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Los libros de caballerías por dentro

Emilio José Sales Dasí






La necesidad de un reexamen

A vueltas, una vez más, con las opiniones destiladas en las páginas del Quijote sobre los libros de caballerías y los efectos perniciosos de su lectura, oímos tronar con gesto enfático al canónigo toledano, alarmado ante la evidencia de que don Alonso de Quijano considere como posibles todas las «mentiras» que se relatan en tales obras. A los hombres bienpensantes de siglos pasados, como a muchos otros que vinieron después, no podía caberles en la cabeza que alguien diese crédito a historias que amenazaban con turbar el juicio de los más crédulos:

¿Y cómo es posible que haya entendimiento humano que se dé a entender que ha habido en el mundo aquella infinidad de Amadises y aquella turbamulta de tanto famoso caballero, tanto emperador de Trapisonda, tanto Felixmarte de Hircania, tanto palafrén, tanta doncella andante, tantas sierpes, tantos endriagos, tantos gigantes, tantas inauditas aventuras, tanto género de encantamentos, tantas batallas, tantos desaforados encuentros, tanta bizarría de trajes, tantas princesas enamoradas, tantos escuderos condes, tantos enanos graciosos, tanto billete, tanto requiebro, tantas mujeres valientes y, finalmente, tantos y tan disparatados casos como los libros de caballerías contienen?



Participara Cervantes más o menos de las intuiciones de su propia criatura, cuestión ésta que ya ha hecho correr infinitos ríos de tinta, lo bien cierto es que las palabras del canónigo se aproximan bastante a la imagen que tradicionalmente destilan los relatos caballerescos del Renacimiento peninsular. Por lo general, la de un universo extraordinario donde no suele faltar de nada. Miren hacia donde miren, o lean donde lean, sus lectores tuvieron, tienen y tendrán la oportunidad de encontrarse con una turbamulta de famosos caballeros, celebrados por las magnas hazañas que los narradores fingen traducir de viejos manuscritos para que no perezcan en el olvido. Los lectores podrán, asimismo, toparse con doncellas andantes, monstruos imaginarios, aventuras descomunales, escenas amorosas, humorísticas, etc. Tanto de todo, que la misma enumeración enlazada por el canónigo de Toledo permite abarcar en su multiplicidad y con énfasis hiperbólico los elementos constitutivos de una estética literaria que para las fechas en que se compuso el Quijote todavía seguía teniendo su protagonismo en el imaginario popular.

En cierto modo, con las oportunas objeciones que deben mediar en el aserto, los libros de caballerías que surgieron de la mano de la imprenta y, en muchos casos, contribuyeron a su supervivencia, fueron entonces lo que para nosotros vendrían a ser los actuales best sellers, literatura que más allá de sus explícitas finalidades: la ejemplaridad, el divertimento, la propaganda monárquica, el didactismo... surtía de argumentos diversos y admirables a un público más amplio de lo que podemos llegar a reconocer. En cierto modo, por muy reales y efectivas que fueron las transformaciones dentro del estamento de la caballería histórica en el siglo XVI, las mismas hazañas fingidas plasmadas en moldes de imprenta sirvieron de trampolín al heroísmo en otras geografías en las que aún era posible conseguir los galardones de la fama con el empleo de la espada. Recuérdese, por ejemplo, la tan comentada impronta de los libros de caballerías en el conquistador del Nuevo Mundo que escritores como Vicente Blasco Ibáñez novelizan con apasionamiento en Los argonautas, destacando la importancia que tuvo la difusión oral de estas historias en los ánimos de dichos aventureros:

Estas historias disparatadas y heroicas agrandaban los ánimos, quitando toda significación a la palabra «imposible». Los más de los lectores y auditores llevaban espada al cinto, y al enterarse de las desaforadas batallas con gigantes partidos por la mitad, dragones despanzurrados, fugas de inmensos ejércitos de malandrines, endriagos y salvajes, vencimiento de terribles encantadores y liberación de princesas cautivas, pensaban con emulación y envidia: «Lo mismo haría yo si se presentase la ocasión. Pero... ¿adónde ir...? ¿Cómo empezar?» [...]

Y mientras toda una generación soñaba con los ojos puestos en el libro y una mano en la cruz de la tizona, íbase agrandando el radio de los argonautas al otro lado del Océano. Detrás de las islas de recientes desengaños extendía la inmensa tierra firme un mundo de misterios. Los que volvían de allá, adornando el casco con raros plumajes, hablaban de ejércitos de hombres cobrizos y fieros que sacaban el corazón a los enemigos para ofrecerlo a sus dioses; de esbeltas y ligeras amazonas con sólo un pecho, para tirar mejor del arco; de tritones mostachudos en los ríos, sirenas en las desembocaduras, perlas en los golfos y grandes bloques de oro nativo, del que enseñaban fragmentos... ¡Las ricas ínsulas no eran ficciones de los libros!, ¡había tierras en las que un paladín podía crearse un reino a golpes de espada...!



Frente a aquellos que desacreditaron con furibunda inquina la literatura caballeresca por su carácter inverosímil, por los supuestos efectos nocivos que podían tener en la moral femenina, por su estilo deshilvanado, ya es tiempo de reconocerle el papel que con justicia desempeñó en una época con destino imperial, en la que el idealismo tenía su sentido de ser y que, cuando la realidad no daba muchas ocasiones para mantenerlo, se trasplantaba en suntuosos fastos y celebraciones caballerescas de gran aparato en muchas ciudades españolas. A diferencia de la acritud del canónigo toledano del Quijote, va siendo hora de formularnos, quizá, otras cuestiones que, pese a su obviedad, no dejan de ser importantes: ¿hubiese tenido alguna excusa o pretexto Cervantes para escribir su inmortal relato de no haber existido los libros de caballerías? ¿Hubiese sido, tal vez, más gris la existencia cotidiana de aquellas gentes, artesanos, comerciantes, regidores, etc. cuya pírrica biblioteca estaba integrada por alguno de estos gruesos volúmenes en cuarto? ¿Se hubiera desvanecido con mayor facilidad el espíritu que alentaba las grandes empresas de una nación que daba sus primeros pasos de la mano de una nueva refundición de una obra medieval, seguramente en tres libros, titulada Amadís de Gaula?

Dado que cada una de estas cuestiones se sitúa en un plano de potencialidad y, por tanto, las respuestas que pueden ofrecerse nos arriesgan a extraviarnos por las sendas de lo inverosímil, será preferible hacer nuestro propio homenaje a los libros de caballerías hurgando en su singular naturaleza, al decir de sus propios enemigos, tan fantástica, desaforada y plural.




Los protagonistas: los caballeros andantes y las damas

Los libros de caballerías, entendidos como género literario, pero también editorial, se plantean desde un primer momento como la exaltación de la figura de un caballero cuya heroicidad se presupone de antemano. Todo gira en torno a su imagen, la que la mayoría de ediciones suelen hacer corresponder en sus portadas con un grabado donde el caballero aparece majestuoso, con sus credenciales características: sus armas, su cabalgadura, si acaso su escudero. Luego, la promesa que vibra en los títulos, designados indistintamente como libros, crónicas o historias. En ellos se resalta, junto al nombre de cada nuevo protagonista, la relación de sus grandes hechos, porque, digámoslo ya, las del caballero sólo pueden ser hazañas deslumbrantes contra los más inimaginables adversarios. A partir de ahí, cuando nos precipitamos en el cuerpo de estas narraciones, lo más extraño será no encontrarnos con unos motivos que se repetirán hasta la saciedad.

Y es que la historia de los caballeros literarios, siguiendo muy de cerca las pautas que instituirá el Amadís de Gaula, se traza como una biografía, que sirve como esquema aglutinador de todas las maravillas y hechos portentosos que se nos van a contar. De inicio, una referencia casi obligada a los tiempos remotos en que se ubicará la acción. Acto seguido, la existencia del protagonista queda insertada en un marco genealógico que es el primer síntoma de su carácter distintivo. Así como la cultura aristocrática medieval concedió, interesadamente, un papel básico a la impronta del linaje, nuestros caballeros literarios reciben a través de la sangre una herencia a la que tendrán que honrar e incluso superar. Que nadie lo dude, pues, señalados los envidiables parentescos familiares, el desarrollo biográfico del futuro héroe se amolda a unos hitos recurrentes que le otorgan un sabor mítico a su trayectoria personal.

Amadís, Palmerín, el Caballero del Febo y tantos otros paladines acceden a la ficción determinados por una suerte que les persigue desde antes de su propio nacimiento. Cuando individuos con extraños poderes vaticinaron su llegada y proyectaron sus méritos futuros a través de un lenguaje simbólico y enigmático. Claro que la confirmación de tales pronósticos no discurrirá por una senda llana. Los obstáculos con los que se topa el protagonista en el mismo instante de su natalicio habilitan una tensión que invita a seguir leyendo. Ya sea a causa de la soltería pública de su madre, ya sea por la intervención insondable de magos y encantadoras, el joven doncel se separa de sus padres y se aleja de los suyos con la única garantía de unas marcas corporales o determinados objetos que más tarde permitirán su reconocimiento o anagnórisis. Hasta entonces, irá creciendo con singular precocidad, acrisolando la exquisitez de sus facciones, mientras recibe unas enseñanzas que se encargan de darle personajes tan diversos como eremitas, sabios, gigantes o caballeros de honrosa reputación.

En cualquier caso, criado por padres adoptivos o educado lejos de la corte de sus progenitores, el joven doncel hace gala muy pronto de sus verdaderos designios vitales, de su inclinación al ejercicio de las armas. Es una imperiosa necesidad para la que demuestra estar preparado, tras un adiestramiento previo, si bien el ímpetu con que se exterioriza sus habilidades guerreras puede ser resultado de la sangre heredada de sus mayores. Y así, empujado por un deseo ardiente de hacerse con una identidad caballeresca que lo signifique, nuestro protagonista tiene ocasión de mostrarse superando a cualquier bestialidad salvaje: osos, leones, serpientes... Dicho enfrentamiento lo cualifica ante los demás y lo conduce hasta uno de los momentos fundamentales de su existencia, aquel que lo deja frente a las puertas del mundo de la caballería, un mundo al que tiene que acceder mediante el rito de la investidura. El adolescente aspira a convertirse en adulto, trascender las limitaciones de la edad, para llevar a cabo una misión altruista y redentora de la que se beneficiará su sociedad y a él le granjeará la fama. Claro que la naturaleza de su misión, de ese ofrecerse a los demás para garantizar la permanencia del orden establecido, es tan sublime que exige una cierta preparación espiritual. Así nos encontraremos con que, después de haber doblegado la voluntad de un ser reputado para que le conceda los carismas de la caballería, el aspirante debe previamente poner su alma en paz con la Divinidad.

La vela de armas es el pórtico de entrada a un estado superior, el que se confirma gracias a un ceremonial, las más veces público, en que el individuo se compromete a acatar un código etéreo de responsabilidades y deberes. Si no lo hace, manchará su honor, ensombreciendo de paso la albura de esas armas que se ciñe como caballero novel y que en lo sucesivo irá cubriendo de señales alegóricas alusivas a su progresión caballeresca o que mudará al tiempo que el héroe emprenda, con un nombre diferente (polionomasia), una nueva etapa vital. El que recibe la investidura, a través del espaldarazo, la pescozada o el simple gesto de que le calcen una espuela, es un ser diferente, renovado, en el que se conjugan sapientia y fortitudo, que ya puede abonar su cuerpo a las fragosidades del camino, para buscar aventuras, para arriesgar su vida en el servicio a su propia fe religiosa o para descubrir un ideal. En este último caso será necesaria la participación de otra figura que en muchos libros de caballerías desempeña un protagonismo evidente: la dama.

Por lo general, en cada de libro de caballerías hay tantas damas hermosas y de sublimes contornos como caballeros con un papel relevante. Su representación es tan ideal que los autores llegan a otorgarle a sus protagonistas femeninas una naturaleza casi divina, pues como el famoso Feliciano de Silva nos dice, a propósito de la emperatriz Archisidea, sus orígenes le permiten rivalizar con instancias superiores. Por eso, su nacimiento va acompañado de una sucesión de maravillosos fenómenos que deslumbran por su excepcionalidad:

allende de muchas estrañas cosas que aparecieron en el cielo, fue vista la diosa Venus encima de la niña al tiempo de su nacimiento teniendo por la mano a su hijo Cupido con su arco y tres flechas, es a saber, de oro, hierro y plomo, con que los estados de los mortales por él son llagados, y metida ella y su hijo en una flama de gran resplandor con palabras de soberana deidad, como por profecía de lo que después ha sido, dixo: «Archisidea sea tu nombre, con el cual mi hermosura obedecerá a la tuya y mi hijo renuncia en tu hermosa vista el su poder de sus flechas para herir y matar».


(Cuarta parte del Florisel de Niquea (1551), libro I, cap. XII)                


A través de figuras como Archisidea, de quien los paganos dicen que es hija del dios Júpiter, el ennoblecimiento de la mujer, convertida en objeto de culto y adoración, plasma ilusoriamente unos deseos que con mucha dificultad podrían consumarse en la realidad más inmediata de aquellos tiempos y que, a buen seguro, atrajo la atención de lectoras o simples oyentes hasta las entrañas ficcionales del género caballeresco. De unos libros donde la trayectoria del héroe suele gravitar en torno al escenario geográfico donde se ubica esa dama, casi siempre identificada como princesa y atractiva heredera. Hacia ella convergen los afanes de un caballero que entiende su tarea militar como acendrado servicio amoroso y que, a través de la evocación del ser amado, puede redoblar su esfuerzo para acometer las empresas más imposibles.

El caballero y la dama forman una unidad indisociable en estas obras. Sin embargo, la existencia de aquélla no estará únicamente determinada por las intenciones que se plantee su enamorado. La dama pasiva de los primeros libros de caballerías, forjada en el espejo de la Oriana amadisiana, tiende a extender sus rasgos caracterológicos a medida que se publican nuevos textos. Junto a la princesa divinizada por sus pretendientes, aparece una dama intrépida que también gusta del movimiento y la acción, una dama que, sin haber utilizado previamente las armas, toma el hábito de caballero para buscar a su amado o incluso librarle de las manos de cualquier traidor. En el Platir (1533) de Francisco de Enciso Zárate, Florinda es primer ejemplo de estas virgo bellatrix que aparecen vinculadas con las míticas mujeres amazonas que Garci Rodríguez de Montalvo incorporó a la ficción caballeresca a través de los folios de sus Sergas de Esplandián (¿1510?). Reinas o princesas que sueñan, desde su infancia, con competir de igual a igual con los varones y se perfilan como heroicos caballeros aventureros, y exóticas amazonas (Calafia, Pintiquinestra, Zahara...) que primero se singularizan por su desconocimiento del cristianismo o por la naturaleza aurífera de sus países de origen y terminan impregnándose de las formas y maneras de la civilización cortesana, enfatizan y dan entrada en los libros de caballerías a las posibilidades integradoras de la aventura como medio de sobresalir en un universo donde son factibles las quimeras más utópicas.




La aventura caballeresca y sus maravillas

A partir del imaginario esquema biográfico que sustenta los relatos caballerescos, los autores encajan una serie sucesiva de eslabones narrativos que pueden calificarse como aventuras. Se trata de lances, muchas veces con carácter perfectivo, que por sí solos asombran a los lectores, a la vez que contribuyen a delinear la trayectoria del protagonista a la búsqueda de su propia entidad caballeresca. Inspirados por la materia medieval artúrica, los textos castellanos siguen manteniendo el sentido de la aventura como encuentro con lo desconocido, como sucesos imprevistos donde el individuo arriesga su vida en una constante exhibición de sus cualidades innatas. A pesar de que en la existencia novelesca del caballero todo parece estar preparado para su lucimiento personal y múltiples pruebas esperan a ser culminadas desde mucho tiempo atrás, debe reconocerse que los autores enfatizan el papel de lo azaroso, que determinará prácticas tan familiares a personajes de la talla de don Quijote de la Mancha como la errancia. Es el paradigma narrativo que se consolida con el Amadís de Gaula y que tendrá gran predicamento, sobre todo, en los libros de caballerías de la segunda mitad del XVI, los llamados de entretenimiento. Ello no impide descubrir otras alternativas argumentales donde lo casual queda reorientado mediante soluciones literarias más próximas a los intereses políticos de la realidad de aquel entonces.

El propio Rodríguez de Montalvo privilegia en sus Sergas la idea de la cruzada. El regidor de Medina del Campo se hace eco del mesianismo ortodoxo que alentaba en los círculos de la corte de los Reyes Católicos y transforma la biografía de Esplandián en una representación de los valores éticos y religiosos imperantes. Para este caballero a lo cruzado el enemigo a batir se materializa bajo la etiqueta de infiel y las consecuencias de esta empresa poseen un valor ascético que no se aviene con el perfil de su padre Amadís:

Si las grandes cosas que mi padre con tanto esfuerço de su muy esforçado coraçón, e no menos peligro de su vida, passó fueran empleadas en servicio de aquel Señor que tan estremado entre tantos buenos le hizo en este mundo, no pudiera ser hombre ninguno igual ni semejante a la su virtud e gran valentía. Pero él ha seguido con mucha afición más las cosas del mundo perecedero que las que siempre han de durar, e comoquiera que en sus afrentas procuró de tomar el derecho e la razón de su parte, en que parece que la culpa en gran parte se desculpa, no por tanto dexara de ser mucho mejor que aquella ira e saña que contra los de su ley, en gran daño e muerte de muchos d'ellos, fue con tanta voluntad executada, que lo fuera contra los enemigos de su Salvador, el cual no permite ni quiere que los malos sean castigados con otras armas sino con aquellas que a los sus ministros dexó.


Mientras Esplandián trata de distinguirse de su padre, su empeño caballeresco conducirá a la ficción literaria por unos derroteros donde se reivindica el ejercicio militar en grupo contra un enemigo común, al mismo tiempo que se destacan una serie de virtudes: el «saber hacer», la premeditación, la táctica, que sobrepasan al puro ardimiento y que se desarrollarán novelescamente en otros relatos de las primeras décadas de la centuria como el Floriseo (1516) de Fernando de Basurto. Las circunstancias políticas de la época (campañas norteafricanas, avance turco en el Mediterráneo, disputas con Francia sobre el control de los estados italianos) imprimen su sello a la ficción literaria, a unos libros que suelen tener como eje central de sus respectivos argumentos una guerra, con diversos episodios bélicos, entre grandes ejércitos, con preferencia por el tópico de la defensa de Constantinopla, asediada por las tropas del paganismo.

La fórmula de unos textos imbuidos por un trasfondo más realista no será, sin embargo, la que saldrá victoriosa. La cualificación del caballero como una figura que descuelle por su astucia y su capacidad para liderar un grupo de caballeros, tan numeroso como pretenda el autor, es una solución interesante, pero la tendencia hacia lo maravilloso que parece hermanar la voluntad de escritores y lectores inclina la balanza hacia la mayor libertad de movimientos del caballero, más independiente de las imposiciones ideológicas externas y siempre predispuesto a encarar los prodigios más insólitos que le depara un universo variopinto.

Por oposición con el retrato físico y moral del protagonista, los folios de los libros de caballerías estarán sembrados de descomunales jayanes cuya soberbia y ferocidad les anime a perpetrar crueles desmesuras. Cuando el adversario no se significa por la singularidad de su tamaño o de sus pérfidos instintos, el escritor podrá echar mano de otros portentos: de hombres y mujeres salvajes que habitan en cuevas y se caracterizan por su primitivismo o por sus hábitos antropofágicos; de cinocéfalos, sagitarios u otras monstruosidades surgidas como una utópica elaboración de la fantasía y cuyo aspecto es el resultado de la mescolanza de los atributos más temibles de otros animales. Los híbridos, creados a imagen y semejanza del célebre Endriago amadisiano, y progresivamente desposeídos de su naturaleza alegórica (recuérdese que el Endriago de la Isla de Santa María nació como fruto del incesto), podrán encontrarse a la entrada de cualquier castillo inexpugnable o recinto fadado, custodios de pruebas u ordalías que sólo un ser extraordinario, como suele serlo el caballero protagonista, puede superar.

A medida que evoluciona el género editorial caballeresco se amplia la nómina de personajes y extrañas criaturas que acceden a un primer plano. El aliento imaginativo se enfervoriza hasta llegar a límites insospechados. Las fronteras espaciales parecen borrarse y en lugares muy remotos los caballeros ven materializada su sensación de alteridad frente a aquello que ven sus ojos y son incapaces de definir. Porque con el triunfo de los libros de caballerías de entretenimiento las aventuras sobrepasan el inabarcable ámbito de lo maravilloso para transformarse en pura ilusión. La que hace, por ejemplo, que los gigantes se contaminen de la bestialidad de los salvajes o se animalicen con los retazos multiformes de los monstruosos híbridos. En tanto que los autores confían el secreto de sus relatos al azar y apenas pueden definir la originalidad de sus caballeros a partir del cumplimiento con ese código ético de auxilio a los desvalidos, la aventura del héroe se consolida como una sucesión de deslumbrantes obstáculos que hay que doblegar para salvar la vida y obtener los galardones de la fama. La aventura caballeresca se vuelve maravillosa porque desemboca en una suma de instancias narrativas que extenúan el ímpetu guerrero ante la proximidad de la muerte. Nos sumergimos en los folios del Espejo de príncipes y caballeros (1555) de Diego Ortúñez de Calahorra, relato que junto al Belianís de Grecia (1545) da paso a la mentada tendencia de los libros de caballerías de entretenimiento. El Caballero del Febo ha llegado a las puertas del castillo de Lindaraxa. Si quiere adentrarse tras sus murallas deberá enfrentarse a un gigante de fiera catadura que lleva atada a una cadena «una serpiente, la más fiera y espantosa que jamás fue vista, [...] tan alta como un hombre encima de un cavallo, y rastrava la cola por el suelo más de diez passos, con la qual açotava tan fuertemente la tierra que todo el enlosado suelo hazía temblar» (XLIV). ¿Acaso un espécimen de este tipo, cuyos silbos, largos colmillos y tan aterradora presencia puede ser paseado como una vulgar mascota? A los escritores de estas ficciones no les importa la ridiculez de su inventiva sino la tensión que destilan los sucesos planteados. Más si cabe desde el momento en que, junto a tan aparatosa serpiente, aparece otro reptil, «que parescía cosa infernal [...], el más contrahecho y pavoroso que la natura humana pudo formar».

Muy posiblemente, la lectura de episodios como el mencionado exigía por parte de sus destinatarios de un ejercicio ímprobo de imaginación. Si entre sus expectativas mentales tenía un lugar esencial la idea del infierno, las invenciones literarias les aproximaban a otros escenarios muy similares. Resultaba fácil sentirse impactado por estos prodigios de un bestiario irreal, presentes también en aquellos relatos caballerescos que no gozaron del privilegio de pasar por las prensas y se difundieron de forma manuscrita. En el Flor de caballerías (finales del XVI) de Francisco de Barahona la trayectoria del caballero Belinflor lo conduce hasta la Aventura de las Cinco Cuevas, cada una de ellas protegida por un ser horripilante: un cocodrilo, un sagitario, un híbrido nominado Rinocero... Una fauna y una geografía, en suma, que tiene reservadas grandes sorpresas para el héroe, así como para los lectores.

Ahora bien, no podemos ignorar que gran parte de culpa del carácter admirable de los textos caballerescos cabe atribuírsela a la ingente caterva de magos y sabias encantadoras que se incorporan a las distintas historias con la más variada funcionalidad. Con unas aptitudes inauditas para manejar a su antojo las leyes más elementales de la física, se diferencian por su rol actancial, por su papel como auxiliares u oponentes del héroe. En el primer caso, aun en la distancia, ya que el futuro no es ningún secreto para ellos y pueden profetizarlo, se comprometen con el éxito de la tarea caballeresca del protagonista: pueden encargarse ellos mismos de su educación, le facilitan el acceso a la caballería, propiciando su investidura o convirtiéndose en donantes de unas armas prodigiosas contra las cuales son inútiles los encantamientos, y, más tarde, no se olvidarán de guiarlo hasta los espacios más remotos donde se requiere su intervención, suministrándole unos medios de transporte acuático o aéreo que únicamente podemos concebir si nos limpiamos de los prejuicios que impone la verosimilitud. ¿Existe otro modo de entender las facciones de naves como la que se describe en el Silves de la Selva (1546) de Pedro de Luján?:

Y por allí comenzaron a andar, reposando a trechos, hasta que la salieron por la otra que a la mar iba, donde vieron estar la Ardiente Barca, la cual a la sazón se comenzó a menear andando el agua muy alta. Por el aire arriba se comenzó a prender en ella el fuego tan grande que toda parecía quemarse, haciendo tales bravezas que espantado estaba don Silves, que jamás tal le vio hacer como entonces. Pero a esta sazón todo el fuego poco a poco se fue consumiendo y en lugar de la barca apareció una muy extraña cosa, y era una serpiente semejante a la que don Silves mató en la roca infernal, la cual era tan grande como una nave y la cola enroscada en alto derecha a manera de mástil de trinquete. En medio del lomo tenía una gran esfera donde todos los planetas y constelaciones celestiales aparecían con el Sol y la Luna, con tanto resplandor que de noche estaba en la mar el galeón tan claro como de día. En medio de la esfera estaba un mundo muy grande. Toda la serpiente era de tan infinita hermosura que todos fueron de su gran hermosura espantados, y luego la serpiente tendiendo su largo pescuezo puso la boca en tierra.


(II, cap. XXXIX)                


El artificio con que se presenta este Galeón Ardiente, diseñado con rasgos mecánicos y animales, es tan extraordinario como lo son los poderes que revelan los encantadores. Unos personajes casi todopoderosos que han sufrido un proceso de aclimatación a las coordenadas mentales de la época. De ahí que su capacidad para controlar o transformar su entorno se vea condicionada por el reconocimiento de que sus actos están consentidos por la Providencia: sólo Dios es el responsable último o el que tolera sus prácticas mágicas. Paralelamente a este control ideológico, podrá observarse, asimismo, que la suya no es una ciencia infusa. A diferencia del hada medieval, de las reputadas figuras del Merlín y la Morgana de la tradición artúrica francesa, los sabios de los libros de caballerías atesoran unos saberes que tienen un origen libresco, de manera que igual podrán proceder del estudio de la astrología como del cotejo de esos libros que llenan sus curiosas bibliotecas.

Encantadores buenos y encantadores perversos están familiarizados con el libro, quizá en un intento de los autores por darle credibilidad al hecho de que algunos de ellos terminen convertidos en cronistas ficticios de historias que permanecerán durante siglos en el olvido. Los magos y las magas saben escribir, pero, lógicamente, antes deberán haberse instruido en la lectura de los mismos textos que luego utilizan para urdir sus formidables hechizos como creadores y artífices de una realidad asombrosa, imposible de describir si no contamos con el auxilio de la hipérbole.

Lo exagerado, lo extremado, lo descomunal se vincula con la peripecia de los magos, individuos que habitualmente se nos aparecen caracterizados con una imagen prototípica: la de una venerable ancianidad de barbas blancas y cabellos canos que es sinónimo de experiencia. Claro que la norma general siempre tiene sus excepciones, sobre todo cuando la prosopografía de tales criaturas se entiende como ilustración de unos hábitos y una manera de ser más reprobables. Y es que también la magia puede emplearse al servicio del Mal. Con frecuencia los libros de caballerías presentan una nítida bipolarización entre los sabios que actúan a favor del héroe y aquellos que se conjuran contra el orden establecido. Si en el Amadís de Gaula tal dualidad venía encarnada en los distintos papeles atribuidos a Urganda la Desconocida y a Arcaláus el Encantador, en las obras más inmediatas la etopeya de los magos corre pareja a una división de índole religiosa. Mientras unos se aliarán con los cristianos, los otros se destacarán por su paganismo, elevando tronos para adorar a sus ídolos, manteniendo en sus castillos y fortalezas unas costumbres contra las que deberá lidiar el caballero protagonista denodadamente.

Como ocurre con todos aquellos personajes que el autor habilita como antagonistas de su héroe, los encantadores perversos, las hechiceras y nigromantes existen para poner a prueba la catadura moral y la destreza militar del caballero. Su maldad y su persistencia en la práctica de unos usos asociales es la excusa perfecta para que los defensores del orden civilizado demuestren todas sus virtudes, respondiendo adecuadamente a la hostilidad de unos seres que no se detienen ante nada ni nadie con tal de satisfacer sus instintos. Unas veces el deseo de vengar pasadas afrentas familiares, otras una aspiración irrefrenable a ejercer un dominio total sobre su entorno o a alcanzar un poder casi sobrenatural, las más una predisposición innata a la crueldad, hace que las magas se transformen en dueñas bravas y traidoras, mientras los encantadores sobresalen por su desmedida soberbia. Sus prisiones, como las de los jayanes, están llenas de caballeros y doncellas andantes que han caído en sus trampas y engaños. Sus propiedades están defendidas por poderosos hechizos que sorprenden al incauto y le hacen perder de inmediato la conciencia. Nadie está a salvo de sus maquinaciones y, de seguro, los lectores de tales fábulas sentirían muy de cerca un inquietante desasosiego cuando descubriesen que los sacrificios humanos y el derramamiento caprichoso de sangre hostiga con su sombra a los más inocentes. En 1602 se publica en Valladolid el Policisne de Boecia, título que ha sido considerado tradicionalmente como el último libro de caballerías. El principal adversario del protagonista y de su padre, el rey Minandro, es una hechicera cuyo egoísmo y crueldad no admite justificación alguna:

Viendo Almandroga que el mal de Fidea iva adelante, que cada día se iva secando y menguando su hermosura, no hazía sino traer donzellas y niñas inocentes, y entrava en la sala y, desnudándose todas sus vestiduras, tomava un vazín de oro do sacrificava las niñas delante del ídolo que más devoción tenía. Y después, tomando la sangre, se untava toda, echándola sobre sus blancas canas; y tomando unos incensarios de oro, andava ansí por todos los altares ahumando sus ídolos.


(XXXVII)                


Los pecados de la mágica Almandroga son innombrables y el autor los introduce en el relato para apelar al oficio redentor y justiciero de su héroe. Establece una causalidad para el posterior desarrollo de la aventura, para la acción que sustenta uno de los pilares básicos de la trama. No se crea, sin embargo, que a esto se reduce la trascendencia narrativa de los encantadores, ni se consuma la funcionalidad de tantos y tantos objetos mágicos (anillos protectores, espadas encantadas, armaduras tan ligeras como resistentes...), de tantos vehículos veloces que surcan el cielo (carros tirados por grifos o dragones, casas que se levantan por los aires...) o surcan los mares, acortando las distancias con presteza, ni de esos edificios que se construyen en un solo día y dentro de los cuales el caballero y aquellas damas que se atreven a seguirlo admiran la riqueza de sus salas o quedan deslumbrados por los tesoros que son la recompensa idónea para los más osados. A partir de la magia las aventuras cobran un cariz fabuloso, donde se afina la excepcionalidad militar de los caballeros y, además, puede dar curso a la explicitación de otras cualidades tan ideales como las de esos individuos que ponen en juego su vida en beneficio de los demás.




El amor y el erotismo

De modo similar a como el viaje es inseparable de la existencia del caballero andante, cuyo continuo deambular por la geografía narrativa es un imperativo para quienes ansían la gloria, tampoco es imaginable un caballero remiso a los hechizos del amor. Desde luego que hay personajes, caballeros de segunda fila o protagonistas de relatos como el Florindo (1530) o el Floriseo, que no se dejan atrapar por las flechas que enamoran. Pero se trata de excepciones dentro de un contexto general en el que la pasión interesa tanto como las hazañas. En muchas ocasiones podrá afirmarse que el amor y las caballerías discurren en una perfecta complementariedad. El heroico protagonista transita por un itinerario al principio y al final del cual siempre está la amada, bien como inspiradora de las grandes gestas, bien como la recompensa más codiciada que pone el broche dorado a su biografía. No obstante, entre la aspiración ideal y la consumación física hay muchos acontecimientos que dinamizan o entorpecen el proceso sentimental. Sucesos que diversifican en una amplia gama las posibles respuestas que pueden darse ante el estímulo amoroso. Y es que en los libros de caballerías no hay un único modelo sentimental, por mucho que se hayan querido extrapolar los rasgos de la relación Amadís de Gaula-Oriana al conjunto del corpus textual caballeresco. Más bien, las alternativas apuntadas serán múltiples, de acuerdo con los numerosos títulos que conforman el género y de acuerdo con la intención de escritores, cítese a Feliciano de Silva, que pretenden analizar la pasión amorosa desde todos los ángulos posibles.

No es extraño encontrarse con las objetivaciones más sublimes e ideales del amor, de una fuerza que nace devoradora -porque, ya lo decían los clásicos, el Amor es un dios que convierte a los humanos en sus prisioneros y víctimas-, e impulsa al amante a demostrar mediante un sacrificado servicio purificador a su dama la nobleza de sus sentimientos. Sin embargo, al mismo tiempo será posible descubrir que las devociones espiritualizadas alternan con la efervescencia de las pulsiones sexuales, de un instinto que aboca al individuo a la rápida obtención del placer sin tapujo alguno.

El paradigma amadisiano será, con diferencia, el que se perpetúe con una fortuna más duradera. Amadís de Gaula es el símbolo de la lealtad en amores. Considera a Oriana como un ser superior que lo estimula a acometer acciones arriesgadas y cuya voluntad acata con servil obediencia. Estamos delante de la imagen más ritualizada del fin' amor provenzal que la literatura peninsular reactualiza a través de la lírica cancioneril y late en algunos aspectos caracterizadores de obras tan celebradas como La Celestina. Eso sí, la presencia de este sustrato no empequeñece la singularidad de Amadís, porque es un personaje que intenta superar esas incompatibilidades que convertían el amor en fuerza transgresora y adulterina para Lanzarote y Tristán, porque no cae en los peligros derivados de una herética divinización de su señora, tal y como ocurrió con Calisto. Amadís identifica a Oriana como el norte hacia el que guiar su vida y cuando ella le retira sus favores, a causa de un error, a causa de los celos, el caballero siente que su espíritu flaquea. Piensa en dejarse morir, aunque termina, convertido en Beltenebros, como penitente en la Peña Pobre sin cuestionar jamás la decisión de su amada.

Amadís es un personaje en conflicto con su refundidor, el Montalvo que lo recoge de su existencia literaria medieval y lo amolda a los códigos ideológicos de su época. El mismo Montalvo que critica su sometimiento total a la dama, que lo acusa por el carácter mundano de sus sentimientos, no lo deja caer por completo en los brazos de la locura y del salvajismo. Y entre el tira y afloja del escritor y su personaje, los gestos de este último trascienden como símbolo de la fidelidad amorosa. Para que se hagan eco de su talante idílico los poetas de cancioneros o dramaturgos de la talla de Gil Vicente, quien le dedica su Tragicomedia de Amadís. Pero son sus continuadores en el ámbito de la ficción caballeresca los que ponen más empeño en repetir sus andanzas. Al igual que el de Gaula abandona la corte y se encomienda a un destierro errático, otros caballeros lo emularán: Felixmarte, Florambel de Lucea o Lisuarte de Grecia. Este último paladín, surgido de la pluma de Feliciano de Silva en la obra homónima (1514), recibe una carta de la princesa Onoloria que turba su ánimo y lo empuja a partir de Constantinopla con su tristeza a cuestas:

se fue por su camino hacia la parte que más espesura de montes pensó haber, por que no fuese hallado. Como solo se vio, llorando muy reciamente, no hizo sino andar tanto que esa noche se alejó gran parte de Constantinopla; e iba consigo hablando cosas muy tristes de oír, sollozando tan reciamente y suspirando que gran parte lo oyeran.


(LII)                


Los medievales hablaban de una enfermedad denominada hereos destacando sus nefastos efectos en quienes la padecían. Ésa será la cara más negativa de una pasión que provoca un gran sufrimiento (con sello trágico para los amantes de las ficciones sentimentales peninsulares), pero también tiene contraprestaciones que remontan al enamorado a una dimensión de suma excelencia. Aunque no se agotan en ese instante sus consecuencias narrativas. Ni mucho menos.

Los libros de caballerías mantienen muchos esquemas compositivos y reiteran muchos motivos temáticos. Pero no es menos cierto que también ensayan con nuevos aportes que enriquecerán el conjunto. Frecuentemente la pasión brota a través de la mirada, el tópico amor de visu. Sin embargo, se novelizan otras fórmulas menos sensuales como el trovadoresco amor de oídas o amor de lonh, donde la fama del otro reduce los inconvenientes de la distancia; se emplea el enamoramiento a través de sueños, concebido como resorte generador de enigmáticas expectativas, e incluso es posible caer rendido ante la pintura que algún mago efectúa de determinado caballero o determinada dama. Las alternativas son numerosas, de forma similar a como acontecerá en el proceso de acercamiento entre la pareja protagonista.

Dados a extremar los atributos físicos de las damas, cuya sin par belleza puede convertirse en un arma asesina para aquellos que la contemplan, algunas princesas se ven obligadas a residir en un total aislamiento de los varones. El que aspire a encontrarse con ellas deberá recurrir a la astucia, al ingenio o a procedimientos como el disfraz. El príncipe don Duardos se convierte en el hortelano Julián en el Primaleón (1512), y otros caballeros inventados por Feliciano de Silva van un poco más allá travestidos en hermosas doncellas sármatas: lo será Amadís de Grecia-Nereida y también Agesilao-Daraida, mientras que don Florisel de Niquea y su hijo Rogel de Grecia se enfundarán los hábitos pastoriles. La esporádica metamorfosis externa y social de los protagonistas repercutirá a niveles distintos: complicando la trama, suscitando equívocos y episodios burlescos, o proponiendo un recorrido vertical por la imaginaria sociedad de tales libros para ver cómo el amor se ensaña con cualquiera, sea cual sea su condición, sean cuales fueren sus intereses particulares. Al fin y al cabo, lo que los autores intentan demostrar es la tiranía que impone ese Amor equiparado con una divinidad, al que sus vasallos responden con retóricas afirmaciones sobre la magnitud de sus sentimientos o exhiben posturas sumamente literaturizadas, según las cuales el o la enamorada sigue profesando hacia el otro una firme devoción, pese a no ser correspondida en sus afanes.

Antes, sin embargo, de rendirse a la imposibilidad material de una consumación permanente, o cuanto menos puramente física, los miles de personajes de ambos sexos reunidos en los libros de caballerías tratan por cualquier medio de satisfacer sus objetivos. Las huellas celestinescas aparecerán en las tercerías que llevan a cabo las doncellas o los escuderos, incluso los magos podrán intervenir para decidir un enlace marital. Cuando éste se produce, las situaciones narrativas devienen recurrentes: los enamorados mantienen su primer encuentro carnal después de haberse comprometido a escondidas y en secreto en un matrimonio de palabra que, según los relatos, guarda un notable paralelismo estructural con la posterior boda pública que marca el corolario definitivo a la proyección biográfica del caballero.

Si la solución matrimonial resuelve los deseos de los personajes y los integra en el seno del orden establecido, el exceso pasional y la lascivia dan pie a ciertas actuaciones que contravienen las convenciones sociales. El adulterio se condena en ocasiones desde una perspectiva netamente moralista, siendo castigados aquellos que lo practican. No obstante, se abren también las puertas a actitudes menos encorsetadas por la ortodoxia. Por ejemplo, para poner en tela de juicio posturas vacías de contenido en su uso abusivo como el asunto de la fidelidad amorosa. La finalidad humorística se funde con los tonos eróticos cuando caballeros, damas y doncellas coinciden en afirmar que la lealtad y la obediencia coartan la libertad y el disfrute carnal. Con tales posicionamientos resulta insostenible la imagen monolítica que se ha querido esgrimir como espada de Damocles sobre todo un género. Ignorando muchas veces que en los libros de caballerías de entretenimiento aparecen, con cierta normalidad, atractivas jóvenes nobles que son huérfanas y, asimismo, pueden gozar de una posición acomodada. Jóvenes que satisfacen sus instintos con aquellos caballeros que llegan hasta sus castillos y que ellas tentarán con gestos sensuales y eminentemente provocadores. Para ellas los ricos y finos atuendos, la música y la danza, la comida abundante, facilitan el juego de la seducción erótica trazada con un designio muy claro: el encuentro sexual de los cuerpos, entendido como expresión plástica de su independencia y de la libertad que reclaman para acomodarse abiertamente a los dictados del carpe diem. Otra cosa muy distinta será que los caballeros no se dejen intimidar por tales prácticas y prefieran mantener sus señas de identidad, las que heredaron de su padre literario y famoso Amadís de Gaula. Entonces el relato discurrirá por las sendas del humor.




Hacia una estética de la variedad

La inexistencia de preceptivas o poéticas, a principios del XVI, que se ocuparan específicamente de la reflexión teórica sobre los libros de caballerías, seguramente por considerarlos como una literatura popular, vista con cierto desdén entre los humanistas, pudo contribuir a que tales relatos se desarrollaran sin una conciencia nítida de su propio estatuto. La indistinción terminológica que se evidencia a la hora de bautizar estas obras apunta muy bien a la idea de que el concepto de género caballeresco obedece más a cuestiones de naturaleza puramente editorial que a razones literarias. La imagen fijada por la exitosa difusión del Amadís de Gaula despertó una serie de expectativas que los escritores materializaron a partir de la imitación de esquemas narrativos y asuntos temáticos, y de los posteriores desvíos transformadores e innovadores a partir de los paradigmas referenciales.

De alguna manera, a lo largo de su evolución, los libros de caballerías terminaron convertidos en un receptáculo enorme donde incorporar los más diversos contenidos, un verdadero cajón de sastre donde la intención de sorprender y admirar al hipotético público lector se acoplaba perfectamente a las directrices renacentistas que fomentaban la variedad dentro de los diferentes textos literarios. Es por eso que los libros que forman parte del corpus genérico, definido a posteriori, se nutren de los ingredientes básicos de dicha materia, pero no muestran reparo alguno en entablar un diálogo intertextual con otras tendencias literarias afines. El resultado final será el de una rica amalgama, un retablo donde confluye un sinfín de elementos con una clara voluntad efectista. Es la misma idea contenida en el propio título del quinto libro del Amadís de Gaula, pues el término «sergas» puede ser equiparado con aquel de «sarga», de manera que Sergas de Esplandián sería como si dijésemos los tapices donde se retratan las grandes gestas del caballero.

Casual o no la relación establecida, el arte de los tapices tiene una gran importancia en el siglo XVI. El mismo rey Carlos I adquiere en 1526 una serie de tapices, exhibidos actualmente en el Palacio Real de La Granja, tejidos en los talleres de Pieter Van Aelst a encargo de la corte del soberano. En esta serie, conocida como Los honores, la representación iconográfica está al servicio de la idea de los «espejos de príncipes». Se representan las virtudes que el monarca deberá seguir y los vicios que tendrá que evitar en su conducta. Ideas abstractas que se visualizan mediante el concurso de más de trescientos personajes extraídos de la tradición bíblica, mitológica o histórico-literaria, y la aparición de animales, arquitecturas alegóricas o motivos de todo tipo con valor instructivo. A su modo, ¿no poseen también los libros de caballerías esa multiplicidad plástica? ¿No pueden ser definidos como una sucesión en movimiento de una serie de cuadros que serían el equivalente a las aventuras relatadas, tiempos llenos en los que la acción admirable deslumbra a los lectores y oyentes de tales libros?

La diversidad de la literatura caballeresca se manifiesta en cada uno de los ámbitos constitutivos de la obra impresa o manuscrita. Técnicamente, la proliferación de personajes favorece el empleo de una fórmula ampliamente manejada por el roman artúrico: el entrelazamiento. Las varias líneas argumentales protagonizadas por caballeros que consuman su búsqueda o su misión por escenarios diferentes motiva las alternancias. A su vez, a medida que se editan más libros de caballerías se hacen más habituales las historias contadas, episodios que se unen a la acción principal como desencadenantes de nuevas aventuras, pero cuyos argumentos también obedecen al propósito autorial de ampliar el marco temático del discurso.

Los conflictos bélicos planteados dan curso al arte epistolar mediante cartas de desafío, igual que la separación de los enamorados protagonistas faculta al escritor para ejercitar sus dotes retóricas en la elaboración de misivas de carácter sentimental donde los personajes exponen los sufrimientos que derivan de la distancia del ser amado. Y si de expresar los afectos más íntimos se trata, ¿por qué no atender a otras modalidades literarias que le permiten al personaje testimoniar su aparentemente compleja interioridad? Los caballeros y las damas de este universo sofisticado son capaces de pulsar las teclas de la poesía, de acompañar sus efusiones con acordes musicales. La lírica y la música son caminos que elevan al individuo hacia regiones superiores, y como en el ordo caballeresco los gustos y las aficiones cortesanas están a la orden del día, no resulta difícil intuir de dónde procede su habilidad para afianzarse en el dominio de la métrica o para llegar a componer idílicas bucólicas, de acuerdo con el renovado interés renacentista hacia la naturaleza y los temas clásicos.

Pese a que muchos de aquellos que se acercaron a la literatura caballeresca no consiguieron reivindicarse por su habilidad estilística, su amplitud de miras va más lejos de lo formal para implicarse con tendencias estéticas características de su época o revelar tonos que apenas se han tenido en consideración a la hora de estudiar estos relatos. Una aventura maravillosa, pongamos por caso, puede desplazar al caballero, y también a los lectores como testigos silenciosos, a cualquier recinto encantado. Allí nos encontraremos con temibles guardianes, pero, asimismo, con refinadas invenciones: esculturas que se comportan como autómatas, elementos arquitectónicos que extrañan por su riqueza o su originalidad, tesoros inauditos o cualquier otro elemento con una proyección parateatral. Es posible incluso descubrir a personajes que despuntaron en el pasado por su historia sentimental y ahora se mantiene su imagen incorrupta mediante el oficio de la magia. Por ser posible, el personaje y los lectores espectadores pueden asistir a un alegórico desfile de afamadas celebridades de la Antigüedad que se aproximan para dar cuenta de sus actos pretéritos o requieren de nuestra atención para que nos compadezcamos de todos sus infortunios. El viaje onírico o fabuloso es excusa para diluir las barreras cronológicas y recuperar del ayer la existencia de figuras de la literatura grecolatina cuya experiencia contrastará con la de los heroicos caballeros andantes.

Paralelamente a esta incursión en la historia que actúa como referente de autoridad y como material narrativo, la realidad que registra la mirada puede transformarse en un vuelo espacial hacia otras latitudes. Recuérdese que en la Tercera parte del Florisel de Niquea (1535) de Feliciano de Silva el sabio Alquife dispone en su castillo de un instrumento que nada tiene que envidiar a otros similares de la moderna cinematografía:

sobre un padrón de cobre estava una poma muy grande a manera de espejo en que los sabios vían todo cuanto en el mundo passava y por su voluntad d'ellos los que allí subían y no más de lo que ellos querían que viessen; y a esta causa no les era encubierta. Y puestos allí, el sabio les dixo la virtud de la poma, y ellos alabaron mucho tal saber e virtud para poder gozar cosa tan estraña. El sabio les dixo que se assentassen todos y pusiessen los ojos en la poma, y verían una hermosa aventura que a la sazón acaecía en la ínsula de Guindaya, y que de la misma suerte los días que allí estuviessen les podría mostrar otras hermosas aventuras.


(LXXVI)                


Identificados por un deseo de vivir o ver las maravillas más increíbles, los personajes confían en los poderes de la magia, en unos conocimientos que se introducen en el discurso como fuente de diversión y regocijo, tal y como explica la sabia Urganda al irrumpir, en el Amadís de Grecia (1530), en los palacios imperiales de Trapisonda bajo la apariencia de una espeluznante serpiente. Sólo cuando la vieja encantadora recupera su aspecto propio, sabremos cuál ha sido su verdadero empeño: «Luego de todos fue conocida que sabed que era Urganda que siempre acostumbrava venir con tales maneras de espanto [...] Todos quedaron con gran risa y plazer de ver el engaño que les avía hecho» (2.ª, IV).

La diversión es un terreno abonado a invenciones y engañosas puestas en escena o está vinculada al mundo de la fiesta. De nuevo, se afianza el papel tan determinante que tuvo lo visual en la vida cortesana y caballeresca. Que tuvo en el cromatismo de las armas, de la heráldica que portan los guerreros durante una batalla y, sobre todo, en actos públicos como justas y torneos. Tales actos se incluyen en la órbita militar que singulariza estas ficciones, al tiempo que su cariz deportivo y espectacular lo emparienta con los fastos y celebraciones que fueron tan populares en las grandes ciudades peninsulares del quinientos. Los caballeros se exhiben con sus objetos identificadores, de modo semejante a como las damas hacen una entrada triunfal en la corte subidas sobre quiméricos carros tirados por unicornios u otras animabas que jamás existieron más allá de la imaginación. Por caminos impensados, los acontecimientos festivos entrelazan en idealizada simbiosis los usos reales y aquellos que la literatura ha filtrado a través de una inventiva desatada. Para que los aparatosos atuendos femeninos, descritos con todo lujo de detalles, o la precisión con que se contornean los peinados de las damas, reproduzcan la suntuosidad cortesana con que aliñaban su aspecto los más pudientes.

La realidad y la ficción entablaron un proceso de retroalimentación que puede servir para explicar también la impronta de los libros de caballerías en el imaginario popular. Libros que respondían a una demanda concreta, pero que, además, tuvieron la capacidad para acomodarse a las costumbres de un tiempo y trasplantarse como moda y fenómeno cultural. Aunque sus designios ejemplarizantes no fuesen totalmente sinceros, aunque no siempre fueron vehículo de propaganda política, cumplieron con una de las misiones primordiales de la literatura: la de entretener a sus destinatarios. Lo consiguieron a su modo, con el concurso del heroísmo y de las maravillas más insospechadas. Y por si les faltaba algún aditamento para endulzar su propuesta, no dudaron en presentarse con la compañía de la risa.

El humor, fundamental en el nacimiento de la novelística moderna, si tal responsabilidad se la queremos atribuir a Cervantes y a su Quijote, fue una espada imaginaria que esgrimieron los escritores del género caballeresco con cierta frecuencia. Para transformar a los enanos en figuras cómicas y risibles, para burlarse de la extremada cobardía de los pastores o de las ridículas ínfulas de caballeros ancianos que quieren reencontrarse con los bríos amatorios de edades perdidas. La risa fue concebida como posibilidad para estrechar más los lazos que existían entre el mundo del insondable heroísmo y la prosaica realidad de aquellos que seguramente maltratarían su pingüe economía adquiriendo uno de esos gruesos volúmenes en cuarto. Para atrapar a este hipotético destinatario, se potenciaron todos los motivos susceptibles de plantear una respuesta positiva. Por una parte, remontándose a esferas de realidad superiores; por otra, poniendo en circulación a mujeres de una fealdad impresionante que aspiran a que los demás celebren la hermosura de la que carecen; o a caballeros que, superados por el mal de amores, ni siquiera piensan en soluciones drásticas y violentas para su dolor, porque son víctimas de una enajenación mental que se ofrece al lector, intencionadamente, para contradecir por medio del humor la solidez de los tópicos amorosos sublimados por la misma literatura. Lo consignamos en la Segunda parte del Florisel de Niquea (1514). El príncipe Zaír deambula en una queste hasta dar con un curioso caballero. Después de haber sido abandonado por su esposa, se mete en una laguna y sus actos son el reflejo de su gran desatino:

un caballero de gran cuerpo vio, todo armado y apartado de su caballo, con su espada que grandes golpes en el agua de la laguna daba. De sí daba de punta hasta tanto que paraba; y, como el agua se sosegaba, de nuevo tornaba a su oficio. Cabe él, algo apartadas, estaban seis doncellas que gravemente lloraban, y una de ellas estaba ligándole la cabeza, la cual toda ensangrentada tenía, quejándose gravemente.

El príncipe, maravillado de tal aventura, muy deseoso de saber qué cosa fuese, al caballero se llegó y le dice:

-Señor caballero, ¿qué es eso que en el agua estáis haciendo?

El caballero alzó la cabeza y dijo:

-Aún más de venir a quererme aquí quitar la venganza de aquel que llagó mi corazón? ¡Vete de ahí y no quieras que haga de ti lo que de él y de aquellas cosas que estorbármelo querían!

Y con esto torna a su oficio.

-¡Santa María! -dijo el príncipe-, este caballero sandio debe estar.


Fuera de mayor o menor calibre la locura de este desafortunado marido, sus gestos tienen mucho de figura cómica creada para incitar a la risa. Explicitan el reconocimiento de que la literatura está ideada para tocar los resortes que impulsan el alma humana hacia el asombro, el sueño y la fruición. Con tales planteamientos, que enfatizan la autonomía literaria, los libros de caballerías alimentaron las quimeras de nuestros antepasados y siguen invitándonos desde su limbo de siglos a redescubrir con ellos el sentido de la aventura, tan real o ilusoria como quiera el lector.






Bibliografía



    • Textos

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    • Estudios

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    • Lucía Megías, José Manuel, De los libros de caballerías manuscritos al «Quijote», Madrid, Sial, 2004.
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