la pintura italiana que tienen en el centro a la Virgen y a cada lado de esta dos santos, San Jorge o San Francisco, San Jerónimo o San Pedro. Cornelio me hace recordar a veces al San Jorge, con su cariz de guerrero afeminado, y a veces, pásmate, al San Francisco de Asís, de seráfica y calenturienta belleza. Vas a decir que me voy del seguro. Es que en efecto estoy bastante excitado, y me excito más escribiéndote estas cosas en vez de ponerme a estudiar el discursito que pronunciaré dentro de dos días, combatiendo el dictamen sobre el Proyecto de ley de rectificación de listas electorales. Ahora, relatemos.

Pues como te dije, entró Malibrán, llamado con premura por mi padrino para consultarle acerca de un cuadro que acababa de adquirir. Tiempo hacía, según nos dijo, que lo había visto en la sacristía de las Descalzas de Villalón, sin poder meterle mano. Por fin, el administrador de Cisneros logró apandar la joya, y se la remitió. Es una tabla como de cincuenta centímetros por cuarenta, y representa el bautismo   —69→   de Jesús. Las dos figuras desnudas, amarillas y tiesas destácanse en el fondo ennegrecido, con cuya lóbrega tinta se funde el sombreado de los cuerpos. En la parte superior se ve un par de ángeles con vestiduras de elegantes pliegues, sosteniendo un letrero con las palabras sacramentales del Bautismo. En cuanto llegó Malibrán, empezaron las discusiones frente a la obra de arte. «O esto es un Massaccio -dijo Cisneros con suficiencia triunfal- o no entiendo palotada de pintura». A lo que respondió el diplomático después de mirar mucho la tabla, de cerca y de lejos, y de frotarla en diferentes partes: «Qué sé yo, qué sé yo... Me inclino a creer que es más bien un Pinturrichio. La figura del Bautista se parece extraordinariamente a las que hay en los frescos de Araceli en Roma». Y tras esta razón pericial, siguió dando otras, que debían de ser muy fuertes. Entráronme ganas de contradecirle, aunque no entendía ni jota de aquellas cuestiones, y apoyé la opinión de Cisneros, el cual la sustentaba con furor, fundado en una referencia de Cean Bermúdez. Luego, corrió a su archivo y trajo una carta autógrafa, inédita; en la cual el célebre investigador de Bellas Artes da cuenta de haber visto una relación de los cuadros traídos de Italia por un don Alonso Núñez de Villalpando, fundador de las Descalzas de Villalón. Háblase en dicha nota de una tabla del Massaccio, tasada en no sé   —70→   cuántos miles de escudos, y que se tenía por obra en alto grado maravillosa. Respecto a dimensiones y asunto, dice el papel: «Es como de un pie y medio de alto, y representa el bautismo de Nuestro Redentor». Malibrán movía la cabeza, sonriendo, y quitaba importancia, con la mayor urbanidad, a las fuentes críticas de donde mi tío sacaba sus especiosos argumentos. Por fin, el testarudo castellano se atufó, y nada... tijeretas han de ser... «¡Oh!, un Massaccio, el padre del Renacimiento... Tengo el cuadro más raro que existe en las galerías particulares de Europa y aun en las oficiales. Esta tabla no se sabe lo que vale. Es un tesoro. Véanla ustedes, les permito tocarla; pero... con muchísimo respeto. Usted, Sr. Malibrán, es muy inteligente; pero por esta vez reconozca que se ha caído. Y por más que en ello se empeñe, no logrará desacreditar mi colección ni desvirtuar la gloria de este gran hallazgo».

La discusión no se acababa. Villalonga y yo nos pusimos de parte de mi tío, y Augusta votaba con Cornelio, lo que me sabía muy mal. Allá nos íbamos ella y yo en conocimiento de tal asunto, y opinábamos por capricho, o quizás por simpatías personales como suele suceder en la mayoría de las polémicas. Es casi seguro que ambos oíamos entonces por primera vez el nombre de Massaccio. Y, no obstante, yo sostenía con calor el partido de Cisneros o Massaccista,   —71→   y ella se declaraba franca y resueltamente Pinturrichista.

Querido Equis, ríete todo lo que gustes de esta simpleza; pero en aquel punto y hora, y mientras disputábamos sobre una cosa que entendíamos como si nos pusieran a descifrar escritura chinesca, asaltó mi mente una sospecha que me trajo al estado de inquietud en que me encuentro todavía. Mi corazón, antes que mi entendimiento, se lanzaba ansioso al campo de las adivinaciones, partiendo de un hecho insignificante, incierto quizás. Pero, ¡cuántas tonterías hay, reveladoras de hechos graves! ¡Cuántas nimiedades saltan ante nuestra vista destapando misterios, y abriendo los horizontes de investigación que cerrara la cautela! Mi suspicacia y el odio instintivo que aquel pegajoso diplomático me inspiraba, odio revelador también, lleváronme a creer que cuanto hablaron mi prima y Malibrán aquel día encerraba un sentido doble, y que sus palabras eran fórmulas de inteligencia convenidas, al modo de una clave cifrada. Augusta se fue, diciendo que iba a recoger a unas amigas para llevarlas a paseo, y a poco se despidió también Malibrán, dejando a mi padrino solo con su cuadro y su tenaz opinión de que era legítimo Massaccio, por encima de todas las cábalas de la envidia. Como yo me mostrara bastante frío y con pocas ganas de jalearle, toda la matraca que dio después fue   —72→   contra el amigo Villalonga, que le aguantaba con estoica paciencia.

Retireme a un ángulo del gabinete aquel, tan bonito, tan diferente de cuanto vemos en otras casas, y durante largo rato examiné una por una las rosas del suelo. Necesito explicarte esto. Hay allí una magnífica alfombra de Santa Bárbara, hermana de las de Palacio y Sitios Reales, blanda, gruesa y amorosa bajo nuestras pisadas. Es de fondo blanco, rameado amarillo y guirnaldas de rosas, estilo Carlos IV, que ante la crítica dominante pasa hoy por anticuado. A mí no me lo parece... Pero, sea lo que quiera, los colores se conservan admirablemente; el tejido es de una solidez que avergonzaría a toda la industria moderna, y en cuanto a las rosas, te diré que las deshojé con mis miradas, mientras en el otro extremo de la pieza, apuraban el tema Villalonga y Cisneros. Este, inquietísimo, entraba y salía, trayendo papeles y librotes con alguna referencia en apoyo de su dictamen; y también cuadros para buscar argumentos comparativos. Vi abierta ante mí una papelera, en cuyos compartimientos brillaba el oro antiguo y de ley con la amarillez elegante de las onzas peluconas. De aquellas áureas gavetas sacó mi tío un papel, que leyó como se podría leer un bando. Era el inventario citado por Cean Bermúdez; y en el trajín que el buen señor armaba, se tambaleó de improviso una armadura   —73→   completa, milanesa, y cayó al suelo con estrépito y chirrido de articulaciones metálicas, como guerrero que cae mal herido en el combate.

Después oí la voz de Cisneros en la pieza inmediata, riñendo con los criados, llamándoles idiotas, embusteros y enredadores. Pedía su ropa, no esta, sino aquella. El gabán de pieles no, ¡zopenco!... sino el otro... Al cochero le amenazaba con despedirle por borracho, al lacayo por sucio, al administrador por entrometido, a la cocinera por habladora, a la pincha por sisona, al ayuda de cámara por indecente. Todo aquello era genialidad pasajera, pues al poco rato les trataría con la familiaridad más revolucionaria.

Villalonga se marchó, diciéndome que no salía nunca de aquella casa sin sentir que se le aflojaba un tornillo del cerebro, y cuando me quedé solo con mi padrino y pasé a su cuarto, mientras se vestía me dijo: «Ese Malibrán, que es un trasto envidioso, quiere quitarme la gloria de poseer el cuadro más raro que hay en el mundo. Pero se fastidiará, se fastidiará. La culpa tiene quien le da alas, consultándole sobre lo que no entiende. ¿Has visto qué fatuidad? ¿No salta a la vista que mi tabla es Massaccio; pero tan claro que negarlo es como negar la luz del sol? Pues qué, ¿Cean Bermúdez es algún gacetillero? Tú has dado razones que no pueden   —74→   rebatirse... Vamos, vámonos a tomar el aire».

Llevome al Retiro en su carruaje, y paseamos a pie desde la Casa de Fieras al Ángel Caído. Saludamos a muchos amigos, y de cuantas personas conocidas pasaron a pie o en coche tuvo Cisneros algo que decir. Su feliz memoria, suplida a veces por ingeniosa inventiva, regalome aquella tarde mil anécdotas, picantes unas, despiadadas y terribles otras, ninguna inocente, todas con ese singular acento que da la verosimilitud o la probabilidad de los yerros humanos. Era aquello la historia, compuesta y adornada a lo Tito Livio, como arte verdadero, historia no inferior por su trascendencia y ejemplaridad a la que nos cuenta en fastidiosas páginas las bodas de los reyes, y las batallas que se ganaron o se perdieron por un quítame allá esas pajas. Mi tío me ilustró también con algunas particularidades de su vida, en las cuales no pude menos de ver esa mano de gato con que algunos cronistas desfiguran y engalanan lo que les conviene; y por fin me dio este consejo: «Mira, Manolo, tú no seas tonto. Haz el amor a las mujeres de todos tus amigos, y conquístalas si puedes. No pierdas ripio por cortedad, ni por escrúpulos, ni por miramientos sociales de escaso valor ante las grandes leyes de la Naturaleza. Las prójimas que más respeto te infundan, son quizás las que más deseen que avances: no te quedes, pues, a mitad del camino.   —75→   Sé atrevido, guardando las formas, y vencerás siempre. Toma el mundo como es, y las pasiones y deseos como fenómenos que constituyen la vida. La única regla que no debe echarse en olvido nunca es la buena educación, ese respeto, ese coram vobis que nos debemos todos ante el mundo».

Algo más me dijo; pero yo dejé de oírle, porque el alma toda se me fue detrás de Augusta, a quien vi de lejos en su landó, con otra señora, su amiga, su encubridora quizás. Tal pensé en aquel momento, y con ellas, tieso y amable en la delantera, el hombre más cargante que alumbra el sol, Malibrán. Sí, le vi, y no quiero decirte más. ¿Qué tenía de particular que la acompañase, como yo mil veces lo había hecho? ¿Qué podía significar cosa tan sencilla? Nada en rigor. Era una simpleza que me atormentaba, como nos atormenta el granito de tierra que en un ojo nos cae... Hasta debía pensar que la circunstancia de acompañarla públicamente revelaba la mayor inocencia, pues de haber algo, evitarían mostrarse juntos en el paseo... Pero nada de esto, que he pensado después, me ocurrió entonces. Habrás comprendido que yo estaba aquella tarde hecho un imbécil, un sentimental de la peor especie, digno de que me cogieran por su cuenta los novelistas chirles. Ahora estoy viendo que tú, con la sorna que sueles gastar, vas a decirme que merezco una   —76→   camisa de fuerza. Pero yo sigo en mis trece: la idea es la madre de los hechos. ¿Qué importa que no aparezcan los hechos, si se ve que la idea, por el bulto que hace, está embarazada de ellos? No, no te hagas cruces... Mira, vete al cuerno y no fastidies más.



13 de Diciembre.

He dejado pasar ocho días desde mi última carta, y tanto me he serenado en este tiempo, que si pudiera retirar lo en ella escrito, como retiran y anulan estos oradores las palabras ofensivas que en el fuego de la discusión se escapan de sus labios imprudentes, lo haría, ¡oh Equis de mis pecados!, porque hallándome en aquellos días bajo la influencia de una exaltación insana, casi no soy responsable de las bobadas que pensé y te escribí. ¡Bendita sea mil veces la política, digo otra vez, ese arte supremo de la vida colectiva; benditos sean Sagasta, Cánovas, Castelar y demás sacerdotes de esta religión consoladora, cuyo culto produce en nuestro ánimo el efecto de las friegas en el organismo, llamando a la epidermis la irritación interior! Has de saber que la jarana parlamentaria   —77→   de estos días, el temor de que el Gabinete se derrumbara, y la situación con él, las alarmas, el disputar, el choque terrible de las ambiciones que se defienden con las ambiciones que embisten, han producido en mí un mareo reparador, una embriaguez que me ha hecho mucho bien. Si te digo que estos azarosos días lo han sido para mí de entretenimiento, no expreso la verdad, pues también ha llegado a apasionarme y a tomar con calor un asunto que nunca llegué a entender. Cuando nos encontramos dentro de una colectividad activa, un sentimiento parecido al espíritu militar nos arrastra, y corremos ciegos al disparate y a la sinrazón, como los pelotones se lanzan a la trinchera donde han de encontrar la muerte. En fin, querido amigo, estoy contento otra vez, y me parece que te oigo decir: «bien venida sea la paz si dura». Porque como tengo estas bruscas intermitencias, temerás que salte mañana otra vez con la murria y el lloriqueo.

Y a propósito de intermitencias: no sólo no las niego, sino que he de presentarte otras versatilidades de mi espíritu, de que hasta ahora no te he dado cuenta, para que las estudies y me las expliques si puedes, que de fijo no podrás.

Desde que estoy en Madrid, es tal la movilidad de mis ideas, que me produce alarma. Recuerdo que te has reído mucho de mí oyéndome contar que en Orbajosa me levantaba algunas   —78→   veces religioso y otras descreído. Pues aquí, hay días que me despierto con las ilusiones democráticas más risueñas y angelicales que imaginarte puedes, y al siguiente cátame con sentimientos tan autoritarios, que me dan ganas de mirar como una bendición el palo del absolutismo. Tengo mis mañanas de popular entusiasmo, en las cuales creo que debemos dar a la plebe todos los derechos, para que se gobierne sola y haga su santa voluntad, y mañanas en que se me representan mis conciudadanos como la tropa más ingobernable y aviesa del mundo. Esta falta de aplomo proviene sin duda de la atmósfera de controversia febril en que vivimos, de la rapidez con que se suceden hechos y fenómenos de carácter opuesto. Nuestra sociedad está elaborándose. Nos hallamos en pleno estado de formación geológica. Las masas del planeta político están en parte blandas, en parte enteramente líquidas; por aquí hay demasiadas corrientes de agua, por allí demasiado fuego.

Pues oye otra observación: tengo mañanas, y si quieres, tardes o noches, en que siento verdadera ansia de leer mucho o instruirme, y agrandar todo lo posible la esfera de mis conocimientos. Pues se pone el sol, o sale el sol, y ya me tienes pensando que la mayor de las locuras es enviciarse con los libros, y el más molesto de los empachos la erudición. Se me ocurre que la única ciencia digna del alma humana es vivir,   —79→   amar, relacionarse, observar los hechos, hojear y repasar el gran libro de la existencia. Lo demás es perder el tiempo, tarea de catedráticos que tienen por oficio retribuido extractar el saber anterior para dárselo en tomas digeribles a la niñez.

Nada quiero decirte de mis intermitencias de religiosidad o descreimiento, que raya en ateísmo. Estamos en eso lo mismo que antes. Pero hay más, querido Equis, y es que también en cuestiones de moral tengo mis caprichitos, pues hay días en que me enamoro como un bobo de los principios, y no concibo que podamos ni respirar sin ellos, y otras veces veo y palpo que los principios huelgan, que sólo tienen valor las formas. Nada, nada; que vivimos en un mundo deshecho o por hacer, que somos, o los grandes demoledores o los grandes arquitectos de una sociedad.

Pues en el orden afectivo, aquella impresionabilidad que tantas censuras y chanzas me ha valido de ti, también se ha recrudecido en vez de corregirse. No olvidaré lo que te ha dado que reír esta facilidad mía para prendarme locamente de una mujer cualquiera, apenas vista y tratada. Cierto que la exaltación dura poco; pero reconozco que es peligrosísima. El caso se ha repetido en esta época, no sólo con respecto a mi prima (aquí la cosa es algo más seria), sino con personal de menor cuantía. Omito la relación   —80→   de mis súbitos incendios para evitar tus burlas.

Hace tiempo me recomendabas el trabajo mental, no precisamente la erudición, sino la labor literaria, y veo que en tu última carta insistes en la receta, como norma de disciplina contra la versatilidad y el repentinismo. No hay quien te apee de esto, y sostienes que soy ante todo hombre de imaginación, y que sólo en el terreno del trabajo artístico he de poder fundar algo. ¡Qué disparates se te ocurren! ¡Yo imaginar, yo que me he pasado cinco años haciendo cuentas, ordenando papeles, destruyendo embustes y aclarando derechos! La idoneidad que revelé entonces para la aritmética práctica y para las menudencias vulgares de la vida; la paciencia de laborioso insecto que entonces mostré, prueban mi ineptitud para empresas de vuelo más alto. Quien trabaja en la obscuridad como la carcoma, no sabe remontarse a las nubes como el águila. Si yo intentara lo que me recomiendas, verías qué engendros miserables y enfermizos saldrían de padre tan estéril.

Y a otra cosa. Hace dos noches tuve una conversación muy interesante con Augusta. Pareciome que ella misma la había buscado, con habilidad suma, como se busca y provoca una explicación. Preguntome no sé qué... estábamos solos en su casa... respondile lo que me pareció bien, y ella pasó discretamente una especie de revista a casi todas las personas que habitualmente   —81→   componen su tertulia. Al llegar a Malibrán bajó la voz, como quien revela un secreto, y me dijo: «Tengo que advertirte que Cornelio es persona muy solapada y de muchas conchas, y hay que tener cuidado con él». Como yo le dijera que pensaba lo mismo, ella añadió: «A mí, personalmente, no me ha hecho ninguna mala pasada; pero sé de él, por referencia, cosas que me le pintan de cuerpo entero».

Esta breve monografía, hecha con acento de profundísima verdad, me consoló mucho. Era como una satisfacción, y la agradecí con toda mi alma. En aquel momento se me disiparon de la mente las frasecillas que había preparado días antes para echárselas a la cara si ocasión propicia se me presentaba para ello. Y aun recordándolas no las hubiera proferido. ¿Qué era? Ya lo adivinarás. Una declaración habilidosa y galante con su poco de hipocresía. Yo había pensado decirle: «Augusta, aspiro ser el primero de tus amigos, nada más que amigo; pero el primero. Y si algún día quiere Dios que ames a alguien, aunque sea poco, pido el ascenso inmediato, o sea pasar del primer puesto de la amistad al escalafón del amor». De esta sutileza estaba yo muy satisfecho. Pues has de saber que después del diálogo que he referido, infundíame la mujer aquella tanto respeto, que no hubiera osado traspasar la línea por nada de este mundo. Y aun hubo algo que me contuvo más dentro   —82→   del terreno de las conveniencias, porque me habló de su marido, a propósito de un asunto que trataré a tiempo, y tales elogios hizo de él y con tanta sinceridad ensalzó sus grandes prendas, que admiré sin rebozo aquella exaltada demostración de cariño conyugal. Acabó por decirme: «Ni tú ni nadie que no le trate con la mayor intimidad, puede saber todo lo bueno que es Tomás. Es como una mina inagotable, y mientras más se ahonda en ella, más oro se encuentra. Ya ves la fama que tiene de honradez, y lo que se cuenta de su nobleza de carácter, de cómo practica la caridad y todas las virtudes. Pues la fama se queda corta. Créelo, no tiene semejante, y esta sociedad no se lo merece».

Lo decía con tanto entusiasmo, que me anonadó, Equis amigo. La impresión que saqué de este diálogo fue altamente favorable a la hija de Cisneros. Se me representó como un ser a quien se ofende sólo con la sospecha de impureza, y ante quien no debemos ni podemos sentir más que un delicado y caballeroso acatamiento. ¡Y qué mona estaba aquella tarde!, que luego se hizo noche, pues si la vi al principio a la luz del crepúsculo, pronto su cara y su elegante traje se me presentaron vivamente iluminados por la luz artificial. El vestido era de seda, rayas blancas sobre azul turquí, y no olvidaré su indolente postura en uno de esos blandos   —83→   muebles que llaman puff, torcido el cuerpo de modo que a veces presentaba hacia mí la cara, el costado y las rodillas. Doblaba los brazos de un modo que parecía enroscárselos en el cuerpo, y en un cambio de actitud vi una mano, con brazalete en la muñeca, que asomaba por la espalda. No te exagero. No vayas a creer que esta flexibilidad desengonzada que te pinto acusa falta de señorío o dignidad. Es que... verás... no sé cómo decírtelo. No hay mujer que, como mi prima, parezca en ocasiones tan formada de pedazos mal unidos, ni figura que se desbarate más, para componerse y ajustarse luego en términos que resulta airosa por todo extremo.

El encargo que me haces de que te describa la casa de Orozco, con todo lo que hay en ella, fondo y forma, añadiendo un croquis de los tipos diversos que la frecuentan, no lo puedo desempeñar en esta carta. ¿Sabes la hora que es, hijito? Las doce de la noche. Llenas están ya de mis garabatos seis carillas, y economizo las dos restantes para no acostumbrarte mal, y curarte de malos vicios. Duerme si puedes, que yo me acuesto y voy a soñar con las espirituales bellezas de la Rectificación de listas electorales. ¡Dichosa enmienda, y quién me habrá metido a mí a proponerte y apoyarte!...



  —84→  

15 de Diciembre.

¿Sobre qué quieres que te escriba hoy, animal? Vamos, decídete pronto, porque si insistes en que te mande la fotografía de la casa de Orozco, te privarás de otro regalo que te tengo preparado, verdadera golosina que ha de saberte a gloria. ¿No adivinas lo que es? Tonto, mi discurso apoyando la famosa enmienda. Vamos, apuesto mi cabeza a que, entre la relación de aquel gran suceso parlamentario y la pintura de una familia, has de optar por lo primero, pues un discursazo como el mío es cosa nueva en la historia del mundo, y sabe Dios cuándo nos veremos en otra.

Ya sabes el sentido de la enmienda, la cual sólo ha sido un pretexto para lanzarme. Nada más cómodo para un ensayito fácil de la palabra. Se prepara uno bien; se pone de acuerdo con el individuo de la comisión que ha de contestarle, y esta connivencia permite hacer una rectificación lucida. A pesar de lo bien dispuesto que estaba, era tal mi temor, que minutos antes de comenzar habría dado mi investidura de diputado por verme libre de tan angustiosa   —85→   incertidumbre. La idea de que pronto tendría que levantarme delante de tanta gente guasona, y romper a hablar, me ponía carne de gallina. «¿Cómo sonará mi voz aquí -me decía yo, lleno de perplejidad-, y de qué manera moveré estos malditos brazos, que no sé para qué han de servirme?». En vano quería consolarme, pensando que la mayor parte de los que allí hablan lo hacen bastante mal, sin que a nadie choque su falta de medios oratorios, y que es preciso llegar al colmo de lo extravagante y mamarracho para señalarse y provocar la risa.

Cuando llegó el instante fatal y oí la voz del Presidente concediéndome la palabra, tuve ganas de echar a correr, diciendo: «Si yo no he pedido palabra ninguna, ni me hace falta para nada». Me levanté, no obstante, con un arranque de firmeza, sostenido por la idea del honor, como quien va a batirse; y mirando yo no sé para dónde, y moviendo los brazos yo no sé de qué manera, dije que era difícil por todo extremo mi situación en aquel momento, y luego no sé qué más y... ¡otra!, que no iba a hacer un discurso. Pasado un momento angustioso, durante el cual creí notar cierta curiosidad en las caras de los que estaban cerca de mí, pareciome que mi exordio caía en la Cámara en medio de la mayor indiferencia. Era todo lo que yo podía desear; y esto, lejos de desanimarme, diome cierto aplomo. Pero la palabra se me rebelaba. Los   —86→   conceptos que estudiados llevé se me trabucaron, y el hilo de la sintaxis se me enmarañó de tal manera, que hube de cortarlo repetidas veces para poder seguir. Observé que muchos padres de la patria cogían el sombrero y se marchaban. Mejor; mientras menos fueran a oírme, con más desembarazo me desenvolvería yo. Allí enjareté mis argumentos como Dios me dio a entender. Véase la clase: «Yo no traigo a este debate ninguna idea nueva; traigo una convicción profunda, traigo la rectitud de mis intenciones, traigo el firme deseo del bien general, traigo... (No recuerdo bien qué más cosas traía). Si no llevo la convicción a vuestro ánimo, cúlpese a mi falta de medios oratorios, no a la idea que sustento; idea patriótica, señores, idea justa, idea práctica...».

Pero, por más que intentaba dar calor a mi acento, no advertí en ninguna cara señales de convicción, ni aun de que dieran importancia a lo que yo decía. Mi voz no debía oírse desde una distancia regular, porque al principio me dijeron: más alto, y tuve que esforzar la voz. Como mis dignos compañeros, salvo los amigos que me rodeaban, preferían oírme desde los pasillos, me dirigí a los taquígrafos para que tomaran bien el discurso y no perdieran sílaba. Daba también, de tiempo en tiempo, mis palmetazos en el pupitre, para expresar mi indignación contra el pícaro artículo que enmendar   —87→   quería. En las paradas, y cuando me refrescaba el gaznate con un sorbo de agua y vino, los amigos que estaban detrás me decían: «Va usted muy bien, pero muy bien». Y yo, deseando concluir, volvíame con disimulo para consultarles. «¡Qué mal lo estoy haciendo! ¡Qué plancha me estoy tirando!». La bondad de aquellos leales colegas me envolvía, para confortarme, en nubes de incienso. Detrás de mí sonaba sin cesar esta frase: «Admirable... pero muy bien...». Por último, los amigos colmaron su benevolencia, diciéndome: «Acabe usted ya; redondee, redondee... Basta, basta ya...». En efecto, ya había dicho toda la sustancia y me estaba repitiendo. Pero no acertaba con una conclusión airosa. La que había pensado se me escapó del magín y subídose al techo, y yo, por más que miraba para arriba, no la podía pillar. Por fin, Equis de mi alma, dando tropezones y recordando confusamente que mi olvidado final era cosa de la patria, eché mano de esta idea, como el nadador que envuelto por las olas ve un palo a que agarrarse, y salí... Salí diciendo que no podría rechazarse la enmienda sin dar una bofetada a la patria. No, no fue así; dije que... en fin, no sé lo que dije; sólo sé que me senté y que todos los que estaban a mi lado y detrás de mí me felicitaron con efusión, apretándome la mano. «Muy bien, muy bien. A poco que usted se ejercite será un gran orador. Ha estado usted   —88→   intencionado, intencionadísimo y contundente».

El de la comisión que me contestó, hizo su exordio felicitándome y felicitando al Congreso por la gallarda prueba que yo había hecho de mis facultades oratorias, y a renglón seguido refutó mi elocuentísimo discurso, diciendo que yo había explanado con extraordinario talento y con pasmosa erudición una teoría inadmisible. Echome la mar de flores llamándome su particular amigo, y una de las personalidades más conspicuas de la Cámara. Rectifiqué, según lo convenido, y estuve bastante más sereno y despabilado en la rectificación que en el discurso; le devolví sus flores con creces; nos estuvimos incensando un gran rato, conviniendo los dos en que éramos muy grandes oradores y que nos inflamaba el más ardiente patriotismo; retiré mi enmienda, y a vivir. En los pasillos me felicitaron todos calurosamente, aun aquellos que se habían largado de los escaños apenas empecé a hablar. «Ha estado usted muy bien... Yo no le oí todo el discurso, porque tuve que salir... ¡Caramba, que hay buenas explicaderas...! Tiene usted grandes facultades, y es lástima que no las ejercite... Muy bien, amigo Infante... Venga un abrazo. Me han dicho que estuvo usted acertadísimo y muy lógico, sobre todo muy lógico». Sin pagarme mucho de estas alabanzas, que yo he prodigado mil veces a varios Demóstenes de pega, fui al Diario de las Sesiones a   —89→   corregir mi discurso, mejor dicho, a rehacerlo, y lo dejé como una seda, tan diáfano y con una sintaxis tan redondeada, que si algún día se me antoja leerlo, tendré que decir: «Mascarita, no te conozco». En todos los periódicos ministeriales, y aun en los de oposición, leerás que he revelado no comunes condiciones oratorias. La noticia me ha cogido muy de sorpresa; pero te aseguro que no caeré en este lazo que tiende a mi vanidad la adulación. Sigo creyendo que lo hice muy mal, y que la única elocuencia que debo cultivar es la del silencio.

Mi prima no fue a la tribuna, porque tuve buen cuidado de engañarla respecto al día mi estreno. Por ningún caso quería que me oyese, temeroso de que su presencia me hiciera perder pie. Pero tan a mal ha llevado el quiebro que di a su curiosidad, que no quiere perdonármelo. Anoche, cuando todos en su casa me felicitaban, empeñose en chafarme el triunfo, asegurando saber, por conducto de un ministerial, que no dije más que vulgaridades; que mis movimientos eran torpes y desmañados, y que los pocos que se resignaron a oírme se durmieron... Con estas bromas me estuvo asaetando toda la noche, y noté en ella algo de ira o despecho por no haber oído mi speech.

Ya que la tengo otra vez en el pico de mi pluma, voy a referirte algunas particularidades suyas para que, desde ese escondite donde estás,   —90→   la conozcas y la veas tan claramente como la veo y la conozco yo. No sé si te he dicho ya (y si lo dije, lo repito ahora, porque es muy importante), que mi prima se aparta bastante de las ideas y de los gustos de su dichoso papá. Se le parece en que tira siempre a sacrificar la verdad al ingenio, y a despreciar los dictados del sentido común, prefiriendo la originalidad a la certeza, y poniendo el chiste por cima de toda idea de justicia. Pero fuera de esto, nada hay de común entre hija y padre. Augusta profesa a las tablas del siglo XV un odio casi africano, y hace de ellas graciosas caricaturas habladas y aun dibujadas, pues cuando está de vena, coge un lápiz y te parodia con cuatro rasgos aquellos santos rígidos, con las caras afligidas, las manos como palmetas, las posturas imposibles, los paños duros, aquellos fondos arquitectónicos sin perspectiva ni proporciones, aquellos animales toscos como los que pintan los chicos. Dice que de la colección de su padre apartaría dos docenas de cuadros, y lo demás lo haría astillas, si la estolidez humana no le diera un precio convencional.

Aun tratándose de pintura buena, se permite atrevidas salvedades; sostiene, sin temor a los aspavientos de Malibrán, que la aburren los cuadros de santos, la poca variedad de los asuntos, el amaneramiento de la idea, el convencionalismo de las composiciones, que vienen a ser como   —91→   un estribillo que se ha oído centenares de veces. Hace gala, siempre que sale a cuento, de sus doctrinas iconoclastas en materias de arte; gusta de verse sola defendiendo contra todos la originalidad de sus opiniones, y se declara partidaria ardiente de la pintura moderna, asegurando que prefiere un buen cuadrito de género, intencionado y vivo, un buen estudio realista y fogoso a las cacareadas obras maestras de la pintura religiosa. De lo que llamamos clásico, le gusta más un retrato de Moro que todas las visiones celestiales de fra Angélico, y más un dedo de cualquier figura de Velázquez que todo Rafael. Esta independencia, un tanto afectada, del gusto, le habría ocasionado algunas desazones con su padre, si no cuidara de atenuarla ante él. Disimula, pues, por respeto y cariño; pero con los amigos pone cátedra de heterodoxia ¡y qué cátedra, Equisillo!

En la casa de Orozco están representadas visiblemente las ideas de su ingeniosa dueña, y fuera de dos o tres retratos anónimos atribuidos a Pantoja, y un Murillo (Malibrán dice que es Tobar), no hay en ella un cuadro antiguo ni para un remedio. Allí no verás más que pinturas frescas, nuevecitas, de buena mano, firmadas por García Ramos, Jiménez Aranda, Mélida, Martín Rico, Domínguez, Román Ribera, Sala, Beruete, Plasencia y otros muchos; escenas andaluzas o madrileñas, tipos gitanescos, militares,   —92→   marítimos, cabezas elegantísimas, grupos parisienses, majas, y además paisajes muy lindos, imagen exacta de la Naturaleza. Declarándome previamente sin ninguna autoridad y reconociendo mi ignorancia, te declaro, con rudeza de un bruto, que me entretiene mucho más la colección de mi prima que la de Cisneros.

Tengo que añadir un perfil a la figura, diciéndote que es muy apasionada del estilo Luis XV y del barroquismo como arte decorativo. Posee un sin fin de cacharros de gran precio, cornucopias y marcos de talla dorada muy hermosos. Cierto que el Luis XV no tiene sustitución posible para decorado de salones elegantes; pero Augusta extrema su preferencia, afectando no entender las bellezas de la ornamentación arábiga, detestando lo gótico, y sosteniendo que todo lo griego está muy bueno para cementerios.

Algo más tengo que decirte, que sería como ampliación de estas ideas y gustos de mi prima en terreno muy distante del artístico; pero las guardo para mejor ocasión, y acabo esta dándote las buenas noches.

¡Ah!, se me olvidaba un perfil; pero te prometo empezar con él mi próxima.



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16 de Diciembre.

Voy a lo que se me quedó ayer. Otra de las grandes divergencias entre padre e hija, es que Cisneros tiene gran afición a Castilla, y ama el país clásico, donde planta sus raíces el árbol secular de la raza a que pertenece, la tierra madre, autora de la lengua que hablamos, maestra y criandera de nuestro ser castizo, mientras que Augusta profesa a aquel suelo y a sus paisanos un odio mortal. Cuentan que cuando era niña y su padre la llevaba a Tordehúmos, se entristecía tanto que la sacaban de allí con un principio de ictericia. A poco que le tires de la lengua, te hace descripciones en caricatura de aquel suelo venerable y extenuado; de los pueblos de adobes, más propios para que los habiten sabandijas que hombres; de los campos que en invierno están helados y en verano parecen de yesca; de los alimentos que apestan a aceite de linaza; de las casas calentadas con humazo de paja; de la tristeza de la raza, que se refleja hasta en las diversiones populares. Y has de notar que en ese país tan aborrecido y despreciado tiene la criticona parte de sus propiedades. Allí   —94→   hay centenares de hombres que, agobiados por la usura, los impuestos, la miseria, y luchando heroicamente con un suelo empobrecido y un clima de los demonios, trabajan como esclavos para que ella viva cómodamente en Madrid, sin cuidarse de lo que cuesta arrancar a la tierra sus tesoros. Asegura que cuando va de viaje, se alegra de que el expreso del Norte pase de noche por aquella región antipática, para librarse del pesar de verla.

Mi tío no es así. Habla siempre de Castilla con grandes encarecimientos, y asegura que todo lo bueno que tenemos procede de allí; pero este amor al suelo nativo es puramente platónico, pues hace muchos años que el buen Cisneros no aporta para allá, y sus relaciones con la patria son puramente administrativas y epistolares, enderezadas a recoger puntualmente sus rentas, y a comprar todas las fincas que se venden, por sucumbir sus dueños en las garras de la usura. Francamente, esta falta de comunicación entre el propietario y la tierra, me da muy mala espina. He hablado con Cisneros de esto, y conviene conmigo en que el diluvio ha de venir, «sólo que -añade- como creo que está aún bastante lejos y que no me ha de coger a mí, no me ocupo de él, y voy viviendo lo mejor que puedo, reuniendo los materiales para que mis sucesores hagan un arca, si pueden y saben hacerla».

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Entra conmigo ahora, temerario mancebo, en la casa de Augusta. ¿Quieres que te hable de Orozco? Es hombre que vale mucho, sí; pero reconociendo su mérito, no he acabado de entenderle todavía. Y te advierto que la opinión acerca de él no es tan unánime como tú piensas. Verdad que opiniones unánimes, en sentido favorable, aquí no las hay nunca. En una sociedad tan chismosa, tan polemista, y donde cada quisque se cree humillado si no sustenta, así en la charla pública como en la privada, un criterio distinto del de los demás, son muy raras las reputaciones; y estas tienden siempre a flaquear y derrumbarse como puentes de contrata, construidos sin buen cimiento. Faltan grandes unidades. La independencia de criterio, extendida en toda la raza, como una moda perpetua, y el individualismo del pensamiento determinan una gran inseguridad en diversos órdenes de la vida. Falta disciplina intelectual y moral. Somos demasiado libres, pecamos de autónomos, y así no podemos crear nada estable. Para que las naciones marchen bien, es preciso que haya muchos que sacrifiquen sus ideas a las ideas de los demás, y aquí nadie se sacrifica; cada uno de nosotros cree sabérselo todo. De esto se deriva la gran enfermedad, amigo Equis, o sea la antipatía invencible de la raza a las reputaciones. No gusta de ellas porque tienden a crear unidades, y aquí la unidad es como una   —96→   planta maldita, que todos pisoteamos para que no prospere. Siempre que aparece el fenómeno de una reputación, cuando los hechos y pareceres que la constituyen principian a concretarse, ya estamos todos desasosegados buscando los peros que hemos de ponerle para que no cuaje. En el orden moral, en el literario, en el político, las reputaciones crecen difícilmente, como un árbol raquítico lleno de verrugas y comido de insectos. Si andas por el 6 mundo, oirás el ruido incesante del laborioso Termes, que taladra y devora los troncos más robustos. La malicia, aderezada de ingenio, es grata y sabrosa a nuestros paladares, y no oirás nunca alabar a una persona por honrada, por inteligente o por otra cualidad, sin que al punto venga ese inmortal y castizo tío Paco con sus implacables rebajas. Las restas son a veces cruelmente chistosas. Muchos las discuten o las deniegan; pero casi todos las ríen, y aunque alguien las ponga en cuarentena, ello es que se les da curso y corren, como la moneda fiduciaria bien garantida.

Y tú dirás: ¿a qué viene todo eso, señor chiflado? Y yo te respondo que más chiflado es él, y que esto es un razonamiento para apoyar lo que te dije de Orozco, de ese hombre tan encomiado por diferentes apologistas, entre ellos tú. Pues para que lo sepas, en el Casino y en la Peña de los Ingenieros, donde paso algunos ratos de noche, he oído poner en solfa esa tan   —97→   cacareada honradez y rectitud. Cierto que lo que allí se dice, nadie lo sostendría en una discusión seria. Hablan, como aquí es costumbre, por lujo y sibaritismo de conversación, por el placer de producir asombro en los oyentes, por arrojar en las bocas de la curiosidad estragada una golosina picante, sin creer en lo que se refiere, y con el propósito de retirarlo y desmentirlo, si fuese menester. Excuso decirte que lo que oí no me ha hecho variar de opinión respecto a tu ídolo.

En la tertulia de Augusta, valga la verdad, no somos mejores que en otros centros de entretenimiento y grata sociabilidad. Hablamos por los codos y criticamos todo cuanto existe. Sólo al amo de la casa no he oído jamás concepto alguno desfavorable a nadie. Su prudencia es allí una disonancia. En cambio, Cisneros, que va casi todas las noches a echar su tresillo, ha promulgado una ley a la cual nos sujetamos todos los que somos más o menos políticos. «Aquí no se permite, en ningún caso ni bajo ningún pretexto, hablar bien del Gobierno, cualquiera que sea».

Aquella casa es de las pocas que se caracterizan en el orden social por una opulencia razonable y enteramente desahogada. En ella reina un lujo discreto, que nunca rebasa la línea dentro de la cual están la comodidad y el agrado de los amigos; lujo que, al llegar a las fronteras   —98→   de la disipación, se detiene y de allí no pasa. Conoces a Orozco, por ese trato superficial que se entabla en la calle o en los centros de reunión. No conoces su casa, no has entrado nunca en aquel magnífico principal de la cuesta de Santo Domingo, y me alegro, pues así puedo yo introducirte y guiarte, señalándote lo que me convenga. Allí admirarás el mayor grado de desarrollo de la burguesía pudiente y bien educada, que ha sabido asimilarse aquella parte de las costumbres aristocráticas conveniente a sus intereses, y reclamada por su posición política o económica; allí encontrarás todo el elemento extranjero introducido de poco acá en la manera de comer, de hablar, de vestirse, y ha de sorprenderte verlo armonizado con la sobriedad española, el orden y la calma de nuestra antigua clase media, anterior a la desamortización.

Remontándonos a los orígenes, hallamos que no es muy ilustre el abolengo del amigo Orozco. Su abuelo hizo mediana fortuna en el comercio menudo. Su padre se enriqueció, según dicen, con negocios poco limpios, entre ellos el de aquella sociedad de seguros, La Humanitaria, que en su catástrofe, dejó tras sí un reguero de desdichas, lágrimas y desesperaciones. El actual Orozco no es responsable de los actos de su padre; pero se me figura a mí que su fortuna, por la calidad de los materiales quela formaron veinte años ha, pesa bastante sobre   —99→   su conciencia. Me fundo, para creerlo 7 así, en la cara que pone cuando le hablan de La Humanitaria. No diré que le enoje el ser tan rico; pero me parece que tendría un gran alegrón si le probaran ahora (cosa un poco difícil), que D. José Orozco había labrado su riqueza en moldes más puros.

Marido y mujer aborrecen la ostentación, y a él no le ha dado nunca por esas bobadas del sport. Bailes, no se han visto allí, según he oído, más que dos en los seis años que llevan de casados. Comidas, al año suele haber dos o tres de solemnidad. Ordinariamente no pasan de seis u ocho cubiertos. Coches, con un landó y una berlina contratados se pasan tan ricamente. Viajes, los de verano de rutina, con algún que otro estirón hacia Alemania, Bélgica o Suiza. En trapos, mi prima gasta mucho, pero nunca todo lo que podría; de modo que ni aun este renglón, en otras partes tan peligroso, altera el orden de casa tan bien dirigida. Recepciones, allí no las hay realmente; pero concurren de noche a la casa bastantes amigos, casi todos de confianza.

A poco de frecuentar la tertulia, noté que existe en ella un bando o partido, en el cual se politiquea, y se murmura con ligereza, a veces con saña, de toda persona que tiene la desgracia de fatigar a la voz pública con la repetición de su nombre. No hay que decir que es cabeza   —100→   del temible bando mi padrino Cisneros. En el mismo levanta el gallo Jacinto Villalonga, a quien conoces quizás mejor que yo, hombre ameno, discutidor de oficio, privado en absoluto de paladar moral, tratándose de política, que es su pasión y su manera de vivir. Por lo demás, muy corriente, muy servicial, muy amigo de sus amigos, siempre en disidencia, y siempre pretendiendo y enredando. Es el tipo del pillo simpático, que aquí tanto abunda. Considera al Estado como cosa propia, y si puede despojarlo de algo, lo hace sin recelo alguno, con la conciencia tan tranquila como la de un niño. Al propio tiempo, incapaz de quitarle al individuo el valor de un alfiler. El pobre Estado es la eterna víctima. Y cuenta que si al día siguiente de haber hecho Villalonga una de las suyas, vas a verle y le pides un favor, te da todo lo que tiene, hasta la camisa si no tiene otra cosa. ¿Ves qué moral? En España la gastamos así.

Ya va para viejo, y parece que quiere sentar la cabeza. Ansía fijarse, después de haber hecho alto en todas las tiendas del campamento y sentado plaza en todos los ejércitos. Ahora bebe los vientos porque le hagan senador vitalicio, como jubilación de sus campañas y reposo de sus odiseas. Te aseguro que está graciosísimo cuando nos cuenta lo de la senaduría y las fatigas que por ella pasa.

En el mismo bando tienes al exministro que   —101→   te presenté en una de mis cartas anteriores, y a un alto empleado de Cuba, cesante, que no habla mas que de chanchullos de Ultramar. Dicen que es buen sastre el que conoce el paño. Aguado, que así se llama, me parece a mí que es maestro viejo, y sus ganas de volver allá no se compaginan bien con los horrores que nos cuenta. Augusta le llama el Catón ultramarino. Es un catonismo el suyo de tal calidad, que cuando le oigo, me dan ganas de poner entre sus manos y mi bolsillo una pareja de la Guardia civil. De otros que suelen arrimarse a la partida maldiciente, te hablaré si se destacan en lo que contándote voy. Allí verás algunas noches a la de San Salomó, ya bastante ajadita, pero siempre guapa, rajando con la lengua a todo el que coge por delante. Alardea de entender de política; mas de sus explicaderas no puedes colegir si es carlistona furibunda o anarquista frenética.

Dejando a un lado la banda de los devorantes, sigo la cuenta de los que concurren con más o menos asiduidad. No falta ninguna noche el noble marqués de Cícero, varón serio y vacío, de una modestia que no me cansaré de alabar. Practica el nosce te ipsum tan al pie de la letra, que jamás se permite el intento de formular una idea propia. Habla siempre con las ideas de los demás, única manera de hacerse tolerable. También es bastante puntual el conde de Monte   —102→   Cármenes, hombre simpático y apacible, muy rico. De su riqueza y su buena pasta ha salido la filosofía optimista que profesa con tanto salero. Nadie le ha visto nunca inquieto ni afanado por cosa alguna: todo lo encuentra bien, perfectamente bien. Puedes creer que el amigo Pangloss a su lado es un carácter tétrico.

Adelante. ¿Conoces tú a Trujillo, el banquero, y a su señora, Teresita Trujillo? De seguro que no les conoces. Ella va una noche sí y otra no, acompañada de su marido, o de su hijo Pepe, oficial de artillería, muy guapo, que juega divinamente al tresillo. Es señora amabilísima, alegre como pocas, habladora hasta la ronquera, y que tiene verdadera pasión por los crímenes célebres. Otro que nunca falta es D. Manuel Pez, que suele hablar sesuda y campanudamente de las cosas públicas. Yo voy casi todas las noches. Menos asiduo, pero también constante, es tu amigo Federico Viera, de cuya amenidad, gracia y recursos para la conversación nada te digo porque le conoces muy bien. Y el más puntual, el infalible, es mi detestado rival Malibrán, perito en bellas artes, en modas, en política extranjera, y sobre todo en mujeres, pues se las da de Tenorio, y cuando trae a colación la lista famosa de sus triunfos, no hay quien le aguante. Te juro que si llego a persuadirme de que este brillante majadero consigue, como al parecer es su intención, robarle el albedrío a mi adorada   —103→   prima, vamos a tener aquí una tragedia.

Me falta señalarte otro de los puntos fijos, Calderón de la Barca, pariente, no sé en qué grado, de la señora de Cisneros, y aun creo que mío también. Orozco y su mujer le miran como de la familia. Es viudo, con pocos medios de fortuna, y padre de una niña monísima, que casi siempre está en la casa, y con la cual mi prima, a falta de hijos propios, madrea diariamente hasta dejárselo de sobra. La confianza de Calderón en la casa de Orozco tiene algo de parasitismo: casi siempre come allí, y creo que Tomás le ocupa en su administración por no verle inactivo, y darle apariencias de dignidad. Es hombre muy sencillo, un buenazo, pero de imaginación tan disparada y farfantona, que a lo mejor te cuenta las mentiras más estupendas con la mayor formalidad, y...

Mira niño, estoy cansadísimo; te mando esta para que te vayas entreteniendo, y seguiré mañana. No hay que abusar, y eso de que yo me quemo las cejas para divertirte tiene su límite. Buenas noches.



  —104→  

17 de Diciembre.

Pues decía que este Calderón te encaja las papas más gordas que da la fantasía humana, y se queda tan fresco. Lo mejor es que no miente a sabiendas, porque se cree a pie juntillas cuanto dice. Yo me río con él lo que no puedes figurarte. El otro día me porfiaba que un misterioso industrial de Madrid ha establecido, bajo el patrocinio secreto de altos personajes, el más extraño negocio que se puede imaginar. ¿A que no lo aciertas? Pues el negocio consiste en hacer el matute en gran escala por medio de los carros fúnebres, de unos cuantos hombres vestidos de cura, y de unas mujeronas disfrazadas de hermanas de la Caridad. Daba tales pormenores, que parecía estar en el ajo y ser de la partida. Te advierto que en todas las extravagancias que te cuenta Calderón, hay siempre alto personaje: esto no puede faltar.

Tía de este tipo y también de Augusta, por parte de madre, es doña Serafina Calderón, señora respetable, muy querida de toda la familia, y especialmente del matrimonio Orozco. De noche nunca la vi en la casa, y hace un mes   —105→   que no va tampoco de día, porque padece gravísima afección al pecho, y dicen que se morirá pronto. Desde que Augusta ha dado en pasar las tardes junto a su tía enferma, me siento muy solo en el Retiro y Castellana, y elevo una humilde oración al Altísimo para que la señora se ponga buena, o al menos se alivie. Pero el Altísimo no me hace maldito caso, y mi prima no pasea.

Ya comprenderás que, fuera de las rabietas que paso como enamorado y no correspondido, lo paso regularmente en casa de Orozco. Allí tenemos billar, tresillo, bezigue, y algunas noches música, con grandísimo júbilo mío. Augusta toca el piano muy bien, y sería consumada profesora si estudiase algo más. Te aseguro que cuando la sigo, me transporto al séptimo cielo. Los devorantes del famoso bando capitaneado por mi padrino, aunque fingen humanizarse con el trato de Beethoven, Listz y Chopin, no dejan en paz a sus víctimas. Allí se desmenuzan las cuestiones que van saliendo, traídas por la prensa, o por ese otro periodismo hablado sotto voce que no se atreve a expresarse en letras de molde. Hay noches benignas en que las hachas sólo despuntan las ramas; pero otras, querido Equis, caen con estruendo y furia los troncos más robustos. Creerías que están todos poseídos de un vértigo ecualitario, de un furor terrorista y guillotinante, ansiosos de establecer para los   —106→   casos de moral el nivel del suelo raso. Durante varias noches se trató del crimen misterioso de la calle del Baño (habrás leído algo de esto en la prensa), y excuso decirte que prevaleció, con gran lujo de fundamentos lógicos, la popular especie de que influencias altísimas aseguraron la impunidad de los asesinos. Vino después la cuestión del escandaloso desfalco de la Deuda. Quedó probada la inocencia de los infelices que están presos, y la culpabilidad de Fulano y Zutano (personas muy conocidas). También oirás allí que en un círculo social muy señalado se cotizan las credenciales de Cuba como si fueran títulos del 4 amortizable.

Esto de la inmoralidad ultramarina, ¡María Santísima!, es la correa más larga de todas. Algo se cuenta que indudablemente es exacto; pero añaden tales horrores que me resisto a creerles. En la crítica de los negocios coloniales, lleva la voz cantante aquel Aguado de quien antes te hablé, el cual estuvo allá tres años y se trajo, según dicen, media isla. Pues las cosas que este desembucha, más son para oídas y calladas que para referidas. Ya comprenderás que allí, tratándose de la situación, es cosa corriente lo de esto se va, esto no dura tres meses, esto se cae de pura corrupción, etc. Y a lo mejor se hacen preguntas muy chuscas. «Oye, tú (dirigiéndose a mí), ¿qué hay de ese ministro que se quiere marchar porque el Consejo no le aprueba   —107→   el nombramiento de director en favor de X?...». Pon aquí un nombre muy desacreditado. Rara es la noche en que alguno de la partida no lleva noticias de este jaez: «En el Consejo de hoy se han tirado los trastos a la cabeza... Dicen que andan a tiros en tal o cual parte... Los revolucionarios, contentísimos».

Se entabla allí cada polémica que Dios tirita. Villalonga, echándoselas de hombre de orden y de ministerial, aunque parezca mentira, defiende al Gobierno algunas veces; pero Aguado, furioso porque no me le echan para allá otra vez, sale espada en mano al combate. Su lengua es horrorosamente mortífera. «El Presidente del Consejo no dice más que embustes, y a todo el que coge le engaña como a un chino». Otro día asegura (le consta de buena tinta) que dos ministros han reñido por cuestión de faldas; que están de uñas los tales con los cuales... Cisneros se baña en agua rosada, y aunque siempre trata estas materias de una manera espiritual, y se chunguea del ministerialismo acomodaticio de Villalonga, así como de la furibunda y ciega oposición de Aguado, no por eso es menos cáustico en sus conclusiones.

Cuando se deja caer por allí, Augusta suele defender al Gobierno por enzarzarles, y también pincha al Catón ultramarino para verle hecho un basilisco, soltando veneno por lengua y ojos. En cuanto al exministro, aparenta tomarlo   —108→   a broma; pero mete su cuarto a espadas, lanzando puntaditas, pues está esquinado con la situación, aunque lo disimula. Dice que va al grupo para saber noticias. A veces las desmiente con tibieza, a veces con un calor que viene a reforzarlas. Volviendo a mi prima, te contaré algo que te hará reír. Tiene un gran talento natural, no bien cultivado. Ya sabes que se educó en Francia, que perdió a su madre siendo muy niña, y que la casaron muy joven. Su inteligencia se ha cultivado sola; hace gala, como ya te he dicho, de altiva y temeraria independencia en sus juicios, y nada le desagrada tanto como encontrarse con una opinión que los demás aceptan. Hace pocas noches aseguraba que no puede soportar la literatura española desde Moratín inclusive para atrás, y nos dijo que, fuera del Quijote, no ha podido nunca leer tres páginas seguidas de ningún autor en prosa ni en verso, místico ni profano; que el teatro de capa y espada le es atrozmente antipático, leído y visto representar; que los tan ponderados místicos, sin excluir Santa Teresa, no valen más que para narcóticos en caso de insomnio rebelde; que varias veces intentó leer la historia de Mariana, y que siempre le ha producido jaqueca; que los romances y poemas de fabla antigua le recuerdan demasiado a su desapacible y adusta tierra de Campos, pues son la misma cosa puesta en letras, el clima helado y   —109→   seco y la tierra estéril... En fin, que en literatura es también iconoclasta rabiosa, y que a ella no le den más que lo moderno español, y más aún lo francés. En lo francés, le gusta todo lo del siglo pasado; pero no pasa más allá, y hasta los padrotes Molière y Racine le resultan de una insipidez intolerable.

De esta radical opinión surgió una disputa muy viva entre ella y Federico Viera. Ya conoces el carácter de Federico, su ingenio, que sería fecundísimo si lo cultivara; sabes que jamás se queda en los términos medios; que en sus simpatías y aborrecimientos va hasta el furor, y que su desmedido orgullo suple en él, como en otros muchos, las energías de la convicción para sostener cualquier idea. Te añadiré que de los amigos de Orozco, sin contar a Calderón y a mí, Federico es el que tiene más confianza en la casa, pues su amistad con Tomás data de larga fecha. Augusta se pelea con él, siempre que hay ocasión, contradiciéndole con cierto énfasis, buscándole las vueltas, y zahiriendo sin piedad sus quijotismos. Él toma en serio los furores iconoclastas de su amiga, y ella los exagera para exaltarle. No sé el tiempo que duró aquella discusión deliciosa, en que mi prima se permitió decirle: «¡Pero qué tonto es usted...! Quiere hacernos creer que ha leído el poema del Cid. No tendría usted tan buen color». Y él: «Sí; eso lo dice usted por afán de   —110→   originalidad, y no niego que está usted monísima sosteniendo tales disparates...». Simpatizo cada día más con este pobre Viera; y si no me agradase tanto por bueno y leal, habría de gustarme por desgraciado. A propósito de él, tengo que contarte algo que no te ha de interesar.

Abur, gaznápiro. Dios te libre de caer en el bando de los devorantes o manteadores.



20 de Diciembre.

La opinión que en tu carta me indicas respecto a mi prima no me parece ajustada a la verdad. ¿Se funda acaso en informes míos dados con ligereza y cuando no había hecho las convenientes observaciones? Pues me retracto, querido Equis, me trago todo lo escrito, y ahora, conociendo mejor cosas y personas, quiero quitarte de la cabeza esos juicios malévolos. Créelo, Agustina es buena; ama con firmísima ternura a su marido. Sus aspiraciones afectivas están colmadas, y nada revela en ella que padezca inquietudes del alma, ni curiosidades de esas comparables a las de los geógrafos navegantes que buscan mundos mejores que los conocidos. Noto en ella la tranquilidad del que   —111→   está contento en su mundo, y no indaga con ansiosa mirada lo que habrá más allá del horizonte. Ya estoy oyéndote decir: «Este tonto se viene cada día con una cantinela distinta... y lo peor es que pretende se le admitan todas estas ideas, variado fruto de su fecunda impresionabilidad». Reconozco, señor maestro, que varío la tocata con demasiada frecuencia. Es que yo no me aferro a las opiniones, ni tengo la estúpida vanidad de la consecuencia de juicio. Observo lealmente, rectifico cuando hay que rectificar, quito o pongo lo que me manda quitar y poner la realidad, descubriéndose por grados, y persigo la verdad objetiva, sacrificándole la subjetiva, que suele ser un falso ídolo fabricado por nuestro pensamiento para adorarse en efigie. Ríete de mí; pero acepta la versión que hoy te mando, que es la oficial, la verdadera. Que es honrada te digo, y si me lo niegas, hombre de poca fe, nos veremos las caras.

Y sin embargo, Equis de mil demonios, heme aquí empecatado, heme aquí sin poder vencer la diabólica intención que en mí ha nacido, y que tras largas vacilaciones se manifiesta positivamente. Mira si estoy dominado por la infernal influencia, que creyendo no es ella terreno dispuesto para el mal, me inclino a seguir tu consejo satánico. Es que los obstáculos nos infunden temeridad, y los peligros nos ilusionan más que la confianza. No, no hay allí, como   —112→   tú sostienes, una fácil victoria; pero contando con la resistencia, solicitado quizás por la resistencia misma, romperé pronto el fuego.

Somos muy pillos los descendientes del señor Adán. Llevamos el mal en nuestra naturaleza, y la cultura nos ha dado una filosofía pérfida y farisaica para cohonestarlo. La sociedad, con diarios y persuasivos ejemplos, nos incita a cursar esta filosofía, y si no lo creer, ahí tienes a mi padrino, el castizo Cisneros, que me repite a cada instante su famosa prescripción, resultado de un profundo saber sociológico: «Manolo, no seas burro. Haz el amor sin reparo alguno a las mujeres de todos tus amigos».

El afecto del honrado y leal Orozco me da algunos malos ratos todavía en esta campaña infernal, que aún no ha salido de la esfera nebulosa de mi intención. ¡Ah!, en la voluntad mía, ya he ultrajado al hombre sin par, modelo de nobleza y rectitud. Pero, como te dije antes, el siglo fecundo en que vivimos nos da una filosofía muy cómoda para acudir al remedio de estos desastres de la conciencia. ¡Hay tantos casos semejantes! ¡Si fuera yo el primero que alterara la ley moral! ¡Si introdujera yo esta moda de los esposos de mérito, burlados y escarnecidos! No mil veces. Yo no he puesto la sociedad tal y como se halla hoy; y no he reformado el Decálogo, rebajando los pecados gordos a la categoría de veniales; yo no he aceptado las enmiendas   —113→   a la ley fundamental, que la convierten en papel mojado. Yo llego y me encuentro las cosas como las dejaron otros, y no he de hacer el reformador ni el protestante.

Me dices una cosa que me lanza más al disparadero. Dices que llame y me responderán. Llamaré, hijo mío, aun dudando mucho de que me respondan. Soy como aquel que sin saber palabra de la asignatura iba a examen, diciendo: «me expongo a que me aprueben». Eso digo yo: «llamaré, me expongo a que me abran la puerta». ¿Y si no me la abren?

Por ahora no te diré nada sobre el particular. Me reservo para cuando tenga que comunicarte el éxito o el fiasco.

Y vamos a las informaciones que tantas veces me has pedido acerca del pobre Federico Viera. Me volvió a decir ayer que te había escrito, y ahora sí creo que lo ha hecho. No le tengas mala voluntad por su tardanza en contestar a tus cartas, la cual no significa que te olvide, sino que anda medio trastornado con las mil cosas que le rebullen en la cabeza. El problema de la vida es en él, por la pícara suerte y por los obstáculos permanentes de su carácter, de muy difícil solución. Yo creo que llegará a la vejez dando vueltas al tal problema sin resolverlo nunca. Conozco algunos así, y les tengo por los seres más dignos de lástima. Federico Viera es uno de los hombres de más entendimiento   —114→   que creo existen en España. Quizás por tenerlo tan grande y algo incompleto, así como por la acentuación quijotesca de algunas prendas morales y por carecer de otras, ha de fracasar constantemente. ¡Qué lástima! Pocos hombres conozco aquí más simpáticos y de trato tan seductor. De mí sé decirte que le estimo de veras y que trato de mejorar su adversa suerte. Pero me parece que no haremos carrera de él. Quéjase de la fatalidad ¡el comodín de todos los que equivocan el camino de la vida! Pero yo voy creyendo que en este caso la fatalidad existe, y que Federico no adelanta porque se lo estorba alguna fuerza interior incontrastable, y también circunstancias externas independientes de su voluntad.

Ha pasado de los treinta años, y se encuentra sin carrera, sin medios de fortuna, incapacitado para desempeñar un destino, pues carece de condiciones legales para obtenerlo, y no es cosa de que empiece por oficial quinto. Aborrece la política, sin considerar que es la única puerta practicable que ante él se abre. Sobre esto hemos tenido vivas disputas. «La política, le digo, será todo lo inmoral que quieras. Ella tendrá sus máculas como todas las cosas; pero es un medio, y hay que aceptarlo como tal cuando no se tienen otros. Es una especie de proteccionismo, un sistema de beneficencia que el país ejerce para dar colocación a los que se han quedado   —115→   sin casillero en el reparto de puestos sociales. Viene a ser como una sucursal de la Providencia; y si no existiera, los desastres que habrían de ocasionarse serían mucho mayores que los tan cacareados y evidentes daños que ahora se le atribuyen». Al fin me pareció que le convencí; pero la dificultad está en meterle en la política. Si lo lográramos, figúrate cuánto brillaría. No conozco a nadie con más facultades oratorias. Sus contados ensayos periodísticos revelan también aptitud extraordinaria para el caso. Posee como nadie ese golpe de vista rápido, esa preciosa facultad de ver el lado conveniente y oportuno de las cuestiones, abandonando los demás. Pues nada de esto le sirve mientras no tenga la afición, el prurito ambicioso que a otros, faltos de aptitud, les sobra.

Por mi parte, trato de empujarle, y ha bebido los vientos estos días para conseguirle un acta en cualquiera elección parcial; pero no me ha sido posible. A nuestro amigo le perjudica el nombre de su padre, que es la mayor de sus desdichas. Lo mismo es decir Viera, que surge la imagen de ese solemnísimo bribón, cuya triste fama permanece en Madrid, viviendo él fuera de España. Esta es la fatalidad de Federico, el sino perverso que le hará miserable y desgraciado toda su vida; pues aun cuando llegara a vencer los inconvenientes del deshonrado nombre que lleva, no se quitará nunca de encima la mala   —116→   sombra que su padre ha echado sobre él con la perversa educación que le dio. Este muchacho se ha malogrado, porque su padre no supo serlo nunca, ni tuvo autoridad sobre él para encarrilarle y hacerle hombre. La niñez y juventud de Federico coincidieron con la época en que Joaquín Viera gastaba lo suyo y lo ajeno, sin cuidarse para nada de su hijo. Criose para aristócrata; adquirió necesidades, de esas con las cuales se identifica el ser, y que vienen a formar parte del ser mismo; se hizo al regalo, a la disipación, al lujo, a la generosidad, y a los vicios que cría la esplendidez y que no pueden separarse de ella. Aunque su despierta imaginación no desdeñó la lectura, jamás estudió nada formalmente, ni se aplicó a carrera alguna científica ni literaria. Vino el desastre, y el que se había criado caballero, encontrose peón. Era tarde para atajar las consecuencias de este abandono. Aún se forjaba ilusiones el pobre chico durante algún tiempo, aspirando a plantear no sé qué empresas industriales. Humo y tontería. Lo que han pasado él y su pobre hermana, no es para dicho brevemente.

Harto sabes tú que soporta su desgracia con estoicismo admirable, y que encubre su miseria con arte exquisito. Nadie que le vea y le trate sospechará las procesiones que andan por dentro. Viste bien y con esa fácil elegancia que es una cualidad antes que una costumbre. Frecuenta,   —117→   por hábito y necesidad espiritual, lo que llamamos bárbaramente el gran mundo, y sabe distinguirse en él, siendo bien recibido en todas partes y muy echado de menos en sus ausencias.

Me parece que a la hora presente, a pesar de que le has tratado bastante, no le conoces tan bien como yo. Contigo era siempre reservado; conmigo tiene espontaneidades que nadie le ha merecido todavía. De la amistad hemos llegado poco a poco a la familiaridad, y me cuenta algunos pormenores de su vida pasada, y aun de la presente, por demás interesantes. Recuerdo haberte oído decir que jamás entraste en su casa; yo sí, y conozco a su hermana. Sobre esto hay mucho que hablar: iremos despacio para no confundirnos.

Si he merecido de Viera confianzas y revelaciones inapreciables, todavía hay en su existencia repliegues que no he podido desdoblar. Es hombre que no se abre nunca por entero. Respeto sus secretillos, y no juzgo prudente ni delicado forzar el arca de discreción en que los guarda. No es misterio para nadie su afición al juego, ni que este vicio es en él el único arbitrio practicable para ir conllevando la vida... ¡vida sumamente azarosa; figúrate!... Pero te advierto que no es posible andar con más dignidad en tratos tan ruines. Sus degradaciones no están a la vista de los que públicamente le   —118→   tratamos. Él se las arregla allá con su vicio y saca lo que puede, sin que se trasluzca nada en la vida ordinaria. Yo me he permitido hablarle de esto, incitándole a arreglarse de otro modo, y me responde con amarga tristeza que no puede ser, que está ya hecho a ese angustioso sistema, y que no halla manera de abandonarlo. He procurado sondear el abismo de su situación económica, llegando hasta proponerle un medio decoroso de regularizar su presupuesto; pero no quiere aceptarlo. Me ha confesado que sus deudas son enormes, y que sólo con un golpe de suerte, con una de esas ventoleras favorables que en breves momentos amontonan un capital, podría ponerse a flote. Y no hay quien le quite de la cabeza esta idea fija y monomaniaca. Es tan delicado, que fuera de los antros más o menos decentes, donde pulsa la fortuna, nada verás en él que signifique rebajamiento moral. Nadie, absolutamente nadie, entre nuestros muchos amigos, puede jactarse de que Viera le ha dado sablazo grande ni chico. Antes reventará que pedir. Yo no sé cómo se las compone, ni qué casta de garduña usurera le suministra lo que necesita cuando viene la mala. Te aseguro que me inspira compasión este hombre, y a veces me pongo a discurrir qué haría yo para favorecerle sin lastimarle. Debe de haber por ahí, en manos negras y rapaces, mucho papel suyo, que seguramente se ha de cotizar en   —119→   baja constante; pero por más que le hurgo para que me informe de esto, no obtengo de él más que vaguedades y evasivas.

Es amigo de Cisneros, que le aprecia mucho, y a menudo le invita a comer para tenerle por oyente y admirador; amigo también de Orozco, que le protegería (me consta), si él se dejara proteger, y discurre, como yo, procedimientos delicados e indirectos de favorecerle. El padre de Federico, fue, en sus tiempos de prosperidad, compinche del padre de Orozco, y ambos armaron, según dice la gente, aquella trampa de La Humanitaria que arrambló con los ahorros de una generación. D. José Orozco ya no existe; Joaquín Viera anda huido por el extranjero, ocupado en obscuros negocios; y si alguna vez se descuelga por aquí, viene sable en mano contra los amigos de su hijo. Considera, alma cristiana, esta anomalía de las razas, y mira por dónde de padres perversos han nacido hijos tan apreciables cada uno por su estilo. He de añadir que Orozco, sea por tradiciones de amistad, sea por otra causa que no se me alcanza, tiene para ese tuno de Viera padre, increíbles deferencias; y, no sólo se ha dejado herir más de una vez por el tremendo chafarote del gran petardista, sino que en cierta ocasión le libró de un bochornoso proceso. Federico se muestra muy agradecido a Orozco, y le tiene en tanta estimación como el más entusiasta, como tú, por   —120→   ejemplo. Y en reciprocidad de estos sentimientos Augusta y su marido le consideran y agasajan 8, aunque no pierden ripio (ella sobre todo) para censurar con benevolencia su incorrecta manera de vivir. Más de una vez me han dicho que arbitre un medio de mejorar la situación de Viera y su hermana, negociando diplomáticamente con él, sin herir su susceptibilidad vidriosa. Hemos discutido los medios sin encontrar solución práctica. Ambos han deplorado ingenuamente que un hombre de tan buen fondo, tan caballero, tan bien cortado para la vida digna y honrosa, se envilezca buscando un infame jornal en las salas del crimen. Yo también lo lamento, nos afligimos todos; pero no veo manera de evitarlo. Y basta por hoy. De aquello, buenas impresiones. Ya te las contaré otro día.



22 de Diciembre.

De aquello, buenas impresiones, chico; pero sólo impresiones, barruntos, corazonadas. Te advierto que ando muy distraído de mis deberes parlamentarios, y de seguro la patria ofendida ha de pedir cuenta estrecha de este abandono en que la tiene su papá. Se pasan días sin   —121→   que yo ponga los pies en aquella casona tan ahogada y turbulenta, y lo mismo me da que nos llamen a votar que que no llamen. Tocan a secciones, me mandan las candidaturas, y me importan tanto como las pulgas que le están picando en este momento al emperador de la China. Hágome la cuenta de que por un voto de menos o de más no ha de torcerse el azaroso rumbo que lleva el barquichuelo de la política. Algunas tardes, porque no digan, asomo las narices por allá, me asombro de lo ocurrido durante mi ausencia, aseguro que ya lo tenía yo todo muy previsto, hago el papel de que me intereso vivamente en la cuestión del día y en las intrigas que hierven en los pasillos; y a la hora en que la atmósfera empieza a caldearse, doy un vistazo al salón, desde la contrabarrera, entérome en un abrir y cerrar de ojos del estado de la brega, para poder responder a las preguntas con que han de fusilarme por la noche en casa de Orozco, y me escabullo lindamente. Un secretario intenta cortarme la retirada: «¡Eh, que habrá votación!». Y yo digo: «Vuelvo». Trinco el gabán, y a la calle. Me voy al Retiro o a la Castellana en amoroso seguimiento de mi ingrata Filis.

En el tumulto del paseo me parece oír el cencerro gordo de la Cámara llamando a votación, y la conciencia se me alborota un tantico por el abandono en que tengo mi mandato. ¡Qué   —122→   le hemos de hacer! Los infinitos asuntos del distrito también aguardan tiempos mejores, y habías de ver las arrobas de cartas que tengo aquí, abiertas ya y medio leídas, pero no contestadas. Ni aun he podido formar la nota de chinchorrerías que en las últimas semanas me han encajado esos pedigüeños voraces. Ya se hará, y que el demonio cargue con ellos. A fe que no piden nada los angelitos. Si te tropiezas con esos brutos impertinentes, y se lamentan de que no les escribo, diles lo que se te ocurra, verbigracia, que no escribo porque todo el tiempo ¡claro!, lo necesito para gestionar. Eso es lo que ellos quieren, que uno se queme la figura y eche los hígados, de ministerio en ministerio, constituyéndose en servidor de sus ambiciones y en instrumento de sus ruines envidias. Les dirás que, según tus auténticas noticias, vivo sin vivir en mí por servirles y hacerles el gusto, que soy su esclavo, y que se vayan a la mismísima porra.

Conque quedamos en que hay buenas impresiones, y mutis. No me arrancarás una sílaba más, y si te empeñas en que cante antes de tiempo, te trataré como a mis electores.

Y sigo con Federico. Su casa, su vida íntima, su desconocida hermana han despertado tu curiosidad, y voy a satisfacerla. Pocos penetraron hasta hoy en la caverna del león, y creo que Viera me ha dado la mayor prueba de amistad y confianza permitiéndome visitarle. Cinco   —123→   veces he ido allá. Vive en lo más bajo de la calle de Lope de Vega, cerca de la del Fúcar, lugar escondido y excéntrico, a donde no se va sin precisión de ir. La casa es buena; el piso, segundo con entresuelo. Llegas, tiras de la campanilla y esta no se da por entendida; sigues tirando cada vez más fuerte, hasta que al fin oyes el eco perezoso de una esquila o timbre que allá dentro repica de mala gana. Después sientes pasos; y el chirrido de la chapa de cobre del ventanillo te indica que te están mirando por los huecos. Una voz te pregunta: «¿quién es?» y respondes; te dicen no está; tú insistes, diciendo que el señor te espera, y das tu nombre. No vayas a creer que te abren en seguida. Hay una pausa. Oyes dentro cuchicheo de mujeres. Van y vienen como en consulta. Entre tanto, si te fijas en los claros del ventanillo, ves que entre ellos lucen unos ojos negros que te examinan. La consulta sigue allá dentro. Oyes pasos que se alejan, pasos que a la puerta se aproximan. Por fin suena el cerrojo, trucu-trucu, y la puerta se abre recelosa. Una joven mal vestida y peor peinada te dice «pase usted». La tomas por criada; pero después te enteras de que es Clotilde, la hermana de Federico.

Esta visita a la cueva de la fiera no puedes hacerla sino entre tres y cinco de la tarde, hora en que nuestro amigo se levanta, con raras excepciones. Yo fui un día a las dos, y le vi almorzando   —124→   entre sábanas, teniendo delante una mesilla sin patas, apropiada a la extravagante operación de comer en el lecho. En este y en la mesa de noche había dos o tres volúmenes franceses, alguno con las hojas cortadas con el dedo. Servían el almuerzo la joven aquella y una mujeraza desgarbada y grandullona que entraba y salía llevando un chico en brazos.

La alcoba es una hermosa habitación con chimenea, que verás encendida siempre que no hace mucho calor. En esta alcoba, como en el gabinete y salita que la preceden, se ven algunos muebles buenos, restos de la antigua morada de Joaquín Viera, y otros de los más ordinarios y vulgares. No falta limpieza; pero la falta de recursos brilla más que el aseo. Podrás figurarte el aspecto de una vivienda donde nada de lo que se estropea se compone, donde la reparación de los objetos no se ha conocido nunca. Clavo que se cae, o pata que se rompe, o esquinazo que se desmocha, o astilla que se levanta, o metal que se desluce, o porcelana que se desportilla, así se quedan per secula seculorum. He dicho que hay algunos muebles buenos; pero cosa de valor en venta, llámese cuadro, jarrón, tapiz o bronce, no la verás.

Clotilde Viera es bonita, si bien, guapeza por guapeza, su hermano le lleva gran ventaja. Bien vestida, luciría como tantas otras. Federico me la presentó con timidez, como avergonzado   —125→   del aspecto de criada que le da su mala ropa. La chica es fina y discreta: pero está como sobrecogida, y en su apocamiento adviértese al instante la conciencia de su degradación social. Teme ponerse en ridículo haciendo un papel que no correspondería al puesto obscuro que hoy ocupa en el mundo. Debe de andar tal cual de ropa la pobrecilla, porque la única vez que la he visto en la calle, iba con modestia excesiva, aunque se echa de ver que sabría ser elegante si pudiera. Recuerdo ahora que Augusta se ha sorprendido de que Federico no presente a su hermana en sociedad. Cuando se habla de esto a nuestro amigo, pone una cara que da compasión, y no le vale el disimulo para encubrir su amargura. El primer día que entré en su casa, la tristeza de su rostro me reveló que conocía el mal efecto que su hermana había hecho en mí; y para disipar esta mala impresión, hice vivos elogios de ella, cuando no se hallaba presente. Pero mis hipérboles, en vez de atenuar la pena de Federico, parecían aumentarla, y mudé de conversación.

El día que le vi almorzar en la cama observó que se da buen porte. El infeliz no puede prescindir de ciertos regalos a que habituado está desde la niñez. Hízome algunas revelaciones acerca de las mujeres aquellas. La que entraba y salía con el mocoso en brazos, lleva el peso del gobierno doméstico, se llama Claudia y está   —126→   casada con el estanquero de la calle del Fúcar. Sirvió muchos años en la casa de los padres de Federico, y tiene tanta ley a los dos señoritos, que no ha querido abandonarles en la desgracia. Guisa muy bien, sabe manejar una casa, y si no se hubiera cargado de familia, no tendría precio para ama de llaves. Otra de las domésticas, hermana de la anterior, se llama Bárbara y es mujer de un ambulante de correos. Cuando el marido está ausente, ella se alberga en casa de Federico, y ayuda a su hermana en el trajín de la cocina y en el cuidado de los chiquillos. La tercera es prima de ambas y ha venido del pueblo en busca de acomodo. Por las noches, según me contó Viera, se reúnen a comer allí el estanquero con toda su prole, el ambulante y dos o tres personas más. Díjele que este sistema de beneficencia sería muy bonito como obra de misericordia, pero que no podía menos de irregularizar su presupuesto; y me contestó que no tenía corazón para expulsar a nadie que de él se amparase; que su casa, en los buenos tiempos de los Vieras, había sido una tienda asilo; que el conservar esta tradición era uno de los pocos placeres de su vida, y, por fin, que su peculio no había de mejorar con la miserable economía de quitar la pitanza a aquellos infelices. «Me siento con fuerzas -añadió- para cualquier acción desproporcionada y hasta heroica; pero no las tengo para cortar una rutina».

  —127→  

Le vi lavarse y vestirse. En ello emplea bastante tiempo, y es cuidadoso de su persona hasta la prolijidad, costumbres de rico que también son incorregibles. Presenciando una de estas tardes la compleja operación, pensaba yo en su pobre hermana. Al menos él vive por las noches en el medio que le corresponde, frecuenta la sociedad, donde el cariño de los amigos compensa hasta cierto punto las tristezas de su vida íntima. La sociedad, por este medio, le da algo de lo que él se merece, a cambio de lo que la suerte y su perversa educación le han quitado; pero aquella pobre joven ¿qué compensación tiene de su estado miserable? ¿No es un dolor que viva entra criados y gente ordinaria, envileciendo sus modales y degradando sus gustos? Me imaginaba yo a la infeliz niña conformándose con aquel género de vida grosera, sin deseos ya de otra mejor; me la figuraba en trato familiar con la estanquera y la mujer del ambulante, comiendo con ellas y con toda aquella turba de gorrones de baja estofa que invadía la casa. Y al pensar en esto, me acordaba de lo que he oído referir a Cisneros y a Orozco respecto a la madre de Federico. Era señora de ejemplar virtud, nacida en noble cuna, del linaje de los Trastamaras y los Gravelinas, muy digna, muy severa de costumbres, muy refinada en gustos y maneras. Su exquisita educación revestía de formas seductoras la rigidez de su inmenso   —128→   orgullo. Padeció la mayor de las humillaciones con la inicua conducta y el envilecimiento de su marido, a quien amaba. Enfermó de pena y quizás de vergüenza. Adoraba a sus dos hijos, y cometió el error de no criarlos para la pobreza, que ni siquiera comprendía. Como te digo, pensé en la infeliz señora, y en la cara que pondría si resucitara y viera a su hija en aquella facha, en aquel vivir indecoroso, miserable y soez. Pero no me atreví a decir nada de esto a Federico, y me lo guardé para cuando viniera más a cuento.

Vamos, ya estás satisfecho. Ahí tienes los informes que de tu amigo querías tener y que me has pedido tantas veces. Esta carta te causará tristeza; pero qué remedio... ¡La verdad rara vez tiene cara de pascua!



26 de Diciembre.

¡Qué pesado estás con tu exigencia de que te cuente algo de mi campaña, y de cómo he puesto las paralelas para rendir plaza tan bien artillada y defendida! Como no me gusta darme tono con fingidas hazañas, te diré que he seguido la táctica vulgar, por no ocurrírseme   —129→   otra; que mi amartelamiento ha pasado y pasa por los trámites corrientes de la galantería al alcance de todos los corazones, y que soy lo que para estos casos aconsejan las reglas acreditadas por el éxito, obsequioso con discreción, puntual en los encuentros, tierno en el mirar, intencionado en el decir, triste hasta la ictericia cuando el caso lo requiere, y bastante hábil para hacerme pasar en ciertas ocasiones por el ser más desventurado que existe debajo del sol.

Estos preliminares tienen que acabarse pronto, so pena de caer en la ridiculez. Veo venir una situación insostenible si no cambio pronto las armas del sentimentalismo por las del atrevimiento. Respecto a ella, ¿qué he de decirte? Ya conoces la tesis general de que a ninguna mujer, aunque sea la misma honradez y la castidad en persona, le desagrada que se chiflen por ella. Luego, en corresponder o no consisten las diferencias, o sea, empleando una figura, las fronteras que separan el Cielo del Infierno. No me atrevo a jactarme de la victoria, ni a darme prematuramente por vencido. Hay días que me parece notar en la plaza un agrado excesivo por verse merecedora de tan empeñado cerco; otros creo lo contrario, y me malicio que se hace la indiferente, con la pícara idea de dejarme aproximar a sus robustos muros, y reventarme en una brusca y vigorosa salida. En fin, chico, permíteme que sea reservado y que no enseñe   —130→   las cartas. Francamente, te voy cogiendo miedo. Y no me negarás que te asusta la degradación moral que suponen estos intentos míos. Es que se hace uno a todo, amigo Equis, y la conciencia, arrullada por los goces sociales, que se empalman lindamente para no darnos respiro, se va amodorrando y concluye por dormirse. Ya no más. Chitón.

Te hablaré, sí, de alguien que con esto se relaciona, del buen Orozco, porque ciertas especies que he oído acerca de él han repuesto mi ánimo y acallado mis escrúpulos. ¡Ah!, la sociedad en que vivimos nos ofrece a cada instante materia narcótica en abundancia para cloroformizar la conciencia y poder operarla sin dolor. Te diré: estas noches he oído hablar de tu ídolo en términos muy distintos de esa opinión lisonjera que tú y yo tenemos de él. Parecía que tantas y tan diferentes lenguas se habían confabulado para quitar a ese hombre su crédito, la brillante aureola que es el principal obstáculo a mi campaña, algo como deidad tutelar que ampara la plaza más que la fortaleza de sus muros.

No sé si te he dicho que me corro por el Casino algunas tardes y noches. Me divierto oyendo contar anécdotas a dos o tres sabedores de vidas ajenas que allí tienen su cátedra, el más sabroso y entretenido círculo social que puedes imaginarte. Nunca había oído hablar de   —131→   la familia con quien me ligan tantos vínculos. Hace dos noches, no sé cómo recayó la conversación en Orozco, y uno que se pinta solo para lo que llaman allí sacar ánima, dijo de nuestro amigo que es el mayor hipócrita que Dios ha echado al mundo. «Ya no engaña a nadie -añadió- con aquella capita de perfecciones que usa. Hijo de tal padre, del famoso fundador y liquidador de La Humanitaria, no podía salir bueno». Otro emprendió la defensa de Orozco, asegurando que en el tratado de la honradez no era ni podía ser atacable; que lo dicho por el preopinante no tenía fundamento; pero... Estos peros son temibles, y al oírlo, me eché a temblar.

Vino a decir aquel mal hablado que Orozco no tiene mérito alguno. «Niego lo de la hipocresía, y afirmo que es hombre de buena fe y de cortísimos alcances. A mí me han asegurado que todas las noches, después que se retira la tertulia, Tomás se encierra en su cuarto y se está un par de horas de rodillas, rezando y dándose golpes con unas disciplinas». Carcajada general. Al instante salí al encuentro de esta tontería, negándola en redondo, sin que me constara su falsedad; pues ¿qué sé yo lo que hace Orozco en la intimidad de su casa, después que nos retiramos los amigos? Alguien se puso de mi parte, y se trabó una disputa muy viva, sin traspasar los límites de la urbanidad. Como en estos casos cada uno goza en rodar la bola de   —132→   nieve para que aumente, allí saltó uno diciendo que mientras Tomás se pone las espaldas en carne viva, su mujer llora de soledad y desconsuelo. Otro soltó la papa de que en el matrimonio hay grandes peloteras, porque él quiere que su mujer no abra sus salones a nadie, ni dé comidas, ni reciba, ni se vista con elegancia. Sobre este tema trazó el de más allá un cuadro terrorífico de celos y zaragatas domésticas. En fin, que de absurdo en absurdo, se llegó a la conclusión de que no se sabe nada, y que tales cosas se dicen simplemente por dar gusto a la sin hueso. ¿Qué sería de los Casinos sin no hubiese en ellos timba y murmuración? Los más locuaces reconocían que si algo extraño ocurre en la intimidad conyugal, no puede saberse, pues ninguno de los consortes ha de ir con el cuento. Yo lo negué todo en absoluto; hubo quien me dio la razón, y los señores pasaron a otro asunto; le sacaron a la de San Salomó todito el pellejo, como a San Bartolomé, y luego fueron picando aquí y allí, hasta que llegó la hora del desfile.

En rigor de verdad, no daba yo crédito a las tontunas que oí; pero te confieso que salí de allí mal impresionado y caviloso. Mas no era sólo pena lo que yo sentía, no. Te abro mi conciencia para mostrarte cuanto hay en ella. El ver rebajada y escarnecida la figura de Orozco me daba cierto gusto perverso. Su reputación   —133→   y respetabilidad me estorbaban como al ladrón, que se propone robar la custodia, le estorba la forma consagrada que en el centro de ella resplandece. Yo no iba contra la forma, sino contra el oro y las piedras. Me alegraba, pues, de que alguien me quitara el miedo a la hostia, haciéndome creer que no era Dios ni cosa que lo valiera.

Pues aún hay más. Estas cosas no vienen nunca aisladas. Algunas noches a última hora, me paso por la Peña de los Ingenieros, círculo modestísimo y muy agradable, instalado en un principal de la calle de Cedaceros. Allí tengo porción de amigos que también lo son tuyos, los muchachos de Minas con quienes viví en Orbajosa, y otros de Caminos, gente toda de muy buen trato. Esta tertulia procede de un rincón del Suizo, donde hace años estuvo, y habiendo crecido considerablemente, hubo de acomodarse en local propio. Allí no hay lujo, ni timba, ni billares, ni más juego que el tresillo, periódicos y política, mucha política. Como es natural, de vez en cuando cae un asunto privado, sabroso y vivito, y ya puedes figurarte con qué gusto se ceban en él. Pues anoche, no bien desvanecido aún de mi mente lo que oí en el Casino, conversaba yo con dos ingenieros sobre el ferrocarril de Albarracín, y oí que en un corrillo próximo nombraron a Augusta. Puse atención, y anda morena, lo que yo me temía... Estaba discutiendo   —134→   si era honrada o no era honrada. La mayoría, más por escepticismo que por otra razón, se inclinaba a la negativa. Acerqueme, echando mi parecer en medio del grupo, y recomendando la prudencia en los juicios acerca de mujeres. En esto, un señor de bastante edad, para mí muy respetable, se dejó decir que votaba resueltamente con los acusadores, y que para hacerlo así tenía pruebas. Incitado a exponerlas, escapose por la tangente, y tergiversó la cuestión, hablando de las mujeres en tesis general, de lo aficionadas que son a practicar sus devociones en las iglesias de dos puertas, con otras muchas cosas divertidas y gacetillescas que no te transmito por no alargar demasiado esta carta. Aquello, como comprenderás, me supo a demonios, y no tuve calma hasta que no hallé manera de echar un parrafito aparte con el sujeto maldiciente; el cual, sin pararse en pelillos ni hacer misterio de sus informaciones, me dijo lo que casi a la letra te copio:

«Pues sí, amigo mío, la he visto dos o tres noches, a primera hora, allá por mis barrios, salir de una casa que no diré sea mala, pero que no es de las que personas de tal calidad frecuentan honradamente. Su porte reservado, su manera de andar y de mirar buscando un simón, diéronme en la nariz tufillo de crimen. Soy perro viejo y he adquirido con mi larga experiencia un olfato sutilísimo para rastrear ciertas   —135→   madrigueras. Nosotros los machuchos no nos asustamos de nada, amigo Infante, y bueno es que usted se acostumbre a mirar con serenidad los fenómenos sociales más corrientes, perdiendo la pueril costumbre del no puede ser. Borre usted de sus libros esas tres palabras que son las más tontas y baldías que usamos... es decir, yo no las uso nunca para nada de lo que es físicamente posible». Contestele que bien podrían ser inocentes las visitas de mi prima a la tal casa, y él me arguyó, sonriendo: «Hijo de mi alma, en aquella finca no hay ninguna modista, ni encajera, ni planchadora en fino. Y no es esto decir que viva allí gente mala. Conozco a los porteros, que son la pareja más callada del mundo... Pero le veo a usted un tantico inquieto. No, no diré una palabra más que pueda lastimarle. Al contrario, torceré el curso que había dado a sus sospechas, diciéndole que quizás su prima haga esas visitas con fines de caridad. Pues mire usted; ahora caigo en que muy bien podrá ser así, y que yo me equivocara en el juicio que al principio formé... Algo inverosímil es que esas visitas de beneficencia se hagan en coche de plaza, teniéndolo propio; pero admitámoslo... ¿Por qué no hemos de admitirlo, resueltos como estamos a impedir que se manche infundadamente una reputación? Sobre todo, establezcamos la hipótesis del fin caritativo y así descargaremos nuestra conciencia de la responsabilidad   —136→   de un juicio temerario...». Las salvedades sarcásticas de aquel hombre me molestaban casi más que sus indicaciones acusadoras, y no insistí; pero sentía subir en mí la oleada de ira y tuve miedo de ponerme en ridículo, saliendo a la defensa quijotesca de una mujer que no era mi esposa ni mi hermana. Contenteme con afirmar severamente que el móvil de aquellas visitas no podía ser malo, y el anciano, reconociéndolo así, me dijo cosas muy atinadas acerca de lo peligroso que es poner nuestra mano en el fuego por ningún hecho problemático; y lo hizo el muy pillo con tanta gracia, con tan paternal dulzura, y trasteándome tan gallardamente, que me desarmó, y concluí por notar en sus palabras un resplandor repentino que me permitía ver... Pero qué, ¿era acaso verdad?

Tan aturdido estaba al separarme de él, que no le pregunté qué barrios eran aquellos, ni en qué calle había visto a mi prima. Me esfuerzo en desvirtuar la revelación, pero no puedo conseguirlo. La importancia y gravedad del caso crecen más a mis ojos, cuando achicarlas quiero con recursos de esa lógica forense que sirve para defender pleitos, pero no para calmar las inquietudes y suspicacias de nuestro espíritu. No ceso de pensar en esto, Equisillo. ¿Qué opinas tú? ¿Eres de la escuela de mi padrino Cisneros, y dices: «como si lo viera, como si lo   —137→   viera»? ¿Te parece que se lo debo preguntar a ella misma, rogándole que me saque de esta cruel duda? ¡Ah!, eso no: me lo negaría, si es verdad, y si no lo fuera, la ofendería gravemente. ¿Debo seguirle los pasos y acecharla, buscándole las vueltas? No; no me aconsejarás tú ese espionaje, indigno de un caballero... Consuélame, hombre; dime que todo ello es cavilación mía, malicia o yerro del anciano delator. Dime eso, bruto, que estás ahí mirándome como la estatua de la razón fría... Pero en vez de consolarme me preguntas si la amo o la desprecio, si este descubrimiento apaga los hornos de mi pasión o los enciende más. ¿Qué ordena la lógica? La lógica, esa gran tarasca, entrometida, farfantona, ordenará lo que quiera; pero ello es que en cuanto han surgido las dudas, y desde que he borrado a esa mujer de la lista de los ángeles terrestres... mira tú lo que son las cosas... paréceme que estoy más chiflado por ella.



2 de Enero.

Árnica, venga árnica, querido Equis, porque descalabradura como esta no la he recibido desde que tengo cráneo. Y gracias que, con la fuerza   —138→   del golpe, no haya perdido el sentido y pueda contarte el terrible accidente, y describirte mi turbación, mi pena, mi despecho, mi rabia... Ya te veo muerto de risa, y diciendo que bien ganado me lo tengo por mi depravación, por mi inmoralidad, por mi... El demonio cargue contigo. Acepto la reprimenda. Somos, en efecto, unos bribonazos los hombres de este siglito, aunque, si examinamos la condenada historia, veremos que tan pillines como nosotros fueron nuestros padres y abuelos y tatarabuelos hasta el señor de Adán, y si es verdad lo del transformismo, añadiré que lo mismo que nosotros fueron el hombre-mono y la mujer-mona.

Para mujeres monas, esta. ¡Y cuánto me ha hecho padecer la muy pícara, solapada, ingratona!... Pero vamos por partes. ¿Te he contado que la noche de Navidad cenamos en casa de Orozco, Malibrán, Calderón, Villalonga, Viera, Cícero y yo?... Pues mira, tampoco te lo cuento ahora, porque, si bien algunos detalles de aquella cena se enlazan con mi catástrofe, son largos de referir, y no está su importancia en relación con el gran espacio que ocuparían. Voy a lo principal. Me declaré ayer 1.º de Enero; yo creí que inauguraba un año de delicias, y me salió... mejor dicho, salí con las manos en la cabeza. Verás... Nos hallábamos solos en su casa, en la situación más propicia del mundo. No pienses que me fui del seguro ni que hice o dije   —139→   cosa alguna de esas que le dejan a uno en ridículo en caso de negativa. Tomé toda clase de precauciones contra las demasías del sentimentalismo; me previne contra la brutalidad, sin quitar al arma del atrevimiento el importante papel que en tales batallas le corresponde; estuve patético y atrevidillo, ¡oh Equis de mis entrañas!, caballeresco y atolondrado, todo en la medida racional y justa... Y, sin embargo, me rechazó en toda la línea, y tuve que capitular ignominiosamente. Te confío sin ningún recelo el desastre, y reclamo que me eches para acá toda la compasión de que sea capaz tu grande alma, porque... Mira que tu amigo tiene en el casco un boquete por donde se le ven los sesos... Esto se llama caerse en toda regla. Hijo de mi alma nada me valió lo bien preparadito que yo llevaba el plan de ataque, ni lo bien que se me conocía en la cara la pasión... Todavía, cuando me acuerdo de aquella firmeza, de aquella seca austeridad de mi primita, me tiemblan las carnes. Nunca me he visto en otra. Allí fue el lamentarse de haber prestado atención a mis galanterías 9, creyéndolas inocentes y de pura fórmula, tal como las autorizan el mundo y la moral tolerante de nuestros días; allí fue el expresar su equivocación con respecto a mí; allí el acusarme de injuriarla gravemente a ella y a su esposo, que me colma de atenciones y agasajos; y no te digo más. ¡Ah!, no invocó los llamados   —140→   eternos principios; pero, aunque no los invocó, procedía con arreglo a esos grandísimos hi de tal...

En resolución, que me dejó pegado a la pared, y, lo que es peor, sin esperanzas de obtener más tarde el éxito que ahora no he podido alcanzar. Aquí me tienes, pues, atajándome con una mano la sangre que me chorrea de la frente, y oprimiéndome el corazón con la otra... porque, te lo diré todo para que te rías más... después del estacazo, y al volver del mareo que produjo en mí, encontré más vivos y punzantes mis deseos de poseerla y de ser su amante. Su belleza, su talento, su boca grandecita, que es la fuente de donde brota todo el caudal de la gracia humana; sus ojos persuasivos, que te miran penetrantes, ora lanzándose hacia ti, ora recogiéndose en no sé qué misteriosa desconfianza; su talle flexible, su vestir elegante, parécenme ahora con mayores hechizos. ¡Y si vieras con qué gracia me curó ella misma la tremenda herida, ponderándome las dulzuras de la amistad respetuosa! Esto tiene chiste. ¡Qué remedio queda más que conformarse y apechugar con los arrastrados principios! Pero nuestra infame naturaleza se rebela contra ellos siempre que no se prestan a satisfacer sus caprichos, de lo que yo deduzco, en conformidad con los Santos Padres (muy señores míos), que somos los humanos una raza indecente, y que nos estuvo   —141→   bien merecido que nos echaran a cajas destempladas del Paraíso, entregándonos al muy cochino de Satanás, para que nos tentara y perdiera, y nos arrastrara a los profundos infiernos.

Y ahora surge de nuevo la gran duda. ¿Es honrada o no lo es? Ríete de mi impresionabilidad todo lo que quieras; pero escucha lo que estoy pensando. Otra vez se representa a mis ojos con los caracteres de la más pura virtud, y cuanto sospeché de ella me parece indigno, y lo que oí contar, patraña maliciosa y absurda. Te cuento todos los fenómenos que se van sucediendo en mi alma, porque eres mi confesor y nada debo ocultarte. Permíteme que analice un poco. ¿Consistirá esto en que ahora, por causa del desaire, estoy verdaderamente enamorado, y no veo en el ser que me fascina más que perfecciones? Antes quizás no la amaba de veras; empujome hacia ella un antojo, una voluntariedad de joven del siglo, que por rutina o moda no quiere ser menos depravado que los contemporáneos de su clase. Era aquello como un ensayo de vivir, ajustado al canon vigente. Pero ahora... ahora... Me parece que estás reventando de risa, y no quiero seguir.

Bueno, pues aunque te rías; aquí tienes a tu amigo hecho un ojeroso romántico, idealizando el objeto de su pasión, y remontándose, con ella en brazos, a los espacios infinitos; viéndola reflejada en sí mismo, con todos los atributos de   —142→   sobrenatural hermosura, y adornada de las cualidades más excelsas. No te oculto que hago inútiles esfuerzos por volver a la realidad. Se me ha plantado en el magín la idea de que es la pureza misma; y recordando que la borré inconsideradamente de la plantilla de serafines terrestres, me apresuro a volver a inscribirla en ella con letras muy gordas: ¡Es un ángel! Sí, veo desde aquí tu sonrisilla escéptica; pero no me importa. Lo que sí te diré es que precisamente su celestial jerarquía es lo que más me estimula a solicitarla. Y como no siento ninguna vocación de volverme yo también ángel, mi maldad aspira a sentar plaza en las filas satánicas, y acosar nuevamente a la querubina con mis pretensiones, hasta cansarla, rendirla, vencerla y hacerla mi dama. Nada halaga tan vivamente los instintos humanos como traerse un ángel del cielo a la tierra, lo que equivale a robar la esencia celeste. Todos somos algo Prometeos, amigo Equis, o intentamos serlo. ¿Comprendes lo que te digo? Por lo mismo que mi adorada prima se me ha puesto en un pedestal de virtud, quiero arrancarla de él, perderla y perderme, bajándonos ambos muy abrazaditos a las cavidades de ese infierno donde los amantes de verdad, dígase lo que se quiera, han de pasarlo muy bien, quemándose por dentro y por fuera.

En fin, que estoy exaltado y tú principias a   —143→   inquietarte por esta enfermedad mía. Tranquilízate, hombre, y óyeme otra cosa. La política es un bálsamo para los ligeros disturbios del espíritu. ¿Lo será también para trastornos graves? No sé; lo probaremos; he de buscar en la política el desgaste de esta superabundancia de vitalidad espiritual. Desde mañana me planto en los escaños rojos, y hablaré sobre lo primero que salte, revolviendo a Roma con Santiago, y me pondré frente al Gobierno, frente a las instituciones, y... boca abajo todo el mundo: me propongo minar los cimientos sociales, como se dice en lenguaje ministerial. Es que estoy furioso; necesito vengarme. ¿De quién?, de los grandes principios... que mala sarna se los coma... Verás, verás qué camorras voy a armar allí todos los días. Llegará pronto hasta ti mi fama de anarquista, demoledor y petrolero. La piqueta, la famosa piqueta y la tea incendiaria son los chismes que he de usar... Por cierto que hoy almorcé con Cisneros, y aunque no le hacía gran caso por tener todo mi pensamiento concentrado en mi amarga cuita, me mostré conforme con cuantas atrocidades echó de aquella donosísima boca. Es el tío de más talento que hay en España. Hemos convenido en transformar la sociedad y ponerlo todo patas arriba. Vengan otras leyes, otra forma de la propiedad, otra moral, otra religión, otras costumbres, otra raza, otra manera de vestir, aunque sea en   —144→   cueros, otra lengua, y venga, por fin, otro planeta, que este ya no nos sirve.

Vas a creer que firmo esta en Leganés; pero no; la firmo y fecho en mi cuarto del Hotel de Roma, a las cuatro de la madrugada, después de pasar una noche de perros, y decidido a no acostarme porque sé que no he de dormir. No se aparta de mí la hermosa imagen austera, con toda la gracia divina y humana, coronada de aquella honradez que admiro y anhelo hacer añicos. Mírala como una santa de altar, no vestida de severos paños, sino con los atavíos elegantes de la última moda. Es un ángel que se ha entregado a las modistas. ¡Oh, qué virtud tan tentadora! No poderla tronchar en un abrazo, no poder estrujarla como se estruja una flor... Si no me modero, amigo mío, voy a salir por esas calles tirando piedras.

No te enamores, Equis, no te enamores; dedícate en esa tierra, con malos fines, a las Galateas de refajo amarillo. Y si alguna te sale con que debajo de todas aquellas bayetas está la honestidad, renuncia a las vanidades del mundo y métete cura.



  —145→  

6 de Enero.

Bueno, hombre, bueno, variaré la tocata. Creo, como tú, que eso me tranquilizará. Esta tarde fui a ver a Federico. Tuve intenciones de confiarle mi pena; pero luego me rehíce de esta debilidad, y mutis. Por cierto que observé allí cosas que me hicieron gracia. Cuando entré, a eso de las dos, nuestro amigo acababa de despertarse y había pedido el almuerzo. Para funcionar con más desembarazo, Claudia, después de dar la teta al nene, le colocó bien abrigado en el lecho de Federico. Este apartó las sábanas y me dijo: «Mira lo que tengo aquí». Mucho nos reímos los dos, y más aún cuando despertó el chicuelo y se puso Viera a jugar con él, haciéndole cosquillas, y dejándose tirar de la barba por las manos delicadas del tierno infante. Pero habías de ver aquello cuando pusieron la mesa sin patas sobre la cama, y empezaron Claudia y Clotilde a servir el almuerzo. Lo mismo fue olerlo que entraron de rondón cuatro canarios de alcoba, hijos de Claudia, el mayor como de seis años, la más pequeña como de dos, y piando y gorjeando se enracimaron en   —146→   los bordes del lecho. Uno daba un brinco hasta plantarse en las almohadas, tocando con sus patitas la cabeza de Federico; otro se encaramaba por los pies. Su madre les reñía, llamándoles insolentes y granujas; pero no se los llevaba. Federico, de todo lo que iba comiendo, les repartía por turno, con el tenedor, diciéndoles: «Ahora tú... No más... Formalidad, y todos probarán». El de teta, que estaba entre las sábanas, con aquella algazara empezó a berrear, y Clotilde tuvo que cogerle en brazos. Tan fuertes chillidos dio el angelito, rojo y apoplético, los puños cerrados, soltando gruesos lagrimones, que fue menester llevársele fuera. Sus hermanos eran más amables. Federico tuvo que andar con ellos a trastazo limpio; pero no se dieron por ofendidos. Al fin del almuerzo, la cama estaba como si hubiera pasado por encima de ella un regimiento de caballería. No pudo evitar Viera que cogieran los libros que allí tenía, ni que el mayor los examinara deletreando el título, ni que la pequeña les arrancara algunas hojas como quien no hace nada. Claudia se los llevó con no poco trabajo, y volvieron a entrar, y costó un triunfo echarles de nuevo. Toda la tarde estuvimos oyendo el rumor de su batahola en la cocina. A mis observaciones sobre la paciencia con que tolera molestias fáciles de evitar, contestome Federico con el qué más da, que usa siempre para disculparse de su abandono.

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Noto en él una indiferencia parecida a la resignación. Su melancolía envuelve cierta pereza intelectual, como si acobardado ante su mala suerte, sintiéndose incapaz de luchar con ella, se le entregara sin quejarse. La conversación que acerca de esto sostuvimos mientras se vestía, llevonos a tratar de su hermana, que me ha inspirado tanta lástima desde que la vi. Arriesgueme a censurar, con el tacto necesario para no lastimarle, el abandono en que la tiene. ¿Por qué no la presenta en sociedad? ¿Por qué no la inclina al trato de sus iguales, librándola del roce de personas sin educación, ennobleciendo su vida, y tratando de proporcionarle un buen partido? A esto me contestó, con fría amargura, que tales habían sido sus propósitos; pero que ha renunciado a ellos por la resistencia que su propia hermana le opone. La ruina de la familia cogió a Clotilde en la transición de niña a mujer. Vinieron terribles días de penuria, y la pobre joven, criada en colegios de lujo, se vio privada hasta de lo indispensable, sin poder reunirse con sus amigas más queridas. De aquellos días data su encogimiento huraño y su gusto de la insignificancia y obscuridad. No tardó mucho en acomodarse al aburrimiento que le prescribía su desgracia, consagrándose a cuidar de su hermano; y aunque este hizo esfuerzos increíbles por ponerla, al menos aparentemente, en otras condiciones de vida,   —148→   cada día encontraba en ella resistencias mayores. Poco a poco, la pobre niña se iba encariñando con las criadas en cuya compañía estaba constantemente: llegó a perder toda afición a vestir bien, y sus gustos delicados se fueron embasteciendo hasta parar en el desaliño. El qué más da de su hermano la contagió como una diátesis de familia; no supo sostener el esmero de la persona, refinado y minucioso, que aquel conserva en medio de su indolencia. Se habituó a los modales descompuestos y al inculto lenguaje de aquellas tarascas, y ha concluido por comer con ellas, cuidar los chicos de Claudia, y no hallarse bien sino en tal compañía. Estas familiaridades con gente baja han influido en su carácter de tal modo, que apenas tiene ya la conciencia de su mérito personal. Es algo salvaje; cuando yo voy allí huye como una cierva, evita mi conversación todo lo que puede, y si forzosamente tiene que hablarme, la noto cohibida y como temerosa de no expresarse bien. ¡Pobre niña!, te aseguro que me inspira verdadera compasión. Su mirada inteligente y tímida es de esas que no se olvidan.

A mis indicaciones sobre esto, contestó Federico así: «Hoy por hoy, apartarla forzosamente de estas mujeres sería una crueldad, porque les tiene inmenso cariño. Cierto que ha perdido sus modales; cierto que sus gustos se han hecho toscos y que su persona se ha rebajado; ¿pero   —149→   yo qué puedo hacer? Soy pobre. No puedo luchar con mi infame destino. Adelante, y hasta el fin, si esto tiene algún fin».

Hícele notar que su hermana está en la edad en que por donde menos se piensa salta el amor, y bien valía la pena de mirar con interés asunto tan delicado. Encogiose de hombros, y me dijo que ni aun sospechaba que Clotilde tuviese novio o pretendiente. No insistí sobre este particular, por no aparecer más papista que el Papa, y ya que de amores hablábamos, no sé por qué sentí nuevamente deseos de confiar a Federico los míos, o mejor dicho, mis frustradas esperanzas. Pero también supe contener aquella segunda tentación de espontaneidad.

Pude observar aquel día, que la casa de este hombre infeliz es un jubileo mareante. Razón tiene en decir que el sonido de la campanilla le produce un estado nervioso y cardiaco que ya constituye verdadera enfermedad. Los acreedores y pedigüeños se suceden sin interrupción, y una de las mayores dificultades del gobierno de aquella casa es lo que llamaríamos el servicio de puerta. Clotilde se ha hecho a este innoble servicio, y lo desempeña hábilmente, con todo el manejo de mentiras diplomáticas que el caso exige. A unos les engaña, a otros les manda volver la semana próxima, a los más les engatusa con bonitas promesas. Hay usureros de fuste, que pasan siempre y se entienden   —150→   con Federico, el cual les recibe de mal talante, con cariz avinagrado y duro. «A estos tipos -me dijo un día- hay que tratarlos a la baqueta, y no tenerles consideración alguna. Es la manera de que nos sirvan bien. Al que se hace de mieles se le comen vivo». En cuanto a sablazos, no he visto debilidad como la de nuestro amigo para dejárselos pegar. Allí van llorones que la encajan mil embustes, y como le cojan con dinero, le dan el timo. Yo le recomendé que mirase mucho a quién socorría, y me respondió: «¿Qué más da? Estos infelices también han de vivir. Cada uno se las arregla como puede». Y los condenados se dan tal maña, que hasta parecen adivinar cuándo tiene cuartos, para caerle encima como las moscas. Dice que el único placer de la vida consiste en dar. La cara que ponen los pedigüeños, el brillo de sus ojos, cuando sacan tajada, vienen a ser como una visión de alegría, un rayo celeste a que no puede renunciar quien vive entre negruras, sin ver más que esas caras muertas, esas máscaras de la sociedad culta, que nunca reflejan los grandes goces del alma.

¿Qué te va pareciendo esto? ¿Qué piensas del pobre Viera? Hay que reconocer que, si algunas de sus facultades duermen, si su conciencia se amodorra, tiene siempre bien despierto el punto de dignidad y de amor propio, y con esta especie de virtud disimula en sociedad   —151→   los desastres de su vida íntima. Te repito que he intentado ayudarle a salir de apuros, y que me tapa todas las brechas que trato de abrir en su susceptibilidad, para introducir con delicado contrabando mi socorro. Otros amigos que pretendieron lo mismo no han logrado rendir su orgullo. ¡Qué mal efecto me hace verle de noche en casa de Orozco, de la San Salomó, o de Trujillo, y recordar mientras le veo y le oigo, las tristezas de su modo de vivir, y los cuadros lastimosos que he visto en su casa! Los muchos amigos y amigas que tiene en sociedad, aunque algo saben de sus ahogos pecuniarios, ignoran lo que yo sé y he visto. Algunos ¡ay!, le admiran. Hay quien le envidia. Es Federico de estos hombres que se hacen querer en cuanto se les trata un poco. Su perfecta educación (en lo tocante a modales y a la vida externa); aquel aire de modestia, no incompatible ciertamente con su orgullo, y que más bien lo templa, lo ennoblece, convirtiéndolo de defecto en cualidad; su gracia melancólica en la conversación; aquel mismo abandono moral tan semejante al cansancio, cautivan y desarman, predisponiéndonos a la indulgencia. Físicamente, algo tengo también que decirte. Su cara, que es un prodigio de expresión y movilidad, comienza a desmejorarse. Me parece bastante anémico, y envejecerá pronto. Ya se le ven algunos hilos de plata en la barba negra y en las sienes, y su   —152→   mal color revela la insana costumbre de hacer de la noche día. Asegura que vivirá poco, y creo que no se equivoca.

Y ahora se me ocurre hablarte de la Peri. Dirás tú: «¿Y quién es la Peri? ¿Y por qué eslabona este tonto el nombre de Federico con el de esa que no sé si es mujer, o gata o yegua?». No te hagas el virtuosito y el morigeradito, diciendo que no conoces la Peri, y que a ti no te hablen de ninguna moza de estas que llaman del partido. ¡Hipócrita, me quieres hacer creer que con esa capita de seminarista o de filósofo motilón, no te haces el perdidizo alguna vez en las enramadas del jardín de Venus! Pero, en fin, te concedo, si tu gazmoñería se empeña en ello, que no ha llegado a tu noticia el excelso nombre de la Peri. Los sabios suelen estar muy atrasados de noticias, y de fijo tú sabes más de Semíramis o de Aspasia que de esta contemporánea nuestra. Voy a sacarte de dudas y a enriquecer tu erudición en lo tocante a heroínas modernas. La Peri... esto de la Peri, yo no sé de dónde diablos viene. Puede que algún rancio etimologista te lo pueda explicar. Yo lo que sé es que se llama Leonor, y que el origen del apodo se encontraría en el misterioso lexicón de la gente del bronce. También sé, sin necesidad de recurrir a las bibliotecas, que Leonor es monísima, elegante, depravada y con muy buena sombra para hacer olvidar su relajación, mujer   —153→   de excepcionales dotes para atontar a los hombres, y que, de nacer en Francia, habría sido una celebridad. Aquí no lo es sino en los círculos puramente madrileños y a media voz; pero su fama, sin llegar nunca a la difusión que dan las letras de molde, toca en los límites de la popularidad. Se ha comido a media docena de hijos de familia, y se ha merendado a dos o tres viejos verdes. Es simpática, todo lo simpática que puede ser una serpiente de manchada piel, cabeza chata y diente venenoso. Y de rodillas ya ante el confesonario, me golpeo el pecho y te digo que yo también me he dejado tentar de esta hermanita de Satanás; pero que, si enfermé de su ponzoña instantánea, la curación ha seguido prontamente a la picadura. Es que somos pura fragilidad los jóvenes de esta generación. Échame un sermoncito, hombre, échamelo, por amor de Dios.

Con decirte que somos jóvenes, y que no hay mayor tontería que llegar a la vejez sin probar cuánta manzana y cuánto melocotón y cuánta breva dan los frutales de la vida, me parece que te contesto bien y aun que te dejo callado. Pues bien, durante algunas noches hemos pasado los amigos y yo ratos muy agradables en casa de la Peri... No te asustes; no se trata aquí de pecados contra la honestidad. Íbamos simplemente a que nos echara las cartas. Te mueres de risa si llegas a venir con nosotros, porque la verdad   —154→   es... (váyanse al cuerno tus moralidades y todo el fastidioso empaque de tu filosofía) que tiene esa mujer la sal de Dios para echar las cartas, y que otra más serrana no ha nacido en el mundo. Lo gracioso es que se cree todas aquellas paparruchas gitanescas, como si fuesen el Evangelio. Y si vieras; parece que realmente le adivina a uno los pensamientos, y que, pitonisa de nuestra época de realidad, levanta el velo de lo porvenir y desmiente las leyes de la razón. Me gustaría verte allí, tronando severamente contra la cábala, y rindiéndote a las carantoñas de la linda bruja, como cualquier hijo de vecino.

Pero tú dices: «¿qué tiene que ver esa diablera con mi amigo Federico?». Voy allá, hombre, voy allá, y no seas tan vivo de genio. Pues, si se han de creer las apariencias, hoy no son amantes; pero lo fueron cuando la Peri sentó plaza. En el actual momento histórico se tratan con familiar y honesta amistad, aunque ella tenga sus enredos más o menos transitorios con personas que la mantienen. Esto he oído, esto te cuento. Dícese, y podrá ser verdad, que Federico la socorre a ella en los casos de penuria; dícese también, y esto lo pongo en duda, que Leonor le echa a su amigo un cable cuando le ve con el agua al cuello. ¿Lo crees? ¿Te parece verosímil que hombre tan delicado y susceptible, rebelde al auxilio de sus amigos, acepte los   —155→   de una mujer de tal clase? Yo rechazo la versión maligna, que me parece forjada por la envidia o el pesimismo de esta sociedad. Pero te diré una cosa, para tu gobierno. Federico, al menos conmigo, no hace misterio de su amistad honrada con esa buena pieza. Ayer hablamos de ella en la calle, yendo a casa de Orozco, donde comimos, y me dijo lo que a la letra copio para que vayas atando cabos: «Te aseguro que esa pobre Leonor es una buena mujer, y que no conozco un corazón más noble que el suyo».

Y basta de Fritz. Ya ves cómo te he complacido, escribiéndote una carta absolutamente limpia de toda murria wertheriana. He tenido que violentarme y poner diques y compuertas al flujo de mis cuitas amorosas. Di ahora que no sé guardar las debidas consideraciones a mis amigos, ahorrándoles las náuseas de una toma fuerte de sentimentalismo. Pero alguna vez me ha de tocar hablar de lo mío. Prepárate para la próxima.



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8 de Enero.

¿Pero es broma o qué es? Dices que vas a dar mis cartas para el folletín de El Impulsor Orbajosense, ¡arre!, ilustrado periódico de esa localidad, órgano de los intereses materiales y morales, etc. ¿Sabes que tendría gracia? Pero aun variando los nombres, la broma sería tan pesada, que no habría más remedio que retarte en duelo a ti, y poner las peras a cuarto al cojo ese que dirige el papel, y que me tiene tan mala voluntad desde que le quité la Administración de Loterías para dársela al marido del ama que me crió a sus castos pechos. Basta de guasas, Equisín; no me irrites, no me cosquillees con tus chirigotas maleantes; mira que estoy echando chispas, y si llego a estallar... ¡Dios mío, cómo me he puesto! Si me pica una pulga, creo que me ha mordido un perro rabioso; si tengo que cerrar una puerta, doy con ella tan fuerte golpe, que se estremece todo el Hotel; si la pluma con que te escribo saca un pelo, ¡zas!, la estrello contra la mesa; si tengo que llamar, echo abajo la campanilla y se me enredan en el cuello cuatro varas de alambre; en fin, estoy hecho una   —157→   fiera. Me muerdo a mí mismo, y por no poderme soportar, me mando a paseo, dándome de puntapiés.

Y lo que me pasa no es para menos. Tú, con esa flema que Dios te ha dado, estarías tan fresco. No truenes contra mi repentinismo: cada uno es cada uno. Mis afectos propenden a la amplificación, y cuando gozo o padezco paréceme que en toda la anchura del mundo no caben mi placer o mi martirio. No me enfado nunca a medias. Si riño con un amigo, despídome de él para siempre. Siéntome niño en mis dolores y en mis alegrías. La ligera ofensa se me hace mortal agravio. Tengo miedo a enamorarme, porque fáltame asiento en la voluntad, y voy como buque sin lastre en un mar agitado; a cada tumbo me parece que veo el abismo abierto a mis pies. ¡Por qué no nacería yo en tiempo de los frailes para meterme a motilón y vivir en dulce uniformidad, sin pasiones, sin estímulos, hecho un honesto marmolillo y un mano inconsciente!

Como esto siga así, ya puedes encomendarme a Dios. Esa cruel nereida, perdona el clasicismo, va a acabar con tu infeliz amigo. Sigue en sus severidades, echando cada día sobre lo que llama mi capricho, jarros y más jarros de agua frapée, moral pura de la más cargante y trasnochada, de la de catecismo con preguntas y respuestas. A veces creo que me ha tomado a   —158→   mí por cabeza de turco, para ensayar la fuerza y empuje de su virtud, y hacer gala de ella ante el mundo. Estas virtuosas me fastidian. Paréceme que no son virtuosas por la satisfacción de serlo, sino por ganarse un premio en el Derby de la honestidad.

La resistencia ha redoblado mis anhelos hasta un punto de que no tienes idea. Muéstrome exaltado, y nada: calabazas más gordas que la primera vez. Hágome el desdeñoso, en seguida me conoce el juego: calabazas como la copa de un pino. Le ruego que me permita besarle una mano, ósculo de amistad, puro como la caricia de un niño, y me despide con una displicencia que anonada. Cuando trata en solfa mis pretensiones, menos mal: lo llevo con paciencia. Pero cuando me pone el hociquillo de virtud, créelo, le pegaría... Despedido, me voy y vuelvo con cualquier pretexto, y entonces me presenta a la preciosa Estefanía, como un santero presenta la reliquia para que la adoren los beatos. Esta niña es hija de Calderón, y Augusta la tiene casi siempre en casa, y la mima y agasaja como si fuera suya. La chiquilla es monísima; marido y mujer se consuelan con ella de la pena de no tener sucesión. Pues, como te digo, me la pone delante, sentándola sobre sus rodillas, y con la crueldad más salerosa del mundo, dice: «Bésame a esta, bésamela todo lo que quieras». Y yo me la como, la beso   —159→   tanto que la hago llorar. Adoro el santo; pero lo que a mí me gusta es la peana. ¡Ay qué peana!

No tengo ganas de escribir más esta noche. Vete a los infiernos, tonto, majadero, a quien por vivir en Orbajosa debo llamar harto de ajos.

Sigo la que empecé. Hay novedades, amigo Equis, pero grandes novedades. Trátase de un caso extrañísimo, que por su calidad y trascendencia merece tu examen. Anoche tuve una revelación. ¿Crees tú en las revelaciones? ¿Crees tú que cuando dormimos, o cuando nos hallamos en ese estado psicológico fronterizo entre el sueño y la vigilia, estado en que se confunden la estupidez y la perspicacia, puede venir un espíritu a ingerirnos en el cerebro una idea, o a murmurar en nuestro oído palabras que son la cifra de un misterioso enigma? De fijo no lo crees. Yo tampoco lo creía, y ahora sí; creo en el Ángel de la Guarda, ese bondadoso, invisible amigo que velaba nuestra cuna cuando éramos nenes, y que, de hombres, nos visita alguna vez para resolvernos un grave problema de la vida, para señalarnos un sendero en la intrincada selva donde nuestra insegura voluntad se ha perdido. ¿No recibiste alguna vez ese soplo sobrenatural, revelación que por la claridad con que se te hace no puedes tener por obra de tu propio espíritu, sino por aviso de alguien superior y externo?

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Pues verás: acosteme caviloso y con el cerebro lleno de nieblas. Dormí no sé cuánto tiempo sin soñar nada. Desperté de súbito, cual si me clavaran un aguijón, desperté con una idea que había brotado en mi mente como el fulminante que estalla. La idea era esta: «Augusta no es honrada; Augusta tiene un amante». ¡Ay!, lo sentí bajo mi cráneo, no como pensado, sino como sugerido, casi casi escuchado. Me aluciné hasta el punto de creer que alguien estaba allí, y de sentir el calor de una cara junto a la mía. Encendí la luz; temblando, revolví mis miradas por la alcoba. Excuso decirte que no había alma viviente. Llama a esto, si quieres, fenómeno cerebral; pero confiésame que la idea que produjo no es una idea mía, sino partícula del saber total, venida a mí por medios que no están a mi alcance. Hay que distinguir cuándo funciona nuestro cerebro de por sí, y cuándo engranado en la máquina inmensa del conocimiento universal. ¿Qué?, ¿te parece esto una sutileza? No puedes juzgarlo, porque no has experimentado como yo el choque inenarrable del rayo celeste al horadar el hueso en que se encierra nuestra mente. La recepción de la verdad no puede confundirse nunca con la emisión de una idea propia. Desconoces el lúcido entusiasmo que el fenómeno produce, la fe tenaz que enciende en nuestra alma. Puedo asegurarte que desde aquel instante mi convencimiento fue tal, que la evidencia   —161→   y la comprobación no lo habrían producido mayor. Ni me hacen falta testimonios para creer y sustentar lo que sustento y creo a puño cerrado, como afirmamos nuestra propia existencia. Excuso decirte que no volví a pegar los ojos en toda la noche. Me la pasé recordando pormenores y trayéndolos a la corroboración del hecho, no porque este, a juicio mío, necesitase pruebas, sino por puro entretenimiento de la mente, que se recrea en la lógica como los ojos gozan en la claridad de un hermoso día. ¡Ay! Equisillo, ¡qué amarga satisfacción la de hallar la conformidad entre el hecho revelado y las menudencias que acudían a mi memoria, como testigos impacientes por declarar en un proceso! Cosas que antes me parecieron raras, parécenme ahora lo más natural del mundo.

Te conozco bien, y porque te conozco, recelo que mis psicologías no te resulten sensatas; pero no me importa. Crees que estoy febril cuando esto escribo, y no es verdad. Esta madrugada sí lo estuve, y también parte del día, y un buen rato de esta noche; pero me he serenado como por ensalmo, y escribo ahora con relativa frialdad. Te contaré todo lo que me ha pasado hoy, para que veas cuánto se emprende en término de un día.

Vamos despacio. Almorcé solo; esquivé antes y después del almuerzo ocuparme de asuntos del distrito. Estuvo aquí una comisión, que ha   —162→   venido de ese inmundo poblacho a gestionar la consabida rebaja de los consumos, y no quise recibirla, pretextando enfermedad. No fui a Gobernación, a donde me llamaba un asunto de muchísimo interés... para los de Orbajosa. ¡Figúrate tú qué me importará a mí ni a nadie que sea nombrado D. Juan Tifetán secretario del juzgado municipal, en vez de serlo D. Paco Cebollino, de la noble familia de los Licurgos! ¿Crees que la armonía del Cosmos se alterará porque la fuente de los Chorrillos corra o deje de correr, o porque la carretera de Valdegañanes pase o deje de pasar por la finca de D. Cayetano Polentinos? En medio del desdén que estos problemas locales me inspiraban, ocurrióseme visitar a Cisneros. Tres días hacía que no pasaba por allí, y el buen señor no se conforma con estar tanto tiempo sin verme. Yo también echaba ya de menos el recreo de su charla, la saludable expansión que en su casa tiene siempre mi ánimo, con aquellas teorías tan chuscas y originales. Envuelto en su bata roja, mi padrino estaba aquel día entregado a la administración, y trabajaba con el escribiente, tirándole de las orejas a cada descuido, y encontrando siempre muy mal todo lo que el pobre muchacho hacía. Hablome de lo que goza ordenando sus cuentas; quejose de las contribuciones; puso de vuelta y media al Gobierno porque no las reduce; díjome que pocos propietarios pagan al   —163→   Fisco tan puntualmente como él, y que lo más sensible es que, pagando tanto, los servicios del Estado sean tan perros. De los municipales no hay que hablar. Duélese de que tributa enormemente por su propiedad urbana, y... «mira qué calles, qué gas tan malo, qué policía tan detestable. ¿Querrás creer que por no satisfacerme el servicio de seguridad, tengo yo un sereno mío me custodia la finca? Si así no fuera, no podría dormir tranquilo en este barrio tan próximo a los del Sur, infestado de ladrones».

Tú dirás que a qué viene esto. Creerás que es para señalarte la contradicción entre el proceder eminentemente conservador de D. Carlos y sus ideas disolventes. No, no es eso: ya hemos convenido en que la palingenesia política de mi tío es pura fanfarria, un papel para recitarlo y hacerse aplaudir en sociedad. Cuéntote estas cosas por otra razón. Verás a dónde fue a parar el ingenioso Cisneros. «El hombre más feliz -me dijo al fin-, y estoy por decir que el más sabio de España, es nuestro amigo Federico Viera, que no paga contribución y vive como un príncipe, que no tiene nada que administrar, ni hace jamás un número, y con sólo mirar una carta y ver lo que sale, ha sabido arreglarse su modo de vivir. No necesita tener ninguna clase de moralidad para que el mundo le aprecie y le mime, porque su talento, su buena figura, su educación, lo suplen todo.   —164→   Come en las esas de este y el otro, que todavía le agradecen que acepte un puesto en ellas. Sus acreedores no se atreven a molestarle, porque saben que les saldría peor la cuenta. Va a todos los teatros sin comprar localidad; y para colmo de ventura, el ramo de mujeres no le cuesta un maravedí, porque siempre habrá, entre las de sus amigos alguna que le ofrezca platito sabroso y gratis en el festín del amor. Es mucho hombre el amigo Viera. Yo se lo digo siempre: Eres el ciudadano del siglo XXI, de ese siglo en que todo será común, hasta las mujeres».

Oí a mi padrino, y quedeme aturdido como quien recibe fuerte golpe en la cabeza. ¡Obra revelación teníamos! Te reirás de mí todo lo que quieras; pero yo no me vuelvo atrás de lo dicho. Mensaje superior fue aquello, complemento del que recibí de madrugada, al despertar de un sueño profundo. Oírlo y creer, como creo en la luz, que el amigo Viera es... Ya habrás comprendido: me repugna tanto la idea, que hasta me resisto a escribirla, Sí, bien claro estaba. ¡Qué estupidez no haberlo comprendido antes!... Pero así, por súbitas, inesperadas referencias, se nos revelan las verdades que se ocultan al conocimiento general. La casualidad, una voz, una cita, un nombre, son el rayo de luz que esclarece todos los misterios.

Tanta fue mi inquietud, que no supe ni encontrar un pretexto para despedirme bruscamente   —165→   de mi padrino y echar a correr. No recuerdo bien lo que le dije, y salí como alma que lleva el diablo. Una resolución súbita me enardeció el ánimo, y había que ponerla en ejecución al instante. Tomé un coche y me planté en casa de Federico. Yo no sabía cómo decírselo; pero sí que se lo tenía que decir, y que si no se lo decía, reventaba.

Encontrele en la cama, y le acometí sin preparación, diciéndole: «Federico, tengo que comunicarte una idea; tengo que hacerte una pregunta... Vengo a que me saques de cierta duda... No, no es duda, es evidencia; necesito que corrobores... que corrobores...». Mirábame con asombro y susto. Nunca me había visto descompuesto y agitado como hoy lo estaba. Su sorpresa le hizo enmudecer algún tiempo. Yo me expliqué mejor. Te referiré en dos palabras el diálogo aquel, que bien merecería lo escribieras tú, porque, francamente, fue dramático hasta no más. No anduve con rodeos para confiarle la pasión que me hacía infeliz y el fracaso de mis anhelos. Él dudaba que la pasión fuese tan honda como dije, y en cuanto al fiasco no vaciló en tenerlo por natural. Cuando le expresé mi convicción contraria a la honradez de Augusta, pareciome que se nublaba su frente, que la ofendían mis palabras, y que se violentaba para no obligarme a una retractación. «Ceguedad tuya -me dijo-, monomanía, locura   —166→   razonante». Yo no podía probar lo que tan vivamente creía, y falto de argumentos, fundados en hechos, tenía que emplear los de mi fe, incomunicable sin duda. Nuestro diálogo se acaloraba, y de improviso le apreté un brazo diciéndole con voz descompuesta: «Tú eres, tú eres...». Y no sé qué más dije, no sé qué sarta de palabras salió de mi boca, frases violentas, injuriosas quizás, inflamadas por la convicción. Pero no pude menos de sentirme cortado ante la frialdad con que Federico me oía. Observé su rostro perfectamente tranquilo, inmutable, y en sus ojos no brilló ni el más leve destello que delatara una conciencia intranquila. Soltando después una risa franca, no enteramente burlona, más bien compasiva, díjome estas cariñosas palabras: «Es preciso que te pongas en cura, pero pronto, antes que el mal te coja toda la cabeza... Manolo, tú estás muy malo. Te aconsejo la rusticación. Vete a Orbajosa por una quincena, y sanarás. Eso no es pasión verdadera, es una crisis de voluntad contrariada, y una chafadura del amor propio, males ambos que en las grandes poblaciones son una verdadera epidemia. Unos días de campo te pondrán como nuevo».

A pesar de su humorismo, y de la perfecta tranquilidad, superior a todo disimulo, que su semblante revelaba, insistí, y él entonces, poniéndose muy serio, me dijo: «Si una declaración   —167→   mía formal no te basta, no sé qué puedo hacer. Te juro que estás en un error. Y aunque los juramentos estén pasados de moda, me veo en el caso de jurar, por lo que valga. Te juro que no hay nada de lo que sospechas. ¿Lo crees? Bueno. ¿No lo crees? Allá tú». Y después de otras cosas, que no han persistido tan claramente en mi memoria, añadió esto: «Todo lo que hay en aquella casa, es sagrado para mí».

Y ahora, Equis mío, no te alborotes si te digo que Viera me convenció. Toda esta tarde, mientras estuve en su compañía, viéndole lavarse y vestirse, mi espíritu no cesó un instante de machacar en la misma idea, como herrero en la forja. La segunda revelación parecíame fallida; pero la primera, la del despertar, aquella no había quien me la quitase. Federico lo intentó con hábil dialéctica; pero nada pudo conseguir. Yo discurría así: «Lo que es este no es; pero será otro; y ese otro, ¡vive Dios!, yo lo he de encontrar».

Salimos y paseamos juntos. Federico se permitió darme bromas sobre aquel caso; yo me sentí un tanto ridículo, fingime aliviado del mal de amores, y aun me burlé un poco de mi desvarío, atribuyéndolo a mi carácter impresionable. No comimos juntos aquella noche. Él se fue no sé a dónde, y yo al hotel de Cícero. Luego fui a casa de Orozco y me encontré a este con un fuerte catarro, por lo cual su mujer   —168→   no quería ir a la reunión de San Salomó: él la instaba para que fuese, y me suplicó que la acompañara. Por fin se decidió. Vistiose en un momento, y salimos. Al entrar en la berlina, yo no me encontraba muy satisfecho, porque, de no ser amante, el papel de sigisbeo, aunque en el mundo sea un papel envidiable, a mí no me agrada.

«Me ha contado papá que hoy estuviste en su casa -díjome Augusta cuando la berlina echó a andar-, y que parecías medio loco».

La contestación en el próximo número. Ya no veo lo que escribo, de cansado que estoy. Buenas y santas.



10 de Enero.

¿Qué tal? ¿Te resulta esto divertido, o te parece extravagante, empalagoso, digno sólo de figurar en el folletín de El Impulsor Orbajosense? Vamos; me ha hecho reír tu idea de que podría publicarse, trocando los nombres por otros extranjeros, suponiendo la acción en Varsovia y anunciando a la cabeza que es traducción del francés... Cállate la boca, o te estrello. ¡Publicar esto... vamos, ni aun con tales disfraces! Además,   —169→   si como representación de hechos positivos pudiera tener algún interés para los conocedores de las personas que andan en el ajo, como obra de arte resultaría deslucido, por carecer de invención, de intriga y de todos los demás perendengues que las obras de entretenimiento requieren.

Quedamos en que nos metimos ella y yo en la berlina. Bueno. Nunca me había parecido tan guapa como aquella noche. Vestía... Aquí de mis apuros. Soy tan torpe para describir trajes de señoras, que cuando lo intento digo los mayores disparates. No sólo ignoro los nombres de esta y la otra prenda y de las distintas formas de toilette, sino que confundo los nombres de las telas. Está visto que para revistero de salones no sirvo yo. Sólo te diré que estaba elegantísima, que llevaba abrigo de pieles, que el peinado... ¿Cómo lo diré si no doy pie con bola en estas quisicosas? Pues llevaba el pelo recogido hacia arriba formando un pico, y en este una joya, algo que echaba chispas cuando mi ingrata movía la sin par cabeza. ¡Ah!... se me olvidó: el pelo ligeramente empolvado. Los guantes eran claros, de muchísimos botones; eso, eso, la mar de botones. Cuando entré, ya los llevaba puestos. Yo habría deseado que no, para ayudarle en la operación de abrochárselos. En el pecho una flor, rosa... no diré que amarilla; pero amarillenta, sí. Nada de escote, chico. Y en la   —170→   fisonomía, ¡oh, desventura!, en el resalado hociquito, nada que me alentara, nada que me significara una promesa. A lo que dije, contestome severa, indiferente. Comprendí que mi juego era mostrarme tranquilamente resignado, y así lo hice, diciéndole poco más o menos: «Descuida que ya no te molesto más. Me he convencido de que es una insensatez pretenderte... Cuando se llega tarde, no hay más remedio que tener paciencia. Y mi sino es llegar siempre tarde. Otro más feliz que yo ha merecido lo que a mí se me niega...».

Creí notar inquietud en su mirada. Fue como un relámpago. Volvió la cara para mirar hacia fuera, y después de una enfadosa pausa me contestó así:

«Hay que dejarte. Estás insufrible de tonto, de loco y de no sé qué».

El coche había recorrido la calle Ancha, y atravesaba Chamberí para bajar a la Castellana por las casas de Indo. Densa niebla luminosa y blanca se aplanaba sobre Madrid. No se veían las casas ni los árboles. Las luces de gas, desvaneciéndose en la claridad lechosa, formaban discos, en algunos puntos teñidos de un viso rosado, en otros de verde. Augusta y yo observamos aquel fenómeno, y alguna observación hicimos acerca de él; pero en realidad lo que decíamos era un pretexto para ocultar nuestra turbación. No era yo solo el intranquilo y preocupado;   —171→   ella también lo estaba. Me miró y me dijo: «No creí yo que fueras tan mala persona».

-Yo seré todo lo mala persona que quieras, Augusta; pero ello es que tú no te atreves a negar lo que he dicho, y aunque lo negaras, de nada te valdría; porque lo que sé de ti, lo sé, fíjate bien, como si lo hubiera visto.

Observé en su boca y en sus ojos esa expresión particular de quien se esfuerza por tomar a risa lo que no es para reír. Mientras más contraía sus labios, más seriedad resultaba en aquel semblante.

«No me llames malo -le dije, estrechándole una mano, que no se atrevió a retirar de las mías-; ni temas que de mí pueda venirte ningún sinsabor. Si algo sé que tú quieres que ignore todo el mundo, hazte cuenta que soy como un muerto. No temas nada».

¡Qué bien leí en su alma en aquel momento, aun sin verle la cara que hacia el cristal volvía! Su voz resonaba con timbre extraño al decirme: «¡Qué tontería!... ¡Si no te hago caso!».

Y hasta me pareció que su mano temblaba. Al través del guante, no sé qué estremecimiento de la epidermis me revelaba que la señora de Orozco me había cogido miedo. Y su miedo me permitió lo que nunca me había permitido su confianza, besarle la mano. «Augusta, yo estoy loco por ti. Me has hecho desgraciado para toda la vida...».

  —172→  

Y ella seguía observando la neblina, en la cual los discos luminosos, formados por la llama al desleírse en la humedad, crecían o menguaban al paso del coche.

«Augusta, yo soy y seré siempre el primero de tus amigos, fervoroso, leal, dispuesto a sacrificarlo todo por ti, a evitarte cualquier pena. No me conoces, si supones que de mí, de mi indiscreción, motivada por el despecho o los celos, te puede sobrevenir algún mal».

Volví a besarle el guante. El miedo empezaba a disiparse en su alma, o a ser vencido por otro sentimiento. Retiró su mano, diciéndome: «Paciencia necesito para oírte».

-Paciencia necesitamos todos -le contesté-. Seamos indulgentes unos con otros. La tolerancia es la norma de la vida. No te asustes porque me veas poseedor de tu secreto.

Vuelta a mirar para fuera. Otra vez me tenía miedo.

«Te digo que no te asustes; no temas al mejor de tus amigos, al que se dejaría matar antes que hacer nada que te perjudique».

Quiso sobreponerse a la zozobra que la dominaba, y me amenazó con su abanico.

«Mira que te pego».

-Pega, pero escucha.

-Estás cargante.

-No estoy sino sumiso. Te obedezco; no tengo más voluntad que la tuya. Soy tu esclavo.   —173→   Algo más te pudiera decir; pero hemos llegado, y se acabó la función...

Al volver a mi casa, desde la de San Salomó, me he puesto a escribirte. Son las tres de la mañana. En mi mente hay un gran barullo. Nada vi ni observé en aquella reunión que me dé la luz que necesito. Toda la noche me he sentido desorientado, estúpido a veces, a ratos tan excesivamente sutil, que he imaginado los mayores absurdos. Mi suplicio consiste en una interrogación que me causa ardores semejantes a los de la sed: «¿Quién será?». Porque Federico no es. Me lo juró en un tono tal de sinceridad, que no es posible creer que representara una comedia. ¿Será Malibrán? ¿Tendré que admitir ahora la hipótesis que antes deseché? El diplomático es hombre que debe poseer en grado supino la aptitud de seducir. A la expresión delicada y soñadora de su rostro, corresponde lo agudo de un ingenio puramente florentino. Tiene, por su madre, sangre italiana; sabe fingir, adular, hacerse grato, componer su rostro. ¿Será Malibrán, Dios mío, y al arte de enamorar une el del disimulo con toda la perfección diplomática y maquiavélica?

Cuando perdía terreno en mi ánimo la candidatura, digámoslo así, de Malibrán, lo ganaban otras. Hasta se me ocurrió si será Calderón de la Barca, el pegajoso amigo de la casa, el papá de Estefanía. No; esto es inadmisible. A   —174→   Calderón le miran marido y mujer como un hermano... Sin embargo, podría ser... Al fin desecho a Calderón y me fijo en otros, en un oficial de artillería, sobrino de las de Trujillo, muy buen muchacho; me fijo también en Villalonga... ¡Quia! ¡Villalonga, gastado, lleno de canas... y tan poco apreciable moralmente!... Imposible, imposible. Busco otros, paso revista, analizo...

¡Qué problema, querido Equis! Pero yo digo que estos enigmas podrá no descifrarlos un investigador que se auxilia de la razón y la paciencia, pero un enamorado los descifra siempre. Yo lo haré sin que nadie me ayude, yo solo. Y no faltará, como en las sumarias de los crímenes, la feliz casualidad que, en un punto y hora, rasgue el velo de este endiablado tapujo.

Convengo contigo en que mi cabeza no está del todo buena. Lo confieso, hombre, si te empeñas en ello. Pero no me juzgues por lo que esta noche te escribo. Espera más noticias, y sobre todo, espera la solución del acertijo, que no puede tardar. Abur.



  —175→  

18 de Enero.

Pues señor, me levanto muy tarde, me entretengo en varios asuntillos después de almorzar; voy al Congreso. Animación en los pasillos, run-run de crisis, chismorreo largo, mucho secretico, mucho racimo de curiosos en torno a este y el otro personaje, pechugones aquí y allí por si tú debías votar y no votaste. Óyense las frases iracundas de siempre, y aquello de ni esto es partido, ni esto es Gobierno, ni esto es nada. En el salón reina la paz de los sepulcros. Discútese el proyecto de ley de Enjuiciamiento criminal; soledad en los escaños; el orador, rodeado de tres o cuatro amigos, trata de convencer a los bancos vacíos. En el de la comisión hay dos que se marcharían también si pudieran. En la Mesa, el vicepresidente charlando con Villalonga; el conde de Monte Cármenes repantigado en el sillón de uno de los secretarios; los taquígrafos afligidos porque no oyen bien al orador; los maceros le dirigen una mirada compasiva. En la escalerilla de la Presidencia y cuando voy a que me den caramelos, me tropiezo con Villalonga, el cual me dice que Orozco   —176→   estuvo muy mal la noche última. ¿Qué fue? ¿Cólico, ataque de asma...? No sabe. Pero ello es que amaneció con fiebre muy alta. El médico se alarmó.

Corrí allá, me encontré al enfermo muy mejorado; la gravedad no fue tanta como se había creído. Pero continuaba en cama. El pronóstico del médico, si no grave, era reservado; había que observar el recargo de la tarde. Pasé a la alcoba de Orozco, y le vi. Estaba tranquilo; a mi parecer (algo me entiendo de medicina), aquello no es más que un catarrillo gástrico. No veo motivo de alarma. Sin embargo, debo decirte que Augusta no tiene consuelo, por haber estado ausente de su casa la noche en que su marido se puso tan malo. Tengo por seguro que su pena es sincera. Entre paréntesis, me ha sido muy grato advertir en ella estos sentimientos; y si te añado que me gusta más así, que la quiero más, digo la pura verdad. Mi prima es de esas personas que se ponen a morir cuando tienen un enfermo en la familia; tiembla de todo, y es excesivamente escrupulosa en la administración de las medicinas. Hoy no se ha separado un momento del enfermo; le interroga a cada instante: «¿Te duele esto, te duele lo otro? ¿Tienes sed? No te destapes. Eso no es nada: mañana estarás bien». Yo la admiro, qué quieres, por este cariño conyugal que tanto me confunde, aunque bien examinado el punto,   —177→   podrá ser este sentimiento compatible con otro. Tú harás los doctos comentarios que tu ciencia y tu conocimiento del humano corazón te sugieran. En esta carta, no hago más que relatar hechos.

Me quedo a comer. Augusta no tiene un momento de sosiego, y a cada instante se levanta de la mesa para correr a la alcoba. Vuelve diciendo: «Me parece que está algo recargado». «No, hija, es que te parece a ti que lo está. Yo le encuentro despejadísimo».

Armamos nuestra tertulia en el salón. Va Cisneros, que, so pretexto de no molestar al enfermo, se exime de entrar a verle, y dice: «Poco mal y bien quejado». Va el mirífico Malibrán, a quien noto reservado y con no sé qué traicioncillas en sus ojos italianos de santi, boniti, bariti. Este hombre trae entre ceja y ceja algo que no entiendo, y que más bien adivino por la fuerza reveladora del odio que me inspira. Va también Villalonga, el cual está graciosísimo, llevando la cuenta de los senadores moribundos, enclenques o delicados de salud, pues si el número de vacantes no aumenta, es difícil que entre en la combinación. Va también el marqués de Cícero, y el donoso optimista conde de Monte Cármenes. En el bando de los trasquiladores, mi padrino y el Catón ultramarino, sostienen viva discusión, porque el primero cree que debemos vender la isla de Cuba a los Estados   —178→   Unidos. El segundo no está por la venta, al menos hasta que él se deje caer allá otra vez, para poner cual una seda la administración de la tan desgraciada como generosa isla.

Pero de lo que más se habla allí, como en todas partes, es de ese misterioso crimen de la calle del Baño. ¡Ay, qué jaqueca! Los periódicos no se ocupan de otra cosa, y cada cual por su lado, todos tratan de buscar la pista; pero me temo que tantas pistas acaben por despistar a la justicia. ¿No has leído algo de esto? Una señora joven, madre, cuyo estado se ignora, apareció asesinada en su lecho y medio quemada, juntamente con su hijo, niño de pocos años. En la casa no había más persona, al descubrirse el crimen, que un sirviente, Segundo Cuadrado, el cual si no es idiota finge serlo. No sabe dar razón de nada de lo que allí pasó. Algunos le consideran autor del crimen; pero una parte del público da en acusar a la madrastra de la víctima, señora de muy mal genio, que vive en la misma calle y se llama doña Sara. Se dividen los pareceres. Hay quien sostiene que la vio entrar en la casa pronunciando no sé qué palabras amenazadoras. Y por otra parte, la madrastra prueba su coartada, demostrando que aquella noche, a la hora del crimen, estuvo en el teatro. No falta quien asegura haberla visto en una butaca del Español. En fin, Equis, un lío espantoso; la justicia embarullada, dando palos de   —179→   ciego, prendiendo y soltando gente. Es la conversación de moda en todos los círculos de Madrid, y personas muy formales ven en esto una intriga honda, con ramificaciones extensas. Dícese también que elevadísimos personajes protegen y amparan a la madrastra, presentando como asesino al inocente criado a quien se halló en la casa.

Las dos opiniones, que claramente se marcan ya, han dado origen a dos bandos encarnizados, en cada uno de los cuales la imaginación de esta raza fabrica toda clase de extravagancias novelescas. Y no es el vulgo el que más fecundidad muestra y más apetito de versiones maravillosas y pesimistas; pues la gente de cultura no le va en zaga. Las mujeres especialmente, y si quieres, las damas, se pirran por esa comidilla picante del famoso y no descubierto crimen. En casa de Orozco, Augusta criminaliza sin descanso, y la de San Salomó también; pero la más furibunda es la señora de Trujillo, quien no te pone buena cara en toda la noche si no le relatas algún detalle terrorífico, si no añades que tal o cual persona de tu conocimiento vio salir de la casa a la muy perra de la madrastra, puñal en mano. Hay que decirle, para que esté contenta, que el criado es un santo, y que tienes pruebas de que el asesinato de la infeliz doña Bernarda (así se llama la víctima) corrió de cuenta de dos empingorotados personajes.   —180→   Calderón es quien le lleva todas las noches las noticias más frescas, siempre estrambóticas, y al parecer tomadas de un folletín de Ponson de Terail. Teresita le oye encantada, y otros también. Si algún día oyes decir que ha pasado por encima de Madrid una bandada de bueyes, volando como las golondrinas, no preguntes quién ha dado la noticia. Es Pepe Calderón.

También entra Federico Viera. Este, Calderón y yo somos los únicos que pasamos un rato a ver a Orozco. A eso de las once, Augusta nos anuncia contentísima que Tomás se ha quedado dormido, que no tiene fiebre y que pasará buena noche. Todos nos congratulamos, yo el primero, y me pongo a pensar en lo mismo, querido Equis, ya sabes... Mientras los demás roen el crimen, yo mastico mi enigma, digo, mío no, de ella, y trato de dilucidar el arduo punto de quién será su cómplice. Mi sumaria está tan embrollada como la del hecho de la calle del Baño, y a cada hora veo una pista nueva. La sigo, y nada. ¿Y qué me dices a esto, pedazo de alcornoque? Ilumíname con un rayo de tu inteligencia. ¿Dónde está el criminal que busco? Claro, si yo, que actúo de juez y tengo todos los hilos en la mano, no averiguo nada, ¿qué has de descubrir tú, lejos de personas y sucesos? Pero... ya oigo lo que me dices, y te contesto: «No me da la gana de ser razonable. Maldito sea el sentido común y quien lo inventó».

  —181→  

Vacío sobre el papel mis impresiones todas, para que el papel las lleve a la culta Orbajosa. Así llama El Impulsor a esa rústica ciudad cuando habla de la procesión de San Roque o de los bailes del Casino.



18 de Enero.

Tranquilízate. El Sr. de Orozco, a quien tanto admiras, está mejor, casi enteramente restablecido. Por más que tu imaginación feliz sepa figurarse cómo son las regiones celestiales; por acostumbrado que estés a concebir en tu mente el Supremo Bien, no puedes hacerte cargo del júbilo que resplandecía en la cara de Augusta, al darme esta mañana la noticia. Sus ojos eran las puras divinidades, chico. La hubiera adorado de rodillas. ¿Qué quieres tú?, yo soy así. Admiro lo bueno, aunque no lo entienda. Alguien que leyera lo que para ti solo escribo, preguntaría quizás: «¿Pero cómo se armoniza esto con aquello? ¡Ah! Tú que sueles penetrar en lo recóndito del alma humana no lo preguntarás seguramente. Hay una ciencia superficial del corazón aprendida en los teatros, donde las pasiones son presentadas en su forma rudimentaria   —182→   y simple. Con arreglo a esa ciencia incompleta juzgan muchos las cosas de la vida, y cuando estas no pasan conforme al módulo del arte dramático, dicen que no lo entienden. Yo sí que lo entiendo, y tú también, ¿verdad?».

Adelante. Vi al amigo Orozco ya levantado y en amable disputa con su mujer, porque él se empeñaba en abrir el correo, y ella le reñía como a un niño, para que no se ocupase de nada. La encantadora Estefanía completaba la preciosa escena. No faltaba sino que la chiquilla fuese hija de Augusta para que resultara una Sacra Familia. Vamos, que me estoy volviendo muy... doméstico y muy... patriarcal.

Dime una cosa; háblame con franqueza: ¿crees tú que aquella revelación nocturna de que te hablé, es un error mío? ¿Crees que estoy equivocado al afirmar lo que afirmo con tan profunda convicción? Ea, venga la rimpuesta, y verdadero payo de la carta, no te la entrego, es decir, no sigo esta hasta que la contestación llegue a mis manos.



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