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ArribaAbajoSegunda parte

Hospital de ambos sexos. Sala de hombres



ArribaAbajoDedicado por mano de su doctor Don Juan Peralta a la excelentísima señora Doña Francisca Pérez de Guzmán el Bueno, Duquesa de Osuna

Amigo y Señor.

Dedicar enfermedades, muertes y condenaciones a una Señora, más es darle sustos y pesadumbres deseperadas que cortejos apacibles. Mi veneración bien quisiera poner a los de la Duquesa mi Señora argumentos tan festivos como respetuosos, que sólo llenasen su admirable espíritu de alegrías y quietudes venturosas; pero estoy muchos días ha tan agarrado del humor negro, que no acierta mi alma a producir expresión que no sea terrible y formidable. Por esta razón, y porque estoy precisado a no poner en la prensa papel alguno sin honrar su primera plana con su gloriosísimo nombre, me valgo del favor de Vd., para que signifique a su Exc. mi obligación y mi respeto, expresando con su fecundidad que Torres ha dedicado a sus pies un tratadito de Medicina, ocultando a su presencia su horrible y desusada idea, que de este modo espero (encaminando Vd., delante mis venerables servidumbres) que su piedad conozca la buena ley de mis cultos, y no se detenga en mirar un argumento tan extraño a sus entretenimientos, diversiones y lectura.

Advierto a Vd. que podrá decirle algún malicioso que esta confianza amigable es treta para zumbar su profesión con el desenfadado estilo que pongo en el tratado de este Hospital, cuando escribo de la parte médica; suplico a Vd. que no lo crea, y para esto acuérdese de lo que nos amamos, y de nada más. Adiós amigo.

De Vd. siempre, Torres.




ArribaAbajoA la Exc.ma señora Doña Francisca Bibiana Pérez de Guzmán el Bueno, duquesa de Osuna, &C.

Exc.ma Señora

No puede haber inclinación, por rebelde que sea, que no doble la rodilla a la majestuosa afabilidad de V. E. Las presunciones más entonadas y las vanidades más presuntuosas, todas se rinden al escuchar su sagrado nombre. Generalmente es venerada su soberanía no sólo de los dichosos que lograron ver su grandeza, sino de los desventurados que la ignoran. El glorioso nombre de V. E. y su feliz memoria produce las alegrías, los respetos y los cultos, aun entre los que vivimos desgraciadamente distantes y apartados de su vista. Una librea de las que sirven de adorno, honra y distinción a los siervos de V. E., mueve el gusto y el afecto en todos los corazones de la corte, y a pesar de las tristezas de su color infunde altísimos gozos en los espíritus cortesanos, porque su gala les pone presente en su memoria la amada vida de V. E., y sus adorados lucimientos. Cuando V. E. se permite algunas veces a los deliciosos paseos, o a las floridas calles del mundo político de Madrid, todos sus moradores se desatan en respetuosos aplausos, amorosas bendiciones y dulces contentos. Y es porque lleva V. E. en su afabilísimo semblante muy patentes sus apacibles piedades, su graciosa discreción, su generoso genio, y todas las preciosas riquezas de su alma.

De justicia se le deben a V. E. tantas y tan exquisitas aclamaciones, gracias y holocaustos. Y advertido de esta obligación y de la dichosa servidumbre que postré a V. E. desde el primer punto que se ennobleció mi espíritu con la noticia de su grandeza, llego ahora a sacrificar a sus pies este corto volumen, que por hijo de mi fatiga es todo de V. E. Mi respeto, mi trabajo, mi aplicación y las infelices remuneraciones de mi infructuoso y despreciable estudio, todo está sujeto y esclavizado a su poderoso dominio. Nada doy, nada ofrezco, porque ni la altura de mi veneración, ni lo ansioso de mis deseos pueden tributar un don propio, ni un voto libre, porque todo es deuda forzosa y sacrificio indispensable al soberano altar de V. E. Sólo ruego a su piedad que reconozca y reciba este desvelo de mi espíritu, y esta ingenuidad de mi miserable filosofía, que en uno y en otra hallará venerables ansias, recuerdos felices y agradecida esclavitud a sus honras y a su superior grandeza.

Nuestro Señor guarde la deseada vida de V. E., en la que hoy goza dilatados siglos para alegría del reino y honor del mundo. Salamanca, hoy 10 de abril de 1737.

Exc.ma señora

B. L. P. de V. E. su rendidísimo Siervo

El Dr. D. Diego de Torres




ArribaAbajoPrólogo

Contra los vanos, colmilludos y rabiosos lectores, que todo lo muerden, lo bueno y lo malo, lo sabroso y lo desabrido, lo flaco o lo gordo, lo rudo o lo tierno.

Tan cortés como su poca atención, y más blando que lo que merece su dentadura.

Ya que no encontraste vicios que quitar o que poner en la primera parte de esta obra, saliste regañando los dientes conta la elección, y mordiendo el asunto por extraño a mi juicio, impropio a mi genio y repugnante a mis costumbres. «¿Quién le mete a Torres -dijiste- en escribir medicina? ¿Quién le ha puesto en los delirios de predicar, cuando sabemos que aún tiene los cascos tan vagamundos como sus pies, tan verdes como su corazón, tan libres como su genio, y tan defectuosos como su conciencia?» Y detrás de estas copias vomitaste otro millar de sátiras tan abominables como tu rencor, tan sucias como tu boca, tan malvadas como tu envidia, tan viejas como tu murmuración y tan insolentes como tu ociosidad. Hombre o diablo, ¿quién te persuade a que están escondidos para mis ojos y encubiertos a mi penetración los sistemas de la medicina? Esta ciencia, patarata o lo que es, se busca en los libros, se coge en los maestros, se bebe en las aulas y se actúa en los hospitales, y los tomos, los doctores y los enfermos están patentes para el que quisiera leerlos, consultarlos e inquirirlos. Habla, escribe, receta y te enjuaga un monigote que salió a puntapiés y pescozadas de la sopa de Osuna, Irache o Gandía, ¿y te asusta ver que escriba un doctor de Salamanca, que en sus escuelas está oyendo y conferenciando cada día con los maestros más temidos y más consultados de la Europa? Mírame bien, regístrame todo, que para médico no me falta más que la mula y la codicia. Si te parece que por no haberme visto montado en un coche o metido en un rocín desempedrando calles y recogiendo propinas no puedo ser doctor, te engañas, que no es del caso ir haciendo ruido, ni quitarle al enfermo el dinero, o la caja de plata para curarlo. Yo soy, para que me acabes de conocer, físico por el amor de Dios, médico de gracia, y doctor por caridad, y doy de balde mis palabras y mis recetarios a cuantos por curiosos o por enfermos los quieren probar. Búscame, examíname y ponme entre los médicos más enemigos de mis verdades, que sin desembolsar el doblón, el tabaco ni el chocolate, tendrás -además de los que pagares- otro doctor, si la enfermedad te estrecha a las desdichas de la junta. Yo leo libros, trato hombres, hablo esqueletos, visito hospitales, tengo grados, licencia y permisión de Dios, del papa y del rey, para argüir contra médicos, examinarlos, aprobarlos, o reprobarlos en los Claustros de mi Universidad y fuera de ellos, ¡con que mira ahora si podré escribir medicina! Esta murmuración te ha salido tan vana corno otras, y tu envidia se ha visto tan al primer folio, que sin haberle arremangado más que la primera túnica de tu intención, he descubierto la podre y la gusanera de tu incorregible y hedionda manía.

Tan engañado estás en el pensamiento de mi vida corno en el de mi estudio, y pudieras entretenerte despacio en la tuya, sin correr tan ligeramente por la mía. Ven acá, bruto, dime, ¿qué estorbos, que inhabilidad, qué repugnancia consideras en mi espíritu para persuadirte que ignoro, o que puedo vivir olvidado de Dios, de sus santas leyes y de la eternidad de los tormentos y las glorias? ¡Yo no sé quién ofende más a Dios, si yo con mis vicios, o tú con tales imaginaciones! ¡Tan mal te parece -aunque yo sea peor que Mahoma- que escriba los medios y las lecciones para ser bueno! ¿Es culpa que empiece a dar señales de bien aplicado y cuerdamente arrepentido? ¿Aumenta la malicia mis costumbres ser bueno en las horas que estoy entretenido en escribir bien, aunque sea malo en todas las demás del día? ¡Horroroso pecado que Torres empieza a parecer bueno! ¡Grande mal que Torres escribe de las debilidades de la vida, de la miseria de la humanidad, de las prevenciones para morir y de los medios para salvarse! ¡Aunque fuera yo un turco no pudieras explicar contradicción tan bárbara, ni reparo tan escandaloso! Anda enhoramala, que eres un necio, maldiciente, envidioso, que sólo tratas en deshonrar la aplicación y perseguir la bondad.

Gracias a Dios que te conocí desde el primer prólogo, y gracias a Dios que me mantiene el desprecio con que tratarte y conformidad para sufrirte. El poco caso que he hecho de tus locuras se conoce en mi poca obediencia. Tú no quieres que escriba, y yo he de escribir hasta matarte o hasta morirme. Allá va la segunda parte de los Desahuciados, no quiero que la leas, ni que la oigas, ni que te acuerdes de mí, ni que la compres, que ya no necesito tu dinero; sólo quiero mortificarte y volverte a decir que mi premio y mi gusto no está en tus ojos, en tus manos, en tu lengua, en tu dinero ni tu vanidad; yo me lo tengo todo en mi paciencia, en mi retiro y en mi trabajo, y yo me lo guiso, y yo me lo como, y yo me voy a reír de ti como he hecho siempre. Quédate contigo, que es lo mismo que con un perro cocoso, que yo me voy con Dios, y ladra y gruñe lo que tú quisieres.




ArribaAbajoSueño al mismo amigo

Yo me vi recostado en una espaciosa ribera, patria de la obscuridad, habitación de las sombras, estupendo albergue de la noche, y confusa esfera del asombro. Estaba el aire, a pesar de su denegrida tintura, mezclado desagradablemente con un linaje de luz como de azufre, de suerte que se causaba en él una palidez tan sombría y una sombra tan pálida, que atemorizados los ojos de tan mortal imagen, suspendían lo curioso por no encontrarse con lo deforme. La soledad era extrema, pues voz de hombre, ni seña de humana compañía, daba información a la vista para darle consuelo al corazón. Jamás vi a mi pecho tan cruelmente asustado de la confusión y el susto. Por acá en el amable reino de la luz y de la vida, he visto muchas veces disparar el poderoso Neptuno los formidables rayos de su cristalina indignación. He visto a su robusto poder conmoverse los mares y arrancarse con una violencia prodigiosa de su profundo centro las aguas. He visto amenazado el honor del sol de ser extinguido y temerosos los luceros más ardientes, los más ricos depósitos del fuego inmortal de sofocar en el piélago sus eternas lumbres. Destrozarse la hermosa máquina de un bajel en la obstinada dureza de un escollo, y gritar horriblemente los peñascos heridos con extraordinaria crueldad del verdinegro látigo de las olas. He visto desatarse los vientos sacudiendo las severas leyes de Eolo, romper las horrorosas cárceles, y salir todos desenfrenados a turbar el vasto espacio de la tierra. Correr las campañas violentamente en impetuosos torbellinos, abatir la soberbia de los membrudos árboles, que porfiaban a ser sempiternos en fe de la tenacidad de sus raíces. Desgajarse a sus feroces soplos los más famosos chapiteles, que sobre la incansable solidez de sus fundamentos desafiaban a duración a las mismas eternidades. Finalmente he visto la furia colérica de los rayos amagando ruina universal a todo el orbe, y temblando todo el universo de la terrible artillería de Júpiter omnipotente; pero jamás estos objetos que ponen en terror a los hombres, y que parece que conspiran a la postrimera desolación de la naturaleza indujeron en mi ánimo tanto horror como la intratable condición de aquel páramo, donde sólo rompía el silencio fúnebre, en vez de tiernas tórtolas, blandos ruiseñores, suaves jilguerillos y juguetones arroyuelos, la triste caterva de tenebrosos pájaros y nocturnas aves, búhos, mochuelos, lechuzas y otros innumerables, cuyo funesto canto y voz desapacible pudiera hacer aborrecida la misma felicidad del Elisio. Parecíame que escuchaba en sus espantosos aullidos y acentos roncos celebrar las exequias de todo el mundo. ¡Quién sabrá imaginar las angustias en que puso a mi espíritu el melancólico desconcierto de tan ruidosos llantos! ¡Quién sabrá el extraño desorden que se produjo en mis sentidos con representación tan pavorosa! ¡Quién mi desmayo! ¡Quién mi turbación! ¡Quién finalmente las amargas congojas de mi alma!

Tejía en el aire la numerosa volátil turba con ceñudo artificio medrosos capuces, espesas e impenetrables selvas, y escarapelados pabellones de infausta pluma, y batiendo perezosamente las alas causaban un fragor semejante al que ocasionan en obscuro y populoso pinar las copas de los árboles, barnboneadas de las violentas ráfagas del aquilón. Todo era escuchar sus bárbaras endechas, sus desentonadas alegrías, sus luctuosos gritos y desagradables lamentaciones. Volaban sobre un río en cuyas atezadas ondas tiende indubitablemente la noche las prolijas y funerales bayetas con que viene -después de las agonías del sol- a enlutar las tierras, los aires y los cielos. Juzguélo sin duda por anchuroso vaso en que depositó la enemiga moral de las luces toda la tinta con que borra los colores de los cuerpos, y desaparece la hermosura de los orbes. Ceñíase por una y otra orilla de agudos cipreses, árboles consagrados al negro monarca del averno. Movíanse en rápidas circulaciones sus inmundas corrientes, procediendo de sus arrebatados movimientos un estruendo descomunal y formidable. No había en él más que remolinos, por cuyas pantanosas gargantas amenazaban sorberse a cuantos temerosamente lo veían. ¡Qué horror! ¡Qué miedo! ¡Qué espanto! Erizáronseme los cabellos, pegóseme la voz a las fauces, casi se me encarceló el aliento, palpitóme el corazón a vuelcos tan grandes que juzgué arrancárseme del pecho. Huyeron a esta oficina de la vitalidad toda la volátil copia de espíritus, quedaron desembarazados los miembros exteriores, cubrióme un hielo extraordinario, caducó mi arquitectura, y no tuve, en fin, más facultades para moverme, que las que bastaron a continuar un rígido temblor de toda la máquina.

Cobré algún aliento, y levantando los ojos descubrí en el río ya cerca de la tierra un inmenso barco que arreaba un viejarrón, tan cigüeño de zancas y tan desentonado de estatura, que pudiera confundirse con uno de los cipreses de la ribera. Era este fariseo muy plegado de pergamino, escabroso de pellejo, turrado de colambre, chicharrón de costras, vejigas, arrugas, chirlos y costurones, más puerco que el uso del tabaco, más feo que la carántula de la herejía. Nunca vi tan maldito pelaje, ni tan endemoniada catadura; usted crea que era preciso rebajarle lo feo para encontrarle con lo diablo. Si éste es de casta de demonios -decía yo a mi sayo- no saben lo que se endemonian, ni entienden de diablos los pintores de allá arriba; pues los que representan en algunos cuadros de San Antón, y a los pies del soberano arcángel, son cotejados con este horrible sayonazo unas lisonjeras hermosuras. Si es de la calaña de los hombres, sin duda erró el amasijo la naturaleza, lo fabricó sin moldes, o lo hizo de priesa. Era el salvaje una de las borracheras de la generación. Su cabello, ni bien blanco, ni bien negro, sino entre cal y arena, repartido en pelotones de estopa y grasa, y alfombrada la cabeza a ratos de lana burda y mantecosa. Descubríansele en ella de cuando en cuando las manchas de una piel más curtida que un cordobán, entre pobrezas de calvo y remanentes de tiñoso. Los ojos desmesuradamente grandes reventaban por escapársele del casco, teñidos en una diáfana amarillez, y tan deshermanados que miraba a un tiempo a distintas líneas horizontales, desprendiéndose de ellos un pálido y horroroso esplendor. Las cejas eran dos manojos de retorcidas cerdas que asombraban su rugosa frente; en fin, guarnecía los párpados de una sucia y asquerosa carniza, de manera que me pareció tener por ojos dos mataduras. Levantábase en la mitad de su cara un escollo de carne, en amago de canelón que nunca pudo aprender a ser nariz, sino un abultado caballete, que fuera caballo y aun frisón entre escribas y fariseos, asegurábase en ella un sombrero de un púlpito y un gancho para colgar siete varas de paño. Partíase por la parte inferior en dos inmundos mechinales, por donde podía Esgueva embocar su hedionda corriente. Respondía la boca a la deformidad de las demás facciones, espaciosa y obscura sima, infame puerta de aquel infierno de carne y hueso, y horrenda gruta, cuya entrada se hacía fragosa con el enmarañado boscaje de sus barbas, que se descolgaban hasta el pecho en ademán de escoba de algarabía; pero tan puercas, que me pareció que las había bañado en vertederos y marcas. Bastaba para ser condenado la visión perpetua de su errada forma, y sólo la vista de tan desproporcionado objeto era azotes y galeras de los ojos. En él se me representaron todas las madrastras, cuñadas y suegras habidas y por haber, el hambre canina, la sed, el frío, el fuego, las viruelas, la sarna, la tiña, la peste, los tres enemigos del alma, los siete pecados mortales y en fin las dueñas y los comadrones, y juzgué que encima de su cuerpo habían hecho los tiempos todas sus necesidades. Ayudaba a este parecer con una impertinente, feroz, desabrida e intratable condición, de forma que enviaba enhoramala con el gesto, y pudiera con la presencia avinagrar todos los placeres del mundo y de la vida. No se percibía más ropaje en sus miembros que un fardel de arpillera, sin otra costura que un nudo sobre el hombro. Atendiendo a la tristeza del lugar, a las circunstancias del río y del barquero, pude colegir que aquél era el Infierno, y el barquero Carón, por la copia que hizo el Virgilio cuando escribió terribilis squalore Charon. A par de sí, como dormido en un travesaño de la barca, venía un muchachuelo con las carnes de par en par, de color más tostado que el abulense, fondo en alzán obscuro, y tinto en grajo, tan costroso y mechado, como si acabara de salir del asador, corriendo mugre, chorreando pringue y desatando sebo por sus poros y coyunturas. Él era cortado por la misma tijera que Rinconete y Cortadillo, maltés de feria, tunante de matadero, y aprendiz de galeote.

Apenas el hervido viejo ató la barca a un estacón que estaba cercano de la orilla, veo que de repente empezó la tierra a brotar una muchedumbre infinita de cabezas, parecióme hasta entonces degollados de corral de comedias. Continuó luego vomitando cuerpos humanos de ambos sexos, todos en carnes, pero con una variedad de defectos y figuras tan admirables como horribles. Uno se veía metido a difunto chato, habiéndose dejado por las costas las narices, muy escombrado de cara y mocho de facciones. Otro venía tan capón de cabello que presentaba un calvinismo, más desnudo que las verdades que había dicho. A éste se le había olvidado un brazo, y descubriendo sólo un zoquete, hacía del muerto estropeado en Ceuta. Aquél era tuerto de gambas, y andaba en un pie muy a lo grullo. Unos a medio podrir eran aún figones de los gusanos. Otros ya descarnados marchaban con la armazón de la osatura en pelo. Unos tan denegridos como el alma de un descomulgado. Otros tan secos que eran difuntos pasas. Otros extremadamente delgados venían significando su flaqueza muertos agujas. Y en fin, todos tan defectuosos que no puede la imaginación copiar tan diversos e irregulares aspectos. Fueron entrando en la barca, y ya llena se volvieron a sumir los que no pudo abarcar el vaso a la manera de diablos cómicos por escotillones. Iba a soltar la barca el fantasmón podrido, cuando el bachiller del muchacho que parecía peón de ladrón, ayudante de alcahuete y drope de colegio, le dijo al vejestorio del barquero:

-Tío, allí se queda otra mala alma que se está haciendo remolona.

A esta maldita advertencia se llegó a mí el despiadado viejarrón (juzgué entonces que tenía el corazón debajo de una piedra de molino), y tirándome dos coces garrafales a lo más redondo de la trasera, tronó estas voces con que me aporreó las orejas.

-Levántate, malvado, que tu pereza maliciosa no ha de tener esperando tantas almas.

Yo con un traspiés en cada palabra, y un lapsus linguae en cada movimiento, balbuciente, asustado y sin poder levantarme le respondí con medias razones a lo perlático.

-Yo no puedo ir en esa barca, porque ya sé que eres arriero del infierno, y ninguno puede ir con la vida a ese lugar. Yo, por la misericordia de Dios, aún soy viviente.

-Mírate bien -me dijo el inexorable conductor-, que ya eres finado y has concluido con el mundo, aunque no lo sientas así, que vosotros sois tales, que nunca creéis que habéis de morir, ni que sois muertos, y aún estáis en los últimos calabozos infernales y os parece que habéis de sanar de la enfermedad, y que aún tenéis tiempo para hacer buena vida.

-Yo no puedo haber muerto -volví a responder-, pues no me acuerdo haber padecido dolencia alguna, ni haberme dispuesto con las diligencias de cristiano, que son la aguada y el bizcocho, para hacer la navegación desde el tiempo a la eternidad. Vete, Catón, déjame.

No se dobló a mi ruego el horrible salvaje, antes cogiéndome de un zangarrón iba a arrojarme de un voleo encima de los demás podridos. Llegó a este tiempo como escupido de las entrañas de la tierra a estorbar su coraje el obscuro etíope, que fue mi maestro y compañero en las visitas de los primeros Desahuciados, y encarándose con espantosa furia al barquero, le dijo:

-Suelta a este infeliz, que aún es viviente, y sólo es sujeto de mis tentaciones, pero no de tu jurisdicción.

Medroso el horrible barquero al desenfrenado ceño del etíope, se volvió a su barca y sorbiéndose entre los forzados, empezó a remar camino del infierno.

Cuál estaría mi alma viéndome andar desde demonios a demonios, como de Herodes a Pilatos, considérelo Vd., amigo mío, porque yo no hallo en mi juicio expresiones con que declarar mi pasmo, mi miedo y mis angustias. Confuso, suspenso y horrorizado quedé en la melancólica ribera, y tan dudoso de la determinación de mi diablo etíope, como de mi paradero. Consolábame a ratos la consideración de saber que era demonio de paz, y más habiéndome redimido de las infernales garras del condenado viejarrón. Repasaba su tenebroso semblante y se me ofrecía menos cruel, o porque era menos horrible que el del ceñudo barquero, o porque ya era más familiar a mis ojos su atezada figura. Desgarrábanme las orejas y el corazón los inconsolables bramidos, la rabiosa algazara y la ronca deseperación con que gemían su viaje los malditos galeotes y malaventurados pasajeros de la barca. Cubriendo, pues, de horrores, blasfemias y quejidos el viento, iban desgarrando la impura madre de aquel río, con tan precipitada violencia que a breves instantes se desaparecieron de nuestros ojos. Miróme el etíope con alguna atención, y entre serio y furioso me dijo:

-Sígueme, y verás los desahuciados de las dos vidas, mortal y eterna, que te faltan de examinar, y estudia en sus cuerpos y en sus agonías su miserable desolación y tu provecho.

Atronó el páramo con un imperioso aullido, y a su tristísima señal se cubrió el horizonte de los irregulares monstruos que nos acompañaron en las primeras visitas, los que me parecieron o distintos en las cataduras, o que habían vestido nuevo horror y deformidad a su fiereza. Rodeado de la infernal muchedumbre, y cosido a mi turrado pedagogo, marchamos juntos hasta las puertas de aquel hospital, en donde fui conducido por mi antecedente sueño. Previno a sus umbrales con airada resolución el negro jefe a sus monstruosos súbditos el pillaje de las almas, y entrando todos a las crujías del melancólico hospicio, me manifestó los incurables en la forma que podrá ver el que guste de mis pinturas, o el que desee ser sabio en lo más útil de la medicina del cuerpo y el alma.




ArribaAbajoCama primera

El frenético


Fajado de un escabroso jubón tejido de rudo cáñamo y ligado con duras cuerdas y estudioso artificio a los bastos mástiles de una breve, pobre y desgreñada cama, vi a un hombre tan iracundo de miraduras que vomitaba sangre por los ojos, tan voraz y furioso de ceño, que amenazaba a tragarse a cuantos lo veían, y tan rabioso y precipitado de acciones y movimientos, que me pareció estar poseído de una legión de demonios. Los cabellos mal repartidos en lacios mechones, y empapados en hediondo sudor, ya le cubrían los ojos, ya le burrajeaban la boca, ya le ceñían el cuello, deslizándose su enmarañado pelambre a los impetuosos movimientos de su desordenada cabeza. Los ojos inflamados y atrevidos miraban con furia, audacia y desasosiego a todas partes. Las fibras de su cuerpo se percibían hinchadas y rebeldes al tacto, las venas y arterias túrgidas, gruesas y elevadas, y todo su aspecto voraz, proceloso y sin intermisión enardecido. Era su respiración grande, desigual, ansiosa, rara, interrumpida, triste y frecuente. Movía su torpe, tremorosa y convulsa lengua con desordenado rigor. Estregaba con violencia espantosa los dientes unos con otros, y de su soberbia fricación resultaba un terrible rechinadero tan enfadoso como el ruido de una matraca. Todos sus movimientos eran extraños, horribles, deformes, y tan distantes del estado natural, que sin otra demostración que la de este receso se acreditaba lo mortal del achaque. Aporreábase contra los rudos balaustres de su cama, y prorrumpía sin desahogar su inquietud y continua agitación en turbadas voces, disparatados gritos y truncadas especies, sin prevalecer su anublado juicio en objeto seguro ni apacible, porque en todas sus quejas, gemidos y palabras sólo resonaba un confuso tropel de varios y desagradables lamentos, confusas cláusulas y funestas y delirosas voces. Iba a apartarme de la cama, y a preguntar a mi demonio por el nombre y las causas de tan obstinada y horrorosa dolencia, y penetrándome el deseo me dijo:

-Aún te faltan signos que reconocer y examinar, infórmate de ellos, que después sabrás cuanto ahora te tiene ignorante y cuidadoso.

Llegué con algún temor a pulsar al infeliz y lastimoso enfermo, y percibí en sus pulsaciones una maliciosa celeridad, frecuencia y magnitud. Las manos, pies y otros miembros tenía dominados de movimientos trémulos y convulsivos, y todo su cuerpo poseído de la inquietud, el rigor y el horror, discretos indicantes del abatimiento de sus espíritus. Tomé el orinal y vi los orines tenues, blancos y pocos. Sobrecogióle en medio de su turbación y de su furia una nubecilla soporosa, pero tan leve, floja y delicada que apenas pude percibir si soñaba, o si yacía brumado de la continuación de las congojas y porrazos. Volvió del brevísimo sueño más desconcertado y deliroso. Empezó a palpar y recoger la ropa, a pellizcar las motas de la manta, y finalmente a repetir actos, voces y gestos tan rematados, que en ellos dio los últimos signos de la pérdida de su razón y de la irremediable malicia de su mal.

-Ya has visto los precipitados y locos movimientos de este accidente -dijo mi diablo-, oye ahora lo que tiene desasosegada tu curiosidad.

Padece este infeliz hombre una venenosa inflamación y un incendio activo y desenfrenado en lo espirituoso del celebro, a quien los médicos llaman frenesí. Producen esta hoguera y fogosa hinchazón unos átomos o cuerpecillos sulfúreos, que se implican e introducen en los túbulos de la cabeza; allí, pues, se agitan y dilatan con violento desorden, y encendidos y tumultuados con la dilatación y el movimiento revoltoso que tienen entre sí, turban, confunden y deslumbran con horror y desigualdad todas las especies de la imaginativa y la memoria. De este incendio, tumulto y turbación nace no sólo la perversión de especies, la locura o continuado delirio, sino también la fiebre, lo desigual de la respiración y los demás síntomas que acabas de reconocer. El pábulo que mantiene esta llama frenética no es otro que el requemado azufre, que escupe el hervor de la sangre de vuestros cuerpos, y siempre que lo arroje a los túbulos o alvéolos del celebro y cerebelo adonde reside lo espirituoso, se seguirá el delirio, la calentura continua y todos los demás actos del frenesí. En parándote un poco a reflexionar sobre la textura, armazón y substancia de la cabeza, y sobre la naturaleza y pacífico movimiento a que deben proporcionarse los espíritus, conocerás con toda distinción y claridad las causas productivas de este achaque. De modo que todos los sujetos cuya constitución de cabeza o celebro es caliente y seca están más amenazados de la furia del frenesí, porque tienen toda la disposición en su mismo temperamento. La razón es porque la substancia caliente y seca es muy porosa, y por estos poros (como son más y más abiertos que los de las substancias frías y secas) encuentran fácil entrada los exaltados azufres. La laxitud y debilidad de dicho celebro es también causa muy poderosa para la generación de esta dolencia; y la razón es porque la blandura y flaqueza de esta parte cede con facilidad a lo duro y fuerte del extraño azogue, agente activo de este lastimoso mal. El aparato y disposición salina sulfúrea de la sangre es otra de las causas que facilitan el frenesí, porque la acritud y mordacidad de dicho azufre es pábulo muy dispuesto para encenderse, penetrar y producir la inflamación y el fuego de los espíritus animales. Los sujetos adustos, áridos, secos, iracundos y sanguíneos son materia muy dispuesta para las repentinas invasiones de esta enfermedad, no siendo otra la causa que el mucho azufre, ustión y volatilidad que crían en su sangre, y el calor y sequedad de su celebro, pues éste recibe en su fácil y débil textura la malicia que sacude de sí el líquido sanguino. Nota, pues, que todos los sujetos que están rodeados de este temperamento árido, caliente y retostado, así en la sangre como en las membranas y substancias del celebro, padecen aun en las calenturas catarrales y leves esta calda y fogosidad en los espíritus, y su inflamación y desorden regularmente se observa en el crecimiento de la fiebre, y entonces batallan con furia, vocean sin discreción, y hacen gestos y acciones locas e irrisibles. El uso inmoderado del vino, rosoli, aguardiente y otras bebidas espirituosas producen también la inflamación de los espíritus y la sangre, del mismo modo que los alimentos de esta misma naturaleza. Concurren también como causas y motivos no menos notorios las pasiones del ánimo, especialmente la ira, la venganza, la desesperación y los demás afectos revoltosos, furibundos y desordenados.

-Ya sabes el nombre y los producentes de este feroz achaque -dijo mi demonio-, oye otras advertencias, que te harán sabio en sus especulaciones y aprovechado en su práctica.

Es el frenesí -prosiguió el maestro- un mal tan ejecutivo y pronto, que termina en la muerte, sin pasar el séptimo día de su insulto, principalmente cuando en el sujeto acosado de su rabia concurren las señales que tiene sobre sí este miserable doliente. Cuando se inclina este mal a la naturaleza de letargo o sueño profundo, y cuando rompe en movimientos convulsivos y furiosos, rigores inordinados, fregaduras apretadas de dientes, y otros aparatos y acciones de esta casta, no deja confianza alguna del remedio, porque todos estos signos espantosos gritan un confuso y desordenado abatimiento en los espíritus, una arraigada posesión del venenoso material en la substancia y túbulos del celebro, una cuantidad maligna, perversa espumación y vortiginoso círculo en la sangre, un desorden irregular en los demás líquidos, y finalmente una suma distancia e imposible acceso al estado sano y natural. Los orines tenues, albos y pocos que reconociste son también signo funesto, porque son indicantes infalibles de que todo el maligno azufre espumado de la sangre está contenido y encarcerado en el celebro, y por esta misma causa se reconocen los ojos del frenético sangrientos, tumorosos y feroces, volcado el juicio, la potencia regente sin discernimiento, e invertidos y sofocados todos los medios, modos y disposiciones del discurso y el raciocinio. Esas crujías contienen otros enfermos delirantes, cuyos actos, gestos y expresiones son muy parecidas a los de los frenéticos, pero se diferencian en los grados y en la causa. En los grados, porque nunca suben tanto, ni tienen continuado el delirio como en los puros frenéticos; en la causa, porque en aquéllos nace la locura y privación del juicio de un recalentamiento sólo en los espíritus, mas en los que padecen el verdadero frenesí, se origina -como ya sabes- de un hinchado huracán e implacable fuego en lo membranoso y espirituoso. Esto pasa por lo regular en las calenturas ardientes, pues en su crecimiento se hinchan y escandescen un poco los espíritus, y de esta escandescencia se sigue el desorden de especies, y los demás actos delirosos semejantes al frenesí. Tienen por lo regular feliz término estos escaldones, especialmente cuando el delirio se explica con risas, jocosidades, gracias y ridículos juguetes. Si el azufre exaltado es blanco y benigno, como sucede en las calenturas dichas, hace menos impresión y destrozo en el celebro, y conforme declina la fiebre se van desvaneciendo y apagando los humos que exhaló el leve fuego de estos azufres. A estos enfermos, cuyo delirio es más dócil, más pacato y más agradecido a la medicina, llaman los médicos en su vocabulario parafrenéticos. Y pues no nos toca examinar con discreción sus achaques, recibe para tu enseñanza esta breve noticia, la que sobra para dejarte instruido en la diferencia de los unos a los otros. Los desahuciados del mundo y del cielo han de ser sólo los que he de poner a tu vista, y pues este miserable lo está ya de ambas felicidades, atiende a su funesta y desgraciada historia.

-Al punto que ocupó este moribundo esa piadosa cama -prosiguió mi conductor-, le socorrieron los platicantes, médicos y enfermeros de este hospicio con puntualidad piadosa y conocimiento seguro, con todos los auxilios que tiene la práctica médica observados como conducentes y poderosos para vencer este horrible y desenfrenado enemigo de la naturaleza. Pero de todos se está burlando con tal desprecio que los ha hecho servir en su banda, como auxiliares a la brevísima muerte de este desdichado. Abriéronle las venas de los tobillos, las cefálicas y las temporales con el deseo y la intención de minorar el hervor y rarefacción del material sanguino, para que aflojando los vasos venenosos se siguiese un círculo más pacífico, y la espumación de los azufres no se revertiese fuera de los vasos. Pero el fuego de los corpúsculos y el hervor era tan obstinado y tumultuoso, que se sacudió contra los túbulos y substancia celebral, sin querer ceder a las oportunas evacuaciones. Apelaron al cruento sacrificio de la ventosa sajada en la parte anterior de la sutura coronal, y aunque abrieron esta puerta más para la expulsión del rebelde azufre, no bastó esta fuerza para desalojarlo del celebro, y sólo conseguían con la frecuencia de las evacuaciones adelgazar los esfuerzos del paciente. Desconsolados del poco útil de las sangrías, pasaron a los remedios interiores para reunir con ellos el rarefacto compage del líquido sanguino, para fijar su volátil azufre, y para precipitar con cuidadosa lentitud al ámbito del cuerpo los átomos espumados. Ordenáronle los alcalinos fijos con el fin de absorber los fermentos sulfáreos, los nitrosos, ácidos y salinos, para reunir el destrozado genio de la sangre. Los cefálicos y opiados, para aplacar el tumulto de los líquidos. Los diaforéticos o sudoríficos, para arrojar a la circunferencia del cuerpo los átomos espumados y estorbar su exaltación a lo membranoso y espirituoso del celebro. Mirando a todos estos fines le repitieron con prudente sagacidad una celebrada mixtura, en que van introducidos los más específicos simples antifrenéticos, como es agua de anágalis y verdolaga, el cinabrio nativo, el alcanfor, el azúcar de saturno, la sal volátil de sucino, la sal prunela, el zumo de la cidra, el láudano opiato, el coral, el nitro depurado y otras conocidas y famosas drogas, de quienes se burlan continuamente los cuerpos sobrecogidos de este achaque. No se olvidaron de los apósitos exteriores para templar con ellos el encendido azufre que causa el frenesí. Eligieron algunos vejetables de virtud narcótica, como la tintura de los sándalos rubros, la verbena, la anágalis, el opio, el vinagre rosado, el zumo del cangrejo, la leche de adormideras y otros cocimientos. Rodeáronle la cabeza de pichones abiertos, palomas, golondrinas y otras aves, cuyo calor es virtuoso para aplacar el fuego frenético. La carne de la calabaza, los baños del agua de verdolagas, la lechuga y otros atemperantes sólo han servido de confusión al médico, y de acelerar la muerte a ese infeliz.

Miré hacia la cama y, apenas puse los ojos en el miserable enfermo, cerró él los suyos para la eternidad, quedando su asqueroso cuerpo denegrido, ensangrentado y horriblemente fiero y espantoso.

Agarrado todo mi espíritu del asombro y el susto, y rodeada mi imaginación de negras memorias y tristísimos pensamientos, quedé cuasi difunto al pie del aterido cadáver, meditando en la facilidad con que se arruina este breve mundo del hombre. Un poco de azufre desechado de las venas confunde el discurso, anubla el juicio y destruye la memoria. La breve dilatación de unas partículas, cuya conforme textura es el pábulo de la vida, destroza toda la máquina y obstruye todos los conductos de la racionalidad, y siendo por ella compañeros de los serafines, nos deja semejantes a los brutos más feroces y de más rudo e indisciplinable instinto. Unos átomos tan mínimos que apenas son perceptibles a la vista desordenan con daño irreparable la armazón, armonía, movimiento y nobilísima estructura del milagroso mundo racional. De nada sirve el admirable método de la medicina. Nada valen las prevenciones de la dieta. No hay poder en el discurso, en la naturaleza, ni en el arte para esconderse de la perspicaz tiranía de este mal. La edad más robusta es la más aparejada para sus invasiones. El temperamento más vigoroso es el que pone más patentes las puertas a esta mortal furia. Una soflamada del sol, un desabrimiento de aire, un hervor del espíritu, un enojo, un temor desesperado, una taza de vino, un sorbo del mismo ambiente que nos vivifica, destuerce el natural tejido de la sangre y, desunida su trabazón, produce tan lastimosos e irremediables desconciertos. En todo tiempo, edad y situación somos sujetos y esclavos de esta terrible dolencia. El fuego de la juventud, el carámbano de la vejez, el ardor del estío, la crudeza del invierno, lo cálido o lo gélido del país que nos sostiene, todo concurre a la malicia y exaltación de este veneno; de modo que el calor licuando y espumando, y el frío oprimiendo y revertiendo, arrancan los azufres de la sangre, los que recibidos y fermentados en el celebro engendran el frenesí. Los medios, modos o causas de la desunión y el destrozo son contrarias, porque unas desatan y otras aprietan, pero el efecto es uno mismo. El que se repare un poco en contemplar las amenazas, los peligros y las contingencias de este voraz incendio que no sabe respetar estaciones, edades ni naturalezas, hallará sabrosas prevenciones y dulces doctrinas para su alma. La salud y la vida está expuesta a éste y a otros innumerables atropellamientos. Es imposible guardarla de tan domésticos y vigilantes enemigos. Para moderar los ímpetus de las leves dolencias se puede tener alguna confianza. Para vivir sin peligro, no hay medicina ni defensa. La corrupción se burla de todos los conatos, prevenciones y deseos, y ésta tiene tantos aliados como substancias nacen en este mundo y lucen en el superior. Al cuerpo se le debe tratar con desesperación y con descuido, alimentarlo moderadamente y reírse de las promesas de su robustez, de las seguridades de su juventud, y derrenegar de los ofrecimientos que para su recuperación juran los que vanamente presumen de redentores de su flaqueza, de su peligro y de su desconcierto.

Desde este discurso fue a parar mi alma en otra meditación muy símbola y consiguiente a las verdades del pensamiento pasado. Halléme dudando sobre el poder, aplicación, uso, ciencia y confianza de las medicinas. Acordábame de las repetidas burlas que a cada instante están haciendo las enfermedades de sus cacareadas virtudes. Yo no puedo negar la eficacia de los simples, la fuerza de las composiciones y mixturas, ni la actividad de los apósitos locales; lo que dudo y aun niego es que sea conocido su especial carácter. Niego que puedan ser examinadas sus naturalezas, con tal certidumbre que se les decrete sin contradicción ni engaño la propiedad de su temperamento. Los purgantes son absolutamente los remedios más examinados, más creídos y más prontos que usa la práctica médica para el destierro y desolación de los achaques, y cada día los están desacreditando los dolientes. A cada hora padecen la infamia de verse suspensa, destruida y burlada la condición y poder de sus imaginarios efectos, ya porque se entorpeció su virtud en las abundancias del humor pecante, ya porque se convirtió en substancia, ya porque era añeja o reciente su decocción; y en fin, sea por lo que fuere -que eso se ignora-, ellos o no son purgativos absolutos, o hay tantas causas para que no lo sean que es preciso capitular de necia y temeraria la credulidad que se sostiene en tantas dudas, ignorancias y engaños. En el uso de este medicamento aún se padecen mayores y más continuas angustias en orden a la rectitud de su aplicación. El cuándo, el a quién, el cómo, el por dónde, todo es dudoso, disputable e ignorado. En todas y cada una de las enfermedades crónicas o agudas, chicas o grandes del cuerpo humano decreta y aborrece la práctica médica la purga. Léanse sus libros, y en los capítulos de la curación verá el que se quiere desengañar mandado por unos y aborrecido por otros el purgante en toda casta y malicia de dolencias. Lo que es seguro es que el médico cuando condena a sus delincuentes a los purgantes se queda con el temor de si sentenció con justicia o sin ella, y siempre que firma ignora el paradero y el fin que ha de tener su dudoso decreto. Además que todavía no se sabe si la purga es buena o mala, aun para los fines que la aplican, porque cuando sirva para barrer las abundancias impuras del cuerpo, no es tan discreta ni tan contenida su condición que se entretiene en escoger y separar lo impuro de lo puro; porque al mismo tiempo sacude con arrojo y ceguedad lo bueno como lo malo, lo útil como lo superfluo, sin pararse a rebatir lo crudo o lo cocido, sino en lidiar con lo primero que tropieza. Los pegados, los ungüentos, los bálsamos y otros cerotes es delirio creerlos y usarlos, porque sólo sirven por lo regular de entretener la impaciencia de los enfermos tontos y poco sufridos, de ocupar la ociosidad de los asistentes, y de ensuciar las camisas y los paños de manos. Desamparar a los miserables dolientes de los auxilios del médico y la medicina es temeridad y cruelísimo rigor. Conocer la fuerza de los entes simples y el genio de las composiciones es imposible. Aplicar medicinas ignoradas es peligrosa locura. Distinguir las causas, signos y diferencias de las enfermedades es difícil empresa y precipitada vanidad. Todo se sospecha, todo se duda; y -por escribir con más verdad- todo se ignora. Lo que es indubitable es la muerte, y que las recetas de morir bien son más seguras y más importantes que las que se practican para vivir y curar. Permítanse éstas para que coman unos y se consuelen otros; pero apelemos a las que por fe católica tienen la marca de seguras, poderosas, infalibles e innegables.

Aquí llegaba yo con mis discurso, cuando mi demonio -quizá por desviarme de la utilidad que sentía en mi espíritu con tan oportunas hilaciones- me dijo:

-Recoge tu atención y oye la breve historia de este condenado frenético, porque ya nos llama otro infeliz, cuya triste vida se va avecindando a la muerte con sobrada celeridad.

Nació este hombre -prosiguió el diablo cronista-, treinta años ha a ser alegría, quietud y apacible entretenimiento de sus padres. Habíales dado a éstos la fortuna, la diligencia o la adulación un sueldo honrado y poderoso para festejar los ídolos de su soberbia y altanería con galas, mulas, cortejantes, y los demás triunfos que distinguían en otro tiempo las ganancias de la honra, la sabiduría y el valor. Permitióles el desprecio político representar en la farsa del mundo el papel de duques, y ellos creyeron que con su fausto y la ajena permisión habían enriquecido a su locura con todas las esencias y propiedades de esta soberanía. Con el hallazgo de este precito primogénito, la osadía de algunos doblones y la fuerza de sus cavilosas ansias, empezaron en su imaginación a labrar torres de viento, palacios de humo, vasallos ideados y otras fantásticas corporaturas con que se sueñan los camaleones de autoridad, aprendices de hidalguía y novicios del tesoro. Criaban este infeliz difunto para primer potentado de su generación con todos los melindres, delicadezas, feligranas, gaiterías, adulaciones y entretenimientos que regularmente se llevan de reata la irrisión y la malaventura. Hasta los doce años comió mal, porque se consideran por hechuras ordinarias, y cuerpos de tomo y lomo, los que son alimentados sin los dulces, las pasas y la miseria. Pero vistió rumbosas sedas, débiles linos, suavísimas lanas, preciosos dijes, cintajos y galanuras. Rompió criados, destrozó coches, mató mulas, y finalmente atravesó a instancias de sus locos padres por todos los derrumbaderos y descaminos por donde se extravían los que se quieren desfigurar de hombres para que los veneren ídolos, teniendo en su imaginación achacosa por bastos, groseros y serviles a todo el demás resto de los racionales. En medio de estas locuras, faustos e imaginaciones le asaltó a su padre un cólera-morbo, con un delirio profundo, y en veinte y cuatro horas lo puso desde la región de los vivos en la eterna muerte del infierno. Entró la justicia haciendo inventarios, la viuda pidiendo sus dotaciones, los acreedores embargando trastos, y lo más copioso y florido del caudal se obscureció entre alguaciles, acreedores y otros precisos agarrantes. Apartóse este condenado para vivir sin sujeción, ni sobrestante a otra casa, dejando a la miserable viuda, que lo había parido, sola, huérfana y expuesta a los descuidos de una breve e interesada familia. En pocos días le engulleron las dos tarascas de la gula y la sensualidad los pocos muebles que le repartió la distributiva de los legados. Perdió el respeto a su primer Criador, el miedo y la vergüenza a las gentes, y paró en tunante, petardista, bufón y pordiosero. Dio finalmente en borracho, anduvo el camino de alcahuete, y lo peor fue que se metió a poeta, y andaba rebuznando en boliches y tabernas bestiales copiones y sucias salvajadas para arrancar la risa de los concurrentes, y con ella los cuartillos de vino y los mendrugos. La piedad de algunas personas que le conocieron en su abundante fortuna lo apartaron varias veces de tan abominables vicios e insolencias, reduciéndolo a la quietud y buen ejemplo de sus casas. Conocían brevemente la reliquia de Mahoma, y la arrojaban de sí llenas de horror de ver tan asquerosa y apestada criatura. Sorbido en estas torpezas, y encenagado en tan sucios vicios, le acometió el insulto frenético, y conducido sobre los pasos de una escalera a este piadoso hospital, acabó su vida desdichadamente sin haber podido sacudir a su alma de los borrones, tiznes y suciedades de su perversísima conciencia.

Calló un brevísimo rato mi pedagogo, y yo quedé nuevamente acometido de horrorosos discursos. Pensaba que el frenético, loco y delirante, era solamente aquel que conociendo los fáciles peligros de la ruina de la humanidad, la perversión de su juicio y la precisa condenación de su alma, duerme a pierna tendida encima de sus vicios, y se revuelca sobre sus obscenidades y derramamientos. Éste es el culpable y escandaloso frenético, a quien sólo la misericordia de Dios puede perdonar y reducir a la eterna salud. Ésta es la pestilente manía que padecen los desventurados que buscan los deleites, las diversiones y los brindis del mundo; que gustando su dulcísima ponzoña pasan la vida borrachos y locos, sin conocer su mal, y por eso se hace más dificultosa la curación. Por la especulativa, por la práctica, por los experimentos y por los infinitos ejemplares conocemos ya la delicadeza y debilidad de nuestra estructura; lo que importa es vivir con el temor de que en este momento podemos ser asaltados de este furioso enemigo, que vale mucho para despojarnos de la vida, de la razón y de la gloria.

Hizo una seña mi diablo para que visitásemos el segundo moribundo, y es el que pintaré con la fidelidad que debo seguir.




ArribaAbajoCama II

El disentérico o el flujo de vientre


En la cama vecina a la de este infeliz -que por el orden que hemos de suponer en esta soñada historia, era la segunda-, estaba un viejo pilongo y aterido, a quien los días arrepelaron de tan buena gana, que no le quedó en su cabeza más rastro de pelambre que un matorralillo ceniciento hacia la sutura coronal. El rostro era largo, piltrafoso y obscuro. Los ojos quebrantados, llorones y guarnecidos de una tristísima amarillez; los labios negros, rajados y podridos; y la boca profunda, hedionda y vacía de dientes, y sólo se percibía en ella la lengua, pero ya tan secarrona que me pareció que cuando hablaba resonaba en su centro el badajo de una cencerra. Cruzaba con sus brazos la región umblical; revolcábase con lastimosa pereza a uno y otro lado de la cama y rompía el aire con tristísimos gemidos, agudas voces y delitosos actos. Todas estas disposiciones eran indicantes de padecer unos dolores convulsivos, torminosos y mordaces, producidos de unas sales extrañas, acres y rígidas que le desgarraban toda la textura de los intestinos. Aliviábale mantenido por los sobacos un piadoso enfermero para moderar las tremorosas angustias, náuseas y fatigas, en que le ponían unas deyecciones negras, cárdenas y sanguinas que arrojaba con frecuencia por la boca. Brumaba todo su cuerpo un hipo tan fuerte que le unía las túnicas del estómago con los gañones. El abatimiento de fuerzas, el deliquio y pesadez del cuerpo era extremado, universal y deplorable; de modo que ya le era imposible, aun con la asistencia del ayudante, disponerse para hacer en el vaso las necesarias excreciones. Asentéme sobre la cama, y aprovechándome de un breve vacío que le permitieron los vómitos, las cámaras y el delirio, le pregunté si padecía sed. Respondió el doloroso moribundo que era intensísima y rabiosa, y que a esta insufrible angustia le acompañaba un hastío e inapetencia tan asquerosa que aborrecía aun a los más líquidos y delicados alimentos; y que la memoria de ellos solamente le destroncaba todos los órganos del gusto. Añadió que las vigilias eran tan perspicaces que no había alcanzado el más leve y benigno agasajo del sueño. Bañábase en un sudor frío, fétido y pegajoso; y tocándole las manos, los pies y otras extremidades las encontré rígidas y heladas. Los movimientos del calor y los impulsos contractivos del corazón aparecían en el pulso débiles, pero moderados; mas según la relación del doliente, su desasosiego e inquietud ardían en sus interiores cavidades una lumbre preternatural y febril que le consumía las entrañas. El poco estudio que me quedaba que hacer en la observación de las señales de la disentería, y el intolerable hedor de los materiales lívidos y porráceos -que ya por la fuga de las facultades y las fuerzas- arrojaba dentro de la cama me hizo levantar de ella con la deliberación de buscar distancia donde pudiese respirar un ambiente menos ingrato y ponzonoso. Agarróme el diablo a esta sazón, y conduciéndome hacia la cabecera, me dijo:

-Aún te faltan que ver y examinar estos tubérculos y negros manchones formados de la sangre extravasada y podrida que tiene detrás de las orejas; míralos, que ellos, y los vómitos coléricos en las primeras instancias y apariencias de este achaque son los signos más demostrativos e infalibles de la muerte.

Reconocílos, pues, y apartándome de la cama prosiguió el demonio cronista historiando las causas, pronósticos, cura, vicios y condenación del viejo en la manera que podrá ver Vm. si no le enojan los imperfectos períodos de mi locución.

-La enfermedad que está empujando a este hombre a la sepultura con insuperable arrojo -prosiguió el diablo etíope- se llama en el idioma de los médicos disentería. No es otra cosa que un continuado flujo del vientre, movido del desenfreno de unas partículas acres y corrosivas que oprimen, arrugan, roen y llagan la región de tripas o intestinos; y esta exulceración, rascaduras y opresiones producen los tormentos torminosos, los deliquios, desmayos, inflamación y gangrena, y otros invencibles y mortales accidentes. Las causas de este flujo son unos fermentos o átomos silvestres, salinos, roedores y exulcerantes, que mezclados con la sangre pasan a arrugar y a herir a lo poroso y glanduloso de los intestinos; y otras veces se incluyen con los sucos crudos y alimentos corrompidos de primeras vías, y de un modo y otro, y en una y otra parte, son ocasionales de la disentería. Cuando dicho flujo tiene su centro y manantial en primeras vías, originado regularmente de la corrupción del alimento, entonces son sufribles, laudables y aun provechosas las disenterías, porque se cura y se sacude la naturaleza, sin las congojas y molestias del arte, de las escorias y excrementos impuros, y así por lo suave de los síntomas, como por lo conveniente de la evacuación, se llama a esta disentería en la práctica médica benigna. Cuando dicho flujo tiene su mineral en la sangre, y se deriva del asiento y apretada unión que han hecho en ella algunos miasmas, fermentos o partículas arsenicales, eleborinos, antimoniales y otros entes, cuya textura es un agregado de sales y azufres opuestos a la condición y equilibrio de los intestinos, entonces causan los dolores, desmayos, dilaceraciones, llagas y los demás síntomas que acabas de notar en ese moribundo. Ésta es la disentería que tenemos presente, y la que el vulgo de los médicos llama maligna o contagiosa. El eléboro, las coloquíntidas, el arsénico, el mercurio, el antimonio y otros sujetos y mixtos de naturaleza acre y corrosiva son también causas muy notorias y frecuentes para producir las prepurgaciones, disenterías y llagas; y cada día son asustados los médicos con semejantes flujos, nacidos de la demasiada dosis que usaron en estos medicamentos, o de haberlos recetado a sujetos biliosos y fáciles a la fermentación de dichos mixtos. Del mismo modo son temidas causas otros cualesquiera fermentos o sales que contengan acritud fuerte, o un ácido específico contrario a la virtud y textura del espíritu ínsito de los intestinos, pues esta contrariedad de partes es la que desgarra, corroe y exulcera la dicha región intestinal. En los estíos ardientes y secos son agarrados los hombres de este achaque con más frecuencia y motivos que en las demás estaciones, porque en este tiempo predomina en la sangre el azufre alcalino, acre y mordaz, y en fuerza del calor se mueve con más celeridad y dilatación. Las frutas de esta estación y de la del otoño, como son los pepinos, cohombros y melones, ocasionan este flujo de vientre, porque la naturaleza de estos frutos es muy fácil de fermentarse y se convierte en unos zumos acres y corrosivos, que lancinando en las tripas hacen nacer el flujo o disentería. Los humos deletereosos o arsenicales levantados de la tierra recibidos por la boca, con el ambiente que sirve a la respiración, introducen en la sangre sus puntas, y éstas cavan hasta encontrar con lo fibroso y glanduloso de los intestinos; y como estos humos, átomos o partículas tienen especial disonancia y enemistad con su espíritu desordenan la trabazón conexa de los canales, y los hieren, arrugan y desgarran con el destrozo mortal que estás observando en ese infeliz. Éstas, pues, son las causas más conocidas, examinadas y regulares que inducen esta dolencia horrorosa, tu juicio podrá inferir otras, arreglándote al examen de los entes; pues en todos los que encuentres estas partículas, humos, sales, fermentos o átomos mordaces, corrosivos y roedores, cuya composición es enemiga al espíritu ínsito intestinal o al sistema membranoso, puedes capitularlos y temerlos como motores de este flujo.

Con la brevedad que dejo expresada me informó mi maestro de los motivos y producentes de este achaque, y prosiguió manifestándome los sucesos de este modo:

-Todas las disenterías acompañadas de los accidentes que está padeciendo este desventurado regularmente son mortales o, por lo general, se debe temer un peligro muy próximo de la vida. Lo primero, porque en la cámara y vómitos se arrojan muchas partículas de bálsamo vital, del suco nutricio y otros líquidos muy importantes a la conservación de la salud y de la vida. Lo segundo, porque los azufres rígidos y sales peregrinas mezclados con la sangre corroen y fabrican úlceras y llagas en la parte membranosa. Lo tercero, porque en la práctica médica es dificultosísima la separación de estos azufres, sales y fermentos, y rara vez aprovechan los conatos y mixturas que se ordenan a este fin. Los viejos y los niños están más expuestos a la muerte, cuando son insultados de este flujo, que los que gozan de la edad consistente y robusta por la ruina de facultades y de fuerzas que asiste a la niñez y a la decrepitud. Cuando a los achacosos de la disentería les falta el dolor al tiempo de obrar no está lejos la muerte, porque la ausencia del dolor es signo evidente de estar gangrenada y muerta alguna porción de la parte intestinal. Todas las deyecciones de sangre sola, balsámica y sencilla, y las negras, moradas y verdes pueden sospecharse y temerse por funestas; y la razón es porque manifiestan la rotura y corrosión de las membranas, y la depravada mezcla de los azufres malignos de la sangre. Cuando la disentería asalta a los enfermos después de haber padecido alguna enfermedad maligna, aguda o pestilente, se pueden tener pocas esperanzas de sus vidas. Los sudores y extremos fríos, el vómito continuado, el hastío, la sed, el delirio, la convulsión, el desmayo y el abatimiento de las fuerzas todas son señales de la cercanía de la muerte, porque cuando asoman la cabeza estos síntomas ya está la naturaleza a la banda de la enfermedad y en el estado de irremediable e invencible. Por estatuto general se ha de temer rebelde y peligroso el flujo que tiene su origen y nacimiento de la sangre, y por dócil y curable el que se desguaza del estómago o de primeras vías.

Estos pronósticos, hijos de la consideración y la experiencia de la malignidad, y accidentes del flujo disentérico me manifestó mi sabio pedagogo, los que puse cuidadosamente en mi memoria para que me sirvan con utilidad y cautela el poco tiempo que Dios me haga parar en este mundo.

Volví -después de esta lección- con los ojos al viejo agonizante, y reparé que todos los accidentes iban tomando mayor altura. La convulsión se movía con intrepidez rigurosa; el delirio era más desordenado y audaz; la sed, inextinguible; la inapetencia, insoportable; el hipo, tremendo y pertinaz; las fuerzas, abatidas; y todas las facultades tan arruinadas que más se le podía contar por esqueleto que por viviente.

-Nada te queda que observar; déjalo morir -me dijo el historiador diabólico-, y mientras lo conducen mis ministros a la eterna región de los tormentos, oye las providencias con que le asistió a este hombre la misericordia y cuidado de este hospital, y después la historia de su condenación.

Preparéme para oír y retener; y prosiguió mi diablo de este modo:

-Para cumplir con las tres indicaciones que parlan por la boca de los accidentes la mordacidad y movimientos de la disentería maligna, acudió el estudio de los platicantes con prontísima diligencia. Primeramente solicitaron evacuar y corregir los materiales disentéricos; y, no obstante de estar persuadidos por la relación del paciente y por la naturaleza de los síntomas, a que las escorias de dicho material estaban radicadas en la sangre, eligieron el vomitivo más decantado para este fin, y que abunda -según sus opiniones- de partes estípticas, adstringentes y corroborantes, que es escrúpulo y medio de la hipepacona en tres onzas del cocimiento de almástiga. Creyeron también malos aparatos y alguna corrupción de alimentos en estómago y primeras vías, y se determinaron a darle la tintura de las rosas rubras, extraída en el suero clarificado, y la infusión del ruibarbo, la sal de tártaro, los mirabolanos cetrinos y jarabe de achicorias en una purga; pero la rebeldía del humor no quiso ceder a lo uno ni a lo otro. Apelaron con prontitud a los diaforéticos y anti o contra disentéricos, con la celebrada mixtura del cocimiento de rasuras, la tintura de amapolas, la piedra hematitis, la triaca, la piedra bezar, el príapo de ciervo, el bezoárdico animal, la confección de jacintos, el alcanfor, el agua de canela, azúcar de Saturno, láudano opiato; pero el humor se daba por desentendido a su virtud y a su aplicación. Cargaron a la débil naturaleza de este achacoso con nuevos antidisentéricos entretejidos con los diaforéticos insignes del antimonio, contrayerbas, sal volátil de víboras, discordio de Fracastorio, y algunos adstringentes, como la tierra sellada, bol arménico y sangre de drago; pero les sucedió la misma burla que a los antecedentes. Hechas estas evacuaciones, porque las previene así el arte médica, no se atrevieron a sangrar sospechosos de las pocas fuerzas y facultades del doliente, y adelantaron la curación, ocurriendo a los polvos del cristal preparado, los de cuarango; los de sangre de liebre, el hígado de víboras y de uña de caballo, y finalmente los polvos del príapo de ciervo, de ballena y piedras hematitis, y en la presencia de estos poderosos remedios se enardecían con más desahogo los achaques. Cuando estudiaban los prevenidos asistentes en satisfacer la segunda indicación, intentando absorber y dulcificar el miasma disentérico, acérrimo y corrosivo, con los dulcificantes y adstringentes del cocimiento del llantén, arrayán, el azafrán de Marte adstringente, confección de jacintos, agua de canela, el láudano opiato, el extracto de la tormentila, el zumo de hortigas y otras mixturas murió el infeliz ahogado entre vómitos y cámaras, dejando burladas sus aplicaciones, sus conjeturas, sus seguridades y sus adelantados deseos. Tampoco tuvo lugar de prevenirse la práctica de la tercera intención que mira a confrontar el espíritu ínsito de la parte, limpiar y consolidar la úlcera de los intestinos. Los más preciosos consolidantes -si los deseas conocer- son las leches aceradas, la tormentila, el llantén, rosas rubras, trociscos de cárabe, goma arábiga, sebo de macho, yema de huevo y el bálsamo peruviano, los que regularmente se dan en ayudas para obtundir y dulcificar el ácido disentérico. Socórrese también con sumifigios o vapores, y entre ellos deben tener la primera elección el gordolobo, trementina, las rasuras de cuerno de ciervo y de gengibre. Aplicaránse también auxilios exteriores en la región del abdomen -esto es, en la barriga-, y los más oportunos son los aceites de arrayán, nueces moscadas, yerbabuena, ajenjos, el de manzanilla, de hipericón y bálsamo peruviano; y dispuestos en forma de untura se planta sobre la barriga del que se ha de morir, y luego el redaño de carnero, según la vulgar práctica y disposición, y hechas estas diligencias, y arreglando una dicta dulce y aduladora, cualquiera sabrá curar, pero no sabrá sanar.

Concluyó el diablo con la historia médica, y yo nuevamente asombrado reprehendía en mi imaginación tanto la vanidad de los que se presumen doctos en el conocimiento y curación de las enfermedades, como la reprehensible ignorancia de los que rebosando ciencia y ociosidad viven tan olvidados de sí, que no saben de su cuerpo más de que está en el mundo porque lo tientan, lo engalanan y rebuten. Sufrible es en el que va a expirar este descuido, porque su inclinación, su pobreza o su desventura, cuando más alto lo haya puesto, lo habrá rempujado al oficio de sastre, albañil u otro de esta casta; y estos infelices saben mucho en aprendiendo el breve catecismo católico, y el arte que los ha de sustentar en esta vida. ¿Pero qué disculpa dará a Dios y al mundo de la ignorancia de su estructura el soberbio jurista, el teólogo presumido, el hidalgo ocioso, el clérigo desocupado y otras semejantes gentes? Éstos temen el morir y las enfermedades con más horror y susto, y son los que menos se aplican a la reparación, conocimiento y examen de las ruinas y peligros de sus cuerpos. ¿Por qué tales hombres, que todo lo mandan, gobiernan y trabucan, y en su imaginación todo se lo saben, han de ser tan brutos en la penetración y ciencia de su animalidad como los mismos brutos? ¿No es vergüenza que sujete su estudio, su borla y su presunción a las conjeturas mal prevenidas, y a las resoluciones imprudentes y atropelladas de un codicioso que se tiznó de médico, no para beneficio de los otros, sino para provecho suyo? ¿Por qué han de vivir los maestrazos, doctores y sopalandas soberbias esclavas de la necesidad de un bachiller que sólo sabe lo que necesita para vivir él, y que se mueran los que le buscan? ¿Por qué no han de aprender su vocabulario para hablarles en su jerigonza, siquiera porque les puede valer la vida la relación? Es cierto que en el estudio de la medicina no han de encontrar evidencias innegables, pero se hallan conjeturas provechosas y consuelos felices. En los sistemas en que se crucifican los demás profesores, teólogos, letrados y filósofos tampoco se topa con la evidencia, y porque tienen alguna utilidad sus juicios se siguen; pues no es de menor provecho el cuidado de la vida que los demás negocios en que se confunde el jurisconsulto. Nada se sabe, algo se sospecha, y con estas sospechas logramos algunas veces nuestras importancias y consuelos. La ciencia no es más que un acecho al país de las verdades; el más atrevido y dichoso de los hombres no ha llegado a penetrar este sitio; desde lejos distinguen algún bulto. Para saber esta incertidumbre es necesario arrimarse, y lo demás es argüir con temeridad, y sin conocimiento aun del mismo engaño. Las causas de las enfermedades no son evidentes, pero son temerosas; algunas hay ciertas, y es necesario examinarlas para hacerlas. Los que nos vendemos por estudiantes, ¿por qué no hemos de saber de nuestra composición algo más que los rústicos? Poco más sabremos que ellos; pero este poco nos puede servir de prevención, utilidad y alivio. En las partes, movimiento, ruina y exaltación de los cuerpos, y especialmente del racional, hay muchas cosas ciertas que saber y que se pueden alcanzar, pues es locura y necedad no inquirirlas; y mayor locura fiarlo todo a la torpeza o al poco cuidado de un hombre, que sin saber de sí, se mete a curar los otros, y a presumir lo que se oculta en las entrañas ajenas, cuando él no conoce lo que tiene en las suyas.

Apartóme mi maestro de este discurso, diciéndome que escuchase la historia de la condenación de este infeliz, porque estaba ya en las cercanías de agonizar otro precito, a quien era oportuno examinar con todo cuidado. Yo me previne para oír, y él dijo:

-Este muerto, cuyo desventurado espíritu está ya esclavo en el perdurable Argel de los infiernos, vivió en el arrabal del mundo en la baja esfera de remendón y sastre de viejo; tan idiota y asqueroso en su oficio, que no aprendió más curiosidades que injerir pegotes y ensartar remiendos en bragas sucias, ungarinas roñosas y jubones podridos. Lo criaron sus pobres padres con limpieza, libertad y algún disimulo en las travesuras de la niñez. Con su fatiga cariñosa y los azotes del maestro de las primeras letras pudo salir educado en leer y escribir, e instruido, en lo que es posible a la poca reflexión de los primeros años, en las oraciones y en los artículos del catecismo católico. Por ahogar en los principios de sus hervores la fogosa inclinación que manifestaba en sus pueriles orgullos, lo sujetaron sus padres al obrador de un vecino, hombre de buena vida y de famosa habilidad y aplicación en su ejercicio. No pudo el rigor, el ejemplo, la paciencia, ni el repetido aviso del maestro detener su inquietud, ni jamás se dejó instruir en las lecciones y tareas de su oficio; porque lo bullicioso y extraviado del genio lo retraía de su obligación, y sólo pensaba en hurtar el cuerpo al trabajo, y en los medios de quedarse holgazán y vagamundo. Desesperó el maestro de su corrección, y cansado de su inobediencia y de su revoltoso espíritu, lo arrojó de su casa, y quedó ocioso, inútil y sin otro manejo, experiencia, ni penetración en su oficio, que hilvanar cuatro puntadas tuertas, sucias, flojas y perversamente injeridas. Libre, pues, de padres y maestro, acabó de aburrir las agujas y las tijeras, y se injirió con la gente de la jifa, aprendices de galeotes, tunantes de plazas y mullidores del matadero. Acudía a las novilladas de los lugares, a los herraderos y otras fiestas de toros, y con el ejercicio de pocos días y muchos golpes salió diestro para poderse vender a las cornadas, alquilarse a los porrazos, y ser estantigua en las plazas y tabernas. Plagóse con la compañía de la infernal chusma de los vicios de truhán, bufón, blasfemo, borracho, fumante y deshonesto, los que retuvo en su fuerza hasta la última enfermedad, y aún conservaría hasta la muerte, a no haberle derribado los espíritus el horrendo achaque que le quitó la vida. Desnudóle la vejez de la agilidad, la fortaleza y el valor, pero no del deseo de torear; y desde un rincón o tablado, en donde lo encaramaban los demás compatriotas y comensales, gritaba como un loco, dando silbidos, acompañados de juramentos, blasfemias y maldiciones. Entre pordiosero, petardista, trabajador y charlatán apuró los últimos trozos de su tiempo. En los veranos fue perdurable estafermo en las romerías, las aldeas y santuarios de alguna celebridad, adonde lo llevaban atravesado en un burro o tendido en un carro para oír sus bufonadas, disparates y desvergüenzas. Los inviernos se reducía a vivir en un pueblo numeroso, en donde comía mal y se emborrachaba bien a costa de sus amigos, concolegas, y de otras gentes que gustan y aun apadrinan esta casta de bribones. Remendaba de cuando en cuando las ropillas, calzones y botargas de muchos frailes, cuyos conventos tenía por cofrades y parroquianos para remediar su borracho apetito, y en sus bodegas cobraba hasta caer sus perversas hechuras. En este relajamiento de vida escandalosa al mundo le cogió el flujo disentérico, que lo ha enviado a las mazmorras de Lucifer, y aunque el párroco de este hospital lo redujo a que hiciese una confesión de sus culpas, no supo por dónde tomar su conciencia. Él había olvidado la ley de Dios, no acertó a encomendar su alma al arrepentimiento; ofuscóse entre la multitud de pecados, e hizo una confesión llena de disparates y sacrilegios, que sólo le ha servido para añadir dolores a su inagotable pena.

Calló el diablo, y yo empecé a hablar conmigo asombrado nuevamente con el lastimoso fin de este infelicísimo condenado, y a su vista conversaba con mi corazón en esta forma:

¡Oh misericordiosísimo Señor, a ser agotable el atributo de vuestra piedad cuántas veces se lo hubieran sorbido nuestras culpas! ¡Oh pacífico inmensamente Padre nuestro, que nos sufres toda una vida de injurias, y nos aguarda -aun en los últimos términos- vuestra bondad y misericordia para darnos el perdón a raíz del arrepentimiento! ¡Oh Soberano Maestro, que continuamente nos estás llevando con tus inspiraciones al camino de nuestra salvación! ¡En medio de la furia de los vicios introduces tus llamamientos! ¡Pero qué dificultoso es descarnar de las almas podridas los hábitos perversos, pues su corrupción se resiste y vuelve el rostro aun a vuestros ordinarios influjos! Hasta la muerte nos persiguen las malas costumbres. Muchos son los medios para destruirlas, pero ¡qué raro es el que los solicita para limpiarse de esta peste! Los actos repetidos de virtud contrarios a los desórdenes apoderados del espíritu son los singulares contravenenos para conseguir la sanidad; pero ¿quién es el dichoso que se determina a comenzarlos y a proseguirlos? Como queda el alma estragada con la pestilencia de los males, se reciben con asco, con tedio y con desconfianza las medicinas. Persuadidos de un flaco propósito y una engañosa esperanza llegamos hasta la muerte cargados con nuestras corrupciones. ¡Cuántos llorarán en el infierno este engaño, esta pereza y esta dilatación! ¡Cuántos compañeros en las inspiraciones, promesas y tardanzas tendrá este malaventurado difunto! Yo sospecho que si no son tantos como los precitos, faltarán pocos para igualar su número; porque los que se dejan sobrecoger del contagio y fortaleza de las pasiones se hacen cuasi incurables, porque lo primero que aborrecen es la dicta y la medicina, y sin estos auxilios ninguno puede sanar.

Lastimosamente compadecido de mi alma y de las que se me representaron a mi memoria, sumergidas en el pestilente lodo de las pasiones, discurría yo, cuando me arrancó de en medio de mis consideraciones mi etíope, diciéndome que le siguiese a examinar otro moribundo, que fue el que se sigue.




ArribaAbajoCama III

El cólico convulsivo


Salvando por unas camas, en que yacían algunos tísicos, apopléticos y otros dolientes, de cuyos achaques hablé en los primeros Desahuciados, llegué a otra -que por esta lista ha de ser la tercera- en donde estaba revolcándose rabiosamente un hombre de basta carnadura y robusto; pero tan acosado de congojas, ansías, conturbaciones y agonías, que llamaba con escandalosa desesperación a la muerte, para que lo librase de tan crecidas penas. Oprimía con medrosa suavidad los lomos, el vientre y la región del estómago, buscando algún consuelo para hacer más tolerable un dolor terrible, que ya vago, ya fijo le atormentaba toda la capacidad del abdomen. Volteaba unas veces sobre la cama, acosado de un universal ardor, cuyo fuego sentía con mayor vehemencia en la redondez de los hipocondrios. Devanaba otras veces todos sus miembros haciéndose un ovillo, por esconderse de las horripilaciones, escalofríos y ansiedades que lo cercaban. Poníanle en los brazos de la muerte a cada instante las congojas repetidas, los sudores fríos, las turbaciones del corazón y otras terribles angustias, de las que no podía huir con las varias figuras en que ponía su lastimoso cuerpo. La respiración era escasa, torpe, anhelosa y llena de fatigas; y todos sus movimientos ardorosos, trémulos y desesperados, provocándole ya su impaciencia, ya la contracción convulsiva de los intestinos tenues a lanzar algunos vómitos y regüeldos pestíferos; pero de ningún descanso, ni templanza a la pertinaz fortaleza de los dolores. Poseído de la lástima que producía en mi espíritu el deplorable y angustiado enfermo, me acerqué más hacia la cama a reconocer el pulso, el semblante, los excrementos y otros signos poco examinados de los médicos, que tienen su alimento fundado en la brevedad de sus visitas. Reconocí con estudioso cuidado la lengua, y la percibí árida, túrgida y escabrosa. La sed era correspondiente a la sequedad que manifestaba en toda la boca. La calentura sobrada para tenerle ansioso, fatigado e impaciente. Quise examinar los orines y la cámara, y el tristísimo moribundo me advirtió que era excusada mi diligencia, porque todos sus dolores y angustias insufribles se originaban de la retención de excrementos en uno y otro conducto. Díjorne que le afligía una gran pesadumbre y lastimosa opresión en el vientre, la vejiga y región de los lomos. Toquéle, pues, estas partes, las que percibió mi tacto duras, cálidas y elevadas; y descendiendo a las otras extremidades de su cuerpo, las encontré frías, rígidas y cubiertas de un helado sudor. Preguntéle si había sentido algún consuelo, o si se había logrado alguna evacuación con las medicinas. Y respondió que la continuación de los purgantes y otras cosas que le habían recatado habían hecho más pertinaz, más vivo y más durable el dolor, y que aunque se había explicado a los principios el vientre con alguna escasa evacuación, no conoció nunca el más pequeño alivio. Estando en este informe fue agarrado el rabioso moribundo de un movimiento convulsivo de todas las partes de su cuerpo, especialmente de pies, manos y cabeza, con daño de todos los sentidos internos y externos. Empezó a hacer gestos ridículos, extraordinarios y temerosos; unas veces lloraba y otras reía, y siempre con la locura y desasosiego tan extraño, que creí que de repente se le había introducido una manada de demonios en el cuerpo.

-Este hombre, acudió mi etíope, acabará brevemente su vida en los rigores de ese insulto, a quien llama la medicina epiléptico, que es la regular terminación del primer accidente que le arrastró a esa cama. Retírate de ella, y déjale morir, y pues estás informado de las señales de este mal, óyerne a mí las causas y los demás notables de este asunto.

Los signos de la enfermedad que has examinado en ese hombre -prosiguió- son propios y distintivos de una de las cuatro diferencias en que dividen los médicos al dolor cólico. A ésta, que se declara por las señales que has percibido, la llaman cólica convulsiva. De modo que el dolor cólico en general no es otra cosa que un tristísimo sentimiento originado de la picazón de sucos extraños, ácidos, salinos y otras heces podridas y requemadas que desgarran y arrugan los intestinos, mesenterio, peritoneo y omento, que es lo que vulgarmente se llama barriga, vacíos, lomos o riñones. Según las cavidades que son ocupadas y afligidas en las regiones de vientre, y según es la naturaleza de los sucos, humores, o materias que producen el dolor, han distinguido los médicos -más por galanura especulativa que por verdad práctica- las cuatro diferencias del cólico, es a saber, estercoroso, flatulento, convulsivo y humoroso. Cuando el material está duro, espeso y reunido contra los ángulos de las tripas, o en las cavidades o anfractos del intestino colon o tripa del cagalar, entonces dicen que es cólica estercorosa la que padece el enfermo. Cuando las tripas o intestinos se extienden con violencia por porciones de aire o de flatos que están reclusos en sus huecos o en las porosidades de sus túnicas, entonces llaman a ésta cólica flatulenta. Cuando dichas materias están detenidas y agarradas a las túnicas de los intestinos, o en las glándulas del mesenterio, entonces entienden que es cólica humorosa. Y finalmente, cuando dichas tripas y mesenterias se contraen, encrespan y arrugan por partecillas y cuerpos sutiles, espasmódicos, doloríficos y corrosivos se sigue la cólica convulsiva, que es la más peligrosa, y la que tiene ya en los brazos de la muerte a ese hombre que acabas de examinar y conocer. Estas partículas sutiles, o hálitos peregrinos, encarcéranse y se estancan entre las túnicas de dichas partes, y con la violencia que hacen para querer soltar la prisión, corroen y oprimen las fibras y nervios -que son los ramos más delicados y sentidos de los cuerpos-, y compelen los espíritus a desordenados movimientos, producen los dolores, la convulsión, y los demás síntomas insufribles y mortales con que acaban los cólicos de esta cuarta especie. La vehemencia del dolor en los cólicos convulsivos se explica más hacia la región de los lomos, porque como está el mineral doloroso en el mesenterio, y éste está atado a la primera y tercera vértebra de los lomos, con mucha facilidad se pasa y se comunican con ellos estas partículas sutilísimas convulsivas; y oprimiendo también y lancinando los nerviecillos y fibras membranosas de la espinal médula, que está vecina, ocasionan los accidentes epilépticos, la perlesía, y otros extraños y dolorosos síntomas. La rebeldía del vientre y supresión de orina nacen de lo estreñido y arrugado de las fibras de los intestinos gordos, y como la vejiga tiene trabazón y consentimiento con ellos, de aquí procede la ceguedad del uno y otro conducto. Los vómitos resultan de las contracciones convulsivas de los intestinos tenues, vejiga de la hiel y estómago. Y finalmente la calentura es hija de la violenta conmoción de los espíritus y los líquidos, que hacen acelerar el círculo a la sangre. Es el dolor cólico convulsivo, pertinaz, agudo, vehemente y de implacable duración. En ningún achaque se ve tan burlada y desvanecida la virtud de los medicamentos como en éste, pues rara vez cede a las medicinas, y cuando en fuerza de su actividad se sigue alguna evacuación, no sirve de alivio, ni de mejoría alguna a los enfermos. Los médicos más prácticos y advertidos suelen equivocar esta especie de cólica con el dolor nefrítico, y para que tú no padezcas este yerro -si acaso te hallares con algún doliente de esta casta-, sabe que el dolor nefrítico se mantiene permanente en los riñones, y sólo se dilata por los espacios de las ingles y uréteras, y el cólico rodea la región lumbar. En el cólico se experimenta o total o mayor rebeldía y opresión de vientre, y cuando se logra alguna evacuación natural siente consuelo y alivio el cólico, lo que no le sucede al nefrítico. El dolor cólico se aumenta regularmente después de haber tomado cualquier alimento, mas el nefrítico siempre se explica con el mismo rigor a unas horas que a otras. Los orines son también distintivos verdaderos de estos dos achaques, porque los del nefrítico descubren arenillas o sábulos y son de color de agua; pero los del cólico son gruesos, sin arenas, y rubros por lo regular. Basta de signos, y escúchame las causas que inducen tan lastimosa pasión en los cuerpos.

La general, frecuente y conocida causa de este dolor implacable es cualquiera suco o cuerpo recrementoso, y reunido en la región de tripas, lomos y partes vecinas, porque en dichos cuerpos están encarceradas, inclusas y esparcidas muchas partes pequeñas, hálitos y vapores corrosivos, austeros y salino-ácidos, y según es su suerte o remisa exaltación, así es lo grave, lo pertinaz y lo rabioso de los accidentes y dolores. Prodúcese también el dolor cólico de las heces y reliquias quilosas mal trabajadas en el estómago, y como en estas reliquias e indigestiones es propio el predominio del ácido, se engruesan y aplastan en los intestinos y en sus túnicas, y, fermentando en ellas, explican su acedía y acritud, royendo y lancinando, y produciendo vapores que ensanchan y extienden con dolor terrible las tripas. Cuando se unen o se encuentran el zumo bilioso con el pancreático y los ácidos de éste son corrosivos, engendran también el dolor cólico, porque al tiempo de la remezcla del azufre balsámico del humor bilioso o colérico con el pancreático, se forma una efervescencia tumultuosa, y como no puede el bálsamo de la cólera detener, ni aplacar los ácidos corrosivos del suco pancreático, rompen, comprimen y punzan en las fibras intestinales, y de esta rotura y compresión resulta el efecto dolorífico del cólico. El fermento de las tercianas, o el de otras enfermedades largas, mal asistidas, o mal adietadas, o suprimido y ahogado por algún remedio como la quina, no precediendo inmediatamente la evacuación por los purgantes, es también causa muy temible y conocida, porque al resucitar estos escondidos fermentos, suelen caerse al mesenterio o a los intestinos, y ocasionan invencibles dolores. La razón es porque estos fermentos estancados son por lo regular de naturaleza ácida y mordaz, como se declara en su curación, pues suelen ceder los dolores y los accidentes con las medicinas antiácidas. Atendiendo a la naturaleza de los alimentos y las bebidas, y al destemplado modo de usarlos, son infinitas las causas que pueden producir este efecto. Los frutos y carnes gruesas, sulfúreas y mucilaginosas, especialmente mezcladas con las ácidas austeras, pueden con gran facilidad inducir este dolor, porque la rara fermentación de dichas materias hace un suco o pasta impura, muy regular y propia para estancarse en el mesenterio e intestinos, y corroer y arrugar sus túnicas. Las bebidas espirituosas, especialmente el mal uso de los rosolis, aguardientes y otras mistelas, y composiciones heladas, es experimentado el daño tan poderoso que han hecho en la España, adonde apenas era conocido este efecto, y hoy es más frecuente que el fermento de la terciana. Cualquiera tumor, inflamación o acceso que pueda comprimir a los intestinos, se debe temer como causa, y asimismo las piedras, las lombrices u otro cualquiera sólido o denso que pueda distender las tripas. Últimamente los actos venéreos después de comer o cenar, la demasiada repetición de ellos en todo tiempo, las comidas y bebidas a deshoras, u otro cualquiera desorden que pueda turbar el cocimiento de los alimentos, y reducirlo a sucos crudos y mal trabajados en el estómago, son motivos y causas poderosas para producir este dolor, y éstas son las más conocidas, experimentadas y de las que se debe huir para no caer en tan desesperada e importuna molestia. Los sujetos tristes, hipocondríacos, escorbúticos, gálicos y caquécticos viven más amenazados de este mal que los otros que tienen distinta constitución, porque los tales esconden en sus líquidos y recrementos muchas partículas ácidas de varias naturalezas, que son las que ofenden y turban toda la concordancia y armonía de los sólidos de las regiones ya expresadas. En las mujeres es más frecuente, peligroso, pertinaz y pungitivo este dolor por la mala compañía del útero, de cuyo seno se levantan apestados y pestilentes vapores y hálitos, que unidos con los producentes del cólico, son causa de otros crueles síntomas. Además de que en ellas es más porfiada toda casta de desórdenes y desconciertos, y la poca resistencia que saben hacer a sus apetitos las arrastra a este y otros desventurados e invencibles afectos.

De las cuatro especies o diferencias en que han dividido los médicos al afecto cólico, la que se puede temer por mortal es la que padece ese desdichado que acabas de ver -prosiguió mi demonio-. Es, pues, la cólica convulsiva, en la que se experimentan dolores vehementes continuos y de mucha duración, congojas, calentura, dificultosa respiración, convulsiones, extremos fríos, sudores de la misma temperatura, retoques en la cabeza, turbaciones del corazón y últimamente vómitos grandes, porque éstos manifiestan una total descomposición y tumulto en el movimiento peristáltico de los intestinos. Acaban regularmente la vida los cólicos convulsivos, lidiando con los tremorosos acometimientos de epilepsia y perlesía, por las razones que te dije poco ha, y aunque algunos han sanado de dichos accidentes, los más mueren poseídos de su insulto. Atendiendo a las partes o regiones dañadas y heridas, se puede también conjeturar con fundamento la buena o mala terminación, porque si el material espinoso y mordaz se explica con más acritud hacia el ombligo, es señal de que el daño reside en el intestino illion, y es dificultosísimo el desalojarlo de dicha parte, y lo mismo debes entender y temer, cuando la vehemencia del dolor se fija en el mesenterio. Todo afecto cólico que acomete sin estos aparatos, y recae en persona de buena textura y organización, no se ha de temer por mortal, y especialmente cuando los dolores afligen sin continuación, ni vehemencia, y menos cuando dejan libre la parte del ombligo, lomos y mesenterio. El cólico estercoroso suele también ser peligrosísimo cuando las heces o recrementos de la substancia quilosa son abundantes, duros y demasiadamente arrimados a las células del intestino colon, o a los ángulos de las demás tripas, y no habiendo cumplido el estómago y el vientre con los trabajos y evacuaciones útiles algunos días antes del acometimiento del cólico, se puede temer la eyección de los excrementos por la boca. En la cólica flatulenta también se reputa por signo mortal la distensión del vientre, cuando es semejante a la que padecen los hidrópicos timpaníticos, y si arroja muchos pedos, cructaciones y rugidos, manteniéndose la tensión sin alivio alguno del enfermo, se considerará en el estado deplorable. Cuando en los eructos, cámaras, orines y continuación del ventosear se conoce alivio, y se va bajando la tensión del vientre, es buen signo en todas las especies y diferencias de este achaque, y especialmente si duermen y mantienen el apetito a la comida dichos pacientes. Por fin, de la estabilidad de los dolores, de la parte que ocupan, de los accidentes con que vienen acompañados, y de los aparatos, disposiciones, fuerzas, obediencia y agradecimiento o ingratitud del humor a las medicinas, podrás con más satisfacción y juicio inferir las felices, o desgraciadas terminaciones de este achaque. Y pues ya estás instruido en causas, especies, signos y pronósticos, óyeme ahora la curación, con que se ha socorrido al condenado que está padeciendo, que es la regular con que se auxilian y curan todos los que son asaltados de semejante dolor.

La primera instancia y principal cuidado con que acudieron los platicantes a este enfermo fue mirar a suspender los dolores -y este intento y vigilantísima aplicación se debe seguir ante todas advertencias en este achaque-, echaron la mano a los medicamentos narcóticos y balsámicos anodinos, que de éstos se dice que se enderezan a corregir y detener los ímpetus desordenados de los espíritus, y que fijan, embotan y quebrantan las puntas espinosas de los ácidos acres, convulsivos y flatulentos, y que reducen lo corrugado de las fibras a su tono y anterior disposición; y finalmente que laxa los canales de los intestinos, y así quedan aptos y proporcionados para arrojar las materias pecantes, y si toda esta virtud es cierta en los narcóticos, no hay duda que quedarán sanos los que padezcan este dolor. A todos estos fines dichos quieren asegurar los médicos que miran sus mixturas anticólicas, y la más celebrada en su práctica es la que se compone del cocimiento de la manzanilla, de la tintura del opio, la esperma de ballena, cristal montano, aceite de almendras dulces sacada sin fuego, tintura de azafrán, espíritu de terebentina, tintura del castóreo, y los polvos de la tripa del lobo. Esta mixtura se le repitió a este hombre tres veces, de dos en dos horas, que es el regular modo de usar de ella en los cólicos pertinaces, y aunque es cierto que suele ceder el dolor a la tercera toma, en este infeliz no pudo causar este consuelo. Continuaron los piadosos platicantes su curación con las ayudas compuestas de los simples tejidos con partículas balsámicas, blandas, anodinas y narcóticas, mirando a absorber la acritud y extrañeza del ácido, a reblandecer lo estercoroso, a ordenar el motín de los espíritus, y a reducir las fibras intestinales a su equilibrio natural, y no quiso la cargada naturaleza obedecer, ni arrojar de sí el enemigo y la espina que ocasionaba tan funesto daño. La violeta, la malva y la manzanilla, que constan de partes balsámicas, fueron aceptadas para las ayudas; juntaron a éstas la trementina por lo balsámico que incluye, la leche para dulcificar los ácidos, y el láudano para fijar el concurso de los espíritus, y dispuesta una ayuda con estos herbajes, la repitieron sobre el doliente muchas veces, y todas sin provecho ni alivio de sus dolores. Apelaron finalmente a los remedios externos, proporcionados para restablecer a su primer tono las fibras y los nervios, y para remediar la contracción y crispatura del abdomen; eligieron, pues, los más escogidos y examinados de amigables absorbentes, dulcificantes y balsámico anodinos, como son el aceite de succino, la tintura de azafrán y de castóreo, el bálsamo del Perú, el aceite de las cortezas de naranja, paños de leche recocidos en manzanilla, estiércol de caballo, vaca o mula, el redaño del carnero, la tacamaca, la esperma de ballena y el bálsamo de galbaneto; pero toda su aplicación y virtud salió vana, porque después de muchas repeticiones en vez de lograr algún alivio, vino a parar el desdichado enfermo en los accidentes epilépticos y otros mortales que ya le han quitado la vida, y su espíritu va caminando a las Alhucemas de Lucifer, rodeado de otra porción de los que dejamos a la puerta. No logró el cuidado de los enfermeros, ni el deseo del paciente la más pequeña suspensión de sus dolores, para continuar la curación con los purgantes benignos del maná, aceite de almendras dulces sacada sin fuego, tintura de azafrán, esperma de ballena y un grano del opio, o con las celebradas píldoras del acíbar, el láudano, el diagridio, mercurio dulce. Tampoco tuvieron lugar las ayudas suaves y cariñosas de la cabeza de carnero, agua de Rulando, las de la sal gema y otras, porque el miserable hombre dejó la vida antes que pasase por él la ocasión y oportunidad de aplicarle estos más singulares específicos. Yo te los he querido declarar -prosiguió mi diablo- para que los conozcas y los uses cuando te sobrecoja alguna casualidad, y aun te advierto que no te olvides en cualquiera especie de dolor cólico de las aguas acídulas, que éstas sin duda templan los recrementos acres, y resuelven y precipitan por la orina cualquiera víscido-ácido, que son los minerales de todo lo flatulento.

Concluyó mi sabio etíope con la narración morbosa médica de este hombre, y viéndose libre mi atención del objeto, las palabras y el estudio que la tenían útilmente prisionera -y en el brevísimo espacio de un corto silencio en que quedó mi demonio-, empezó mi melancólico pensamiento a saltar desde los horrores a los sustos, desde las tristezas a los asombros, sin haber parado un minuto en algún sujeto amigable o apacible que le consolara con alguna señal de quietud o algún índice de serenidad. Ya se aporreaba con las memorias de los peligros, asechanzas, insultos, enemistades y otros invencibles contrarios de la vida. Ya con la incertidumbre, ignorancia, confusión y variedad de sentimiento, pareceres y doctrinas, que se encuentran en los libros fabricados para remedio de nuestra destemplanza, golpes involuntarios y adquiridos achaques. Ya se brumaba con la meditación del ciego uso, el ignorante ejercicio, la culpable desidia, la lastimosa necedad, la indigna asistencia, y la poca misericordia y la ninguna confianza que podemos tener en los ministros, que se determinan a cuidar de nuestra quebrantada salud. Desde estos discursos era arrebatado mi espíritu a la pavorosa consideración de las agonías, las turbaciones, los espantos, la desesperación, las fatigas y las dolencias, con que había visto fenecer en las pobres camas a los desdichados moribundos. Producíame este recuerdo un temor horrible, y más cuando me persuadía lo irremediable de estas congojas. Para volver la sangre a su tono, a su textura y a su movimiento, ya se descubren algunas medicinas. Para aliviar o desvanecer la porfía y mordacidad de un dolor, ya puede encontrarse en alguno de los reinos entre cuya virtud sepa inducirnos el alivio; mas para huir, suspender o estorbar los quebrantos, desconciertos y angustias de la última hora no hay nada en el mundo. Los remedios, los amigos y las consolatorias de nada sirven, sólo en nuestro espíritu están las disposiciones para hacer menos sensibles las dolencias y las ansias. La elevación de nuestra alma a su criador es la que ha hecho suaves, dulces, felices y deseadas las calamidades, las desdichas y desconsuelos de aquel tránsito.

Tan fuera de mi acuerdo me habían sacado estas varias meditaciones, que aunque me gritó por dos veces mi etíope, estuve desentendido a su voz. Recogí finalmente mi vago espíritu, y pude atender que me instaba a que oyese la historia de la vida y reprobación de este muerto.

-Déjame asentar un breve rato -le dije a mi conductor-, porque ya sea la demasiada atención con que escucho tus lecciones y advertencias, ya el pestilente vapor que exhalan estos cuerpos achacosos y difuntos, o ya el tropel de varias y funestas melancolías que me han asaltado, me tienen el celebro aturdido, confuso y vertiginoso, de modo que se me estampan trabucados los objetos.

-Todo lo que dices es causa de ese impropio vértigo -dijo mi gran médico-, no te asustes, que brevemente pasará a otro seno ese humor que te ha entrapado la vista. Asiéntate, pues, que logrando de esa comodidad, te referiré brevemente la condenación de este último precito.

Tomé para asiento la esquina de la cama del recién difunto, y el relator diabólico dijo lo que Vd. puede leer si tiene valor para proseguir tragando el desabrimiento de mi prosa.

-Ese hombre que ya está reducido a su primer origen de la nada -prosiguió mi diablo- entró en la ciudad de los vivientes con medianas alhajas de fortuna, regular nacimiento, y sobradas abundancias para ser querido, acomodado y provechoso. Huyéronsele los años de su primera crianza sin haber demostrado más vicios, ni más presunciones de su inclinación, que un diferente deseo y una inquietud en sus apetitos muy equívoca, con los antojos y juguetes de la puerilidad. Quebrantó los rudos principios e impenetrables fenómenos de la gramática latina, con brevedad y aplicación, dándole al maestro y a sus padres felicísimas esperanzas de su capacidad, ingenio y buena vida. Entretúvose en percibir los modos de formar los silogismos lógicos con la dialéctica, y siendo zagal de quince a diez y seis años, lo condujeron a una universidad, para que se mezclase en la recua de Vinio y se injiriese en los códigos y digestos, pensando sus padres tener en pocos días un letrado que desde lo consejero o lo presidente los dorase la alcurnia, y los levantase seis estados en alta la generación. Luego que se vio sin guardián ni sobrestante, libre, con dinero y en una ciudad muy apacible y ocasionada, propuso en su imaginación gozar de sus deleites. Desde dos primeros días que se dedicó a ver las curiosidades y embelesos de sus fábricas, le acometió una ociosidad y un aborrecimiento notable a los libros y los trabajos. Esta libertad y la alianza con unos alborotados y viciosos mancebos, que vivían en una misma posada, lo atollaron en medio de la lujuria, la disolución, el ocio y otros derramamientos perjudiciales a su salud, a su alma y a su instituto. Plagado de estos vicios, cubierto de su pereza, y tiznado con algunos borrones de la jurisprudencia, recibió a patadas y gritos el grado de bachiller, y con él alguna vanidad, que le hizo menos escandaloso, más retirado y menos desabrido con la sotana. Entró con los arrapiezos de estos párrafos mal vestidos en la bataola de las oposiciones, y sin dejar sus antiguas costumbres, dio de hocicos en lo de hipocritón y maldiciente. No perdonó fatiga, ni excusó maldad, ni se le propuso diablura que no ejecutase a fin de adelantarse a los más sabios e instruidos en la ciencia y en la virtud. Fue galán de culpas, corredor de delitos, fuelle de pecados, y pregonero público de los descuidos de sus coopositores y maestros. Condenóse este hipócrita a vivir en el mundo, siendo diciplinante del infierno y penitente de los diablos. Vivió tragado en una saya de bayeta funeral, sombrerón tan grande como una teja maestra, zapatos a lo rústico, que en el calepino de los embusteros se llaman ramplones, emboscado en barbas y lodos, comido de la envidia y la laceria, y estudiando desaliños y porquerías. Era gomia de jubileos, duende de congregaciones y fantasmón de osarios y vía crucis. Su cuerpo, su espíritu y sus inclinaciones siempre estuvieron quejosas y mortificadas de su soberbia y de su codicioso deseo. Su rigor aparente, austeridad y nefanda modestia, sólo se ordenaba a persuadir merecimientos y coger parciales para embustear y traer inquietos, alterados e impacientes a sus compañeros y coopositores. Pasó este hombre algunos años con los créditos de virtuoso y retraído, hasta que una mujer con quien estuvo en la torpe alianza del amancebamiento le descubrió la gusanera de sus costumbres y la corrupción de su mala conciencia. Hízole casar a puñadas de peticiones y en fuerza de un papel que le tenía dado de matrimonio con ella, y viéndose en la angustia de perecer en la cárcel, apechugó con el casamiento y huyó avergonzado a otro pueblo de vecindad más reducido. La consideración de haber malogrado su carrera, y la vanidad de parecerle que no merecía ser mujer propia la que se expuso a serlo de otros, le engendró un aborrecimiento tan horrible, que toda la vida lo mantuvo rabioso, y ya en el infierno antes de haber soltado el espíritu de la carne. Metióse finalmente a comisionista, lechuzo y sacamantas, y ganó en este empleo una inclinación al vino y a las corroblas que a pocos días se graduó de borracho público, con aplauso universal de todos los que por su desgracia lo veían. Roto, pobre, aborrecido, borracho, vagamundo y descontento, lo agarró el cólico convulsivo que lo acaba de quitar la vida, la que hubiera dejado sobre unas pajas o en el árido suelo, a no haberlo recogido la piadosa diligencia de este hospital. Desesperado de su mala vida y de su pobreza, furioso contra sus vicios y contra su Criador y suelto de su mano, no quiso hacer confesión de sus culpas, y ha muerto impenitente, condenado y desposeído de la sepultura eclesiástica, por haber sido tan pública y rabiosa su desesperación e impenitencia. Éste es el fin de este hombre que pudo ser dichoso en el mundo y en el cielo. Considera a cuántas desventuras está expuesto el que no quiere vivir arreglado a la justicia, al temor y al precepto del universal dueño de ambos mundos.

¡Con qué paso tan callado se vienen los castigos a pagar a los delincuentes sus desórdenes! ¡Con qué silencio se introducen los vicios y los tormentos en las almas! ¡Entre los delitos y las penas no hay instante medio! ¡El estrago es consecuencia del castigo! En las iniquidades van revueltos los dolores, y cuando más inadvertido e ignorante está el ánimo, se desarrugan sus sensibilísimos efectos. Antes que el infierno se cobra el mundo de los pecados. Aquí tienen las vidas un purgatorio que lo termina la muerte, pero allá empieza el alma los cruelísimos tormentos que nunca se pueden terminar. En las que el mundo gradúa corno felicidades, están escondidas las venganzas de Dios. Con las exaltaciones y las abundancias sabe dar su justicia los abatimientos, y las miserias con los aplausos y las robusteces, las enfermedades y los desprecios con las libertades y las alegrías, las esclavitudes y los llantos. Todo se castiga, todo se paga. No hay lugar que nos pueda esconder ni excusar de la satisfacción por nuestras maldades. Aun cuando no me desengañara la historia de este condenado, que pagó en esta vida con desprecio, desesperación, laceria y afrentoso fin sus delitos, me bastaban para acreditar estos pensamientos las frecuentes desventuras que he visto pasar por mis ojos en los espacios de mi breve vida. Cada hombre es un testigo de mi meditación verdadera, y yo -sin salir de mí a buscar los desengaños en otros- he notado que detrás de mis maldades se han venido prontos los azores, y a raíz de los descuidos se me han encajado encima las advertencias rigurosas, y que Dios nuestro Señor ha tomado por instrumento las enfermedades, las persecuciones, el destierro, la cárcel, la justicia y otros instrumentos y ministros para que no cuente pecado sin infierno. Su Majestad quiera que yo deje pagadas por acá las deudas, porque he de ser ejecutado en el momento que acabe con la vida, que así serán felices las tribulaciones y los trabajos.

En esta fructuosísima consideración tenía yo atollado mi discurso, y la hubiera seguido felizmente a no haberse puesto en el medio de mis dichosas cavilaciones los sollozos y lamentables gemidos de un moribundo que estaba bien cerca de nosotros. Suspendióme todo el espíritu la atención con que quise percibir las articulaciones del doliente, y no pudo todo mi cuidado conocer la expresión de sus quejas, bien que no dudaba la causa de sus lamentos y quebrantos. Levantéme, pues, de la esquina de la cama en donde había oído los desdichados sucesos del cólico, y agarrándome por la mano mi docilísimo maestro, me condujo al lugar en donde se estaba ahogando el miserable paciente, que estorbó con sus suspiros y congojas mis meditaciones, cuya enfermedad y condenación voy a escribir con el gusto de que pueda ser útil mi doctrina para proceder con temor, vigilancia y seguridad en los lances de la salud y de la muerte.




ArribaAbajoCama IV

El calenturiento maligno y pestilente


Agarrado de un desmadejamiento deliquioso, cuasi inmóvil y poseído de una suma torpeza y universal pesadez de todo el cuerpo, estaba extendido en su cama el agonizante, cuyos lamentos me apartaron el discurso de las cristianas reflexiones con que estaba dichosamente conturbado. Tenía el rostro seco, excarne, temeroso y apagado. El color pálido y batido con una mezcla entre azul y aplomada. Los ojos soñolientos, soporosos y derribados. Las miraduras humildes, torpes, dificultosas y abatidas. La respiración tarda, penosa y difícil. La locución confusa, gruesa, arrastrada, y todo su cuerpo destruido de espíritus, y rodeado de convulsiones, tremores y fatigas universales. Llegué a pulsarle y percibí alguna desigualdad, tardanza, intermisión y parvidad en el pulso. El calor de la fiebre era remitido, suave, blando, y poco o nada distante del estado natural. Descubríle un poco, cuanto pude verle desde la cintura arriba, y estaba su cuerpo sembrado de infinitas manchas y excreciones cutáneas y versicolores. Preguntéle por las ganas de comer, y me respondió con ansia dolorosa que padecía una inapetencia extremada. Tenté hacia el hígado y percibí alguna inflamación. Volví a echar la ropa sobre sus hombros, y apartándome a un lado, le dije a mi demonio:

-Malo está este infeliz, éste no escapa de esta enfermedad.

-Es cierto que se muere -me respondió-, pero no te sirva de seguridad la muerte de este hombre para fundar confianza en los signos que está manifestando, porque en estas calenturas pestilentes y malignas son sumamente equívocas las señales de la muerte y de la salud, y aun de las que manifiestan la coagulación o disolución de la sangre, que es toda la esencia de esta fiebre. Esos signos que has observado son los más claros y significativos de la coagulación, después verás los que se inclinan con alguna certeza a la rarefacción y disolución. Ya me parece que te he dado a entender que este hombre padece una calentura maligna y para que quedes actuado escucha su definición. Consiste, pues, esta fiebre en un extraño movimiento de la sangre, el que es introducido por un fermento violentísimo, y poderoso para coagular o disolver dicha sangre, el cual fermento desordena y pervierte su bálsamo, armonía y textura con innegable extinción de los espíritus.

Oímos a esta sazón los tristes sollozos de otro enfermo, que estaba en una de las camas de la línea de enfrente, y mi diablo me dijo:

-Antes que te informe de las causas de esta enfermedad, quiero que veas aquel doliente que está lidiando con los síntomas de esta misma malignidad y pestilencia. Las señales que veas en él son peculiares y manifestativas de la disolución y, vistas y contempladas unas y otras, podrás distinguir con probable juicio las equivocaciones y dudas en que coinciden los signos de la coagulación y disolución.

Llegué, pues, y estaba este otro enfermo más vigoroso y atrevido de semblante, el color más claro y sanguinolento, los ojos más vivos y con más soltura, las miraduras rectas, eficaces y agudas, la respiración grande, atropellada y balbuciente. Padecía, según me informó, un gravísimo dolor de cabeza, una vigilia suma y un delirio quebrantado. Quemábase interiormente, y en las partes externas cuasi se manifestaba más calor que el natural, el pulso era parvo, débil y desigual. Cuando estaba reconociendo y examinando estas señales, le acometió un flujo de vientre, con vómitos pertinaces, sudores y hemorragias, y reconocidos los orines estaban como el pulso, poco apartados del estado de la sanidad.

-Ya has visto en ese hombre -acudió mi diablo- las señales distintivas de lo disoluto de la sangre, como en el antecedente las de lo coagulado. Vuélvete a su cama, y junto a ella te informaré las causas de su achaque y de su muerte, y dejemos a éste, que aunque está moribundo no cae en nuestra jurisdicción.

Apartámonos a la línea primera, y prosiguió mi diablo en esta forma:

-La esencia, o el ser superior de la causa inmediata en las fiebres pestíferas malignas, ha sido siempre dudoso y desconocido en la práctica médica. Unos piensan que consiste en una putrefacción hedionda e intensa de la sangre. Otros discurren que es la reproducción de innumerables gusanillos, que circulando con la sangre por el cuerpo, lo comen y roen, y con esta corrosión y mordeduras explican todos los accidentes que ocurren con dicha fiebre. Otros apelan a las cualidades ocultas, que es lo mismo que decir su ignorancia, con alguna soberbia y un modo de engañarse a sí mismos y a los que sin reflexión los escuchan y se tragan su informe. Algunos fundándose en la copia de sangre que arrojan los cadáveres por ojos, narices y boca, y la coagulación del dicho líquido en diversos vasos del cuerpo observado en las anatomías, pensaron que la causa inmediata es un fermento acre, corrosivo, volátil, que desfigura y aniquila el bálsamo de la sangre y su ácido sulfúreo, que es en el que consiste su armonía, la vital unión y tejido de sus partes. Omitidos estos pensamientos que sólo sirven para parlar en una junta, o para argüir en una universidad, de donde ningún enfermo sale curado, debes saber que la causa inmediata que produce esta fiebre es una substancia venenosa, cuya textura consta de muchísimas sales rígidas y agudas, las que introducidas en la sangre destrozan y deshacen su bálsamo, y al mismo tiempo con la agudeza y acrimonia de sus puntas, causan la universal velicación y mordeduras en la naturaleza, apagando sus espíritus y encendiendo la torpeza y pesadez de todo el cuerpo. Acreditarán este sentimiento muchos animales y yerbas ponzoñosas, en los que los puedes haber observado en los modos de comunicar su veneno, y en los síntomas y accidentes que producen en los cuerpos humanos. Cuando la víbora, el eslabón u otras sabandijas de este linaje de ponzoña, muerden o pican, despiden de sus entrañas unas sales ácidas, las que luego se ponen en movimiento, ayudadas del calor nativo del hombre, introducidas y calientes en los vasos capilares penetran hasta los mayores, y allí coagulan y destruyen el ser balsámico de la sangre; espárcense después por todos los líquidos y sólidos, y allí también muerden, lancinan y corroen, y al mismo tiempo producen las convulsiones, los tremores, la calentura, el sopor, la torpeza, la ruina de los espíritus y los demás mortales accidentes. De esta naturaleza semejante al ser ponzoñoso de la víbora son las sales que producen la calentura maligna. Y este veneno lo cría la naturaleza, como capaz de otras infinitas generaciones. Los diversos efluvios o miasmas que arrojan de sus cuerpos muchos minerales, vegetables y sitios pantanosos, valen mucho, y tienen poder para producir dicha fiebre, por las sales volátiles y venenosas de que abundan sus substancias. Los vapores de los cadáveres y los enfermos que padecen ya esta especie de calentura y otra cualquiera de las enfermedades contagiosas, son causa conocidísima para fabricar este veneno y levantar esta fiebre. La varia colocación y maligno aspecto de las estrellas, cuando hallan en el aire disposición para que reciba sus impresiones, induce el contagio de este achaque, como es visible en los años epidémicos, que dura esta malicia hasta que mudan su situación y aspecto los planetas. Finalmente cualquiera viento, vapor o humo inspirado de los animales, las mineras, las aguas y las plantas, que conste de estas sales ácidas, venenosas y volátiles, es causa legítima para levantar en los cuerpos esta calentura pestilente, maliciosa y difícil al conocimiento de sus señales y su curación. Paréceme que te he dado noticia más clara que la que pudieras encontrar en los libros para el conocimiento de los producentes de este achaque. Oye ahora otras expresiones dirigidas al asunto que vamos tratando.

-Aunque es tan dificultoso saber las causas y conocer los signos peculiares y manifestativos de este achaque -prosiguió mi sabio maestro-, aún son más escondidos a la penetración y estudio médico aquellos fundamentos sobre que se fabrican los pronósticos. Porque las noticias teóricas apenas descubren más que una perplejidad, o suspensión en que dejan muy dudosa la buena o mala terminación de los enfermos. En las orinas, pulso y otras señales que se perciben, así en la clase animal, como en la vital, se suelen reconocer unas aparentes bondades que prometen con seguridad un feliz suceso, y al cabo son gritos de la muerte los que se oían como voces de la salud. Sucede también al contrario, porque en un enfermo que está rebosando por todas sus coyunturas y excreciones síntomas mortales y signos funestos salta con increíble prontitud toda la felicidad, burlándose de los aforismos, experiencias y especulaciones con que procede el arte de los pronósticos. En los primeros insultos antes que empiece la enfermedad a su estado, se pueden conjeturar los términos con juicios y experiencias menos falibles que las que acostumbran manifestar los regulares y engañosos signos del pulso, la lengua, la orina, la cámara y otras excreciones; y así cuando acomete como contagio, y se supone infección venenosa en el ambiente, se sospecha mortal con miedo justo, porque se continúa en el aire que sirve para vivir la ponzoña que fue causa de la fiebre, y las medicinas, por cardíacas y eficaces que sean, no valen para embotar las sales malignas, ni pueden reducir a su tejido lo destrozado de la sangre; además de que la virtud de los medicamentos va también puerca e inficionada del ambiente, del mismo modo que los alimentos que han de servir para la conservación y pura crianza de los cuerpos racionales. Si los sujetos acometidos de esta fiebre están mal aparatados, como los que son poseídos de la constitución caquéctica, hipocondríaca, escorbútica o gálica, se puede con alguna certidumbre presumir una fúnebre determinación. Del mismo modo se conceptuará por mortal el suceso de las malignas, cuando se presume o se manifiesta inflamación en alguna de las vísceras o miembros principales. También contarás entre los muertos al que le sigue gangrena en parte príncipe interior, y teme mucho la exterior sea donde fuere. Los carbuncos, bubones, pintas y otros tubérculos cutáneos se reputarán por signos mortales, aunque muchos han escapado la vida cubiertos de semejantes manchas y ronchones. La inapetencia continuada basta sola para quitar la vida, porque ella por sí es mortal, aunque no precedan, antecedan o acompañen otros accidentes y señales. Estos avisos y las observaciones que les puede añadir tu discurso, tu filosofía, y, lo principal, tu asistencia a la cama del enfermo, te harán cautelosamente sabio en el pronóstico de este achaque, y ruégote que no te olvides de consultar a las constelaciones, que aunque esta observación está aborrecida es solamente de los médicos ignorantes que no atienden ni a los gritos de su conciencia, ni a los lamentos de los miserables pacientes. El ciclo es el que gobierna todos los inferiores, el ciclo es el que imprime en el aire, en el agua y en la tierra sus influjos. El día y la noche tienen contrarias cualidades, que el uno es cálido y la otra fría, y el día y la noche nadie los hace sino el sol y la luna. La ausencia y presencia de estos dos astros es la que dispone la variedad de cualidades que se experimenta en los cuerpos, ya de frío, ya de calor, ya de sequedad, o ya de humedad, y el exceso o disminución de ellas es la que debilita, postra y destruye la salud, y así te vuelvo a prevenir que los mires, los atiendas y consultes, porque la oportunidad de los remedios, la certidumbre de las causas, y la rectitud de los pronósticos de las más de las enfermedades, todo estriba en el conocimiento de sus mudanzas, de su curso, de su actividad y de su situación. Oye ahora el proceso de la inútil cura con que fue asistido ese hombre que acaba de entregar su alma a los infiernos.

Volví el rostro hacía la cama, y ya era cadáver el que había visto viviente el instante pasado. El horror de su espantoso semblante me echó los ojos a la tierra, y avisándome mi conductor que le atendiese, habló de este modo:

-Todo es difícil al estudio humano en esta enfermedad, la causa, la conjetura, la esencia y aun más que todo la curación, porque en decretar y establecer las medicinas se padece notable confusión, y en determinar el tiempo oportuno para aplicarlas, se congojan los más resueltos y sabios platicantes. De la poca luz que dan los signos distintivos de la coagulación o rarefacción, nace el susto, la perplejidad y la ignorancia del método que se debe elegir en la cura, y verdaderamente es pavoroso y justo este temor para el médico que desea triunfar del accidente. La purga y la sangría, que son los auxilios que han de aplicarse en los primeros hervores de esta calentura, son sumamente dudosos, y cualquiera de ellos más perjudicial que la mortífera ponzoña de la fiebre, cuando se administran con error, y con ignorante medida, y fidelidad de los grados, del rigor y fuerza del fermento. En la licuación regularmente se sangra -cuando no es extrema la pérdida de espíritu- aunque aparezca la calentura con vómitos y fatigas dolorosas en el estómago, porque estas ansias y excreciones se reputan por unas chispas arrojadas de la violenta fricación y desordenado tumulto de las partículas desunidas de la sangre; pero si engañado el médico receta el purgante, se seguirá mayor destrozo, licuación o rarefacción en el líquido sanguíneo y más ruina en el espirituoso, y por consiguiente una imposible restitución a la sanidad. En los principios de esta calentura pestilente producida de la licuación de sangre y abatimiento de espíritus, es muy peligrosa, así la sangría como la purga, sea por arriba o sea por abajo. La sangría es mala porque deja más vacíos los vasos, y comunicándose con más amplitud por ellos la ponzoña, extiende su malignidad rarefaciendo y segregando con más violencia las partes y bálsamos de la sangre. La purga es peor, porque los purgantes constan regularmente de unas sales muy compañeras y semejantes al fermento de las calenturas pestilentes; y puestas unas y otras en más tumultuoso curso, aumentan la acritud y la mordacidad, y se sigue infaliblemente una superpurgación irremediable. El auxilio seguro en estas licuaciones, que proceden de maligna fermentación, es aplicar al enfermo los mixtos que tienen virtud dulcificante y fijante contra las puntas volátiles del pestífero fermento, y mirar a reunir y volver a su sitio y proporción a las partes prófugas y confusas de la sangre. Una y otra intención suele lograrse mezclando los medicamentos alcalinos fijos con los ácidos, y entre la silva dilatada de unos y otros, son los seguros el coral, la perla, las raeduras del cuerno de ciervo y unicornio, el bolo arménico, los ojos de cangrejo, el espíritu de vitriolo, el nitro dulce, el zumo de cidra y de limón, y otros de esta clase.

-He dicho esta doctrina -prosiguió el etíope- por entretener tu curiosidad, que ya sé que sólo me importa hablarte en la calentura pestífera maligna que procede de la coagulación, que es la que ha quitado la vida a ese precito. Oye, pues. Conocido el denso coágulo de su sangre, conjeturado por el universal abatimiento de lo vital y animal, le acudieron discretamente con los bezoárdicos, los aromáticos teriacales y otros mixtos espiritosos y volátiles, para que su fuerza, su impulso y su virtud aliquidara y animara el bálsamo ahogado de la sangre, y al mismo tiempo destruyese la pestilencia del fermento; pero no valió su agudeza para penetrar la densitud oprimida del coágulo, ni para resolver la peste de las malignas sales. Eligió la práctica de sus estudiosos asistentes la más circunstanciada y famosa mixtión en que funda la medicina sus aciertos, que es el agua cocida con las rasuras del cuerno de ciervo, la raíz de la serpentaria y virginaria, las perlas, el antimonio diaforético marcial, los ojos de cangrejo, los polvos de víboras, el coral, el espíritu de sal armoniaco, el alcanfor, la confección de jacintos y de alquermes, y el jarabe de la escorzonera; y repetida cuatro veces al día, no lograron más señales de su virtud que un sacudimiento que hizo la naturaleza al ámbito del cuerpo de este hombre de algún material sutil, por lo que creyeron haber conseguido alguna extensión en la sangre. Con este signo no dudaron en la sangría, pero luego que fue ejecutada se siguió por ella más vacío en los vasos, y mayor pérdida en las fuerzas y los espíritus, y retrocediendo a las partes internas el material maligno que ya habían asomado la cabeza al ámbito del cuerpo, puso al miserable enfermo en el estado de incurable. Apelaron a los parches de cantáridas, a las ventosas sajadas, a las epítimas al corazón, a los redaños del carnero y de lechón; pero todo fue en vano, como lo está parlando ese difunto, que más acredita lo infalible de la muerte que los milagros, las confianzas, las vanidades, los triunfos y los aforismos de la medicina.

Dio fin a la historia médica mi desgraciado maestro, y cuando mi discurso empezaba a tirar las primeras líneas de la meditación sobre el plan del mísero cadáver, se agarraron de mis orejas unos gritos tan crueles, que no sólo destruyeron mis consideraciones, sino que su espantosa consonancia produjo en mi espíritu un horror y un miedo más abominable que el que había padecido en la aparición del etíope, y en el examen de los tristísimos moribundos y condenados. Entraron por la sala berreando y repitiendo con horrible algazara las mortales voces de «¡la visita, la visita!», hasta seis u ocho galopines de galeno y probostes de la naturaleza, rodeados de un doctor de horca y cuchillo, que venía dando órdenes de plantar mataduras, injerir lancetas, envasar jeringas, entrometer ventosas y arruinar humanidades. Venía detrás de esta turba el maestro de las fármacas, el cocinero de las ponzoñas, abrazado de un tablón, en ademán de esqueleto en el que suelen escribir las muertes o las recetas. Empezó el Nerón graduado a pulsar al enfermo de la cama primera, y le soltó tan brevemente la mano, como si hubiera encontrado alguna ascua en el pulso. Así fue tocando a todos los enfermos sin actuarse siquiera de la tercera pulsación, y corrió las dos líneas de la sala con tanta velocidad como el soldado que pasa por las baquetas. Desaparecióse la visita, y yo quedé tan pasmado corno si se me hubiera aparecido algún difunto. Cobréme un poco y revolviéndome a mi diablo, le dije:

-Si me has asegurado que cualquiera desconcierto de los que turban la armonía de nuestra humanidad necesita de larga meditación para conocer el motivo de su destemplanza; si me has dicho que es necesario mucho tiempo para imponerse en las señales propias y distintivas de tal y tal achaque y, finalmente, si dices que importa un medroso y prolijo estudio para determinarse a curar y volver a su concordancia y salud el cuerpo, ¿cómo este doctor, que naturalmente sabrá menos medicina que el diablo, se actúa tan presto, no solamente en la enfermedad de uno sino en la de tantos hombres corno ocupan estas líneas? Tú me has engañado, bien te llaman padre de la mentira. Yo creo que no hay cosa más fácil en el mundo que ser médico, porque teniendo presente las voces de purga y sangría, cualquiera bruto podrá curar, como ha hecho este médico que se acaba de desaparecer de aquí. A mí me parece que basta para ser médico tener una tablilla en donde estén escritas estas dos palabras de sangría y purga, como la que ponen los astrólogos al principio de los calendarios, que dice mala, buena, indiferente, pues en algo de esto han de parar los purgantes y los lancetazos que se recetan. A ningún médico se le pide cuenta de si recetó bien o mal la purga y la sangría; con que no teniendo guardián ni juez que residencie sus decretos, no hay peligro en disparar lo primero que se viene a la boca.

-Mucho extraño -me replicó mi etíope- que te asustes de ver un hombre que no cumple con su obligación y con su oficio. ¿No sabes que hay malos oficiales en el mundo? ¿Malos trabajadores? ¿No penetras que los más de los sujetos que llenan la vida, comen y triunfan con el oficio que ignoran? Hazte cargo de que este médico y otros infinitos no tienen más caudal que el que le producen sus visitas; si hace pocas, cumple con los preceptos de su profesión, pero deja quejosos a su mujer y a sus hijos, que desean ser poderosos a costa de las vidas de muchos y de la condenación de su padre. El mismo tiempo que ha gastado este doctor en visitar estos dolientes, gastan los más de los médicos aun en aquellas visitas de las gentes acomodadas y distinguidas de los pueblos. Pulsan por costumbre, y luego se parla entre los asistentes y otros visitadores de las novedades que ocurren, y si el triste paciente da algún grito o suspira forzado de la opresión y los dolores, le dice con magisterio. «Calle, señor, que no es nada; yo volveré por acá, purgaremos un poquito mañana, y esta noche una ayuda y cene poco». Y se despide a dejar la misma receta en todas partes en donde está prevenido. Y ha llegado el estudio de su flojedad y de su malicia a tal persuasión, que tienen asegurado y hecho creer que esta poca detención con los enfermos es medicina, porque no juzgue el doliente que es peligroso su achaque, pues tal vez su aprehensión movida de la detención del médico, podría ocasionarle la congoja de discurrir que era grave su mal, cuando le obligaba a asistir con más observación. También ocultan su ignorancia cuando se les pregunta por el nombre, la causa y la duración de la dolencia, diciendo que a los enfermos no se les puede responder en forma, ni hacerles muchas preguntas de las que se ordenan a conocer el enemigo del achaque, porque de estas preguntas y formales respuestas les resulta una aprehensión mortal y una melancolía espantosa, que pone en mayor altura los accidentes y los síntomas. Lleno está el mundo de indignos profesores, pero no hay gremio tan desalmado como el de los que se alistan en la tropa de Galeno.

-Yo bien sé algo de eso, -le dije a mi diablo-; pero no puedo hablar sin peligro en esta materia. Vamos a otro asunto que a mí por ahora sólo me toca dar muchas gracias a Dios, porque me dio medios para haber restituido a los pobres cincuenta doblones, que hurté con esa ganzúa en Portugal en una temporada en que me acosó la hambre. Y aunque me dieron algunas opiniones los teólogos para retenerlos, me pareció que me aseguraba más volviéndoselos a quien los quité con mentira y con engaño, porque yo sabía tanta medicina como muchos de los que la venden, y ésta creo que no basta para vivir con la gracia de Dios. Hablo aquí de infinitos faranduleros, que sin haber pasado por examen alguno, ni haber cumplido con las leyes del reino, que previenen lo que ha de estudiar el médico, y sin tener licencia de Dios, del rey ni de sus ministros, andan vagos hurtando y matando, sin más dolor de su conciencia que el que tienen de los infelices que pillan en sus manos.

-Asunto es el que teníamos comenzado -acudió mi etíope-, que pedía más tiempo que el que nos resta, y así oye brevemente la historia de la condenación de este hombre, que ya nos está dando priesa otro moribundo.

Ese malaventurado precito pudo hacer en la comunidad de los vivientes la figura más venerable y el papel más apreciado de su farsa, porque el nacimiento, las fortunas, el espíritu y la alianza fue de las que respeta por glorias el mundo; pero sus vicios lo arrojaron a ser la abominación de los hombres y los diablos. Pasó los años de niño con una crianza voluntariosa, delicada y aduladora, la que empezó a burlarse de su alma luego que llegó a los verdores de la juventud. Ya había cumplido diez y seis años y no sabía persignarse en el rostro, porque solamente dedicaba su atención a engreír el cuerpo para venderle a las deshonestidades y a las desenvolturas. Fue en el mundo un botequín de perfumes, una tienda de melindres, y una joyería de cintajos y galanuras, y todo su estudio y su ansia la aplicó a envolver el costal de los gusanos de su cuerpo en cambrayes sutiles, telas blandas, sedas vistosas y todos los cascabelillos y catacaldos que componen un tonto petimetre. Detrás de esta ociosa y viciada inclinación se siguieron otras distracciones más culpables, porque él fue una despensa de gula, un matadero de la lascivia, la repostería de la soberbia, y un bodegón de los siete pecados mortales, pues vivió entregado a las golosinas, a las vanaglorias, a las carnes y a las cubas. Derramó este hombre brutal un crecido tesoro, que juntó su padre para la condenación suya y la del hijo, en estos desórdenes y en contentar una tropa de músicos, un cabañil de poetas y una porcada de danzantes, y otros perdularios que no tienen más atención ni más ídolos que la estafa, el petardo, la desenvoltura y la ociosidad. Embutido en esta piara de locos y rebuznando con ellos pasaba todas las tardes y noches, siendo su desventurada tarea desasosegar maridos, inquietar padres y desvelar barrios, corrompiendo con escandalosos gritos el honor de las casadas, desarrebujando la vergüenza de las vírgenes y haciendo brincar el encogimiento de las viudas. Hízose esclavo de estos vicios y de un sirviente suyo adulador, lisonjero y codicioso, tenido por inteligente y era un mulo con traje cortesano. Quedóse en el Mequinez de este moro mucha parte de los doblones heredados, y los demás se repartieron entre mercaderes, arrendadores, pobretas, músicos y otros gomias y tragaldabas, y quedó raspado de bolsa, desnudo y precisado a valerse de los petardos y los hurtos. Mirábale ya con ceño y cautela la justicia, los amigos lo desampararon, y el infeliz hedía en todas partes tanto, que se vio precisado a huir a un vecindario corto. Arrebujado en un capisayo de burdos berrendos, cubierta la cabeza de costras, tiña y una gorra de sayal, tunó algunos años por las cocinas, las tabernas y los pajares, asustando a los pasajeros y los moradores con su laceria y su necesidad. En esta desventurada vida le agarró la fiebre pestilente, y conducido en un burro de lugar en lugar, paró en este hospicio, adonde acabó sus días impenitente y rabioso, y por no horrorizarte no te refiero las circunstancias de sus sacrilegios y su condenación.

Puso fin a la historia de este infeliz difunto mi desgraciado maestro, y sin concederme una brevísima reflexión sobre los infortunios de su vida y de su muerte, me llevó a la vista del siguiente moribundo.




ArribaAbajoCama V

El nefrítico


En los torpes brazos de un afecto tan soporoso que se las apostaba en modorra y desfallecimiento a la fuerte opresión de los letargos, yacía un moribundo con la marca y el sayo de la muerte sobre su lánguida y descaecida humanidad. Tenía la cabeza descolgada por el un extremo de la cama, pero tan pendiente como si estuviera desprendida de los hombros. Los cabellos arremolinados, los unos revueltos contra los ojos; los otros tendidos contra los pies de la cama, y algunos mechones rodeados al pescuezo en ademán de soga de ahorcado. La nuez de la gorja era tan erguida y sobresaliente que le podía servir de escuadra a un carpintero. Las narices, con horrible desproporción abiertas, mostraban dos boquerones capaces para esconder dos pelotas. Llegué a tocar su cuerpo, y lo percibí frío, pegajoso, cuasi exánime, y enroscado de modo que tenía cosidos al estómago los muslos. Después de haber repasado con mi vista su horrible y pajizo semblante, dio señas de viviente en un suspiro más melancólico que su misma figura. Suspenso estaba yo, e ignorante de la enfermedad de este infeliz, porque los signos que demostraba eran casi comunes a otras dolencias; pero mi etíope me liberó de mis confusiones diciéndome:

-Antes que camines con el discurso y la vista a informarte de los signos peculiares de este morbo, quiero que sepas que padece este hombre una contracción o crispatura en las fibras de los riñones o uréteres inducida de alguna piedra o material jaletinoso, salino-ácido, o de otro cualquiera cuerpo duro, rígido o de notable aspereza, engendrado y endurecido en los riñones o uréteres. A esta dolorosa enfermedad, sensibilísima e invencible angustia, llaman los médicos dolor nefrítico, y sus señales son muy equívocas con el dolor cólico y el afecto histérico. Atiéndeme, pues, que yo te separaré con claridad los signos de este achaque, no confundamos los unos con los otros. El que padece el afecto nefrítico con la violencia que este moribundo no puede tener extendido el cuerpo con rectitud, y cuando desea ponerse recto se exacerba terriblemente el dolor, y percibe en la región de lomos una gravedad que no le permite la extensión; pero en el cólico no sucede así, porque a éste le queda libre el movimiento de la rectitud. Siente también el nefrítico un estupor en la pierna donde hace asiento la piedra; porque con su gravedad causa retractación en el testículo, lo que no sufre el cólico. Es señal distintiva de este afecto la orina tenua de color de agua, y muy poca a los principios, y en este hombre, no solamente es poca la orina, sino que ha llegado al extremo de una supresión total, porque tiene el uno y otro urete tapados con piedras y algunas materias pegajosas, que han hecho un cal y canto en la vías y ductos de la orina, que es signo el más distintivo en los otros achaques, y mortal en unos y otros. Algunos afligidos de este dolor arrojan la orina sanguinolenta, porque la piedra suele romper con sus ángulos los vasos capilares, y originarse la micción sanguina. También ponen rubicundas las orinas las sales tartáreas que se disuelven en ellas. Los vómitos, aunque son equívocos con otros males, no se deben extrañar en éste, porque los nervios de los riñones y el estómago tienen una notable unión y comercio entre sí, y precipitados los unos se sigue la revolución de los otros. Finalmente se distingue este dolor del cólico y el histérico, que son los más equívocos y semejantes, en que en éste se ven asientos, arenas o piedras en el orinal, y dichas arenas son signos de la abundancia de las sales tartáreas coagulables y ásperas. Distínguese en el estupor de la pierna y retracción del testículo, en lo sanguinolento de la orina, y en la curvatura del cuerpo. Padecen los nefríticos otros síntomas, como es la inflamación interna, los sudores fríos, los movimientos convulsivos y otros; pero éstos son comunes a muchas enfermedades, y por ellos solos no se debe capitular por nefrítico el dolor. Éstas son las señales más evidentes que distinguen esta sensación dolorosa de las demás; oye ahora las causas que la engendran.

La causa más conocida e innegable que produce la violenta y dolorosa contracción en los riñones o uréteres -prosiguió mi diablo- es la piedra criada en ellos. Lo que resta saber es la generación de este mixto, y el modo de su crianza y formación. Cría y endurece esta piedra un ácido exaltado de las primeras vías, el cual encontrándose con las partículas alcalinas volátiles de la orina, y puestas en movimiento por la putrefacción, forman su competencia, y ésta termina en la coagulación de unas y otras partes, a las que se arriman algunas sales térreas y otros átomos, y de la unión de todos resulta la piedra o cuerpo duro, sabuloso, áspero o rígido. Hallándose disposición putrefactiva en los riñones, ya sea ínsita en la parte, ya adquirida de principios extraños que destruyen e invierten su espíritu, equilibrio o natural fermento, se sigue inmediatamente también la putrefacción de la orina, y exaltadas sus partículas sulfúreas y salino-alcalinas se dejan inficionar de algunas térreas, que son las que dan principio y formación a la dureza de la parte; para lo cual no es de menos importancia el calor preternatural de los riñones. Las impurezas del estómago por las malas cocciones, u otro vicio de esta oficina, es la frecuente causa de la generación de esta piedra. Asimismo cuando llegan a estragarse los sucos pancreático y colidoco: porque éstos introducen en la sangre un quilo recrementoso y tartáreo que destruye el bálsamo sulfúreo del líquido sanguino. Las aguas gruesas, saladas y gredosas, los vinos tartáreos, crasos e indigestos, y los alimentos en quienes dominen estos principios glutinosos y víscidos son agentes que van poco a poco labrando dicha piedra. Y finalmente puede producir este dolor cualquiera material de sangre grumosa, extravasada, o cualquiera impureza sabulosa o flatulenta, u otro cualquiera cuerpo que pueda extender, herir o tapar las uréteres o ductos de la orina.

Aquí llegaba mi demonio con su explicación, cuando el mísero doliente despidió el alma entre gemidos, dolores, rabias y desconsuelos; y volviendo a atar el hilo de su informe me dijo:

-Era preciso que acabase presto con su vida ese desdichado, porque la violencia y ejecución del achaque lo estaban atropellando con invencible desesperación. Todos los signos mortales de este afecto tenía sobre sí esa mil veces desdichada criatura. Y siempre que veas la opresión total de la orina, o presumas la inflamación interna, o la llaga en los miembros principales de riñones o uréteres, y que a éstos se siguen los movimientos convulsivos, el letargo, los extremos y sudores fríos, puedes echar el fallo de muerte al reo que los padezca. Basta la doctrina que te ha dado para que quedes instruido en la esencia, las causas, señales y pronósticos de este terrible dolor; escucha ahora, y examina los socorros con que se suele entretener y ayudar a los enfermos heridos de esta piedra, y los que se aplicaron sin provecho a ese infeliz.

La primera solicitud de los médicos en esta dolencia es dulcificar las materias salino-ácidas, estorbar el dolor y la convulsión, y ensanchar las vías para que se pueda deslizar la piedra. El segundo objeto de su cuidado debe ser sosegar y precaver la inflamación, continuando con prudencia las sangrías, y desalojar las impurezas de las primeras vías para que no se pasen a los ductos de las uréteres. La tercera intención será buscar los específicos oportunos para demoler o arrojar la piedra. Y la cuarta, restituir a su genio y textura natural el espíritu y fermento de los riñones. Lo ejecutivo del dolor y la dulcificación del material salino se suele lograr con una mixtura en que se revuelven las simientes de malvas y malvaviscos, las otras simientes frías mayores, y el alquequenje. Detrás de esta bebida se manda tomar otra, que se compone del jarabe de altea, aceite de almendras dulces, bálsamo oriental y tintura de azafrán, polvos de cortezas de huevos quemadas, ojos de cangrejo, esperma de ballena y láudano de opiato. Esta última mixtura es más celebrada, y su virtud es suspender o quitar el dolor convulsivo, laxar las vías y dulcificar la acritud de las materias, pero ni uno ni otro fin logró ese desdichado muerto. Acudiéronle con sangrías para aplacar la inflamación, y con ayudas, cuyos hálitos y vapores laxasen lo encrespado de las fibras; pero aunque se dispuso la ayuda de leche, yema de huevo y azafrán, y de la de altea, malva, violeta, parietaria, etc. y otros simples, en cuya textura se incluyen partículas blandas, dulces y vaporosas, ni unos ni otros auxilios pudieron suspender sus dolores, ni su muerte, porque lo arrebató la cruel opresión de orina por la copia de material pegajoso tartáreo y lapidoso que cargó sobre los riñones y ductos de la orina. Ya tenían los platicantes elegidos los más especiales diuréticos y disolventes de la piedra, si hubiese cedido la crispatura y el dolor; pero como no llegó el enfermo a sujetarse a la tercera, ni cuarta intención, no tuvo lugar su experiencia. No obstante te diré las mixturas que son apropiadas para este fin por si acaso se te ofrece usar de ellas. Dos son las más especiales. La primera se compone de la raíz de altea y eringio, bayas de laurel, flor de retama, betónica y fragaria. La segunda se adereza de zumo de limón, piedra judaica, sangre de macho, goma de cerezo, aceite destilado de bayas de enebro y aceite de almendras dulces. Otra bebida además de las dos usa la práctica médica, que ha hecho poderosísimos efectos y es la siguiente: el zumo de acelgas, sal volátil de succino, polvos de corteza de avellanas, jabón de piedra, polvos de la túnica interior del estómago de la gallina, espíritu de orina de macho y espíritu de terebintina. Para estorbar la nueva formación de la piedra habían discurrido en auxiliar el estómago, deponiendo primeramente los surcos impuros y extraños de primeras vías, dulcificando y precipitando todos los recrementos salinos que corrompen y destruyen los líquidos, y para conseguir estos fines y el de arrojar los sábulos restantes, tenían escogidas las píldoras con el mercurio dulce, ruibarbo, polvos de nísperos, jabón de piedra, orozuz y láudano, y finalmente para confortar los riñones, y volver a su espíritu el fermento trabucado y pervertido, estaban en la lista de su imaginación los ojos de cangrejo, y muchas de las sales vegetables conocidas para dulcificar y hebetar, pero la rebeldía, prontitud y mordacidad del dolor no permitió examinar con la práctica lo decantado de las virtudes de estas mixturas y remedios.

Repasando estaba mi memoria las útiles lecciones que le había encomendado el docto etíope, y discurriendo mi imaginación por los fecundos y breves espacios de su doctrina, cuando inquieto mi espíritu o cansado de la detención en un solo asunto, empezó a saltar de objeto en objeto, hasta que nuevamente rendido, descansó sobre la consideración de las admirables substancias que cada hombre lleva en el prodigioso mundo de su cuerpo. ¿Qué reino es éste del hombre -decía yo- tan universalmente compendiado, que en su brevísima capacidad contiene todas las substancias, producciones, vidas y muertes de ambas esferas? ¿Qué separatoria tan discreta? ¿Qué química tan milagrosa es la que abarca en sus cavidades para congregar, cocer y depurar con excelente distinción, ya las piedras, ya los líquidos, ya los vivientes y todo el género y diferencia de habitadores, que se dilatan en las oficinas inferiores del mundo? ¿Qué cualidades tan activas son las suyas, con las cuales cría, aumenta y disminuye tan estupendos entes y tan increíbles criaturas? ¿Qué fuego es el que se mueve en su capacidad tan poderoso que por sí circula, prepara, mantiene y vivifica su todo, sus partes y sus innumerables contenidos? ¿Qué tierra, qué humedad, qué masa, qué agregados incluye en sus líquidos y en sus sólidos tan peregrinamente circunstanciados, que en ellos encuentra cuantas disposiciones pueden valer y ser útiles para la generación de tantos vivientes específicos y piedras, corno hemos visto producir, retener y arrojar a su naturaleza? Sin salir el hombre de sí mismo hallará argumentos y asuntos, que el más mínimo de ellos le pueda ser estudio de muchos años. ¡Válgame Dios! Con qué poco se contentaron los filósofos aristotélicos que, preguntándoles por el hombre, sólo responden, y con mucha hinchazón, que era animal racional. A brevísima definición quisieron reducir un mundo tan maravilloso. En una cláusula encerraron la prodigiosa máquina que hizo Dios a su similitud. No repruebo su definición, sólo condeno la poca contemplación que han hecho en el sujeto más admirable de la naturaleza. La filosofía puede decir que la sabe el que tiene una mediana noticia del hombre y del mundo, que son los entes sujetos a sus contemplaciones. ¿Quién de los que hoy se llaman filósofos en las escuelas y universidades se ha entretenido en conocer y examinar la formación, estructura, economía, oficios, usos y pasos de la vida del hombre? ¿Quién -sino que sea alguno que por el mecanismo del interés- ha contemplado en las causas, los modos, los motivos y los tiempos de sus enfermedades? ¿Quién se ha detenido en estudiar y examinar los medios para su restitución? Infinito tiene que hacer el hombre consigo y dentro de sí. Estudio es que pasa más allá de su vida el del conocimiento solamente de su animalidad. Su fábrica tiene mucho que ver y que admirar. Innumerables y estupendos son sus secretos y maravillas, y pide mucha atención y largo estudio una noticia breve de su movimiento y formación.

Raramente asombrado discurría mi pensamiento por la portentosa fábrica del hombre, y cuando empezaba a contemplar sus maravillas me arrebató del estudioso examen un suceso muy casual y posible en las melancólicas mansiones en que me persuadía habitador el sueño, pero tan espantoso que aun soñado pudo quitarme la vida. Yo me vi repentinamente oprimido entre los excarnes y musculosos brazos de un frenético moribundo, que saltó con precipitado coraje de una de aquellas camas, sin traer sobre su curtida humanidad más cobertera que unos mechones y rapacejos de lino, que pudo ser camisa en otro tiempo. Echó su negra boca a mis carrillos con fuerza invencible, y yo tirando mi cabeza hacia mis costillares pude huir de sus primeras tarascadas. Abalanzóse más rabioso el moribundo, y apresándome el pescuezo me imaginé tan ahogado corno si me hubiera cogido las orejas la trapa de una bodega. Empecé a gritar, y ya fuese al ruido de mis voces, o a la fatiga de imaginarme ahorcado entre sus dientes, yo desperté en mi cama revuelto en sudor y en congojas tan pesadas, que en mucho tiempo no pude desarrebujarme ni sacudirme del susto y de la fatiga que imprimieron en mi espíritu.

Éste es, amigo y Señor mío, el sueño, el que podrá ceder en mucha utilidad del público si Vd. lo corrige, ya que yo no he acertado a trasladarle al papel con la viveza que pasó por mi fantasía. Suplico a Vd. le dé lugar entre sus papeles, para que le divierta algún rato, o su lección, o la memoria de mi voluntad, la que enteramente aspira a obedecer sus órdenes. Nuestro Señor haga a Vd. feliz y lo libre de todo mal.

Acabé este discurso en Salamanca a últimos del año de 1736.

El Dr. D. Diego de Torres.