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La ruta de Don Quijote

Azorín




ArribaAbajoDedicatoria

Al gran hidalgo don Silverio, residente en la noble, vieja, desmoronada y muy gloriosa villa del Toboso; poeta; autor de un soneto a Dulcinea; autor también de una sátira terrible contra los frailes; propietario de una colmena con una ventanita por la que se ve trabajar a las abejas.

AZORÍN.






ArribaAbajoI

La partida


Yo me acerco a la puerta y grito:

-¡ Doña Isabel! ¡Doña Isabel!

Luego vuelvo a entrar en la estancia y me siento con un gesto de cansancio, de tristeza y de resignación. La vida, ¿es una repetición monótona, inexorable, de las mismas cosas con distintas apariencias? Yo estoy en mi cuarto; el cuarto es diminuto; tiene tres o cuatro pasos en cuadro; hay en él una mesa pequeña, un lavabo, una cómoda, una cama. Yo estoy sentado junto a un ancho balcón que da a un patio; el patio es blanco, limpio, silencioso. Y una luz suave, sedante, cae a través de unos tenues visillos y baña las blancas cuartillas que destacan sobre la mesa. Yo vuelvo a acercarme a la puerta y torno a gritar:

-¡Doña Isabel! ¡Doña Isabel!

Y después me siento otra vez con el mismo gesto de cansancio, de tristeza y de resignación. Las cuartillas esperan inmaculadas los trazos de la pluma; en medio de la estancia, abierta, destaca una maleta. ¿Dónde iré yo, una vez más, como siempre, sin remedio ninguno, con mi maleta y mis cuartillas? Y oigo en el largo corredor unos pasos lentos, suaves. Y en la puerta aparece una anciana vestida de negro, limpia, pálida.

-Buenos días, Azorín.

-Buenos días, doña Isabel.

Y nos quedamos un momento en silencio. Yo no pienso en nada; yo tengo una profunda melancolía. La anciana mira inmóvil, desde la puerta, la maleta que aparece en el centro del cuarto.

-¿Se marcha usted, Azorín?

Yo le contesto:

-Me marcho, doña Isabel.

Ella replica:

-¿Dónde se va usted, Azorín? Yo le contesto:

-No lo sé, doña Isabel.

Y transcurre otro breve momento de un silencio denso, profundo. Y la anciana, que ha permanecido con la cabeza un poco baja, la mueve con un ligero movimiento, como quien acaba de comprender, y dice:

-¿Se irá usted a los pueblos, Azorín?

-Sí, sí, doña Isabel -le digo yo-; no tengo más remedio que marcharme a los pueblos.

Los pueblos son las ciudades y las pequeñas villas de La Mancha y de las estepas castellanas que yo amo; doña Isabel ya me conoce; sus miradas han ido a posarse en los libros y cuartillas que están sobre la mesa. Luego me ha dicho:

-Yo creo, Azorín, que esos libros y esos papeles que usted escribe le están a usted matando. Muchas veces -añade sonriendo- he tenido la tentación de quemarlos todos durante alguno de sus viajes.

Yo he sonreído también.

-¡Jesús, doña Isabel! -he exclamado fingiendo un espanto cómico-. ¡Usted no quiere creer que yo tengo que realizar una misión sobre la tierra!

-¡Todo sea por Dios! -ha replicado ella, que no comprende nada de esta misión.

Y yo, entristecido, resignado con esta inquieta pluma que he de mover perdurablemente y con estas cuartillas que he de llenar hasta el fin de mis días, he contestado:

-Sí, todo sea por Dios, doña Isabel.

Después ella junta sus manos con un ademán doloroso, arquea las cejas y suspira:

-¡Ay, Señor!

Y ya este suspiro que yo he oído tantas veces, tantas veces en los viejos pueblos, en los caserones vetustos, a estas buenas ancianas vestidas de negro; ya este suspiro me trae una visión neta y profunda de la España castiza. ¿Qué recuerda doña Isabel con este suspiro? ¿Recuerda los días de su infancia y de su adolescencia, pasados en alguno de estos pueblos muertos, sombríos? ¿Recuerda las callejuelas estrechas, serpenteantes, desiertas, silenciosas? ¿Y las plazas anchas, con soportales ruinosos, por las que de tarde en tarde discurre un perro o un vendedor se para y lanza un grito en el silencio? ¿Y las fuentes viejas, las fuentes de granito, las fuentes con un blasón enorme, con grandes letras, en que se lee el nombre de Carlos V o Carlos III? ¿Y las iglesias góticas, doradas, rojizas, con estas capillas de las Angustias, de los Dolores o del Santo Entierro, en que tanto nuestras madres han rezado y han suspirado? ¿Y las tiendecillas hondas, lóbregas, de merceros, de cereros, de talabarteros, de pañeros, con las mantas de vivos colores que flamean al aire? ¿Y los carpinteros -estos buenos amigos nuestros- con sus mazos que golpean sonoros? ¿Y las herrerías -las queridas herrerías- que llenan desde el alba al ocaso la pequeña y silenciosa ciudad con sus sones joviales y claros? ¿Y los huertos y cortinales que se extienden a la salida del pueblo, y por cuyas bardas asoma un oscuro laurel o un ciprés mudo, centenario, que ha visto indulgente nuestras travesuras de niño? ¿Y los lejanos majuelos a los que hemos ido de merienda en las tardes de primavera y que han sido plantados acaso por un anciano que tal vez no ha visto sus frutos primeros? ¿Y las vetustas alamedas de olmos, de álamos, de plátanos, por las que hemos paseado en nuestra adolescencia en compañía de Lolita, de Juana, de Carmencita o de Rosarito? ¿Y los cacareos de los gallos que cantaban en las mañanas radiantes y templadas del invierno? ¿Y las campanadas lentas, sonoras, largas, del vetusto reloj que oíamos desde las anchas chimeneas en las noches de invierno?

Yo le digo al cabo a doña Isabel:

-Doña Isabel, es preciso partir.

Ella contesta:

-Sí, sí, Azorín; si es necesario, vaya usted.

Después yo me quedo solo con mis cuartillas, sentado ante la mesa, junto al ancho balcón por el que veo el patio silencioso, blanco. ¿Es displicencia? ¿Es tedio? ¿Es deseo de algo mejor que no sé lo que es, lo que yo siento? ¿No acabará nunca para nosotros, modestos periodistas, este sucederse perdurable de cosas y de cosas? ¿No volveremos a oír nosotros, con la misma sencillez de los primeros años, con la misma alegría, con el mismo sosiego, sin que el ansia enturbie nuestras emociones, sin que el recuerdo de la lucha nos amargue, estos cacareos de los gallos amigos, estos sones de las herrerías alegres, estas campanadas del reloj venerable, que entonces escuchábamos? ¿Nuestra vida no es como la del buen caballero errante que nació en uno de estos pueblos manchegos? Tal vez, si, nuestro vivir, como el de don Alonso Quijano el Bueno, es un combate inacabable, sin premio, por ideales que no veremos realizados... Yo amo esa gran figura dolorosa que es nuestro símbolo y nuestro espejo. Yo voy -con mi maleta de cartón y mi capa- a recorrer brevemente los lugares que él recorriera.

Lector: perdóname; mi voluntad es serte grato; he escrito ya mucho en mi vida; veo con tristeza que todavía he de escribir otro tanto. Lector: perdóname; yo soy un pobre hombre que, en los ratos de vanidad, quiere aparentar que sabe algo, pero que en realidad no sabe nada.




ArribaAbajoII

En marcha


Estoy sentado en una vieja y amable casa, que se llama Fonda de la Xantipa; acabo de llegar -¡descubríos!- al pueblo ilustre de Argamasilla de Alba. En la puerta de mi modesto mechinal, allá en Madrid, han resonado esta mañana unos discretos golpecitos; me he levantado súbitamente; he abierto el balcón; aún el cielo estaba negro y las estrellas titileaban sobre la ciudad dormida. Yo me he vestido. Yo he bajado a la calle; un coche pasaba con un ruido lento, rítmico, sonoro. Esta es la hora en que las grandes urbes modernas nos muestran todo lo que tienen de extrañas, de anormales, tal vez de antihumanas. Las calles aparecen desiertas, mudas; parece que durante un momento, después de la agitación del trasnocheo, después de los afanes del día, las casas recogen su espíritu sobre sí mismas, y nos muestran en esta fugaz pausa, antes de que llegue otra vez el inminente tráfago diario, toda la frialdad, la impasibilidad de sus fachadas altas, simétricas, de sus hileras de balcones cerrados, de sus esquinazos y sus ángulos que destacan en un cielo que comienza poco a poco, imperceptiblemente, a clarear en lo alto...

El coche que me lleva corre rápidamente hacia la lejana estación. Ya en el horizonte comienza a surgir un resplandor mate, opaco; las torrecillas metálicas de los cables surgen rígidas; la chimenea de una fábrica deja escapar un humo denso, negro, que va poniendo una tupida gasa ante la claridad que nace por Oriente. Yo llego a la estación. ¿No sentís vosotros una simpatía profunda por las estaciones? Las estaciones, en las grandes ciudades, son lo que primero despierta todas las mañanas, a la vida inexorable y cuotidiana. Y son primero los faroles de los mozos que pasan, cruzan, giran, tornan, marchan de un lado para otro, a ras del suelo, misteriosos, diligentes, sigilosos. Y son luego las carretillas y diablas que comienzan a chirriar y gritar. Y después el estrépito sordo, lejano, de los coches que avanzan. Y luego la ola humana que va entrando por las anchas puertas, y se desparrama, acá y allá, por la inmensa nave. Los redondos focos eléctricos, que han parpadeado toda la noche, acaban de ser apagados; suenan los silbatos agudos de las locomotoras; en el horizonte surgen los resplandores rojizos, nacarados, violetas, áureos, de la aurora. Yo he contemplado este ir y venir, este trajín ruidoso, este despertar de la energía humana. El momento de sacar nuestro billete correspondiente es llegado ya. ¿Cómo he hecho yo una sólida, una sincera amistad -podéis creerlo- con este hombre sencillo, discreto y afable, que está a par de mí, junto a la ventanilla?

-¿Va usted -le he preguntado yo- a Argamasilla de Alba?

-Sí -me ha contestado él-; yo voy a Cinco Casas.

Yo me he quedado un poco estupefacto. ¿Si este hombre sencillo e ingenuo -he pensado- va a Cinco Casas, cómo puede ir a Argamasilla? Y luego en voz alta he dicho cortésmente:

-Permítame usted: ¿cómo es posible ir a Argamasilla y a Cinco Casas?

Él se ha quedado mirándome un momento en silencio; indudablemente yo era un hombre colocado fuera de la realidad. Y al fin ha dicho:

-Argamasilla es Cinco Casas; pero todos le llamamos Cinco Casas...

Todos ha dicho mi nuevo amigo. ¿Habéis oído bien? ¿Quiénes son todos? Vosotros sois ministros; ocupáis los Gobiernos civiles de las provincias; estáis al frente de los grandes organismos burocráticos; redactáis los periódicos; escribís libros; pronunciáis discursos; pintáis cuadros; hacéis estatuas... y un día os metéis en el tren, os sentáis en los duros bancos de un coche de tercera, y descubrís -profundamente sorprendidos- que todos no sois vosotros (que no sabéis que Cinco Casas da lo mismo que Argamasilla), sino que todos es Juan, Ricardo, Pedro, Roque, Alberto, Luis, Antonio, Rafael, Tomás, es decir, el pequeño labriego, el carpintero, el herrero, el comerciante, el industrial, el artesano. Y ese día -no lo olvidéis- habéis aprendido una enorme, una eterna verdad...

Pero el tren va a partir ya en este momento; el coche está atestado. Yo veo una mujer que solloza y unos niños que lloran (porque van a embarcarse en un puerto mediterráneo para América); veo unos estudiantes que, en el departamento de al lado, cantan y gritan; veo, en un rincón, acurrucado, junto a mí, un hombre diminuto y misterioso, embozado en una capita raída, con unos ojos que brillan -como en ciertas figuras de Goya- por debajo de las anchas y sombrosas alas de su chapeo. Mi nuevo amigo es más comunicativo que yo; pronto entre él y el pequeño viajero enigmático se entabla un vivo diálogo. Y lo primero que yo descubro es que este hombre hermético tiene frío; en cambio, mi compañero no lo tiene. ¿Comprendéis los antagonismos de la vida? El viajero embozado es andaluz; mi flamante amigo es castizo manchego.

-Yo -dice el andaluz- no he encontrado en Madrid el calor.

-Yo -replica el manchego- no he sentido el frío.

He aquí -pensáis vosotros, si sois un poco dados a las especulaciones filosóficas-: he aquí explicadas la diversidad y la oposición de todas las éticas, de todos los derechos, de todas las estéticas que hay sobre el planeta. Y luego os ponéis a mirar el paisaje; ya es día claro; ya una luz clara, limpia, diáfana, llena la inmensa llanura amarillenta; la campiña se extiende a lo lejos en suaves ondulaciones de terreros y oteros. De cuando en cuando se divisan las paredes blancas, refulgentes de una casa; se ve perderse a lo lejos, rectos, inacabables, los caminos. Y una cruz tosca de piedra tal vez nos recuerda, en esta llanura solitaria, monótona, yerma, desesperante, el sitio de una muerte, de una tragedia. Y lentamente el tren arranca con un estrépito de hierros viejos. Y las estaciones van pasando, pasando; todo el paisaje que ahora vemos es igual que el paisaje pasado; todo el paisaje pasado es el mismo que el que contemplaremos dentro de un par de horas. Se perfilan en la lejanía radiante las lomas azules; acaso se columbra el chapitel negro de un campanario; una picaza revuela sobre los surcos rojizos o amarillentos; van lentas, lentas por el llano inmenso las yuntas que arrastran el arado. Y de pronto surge en la línea del horizonte un molino que mueve locamente sus cuatro aspas. Y luego pasamos por Alcázar; otros molinos vetustos, épicos, giran y giran. Ya va entrando la tarde; el cansancio ha ganado ya vuestros miembros. Pero una voz acaba de gritar:

-¡Argamasilla, dos minutos!

Una sacudida nerviosa nos conmueve. Hemos llegado al término de nuestro viaje. Yo contemplo en la estación una enorme diligencia -una de estas diligencias que encantan a los viajeros franceses-; junto a ella hay un coche, un coche venerable, un coche simpático, uno de estos coches de pueblo en que todos -indudablemente- hemos paseado siendo niños. Yo pregunto a un mozuelo que a quién pertenece este coche.

-Este coche -me dice él- es de la Pacheca.

Una dama fina, elegante, majestuosa, enlutada, sale de la estación y sube en este coche. Ya estamos en pleno ensueño. ¿No os ha desatado la fantasía la figura esbelta y silenciosa de esta dama, tan española, tan castiza, a quien tan española y castizamente se le acaba de llamar la Pacheca?

Ya vuestra imaginación corre desvariada. Y cuando tras largo caminar en la diligencia por la llanura entráis en la villa ilustre; cuando os habéis aposentado en esta vieja y amable fonda de la Xantipa; cuando, ya cerca de la noche, habéis trazado rápidamente unas cuartillas, os levantáis de ante la mesa, sintiendo un feroz apetito, y decís a estas buenas mujeres que andan por estancias y pasillos:

-Señoras mías, escuchadme un momento. Yo les agradecería a vuesas mercedes un poco de salpicón, un poco de duelos y quebrantos, algo acaso de alguna olla modesta en que haya «más berza que carnero».




ArribaAbajoIII

Psicología de Argamasilla


Penetremos en la sencilla estancia; acércate, lector; que la emoción no sacuda tus nervios; que tus pies no tropiecen con el astrágalo del umbral; que tus manos no dejen caer el bastón en que se apoyan; que tus ojos, bien abiertos, bien vigilantes, bien escudriñadores, recojan y envíen al cerebro todos los detalles, todos los matices, todos los más insignificantes gestos y los movimientos más ligeros. Don Alonso Quijano el Bueno está sentado ante una recia y oscura mesa de nogal; sus codos puntiagudos, huesudos, se apoyan con energía sobre el duro tablero; sus miradas ávidas se clavan en los blancos folios, llenos de letras pequeñitas, de un inmenso volumen. Y de cuando en cuando el busto amojamado de don Alonso se yergue; suspira hondamente el caballero; se remueve nervioso y afanoso en el ancho asiento. Y sus miradas, de las blancas hojas del libro pasan súbitas y llameantes a la vieja y mohosa espada que pende en la pared. Estamos, lector, en Argamasilla de Alba y en 1570, en 1572 o en 1575. ¿Cómo es esta ciudad hoy ilustre en la historia literaria española? ¿Quién habita en sus casas? ¿Cómo se llaman estos nobles hidalgos que arrastran sus tizonas por sus calles claras y largas? Y ¿por qué este buen don Alonso, que ahora hemos visto suspirando de anhelos inefables sobre sus libros malhadados, ha venido a este trance? ¿Qué hay en el ambiente de este pueblo que haya hecho posible el nacimiento y desarrollo, precisamente aquí, de esta extraña, amada y dolorosa figura? ¿De qué suerte Argamasilla de Alba, y no otra cualquier villa manchega, ha podido ser la cuna del más ilustre, del más grande de los caballeros andantes?

Todas las cosas son fatales, lógicas, necesarias; todas las cosas tienen su razón poderosa y profunda. Don Quijote de la Mancha había de ser forzosamente de Argamasilla de Alba. Oídlo bien; no lo olvidéis jamás: el pueblo entero de Argamasilla es lo que se llama un pueblo andante. Y yo os lo voy a explicar. ¿Cuándo vivió don Alonso? ¿No fue por estos mismos años que hemos expresado anteriormente? Cervantes escribía con lentitud; su imaginación era tarda en elaborar; salió a luz la obra en 1605; mas ya entonces el buen caballero retratado en sus paginas había fenecido, y ya desde luego hemos de suponer que el autor debió de comenzar a planear su libro mucho después de acontecer esta muerte deplorable, es decir, que podemos sin temor afirmar que don Alonso vivió a mediados del siglo XVI, acaso en 1560, tal vez en 1570, es posible que en 1575. Y bien: precisamente en este mismo año, nuestro rey don Felipe II requería de los vecinos de la villa de Argamasilla una información puntual, minuciosa, exacta, de la villa y sus aledaños. ¿Cómo desobedecer a este monarca? No era posible. Yo -dice el escribano público del pueblo, Juan Martínez Patiño- he notificado el deseo del rey a los alcaldes ordinarios y a los señores regidores. Los alcaldes se llaman: Cristóbal de Mercadillo y Francisco García de Tembleque; los regidores llevan por nombre Andrés de Peroalonso y Alonso de la Osa. Y todos estos señores, alcaldes y regidores, se reúnen, conferencian, tornan a conferenciar, y a la postre nombran a personas calificadas de la villa para que redacten el informe pedido. Estas personas son Francisco López de Toledo, Luis de Córdoba el Viejo, Andrés de Anaya. Yo quiero que os vayáis ya fijando en todas estas idas y venidas, en todos estos cabildeos, en toda esta inquietud administrativa que ya comienza a mostrarnos la psicología de Argamasilla. La comisión que ha de redactar el suspirado dictamen está nombrada ya; falta, sin embargo, el que a sus individuos se les notifique el nombramiento. El escribano señor Martínez de Patiño se pone su sombrero, coge sus papeles y se marcha a visitar a los señores nombrados; el señor López de Toledo y el señor Anaya, dan su conformidad, tal vez después de algunas tenues excusas; mas el don Luis de Córdoba el Viejo, hombre un poco escéptico, hombre que ha visto muchas cosas, «persona antigua» -dicen los informantes-, recibe con suma cortesía al escribano, sonríe, hace una leve pausa, y después, mirando al señor de Patiño, con una ligera mirada irónica, declara que él no puede aceptar el nombramiento, puesto que él, don Luis de Córdoba el Viejo, goza de una salud escasa, padece de ciertos lamentables achaques, y además, a causa de ellos y como razón suprema, «no puede estar sentado un cuarto de hora». ¿Cómo un hombre así podía pertenecer al seno de una comisión? ¿Cómo podía permanecer don Luis de Córdoba el Viejo una hora, dos horas, tres horas pegado a su asiento, oyendo informar o discutiendo datos y cifras? No es posible; el escribano Martínez de Patiño se retira un poco mohíno; don Luis de Córdoba el Viejo torna a sonreír al despedirle; los alcaldes nombran en su lugar a Diego de Oropesa...

Y la comisión, ya sin más trámites, ya sin más dilaciones, comienza a funcionar. Y por su informe -todavía inédito entre las Relaciones topográficas, ordenadas por Felipe II- conocemos a Argamasilla de Alba en tiempos de Don Quijote. Y ante todo, ¿quién la ha fundado? La fundó don Diego de Toledo, prior de San Juan; el paraje en que se estableciera el pueblo se llamaba Argamasilla; el fundador era de la casa de Alba. Y de ahí el nombre de Argamasilla de Alba.

Pero el pueblo -y aquí entramos en otra etapa de su psicología-; el pueblo primitivamente se hallaba establecido en el lugar llamado la Moraleja; ocurría esto en 1555. Mas una epidemia sobreviene; la población se dispersa; reina un momento de pavor y de incertidumbre, y como en un tropel, los moradores corren hacia el cerro llamado de Boñigal y allí van formando nuevamente el poblado. Y otra vez, al cabo de pocos años, cae sobre el flamante caserío otra epidemia, y de nuevo, atemorizados, enardecidos, exasperados, los habitantes huyen, corren, se dispersan y se van reuniendo, al fin, en el paraje que lleva el nombre de Argamasilla, y aquí fundan otra ciudad, que es la que ha llegado hasta nuestros días y es en la que ha nacido el gran manchego. ¿Veis ya cómo se ha creado en pocos años, desde 1555 a 1575, la mentalidad de una nueva generación, entre la que estará don Alonso Quijano? ¿Veis cómo el pánico, la inquietud nerviosa, la exasperación, las angustias que han padecido las madres de estos nuevos hombres se ha comunicado a ellos y ha formado en la nueva ciudad un ambiente de hiperestesia sensitiva, de desasosiego, de anhelo perdurable por algo desconocido y lejano? ¿Acabáis de aprender cómo Argamasilla entero es un pueblo andante y cómo aquí había de nacer el mayor de los caballeros andantes? Añadid ahora que además de esta epidemia de que hemos hablado caen también sobre el pueblo plagas de langostas, que arrasan las cosechas y suman nuevas incertidumbres y nuevos dolores a los que ya se experimentan. Y como si todo esto fuera poco para determinar y crear una psicología especialísima, tened en cuenta que el nuevo pueblo, por su situación, por su topografía, ha de favorecer este estado extraordinario, único, de morbosidad y exasperación. «Este -dicen los vecinos informantes- es pueblo enfermo, porque cerca de esta villa se suele derramar la madre del río de Guadiana, y porque pasa por esta villa y hace remanso el agua, y de causa del dicho remanso y detenimiento del agua salen muchos vapores que acuden al pueblo con el aire». Y ya no necesitamos más para que nuestra visión quede completa; mas si aún continuamos escudriñando en el informe, aún recogeremos en él pormenores, detalles, hechos, al parecer insignificantes, que vendrán a ser la contraprueba de lo que acabamos de exponer.

Argamasilla es un pueblo enfermizo, fundado por una generación presa de una hiperestesia nerviosa. ¿Quiénes son los sucesores de esta generación? ¿Qué es lo que hacen? Los informantes citados nos dan una relación de las personas más notables que viven en la villa; son éstas don Rodrigo Pacheco, dos hijos de don Pedro Prieto de Bárcena, el señor Rubián, los sobrinos de Pacheco, los hermanos Baldolivias, el señor Cepeda y don Gonzalo Patiño. Y de todos éstos, los informantes nos advierten al pasar, que los hijos de don Pedro Prieto de Bárcena han pleiteado a favor de su ejecutoria de hidalguía; que el señor Cepeda también pleitea; que el señor Rubián litiga asimismo con la villa; que los hermanos Baldolivias no se escapan tampoco de mantener sus contiendas, y que, finalmente, los sobrinos de Pacheco se hallan puestos en el libro de los pecheros, sin duda porque, a pesar de todas las sutilezas y supercherías, «no han podido probar su filiación»...

Esta es la villa de Argamasilla de Alba, hoy insigne entre todas las de La Mancha. ¿No es natural que todas estas causas y concausas de locura, de exasperación, que flotan en el ambiente hayan convergido en un momento supremo de la historia y hayan creado la figura de este simpar hidalgo, que ahora en este punto nosotros, acercándonos con cautela, vemos leyendo absorto en los anchos infolios y lanzando de rato en rato súbitas y relampagueantes miradas hacia la vieja espada llena de herrumbre?




ArribaAbajo IV

El ambiente de Argamasilla


¿Cuánto tiempo hace que estoy en Argamasilla de Alba? ¿Dos, tres, cuatro, seis años? He perdido la noción del tiempo y la del espacio; ya no se me ocurre nada ni sé escribir. Por la mañana, apenas comienza a clarear, una bandada de gorriones salta, corre, va, viene, trina chillando furiosamente en el ancho corral; un gallo, junto a la ventanita de mi estancia, canta con metálicos cacareos. Yo he de levantarme. Ya fuera, en la cocina, se oye el ruido de las tenazas que caen sobre la losa, y el rastrear de las trébedes, y la crepitación de los sarmientos que principian a arder. La casa comienza su vida cotidiana: la Xantipa marcha de un lado para otro apoyada en su pequeño bastón; Mercedes sacude los muebles; Gabriel va a coger sus tijeras pesadas de alfayate, y con ellas se dispone a cortar los recios paños. Yo abro la ventanita; la ventanita no tiene cristales, sino un bastidor de lienzo blanco; a través de este lienzo entra una claridad mate en el cuarto. El cuarto es grande, alargado; hay en él una cama, cuatro sillas y una mesa de pino; las paredes aparecen blanqueadas con cal, y tienen un ancho zócalo ceniciento; el piso está cubierto por una recia estera de esparto blanco. Yo salgo a la cocina; la cocina está enfrente de mi cuarto, y es de ancha campana; en una de las paredes laterales cuelgan los cazos, las sartenes, las cazuelas; las llamas de la fogata ascienden en el hogar y lamen la piedra trashoguera.

-Buenos días, señora Xantipa; buenos días, Mercedes.

Y me siento a la lumbre; el gallo -mi amigo- continúa cantando; un gato -amigo mío también- se acaricia en mis pantalones. Ya las campanas de la iglesia suenan a la misa mayor; el día está claro, radiante; es preciso salir a hacer lo que todo buen español hace desde siglos y siglos: tomar el sol. Desde la cocina de esta casa se pasa a un patizuelo empedrado con pequeños cantos; la mitad de este patio está cubierto por una galería; la otra mitad se encuentra libre. Y de aquí, continuando en nuestra marcha, encontramos un zaguán diminuto; luego una puerta; después otro zaguán; al fin la salida a la calle. El piso está en altos y bajos, desnivelado, sin pavimentar; las paredes todas son blancas, con zócalos grises o azules. Y hay en toda la casa -en las puertas, en los techos, en los rincones- este aire de vetustez, de inmovilidad, de reposo profundo, de resignación secular -tan castizos, tan españoles- que se percibe en todas las casas manchegas, y que tanto contrasta con la veleidad, la movilidad y el estruendo de las mansiones levantinas.

Y luego, cuando salimos a la calle, vemos que las anchas y luminosas vías están en perfecta concordancia con los interiores. No son estos los pueblecillos moriscos de Levante, todo recogidos, todo íntimos; son los poblados anchurosos, libres, espaciados, de la vieja gente castellana. Aquí cada imaginación parece que ha de marchar por su camino, independiente, opuesta a toda traba y ligamen; no hay un ambiente que una a todos los espíritus como en un haz invisible; las calles son de una espaciosidad extraordinaria; las casas son bajas y largas; de trecho en trecho, un inconmensurable portalón de un patio rompe, de pronto, lo que pudiéramos llamar la solidaridad espiritual de las casas; allá, al final de la calle, la llanura se columbra inmensa, infinita, y encima de nosotros, a toda hora limpia, como atrayendo todos nuestros anhelos, se abre también inmensa, infinita, la bóveda radiante. ¿No es este el medio en que han nacido y se han desarrollado las grandes voluntades, fuertes, poderosas, tremendas, pero solitarias, anárquicas, de aventureros, navegantes, conquistadores? ¿Cabrá aquí, en estos pueblos, el concierto íntimo, tácito, de voluntades y de inteligencias, que hace la prosperidad sólida y duradera de una nación? Yo voy recorriendo las calles de este pueblo. Yo contemplo las casas bajas, anchas y blancas. De tarde en tarde, por las anchas vías cruza un labriego. No hay ni ajetreos, ni movimientos, ni estrépitos. Argamasilla en 1575 contaba con 700 vecinos; en 1905 cuenta con 850. Argamasilla en 1575 tenía 600 casas; en 1905 tiene 711. En tres siglos es bien poco lo que se ha adelantado. «Desde 1900 hasta la fecha -me dicen- no se han construido más allá de ocho casas». Todo está en profundo reposo. El sol reverbera en las blancas paredes; las puertas están cerradas; las ventanas están cerradas. Pasa de rato en rato, ligero, indolente, un galgo negro, o un galgo gris, o un galgo rojo. Y la llanura, en la lejanía, allá dentro, en la línea remota del horizonte, se confunde imperceptible con la inmensa planicie azul del cielo. Y el viejo reloj lanza despacio, grave, de hora en hora, sus campanadas. ¿Qué hacen en estos momentos don Juan, don Pedro, don Francisco, don Luis, don Antonio, don Alejandro?

Estas campanadas que el reloj acaba de lanzar marcan el mediodía. Yo regreso a la casa.

-¿Qué tal? ¿Cómo van esos duelos y quebrantos, señora Xantipa? -pregunto yo.

La mesa está ya puesta; Gabriel ha dejado por un instante en reposo sus pesadas tijeras; Mercedes coloca sobre el blanco mantel una fuente humeante. Y yo yanto prosaicamente -como todos hacen- de esta sopa rojiza, azafranada. Y luego de otros varios manjares, todos sencillos, todos modernos. Y después de comer hay que ir un momento al Casino. El Casino está en la misma plaza; traspasáis los umbrales de un vetusto caserón; ascendéis por una escalerilla empinada; torcéis después a la derecha y entráis al cabo en un salón ancho, con las paredes pintadas de azul claro y el piso de madera. En este ancho salón hay cuatro o seis personas, silenciosas, inmóviles, sentadas en torno de una estufa.

-¿No le habían hecho a usted ofrecimientos de comprarle el vino a seis reales? -pregunta don Juan tras una larga pausa.

-No -dice don Antonio-; hasta ahora a mí no me han dicho palabra.

Pasan seis, ocho, diez minutos en silencio.

-¿Se marcha usted esta tarde al campo? -le dice don Tomás a don Luis.

-Sí -contesta don Luis-, quiero estar allí hasta el sábado próximo.

Fuera, la plaza está solitaria, desierta; se oye un grito lejano; un viento ligero lleva unas nubes blancas por el cielo. Y salimos de este casino; otra vez nos encaminamos por las anchas calles; en los aledaños del pueblo, sobre las techumbres bajas y pardas, destaca el ramaje negro, desnudo, de los olmos que bordean el río. Los minutos transcurren lentos; pasa ligero, indolente, el galgo gris o el galgo negro, o el galgo rojo. ¿Qué vamos a hacer durante todas las horas eternas de esta tarde? Las puertas están cerradas; las ventanas están cerradas. Y de nuevo el llano se ofrece a nuestros ojos, inmenso, desmantelado, infinito, en la lejanía.

Cuando llega el crepúsculo suenan las campanadas graves y las campanadas agudas del Ave María; el cielo se ensombrece; brillan de trecho en trecho unas mortecinas lamparillas eléctricas. Esta es la hora en que se oyen en la plaza unos gritos de muchachos que juegan; yuntas de mulas salen de los anchos corrales y son llevadas junto al río; se esparce por el aire un vago olor de sarmientos quemados. Y de nuevo, después de esta rápida tregua, comienza el silencio más profundo, más denso, que ha de pesar durante la noche sobre el pueblo.

Yo vuelvo a casa.

-¿Qué tal, señora Xantipa? ¿Cómo van esos duelos y quebrantos? ¿Cómo está el salpicón?

Yo ceno junto al fuego en una mesilla baja de pino; mi amigo el gallo está ya reposando; el gato -mi otro amigo- se acaricia ronroneando en mis pantalones.

-¡Ay, Jesús! -exclama la Xantipa.

Gabriel calla; Mercedes calla; las llamas de la fogata se agitan y bailan en silencio. He acabado ya de cenar; será necesario el volver al Casino. Cuatro, seis, ocho personas están sentadas en torno de la estufa.

-¿Cree usted que el vino este año se venderá mejor que el año pasado? -pregunta don Luis.

-Yo no sé -contesta don Rafael-; es posible que no.

Transcurren seis, ocho, diez minutos en silencio.

-Si continúa este tiempo frío -dice don Tomás- se van a helar las viñas.

-Eso es lo que yo temo -replica don Francisco.

El reloj lanza nueve campanadas sonoras. ¿Son realmente las nueve? ¿No son las once, las doce? ¿No marcha en una lentitud estupenda este reloj? Las lamparillas del salón alumbran débilmente el ancho ámbito; las figuras permanecen inmóviles, silenciosas, en la penumbra. Hay algo en estos ambientes de los casinos de pueblo, a estas horas primeras de la noche, que os produce como una sensación de sopor y de irrealidad. En el pueblo está todo en reposo; las calles se hallan oscuras, desiertas; las casas han cesado de irradiar su tenue vitalidad diurna. Y parece que todo este silencio, que todo este reposo, que toda esta estaticidad formidable se concentra, en estos momentos, en el salón del Casino y pesa sobre las figuras fantásticas, quiméricas, que vienen y se tornan a marchar lentas y mudas.

Yo salgo a la calle; las estrellas parpadean en lo alto misteriosas; se oye el aullido largo de un perro; un mozo canta una canción que semeja un alarido y una súplica... Decidme, ¿no es este el medio en que florecen las voluntades solitarias, libres, llenas de ideal -como la de Alonso Quijano el Bueno-; pero ensimismadas, soñadoras, incapaces, en definitiva, de concertarse en los prosaicos, vulgares, pacientes pactos que la marcha de los pueblos exige?




ArribaAbajoV

Los Académicos de Argamasilla


«...Con tutta quella gente que si lava in Guadiana...».

Ariosto, Orlando Furioso, canto XIV.



Yo no he conocido jamás hombres más discretos, más amables, más sencillos que estos buenos hidalgos don Cándido, don Luis, don Francisco, don Juan Alfonso y don Carlos. Cervantes, al final de la primera parte de su libro, habla de los académicos de Argamasilla; don Cándido, don Luis, don Francisco, don Juan Alfonso y don Carlos pueden ser considerados como los actuales académicos de Argamasilla. Son las diez de la mañana; yo me voy a casa de don Cándido. Don Cándido es clérigo; don Cándido tiene una casa amplia, clara, nueva y limpia; en el centro hay un patio con un zócalo de relucientes azulejos; todo en torno corre una galería. Y cuando he subido por unas escaleras, fregadas y refregadas por la aljofifa, yo entro en el comedor.

-Buenos días, don Cándido.

-Buenos nos los dé Dios, señor Azorín.

Cuatro balcones dejan entrar raudales de sol tibio, esplendente, confortador; en las paredes cuelgan copias de cuadros de Velázquez y soberbios platos antiguos; un fornido aparador de roble destaca en un testero; enfrente aparece una chimenea de mármol negro, en que las llamas se mueven rojas; encima de ella se ve un claro espejo encuadrado en rico marco de patinosa talla; ante el espejo, esbelta, primorosa, se yergue una estatuilla de la Virgen. Y en el suelo, extendida por todo el pavimento, se muestra una antigua y maravillosa alfombra gualda, de un gualdo intenso, con intensas flores bermejas, con intensos ramajes verdes.

-Señor Azorín -me dice el discretísimo don Cándido- acérquese usted al fuego.

Yo me acerco al fuego.

-Señor Azorín, ¿ha visto usted ya las antigüedades de nuestro pueblo?

Yo he visto ya las antigüedades de Argamasilla de Alba.

-Don Cándido -me atrevo yo a decir- he estado esta mañana en la casa que sirvió de prisión a Cervantes; pero...

Al llegar aquí me detengo un momento; don Cándido -este clérigo tan limpio, tan afable- me mira con una vaga ansia. Yo continúo:

-Pero respecto de esta prisión dicen ahora los eruditos que...

Otra vez me vuelvo a detener en una breve pausa; las miradas de don Cándido son más ansiosas, más angustiosas. Yo prosigo:

-Dicen ahora los eruditos que no estuvo encerrado en ella Cervantes.

Yo no sé con entera certeza si dicen tal cosa los eruditos; mas el rostro de don Cándido se llena de sorpresa, de asombro, de estupefacción.

-¡Jesús! ¡Jesús! -exclama don Cándido llevándose las manos a la cabeza escandalizado-. ¡No diga usted tales cosas, señor Azorín! ¡Señor, señor, que tenga uno que oír unas cosas tan enormes! Pero, ¿qué más, señor Azorín? ¡Si se ha dicho que Cervantes era gallego! ¿Ha oído usted nunca algo más estupendo?

Yo no he oído, en efecto, nada más estupendo; así se lo confieso lealmente a don Cándido. Pero si estoy dispuesto a creer firmemente que Cervantes era manchego y estuvo encerrado en Argamasilla, en cambio -perdonadme mi incredulidad- me resisto a secundar la idea de que Don Quijote vivió en este lugar manchego. Y entonces, cuando he acabado de exponer tímidamente, con toda cortesía, esta proposición, don Cándido me mira con ojos de un mayor espanto, de una más profunda estupefacción y grita extendiendo hacia mí los brazos:

-¡No, no, por Dios! ¡No, no, señor Azorín! ¡Llévese usted a Cervantes; lléveselo usted en buena hora; pero déjenos usted a Don Quijote!

Don Cándido se ha levantado a impulsos de su emoción; yo pienso que he cometido una indiscreción enorme.

-Ya sé, señor Azorín, de dónde viene todo eso -dice don Cándido-; ya sé que hay ahora una corriente en contra de Argamasilla; pero no se me oculta que estas ideas arrancan de cuando Cánovas iba al Tomelloso y allí le llenaban la cabeza de cosas en perjuicio de nosotros. ¿Usted no conoce la enemiga que los del Tomelloso tienen a Argamasilla? Pues yo digo que Don Quijote era de aquí; Don Quijote era el propio don Rodrigo de Pacheco, el que está retratado en nuestra iglesia, y no podrá nadie, nadie, por mucha que sea su ciencia, destruir esta tradición en que todos han creído y que se ha mantenido siempre tan fuerte y tan constante...

¿Qué voy a decirle yo a don Cándido, a este buen clérigo, modelo de afabilidad y de discreción, que vive en esta casa tan confortable, que viste estos hábitos tan limpios? Ya creo yo también a pies juntillas que don Alonso Quijano el Bueno era de este insigne pueblo manchego.

-Señor Azorín -me dice don Cándido sonriendo-; ¿quiere usted que vayamos un momento a nuestra Academia?

-Vamos, don Cándido -contesto yo- a esa Academia.

La Academia es la rebotica del señor licenciado don Carlos Gómez; ya en el camino hemos encontrado a don Luis. Vosotros es posible que no conozcáis a don Luis de Montalbán. Don Luis es el tipo castizo, inconfundible del viejo hidalgo castellano. Don Luis es menudo, nervioso, movible, flexible, acerado, aristocrático; hay en él una suprema, una instintiva distinción de gestos y de maneras; sus ojos llamean, relampaguean, y puesta en su cuello una ancha y tiesa gola, don Luis sería uno de estos finos, espirituales caballeros que el Greco ha retratado en su cuadro famoso del Entierro.

-Luis -le dice su hermano don Cándido-, ¿sabes lo que dice el señor Azorín? Que Don Quijote no ha vivido nunca en Argamasilla.

Don Luis me mira un brevísimo momento en silencio; luego se inclina un poco y dice, tratando de reprimir con una exquisita cortesía su sorpresa:

-Señor Azorín, yo respeto todas las opiniones; pero sentiría en el alma, sentiría profundamente, que a Argamasilla se le quisiera arrebatar esta gloria. Eso -añade sonriendo con una sonrisa afable- creo que es una broma de usted.

-Efectivamente -confieso yo con entera sinceridad-; efectivamente, esto no pasa de ser una broma mía sin importancia.

Y ponemos nuestras plantas en la botica; después pasamos a una pequeña estancia que detrás de ella se abre. Aquí, sentados, están don Carlos, don Francisco, don Juan Alfonso. Los tarros blancos aparecen en las estanterías; entra un sol vivo y confortador por la ancha reja: un olor de éter, de alcohol, de cloroformo flota en el ambiente. Cerca, a través de los cristales, se divisa el río, el río verde, el río claro, el río tranquilo, que se detiene en un ancho remanso junto a un puente.

-Señores -dice don Luis cuando ya hemos entrado en una charla amistosa, sosegada, llena de una honesta ironía- señores, ¿a que no adivinan ustedes lo que ha dicho el señor Azorín?

Yo miro a don Luis sonriendo; todas las miradas se clavan, llenas de interés, en mi persona.

-El señor Azorín -prosigue don Luis, al mismo tiempo que me mira como pidiéndome perdón por su discreta chanza-, el señor Azorín decía que Don Quijote no ha existido nunca en Argamasilla, es decir, que Cervantes no ha tomado su tipo de Don Quijote de nuestro convecino don Rodrigo Pacheco.

-¡Caramba! -exclama don Juan Alfonso.

-¡Hombre, hombre! -dice don Francisco.

-¡Demonio! -grita vivamente don Carlos, echándose hacia atrás su gorra de visera.

Y yo permanezco un instante silencioso, sin saber qué decir ni cómo justificar mi audacia; mas don Luis añade al momento que yo estoy ya convencido de que Don Quijote vivió en Argamasilla, y todos entonces me miran con una profunda gratitud, con un intenso reconocimiento. Y todos charlamos como viejos amigos. ¿No os agradaría esto a vosotros? Don Carlos lee y relee a todas horas el Quijote; Don Juan Alfonso -tan parco, tan mesurado, de tan sólido juicio- ha escudriñado, en busca de datos sobre Cervantes, los más diminutos papeles del archivo; don Luis cita, con menudos detalles, los más insignificantes parajes que recorriera el caballero insigne. Y don Cándido y don Francisco traen a cada momento a colación largos párrafos del gran libro. Un hálito de arte, de patriotismo, se cierne en esta clara estancia en esta hora, entre estas viejas figuras de hidalgos castellanos. Fuera, allí cerca, a dos pasos de la ventana, a flor de tierra, el noble Guadiana se desliza manso, callado, trasparente...




ArribaAbajoVI

Siluetas de Argamasilla


LA XANTIPA.

La Xantipa tiene unos ojos grandes, unos labios abultados y una barbilla aguda, puntiaguda; la Xantipa va vestida de negro y se apoya, toda encorvada, en un diminuto bastón blanco con una enorme vuelta. La casa es de techos bajitos, de puertas chiquitas y de estancias hondas. La Xantipa camina de una en otra estancia, de uno en otro patizuelo, lentamente, arrastrando los pies, agachada sobre su palo. La Xantipa de cuando en cuando se detiene un momento en el zaguán, en la cocina o en una sala; entonces ella pone su pequeño bastón arrimado a la pared, junta sus manos pálidas, levanta los ojos al cielo y dice dando un profundo suspiro:

-¡Ay, Jesús!

Y entonces, si vosotros os halláis allí cerca, si vosotros habéis hablado con ella dos o tres veces, ella os cuenta que tiene muchas penas.

-Señora Xantipa -le decís vosotros afectuosamente-, ¿qué penas son esas que usted tiene?

Y en este punto ella -después de suspirar otra vez-, comienza a relataros su historia. Se trata de una vieja escritura: de un huerto, de una bodega, de un testamento. Vosotros no veis muy claro en este dédalo terrible.

-Yo fui un día -dice la Xantipa- a casa del notario ¿comprende usted? Y el notario me dijo: Usted ese huerto que tenía ya no lo tiene. Yo no quería creerlo, pero él me enseñó la escritura de venta que yo había hecho; pero yo no había hecho ninguna escritura. ¿Comprende usted?

Yo, a pesar de que en realidad no comprendo nada, digo que lo comprendo todo. La Xantipa vuelve a levantar los ojos al cielo y suspira otra vez. Ella quería vender este huerto para pagar los gastos del entierro de su marido y los derechos de la testamentaría. Estamos ante la lumbre del hogar; Gabriel extiende sus manos hacia el fuego en silencio; Mercedes mira el ondular de las llamas con un vago estupor.

-Y entonces -dice la Xantipa- como no pude vender este huerto, tuve que vender la casa de la esquina, que era mía y que estaba tasada...

Se hace una ligera pausa.

-¿En cuánto estaba tasada, Gabriel? -pregunta la Xantipa.

-En ocho mil pesetas -contesta Gabriel.

-Sí, sí, en ocho mil pesetas -dice la Xantipa-. Y después tuve que vender también un molino que estaba tasado...

Se hace otra ligera pausa.

-¿En cuánto estaba tasado, Gabriel? -torna a preguntar la Xantipa.

-En seis mil pesetas -replica Gabriel.

-Sí, sí; en seis mil pesetas -dice la Xantipa.

Y luego, cuando ha hablado durante un largo rato, contándome otra vez todo el intrincado enredijo de la escritura, de los testigos, del notario, se levanta; se apoya en su palo; se marcha pasito a pasito, encorvada, rastreante, abre una puerta; revuelve en un cajón; saca de él un recio cuaderno de papel timbrado; torna a salir del cuarto; mira si la puerta de la calle está bien cerrada; entra otra vez en la cocina y pone, al fin, en mis manos, con una profunda solemnidad, con un profundo misterio, el abultado cartapacio. Yo lo cojo en silencio sin saber lo que hacer; ella me mira emocionada; Gabriel me mira también; Mercedes me mira también.

-Yo quiero -me dice la Xantipa- que usted lea la escritura.

Yo doblo la primera hoja; mis ojos pasan sobre los negros trazos. Y yo no leo, no me doy cuenta de lo que esta prosa curialesca expresa, pero siento que pasa por el aire, vagamente, en este momento, en esta casa, entre estas figuras vestidas de negro que miran ansiosamente a un desconocido que puede traerles la esperanza; siento que pasa un soplo de lo Trágico.

JUANA MARÍA.

Juana María ha venido y se ha sentado un momento en la cocina; Juana María es delgada, esbelta; sus ojos son azules; su cara es ovalada; sus labios son rojos. ¿Es manchega Juana María? ¿Es de Argamasilla? ¿Es del Tomelloso? ¿Es de Puerto Lápice? ¿Es de Herencia? Juana María es manchega castiza. Y cuando una mujer es manchega castiza, como Juana María, tiene el espíritu más fino, más sutil, más discreto, más delicado que una mujer puede tener. Vosotros entráis en un salón; dais la mano a estas o a las otras damas; habláis con ellas; observáis sus gestos, examináis sus movimientos; veis cómo se sientan, cómo se levantan, cómo abren una puerta, cómo tocan un mueble. Y cuando os despedís de todas estas damas, cuando dejáis este salón, os percatáis de que tal vez, a pesar de toda la afabilidad, de toda la discreción, de toda la elegancia, no queda en vuestros espíritus, como recuerdo, nada de definitivo, de fuerte y de castizo. Y pasa el tiempo; otro día os halláis en una posada, en un cortijo, en una callejuela de una vieja ciudad. Entonces -si estáis en la posada- observáis que en un rincón, casi sumida en la penumbra, se encuentra sentada una muchacha. Vosotros cogéis las tenazas y vais tizoneando; junto al fuego hay asimismo dos o cuatro o seis comadres. Todas hablan; todas cuentan -ya lo sabéis- desdichas, muertes, asolamientos, ruinas; la muchacha del rincón calla; vosotros no le dais gran importancia a la muchacha. Pero, durante un momento las voces de las comadres enmudecen; entonces, en el breve silencio, tal vez como resumen o corolario a lo que se iba diciendo, suena una voz que dice:

-¡Ea, todas las cosas vienen por sus cabales!

Vosotros, que estabais inclinados sobre la lumbre, levantáis rápidamente la cabeza sorprendidos. ¿Qué voz es esta? -pensáis vosotros-. ¿Quién tiene esta entonación tan dulce, tan suave, tan acariciadora? ¿Cómo una breve frase puede ser dicha con tan natural y tan supremo arte? Y ya vuestras miradas no se apartan de esta moza de los ojos azules y de los labios rojos. Ella está inmóvil; sus brazos los tiene cruzados sobre el pecho; de cuando en cuando se encorva un poco, asiente a lo que oye con un ligero movimiento de cabeza, o pronuncia unas pocas palabras mesuradas, corteses, acaso subrayadas por una dulce sonrisa de ironía...

¿Cómo, por qué misterio encontráis este espíritu aristocrático bajo las ropas y atavíos del campesino? ¿Cómo, por qué misterio desde un palacio del Renacimiento, donde este espíritu se formaría hace tres siglos, ha llegado, en estos tiempos, a encontrarse en la modesta casilla de un labriego? Lector: yo oigo sugestionado las palabras dulces, melódicas, insinuantes, graves, sentenciosas, suavemente socarronas a ratos, de Juana María. Esta es la mujer española.

DON RAFAEL.

No he nombrado antes a don Rafael porque, en realidad, don Rafael vive en un mundo aparte.

-Don Rafael, ¿cómo está usted? -le digo yo.

Don Rafael medita un momento en silencio, baja la cabeza, se mira las puntas de los pies, sube los hombros, contrae los labios y me dice por fin:

-Señor Azorín, ¿cómo quiere usted que esté yo? Yo estoy un poco echado a perder.

Don Rafael, pues, está un poco echado a perder. Él habita en un caserón vetusto; él vive solo; él se acuesta temprano; él se levanta tarde. ¿Qué hace don Rafael? ¿En qué se ocupa? ¿Qué piensa? No me lo preguntéis; yo no lo sé. Detrás de su vieja mansión se extiende una huerta; esta huerta está algo abandonada; todas las huertas de Argamasilla están algo abandonadas. Hay en ellas altos y blancos álamos, membrilleros achaparrados, parrales largos, retorcidos. Y el río por un extremo pasa callado y transparente entre arbustos que arañan sus cristales. Por esta huerta pasea un momento cuando se levanta, en las mañanas claras, don Rafael. Luego marcha al casino, tosiendo, alzándose el ancho cuello de su pelliza. Yo no sé si sabréis que en todos los casinos de pueblo existe un cuarto misterioso, pequeño, casi oscuro, donde el conserje arregla sus mixturas; a este cuarto acuden, y en él penetran, como de soslayo, como a cencerros tapados, como hierofantes que van a celebrar un rito oculto, tales o cuales caballeros, que sólo parecen con este objeto, presurosos, enigmáticos, por el casino. Don Rafael entra también en este cuarto. Cuando sale, él da unas vueltas al sol por la ancha plaza. Ya es media mañana; las horas van pasando lentas; nada ocurre en el pueblo; nada ha ocurrido ayer; nada ocurrirá mañana. ¿Por qué don Rafael vive hace veinte años en este pueblo, dando vueltas por las aceras de la plaza, caminando por la huerta abandonada, viviendo solo en el caserón cerrado, pasando las interminables horas de los días crudos del invierno junto al fuego, oyendo crepitar los sarmientos, viendo bailar las llamas?

-Yo, señor Azorín -me dice don Rafael-, he tenido mucha actividad antes...

Y después añade con un gesto de indiferencia altiva:

-Ahora ya no soy nada.

Ya no es nada, en efecto, don Rafael; tuvo antaño una brillante posición política; rodó por gobiernos civiles y por centros burocráticos; luego, de pronto, se metió en un caserón de Argamasilla. ¿No sentís una profunda atracción hacia estas voluntades que se han roto súbitamente, hacia estas vidas que se han parado, hacia estos espíritus que -como quería el filósofo Nietzsche- no han podido sobrepujarse a sí mismos? Hace tres siglos en Argamasilla comenzó a edificarse una iglesia; un día la energía de los moradores del pueblo cesó de pronto; la iglesia, ancha, magnífica, permaneció sin terminar; media iglesia quedó cubierta; la otra media quedó en ruinas. Otro día, en el siglo XVIII, en tierras de este término, intentose construir un canal; las fuerzas faltaron asimismo; la gran obra no pasó de proyecto. Otro día, en el siglo XIX, pensose en que la vía férrea atravesase por estos llanos; se hicieron desmontes; abriose un ancho cauce para desviar el río; se labraron los cimientos de la estación; pero la locomotora no apareció por estos campos. Otro día, más tarde, en el correr de los años, la fantasía manchega ideó otro canal; todos los espíritus vibraron de entusiasmo; vinieron extranjeros; tocaron las músicas en el pueblo; tronaron los cohetes; celebrose un ágape magnífico; se inauguraron soberbiamente las obras; mas los entusiasmos, paulatinamente, se apagaron, se disgregaron, desaparecieron en la inacción y en el olvido... ¿Qué hay en esta patria del buen Caballero de la Triste Figura que así rompe en un punto, a lo mejor de la carrera, las voluntades más enhiestas?

Don Rafael pasea por la huerta, solo y callado, pasea por la plaza, entra en el pequeño cuarto del casino, no lee, tal vez no piensa.

-Yo -dice él-, estoy un poco echado a perder.

Y no hay melancolía en sus palabras; hay una indiferencia, una resignación, un abandono...

MARTÍN.

Martín está sentado en el patizuelo de su casa; Martín es un labriego. Las casas de los labradores manchegos son chiquitas, con un corralillo delante, blanqueadas con cal, con una parra que, en el verano, pone el verde presado de su hojarasca sobre la nitidez de las paredes.

-Martín -le dicen-, este señor es periodista.

Martín, que ha estado haciendo pleita sentado en una sillita terrera, me mira, puesto en pie, con sus ojuelos maliciosos, bailadores, y dice sonriendo:

-Ya, ya; este señor es de los que ponen las cosas en leyenda.

-Este señor -tornan a decirle- puede hacer que tú salgas en los papeles.

-Ya, ya -torna a replicar él con una expresión de socarronería y de bondad-. Conque este señor ¿puede hacer que Martín, sin salir de su casa, vaya muy largo?

Y sonríe con una sonrisa imperceptible; mas esta sonrisa se agranda, se trueca en un gesto de sensualidad, de voluptuosidad, cuando al correr de nuestra charla tocamos en cosas atañaderas a los yantares. ¿Tenéis idea vosotros de lo que significa esta palabra mágica: galianos? Los galianos son pedacitos diminutos de torta que se cuecen en un espeso caldo, salteados con trozos de liebres o de pollos. Este manjar es el amor supremo de Martín; no puede concebirse que sobre el planeta haya quien los aderece mejor que él; pensar tal cosa sería un absurdo enorme.

-Los galianos -dice sentenciosamente Martín-, se han de hacer en caldero; los que se hacen en sartén no valen nada.

Y luego, cuando se le ha hablado largo rato de las diferentes ocasiones memorables en que él ha sido llamado para confeccionar este manjar, él afirma que de todas cuantas veces come de ellos, siempre encuentra mejores los que se halla comiendo cuando los come.

-Lo que se come en el acto -dice él- es siempre lo mejor.

Y esta es una grande, una suprema filosofía; no hay pasado ni existe porvenir; sólo el presente es lo real y es lo transcendental. ¿Qué importan nuestros recuerdos del pasado, ni qué valen nuestras esperanzas en lo futuro? Sólo estos suculentos galianos que tenemos delante, humeadores en su caldero, son la realidad única; a par de ellos el pasado y el porvenir son fantasías. Y Martín, gordezuelo, afeitado, tranquilo, jovial, con doce hijos, con treinta nietos, continúa en su patizuelo blanco, bajo la parra, haciendo pleita, todos los días, un año y otro.




ArribaAbajoVII

La primera salida


Yo creo que le debo contar al lector, punto por punto, sin omisiones, sin efectos, sin lirismos, todo cuanto hago y cuanto veo. A las seis, esta mañana, allá en Argamasilla, ha llegado a la puerta de mi posada Miguel con su carrillo. Era esta una hora en que la insigne ciudad manchega aún estaba medio dormida; pero yo amo esta hora, fuerte, clara, fresca, fecunda, en que el cielo está trasparente, en que el aire es diáfano, en que parece que hay en la atmósfera una alegría, una voluptuosidad, una fortaleza que no existe en las restantes horas diurnas.

-Miguel -le he dicho yo- ¿vamos a marchar?

-Vamos a marchar cuando usted quiera -me ha dicho Miguel.

Y yo he subido en el diminuto y destartalado carro; la jaca -una jaquita microscópica- ha comenzado a trotar vivaracha y nerviosa. Y, ya fuera del pueblo, la llanura ancha, la llanura inmensa, la llanura infinita, la llanura desesperante, se ha extendido ante nuestra vista. En el fondo, allá en la línea remota del horizonte, aparecía una pincelada larga, azul, de un azul claro, tenue, suave; acá y allá, refulgiendo al sol, destacaban las paredes blancas, nítidas, de las casas diseminadas en la campiña; el camino, estrecho, amarillento, se perdía ante nosotros, y de una banda y de otra, a derecha e izquierda, partían centenares y centenares de surcos, rectos, interminables, simétricos.

-Miguel -he dicho yo- ¿qué montes son esos que se ven en el fondo?

-Esos montes -me contesta Miguel- son los montes de Villarrubia.

La jaca corre desesperada, impetuosa; las anchurosas piezas se suceden iguales, monótonas; todo el campo es un llano uniforme, gris, sin un altozano, sin la más suave ondulación. Ya han quedado atrás, durante un momento, las hazas sembradas, en que el trigo temprano o el alcacel comienzan a verdear sobre los surcos; ahora todo el campo que abarca nuestra vista es una extensión gris, negruzca, desolada.

-Esto -me dice Miguel- es liego; un año se hace la barbechera y otro se siembra.

Liego vale tanto como eriazo; un año las tierras son sembradas; otro año se dejan sin labrar; otro año se labran -y es lo que lleva el nombre de barbecho-, otro año se vuelven a sembrar. Así una tercera parte de la tierra, en esta extensión inmensa de La Mancha, es sólo utilizada. Yo extiendo la vista por esta llanura monótona; no hay ni un árbol en toda ella; no hay en toda ella ni una sombra; a trechos, cercanos unas veces, distantes otras, aparecen en medio de los anchurosos bancales sembradizos diminutos pináculos de piedras; son los majanos; de lejos, cuando la vista los columbra allá en la línea remota del horizonte, el ánimo desesperanzado, hastiado, exasperado, cree divisar un pueblo. Mas el tiempo va pasando; unos bancales se suceden a otros; y lo que juzgábamos poblado se va cambiando, cambiando en estos pináculos de cantos grises, desde los cuales, inmóvil, misterioso, irónico, tal vez un cuclillo -uno de estos innumerables cuclillos de La Mancha- nos mira con sus anchos y gualdos ojos...

Ya llevamos caminando cuatro horas; son las once; hemos salido a las siete de la mañana. Atrás, casi invisible, ha quedado el pueblo de Argamasilla; sólo nuestros ojos, al ras de la llanura, columbran el ramaje negro, fino, sutil, aéreo de la arboleda que exorna el río, delante destaca siempre, inevitable, en lo hondo, el azul, ya más intenso, ya más sombrío, de la cordillera lejana. Por este camino, a través de estos llanos, a estas horas precisamente, caminaba una mañana ardorosa de julio el gran caballero de la Triste Figura; sólo recorriendo estas llanuras, empapándose de este silencio, gozando de la austeridad de este paisaje, es como se acaba de amar del todo, íntimamente, profundamente, esta figura dolorosa. ¿En qué pensaba don Alonso Quijano el Bueno cuando iba por estos campos a horcajadas en Rocinante, dejadas las riendas de la mano, caída la noble, la pensativa, la ensoñadora cabeza sobre el pecho? ¿Qué planes, qué ideales imaginaba? ¿Qué inmortales y generosas empresas iba fraguando?

Mas ya, mientras nuestra fantasía -como la del hidalgo manchego- ha ido corriendo; el paisaje ha sufrido una mutación considerable. No os esperancéis; no hagáis que vuestro ánimo se regocije: la llanura es la misma; el horizonte es idéntico; el cielo es el propio cielo radiante; el horizonte es el horizonte de siempre, con su montaña zarca; pero en el llano han aparecido unas carrascas bajas, achaparradas, negruzcas, que ponen intensas manchas rotundas sobre la tierra hosca. Son las doce de la mañana; el campo es pedregoso; flota en el ambiente cálido de la primavera naciente un grato olor de romero, de tomillo y de salvia; un camino cruza hacia Manzanares. ¿No sería acaso en este paraje, junto a este camino, donde Don Quijote encontró a Juan Haldudo, el vecino de Quintanar? ¿No fue esta una de las más altas empresas del caballero? ¿No fue atado Andresillo a una de estas carrascas y azotado bárbaramente por su amo? Ya don Quijote había sido armado caballero; ya podía meter el brazo hasta el codo en las aventuras; estaba contento; estaba satisfecho; se sentía fuerte; se sentía animoso. Y entonces, de vuelta a Argamasilla, fue cuando deshizo este estupendo entuerto. «He hecho al fin -pensaba él- una gran obra». Y en tanto Juan Haldudo amarraba otra vez al mozuelo a la encina y proseguía en el despiadado vapuleo. Esta ironía honda y desconsoladora tienen todas las cosas de la vida...

Pero, lector, prosigamos nuestro viaje; no nos entristezcamos. Las quiebras de la montaña lejana ya se ven más distintas; el color de las faldas y de las cumbres, de azul claro ha pasado a azul gris. Una avutarda cruza lentamente, pausadamente, sobre nosotros; una bandada de grajos, posada en un bancal, levanta el vuelo y se aleja graznando; la transparencia del aire, extraordinaria, maravillosa, nos deja ver las casitas blancas remotas; el llano continúa monótono, yermo. Y nosotros, tras horas y horas de caminata por este campo, nos sentimos abrumados, anonadados, por la llanura inmutable, por el cielo infinito, transparente, por la lejanía inaccesible. Y ahora es cuando comprendemos cómo Alonso Quijano había de nacer en estas tierras, y cómo su espíritu, sin trabas, libre, había de volar frenético por las regiones del ensueño y de la quimera. ¿De qué manera no sentirnos aquí desligados de todo? ¿De qué manera no sentir que un algo misterioso, que un anhelo que no podemos explicar, que un ansia indefinida, inefable, surge de nuestro espíritu? Esta ansiedad, este anhelo es la llanura gualda, bermeja, sin una altura, que se extiende bajo un cielo sin nubes hasta tocar, en la inmensidad remota, con el telón azul de la montaña. Y esta ansia y este anhelo es el silencio profundo, solemne, del campo desierto, solitario. Y es la avutarda que ha cruzado sobre nosotros con aleteos pausados. Y son los montecillos de piedra, perdidos en la estepa, y desde los cuales, irónicos, misteriosos, nos miran los cuclillos...

Pero el tiempo ha ido trascurriendo; son las dos de la tarde; ya hemos atravesado rápidamente el pueblecillo de Villarta; es un pueblo blanco, de un blanco intenso, de un blanco mate, con las puertas azules. El llano pierde su uniformidad desesperante; comienza a levantarse el terreno en suaves ondulaciones; la tierra es de un rojo sombrío; la montaña aparece cercana; en sus laderas se asientan cenicientos olivos. Ya casi estamos en el famoso Puerto Lápiche. El puerto es un anchuroso paso que forma una depresión de la montaña; nuestro carro sube corriendo por el suave declive; muere la tarde; las casas blancas del lugar aparecen de pronto. Entramos en él; son las cinco de la tarde; mañana hemos de ir a la venta famosa donde Don Quijote fue armado caballero.

Ahora, aquí en la posada del buen Higinio Mascaraque, yo he entrado en un cuartito pequeño, sin ventanas, y me he puesto a escribir, a la luz de una bujía, estas cuartillas.



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